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sábado, 18 de mayo de 2013

STEPHEN KING - LA PLANTA VI


 STEPHEN KING
LA PLANTA VI





Nota del Editor
 
Z probablemente sea el documento más interesante de la colección que forma esta historia. Aunque coherente en su mayor parte, el lector cauteloso podrá descubrir en él el trabajo de varias voces, la mayoría de las cuales (o todas ellas) ya fueron descriptas en la gran cantidad de memorándums, cartas y diarios personales que se presentaron hasta el momento. Además, el manuscrito descubierto (perjudicaría al desarrollo de la historia hablar demasiado sobre las circunstancias de ese descubrimiento) muestra diferentes tipografías y manos editoriales. Alrededor del treinta por ciento fue mecanografiado en una Olivetti portátil, que puede identificarse positivamente como la de John Kenton por la d flotante y por la grieta que atraviesa a la S mayúscula. Otro treinta por ciento es sin duda el trabajo de la Underwood 1948 modelo oficinista de Riddley Walker, que fue encontrada en el escritorio de su estudio en Dobbs Ferry. Las otras tipografías fueron producidas por el tipo de IBM Selectrics que se usaba por aquel entonces en las oficinas de Zenith House. El diez por ciento del manuscrito fue tipeado con la IBM type-ball "Script", la preferida de Sandra Jackson. Un veinte por ciento está en el formato de una IBM "Courier" que usaban tanto Herb Porter como Roger Wade. El trabajo restante está en una IBM "Letra Gótica", que puede encontrarse en varias (aunque no en todas) de las cartas comerciales y en los memorándums internos de Bill Gelb. 
Lo más llamativo de esta colaboración, que se unifica notablemente a pesar de la interacción estilística, es el hecho de que esté narrado en tercera persona, y con un estilo omnisciente. Los testimonios se dan a conocer con el uso de una perspectiva cambiante, e incluyen varios sucesos en los que ninguno de los narradores –ya sean Kenton, Wade, Jackson, Gelb, o Walker–estaban presentes. El lector se preguntará si estos pasajes (varios de los cuales se entrelazarán a continuación) son simples conjeturas basadas en las evidencias disponibles, o si son pura imaginación, no más creíbles que las historias de "bichos gigantes" de los libros de Anthony LaScorbia. Ante estas posibilidades, el editor preferiría antes que nada recordarle al lector que hubo un sexto participante en Zenith House durante aquellos meses de 1981, para luego sugerirle que si lo que sospechaban Kenton, Wade, et. al. era cierto –que la hiedra que les enviaron era telepática y hasta cierto punto manipuladora– entonces quizás el auténtico narrador de Z fue el mismísimo Zenith la hiedra común (o la mismísima, si se quiere emplear el pronombre más utilizado por Riddley Walker.)
Aunque parezca demente según todas las pautas generales de la lógica, la idea posee un cierto encanto persuasivo cuando se la considera en el contexto de otros eventos de aquel año –comprobables en su mayoría, como la caída del avión en el que viajaba Tina Barfield– y al menos ofrece una explicación de la aparición del manuscrito. La idea de que una planta telepática convirtiera las máquinas de escribir de cinco editores anteriormente normales en tablas Ouija es un insulto al pensamiento racional; ninguna persona sensata puede estar de acuerdo con semejante cosa. Pero aún así la idea tiene cierto atractivo, por lo menos para este lector, ya que deja la sensación de que sí, así fue como estas cosas sucedieron, y sí, así fue como toda la verdad de esos días llegó a ser registrada.
 
 
S. K. 










 


 
 
 
 
 
 







 
De Z, un manuscrito inédito
 
4 de abril de 1981 
490 Park Avenue South 
New York City 
Cielo despejado, vientos suaves, temperatura 10 ºC 
 
9:16 de la mañana 
 
Bebidas Suaves RainBo tiene sus oficinas neoyorkinas en el tercer piso del edificio ubicado en el 490 de Park Avenue South. Aunque sea pequeña (su porción del mercado desde el 1/3/81es del 6.5%), RainBo es una empresa entusiasta, de inquietudes jóvenes y firmes. A comienzos de abril de 1981, los de gaseosas RainBo tienen algo por lo que sentirse entusiasmados: consiguieron los derechos (a un precio que pueden darse el lujo de pagar) para poder explotar comercialmente la clásica composición de Harold Arlen "Somewhere Over the Rainbow". Actualmente están preparando toda una nueva campaña publicitaria centrada en esa canción. 
En esta mañana de sábado, el vicepresidente ejecutivo George Patella* ("Soy un hombre rodilla" es su frase favorita en los bares para hombres solos... no dice que sea soltero) ha conducido todo el camino desde su casa en Westport porque se le ocurrió una brillante idea en la mitad de la noche. Piensa escribir un memorándum y dejarlo sobre el escritorio de su jefe para antes del mediodía. Y es que además hay cierto bar nuevo en la séptima avenida en el que piensa curiosear al mediodía. 
Con la cabeza llena de animadas botellas de gaseosa bailando sobre el arco iris con habilidosos zapatitos rojos, George Patella apenas le presta atención al hombre que lo sigue, toma la puerta y murmura un "Gracias" luego de que George usara su llave. Apenas advierte la presencia de un señor viejo, que pasa de los sesenta años, o con setenta recién cumplidos, guapo en su estilo demacrado, que lleva un uniforme militar verde. 


* Patella significa rótula en inglés (N. del T.)


Si más tarde se le pidiera ser más específico sobre este uniforme, el señor Patella sería incapaz de agregar gran cosa, a pesar de que por naturaleza sea un hombre amistoso y servicial (aunque con cierta tendencia a esconder su anillo de bodas en el compartimiento trasero de su billetera en ciertas ocasiones.) Si su cabeza no hubiera estado atestada de esas danzantes botellas de gaseosa, podría haber notado que el anciano del corte cepillo de color gris acero no llevaba ningún distintivo ni ninguna insignia de rango. Si se le obligara a recordarlo todo (o si se lo hipnotizara para que lo hiciera), Patella podría haber dicho lo siguiente del hombre que viajó en el ascensor con él aquella mañana de sábado: vestía una camisa verde oscura, una corbata negra que hacía juego con la camisa, y unos pantalones verde oscuro, esmeradamente planchados y doblados, sobre unos resplandecientes zapatos negros. Un atuendo de aspecto militar, en otras palabras, pero que podría comprarse en la tienda del ejército de la otra cuadra por un costo total de menos de cuarenta dólares. 
Es la forma de lucir lo que lleva puesto lo que da la impresión de indumentaria militar; una vez que el viejo caballero ha presionado el botón de su piso (George Patella no tiene ni idea de cuál pueda ser), permanece de pie autoritariamente erguido e inmóvil, con las manos unidas delante de él y los ojos fijos en el indicador luminoso de los pisos. No está inquieto ni llama la atención de forma alguna, y por cierto que no intenta charlar. Y no hay nada en su postura que haga pensar en la incomodidad. Éste es un hombre que ha estado de pie  —no tanto en posición de firmes, pero indudablemente no a gusto— muchas veces antes. Su cara lo dice. Eso, y la impresión de que quizás disfrute de dicha postura. 
Pese a todo, no sorprende que George Patella, inmerso en sus propias preocupaciones (está demasiado concentrado en ellas como para darse cuenta de que está silbando suavemente "Somewhere Over the Rainbow"), no se cuestione las razones que pueda tener el hombre para estar allí. Dejando eso de lado, el hombre de camisa verde y de pantalones irradia esa impresión de estar en el lugar y en el momento correctos. Y por cierto que George Patella no reconoce al hombre con el que comparte el ascensor como el General Anthony "Tripas de Hierro" Hecksler (retirado del ejército norteamericano), loco, asesino, y fugitivo de la justicia. Patella se baja en el tercer piso para escribir su memo sobre el baile de las botellas de gaseosa. El hombre de pantalones verdes y camisa se queda dentro del ascensor. Patella, el vendedor de bebidas suaves, tiene una última visión del militar cuando él (Patella) dobla la esquina del corredor hacia las oficinas de RainBo: un señor mayor que permanece de pie erguido y callado, con las manos unidas delante de él, los dedos de esas manos ligeramente deformados por la artritis. Simplemente parado allí, simplemente esperando que suba el ascensor, para poder continuar con sus propios asuntos. 
Cualquiera sean esos asuntos. 


4 de abril de 1981 
Cony Island 
Cielo despejado, vientos suaves, temperatura 11 ºC
 
9:40 de la mañana 
 
En cuanto Sandra Jackson y Dina Andrews se bajan del tren, Dina, de once años, expresa su deseo de dar una vuelta en la Rueda Maravillosa, que ha reanudado su labor durante una nueva temporada. 
Mientras se encaminan hacia allá, encuentran alegres buhoneros a ambos lados del camino casi vacío de gente. Un grito hace sonreír a Sandra:
—¡Eh, la señora rubia! ¡Eh, tú, pelirroja bonita! ¡Vengan aquí y prueben su suerte! ¡Sálvenme el día! 
Sandra se desvía hacia la Rueda de la Fortuna y examina el juego. Es como una ruleta, sólo que ganas premios en lugar de dinero. Aciertas rojo o negro, par o impar, y te ganas un premio pequeño. Si le aciertas a una de las docenas te ganas uno más grande. Si le aciertas a los cuatro te ganas uno más grande todavía. Y si escoges un solo número y la pegas, te llevas el premio de los premios: el gran osito rosa. ¡Todas estas posibilidades por un cuarto de dólar! 
Sandra se vuelve hacia Dina (quién de hecho es pelirroja y bonita.)
—¿Qué nombre le vas a poner a tu nuevo oso? —le pregunta. 
El tipo que maneja la Rueda de la Fortuna sonríe.
—¡Eso es tener confianza! —pregona—. ¡Cariño, esa es la mejor cosa en la vida! 
—Lo llamaré Rinaldo —responde Dina con prontitud—. Si lo ganas. 
—Oh, claro que lo ganaré —asegura Sandra. Toma veinticinco centavos de su cartera y examina los números, que van desde el uno hasta el treinta y cuatro e incluye casillas tales como VUELTA GRATIS, ADIÓS, PRUEBE DE NUEVO, y el doble cero. Ella observa al buhonero, que le está repasando el busto, con una mirada fija que no llega a ser escalofriante.
—Amigo —le dice ella—, quiero que recuerde que estoy apostando mi confianza en usted. Desde este punto, su puesto sólo va a mejorar. 
—Vaya que está segura —dice él—. Bien, escoja su número. 
Sandra coloca su moneda en el diecisiete. Tres minutos después el buhonero se queda mirando con ojos asombrados como la bonita señora y su joven amiguita siguen su camino hacia la Rueda Maravillosa, con la joven amiguita ahora en posesión de un osito rosa casi tan grande como ella. 
—¿Cómo lo haces, tía Sandy? —quiere saber Dina. Está a punto de reventar de la excitación—. ¿Cómo lo haces
Tía Sandy se da unos golpecitos sobre la frente y sonríe.
—Ondas psíquicas, cariño. Llámalo así. Vamos, veamos cómo se ve el mundo desde allá arriba. 
A veces la vida revela (o parece revelar) un esquema extraordinario. Éste es ciertamente uno de esos casos. Porque, cuando las dos empiezan a correr de la mano hacia la Rueda Maravillosa, Sandra Jackson comienza a cantar "Somewhere Over the Rainbow" y Dina se une rápidamente a ella. 


