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domingo, 9 de diciembre de 2007

El Caos Reptante // H. P. LOVECRAFT // Seudónimos de Elizabeth Neville Berkeley y Lewis Theobald

El Caos Reptante (1920/21)
H.P. Lovecraft y Elizabeth Berkeley
(Seudónimos de Elizabeth Neville Berkeley y Lewis Theobald)



Mucho es lo que se ha escrito acerca de los placeres y los sufrimientos del opio. Los éxtasis y
horrores de De Quincey y los paradis artificiels de Baudelaire son conservados e interpretados con tal
arte que los hace inmortales, y el mundo conoce a fondo la belleza, el terror y el misterio de esos
oscuros reinos donde el soñador es transportado. Pero aunque mucho es lo que se ha hablado,
ningún hombre ha osado todavía detallar la naturaleza de los fantasmas que entonces se revelan en
la mente, o sugerir la dirección de los inauditos caminos por cuyo adornado y exótico curso se ve
irresistiblemente lanzado el adicto. De Quincey fue arrastrado a Asia, esa fecunda tierra de sombras
nebulosas cuya temible antigüedad es tan impresionante que "la inmensa edad de la raza y el nombre
se impone sobre el sentido de juventud en el individuo", pero él mismo no osó ir más lejos. Aquellos
que han ido más allá rara vez volvieron y, cuando lo hicieron, fue siempre guardando silencio o
sumidos en la locura. Yo consumí opio en una ocasión... en el año de la plaga, cuando los doctores
trataban de aliviar los sufrimientos que no podían curar. Fue una sobredosis -mi médico estaba
agotado por el horror y los esfuerzos- y, verdaderamente, viajé muy lejos. Finalmente regresé y viví,
pero mis noches se colmaron de extraños recuerdos y nunca más he permitido a un docotor volver a
darme opio.
Cuando me administraron la droga, el sufrimiento y el martilleo en mi cabeza habían sido insufribles.
No me importaba el fututo; huir, bien mediante curación, inconsciencia o muerte, era cuanto me
importaba. Estaba medio delirando, por eso es difícil ubicar el momento exacto de la transición, pero
pienso que el efecto debió comenzar poco antes de que las palpitaciones dejaran de ser dolorosas.
Como he dicho, fue una sobredosis; por lo cual, mis reacciones probablemente distaron mucho de ser
normales. La sensación de caída, curiosamente disociada de la idea de gravedad o dirección, fue
suprema, aunque había una impresión secundaria de muchedumbres invisibles de número
incalculable, multitudes de naturaleza infinitamente diversa, anque todas más o menos relacionadas
conmigo. A veces, menguaba la sensación de caída mientras sentía que el universo o las eras se
desplomaban ante mí. Mis sufrimientos cesaron repentinamente y comencé a asociar el latido con
una fuerza externa más que con una interna. También se había detenido la caída, dando paso a una
sensación de descanso efímero e inquieto, y, cuando escuché con mayor atención, fantaseé con que
los latidos procedieran de un mar inmenso e inescrutable, como si sus siniestras y colosales
rompientes laceraran alguna playa desolada tras una tempestad de titánica magnitud. Entonces abrí
los ojos.
Por un instante, los contornos parecieron confusos, como una imagen totalmente desenfocada, pero
gradulamente asimilé mi solitaria presencia en una habitación extraña y hermosa iluminada por
multitud de ventanas. No pude hacerme la idea de la exacta naturaleza de la estancia, porque mis
sentidos distaban aún de estar ajustados, pero advertí alfombras y colgaduras multicolores, mesas,
sillas, tumbonas y divanes de elaborada factura, y delicados jarrones y ornatos que sugerían lo
exótico sin llegar a ser totalmente ajenos. Todo eso percib í, aunque no ocupó mucho tiempo en mi
mente. Lenta, pero inexorablemente, arrastrándose sobre mi conciencia e imponiéndose a cualquier
otra impresión, llegó un temor vertiginoso a lo desconocido, un miedo tanto mayor cuanto que no
podía analizarlo y que parec ía concernir a una furtiva amenaza que se aproximaba... no la muerte,
sino algo sin nombre, un ente inusitado indeciblemente más espantoso y aborrecible.
