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jueves, 1 de enero de 2009

Edgar Allan Poe -- Las Campanas

Edgar Allan Poe
Las Campanas



I
¡Escuchad el tintineo! !La sonata Del trineo Con cascabeles de plata! ¡Qué alegría tan jocunda nos inunda al escuchar la errabunda melodía de su agudo tintinear! ¡Es como una epifanía, En la ruda racha fría, la ligera melodía! ¡Cómo fulgen los luceros! -¡Verdaderos Reverberos !-Con idéntica armonía A la clara melodía Cintilando, cintilando, cintilando, ¡Cómo los cascabeles van sonando! Y en un mismo son, son único, Que igualiza un ritmo rúnico, Los luceros siguen fieles Cascabeles, cascabeles, cascabeles El son de los cascabeles, Cascabeles, cascabeles, cascabeles Cascabeles, ¡El son grato, que a rebato, surge en los cascabeles!

II
Escuchar el almo coro Sonoro Que hacen las campanas todas: ¡Son las campanadas de oro De las bodas! ¡Oh, qué dicha tan profunda nos inunda al escuchar La errabunda melodía de su claro repicar! ¡Cómo revuela al desgaire Esta música en el aire! ¡Cómo a su feliz murmullo Sonoro, Con sus claras notas de oro, Se aúna la tórtola con su arrullo, Bajo la luz de la luna! ¡Qué armonía Se vacía De la alegre sinfonía De este día! ¡Cómo brota Cada nota!:
Fervorosamente, dice la felicidad remota Que predice. Y a la voz de una campana, siguen las de sus hermanas Las campanas, Las campanas, las campanas, las campanas, las campanas, las campanas, las campanas, las campanas, En sonoro ritmo de oro, de almo coro, ¡las campanas!

III
¡Oíd cual suena el bordón!: el bordón De son bronco Que pone en el corazón El espanto con su son, Con su son de bronce, ronco. ¡que tristeza tan profunda nos apresa al escuchar Cómo reza, gemebunda, la fiereza del llamar! Cómo su son taciturno, En el silencio nocturno Es grito desesperado Que no es casi pronunciado ¡De aterrado! Grito de espanto ante el fuego Y agudo alarido luego, Es un clamor que se extiende, Que el espacio ronco, hiende Y que llama; Que defiende Y que clama, clama, clama, Que clama pidiendo auxilio En tanto que ve el exilio De aquellos que el fuego, ciego y arrollador, empobrece Y el fuego que ataca y crece, Mientras se oye el ronco son, El somatén del bordón, Del bordón, bordón, bordón ¡Del bordón! ¡Cómo el alma se desgarra Cuando el son del bordón narra La aflicción ¡De aquellos que arruina el fuego! Y, cómo nos dice luego Los progresos que hace el fuego -Que va a tientas como ciego-El somatén del bordón, ¡Que es toda una narración! ¡Oh, la tempestad de ira En la que el bordón delira Y en que convulso, delira! El alma escucha anhelante la queja que da el bordón Con su son; El bordón que da su son, El bordón, bordón, bordón,
¡El bordón! Que es toda una narración el somatén del bordón Del bordón, del bordón, del bordón Del bordón, del bordón, del bordón ¡Del bordón! El grito ante el infinito, cual proscrito, ¡del bordón

IV
¡Escuchad cómo la esquila, Cómo el esquilón de hierro, Llama con voz que vacila, Al entierro! Qué meditación profunda nos inunda al escuchar la errabunda y gemebunda melodía del sonar ¡Cómo llena de pavura Su son en la noche obscura! ¡Cómo un estremecimiento Nos recorre el pensamiento que provoca su lamento! Cuando sueña La grave esquila de hierro, con su lúgubre toquido, Con su lúgubre toquido que la medianoche llena. ¡Es que las almas en pena Se han reunido! ¡Oh, la danza Al son que toda la esquila, En una noche intranquila, Su tijera de luz lila, Tocando en visión del Juicio la noche sin esperanza! Entonces, ya no vacila La grave voz de la esquila, De la esquila, de la esquila, de la esquila, de la esquila, de la esquila, Sino que suena furiosa, Con su voz cavernosa, Y, en un mismo son, son único, Que igualiza un ritmo rúnico, Algún ronco rayo truena Y se alumbra con relámpagos la noche sin esperanza, Mientras las almas en pena Giran, giran su danza Bajo la triste luz lila. Y en tanto se oye la grave, la grave voz de la esquila, De la esquila, de la esquila, De la esquila, de la esquila, de la esquila, de la esquila, Y en el mismo son, son único, Que igualiza un ritmo rúnico, Mientras se oye, la triste, la triste voz De la esquila, De la esquila, Furibundo rayo truena, El relámpago cintila Y los espectros en pena

Danzan al son de la esquila, De la esquila, de la esquila, de la esquila, de la esquila, de la esquila, Y en un mismo son, son único, Que igualiza un ritmo rúnico, Danzan al son de la esquila, De la esquila, de la esquila, de la esquila, de la esquila, de la esquila, ¡De la esquila! Y mientras que el rayo truena, Que el relámpago cintila Y que con furor terrible, danzan las almas en pena, Se oye la voz de la esquila, De la esquila, de la esquila, de la esquila, De la esquila, de la esquila, la voz de cuento lamento ¡de la esquila!