4 de abril de 1981 
490 Park Avenue South 
 
9:55 de la mañana 
 
¡Diablos, qué bien que la está pasando el viejo Tripas de Hierro! ¡Que vengan a hablar de aprovechar tu tiempo de la mejor manera! ¡Que vengan a hablar de que tus brumosos sueños nocturnos en el manicomio puedan volverse realidad! 
Al principio tuvo ciertas dudas. Incluso hasta se alarmó. Cuando apenas llevaba unos momentos allí, luego de que forzara la cerradura de la puerta del pasillo (no le ocasionó ningún problema, podría haberlo hecho dormido) y entró en la recepción de Zenith House, algo en la parte trasera de su cerebro realmente intentó transmitirle un Alerta Rojo. Fue como si todos aquellos instintos de caimán que le sirvieron tan bien en tres guerras y en media docena de escaramuzas hubieran percibido algo allí afuera y estuvieran intentando advertírselo. Pero un jefe de comando sencillamente no abandona una misión por un simple temor a la trinchera. Lo que un jefe de comando hace es recordarse a sí mismo su objetivo. 
—El Judío Señalado —murmuró Hecksler. Ése era su objetivo. El farsante que lo había traicionado y luego le había robado sus mejores ideas. 
No obstante siguió sintiendo ese eléctrico cosquilleo de inquietud que se experimenta al ser observado. Al ser observado por las mismísimas paredes, como parecería ser el caso.  
Miró perspicazmente a lo largo de esas paredes, fijando la mirada por sobre el nivel del ojo y observando con especial atención todos los rincones. No se veían cámaras de vigilancia. Así que por ese lado estaba todo bien. 
Respiró profundamente, separando las aletas de su nariz, dilatando los viejos orificios nasales. 
—Ajo —murmuró—. Sin duda. Lo he conocido y sentido. Toda mi vida. ¡Ja! Y... 
Algo más, definitivamente había algo más, pero no lograba reconocerlo. Al menos no en el área de recepción. 
—Maldito ajo —dijo—. Es como un latoso en una fiesta. Un latoso de voz chillona.
En el portal que conduce a las oficinas editoriales, esa voz interior de advertencia habló de nuevo. Sólo dos palabras, pero Hecksler las oyó claramente: ¡VETE YA
—No está pasando —dijo, y le mostró al silencioso mundo de sábado de Zenith House una mueca tirante y desagradable que probablemente le habría helado la sangre en las venas a Herb Porter si la hubiera visto—. Gritona águila solitaria. Esta es una misión suicida, si es que hay que llegar a eso. Nadie se vuelve a casa. 
Dio un paso más allá y el olor a ajo desapareció, como si alguien lo hubiera frotado solamente en los alrededores de la puerta. Lo que lo reemplazó fue un olor extasiante que Hecksler conocía muy bien y al que amaba por sobre todas las cosas: el picante, el amargo olor de la pólvora encendida. El olor de la batalla. 
El General, que se había encorvado un poco sin siquiera darse cuenta (sabía que el primer impulso que se tiene al entrar en una zona desconocida y posiblemente peligrosa era proteger las joyas de la familia), ahora se incorporó. Echó un vistazo alrededor con una mirada de loco que habría hecho algo más que helarle la sangre a Herb; le habría enviado huyendo con un ataque de pánico ciego. Al instante siguiente se relajó. Y ahora, debajo de los saltones ojos, los labios primero se separaron y luego comenzaron a estirarse.  Alcanzaron el punto donde uno diría que los labios tienen que detenerse, pero sin embargo siguieron extendiéndose, hasta que las comisuras parecieron llegar a la altura de los saltones ojos azules de Hecksler. La sonrisa se transformó en una mueca; la mueca se transformó en una gran mueca; la gran mueca se transformó en una contorsión; la contorsión se transformó en el rostro de un caníbal; el rostro del caníbal se transformó en el rostro de un caníbal demente. 
—¡Zenith House, aquí estoy! —rugió en el corredor vacío, con su descolorida alfombra de color gris industrial y sus portadas de libros enmarcadas en las paredes, de pechugonas doncellas y bichos gigantes. Se golpeó el pecho con el puño—. ¡Casa de bribones, aquí estoy! ¡Cubil de ladrones, aquí estoy! ¡Judío Señalado, AQUÍ ESTOY! 
Su primer impulso, sólo contenido con dificultad, fue sacar su no despreciable pene de los pantalones y orinar por todas partes: en la alfombra, en las paredes, incluso sobre las portadas enmarcadas si su reconocidamente envejecido bombeador de pis pudiera lanzar el arroyo tan alto (por Dios, veinte años antes podría haber lavado el techo), como un perro que marca su territorio. La cordura no se afianzó porque ya no había nadie en su trastornada cabeza con corte de cepillo, aunque aún le quedaba la suficiente astucia. Nada debía parecer fuera de lugar aquí en el vestíbulo. No eran demasiadas las probabilidades de que el lunes fuera el J.S. el primero en llegar. 
—Un maldito vago es lo que es —dijo Hecksler—. Un maldito comisario vaquero. ¡Ja! ¡He visto miles como tú! 
Así que caminó por el corredor principal tan decorosamente como una monja, pasando puertas señaladas como WADE EDITOR EN JEFE, KENTON, y GELB (que era otro judío, indudablemente, pero no el judío) antes de llegar a la que decía... PORTER.  
—Síiiii —susurró Hecksler, pronunciando la palabra como un largo y satisfecho siseo, como de vapor. 
Ni siquiera tenía necesidad de forzar la cerradura; la puerta del J.S. estaba abierta. El General se mete dentro. Y ahora... ahora que se encuentra en un lugar donde ya no necesita ser cuidadoso... 
La orina que el General Hecksler contuvo en el vestíbulo va a parar a los cajones del escritorio de Herb Porter, comenzando con el más bajo y siguiendo por el superior. Incluso le alcanza un chorro final para el teclado de la máquina de escribir. 
Hay una bandeja de ENTRADAS / SALIDAS llena de lo que parecen ser cartas de presentación, informes de manuscritos, y una carta personal (aunque mecanografiada) encabezada con un Estimado Fergus. Hecksler las rompe a todas y desparrama los pedazos sobre el escritorio como si fueran confeti. 
Junto al ENTRADAS / SALIDAS hay un sobre rotulado GOTHAM COLLECTIBLES, dirigido al Sr. Herbert Porter a cargo de Zenith House, y marcado como CONFIDENCIAL. Adentro, el General encuentra tres artículos. Uno es una carta que dice, en esencia, que los tipos de Gotham Collectibles estaban sumamente felices de haber podido localizar la rareza adjunta para un cliente tan estimado. La rareza consiste en una tarjeta de béisbol de Honus Wagner dentro de un sobre plastificado. La última carta es una factura por doscientos cincuenta dólares. El General se asombra y se ofende, ultrajado. ¿Doscientos cincuenta dólares por un jugador de béisbol judío? Y desde ya, se trata de un judío; Hecksler puede reconocerlos donde sea que estén. ¡Miren ese pedazo de nariz, Jesús bendito! (No advierte que la nariz de Honus Wagner es muy parecida a la del mismo Anthony Hecksler.) Tripas de Hierro saca la tarjeta del sobre, y muy pronto la imagen de Honus Wagner se ha unido al confeti, considerablemente menos valioso, que está desparramado sobre el escritorio de Herb. 
Hecksler empieza a canturrear suavemente un comercial de cerveza:
—Llegó para ti... para todos ustedes... para ti, Judío Se-ña-NAYY-la-do... 
Allí están los archivadores. Podría volcarlos, pero ¿qué pasaría si alguien de abajo oyera el porrazo? Y parece una acción bastante estúpida. Además ya sabe lo que encontrará si los abriera: simplemente más papel. Ya está harto de tanto papel por un día, por Dios. Para colmo, se está sintiendo un poco exhausto. Ésta fue una mañana agotadora (una semana agotadora, un mes agotador, una maldita vida agotadora.) Si acaso pudiera encontrar tan sólo una cosa más... la cosa más significativa... 
Y allí está. La mayoría de las cosas que hay en las paredes es poco interesante —las tapas de los libros que editó el J.S., fotografías del J.S. con varios hombres (y una mujer) que el General supone que son escritores pero que le resultan sospechosamente parecidos a unos auténticos pajeros—, pero hay un cuadro que es diferente. No sólo porque está alejado de los otros, en su propio espacio reducido, sino porque el Herb Porter que allí aparece tiene una expresión auténtica en el rostro. En las demás fotos, pareciera que está diciendo algo así como oh-mierda-estoy-logrando-que-vuelvan-a-sacar-mi-jodida-foto, pero en ésta realmente está sonriendo, y es una sonrisa de amor incuestionable. La mujer a la que le sonríe es más alta que el J.S. y aparenta unos sesenta años. Sostenido delante de ella está la clase de gran cartera negra que por ley tan sólo una mujer de sesenta años o más puede llevar. 
—Me veo a mí, te veo a tí, veo a la madre, de un Judío Señalado               —canturrea Hecksler. 
Saca el cuadro de la pared, lo da vuelta, y descubre el tipo de cartón posterior que había esperado. Oh sí, él conoce a su hombre: trucos furtivos por delante, cartón posterior por detrás.
Hecksler primero arranca el cartón y luego la foto de Herb y su querida marmar, que fue tomada en la fiesta del veinticinco aniversario que Herb le organizó a sus padres en Mountauk, en 1978. Tripas de Hierro se baja los pantalones (que bajan demasiado rápido, quizás debido al enorme cuchillo plegado que guarda en el bolsillo delantero derecho), se agarra un flaco cachete del culo y le da un rápido tirón al costado, para poder presentar mejor la puerta trasera, el oscuro agujero, el siempre querido camino de la porquería. Entonces el que otrora fuera General de los Estados Unidos, condecorado personalmente por Dwight Eisenhower en 1954, se refriega el culo bien a fondo y vivamente con esta foto que Herb ama por sobre todas las demás. 
¡Diablos, que bien que la estamos pasando! 
Pero los buenos tiempos desgastan a una persona, sobre todo a un viejo, y sobre todo a un viejo chiflado. Bastante es suficiente, como Amos le diría a Andy. El General se sube los pantalones, se acomoda la ropa, y luego se sienta en la silla de oficina de Herb. Él no orinó en esta silla, más que nada porque no se le ocurrió, de modo que el asiento está limpio y seco. 
Lo hace girar lentamente alrededor y mira por la ventana de Herb. No hay vista; tan sólo unos pocos centímetros de espacio vacío y luego las ventanas de otro edificio de oficinas. La mayoría de ellas están cerradas con persianas venecianas, y donde no están corridas, se alcanza a ver oficinas absolutamente vacías. No caben dudas de que en alguna parte de aquel edificio, como también en éste, habrá ejecutivos soportando algunas horas extras, aunque no a la vista de la ventana de Herb Porter. 
La luz del sol incide de costado sobre el rostro del General Hecksler, dejando cruelmente en evidencia su piel devastada por la edad y las reventadas venas de sus sienes; otra vena, de color azul, late firmemente en el centro de la frente acanalada. Los arrugados párpados comienzan a cerrársele. Y cada vez más, a medida que el General (que en varias semanas ha cabeceado pero no dormido en serio) comienza a moverse en la frontera que divide la tierra del insomnio con la del Dormitar. 
Se le cierran del todo... y permanecen así, pareciendo más tersos ahora... y entonces se abren de nuevo, descubriendo unos descoloridos ojos azules que parecen desconfiados y locos, pero por sobre todo cansados hasta la muerte. ¿No será que alcanzó el cruce fronterizo —una tregua temporaria más allá de las mentiras— ...y se atreverá a aprovecharlo? ¿Se atreverá a cruzarlo? Aún quedan tantos enemigos, un mundo repleto de judíos maquinadores, de italianos violentos, de homosexuales cobardes, y de negros ladrones; tantos enemigos declarados del General y del país que él ha jurado defender... y ¿podría pasar que estuvieran aquí ahora? ¿Justo ahora? 
Por un instante sus párpados recuperan su arrugado aspecto anterior, como los ojos bien abiertos y vigilantes que escudriñaban de reojo, pero sólo dura un momento. La voz que le advirtió en la recepción se ha quedado callada, aunque él todavía alcanza a oler un leve toque de humo de pólvora, tan reconfortante como lo recuerda. 
A salvo, le susurra ese olor. Es, por supuesto, el olor y la voz de Zenith, la hiedra común. Estás a salvo. La casa es el cazador, la casa de la colina, y estarás a salvo durante las próximas cuarenta horas y más. Duérmete, General. Duérmete. 
El General Hecksler reconoce un buen consejo cuando lo escucha. Sentado en la silla de su enemigo, reclinado sobre el escritorio de su enemigo (en el que ha derramado el pis justiciero), el General Hecksler se duerme. 
No puede ver la hiedra que ya ha entrado en este cuarto y que ha crecido, invisible, alrededor de sus zapatos y sobre las paredes. Oliendo a pólvora y soñando con antiguas batallas, el General Hecksler empieza a roncar.  



4 de abril de 1981 
490 Park Avenue South 
New York City 
Cielo despejado, vientos suaves, temperatura 13ºC 
 
10:37 de la mañana 
 
Cuando Frank DeFelice llega al 490 de Park Avenue South, desciende de un taxi y deja una propina de exactamente diez centavos, no presenta el mismo tipo de humor distraído de George Patella, el amigo de las bebidas suaves, pero tampoco está demasiado preocupado. DeFelice trabaja en la Oficina de Suministros Tallyrand del séptimo piso, y se ha olvidado de cierto papel que necesita para la reunión de pre-inventariado del lunes a las nueve de la mañana. Su única intención es precipitarse en la oficina, agarrar los resúmenes del inventario, y volver corriendo a la estación Grand Central. DeFelice vive en Croton-on-Hudson, y planea pasarse la tarde trabajando en el patio de su casa. Este viaje del sábado a través de la ciudad es el típico DEEC: Dolor En El Culo 
Apenas repara en el hombre de traje de negocios color arena que está parado a la izquierda de la puerta; el hombre sostiene un gran maletín y mira su reloj. Es demasiado joven para usar traje, pero tiene buen aspecto y está bien arreglado: es rubio, de ojos azules. Por cierto que Carlos Detweiller, quien tiene los genes nórdicos de su madre, no se parece a la imagen que alguien pueda tener de un sudaca, señalado o no. 
Cuando DeFelice abre la puerta del vestíbulo con su llave, el joven del maletín suspira y murmura:
—¿Podría dejarla abierta un segundo? 
Frank DeFelice sostiene la puerta cortésmente y cruzan el vestíbulo juntos, con los tacones resonando y creando ecos. 
—No deberían permitirle a la gente llegar tarde los sábados —comenta el joven, y DeFelice le corresponde con una sonrisita sin sentido. Su mente está a un millón de kilómetros de allí... bueno, a sesenta, mejor dicho, trajinando con sus bulbos primaverales y sus fertilizantes. 
Quizás esta fuga de pensamiento de deba a que nota cierto curioso olor viniendo del joven cuando entran juntos en el ascensor; un cierto olor terroso, casi como de turba. ¿Será alguna nueva colonia para después del afeitado? ¿Algo llamado Jardín Primaveral o Deleite de Abril? 
DeFelice presiona el siete. 
—Ya que está allí, ¿podría presionar el cinco? —solicita el joven del traje color arena, y DeFelice nota algo interesante: el maletín del tipo tiene una cerradura de combinación. Es justo lo que ando buscando, piensa, y ese pensamiento lo lleva a otro: no falta mucho para el día del padre. Si dejara caer algunas indirectas en el lugar correcto (a la madre de sus hijos en vez de a los mismos hijos, en otras palabras) no puede fallar. De hecho... 
—... cinco? —pregunta de nuevo el joven del traje color arena, y DeFelice presiona el cinco. Entonces señala el maletín.
—¿Abercrombie? —le pregunta. 
—Kmart —responde el joven, y le dedica una sonrisa que pone ligeramente nervioso a DeFelice. Tiene un vacío que va más allá de la demencia. Los dos hombres viajan en silencio luego de aquello, subiendo con el débil aroma a turba. 
Carlos Detweiller se baja en el quinto. Camina junto a la pared donde están las flechas que señalan a las distintas empresas: Barco Novel-Teaz, Crandall & Ovitz, Abogados, Ediciones Zenith. Está examinándolas cuando las puertas del ascensor se cierran. Frank DeFelice experimenta un momentáneo alivio, y luego vuelve a concentrarse en sus propios asuntos. 


10:38 de la mañana 
 
Como el General Hecksler ha forzado la cerradura en lugar de romperla del todo, Carlos ingresa en Zenith House sin considerar sospechoso que la puerta principal esté abierta —después de todo, él es jardinero, escritor y Sirviente Psíkiko, no detective—. Además, se ha pasado tantos años haciendo lo que quería que ha llegado a considerarlo como algo normal.
En el área de recepción advierte el olor del ajo y asiente vigorosamente, como lo hace un hombre cuando sus sospechas se ven confirmadas. Aunque en realidad se trate de algo más que sospechas; después de todo, él está en contacto con ciertos Poderes, y ellos lo han mantenido por delante de la curva (como dirían ejecutivos de mediano nivel como Frank DeFelice y George Patella) en un montón de aspectos. Uno de los aspectos en los que estos Poderes lo han dejado por detrás de la curva, tiene que ver con la presencia actual de Tripas de Hierro Hecksler en las oficinas de Zenith. Los resultados a los que se llega en los asuntos de tipo sobrenatural siempre son un negocio riesgoso, aunque de esto podríamos asumir que los Poderes de la Oscuridad disfrutan de una broma tanto como el resto de nosotros.
¿Es que acaso Carlos no huele otra cosa que el olor del ajo? Es cierto que frunce el ceño, nublando su rostro blando y guapo, pero luego se tranquiliza. Descarta el débil soplo de locura del General, ya que su entrenado olfato lo ha catalogado como un simple dejo reminiscente del perfume de la recepcionista. (¿Cómo, se pregunta uno, podría llamarse semejante perfume? ¿Paranoia en París?)
Carlos se mueve por el cuarto y se detiene. Aquí el olor del ajo es más intenso. Ella les dijo cómo mantenerlo en su sitio, piensa él, refiriéndose a la difunta Tina Barfield. ¿Les habrá dicho también que, si se ofrenda el sabor de la sangre correcta, tales precauciones serían inútiles? Quizás. En todo caso, ya no le preocupa. A estas alturas, él no necesita cuidarse. Probablemente, Zenith debería cuidarse de proporcionarle demasiado tiempo a John Kenton, pero "probablemente" no es lo bastante bueno para Carlos Detweiller, y él ya no tiene tiempo. Quizás tampoco quede tiempo para hacer de John Kenton su esclavo zombi, pero el lunes por la mañana tendrá todo el tiempo del mundo para rebanar un poco al mentiroso de Kenton, para quitarle el corazón del pecho. Carlos tiene suficientes cuchillos en su Folio Sagrado, por no mencionar la nueva tijera podadora del Jardinero Americano. Tiene la esperanza de usarla para arrancarle el cuero cabelludo al señor John "Soretito" Kenton. Incluso puede usarlo de sombrero mientras se desayuna con las válvulas y los ventrículos de "Soretito".
Carlos entra en el pasillo que hay más allá de la recepción y se detiene de nuevo. Se queda parado exactamente en el mismo lugar donde se quedó Hecksler cuando anunció su presencia a las oficinas vacías. Advierte (no sin admiración) las tapas enmarcadas de los libros: una hormiga gigante inclinada sobre una mujer medio desnuda gritando; un mercenario disparando a un escuadrón de soldados orientales mientras una ciudad que se parece a Miami se incendia al fondo; una mujer en camisón en los brazos de un pirata de pecho desnudo que parece tener una erección del tamaño de un accesorio de plomería industrial dentro de sus pintorescos pantalones; un hombre de ojos inyectados en sangre observando la aproximación de una mujer joven en una calle desierta; dos o tres libros de cocina, sólo de especias.
Carlos piensa con cierto anhelo que en un mundo mejor, donde la gente fuera honesta, la portada de su propio libro también podría estar allí. Verdaderos Cuentos de las Plagas Demoníacas, con una fotografía del inigualable Carlos Detweiller en la tapa. Fumando una pipa, quizás, y mirando a lo Lovecraft. Eso no pudo ser... pero ellos lo pagarán. Kenton, al menos, lo pagará.
El corredor parece vacío salvo por las portadas enmarcadas y las puertas a los despachos editoriales que hay más allá, pero el recién es precavido. "Carlos, tú no naciste ni ayer ni el día anterior", como habría dicho el señor Keen en tiempos más felices, cuando las personas no olvidaban quién se suponía que tenía que ganar todas las partidas de cartas. 
Que parezca vacío, sin embargo, puede ser algo engañoso.
Con el portal fregado con ajo a sus espaldas, Carlos puede oler con facilidad a la hiedra kadath tibetana que le envió a John Kenton, y huele su verdadero aroma: no el de palomitas de maíz, chocolate, café, madreselva, o perfume Shalimar, sino un olor más oscuro, áspero y picante. No es aceite de clavo de olor, pero se le parece bastante. Es el olor que Carlos ha encontrado emanando de sus propios sobacos las veces que ha sido intensamente psíkiko.
Cierra los ojos y susurra:
Talla. Demeter. Abbalah. Gran Opoponax.
Respira profundamente y el olor se intensifica, inundándole la cabeza, zambulléndolo en oscuras visiones, repletas de revoloteos asombrosamente fríos. Son las visiones de la tierra a la que irá pronto, el lugar donde concretará su transición de mortal terrestre a tulpa, una criatura del mundo invisible capaz de regresar a éste y poseer los cuerpos de los que continúan vivos. Quizás utilice este poder; quizás no. En este momento, tales detalles carecen de importancia.
Vuelve a abrir sus ojos y sí, allí está la kadath. Se extiende por las paredes y la alfombra, cada vez más delgada mientras avanza hacia la recepción, pero espesa y exuberante corredor abajo. Carlos sabe que por allí, en alguna parte, está el lugar donde aún se encuentra la maceta original, sepultada bajo ondulantes matorrales verdes qué resultan invisibles para todos aquellos que no creen en el poder de la planta. El lejano extremo del pasillo parece tan impenetrable como una selva, oculto por toda esa vegetación que se eleva hasta los fluorescentes del techo, pero Carlos sabe que las personas pueden pasear alegremente a todo lo largo de ese corredor sin tener la más mínima idea de lo que están atravesando... a menos, desde ya, que Zenith quiera que se enteren. En cuyo caso sería lo último que se enterarían en su vida. Básicamente, en este momento Zenith House es una gigantesca trampa para osos de color verde, lista para actuar.
Carlos empieza a bajar por el corredor, con el Folio del Sakrificio Sagrado apretado contra su pecho. Pasa por encima de los primeros brotes de Zenith, luego sobre un completo manojo de ramas y rizomas entrelazadas. Una de ellas se agita y le toca un tobillo. Carlos la deja hacer pacientemente, y luego de un momento la rama se aleja. Aquí, a la izquierda, está la oficina de WADE EDITOR EN JEFE. Carlos le echa un vistazo sin mucho interés, y después continúa hacia la puerta siguiente. Aquí la hiedra creció mucho más espesa, cubriendo con sus ramas la parte inferior de la puerta en zigzag y retorciéndose alrededor del picaporte como si fuera un flojo abrazo de amante. Otra rama se aferra al panel superior de vidrio, tachando el nombre como un relámpago verde. 
—Kenton —dice Carlos en voz baja—, maldito farsante.


