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domingo, 27 de abril de 2008

El Barril de Amontillado -- Edgar Allan Poe


Edgar Allan Poe
El Barril de Amontillado
__________________
Lo mejor que pude había soportado las mil injurias de Fortunato. Pero cuando llegó el insulto, juré
vengarme. Vosotros, que conocéis tan bien la naturaleza de mi carácter, no llegaréis a suponer, no obstante,
que pronunciara la menor palabra con respecto a mi propósito. A la larga, yo sería vengado. Este era ya un
punto establecido definitivamente. Pero la misma decisión con que lo había resuelto excluía toda idea de
peligro por mi parte. No solamente tenía que castigar, sino castigar impunemente. Una injuria queda sin
reparar cuando su justo castigo perjudica al vengador. Igualmente queda sin reparación cuando esta deja de dar a entender a quien le ha agraviado que es él quien se venga.
Es preciso entender bien que ni de palabra, ni de obra, di a Fortunato motivo para que sospechara de mi
buena voluntad hacia él. Continué, como de costumbre, sonriendo en su presencia, y él no podía advertir que mi sonrisa, entonces, tenía como origen en mí la de arrebatarle la vida.
Aquel Fortunato tenía un punto débil, aunque, en otros aspectos, era un hombre digno de toda
consideración, y aun de ser temido. Se enorgullecía siempre de ser un entendido en vinos. Pocos italianos
tienen el verdadero talento de los catadores. En la mayoría, su entusiasmo se adapta con frecuencia a lo que
el tiempo y la ocasión requieren, con objeto de dedicarse a engañar a los millionaires ingleses y austríacos.
En pintura y piedras preciosas, Fortunato, como todos sus compatriotas, era un verdadero charlatán; pero en
cuanto a vinos añejos, era sincero. Con respecto a esto, yo no difería extraordinariamente de él. También yo
era muy experto en lo que se refiere a vinos italianos, y siempre que se me presentaba ocasión compraba gran cantidad de éstos.
Una tarde, casi al anochecer, en plena locura del Carnaval, encontré a mi amigo. Me acogió con excesiva
cordialidad, porque había bebido mucho. El buen hombre estaba disfrazado de payaso. Llevaba un traje
muy ceñido, un vestido con listas de colores, y coronaba su cabeza con un sombrerillo cónico adornado con
cascabeles. Me alegré tanto de verle, que creí no haber estrechado jamás su mano como en aquel momento.
-Querido Fortunato -le dije en tono jovial-, este es un encuentro afortunado. Pero ¡qué buen aspecto tiene
usted hoy! El caso es que he recibido un barril de algo que llaman amontillado, y tengo mis
dudas.
-¿Cómo? -dijo él-. ¿Amontillado? ¿Un barril? ¡Imposible! ¡Y en pleno Carnaval!
-Por eso mismo le digo que tengo mis dudas -contesté-, e iba a cometerla tontería de pagarlo como si se tratara de un exquisito amontillado, sin consultarle. No había modo de encontrarle a usted, y temía perder la ocasión.
-¡Amontillado!
-Tengo mis dudas.
-¡Amontillado!
-Y he de pagarlo.
-¡Amontillado!
-Pero como supuse que estaba usted muy ocupado, iba ahora a buscar a Luchesi. El es un buen entendido.
El me dirá...
-Luchesi es incapaz de distinguir el amontillado del jerez.
-Y, no obstante, hay imbéciles que creen que su paladar puede competir con el de usted.
-Vamos, vamos allá.
-¿Adónde?
-A sus bodegas.
-No mi querido amigo. No quiero abusar de su amabilidad. Preveo que tiene usted algún compromiso.
Luchesi...
-No tengo ningún compromiso. Vamos.
-No, amigo mío. Aunque usted no tenga compromiso alguno, veo que tiene usted mucho frío. Las
bodegas son terriblemente húmedas; están materialmente cubiertas de salitre.
-A pesar de todos, vamos. No importa el frío. ¡Amontillado! Le han engañado a usted, y Luchesi no sabe distinguir el jerez del amontillado.
Diciendo esto, Fortunato me cogió del brazo. Me puse un antifaz de seda negra y, ciñéndome bien al cuerpo mi roquelaire, me dejé conducir por él hasta mi palazzo.