La mascara de la Muerte Roja -- Edgar A. Poe

La mascara de la Muerte Roja
Edgar A. Poe
***

Hacía mucho tiempo que la Muerte Roja devastaba el país. Ninguna peste había sido hasta entonces tan fatal y espantosa. La sangre era su avatar, y su sello la rojez y el horror de la sangre. Se producían agudos dolores, súbitos vértigos, y después los poros sangraban copiosamente hasta producir la muerte. Las manchas escarlata que aparecían sobre el cuerpo y especialmente en la cara de la víctima eran como el pregón y el entredicho de aquella peste que arrojaba al atacado fuera de toda ayuda humana y de toda atención por parte de sus conciudadanos. El proceso completo del ataque, progreso y final de esta terrible enfermedad, no duraba más de media hora.
Pero el príncipe Próspero era un hombre dichoso, impávido y sagaz. Cuando sus dominios se vieron medio despoblados, él llamó a su compañía a un millar de sanos, fuertes y despreocupados amigos, eligiéndoles entre los caballeros y damas da su corte y retirándose con ellos al refugio cerrado a cal y canto de una de sus abadías fortificadas. Esta era una edificación de vasta y magnífica estructura que habla sido una creación del gusto un tanto excéntrico, pero suntuoso, del soberano. Estaba rodeada de altivas y fuertes murallas cien puertas de hierro. Una vez que entraron los cortesanos se soldaron los cerrojos por medio del fuego y el martillo. De este modo no se dejaría medio alguno ni de entrar ni tampoco de salir si algún súbito ataque de desesperación o frenesí impulsaba a alguien a pretender esto último desde el interior. La abadía estaba pródigamente aprovisionada. Con esta precaución, los cortesanos podían desafiar al contagio... ¡Que el mundo exterior se las arreglase como pudiera!... En tanto era una tontería el preocuparse o el pensar en aquella calamidad. El príncipe se había ocupado de reunir dentro todos los medios y artificios de diversiones y placeres. Había bufones, juglares, bailarines, músicos... Se daban cita, dentro de aquellos muros, la belleza y el vino. La seguridad imperaba en el interior. Fuera, reinaba la Muerte Roja.
Se habían pasado ya cinco o seis meses en esta situación, cuando el príncipe Próspero, mientras la peste rugía más furiosamente en el exterior, invitó a sus mil amigos a un baile de máscaras de una magnificencia extraordinaria.
Aquel baile fue un espectáculo de la más refinada voluptuosidad. Pero permítaseme en primer lugar hablar de los salones en que tuvo lugar. Estos eran en numero de siete, lo que formaba una serie verdaderamente imperial. En otros muchos palacios, sin embargo, la serie de salones de fiestas forma una perspectiva larga y recta al abrirse de par en par las puertas de comunicación, permitiendo que la mirada pueda extenderse sin impedimento por todo el conjunto. En la abadía del príncipe Próspero el caso era muy distinto, como ya podía esperarse dada la afición que el monarca sentía por las cosas fuera de lo común. Los salones se hallaban dispuestos en forma tan irregular que la visión apenas abarcaba a la vez más de uno solo de ellos. Cada veinte o treinta metros se producía una vuelta o desviación en las estancias, y todos estos ángulos ofrecían un nuevo efecto. En el centro de cada pared y tanto a la derecha como a la izquierda se abría una alta y estrecha ventana gótica recayente sobre sendos corredores cerrados que iban siguiendo las revueltas de la disposición de los Salones. Las tales ventanas eran de vidrios de color, variando este en consonancia con el tono predominante del decorado de la estancia correspondiente. La que se hallaba situada en el extremo oriental estaba decorada, por ejemplo, de azul, y del propio color y tono muy vivo eran los cristales de sus ventanas. El segundo salón era de color púrpura en sus adornos y colgaduras, y purpúreas también eran las ventanas. Al verde absoluto del tercero correspondían verdes ventanales, y al cuarto, quinto y sexto correspondían tonalidades color naranja, blanco y violeta, respectivamente, tanto en la decoración como en los encristalados huecos. El séptimo de los salones se hallaba completamente rodeado de colgaduras de terciopelo negro que pendían en toda su extensión desde el mismo techo, cubriendo totalmente las paredes y cayendo en pesados pliegues sobre una alfombra del mismo material y color: pero allí el de las ventanas, excepcionalmente, dejaba de corresponder, siendo los cristales de tonalidades escarlata de reflejo intensamente sangriento. En ninguno de los salones habla lampara alguna ni candelabros entre la profusión de ornamentos dorados que se prodigaban aquí y allá o que colgaban del techo. No existía, pues, luz alguna que emanara de lamparas o bujías en toda la serie de salones. Pero en los corredores que corrían a ambos lados y frente a cada ventana se alzaban otros tantos trípodes macizos que sostenían enormes braseros de cobre donde ardían
llamas que proyectaban su luz a través de los cristales de color, iluminando así brillantemente las estancias y produciendo una multitud de llamativos, fantásticos y cambiantes aspectos. En el salón negro del oeste, empero, el efecto de las llamaradas que se proyectaban en las sombrías colgaduras a través de los ensangrentados vidrios resultaba extrañamente fantasmal y daba un aspecto tan raro a las caras de los que allí penetraban, que eran realmente contados los que osaban pisar aquel siniestro recinto.
Allí también se alzaba, junto a la pared del lado occidental, un gigantesco reloj de ébano. El péndulo oscilaba de un lado a otro con un tictac opaco, denso y monótono, y cuando el minutero había descrito todo su circuito e iba a sonar la hora, salía de los pulmones broncíneos de la maquina un sonido que era claro, fuerte, profundo y netamente musical, pero dotado de un tono y de una resonancia tal que cada hora los músicos de la orquesta se veían obligados a cesar momentáneamente en sus ejecuciones para prestar atención a las campanadas. Como consecuencia de ello, los valses paralizaban también sus evoluciones y se producía un breve desconcierto en la alegre reunión, durante el cual, y mientras persistía el sonido de tales campanadas, hasta los mas aturdidos palidecían y los mas viejos y pausados se pasaban la mano por la frente con un ademan de confuso ensueño o de meditación. Pero cuando el último eco de la campana se desvanecía, se levantaba por doquier una risa ligera, y los músicos se miraban mutuamente sonriéndose y murmurando entre si solemnes votos de que las próximas campanadas del reloj no producirían en ellos emociones parecidas, no obstante lo cual, cuando después del transcurso de otros sesenta minutos (que abarca tres mil seiscientos segundos del fugitivo tiempo) sobrevenía otro campaneo en el reloj, se producía el mismo desconcierto, estremecimiento y meditación que antes. A pesar de este detalle, las fiestas, por no llamarles orgías, que constituían allí el pan nuestro de cada día, eran alegres y llenas de esplendor. Los gustos del príncipe eran muy especiales. Poseía un ojo excelente para los colores y los efectos. La desagradaban los decorados a la moda, sin mas aliciente que este. Sus concepciones eran atrevidas y ardientes, brillando con un fulgor que tenía algo de bárbaro. Algunos le habrían tenido por loco; pero sus cortesanos sabían que no lo estaba, aunque era preciso oírle, verle y tocarle para formar una impresión favorable sobre su estado mental. Con motivo del gran baile de mascaras al que hemos hecho referencia, fue el propio príncipe quien dirigió en gran parte la decoración circunstancial de los siete salones, y su gusto personal fue el que señaló las características de los disfraces. Puede darse por descontado que predominaba la nota de lo grotesco. Habla mucho relumbrón, mucho esplendor v se recorría toda la gama de lo chocante y de lo fantástico: algo así, en fin, de lo que después pudo verse en el Hernani. Se veían allí figuras arábigas con vestiduras bastante anacrónicas, y fantasmagorías delirantes propias de mentes enloquecidas Había mucho de bello y mucho de extravagante; mucho también de pintoresco, algo de terrible y no poco de lo que mas bien podría inspirar repulsión. De un lado a otro, a lo largo de los siete salones, pululaban en realidad, una multitud de sueños yendo de aquí para allí, tiñéndose del colorido de cada salón y haciendo de la desenfrenada música de la orquesta una especie de eco de sus pasos.
Pero he aquí que de pronto resonó el reloj de ébano que so hallaba en el salón de terciopelo. Entonces, por un momento, todo se quedó quieto y enmudecido, salvo la voz del propio reloj. Los sueños parecieron haberse helado donde estaban. Pero se desvaneció el eco de las campanadas, y tras aquel instante, una risa, leve aún y mal reprimida, acompañó su desaparición. Aumentó la música, renacieron los sueños y circularon de aquí para allá mas alegres aún que antes, tiñéndose siempre de los diversos coloridos de los ventanales que filtraban los rayos de los trípodes. Pero no hubo ninguna de las mascaras que se aventurase hasta el Salón que se abría más al oeste, pues la luz que atravesaba los ensangrentados cristales resultaba espantosa y aterraba la negrura de las fúnebres colgaduras. Si alguien llegara a poner el pie sobre la negra alfombre, escucharía al sonar la campana del cercano reloj de ébano, un estruendo más ensordecedor que el que podría alcanzar a los oídos de aquellos que disfrutaban del placer del momento en otras estancias mas apartadas.
Los demás salones se encontraban atestados y en ellos latía febrilmente el ardor de la vida... La orgía siguió girando en loco torbellino hasta que, al fin, el reloj dio las doce de la noche. Calló entonces la orquesta, se detuvieron los giros de los valsadores y se produjo la acostumbrada quietud. Pero entonces eran doce las campanadas y eso motivó que los pensamientos tuvieran más tiempo de adueñarse de las mentes y que persistieran durante más rato en los espíritus pensativos que pudiera haber entre los que frenéticamente se divertían. Y esto, sin duda, dio lugar a que antes de que resonara la última campanada, fueran muchas las personas que advirtiesen la presencia de una figura enmascarada que antes no había llamado la atención de nadie.
El rumor de aquella nueva presencia corrió, entre murmullos, como un reguero de pólvora y no tardó en levantarse en toda la concurrencia un zumbido expresivo de desaprobación y sorpresa, primero, y luego de espanto, de horror y de repulsión.
En medio de una reunión de fantasmas como la que he descrito, puede suponerse fácilmente que ninguna aparición corriente podía producir una sensación semejante. Realmente la licencia carnavalesca de aquella noche carecía de todo límite o medida: pero la mascara en cuestión sobrepujaba en todo lo concebible y traspasaba las fronteras incluso del mas elemental decoro. Existen fibras en el corazón de los mas atolondrados que no pueden tocarse sin levantar una emoción irreprimible. Hasta para los más depravados para quienes la muerte y la vida son pura chanza, hay cosas que no pueden tomarse a broma. Todos los asistentes, unánimemente, consideraron, en lo más profundo, que en el vestuario y la presentación de aquel individuo no había ni ingenio ni decencia de clase alguna.
La aborrecible figura era alta y delgada e iba envuelta de pies a cabeza con el siniestro vestuario propio de la tumba. La máscara que le ocultaba la cara se asemejaba con tal propiedad a la faz de un cadáver yerto, que la observación más detallada no hubiera logrado encontrar ni el más leve detalle desacorde con tan funeraria apariencia... Pero todo aquello podría haber sido sufrido, si es que no aprobado, por los aturdidos invitados. Pero la máscara aquella había llegado al extremo de asumir el aspecto de la Muerte Roja Su mortaja estaba salpicada de sangre, y su ancha frente, como todas las facciones de la cara, moteada por el horror escarlata.
Cuando la mirada del príncipe Próspero cayó sobre aquel espectral fantasma que, con pausados y solemnes movimientos apropiados para representar mejor su papel, se deslizaba entre las parejas de los bailadores, se vio al soberano convulsionarse en el primer momento con un fuerte estremecimiento, fuese de horror e de cólera. Pero al punto la frente se le congestionó de ira.
- ¿Quién se atreve - preguntó ásperamente a los cortesanos que se hallaban próximos a él - a ofendernos de este modo con esta blasfema mojiganga? Cogedle y quitadle la máscara para que podamos conocer a quién va a ser ahorcado, al amanecer, en una almena.
El príncipe Próspero se hallaba en el salón azul situado al extremo oriental cuando pronunció estas palabras que vibraron, clara y penetrantemente, a través de las siete estancias, pues el príncipe era un hombre enérgico y robusto y la música se había callado ante una indicación de su mano. Al escucharlas, se produjo al principio, entre el grupo de empalidecidos cortesanos que le rodeaban, un movimiento impulsivo en dirección al intruso, que en aquel momento se hallaba también próximo y que seguidamente se acercó aún más al monarca con paso lento y altivo. Pero bajo la influencia de un pavor sin nombre que la arrogancia de la máscara había inspirado a todos los presentes, es lo cierto que no se encontró a nadie que alargase la mano para detenerle, y, por lo tanto, pudo llegar, sin obstáculo, hasta un metro de distancia de la principesca persona. El espectro pasó junto a éste, mientras la multitud se replegaba desde el centro de los salones hacia las paredes, y con aquel mismo paso mesurado que le había caracterizado desde los primeros momentos salió de la cámara azul a la púrpura, atravesé ésta, llegó y cruzó la verde, de ésta fue a la anaranjada y luego pasó por la blanca y la violeta sucesivamente antes de que se llegara a realizar ni un solo movimiento para detenerle. El príncipe, entonces, enloquecido por la rabia, a la par que avergonzado de su propia cobardía momentánea, se lanzó precipitadamente a través de los siete salones sin que nadie le siguiera a causa del invencible terror que se había apoderado de todos. Desenvainé su daga, la alzó en alto, y se había acercado ya, en su veloz ímpetu, hasta una distancia no mayor de un metro de la figura en marcha, cuando ésta, que habla llegado ya al extremo opuesto del salón de terciopelo negro, se volvió súbitamente e hizo frente a su seguidor.
Se alzó de todas partes un agudo grito y la daga cayó rebrillando en la alfombra negra, sobre la cual, inmediatamente, se derrumbó también, muerto, el príncipe Próspero. Entonces, arrastrados por el ciego valor de la desesperación, unos cuantos cortesanos se precipitaron en tropel en el salón negro y asieron a la máscara cuya elevada figura se erguía inmóvil junto al reloj de ébano. Pero los osados aprehensores dieron un respingo lleno de indescriptible espanto cuando comprobaron que la sepulcral mortaja y la máscara cadavérica en que habían puesto las manos con ruda violencia carecían de todo tacto y resultaban totalmente intangibles.
Entonces se reconoció la presencia de la Muerte Roja. Había venido como un ladrón que se desliza en la noche. Y uno a uno, todos aquellos empedernidos calaveras fueron cayendo al suelo en los salones
testigos de sus orgías, regando las suntuosas alfombras con la sangre que brotaba de sus cuerpos y muriendo en la despatarrada postura de su caída. La vida del reloj de ébano se extinguió también con la del último de los alegres libertinos. Las llamas de los trípodes se apagaron. Y las tinieblas, la putrefacción y la Muerte Roja reinaron implacablemente sobre toda.

