STEPHEN KING
LA PLANTA III
S I N O P S I S
JOHN
KENTON, quien se especializara en Inglés y fuera Presidente de la Sociedad
Literaria de la Universidad Brown, ha tenido un brusco despertar en el mundo
real como uno de los cuatro editores de Zenith House. Zenith House, que solo capturó
el 2% del mercado total de libros de bolsillo el año anterior (1980), está
agonizando en el cepo. Todos sus empleados están preocupados ya que Apex, la
corporación dueña, puede tomar medidas extremas muy pronto para frenar la marea
de tinta roja... y la posibilidad mas grande parece ser acabar con Zenith, como
sanción extrema. La única esperanza es un drástico repunte en las ventas, pero
con los diminutos adelantos de Zenith y su endeble sistema de distribución, eso
parece improbable.
Aparece
CARLOS DETWEILLER, primero en la forma de una carta de presentación recibida
por John Kenton. Detweiller, de veintitres años, trabaja en la Casa de Flores
de Central Falls y está ofreciendo un libro escrito que él escribió, llamado Verdaderos Cuentos de las Plagas Demoníacas.
Kenton, con la vaga idea de que Detweiller pueda tener un material algo
interesante que pueda ser vuelto a escribir por un miembro del personal,
alienta a Detweiller a enviar un boceto y capítulos de prueba. En cambio,
Detweiller le manda el manuscrito entero, junto con un fajo de fotografías.
Termina siendo aun más fantasmal de lo que Kenton –quien pensó que el libro
quizá pudiera gustarle al público de The
Amityville Horror– pudo haber imaginado en sus peores pesadillas. Y la peor
pesadilla de todas está encerrada en las fotografías adjuntas. La mayoría son
tomas lastimosamente trucadas de una reunión, pero cuatro de ellas muestran un
sacrificio humano horriblemente realista en el que el corazón de un anciano
está siendo arrancado de su pecho abierto... y a Kenton le parece muy probable
que el compañero que está tirando no es otro que el mismo Carlos
Detweiller.
ROGER
WADE coincide con la impresión de Kenton de que han tropezado con algo que
probablemente sea un asunto policial– y uno muy sucio, por cierto. Kenton le
lleva las fotografías al SGTO. TYNDALE, quien las transmite al JEFE IVERSON de
Central Falls. Carlos Detweiller es arrestado, y luego puesto en libertad
cuando un oficial asignado a vigilancia ve las fotografías en cuestión y
comenta que ese mismo día vio a la "víctima del sacrificio"
sentado en la oficina de la Casa de Flores, jugando solitarios y mirando La Esperanza de Ryan en la TV. Tyndale
intenta tranquilizar a Kenton. Váyase a casa, le dice, tómese un trago y olvídese
de él. Usted cometió un error perfectamente perdonable mientras intentaba
llevar a cabo su deber cívico.
Kenton
quema las "fotografías del sacrificio", pero no puede olvidarlas;
recibe una carta del evidentemente loco Carlos Detweiller, prometiendo
venganza. Dos semanas después, recibe una carta de una tal "Roberta
Solrac", quién pretende ser una gran entusiasta del segundo autor más
importante de Zenith, Anthony La Scorbia (La Scorbia es el responsable de una
serie de novelas del estilo la-naturaleza-se-vuelve-loca como Ratas del Infierno, Hormigas del Infierno,
y Escorpiones del Infierno).
"Ella" afirma haberle enviado rosas a La Scorbia, y quiere enviarle a
Kenton, por ser el editor de La Scorbia, una pequeña planta "como señal de
agradecimiento."
Kenton,
que no es tonto, comprende en seguida que Solrac es Carlos deletreado al
revés... y Detweiller, por supuesto, trabajaba en un invernadero. Convencido de
que la "señal de agradecimiento" pueda llegar a ser algo como hierba
mortal o belladonna, Kenton le envía un memorándum a Riddley y le dice que
incinere cualquier paquete que llegue para él de parte de "Roberta
Solrac".
RIDDLEY
WALKER, quien respeta a Kenton más de lo que el propio Kenton creería en su
vida, está de acuerdo, pero por su parte, decide esperar a ver qué pasa. A
finales de febrero de 1981, llega efectivamente un paquete de "Roberta
Solrac" dirigido a John Kenton. Riddley abre la encomienda a pesar del
fuerte presentimiento de que el remitente –Detweiller– es un hombre terriblemente
malvado. En ese caso, el contenido del paquete apenas se corresponde con esa
idea; no es más que una enfermiza hiedra común con un pequeño letrero de
plástico clavado en la tierra de la maceta. El letrero dice:
¡HOLA!
ME LLAMO ZENITH
SOY UN REGALO PARA JOHN
DE ROBERTA
Riddley
lo pone en un estante alto de su cuarto de conserje y se olvida de él.
De
momento.
25 de febrero
Querida Ruth,
Como las cosas no
andan muy bien por aquí, se me ocurrió contarte algunas de ellas: mira las
fotocopias adjuntas, que terminan con una comunicación típicamente atrevida de
Riddley, el de la piel negro carbón y trescientos enormes dientes blancos.
Notarás que Roger
le dio de puntapiés a mi culo, bastante y duro; no se comportó como Roger suele
hacerlo, y el hecho es doblemente grave precisamente por esa razón. No creo que
uno necesite estar muy paranoico para darse cuenta que se refirió a la
posibilidad de despedirme. Si esto lo hubiera conversado con él después del
trabajo, en lo de Flaherty y delante de algunos martinis, dudo muchísimo que se
hubiera enfadado tanto y, obviamente, yo no tenía ni idea de que estaba
esperando una llamada de Enders. Indudablemente me merecía la patada en el culo
que recibí –es cierto que no he estado haciendo mi trabajo–pero es
que él no tiene ni idea del susto que me produjo esa carta cuando comprendí que
era Detweiller de nuevo.
Para mi
desgracia, soy demasiado sensible, o eso es lo que Roger piensa... pero
Detweiller me da miedo por otras razones menos fáciles de entender. Ser la idée fixe
en la cabeza de un demente debe ser uno de los sentimientos más inquietantes en
el mundo; creo que si conociera a Jody Foster le daría una palmada y le diría
que sé exactamente cómo se siente. Hay una viscosa textura casi palpable en las
cartas de Detweiller y, oh muchacha, oh sí, desearía poder quitármelo de la cabeza, pero todavía tengo pesadillas con
esas fotos.
De todas formas,
me he ocupado de las cosas lo mejor que he podido, y no, no tengo intención de
llamar a Central Falls. Mañana tenemos una reunión editorial. Intentaré sacar
lo mejor de mi limitado talento para volver al buen sendero... excepto que en
Zenith House el sendero es tan estrecho que casi no existe.
Te amo, te echo
de menos, suspiro porque vuelvas. Puede que el que te hayas ido sea parte del
problema. No quiero hacerte sentir culpable.
Todo mi amor,
John
Del diario de Riddley Walker
23/2/81
Como una piedra
tirada en una gran charca estancada, el asunto de Detweiller ha provocado
cualquier cantidad de ondas en mi trabajo. Creí que todas habían desaparecido;
pero una más ha pasado esta tarde y ¿quién puede decir que fuera la última?
He incluido una
fotocopia de un memorándum sumamente curioso que recibí de Kenton a las 2:35 de
la tarde, más mi propia contestación (el memo llegó justo después que Gelb se
largara, algo enfadado; no comprendo por qué habría de estar picado
ya que hoy trajo sus propios dados y yo tuve la cortesía de ni siquiera examinarlos, pero, ah,
shupongo que nunca entenderé a estos
blancuchos). Creo que he cubierto con precisión el asunto de Detweiler en
estas páginas, aunque debo agregar que nunca me sorprendió en lo más mínimo que
Kenton fuera el único que pudiera atraer a Detweiller, el cometa vagabundo, a
la errática (y, me temo, declinante) órbita de Zenith House.
Él es más
brillante que Sandra Jackson; más brillante que William Gelb, el bocazas y encorbatado diablo de la Ivy League*; mucho más brillante que Herbert Porter
(Porter, tal como señalé previamente, es
*Nota del Traductor: Ivy League: nombre
por el que se conoce a ocho universidades de gran prestigio del nordeste de los
EEUU, entre las que se encuentran Harvard, Yale y Princeton.
capaz de meterse en la
oficina de la señorita Jackson cuando ella no está, para ponerse a olfatear el
asiento del sillón; es un hombre extraño, pero no soy quien para juzgarlo), y
es el único del personal que podría ser
capaz de reconocer un libro comercial si lo tuviera delante de sus narices. En
estos momentos lo está devorando la culpa y la verguenza por el affaire Detweiller, y lo único que puede
ver es que cometió un faux pas
bastante cómico. Sería incapaz de ver que su decisión de prestar atención al libro de Detweiller ha demostrado que sus oídos
editoriales todavía están abiertos, y que todavía armonizan con los mas dulces
de todos los tonos, las notas celestiales de las cajas registradoras Sweda de
farmacias y librerías anunciando las ventas, aun cuando no fueran producidas
por él.
Es incapaz de ver que eso
prueba que él lo intenta.
Los otros se han
rendido.
Sin embargo, aquí
está este memo encantador; entre sus líneas puedo escuchar a un hombre cuyos
nervios están temporalmente destrozados, un hombre que sería capaz de enfrentar a un león pero que por el momento ni
siquiera puede mirar a un ratón; un hombre que está, en consecuencia, chillando
"¡Iiiiiik! ¡Deshazte de él! ¡Deshazte de él!" y lo amanaza con la
escoba más a mano, que en'eta ocasión resulta ser Riddley, el repartidor del
correo, con un limpiador de ventanas. ¡Siuro, Seor'Kenton, yo me libraré de él
po'usted! ¡Yo me libraré del paquete de esa mujer Solrac si le llega a enviar
uno!
Quizá.
Por otro lado,
puede que John Kenton tenga que enfrentar las consecuencias de sus propios
actos; es decir, pegarle a su propio ratón. Después de todo, si no eres tú
quien lo golpea bien fuerte, quizá nunca comprendas realmente que un ratón es
una cosita inofensiva... y es que, además, no puede ser que los días útiles de
Kenton como editor hayan terminado porque es incapaz de enfrentarse a un loco
ocasional como Carlos "Roberta" Detweiller.
Meditaré sobre el
asunto. Creo que lo más probable es que no llegue ningún paquete, pero igual
meditaré sobre todo esto.