10:44 de la mañana 
 
En la oficina de Herb Porter, el General Anthony Hecksler abre los ojos. Un pensamiento —que más que soñar escuchó—, le cruza por la mente. Lo que oyó fue esto: Kenton, maldito farsante. 
Alguien más se encuentra en las oficinas de Zenith House. 
Alguien más en esa mañana de sábado. 
Y Tripas de Hierro tiene una idea bastante aproximada de quién pueda ser. 
—Ado, ado —susurra, con unos labios que apenas se mueven—. El Sudaca Señalado.
Mientas dormitaba, Hecksler se resbaló un poco de la silla de Porter. Ahora se deja caer más aún, para estar absolutamente seguro de que la parte superior de su cabeza no se vea si el S.S. pasa por el pasillo. Lo bueno sería que "Carlos" vea el lío que hay aquí, pero no que vea al hombre que hay aquí. 
Silencioso como un suspiro, Hecksler mete la mano en el bolsillo de sus pantalones y extrae otra de sus compras en la tienda del ejército: un cuchillo de cazador con mango de hueso y hoja de tungsteno de veinte centímetros de largo. 
Se escucha el más débil de los click cuando el General pulsa el botón que despliega la hoja y la mantiene en posición. Lo sostiene contra su pecho, con la punta casi tocando su barbilla rigurosamente afeitada, y aguarda a que pase lo que tenga que pasar. 

 
Central Park 
Cielo despejado, vientos suaves, temperatura 16ºC 
 
10:50 de la mañana 
 
Bill Gelb está tan entusiasmado con su planificada excursión a Paramus que apenas pudo dormir la anoche anterior, y todavía se siente con todas las energías en esta mañana de sábado, completamente animado. No podría quedarse en el maldito apartamento, claro que no. La pregunta era, ¿a dónde ir? Por lo general, pensaría en ir a ver una película, Bill ama las películas, pero hoy no podría estarse quieto para ver una entera. Y entonces, en la ducha, se le ocurre la respuesta.
En las mañanas de sábado de Central Park, sobre todo en una mañana primaveral como la de hoy, se llevan a cabo unos auténticos juegos olímpicos, que van desde el patinaje y el sóftbol hasta el ajedrez y las damas.
También habrá un juego de dados disputándose al borde de Sheep Meadow; de eso Bill está casi seguro. Puede llegar a estar inhabilitado, aunque no podría imaginarse por qué razón los polis clausurarían un juego tan inocuo: apuestas bajas, jóvenes blancos tirando los dados y pretendiendo ser fulanos piolas. Sietes y onces, el nene necesita un par nuevo de zapatillas Adidas. Una botella o dos de vino barato completarán la ronda y les permitirán a los jugadores no sentirse avergonzados, por no decir decadentes, por estar tirando los dados y bebiendo Tren Nocturno a las once de la mañana.
Bill ha jugado allí quizá media docena de veces en los últimos dos años, siempre que el tiempo esté caluroso. Le gusta jugar, pero... ¿ir a Central Park a tirar los dados cuando la temperatura está por debajo de los cinco grados? Ni loco. Aunque en la radio anunciaron que hoy el mercurio puede llegar hasta unos prematuros veintiún grados, y además... ¿qué otra forma puede haber de averiguar si la fuerza todavía lo acompaña?
Razón por la cual —mientras el tren de Riddley se aproxima a Manhattan, mientras Sandra y su sobrina continúan su desenfrenada gira en la inauguración de los entretenimientos de Cony Island, mientras Carlos Detweiller empieza a inspeccionar los archivos de "Soretito" Kenton y el General Hecksler está despatarrado en la silla de Herb Porter, con su cuchillo lanzando destellos bajo la luz del sol— encontramos a Bill Gelb arrodillado entre un círculo de gritones, jocosos tipos blancos que se sienten felices de perder el dinero. El afortunado hijo de perra entró al juego, le apostó a dos de los tipos (y ganó), y luego él mismo tomó los dados. Desde entonces viene sacando cinco sietes seguidos. Ahora les está prometiendo un sexto siete, y para colmo les asegura que será de seis y uno. El fulano está loco, así que ellos se sienten felices de poder desplumarlo. Y Bill también está feliz. Tan feliz como nunca lo ha estado en su vida, le parece. Vino hasta Meadow con sólo quince dólares en el bolsillo, dejando deliberadamente el resto de su dinero en casa; ya triplicó esa suma. ¡Y esto, por Dios, es tan sólo la entrada! Esta noche, en Paramus, él se sentará frente al plato fuerte.
—Que Dios bendiga a esa loca planta doméstica —susurra, y hace rodar los dados hacia la reja pintada que sirve como hoyo. Rebotan, ruedan, dan unas volteretas... 
...y los yupis, los artistas de los dados de los sábados a la mañana, se quejan en un lamento entremezclado de escepticismo, desesperanza y asombro. 
Son un seis y un uno.
Bill arrebata el fajo de dinero que está en la abertura de la reja que dice CASA, le da un sonoro beso, y lo sostiene en alto, hacia el luminoso cielo azul, riendo. 
—¿No me daría los dados, señor suertudo? —le pregunta uno de los otros jugadores. 
—¿Cuándo vengo tirando así? —Bill Gelb se inclina hacia adelante y recoge los dados—. De ninguna maldita manera. —Se sienten calientes en su mano. Alguien le pasa una botella de Boone's Farm y echa un trago—. De ninguna maldita manera pienses que te los voy a pasar —repite—. Caballeros, pienso tirar estos dados hasta que se les borren los puntos.




11:05 de la mañana 
 
La kadath penetró en la oficina de Kenton por entre las rendijas de los bordes de la puerta, creciendo exuberantemente por las paredes, pero Carlos apenas lo nota. La hiedra no significa nada para él, en uno u otro sentido. Ya no. Si no fuera por Tina Barfield, habría sido divertido acomodarse lejos y verla en acción, ya que la perra le robó su pico de búho y él se quedó sin tiempo. Dejará que Zenith se encargue de los demás si ella lo desea; pero Kenton es suyo. 
—Maldito farsante —repite—. Maldito ladrón. 
Tal como en la oficina de Herb, hay fotos de varias personas en las paredes de Kenton. A Carlos le tienen sin cuidado todos los demás (también a él le parecen unos bribones), pero observa fijamente aquellas donde aparece Kenton, memorizando el rostro delgado con su gran mata de largo pelo negro. ¿Quién se cree que es? se pregunta Carlos con indignación. ¿Una maldita estrella de rock? ¿Un Beatle? ¿Un Rolling Stone? De pronto se le ocurre el nombre de un grupo de rock al que Kenton podría pertenecer: Johnny y Los Soretitos.
Como siempre, Carlos se sorprende de su propio ingenio. Como suele permanecer serio durante largos períodos de tiempo, siempre se sorprende del buen sentido de humor que tiene. Ahora ladra una risa.
Aún riéndose entre dientes, prueba los cajones del escritorio de Kenton, pero, a diferencia de los Herb, éstos están cerrados con llave. Hay una bandeja de ENTRADAS / SALIDAS sobre el escritorio, pero, también a diferencia de la de Herb, está casi totalmente vacía. La única hoja de papel tiene anotadas varias líneas que Carlos no comprende en absoluto:

Juego de jockey de leprosos: en la esquina de enfrente. 
6 o 7 para llevar el ataúd, 1 para llevar el bombo. 
No importa la mermelada en tu boca, pero ¿qué está haciendo la manteca de maní en tu frente? 
"Jode al cartero, dale un dólar y un rollo dulce". 
Tapa anaranjada de la boca de inspección en Francia=Howard Johnson.

¿Qué será toda esa mierda, en el nombre de Demeter? Carlos no lo sabe y decide que tampoco le interesa.
Se acerca a los archivadores de Kenton, temiendo que también éstos estén cerrados con llave, pero tiene un largo fin de semana por delante y, si se aburre, puede abrir el escritorio y los archivos.  En el Folio del Sakrificio tiene las herramientas necesarias para encargarse de ese trabajo. Pero los cajones de los armarios resultan estar abiertos, después de todo.
Carlos comienza a inspeccionar los archivos con un alto grado de interés que se desvanece rápidamente. Los archivos del Soretito están ordenados alfabéticamente, aunque después del de CURRAN, JAMES (el autor de cuatro originales de bolsillo entre 1978 y 79, con títulos como Extraño Deleite de Amor y Extraña Obsesión de Amor), viene el de DORCHESTER, ELLEN (con seis breves informes de manuscrito, cada uno firmado por Kenton y adjuntado a una carta de rechazo.) No hay ningún archivo marcado como DETWEILLER, CARLOS.*
El único elemento de interés que Carlos descubre está al fondo del cajón, detrás de unos pocos archivos eliminados rotulados con W-Z. Se trata de una fotografía enmarcada que indudablemente adornaba hasta hace poco el escritorio de Kenton. En ella, Kenton y una bonita joven oriental están de pie en la pista de patinaje de la Plaza Rockefeller, abrazados y sonriéndole a la cámara.
Una sonrisa de indecencia extrema despunta en el rostro de Carlos. La mujer está en California, pero para un Sirviente Psíkiko genuino como él, unos pocos miles de kilómetros no representan absolutamente ningún problema. La señorita Ruth Tanaka ya está descubriendo que ella le ha apostado el caballo equivocado en las Loterías del Romance. Carlos sabe que ella pronto regresará a Nueva York, y cree que puede hacer una breve parada en Zenith House tras su arribo. Kenton estará muerto para ese entonces, pero ella tendrá preguntas para hacerle ¿no? Sí. Las mujeres siempre tienen preguntas para hacer.
Y cuando llegue...
—Sangre inocente —murmura Carlos. Tira la foto enmarcada de vuelta al cajón y el vidrio se rompe en pedazos. En la silenciosa oficina, el sonido parece ruidosamente satisfactorio. Cruzando el pasillo, el General Hecksler pega un brinco en la silla de Herb, evitando por muy poco clavarse su propio cuchillo.

* Por cierto que tal archivo existía por ese entonces, y además contenía el material suficiente como para que Detweiller explotara de la rabia, pero estaba bien guardado en la editorial, detrás de un cuadro de la oficina de Roger Wade. Ni Hecksler ni Detweiller entraron en esa oficina. Ese archivo también contenía material concerniente al General y a la nueva mascota de la compañía.

Carlos cierra de un puntapié el cajón del archivador, se dirige al escritorio de Kenton y se sienta en su silla. Se queda allí durante un ratito, tamborileando con los dedos de una mano en el Folio del Sakrificio y toqueteando ociosamente su erección con los dedos de la otra. Es muy probable que dentro de un rato, piensa, se masturbe; es algo que hace a menudo y bien. Sin saber, por supuesto, que sus días de abuso ya casi están a punto de terminar.
En la oficina de enfrente, Tripas de Hierro ha tomado posición contra la pared a la izquierda de la puerta de Herb Porter. Puede ver un reflejo de la otra oficina en la ventana de Herb: débil, pero bastante bueno. Cuando "Carlos" salga, ya sea antes o después, el General estará preparado.


11:15 de la mañana 
 
Resulta que Carlos tiene hambre. Y resuelta que ha olvidado de traerse algo para comer. En el escritorio de Kenton podría haber barras de caramelo o algo así —al menos chicles, todos tenemos siempre algunos chicles dando vueltas por ahí—, pero la maldita cosa está cerrada con llave. Revolver en los cajones en busca de algo que tal vez ni siquiera esté allí parece representar demasiado trabajo.
Aunque ¿qué hay con las demás oficinas? Tal vez incluso hasta haya una cantina, con refrescos y todo. Carlos decide ir investigar. Después de todo, tiempo tiene de sobra.
Se levanta, camina hasta la puerta y sale. Una vez más la hiedra le toca los zapatos; una rama se le enrosca alrededor de un tobillo. Una vez más Carlos se queda quieto pacientemente hasta que la rama se retira. Las palabras adelante, amigo se susurran en su mente.
Carlos se dirige a la próxima puerta pasillo abajo, en la que dice JACKSON. No escucha nada cuando la puerta de Herb Porter se abre sigilosamente detrás de él; no percibe al viejo alto con un cuchillo en la mano que mide la distancia con fríos ojos azules... y la encuentra aceptable.
Cuando Carlos abre la puerta de la oficina de Sandra, Tripas de Hierro se abalanza. Un antebrazo —viejo, huesudo, horriblemente fuerte— se cierra alrededor de la garganta de Carlos y lo deja sin aire. Carlos alcanza a tener tiempo para sentir una nueva emoción: terror absoluto. Entonces una sensación de calor, como un relámpago, le cruza por el bajo vientre. Él piensa que se quemó con algo, y habría gritado si no fuera porque tiene la tráquea cerrada. Ni se imagina que está parcialmente destripado, y evita que la acción se complete al tambalearse a la izquierda, golpeando al General contra el borde de la puerta de Sandra Jackson, y haciendo que la cuchillada salga alta y no tan profunda como la planeó.
—Estás muerto, MARICÓN —Hecksler susurra estas palabras en el oído de Carlos tan tiernamente como un amante. Carlos puede oler a Rolaids y a locura. Se tira hacia la derecha, contra el otro lado de la puerta, pero el General está prevenido y se monta sobre él tan fácilmente como un cowboy en un viejo rocín. Levanta el cuchillo de nuevo, con la intención de abrirle la garganta a Carlos.Y entonces vacila.
—¿Qué clase de sudaca tiene el cabello rubio y los ojos azules?          —le pregunta—. ¿Qué...
Siente el roce de la mano de Carlos contra su muslo con un segundo de retraso. Antes de que pueda echarse atrás, el sudaca señalado le aferra los testículos y se los aplasta con el puño de hierro del que está luchando por su vida y lo sabe.
—¡AHUUUU! —grita Hecksler, y la llave se afloja solo por un instante en la garganta de Carlos. Aunque sea insoportable, no es el dolor la causa del debilitamiento de la toma mortal; Tripas de Hierro le ha consagrado toda una vida a vivir con y a través del dolor. No, es la sorpresa. Está estrangulando al S.S., ha acuchillado al S.S., y éste continúa peleando. 
Carlos se sacude nuevamente hacia la izquierda, aplastando el hueso del hombro del General contra la jamba de la puerta. La llave de Hecksler se afloja otro poco, y antes de que pueda recuperarse, Zenith —con un sentido del humor más bien travieso— lo toma de la mano.
Pero en realidad, es de los pies del General de los que la hiedra se prende, envolviéndolos con un veloz puño verde y tirándolos hacia atrás. Aunque las ramas aún sean recientes y delgadas (algunas terminan arrancadas por el peso de Hecksler), la agarrada de Z es sorprendentemente fuerte. Y sorpresa, por supuesto, es la palabra clave. Si Tripas de Hierro hubiera esperado semejante ataque del chivato pusilánime, casi seguro que se habría cuidado los pies. En cambio, cae pesadamente sobre sus rodillas.
Carlos gira rápidamente en el umbral, abriendo la boca, tosiendo y tratando de recuperar el aire. Todavía siente esa franja de calor cruzándole la barriga, que parece estar extendiéndose. El bastardo me quemó, piensa. Tiene una de esas cosas, una de esas cosas láser ilegales.
Necesita volver a la oficina de Kenton, en donde fue tan idiota de dejar el Folio del Sakrificio; pero, cuando comienza a avanzar, el General tira unas cuchilladas al aire. Carlos retrocede lo suficientemente rápido como para salvarse la nariz. El General le muestra los dientes a Carlos; o al menos aquellos que sobrevivieron a la Funeraria Resto Sombrío. Manchas de color brillante adornan sus mejillas.
—¡Sal de mi camino! —estalla Carlos— ¡Abbalah! ¡Abbalah can tak! ¡Demeter can tah! ¡Gah! ¡Gam!
—Guárdate tus estupideces de sudaca para alguno de los tuyos   —dice el General. No hace ningún esfuerzo por levantarse, simplemente oscila de un lado para el otro, sobre sus rodillas, luciendo tan misterioso (y tan mortífero) como una serpiente encantada, asomada del cesto por la flauta de un faquir—. ¿Quieres pasar a través mío, hijo? Entonces, ven. Vamos, inténtalo.
Carlos mira por sobre el hombro del viejo y ve que todavía quedan algunas verdes ramas de hiedra enredadas alrededor de sus tobillos.
—¡Kadath! —clama Carlos—. ¡Cam-ma! ¡Can tak! —En sí mismas, estas palabras no significan nada. Son de naturaleza invocatoria, la forma que tiene Carlos Detweiller de enviarle a la hiedra una orden telepática. Acaba de pedirle a Zenith que le dé un nuevo tirón al viejo, que lo arroje directamente en la masa principal de vegetación del pasillo, y que luego lo triture.
Pero en vez de hacer eso, los lazos que envuelven los tobillos del General se desatan y las ramas se alejan, arrastrándose.
  —¡No! —vocifera Carlos. No puede creer que los Poderes Oscuros lo hayan abandonado—. ¡No, regresa! ¡Kadath! ¡Kadath can tak!
—Mejor échate un vistazo, hijo —sugiere maliciosamente el General Hecksler.
Carlos baja la vista y ve que su traje de color arena se ha vuelto de un rojo brillante, desde los bolsillos de la chaqueta y hacia abajo. Tiene una larga y andrajosa rasgadura cruzándole por el medio; el extremo de su corbata está indiscutiblemente rebanado. Alcanza a ver algo brillante y purpúreo en la cuchillada y, con incrédulo desmayo, comprende que se trata de sus intestinos.
Mientras está distraído, Hecksler arremete contra él y lo ataca con su cuchillo de nuevo. Esta vez secciona el hombro de Carlos hasta el hueso.
—¡Ole! —grita Tripas de Hierro.
—¡Maldito viejo loco! —aúlla Carlos, y lo ataca con un pie. Esto le produce un terrible y embotado calambre de dolor a través de su barriga, y un reguero de sangre se le derrama sobre los pantalones, pero el zapato alcanza al General Hecksler justo en su flaca nariz y se la rompe. Se derrumba hacia atrás. Carlos empieza a adelantarse pero el viejo bastardo se arrodilla de nuevo, en un maldito parpadeo, lanzando cuchillazos en todas direcciones. ¿De qué estará hecho, de hierro?
Carlos se escabulle en la oficina de Sandra, jadeando, y cierra la puerta justo cuando Hecksler flexiona los dedos de su mano libre alrededor de la jamba. Cuando le aplasta los dedos, Hecksler articula un aullido que es como música para los oídos de Carlos. Pero el viejo hijo de puta no se detendrá. Es como un robot con su interruptor trabado en la opción MATAR. Carlos escucha el golpe de la puerta de la oficina al abrirse detrás de él mientras se tambalea por la oficina de Sandra, con el brazo izquierdo de su chaqueta tornándose carmesí, y con una mano en su vientre acuchillado, intentando contener esas cosas purpúreas en su lugar. Oye el áspero jadeo, como de perro, que emite el chiflado cuando el aire entra y sale rápidamente de sus viejos pulmones. En un segundo el robot estará de nuevo encima de él. El robot tiene un arma; Carlos no tiene ninguna. Aún cuando tuviera su Folio del Sakrificio, el robot no le daría tiempo para abrir la combinación. 
Voy a morir, piensa Carlos, maravillado. Si no hago algo enseguida, realmente voy a morir. Por supuesto que sabía que la muerte estaba en camino, pero hasta este minuto había sido un concepto más bien académico. Sin embargo, no hay nada de académico en tener un robot loco detrás de ti mientras la sangre te chorrea sobre el brazo y las piernas. 
Carlos mira el escritorio de Sandra, que es un desordenado enredo de papeles esparcidos. ¿Tijeras? ¿Un cortapapeles? ¿Tal vez un maldito alicate? Algo... oh, Buen Demeter, ¿qué es eso?
Reposando junto al papel secante, en parte disimulado por una fotografía enmarcada de Sandra y Dina de su viaje a Nova Scotia de dos años antes, hay un gran objeto plateado que parece un cañón. Sandra, con la mente llena de libros y plantas y manuscritos y cuentos de zombis ancianos de Rhode Island, se ha olvidado de guardar el cañón en su cartera, cuando salió en la tarde del viernes. Lo que sucede es que ahora es fácil para ella olvidarse: la planta le ha proporcionado un nuevo sentido de la seguridad y el bienestar. Este objeto ya no le parece tan vital. 
Sin embargo, para Carlos sí es vital. 
Carlos acaba de encontrar al Amigo de las Noches Lluviosas de Sandra. 