Los criados no estaban en la casa. Habían escapado para celebrar la festividad del Carnaval. Ya antes les
había dicho que yo no volvería hasta la mañana siguiente, dándoles órdenes concretas para que no
estorbaran por la casa. Estas órdenes eran suficientes, de sobra lo sabía yo, para asegurarme la inmediata desaparición de ellos en cuanto volviera las espaldas.
Cogí dos antorchas de sus hacheros, entregué a Fortunato una de ellas y le guié, haciéndole encorvarse a
través de distintos aposentos por el abovedado pasaje que conducía a la bodega. Bajé delante de él una
larga y tortuosa escalera, recomendándole que adoptara precauciones al seguirme. Llegamos, por fin, a los
últimos peldaños, y nos encontramos, uno frente a otro, sobre el suelo húmedo de las catacumbas de los Montresors.
El andar de mi amigo era vacilante, y los cascabeles de su gorro cónico resonaban a cada una de sus zancadas.
-¿Y el barril? -preguntó.
-Está más allá -le contesté-. Pero observe usted esos blancos festones que brillan en las paredes de la cueva.
Se volvió hacia mí y me miró con sus nubladas pupilas, que destilaban las lágrimas de la embriaguez.
-¿Salitre? -me preguntó, por fin.
-Salitre -le contesté-. ¿Hace mucho tiempo que tiene usted esa tos?
-¡Ejem! ¡Ejem! ¡Ejem! ¡Ejem! ¡Ejem! ¡Ejem! ¡Ejem! ¡Ejem!...!
A mi pobre amigo le fue imposible contestar hasta pasados unos minutos.
- No es nada -dijo por último.
- Venga -le dije enérgicamente-. Volvámonos. Su salud es preciosa, amigo mío. Es usted rico, respetado,
admirado, querido. Es usted feliz, como yo lo he sido en otro tiempo. No debe usted malograrse. Por lo que
mí respecta, es distint o. Volvámonos. Podría usted enfermarse y no quiero cargar con esa responsabilidad.
Además, cerca de aquí vive Luchesi...
-Basta -me dijo-. Esta tos carece de importancia. No me matará. No me moriré de tos.
-Verdad, verdad -le contesté -. Realmente, no era mi intención alarmarle sin motivo, pero debe tomar precauciones. Un trago de este medoc le defenderá de la humedad.
Y diciendo esto, rompí el cuello de una botella que se hallaba en una larga fila de otras análogas,
tumbadas en el húmedo suelo.
-Beba -le di je, ofreciéndole el vino.
Llevóse la botella a los labios, mirándome de soslayo. Hizo una pausa y me saludo con familiaridad. Los cascabeles sonaron.
-Bebo -dijo- a la salud de los enterrados que descansan en torno nuestro.
-Y yo, por la larga vida de usted.
De nuevo me cogió de mi brazo y continuamos nuestro camino.
-Esas cuevas -me dijo- son muy vastas.
-Los Montresors -le contesté- era una grande y numerosa familia.
-He olvidado cuáles eran sus armas.
-Un gran pie de oro en campo de azur. El pie aplasta a una serpiente
rampante, cuyos dientes se clavan en el talón.
-¡Muy bien! -dijo.
Brillaba el vino en sus ojos y retiñían los cascabeles. También se caldeó mi fantasía a causa del medoc.
Por entre las murallas formadas por montones de esqueletos, mezclados con barriles y toneles, llegamos a los más profundos recintos de las catacumbas. Me detuve de nuevo, esta vez me atreví a coger a Fortunato de un brazo, más arriba del codo.
- El salitre -le dije-. Vea usted cómo va aumentando. Como si fuera musgo, cuelga de las bóvedas. Ahora
estamos bajo el lecho del río. Las gotas de humedad se filtran por entre los huesos. Venga usted. Volvamos antes de que sea muy tarde. Esa tos...
- No es nada -dijo-. Continuemos. Pero primero echemos otro traguito de medoc.
Rompí un frasco de vino de De Grave y se lo ofrecí. Lo vació de un trago. Sus ojos llamearon con
ardiente fuego. Se echó a reír y tiró la botella al aire con un ademán que no pude comprender.
Le miré sorprendido. El repitió el movimiento, un movimiento grotesco.
- ¿No comprende usted? -preguntó.
- No -le contesté.
- Entonces, ¿no es usted de la hermandad?
- ¿Cómo?
- ¿No pertenece usted a la masonería?
- Sí, sí -dije-; sí, sí.
- ¿Usted? ¡Imposible! ¿Un masón?
