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viernes, 10 de mayo de 2013

LOS MITOS DE CTHULHU - LIBRO TERCERO



Howard Philips Lovecraft y otros:
Los Mitos de Cthulhu
Narraciones de horror cósmico





Hazel Heald:
Reliquia de un Mundo Olvidado1
(Manuscrito hallado entre los papeles del fallecido Richard H. Johnson, doctor en Filosofía, miembro del Cabot Museum de Arqueología de Boston, Mass.)
I
No es probable que nadie de Boston ni los lectores asiduos de cualquier otro lugar olvide el extraño caso del Cabot Museum. La publicidad que dieron los periódicos a esa momia infernal, las antiguas y terribles leyendas vagamente relacionadas con ella, la morbosa oleada de interés, y los cultos que nacieron en torno suyo durante el año 1932, junto con el espantoso final de los dos intrusos, ocurrido el día primero de diciembre de aquel año, fueron circunstancias que dieron lugar a uno de esos misterios clásicos que se perpetúan a través de las generaciones como tema de tradición popular, y llegan a convertirse en el núcleo de auténticos ciclos mitológicos de terror.
Todo el mundo parece darse cuenta, además, de que se ha suprimido algo muy vital, algo espantoso, de las informaciones ofrecidas al público sobre su horrible desenlace. Las alusiones que se hicieron en un principio acerca del estado de uno de los dos cuerpos, fueron soslayadas y pasadas por alto con demasiada precipitación; tampoco se dio publicidad a las extraordinarias modificaciones experimentadas por la momia. Y otra cosa que sorprendió al público fue el hecho singular de que nunca más se restituyera la momia a la vitrina donde estuvo expuesta. En estos tiempos en que la taxidermia ha progresado tanto, el pretexto de que su estado de desintegración hacía imposible exhibirla, parece particularmente endeble.
1 Título original: Out of the Eons. Traducido por F. Torres Oliver [© Scott Meredith, Inc., New York].
Como miembro del gabinete de conservación del Museo estoy en condiciones de revelar todos los hechos omitidos, aunque no lo haré en tanto me encuentre con vida. Hay cosas en el mundo y en el universo que deben permanecer ignoradas de la mayoría, y mantengo la idea de que todos nosotros —el personal del Museo, los periodistas y la policía— hemos contribuido a crear este clima de horror. Con todo, no me parece correcto que un asunto de importancia científica e histórica tan abrumadora permanezca enteramente en silencio: de ahí la relación que he redactado para beneficio de los investigadores serios. La colocaré entre los diversos documentos que se deberán examinar después de mi muerte, dejando se le dé el destino que mis albaceas consideren conveniente. Ciertas amenazas y hechos extraordinarios, acontecidos durante las pasadas semanas, me han llevado a pensar que mi vida —así como la de otros miembros del Museo— está en peligro por insidias de ciertas sociedades secretas de orden místico, de procedencia asiática y polinesia en particular. De ahí la posibilidad de que mis albaceas tengan que intervenir pronto. (Nota de los albaceas: El Doctor Johnson murió de modo repentino en una crisis cardíaca, pero bajo circunstancias un tanto misteriosas, el 22 de abril de 1933. Wentworth Moore, taxidermista del museo, desapareció a mediados del mes anterior. El 18 de febrero del mismo año, el Doctor William Minot, que dirigió la autopsia relacionada con el caso, fue apuñalado por la espalda, falleciendo al día siguiente.)
Creo que los hechos debieron comenzar allá por el año 1879, mucho antes de dimitir yo de mi cargo, a raíz del momento en que el museo adquirió aquella misteriosa momia a la Orient Shipping Company. Su descubrimiento constituyó, en sí, un suceso ominoso, ya que provenía de una cripta de origen desconocido y de fabulosa antigüedad, hallada en un islote que emergió repentinamente del fondo del Pacífico.
El 11 de mayo de 1878, el capitán Charles Weatherbee del carguero Eridanus, que había Zarpado de Wellington, Nueva Zelanda, con rumbo a Valparaíso, Chile, avistó una isla de evidente origen volcánico, no consignada en las cartas de navegación. Emergía de la mar en forma de cono truncado. El capitán Weatherbee bajó a tierra al mando de una expedición. Las abruptas laderas por las que ascendieron mostraban claras huellas de una prolongada inmersión, en tanto que en la cima descubrieron señales recientes de destrucción, tal vez producidas por un temblor de tierra. Entre las rocas dispersas había sólidas piedras de forma manifiestamente artificial. Tras una breve inspección se dieron cuenta de que se hallaban ante una de esas obras de sillería que se encuentran en ciertas islas del Pacífico y que constituyen un perpetuo enigma arqueológico.
Finalmente, los marineros entraron en una sólida cripta de piedra —que al parecer había formado parte de un edificio mucho más grande, construido originalmente bajo tierra—, y allí, acurrucada en un rincón, hallaron la momia espantosa. Después de unos instantes de
perplejidad, ante la visión de los relieves que adornaban los muros, los hombres se decidieron a llevarse la momia al barco, no sin gran repugnancia y miedo de tocarla. Junto al cuerpo, como si hubiera estado una vez entre sus ropajes, había un cilindro de metal desconocido que contenía un rollo de membrana blanquiazul, de naturaleza igualmente desconocida, escrita con raros caracteres de color grisáceo. En el centro del gran piso de piedra había algo así como una losa movible, pero la expedición carecía de los medios adecuados para abrirla.
El Cabot Museum, recientemente establecido en aquel entonces, tuvo noticia del descubrimiento e inmediatamente hizo las gestiones para adquirir la momia y el cilindro. Pickman, miembro también del museo, realizó un viaje a Valparaíso y equipó una goleta para hacer un reconocimiento de la cripta donde habían descubierto el ejemplar. Pero se llevó un chasco. En la marcación registrada de la isla no se veía más que la ininterrumpida superficie de la mar. Los exploradores dedujeron que las mismas fuerzas sísmicas que la habían hecho aparecer repentinamente, la sumergieron de nuevo en las profundidades del agua, donde ya había permanecido cobijada durante incontables miles de años. El secreto de aquella trampa inamovible no se resolvería jamás.
No obstante, quedaban la momia y el cilindro. Y a primeros de noviembre de 1879 colocamos aquélla en la sala de las momias para su exhibición.
El Cabot Museum de Arqueología, especializado en restos de civilizaciones antiguas y desconocidas que no caen dentro del dominio del arte, es una institución pequeña y de escaso renombre, aunque muy bien considerada en los círculos científicos. Se encuentra en el distrito de Beacon Hill, verdadero corazón de Boston —en Mt. Vernon Street, cerca de Joy—, alojado en una antigua mansión particular, a la que se había agregado un ala en la parte trasera, y que constituía el orgullo de su austero vecindario, hasta que los terribles acontecimientos le acarrearon recientemente una popularidad nada deseable.
La sala de las momias, que ocupa el lado oeste de la segunda planta del edificio primitivo (proyectado por Bullfinch y erigido en 1819), está considerada por historiadores y antrop6logos como la mejor de América en su género. En ella pueden encontrarse muestras características de las técnicas egipcias de momificación, desde los primitivos ejemplares de Sakkarah hasta los últimos intentos coptos de la decimoctava dinastía; también hay momias de otras culturas, incluso ejemplares hallados recientemente en las islas Aleutinas, figuras agonizantes pompeyanas, sacadas en escayola de los trágicos vaciados que se encontraron entre las cenizas que inundaron la ciudad, cuerpos momificados por causas naturales, hallados en minas y otras excavaciones, procedentes de todas partes, algunos sorprendidos en posturas grotescas, ocasionadas por la angustia de la muerte... En una
palabra, hay de todo lo que cabe esperar de una colección de este género. En 1879, naturalmente, la colección era mucho más amplia que hoy. No obstante, aun entonces era ya considerable. Pero aquel cuerpo horrible hallado en la cripta ciclópea de una isla efímera fue siempre la principal atracción y estuvo rodeado del misterio más impenetrable.
La momia correspondía a un hombre de estatura mediana, de raza desconocida, colocado en cuclillas, aunque de una forma bastante extraña. El rostro, protegido a medias por unas manos casi en forma de garras, tenía la mandíbula inferior extraordinariamente pronunciada, en tanto que las arrugadas facciones mostraban una expresión de pavor tan espantosa, que pocos espectadores podían contemplarla con indiferencia. Sus ojos estaban cerrados, con los párpados apretados fuertemente sobre unos ojos abultados y saltones. Conservaba algunos mechones de cabello y de barba, del mismo color ceniciento que el resto. La contextura del cuerpo aquel era mitad piel y mitad piedra, lo que planteaba un problema insoluble a los expertos que trataban de averiguar cómo había sido embalsamado. En ciertos sitios se veían pequeñas roturas, agujeros producidos por el tiempo y el deterioro. Aún conservaba pegados a la piel algunos jirones de un tejido peculiar, con rastros de dibujos desconocidos.
Sería muy difícil decir por que exactamente resultaba tan horrible. En primer lugar, se sentía ante ella una impresión vaga e indefinible de ilimitada antigüedad, de algo absolutamente ajeno a nosotros, como si se asomara uno al borde de un abismo de insondable tiniebla... Pero, fundamentalmente, era la expresión de pánico cerval que se leía en aquel rostro arrugado, prognático, medio escudado por las manos. Semejante símbolo de terror infinito, cósmico diría yo, no podía menos de comunicar ese sentimiento al espectador, entre brumas de misterio y vana conjetura.
Algunos de los que solían frecuentar el Cabot Museum para visitar esta reliquia de un mundo anterior y olvidado, no tardaron en adquirir fama de impíos. Pero la institución en sí, gracias a su reserva y discreción, no se vio envuelta en el sensacionalismo popular. En el pasado siglo esta clase de prensa no había invadido el campo del saber hasta el extremo que ha llegado hoy. Como es natural los sabios procuraron hacer todo lo posible por clasificar aquel objeto espantoso, aunque sin éxito alguno. Las teorías de una civilización desaparecida en el Pacífico, de la que quizá fuesen vestigios probables las esculturas de la isla de Pascua y las construcciones megalíticas de Ponapé y Nan-Matal, era bastante común entre los eruditos. Las revistas especializadas suscitaban variadas y frecuentes polémicas en torno a un posible continente primordial cuyas cimas más elevadas sobrevivían en las miríadas de islas de Melanesia y Polinesia. La diversidad de fechas que se asignaron a la hipotética y desaparecida cultura –o continente— era a la vez sobrecogedora y divertida. No obstante, se
hallaron alusiones tan sorprendentes como importantes en determinados mitos de Tahití y otras islas vecinas.
Entretanto, el extraño cilindro y el indescifrable rollo de desconocidos jeroglíficos, cuidadosamente guardados en la biblioteca del museo, recibía también su parte de atención pública. Nadie ponía en duda su relación con la momia; todo el mundo estaba convencido de que, al desentrañar el misterio de los jeroglíficos, el enigma de aquel horror arrugado y encogido se resolvería también. El cilindro, de unos diez centímetros de diámetro, era de un metal iridiscente que desafiaba cualquier análisis químico, ya que por lo visto era resistente a todo reactivo. Tenía una tapa del mismo metal que encajaba muy ajustadamente, e iba adornado con figuras de indudable valor decorativo y de naturaleza posiblemente simbólica. Se trataba de unos dibujos convencionales que parecían obedecer a un sistema de geometría singularmente extraño, paradójico y de difícil descripción.
No menos misterioso era el rollo que contenía. Se trataba de un pergamino delgado, blanco-azulado, imposible de analizar, enrollado alrededor de una fina varilla del mismo metal que el cilindro. Desenrollado dicho pergamino tendría una longitud de algo más de medio metro, y estaba cubierto de grandes y firmes jeroglíficos que se extendían en estrecha columna por el centro del rollo. Estaban dibujados o pintados con una sustancia gris desconocida para los paleógrafos, y no pudieron ser descifrados pese a haber sido enviadas fotocopias a todos los expertos en esta materia.
Es cierto que unos cuantos eruditos, sorprendentemente versados en literatura ocultista y mágica, encontraron vagas semejanzas entre algunos de los jeroglíficos y ciertos símbolos primarios descritos o citados en dos o tres textos esotéricos muy antiguos, como el Libro de Eibon, procedente según se cree de la olvidada Hyperborea, los Fragmentos Pnakóticos, conceptuados como prehumanos y el monstruoso y prohibido Necronomicon, obra del loco Abdul Alhazred. Sin embargo, ninguna de estas semejanzas estaba totalmente clara, y a causa de la mala reputación que gozan las ciencias ocultas, no se hizo ningún esfuerzo por facilitar copias de los jeroglíficos a los iniciados en tales literaturas místicas. De habérseles proporcionado estas copias al principio, tal vez hubiera sido muy diferente el desarrollo posterior de los acontecimientos. La verdad es que habría bastado con que un lector familiarizado con los Cultos sin Nombre de von Junzt hubiera echado una mirada a los jeroglíficos para advertir una relación de significado inequívoco. En este periodo, empero, los lectores de este texto blasfemo eran muy escasos, toda vez que los ejemplares de la obra habían desaparecido casi por completo durante el periodo comprendido entre la prohibición de su edición original (Dusseldorf, 1839) y de la traducción de Bridewell (1845), y la nueva impresión censurada que llevó a cabo la Golden Goblin Press en 1909. Prácticamente ningún ocultista, ningún estudioso de las ciencias esotéricas del pasado primordial, había
orientado su atención hacia el extraño rollo, hasta el estallido de sensacionalismo periodístico que precipitó el horrible desenlace.
II
Así, pues, el tiempo transcurrió en forma relativamente apacible durante los cincuenta años siguientes a la instalación de la espantosa momia en el museo. Aquella criatura horrible adquirió cierta celebridad local entre la gente cultivada de Boston, pero nada más. Por lo que se refiere al cilindro y al rollo, después de infructuosos estudios, el asunto cayó materialmente en el olvido. Tan sosegado y conservador era el Cabot Museum que a ningún periodista ni escritor se le ocurrió nunca invadir sus pacíficos recintos en busca de asuntos que asombrasen al público.