11:27 de la mañana 
 
—¿Qué te pasa, tía Sandra? —pregunta Dina. Un momento antes ambas volvían juntas por el paseo, comiendo las deliciosas salchichas asadas que sólo en Cony puedes encontrar. Entonces Sandra se detiene, con la boca abierta, y apoya una mano sobre su estómago—. ¿Tu hot dog está feo? 
—No, está bien —le responde Sandra, aunque de hecho siente un súbito dolor cruzándole la panza. No era el tipo de dolor que asociaba con la comida en mal estado, pero de todas maneras ella se vuelve y tira lo que queda de su hot dog en un barril para la basura. Ya no estaba hambrienta. 
—¿Y entonces qué te pasa? 
Había una voz en su cabeza, llamando. Pero si le dijera eso a Dina, su sobrina probablemente pensaría que estaba loca. Sobre todo si le dijera que era una voz verde
—No lo sé —dijo Sandra–, pero quizá deba llevarte a casa, cariño. Si voy a enfermarme, no quiero hacerlo mientras estamos aquí. 


11:27 de la mañana 
 
John Kenton estaba preparando unos huevos en su pequeña cocina, silbando "Chim-Chim-Chiree" de Mary Poppins mientras los revolvía con su batidor. El dolor lo golpea como el relámpago desde un cielo azul, rasgándolo por el medio. 
  Grita y se sacude hacia atrás, volcando la sartén de la hornalla con el batidor y desparramando los huevos medio cocinados sobre el linóleo. Tanto los huevos como la sartén le erran a sus pies desnudos, cosa que casi podría calificarse como un milagro. 
  La oficina, piensa. Tengo que llegar a la oficina. Algo salió mal. Y entonces, repentinamente, su cabeza se llena de sonido y grita.
 

11:28 de la mañana 
 
Roger Wade se está dirigiendo hacia la puerta de su apartamento cuando el sobrenatural aullido del Amigo de las Noches Lluviosas de Sandra inunda su mente, amenazando con hacérsela estallar de adentro hacia afuera. Se deja caer de rodillas como un hombre que sufre un ataque cardíaco, tomándose la cabeza y profiriendo unos gritos que no puede escuchar.


11:28 de la mañana 
 
Al borde de Sheep's Meadow, el grupito de jugadores de esa mañana de sábado observa con desconcertada sorpresa al hombre que huye. El tipo los estaba desplumando, honradamente y en tiempo record; pero entonces, de repente, pegó un grito y se tambaleó sobre sus pies, primero agarrándose la barriga y luego presionándose las orejas con las palmas de las manos, como si estuviera siendo atacado por algún sonido monstruoso. Como para confirmarlo, él había gritado "¡Oh Dios, apágalo!" Después huyó, tambaleándose de un lado para el otro como un borracho. 
—¿Qué le sucede? —preguntó uno de los jugadores de dados. 
—No lo sé —dijo otro—, pero sí sé una cosa: dejó el dinero. 
Durante un instante simplemente se quedan mirando la desordenada pila de billetes que está junto al lugar vacante de Bill Gelb. Entonces, casi espontáneamente, los seis empiezan a aplaudir. 


4 de abril de 1981 
En alguna parte de New Jersey 
 
A bordo del Silver Meteor 
 
11:28 de la mañana 
 
En su asiento junto a la ventanilla, Riddley está durmiendo y soñando con días más felices. De hecho está soñando con el año 1961. En su sueño, él y Maddy caminan de la mano hacia la escuela bajo un brillante cielo de noviembre. Cantan juntos su vieja favorita, que ellos mismos inventaron: "¡Whamma-jamma-Alabama! Cucaracha, Katzenjamma! ¡Devuélveme mi maldito martillo! Whamma-jamma-Alabamma"! Luego sueltan unas risitas.   
Es un buen día. El asunto con los cubanos que asustó a todos hasta la muerte, ya ha terminado. Rid ha dibujado un jarrón, y cree que la señora Ellis le pedirá que se lo muestre al resto de la clase. A la señora Ellis le encantan sus jarrones. 
Entonces Maddy se frena, de repente. Desde el norte se acerca un retumbar creciente. Ella lo mira solemnemente.
—Ésos son los bombarderos —le explica—. Finalmente sucedió. Es la Tercera Guerra Mundial.
—No —dice Riddley—. El problema ha terminado. Los rusos retrocedieron. Kennedy los asustó de verdá. E'tos pobres rusos les ordenaron a sus barcos que den la vuelta y regresen a casa. Lo dijo mamá. 
—Mamá está loca —le contesta Maddy—. Duerme en la ribera. Duerme con las viudas negras.
  Y como para demostrarlo, la sirena de ataque aéreo de Blackwater empieza a aullar, ensordeciéndolo...


11:29 de la mañana 
 
Riddley se incorpora y mira fijamente el paisaje de New Jersey: de hecho, mira exactamente el mismo tipo de terreno baldío y pantanoso que visitará esa noche. 
El hombre del otro lado del pasillo levanta la vista de su libro de bolsillo.
—¿Se encuentra bien, señor? —pregunta. 
Riddley no puede oírlo. La sirena de alarma lo ha perseguido desde su sueño. Está colmando su cabeza, haciendo estallar su cerebro. 
  Entonces, de repente, se interrumpe. Cuando el hombre del pasillo lo interroga de nuevo, esta vez con auténtica preocupación, Riddley lo escucha. 
—Sí, gracias —le responde con una voz que casi suena firme. En su cabeza, resuena la vieja rima: Whamma-jamma-Alabama—. Estoy bien. 
Pero cierta gente no lo está, piensa. Cierta gente no, definitivamente.


490 Park Avenue South 
Quinto piso 
 
11:29 de la mañana

En el año 1970, un gran número de oficiales norteamericanos celebraban en un bar y burdel de Saigón llamado Haiphong Charlie's. Desde Washington había llegado el rumor de que la guerra continuaría al menos otro año más, y estos soldados de carrera, que durante los últimos veinte meses o así habían recibido la gran patada en el culo de su vida, estaban allí reunidos. El milagro consistió en que hubo una falla en la bomba que un mozo anónimo había plantado, y en lugar de rociar el cuarto entero con clavos y tornillos, sólo alcanzó a aquellos soldados que pasaban cerca de la barra, donde había estado oculta en un arreglo floral. Uno de los desafortunados fue el ayudante de campamento de Anthony Hecksler. El pobre hijoputa perdió ambas manos y un ojo mientras preparaba los frug o los Watusi o lo que fuera. 
El propio Hecksler se encontraba en un extremo del cuarto, conversando con Westy Westmoreland, y aunque varios clavos volaron entre ellos —ambos hombres pudieron oír el silbido que hicieron al pasar— ninguno sufrió nada más serio que un rasguño en el lóbulo de la oreja. Pero el sonido de la explosión en ese pequeño cuarto fue enorme. A Tripas de Hierro no le había molestado ahorrarse los gritos de los heridos, pero pasaron nueve días enteros antes de que su oído comenzara a funcionarle de nuevo. Le quedó esa sensación como de muerto cuando finalmente regresó a casa (y durante una semana o más, cada conversación había sido como una llamada telefónica transatlántica en los años veinte.) Desde aquella vez sus oídos han sido sensibles a los ruidos fuertes.
Razón por la cual, cuando Carlos tira del anillo del centro de la cosa plateada, accionando la sirena de altos decibeles, Tripas de Hierro retrocede con un áspero gruñido de sorpresa y dolor                    —¿AHHH?— y se aprieta las manos sobre las orejas. 
De repente el cuchillo apunta hacia el techo en lugar de a Carlos, y Carlos no duda en tomar ventaja. Aún malherido y sorprendido, nunca ha estado ni medio paso más allá del borde del pánico. Sabe que en esta oficina sólo hay dos salidas, y que una caída de cinco pisos desde las ventanas que están detrás de él es algo inaceptable. Tiene que escapar por la puerta, y eso significa que tiene que vérselas con el General.
Cerca del extremo del cilindro chillón, a unos veinte centímetros más allá del anillo, hay un prometedor botón rojo. Cuando el General arremete de nuevo, Carlos le apunta con el mecanismo del cilindro y presiona el botón. Espera que salga ácido. 
Una nube de sustancia blanca se expande desde el agujerito de la misma punta del cilindro y envuelve al General. El gas Hi-Pro no es ácido —no exactamente—, pero tampoco es algodón de azúcar. El General siente como si un enjambre de punzantes insectos (los Mosquitos del Infierno)  se hubiera establecido en las partes húmedas y delicadas de sus ojos. Estos mismos insectos penetran por sus orificios nasales, y el General contiene la respiración enseguida.
Al igual que Carlos, él tampoco pierde el control. Sabe que lo están gaseando. Y aunque esté cegado, puede vérselas con eso, ya ha tenido que hacerlo antes. Es la sirena la que realmente lo está volviendo loco. Le está apaleando los sesos.
Retrocede hasta la puerta, presionándose la oreja izquierda con su mano libre y enarbolando el cuchillo delante de él, creando lo que confía en que sea una zona donde pueda provocar lesiones serias.  
Y entonces, oh alabado sea Dios, la sirena se apaga. Quizá sus circuitos taiwaneses sean defectuosos; quizá la batería de nueve voltios que la impulsaba simplemente se agotó. A Hecksler no le importa ni medio carajo cuál pueda ser la razón. Lo único que sabe es que puede pensar de nuevo, y esto llena de gratitud a su corazón de soldado.
Pero, con un poco de suerte, el S.S. ni se imagina que él se recobró. Un poco de actuación servirá. Todavía gritando, Hecksler se tambalea contra el marco de la puerta. Deja caer el cuchillo. Sus ojos, lo sabe, se le están inflamando. Si Carlos se traga la artimaña...
Carlos se la traga. La puerta está despejada. El hombre encorvado contra el marco de la misma está fuera de acción, tiene que estarlo después de aquello. Carlos trata de echarle otra rociada como medida de seguridad, pero esta vez, cuando presiona el botón, no sale nada más que un ffut impotente y una pequeña bocanada de algo parecido a vapor. No importa. Carlos se tambalea hasta la puerta de la oficina, con los pantalones empapados en sangre adhiriéndose a sus piernas. Ya está pensando, de manera histérica e infantil, en cuartos de emergencia y en nombres falsos.
El General está cegado y ensordecido, pero su nariz no está completamente cerrada y puede captar ese oscuro, ese turboso olor que Frank DeFelice notó en el ascensor. Se incorpora y pestañea hacia el origen del olor. El cuchillo de caza del ejército penetra en el pecho de Carlos hasta el puño, ensartando al corazón del Floricultor Loco como un pedazo de carne en una brocheta. Si hubiera estado en Cony Island con Sandra y Dina, Tripas de Hierro indudablemente se habría ganado un osito.
Carlos da dos lentos pasos hacia atrás, arrebatando el cuchillo del puño del General. Se mira hacia abajo, incrédulamente, y profiere una única e incoherente palabra. Suena como a Iggala (no es que el General pueda oírla), pero probablemente sea Abbalah. Trata de liberarse del cuchillo y no lo logra. Sus piernas se vencen y se deja caer de rodillas. Todavía está tirando débilmente del mango cuando cae hacia adelante, empujando la punta de la hoja hasta el fondo de su espalda. Su corazón da un espasmo final alrededor del cuchillo que lo ha ultrajado y por último se detiene. Carlos experimenta la sensación de volar cuando el mancillado e impuro pedazo de porquería que es su alma finalmente vuela más allá de la línea de su vida, para entrar en el mundo que pueda llegar a existir más allá.


11:33 de la mañana 
 
Tripas de Hierro no puede ver nada, pero percibe cuándo muere su enemigo; siente el paso del alma del hijo de mil puta, gracias a Dios. Está en el umbral de la puerta, tambaleante, perdido en un mundo de espacio negro y resplandecientes puntitos blancos como galaxias. 
—¿Y ahora qué? —grazna.
Lo primero que tiene que hacer es alejarse de la nube de gas que el Sudaca Señalado le roció en la cara. Hecksler retrocede por el pasillo, respirando tan superficialmente como puede, y entonces le habla una voz. 
Por este camino, Tony, dice serenamente. Voltea hacia la puerta trasera. Voy a guiarte afuera. 
¿Doug? —vuelve a graznar Hecksler.
Sí. Soy yo, responde el General MacArthur. No pareces tener muy buen aspecto, Tony, pero continúas de pie luego de la pelea, y eso es lo más importante. Ahora voltea hacia la puerta trasera. Camina cuarenta pasos, y te llevarán al ascensor.
Tripas de Hierro ha perdido su normalmente formidable sentido de la orientación, pero con esa voz guiándolo, él ya no lo necesita. Se desvía hacia la puerta trasera, que suele estar en la dirección contraria de la recepción y el ascensor. Ciego, enfrentándose al lejano extremo del pasillo, saturado de hiedra, comienza a caminar, tanteando con una mano a lo largo de la pared. Al principio piensa que los suaves toques que se deslizan alrededor de sus hombros lo producen las manos de Dougout Doug al guiarlo... pero ¿cómo pueden ser tan delgadas? ¿Cómo pueden tener tantos dedos? ¿Y qué es ese olor amargo?
Entonces Zenith se le envuelve alrededor del cuello, dejándolo sin aire, tirando de él hacia adelante con su abrazo caníbal. Hecksler intenta gritar. Ramas repletas de hojas, esbeltas pero horriblemente poderosas, le saltan con ansiedad dentro de la boca. Una se le enrolla alrededor de la carne correosa de la lengua y tira hacia afuera. Otras se le precipitan por el viejo gaznate, ansiosas por probar el guisado digestivo de la última comida del General (dos buñuelos, una taza de café negro, y medio paquete de antiácidos.) Zenith retuerce pulseras hechas de hiedra alrededor de sus brazos y muslos. Le forma un nuevo cinturón alrededor del talle. Revisa sus bolsillos, desparramando un montón de basura absurda: recibos, ayuda memorias, una púa para la guitarra, veinte o treinta dólares en cambio variado y monedas, uno de los anotadores de S&H en los que apuntó sus expediciones. 
Anthony "Tripas de Hierro" Hecksler es arrojado bruscamente en la selva que ahora invade la parte trasera del quinto piso, con la ropa hecha jirones y los bolsillos dados vuelta, alimentando a la planta con la sangre de la locura, ofrendándole toda su vida y conocimientos, y aquí desaparece de nuestra historia para siempre. 