Fin

LA CARTA ROBADA -- EDGAR ALLAN POE

LA CARTA ROBADA
EDGAR ALLAN POE

Al anochecer de una tarde oscura y tormentosa en el otoño de 18..., me
hallaba en París, gozando de la doble voluptuosidad de la meditación y de una
pipa de espuma de mar, en compañía de mi amigo C. Auguste Dupin, en un
pequeño cuarto detrás de su biblioteca, au troisième, No. 33, de la rue Dunot, en
el faubourg St. Germain. Durante una hora por lo menos, habíamos guardado un
profundo silencio; a cualquier casual observador le habríamos parecido
intencional y exclusivamente ocupados con las volutas de humo que viciaban la
atmósfera del cuarto. Yo, sin embargo, estaba discutiendo mentalmente ciertos
tópicos que habían dado tema de conversación entre nosotros, hacía algunas
horas solamente; me refiero al asunto de la rue Morgue y el misterio del
asesinato de Marie Roget. Los consideraba de algún modo coincidentes, cuando
la puerta de nuestra habitación se abrió para dar paso a nuestro antiguo
conocido, monsieur G***, el prefecto de la policía parisina.
Le dimos una sincera bienvenida porque había en aquel hombre casi
tanto de divertido como de despreciable, y hacía varios años que no le veíamos.
Estábamos a oscuras cuando llegó, y Dupin se levantó con el propósito de
encender una lámpara; pero volvió a sentarse sin haberlo hecho, porque G***
dijo que había ido a consultarnos, o más bien a pedir el parecer de un amigo,
acerca de un asunto oficial que había ocasionado una extraordinaria agitación.
—Si se trata de algo que requiere mi reflexión —observó Dupin,
absteniéndose de dar fuego a la mecha—, lo examinaremos mejor en la
oscuridad.
—Esa es otra de sus singulares ideas —dijo el prefecto, que tenía la
costumbre de llamar «singular» a todo lo que estaba fuera de su comprensión, y
vivía, por consiguiente, rodeado de una absoluta legión de «singularidades».
—Es muy cierto —respondió Dupin, alcanzando a su visitante una pipa, y
haciendo rodar hacia él un confortable sillón.
—¿Y cuál es la dificultad ahora? —pregunté— Espero que no sea otro
asesinato.
—¡Oh, no, nada de eso!. El asunto es muy simple, en verdad, y no tengo
duda que podremos manejarlo suficientemente bien nosotros solos; pero he
pensado que a Dupin le gustaría conocer los detalles del hecho, porque es un
caso excesivamente singular.
—Simple y singular —dijo Dupin.
—Y bien, sí; y no exactamente una, sino ambas cosas a la vez. Sucede
que hemos ido desconcertados porque el asunto es tan simple, y, sin embargo
nos confunde a todos.
—Quizás es precisamente la simplicidad lo que le desconcierta a usted —
dijo mi amigo.
—¡Qué desatino dice usted! —replicó el prefecto, riendo de todo corazón.
—Quizás el misterio es un poco demasiado sencillo —dijo Dupin.
—¡Oh, por el ánima de…! ¡Quién ha oído jamás una idea semejante!
—Un poco demasiado evidente.
—¡Ja, ja, ja!... ¡ja, ja, ja!... ¡jo, jo, jo! —reía nuestro visitante,
profundamente divertido— ¡Oh, Dupin, usted me va a hacer reventar de risa!.
—¿Y cuál es, por fin, el asunto de que se trata? —pregunté.
—Se lo diré a usted —replicó el prefecto, profiriendo un largo, fuerte y
reposado puff y acomodándose en su sillón— Se lo diré en pocas palabras; pero
antes de comenzar, le advertiré que este es un asunto que demanda la mayor
reserva, y que perdería sin remedio mi puesto si se supiera que lo he confiado a
alguien.
—Continuemos —dije.
—O no continúe —dijo Dupin.
—De acuerdo; he recibido un informe personal de un altísimo personaje,
de que un documento de la mayor importancia ha sido robado de las
habitaciones reales. El individuo que lo robó es conocido; sobre este punto no
hay la más mínima duda; fue visto en el acto de llevárselo. Se sabe también que
continúa todavía en su poder.
—¿Cómo se sabe esto? —preguntó Dupin.
—Se ha deducido perfectamente —replicó el prefecto—, de la naturaleza
del documento y de la no aparición de ciertos resultados que habrían tenido
lugar de repente si pasara a otras manos; es decir, a causa del empleo que se
haría de él, en el caso de emplearlo.
—Sea usted un poco más explícito —dije.
—Bien, puedo afirmar que el papel en cuestión da a su poseedor cierto
poder en una cierta parte, donde tal poder es inmensamente valioso.
El prefecto era amigo de la jerga diplomática.
—Todavía no le comprendo bien —dijo Dupin.
—¿No? Bueno; la predestinación del papel a una tercera persona, que es
imposible nombrar, pondrá en tela de juicio el honor de un personaje de la más
elevada posición; y este hecho da al poseedor del documento un ascendiente
sobre el ilustre personaje, cuyo honor y tranquilidad son así comprometidos.
—Pero este ascendiente —repuse— dependería de que el ladrón sepa
que dicha persona lo conoce. ¿Quién se ha atrevido…?
—El ladrón —dijo G***— es el ministro D***, quien se atreve a todo; uno
de esos hombres tan inconvenientes como convenientes. El método del robo no
fue menos ingenioso que arriesgado. El documento en cuestión, una carta, para
ser franco, había sido recibida por el personaje robado, en circunstancias que
estaba sólo en el boudoir real. Mientras que la leía, fue repentinamente
interrumpido por la entrada de otro elevado personaje, a quien deseaba
especialmente ocultarla. Después de una apresurada y vana tentativa de
esconderla en una gaveta, se vio forzado a colocarla, abierta como estaba,
sobre una mesa. La dirección, sin embargo, quedaba a la vista; y el contenido,
así cubierto, hizo que la atención no se fijara en la carta. En este momento entró
el ministro D***. Sus ojos de lince perciben inmediatamente el papel, reconocen
la letra de la dirección, observa la confusión del personaje a quien ha sido
dirigida, y penetra su secreto. Después de algunas gestiones sobre negocios, de
prisa, como es su costumbre, saca una carta algo parecida a la otra, la abre,
pretende leerla, y después la coloca en estrecha yuxtaposición con la que
codiciaba. Se pone a conversar de nuevo, durante un cuarto de hora casi, sobre
asuntos públicos. Por último, levantándose para marcharse, coge de la mesa la
carta que no le pertenece. Su legítimo dueño le ve, pero, como se comprende,
no se atreve a llamar la atención sobre el acto en presencia del tercer personaje
que estaba a su lado. El ministro se marchó dejando su carta, que no era de
importancia, sobre la mesa.
—Aquí está, pues —me dijo Dupin—, lo que usted pedía para hacer que
el ascendiente del ladrón fuera completo, el ladrón sabe de que es conocido del
dueño del papel.
—Sí —replicó el prefecto—; y el poder así alcanzado en los últimos
meses ha sido empleado, con objetos políticos, hasta un punto muy peligroso. El
personaje robado se convence cada día más de la necesidad de reclamar su
carta. Pero esto, como se comprende, no puede ser hecho abiertamente. En fin,
reducido a la desesperación, me ha encomendado el asunto.
—¿Y quién puede desear —dijo Dupin, arrojando una espesa bocanada
de humo—, o siquiera imaginar, un oyente mas sagaz que usted?
—Usted me adula —replicó el prefecto— pero es posible que algunas
opiniones como ésas puedan haber sido sostenidas respecto a mí.
—Está claro —dije—, como lo observó usted, que la carta está todavía en
posesión del ministro, puesto que es esta posesión, y no su empleo, lo que
confiere a la carta su poder. Con el uso, ese poder desaparece.
—Cierto —dijo G***—, y sobre esa convicción es bajo la que he
procedido. Mi primer cuidado fue hacer un registro muy completo de la
residencia del ministro; y mi principal obstáculo residía en la necesidad de
buscar sin que él se enterara. Además, he sido prevenido del peligro que
resultaría de darle motivos de sospechar de nuestras intenciones.
—Pero —dije—, usted se halla completamente au fait en este tipo de
investigaciones. La policía parisina ha hecho estas cosas muy a menudo antes.
—Ya lo creo; y por esa razón no desespero. Las costumbres del ministro
me dan, además, una gran ventaja. Está frecuentemente ausente de su casa
toda la noche. Sus sirvientes no son numerosos. Duermen a una gran distancia
de las habitaciones de su amo, y siendo principalmente napolitanos, se
embriagan con facilidad. Tengo llaves, como usted sabe, con las que puedo abrir
cualquier cuarto o gabinete de París. Durante tres meses, no ha pasado una
noche sin que haya estado empeñado personalmente en escudriñar la mansión
de D***. Mi honor está en juego y, para mencionar un gran secreto, la
recompensa es enorme. Por eso no he abandonado la partida hasta
convencerme plenamente de que el ladrón es más astuto que yo mismo. Me
figuro que he investigado todos los rincones y todos los escondrijos de los sitios
en que es posible que el papel pueda ser ocultado.
—¿Pero no es posible —sugerí—, aunque la carta pueda estar en la
posesión del ministro como es incuestionable, que la haya escondido en alguna
parte fuera de su casa?
—Es poco probable —dijo Dupin— La presente y peculiar condición de
los negocios en la corte, y especialmente de esas intrigas en las cuales se sabe
que D*** está envuelto, exigen la instantánea validez del documento, la
posibilidad de ser exhibido en un momento dado, un punto de casi tanta
importancia como su posesión.
—¿La posibilidad de ser exhibido? —dije.
—Es decir, de ser destruido —dijo Dupin.
—Cierto —observé—; el papel tiene que estar claramente al alcance de la
mano. Supongo que podemos descartar la hipótesis de que el ministro la lleva
encima.
—Enteramente —dijo el prefecto— Ha sido dos veces asaltado por
malhechores, y su persona rigurosamente registrada bajo mí propia inspección.
—Se podía usted haber ahorrado ese trabajo —dijo Dupin— D***,
presumo, no está loco del todo; y si no lo está, debe haber previsto esas
asechanzas; eso es claro.
—No está loco del todo —dijo G***—; pero es un poeta, lo que considero
que está sólo a un paso de la locura.
—Cierto —dijo Dupin después de una larga y reposada bocanada de
humo de su pipa—, aunque yo mismo sea culpable de algunas malas rimas.
—Supongamos —dije—, que usted nos detalla las particularidades de su
investigación.
—Los hechos son éstos: dispusimos de tiempo suficiente y buscamos en
todas partes. He tenido larga experiencia en estos negocios. Recorrí todo el
edificio, cuarto por cuarto, dedicando las noches de toda una semana a cada
uno. Examinamos primero el mobiliario de cada habitación. Abrimos todos los
cajones posibles; y supongo que usted sabe que, para un ejercitado agente de
policía, son imposibles los cajones secretos. Cualquiera que en investigaciones
de esta clase permite que se le escape un cajón secreto, es un bobo. La cosa
así, es sencilla. Hay una cierta cantidad de capacidad, de espacio, que contar en
un mueble. En este caso, establecemos minuciosas reglas. La quincuagésima
parte de una línea no puede escapársenos. Después del gabinete,
consideramos las sillas. Los cojines son examinados con esas delgadas y largas
agujas que usted me ha visto emplear. De las mesas, removemos las tablas
superiores.
—¿Por qué?
—Algunas veces la tabla de una mesa, u otra pieza de mobiliario
similarmente arreglada, es levantada por la persona que desea ocultar un objeto;
entonces la pata es excavada, el objeto depositado dentro de su cavidad y la
tabla vuelta a colocar. Los extremos de los pilares de las camas son utilizados
con el mismo fin.
—¿Pero la cavidad no podría ser detectada por el sonido? —pregunté.
—De ninguna manera, si cuando el objeto es depositado se coloca a su
alrededor una cantidad suficiente de algodón en rama. Además, en nuestro
caso, estábamos obligados a proceder sin ruidos.
—Pero no pueden ustedes haber removido, no pueden haber hecho
pedazos todos los artículos de mobiliario en que hubiera sido posible depositar
un objeto de la manera que usted menciona. Una carta puede ser comprimida
hasta hacer un delgado cilindro en espiral, no difiriendo mucho en forma o
volumen a una aguja para hacer calceta, y de esta forma puede ser introducida
en el travesaño de una silla, por ejemplo. No rompieron ustedes todas las sillas,
¿no es así?
—Ciertamente que no; pero hicimos algo mejor: examinamos los
travesaños de cada silla de la casa, y en verdad, todos los puntos de unión de
todas las clases de muebles, con la ayuda de un poderoso microscopio. Si
hubiera habido alguna huella de reciente remoción, no habríamos dejado de
notarla instantáneamente. Un solo grano del serrín producido por una barrena en
la madera, habría sido tan visible como una manzana. Cualquier alteración en
las encoladuras, cualquier desusado agujerito en las uniones, habría bastado
para un seguro descubrimiento.
—Presumo que observarían ustedes los espejos, entre los bordes y las
láminas, y examinarían los lechos, y las ropas de los lechos, así como las
cortinas y las alfombras.
—Eso, por sabido; y cuando hubimos registrado absolutamente todas las
partículas del mobiliario de esa manera, examinamos la casa misma. Dividimos
su entera superficie en compartimentos, que numeramos para que ninguno
pudiera escapársenos, después registramos pulgada por pulgada el terreno de
la pesquisa, incluso las dos casas adyacentes, con el microscopio, como antes.
—¡Las dos casas adyacentes! —exclamé—; deben ustedes haber
causado una gran agitación.
—La causamos; pero la recompensa ofrecida es prodigiosa.
—¿Incluyeron ustedes los terrenos de las casas?
—Todos los terrenos están enladrillados, comparativamente nos dieron
poco trabajo. Examinamos el musgo de las junturas de los, ladrillos, y no
encontramos que lo hubieran tocado.
—¿Buscaron ustedes entre los papeles de D***, por consiguiente, y entre
los libros de su biblioteca?
—Ciertamente; abrimos todos los paquetes y legajos; y no sólo ¡Abrimos
todos los libros, sino que dimos vuelta todas las hojas de todos los volúmenes,
no contentándonos con una simple sacudida de ellos, como acostumbran a
hacer algunos de nuestros agentes de policía. Medimos también el espesor de
cada tapa de libro, con la más cuidadosa exactitud, y aplicamos a cada uno el
más celoso examen con el microscopio. Si cualquiera de las encuadernaciones