La invasión periodística comenzó en la primavera de 1931, cuando una compra de naturaleza un tanto espectacular —la de ciertos objetos extraños y unos cuerpos inexplicablemente bien conservados, que fueron descubiertos en unas criptas bajo las ruinas infames del Château de Faussesflammes, en Averoigne, Francia— puso al museo en las primeras columnas de la prensa. Fiel a su norma de «embarullar» las cosas, el Boston Pillar envió a un articulista de la edición dominical con la misión de ocuparse del acontecimiento y de hinchar la información que proporcionase el propio museo. Y este joven, llamado Stuart Reynolds, encontró en la momia innominada un poderoso aliciente, que sobrepasaba con mucho a las recientes adquisiciones que eran el principal motivo de su visita. Reynolds poseía un conocimiento superficial de la teosofía y era aficionado a especulaciones del tipo de las del coronel Churchward y Lewis Spence sobre continentes perdidos y civilizaciones olvidadas, lo que le hacía particularmente sensible a cualquier reliquia remotísima, como la susodicha momia de desconocido origen.
En el museo, el periodista se hizo insoportable con sus constantes y no siempre inteligentes preguntas, y con sus interminables ruegos para que se corriesen los objetos expuestos con el fin de permitir a los fotógrafos que trabajasen desde ángulos poco corrientes. En la sala de la biblioteca escudriñó incansablemente el extraño cilindro de metal y el rollo de pergamino; los fotografió de todas las maneras y tomó las placas de cada fragmento de aquel texto fantástico. Asimismo, solicitó consultar todos los libros que hiciesen cualquier referencia a culturas primitivas y continentes sumergidos... Se estuvo más de tres horas tomando notas hasta que, por último, cerró su cuaderno y salió directamente para Cambridge con el fin de echar una mirada (caso de conseguir el permiso correspondiente) al prohibido Necronomicon, de la Biblioteca Widener.
El cinco de abril apareció su artículo en la edición dominical del Pillar, literalmente ahogado entre fotografías de la momia, del cilindro y de los jeroglíficos del rollo; el texto estaba redactado en ese estilo característico, simple y pueril, que adopta el Pillar para beneficio de su enorme y mentalmente inmadura clientela. Plagado de inexactitudes, de exageraciones y de sensacionalismo, resultó ser exactamente la clase de noticia que excita a los insensatos y atrae la atención de las multitudes. La consecuencia fue que el museo, de sosegada vida hasta entonces, comenzó a llenarse de una muchedumbre parlanchina y fisgona que nunca habían conocido sus majestuosos corredores.
A pesar de la puerilidad del artículo, tuvimos también visitantes de alto nivel intelectual, ya que las fotos hablaban por sí mismas, y vinieron personas de vasta cultura que sin duda habían leído la noticia por pura casualidad. Recuerdo a este propósito que, en el mes de noviembre, se presentó por allí un personaje extrañísimo. Era un hombre moreno y con turbante, de rostro inexpresivo, barba poblada y manos toscas enfundadas en unos absurdos mitones blancos. Su voz sonaba hueca y artificial. Dio su lacónica dirección en West End y dijo llamarse Swami Chandraputra. Este individuo estaba asombrosamente versado en ciencias ocultas y parecía hondamente impresionado por las semejanzas que aseguraba haber descubierto entre los jeroglíficos del rollo y ciertos signos y símbolos de un mundo anterior, acerca del cual poseía él un extenso conocimiento.
Por el mes de junio, la fama de la momia y del rollo se extendió mucho más allá de Boston, y el personal del museo tuvo que soportar interrogatorios y solicitudes de permiso para tomar fotografías, por parte de un enjambre de ocultistas y amantes del misterio venidos del mundo entero. Todo esto no resultaba precisamente agradable a nuestro personal, ya que nos teníamos por una institución científica, sin simpatía alguna por soñadores ni fantasiosos. No obstante, contestábamos a todas las preguntas con la mayor cortesía. Una consecuencia de estas entrevistas fue otro artículo que apareció en The Occult Review, esta vez firmado por el famoso místico de Nueva Orleans, Etienne—Laurent de Marigny, en el cual afirmaba la completa identidad existente entre algunos de los jeroglíficos del rollo y ciertos ideogramas de horrible significado (copiados de monolitos primordiales o de rituales secretos de sociedades de fanáticos e iniciados esotéricos), que figuraban en el infernal Libro Negro o Cultos sin Nombre de von Junzt.
De Marigny recordaba la muerte espantosa de von Junzt, ocurrida en 1840, un año después de la publicación de su terrible libro en Dusseldorf, y comentaba las terroríficas y en cierto modo sospechosas fuentes de su saber. Sobre todo subrayaba el enorme interés que tenían, para el caso, ciertos relatos de von Junzt relativos a los tremendos ideogramas que él reproducía en su libro. No podía negarse que estos relatos, en los que se citaban expresamente un cilindro y un rollo, sugerían cuando menos cierta afinidad con los objetos del museo.
Aun así, eran de una extravagancia tal —puesto que suponían periodos enormes de tiempo y fantásticas anomalías de un mundo anterior—, que se sentía uno mucho más inclinado a admirarlos que a creerlos.
Admirarlos, ciertamente, el público los admiraba, puesto que el espíritu de imitación, en la prensa, es universal. En todas partes surgieron artículos ilustrados en los que se hablaba de los relatos del Libro Negro, se los relacionaba con el horror de la momia, se comparaban los dibujos del cilindro y los jeroglíficos del rollo con las figuras reproducidas por von Junzt, y en todos ellos se aventuraban las teorías más disparatadas y chocantes. La concurrencia del museo se triplicó, y este creciente interés lo veíamos confirmado a diario por la abundante correspondencia —superflua, insustancial en la mayoría de los casos— que sobre este tema se recibía en el museo. Evidentemente la momia y su origen —para el público imaginativo— constituyeron el tema más apasionante de los años 1931 y 1932. Por lo que respecta a mí mismo el efecto principal de este furor fue el de hacerme leer el monstruoso libro de von Junzt en la edición de Golden Goblin... Su lectura atenta me dejó confuso y asqueado, y aun me sentí dichoso de no haber manejado el texto íntegro, en su edición original.
III
Las antiquísimas historias que se relataban en el Libro Negro sobre los dibujos y símbolos, que tan íntimamente parecían relacionarse con los del cilindro y el rollo, eran de tal naturaleza que le mantenían a uno subyugado y sobrecogido. Salvando un abismo incalculable de tiempo —muchísimo antes de la aparición de todas las civilizaciones, razas y continentes conocidos por nosotros—, aquellas historias giraban en torno a una nación y un continente perdidos en la nebulosa Era primordial. Aquel país era conocido legendariamente con el nombre de Mu, y según ciertas tablillas escritas en la primigenia lengua naacal, floreció hacia 200.000 años, cuando la desaparecida Hyperborea rendía un culto sin nombre al dios amorfo Tsathoggua.
Se hacía referencia a un reino o provincia, llamado K'naa, situado en una tierra muy antigua, cuyos primeros pobladores humanos hallaron ruinas monstruosas, abandonadas por sus remotos moradores: seres extraños venidos de las estrellas en oscuras oleadas, que vivieron durante miles y miles de siglos en un mundo ignorado y naciente. K'naa era un lugar sagrado, puesto que en su centro de frío basalto se elevaba orgulloso el Monte de Yaddith-Gho coronado por una fortaleza gigantesca de piedras enormes, infinitamente más vieja que el género humano, y edificada por razas de Yuggoth que habían venido a colonizar nuestro planeta antes del primer brote de vida terrestre.
La raza de Yuggoth se había extinguido varias evos1 antes, pero había dejado tras ella algo monstruoso y terrible que no desaparecería jamás: su dios infernal o demonio protector, Ghatanothoa, que había descendido a las criptas subterráneas del Yaddith-Gho para iniciar allí una vida latente y eterna. Ningún ser humano había subido jamás por las laderas del Yaddith-Gho, ni había visto aquella fortaleza infame sino como una silueta lejana y exótica que se recortaba contra el cielo. Sin embargo, muchos autores estaban de acuerdo en afirmar que Ghatanothoa estaba allí todavía, oculto, enclaustrado en los insospechados abismos que se hundían bajo los muros megalíticos. En todo tiempo, hubo siempre partidarios de hacer sacrificios a Ghatanothoa, a fin de que no abandonase sus tenebrosas moradas y emergiera en el mundo de los hombres, como había sucedido en los remotísimos tiempos de la raza Yuggoth.
Se decía que si no se le ofrecía ninguna víctima, Ghatanothoa se arrastraría hacia la luz como una exudación de las tinieblas, y se derramaría por las laderas de basalto del Yaddith-Gho, arrasando y destruyendo todo aquello que encontrara a su paso. Ningún ser vivo podía contemplar a Ghatanothoa, ni siquiera una imagen suya por pequeña que fuese, sin sufrir algo peor que la muerte. La visión del dios o de su imagen, como aseguraban las leyendas de Yuggoth, significaba una parálisis y petrificación de lo más sorprendente y extraño: la víctima se convertía en piedra y cuero por fuera, en tanto que, en su interior, el cerebro permanecía perpetuamente vivo... fijo y preso a través de los siglos, enloquecedoramente consciente del paso interminable de los años, en una irremediable pasividad, hasta que el azar o el tiempo consumasen la destrucción de la corteza pétrea que lo aprisionaba, exponiéndose a la muerte. La mayoría de esos cerebros, naturalmente, enloquecían muchísimo antes de que les llegara su último descanso, diferido a tantos evos después. Ningún ojo humano, se decía, había visto jamás a Ghatanothoa, aunque el peligro, en la actualidad, era tan grande como lo había sido en tiempos de la raza de Yuggoth.
Y así, había un culto en K'naa en el que se adoraba a Ghatanothoa, y cada año se sacrificaban doce guerreros y doce doncellas. Estas víctimas eran ofrecidas en los altares del templo de mármol, al pie de la montaña, ya que nadie se atrevía a subir la ladera de basalto del Yaddith-Gho y acercarse a la fortaleza ciclópea de su cresta. Inmenso era el poder de los sacerdotes de Ghatanothoa, porque de ellos dependía la protección de K'naa y de toda la tierra de Mu, contra la aparición petrificadora de la terrible divinidad.
1 El término «evo» —eon en inglés—, manejado con frecuencia por Lovecraft, comprendería un periodo de varios millones de años, por lo que podría equipararse al de una Era geológica. En su acepción usual, significa duración eterna, sin término. (N. del T.)
Había en el territorio un centenar de sacerdotes del Dios Oscuro, que se hallaban bajo las órdenes de Imash-Mo, el Sumo Sacerdote, que incluso caminaba delante del Rey Thabou en las fiestas de Nath, y permanecía orgullosamente de pie, mientras el rey se arrodillaba ante el santuario. Cada sacerdote poseía una casa de mármol, un cofre de oro, doscientos esclavos y cien concubinas, a lo que se sumaba una completa inmunidad respecto a la ley civil y un poder absoluto sobre la vida y la muerte de todos los habitantes de K'naa, excepto los sacerdotes del rey. No obstante, a pesar de tales protectores, existía en esta tierra el temor de que Ghatanothoa surgiera de las profundidades y descendiese de la montaña para traer el horror y la petrificación del género humano. En los últimos años, los sacerdotes prohibieron a los hombres aun pensar o imaginar el espantoso aspecto que el dios pudiera tener.
Fue el Año de la Luna Roja (von Junzt lo estima entre el siglo 173 y 148 a. de J), cuando un ser humano se atrevió por vez primera a desafiar a Ghatanothoa y la tremenda amenaza que representaba. Este hereje temerario fue T'yog, Sumo Sacerdote de Shub-Niggurath y guardián del templo de cobre de la Cabra de los Mil Hijos. T'yog había meditado mucho sobre los poderes de los diferentes dioses, y había tenido extraños sueños y revelaciones sobre la vida de este mundo y de los mundos anteriores. Al final, convencido de que los dioses favorables al hombre podrían ser llamados a aliarse contra los dioses hostiles, creyó que Shub-Niggurath, Nug y Yeb, así como Yig, el Dios-Serpiente, estarían dispuestos a formar una coalición con el hombre y luchar contra la tiranía de Ghatanothoa.
Inspirado por la Diosa Madre, T'yog escribió una fórmula extraña en los caracteres hieráticos de la lengua naacal, con la que creía inmunizar al que la poseyera contra el poder petrificador del Dios Oscuro. Con esta protección —pensó— le sería posible a un hombre intrépido emprender la ascensión de la temible pendiente de basalto y penetrar, por primera vez en los anales de la historia, en la ciclópea fortaleza bajo la cual Ghatanothoa vivía en la muerte. Enfrentándose con el dios, y bajo la protección de Shub-Niggurath y de sus hijos, T'yog creía que podría vencerlo, salvando así al género humano de su latente amenaza. Una vez liberada la humanidad gracias a él, podría exigir honores sin límite. Todos los privilegios de los sacerdotes de Ghatanothoa le serían transferidos forzosamente a él, y aun la dignidad de rey o la del dios estarían al alcance de su mano.
T'yog escribió su fórmula protectora sobre una tira de membrana de pthagon (según von Junzt, epitelio interno del extinguido saurio Yakith), y la guardó en un cilindro hueco de metal lagh, desconocido hoy en toda la tierra, que habían traído los Dioses Arquetípicos desde Yuggoth. Este talismán, oculto entre sus vestiduras, sería una garantía contra Ghatanothoa. Pero, además, tendría la virtud de devolverles la vida a las víctimas petrificadas del Dios Oscuro, caso de que ese ser
monstruoso surgiese y comenzase su obra devastadora. De este modo, se propuso subir a la montaña, irrumpir en la ciudadela y desafiarle en su propia madriguera. Era imposible saber lo que pasaría después, pero la esperanza de ser el salvador de la humanidad daba una fuerza irrefrenable a su voluntad.
Pero T'yog no había contado con la envidia y el interés de los sacerdotes de Ghatanothoa. No bien acabaron de oír el plan que se proponía, y viendo amenazados el prestigio y los privilegios de que gozaban si era destronado el Dios-Demonio, elevaron clamorosas protestas contra lo que calificaron de sacrilegio, y gritaron que ningún hombre podía vencer a Ghatanothoa, y que cualquier intento de ir en busca suya serviría únicamente para despertar su ira contra toda la humanidad, cosa que ninguna fórmula ni rito podría impedir. Con aquellas voces esperaban predisponer a las turbas contra T'yog. Sin embargo, era tal el anhelo del pueblo por liberarse de Ghatanothoa, y tal su confianza en la habilidad y celo de T'yog, que todas las protestas fueron inútiles. Incluso el rey, que generalmente era un títere de los sacerdotes, se negó a prohibir la atrevida aventura.