Del diario de John Kenton
 
4 de abril de 1981 
 
Son las once menos cuarto de la noche, y estoy aquí sentado, esperando que suene el teléfono. Recuerdo haber estado en esta misma silla, no hace tanto, esperando la llamada de Ruth y pensando que no debe haber cosa peor que ser un hombre enamorado enviándole ondas mentales al teléfono, tratando de hacerlo sonar.  
Pero esto es peor.  
Esto es mucho peor.
Porque ¿qué pasaría si cuando el teléfono finalmente llame, no sean ni Bill ni Riddley los que están del otro lado de la línea? ¿Qué pasaría si se trata de algún policía de New Jersey deseando averiguar...   
No. Me niego a dejar que mi mente vaya en esa dirección. Cuando suene va a ser uno de ellos. O quizá sea Roger, si ellos lo llaman a él primero y le piden que se comunique conmigo. Pero todo va a salir bien.
Porque ahora tenemos protección.
Permíteme remontarme al momento en que volqué la sartén de la hornalla (qué resultó ser algo casi milagroso; cuando volví al departamento unas horas después, descubrí que había dejado el fuego encendido.) Me agarré de la mesa de la cocina y quité mis pies del camino, y entonces esa maldita sirena sonó en mi cabeza.
No sé cuánto tiempo habrá pasado; el dolor realmente nubla el mismo concepto del tiempo. Afortunadamente, el criterio inverso también parece ser cierto: con el tiempo, hasta el dolor más horrible pierde su inmediatez, y ya no puedes recordar con exactitud cómo se sentía. Y fue malo, lo sé muy bien; fue como tener los más delicados tejidos de tu cuerpo repetidamente rastrillados por algún objeto afilado y con púas.
Para cuando finalmente se detuvo, me encontré acurrucado contra la pared que divide la cocina y mi combinación de living / estudio, tembloroso y sollozante, con las mejillas empapadas de lágrimas y mi labio superior chorreado con mocos.
El dolor se había ido, pero la sensación de urgencia no. Necesitaba ir a la oficina, y tan rápido como fuera posible. Ya casi estaba en el vestíbulo del edificio cuando me acordé de fijarme si me había puesto algo en los pies. Al hacerlo, vi un viejo par de mocasines. Debía haberlos sacado del armario que está junto a la tele, aunque que me condenen si puedo recordar esa parte. No estoy del todo seguro de que hubiera sido capaz de regresar al noveno piso en el caso de haber estado descalzo. Así de poderosa era aquella sensación de urgencia.
Desde ya, yo sabía qué fue lo que produjo la sirena en mi cabeza, aunque nunca me hubieran dado una demostración real del Amigo del Día Lluvioso de Sandra, y creo que también sabía qué era lo que me estaba llamando: nuestra nueva mascota.
No tuve problemas para encontrar un taxi —agradezcamos a Dios por los sábados—, y el trayecto desde casa hasta Zenith House fue valoz. Bill Gelb estaba parado en la entrada, balanceándose hacia atrás y adelante con la camisa fuera y colgándole sobre el cinturón, pasándose las manos por el pelo, que se le estaba parando y encrespando. Parecía tan loco como la vieja del frente de Smiler, y... 
Fue un pensamiento cómico. Porque no había ninguna vieja delante de Smiler, en realidad. Ahora ya lo sabemos.
Me estoy adelantando de nuevo, pero es difícil escribir de manera coherente cuando no puedes dejar de mirar el teléfono, queriendo mandar a la maldita cosa al demonio y terminar con el suspenso, de una u otra forma. Pero lo intentaré. Creo que debo intentarlo. 
Bill me vio y se abalanzó sobre el taxi. Me agarró de un brazo mientras yo todavía estaba intentando pagarle al chofer, tirando de mí hacia el bordillo como si me hubiera caído en una piscina infestada de tiburones. Dejé caer algunas monedas y empecé a seguirlo.
  —¡Apresúrate, por el amor de Cristo, apresúrate! —me ladró—. ¿Tienes tus llaves? Me dejé las mías en el escritorio de casa. Salí a dar... —A dar un paseo era lo que quiso decir, pero en lugar de finalizar la frase soltó una especie de ahogada risita. Una mujer que pasaba junto a nosotros le echó una fea mirada y empezó a caminar un poco más rápido—. Oh, mierda, ya sabes lo que estaba haciendo.
Claro que lo sabía. Él había estado tirando los dados en Central Park, aunque había dejado la mayor parte del dinero en su escritorio (junto con el llavero de la oficina) porque tenía otros planes para esa cantidad. Si hubiera querido, yo habría podido averiguar en qué consistían esos otros planes, pero no lo hice. Una cosa era obvia: el alcance telepático de la planta se había vuelto más fuerte. Mucho más.
Nos encaminamos hacia la puerta, y justo entonces llegó otro taxi. Herb Porter se bajó de él, con el rostro tan rojo como nunca se lo había visto. El hombre parecía estar a punto de sufrir un ataque. Yo nunca lo había visto con vaqueros, tampoco, ni con la camisa desabotonada. Además, la tenía pegada al cuerpo y su cabello (lo poco que tiene; lo lleva siempre muy corto) estaba húmedo.
—Me encontraba en la maldita ducha ¿estamos? —dijo—. Vamos.
Fuimos hasta la puerta y luego de tres intentos logré introducir mi llave en la cerradura. La mano me temblaba tanto que tenía que sostenerme la muñeca con la otra para mantenerla firme. Por suerte, durante el fin de semana no hay personal de seguridad en el vestíbulo del que tener que preocuparse. Supongo que ese virus de paranoia en particular se extenderá por Park Avenue South en el futuro, pero, de momento, la dirección del edificio todavía asume que si tienes el juego correcto de llaves, es porque debes estar en el lugar correcto.
Herb se detuvo cuando atravesamos la puerta, sosteniendo mi antebrazo con una mano y el de Bill con la otra. Una sonrisa nerviosa le estaba apareciendo en la cara, donde su cutis había empezado a menguar a un rosa más normal.
—Está muerto, muchachos. Antes no lo estaba, pero ahora sí. ¡Ding-dong, el General ha muerto! —Y para mi asombro absoluto, Herb Porter, el Barry Goldwater del 490 de Park Avenue South, levantó sus manos, comenzó a chasquear los dedos, y ejecutó un pequeño paso del baile mejicano del sombrero. 
—Estás enfermo, Herb —le dijo Bill. 
—Pero también tiene razón —agregué—. El General está muerto y eso...
Desde la puerta de calle llegó un desorganizado alboroto. Nos hizo pegar un salto y agarrarnos unos de otros. Debíamos parecernos a Dorothy y a sus amigos en el Camino de Ladrillos Amarillos, enfrentados con algún nuevo peligro.   
—Eh, ustedes, suéltenme  —dijo Bill—. Sólo es el jefe.
En efecto era Roger, aporreando la puerta y asomándose para vernos, con la punta de su nariz aplastada contra el vidrio, como si fuera una pequeña y blanca moneda de diez centavos. Bill lo hizo pasar. Roger se nos unió. También él se veía como si alguien le hubiera encendido fuego y luego lo hubiera apagado, pero por lo menos estaba vestido, con los calcetines y todo. En cualquier caso, lo más probable es que hubiera estado a punto de salir. 
—¿Dónde está Sandra? —fue lo primero que preguntó.
—Iba a ir a Cony Island —respondió Herb. Le estaba volviendo el color, y comprendí que se estaba ruborizando. Resultaba algo atractivo, por decirlo de forma exagerada—. Aunque bien podría estar regresando. —Hizo una pausa–. Si es que llega hasta tan lejos. Esta cosa telepática, quiero decir. —Parecía casi tímido, una expresión que nunca esperé ver en la cara de Herb—. ¿Qué piensan, muchachos?
—Creo que podría estar haciéndolo —dijo Roger—. ¿Fue aquel chisme suyo el que sonó en nuestras cabezas, no? El como-se-llame de la Noche Oscura y Tormentosa —asentí. También lo hicieron Bill y Herb. 
Roger inspiró profundamente, contuvo la respiración, y después la soltó.
—Vamos, veamos en qué clase de lío estamos metidos —hizo una pausa—. Y si podemos salir de él.
El ascensor parecía subir eternamente. Ninguno de nosotros dijo nada, al menos no en voz alta, y cuando descubrí que podía reprimir el curso de sus pensamientos, lo hice. Escuchar todas aquellas voces murmurando retorcidas en el medio de tu cabeza es algo desesperante. Creo que ahora sé cómo se sienten los esquizofrénicos.
Cuando la puerta se abrió en el quinto piso y el olor nos sacudió, todos pusimos la misma mueca. No de repugnancia, sino de sorpresa.
—Hombre —dijo Herb—, se siente desde aquí, desde el puto pasillo. ¿Ustedes creen que nadie más pueda olerlo? ¿Quiero decir, nadie que no seamos nosotros?
Roger agitó la cabeza y se encaminó hacia la oficina de Zenith, con los puños apretados. Se detuvo junto a la puerta de la oficina.
—¿Quién de ustedes tiene la llave? Porque me dejé la mía en casa.
Yo las estaba buscando intensamente en mis bolsillos cuando Bill se adelantó y probó el picaporte. La puerta se abrió. Nos miró con las cejas levantadas, y luego entró.   
Podría describir lo que aspiramos cuando se abrió la puerta del ascensor en el quinto como una fragancia. En la recepción era mucho, mucho más potente: lo que uno llamaría humareda, si hubiera sido desagradable. No lo era, así qué ¿cómo definirlo? Picante, supongo; un olor penetrante, terroso.
Ésta es la parte más difícil. Hasta este punto he estado yendo deprisa, con la intención de llegar a lo que encontramos (y a lo que no encontramos), pero aquí me tendré que mover mucho más despacio, buscando la manera de describir lo que es, básicamente, indescriptible. Y ocurre que es muy poco frecuente que nos veamos obligados a escribir sobre olores y las poderosas formas en que nos afectan. El olor en la Casa de Flores de Central Falls era similar a éste en fuerza, pero en otro sentido, en otro importante sentido, completamente diferente. El olor del invernadero era amenazante, siniestro. Éste era como...
Bien, habrá que decirlo. Era como llegar a casa.  
Roger nos miró a Bill y mí y nos echó una mirada que nos podría haber  dedicado el Procurador del Distrito.
—¿Tostadas y mermelada? —interrogó—. ¿Palomitas de maíz? ¿Madreselva? ¿Un maldito automóvil nuevo?
Negamos con la cabeza. Zenith había dejado de lado sus diversos disfraces, quizás porque ya no los necesitaba para tentarnos. Me conecté de nuevo con sus pensamientos, apenas lo suficiente para saber que Bill y Roger sentían lo mismo que yo. Había variaciones, estoy seguro, puesto que no hay dos juegos de percepciones iguales (por no decir dos juegos de receptores olfativos), pero básicamente era la misma cosa. Verde... fuerte... amistoso... hogar. Tan sólo espero y confío en no estar equivocado con respecto a la parte amistosa. 
—Vamos —dijo Roger.
Herb lo tomó del brazo.
—¿Y si alguien... 
—No hay nadie aquí —le aseguré—. Estaban Carlos y el General, pero ellos... bueno, tú sabes... desaparecieron. 
—No esquives el bulto —dijo Bill—. Están muertos. 
—Vamos —repitió Roger, y lo seguimos.
La recepción estaba despejada ya que el ajo aún mantenía acorralado a Zenith, pero los primeros exploradores verdes ya habían conseguido invadir un metro y medio de la sección editorial (no hay puertas al extremo del vestíbulo de la recepción, sólo un arco cuadrado flanqueado por los posters de Macho Man.) A unos cinco o seis metros pasillo abajo, donde la puerta de la oficina de Roger se abre a la izquierda, la vegetación se había espesado considerablemente, cubriendo la mayor parte de la alfombra y trepando por las paredes. Por la zona donde están enfrentadas las oficinas de Herb y de Sandra, sustituyó a la vieja alfombra gris por una nueva alfombra de un verde puro, como así también envolvió la mayoría de las paredes. También ha crecido hacia el techo, colgando de las luces fluorescentes en hatos viscosos. Algo más allá, hacia la sección de Riddley, el pasillo se ha vuelto una selva. Y supe que si yo caminara por allí, se abriría para dejarme pasar. 
Pasa, amigo, ven a casa. Sí, podía oírla susurrándome aquello.   
—San... ta... mier... da —dijo Bill.  
—Hemos creado a un monstruo —comentó Herb, e incluso en ese momento de tensión y sorpresa se me ocurrió que había estado leyendo demasiadas novelas de Anthony LaScorbia. 
Roger empezó a caminar pasillo abajo, moviéndose lentamente. Cada uno de nosotros escuchó pasa, amigo, y todos sentimos esa innegable bienvenida, pero también estábamos listos para salir corriendo. Todo era demasiado nuevo, demasiado extraño.
Aunque hay sólo un corredor que comunica con toda la serie de oficinas, por la mitad hace un pequeño zigzag. A la parte que atraviesa los despachos editoriales la llamamos "el corredor delantero". Más allá del zigzag se encuentra el cuarto del correo, el cubículo del conserje, y un cuarto utilitario al que se supone que sólo el personal del edificio tiene acceso (aunque sospecho que Riddley tiene una llave.) Esta parte se llama "el corredor trasero".
En el corredor delantero hay tres oficinas a la izquierda: la de Roger, la de Bill, y la de Herb. A la derecha hay un armarito de suministros de oficina principalmente ocupado por nuestra caprichosa máquina fotocopiadora, luego viene mi oficina, y por último la de Sandra. Las puertas que dan a las oficinas de Roger, Bill, y el armario de suministros estaban todas cerradas. Mi puerta, la de Herb y la de Sandra estaban todas abiertas. 
Jodee-eer —susurró Herb, horrorizado—. Miren el umbral de la puerta de Sandra.
—No se trata de Kool-Aid, puedo asegurarlo —dijo Bill.  
—Y hay más sobre la alfombra —agregó Roger. Herb volvió a pronunciar la palabra que empieza con j, nuevamente alargándola entre las dos sílabas.
Noté que no había nada de sangre sobre las alfombras de hiedra, y aunque no quise pensar demasiado en ese detalle, creo saber la razón. A nuestro compañero le había entrado el hambre, ¿y acaso no tiene bastante sentido? Ahora hay mucho más de él por todos lados, nuevos fortines y colonias, y nuestras vibraciones psíquicas tal vez sólo puedan ofrecerle una cierta forma de sustento, pero no todo. Existe una vieja canción de blues al respecto. "La arenilla no es comestible", dice el estribillo. De la misma forma, los pensamientos amistosos y los editores serviciales no son...
Bueno, no son sangre.   
¿Y los otros?   
Roger miró en la oficina de Herb y yo en la mía. Mi parte parecía estar bien, aunque tuve la maldita seguridad de que Carlos había estado allí, y no sólo debido al elegante maletín apoyado encima del escritorio. Yo casi podía olerlo.
—Las cosas están todas desordenadas en tu despacho, Herbert     —dijo Bill con un tono verdaderamente terrible de mayordomo inglés. Quizá fuera su manera de intentar aflojar la tensión—. De hecho, creo que alguien ha estado orinando un poco por allí.
Herb echó un vistazo, vio los destrozos, y gruñó un juramento que sonó casi distraído antes de dirigirse hacia la oficina de Sandra. Para ese entonces, yo ya me estaba formando un cuadro de situación bastante claro. Dos hombres locos, ambos con rencores hacia diferentes editores de Zenith House. No me importaba ni cómo se las arreglaron para entrar o quién llegó primero, aunque sí me intrigaba saber qué tan lejos habían llegado. Si se hubieran encontrado en el vestíbulo y hubieran tenido su lunática pelea allí, nos habrían ahorrado muchos problemas. Sólo que probablemente no fuera esa la forma en que Zenith lo quería. Aparte del hecho que Carlos pueda haber tenido una deuda importante con algo (o Algo) en el Gran Más allá, está el hecho de que la arenilla no es comestible. Al parecer, las plantas telepáticas se sienten más que solitarias.    
Por cierto que se trata de algo a tener en cuenta. 
—¿Roger? —preguntó Herb. Él estaba parado junto a su puerta, y parecía de vuelta tímido—. ¿Ella... ella no se encuentra allí, verdad?   
—No —dijo Roger, ausente—, sabes que no. Sandra está regresando desde Cony Island. Pero nuestro amigo de Central Falls se hizo presente por fin.  
Nos reunimos alrededor de la puerta y miramos el interior.
Carlos Detweiller yacía boca abajo en lo que Anthony LaScorbia sin duda llamaría "una repugnante pileta desbordante de sangre". La parte de atrás de su chaqueta se elevaba en forma de tienda, y la punta de un cuchillo sobresalía a través de ella. Sus manos estaban extendidas hacia el escritorio. Sus pies apuntaban hacia la puerta y ya estaban parcialmente cubiertos de delgados lazos verdes de hiedra. Zenith le había sacado uno de los mocasines y se había abierto camino por dentro del calcetín. Quizá al principio el calcetín tuviera un agujero, pero por alguna razón no lo creo. Porque, verás, había ramas rotas de hiedra. Como si hubiera tratado de empujar a Carlos, de alejarlo hacia la masa principal de vegetación, y no lo hubiera logrado. Casi se podía sentir el hambre. El anhelo de apropiarse de su cadáver, de la misma manera que sin duda ya tenía el del General.     
—Es aquí donde lucharon, por supuesto —señaló Roger, usando todavía ese tono ausente de voz. Vio al Amigo de los Días Lluviosos tirado en el piso, lo recogió, olfateó el agujerito de la punta, e hizo una mueca. Los ojos le empezaron a lagrimear de inmediato.
—Si llegas a poner de nuevo en funcionamiento la sirena de esa cosa, me veré obligado a matarte  tan muerto como el agujero del culo que está a tus pies —aseguró Bill. 
—Me parece que las baterías están fritas —dijo Roger, aunque acomodó la cosa con sumo cuidado sobre el escritorio de Sandra, asegurándose además de no pisar la mano extendida de Detweiller.
Carlos había estado en mi oficina, porque yo era contra el que él había proyectado su rencor. Pero luego la abandonó por alguna razón.
—Creo que fue debido a la comida —conjeturó Bill—. Le entró el hambre y fue en busca de comida. El General se le echó encima. Carlos tomó la cosa de Sandra antes de que Hecksler lograra asestarle el golpe de gracia, pero no fue suficiente. ¿Ves esa parte, John?
Negué con la cabeza. Quizás simplemente no quería verlo.   
—¿Qué es esto? —Bill estaba afuera, en el pasillo. Se agachó sobre una rodilla, hizo a un lado un matojo de hiedra, y nos mostró una púa de guitarra. Como las mismas hojas de Zenith, la púa estaba tan limpia como un silbato. Quiero decir que no tenía sangre.  
—Tiene algo impreso —dijo Bill, y lo leyó—. Dice: TAN SÓLO UN PASO MAS CERCA DE TÍ.  
Roger me miró, finalmente expulsado de su aturdimiento.
—¡Buen Dios, John —me dijo—, era él! ¡Él era ella
—¿De qué están hablando? —preguntó Bill, pasando la púa por entre sus dedos—. ¿Y en qué están pensando? ¿Quién es Guitarra Loca Gertie?
—El General —le solté sencillamente, y me pregunté si habría tenido el cuchillo cuando le di los dos dólares. Si aquel día Herb hubiera estado allí, ahora estaría muerto. No tenía absolutamente ninguna duda al respecto. Y yo tuve la suerte de seguir vivo.
—Bueno, yo no estuve allí, y tú sigues vivo —dijo Herb. Habló con su viejo e irritante tono de no-me-molestes-con-los-detalles, pero su cara todavía estaba pálida y asustada, la cara de un hombre que sigue corriendo nada más que por instinto—. Y tú Gelb, felicitaciones por dejar tus huellas en esa púa de guitarra. Sería mejor que las limpies.   
Podía ver otro tipo de cosas desparramadas entre medio de la espesura verde del extremo del pasillo: pedazos de ropa hecha tiras, unos trozos de lo que parecía ser algún tipo de folleto, billetes, monedas.
—Las huellas digitales no significan un problema porque nadie va a ver ninguno de los chismes del viejo pájaro —explicó Roger. Le pidió la púa a Bill, examinó brevemente la leyenda, y luego se alejó un poco por el corredor. Los amasijos de hiedra se retiraron para dejarlo pasar, justo como había imaginado que lo harían. Roger arrojó la púa. Una hoja la envolvió y la hizo desaparecer. Así de fácil.
Entonces, escuché la voz de Roger en mi cabeza. ¡Zenith! Como si estuviera llamando al perro. ¡Cómete esta mierda! ¡Hazla desaparecer!
Y por primera vez la oí decir una respuesta coherente. No hay nada que pueda hacer con las monedas. O con estas condenadas cosas.
En la pared, a mitad de camino del techo y apenas más allá de la puerta de la oficina de Herb, se desenrolló una lustrosa hoja verde que casi tenía el tamaño de un plato de cocina. Algo brillante cayó sobre la alfombra, con un tintineo. Me acerqué y recogí la placa identificatoria del ejército de Tripas de Hierro, colgada de una cadena plateada. Sintiéndome muy extraño —tienes que creerme si te digo que las palabras no pueden describirlo— me la guardé en un bolsillo de mis pantalones. Entretanto, Bill y Herb estaban juntando el cambio del General. Mientras sucedía todo esto, se escuchaba un sonido bajo, susurrante. Los pedazos de ropa y tiras de papel iban desapareciendo  en la selva, donde el corredor delantero se convierte en el trasero. 
—¿Y Detweiller? —preguntó Bill, con una voz inexpresiva—. ¿Va tener el mismo trato?   
Por un instante, los ojos de Roger se encontraron con los míos, interrogantes. Entonces negamos con las cabezas, los dos al mismo tiempo.   
—¿Por qué no? —preguntó Herb.  
—Es demasiado peligroso —dije.   
Esperamos que Zenith volviera a hablar, tal vez para contradecirnos, pero no dijo nada.  
—¿Y entonces? —preguntó Herb, melancólicamente—. ¿Qué se supone que haremos con él? ¿Qué se supone que haremos con su maldito portafolios? Y ya que estamos, ¿qué se supone que haremos con los pedacitos del General, que están todos desparramados en el corredor trasero? ¿Con la hebilla de su cinturón, por ejemplo?   
Antes de que cualquiera de nosotros pudiera contestar, sonó la voz de un hombre desde la recepción.
—¿Hola? ¿Hay alguien aquí? 
Nos miramos unos a otros, absolutamente sorprendidos, en ese primer momento demasiado shoqueados como para asustarnos. 