hubiera sido tocada para ocultar la carta, habría sido completamente imposible
que el hecho escapara a nuestra observación. Unos cinco o seis volúmenes,
recién traídos por el encuadernador, los examinamos con todo cuidado,
sondeando las tapas.
—¿Registraron el suelo, bajo las alfombras?
—Sin duda. Removimos todas las alfombras, Y examinamos los bordes
con el microscopio.
—¿Y el papel de las paredes?
—También.
—¿Buscaron en los sótanos?
—Sí
—Entonces —dije— han hecho ustedes un mal cálculo, y la carta no está
entre las posesiones del ministro, como suponen.
—Temo que usted tenga razón —repuso el prefecto—. Y ahora, Dupin,
¿qué me aconseja que haga?
—Hacer una nueva revisión de la casa del ministro.
—Eso es absolutamente innecesario —replicó G***—; estoy tan seguro
como que respiro, de que la carta no está en la casa.
—Pues no tengo mejor consejo que darle —dijo Dupin— ¿Tendrá usted,
como es natural, una cuidadosa descripción de la carta?
—¡Ya lo creo!
Y aquí el prefecto, sacando un memorándum, nos leyó en voz alta un
minucioso informe de la carta, especialmente de la apariencia externa del
documento perdido. Poco después de esta descripción, cogió su sombrero y se
fue, mucho más desalentado de lo que le había visto nunca antes.
Casi cerca de un mes había pasado, cuando nos hizo otra visita,
encontrándonos ocupados exactamente de la misma manera que la otra vez.
Cogió una pipa y una silla, y principió una conversación sobre cosas ordinarias.
Por último, le dije:
—Y bien, señor G***, ¿qué hay sobre la carta robada? Presumo que se
habrá usted convencido, al fin, de que no hay cosa más difícil que sorprender al
ministro.
—¡Que el diablo lo confunda! esa es la verdad; hice el nuevo examen, sin
embargo, como Dupin me lo aconsejó, pero ha sido tiempo perdido, como yo
suponía.
—¿A cuánto asciende la recompensa ofrecida, dijo usted? —preguntó
Dupin.
—¿Cuánto? una gran cantidad, una recompensa verdaderamente liberal;
no quiero decir cuánto exactamente, pero diré una cosa: y es que estaría
dispuesto a dar un cheque con mi firma por cincuenta mil francos, a cualquiera
que me entregara la carta. El asunto se está haciendo día a día cada vez más
importante, y la recompensa ha sido recientemente doblada. Pero aunque fuera
triplicada, no podría hacer más de lo que he hecho.
—Veamos— dijo Dupin lentamente, entre una y otra bocanada de humo—
; realmente pienso, G***, que usted no ha hecho todo lo que podía en este
asunto. ¿No cree que podría hacer un poco más?
—¿Cómo? ¿De qué manera?
—¡Pst! Creo, puff, puff, que usted podría, puff, puff, pedir consejo sobre
este asunto; puff, puff, puff. ¿Se acuerda usted de lo que se cuenta de
Abernethy!
—¡No! ¡Al diablo con su Abernethy!
—¡Está bien! al diablo con él, y buena suerte. Pero he aquí el hecho. Una
vez, cierto ricacho muy avaro concibió la idea de obtener gratis de ese
Abernethy una opinión médica. Habiendo procurado con ese objeto estar solo
con él en una conversación corriente, le insinuó su propio caso como el de un
individuo imaginario.
—Supongamos —dijo el tacaño—, que sus síntomas son tales y tales;
ahora doctor, ¿qué le aconsejaría usted?
—¿Qué le aconsejaría? —dijo Abernethy—; ¡psh! que viera a un médico.
—Pero —dijo el prefecto, algo desconcertado—, yo estoy dispuesto a
pedir consejo, y a pagarlo. Daría realmente cincuenta mil francos a cualquiera
que me ayudara en este asunto.
—En ese caso —replicó Dupin, abriendo un cajón y sacando una libreta
de cheques—, puede usted perfectamente hacerme un cheque por la cantidad
mencionada. Cuando lo haya firmado, le entregaré la carta.
Quedé estupefacto. El prefecto parecía como herido por un rayo. Durante
algunos minutos permaneció sin habla y sin movimiento, mirando
incrédulamente a mi amigo con la boca abierta y los ojos que parecían
saltárseles de las órbitas; después, aparentemente recobrando la conciencia de
su ser, cogió una pluma y, después de algunas pausas y miradas sin objeto, hizo
por último y firmó un cheque por 50.000 francos, y lo alcanzó por sobre la mesa
a Dupin. Éste lo examinó cuidadosamente y lo guardó en su cartera; después,
abriendo un escritoire, cogió de él una carta y la entregó al prefecto. El
funcionado se abalanzó sobre ella en una perfecta convulsión de alegría, la abrió
con mano temblorosa, arrojó una rápida ojeada a su contenido, y entonces,
agitado y fuera de sí, abrió la puerta y sin ceremonia de ninguna especie salió
del cuarto y de la casa, sin haber pronunciado una sílaba desde que Dupin le
había pedido que hiciera el cheque.
Cuando nos quedarnos solos, mi amigo consintió en darme explicaciones.
—La policía parisina —dijo— es sumamente buena en su especialidad.
Es perseverante, ingeniosa, astuta y perfectamente versada en los
conocimientos que sus deberes parecen necesitar con más urgencia. Así,
cuando G*** nos detalló su modo de registrar los sitios en la casa de D***, tuve
plena confianza en que había practicado una investigación satisfactoria, hasta
donde lo permiten sus conocimientos.
—¿Hasta dónde lo permiten? —pregunté.
—Sí —dijo Dupin— Las medidas adoptadas eran, no solamente las
mejores de su clase, sino que se acercaban a la perfección absoluta. Si la carta
hubiera estado oculta en el radio de esa pesquisa, los agentes de policía,
indiscutiblemente, la hubieran encontrado.
Me sonreí por toda respuesta, pero mi amigo parecía perfectamente serio
en todo lo que decía.
—Las medidas, pues —continuo él—, eran buenas en su clase y bien
ejecutadas; su defecto estaba en ser inaplicables al caso y al hombre. Un cierto
conjunto de recursos altamente ingeniosos son para el prefecto una especie de
lecho de Procusto, a los que adapta forzadamente sus designios. Así es que
perpetuamente yerra por ser demasiado profundo, o demasiado superficial, en
los asuntos que se le confían, y muchos niños de escuela son mejores
razonadores que él. He conocido uno, de unos ocho años de edad, cuyos éxitos
adivinando en el juego de «pares y nones» atraían la admiración de todo el
mundo. Este juego es simple, y se juega con canicas. Uno de los jugadores
oculta en su mano una cantidad de esas canicas, y pregunta a otro si ese
número es par o non. Si el preguntado adivina, gana una; si no, pierde una. El
niño de que hablo, ganaba todas las canicas de la escuela. Por consiguiente,
tenía algún método para acertar, y éste se basaba en la simple observación y el
cálculo de la astucia de sus contrincantes. Por ejemplo, un simple bobalicón es
su contrario, y levantando una mano cerrada, y pregunta: ¿son pares o nones?
Nuestro niño replica: «Nones», y pierde; pero a la segunda vez gana, porque
entonces se dice a sí mismo: «El bobalicón tenía pares la primera vez, y su
cantidad de astucia es justamente la suficiente para llevarlo a poner nones en la
segunda; por consiguiente, apostaré «nones»; apuesta a nones, y gana. Ahora,
con un bobo de un grado mayor que el primero, hubiera razonado así: «Este tal,
sabe que en el primer caso aposté a nones, y en el segundo se le ocurrirá, en el
primer impulso, una simple variación de pares a nones, como hizo mi otro
contrario; pero entonces un segundo pensamiento le sugerirá que ésta es una
variación demasiado simple, y, finalmente, decidirá poner pares como antes. Por
consiguiente, apostaré a pares»; apuesta a pares, y gana. Ahora bien, este
sistema de razonar en el niño de escuela, a quien sus compañeros llamaban
afortunado, ¿qué es, en último análisis?
—Es simplemente —dije— una identificación del intelecto del razonador
con el de su contrario.
—Eso es —dijo Dupin—; y después de preguntar al niño cómo efectuaba
esa completa identificación en que residía su éxito, recibí la siguiente respuesta:
«Cuando deseo saber cuán sabio o cuán estúpido, o cuán bueno o cuán malo es
alguien, o cuáles son sus pensamientos en un instante dado, acomodo la
expresión de mi rostro, tan cuidadosamente como me sea posible, de acuerdo
con la expresión del rostro de él, y entonces trato de ver qué pensamientos o
sentimientos nacen en mi mente, que igualen o correspondan a la expresión de
mi cara.» La respuesta de este niño de escuela supera incluso la éxpurea
profundidad que ha sido atribuida a La Rochefoucault, la Bruyère, Maquiavelo y
Campanella.
—Y la identificación —dije— del intelecto del razonador con el de su
contrario, depende, si le entiendo a usted bien, de la exactitud con que se mide
la inteligencia de este último.
—Para su valor práctico depende de eso —replicó Dupin—; y el prefecto y
toda su cohorte fracasan tan frecuentemente, primero, por no lograr dicha
identificación, y segundo, por mala apreciación, o mas bien por no medir la
inteligencia con la que se miden. Consideran únicamente sus propias ideas
ingeniosas; y buscando cualquier cosa oculta, tienen en cuenta solamente los
medios con que ellos la habrían escondido. Tienen mucha razón en todo: que su
propio ingenio es una fiel representación del de las masas; pero cuando la
astucia del reo es diferente en carácter de la de ellos, el reo se les escapa; es
lógico. Eso sucede siempre que esa astucia es superior de la de ellos, y, muy
habitualmente cuando está por abajo. No tienen variación de principio en sus
investigaciones; lo más que hacen, cuando se ven excitados por algún caso
insólito, por alguna extraordinaria recompensa, es extender o exagerar sus
viejas rutinas de práctica, sin modificar sus principios. Por ejemplo, en este caso
de D***, ¿qué se ha hecho para modificar el principio de acción? ¿Qué es todo
este taladrar, probar, hacer sonar y registrar con el microscopio, y dividir la
superficie del edificio en cuidadosas pulgadas cuadradas y numeradas? ¿Qué
es todo eso, sino una exageración de la aplicación de un principio o conjunto de
principios de pesquisa, que está basado sobre un conjunto de nociones respecto
a la ingeniosidad humana, a que el prefecto, en la larga rutina de su deber, se ha
acostumbrado? ¿No ve usted que G*** da por sentado que todos los hombres
que quieren ocultar una carta, si no precisamente en un agujero hecho con
barrena en la pata de una silla, lo hacen, cuando menos, en algún oculto agujero
o rincón sugerido por el mismo tenor del pensamiento que inspira a un hombre la
idea de esconderla en un agujero hecho en la pata de una silla? ¿Y no ve usted
también que tales rincones buscados para ocultar, se emplean únicamente en
las ocasiones ordinarias, y sólo son adoptados por inteligencias ordinarias?
Porque en todos los casos de ocultamiento cabe presumir que en principio se ha
efectuado dentro de esas coordenadas; y su descubrimiento depende, no tanto
de la perspicacia, sino del simple cuidado, la paciencia y la determinación de los
buscadores; y cuando el caso es de importancia, o lo que quiere decir lo mismo
a los ojos policiales, cuando la recompensa es de magnitud, las cualidades en
cuestión jamás fallan. Ahora entenderá usted indudablemente lo que quise decir,
sugiriendo que, si la carta hubiera sido ocultada en cualquier parte dentro de los
límites del examen del prefecto, o en otras palabras, si el principio inspirador de
su ocultación hubiera estado comprendido dentro de los principios del prefecto,
su descubrimiento habría sido un asunto absolutamente fuera de duda. Este
funcionario, sin embargo, ha sido completamente engañado; y la fuente
originaria de sus fracaso reside en la suposición de que el ministro es un loco
porque ha adquirido fama como poeta. Todos los locos son poetas; esto es lo
que cree el prefecto, y es simplemente culpable de un non distributio medii al
inferir de ahí que todos los poetas son locos.
—¿Pero se trata realmente del poeta? —pregunté— Hay dos hermanos,
me consta, y ambos han alcanzado reputación en las letras. El ministro, creo, ha
escrito doctamente sobre cálculo diferencial. Es un matemático y no un poeta.
—Está usted equivocado; yo le conozco bien, es ambas cosas. Como
poeta y matemático, habría razonado bien; como simple matemático no habría
razonado absolutamente, y hubiera estado a merced del prefecto.
—Usted me sorprende —dije— con esas opiniones, que han sido
contradecidas por la voz del mundo. Suponga que no pretenderá aniquilar una
bien digerida idea con siglos de existencia. La razón matemática ha sido largo
tiempo considerada como la razón por excelencia.
—Il y a à parier —replicó Dupin, citando a Chamfort—, que toute idée
publique, toute convention reçue, est une sottise, car elle a convenue au plus
grand nombre1. Los matemáticos, concedo, han hecho cuanto les ha sido
posible para difundir el error popular a que usted alude, y que no es menos un
error porque haya sido promulgado como verdad. Con un arte digno de mejor
causa, por ejemplo, han introducido el término «análisis» con aplicación al
álgebra. Los franceses son los culpables de esta superchería popular; pero si un
término tiene alguna importancia, si las palabras derivan algún valor de su
aplicabilidad, «análisis» expresa «álgebra», poco más o menos, como en latín
ambitus implica «ambición», religio, «religión», homines honesti, «un conjunto de
hombres honorables».
—Temo que se enemiste usted —dije— con alguno de los algebristas de
París; pero prosiga.
—Disputo la validez, y por consiguiente, el valor de esa razón que es
cultivada en una forma especial distinta de la abstractamente lógica. Disputo, en
particular, la razón extraída del estudio de las matemáticas. Las matemáticas
son la ciencia de la forma y la cantidad; el razonamiento matemático es
simplemente la lógica aplicada a la observación a la forma y la cantidad. El gran
error consiste en suponer que hasta las verdades de lo que es llamado álgebra
pura son verdades abstractas o generales. Y este error es tan extraordinario,
que me confundo ante la universalidad con que ha sido recibido. Los axiomas
matemáticos no son axiomas de validez general. Lo que es verdad de relación
(de forma y de cantidad), es a menudo grandemente es falso respecto a la
moral, por ejemplo. En esta última ciencia por lo general es incierto que el todo
sea igual a la suma de las partes. En química el axioma falla también. En el caso