27/2/81
¡Hoy llegó algo de la misteriosa
"Roberta Solrac"! No sabía si sentirme divertido o disgustado por mi
propia reacción, que fue un espantoso y visceral retorcijón intestinal, seguido
por un impulso casi demente de arrojar la cosa al incinerador, exactamente como
dijo Kenton en su nota. Fue impresionante la reacción física que se produjo en cuanto vi la dirección del remitente y
relacioné ese nombre con el memorándum de Kenton. Tuve un súbito espasmo de
temblores. La carne de gallina me corrió por la espalda. Escuché un claro
tañido resonando en mis oídos, y pude sentir cómo se me erizaban los pelos de
la nuca. Esta sinfonía de atavismo fisiológico no duró más de
cinco segundos hasta
calmarse un poco; pero
me dejó agitado, como con una súbita y profunda lanza de dolor clavada
en la superficie del corazón. Floyd se burlaría y lo llamaría "una
reacción de negro", pero no fue nada de eso. Fue una reacción humana. No hacia el objeto en sí mismo
–el contenido del paquete fue algo así como un anticlímax luego de todo el
sonido y la furia– aunque sí, estoy convencido de que fue una reacción a las
manos que pusieron la tapa a la pequeña caja de cartón blanco en la que llegó
la planta; a esas manos que ataron con cinta bramante esa caja y luego cortaron
una bolsa de compras de papel marrón para envolverla y enviarla por correo; a
las manos que la etiquetaron y la cargaron. Las manos de Detweiller.
¿Estoy hablando
de telepatía? Sí... y no. Sería más exacto decir que estoy hablando de una
especie de psicoquinesis pasiva. Los perros se alejan de las personas con
cáncer; ellos lo huelen en ellos. Así, por lo menos, lo afirmaba mi vieja y
querida Tía Olympia. De la misma manera yo olí a Detweiller en esa caja, y
ahora entiendo mejor el transtorno de Kenton y siento una mayor simpatía por
él. Pienso que Carlos Detweiller está totalmente loco... pero que la propia
planta no es ninguna belladona mortal ni hierba mora ni Hongo Venenoso de
Culebra (aunque supongo que podría haber sido cualquiera o todas esas cosas en
la febril mente de Detweiller). Es tan sólo una pequeña y muy aburrida hiedra
común en una maceta de arcilla roja.
Ya sea por la
"reacción de negro" (Floyd Walker) –o por la "reacción
humana" (su hermano Riddley)– realmente podría haber tirado esa cosa...
pero después de ese ataque de temblores, me pareció que tenía que abrir la
encomienda o considerarme poco hombre. Así lo hice, a pesar de cualquier
cantidad de imágenes repugnantes –un potente explosivo unido a un dispositivo
especial sensible a la presión, dañinos diluvios de arañas viuda negra, una
camada de crías de víbora–. Y allí estaba, apenas una plantita, una hiedra con
hojas amarilleándose en sus bordes (cuatro de ellas), inclinándose por encima
de un combado y cansado tallo. La propia tierra es de un color marrón ceroso.
Desprende un olor pantanoso y desagradable.
Tenía un pequeño
letrero de plástico clavado en la tierra que decía:
¡HOLA!
ME LLAMO ZENITH
SOY UN REGALO PARA JOHN
DE ROBERTA
Fue ese ramalazo de miedo el que me llevó a
abrir el paquete.
Del mismo modo,
fue ese mismo miedo el que me decidió a asegurarme de que Kenton no la recibiera
después de todo, cosa que habría sido bastante fácil de hacer ("¿E'ta planta, Seor' Kenton? ¡Oh, diablos!
O'vidé lo que u'ted dijo. Soy el hombre mas o'vidado!").
Dejaré que pasen las ondas; dejaré que se olvide de Detweiller, si eso es lo
que él quiere. He puesto a Zenith la Hiedra Común en un estante en mi cubículo
de conserje, un estante bien por encima de la vista de Kenton (no es que él
pase mucho por aquí de todas formas, a diferencia de Gelb con su fijación por
los dados). La guardaré hasta que muera, y recién entonces la tiraré por el
tubo del incinerador. Ése será el fin de Detweiller.
Tengo que lograr
escribir cincuenta páginas de la novela durante el fin de semana.
Gelb ahora me
debe 75.40 dólares.
De The New York Post, página
1, 4 de marzo de 1981:
¡¡GENERAL LOCO ESCAPA DEL ASILO OAK COVE, Y MATA A
TRES PERSONAS!!
(Especial para el Post) El Comandante General (ret.) Anthony R. Hecksler, conocido
por los comandos y guerrilleros que lo siguieron a través de Francia durante la
Segunda Guerra Mundial como "Tripas de Hierro" Hecksler, escapó
anoche del Asilo Oak Cove, apuñalando a muerte a dos ordenanzas y a una
enfermera en su lucha para liberarse.
El General
Hecksler fue confinado en Oak Cove, del pequeño condado de Cutlersville
veintisiete meses atrás, cumpliendo una condena por causas de locura, con los
cargos de ataque con arma mortal y asalto con intento de asesinato. La víctima
fue un chofer de autobús de Albany llamado Herman T. Schneur, de quien afirmó
Hecksler en una declaración firmada ser "uno de los doce apóstoles
norteamericanos del anticristo."
Los muertos de
Oak Cove fueron identificados como Norman Ableson, de veintiseis años; John
Piet, de cuarenta; y Alicia Penbroke, de treinta y cuatro.
El Teniente de la
Policía Estatal, Arthur P. Ford, fue inesperadamente pesimista cuando le
preguntaron si esperaba recapturar pronto al General Hecksler. "Esperamos
un rápido arresto, naturalmente," dijo, "pero éste es un hombre que
entrenaba unidades de guerilla en la Segunda Guerra Mundial y en Corea, y que
fue consultado en más de una ocasión por el General Westmoreland en Viet Nam.
Ahora tiene setenta y dos años, pero todavía es fuerte e increiblemente ágil,
como lo demuestró su huída de Oak Cove."
Ford se refirió
al probable método de fuga de Hecksler: un salto desde una ventana del segundo
piso del Ala Administrativa de Oak Cove, hasta el jardín de abajo (ver
fotografías en páginas 2, 3, y en la sección central).
Ford continuó
advirtiendo a todos los residentes del área inmediata de permanecer alertas a
la aparición del desequilibrado General, a quien describió como
"extremadamente listo, extremadamente peligroso, y extremadamente
paranoico."
En una breve
conferencia de prensa, Ellen K. Moors, la doctora a cargo del caso Hecksler,
estuvo de acuerdo. "Él tiene muchos enemigos," dijo, "o así lo
imagina. Sus delirios paranoicos son sumamente complejos, pero él nunca olvidó
sus ajustes de cuentas. Él era, a su manera, un interno modelo... pero nunca
olvidó sus ajustes de cuentas."
Una fuente
reservada en la investigación dice que Hecksler pudo haber apuñalado hasta la
muerte a Ableson, a Piet, y a Pembroke con un par de tijeras de peluquero. La
fuente le dijo al Post que no hubo gritos; los tres fueron apuñalados en la
garganta, al estilo comando.
(Sigue en pag. 12)
Del diario de Riddley Walker
5/3/81
¡Cómo cambian las cosas en
un día!
Ayer Herb Porter
era el mismo gordo de siempre, desaliñado, fumándose un puro junto al
dispensador de agua, explicándole a Kenton y a Gelb cómo correría el gran tren
del mundo si él, Herbert Porter, fuera el maquinista. El hombre es un Reader's Digest ambulante, un
compendio de acertadas respuestas que son despachadas entre el efluvio de humo
de su cigarrillo y un exquisito mal aliento: ¡Cerremos las fronteras y
mantengamos fuera a los espías! ¡Exigamos el fin del aborto! ¡Construyamos más
prisiones! ¡Hagamos que la posesión de marihuana sea un crimen de una vez por
todas! ¡Vendamos las acciones de empresas bioquímicas! ¡Compremos emisiones de
TV por cable!
Él es, a su
manera –o lo fue, al menos hasta hoy– un hombre maravilloso: redondo y perfecto
en sus convicciones, chapado con prejuicios, hipócrita en sus acciones, y
poseído del suficiente sentido común como para mantener su empleo en un lugar
como éste, Porter es una evocación de la Clase Media Americana. Incluso me
gustan sus ocasionales expediciones subrepticias a la oficina de Sandra Jackson
para olfatear el asiento de su sillón; una entrañable y pequeña tronera en el
castillo ambulante de complacencia que es el Seor'Po'te.
¡Ah, pero hoy!
¡Qué diferente el Herbert Porter que se arrastró hasta mi cubículo de
conserjería! La cara rubicunda, satisfecha de sí misma, se había vuelto pálida
y temblorosa. Los ojos azules se movían tanto de un lado para el otro que
Porter parecía un hombre mirando un partido de tenis, incluso cuando intentaba
mirarme directamente. Sus labios estaban tan brillantes de saliva que parecían
como barnizados. Y aunque seguía siendo gordo, desde ya, también parecía como
si de alguna manera hubiera perdido su tensión superficial... como si la
esencia de Herb Porter se hubiera encogido más allá de los bordes de su piel y
dejara que esa piel se hundiera en los lugares donde antes se veía lisa y
tirante.
-Él se escapó -susurró Porter.
-¿De quién e'tá'blando, Señó
Po'te? -le pregunté.
Estaba sinceramente intrigado; no podía imaginar qué poderosa catapulta o motor
podía haber abierto semejante brecha en el Castillo Herbert. Aunque supongo que
debería haberlo adivinado.
Me mostró el
diario; el Post, por supuesto. Él es
el único que lo lee por aquí. Kenton y Wade leen el Times, Gelb y Jackson traen
el Times pero en secreto leen el Daily News (la mano que mece la cuna
puede gobernar el mundo, pero e'ta mano que vacía los cestos de los blancuchos
conoce e'tos secretos del mundo), pero el Post
se constituyó en el compañero inseparable de Herb Porter. Él juega Wingo
religiosamente y dice que si alguna vez llega a ganar el monto se va a comprar
un Winnebago, va a pintar la palabra WINGOBAGO en un costado, y va a salir a
recorrer el país.
Yo lo tomé, lo
abrí, y leí el titular.