Inmediatamente me percaté de que el símbolo directo y excitante de mi temor era el odioso martilleo
cuyas incesantes reverberaciones batían enloquecedoramente contra mi exhausto cerebro. Parecía
proceder de un punto fuera y abajo del edificio en el que me hallaba, y estar asociado con las más
terror íficas imágenes mentales. Sentí que algún horrible paisaje u objeto acechaban más allá de los
muros tapizados de seda, y me sobrecogí ante la idea de mirar por las arqueadas ventanas enrejadas
que se abrían tan insólitamente por todas partes. Descubriendo postigos adosados a esas ventanas,
los cerré todos, evitando dirigir mis ojos al exterior mientras lo hac ía. Entonces, empleando pedernal y
acero que encontré en una de las mesillas, encendí algunas velas dispuestas a lo largo de los muros
en barrocos candelabros. La añadida sensación de seguridad que prestaban los postigos cerrados y
la luz artificial calmaron algo mis nervios, pero no fue posible acallar el monótono retumbar. Ahora que
estaba más calmado, el sonido se convirtió en algo tan fascinante como espantoso. Abriendo una
portezuela en el lado de la habitación cercano al martilleo, descubrí un pequeño y ricamente
engalanado corredor que finalizaba en una tallada puerta y un amplio mirador. Me vi irresistiblemente
atraído hacia éste, aunque mis confusas aprehensiones me forzaban igualmente hacia atrás. Mientras
me aproximaba, pude ver un caótico torbellino de aguas en la distancia. Enseguida, al alcanzarlo y
observar el exterior en todas sus direcciones, la portentosa escena de los alrededrores me golpeó con
plena y devastadora fuerza.
Contemplé una visión como nunca antes había observado, y que ninguna persona viviente puede
haber visto salvo en los delirios de la fiebre o en los infiernos del opio. La costrucción se alzaba sobre
un angosto punto de tierra -o lo que ahora era un angosto punto de tierra- remontando unos 90
metros sobre lo que últimamemnte debió ser un hirviente torbellino de aguas enloquecidas. A cada
lado de la casa se abrían precipicios de tierra roja recién excavados por las aguas, mientras que
enfrente las temibles olas continuaban batiendo de forma espantosa, devorando la tierra con terrible
monotonía y deliberación. Como a un kilómetro se alzaban y caían amenazadoras rompientes de no
menos de cinco metros de altura y, en el lejano horizonte, crueles nubes negras de grotescos
contornos colgaban y acechaban como buitres malignos. Las olas eran oscuras y purpúreas, casi
negras, y arañaban el flexible fango rojo de la orilla como toscas manos voraces. No pude por menos
que sentir que alguna nociva entidad marina había declarado una guerra a muerte contra toda la tierra
firme, quizá instigada por el cielo enfurecido.
Recobrándome al fin del estupor en que ese espectáculo antinatural me había sumido, descubrí que
mi actual peligro físico era agudo. Aun durante el tiempo en que observaba, la orilla había perdido
muchos metros y no estaba lejos el momento en que la casa se derrumbaría socavada en el atroz
pozo de las olas embravecidas. Por tanto, me apresuré hacia el lado opuesto del edificio y,
encontrando una puerta, la cerré tras de mí con una curiosa llave que colgaba en el interior. Entonces
contemplé más de la extraña regón a mi alrededor y percibí una singular división que parecía existir
entre el océano hostil y el firmamemnto. A cada lado del descollante promontorio imperaban distintas
condiciones. A mi izquiera, mirando tierra adentro, hab ía un mar calmo con grandes olas verdes
corriendo apaciblemente bajo un sol resplandeciente. Algo en la naturaleza y posición del sol me
hicieron entremecer, aunque no pude entonces, como no puedo ahora, decir qué era. A mi derecha
también estaba el mar, pero era azul, calmoso, y sólo ligeramente ondulado, mientras que el cielo
sobre él estaba oscurecido y la ribera era más blanca que enrojecida.
Ahora volví mi atención a tierra, y tuve ocasión de sorprenderme nuevamente, puesto que la
vegetación no se parecía en nada a cuanto hubiera visto o leído. Aparentemente, era tropical o al
menos subtropical... una conclusión extraída del intenso calor del aire. Algunas veces pude encontrar
una extraña analogía con la flora de mi tierra natal, fantaseando sobre el supuesto de que las plantas
y matorrales familiares pudieran asumir dichas formas bajo un radical cambio de clima; pero las
gigantescas y omipresentes palmeras eran totalmente extranjeras. La casa que acababa de
abandonar era muy pequeña -apenas mayor que una cabaña- pero su material era evidentemente
mármol, y su arquitectura extraña y sincrética, en una exótica amalgama de formas orientales y
occidentales. En las esquinas había columnas corintias, pero los tejados rojos eran como los de una
pagoda china. De la puerta que daba a tierra nacía un camino de singular arena blanca, de metro y
medio de anchura y bordeado por imponentes palmeras, así como por plantas y arbustos en flor
desconocidos. Corría hacia el lado del promontorio donde el mar era azul y la ribera casi blanca. Me
sentí impelido a huir por este camino, como perseguido por algún espíritu maligno del océano
retumbante. Al principio remontaba ligeramente la ribera, luego alcancé una suave cresta. Tras de mí,
vi el paisaje que había abandonado: toda la punta con la cabaña y el agua negra, con el mar verde a
un lado y el mar azul al otro, y una maldición sin nombre e indescriptible cerniéndose sobre todo. No
volví a verlo más y a menudo me pregunto... Tras esta última mirada, me encaminé hacia delante y
escruté el panorama de tierra adentro que se extend ía ante mí.