de una fuerza motriz falla igualmente, pues dos motores de un valor dado no
alcanzan necesariamente al sumarse una potencia igual a la suma de sus
potencias consideradas por separado. Hay muchas otras verdades matemáticas,
que son verdades únicamente dentro de los límites de la relación. Pero el
matemático arguye, apoyándose en sus verdades finitas, según es costumbre,
como si ellas fueran de una aplicabilidad absolutamente general, como si el
1 Se puede apostar que toda idea pública, toda convención admitida, es una tontería, pues ha convenido a la mayoría.
mundo imaginara, en realidad, que lo son. Bryant, en su recomendable
Mitología, menciona una análoga fuente de error, cuando dice que «aunque las
fábulas paganas no son creídas, sin embargo lo olvidamos continuamente, y
hacemos inferencias de ellas, como si fueran realidades». Entre los algebristas,
no obstante, que son realmente paganos, las «fábulas paganas» son creídas, y
las inferencias se hacen, no tanto por culpa de la memoria, sino por una
incomprensible perturbación mental. En una palabra, no he encontrado nunca un
simple matemático en quien se pudiera confiar, fuera de sus raíces y
ecuaciones, o que no tuviera por artículo de fe, que x2 + px es absoluta e
incondicionalmente igual a q. Diga usted a uno de esos caballeros, por vía de
experimento, si lo desea, que usted cree que puede presentarse casos en que x2
+ px no es absolutamente igual a q, y después de haberle hecho entender lo que
quiere decir, eche a correr tan pronto como le sea posible, porque, sin ninguna
duda, tratará de darle una paliza.
»Quiero decir — continúo Dupin, mientras me reía yo de su última
observación— que si el ministro hubiera sido nada más que un matemático, el
prefecto no habría tenido necesidad de darme este cheque. Le conocía yo, sin
embargo, como matemático y como poeta, y mis medidas fueron adaptadas a su
capacidad, con referencia a las circunstancias de que estaba rodeado. Le
conocía como a un cortesano, y además como un audaz intrigant. Un hombre
así, pensé, debe conocer los métodos ordinarios de acción de la policía. No
podía haber dejado de prever, y los sucesos han probado que no lo hizo, los
registros a los que fue sometido. Debe haber previsto las investigaciones
secretas de su casa. Sus frecuentes ausencias nocturnas, que eran celebradas
por el prefecto como una buena ayuda a sus éxitos, las miré únicamente como
astucias para procurar a la policía la oportunidad de hacer un completo registro,
y hacerles llegar lo más pronto posible a la convicción a la G*** llegó por último,
de que la carta no estaba en casa. Comprendí también que todo el conjunto de
ideas, que tendría alguna dificultad en detallar a usted ahora, relativo a los
invariables principios de la policía en pesquisas de objetos ocultados, pasaría
necesariamente por la mente del ministro. Eso le llevaría, de una manera
inevitable, a despreciar todos los escondrijos ordinarios. No podía, reflexioné,
ser tan simple que no viera que los más intrincados y más remotos secretos de
su mansión serían tan de fácil acceso como los rincones más vulgares, a los
ojos, a los exámenes, a los barrenos y los microscopios del prefecto. Vi, por
último, que se vería impulsado, como en un asunto de lógica, a la simplicidad, si
no la había deliberadamente elegido por su propio gusto personal. Recordará
usted quizá con cuanta gana se rió el prefecto, cuando le sugerí en nuestra
primera entrevista que era muy posible que este misterio le perturbara tanto por
ser su descubrimiento demasiado evidente.
—Sí —dije—, recuerdo bien su hilaridad. Creí realmente que sufriría
convulsiones.
—El mundo material —continúo Dupin— abunda en muy estrictas
analogías con el espiritual; y así se ha dado algún color de verdad al dogma
retórico de que la metáfora o el símil pueda ser empleada para dar más fuerza a
un pensamiento o embellecer una descripción. El principio de vis inertiæ, por
ejemplo, parece idéntico en física y metafísica. No es más cierto en la primera,
que un gran cuerpo es puesto en movimiento con más dificultad que uno
pequeño, y que su subsecuente impulso es proporcionado a esa dificultad, que
lo es en la segunda, que intelectos de la más vasta capacidad, aunque más
potentes, constantes y fecundos en sus movimientos que los de inferior grado,
son sin embargo los menos prontamente movidos, y más embarazados y llenos
de vacilación en los primeros pasos de sus progresos. Otra cosa: ¿ha notado
usted alguna vez cuáles son las muestras de tiendas que más llaman la
atención?
—Nunca se me ocurrió pensarlo —dije.
—Hay un juego de adivinanzas —replicó él— que se juega con un mapa.
Uno de los jugadores pide al otro que encuentre una palabra dada, el nombre de
una ciudad, río, estado o imperio; una palabra, en fin, sobre la abigarrada y
confusa superficie de un mapa. Un novato en el juego trata generalmente de
confundir a sus contrarios, dándoles a buscar los nombres escritos con las letras
más pequeñas; pero el buen jugador escogerá entre esas palabras que se
extienden con grandes caracteres de un extremo a otro del mapa. Éstas, lo
mismo que los anuncios y tablillas expuestas en las calles con letras
grandísimas, escapan a la observación a fuerza de ser excesivamente notables;
y aquí, la física inadvertencia ocular es precisamente análoga a la inteligibilidad
moral, por la que el intelecto permite que pasen desapercibidas esas
consideraciones, que son demasiado evidentes y palpables por sí mismas. Pero
parece que éste es un punto que está algo arriba o abajo de la comprensión del
prefecto. Nunca creyó probable o posible que el ministro hubiera dejado la carta
inmediatamente debajo de las narices de todo el mundo, a fin de impedir que
una parte de ese mundo pudiera verla.
»Pero cuanto más reflexionaba sobre el audaz, fogoso y discernido
ingenio de D***, sobre el hecho de que el documento debía haber estado
siempre a mano, si intentaba usarlo con ventajoso fin; y sobre la decisiva
evidencia, obtenida por el prefecto, de que no estaba oculto dentro de los límites
de sus pesquisas ordinarias, más convencido quedaba de que para ocultar
aquella carta el ministro había recurrido al más amplio y sagaz expediente de no
tratar de ocultarla absolutamente.
»Convencido de estas ideas, me puse mis gafas verdes y una hermosa
mañana, como por casualidad, entré en la casa del ministro. Encontré a D***
bostezando, extendido cuan largo era, charlando insustancialmente, como de
costumbre, y pretendiendo estar aquejado del más abrumador ennui. Sin
embargo, es uno de los hombres más realmente activos que existen, pero tan
sólo cuando nadie lo ve.
»Para pagarle con la misma moneda, me quejé de mis débiles ojos, y
lamenté la forzosa necesidad que tenía de usar gafas, bajo el amparo de las
cuales examinaba cuidadosa y completamente toda la habitación, mientras en
apariencia sólo me ocupaba de la conversación con mi anfitrión.
»Presté especial atención a una gran mesa-escritorio, cerca de la cual
estaba sentado D***, y sobre la que había desparramados confusamente
diversas cartas Y otros papeles, uno o dos instrumentos de música y algunos
libros. En ella, no obstante, después de un largo y deliberado escrutinio, no vi
nada capaz de provocar mis sospechas.
»Por último, mis ojos, examinando el circuito del cuarto, se posaron sobre
un miserable tarjetero de cartón afiligranado, que pendía de una sucia cinta azul,
sujeta a una perillita de bronce, colocada justamente sobre la repisa de la
chimenea. En aquel tarjetero, que tenía tres o cuatro compartimentos, había seis
o siete tarjetas de visita y una solitaria carta. Esta última estaba muy manchada
y arrugada. Se hallaba rota casi en dos, por el medio, como si una primera
intención de hacerla pedazos por su nulo valor hubiera sido cambiado y
detenido. Tenía un gran sello negro, con el monograma de D***, muy visible, y el
sobre escrito y dirigido al mismo ministro revelaba una letra menuda y femenina.
Había sido arrojada sin cuidado alguno, y hasta desdeñosamente, parecía, en
una de las divisiones superiores del tarjetero.
»No bien descubrí la carta en cuestión, comprendí que era la que andaba
buscando. En verdad, era, en apariencia, radicalmente distinta de aquella que
nos había leído el prefecto una descripción tan minuciosa. Aquí el sello era
grande y negro, con el monograma de D***; en la otra era pequeño y rojo, con
las armas ducales de la familia S***. Aquí la dirección del ministro era diminuta y
femenina; en la otra la letra del sobre, dirigida a un cierto personaje real, era
marcadamente enérgica y decidida; el tamaño era su único punto de semejanza.
Pero la naturaleza radical de esas diferencias, que era excesiva, las manchas, la
sucia y rota condición del papel, tan inconsistente con los verdaderos hábitos
metódicos de D***, y tan reveladoras de dar una idea de la insignificancia del
documento a un indiscreto; estas cosas, junto con la visible situación en que se
hallaba, a la vista de todos los visitantes, y así coincidente con las conclusiones
a que yo había llegado previamente; esas cosas, digo, eran muy corroborativas
de sospecha, para quien había ido con la intención de sospechar.
»Demoré mi visita tanto como fue posible, y mientras mantenía una de las
más animadas discusiones con el ministro, sobre un tópico que sabía que jamás
había dejado de interesarle y apasionarle, volqué mi atención, en realidad, sobre
la carta. En aquel examen, confié a la memoria su apariencia externa y su
colocación en el tarjetero; y por último, hice un descubrimiento que borraba
cualquier duda trivial que pudiera haber concebido. Registrando con la vista los
bordes del papel, noté que estaban más gastados de lo que parecía necesario.
Presentaban una apariencia de rotura que resulta cuando un papel liso,
habiendo sido una vez doblado y apretado, es vuelto a doblar en una dirección
contraria, con los mismos pliegues que ha formado el primitivo doblez. Este
descubrimiento fue suficiente. Fue claro para mí que la carta había sido dada
vuelta, como un guante, lo de adentro para afuera; una nueva dirección y un
nuevo sello le habían sido agregados. Di los buenos días al ministro, y me
marché enseguida, abandonando sobre la mesa una tabaquera de oro.
»A la mañana siguiente fui en busca de la tabaquera, y reanudamos
placenteramente la conversación del día anterior. Mientras Estábamos en ella
empeñados, un fuerte disparo, como de una pistola, se oyó inmediatamente
debajo de las ventanas del edificio, y fue seguido por una serie de gritos de
terror, y exclamaciones de una multitud asustada. D*** se lanzó a una de las
ventanas, la abrió y miró hacia la calle. Mientras, me acerqué al tarjetero, cogí la
carta, la metí en mi bolsillo y la reemplacé por un facsímil (de sus caracteres
externos) que había preparado cuidadosamente en casa, imitando el
monograma de D***, con mucha facilidad, por medio de un sello de miga de pan.
»El tumulto en la calle había sido ocasionado por la loca conducta de un
hombre con un fusil. Había hecho fuego con él entre un grillo de mujeres y niños.
Se comprobó, sin embargo, que el arma estaba descargada, y se le permitió que
continuara su camino, como a un lunático o un ebrio. Cuando se hubo retirado,
D*** se separó de la ventana, a donde le había seguido yo inmediatamente
después de conseguir mi objeto. Al poco rato me despedí de él. El pretendido
lunático era un hombre a quien yo había pagado para que produjera el tumulto.
—Pero, ¿qué propósito tenía usted —pregunté— para reemplazar la carta
por un facsímil? ¿No hubiera sido mejor, en la primera visita, arrebatarla
abiertamente y salir con ella?
—D*** —replicó Dupin— es un hombre arrojado y valiente. Su casa,
además, no carece de servidores consagrados a los intereses del amo. Si
hubiera yo hecho la atrevida tentativa que usted sugiere, jamás habría salido
vivo de allí y el buen pueblo de París no hubiera vuelto a saber más de mí. Ya
conoce usted mis ideas políticas. Pero tenía una segunda intención, aparte de
esas consideraciones. En este asunto, obré como partidario de la dama
comprometida. Durante dieciocho meses el ministro la tuvo en su poder. Ella es
la que lo tiene ahora en su poder: como D*** no sabe que la carta no está ya en
su tarjetero, proseguirá con sus presiones como si la tuviera. Así provocará, él
mismo, su ruina política. Su caída, además, será tan precipitada como ridícula.
Es igualmente exacto hablar, a propósito de su caso, del facilis descensus
Avernis; pues en todas especies de ascensiones, como la Catalani dice del
canto, es mucho más fácil subir que bajar. En el presente caso no tengo
simpatía, ni siquiera piedad, por el que desciende. D*** es ese monstrum
horrendum, el hombre de genio sin principios. Confieso, sin embargo, que me
gustaría mucho conocer el preciso carácter de sus pensamientos cuando, siendo
desafiado por aquella a quien el prefecto llama «una cierta persona», se vea
forzada a abrir la carta que le dejé para él en el tarjetero.
—¿Cómo? ¿Escribió usted algo particular en ella?
—¡Claro!. No parecía del todo bien dejarla en blanco; eso hubiera sido
insultante.. Cierta vez D***, en Viena, me jugó una mala pasada, acerca de la
que le dije, sin perder el buen humor, que no lo olvidaría. Así, como comprendí
que sentiría alguna curiosidad respecto a la identidad de la persona que había
sobrepujado su inteligencia, pensé que era una lástima no dejarle un indicio para
que la conociera. Como conoce perfectamente mi letra, me limité a copiar en
medio de la página estas palabras:
... Un dessein si funeste,
S’il n’est digne d’Atrée, est digne de Thyeste,
que se pueden encontrar en el Atreo de Crebillon.2
F I N
2 Atreo es una obra del poeta trágico francés Prosper Crebillon (1674 - 1762). En ella relata la cruel venganza de Atreo, rey de
Argos, contra Tieste, a quien hizo comer los miembros de su propio hijo. Crebillon reflexiona que «un designio tan funesto / no era
digno de Atreo, sino de Tieste». (N. de T.)