Fue entonces cuando los sacerdotes de Ghatanothoa hicieron en secreto lo que no habrían podido hacer abiertamente. Una noche, Imash-Mo, el sumo sacerdote, se introdujo clandestinamente en la cámara de T'yog y le sustrajo el cilindro de metal mientras dormía. Sacó en silencio el texto poderoso y colocó en su lugar otro muy parecido, pero totalmente ineficaz contra dioses ni demonios. Una vez restituido el cilindro, Imash—Mo se sintió satisfecho. No era probable que T'yog revisara el manuscrito. Al creerse protegido por el verdadero rollo, el hereje marcharía hacia la montaña prohibida, hasta la Presencia Maligna... Y Ghatanothoa, sin freno de magia alguna, haría lo demás.
Ya no era necesario predicar contra esa aventura. Que siguiese T'yog su camino, que él encontraría su perdición. En secreto, los sacerdotes guardarían siempre el rollo robado —el auténtico, el verdadero talismán— el cual pasaría de un sumo sacerdote a otro, pero si en el futuro se hiciera necesario alguna vez contravenir la voluntad del Dios-Demonio. Y así, Imash-Mo durmió el resto de la noche en una gran paz, con la fórmula auténtica bajo su poder.
Al amanecer del Día de las Llamas-Celestes (denominación convencional de von Junzt), T'yog, entre oraciones y cánticos del pueblo, y con la bendición del rey Thabou sobre su frente, comenzó la ascensión de la terrible montaña. Llevaba un bastón de vara de tlath en la mano derecha, y el estuche sepultado entre sus ropajes... No había descubierto la impostura. Ni tampoco descubrió la ironía que ocultaban las oraciones de Imash-Mo y los demás sacerdotes de Ghatanothoa, salmodiadas en pro de su protección y éxito.
Aquella mañana el pueblo contempló la diminuta silueta de T'yog, que se esforzaba en ascender por la lejana ladera de basalto. Y aún siguieron mirando después de haberle visto desaparecer tras un reborde
peligroso de las rocas. Por la noche, los más imaginativos creyeron percibir un débil temblor convulsivo en la cumbre, aunque nadie quiso tomar en serio esta afirmación. Al día siguiente las muchedumbres no hicieron sino rezar y vigilar la montaña, preguntándose cuánto tardaría T'yog en regresar. Y lo mismo hicieron al otro día, y al otro. Durante varias semanas mantuvieron la esperanza y aguardaron. Después comenzaron a llorarle. Nadie volvió a ver a T'yog, el único que pudo haber salvado a la humanidad de sus terrores.
Después de eso, los hombres se estremecían al recordar la presunción de T'yog, y procuraban no pensar en el castigo que había encontrado su impiedad. Y los sacerdotes de Ghatanothoa sonreían ante los que se sentían contrariados por la voluntad del dios o discutían su derecho a los sacrificios. Años más tarde, la astuta jugada de Imash—Mo llegó a conocimiento del pueblo, pero la noticia no hizo cambiar la general convicción de que a Ghatanothoa era mejor dejarle en paz. Nunca más se atrevieron a desafiarle. Y así transcurrieron los siglos: un rey sucedió a otro rey, y un sumo sacerdote sucedió a otro; y surgieron naciones poderosas que se desmoronaron después, y emergieron de las aguas continentes que luego volvieron a sumergirse. Y con el transcurso de milenios sobrevino la decadencia de K'naa. Hasta que un día se desencadenó una tormenta terrible, los cielos se rasgaron, crecieron las olas, montañosas y enormes, y toda la tierra de Mu se sumergió para siempre.
No obstante, miles de años después, comenzaron a surgir algunos focos de secretas creencias inmemoriales. En lejanas tierras se reunieron los supervivientes de rostro gris que habían logrado escapar a la ira de los espíritus acuáticos, y extraños cielos acogieron el humo de los altares levantados en honor de dioses y demonios desaparecidos. Aunque nadie sabía en qué abismo se sumergiera la fortaleza sagrada, aún había quienes ofrecían abominables sacrificios para evitar que el dios emergiera del océano, entre burbujas, y derramara su ser en la tierra, propagando el horror y la petrificación.
Alrededor de los dispersos sacerdotes, fue desarrollándose el germen de un culto oscuro y secreto —secreto porque las gentes de las nuevas tierras tenían otros dioses y demonios, y sólo veían perversidad en los anteriores—, y dentro de ese culto se ejecutaban acciones espantosas, y se guardaban objetos extraños. Se decía que determinada línea secreta de sacerdotes conservaba aún el verdadero talismán contra Ghatanothoa, el que Imash-Mo había robado a T'yog mientras dormía, aunque no quedaba nadie que pudiera leer o entender las palabras secretas. Asimismo nadie sabía en qué parte del mundo estuvo situada la perdida tierra de K'naa, cuyo centro fue el terrible pico de Yaddith-Gho, coronado por la fortaleza titánica del Dios-Demonio.
Aunque había florecido principalmente en el Pacífico, en alguna región de la tierra de Mu, se decía que ese culto secreto y horrendo de Ghatanothoa había existido igualmente en la Atlántida y en la
detestable meseta de Leng. Von Junzt afirmaba que se había practicado, además, en el fabuloso reino subterráneo de K'nyan, y que había penetrado en Egipto, Caldea, Persia, China, en los olvidados imperios semitas de África, y en Méjico y Perú, en el Nuevo Mundo. Aportaba una serie de pruebas sobre la íntima relación existente entre dicho culto y el movimiento de brujería que se dio en Europa, contra el cual los papas habían lanzado inútilmente sus anatemas. Con todo, el Occidente nunca fue propicio para su desarrollo. La indignación pública —que se encrespaba ante sus ritos espantosos y sus incalificables sacrificios— había ido podando muchas de sus ramificaciones. Finalmente. se convirtió en un culto clandestino, y nunca pudieron extirparlo por completo. Sobrevivió siempre de una manera o de otra, principalmente en el Lejano Oriente y en las islas del Pacífico, donde sus principios se fundían con la ciencia oculta de los Areoi polinesios.
Von Junzt daba a entender de manera inquietante que había mantenido contacto real con ese culto, de suerte que, al leerlo, me estremecí pensando en lo que se decía de su muerte. Hablaba de la propagación de ciertas ideas relacionadas con la aparición del Dios-Demonio —al que ningún hombre (excepto el malogrado T'yog, que no volvió jamás de su aventura) ha visto—. y ponía de relieve la diferencia entre esa afición a especular y el tabú que vedaba en el antiguo Mu todo intento de imaginar siquiera aquel horror. Aquellos relatos de fascinación y pavor estaban preñados de una curiosidad morbosa por conocer la índole del ser con que T'yog fue a enfrentarse en el edificio prehumano que coronaba la temida montaña, ahora sumergida bajo las aguas. Después, todo había. terminado (¿realmente?). Las insidiosas alusiones del erudito alemán me llenaban de un extraño desasosiego.
Las hipótesis que el mismo von Junzt formulaba sobre el paradero del rollo robado, del auténtico, y sobre el empleo que finalmente le habían dado, me producían casi la misma ansiedad. Pese a mi convicción de que todo aquel asunto era puramente imaginario, no podía evitar un estremecimiento al pensar si un día llegara a aparecer el dios monstruoso, y al imaginar el cuadro de una humanidad transformada repentinamente en una raza de estatuas deformes, cada una con su cerebro vivo, condenada a la conciencia inerte e irremediable por un número incalculable de milenios. El viejo sabio de Dusseldorf tenía una ponzoñosa manera de sugerir más de lo que afirmaba expresamente, cosa que me hizo comprender por qué habían perseguido su libro en tantos países, tachándolo de blasfemo, peligroso e impuro.
Ciertamente el texto aquel me producía malestar, aunque al mismo tiempo ejercía sobre mí una diabólica fascinación, de suerte que no pude dejarlo hasta haberlo terminado. Las reproducciones de dibujos y de ideogramas de Mu eran maravillosamente parecidas a los trazos del extraño cilindro y a los caracteres del rollo, y todo el libro estaba lleno de detalles que sugerían vagas, alarmantes sospechas de afinidad con
muchas cuestiones relativas a la momia: el cilindro y el rollo... su hallazgo en el Pacífico... el testimonio insoslayable del viejo capitán Weatherbee, según el cual, la cripta ciclópea donde fue descubierta la momia había estado enclavada en los cimientos de un inmenso edificio... En cierto modo, me alegraba de que hubiera desaparecido aquella isla volcánica antes de que alguien consiguiera abrir la enorme trampa de su cripta.
IV
La lectura del Libro Negro vino a ser una preparación fatalmente idónea para lo que comenzó a sucederme después, en la primavera de 1932. No recuerdo cuándo empezaron a llamarme la atención las noticias cada vez más frecuentes sobre la intervención de la policía en la represión de ciertos cultos orientales. Lo cierto es que, por mayo o junio, me di cuenta de que en todo el mundo se registraba un desusado recrudecimiento de las actividades de determinadas asociaciones místicas de carácter clandestino y hermético, que habitualmente llevaban una vida tranquila.
Probablemente jamás habría llegado yo a relacionar esas noticias con el texto de von Junzt, o con el frenético entusiasmo del público por la momia y el cilindro del museo, de no ser por ciertas expresiones y analogías —la prensa se encargaba de subrayarlas continuamente— con los ritos y las declaraciones de sus dirigentes. Por decirlo así, no pude menos de advertir con inquietud la frecuencia con. que se repetía un nombre –en distintas formas de corrupción— que parecía constituir el núcleo central del mito y que era invariablemente pronunciado con una mezcla de respeto y terror. Algunas fórmulas textuales lo citaban como G'tanta, Tanotah, Than-Tha, Gatan y Ktan-Tan... Las sugerencias de los numerosos aficionados al ocultismo que me escribían eran innecesarias para hacerme ver en estas variantes un tremendo parentesco con el monstruoso nombre consignado por von Junzt: Ghatanothoa.
Había otros aspectos inquietantes, además. Una y otra vez los diarios hacían vagas alusiones a un «rollo auténtico», en torno al cual parecían girar tremendas consecuencias. Se decía que estaba custodiado por un tal «Nagob». Asimismo había una insistente repetición de un nombre que sonaba algo así como Tog, Tiok, Yog, Zob o Yob, que yo, cada vez más excitado, relacionaba involuntariamente con el nombre del desdichado hereje T'yog, como se le llamaba en el Libro Negro. Este nombre solía asociarse a frases enigmáticas tales como «No puede ser más que él», «Contempló su rostro», «lo sabe todo, y no puede ver ni tocar». «Ha prolongado la memoria a través de los evos», «El verdadero pergamino lo liberará», «El puede decir dónde se encuentra».
Algo muy raro había, indudablemente, en el ambiente, y no me extrañó que los ocultistas que me escribían y los periódicos
sensacionalistas de los domingos comenzaran a relacionar las nuevas y sorprendentes revueltas religiosas con las leyendas de Mu, por una parte, y con la reciente explotación periodística de la momia, por otra. Los extensos artículos de los primeros momentos, sus insistentes comentarios sobre la momia, el cilindro y el rollo, su relación con el Libro Negro y sus fantásticas especulaciones sobre el asunto entero, muy bien podían haber despertado el fanatismo latente de aquellos centenares de grupos clandestinos, que tanto abundan en nuestro complejo mundo. La prensa, por su parte, no cesaba de echar leña al fuego... Los relatos sobre las revueltas eran aún más atroces que las historias que yo había leído sobre el asunto.
Al acercarse el verano los vigilantes del museo observaron un curioso cambio en el público que —después de la calma que sucedió al primer impacto publicitario comenzaba de nuevo a frecuentar el museo, en una segunda oleada de entusiasmo. Cada vez había más personas de aspecto exótico —asiáticos de piel morena, tipos indescriptibles de pelo largo, individuos de barba negra que parecían no estar acostumbrados a vestir a la europea— que preguntaban invariablemente por la sala de las momias y que, a continuación, eran vistos contemplando el ejemplar del Pacífico con verdadero arrobamiento. Había algo siniestro y latente en esa riada de estrafalarios extranjeros, que tenía a los guardianes impresionados. Yo mismo estaba muy lejos de sentirme tranquilo. No paraba de pensar que las revueltas religiosas se debían precisamente a tipos como aquellos... y que quizá había una relación entre dichas agitaciones y aquellas historias referentes a la momia y el manuscrito.
A veces casi me sentía tentado a retirar la momia de la sala, sobre todo cuando me dijo un vigilante que, a una hora en que los grupos de visitantes eran menos numerosos, había visto a varios extranjeros haciendo extrañas reverencias ante ella y susurrando una salmodia que parecía algo así como un canto ritual. Uno de los guardianes empezó a imaginar cosas raras sobre aquel horror petrificado y solitario en su vitrina. Afirmaba que venía observando, de día en día, ciertos cambios sutiles, casi imperceptibles, en la frenética flexión de las manos agarrotadas y en la expresión aterrada del rostro correoso. No podía apartar de sí la idea espeluznante de que aquellos ojos abultados se iban a abrir de repente.
A primeros de septiembre disminuyó la masa de gentes extrañas, y la sala de momias se llegó a encontrar vacía algunas veces. Hubo entonces un intento de apoderarse de la momia cortando el cristal de su vitrina. El delincuente, un atezado polinesio, fue sorprendido a tiempo por un guardián, y detenido antes de que pudiera causar ningún desperfecto. Realizadas las investigaciones pertinentes, el individuo resultó ser un hawaiano, conocido por su participación en determinados cultos secretos, y del cual poseía la policía abundantes antecedentes relacionados con ritos y sacrificios inhumanos. Algunos de los papeles encontrados en su habitación eran de lo más
desconcertante, en particular un montón de cuartillas con jeroglíficos asombrosamente parecidos a los del rollo del museo y a las reproducciones del Libro Negro de von Junzt. Pero no se le pudo hacer hablar sobre este asunto.
Escasamente una semana después del incidente hubo otro intento de llegar hasta la momia, seguido de un segundo arresto. Esta vez el transgresor había intentado forzar la cerradura de la vitrina. Se trataba de un cingalés que tenía un historial tan largo como el del hawaiano y que, como él, se negó a hacer declaraciones a la policía. Lo curioso de este caso era que poco antes un guardián había sorprendido a nuestro hombre dirigiendo a la momia un canto muy singular, en el que repetía claramente la palabra «T'yog». En vista de todos estos desagradables incidentes redoblé la vigilancia en la sala de las momias, y ordené que, en adelante, no perdieran de vista el famoso ejemplar ni un solo momento.
Como es de comprender la prensa sacó partido del asunto. Volvió a repetir sus anteriores comentarios sobre la fabulosa tierra de Mu, y proclamó con osadía que la momia no era sino el temerario hereje T'yog, petrificado por la visión que había sufrido en la antiquísima ciudadela, conservándose en este estado durante 175.000 años de la turbulenta historia de nuestro planeta. Y puso de relieve y repitió hasta la saciedad que los extraños visitantes practicaban los ritos de Mu, y que acudían a venerar la momia... o quizá a intentar devolverla a la vida mediante hechizos y encantamientos.