De los diarios de Riddley Walker
 
5/4/81 

  Cuando llegué a la estación de trenes acomodé mi maleta en el primer armario a monedas desocupado que encontré, saqué la llave de gran cabeza anaranjada de la cerradura, y me la guardé en el bolsillo, donde indudablemente se quedará como mínimo hasta mañana. Ya ha pasado lo peor —por ahora—, pero no puedo ni pensar en cargar con mi equipaje, ni en hacer ningún tipo de tareas cotidianas. Todavía no. Estoy demasiado exhausto. Físicamente, sí, pero te diré qué es lo peor de todo: estoy moralmente exhausto. Creo que es el resultado de regresar tan pronto a  Zenith House tras la pesadilla que viví con mis hermanas y hermano. Cualquiera que hayan sido las elevadas razones morales por las que pude haberme enorgullecido cuando el tren partió de Birmingham, ya desaparecieron, puedo asegurarlo. Es difícil sentirse honesto después de haber cruzado el puente George Washington con un cadáver escondido en la parte trasera de la camioneta. De hecho, es muy duro. Y no me puedo quitar de la cabeza esa maldita canción de John Denver. "Hay un fuego ardiendo suavemente, una cena en el horno; vaya que es bueno volver a casa". Como diría el tío Michael, 'É'te e un taco difícil 'e ma'ticar'.
Pero el 490 de Park Avenue se sentía como si fuera mi casa. Se siente. A pesar de todo el horror y la extrañeza, se siente como si fuera el hogar. Kenton lo sabe. Los otros también, pero sobre todo Kenton. Todos ellos han llegado a gustarme (a mi manera reconocidamente complicada), pero Kenton es el único al que respeto. Y creo que si esta situación empezara a descontrolarse, es a Kenton a quien recurriría. Aunque debo agregar algo más antes de meterme de lleno en la narración: en estos momentos tengo miedo de mí mismo. Estoy asustado de mi capacidad de hacer el mal, y de continuar haciendo el mal hasta que sea demasiado tarde para dar marcha atrás y efectuar las reparaciones.
En otras palabras, puede que la situación ya esté fuera de control, y yo con ella.   
Vaya que es bueno volver a casa.
Bien, olvidémoslo. Y sería lo mejor, ya que estoy cansado y aún tengo mucho que decir. Siento como una picazón en el tracto moral al escabullirme, pero mejor lo dejamos para otro día ¿te parece?
Le pedí al taxista que me llevara al 490, aunque luego cambié de idea y le dije que me dejara en la esquina de Park con la Veintinueve. Supongo que quería hacer un poco de reconocimiento. Conocer la disposición de la tierra y arrastrarme por el lado ciego. Es importante dejar algo en claro: aunque sea más amplio, el rango telepático generado por la planta aún se limita a los alrededores del edificio... excepto cuando la situación sea extrema, como lo fue durante la pelea a muerte entre Hecksler y el Floricultor Loco.
No sé si esperaba encontrar a la policía, a los equipos de SWAT, o a los camiones de bomberos, pero a la única que vi fue a Sandra Jackson, deambulando de aquí para allá delante del edificio, luciendo medio distraída, preocupada e indecisa. Ella no me vio. Y me parece que no habría visto ni siquiera a Robert Redford, aunque se hubiera paseado completamente desnudo. Cuando caminé hacia ella, se acercó a la puerta del edificio, hizo sombra con las manos a los lados de su cara, y pareció llegar a una decisión. Giró sobre sus talones y se encaminó hacia la calle, con la clara intención de cruzarse a la vereda de enfrente.   
—¡Sandra! —la llamé, echando a correr—. ¡Sandra, espera!   
Ella se volvió, al principio sobresaltada, luego aliviada. Noté que llevaba un gran botón rosa en su abrigo, que decía I LUV CONY ISLAND! Empezó a correr hacia mí, y yo comprendí que era la primera vez que la veía llevando un par de zapatillas. Se arrojó a mis brazos tan fuerte que casi me tumba en mitad de la acera.
—Riddley, Riddley, gracias a Dios que volviste antes                  —balbuceó—. Hice en taxi todo el trayecto desde Cony Island... me costó una fortuna... mi sobrina piensa que estoy o loca o enamorada... yo... ¿qué estás haciendo aquí? 
—Simplemente imagina que soy como la caballería en una película de John Wayne —le dije, y le junté la espalda con los pies. No costó demasiado. Si ella no se dejara hacer, pensé, no podría ser. Se me pegó como un percebe.  
—Dime que tienes tus llaves de la oficina —dijo ella, y pude oler algo dulce en su aliento; algodón de azúcar, tal vez.   
—Las tengo —la tranquilicé—, pero no podré llegar hasta ellas si no me sueltas, mi dulce niña. —La llamé así sin ningún tipo de ironía. Así era como siempre nos llamaba mamá cuando llegábamos con las rodillas raspadas, o entristecidos por las burlas.
Ella me soltó y me miró solemnemente, con los ojos tan grandes como una huérfana en una de esas pinturas aterciopeladas.
—Hay algo diferente en ti, Riddley. ¿Qué es?   
Me encogí de hombros y meneé la cabeza.
—No lo sé. Quizá podamos discutirlo en otro momento. 
—El enemigo de John está muerto. Además del de Herb. Creo que se mataron entre ellos. 
No era eso lo que ella pensaba, no exactamente, pero la tomé del brazo y la llevé de vuelta hasta la puerta. Lo único que yo quería en ese momento era mantenerla alejada de la calle. La gente nos miraba con curiosidad, y no porque ella fuera blanca y yo negro. Y la gente que ve a una mujer llorando en una soleada tarde de sábado es capaz de recordarla, incluso en una ciudad donde la amnesia instantánea es la regla en lugar de la excepción.
—Todos los demás están allí arriba —me dijo—, y yo me olvidé de mis condenadas llaves. Acababa de decidir cruzarme hasta lo de Smiler's e intentar llamarlos cuando tú llegaste. Y gracias a Dios que lo hiciste.   
—Gracias a Dios que lo hice —convine, y usé mis llaves para ingresar en el vestíbulo.   
Lo olimos en cuanto nos bajamos en el quinto piso, y en la recepción de Zenith House era lo bastante fuerte como para derribarte. Un aroma picante. Y verde. Sandra me agarraba la mano tan fuerte que dolía. 
—¿Hola? —llamé—. ¿Hay alguien aquí?
En un primer momento todo fue silencio. Luego escuché decir a Wade: "Es Riddley". A lo que Porter contestó: "no seas idiota". A lo que Gelb contestó: "Sí. Lo es". "¿Están bien, chicos?", preguntó Sandra. Todavía me llevaba de la mano, arrastrándome hacia el pasillo. Al principio no quise ir... pero después sí.
Rodeamos el escritorio de LaShonda y allí estaban ellos. Creo que al primer vistazo apenas los noté. Sólo tenía ojos para la planta. Ya no era la marchita y pequeñita hiedra en una maceta. La selva brasileña había sido trasplantada a la Park Avenue South. Estaba por todas partes.
—Riddley —dijo Kenton con evidente alivio—. Sandra. 
—¿Qué estás haciendo aquí, Riddley? —preguntó Gelb—. Pensé que no volverías hasta mediados de la semana próxima. 
—Cambiaron mis planes —respondí—. Me bajé del tren hace menos de una hora. 
—¿Y qué le pasó a tu acento? —preguntó Porter. Estaba allí parado con esa planta loca extendiéndose alrededor de sus pies, acariciándole los tobillos, por el amor de Dios, y mirándome con sospecha, el ceño fruncido. ¡A mí con sospechas!
—¡Ahí está! —susurró Sandra—. Ésa era la diferencia.
Liberé mi mano de la suya, creyendo que podría necesitar un razonable funcionamiento en mis dedos antes de que el día termine. La imagen (o una imagen, en cualquier caso) iba apareciendo claramente en mi cabeza: de hecho, se trataba de una especie de película muda. Una parte de ella la recibía de ellos y otra parte de Zenith.    
La sospecha había abandonado la cara de Herb Porter. Era sólo mi falta de acento lo que lo había fastidiado, no yo. Lo que sentí mientras estábamos allí parados en medio de esa locura verde fue la sensación de ser una familia, la sensación de ser todo aquello que había perdido allá en Alabama, y lo acepté. Estando lejos de la planta aún se puede cuestionar, desconfiar. ¿Pero dentro de su rango de influencia? Nunca. Estos eran mis hermanos, y Sandra mi hermana (aunque la relación entre ella y yo es reconocidamente incestuosa.) ¿Y la planta? Es nuestro padre, Zenith. El color de nuestra piel —blanco, negro, verde— era por entonces lo menos importante. Esta tarde éramos nosotros contra el mundo. 
—Por el momento, no entraría en tu oficina, Sandra —dijo Roger—. El señor Detweiller está actualmente en tu mansión. Y no tiene buen aspecto. 
—¿Y el General? —preguntó ella. 
—Lo atrapó la planta —contestó John, y en ese instante Zenith devolvió los pedazos restantes de Hecksler que había decidido que no podía digerir, tal vez arrastrándolos todo el camino desde la parte trasera de la oficina. Las cosas cayeron sobre la alfombra en un lluvioso y metálico tintineo. Había un reloj de bolsillo, lo que había sido la cadena (en tres piezas), una hebilla de cinturón, una caja de plástico muy pequeña, y varios pedacitos de metal. Herb y Bill recogieron todas estas chucherías.  
—Por Dios —dijo Bill, observando la caja—. Es su marcapasos.  
—Y éstos son clavos quirúrgicos —agregó Herb—. Los usan los amables cirujanos ortopédicos para mantener unidos los huesos.
—Muy bien —dijo Wade—. Admitamos que la planta se está ocupando del cuerpo del General. Creo que está bastante claro que, si quisiéramos, podemos disponer de sus... accesorios sobrantes... sin problemas. También del maletín de Detweiller. 
—¿Qué crees que pueda haber dentro? —preguntó Sandra. 
—No quiero saberlo. La pregunta es qué hacer con su cuerpo. Estaba a punto de decir que no deberíamos alimentar a la planta con él. Me parece que ya tiene todo la... toda la nutrición que necesita. 
—Toda la que seguramente va a tener —dijo John. 
—Quizá más —agregó Bill. 
En este punto tengo que detenerme sólo lo suficiente para decir que, aunque esté presentando todo esto como si fuera una conversación hablada, una gran parte de la misma se desarrolló de mente a mente. No recuerdo cuál era cuál y, de todas formas, no sabría expresar la diferencia. Incluso no creo que importe. Lo que recuerdo con más claridad es aquella sensación de absurda felicidad. Tras nueve meses de manejar la escoba o empujar el carrito del correo, estaba asistiendo a mi primera reunión editorial. ¿Acaso no era eso lo que estábamos haciendo? ¿Revisando la situación, o preparándonos para ella? 
Deberíamos llamar a la policía —dijo Roger, y cuando tanto Bill como John empezaron a protestar, alzó una mano para detenerlos—. Simplemente estoy exponiendo la idea. Sabemos que no verán a la planta.  
—Pero pueden sentirla —dijo Sandra, claramente desanimada—. Y Roger...
—Zenith podría decidir almorzarse a alguno de ellos —completé en su lugar—. Filet de flic, el especial del día. Podría no estar dispuesto a ayudarse a sí mismo. O a sí misma. Zenith puede o no ser nuestro verdadero amigo, pero esencialmente es un comedor de hombres. No deberíamos olvidarlo.   
Tengo que admitir que encontré deliciosa la manera en que Herb Porter me estaba mirando. Fue como si, mientras estuviera de visita en el zoológico, escuchara que uno de los monos empezaba a recitar a Shakespeare.
—Vayamos a lo importante —dijo John—. ¿Puedo hacerlo, Roger? 
Roger asintió con la cabeza. 
—Hemos logrado poner a esta editorial culo roto al borde de algo —explicó John—, y no me estoy refiriendo a una mera solvencia financiera. Estoy hablando del éxito financiero. Con El Último Superviviente, con el libro de chistes, y con el libro sobre el General, no sólo vamos a hacer algo de ruido en la industria editorial; vamos a producir un maldito estampido sónico que los asustará a todos hasta cagarse. Mucha gente va a darse vuelta para ver que pasa. Y para mí, eso ni siquiera es lo mejor de todo. Lo mejor de todo es que vamos a pegarles una sacudida a esos culones de Apex. 
—¡Así se habla! —gritó Bill salvajemente, y me dio un escalofrío. Eso fue lo que Sophie le había dicho a mi hermana Maddy, cuando Maddy me acusó de jugar al negrata en New York. En otras palabras, fue como escuchar a un fantasma. Porque eso es lo que mi familia era para mí ahora, todos ellos. Fantasmas. 
—Se necesitó magia para hacer posible el repunte —continuó John—, y lo admito. Pero toda publicación es una especie de magia, ¿no? Y no sólo la publicación. Toda compañía que le acerque al público exitosamente las artes creativas, está creando magia. Es como hilar la paja en oro. ¡Mírennos, por el amor de Cristo! Contables de día, soñadores de noche...
—Y un montón de mierda por la tarde —añadió Herb—. No la olvides. 
—Quizá puedas volver al punto, John —asintió Roger.   
—El punto es: nada de policías —dijo John bruscamente. Y, así me lo pareció, con admirable brevedad—. Nada de extraños. Esa hiedra nos está ayudando a solucionar nuestros problemas, y nosotros vamos a solucionarle los suyos
—Están los muertos, sin embargo —dijo Sandra. Se veía algo pálida, y cuando buscó mi mano de nuevo, dejé que me la tomara. El simple contacto me alegró—. Estamos hablando de personas muertas. 
—Estamos hablando de un par de patanes muertos que se asesinaron el uno al otro —dijo Herb—. Por otro lado, hay un sólo cadáver.
Se hizo un momento de silencio cuando lo asimilamos. Creo que fue el momento crucial. Porque, allá en lo profundo, todos sabíamos que, mientras que el General pudo haber matado a Carlos, fue Zenith la que se encargó de Hecksler.   
—Aquí no pasó nada malo —dijo Bill, como hablándose a sí mismo.  
Tienes razón —dijo Herb—. ¿Alguien quiere defender la postura de que el mundo haya empeorado porque esos dos acuchillados ya no siguen en él?    
Un momento de silencio, y luego John Kenton dijo:
—Si no vamos a alimentar a la planta con Detweiller, ¿cómo vamos a librarnos de él? 
Bill Gelb dijo:
—Tengo una idea. 
—Pues si es así —dijo Roger—, entonces éste parece ser un buen momento para escucharla. 