HOP-FROG -- Edgar Allan Poe

HOP-FROG
Edgar Allan Poe

No he conocido nunca a nadie tan agudamente animado a la chanza como aquel rey. Parecía vivir sólo para las bromas. Contar una buena historia del género chusco, y contarla bien, era el medio más seguro de conseguir su favor. Por eso ocurría que sus siete ministros se distinguían por sus cualidades como bromistas. Seguían todos el ejemplo del rey, que era un hombre grande, corpulento, grueso, tal como son los guasones inimitables. Que la gente engorde por las bromas o que haya en la grasa algo que predisponga a la chanza, no he sido nunca capaz de decidirlo; pero es indudable que un bromista flaco es rara avis in terris. Respecto a los refinamientos, o fantasmas del ingenio como él los llamaba, al rey le preocupaban muy poco. Sentía una especial admiración por la broma de resuello, y la soportaba con frecuencia en su longitud, por amor a ella. Los melindres le aburrían. Hubiera él preferido el Gargantúa, de Rabelais, al Zadig, de Voltaire, y por encima de todo, las chanzas efectivas se ajustaban a su gusto mejor que las de palabra. En la fecha de mi relato, los bufones de profesión no habían pasado por completo de moda en la corte. Varias de las grandes «potencias» continentales conservaban aún sus «locos», quienes iban vestidos de un modo abigarrado con gorros de cascabeles, y debían estar siempre prontos a lanzar en todo momento dichos agudos, en compensación a las migajas que caían de la mesa real. Nuestro rey, como era natural, conservaba su «loco». El hecho es que él necesitaba algo en el sentido de la locura, aunque sólo fuese para contrapesar la pesada sabiduría de los siete sabios que eran sus ministros, sin mencionarle a él. Su «loco» o bufón profesional era, además, no sólo un loco. Su valía aparecía triplicada a los ojos del rey por el hecho de ser también enano y cojitranco. En aquellos tiempos los enanos eran tan corrientes en la corte como los «locos» y muchos monarcas hubieran encontrado difícil pasarse los días (días que son más largos en la corte que en cualquier otra parte) sin un bufón para reírse con él, y sin un enano para reírse de él. Pero, como he indicado ya antes, sus bufones, en noventa y nueve casos de ciento, son gordos, redondos y pesados; de modo que era un motivo no pequeño de personal satisfacción para nuestro rey poseer en Hop-Frog (éste era el nombre del «loco») un triple tesoro en una misma persona. Creo que el nombre de Hop-Frog* no era el que le habían puesto al bautizarle sus padrinos, sino que le fue conferido, con el asentimiento unánime de los siete ministros, dada su torpeza para andar
*. Hop, saltar, brincar, y frog, rana.
como los otros hombres. En realidad, Hop-Frog podía avanzar únicamente con una especie de paso interjeccional, algo entre el salto y la reptación, un movimiento que producía al rey una diversión ilimitada, y por supuesto, un consuelo, pues (no obstante la protuberancia de su panza y una hinchazón constitucional de su cabeza) el monarca era considerado por toda su corte como un tipo magnífico. Pero aunque Hop-Frog, a causa de la distorsión de sus piernas, podía moverse tan sólo con,
mucho trabajo y dificultad por un camino o por el suelo, la prodigiosa potencia muscular con que la naturaleza parecía haber dotado a sus brazos, a modo de compensación por la deficiencia de sus miembros inferiores, le hacía capaz de realizar muchos actos de una maravillosa destreza cuando se trataba de árboles, cuerdas o cualquier otra cosa por donde trepar. En tales ejercicios se parecía mucho más a una ardilla que a un mono pequeño o que a una rana. No podría yo decir con exactitud de qué país procedía Hop-Frog. Debía de ser de alguna comarca bárbara de la que nadie había oído hablar, muy alejada de la corte de nuestro rey. Hop-Frog y una joven mucho menos enana que él (pero de exquisitas proporciones y maravillosa danzarina) habían sido arrebatados con violencia de sus respectivos hogares, en unas provincias contiguas, y enviados como presentes al rey por uno de sus generales siempre victoriosos. En tales circunstancias no era nada sorprendente que una estrecha intimidad uniese a los dos pequeños cautivos. En realidad, llegaron a ser muy pronto dos amigos juramentados. Hop-Frog que, pese a dedicarse mucho a la broma, era poco popular, no podía prestar grandes servicios a Tripetta; pero ella, merced a su gracia y exquisita belleza (aun siendo enana), era universalmente admirada y mimada, poseía, por tanto, mucha influencia, y no dejaba nunca de emplearla, siempre que podía, en beneficio de Hop-Frog. En una gran ocasión fastuosa - no recuerdo ya cuál - el rey decidió dar una mascarada, y siempre que se celebraba una mascarada o cualquier fiesta por el estilo en su corte, los talentos de Hop-Frog y de Tripetta tenían una intervención segura en ello. Hop-Frog especialmente poseía tal inventiva en materia de espectáculos, sugiriendo nuevos personajes y creando trajes para los bailes de disfraces que parecía que nada podía hacerse sin su concurso. Había llegado la noche señalada para la fiesta. Se había decorado o un magnífico salón, bajo la dirección de Tripetta, con toda la ingeniosidad posible para dar brillantez a la mascarada. La corte entera vivía en una. espera febril. En cuanto a los trajes y prestancias, cada cual como puede suponerse, había hecho su elección en semejante materia Muchos los habían decidido (así como los róles que iban a adoptar) con una semana y hasta con un mes de anticipación, y al fin y al cabo, no existía la menor indecisión en ningún participante, excepto en lo que concernía al rey y a sus siete ministros. No podría yo decir por qué vacilaban, como no se tratase de otro género de bromas. Era muy probable que la dificultad en adoptar su decisión tuviera por causa su gordura. Sea como fuere, transcurría el tiempo, y como último recurso enviaron a buscar a Tripetta y a Hop-Frog. Cuando los dos amiguitos obedecieron el requerimiento del rey, le encontraron tomando su vino en compañía de los siete miembros de su consejo de ministros; pero el monarca parecía estar de muy mal humor. Sabía que Hop-Frog no era aficionado al vino, pues la bebida excitaba al pobre cojitranco hasta la locura, y la locura no es un sentimiento grato. Pero al rey le agradaban sus propias chanzas y hallaba placer en forzar a Hop-Frog a beber y (según la expresión real) «en que estuviese alegre». -Ven aquí, Hop-Frog -dijo, cuando el bufón y su amiga entraron en el salón-; tómate este vaso lleno a la salud de vuestros amigos ausentes -al oírlo Hop-Frog suspiró-, y luego préstanos el concurso de tu imaginación. Necesitamos papeles (papeles que representar, hombre), algo nuevo, fuera de lo corriente. Estamos aburridos de esta eterna monotonía. ¡Vamos, bebe! El vino iluminará tu ingenio. Hop-Frog se esforzó, como de costumbre, por replicar con una chanza a los requerimientos del rey; pero el esfuerzo fue excesivo. Era casualmente el cumpleaños del pobre enano, y la
orden de beber por sus «amigos ausentes» hizo brotar lágrimas de sus ojos. Gruesas y amargas gotas cayeron abundantes en el vaso que con humildad había cogido de la mano de su tirano. --Ja, ja, ja!--rugió este último, mientras el enano vaciaba con repugnancia el vaso--. ¡Mira lo que puede hacer un vaso de buen vino! ¡Vaya, tus ojos ya brillan! ¡Pobre muchacho! Sus grandes ojos centelleaban más que brillaban, pues el efecto del vino sobre su excitable mentalidad era tan poderoso como instantáneo. Dejó el vaso nerviosamente sobre la mesa y miró a su alrededor a los presentes con una fijeza de semidemencia. Parecían todos ellos muy divertidos con el éxito de la broma regia. --Y ahora, al trabajo --dijo el primer ministro, un hombre muy grueso. --Sí-dijo el rey--. Vamos, Hop-Frog, préstanos tu ayuda. Papeles, mi buen mozo; necesitamos papeles, los necesitamos todos nosotros. ¡Ja, ja, ja! Y como aquello significaba una seria broma, las siete risas hicieron coro a la del rey. Hop-Frog rió también, aunque débilmente, como algo distraído. --Vamos, vamos! --dijo el rey, impaciente--. ¿No se te ocurre nada? --Intento encontrar algo nuevo --replicó el enano, absorto, pues se sentía de todo punto trastornado por el vino. --Cómo que intentas! --gritó el tirano con ferocidad--. ¿Qué quieres decir con eso? ¡Ah! Ya comprendo. Estás malhumorado y necesitas más vino. ¡Vamos, tómate esto! Llenó hasta el borde otro vaso y se lo ofreció al cojitranco, que lo miró, atónito, y respiró entrecortado. --Bebe, te digo --gritó el monstruo-- o por los demonios...! El enano titubeaba. El rey se puso rojo de rabia. Los cortesanos sonreían estúpidamente. Tripetta, pálida como un cadáver, avanzó hasta el asiento del monarca, y arrodillándose ante él, le suplicó que perdonase a su amigo. El tirano la miró durante unos instantes, asombrado, sin duda, de su audacia. Parecía no saber qué hacer ni qué decir, ni cómo expresar dignamente su indignación. Por último, sin pronunciar una sílaba, la empujó con violencia lejos de él y le arrojó el contenido del vaso lleno a la cara. La pobre muchacha se levantó como pudo, y no atreviéndose siquiera a suspirar, volvió a ocupar su puesto junto a la mesa. Hubo como medio minuto de silencio de muerte, durante el cual hubiese podido oírse caer una hoja o una pluma. Fue interrumpido por el sonido de un rechinamiento bajo, pero ronco y prolongado, que pareció salir de repente de todos los rincones de la estancia. --Por qué, por qué, por qué haces ese ruido? --preguntó el rey, volviéndose, furioso, hacia el enano. Este último parecía haberse repuesto en gran parte de su embriaguez, y mirando fija, pero tranquilamente a la cara del tirano, exclamó con sencillez: --Yo, yo? ¿Cómo puedo haberlo hecho yo? --El ruido me pareció venir de fuera --observó uno de los cortesanos--. Me figuro que es el loro en la ventana afilándose el pico sobre los barrotes de su jaula. --Es cierto--confirmó el monarca, como sintiendo un gran alivio ante aquella idea--; pero por mi honor de caballero hubiese jurado que era el rechinar de los dientes de este vagabundo. A lo cual el enano se echó a reír (el rey era un bromista harto inveterado por hacer ninguna objeción a nadie que riese) y mostró una ancha, potente y muy repulsiva dentadura. Además, declaró que bebería gustoso cuanto vino quisieran. El monarca se apaciguó; y Hop-Frog, habiendo ingerido otro vaso lleno, sin notarse que le hiciera ningún mal efecto, entró inmediatamente en el plan de la mascarada.