El Caos Reptante Página 2 de 5
El camino, como he dicho, corría por la ribera derecha si uno iba hacia el interior. Delante y a la
izquierda vislumbré entonces un magnífico valle, que abarcaba miles de acres, sepultado bajo un
oscilante manto de hierba tropical más alta que mi cabeza. Casi al límite de la visión había una
colosal palmera que parecía fascinarme y reclamarme. En este momento, el asombro y la huida de la
península condenada habían, con mucho, disipado mi temor, pero cuando me detuve y desplomé
fatigado sobre el sendero, hundiendo ociosamente mis manos en la cálida arena blancuzco-dorada,
un nuevo y agudo sonido de peligro me embargó. Algún terror en la alta hierba sibilante pareció
sumarse a la del diabólico mar retumbante y me alcé gritando fuerte y desabridamente.
-¿Tigre? ¿Tigre? ¿Es un tigre? ¿Bestias? ¿Bestias? ¿Es una bestia lo que me atemoriza?
Mi mente retrocedía hasta una antigua y clásica historia de tigres que había leído; traté de recordar al
autor, pero tuve alguna dificultad. Entonces, en mitad de mi espanto, recordé que el relato pertenecía
a Ruyard Kipling; no se me ocurrió lo rid ículo que resultaba considerarle como un antiguo autor.
Anhelé el volumen que contenía esta historia, y casi había comenzado a desandar el camino hacia la
cabaña condenada cuando el sentido común y el señuelo de la palmera me contuvieron.
Si hubiera o no podido resistir el deseo de retroceder sin el concurso de la fascinación por la inmensa
palmera, es algo que no sé. Su atracción era ahora predominante, y dejé el camino para arrastrarme
sobre manos y rodillas por la pendiente del valle, a pesar de mi miedo hacia la hierba y las serpientes
que pudiera albergar. Decidí luchar por mi vida y cordura tanto como fuera posible y contra todas las
amenazas del mar o tierra, aunque a veces temía la derrota mientras el enloquecido silbido de la
misteriosa hierba se unía al todavía audible e irritante batir de las distantes rompientes. Con
frecuencia, debía detenerme y tapar mis oídos con las manos para aliviarme, pero nunca pude acallar
del todo el detestable sonido. Fue tan sólo tras eras, o así me lo pareció, cuando finalmente pude
arrastrarme hasta la increíble palmera y reposar bajo su sombra protectora.
Entonces ocurrieron una serie de incidentes que me transportaron a los opuestos extremos del
éxtasis y el horror; sucesos que temo recordar y sobre los que no me atrevo a buscar interpretación.
Apenas me había arrastrado bajo el colgante follaje de la palmera, cuando brotó de entre sus ramas
un muchacho de una belleza como nunca antes viera. Aunque sucio y harapiento, poseía las
facciones de un fauno o semidiós, e incluso parecía irradiar en la espesa sombra del árbol. Sonrió
tendiendo sus manos, pero antes de que yo pudiera alzarme y hablar, escuché en el aire superior la
exquisita melodía de un canto; notas altas y bajas tramadas con etérea y sublime armonía. El sol se
había hundido ya bajo el horizonte, y en el crepúsculo vi una aureola de mansa luz rodeando la
cabeza del niño. Entonces se dirigió a mí con timbre argentino.
-Es el fin. Han bajado de las estrellas a través del ocaso. Todo está colmado y más allá de las
corrientes arinurianas moraremos felices en Teloe.
Mientras el niño hablaba, descubrí una suave luminosidad a través de las frondas de las palmeras y vi
alzarse saludando a dos seres que supe debían ser parte de los maestros cantores que había
escuchado. Debían ser un dios y una diosa, porque su belleza no era la de los mortales, y ellos
tomaron mis manos diciendo:
-Ven, niño, has escuchado las voces y todo está bien. En Teloe, más allá de las Vía Láctea y las
corrientes arinurianas, existen ciudades de ámbar y calcedonia. Y sobre sus cúpulas de múltiples
facetas relumbran los reflejos de extrañas y hermosas estrellas. Bajo los puentes de marfil de Teloe
fluyen los ríos de oro líquido llevando embarcaciones de placer rumbo a la floreciente Cytarion de los
Siete Soles. Y en Teloe y Cytarion no existe sino juventud, belleza y placer, ni se escuchan más
sonidos que los de las risas, las canciones y el laúd. Sólo los dioses moran en Teloe la de los ríos
dorados, pero entre ellos tú habitarás.