-El General ha escapado -susurró. Por un momento, sus
ojos dejaron de rebotar de un lado para el otro y me miró fijamente con un
espantado y absoluto terror-. Es como si ese
condenado Detweiller nos hubiera maldecido. ¡El General ha escapado y yo rechacé su libro!
-Tranqui', tranqui, Seor'Po'te -le dije-. No
hay ninguna necesidad de tomárselo así. E'te hombre proba'lemente tenga sinco o
sei docenas de cuentas que saldar ante'de venir a por usté.
-Pero yo podría ser el número
uno -susurró-. Después de todo, yo
rechacé su maldito libro.
Era cierto, y es
irónico ver cómo se las arreglaron, en este tardío invierno, dos hombres tan
radicalmente distintos como Kenton y Porter para estar en una situación
similar: cada uno el blanco de un autor rechazado (el rechazo de Detweiller un
poco más dramático que el del General, de acuerdo, pero ése fue indudablemente
el error del propio Detweiller) que terminó siendo un demente. La diferencia
–sé cual es, aun cuando nadie más lo sabe (y creo que Roger Wade también)– es
que, mientras que Kenton pensó que realmente existía el germen de un libro en
la obsesión de Detweiller, Porter tenía otra idea con respecto al General. Pero
Porter es uno de esos hombres que han leído omnívoramente –e indirectamente–
sobre la Segunda Guerra Mundial, aquella Carga de Lanceros del hombre
occidental (del hombre blanco
occidental) en el siglo 20, y supo quién era Hecksler. En una guerra llena de
celebridades militares, Hecksler era, lo concedo, del tipo Esquinas
Hollywoodenses (si entiendes lo que quiero decir), pero para Porter él era
alguien. De manera que le pidió ver el manuscrito completo de Veinte Flores Psíquicas de Jardín a
pesar del pésimo bosquejo, alentando de ese modo a un hombre que era, por la
calidad y el contenido de sus propios escritos, un evidente psicópata. Sentí
que el resultado y su terror actual, aunque imprevistos, eran en parte por su
propia culpa.
Coincidí en que
podría ser cierto que él fuera el primero en la lista de golpes del General (si
de hecho a estas alturas el pobre loco no está haciendo alguna otra cosa que no
sea acurrucarse en cunetas de desagüe o revolviendo latas de basura en un
callejón en busca de desperdicios), pero insistí que lo creía improbable.
Agregué que bien podría ser capturado antes de que lograra llegar a cincuenta
millas de New York, incluso si había decidido venir en busca de Porter, y
terminé diciéndole que varios psicópatas se quitaron la vida al verse
repentinamente libres en un entorno que no pueden controlar... aunque no lo dije
exactamente con esas palabras.
Porter me miró
desconfiamente por un instante y luego me dijo -Riddley, no te ofendas por
esto...
-¡No seor!
-¿De verdad fuiste a la universidad?
-¡Si seor!
-¿Y tomaste cursos de
psicología?
-Si seor, los tomé.
-¿Psicología anormal?"
-¡Siuro, seor, y e'toy muy
familiarizado con'el síndrome del suicidia 'sociado con la personalidad
paranoico–psicótica! ¡Porque mientras nosotros 'tamos acá'ablando, ese Gen'ral
Hecksler podría estar cortándose las venas o haciendo gárgaras con una
lamparita, Seor' Po'te!
Me miró por un
largo rato y luego dijo -Si fuiste a la
universidad, Riddley, por qué hablas de esa forma?
-¿Qué forma es'a, Seor'Po'te?
Me contempló
durante un rato más largo y luego dijo -No importa-. Se inclinó hacia mí, lo
suficientemente cerca como para que pudiera oler sus puros baratos, el fijador
de pelo, y el hedor del sudor de miedo-. ¿Puedes
conseguirme una pistola?
Por un segundo me
quedé literalmente sin respuesta, que es como decir (lo diría Floyd, de todas
formas) que China se quedó sin mano de obra. Pensé que había cambiado
repentinamente de tema, y que lo que yo había oído como ¿Puedes conseguirme una pistola? en realidad había sido Puedes conseguirme una trola, como una
pelandusca, por ejemplo. Definición de una pelandusca: muh'er de piel o'cura
que lo hace cobrando, antiguamente cupones de racionamiento y ahora una dosis
que calentar en la cuchara. Mi reacción no podía ser otra que tirarme al piso,
riendo como loco, o estrangularlo hasta que la cara se le pusiera tan roja como
la corbata. Entonces, un poco tarde, empecé a entender que realmente había dicho una pistola, un arma...
mientras tanto, había sobrecargado mi panel de distribución mental, lo
suficiente como para responderle con una negativa. . La decepción se dejó
traslucir en su rostro.
-¿Estás seguro? -me preguntó-. Creía que allí en
Harlem...
-¡Ah, vivo en Dobbs Ferry,
Seor'Po'te!
Señaló hacia
cualquier lado, como si ambos supiéramos que mi dirección de Dobbs Ferry fuera
tan sólo una conveniente mentira; una que incluso podía mantener después del
trabajo, aunque, desde ya, yo regresara arrastrándome a las aterciopeladas
calles de más allá de la 110 tan pronto como el sol bajara.
-Podría conseguirle a usted
un arma, Señó Po'te, siuro -le dije -pero no sería mejor que la
que pudiera conseguirse po'uted mismo; una .32... puede que una .38... -le guiñé un ojo-. ¡Y nunca se sabe si el
arma que uno se compra clandestinamente, le puede llegar a exsplotar en la cara
la primera vez que tire del gatiyio!
-Sin embargo no busco algo de
ese estilo -dijo Porter
malhumoradamente-. Quiero algo con
una mira láser. Y balas explosivas. ¿Alguna vez viste El Día del Chacal, Riddley?
-¡Si seor, y estuvo
buena!
-Cuando él le disparó a la
sandía... plowch! -. Porter separó los brazos a
los lados para indicar cómo había explotado la sandía cuando el asesino probó
en ella una bala explosiva en El Día del
Chacal, y una de sus manos golpeó la
hiedra que la misteriosa Roberta Solrac le enviara a Kenton. Yo me había
olvidado de ella, a pesar de que hacía menos de dos semanas que la había puesto
allí. Traté nuevamente de asegurarle a Porter de que él probablemente estaba
muy lejos de ser el primero en la quizás infinita lista de paranoias favoritas
de Hecksler, y que el hombre tenía, después de todo, setenta y dos años.
-Ni te imaginas las cosas que
él hizo en la Segunda Guerra-dijo
Porter, con sus ojos
espantados comenzando a moverse de un lado para el otro de nuevo-. Si esos tipos que
contrataron al Chacal hubieran contratado en cambio a Hecksler, DeGaulle nunca
se habría muerto en cama-. Entonces se fue
a vagabundear por ahí, y yo me alegré de que se marchara. El olor de los
cigarrillos estaba empezando a hacerme sentirse ligeramente enfermo. Bajé a Zenith
la Hiedra Común y la miré (es ridículo tratar a una hiedra como a una persona
y, sin embargo, lo hice de forma automática; yo, que normalmente escribo con el
cuidado regañón de una petit bourgeoise ama de casa francesa que
elige una fruta en el mercado). Comencé esta entrada diciendo cómo cambian las
cosas en un día. En el caso de Zenith la Hiedra Común, cómo cambiaron las cosas
en cinco días. El tallo combado se
enderezó y ensanchó, las cuatro hojas amarillentas se volvieron casi totalmente
verdes, y dos nuevas empezaron a brotar. Todo esto con ninguna ayuda de mi
parte. La regué, arranqué el pequeño y ridículo cartel y lo tiré, y noté dos
detalles más en mi buena y vieja compañera Zenith: primero, que incluso había
desarrollado su primer zarcillo –apenas llega al borde de la barata maceta de
plástico, pero está ahí– y segundo, que el olor pantanoso y desagradable parece
haber desaparecido. De hecho, tanto la planta como la tierra en la que está
enterrada huelen bastante bien.
Quizás sea una
hiedra psíquica. ¡Si el General Hecksler se llega a presentar aquí, en el viejo
y querido 490 Park, tendré que preguntárselo, je–je! Esta semana logré escribir
veinte páginas de la novela; no es mucho, pero pienso (¡así lo espero!) que me
estoy acercando a la mitad. Gelb, que ayer tuvo una modesto golpe de suerte,
intentó repetirlo hoy; esto fue aproximadamente una hora antes de que
apareciera Porter en busca de armamentos. Gelb ahora me debe 81.50 dólares.
8 de marzo de 1981
Querida Ruth,
Últimamente has
sido más difícil de ubicar en el teléfono que el Presidente de los Estados
Unidos; ¡juro ante Dios que estoy empezando a odiar tu contestador automático!
Debo confesarte que esta noche –la tercera noche de "Hola, habla Ruth y
ahora no puedo llegar hasta el teléfono, pero... "– que me puse algo
nervioso y llamé al otro número que me diste, el del administrador. Creo que si
él no me hubiera dicho que te había visto salir a eso de las cinco con una gran
pila de libros bajo el brazo, le habría pedido que comprobara que te
encontrabas bien. Lo sé, lo sé, es sólo la diferencia de horario, pero
últimamente por aquí las cosas se han puesto tan paranoicas que no me lo
creerías. ¿Paranoicas? Quizá extrañas
sea la palabra más conveniente. Probablemente hablemos antes de que tú recibas
esta carta, volviendo obsoleto el noventa por ciento de su contenido (a menos
que la envíe por Federal Express, que hace que la larga distancia parezca una
medida de austeridad), pero me parece que voy a explotar si no te lo cuento de
una manera u otra. Me enteré por Herb Porter, que está cerca de la apoplejía
(un estado con el que simpatizo más de lo que hubiera pensado en otro tiempo,
luego del l'affair Detweiller), de la
fuga del General Hecksler y de los asesinatos que cometió, tan cubiertos por
las noticias nacionales en estas dos últimas noches, aunque supongo que no te
enteraste –o no las relacionaste– porque en ese caso hubiera tenido noticias
tuyas por medio de Ma Tinkerbell* (soy tan pesado
como siempre, como puedes ver; ¡desearía ser tan breve como Riddley, el fiel
custodio de Zenith!). Si no las
escuchaste, el recorte del Post que adjunto con esta carta (no me
molesté en incluir el plano del asilo con la obligatoria línea punteada que
señala la ruta del General chocho y las obligatorias equis que marcan las
ubicaciones de sus víctimas) te pondrá al corriente tan rápida y pavorosamente
como sea posible.