- Un masón -repliqué.
- A ver, un signo -dijo.
- Este -le contesté, sacando de debajo de mi roquelaire una paleta de albañil.
- Usted bromea -dijo, retrocediéndo unos pasos-. Pero, en fin, vamos por el amontillado.
- Bien -dije, guardando la herramienta bajo la capa y ofreciéndole de nuevo mi brazo.
Apoyóse pesadamente en él y seguimos nuestro camino en busca del amontillado. Pasamos por debajo de
una serie de bajísimas bóvedas, bajamos, avanzamos luego, descendimos después y llegamos a una
profunda cripta, donde la impureza del aire hacía enrojecer más que brillar nuestras antorchas.
En lo más apartado de la cripta descubríase otra menos espaciosa. En sus paredes habían sido alineados
restos humanos de los que se amontonaban en la cueva de encima de nosotros, tal como en las grandes catacumbas de París.
Tres lados de aquella cripta interior estaban también adornados del mismo modo.
Del cuarto habían sido retirados los huesos y yacían esparcidos por el suelo,
formando en un rincón un montón de cierta altura. Dentro de la pared, que había
quedado así descubierta por el desprendimiento de los huesos, veíase todavía
otro recinto interior, de unos cuatro pies de profundidad y tres de anchura, y
con una altura de seis o siete. No parecía haber sido construido para un uso
determinado, sino que formaba sencillamente un hueco entre dos de los enormes
pilares que servían de apoyo a la bóveda de las catacumbas, y se apoyaba en una
de las paredes de granito macizo que las circundaban.
En vano, Fortunato, levantando su antorcha casi consumida, trataba de penetrar la profundidad de aquel recinto. La débil luz nos impedía distinguir el fondo.
- Adelántese -le dije-. Ahí está el amontillado. Si aquí estuviera Luchesi...
- Es un ignorante -interrumpió mi amigo, avanzando con inseguro paso y seguido inmediatamente por mí.
En un momento llegó al fondo del nicho, y, al hallar interrumpido su paso por la roca, se detuvo atónito y
perplejo. Un momento después había yo conseguido encadenarlo al granito. Había en su superficie dos
argollas de hierro, separadas horizontalmente una de otra por unos dos pies. Rodear su cintura con los
eslabones, para sujetarlo, fue cuestión de pocos segundos. Estaba demasiado aturdido para ofrecerme
resistencia. Saqué la llave y retrocedí, saliendo del recinto.
- Pase usted la mano por la pared -le dije-, y no podrá menos que sentir el salitre. Está, en efecto, muy húmeda. Permítame que le ruegue que regrese.
¿No? Entonces, no me queda más remedio que abandonarlo; pero debo antes prestarle algunos cuidados que están en mi mano.
-¡El amontillado! -exclamó mi amigo, que no había salido aún de su asombro.
- Cierto -repliqué-, el amontillado.
Y diciendo estas palabras, me atareé en aquel montón de huesos a que antes he aludido. Apartándolos a
un lado no tarde en dejar al descubierto cierta cantidad de piedra de construcción y mortero. Con estos materiales y la ayuda de mi paleta, empecé activamente a tapar la entrada del nicho.
Apenas había colocado al primer trozo de mi obra de albañilería, cuando me di cuenta de que la
embriaguez de Fortunato se había disipado en gran parte.
El primer indicio que tuve de ello fue un gemido apagado que salió de la profundidad del recinto. No era ya el grito de un hombre embriagado. Se produjo
luego un largo y obstinado silencio. Encima de la primera hilada coloqué la segunda,
la tercera y la cuarta. Y oí entonces las furiosas sacudidas de la cadena. El ruido se prolongó unos
minutos, durante los cuales, para deleitarme con él, interrumpí mi tarea y me senté en cuclillas sobre los huesos. Cuando se
apaciguó, por fin, aquel rechinamiento, cogí de nuevo la paleta y acabé sin interrupción las quinta, sexta y séptima hiladas. La pared se hallaba entonces a
la altura de mi pecho. De nuevo me detuve, y, levantando la antorcha por encima
de la obra que había ejecutado, dirigí la luz sobre la figura que se hallaba en el interior.
Una serie de fuertes y agudos gritos salió de repente de la garganta del hombre encadenado, como si quisiera rechazarme con violencia hacia atrás.