Del Diario de Bill Gelb
 
5/4/81 
 
Al principio tuvieron ciertas dudas, pero te diré una cosa: la lectura de la mente puede pasar por sobre un montón de mierda, tanto en lo emocional como en los simples problemas cotidianos que la gente tiene al tratar de comunicarse con la palabra hablada. Estoy bastante seguro de que lo que los convenció fue mi confianza, mi sensación de que tenía la idea correcta y que podíamos llevarla a cabo. Fue como me sentí en el parque, jugando a los dados con el resto de la escoria yuppi. Sólo lamento haberme perdido la partida de póquer. Oh, bueno habrá otra oportunidad.   
Además, fui a Paramus. 


De los diarios de Riddley Walker
 
5/4/81 (continuación) 

El camión era viejo y traqueteante, con un parabrisas lechoso en los bordes; la calefacción no funcionaba y los pistones petardeaban; los asientos eran duros y el hedor de la combustión subía desde el panel del piso, probablemente desde un destruido caño de escape. Pero el controlador del peaje del GW jamás te mira dos veces, cosa que consideré más que bonita. Además, la radio funcionaba. Cuando la encendí, lo primero que sintonicé fue a John Denver: "¡Vaya que es bueno volver a casa! A veces esta vieja granja se parece a un añorado  amigo perdido..."
—Por favor —se quejó Bill— ¿Tienes que hacerlo? 
—Me gusta —le dije, y empecé a seguir el ritmo con los pies. Entre nosotros había una bolsa de papel que tenía el logotipo de Smiler. En su interior estaban algunos de los efectos del General que Zenith encontró indigestos. El portafolios del Floricultor Chiflado se encontraba bajo el asiento, emitiendo algunas vibraciones muy sucias. Y no, no creo que fuera tan sólo mi imaginación.   
—¿Te gusta esto? Riddley, no hago referencia a tu color, pero ¿por lo general, los afro americanos como tú no prefieren a tipos como Marvin Gaye? ¿Los Temptations? ¿Los Stylistics? ¿James Brown? ¿Arthur Conley? ¿Otis Redding? 
Pensé en decirle que Otis Redding estaba tan muerto como el colega que estaba en la caja de la ruidosa camioneta con la que en este instante cruzábamos el Río Hudson, pero luego decidí mantener la boca cerrada, por esta vez.
—Sucede que disfruto de esta melodía en particular —de hecho, lo hacía—. Mira afuera, Bill. La luna sube por un lado y el sol se pone por el otro. Es lo que mi mamá llamaba doble deleite. 
—Lamenté enterarme de lo de tu mamá, Riddley —me dijo, y lo bendije por eso. Sin embargo, lo hice dentro de mi cabeza, donde no pudiera oír la bendición. No desde el instante en que nos alejamos del edificio donde tiene sus dominios Zenith, la hiedra común.  
—Gracias, Bill. 
—¿Ella... ya sabes, ella sufrió? 
—No. No creo que lo hiciera. 
—Bien. Eso es bueno. 
—Sí —dije. 
La canción de John Denver terminó y fue reemplazada por algo infinitamente peor: Sammy Davis Jr., cantando sobre el hombre de los caramelos. ¿Quién puede tomar un arco iris, sumergirlo en un sueño? Apagué la radio, estremeciéndome. Pero la canción de John Denver permaneció en mi cabeza: Vaya que es bueno volver a casa.
Nos apeamos del lado de Jersey, yo en el asiento del pasajero y Bill tras el volante de la vieja camioneta con descoloridas calcomanías de Panadería Holsum a los lados. Él se lo había pedido prestado a un amigo, que por suerte no tenía ni idea de lo que estábamos transportando, enrollado en una antigua alfombra de saldo que Herb Porter encontró en el armario de suministros.  
Algunas horas antes, cuando Bill terminó de perfilar su plan, Roger preguntó:
—¿Quién va ir contigo, Bill? No puedes hacerlo solo.  
—Quiero ir —dije. 
—¿Tú? —preguntó John—. ¡Pero tú sólo eres... —entonces se detuvo, pero como aún estábamos en el quinto piso, todavía en presencia de Zenith, todos pudimos oír la continuación de su pensamiento-... el conserje! 
—No, ya no lo es —dijo Roger—. Por la presente, te contrato con facultades ejecutivas, Riddley. Si es que lo aceptas, claro.
Le dediqué mi sonrisa Número Uno de Negro Jim, la que deja ver aproximadamente dos mil enormes dientes blancos.
—¡Voy a'sé un editó en e'ta companía fina! ¡Por qué no! ¡Va a'sé una buena fie'ta!   
—Pero no si hablas así —dijo John.   
—¡Voy a tratá de hacerlo mejó! ¡Y tratá de mejorar la calidá de mi dicsión, también! 
—Esto me huele a soborno —dijo Sandra. Me apretó la mano y miró a Roger con desconfianza.   
—Sabes que no —le dijo Roger, y por supuesto que ella lo sabía. Esa sensación de ser una familia era demasiado fuerte como para negarla. Sólo Dios sabe lo que nos espera, pero estamos juntos en esto. De eso no queda ya ninguna duda. 
—¿Y con qué piensas pagarle? —quiso saber Herb—. ¿Con los cupones de descuento de Smiler's? Enders nunca aprobaría el salario de otro editor. Y si descubriera que estás ascendiendo al conserje, podría llegar a cagarse.
—De momento, para los propósitos de la nómina, Riddley continuará con sus facultades de conserje —dijo Roger. Parecía absolutamente sereno, seguro de sí mismo—. Más tarde, vamos a disponer de todo el dinero que necesitemos para pagarle un sueldo completo. ¿Riddley, qué te parecen 35.000 dólares al año? ¿Retroactivos a partir del día de hoy, 4 de abril de 1981?
—¡Qué bondadosos ser conmigo! ¡Soy el negrata más importante del Club del Algodón! 
—A mí también me parece justo —dijo John—, puesto que es cinco mil más al año de los que gano actualmente. 
—Oh, no te preocupes por eso —lo tranquilizó Roger—. Tú, Herb, Bill, y Sandra tienen un aumento de... veamos... cuarenta y cinco al año.  
—¿Cuarenta y cinco mil? —susurró Herb. Sus ojos despedían un destello sospechoso, como si estuviera a punto de quebrarse y llorar— ¿Cuarenta y cinco mil dólares
—Retroactivos al 4 de abril, al igual que Rid —se volvió hacia mí—. Y en serio, Rid; olvida ese acento rasta. 
—Ya no existe más a partir de ahora —le dije.   
Él asintió.
—En cuanto a mí —dijo— ¿qué es lo que dice la Biblia? 'El trabajador debe ser digno de su salario'. Actualmente cobro cuarenta. ¿Cómo cuánto debería cobrar por pilotear al buen barco Zenith hacia mar abierto, lejos de los arrecifes, donde soplan los vientos alisios? 
—¿Algo así como sesenta? —preguntó Bill. 
—Digamos sesenta y cinco —propuso Sandra, como mareada. Después de todo, era el dinero de Sherwyn Redbone el que Roger estaba gastando.
—No —dijo Roger—, no hay necesidad de ser exagerado, al menos durante el primer año. Opino que cincuenta mil estarán bien. 
—Tampoco nos parece mal a nosotros, considerando que es la planta la que lo está haciendo todo —dijo Bill.   
—Eso no es cierto —objetó John, algo orgulloso—. Siempre hemos tenido la habilidad que se necesita para realizar este trabajo, todos nosotros. La planta simplemente nos está dando la oportunidad. 
—Por otro lado —agregó Herb—, está ocupando una habitación. ¿Qué más requiere? Una hiedra no necesita exactamente un nuevo automóvil, ¿no? —miró a Bill—. ¿Estás seguro de que no quieres que me una a tu tripulación? Lo haré, si me lo pides. 
Bill Gelb lo pensó un poco y luego agitó la cabeza.
—Con dos de nosotros bastará. Aunque tendremos que poner a... tú sabes, los restos... dentro de algo. Me pregunto qué podría servir... 
Allí fue cuando Herb entró en el armario de suministros, revolvió por un rato, y después salió arrastrando detrás de él la alfombra de saldo.
Terminó siendo del tamaño correcto. Bill y yo fuimos liberados de la tarea de envolver para regalo a Carlos Detweiller, y pensé que Sandra se quedaría con nosotros afuera en el pasillo (liberándose a sí misma, en virtud a su sexo), pero ella ayudó por su propia voluntad. Y alrededor nuestro Zenith ronroneó satisfecho, formando un piso debajo nosotros, enviando aquello que los Beach Boys (otros de mis blanduchos preferidos) probablemente llamarían "buenas ondas".
—La telepatía parece optimizar el trabajo en equipo —comentó Bill, y tuve que admitir que era cierto. Sandra y Herb extendieron la alfombra junto al escritorio de Sandra. Roger y John alzaron a Detweiller y lo depositaron boca abajo en un extremo de la alfombra. Luego, ayudándose unos a otros, simplemente lo enrollaron como un pastel Devil Dog, asegurándolo todo con la soga más dura que pudo proporcionar el armario de suministros.
—Amigo, el tipo sangró un montón —dijo Bill—. Esa alfombra está echa un desastre.  
—La planta se va a chupar la mayor parte entre hoy y el domingo          —le aseguré. 
—¿Realmente lo crees?
Lo creía. También creía que yo iba a poder limpiar casi todo lo que quedara con una buena aplicación de Limpiador de Alfombras Genie. El resultado final podría no engañar a un forense pero, de todas formas, si la policía se daba una vuelta por aquí, es muy probable que termináramos todos con los culos al aire. A un extraño cualquiera, la mancha remanente en la alfombra de Sandra le parecerá como si a alguien se le hubiera derramado una taza de café unos meses atrás. Quizá la única pregunta importante es si Sandra podrá o no vivir con aquella sombra del manta-rayo en el sitio donde ella se gana el pan de cada día. Si no puede, supongo que puedo reemplazar ese pedazo de alfombra en particular. Porque como dice Roger: gastos mínimos como esos muy pronto dejarán de molestarnos.
—¿Estás seguro de que podrás conseguir este camión? —manifestó Roger desde la oficina de Sandra. Estaba sentado sobre sus talones y limpiándose la frente con una manga—. ¿Y si el tipo se largó durante el fin de semana? 
—Está en su casa —afirmó Bill—, o por lo menos lo estaba hace una hora y media. Lo vi mientras estaba de camino. Y por cincuenta dólares, me alquilaría hasta a su abuela. Es bastante buen tipo, pero tiene este pequeño problema. —Hizo el gesto de olfatear algo, primero cerrando un orificio nasal y después el otro.
—Asegúrate de que esté allí —dijo Roger, luego se dirigió a John—. Pagas extras y gratificaciones de Navidad para todos nosotros. Toma nota.  
—Seguro, sólo que no voy a registrarlo en tu informe mensual —dijo John, y todos nos reímos. Imagino que debe parecer repugnante, pero fue la más alegre risa de colegial que alguna vez hayas oído. Creo que fue Sandra, con una diminuta mancha de la sangre de Carlos Detweiller en su antebrazo y otra en su palma derecha, la que más se rió de todos.
Bill entró en su oficina y tomó el teléfono. Roger y John arrastraron a Carlos, ahora envuelto con la alfombra de saldo marrón, hasta al área de recepción, detrás del escritorio de LaShonda. 
—Alcanzo a verle los zapatos —señaló Sandra—. Se le están asomando un poco. 
—No te preocupes, va a estar bien —dijo Herb, y así de fácil entendí que ha estado practicando la danza horizontal con la hermosa dama. Bueno, mejó para él, es todo lo que e'te colega puede decí. Ya no habrá má juegos del camionero y la chica auto'topista, alabado sea el Señó. 
—Nada va a estar bien hasta que nos ocupemos de ese idiota homicida —dijo Sandra. Se empezó a tirar del pelo hacia atrás, vio la sangre en su mano, e hizo una mueca.   
Bill salió de su oficina, sonriendo.
—Una vieja pero todavía utilizable camioneta, a nuestra disposición —anunció—. Tiene los logos de la panadería a los costados, muy descoloridos. Riddley, nos la llevamos esta tarde a las cuatro —en menos de tres horas, en otras palabras— y la devuelvo más tarde a la noche. No me preguntó nada, aunque tuve que ponerme de acuerdo con el kilometraje. No más de cien. ¿Está bien, jefe?  
Roger asintió.
—¿Este tipo vive en el piso debajo del tuyo, verdad? 
—Así es. Es accionista. Compra vehículos subastados y los vuelve a hacer circular. Y me parece que también esconde algunos arreglitos con las compañías de seguros cuando puede. Yo podría haber conseguido un coche fúnebre, realmente, pero habría parecido un poco... no lo sé... ostentoso.   
A mí, la idea de llevar a Detweiller a un basural de Jersey en una furgoneta prestada no me parecía ostentosa sino francamente escalofriante. Sin embargo, mantuve la boca cerrada.   
—Y este sitio en Paramus —preguntó John—. ¿Es seguro? ¿Relativamente seguro?  
—De acuerdo con algunas de las conversaciones que he escuchado en las partidas de Ginelli, es tan seguro como una tumba —Bill vio nuestras caras e hizo una mueca—. Por decirlo de alguna manera.   
—Muy bien —dijo Roger con firmeza—. La oficina de Sandra parece estar más o menos bien. Limpiemos la de Herb y la de John y luego larguémonos de aquí.  
Lo hicimos, y luego suspendimos el trabajo para ir a la cafetería de la otra manzana a conseguir algo para comer. Ninguno de nosotros tenía mucho apetito, y Bill se fue antes para finiquitar las negociaciones con su vecino del piso de abajo. 
Ya fuera de la cafetería, en el bordillo, John me tomó del brazo. Parecía cansado pero sereno. En realidad, se veía en mejor forma que antes de que yo me fuera a casa.
—¿Riddley, estás de acuerdo con esto?   
—Sí, claro —dije. 
—¿Quieres que te acompañe? 
Lo pensé mejor, y luego negué con la cabeza.
—Tres son multitud. Te llamaré cuando hayamos terminado. Aunque puede llegar a hacerse tarde.   
Él asintió y empezó a alejarse, pero retrocedió y sonrió de corazón. Había algo dolorosamente grato en la situación.
—Bienvenido a la Sociedad Editorial de los Pulgares Verdes —me dijo. 
Esbocé un pequeño saludo.
—Es estupendo estar aquí.
Porque lo era. Y después de eso, cuando fui rápidamente a lo de Bill, la vieja camioneta ya estaba aparcada en el bordillo. Bill estaba parado junto a ella, fumando un cigarrillo y luciendo completamente en paz. 
—Recojamos la carga y llevémosla a Jersey —dijo.   
Lo palmeé en el hombro.
—Yo soy tu hombre —le dije.
Regresamos al 490 a eso de las cinco menos cuarto. Era sábado a la tarde, y a esa hora el edificio está más silencioso que nunca. Absolutamente muerto, por decirlo de otra forma. El Némesis de John yacía donde lo habíamos dejado, pulcramente empaquetado en su envoltura de alfombra.
—Mira la planta, Riddley —señaló Bill, pero yo ya lo había hecho. Las primeras ramas se habían abierto camino hasta el extremo del corredor. Allí se arracimaron, apenas detenidas por el ajo que John y Roger habían frotado a los lados de la puerta. Las puntas estaban levantadas, y podía ver cómo temblaban. Pensé en comensales hambrientos mirando por la ventana del restaurante, y me estremecí un poco. Si no fuera por el ajo, esos tentáculos de avanzada ya se hubieran abierto paso en la alfombra y alrededor de los pies del cadáver. Estoy bastante seguro de que Zenith está de nuestro lado, pero me temo que ni un pene tieso ni una barriga hambrienta tienen mucho que ver con la conciencia.
—Saquémoslo de aquí —dije. 
Bill asintió.
—Y toma nota de reponer el ajo en esa puerta. Quizá mañana.   
—No creo que el ajo pueda detenerlo siempre —dije. 
—¿Qué quieres decir?
Como estábamos de nuevo bajo el paraguas telepático de Zenith, pensé mi respuesta en lugar de decírsela en voz alta: Tiene que crecer. Si no puede crecer, morirá. Pero antes de morir, puede... 
¿Ponerse mal? terminó Bill en mi lugar.
Asentí. Sí, podría ponerse mal. Estoy seguro de que Detweiller y el General Hecksler dirían que ya se había puesto bastante mal.  
Bajamos el rollo de alfombra hasta el vestíbulo en el ascensor, que se abrió al toque de un botón. No había más nadie en el edificio como para desviarnos por otra dirección, de eso estaba convencido. Habríamos escuchado sus pensamientos.
—No vamos a tener ningún problema en absoluto ¿verdad? —le pregunté a Bill cuando llegamos abajo. El señor Detweiller yacía entre nosotros, un tipo molesto próximo a ganarse una residencia permanente en New Jersey—. Nada de inesperados toquecitos a lo Hitchcock. 
Bill sonrió.
—Creo que no, Riddley. Vamos a sacar todos sietes. Porque la fuerza está con nosotros. 
De modo que así fue.