Debes recordar
que te mencioné a Hecksler en una carta hace sólo seis semanas, más o menos.
Herb rechazó su libro, Veinte Flores
*Nota del Traductor: Otra forma
coloquial de denominar a la compañía telefónica.
Psíquicas
de Jardín, y provocó un paranoico aluvión de cartas amenazantes. Dejando las
bromas de lado, su sangrienta fuga ha creado aquí en Z.H. una auténtica atmósfera
de inquietud. Esta noche, luego del trabajo, tomé un trago con Roger Wade en el
Four Fathers (Roger afirma que el dueño es un mafioso, un hombre genial llamado Ginelli, de voz suave y curiosos
ojos alegres) y le conté sobre la visita que Herb me hizo esa tarde. Le dije a
Herb que era ridículo que estuviera tan asustado como obviamente estaba
(resulta divertido; después de todo, debajo de su dura Fachada de Joe Pyne, el
Neanderthal que lleva dentro termina siendo Walter Mitty) y Herb estuvo de
acuerdo. Luego, tras una charla breve y evidentemente artificial, me preguntó
si yo sabía donde podía conseguir un arma. Desconcertadamente –a veces,
querida, tu fiel corresponsal es increiblemente lento para hacer las relaciones
más obvias– le mencioné la tienda de artículos deportivos que hay a cinco
calles de aquí, en Park y la 32.
-No -me dijo con impaciencia-. No busco una escopeta de
caza ni nada de eso- aquí bajó la voz-. Quiero algo que pueda
llevar encima.
Roger asintió y
dijo que Herb había estado en su oficina a eso de las dos por el mismo asunto.
-¿Y qué le dijiste? -le pregunté.
-Le recordé que en este
estado las multas por llevar armas ocultas sin permiso son condenadamente duras
-respondió Roger-. En ese punto Herb se
irguió en toda su estatura (que debe estar, Ruth, cerca del metro setenta) y
dijo -'Un hombre no
necesita un permiso para protegerse, Roger.'
-¿Y entonces?
-Entonces él se fue. Y lo
intentó contigo. Probablemente también probó con Bill Gelb.
-No te olvides de Riddley -dije yo.
-Ah, si, y Riddley.
-Quien podría ser capaz de
ayudarlo.
Roger pidió otro
bourbon, y mientras yo pensaba que comenzaba a verse algo más viejo que sus
verdaderos cuarenta y cinco años, sonrió con esa juvenil sonrisa de muchacho
ganador que te cautivó cuando lo viste por primera vez, en aquel cóctel en
julio del 80, en casa de Gahan y Nancy Wilson, en Connecticut, ¿lo recuerdas? -¿Has visto el nuevo juguete
de Sandra Jackson? -me preguntó -. Ella es la única que podría mandar a Herb a comprar municiones al mercado
negro -. Roger soltó una
fuerte carcajada, un sonido del que muy raramente he tenido noticias en los
últimos ocho meses o así. Oirlo, Ruth, me hizo comprender de nuevo cuánto lo
aprecio y lo respeto –realmente podría ser un gran editor en cualquier otra
parte– quizás incluso en la liga de Maxwell Perkins. Es una lástima que haya
terminado piloteando un barco tan resquebrajado como Zenith House.
-Ha conseguido algo llamado
el Amigo de las Noches Lluviosas -me dijo sin dejar
de reir-. Es plateado, y
casi del tamaño de una bala de mortero. La jodida cosa casi no le entra en la
cartera. Tiene una linterna en el otro extremo. Por el lado mas angosto emite
una nube de gas lacrimógeno cuando aprietas un botón; Sandra dice que por solo
diez dólares extra consiguió reemplazar el tubo de gas lacrimógeno por uno de
Hi–Pro–Gas, que es una versión reforzada de Mace. En la mitad del dispositivo,
muchacho, hay un anillo que al accionarlo pone en marcha una sirena de muchos
decibeles. No le pedí una demostración. Habrían evacuado el edificio.
-Por la manera en que lo
describes, parece como si pudiera llegar a usarlo como consolador cuando no hay
ladrones por los alrededores -le dije. Estalló
en un vendaval de risas semi histéricas.
Me uní a él –habría sido imposible dejar de hacerlo– aunque también me sentí
algo preocupado. Creo que está muy cansado y demasiado cerca del límite de su
resistencia; El apoyo meramente formal de la corporación dueña a la empresa ha
empezado a afectarle realmente.
Le pregunté si
algo como el Amigo de las Noches Lluviosas pudiera ser ilegal.
-No soy abogado para poder
asegurártelo -me respondió
Roger-. Mi impresión es
que una mujer que usa una lapicera con gas lacrimógeno sobre un ladrón o
violador en potencia está jugando al borde de la ley. Pero el juguete de
Sandra, cargado con un híbrido de Mace... no, no creo que algo así pueda ser
judío.
-Pero ella lo consiguió, y lo
lleva encima -dije yo.
-No sólo eso, sino que parece
más tranquila con ello - asintió Roger-. Es gracioso; ella era la
que estaba tan asustada cuando el General enviaba sus cartas venenosas,
mientras que Herb apenas parecía
consciente de lo que podía
pasar... al menos hasta que el chofer del autobús fue apuñalado. Creo que lo
que aterrorizó a Sandra aquella vez fue que nunca llegó a verlo.
-Sí -le dije-. Incluso me lo comentó
alguna vez.
Él pagó la
cuenta, ignorándome cuando le propuse pagar mi mitad. -Es la venganza de los
amantes de las flores -dijo-. Primero Detweiller, el
jardinero loco de Central Falls, y luego Hecksler, el jardinero loco de Oak
Cove.
Eso me
proporcionó lo que los escritores británicos de misterio denominan un comienzo
grosero; ¡hablando de no hacer conexiones obvias! Roger, que está lejos de ser
un tonto, vio mi expresión y sonrió.
-No habías pensado en eso,
¿verdad? -me preguntó-. No es más que una
coincidencia, por supuesto, pero supongo que es suficiente como para poner en
funcionamiento una pequeña campana paranoica en la cabeza de Herb Porter; no
puedo imaginar que sucediera de otro modo. Podríamos tener aquí la base de una
buena novela de Robert Ludlum. El
Hortícola o algo así. Vamos, salgamos de aquí.
-La
convergencia -le dije cuando
pisamos la calle.
-¿Huh? -Roger parecía alguien
regresando desde un millón de millas de distancia.
-La
Convergencia Hortícola -dije yo-. El perfecto título Ludlum.
Incluso la perfecta intriga Ludlum. Resulta que este Detweiller y Hecksler
realmente son hermanos –no, considerando las edades, supongo que padre e hijo
sería mejor– en la nómina de la NKVD. Y...
-Tengo que tomar mi autobús,
John -me dijo, un poco
bruscamente. Bien, tengo mis problemas, querida Ruth (¿quién lo sabe mejor que
tú?), pero entender cuándo estoy aburriendo nunca fue uno de ellos (excepto
cuando estoy borracho). Lo ví irse calle abajo hacia la parada del autobús y me
marché a casa.
Lo último que me
dijo fue que probablemente lo próximo que sabríamos del General Hecksler sería
un informe de su captura... o de su suicidio. Y Herb Porter sentiría tanto
desilución como alivio.
-No es del General Hecksler
de quien Herb y el resto de nosotros tenemos que preocuparnos -dijo; su pequeño estallido
de buen humor lo había abandonado y parecía menudo y deprimido, allí de pie en
la parada de autobús y con las manos metidas en los bolsillos de su chaqueta-. Son
Harlow Enders y el resto de
los contadores quienes vienen por nosotros. Ellos nos apuñalarán con sus
lápices rojos. Cuando pienso en Enders, casi desearía tener el Amigo de las
Noches Lluviosas de Sandra Jackson.
No he adelantado
nada en mi novela esta semana –repasando esta carta puedo ver la razón– toda la
narrativa que esta noche tendría que haber ido a parar a Maymonth, terminó sin embargo aquí. Aunque si me extendí demasiado
y con muchos detalles novelísticos, no se debe a mi prolijidad, querida; a lo
largo de los últimos seis meses me he vuelto un auténtico Tipo Solitario.
Escribirte no es tan bueno como hablar contigo, y hablarte no es tan bueno como
verte, y verte no es tan bueno como tocarte y estar contigo (¡calor–calor! ¡arf–arf!),
pero una persona tiene que hacer lo que debe. Yo sé que estás ocupada y
estudiando muy duro, pero tanto tiempo sin hablar contigo me está volviendo
loco (y además, por Detweiller y Hecksler, más loco de lo que debería estar).
Te amo, querida.
Te extraña y te necesita,
John
9
de marzo de 1981
Sr. Herbert Porter
Judío Señalado
Zenith
House
490 Park
Avenue
New York, NY
10017
Estimado Judío Señalado,
¿Creías
que me había olvidado de tí? Apuesto que sí. Bien, pues no es así. Un hombre no
se olvida del ladrón que rechazó su libro luego de copiarle todas las partes
buenas. Ni de cómo intentaste desacreditarme. Me pregunto cómo lucirás con tu pene metido en la oreja. Ja–ja. (Aunque no es broma)
Estoy
yendo por tí, "muchachote."
General Mayor Anthony R. Hecksler (Ret.)
P.D.
Las rosas son rojas.
Las
violetas son azules.
Y estoy llegando para castrar.
A
un Judío Señalado.
G.M.A.R.H. (Ret.)
TELEGRAMA
DEL SR. JOHN KENTON A
RUTH TANAKA
SEÑORITA RUTH TANAKA
10411 CRESCENT BOULEVARD
LOS ANGELES, CA 90024
10 de MARZO de 1981
QUERIDA RUTH
ÉSTE PROBABLEMENTE SEA UNA FRASE ESTÚPIDA
PERO LA PARANOIA ENGENDRA PARANOIA Y TODAVÍA NO PUDE ENCONTRARTE. ESTA MAÑANA
FINALMENTE LOGRÉ PASAR DEL CONTESTADOR AUTOMÁTICO A TU COMPAÑERA DE CUARTO QUE
DIJO QUE NO TE HABÍA VISTO EN LOS ÚLTIMOS DOS DÍAS. SONABA DIVERTIDA. CONFÍO EN
QUE SÓLO COLOCADA. LLÁMAME PRONTO O ESTARÉ GOLPEANDO TU PUERTA ESTE FIN DE
SEMANA. TE AMO.