Los periodistas referían continuamente la vieja leyenda según la cual el cerebro de las víctimas de Ghatanothoa permanecía consciente e intacto. Este tema servía de base para una serie de especulaciones inverosímiles y disparatadas. El asunto del «rollo auténtico» recibió también la debida atención. Según la opinión más generalizada, la fórmula que le fue robada a T'yog se hallaba en alguna parte, y los miembros de la secta que la conservaba estaban tratando de ponerse en contacto con el mismo T'yog, aunque no se sabía con qué fin. Consecuencia de este planteamiento del problema fue la tercera oleada de visitantes que nuevamente empezó a invadir el museo para admirar la momia infernal que servía de eje a todo este extraño e inquietante asunto.
Entre las personas que venían al museo —muchas de ellas hacían repetidas visitas— se comentaba cada vez más el cambio levísimo que había experimentado la momia. Me figuro —pese a la poco tranquilizadora observación que nuestro nervioso vigilante había hecho unos meses antes— que el personal del museo estaba excesivamente acostumbrado a ver formas extrañas, para prestar una estrecha atención a los detalles. En cualquier caso, los excitados comentarios de los visitantes hicieron que los vigilantes acabaran por advertir el cambio que, por lo visto, se iba produciendo. Casi al mismo tiempo la prensa
volvió a coger el tema... con los escandalosos resultados que eran de esperar.
Naturalmente presté al caso una mayor atención, y, a mediados de octubre, me di cuenta de que se había iniciado en la momia un proceso de desintegración. Debido a algún factor químico o físico del ambiente, las fibras, mitad piedra y mitad cuero, parecían relajarse gradualmente, originando una modificación en la postura de los miembros y la expresión facial de terror. Después de cincuenta años de perfecta conservación este proceso resultaba extraordinariamente desconcertante, y varias veces le pedí al doctor Moore, taxidermista del museo, que pasase a ver el ejemplar aquel. Moore comprobó que sufría una relajación y un reblandecimiento generales, y le administró un baño astringente por medio de pulverizaciones, sin atreverse a intentar nada más por miedo a que sobreviniese una precipitada descomposición.
El efecto que produjo todo esto en las multitudes fue asombroso. Hasta entonces cada noticia publicada por prensa había atraído una marca de visitantes que venían a mirar y a murmurar en voz baja. Ahora, en cambio, aunque los periódicos hablaban sin cesar de los cambios sufridos por la momia, el público acusaba una sensación de temor que refrenaba su morbosa curiosidad. La gente parecía notar el aura que se cernía sobre el museo. En una palabra, el número de visitantes decreció notablemente, lo que puso de manifiesto que la afluencia de estrafalarios extranjeros seguía siendo la misma.
El dieciocho de noviembre, un peruano de sangre india sufrió un extraño ataque de histerismo delante de la momia. Más tarde, gritaba en el hospital: « ¡Ha intentado abrir los ojos! ... ¡T'yog ha tratado de abrir los ojos para mirarme!» Por ese tiempo estaba yo decidido a ordenar que retirasen de la sala el siniestro ejemplar, pero quería esperar hasta la próxima reunión de nuestros directores. Me daba cuenta de que el museo comenzaba a gozar de una lamentable reputación en el tranquilo vecindario. Después de este último incidente di instrucciones para que no se le permitiera a nadie detenerse más de unos pocos minutos ante la monstruosa reliquia del Pacífico.
El veinticuatro de noviembre, después de cerrarse el museo, uno de los vigilantes observó una pequeñísima ranura abierta en los ojos de la momia. El fenómeno era muy ligero. Tan sólo se había hecho visible una finísima línea de córnea en cada ojo. Con todo, el fenómeno era de suma importancia. El doctor Moore, mandado llamar inmediatamente, estaba a punto de examinar la parte visible del globo del ojo con una lente de aumento, cuando al tocar los párpados de la momia se cerraron fuertemente otra vez. Todos los intentos de abrirlos —sin forzarlos demasiado— fueron en vano. El taxidermista no se atrevió a aplicar otros procedimientos. Me llamó por teléfono inmediatamente después. Cuando me lo contó sentí que me invadía un terror difícil de definir. Por un momento pude compartir la impresión popular de que
algo perverso, sin forma, brotaba de insondables profundidades de tiempo y espacio y se cernía sobre el museo como una amenaza.
Dos noches más tarde un filipino mal encarado intentó esconderse en el museo a la hora de cerrar. Detenido y llevado a la comisaría, se negó a dar su nombre, quedando arrestado como persona sospechosa. Entretanto la estrecha vigilancia a la que era sometida la momia pareció disuadir a estos singulares extranjeros de proseguir su continuo acecho. Al menos disminuyó sensiblemente el número de aquellas gentes, cuando pusimos en vigor la orden de no detenerse ante ella.
Durante las primeras horas de la madrugada del jueves, 1 de diciembre, sobrevino el desenlace. A eso de la una se oyeron unos espantosos alaridos de terror y de agonía que salían del museo. Las frenéticas llamadas telefónicas de los vecinos hicieron que se presentara rápidamente una patrulla de policía en el lugar, al mismo tiempo que varios funcionarios del museo, incluido yo mismo. Algunos agentes rodearon el edificio, en tanto que los demás, junto con el personal del museo, entramos cautelosamente. En el corredor principal encontramos al vigilante nocturno estrangulado —tenía aún la cuerda de cáñamo anudada en la garganta— y comprobamos que, a pesar de todas las precauciones, alguno de aquellos criminales había logrado entrar en el edificio. Un silencio sepulcral lo envolvía todo. Casi teníamos miedo de subir a la sala fatal, donde sabíamos que íbamos a descubrir la explicación de aquella tragedia. Encendimos las luces del edificio desde las llaves centrales del corredor y nos sentimos algo más tranquilos. Finalmente subimos con cautela por la escalera circular y cruzamos el suntuoso umbral de la sala de las momias.
V
A partir de ese momento, las noticias que se publicaron sobre este caso han sido sometidas a censura. Todos coincidimos en que no era aconsejable dar a conocer al público la amenaza que implican para la Tierra estos hechos. He dicho ya que encendimos las luces de todo el edificio antes de subir. Bajo los focos que iluminaban las vitrinas con sus tremendos contenidos presenciamos un horror cuyos pormenores sugerían acontecimientos absolutamente ajenos a nuestra capacidad de comprensión. Había dos intrusos —después habíamos de comprobar que se ocultaron en el edificio antes de la hora de cerrar—, dos intrusos que no serían castigados jamás por el asesinato del vigilante, porque habían pagado ya su crimen.
Uno era birmano, y el otro, un nativo de las islas Fidji. Ambos eran conocidos de la policía por sus repugnantes actividades en relación con determinado culto. Estaban muertos los dos, y cuanto más los examinábamos, más horrible nos parecía aquella forma de morir. En los dos rostros se veía pintada la más frenética e inhumana expresión de
horror. Con todo, entre el estado de ambos cuerpos había diferencias significativas.
El birmano se había desplomado muy cerca de la vitrina de la momia, en cuyo cristal había cortado limpiamente un rectángulo. En su mano derecha sostenía un rollo de pergamino azulado, lleno de jeroglíficos grisáceos: era casi un duplicado del rollo que se guardaba abajo en la biblioteca. Más tarde, después de un examen detenido, llegué a descubrir ligeras diferencias entre los dos textos. No había señales de violencia en el cuerpo, de modo que, a juzgar por la expresión agónica, desesperada, de su rostro contraído, sacamos en conclusión que aquel hombre había muerto a consecuencia de una impresión irresistible de terror.
Pero fue el cuerpo del nativo de Fidji, que estaba allí cerca, lo que más nos impresionó. Uno de los policías fue el primero en verlo, y profirió un grito que debió de alarmar a la vecindad una vez más en aquella noche de espanto. Al ver las facciones contraídas y grisáceas de la víctima —cuyo rostro había sido negro— y la mano que apretaba todavía la linterna, podíamos habernos figurado que había sucedido algo horrible. Pero lo que descubrió el oficial nos cogió desprevenidos. Incluso ahora lo recuerdo con una repugnancia sin límites. En suma, el desdichado, que poco antes habría podido considerarse como un fornido tipo melanesio, era ahora una figura rígida, de color gris ceniza, petrificada... una mezcla de roca y tejido fibroso, idéntica en todos los aspectos a aquella cosa abominable, acurrucada, antiquísima, que se guardaba en la vitrina que acababan de violar.
Y no era eso lo peor. Superando los demás horrores, y acaparando nuestra atención antes de volvernos hacia los cuerpos tendidos en el suelo, vimos el estado de la espantosa momia. Ya no podía decirse que sus cambios fueran imperceptibles. De manera clara y evidente había variado de postura. Se había doblado y hundido a consecuencia de una extraña pérdida de rigidez. Sus manos agarrotadas habían descendido de suerte que ni siquiera tapaban parcialmente el contraído rostro, y — ¡que Dios nos asista! — sus infernales ojos abultados se habían abierto por completo y parecían mirar directamente a los dos intrusos que habían muerto de espanto tal vez.
Aquella mirada lívida, de pez muerto, era terriblemente fascinadora. Me pareció como si nos vigilara durante todo el tiempo que estuvimos examinando los cuerpos de los intrusos. El efecto que producía en nuestros nervios era verdaderamente asombroso porque, en cierto modo, nos hacía experimentar la curiosa sensación de que nos invadía una rigidez interior que hacía más penosa la ejecución del más simple movimiento, rigidez que más tarde desapareció sorprendentemente al pasarnos de uno a otro el rollo de los jeroglíficos para inspeccionarlo. A cada momento me sentía irresistiblemente inclinado a mirar aquellos ojos saltones. Cuando volví a examinarlos, después de haber reconocido los cuerpos, me pareció percibir algo muy singular sobre la superficie
vidriosa de aquellas negras pupilas, maravillosamente conservadas. Cuanto más las miraba, más fascinado me sentía. Por último, bajé a la oficina —pese al extraño acartonamiento de mis miembros—, subí un amplificador muy potente y me puse a examinar con detenimiento aquellas pupilas de pez, mientras los demás se agrupaban a mi alrededor, esperando el resultado.
Yo siempre he sido escéptico respecto a la teoría de que pueden quedar grabados en la retina escenas y objetos, en caso de muerte o de coma. Sin embargo, tan pronto como me asomé al aparato, percibí como la imagen de una habitación, distinta por completo a aquella en que estábamos, reflejada en esos ojos vidriosos y remotos. En efecto, en el fondo de la retina había una escena oscuramente perfilada, que indudablemente era reflejo de lo último que aquellos ojos habían visto en vida... hacía millones de años quizá. Los contornos de la imagen parecían haberse desdibujado, de modo que empecé a manipular el amplificador con el fin de añadirle otra lente. El caso es que dicha imagen tenía que haber sido muy clara, aun en su infinita pequeñez, cuando —por efecto de algún diabólico sortilegio o manipulación ejecutada por los visitantes— éstos la contemplaron antes de morir. Con la lente adicional conseguí descubrir muchos detalles invisibles al principio. El atemorizado grupo que me rodeaba estaba pendiente del aluvión de palabras con que intentaba yo referir lo que veía.
Porque lo cierto es que, en este año de 1932, yo, un ciudadano de Boston, estaba contemplando una escena perteneciente a un mundo desconocido y absolutamente extraño, a un mundo desaparecido de la vida y de la memoria de los tiempos. Vi un enorme recinto —una cámara de ciclópea sillería— como si se hallase en una de sus esquinas. En los muros había unos relieves tan horribles que, aun en esta imagen imperfecta, me produjeron náuseas por su bestialidad y perversión. Era imposible que fuesen seres humanos los que habían esculpido aquello: imposible, también, que conocieran las formas humanas cuando labraron aquellos motivos espantosos que subyugaban al que los contemplaba. En el centro de la cámara había una descomunal trampa de piedra, levantada para dejar paso a algo que surgía de las profundidades. Aquel ser que brotaba del mundo inferior debió de haber sido claramente visible antes. En realidad, tuvo que serlo cuando los ojos de la momia se abrieron por vez primera ante los intrusos sorprendidos por el terror. Pero bajo mis lentes sólo se distinguía una mancha monstruosa.
Así, pues, estaba examinando el ojo derecho, cuando introduje en el aparato una lente de mayor aumento. Después habría preferido que mi exploración hubiera terminado allí. Pero a la sazón me dominaba el ardor del descubrimiento, de modo que trasladé las lentes al ojo izquierdo de la momia con la esperanza de hallar menos borrosa la imagen de esa retina. Mis manos, temblando de excitación, acartonadas por algún influjo misterioso, manejaban con lentitud el amplificador. Un
momento después pude comprobar que, efectivamente, la imagen era menos borrosa que en el otro ojo. Y entonces vi con relativa claridad la insoportable pesadilla que brotaba por la trampa de la cripta ciclópea, en aquel mundo primordial y olvidado... y caí al suelo profiriendo alaridos inarticulados.
Cuando me recobré no se veía ya ninguna imagen clara en ninguno de los dos ojos de la momia. Fue el sargento Keefe, el que miró con mis cristales; yo no me sentía con ánimo para acercarme otra vez al rostro de aquella cosa abominable. Daba gracias a todos los poderes del cosmos por no haber mirado antes. Me hizo falta todo el valor —y que me lo pidieran con insistencia— para decidirme a contar lo que había visto en aquellos momentos de espantosa revelación. En verdad, no pude hablar hasta que nos trasladamos al despacho, lejos de aquella monstruosidad que no debía existir. Por entonces ya había empezado yo a concebir los más terribles presentimientos sobre la momia y sus ojos abultados: me daba la impresión de que la momia tenía una especie de conciencia infernal, mediante la que percibía todo lo que ocurría ante ella, y que trataba en vano de comunicar algún espantoso mensaje desde los abismos del tiempo. Aquello era la locura... Consideré que, al menos, sería mejor estar lejos, si tenía que contar lo que había vislumbrado.
Después de todo, no era mucho lo que tenía que decir. Emergiendo, manando viscosamente de la trampa abierta de aquella cripta gigantesca, había visto una masa monstruosa, increíble, elefantina, del poder fulminador de cuya mirada no se me ocurría dudar. No me siento capaz de describirlo con palabras. Podría decir que era gigantesco, que estaba provisto de tentáculos, de probóscide, que se asemejaba a un pulpo, que era casi amorfo, y deforme, mitad cubierto de escamas y mitad rugoso... Ni de manera aproximada podría reflejar el nauseabundo, el abominable horror extragaláctico y la odiosa e indecible perversidad de aquel ser híbrido de caos y tiniebla. Mientras escribo estas palabras la asociación de ideas me hace volver a sentir debilidad y náuseas. Mientras les contaba en el despacho lo que había visto tuve que esforzarme por no volver a desmayarme.