Cuando los faros de la camioneta iluminaron la señal al final de la Ruta 27 —DISPOSICIÓN DEL BASURERO DE PETERBOROUGH CO. ABSOLUTAMENTE PROHIBIDO EL PASO—, estaba todo oscuro y la luna cabalgaba bien alta en el cielo. Alta y soñadora. Se me cruzó por la mente que la misma luna estaba mirando hacia abajo, a la reciente tumba de mi mamá en Blackwater.
Había una cadena atravesada en el mugriento camino que conduce al basural, pero parecía estar doblada sobre los postes a ambos lados, en lugar de estar cerrada con candado. Me apeé, desenrollé una de las vueltas, y entonces Bill pudo pasar por allí. Una vez que se encontró del otro lado, volví a dejar la cadena en su lugar y regresé a la camioneta.
—La gentuza usa este lugar ¿puede ser? —pregunté.  
—Eso se rumorea. —Bill bajó un poco la voz—. Le escuché decir a uno de los compinches de Richie Ginelli que Jimmy Hoffa está al costado del camino, tomándose unas prolongadas vacaciones.
—Bill —dije—, por cierto que el editor más joven de Zenith House no quiere interferir en tus asuntos...   
—Suéltalo, MacDuff —dijo, sonriendo.  
—...pero una partida de póquer donde uno puede escuchar semejantes informaciones extrañas no debería ser el sitio para un inofensivo editor de originales de bolsillo.
—Eso es lo que tú piensas —dijo, y aunque todavía sonreía, no creo que lo que siguió fuera un chiste—. Si los chicos malos me hacen enojar, simplemente les mando a mi planta. 
—Eso fue lo que pensó Carlos Detweiller, y ahora él está haciendo su peregrinación final en la parte trasera de un camión de pan —le advertí.
Me miró, con la sonrisa borrándosele un poco.
—Puedes llegar a tener razón allí, compañero.
Tenía razón, pero dudo que disuadiera a Bill de llevar a cabo sus correrías de póquer de fin de semana. Así como dudo que Sandra Jackson tuviera éxito en impedir que Herb Porter continuara con las ocasionales expediciones clandestinas al olfateo-de-asiento. Solemos decir "fulano debería de entenderlo" cuando el fulano se hace un daño, pero hay todo un mundo de diferencia entre entenderlo y hacerlo. Como dice la Biblia, nos revolcamos en nuestros vicios como un perro sobre su propio vómito, y cuando uno piensa en esos términos, desconfío de nuestra evidente determinación de convivir con Zenith la hiedra común. La de pensar que ella —o eso— pueda mejorar tanto nuestra situación como a nosotros mismos.
Después de considerar lo que he escrito, tengo que reírme. Soy como un adicto entre sus dosis, temporalmente sobrio y pontificando sobre los males de la droga. Una vez que esté al alcance de esas intensas buenas ondas, todo cambiará. Lo sé tan bien como conozco mi propio nombre. 
Entre dicho y hecho... hay mucho trecho. 
Durante unos cuatrocientos metros el camino de barro y mugre atravesó bosques de torcidos pinos, y luego nos condujo a un inmenso círculo de porquería repleto de basura, electrodomésticos desechados, y una pared de automóviles apilados. Bajo la luz de la luna llena, parecía la muerte de toda civilización. En el extremo más alejado había un vertedero, con sus empinados costados cubiertos por más basura. Al fondo, las excavadoras parecían ser del tamaño de los juguetes de un chico.
—Entierran toda la mierda allí abajo y luego la cubren —explicó Bill—. Lo llevaremos unos cinco o diez metros cuesta abajo, y entonces lo sepultamos. Traje las palas. También conseguí guantes. Me han dicho que allí hay ratas tan grandes como terriers.
Pero todo eso terminó siendo innecesario; tal como dijera Bill, la fuerza estaba con nosotros y sacamos todos sietes. Cuando condujo lentamente hacia el vertedero y basurero propiamente dicho, pasando entre aquellos mohosos cenotafios de basura, distinguí un grupo de objetos azules a la izquierda. Parecían cubículos de plástico del tamaño de un hombre, puestos de pie. 
—Conduce hacia allí —le dije, señalando.
—¿Por qué?  
—Es sólo un presentimiento. Por favor, Bill.
Se encogió de hombros y enfiló la camioneta en aquella dirección. A medida que nos acercábamos, una gran mueca se le comenzó a formar en la cara. Se trataba del tipo de baños portátiles que puedes encontrar en lugares en construcción y al costado del camino en algunas áreas de descanso, aunque éstos habían sido tratados como el infierno: tenían los techos abollados, las puertas rotas, y agujeros abiertos en algunos de los lados. Se alzaban a unos doce metros del buche de una silenciosa máquina que sólo podía ser una trituradora.
—¿Crees que nos sacamos el premio gordo, no, Rid? —preguntó Bill, sonriendo abiertamente—. Tengo la impresión de que nos sacamos el premio gordo. De hecho, creo que eres un genio del carajo. 
Había una larga cinta amarilla atada alrededor del grupo de cajas azules, con unos NO ACERCARSE NO ACERCARSE NO ACERCARSE en grandes letras negras, repetidas interminablemente. Adherida a ella con un trozo de cinta aislante había una nota escrita en un pedazo de cartón, con letras grandes y apresuradas.  Me apeé y la leí bajo el débil resplandor de los faros de la camioneta: 


¡TURCO! Éstos son de los que te hablé, de la ciudad de Para. Por favor sácame este condenado Mintz de encima y ¡APLÁSTALOS ESTE PUTO LUNES! ¡Antes que nada! Gracias Buddy, "te debo una".
FELIX
Bill se me había unido y también leyó la nota.
—¿Qué te parece? —preguntó.   
—Pienso que Carlos Detweiller va a reunirse con el universo formando parte de un baño desechado de la ciudad de Paramus —le dije—. Bien temprano en la mañana del lunes. Vamos, terminemos con esto. Este sitio me produce un grave caso de escalofríos.
Sopló una ráfaga de viento, agitando la basura y haciendo rodar algunas latas con un sonido que se parecía a una risa mohosa. Bill, nervioso, echó una mirada a su alrededor.
—Sí —asintió—. A mí también. Aguanta mientras apago los faros de la camioneta.
Luego de que apagara las luces pasamos a la parte trasera de la camioneta, de donde sacamos la alfombra enrollada con nuestro compadre Carlos dentro. La luna se había ocultado detrás de una nube, y cuando nos agachamos bajo la cinta amarilla con la leyenda NO ACERCARSE volvió a salir, iluminando una vez más el baldío. Me sentía como un pirata en una novela de Robert Louis Stevenson. Pero en lugar de "Yo-jo-jo y una botella de ron", la melodía que me daba vueltas por la cabeza era esa condenada cosa de John Denver sobre cuán bueno era volver a casa. Bajo esa luz lunar evocadora de los dioses del consumo conspicuo, oí palabras nuevas, mis propias palabras: Hay una trituradora retumbando suavemente, unas ratas en la basura; vaya que es bueno volver a casa.
—Sostenla, sostenla —dijo Bill, tanteando detrás de él con una mano y sosteniendo la alfombra con una rodilla levantada. Parecía alguna rara especie de cigüeña. 
Por fin consiguió abrir la puerta de uno de los baños portátiles. Cargamos nuestro peso dentro y lo acomodamos entre el urinario de plástico gris y el asiento del retrete. El lugar aún retenía un vago tufo a orina y a fantasmas de pedos viejos. En una esquina del techo había una telaraña con el cadáver de una antigua mosca balanceándose en ella. Leí, a la luz de la luna, dos líneas garabateadas. "PARA UNA X-CELENTE CHUPADA ESTAR AQUÍ A LAS 10 DE LA NOCHE TE MUESTRO QUÉ BIEN LA TRAGO", decía una. La otra, infinitamente más perturbadora, decía: "LO HARÉ DE NUEVO Y DE NUEVO Y DE NUEVO. HASTA QUE ESTÉ LLENO".
De repente quise encontrarme a varios kilómetros de allí.   
—Vamos —le dije a Bill—. Por favor, hombre. Vamos. 
—Sólo un segundo más. 
Regresó a la camioneta y tomó la bolsa con los efectos finales del General: la hebilla, el marcapasos y los clavos osteopáticos. Levantó la tapa del retrete, luego agitó su cabeza.
—La caja de colección desapareció. Se quedará en el suelo.   
—Tampoco tienes el maldito portafolios —dije.  
—No podemos dejar eso aquí —dijo Bill—. Podría tener algo que lo identificara. 
—Rayos, si alguien lo encontrara allí lo identificarían sus huellas digitales.
—Quizá. Pero no sabemos lo que hay en el portafolios ¿no? Mejor lo arrojamos al Hudson cuando volvamos. Es más seguro.
Aquello tuvo sentido.
—Alcánzame la bolsa —dije, pero antes de que lo hiciera le arrebaté la bolsa de Smiler's. Corrí hasta el borde del vertedero y la arrojé tan lejos como pude. La observé dar vueltas y más vueltas a la luz de la luna; incluso imaginé que podía escuchar cómo se sacudían los clavos que habían mantenido unidos los huesos del viejo soldado. Después desapareció.
Regresé junto a Bill, quien había cerrado el pestillo de la puerta del baño. Por un milagro, era uno de los menos golpeados. Ocultaría el secreto que nosotros necesitábamos ocultar.   
—¿Va a funcionar ¿no? —preguntó Bill.
Asentí. No tuve ninguna duda entonces y tampoco la tengo ahora. Estamos siendo protegidos. Lo único  que necesitamos hacer es tomar precauciones razonables. Y tener cuidado con nuestro nuevo amigo, además.
La luna volvió a hundirse entre las nubes. En la súbita oscuridad los ojos de Bill relucieron como los ojos de un animal. Que era, por supuesto, lo que nosotros éramos. Dos perros de gallinero, uno con la piel blanca y otro con la piel marrón, rondando entre la basura. Un par de perros de gallinero que habían enterrado sus huesos exitosamente.
Entonces tuve un momento de lucidez. Un momento de cordura. Soy un graduado de Cornell, aspirante a novelista, editor novato (puedo hacer el trabajo al que Roger Wade me ha ascendido, de eso no tengo la menor duda.) Bill Gelb es un graduado de William y Mary, donante de sangre de la Cruz Roja, un hombre que hace lectura para ciegos una vez por semana en The Lighthouse. Acabábamos de dejar el cuerpo de un hombre asesinado en un reconocido cementerio de la mafia. Fue el General quién lo apuñaló, aunque ¿no somos todos cómplices, en cierta medida?
Quizás sólo John Kenton se salve de la culpa en este asunto. Después de todo, él me dijo que tirara la hiedra. Incluso tengo el memo en alguna parte. 
—Estamos chiflados —le susurré a Bill.   
Su cuchicheo sonó suave y mortal.
—No doy una mierda.   
Nos miramos durante un instante, sin hablar. Entonces la luna salió de nuevo, y ambos bajamos la mirada.
—Vamos —dijo—. Larguémonos de aquí.
Y así lo hicimos. Regresamos a la ruta 27, luego a la autopista de peaje, luego al puente George Washington. A esa hora no había nadie detrás nuestro, y la caja con la cerradura de combinación de Carlos Detweiller fue a parar al agua. Sin ningún problema; una fácil navegación. Sábado por la noche y no vimos ni siquiera a un policía. Y durante todo el trayecto, esa canción siguió sonando en mi cabeza: Vaya que es bueno volver a casa.


Del diario de John Kenton
 
 
5 de abril de 1981 
1:30 de la mañana 
   
Riddley acaba de llamar. Misión cumplida. El General desapareció, y ahora el Floricultor Loco y su maletín también desaparecieron.  
Aunque tal vez él no.    
Acabo de releer en estas páginas la conversación que Roger y yo mantuvimos con Tina Barfield, y lo que allí leí, aun cuando no fuera completamente preciso, es muy poco alentador. Ella nos dijo que pronto estaríamos leyendo el anuncio de la muerte de Carlos; lo que ella olvidó decirme (probablemente porque no lo sabía) fue que yo me estaría escribiendo esto. También nos dijo que luego de que nos enteráramos de su muerte siguiéramos comportándonos como si Carlos siguiera vivo. Porque, dijo, él regresará.   
Como una tulpa.   
Ni siquiera ahora sé exactamente qué es eso, aunque te digo esto con una certeza absoluta, con la convicción más absoluta, y con una completa lucidez mental: nosotros seis no hemos pasado por todo esto para ser detenidos por ningún ser viviente, menos aún por un muerto. Vamos a hacer que todo New York hable de Zenith House; por no decir que va a hacerlo el mundo de la publicación, de New York y más allá.   
Y que Dios ayude a quienquiera que se interponga en nuestro camino. 
 
 
 












































FIN DE LA PLANTA, PARTE SEIS

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