JOHN
10
de marzo de 1981
Querido
John,
Imagino
–mejor dicho, sé– que debes estar
preguntándote por qué no has tenido noticias mías durante las últimas tres
semanas. La razón es bastante simple; me he estado sintiendo culpable. Y la
razón de que ahora te esté escribiendo en lugar de llamarte es que soy una
cobarde. También pienso, aunque no puedas creerme cuando leas el resto, que es
la carta más dura que alguna vez haya tenido que escribir, porque te amo
muchísimo y te quiero, tanto como para no desear herirte. De todas formas
supongo que esto te lastimará y saber que no puedo evitarlo me hace
llorar.
John,
he conocido a un hombre llamado Toby Anderson y me he enamorado locamente de
él. Por si te interesa –y probablemente no–, lo conocí en uno de los dos cursos
dramáticos de Restauración Inglesa que estoy siguiendo. Lo rechacé lo mejor que
pude por un largo tiempo –quiero y necesito que me creas eso– pero a mediados
de febrero ya no pude seguir rechazándolo. Mis fuerzas se acabaron.
Las
últimas tres semanas han sido una pesadilla para mí. No espero realmente que
simpatices con mi actitud, aunque confío en que entiendas que te estoy contando
la verdad. A pesar de que tú estés en la costa este y yo a casi 5000 kilómetros
al oeste, me sentía como si estuviera saliendo furtivamente a tus espaldas. Y
lo hacía. ¡Lo hacía! Oh, no lo quiero decir en el sentido de que tú pudieras
llegar temprano una noche a casa desde el trabajo y me encontraras con Toby, pero
me sentía terrible de todas maneras. No podía dormir, no podía comer, no podía
hacer mis posiciones de yoga ni seguir el Entrenamiento de Jane Fonda. Mis
cursos se estaban viniendo abajo, pero al infierno con las clases: era mi
corazón el que se estaba derrumbando.
He
estado esquivando tus llamadas porque no podía soportar oír tu voz –me parecía
como si toda la casa se me viniera encima– por la manera en que seguía
mintiendo y engañándote.
Lo
entendí todo hace dos noches cuando Toby me mostró el hermoso anillo de
compromiso de diamantes que me había comprado. Quería que me lo probara y
confiaba que lo aceptara, aunque me dijo que no podía dármelo hasta que yo no
te escribiera o hablara contigo. Es un hombre muy honrado, John, y lo irónico
es que estoy segura de que bajo circunstancias diferentes hubieras simpatizado
muchísimo con él.
Me
derrumbé y lloré en sus brazos y muy pronto sus lágrimas se fundieron con las
mías. El resultado fue que le dije que el fin de semana estaría lista para
ponerme ese brillante anillo en el dedo. Creo que vamos a casarnos en
junio.
Ya
ves que al final opté por el camino del cobarde, escribiéndote en lugar de
telefonearte, e incluso así me tomó los últimos dos días lograr escribirte
esto; he abandonado todas las clases y prácticamente echado raíces en la
biblioteca, donde tengo que estudiar para un examen de Gramática
Transformacional. ¡Pero al infierno con Noam Chomsky y la estructura profunda!
Y aunque no puedas creérmelo, cada palabra de la carta que estás leyendo ha sido
como una espina atravesándome el corazón.
Si
quieres hablar conmigo, John –entiendo si no lo deseas, pero si quieres
hacerlo– podrías llamarme dentro de una semana... después de que hayas tenido
la oportunidad de pensar en todo esto y de considerarlo con cierta perspectiva.
Estoy muy acostumbrada a tu dulzura, a tu encanto y bondad, y tengo miedo de
que te encuentres enfadado y acusador; aunque sabiendo cómo eres, supongo que
sólo me dirías algo como "tendrás lo que te mereces". Pero necesitas
ese tiempo para serenarte y tranquilizarte, y yo también lo necesito. Deberías
estar recibiendo esta carta para el día 11. Estaré en mi apartamento de siete a
nueve treinta en las noches del 18 al 22, ambos sufriendo y esperando tu
llamada. No quisiera hablarte antes de entonces, y espero que lo comprendas...
y creo que lograrás hacerlo, ya que siempre fuiste el mas comprensivo de los
hombres, a pesar de tu contínua falta de confianza en tí mismo.
Una
cosa mas; tanto Toby como yo coincidimos en lo siguiente: no te lo tomes a la
tremenda, subiéndote de golpe a un avión para "lanzarte al camino hacia el
dorado oeste"; no me gustaría verte si lo hacieras. No estoy preparada
para encontrarte cara a cara, John; mis sentimientos todavía están demasiado
turbulentos y la imagen que tengo de mí misma en un estado de transición.
Volveremos a encontrarnos, claro. Y ¿me atrevería a decir que incluso espero
que vengas a nuestra boda? ¡Debo
atreverme, ya que veo que lo he escrito!
Oh,
John, te amo, y espero que esta carta no te haya causado demasiado dolor
–incluso tengo la esperanza que Dios haya sido bueno y de que hayas encontrado
tu propio "alguien" en el
último par de semanas–. Mientras tanto, por favor, recuerda que siempre
(¡siempre!) serás alguien para mí.
Con amor,
Ruth
PD–Y aunque sea un tópico, no deja
de ser cierto:
espero que siempre podamos ser amigos.
memorándum de oficina
A: Roger Wade
DE: John Kenton
REF: Renuncia
Es una tontería
que sea tan formal, Roger, ya que ésta es en realidad una carta de renuncia, ya
sea con forma de memo o no. Me marcharé al final del día; de hecho, espero
empezar a limpiar mi escritorio en cuanto haya terminado de escribirla.
Preferiría no entrar en razones; son demasiado personales. Comprendo, por
supuesto, que abandonarlos sin previo aviso es una muy mala manera de hacerlo.
Si te ves obligado a elevar el asunto a la Apex Corporation, me sentiría feliz
por pagar una indemnización razonable. Lamento esto, Roger. Me caes bien y te
tengo un gran respeto, pero es que tiene que ser así.
Del diario de
John Kenton
16 de marzo de
1981
No he llevado un
diario desde que tenía once años, cuando mi tía Susan –muerta desde hace ya
varios años– me regaló un pequeño diario de bolsillo para mi cumpleaños. Era
sólo una cosita barata; como la propia tía Susan, ahora que lo pienso. Llevé
ese diario, de vez en cuando (no muy seguido en realidad) durante casi tres
semanas. No podría igualar esa marca, pero en realidad no interesa. Fue idea de
Roger, y las ideas de Roger a veces son buenas.
He tirado la
novela; oh, no pienses que hice algo tan melodramático como lanzarla al fuego
para conmemorar la combustión espontánea de Mi Primer Amor Serio; en realidad,
estoy escribiendo esta primera (y quizá última) anotación en mi diario en el
dorso de las páginas del manuscrito. Pero, de todas maneras, abandonar una
novela no tiene nada que ver con las hojas propiamente dichas; lo que está en
las páginas no es otra cosa que un montón de piel muerta; en realidad, la
novela se desmorona dentro de tu propia cabeza. Puede que lo único bueno de la
cataclísmica carta de Ruth sea que puso fin a mis grandiosas aspiraciones
literarias. Maymonth, por John Edward
Kenton, comió de la legendaria planta del olvido.
¿Se necesita
comenzar un diario informando de lo que ha sucedido anteriormente? Ésta no era
el tipo de pregunta que se me cruzara por la mente cuando tenía once años; o al
menos que lo recuerde. Y es que a pesar de la gran cantidad de cursos de mierda
de Literatura Inglesa que estudié en mis tiempos, no recuerdo haber asistido
nunca a ninguno que tratara sobre el Protocolo de los Diarios Personales. Notas
a pie de página, sinopsis, bocetos, la colocación apropiada de modificadores,
el correcto formato de las cartas comerciales... éstas son todas las cosas en
las que me instruí. Pero sobre cómo dar comienzo a un diario estoy tan en
blanco, digamos, como en de qué manera continuar tu vida luego de que la luz se
apague
Y aquí está mi
decisión, luego de treinta segundos repletos de importantes consideraciones:
unos breves antecedentes no harán ningún daño. Mi nombre, como lo mencioné
arriba, es John Edward Kenton; tengo veintiseis años de edad; asistí a la
Universidad Brown, donde me especialicé en Inglés, oficié como Presidente de la
Sociedad Milton, y estaba plenamente satisfecho de mí mismo; creía que, a la
larga, todo en la vida me saldría bien; desde entonces he aprendido. Mi padre
está muerto, mi madre vive y está bien y viviendo en Sanford, Maine. Tengo tres
hermanas. Dos están casadas; la tercera vive en casa y en junio terminará su
último año en la Sanford High.
Vivo en un
departamento de dos habitaciones en el Soho que parecía bastante agradable
hasta estos últimos días; ahora me parece lúgubre. Trabajo para una andrajosa
compañía de libros que publica originales en edición de bolsillo, la mayoría de
ellos sobre bichos gigantes y veteranos de Viet Nam que salen a reformar el
mundo con armas automáticas. Hace tres días descubrí que mi chica me dejó por
otro hombre. Como ésto parecía exigir algún tipo de respuesta, intenté
renunciar a mi trabajo. No tiene sentido describir mi estado mental, tanto
entonces como ahora. En primer lugar, no estaba demasiado calmado, debido a un
brote de algo que sólo se me ocurre llamar Fiebre de Locos en el trabajo. Tengo
que abundar en esos asuntos más adelante, pero, por el momento, la importancia
de Detweiller y Hecksler parece haber pasado a un segundo plano.
Si alguna vez
fuiste abandonado de repente por alguien a quien amabas profundamente,
entenderás la clase de dispersión que he experimentado. Si nunca te pasó, no
podrás entenderlo. Es así de simple. Quisiera poder decir me siento igual que cuando murió mi padre, pero no puedo. A una parte
de mí (la parte que, escritor o no, quiere construir metáforas constantemente)
le gustaría considerarme un desamparado, y pienso que Roger tenía razón cuando
hizo esa comparación en la cena, líquida en su mayor parte, que mantuvimos la
noche de mi renuncia, pero es que hay otros elementos, también. Se trata de una
separación; como cuando alguien te dice que ya no podrás seguir probando tu
comida favorita, o como si consumieras una droga a la que ya te habías vuelto
adicto. Y hay algo peor. Llámalo como quieras, pero he descubierto que mi
propio ego –la autoestima y la confianza en mí mismo– se han confundido de
alguna manera, y eso duele. Duele mucho. Y parece dolerte todo el tiempo.