Durante un momento vacilé y me estremecí. Saqué mi espada y empecé a tir ar es -
tocadas por el interior del nicho. Pero un momento de reflexión bastó para
tranquilizarme. Puse la mano sobre la maciza pared de piedra y respiré satisfecho. Volví a acercarme a la
pared, y contesté entonces a los gritos de quien clamaba. Los repetí, los acompañé y los vencí en extensión y fuerza. Así lo hice, y el que gritaba acabó por callarse.
Ya era medianoche, y llegaba a su término mi trabajo. Había dado fin a las octava, novena y décima
hiladas. Había terminado casi la totalidad de la oncena, y quedaba tan sólo una piedra que colocar y revocar. Tenía que luchar con su peso. Sólo parcialmente se colocaba en la posición necesaria. Pero
entonces salió del nicho una risa ahogada, que me puso los pelos de punta. Se emitía con una voz tan triste, que con dificultad la identifiqué con la del noble Fortunato. La voz decía:
-¡Ja, ja, ja! ¡Je, je, je! ¡Buena broma, amigo, buena broma! ¡Lo que nos reiremos luego en el palazzo, ¡je,
je, je! a propósito de nuestro vino!
¡Je, je, je!
-El amontillado -dije.
-¡Je, je, je! Sí, el amontillado. Pero, ¿no se nos hace tarde? ¿No estarán esperándonos en el palazzo Lady
Fortunato y los demás? Vámonos.
-Sí -dije-; vámonos ya.
-¡Por el amor de Dios, Montresor!
-Sí -dije-; por el amor de Dios.
En vano me esforcé en obtener respuesta a aquellas palabras. Me impacienté y llamé en alta voz:
-¡Fortunato!
No hubo respuesta, y volví a llamar.
-¡Fortunato!
Tampoco me contestaron. Introduje una antorcha por el orificio que quedaba y la dejé caer en el interior.
Me contestó sólo un cascabeleo. Sentía una presión en el corazón, sin duda causada por la humedad de las
catacumbas. Me apresuré a terminar mi trabajo. Con muchos esfuerzos coloqué en su sitio la última piedra
y la cubrí con argamasa. Volví a levantar la antigua muralla de huesos contra la nueva pared. Durante
medio siglo, nadie los ha tocado. In pace requiescat!

ALGUNAS NOTAS SOBRE ALGO QUE NO EXISTE -- H. P. LOVECRAFT -- AUTOBIOGRAFIA

ALGUNAS NOTAS SOBRE ALGO QUE NO
EXISTE
por H. P. Lovecraft (1890‐1937).

Escrito publicado de forma póstuma.
Título original en inglés: «Some Notes On A Nonentity»


Para mí, la principal dificultad al escribir una autobiografía es encontrar algo
importante que contar. Mi existencia ha sido reservada, poco agitada y nada
sobresaliente; y en el mejor de los casos sonaría tristemente monótona y aburrida
sobre el papel.
Nací en Providence, R.I. -donde he vivido siempre, excepto por dos pequeñas
interrupciones- el 20 de agosto de 1890; de vieja estirpe de Rhode Island por parte
de mi madre, y de una línea paterna de Devonshire domiciliada en el estado de
Nueva York desde 1827.
Los intereses que me llevaron a la literatura fantástica aparecieron muy temprano,
pues hasta donde puedo recordar claramente me encantaban las ideas e historias
extrañas, y los escenarios y objetos antiguos. Nada ha parecido fascinarme tanto
como el pensamiento de alguna curiosa interrupción de las prosaicas leyes de la
Naturaleza, o alguna intrusión monstruosa en nuestro mundo familiar por parte de
cosas desconocidas de los ilimitados abismos exteriores.
Cuando tenía tres años o menos escuchaba ávidamente los típicos cuentos de
hadas, y los cuentos de los hermanos Grimm están entre las primeras cosas que
leí, a la edad de cuatro años. A los cinco me reclamaron Las mil y una noches, y
pasé horas jugando a los árabes, llamándome «Abdul Alhazred», lo que algún
amable anciano me había sugerido como típico nombre sarraceno. Fue muchos
años más tarde, sin embargo, cuando pensé en darle a Abdul un puesto en el
sigloVIII y atribuirle el temido e inmencionable Necronomicon!
Pero para mí los libros y las leyendas no detentaron el monopolio de la fantasía.