Mientras escuchaba embelesado, me percaté súbitamente de un cambio en los alrederores. La
palmera, que últimamente había resguardado a mi cuerpo exhausto, estaba ahora a mi izquierda y
considerablemente debajo. Obviamente flotaba en la atmósfera; acompañado no sólo por el extraño
chico y la radiante pareja, sino por una creciente muchedumbre de jóvenes y doncellas
semiluminosos y coronados de vides, con cabelleras sueltas y semblante feliz. Juntos ascendimos
lentamente, como en alas de una fragante brisa que soplara no desde la tierra sino en dirección a la
nebulosa dorada, y el chico me susurró en el oído que debía mirar siempre a los senderos de luz y
nuca abajo, a la esfera que acababa de abandonar. Los mozos y muchachas entonaban ahora dulces
acompañamientos con los laúdes y me sentía envuelto en una paz y felicidad más profunda de lo que
hubiera imaginado en toda mi vida, cuando la intrusión de un simple sonido alteró mi destino
destrozando mi alma. A través de los arrebatados esfuerzos de cantores y tañedores de laúd, como
una armonía burlesca y demoníaca, atronó desde los golfos inferiores el maldito, el detestable batir
del odioso océano. Y cuando aquellas negras rompientes rugieron su mensaje en mis o ídos, olvidé
las palabras del niño y miré abajo, hacia el condenado paisaje del que creía haber escapado.
En las profundidades del éter vi la estigmatizada tierra girando, siempre girando, con irritados mares
tempestuosos consumiendo las salvajes y arrasadas costas y arrojando espuma contra las
tambaleantes torres de las ciudades desoladas. Bajo una espantosa luna centelleaban visiones que
nunca podré describir, visiones que nunca olvidaré: desiertos de barro cadavérico y junglas de ruina y
decadencia donde una vez se extendieron las llanuras y poblaciones de mi tierra natal, y remolinos de
océano espumeante donde otrora se alzaran los poderosos templos de mis antepasados. Los
alrederores del polo Norte hervían con ciénagas de estrepitoso crecimiento y vapores malsanos que
silbaban ante la embestida de las inmensas olas que se encrespaban, lacerando, desde las temibles
profundidades. Entonces, un desgarrado aviso cortó la noche, y a través del desierto de desiertos
apareció una humeante falla. El océano negro aún espumeaba y devoraba, consumiendo el desierto
por los cuartro costados mientras la brecha del centro se ampliaba y ampliaba.
No había otra tierra salvo el desierto, y el océano furioso todavía comía y comía. Sólo entonces pensé
que incluso el retumbante mar parecía temeroso de algo, atemorizado de los negros dioses de la
tierra profunda que son más grandes que el malvado dios de las aguas, pero, incluso si era así, no
podía volverse atrás, y el desierto había sufrido demasiado bajo aquellas olas de pesadilla para
apiadarse ahora. Así, el océano devoró la última tierra y se precipitó en la brecha humeante, cediendo
de este modo todo cuanto había conquistado. Fluyó nuevamente desde las tierras recién sumergidas,
desvelando muerte y decadencia y, desde su viejo e inmemorial lecho, goteó de forma repugante,
revelando secretos ocultos en los años en que el Tiempo era joven y los dioses aún no habían nacido.
Sobre las olas se alzaron recordados capiteles sepultados bajo las algas. La luna arrojaba pálidos
lirios de luz sobre la muerta Londres, y París se levantaba sobre su húmeda tumba para ser
santificada con polvo de estrellas. Después, brotaron capiteles y monolitos que estaban cubiertos de
algas pero que no eran recordados; terribles capiteles y monolitos de tierras acerca de las cuales el
hombre jamás supo.
No había ya retumbar alguno, sino sólo el ultraterreno bramido y siseo de las aguas precipitándose en
la falla. El humo de esta brecha se había convertido en vapor, ocultando casi el mundo mientras se
hacía más y más denso. Chamuscó mi rostro y manos, y cuando miré para ver cómo afectaba a mis
compañeros descubrí que todos habían desaparecido. Entonces todo terminó bruscamente y no supe
más hasta que desperté sobre una cama de convalecencia. Cuando la nube de humo procedente del
golfo plutónico veló por fin toda mi vista, el firmamento entero chilló mientras una repentina agonía de
reverberaciones enloquecidas sacudía el estremecido éter. Sucedió en un relámpago y explosión
delirantes; un cegador, ensordecedor holocausto de fuego, humo y trueno que disolvió la pálida luna
mientras la arrojaba al vacío.
Y cuando el humo clareó y traté de ver la tierra, tan sólo pude contemplar, contra el telón de frías y
burlonas estrellas, al sol moribundo y a los pálidos y afligidos planetas buscando a su hermana.

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