Siempre pude escapar del dolor mental y la angustia al dormir, pero eso no
funciona esta vez. También entonces sigue doliendo.
La carta de Ruth
(pregunta: ¿cuántas cartas encabezadas con Querido John han sido enviadas a
todos los John de este mundo? ¿Deberíamos formar un club, como la Sociedad Jim
Smith?) llegó el día once: cuando llegué a casa estaba esperándome en el buzón
como una bomba de tiempo. Garrapateé mi renuncia en un memo a la mañana
siguiente y la envié a la oficina de Roger Wade por medio de Riddley, nuestro insoportable encargado del correo y
empleado en Zenith house. Roger se presentó en mi oficina como si tuviera
cohetes en los talones. A pesar del dolor que experimentaba y del aturdimiento
en que me parecía estar viviendo, me sentí absurdamente conmovido. Después de
una breve e intensa conversación (para mi vergüenza, me quebré y lloré, y
aunque me abstuve de decirle cual era/es el problema, creo que lo adivinó)
estuve de acuerdo en aplazar mi renuncia, al menos hasta esa tarde, porque
Roger sugirió que saliéramos juntos para conversar sobre la situación. "Un
par de tragos y un bistec poco cocido pueden ayudar a poner la situación en
perspectiva," fue la manera en que lo expuso, aunque creo que en realidad
terminaron siendo como una docena de tragos... cada uno. Perdí la cuenta. Y fue
de nuevo en el Four Fathers, naturalmente. Por lo menos es un lugar que no
asocio con Ruth.
Tras aceptar la
invitación a cenar de Roger volví a casa, dormí durante el resto del día, y me
desperté con jaqueca, sintiéndome pesado y aturdido, con esa ligera sensación
de resaca con la que me despierto cuando duermo más de lo necesario. Eran las
5:30, estaba casi oscuro y, bajo la luz
crepuscular de un invierno tardío no me pude explicar por qué en el nombre de
Dios había permitido que Roger me comprometiera a postergar mi renuncia,
incluso por doce horas. Me sentía como una mazorca de maíz en la que alguien
hubiera ejecutado un fabuloso truco de magia: quitar el maíz y el troncho y
dejar intactas la capa de hojas verdes y los amarillos y blancos granos de
polen.
Soy conciente –Dios
sabe que he leído lo suficiente como para estarlo– de cuan
Byroniano–Keatsiano–Lamento–de–Joven–Werther suena eso, pero uno de lo placeres
de llevar un diario que descubrí a los once y que tal vez esté redescubriendo
ahora es que escribes sin tener un público –ni real ni imaginario– en la mente.
Puedes decir cualquier puta cosa que se te ocurra.
Me tomé una ducha
muy larga, casi todo el tiempo de pie y aturdido bajo la lluvia con una barra
de jabón en la mano y luego, tras secarme y vestirme, me senté delante de la
tele hasta alrededor de las siete menos cuarto, cuando ya era la hora de salir
para encontrarme con Roger. Justo antes de largarme tomé la carta de Ruth de mi
escritorio y me la metí en el bolsillo, creyendo que Roger tenía derecho a
saber lo que me había hecho descarrilar. ¿Estaba buscando compasión? ¿Un oído
atento, como dijo el poeta? No lo sé. Creo que lo que más deseaba que él
estuviese seguro, realmente seguro, de que yo no era una rata que abandona el
barco antes del hundimiento. Porque Roger me cae bien de verdad, y lamento que
esté metido en un aprieto.
Podría
describirlo –supongo que si fuera un personaje de una de mis ficciones lo haría
con cariño, con muchos detalles– pero ya que este diario es sólo para mí y
conozco perfectamente bien cuál es el aspecto de Roger, luego de haber pisado
las metafóricas uvas codo a codo con él durante los últimos diecisiete meses,
no es realmente necesario. Encuentro el hecho inexplicablemente liberador. Los
aspectos más destacables de Roger son que tiene cuarenta y cinco años, que
parece de ocho a diez años más viejo, que fuma demasiado, que se divorció tres
veces... y que me cae muy bien.
Una vez
instalados en una mesa al fondo del Fathers, con unas copas delante, me
preguntó qué era lo que iba mal, aparte de las obvias desgracias de este
fatídico año. Saqué la carta de Ruth de mi bolsillo y la arrojé sobre la mesa
hacia él. Mientras la leía yo terminé mi trago y pedí otro. Cuando el mozo lo
trajo Roger terminó su propia bebida de un trago, pidió otra, y puso la carta
de Ruth junto a su plato. Sus ojos aún seguían fijos en ella.
-¿'Muy pronto sus lágrimas se
fundieron con las mías'? -dijo en voz baja,
como si estuviera hablándose a sí mismo-. ¿'Cada palabra de la carta
que estás leyendo ha sido como una espina atravesándome el corazón'? Jesús, me
pregunto si ella alguna vez se le ocurrió escribir como una
destripadora-de-corpiños. Podría haber algo allí.
-Déjalo, Roger. No es
gracioso.
-No, supongo que no -me dijo, y me miró con una
expresión de simpatía que fue al mismo tiempo muy reconfortante y muy
embarazosa-. Dudo que algo
te resulte gracioso ahora.
-Ni siquiera un poco -asentí.
-Sé cuánto la amas.
-No puedes saberlo.
-Sí, sí que puedo. Se te vé
en la cara, John -. Bebimos sin
decir nada durante un rato. El maitre d'
llegó con el menú y Roger lo mandó a mudar con s una mirada.
-He estado casado tres veces
y tres veces divorciado -dijo-. Las cosas no mejoraron, ni
se hicieron mas fáciles. En realidad parecen empeorar, como si le pegara a la
misma herida una y otra vez. Los de la J. Geils Band tenían razón. El amor
apesta-. Llegó su nuevo
trago y lo tomó un sorbo. Casi esperaba que dijera ¡Mujeres! ¡No puedes vivir con ellas, no puedes vivir sin ellas!,
pero no lo dijo.
-Las mujeres -le dije, empezando a
sentirme como un producto de mi propia imaginación-. No puedes vivir con ellas,
no puedes vivir sin ellas.
-Oh, sí que puedes -agregó, y aunque sus ojos
estaban fijos en mí, en realidad parecían estar viendo alguna otra cosa-. Puedes vivir sin ellas con
bastante facilidad. Pero vivir sin una mujer, aun si es una mandona y una loca,
amarga al hombre. Convierte en barro una parte esencial de su alma.
-Roger...
Levantó una mano.
- Puede que no lo
creas, pero casi hemos terminado de hablar de esto -dijo-. Podemos emborracharnos y
lloriquear y darle mil vueltas al asunto, pero de lo único que hablaremos será
de cómo conseguir el alcohol suficiente, que es del único tema del que siempre
hablan los borrachos, en realidad. Sólo quiero decirte que lamento
profundamente que Ruth te haya dejado, y me entristece tu dolor. Lo compartiría
si pudiera.
-Gracias, Roger -le dije, con la voz un poco
ronca. Durante un segundo hubo tres o cuatro Rogers sentados al otro lado de la
mesa y me tuve que restregar los ojos-. Te lo agradezco
mucho.
-No hay de qué-. Tomó un sorbo de su bebida-. Olvidemos por un momento
que soy incapaz de revertir o aliviar las cosas y hablemos de tu futuro. John,
quiero que te quedes en Zenith House, al menos hasta junio. Hasta fin de año,
tal vez, pero por lo menos hasta junio.
-No puedo -dije-. Si me quedara sería sólo
otra piedra de molino más alrededor de tu cuello, y creo que ya tienes
suficientes.
-No me haría nada feliz verte
partir -me dijo como si
no me hubiera escuchado. Había sacado el paquete de cigarrillos que llevaba
encima –estaba demasiado viejo, arrugado y golpeado como para parecer una
afectación– del bolsillo interno de su chaqueta y estaba seleccionando un Kent
de entre lo que parecían ser varios porros-. Pero podría dejar que te
marcharas en junio si pareciese que estamos mejorando. Si Enders revolea el
hacha, me gustaría que te quedaras hasta fin de año y me ayudases a envolver
las cosas de manera ordenada-. Me miró con
algo en sus ojos que estaba muy cerca de ser una pura súplica-. Salvo yo, tú eres la única
persona sensata en Zenith House. Oh,
supongo que ninguno de los demás está tan loco como el General Hecksler –aunque
a veces tengo mis dudas con Riddley– pero es sólo una cuestión de grado. Te
estoy pidiendo que no me dejes solo en este purgatorio, ya que eso es Zenith
House este año.
-Roger, si pudiese... si
yo...
-Entonces ¿has hecho
planes?
-No... no exactamente...
aunque...
-¿No pensaste en ir y
enfrentarla, a pesar de lo que dice esta carta? -la golpeó con una uña y
luego encendió su cigarrillo.
-No-. Indudablemente la idea se
me había cruzado por la mente, pero no hacía falta que Ruth me dijera que era
una mala idea. En una película, la muchacha se daría cuenta de su error cuando viera de repente al héroe de su vida
de pie ante ella, con un bolso hecho a toda prisa en la mano, con los hombros
caídos y con el rostro cansado por el vuelo transcontinental, pero en la vida
real sólo conseguiría ponerla en mi contra completamente y para siempre, o le
provocaría una reacción de extrema culpabilidad. Y muy bien podría provocar una
reacción de pugilismo extremo en el Sr. Toby Anderson, cuyo nombre ya he
llegado a odiar cordialmente. Y aunque nunca lo he visto (la única cosa que
ella olvidó incluir, dijo amargamente el amante al que le dieron calabazas, fue
un retrato de mi sustituto), sigo imaginándome un joven de barbilla hendida,
muy corpulento, con el aspecto, al menos en mi imaginación, de haber nacido
para vestir el uniforme de los Rams de Los Angeles. No me importaría morder el
polvo por mi amada –de hecho, la parte masoquista en mí probablemente lo agradecería– pero me
sentiría avergonzado, y terminaría llorando. Me disgusta admitirlo, pero lloro
con bastante facilidad.
Roger me miraba
con los ojos entrecerrados pero sin decir nada, tan sólo juguteaba con su copa.