No estaban menos impresionados los que me escuchaban. Cuando terminé, nadie se atrevió a decir una palabra durante más de un cuarto de hora... Luego hubo comentarios de voz baja, alusiones furtivas a la ciencia espantosa del Libro Negro, a las recientes agitaciones de orden religioso y a los siniestros acontecimientos del museo. Se habló de Ghatanothoa, cuya imagen, por pequeña que fuese, podía petrificar; de T'yog, del falso pergamino, del héroe que nunca había regresado, del verdadero rollo que podía anular total o parcialmente la petrificación... ¿Había sobrevivido hasta nuestros días?.. Se recordaron los cultos horribles y las frases captadas al azar: «No puede ser nadie más que él», «contempló su rostro», «lo sabe todo, y no puede ver ni tocar», «ha
prolongado la memoria a través de los evos», «el verdadero pergamino lo liberará», «él puede decir dónde se encuentra».
Solamente cuando apuntaba la primera luz del alba recobramos nuestro sentido común. Un sentido común que dio por asunto concluido lo que yo había vislumbrado... No había que volver más sobre esta cuestión.
Dimos a la prensa algunos datos parciales, y más adelante cooperamos con ella para censurar aun estos relatos incompletos. Por ejemplo, cuando la autopsia descubrió que tanto el cerebro como los demás órganos internos del individuo de las islas Fidji, petrificado, se conservaban en todo su frescor orgánico, aunque herméticamente cerrados por la petrificación de los tejidos exteriores —anomalía en torno a la cual los médicos siguen discutiendo aún—, lo mantuvimos en secreto por temor a provocar una nueva oleada pública de terror. Sabíamos demasiado bien —porque de las víctimas de Ghatanothoa se decía que conservaban intacto el cerebro y la conciencia— el partido que los periódicos sensacionalistas sabrían sacar de este incidente.
Tan sólo se dijo al público que el hombre que había llevado el rollo de los jeroglíficos —el que lo había intentado depositar sobre la momia por la abertura practicada en la vitrina— no estaba petrificado, en tanto que el que no lo había llevado, sí. Se nos pidió que realizásemos determinados experimentos —aplicar los dos pergaminos al cuerpo petrificado del de Fidji y a la misma momia—, pero nosotros nos negamos rotundamente a apoyar semejantes teorías supersticiosas. Como es natural, la momia fue retirada de la sala y trasladada al laboratorio del museo, en espera de un examen realmente científico, en presencia de alguna autoridad médica competente. Recordando los acontecimientos anteriores, mantuvimos una estrecha vigilancia. A pesar de eso hubo otro intento de entrar en el museo: el cinco de diciembre, a las dos veinticinco de la madrugada. El aparato de alarma funcionó inmediatamente, y el intento quedó frustrado, aunque por desgracia, el criminal (o los criminales) logró escapar.
Me siento profundamente agradecido de que no haya llegado hasta el público ninguna otra alusión al caso. También desearía fervientemente que no hubiese nada más que decir. Algo trascenderá, sin embargo. Es natural. Y si me ocurriese algo, no sé que es lo que mis albaceas harán con este manuscrito. En todo caso, si llegara a publicarse, el asunto ya no estará dolorosamente reciente en la memoria de todos. Me cabe la esperanza, además, de que nadie crea en los hechos si son finalmente revelados. Eso es lo curioso del público. Cuando la prensa sensacionalista lanza algún infundio, está dispuesto a tragarse lo que sea, pero cuando se lleva a cabo una revelación sorprendente y fuera de lo común, la apartan con una sonrisa, como si fuese pura invención. Para bien de la salud mental de las personas, tal vez sea mejor así.
He dicho que habíamos proyectado un examen científico de la momia. Esto sucedió el ocho de diciembre, exactamente una semana después de la horrible culminación de los acontecimientos, y fue dirigida por el eminente doctor William Minot, en colaboración con Wentworth Moore, doctor en Ciencias Naturales y taxidermista del museo. El doctor Minot había presenciado la autopsia del petrificado nativo de Fidji, la semana antes. También estuvieron presentes los señores Lawrence Cabot y Dudley Saltonstall, administradores del museo, los doctores Mason, Wells y Carver, del servicio técnico del museo, dos representantes de la prensa y yo. Durante el transcurso de la semana, el estado del horrible ejemplar no había cambiado visiblemente, aparte cierta relajación de las fibras que daban a la posición de los ojos abiertos una ligera variación de cuando en cuando. A todos nos causaba temor mirarla de frente, pues la impresión de que vigilaba consciente y en silencio se había hecho intolerable. Por mi parte, tuve que hacer un gran esfuerzo para asistir a la autopsia.
El doctor Minot llegó poco después de la una de la tarde, y a los pocos minutos comenzó su reconocimiento de la momia. Al manipular en ella comenzó a desintegrarse rápidamente, en vista de lo cual —y teniendo en cuenta lo que se le había dicho sobre el gradual reblandecimiento de los tejidos a partir del primero de octubre—, decidió que debía hacerse una disección completa antes de que fuera tarde. Preparado, pues, el instrumental necesario que teníamos en el equipo de laboratorio, se empezó inmediatamente la autopsia. La singularidad de aquel tejido grisáceo y momificado le dejó perplejo.
Pero su sorpresa fue mucho mayor cuando hizo la primera incisión profunda. Del corte aquel comenzó a gotear lentamente un líquido espeso y rojo, cuya naturaleza —pese al incalculable número de siglos que separaban a aquella momia de nuestro presente— era absolutamente inequívoca. Unos pocos cortes más, ejecutados con habilidad, dejaron al descubierto diversos órganos en un grado asombroso de conservación... En efecto, todo estaba intacto, excepto en algunos puntos donde la petrificación había penetrado, originando daños o deformaciones. El estado de la momia era tan semejante al del cuerpo del isleño de Fidji, que el eminente médico se quedó estupefacto. La perfección de aquellos ojos terribles y saltones era pavorosa, y su grado de petrificación, muy difícil de determinar.
A las tres y treinta de la tarde abrieron el cráneo... y diez minutos más tarde, nuestro grupo, horrorizado, juraba mantener en secreto el resultado de la autopsia, que sólo documentos custodiados, como este manuscrito, pueden llegar a revelar un día. Incluso los dos periodistas prometieron guardar idéntico silencio. Porque la trepanación acababa de dejar al descubierto un cerebro vivo y palpitante.
Henry Kuttner:
Las ratas del cementerio1
El viejo Masson, guardián de uno de los más antiguos y descuidados cementerios de Salem, sostenía una verdadera contienda con las ratas. Hacía varias generaciones, se había asentado en el cementerio una colonia de ratas enormes procedentes de los muelles. Cuando Masson asumió su cargo, tras la inexplicable desaparición del guardián anterior, decidió hacerlas desaparecer. Al principio colocaba cepos y comida envenenada junto a sus madrigueras; más tarde, intentó exterminarlas a tiros. Pero todo fue inútil. Seguía habiendo ratas. Sus hordas voraces se multiplicaban e infestaban el cementerio.
Eran grandes, aun tratándose de la especie mus decumanus, cuyos ejemplares miden a veces más de treinta y cinco centímetros de largo sin contar la cola pelada y gris. Masson las había visto hasta del tamaño de un gato; y cuando los sepultureros descubrían alguna madriguera, comprobaban con asombro que por aquellas malolientes galerías cabía sobradamente el cuerpo de una persona. Al parecer, los barcos que antaño atracaban en los ruinosos muelles de Salem debieron de transportar cargamentos muy extraños.
Masson se asombraba a veces de las extraordinarias proporciones de estas madrigueras. Recordaba ciertos relatos inquietantes que le habían contado al llegar a la vieja y embrujada ciudad de Salem. Eran relatos que hablaban de una vida larvaria que persistía en la muerte, oculta en las olvidadas madrigueras de la tierra. Ya habían pasado los viejos tiempos en que Cotton Mather exterminara los cultos perversos y los ritos orgiásticos celebrados en honor de Hécate y de la siniestra Magna Mater. Pero todavía se alzaban las tenebrosas casas de torcidas buhardillas, de fachadas inclinadas y leprosas, en cuyos sótanos, según se decía, aún se ocultaban secretos blasfemos y se celebraban ritos que desafiaban tanto a la ley como a la cordura. Moviendo significativamente sus cabezas canosas, los viejos aseguraban que, en los antiguos cementerios de Salem, había bajo tierra cosas peores que gusanos y ratas.
1 Título original: The Graveyard Rats. Traducido por F. Torres Oliver. [© Intercontinental Literary Agency, Londres].
En cuanto a estos roedores, ciertamente, Masson les tenía aversión y respeto. Sabía el peligro que acechaba en sus dientes afilados y brillantes. Pero no comprendía el horror que los viejos sentían por las casas vacías, infestadas de ratas. Había oído rumores sobre ciertas criaturas horribles que moraban en las profundidades de la tierra y tenían poder sobre las ratas, a las que agrupaban en ejércitos disciplinados. Según decían los ancianos, las ratas servían de mensajeras entre este mundo y las cavernas que se abrían en las entrañas de la tierra, muy por debajo de Salem. Y aún se decía que algunos cuerpos habían sido robados de las sepulturas con el fin de celebrar festines subterráneos y nocturnos. El mito del flautista de Hamelin era una leyenda que ocultaba, en forma de alegoría, un horror blasfemo; y según ellos, los negros abismos habían parido abortos infernales que jamás salieron a la luz del día.
Masson no hacía ningún caso de semejantes relatos. No fraternizaba con sus vecinos y, de hecho, hacía lo posible por mantener en secreto la existencia de las ratas. De conocerse el problema quizá iniciasen una investigación, en cuyo caso tendrían que abrir muchas sepulturas. Y en efecto, hallarían ataúdes perforados y vacíos que atribuirían a las actividades de las ratas. Pero descubrirían también algunos cuerpos con mutilaciones muy comprometedoras para Masson.
Los dientes postizos suelen hacerse de oro puro, y no se los extraen a uno cuando muere. Las ropas, naturalmente, son harina de otro costal, porque la compañía de pompas fúnebres suele proporcionar un traje de paño sencillo, perfectamente reconocible después. Pero el oro no lo es. Además, Masson negociaba también con algunos estudiantes de medicina y médicos poco escrupulosos que necesitaban cadáveres sin importarles demasiado su procedencia.
Hasta entonces, Masson se las había arreglado muy bien para que no se iniciase una investigación. Había negado ferozmente la existencia de las ratas, aun cuando algunas veces éstas le hubiesen arrebatado el botín. A Masson no le preocupaba lo que pudiera suceder con los cuerpos, después de haberlos expoliado, pero las ratas solían arrastrar el cadáver entero por un boquete que ellas mismas roían en el ataúd.
El tamaño de aquellos agujeros tenía a Masson asombrado. Por otra parte, se daba la curiosa circunstancia de que las ratas horadaban siempre los ataúdes por uno de los extremos, y no por los lados. Parecía como si las ratas trabajasen bajo la dirección de algún guía dotado de inteligencia.
Ahora se encontraba ante una sepultura abierta. Acababa de quitar la última paletada de tierra húmeda y de arrojarla al montón que había ido formando a un lado. Desde hacía varias semanas, no paraba de caer una llovizna fría y constante. El cementerio era un lodazal de barro pegajoso, del que surgían las mojadas lápidas en formaciones irregulares. Las ratas se habían retirado a sus agujeros; no se veía ni una. Pero el rostro flaco y desgalichado de Masson reflejaba una sombra
de inquietud. Había terminado de descubrir la tapa de un ataúd de madera.
Hacía varios días que lo habían enterrado, pero Masson no se había atrevido a desenterrarlo antes. Los parientes del fallecido venían a menudo a visitar su tumba, aun lloviendo. Pero a estas horas de la noche, no era fácil que vinieran, por mucho dolor y pena que sintiesen. Y con este pensamiento tranquilizador, se enderezó y echó a un lado la pala.
Desde la colina donde estaba situado el cementerio, se veían parpadear débilmente las luces de Salem a través de la lluvia pertinaz. Sacó la linterna del bolsillo porque iba a necesitar luz. Apartó la pata y se inclinó a revisar los cierres de la caja.
De repente, se quedó rígido. Bajo sus pies había notado un rebullir inquieto, como si algo arañara o se revolviera dentro. Por un momento, sintió una punzada de terror supersticioso, que pronto dio paso a una rabia furiosa, al comprender el significado de aquellos ruidos. ¡Las ratas se le habían adelantado otra vez!
En un rapto de cólera, Masson arrancó lo cierres del ataúd. Metió el canto de la pala bajo la tapa e hizo palanca, hasta que pudo levantarla con las dos manos. Luego encendió la linterna y la enfocó al interior del ataúd.
La lluvia salpicaba el blanco tapizado de raso: el ataúd estaba vacío. Masson percibió un movimiento furtivo en la cabecera de la caja y dirigió hacia allí la luz.
El extremo del sarcófago habla sido horadado, y el boquete comunicaba con una galería, al parecer, pues en aquel mismo momento desaparecía por allí, a tirones, un pie fláccido enfundado en su correspondiente zapato. Masson comprendió que las ratas se le habían adelantado, esta vez, sólo unos instantes. Se dejó caer a gatas y agarró el zapato con todas sus fuerzas. Se le cayó la linterna dentro del ataúd y se apagó de golpe. De un tirón, el zapato le fue arrancado de las manos en medio de una algarabía de chillidos agudos y excitados. Un momento después, había recuperado la linterna y la enfocaba por el agujero.
Era enorme. Tenía que serlo; de lo contrario, no habrían podido arrastrar el cadáver a través de él. Masson intentó imaginarse el tamaño de aquellas ratas capaces de tirar del cuerpo de un hombre. De todos modos, él llevaba su revólver cargado en el bolsillo, y esto le tranquilizaba. De haberse tratado del cadáver de una persona ordinaria, Masson habría abandonado su presa a las ratas, antes de aventurarse por aquella estrecha madriguera; pero recordó los gemelos de sus puños y el alfiler de su corbata, cuya perla debía ser indudablemente auténtica, y, sin pensarlo más, se prendió la linterna al cinturón y se metió por el boquete. El acceso era angosto. Delante de sí, a la luz de la linterna, podía ver cómo las suelas de los zapatos seguían siendo arrastradas hacia el fondo del túnel de tierra. También él trató de arrastrarse lo más rápidamente posible, pero había momentos en que
apenas era capaz de avanzar, aprisionado entre aquellas estrechas paredes de tierra.