En las pintorescas calles y colinas de mi ciudad nativa, donde los tragaluces de las
puertas coloniales, los pequeños ventanales y los graciosos campanarios
georgianos todavía mantienen vivo el encanto del siglo XVIII, sentía una magia
entonces y ahora difícil de explicar. Los atardeceres sobre los tejados extendidos
por la ciudad, tal como se ven desde ciertos miradores de la gran colina, me
conmovían con un patetismo especial. Antes de darme cuenta, el siglo XVIII me
había capturado más completamente que al héroe de Berkeley Square; de manera
que pasaba horas en el ático abismado en los grandes libros desterrados de la
biblioteca de abajo y absorbiendo inconscientemente el estilo de Poe y del Dr.
Johnson como un modo de expresión natural. Esta absorción era doblemente
fuerte debido a mi frágil salud, que provocó que mi asistencia a la escuela fuera
poco frecuente e irregular. Uno de sus efectos fue hacerme sentir sutilmente fuera
de lugar en el período moderno, y pensar por lo tanto en el tiempo como algo
místico y portentoso donde todo tipo de maravillas inesperadas podrían ser
descubiertas.
Inglaterra rural como al antiguo escenario urbano. Este paisaje melancólico y
primitivo me parecía que encerraba algún significado vasto pero desconocido, y
ciertas hondonadas selváticas y oscuras cerca del río Seekonk adquirieron una
aureola de irrealidad no sin mezcla de un vago horror. Aparecían en mis sueños,
especialmente en aquellas pesadillas que contenían las entidades negras, aladas y
gomosas que denominé «night-gaunts» [espectros nocturnos o alimañas
descarnadas].
Cuando tenía seis años conocí la mitología griega y romana a través de varias
publicaciones populares juveniles, y fui profundamente influido por ella. Dejé de
ser un árabe y me transformé en romano, adquiriendo de paso una rara sensación
de familiaridad y de identificación con la antigua Roma sólo menos poderosa que
la sensación correspondiente hacia el siglo XVIII. En un sentido, las dos
sensaciones trabajaron juntas; pues cuando busqué los clásicos originales de los
cuales se tomaron los cuentos infantiles, los encontré en su mayoría en
traducciones de finales del siglo XVII y del XVIII. El estímulo imaginativo fue
inmenso, y durante una temporada creí realmente haber vislumbrado faunos y
dríadas en ciertas arboledas venerables. Solía construir altares y ofrecer sacrificios
a Pan, Diana, Apolo y Minerva.
En este período, las extrañas ilustraciones de Gustave Doré‚ -que conocí en
ediciones de Dante, Milton y La balada del Antiguo Marinero- me afectaron
poderosamente. Por primera vez empecé‚ a intentar escribir: la primera pieza que
puedo recordar fue un cuento sobre una cueva horrible perpetrado a la edad de
siete años y titulado «The Noble Eavesdropper» [El noble fisgón]. Este no ha
sobrevivido, aunque todavía poseo dos hilarantes esfuerzos infantiles que datan
del año siguiente: «The Mysterious Ship» [La nave misteriosa] y «The Secret of
the Grave» [El secreto de la tumba], cuyos títulos exhiben suficientemente la
orientación de mi gusto.
A la edad de casi ocho años adquirí un fuerte interés por las ciencias, que surgió
sin duda de las ilustraciones de aspecto misterioso de «Instrumentos filosóficos y
científicos» al final del Webster's Unabrigded Dictionary. Primero vino la
química, y pronto tuve un pequeño laboratorio muy atractivo en el sótano de mi
casa. A continuación vino la geografía, con una extraña fascinación centrada en el
continente antártico y otros reinos inexplorados de remotas maravillas.
Finalmente amaneció en mí la astronomía; y el señuelo de otros mundos e
inconcebibles abismos cósmicos eclipsó todos mis otros intereses durante un largo
período hasta después de mi duodécimo cumpleaños. Publicaba un pequeño
periódico hectografiado titulado The Rhode Island Journalof Astronomy, y
finalmente -a los dieciséis- irrumpí en la publicación real en la prensa local con
temas de astronomía, colaborando con artículos mensuales sobre fenómenos de
actualidad para un periódico local, y alimentando la prensa rural semanal con
misceláneas más expansivas.