--No puedo decir por qué asociación de ideas --observó, muy tranquilo y como si no hubiese probado vino en su vida--, precisamente después que vuestra majestad golpease a esta muchacha y le tirase el vino a la cara, y mientras el loro hacía ese extraño ruido por fuera de la ventana, uno de los juegos de mi país que figuran con frecuencia en nuestras mascaradas, pero que aquí resultará nuevo en absoluto. Por desgracia, no obstante, requiere un grupo de ocho personas y... --Aquí somos ocho!--gritó el rey, riendo de su agudo descubrimiento de aquella coincidencia--, ocho en un grupo. Yo y mis siete ministros. ¡Vamos! ¿Cuál es esa diversión? --Nosotros la llamamos --explicó el cojitranco-- los «Ocho orangutanes encadenados», y es, de veras, un juego soberbio cuando se realiza bien. --Lo reslizaremos así --dijo el rey, levantándose y frunciendo el ceño. --La belleza del juego --prosiguió Hop-Frog-- consiste en el espanto que produce en las mujeres. --Magnffico! --rugieron a coro el monarca y su gobierno. --Os vestiré yo de orangutanes -. -continuó el enano-; confiad en mí. El parecido será tan sorprendente, que todos los compañeros de la mascarada os tomarán por verdaderos animales, y naturalmente, se quedarán aterrados y atónitos. eso es delicioso! --exclamó el rey--. ¡Hop-Frog, haré de ti un hombre! --Las cadenas tienen por objeto aumentar la confusión con su ruido discordante. Se supondrá que habéis escapado, en massa a vuestros guardianes. Vuestra majestad no puede concebir el efecto que producen en una mascarada ocho orangutanes encadenados, que la máyoría de los asistentes se imaginan son de verdad, precipitándose con gritos salvajes entre una multitud de hombres y mujeres delicada y suntuosamente vestidos. El contraste es inimitable. --Lo será --dijo el rey; y el consejo se levantó en seguida (pues se hacía tarde) para poner en ejecución el plan de Hop-Frog. Su manera de disfrazar a todo aquel grupo de orangutanes era muy sencilla, pero eficaz prácticamente para su propósito. En la época de mi relato se veían muy rara vez los animales en cuestión en cualquiera de las partes del mundo civilizado, y como las imitaciones hechas por el enano eran lo bastante semejantes a unas bestias, y más que bastante horrorosas, su parecido a las verdaderas estaba asegurado. El rey y sus ministros fueron, ante todo, embutidos en camisas y calzoncillos muy ajustados, de elástica. Luego los untaron de brea. En este momento de la operación alguien de la partida sugirió el empleo de plumas; pero la sugestión fue al punto rechazada por el enano, que convenció pronto a los ocho, por medio de una demostración ocular, de que el pelo de unos animales como los orangutanes se representaba mucho mejor con lino. Por consiguiente, pusieron una espesa capa encima de la brea. Buscaron luego una larga cadena. Primero la pasaron alrededor de la cintura del rey, y la remacharon; después, alrededor de otro miembro del grupo, y la remacharon tanbién; luego, sucesivamente, alrededor de cada uno, de la misma manera. Cuando estuvo terminado este encadenamiento, separándose unos de otros lo más posible, formaron un círculo, y para hacer mayor el parecido, Hop-Frog pasó el resto de la cadena de un lado a otro del círculo, en dos diámetros, conforme a la manera adoptada hoy día por los cazadores del chimpancé u otros grandes simios en Borneo. El gran salón, donde se iba a celebrar la mascarada, era una pieza circular, muy alta, que recibía la luz solar por una sola claraboya en el techo. De noche (que era la hora en que se utilizaba en particular aquella estancia) estaba iluminada principalmente por una gran aralia colgada de una cadena en el centro de la claraboya, y que bajaba o subía por medio de un contrapeso ordinario; pero (con objeto de no afear su aspecto) este último pasaba por fuera
de la cúpula y por encima del techo. El arreglo del salón había sido confiado a la dirección de Tripetta, si bien en algunos detalles estuvo guiada, al parecer, por el criterio tranquilo de su amigo el enano. Por sugerencia de éste, en aquella ocasión habían quitado la araña. El goteo de la cera (que hubiera sido imposible evitar en una atmósfera tan caldeada) habría causado un serio detrimento en los ricos trajes de los invitados, quienes, dado el amontonamiento de la gente en el salón, no hubiesen podido todos mantenerse apartados del centro, es decir, de debajo de la araña. Candelabros adicionales fueron instalados en varias partes del salón, fuera del sitio destinado a la gente, y una antorcha, que exhalaba un grato olor, fue colocada en la mano derecha de cada de las cariátides, que se erguían contra el muro en número de cincuenta o sesenta en total. Los ocho orangutanes, siguiendo el consejo de Hop-Frog, esperaron pacientemente hasta medianoche (cuando el salón estaba lleno de máscaras) para hacer su aparición. Pero apenas el reloj acababa de dar las companadas, cuando se precipitaron, o más bien rodaron todos juntos, adentro, pues la traba de sus cadenas hizo caer a muchos de ellos, y tropezar a todos al entrar. La excitación entre las máscaras resultó prodigiosa y llenó de alegría el corazón del rey Como se esperaba, fue grande el número de invitados que supusieron que aquellos feroces seres eran efectivos animales de cierta especie, sino orangutanes de verdad. Muchas damas se desmayaron de terror, y si el rey no hubiese tenido la precaución de prohibir toda clase de armas en el salón, él y su banda habrían pa.gado la broma con su sangre. En suma, hubo una carrera general hacia las puertas; pero el rey había mandado que las cerrasen inmediata-mente después de su entrada, y por indicación del enano, habían depositado las llaves en sus manos. Cuando el tumulto estaba en su apogeo, y cada máscara no atendía más que a su propia salvación (pues, en realidad, con aquellas apreturas y con aquella excitación de la multitud existía un gran peligro real), pudo verse la cadena que servía de costumbre para colgar la araña y que había sido también retirada, descender gradualmente hasta que su extremo ganchudo estuvo a tres pies del suelo. Pocos instantes después, el rey y sus siete amigos habiendo rodado por la sala en todas direcciones, se hallaron, por último, juntos en el centro, y por de contado, en contacto inmediato con la cadena. Mientras estaban en aquella posición, el enano, que les había ido pisando, sin ruido, los talones, incitándolos a preservarse del choque, asió la cadena por la unión de las dos partes que cruzaban el círculo diametralmente y en ángulos rectos. Entonces, con la rapidez del pensamiento, encajó en ella el gancho que servía para colgar la aralia; y en un instante como por un agente invisible, la araña encadenada se elevó lo bastante alta para poner el gancho fuera de todo alcance, y como consecüencia inevitable, arrastró a los orangutanes juntos en apretada unión y cara cara. Las máscaras, entretanto, se habían repuesto en cierto modo de su alarma, y empezando a considerar todo aquello como una broma bien preparada, lanzaron una fuerte carcajada ante la posición de los monos. --Dejádmelos!--gritó entonces Hop-Frog; y su voz penetrante se oía fácilmente entre el estrépito-- Dejádmelos a mí. Creo que los conozco. Con sólo que pueda verlos bien, podré deciros en seguida quiénes son. Entonces, gateando sobre las cabezas de la multitud, se las compuso para llegar al muro; luego cogiendo una antorcha de una de las cariátides, volvió como había venido hacia el centro del salón, saltó con la agilidad de un mono sobre la cabeza del rey, y desde allí trepó unos cuantos pies por la cadena, bajando la antorcha para examinar el grupo de orangutanes,
gritando sin cesar: -¡Pronto descubriré quiénes son! Y entonces, mientras la reunión entera (incluyendo los monos) se retorcía de risa, el bufón lanzó de pronto un agudo silbido, al tiempo que la cadena subió violentamente cerca de treinta pies, arrastrando con ella a los aterrados y forcejeantes orangutanes, y dejándolos suspendidos en mitad del aire entre la claraboya y el suelo. Hop-Frog, aferrado a la cadena, se elevó con ella manteniendo aún su posición con respecto a los ocho disfrazados y bajando siempre su antorcha hacia ellos, como si intentase descubrir quiénes eran. Toda la reunión quedóse tan atónita ante aquella ascensión, que hubo después un silencio de muerte, que duró unos minutos. Fue interrumpido precisamente por un ruido de rechinamiento bajo, ronco, como el que antes había atraído la atención del rey y de sus consejeros cuando aquél arrojó el vino a la cara de Tripetta. Pero en la presente ocasión no se trataba de buscar de dónde salía aquel ruido. Salía de los agudos dientes del enano, quien los hacía rechinar como si los triturase en la espuma de su boca, y clavaba sus ojos, con una expresión de rabia enloquecida, en el rey y sus siete compañeros, cuyas caras estaban vueltas hacia él. --jJa, ja, ja! --dijo, por último, el furibundo enano--. ¡Ja, ja, ja! ¡Empiezo a ver ahora quiénes son estas gentes! Y entonces, con el pretexto de examinar al rey desde más cerca, aproximó la antorcha al vestido de lino que envolvía a aquél y que ardía al instante como una sábana de llama viva. En menos de medio minuto los ocho orangutanes ardían todos furiosamente, en medio de los chillidos de la multitud que los contemplaba desde abajo, sobrecogida de horror y sin poder prestarles la menor ayuda. Finalmente, las llamas, aumentando de pronto en virulencia, obligaron al bufón a trepar más arriba por la cadena, fuera de su alcance,y al hacer este movimiento la multitud volvió a quedar sumida durante un segundo en el silencio. El enano aprovechó la oportunidad y habló de nuevo: --Ahora veo claramente --dijo-- qué clase de gentes son estas máscaras. Veo un gran rey y sus siete ministros, un rey que no tiene escrúpulos en golpear a una muchacha indefensa, y sus siete ministros que le incitan a ese ultraje. En cuanto a mí, soy no más que Hop-Frog, el bufón, y ésta es mi última bulonada. A causa de la gran combustibilidad del lino y de la brea a que estaba adherido, apenas terminó el enano su breve discurso. cuando se había consumado la obra vindicadora. Los ocho cadáveres se balanceaban en sus cadenas, masa fétida, negruzca, horrenda y confusa. El cojitranco arrojó su antorcha sobre ellos, trepó despacio hacia el techo, y desapareció por la claraboya. Se supone que Tripetta, apostada sobre el tejado del salón, sirvió de cómplice a su amigo en aquella venganza incendiaria, y que huyeron juntos hacia su país, pues a niguno de los dos se los volvió a ver nunca mas.