El aire se hacía irrespirable por el hedor de la carroña. Masson decidió que, si no alcanzaba el cadáver en un minuto, volvería para atrás. Los temores supersticiosos empezaban a agitarse en su imaginación, aunque la codicia le instaba a proseguir. Siguió adelante, y cruzó varias bocas de túneles adyacentes. Las paredes de la madriguera estaban húmedas y pegajosas. Por dos veces oyó a sus espaldas pequeños desprendimientos de tierra. El segundo de éstos le hizo volver la cabeza. No vio nada, naturalmente, hasta que enfocó la linterna en esa dirección.
Entonces vio varios montones de barro que casi obstruían la galería que acababa de recorrer. El peligro de su situación se le apareció de pronto en toda su espantosa realidad. El corazón le latía con fuerza sólo de pensar en la posibilidad de un hundimiento. Decidió abandonar su persecución, a pesar de que casi había alcanzado el cadáver y las criaturas invisibles que lo arrastraban. Pero había algo más, en lo que tampoco había pensado: el túnel era demasiado estrecho para dar la vuelta.
El pánico se apoderó de él, por un segundo, pero recordó la boca lateral que acababa de pasar, y retrocedió dificultosamente hasta que llegó a ella. Introdujo allí las piernas, hasta que pudo dar la vuelta. Luego, comenzó a avanzar precipitadamente hacia la salida, pese al dolor de sus rodillas magulladas.
De súbito, una punzada le traspasó la pierna. Sintió que unos dientes afilados se le hundían en la carne, y pateó frenéticamente para librarse de sus agresores. Oyó un chillido penetrante, y el rumor presuroso de una multitud de patas que se escabullían. Al enfocar la linterna hacia atrás, dejé escapar un gemido de horror: una docena de enormes ratas le miraban atentamente, y sus ojillos malignos brillaban bajo la luz. Eran unos bichos deformes, grandes como gatos. Tras ellos vislumbré una forma negruzca que desapareció en la oscuridad. Se estremeció ante las increíbles proporciones de aquella sombra apenas vista.
La luz contuvo a las ratas durante un momento, pero no tardaron en volver a acercarse furtivamente. Al resplandor de la linterna, sus dientes parecían teñidos de un naranja oscuro. Masson forcejeó con su pistola, consiguió sacarla de su bolsillo y apuntó cuidadosamente. Estaba en una posición difícil. Procuró pegar los pies a las mojadas paredes de la madriguera para no herirse.
El estruendo del disparo le dejó sordo durante unos instantes. Después, una vez disipado el humo, vio que las ratas habían desaparecido. Se guardó la pistola y comenzó a reptar velozmente a lo largo del túnel. Pero no tardó en oír de nuevo las carreras de las ratas, que se le echaron encima otra vez.
Se le amontonaron sobre las piernas, mordiéndole y chillando de manera enloquecedora. Masson empezó a gritar mientras echaba mano a la pistola. Disparó sin apuntar, de suerte que no se hirió de milagro. Esta vez las ratas no se alejaron demasiado. No obstante, Masson aprovechó la tregua para reptar lo más deprisa que pudo, dispuesto a hacer fuego a la primera señal de un nuevo ataque.
Oyó movimientos de patas y alumbró hacia atrás con la linterna. Una enorme rata gris se paró en seco y se quedó mirándole, sacudiendo sus largos bigotes y moviendo de un lado a otro, muy despacio, su cola áspera y pelada. Masson disparó y la rata echó a correr.
Continuó arrastrándose. Se había detenido un momento a descansar, junto a la negra abertura de un túnel lateral, cuando descubrió un bulto informe sobre la tierra mojada, un poco más adelante. De momento, lo tomó por un montón de tierra desprendido del techo; luego vio que era un cuerpo humano.
Se trataba de una momia negruzca y arrugada, y Masson se dio cuenta, preso de un pánico sin límites, de que se movía.
Aquella cosa monstruosa avanzaba hacia él y, a la luz de la linterna, vio su rostro horrible a muy poca distancia del suyo. Era una calavera casi descarnada, la faz de un cadáver que ya llevaba años enterrado, pero animada de una vida infernal. Tenía unos ojos vidriosos, hinchados y saltones, que delataban su ceguera, y, al avanzar hacia Masson, lanzó un gemido plañidero y entreabrió sus labios pustulosos, desgarrados en una mueca de hambre espantosa. Masson sintió que se le helaba la sangre.
Cuando aquel Horror estaba ya a punto de rozarle. Masson se precipitó frenéticamente por la abertura lateral. Oyó arañar en la tierra, justo a sus pies, y el confuso gruñido de la criatura que le seguía de cerca. Masson miró por encima del hombro, gritó y trató de avanzar desesperadamente por la estrecha galería. Reptaba con torpeza; las piedras afiladas le herían las manos y las rodillas. El barro le salpicaba en los ojos, pero no se atrevió a detenerse ni un segundo. Continuó avanzando a gatas, jadeando, rezando y maldiciendo histéricamente.
Con chillidos triunfales, las ratas se precipitaron de nuevo sobre él con una horrible voracidad pintada en sus ojillos. Masson estuvo a punto de sucumbir bajo sus dientes, pero logró desembarazarse de ellas: el pasadizo se estrechaba y, sobrecogido por el pánico, pataleó, gritó y disparó hasta que el gatillo pegó sobre una cápsula vacía. Pero había rechazado las ratas.
Observó entonces que se hallaba bajo una piedra grande, encajada en la parte superior de la galería, que le oprimía cruelmente la espalda. Al tratar de avanzar notó que la piedra se movía, y se le ocurrió una idea: ¡Si pudiera dejarla caer, de forma que obstruyese el túnel!
La tierra estaba empapada por el agua de la lluvia. Se enderezó y se puso a quitar el barro que sujetaba la piedra. Las ratas se aproximaban. Veía brillar sus ojos al resplandor de la linterna. Siguió
cavando, frenético, en la tierra. La piedra cedía. Tiró de ella y la movió de sus cimientos.
Se acercaban las ratas... Era el enorme ejemplar que había visto antes. Gris, leprosa, repugnante, avanzaba enseñando sus dientes anaranjados. Masson dio un último tirón de la piedra, y la sintió resbalar hacia abajo. Entonces reanudó su camino a rastras por el túnel.
La piedra se derrumbó tras él, y oyó un repentino alarido de agonía. Sobre sus piernas se desplomaron algunos terrones mojados. Más adelante, le atrapó los pies un desprendimiento considerable, del que logró desembarazarse con dificultad. ¡El túnel entero se estaba desmoronando!
Jadeando de terror, Masson avanzaba mientras la tierra se desprendía tras él. El túnel seguía estrechándose, hasta que llegó un momento en que apenas pudo hacer uso de sus manos y piernas para avanzar. Se retorció como una anguila hasta que, de pronto, notó un jirón de raso bajo sus dedos crispados; y luego su cabeza chocó contra algo que le impedía continuar. Movió las piernas y pudo comprobar que no las tenía apresadas por la tierra desprendida. Estaba boca abajo. Al tratar de incorporarse, se encontró con que el techo del túnel estaba a escasos centímetros de su espalda. El terror le descompuso.
Al salirle al paso aquel ser espantoso y ciego, se había desviado por un túnel lateral, por un túnel que no tenía salida. ¡Se encontraba en un ataúd, en un ataúd vacío, al que había entrado por el agujero que las ratas habían practicado en su extremo!
Intentó ponerse boca arriba, pero no pudo. La tapa del ataúd le mantenía inexorablemente inmóvil. Tomó aliento entonces, e hizo fuerza contra la tapa. Era inamovible, y aun si lograse escapar del sarcófago, ¿cómo podría excavar una salida a través del metro y medio de tierra que tenía encima?
Respiraba con dificultad. Hacía un calor sofocante y el hedor era irresistible. En un paroxismo de terror, desgarró y arañó el forro acolchado hasta destrozarlo. Hizo un inútil intento por cavar con los pies en la tierra desprendida que le impedía la retirada. Si lograse solamente cambiar de postura, podría excavar con las uñas una salida hacia el aire... hacia el aire...
Una agonía candente penetró en su pecho; el pulso le dolía en los globos de los ojos. Parecía como si la cabeza se le fuera hinchando, a punto de estallar. Y de súbito, oyó los triunfales chillidos de las ratas. Comenzó a gritar, enloquecido, pero no pudo rechazarlas esta vez. Durante un momento, se revolvió histéricamente en su estrecha prisión, y luego se calmó, boqueando por falta de aire. Cerró los ojos, sacó su lengua ennegrecida, y se hundió en la negrura de la muerte, con los locos chillidos de las ratas taladrándole los oídos.
Robert Bloch:
El vampiro estelar1
(Dedicado a H. P. Lovecraft)
I
Confieso que sólo soy un simple escritor de relatos fantásticos. Desde mi más temprana infancia me he sentido subyugado por la secreta fascinación de lo desconocido y lo insólito. Los temores innominables, los sueños grotescos, las fantasías más extrañas que obsesionan nuestra mente, han tenido siempre un poderoso e inexplicable atractivo para mí.
En literatura, he caminado con Poe por senderos ocultos; me he arrastrado entre las sombras con Machen; he cruzado con Baudelaire las regiones de las horridas estrellas, o me he sumergido en las profundidades de la tierra, guiado por los relatos de la antigua ciencia. Mi escaso talento para el dibujo me obligó a intentar describir con torpes palabras los seres fantásticos que moran en mis sueños tenebrosos. Esta misma inclinación por lo siniestro se manifestaba también en mis preferencias musicales. Mis composiciones favoritas eran la Suite de los Planetas y otras del mismo género. Mi vida interior se convirtió muy pronto en un perpetuo festín de horrores fantásticos, refinadamente crueles.
En cambio, mi vida exterior era insulsa. Con el transcurso del tiempo, me fui haciendo cada vez más insociable, hasta que acabé por llevar una vida tranquila y filosófica en un mundo de libros y sueños.
El hombre debe trabajar para vivir. Incapaz, por naturaleza, de todo trabajo manual, me sentí desconcertado en mi adolescencia ante la necesidad de elegir una profesión. Mi tendencia a la depresión vino a complicar las cosas, y durante algún tiempo estuve bordeando el desastre económico más completo. Entonces fue cuando me decidí a escribir.
1 Título original: The Shambler from the Stars. Traducido por F. Torres Oliver [© Scott Meredith, Inc. New York].
Adquirí una vieja máquina de escribir, un montón de papel barato y unas hojas de carbón. Nunca me preocupó la búsqueda de un tema. ¿Qué mejor venero que las ilimitadas regiones de mi viva imaginación? Escribiría sobre temas de horror y oscuridad y sobre el enigma de la Muerte. Al menos, en mi inexperiencia y candidez, éste era mi propósito.
Mis primeros intentos fueron un fracaso rotundo. Mis resultados quedaron lastimosamente lejos de mis soñados proyectos. En el papel, mis fantasías más brillantes se convirtieron en un revoltijo insensato de pesados adjetivos, y no encontré palabras de uso corriente con que expresar el terror portentoso de lo desconocido. Mis primeros manuscritos resultaron mediocres, vulgares; las pocas revistas especializadas de este género los rechazaron con significativa unanimidad.
Tenía que vivir. Lentamente, pero de manera segura, comencé a ajustar mi estilo a mis ideas. Trabajé laboriosamente las palabras, las frases y las estructuras de las oraciones. Trabajé, trabajé duramente en ello. Pronto aprendí lo que era sudar. Y por fin, uno de mis relatos fue aceptado; después un segundo, y un tercero, y un cuarto. En seguida comencé a dominar los trucos más elementales del oficio, y comencé finalmente a vislumbrar mi porvenir con cierta claridad. Retorné con el ánimo más ligero a mi vida de ensueños y a mis queridos libros. Mis relatos me proporcionaban medios un tanto escasos para subsistir, y durante cierto tiempo no pedí más a la vida. Pero esto duró poco. La ambición, siempre engañosa, fue la causa de mi ruina.
Quería escribir un relato real; no uno de esos cuentos efímeros y estereotipados que producía para las revistas, sino una verdadera obra de arte. La creación de semejante obra maestra llegó a convertirse en mi ideal. Yo no era un buen escritor, pero ello no se debía enteramente a mis errores de estilo.
Presentía que mi defecto fundamental radicaba en el asunto escogido Los vampiros, hombres—lobos, los profanadores de cadáveres, los monstruos mitológicos, constituían un material de escaso mérito. Los temas e imágenes vulgares, el empleo rutinario de adjetivos, y un punto de vista prosaicamente antropocéntrico, eran los principales obstáculos para producir un cuento fantástico realmente bueno.
Debía elegir un tema nuevo, una intriga verdaderamente extraordinaria. ¡Si pudiera concebir algo realmente teratológico, algo monstruosamente increíble!
Estaba ansioso por aprender las canciones que cantaban los demonios al precipitarse más allá de las regiones estelares, por oír las voces de los dioses antiguos susurrando sus secretos al vacío preñado de resonancias. Deseaba vivamente conocer los terrores de la tumba, el roce de las larvas en mi lengua, la dulce caricia de una podrida mortaja sobre mi cuerpo. Anhelaba hacer mías las vivencias que yacen latentes en el fondo de los ojos vacíos de las momias, y ardía en deseos de
aprender la sabiduría que sólo el gusano conoce. Entonces podría escribir la verdad, y mis esperanzas se realizarían cabalmente.
Busqué el modo de conseguirlo. Serenamente, comencé a escribirme con pensadores y soñadores solitarios de todo el país. Mantuve correspondencia con un eremita de los montes occidentales, con un sabio de la región desolada del norte, y con un místico de Nueva Inglaterra. Por medio de éste, tuve conocimiento de algunos libros antiguos que eran tesoro y reliquia de una ciencia extraña. Primero me citó con mucha reserva, algunos pasajes del legendario Necronomicon, luego se refirió a cierto Libro de Eibon, que tenía fama de superar a los demás por su carácter demencial y blasfemo. Él mismo había estudiado aquellos volúmenes que recogían el terror de los Tiempos Originales, pero me prohibió que ahondara demasiado en mis indagaciones. Me dijo que, como hijo de la embrujada ciudad de Arkham, donde aún palpitan y acechan sombras de otros tiempos, había oído cosas muy extrañas, por lo que decidió apartarse prudentemente de las ciencias negras y prohibidas.