Fue durante la secundaria -a la que pude asistir con cierta regularidad- cuando
produje por primera vez historias fantásticas con algún grado de coherencia y
seriedad. Eran en gran parte basura, y destruí la mayoría a los dieciocho, pero una
o dos probablemente alcanzaron el nivel medio del «pulp». De todas ellas he
conservado solamente «The Beast in the Cave» [La bestia de la cueva] (1905) y
«The Alchemist» [El alquimista] (1908). En esta etapa la mayor parte de mis
escritos, incesantes y voluminosos, eran científicos y clásicos, ocupando el
material fantástico un lugar relativamente menor. La ciencia había eliminado mi
creencia en lo sobrenatural, y la verdad por el momento me cautivaba más que los
sueños. Soy todavía materialista mecanicista en filosofía. En cuanto a la lectura:
mezclaba ciencia, historia, literatura general, literatura fantástica, y basura juvenil
con la más completa falta de convencionalismo.
Paralelamente a todos estos intereses en la lectura y la escritura, tuve una niñez
muy agradable; los primeros años muy animados con juguetes y con diversiones
al aire libre, y el estirón después de mi décimo cumpleaños dominado por
persistentes pero forzosamente cortos paseos en bicicleta que me familiarizaron
con todas las etapas pintorescas y excitadoras de la imaginación del paisaje rural y
los pueblos de Nueva Inglaterra. No era de ningún modo un ermitaño: más de una
banda de la muchachada local me contaba en sus filas.
Mi salud me impidió asistir a la universidad; pero los estudios informales en mi
hogar, y la influencia de un tío médico notablemente erudito, me ayudaron a
evitar algunos de los peores efectos de esta carencia. En los años en que debería
haber sido universitario viré de la ciencia a la literatura, especializándome en los
productos de aquel siglo XVIII del cual tan extrañamente me sentía parte. La
escritura fantástica estaba entonces en suspenso, aunque leía todo lo espectral que
podía encontrar -incluyendo los frecuentes sueltos extraños en revistas baratas
tales como All-Story y TheBlack Cat-. Mis propios productos fueron
mayoritariamente versos y ensayos: uniformemente despreciables y relegados
ahora al olvido eterno.
En 1914 descubrí la United Amateur Press Association y me uní a ella, una de las
organizaciones epistolares de alcance nacional de literatos noveles que publican
trabajos por su cuenta y forman, colectivamente, un mundo en miniatura de crítica
y aliento mutuos y provechosos. El beneficio recibido de esta afiliación apenas
puede sobrestimarse, pues el contacto con los variados miembros y críticos me
ayudó infinitamente a rebajar los peores arcaísmos y las pesadeces de mi estilo.
Este mundo del «periodismo aficionado» está ahora mejor representado por la
National Amateur Press Association, una sociedad que puedo recomendar fuerte y
conscientemente a cualquier principiante en la creación. Fue en las filas del
amateurismo organizado donde me aconsejaron por primera vez retomar la
escritura fantástica; paso que dí en julio de 1917 con la producción de «La tumba»
y «Dagon» (ambos publicados después en Weird Tales) en rápida sucesión.
También por medio del amateurismo se establecieron los contactos que llevaron a
la primera publicación profesional de mi ficción: en 1922, cuando Home Brew
publicó un horroroso serial titulado «Herbert West - Reanimator». El mismo
círculo, además, me llevó a tratar con Clark Ashton Smith, Frank Belknap Long,
Wilfred B. Talman y otros después celebrados en el campo de las historias
extraordinarias.
Hacia 1919 el descubrimiento de Lord Dunsany -de quien tomé la idea del
panteón artificial y el fondo mítico representado por «Cthulhu», «Yog-Sothoth»,
«Yuggoth», etc.- dio un enorme impulso a mi escritura fantástica; y saqué
material en mayor cantidad que nunca antes o después. En aquella época no me
formaba ninguna idea o esperanza de publicar profesionalmente; pero el hallazgo
de Weird Tales en 1923 abrió una válvula de escape de considerable regularidad.
Mis historias del período de 1920 reflejan mucho de mis dos modelos principales,
Poe y Dunsany, y están en general demasiado fuertemente inclinadas a la
extravagancia y un colorismo excesivo como para ser de un valor literario muy
serio.