EDGAR ALLAN POE -- EL RETRATO OVAL

EDGAR ALLAN POE


EL RETRATO OVAL



EL RETRATO OVAL
Edgar Allan Poe

El castillo en el cual mi criado se le había ocurrido penetrar a la fuerza en vez de permitirme, malhadadamente herido como estaba, de pasar una noche al ras, era uno de esos edificios mezcla de grandeza y de melancolía que durante tanto tiempo levantaron sus altivas frentes en medio de los apeninos, tanto en la realidad como en la imaginación de Mistress Radcliffe.
Según toda apariencia, el castillo había sido recientemente abandonado, aunque temporariamente. Nos instalamos en una de las habitaciones más pequeñas y menos suntuosamente amuebladas. Estaba situada en una torre aislada del resto del edificio. Su decorado era rico, pero antiguo y sumamente deteriorado. Los muros estaban cubiertos de tapicerías y adornados con numerosos trofeos heráldicos de toda clase, y de ellos pendían un número verdaderamente prodigioso de pinturas modernas, ricas de estilo, encerradas en sendos marcos dorados, de gusto arabesco.
Me produjeron profundo interés, y quizá mi incipiente delirio fue la causa, aquellos cuadros colgados no solamente en las paredes principales, sino también en una porción de rincones que la arquitectura caprichosa del castillo hacia inevitable; hice a Pedro cerrar los pesados postigos del salón, pues ya era hora avanzada, encender un gran candelabro de muchos brazos colocado al lado de mi cabecera, y abrir completamente las cortinas de negro terciopelo, guarnecidas de festones, que rodeaban el lecho. Quíselo así para poder, al menos, si no reconciliaba el sueño, distraerme alternativamente entre la contemplación de estas pinturas y la lectura de un pequeño volumen que había encontrado sobre la almohada y que trataba de su crítica y su análisis.
Leí largo tiempo; contemplé las pinturas religiosas devotamente; las horas huyeron, rápidas y silenciosas, y llegó la media noche. La posición del candelabro me molestaba, y extendiendo la mano con dificultad para no turbar el sueño de mi criado, lo coloqué de modo que arrojase la luz de lleno sobre el libro. Pero este movimiento produjo un efecto completamente inesperado. La luz de sus numerosas bujías dio de pleno en un nicho del salón que una de las columnas del lecho había hasta entonces cubierto con una sombra profunda. Vi envuelto en viva luz un cuadro que hasta entonces no advirtiera. Era el retrato de una joven ya formada, casi mujer. Lo contemplé rápidamente y cerré los ojos. ¿Por qué? no me lo expliqué al principio; pero, en tanto que mis ojos permanecieron cerrados, analicé rápidamente el motivo que me los hacía cerrar. Era un movimiento involuntario para ganar tiempo y recapacitar, para asegurarme de que mi vista no me había engañado, para calmar y preparar mi espíritu a una contemplación más fría y más serena. Al cabo de algunos momentos, miré de nuevo el lienzo fijamente.
No era posible dudar, aun cuando lo hubiese querido; porque el primer rayo de luz al caer sobre el lienzo, había desvanecido el estupor delirante de que mis sentidos se hallaban poseídos, haciéndome volver repentinamente a la realidad de la vida. El cuadro representaba, como ya he dicho, a una joven. se trataba sencillamente de un retrato de medio cuerpo , todo en este estilo, que se llama, en lenguaje técnico, estilo de viñeta; había en él mucho de la manera de pintar de Sully en sus cabezas favoritas. Los brazos, el seno y las puntas de sus radiantes cabellos, pendíanse en la sombra vaga, pero profunda, que servía de fondo a la imagen. El marco era oval, magníficamente dorado, y de un bello estilo morisco. Tal vez no fuese ni la ejecución de la obra, ni la excepcional belleza de su fisonomía lo que me impresionó tan repentina y profundamente. No podía creer que mi imaginación, al salir de su delirio, hubiese tomado la cabeza por la de una persona viva.
Empero, los detalles del dibujo, el estilo de viñeta y el aspecto del marco, no me permitieron dudar ni un solo instante. Abismado en estas reflexiones, permanecí una hora entera con los ojos fijos en el retrato. Aquella inexplicable expresión de realidad y vida que al principio me hiciera estremecer, acabó por subyugarme. Lleno de terror respeto, volví el candelabro a su primera posición, y habiendo así apartado de mi vista la causa de mi profunda agitación, me apoderé ansiosamente del volumen que contenía la historia y descripción de los cuadros.
Busqué inmediatamente el número correspondiente al que marcaba el retrato oval, y leí la extraña y singular historia siguiente:
“Era una joven de peregrina belleza, tan graciosa como amable, que en mal hora amó al pintor y, se desposó con él.
“Él tenía un carácter apasionado, estudioso y austero, y había puesto en el arte sus amores; ella, joven, de rarísima belleza, todo luz y sonrisas, con la alegría de un cervatillo, amándolo todo, no odiando más que el arte, que era su rival, no temiendo más que la paleta, los pinceles y demás instrumentos importunos que le arrebataban el amor de su adorado. Terrible impresión causó a la dama oír al pintor hablar del deseo de retratarla. Mas era humilde y sumisa, y sentóse pacientemente, durante largas semanas, en la sombría y alta habitación de la torre, donde la luz se filtraba sobre el pálido lienzo solamente por el cielo raso.
"El artista cifraba su gloria en su obra, que avanzaba de hora en hora, de día en día.
"Y era un hombre vehemente, extraño, pensativo y que se perdía en mil ensueños; tanto que no veía que la luz que penetraba tan lúgubremente en esta torre aislada secaba la salud y los encantos de su mujer, que se consumía para todos excepto para él.
"Ella no obstante, sonreía más y más, porque veía que el pintor, que disfrutaba de gran fama, experimentaba un vivo y ardiente placer en su tarea, y trabajaba noche y día para trasladar al lienzo la imagen de la que tanto amaba, la cual de día en día tornábase más débil y desanimada. Y, en verdad, los que contemplaban el retrato, comentaban en voz baja su semejanza maravillosa, prueba palpable del genio del pintor, y del profundo amor que su modelo le inspiraba. Pero, al fin, cuando el trabajo tocaba a su término, no se permitió a nadie entrar en la torre; Porque el pintor había llegado a enloquecer por el ardor con que tomaba su trabajo, y levantaba los ojos rara vez del lienzo, ni aun para mirar el rostro de su esposa. Y no podía ver que los colores que extendía sobre el lienzo borrábanse de las mejillas de la que tenía sentada a su lado. Y cuando muchas semanas hubieron transcurrido, y no restaba por hacer más que una cosa muy pequeña, sólo dar un toque sobre la boca y otro sobre los ojos, el alma de la dama palpitó aún, como la llama de una lámpara que está próxima a extinguirse. y entonces el pintor dio los toques, y durante un instante quedó en éxtasis ante el trabajo que había ejecutado; pero un minuto después, estremeciéndose, palideció intensamente herido por el terror, y gritando con voz terrible: “—¡En verdad esta es la vida misma!”— Se volvió bruscamente para mirar a su bien amada,... ¡Estaba muerta!”.

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