Finalmente, después de mucho insistirle, consintió de mala gana en proporcionarme los nombres de ciertas personas que a su juicio podrían ayudarme en mis investigaciones. Mi corresponsal era un escritor de notable brillantez; gozaba de una sólida reputación en los círculos intelectuales más exquisitos, y yo sabía que estaba tremendamente interesado en conocer el resultado de mi iniciativa.
Tan pronto como su preciosa lista estuvo en mis manos, comencé una masiva campaña postal con el fin de conseguir libros deseados. Dirigí mis cartas a varias universidades, a bibliotecas privadas, a astrólogos afamados y a dirigentes de ciertos cultos secretos de nombres oscuros y sonoros. Pero aquella labor estaba destinada al fracaso.
Sus respuestas fueron manifiestamente hostiles. Estaba claro que quienes poseían semejante ciencia se enfurecían ante la idea de que sus secretos fuesen develados por un intruso. Posteriormente, recibí varias cartas anónimas llenas de amenazas, e incluso una llamada telefónica verdaderamente alarmante. Pero lo que más me molestó, fue el darme cuenta de que mis esfuerzos habían resultado fallidos. Negativas, evasivas, desaires, amenazas.... ¡aquello no me servía de nada! Debía buscar por otra parte.
¡Las librerías! Quizá descubriese lo que buscaba en algún estante olvidado y polvoriento.
Entonces comencé una cruzada interminable. Aprendí a soportar mis numerosos desengaños con impasible tranquilidad. En ninguna de las librerías que visité habían oído hablar del espantoso Necronomicon, del maligno Libro de Eibon, ni del inquietante Cultes des Goules.
La perseverancia acaba por triunfar. En una vieja tienda de South Dearborn Street, en unas estanterías arrinconadas, acabé por encontrar
lo que estaba buscando. Allí, encajado entre dos ediciones centenarias de Shakespeare, descubrí un gran libro negro con tapas de hierro. En ellas, grabado a mano, se leía el título, De Vermis Mysteriis, «Misterios del Gusano».
El propietario no supo decirme de dónde procedía el libro aquél. Quizá lo había adquirido hace un par de años en algún lote de libros de segunda mano. Era evidente que desconocía su naturaleza, ya que me lo vendió por un dólar. Encantado por su inesperada venta, me envolvió el pesado mamotreto, y me despidió con amable satisfacción.
Yo me marché apresuradamente con mi precioso botín debajo del brazo. ¡Lo que había encontrado! Ya tenía referencias del libro. Su autor era Ludvig Prinn, y había perecido en la hoguera inquisitorial, en Bruselas, cuando los juicios por brujería estaban en su apogeo. Había sido un personaje extraño, alquimista, nigromante y mago de gran reputación; alardeaba de haber alcanzado una edad milagrosa, cuando finalmente fue inmolado por el fiero poder secular. De él se decía que se proclamaba el único superviviente de la novena cruzada, y exhibía como prueba ciertos documentos mohosos que parecían atestiguarlo. Lo cierto es que, en los viejos cronicones, el nombre de Ludvig Prinn figuraba entre los caballeros servidores de Montserrat, pero los incrédulos lo seguían considerando como un chiflado y un impostor, a lo sumo descendiente de aquel famoso caballero.
Ludvig atribuía sus conocimientos de hechicería a los años en que había estado cautivo entre los brujos y encantadores de Siria, y hablaba a menudo de sus encuentros con los djinns y los efreets de los antiguos mitos orientales. Se sabe que pasó algún tiempo en Egipto, y entre los santones libios circulan ciertas leyendas que aluden a las hazañas del viejo adivino en Alejandría.
En todo caso, pasó sus postreros días en las llanuras de Flandes, su tierra natal, habitando —lugar muy adecuado— las ruinas de un sepulcro prerromano que se alzaba en un bosque cercano a Bruselas. Se decía que allí moraba en las sombras, rodeado de demonios familiares y terribles sortilegios. Aún se conservan manuscritos que dicen, en forma un tanto evasiva, que era asistido por «compañeros invisibles» y «servidores enviados de las estrellas». Los campesinos evitaban pasar la noche por el bosque donde habitaba, no le gustaban ciertos ruidos que resonaban cuando había luna llena, y preferían ignorar qué clase de seres se prosternaban ante los viejos altares paganos que se alzaban, medio desmoronados, en lo más oscuro del bosque.
Sea como fuere, después de ser apresado Prinn por los esbirros de la Inquisición, nadie vio las criaturas que había tenido a su servicio. Antes de destruir el sepulcro donde había morado, los soldados lo registraron a fondo, y no encontraron nada. Seres sobrenaturales, instrumentos extraños, pócimas.... todo había desaparecido de la manera más misteriosa. Hicieron un minucioso reconocimiento del
bosque prohibido, pero sin resultado. Sin embargo, antes de que terminara el proceso de Prinn, saltó sangre fresca en los altares, y también en el potro de tormento. Pero ni con las más atroces torturas lograron romper su silencio. Por último, cansados de interrogar, arrojaron al viejo hechicero a una mazmorra.
Y fue durante su prisión, mientras aguardaba la sentencia, cuando escribió ese texto morboso y horrible, De Vermis Mysteriis, conocido hoy por los Misterios del Gusano. Nadie se explica como pudo lograrlo sin que los guardianes lo sorprendieran; pero un año después de su muerte, el texto fue impreso en Colonia. Inmediatamente después de su aparición, el libro fue prohibido. Pero ya se habían distribuido algunos ejemplares, de los que se sacaron copias en secreto. Más adelante, se hizo una nueva edición, censurada y expurgada, de suerte que únicamente se considera auténtico el texto original latino. A lo largo de los siglos, han sido muy pocos los que han tenido acceso a la sabiduría que encierra este libro. Los secretos del viejo mago sólo son conocidos hoy por algunos iniciados, quienes, por razones muy concretas, se oponen a todo intento de propagarlos.
Esto era, en resumen, lo que sabía del libro que había venido a parar a mis manos. Aun como mero coleccionista, el libro representaba un hallazgo fenomenal; pero, desgraciadamente, no podía juzgar su contenido, porque estaba en latín. Como sólo conozco unas cuantas palabras sueltas de esa lengua, al abrir sus páginas mohosas me tropecé con un obstáculo insuperable. Era exasperante poseer aquel tesoro de saber oculto, y no tener la clave para desentrañarlo.
Por un momento, me sentí desesperado. No me seducía la idea de poner un texto de semejante naturaleza en manos de un latinista de la localidad. Más tarde tuve una inspiración. ¿Por qué no coger el libro y visitar a mi amigo para solicitar ayuda? Él era un erudito, leía en su idioma a los clásicos, y probablemente las espantosas revelaciones de Prinn le impresionarían menos que a otros. Sin pensarlo más le escribí apresuradamente y muy poco después recibí su contestación. Estaba encantado en ayudarme. Por encima de todo, debía ir inmediatamente.
II
Providence es un pueblo agradable. La casa de mi amigo era antigua, de un estilo georgiano bastante caro. La planta baja era una maravilla de ambiente colonial. El piso alto, sombreado por las dos vertientes del tejado e iluminado por una amplia ventana, servía de estudio a mi anfitrión. Allí reflexionamos durante la espantosa y memorable noche del pasado abril, junto a la gran ventana abierta a la mar azulada. Era una noche sin luna, una noche lívida en que la niebla llenaba la vacía oscuridad de sombras aladas. Todavía puedo imaginar con nitidez la escena: la pequeña habitación iluminada por la luz de la
lámpara, la mesa grande, las sillas de alto respaldo... Los libros tapizaban las paredes, los manuscritos se apilaban aparte, en archivadores especiales.
Mi amigo y yo estábamos sentados junto a la mesa, ante el misterioso volumen. El delgado perfil de mi amigo proyectaba una sombra inquieta en la pared, y su semblante de cera adoptaba, a la luz mortecina una apariencia furtiva. En el ambiente flotaba como el presagio de una portentosa revelación. Yo sentía la presencia de unos secretos que acaso no tardarían en revelarse.
Mi compañero era sensible también a esta atmósfera expectante. Los largos años de soledad habían agudizado su intuición hasta un extremo inconcebible. No era el frío lo que le hacía temblar en su butaca, ni era la fiebre la que hacía llamear sus ojos con un fulgor de piedras preciosas. Aun antes de abrir aquel libro maldito, sabía que encerraba una maldición. El olor a moho que desprendían sus páginas antiguas traía consigo un vaho que parecía brotar de la tumba. Sus hojas descoloridas estaban carcomidas por los bordes. Su encuadernación de cuero estaba roída por las ratas, acaso por unas ratas cuyo alimento habitual fuera singularmente horrible.
Aquella noche había contado a mi amigo la historia del libro, y lo había desempaquetado en su presencia. Al principio parecía deseoso, ansioso diría yo, por empezar enseguida su traducción. Ahora, en cambio, vacilaba.
Insistía en que no era prudente leerlo. Era un libro de ciencia maligna. ¿Quién sabe qué conocimientos demoníacos se ocultaban en sus páginas, o qué males podían sobrevenir al intruso que se atreviese a profanar sus secretos? No era conveniente saber demasiado. Muchos hombres habían muerto por practicar la ciencia corrompida que contenían esas páginas. Me rogó que abandonara mi investigación, ahora que no lo había leído aún, y que tratara de inspirarme en fuentes más saludables.
Fui un necio. Rechacé precipitadamente sus objeciones con palabras vanas y sin sentido. Yo no tenía miedo. Podríamos echar al menos una mirada al contenido de nuestro tesoro. Comencé a pasar hojas.
El resultado fue decepcionante. Su aspecto era el de un libro antiguo y corriente de hojas amarillentas y medio deshechas, impreso en gruesos caracteres latinos... y nada más, ninguna ilustración, ningún grabado alarmante.
Mi amigo no puedo resistir la tentación de saborear semejante rareza bibliográfica. Al cabo de un momento, se levantó para echar una ojeada al texto por encima de mi hombro; luego, con creciente interés, empezó a leer en voz baja algunas frases en latín. Por último, vencido ya por el entusiasmo, me arrebató el precioso volumen, se sentó junto a la
ventana y se puso a leer pasajes al azar. De cuando en cuando, los traducía al inglés.
Sus ojos relampagueaban con un brillo salvaje. Su perfil cadavérico expresaba una concentración total en los viejos caracteres que cubrían las páginas del libro. Cuando traducía en voz alta, las frases retumbaban como una letanía del diablo; luego, su voz se debilitaba hasta convertirse en un siseo de víbora. Yo tan sólo comprendía algunas frases sueltas porque, en su ensimismamiento, parecía haberse olvidado de mí. Estaba leyendo algo referente a hechizos y encantamientos. Recuerdo que el texto aludía a ciertos dioses de la adivinación, tales como el Padre Yig, Han el Oscuro y Byatis, cuya barba estaba formada de serpientes. Yo temblaba, ya conocía esos nombres terribles. Pero más habría temblado, si hubiera llegado a saber lo que estaba a punto de ocurrir.
Y no tardó en suceder. De repente, mi amigo se volvió hacia mí, preso de una gran agitación. Con voz chillona y excitada me preguntó si recordaba las leyendas sobre las hechicerías de Prinn, y los relatos sobre servidores invisibles que había hecho venir desde las estrellas. Dije que sí, pero sin comprender la causa de su repentino frenesí.
Entonces me explicó el motivo de su agitación. En el libro, en un capítulo que trataba de los demonios familiares, había encontrado una especie de plegaria o conjuro que tal vez fuera el que Prinn había empleado para traer a sus invisibles servidores desde los espacios ultraterrestres. Ahora iba a escuchar, él me lo leería.
Yo permanecí sentado como un tonto, ignorante de lo que iba a pasar. ¿Por qué no gritaría entonces, por qué no trataría de escapar o de arrancarle de las manos aquel códice monstruoso? Pero yo no sabía nada, y me quedé sentado adonde estaba, mientras mi amigo, con voz quebrada por la violenta excitación, leía una larga y sonora invocación:
"Tibi, Magnum Innominandum, signa stellarum nigrarum et bufaniformis Sadoquae sigillum"...
El ritual siguió adelante; las palabras se alzaron como aves nocturnas de terror y muerte; temblaron como llamas en el aire tenebroso y contagiaron su fuego letal a mi cerebro. Los acentos atronadores de mi amigo producían un eco infinito, más allá de las estrellas más remotas. Era como si su voz, a través de enormes puertas primordiales, alcanzara regiones exteriores a toda dimensión en busca de su oyente, y lo llamara a la tierra. ¿Era todo una ilusión? No me paré a reflexionar.
Y aquella llamada, proferida de manera casual, obtuvo respuesta. Apenas se había apagado la voz de mi amigo en nuestra habitación, cuando sobrevino el terror. El cuarto se tornó frío. Por la ventana entró aullando un viento repentino que no era de este mundo. En él cabalgaba como un plañido, como una nota perversa y lejana; al oírla,
el semblante de mi amigo se convirtió en una pálida máscara de terror. Luego, las paredes crujieron y las hojas de la ventana se combaron ante mis ojos atónitos. Desde la nada que se abría más allá de la ventana, llegó un súbito estallido de lúbrica brisa, unas carcajadas histéricas, que parecían producto de la más completa locura. Aquellas carcajadas que no profería boca alguna alcanzaron la última quintaescencia del horror.
Lo demás ocurrió a una velocidad pasmosa. Mi amigo se lanzó hacia la ventana y comenzó a gritar, manoteando como si quisiera zafarse del vacío. A la luz de la lámpara vi sus rasgos contraídos en una mueca de loca agonía. Un momento después, su cuerpo se levantó del suelo y comenzó a doblarse hacia atrás, en el aire, hasta un grado imposible. Inmediatamente, sus huesos se rompieron con un chasquido horrible y su figura quedó colgando en el vacío. Tenía los ojos vidriosos, y sus manos se crispaban compulsivamente como si quisiera agarrar algo que yo no veía. Una vez más, se oyó aquella risa vesánica, ¡pero ahora provenía de dentro de la habitación!
Las estrellas oscilaban en roja angustia, el viento frío silbaba estridente en mis oídos. Me encogí en mi silla, con los ojos clavados en aquella escena aterradora que se desarrollaba ante mí.
Mi amigo empezó a gritar. Sus alaridos se mezclaban con aquella risa perversa que surgía del aire. Su cuerpo combado, suspendido en el espacio, se dobló nuevamente hacia atrás, mientras la sangre brotaba de su cuello desgarrado como agua roja de un surtidor.
Aquella sangre no llegó a tocar el suelo. Se detuvo en el aire, y cesó la risa, que se convirtió en un gorgoteo nauseabundo. Dominado por en vértigo del horror, lo comprendí todo. ¡La sangre estaba alimentando a un ser invisible del más allá! ¿Qué entidad del espacio había sido invocada tan repentina e inconscientemente? ¿Qué era aquél monstruoso vampiro que yo no podía ver?