¿Y había más,
verdad? O puede que fuese realmente lo único, y las demás tan sólo
suposiciones. En el último par de meses he contraído una gran dosis de locura.
No como la de esa ocasional señora del carrito que te para por la calle, ni
como la de los borrachos de los bares que quieren contarte todo sobre los
nuevos e ingeniosos métodos con los que piensan tomar por asalto Atlantic City,
sino una verdadera locura. Y estar expuesto a eso es como estar de pie delante
de la puerta abierta de un horno en el que se está quemando un montón de basura
apestosa.
¿Podría dominar
la furia al verlos juntos, a su nuevo compañero –al del odioso nombre de
jugador de fútbol– tal vez acariciándole el culo con la despreocupada
indiferencia del que reconoce lo que es suyo? ¿Yo, John Kenton, graduado en
Brown y presidente del bla–bla–bla? ¿El anteojudo John Kenton? ¿Acaso me vería
empujado a una situación realmente irrevocable, una acción que podría ser muy
probable si él resultara ser tan grande como lo sugiere su odioso nombre? ¿El
viejo gritón John Kenton, el que confundió un puñado de efectos especiales con
fotografías genuinas?
La respuesta es:
no lo sé. Pero sí sé esto: anoche me desperté de un sueño terrible, un sueño en
el que yo había arrojado ácido de batería en su cara. Eso fue lo que me asustó
de verdad, me asustó tanto que tuve que dormir el resto de la noche con la luz
encendida.
No en la de
él.
En la de ella.
En la cara de
Ruth.
-No -dije de nuevo, y vertí lo
que me quedaba en el vaso sobre la sequedad que escuché en mi voz-. No, creo que eso sería muy
estúpido.
-Entonces podrías quedarte.
-Sí, pero no podría trabajar-. Lo miré algo irritado. La
cabeza me empezaba a zumbar. No era un zumbido muy alentador, pero igual le
hice una seña al camarero, que había estado acechando cerca, y le pedí otro
trago-. Por el momento
tengo problemas para recordar cómo atarme mis propios cordones-. No. Mentira. Sonó bien,
pero no era verdad; mis cordones no tienen nada que ver-. Roger, estoy
deprimido.
-Los desconsolados deudos no
deberían vender la casa luego del funeral -dijo Roger, y en mi estado
de ebriedad me pareció muy ingenioso; de hecho, algo digno de H. L. Mencken. Me
reí. Roger sonrió, pero podría decir que estaba serio-. Es cierto -me dijo-. Uno de los pocos cursos
interesantes a los que alguna vez asistí en la universidad se llamaba
Psicología de la Depresión Humana; era uno de esos pequeños rollos que te dan
para completar las ocho semanas finales de tu último año, después de terminar
las prácticas docentes.
-¿Ibas a ser profesor? -pregunté
sobresaltado. No podía imaginar a Roger enseñando; y entonces, de repente, lo
hice.
-Dí clases durante
seis años -respondió Roger-. Cuatro en la escuela
secundaria y dos en la elemental. Pero eso es otra historia. Este curso trataba
de situaciones de estrés como el matrimonio, el divorcio, la encarcelación, y
la soledad. En realidad el curso no era Consejos para Vivir Mejor ni mucho
menos, pero si mantenías tus ojos bien abiertos podías darte cuenta de algunas
cosas. Uno de los temas era el de vivir los primeros seis meses en una soledad
muy profunda, en la misma casa que tú y la persona amada compartían cuando la
muerte tuvo lugar.
-Roger, esto no es lo mismo-. Le dí un sorbo a mi nuevo
trago, que tenía el mismo sabor que el anterior. Comprendí que ya me estaba
quedando frito. También comprendí que no me importaba en lo más mínimo.
-Pero lo es -me respondió,
inclinándose solemnemente hacia mí-. En cierta
forma, Ruth ahora está muerta para tí. Podrás verla de vez en cuando con el
correr de los años, pero si la ruptura es tan definitiva y completa como dice
en esa carta, la Ruth que podríamos llamar tu Amante, esa Ruth está muerta para
tí. Y tú estás afligido.
Abrí la boca para
decirle que se fuera a la mierda, aunque luego la cerré de nuevo porque, a fin
de cuentas, tenía parte de razón. Eso es lo que realmente significa seguir
enamorado, ¿no? Es estar afligido por el amante que murió; el amante que está
muerto, al menos para tí.
-La gente tiende a pensar en
el 'dolor' y la 'depresión' como en términos intercambiables -dijo Roger. Su tono era algo
más pedante que de costumbre, y sus ojos estaban enrojecidos. Me dí cuenta de
que Roger también estaba frito-. En realidad no
lo son. Hay una parte de depresión en el dolor, por supuesto, pero también hay
otros sentimientos, que van desde la culpa y la tristeza hasta la ira y el
alivio. Una persona que huye de la escena de esos sentimientos es una persona
que escapa de lo inevitable. Cuando llega a un nuevo lugar descubre que siente
exactamente la misma mezcla de emociones que llamamos dolor o aflicción, salvo
que ahora también experimenta cierta nostalgia, y la sensación de haber perdido
la unión esencial que, con el paso del tiempo, convierte esa aflicción en
recuerdos.
-¿Recuerdas todo eso de un
aburrido curso de psicología de ocho semanas al que asististe hace dieciocho
años? -Roger bebió a
sorbos su bebida-. Claro -dijo modestamente-. Obtuve una A.
-Mierda que lo hiciste.
-También me follé a la
licenciada que impartió el curso. Y qué bien follaba.
-No es mi departamento el que pensaba abandonar -agregué, aunque no tenía ni
idea si pensaba dejarlo o no... aunque bien sabía que el no se estaba refiriendo
a eso.
-No importaría si dejas o no
esas dos habitaciones llenas de cucarachas -respondió-. Sabes de lo que te estoy
hablando. Tu trabajo es tu casa.
-¿Síii? Pues el techo tiene
sus buenas goteras -dije, y hasta eso me sonó muy ingenioso. Ya estaba
frito, de acuerdo.
-Quiero que me ayudes a tapar
las goteras, John -dijo,
inclinándose hacia adelante con seriedad-. Eso es lo que estoy
diciendo. Por eso te invité a salir esta noche. Y el que tú aceptes sería la
única cosa capaz de mitigar la que indudablemente va a ser una de las resacas
más bestiales de mi vida. Ayúdanos a los dos. Quédate.
-Me perdonarás si te digo que
eso suena un poco egoísta y traído de lo pelos.
Se echó hacia
atrás. -Yo te respeto -dijo, un poco fríamente -pero además me agradas,
John. Si no, no me estaría rompiendo el culo para que sigas adelante-. Él dudó, pareció a punto
de decir algo más, pero no lo hizo. Sus ojos lo dijeron por él: Ni me estaría humillando por suplicártelo
tanto.
-No puedo entender por qué te
esfuerzas tanto -dije yo-. Es decir, estoy halagado,
pero...
-Porque si alguien puede
conseguir un libro o tener una idea que evite que Zenith desaparezca, ése eres
tú -me interrumpió.
Había en sus ojos una intensidad que encontré casi aterradora-. Sé lo jodidamente
avergonzado que estuviste por todo el asunto de Detweiller, pero...
-Por favor -dije-. No le echemos más leña al
fuego.
-No pretendía traerlo a
colación -me contestó-. Es sólo que tu amplitud de
miras ante una propuesta tan inusual...
-Fue inusual, de acuerdo...
-¿Quieres callarte y escuchar? Tu respuesta a la carta de
Detweiller demostró que aún estás abierto a una idea potencialmente comercial.
Herb o Bill simplemente habrían tirado su carta en la papelera.
-Y todos nosotros habríamos
estado muchísimo mejor -le dije, pero vi
adónde quería llegar y estaría mintiendo si no dijera que me sentí halagado...
y que por primera vez me sentía un poco mejor sobre el asunto de Detweiller
desde mi humillación en la comisaría.
-Esta vez -asintió-. Pero esos tipos también le
habrían devuelto a V. C. Andrews su serie de
Flores en el Ático, o alguna
brillante idea nueva. ¡Bum! a la papelera y de vuelta a contemplarse los
ombligos-. Hizo una pausa-. Te necesito, Johnny, y
creo que sería bueno que te quedes; para tí, para mí, y para Zenith. No hay
otra forma de poder expresarlo. Piensa en ello y dame una respuesta. La
aceptaré, sea cual sea.
-Me estarías pagando por el
equivalente de recortar pajaritas de papel, Roger.
-Ésa es un riesgo que estoy
dispuesto a aceptar.
Pensé en ello.
Aquel día había comenzado a vaciar mi escritorio y no había llegado muy lejos;
parafraseando a Poe, ¿quién habría pensado que el viejo escritorio pudiera
esconder tanta basura? O puede que fuera cosa mía, y ese chiste sobre no ser
capaz ni de atarme los cordones de mis zapatos no estaba tan errada, después de
todo. Había conseguido dos cajas de cartón vacías en el cuarto de Riddley (que
últimamente huele singularmente a hierba, como a marihuana fresca... pero no,
no vi nada de eso por allí) y no hice otra cosa que contemplarlas. Puede que,
con un poco más tiempo, podría terminar la sencilla tarea de desempolvar mi
antigua vida antes de comenzar una nueva e inimaginable. Es sólo que me he
sentido tan jodidamente triste. -Supongamos que postergo la
renuncia hasta fin de mes -dije-. ¿Eso te tranquilizaría?
Sonrió. -No es lo mejor que esperaba -me respondió- pero tampoco es lo peor que
me temía. Lo aceptaré. Y creo que mejor ordenemos la cena ahora que todavía
podemos sentarnos derecho.
Pedimos bistecs,
y los comimos, pero para ese entonces tenía la boca demasiado adormecida como
para saborear mucho. Supongo que debería agradecer que nadie haya tenido que
realizar la Maniobra Heimlich en ninguno de los dos.
Cuando nos
íbamos, sujetándonos el uno al otro, ayudados por el preocupado maitre d' (quien sin duda sólo quería
sacarnos de allí antes de que rompiéramos algo), Roger me dijo: -Otra cosa que aprendí en ese
curso de psicología...
-¿Cómo dijiste que se
llamaba? ¿La Psicología de las Almas Averiadas?
Para entonces ya
estábamos afuera, y sus carcajadas flotaron a la deriva en pequeñas y heladas
nubes de vapor. -Era la Psicología
de la Depresión Humana, pero en realidad me gusta más el tuyo- Roger hizo enérgicas señas
a un taxi, cuyo chofer lamentaría en breve habernos recogido-. También decía que ayuda
llevar un diario personal.