Mientras tanto mi salud había mejorado radicalmente desde 1920, de manera que
una existencia bastante estática comenzó a diversificarse con modestos
viajes,dando a mis intereses de anticuario un ejercicio más libre. Mi principal
placer fuera de la literatura pasó a ser la búsqueda evocadora del pasado de
antiguas impresiones arquitectónicas y paisajísticas en las viejas ciudades
coloniales y caminos apartados de las regiones más largamente habitadas de
América, y gradualmente me las he arreglado para cubrir un territorio
considerable desde la glamorosa Quebec en el norte hasta el tropical Key Westen
el sur y el colorido Natchez y New Orleans por el oeste. Entre mis ciudades
favoritas, aparte de Providence, están Quebec; Portsmouth, New Hampshire;
Salem y Marblehead en Massachusetts; Newport en mi propio estado;
Philadelphia; Annapolis; Richmond con su abundancia de recuerdos de Poe; la
Charleston del siglo XVIII, St. Augustine del XVI y la soñolienta Natchez en su
peñasco vertiginoso y con su interior subtropical magnífico. Las «Arkham» y
«Kingsport» que salen en algunos de mis cuentos son versiones más o menos
adaptadas de Salem y Marblehead. Mi Nueva Inglaterra nativa y su tradición
antigua y persistente se han hundido profundamente en mi imaginación y
aparecen frecuentemente en lo que escribo. Vivo actualmente en una casa de 130
años de antigüedad en la cresta de la antigua colina de Providence, con una vista
arrobadora de ramas y tejados venerables desde la ventana encima de mi
escritorio.
Ahora está claro para mí que cualquier mérito literario real que posea
está confinado a los cuentos oníricos, de sombras extrañas, y «exterioridad»
cósmica a pesar de un profundo interés en muchos otros aspectos de la vida y de
la práctica profesional de la revisión general de prosa y verso. Por qué es así, no
tengo la menor idea. No me hago ilusiones con respecto al precario estatus de mis
cuentos, y no espero llegar a ser un competidor serio de mis autores fantásticos
favoritos: Poe, Arthur Machen, Dunsany, Algernon Blackwood, Walter de la
Mare, y Montague Rhodes James. La única cosa que puedo decir en favor de mi
trabajo es su sinceridad. Rechazo seguir las convenciones mecánicas de la
literatura popular o llenar mis cuentos con personajes y situaciones comunes, pero
insisto en la reproducción de impresiones y sentimientos verdaderos de la mejor
manera que pueda lograrlo. El resultado puede ser pobre, pero prefiero seguir
aspirando a una expresión literaria seria antes que aceptar los estándares
artificiales del romance barato.
He intentado mejorar y hacer más sutiles mis cuentos con el paso de los años,
pero no logré el progreso deseado. Algunos de mis esfuerzos han sido
mencionados en los anuarios de O'Brien y O. Henry, y unos pocos tuvieron el
honor de ser reimpresos en antologías; pero todas las propuestas para publicar una
colección han quedado en nada. Es posible que uno o dos cuentos cortos puedan
salir como separatas dentro de poco. Nunca escribo si no puedo ser espontáneo:
expresando un sentimiento ya existente y que exige cristalización. Algunos de mis
cuentos involucran sueños reales que he experimentado. Mi ritmo y manera de
escribir varían bastante en diferentes casos, pero siempre trabajo mejor de noche.
De mis producciones, mis favoritos son «The Colour Out of Space» [El color que
cayó del cielo] y «The Music of Erich Zann» [La música de Erich Zann], en el
orden citado. Dudo si podría tener algún éito en el tipo ordinario de ciencia
ficción.
Creo que la escritura fantástica ofrece un campo de trabajo serio nada indigno de
los mejores artistas literarios; aunque uno muy limitado, ya que refleja solamente
una pequeña sección de los infinitamente complejos sentimientos humanos. La
ficción espectral debe ser realista y centrarse en la atmósfera; confinar su salida
de la Naturaleza al único canal sobrenaturalelegido, y recordar que el escenario, el
tono y los fenómenos son más importantes para comunicar lo que hay que
comunicar que los personajes y la trama. La «gracia» de un cuento
verdaderamente extraño es simplemente alguna violación o superación de una ley
cósmica fija, una escapada imaginativa de la tediosa realidad; por lo tanto son los
fenómenos más que las personas los «héroes» lógicos. Los horrores, creo, deben
ser originales: el uso de mitos y leyendas comunes es una influencia debilitadora.
La ficción publicada actualmente en las revistas, con su orientación incurable
hacia los puntos de vista sentimentales convencionales, estilo enérgico y alegre, y
artificiales tramas de «acción», no puntuan alto. El mejor cuento fantástico jamás
escrito es probablemente «The Willows» [Los sauces] de Algernon Blackwood.
23 de noviembre de 1933-

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