-Mierda -respondí-. No he tenido un diario
desde que tenía once años.
-Bien, qué rayos -me dijo- búscalo, John. Quizá todavía lo tengas por ahí, en alguna parte-. Y cayó en otra violenta
serie de carcajadas que sólo acabaron cuando se inclinó y vomitó con
indiferencia sobre sus propios zapatos.
Lo hizo dos veces
más durante el trayecto a su edificio de departamentos en la 20 y Park Avenue
South, asomándose por la ventana todo lo que podía (que no era demasiado puesto
que era uno de esos Plymouths donde las ventanillas traseras sólo bajan hasta
la mitad y que tienen un severo cartelito amarillo y negro que dice ¡NO FUERCE
LA VENTANA!) y vomitando contra el viento, para luego volver a sentarse con esa
misma expresión de indiferencia en el rostro. Nuestro conductor, un Nigeriano o
Somalí por su acento, estaba horrorizado. Acercó el auto al bordillo y nos
ordenó que bajáramos. Yo estaba dispuesto, pero Roger permaneció sentado.
-Amigo mío -le dijo-, me bajaría si pudiera
caminar. Ya que que no puedo, usted tiene que llevarnos.
-Lo quiero fuera mi tacsi,
señó.
-Hasta ahora he tenido la
cortesía de vomitar por la ventana - le respondió
Roger con esa misma expresión indiferente y casi complacida en su cara-. No ha sido fácil debido a
la postura, pero lo he hecho. Me parece que en unos pocos segundos voy a
vomitar de nuevo. Si usted no nos lleva, voy a hacerlo en su cenicero.
En el edificio,
ayudé a Roger en el vestíbulo y lo metí en el ascensor con la llave del
apartamento en una mano. Luego volví al taxi.
-Tome otro tacsi, señó -me dijo el conductor-. Sólo págueme y tómes otro.
No pienso llevarlo má.
-Es sólo hasta el Soho -le dije-, y te daré una propina del
demonio. Además, no siento que fuera a vomitar-. Me temo que esa fue una
pequeña mentira.
Me llevó, y al
fijarme en la billetera al día siguiente descubrí que efectivamente le dí una
propina del demonio. Y en realidad me las arreglé para llegar arriba antes de
vomitar. Aunque una vez que empecé
no me detuve por un largo
rato.
No fuí a trabajar
al día siguiente; hice todo lo que pude por salir de la cama. Sentía la cabeza
monstruosa, hinchada. Llamé a eso de las tres y me atendió Bill Gelb, quien
dijo que Roger tampoco había aparecido.
Desde entonces he
tenido un montón de llantos y de noches sin dormir, pero quizás Roger no estaba
tan equivocado: las únicas horas en las que me siento casi como la mitad de mí
mismo son las que paso en el noveno piso de la calle 490 Park. Las últimas dos
noches, Riddley casi ha tenido que barrerme a la calle junto con el aserrín
rojo. Tal vez haya algo de cierto en esa mierda de "se dedicó de lleno a
su trabajo". Incluso esta idea del diario me parece buena... a pesar de
que pueda ser solamente el alivio de haber abandonado finalmente mi espantosa
novela pastoral.
Quizá me quede
después de todo. Hacia adelante y arriba... si es que queda algún arriba para
mí. Hombre, todavía no puedo creer que ella se haya ido. Y es que aun no he
perdido la esperanza de que ella pueda cambiar de idea.
21 de marzo de
1981
Sr. John "Soretito" Kenton
Zenith
House Editores, Hogar de los Sacos de Pus
490 Caca Avenue South
New York, New York 10017,
Estimado
Soretito,
¿Pensaste
que me había olvidado de tí? ¡Mis planes para la venganza se realizarán sin
importar ¡QUÉ! suceda conmigo! ¡Tú y todos los "Bolsa de Pus" de tus
compañeros pronto sentirán la ¡IRA! de ¡CARLOS!!
He conjurado los poderes del Infierno,
Carlos Detweiller
En Tránsito, E.E.U.U.
PD–¿Todavía no huele algo "verde", Sr.
Soretito Kenton?
Del diario de
John Kenton.
22 de marzo de 1981
Hoy recibí una
carta de Carlos. Me desternillé de la risa. Herb Porter vino
corriendo, para saber si me estaba muriendo o qué. Se la mostré. La leyó y
frunció el entrecejo. Quiso saber de qué me reía, ¿acaso no me estaba tomando
en serio al tal Detweiller?
-Oh, me lo tomo en serio...
en cierto modo -le respondí.
-¿Entonces por qué rayos te
estás riendo?
-Supongo que porque no debo
ser más que un tablón torcido en el gran suelo del universo -respondí, y luego empecé a
reirme a carcajadas.
Frunciendo el
entrecejo tan profundamente que las líneas de su cara ya se habían vuelto
grietas, Herb dejó la carta en la esquina de mi escritorio y retrocedió hasta
la puerta, como si yo tuviese algo contagioso. -No sé por qué estás tan raro
últimamente -me dijo-, pero de todas formas te
daré un buen consejo. Consíguete algo para tu protección personal. Y si
necesitas ayuda psiquiátrica, John...
Yo sólo seguía
riendo; para ese entonces había caído en un frenesí casi histérico. Herb me
contempló un rato más, luego dio un portazo y se alejó. Así fue como también,
en realidad, terminé llorando.
Espero poder
hablar con Ruth esta noche. Echando mano de toda mi fuerza de voluntad he
conseguido no llamarla, esperando cada día que fuera ella la que me llame.
Enloquecedoras imágenes de ella y el odioso Toby Anderson retozando juntos; la
escena recurrente es una bañera. Así que la llamaré. Se me terminó la fuerza de
voluntad.
Si tuviera el
remite de Carlos Detweiller le enviaría una tarjeta postal: "Estimado
Carlos: lo sé todo sobre conjurar los poderes del Infierno. Tu Fiel Sirviente,
Soretito Kenton."
Porqué me molesto
en anotar todo esta basura, o porqué sigo abriéndome paso entre las pilas de
viejos manuscritos sin devolver que están junto al armario de Riddley, en la
sala del correo, son un misterio para mí.
23 de marzo de 1981
Mi llamada a Ruth
fue un desastre absoluto. El hecho de estar aquí, sentado y escribiendo cuando
ni siquiera quiero pensarlo, es algo
que desafía la razón. Es perseverar más y más en el error. En realidad, sé porqué; tengo la difusa idea de que
si lo escribo perderá algo de su poder sobre mí... de manera que déjame
confesar, aunque cuanto menos diga, mejor.
¿Ya he escrito
aquí que lloro con mucha facilidad? Creo que sí, pero no tengo el coraje para
mirar atrás y comprobarlo. Pues bien, lloré. Quizá eso lo explique todo. O
quizá no. Supongo que no. Me había pasado el día –los últimos dos o tres días,
para ser sincero– diciéndome a mí mismo que no tenía que a.) llorar, ni b.)
rogarle que vuelva. Terminé haciendo c.) las dos cosas. Estos últimos dos días
he mantenido varias malhumoradas charlas a puertas cerradas con mí mismo (y
sobre todo las desveladas noches) sobre el tema del Orgullo. Al estilo, "Incluso
luego de perderlo todo, lo único que le queda a un hombre es su Orgullo."
Saqué cierto triste consuelo de este pensamiento y fantaseé ser como Paul
Newman, en aquella escena de Manos Frías
Luke donde él se sienta en su celda tras la muerte de su madre, se pone a
tocar el banjo y llora en silencio. Desgarrador, pero tranquilizador,
definitivamente tranquilizador.
Pues bien, la
tranquilidad me duró hasta unos cuatro minutos después de oír su voz y de tener
una súbita y total remembranza de Ruth, algo así como un tatuaje en la
imaginación. Lo que quiero decir es que no entendí que la había perdido hasta
que la escuché decir "¿Hola?¿John?" –tan sólo esas dos palabras– y
tuve ese punzante y repentino recuerdo ¡Dios, cómo notaba su presencia cuando
estaba aquí!
¿Incluso luego de
perderlo todo, lo único que le queda a un hombre es su Orgullo? Sansón podría
haber tenido una opinión similar con respecto a su cabello.
De cualquier
modo, lloré y supliqué, y poco después ella lloró y finalmente tuvo que colgar
para librarse de mí. O quizá el odioso Toby –al que nunca oí pero que sé de
algún modo que estaba allí en el cuarto con ella; casi podía oler su colonia
Brut– le quitó el teléfono de la mano y lo colgó en su lugar. Así podrían
hablar de su compromiso, o de su boda en junio, o quizás para que él pudiera
fundir sus lágrimas con las suyas. Es resentimiento –un amargo resentimiento–
lo sé. Pero he descubierto que incluso luego de que el Orgullo se haya ido, un
hombre mantiene su Resentimiento.
¿Descubrí algo más
esta noche? Sí, creo que sí. Que lo nuestro está terminado, auténtica y
definitivamente terminado. ¿Esto impedirá que la llame de nuevo o que me rebaje
aún más (si acaso eso es posible)? No lo sé. Espero que sí; Dios, de verdad lo
espero. Y siempre queda la posibilidad de que ella cambie su número telefónico.
De hecho, creo que incluso es probable, gracias a las alegrías de esta
noche.
Así que ¿qué me
queda ahora? El trabajo, supongo. Trabajo, trabajo, y más trabajo. Sigo
escarbando sin descanso entre la pila de manuscritos de la sala del correo,
escritos no solicitados que, por una u otra razón, nunca se devolvieron
(después de todo, como bien dice en la placa, nosotros no nos hacemos
responsables de esos niños huérfanos). En realidad, no espero encontrar allí la
próxima Flores en el Ático, ni a un
John Saul o Rosemary Rogers en ciernes, pero si Roger estuviera equivocado en
eso, al menos tiene toda la razón en algo mucho más importante: el trabajo me
mantiene cuerdo.
Orgullo... luego
el Resentimiento... y después el Trabajo.
Oh, a la mierda
con todo. Voy a salir, me voy a comprar una botella de bourbon, y me voy a
agarrar una borrachera de la gran puta. Éste es John Kenton, firmando y yendo
por una gran bomba.
FIN DE
LA PLANTA, PARTE
TRES
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