Después, aún tuvo lugar una espantosa metamorfosis. El cuerpo de mi compañero se encogió, marchito ya y sin vida. Por último, cayó en el suelo y quedó horriblemente inmóvil. Pero en el aire de la estancia sucedió algo pavoroso.
Junto a la ventana, en el rincón, se hizo visible un resplandor rojizo.... sangriento. Muy despacio, pero en forma continua, la silueta de la Presencia fue perfilándose cada vez más, a medida que la sangre iba llenando la trama de la invisible entidad de las estrellas. Era una inmensidad de gelatina palpitante, húmeda y roja, una burbuja escarlata con miles de apéndices, unas bocas que se abrían y cerraban con horrible codicia... Era una cosa hinchada y obscena, un bulto sin cabeza, sin rostro, sin ojos, una especie de buche ávido, dotado de garras, que había brotado del cielo estelar. La sangre humana con la que se había nutrido revelaba ahora los contornos del comensal. No era espectáculo para presenciarlo un humano.
Afortunadamente para mi equilibrio mental, aquella criatura no se demoró ante mis ojos. Con un desprecio total por el cadáver fláccido que yacía en el suelo, asió el espantoso libro con un tentáculo viscoso y retorcido, y se dirigió a la ventana con rapidez. Allí, comprimió su tembloroso cuerpo de gelatina a través de la abertura. Desapareció, y oí su risa burlesca y lejana, arrastrada por las ráfagas del viento, mientras regresaba a los abismos de donde había venido.
Eso fue todo. Me quedé solo en la habitación, ante el cuerpo roto y sin vida de mi amigo. El libro había desaparecido. En la pared había huellas de sangre y abundantes salpicaduras en el suelo. El rostro de mi amigo era una calavera ensangrentada vuelta hacia las estrellas.
Permanecí largo rato sentado en silencio, antes de prenderle fuego a la habitación. Después, me marché. Me reí, porque sabía que las llamas destruirían toda huella de lo ocurrido. Yo había llegado aquella misma tarde. Nadie me conocía ni me había visto llegar. Tampoco me vio nadie partir, ya que huí antes de que las llamas empezaran a propagarse. Anduve horas y horas, sin rumbo, por las torcidas calles, sacudido por una risa idiota, cada vez que divisaba las estrellas inflamadas, cruelmente jubilosas, que me miraban furtivamente a través de los desgarrones de la niebla fantasmal.
Al cabo de varias horas, me sentí lo bastante calmado para tomar el tren. Durante el largo viaje de regreso, estuve tranquilo, y lo he estado igualmente ahora, mientras escribía esta relación de los hechos. Tampoco me alteré cuando leí en la prensa la noticia de que mi amigo había fallecido en un incendio que destruyó su vivienda.
Solamente a veces, por la noche, cuando brillan las estrellas, los sueños vuelven a conducirme hacia un gigantesco laberinto de horror y locura. Entonces tomo drogas, en un vano intento por disipar los recuerdos que me asaltan mientras duermo. Pero esto tampoco me preocupa demasiado, porque sé que no permaneceré mucho tiempo aquí.
Tengo la certeza de que veré, una vez más, aquella temblorosa entidad de las estrellas. Estoy convencido de que pronto volverá para llevarme a esa negrura que es hoy morada de mi amigo. A veces deseo vivamente que llegue ese día, porque entonces aprenderé yo también, de una vez para siempre, los Misterios del Gusano.
H. P. Lovecraft:
El morador de las tinieblas1
(Dedicado a Robert Bloch)
Yo he visto abrirse el tenebroso universo
Donde giran sin rumbo los negros planetas,
Donde giran en su horror ignorado
Sin orden, sin brillo y sin nombre.
Némesis
Las personas prudentes dudarán antes de poner en tela de juicio la extendida opinión de que a Robert Blake lo mató un rayo, o un shock nervioso producido por una descarga eléctrica. Es cierto que la ventana ante la cual se encontraba permanecía intacta, pero la naturaleza se ha manifestado a menudo capaz de hazañas aún más caprichosas. Es muy posible que la expresión de su rostro haya sido ocasionada por contracciones musculares sin relación alguna con lo que tuviera ante sus ojos; en cuanto a las anotaciones de su diario, no cabe duda de que son producto de una imaginación fantástica, excitada por ciertas supersticiones locales y ciertos descubrimientos llevados a cabo por él. En lo que respecta a las extrañas circunstancias que concurrían en la abandonada iglesia de Federal Hill, el investigador sagaz no tardará en atribuirlas al charlatanismo consciente o inconsciente de Blake, quien estuvo relacionado secretamente con determinados círculos esotéricos.
Porque después de todo, la víctima era un escritor y pintor consagrado por entero al campo de la mitología, de los sueños, del terror y la superstición, ávido en buscar escenarios y efectos extraños y espectrales. Su primera estancia en Providence —con objeto de visitar a un viejo extravagante, tan profundamente entregado a las ciencias ocultas como él2— había acabado en muerte y llamas. Sin duda fue algún instinto morboso lo que le indujo a abandonar nuevamente su casa de Milwaukee para venir a Providence, o tal vez conocía de
1 Título original: The Haunter of the Dark. Traducido por F. Torres Oliver [© Scott Meredith, Inc., New York].
2 Véase: El Vampiro Estelar, de Robert Bloch, incluído en esta misma antología (R. Ll.)
antemano las viejas leyendas, a pesar de negarlo en su diario, en cuyo caso su muerte malogró probablemente una formidable superchería destinada a preparar un éxito literario.
No obstante, entre los que han examinado y contrastado todas las circunstancias del asunto, hay quienes se adhieren a teorías menos racionales y comunes. Estos se inclinan a dar crédito a lo constatado en el diario de Blake y señalan la importancia significativa de ciertos hechos, tales como la indudable autenticidad del documento hallado en la vieja iglesia, la existencia real de una secta heterodoxa llamada «Sabiduría de las Estrellas» antes de 1877, la desaparición en 1893 de cierto periodista demasiado curioso llamado Edwin M. Lillibridge, y —sobre todo— el temor monstruoso y transfigurador que reflejaba el rostro del joven escritor en el momento de morir. Fue uno de éstos el que, movido por un extremado fanatismo, arrojó a la bahía la piedra de ángulos extraños con su estuche metálico de singulares adornos, hallada en el chapitel de la iglesia, en el negro chapitel sin ventanas ni aberturas, y no en la torre, como afirma el diario. Aunque criticado oficial y públicamente, este individuo —hombre intachable, con cierta afición a las tradiciones raras— dijo que acababa de liberar a la tierra de algo demasiado peligroso para dejarlo al alcance de cualquiera.
El lector puede escoger por sí mismo entre estas dos opiniones diversas. Los periódicos han expuesto los detalles más palpables desde un punto de vista escéptico, dejando que otros reconstruyan la escena, tal como Robert Blake la vio, o creyó verla, o pretendió haberla visto. Ahora, después de estudiar su diario detenidamente, sin apasionamientos ni prisa alguna, nos hallamos en condiciones de resumir la concatenación de los hechos desde el punto de vista de su actor principal.
El joven Blake volvió a Providence en el invierno de 1934—35, y alquiló el piso superior de una venerable residencia situada frente a una plaza cubierta de césped, cerca de College Street, en lo alto de la gran colina —College Hill— inmediata al campus de la Brown University, a espaldas de la Biblioteca John Hay. Era un sitio cómodo y fascinante, con un jardín remansado, lleno de gatos lustrosos que tomaban el sol pacíficamente. El edificio era de estilo georgiano: tenía mirador, portal clásico con escalinatas laterales, vidrieras con trazado de rombos, y todas las demás características de principios del siglo XIX. En el interior había puertas de seis cuerpos, grandes entarimados, una escalera colonial de amplia curva, blancas chimeneas del período Aram, y una serie de habitaciones traseras situadas unos tres peldaños por debajo del resto de la casa.
El estudio de Blake era una pieza espaciosa que daba por un lado a la pared delantera del jardín; por el otro, sus ventanas —ante una de las cuales había instalado su mesa de escritorio— miraban a occidente, hacia la cresta de la colina. Desde allí se dominaba una vista espléndida de tejados pintorescos y místicos crepúsculos. En el lejano horizonte se
extendían las violáceas laderas campestres. Contra ellas, a unos tres o cuatro kilómetros de distancia, se recortaba la joroba espectral de Federal Hill erizada de tejados y campanarios que se arracimaban en lejanos perfiles y adoptaban siluetas fantásticas, cuando los envolvía el humo de la ciudad. Blake tenía la curiosa sensación de asomarse a un mundo desconocido y etéreo, capaz de desvanecerse como un sueño si intentara ir en su busca para penetrar en él.
Después de haberse traído de su casa la mayor parte de sus libros, Blake compró algunos muebles antiguos, en consonancia con su vivienda, y la arreglo para dedicarse a escribir y pintar. Vivía solo y se hacía él mismo las sencillas faenas domésticas. Instaló su estudio en una habitación del ático orientada al norte y muy bien iluminada por un amplio mirador. Durante el primer invierno que pasó allí, escribió cinco de sus relatos más conocidos —El Socavador, La Escalera de la Cripta, Shaggai, En el Valle de Pnath y El Devorador de las Estrellas— y pintó siete telas sobre temas de monstruos infrahumanos y paisajes extraterrestres profundamente extraños.
Cuando llegaba el atardecer, se sentaba a su mesa y contemplaba soñadoramente el panorama de poniente: las torres sombrías de Memorial Hall que se alzaban al pie de la colina donde vivía, el torreón del palacio de Justicia, las elevadas agujas del barrio céntrico de la población, y sobre todo, la distante silueta de Federal Hill, cuyas cúpulas resplandecientes, puntiagudas buhardillas y calles ignoradas tanto excitaban su fantasía. Por las pocas personas que conocía en la localidad se enteró de que en dicha colina había un barrio italiano, aunque la mayoría de los edificios databan de los viejos tiempos de los yanquis y los irlandeses. De cuando en cuando paseaba sus prismáticos por aquel mundo espectral, inalcanzable tras la neblina vaporosa; a veces los detenía en un tejado, o en una chimenea, o en un campanario, y divagaba sobre los extraños misterios que podía albergar. A pesar de los prismáticos, Federal Hill le seguía pareciendo un mundo extraño y fabuloso que encajaba asombrosamente con lo que él describía en sus cuentos y pintaba en sus cuadros. Esta sensación persistía mucho después de que el cerro se hubiera difuminado en un atardecer azul salpicado de lucecitas, y se encendieran los proyectores del palacio de Justicia y los focos rojos del Trust Industrial dándole efectos grotescos a la noche.
De todos los lejanos edificios de Federal Hill, el que más fascinaba a Blake era una iglesia sombría y enorme que se distinguía con especial claridad a determinadas horas del día. Al atardecer, la gran torre rematada por un afilado chapitel se recortaba tremenda contra un cielo incendiado. La iglesia estaba construida sin duda sobre alguna elevación del terreno, ya que su fachada sucia y la vertiente del tejado, así como sus grandes ventanas ojivales, descollaban por encima de la maraña de tejados y chimeneas que la rodeaban. Era un edificio melancólico y severo, construido con sillares de piedra, muy maltratado
por el humo y las inclemencias del tiempo, al parecer. Su estilo, según se podía apreciar con los prismáticos, correspondía a los primeros intentos de reinstauración del Gótico y debía datar, por lo tanto, del 1810 ó 1815.
A medida que pasaban los meses, Blake contemplaba aquel edificio lejano y prohibido con un creciente interés. Nunca veía iluminados los inmensos ventanales, por lo que dedujo que el edificio debía de estar abandonado. Cuanto más lo contemplaba, más vueltas le daba a la imaginación. y más cosas raras se figuraba. Llegó a parecerle que se cernía sobre él un aura de desolación y que incluso las palomas y las golondrinas evitaban sus aleros. Con sus prismáticos distinguía grandes bandadas de pájaros en torno a las demás torres y campanarios, pero allí no se detenían jamás. Al menos, así lo creyó él y así lo constató en su diario. Más de una vez preguntó a sus amigos, pero ninguno había estado nunca en Federal Hill, ni tenían la más remota idea de lo que esa iglesia pudiera ser.
En primavera, Blake se sintió dominado por un vivo desasosiego. Había comenzado una novela larga basada en la supuesta supervivencia de unos cultos paganos en Maine, pero incomprensiblemente, se había atascado y su trabajo no progresaba. Cada vez pasaba más tiempo sentado ante la ventana de poniente, contemplando el cerro distante y el negro campanario que los pájaros evitaban. Cuando las delicadas hojas vistieron los ramajes del jardín, el mundo se colmó de una belleza nueva, pero las inquietudes de Blake aumentaron más aún. Entonces se le ocurrió por primera vez, atravesar la ciudad y subir por aquella ladera fabulosa que conducía al brumoso mundo de ensueños.
A últimos de abril, poco antes de la fecha sombría de Walpurgis, Blake hizo su primera incursión al reino desconocido. Después de recorrer un sinfín de calles y avenidas en la parte baja, y de plazas ruinosas y desiertas que bordeaban el pie del cerro, llegó finalmente a una calle en cuesta, flanqueada de gastadas escalinatas, de torcidos porches dóricos y cúpulas de cristales empañados. Aquella calle parecía conducir hasta un mundo inalcanzable más allá de la neblina. Los deteriorados letreros con los nombres de las calles no le decían nada. Luego reparó en los rostros atezados y extraños de los transeúntes, en los anuncios en idiomas extranjeros que campeaban en las tiendas abiertas al pie de añosos edificios. En parte alguna pudo encontrar los rincones y detalles que viera con los prismáticos, de modo que una vez más, imaginó que la Federal Hill que él contemplaba desde sus ventanas era un mundo de ensueño en el que jamás entrarían los seres humanos de esta vida.
De cuando en cuando, descubría la fachada derruida de alguna iglesia o algún desmoronado chapitel, pero nunca la ennegrecida mole que buscaba. Al preguntarle a un tendero por la gran iglesia de piedra, el hombre sonrió y negó con la cabeza, a pesar de que hablaba
correctamente inglés. A medida que Blake se internaba en el laberinto de callejones sombríos y amenazadores, el paraje le resultaba más y más extraño. Cruzó dos o tres avenidas, y una de las veces le pareció vislumbrar una torre conocida. De nuevo preguntó a un comerciante por la iglesia de piedra, y esta vez habría jurado que fingía su ignorancia, porque su rostro moreno reflejó un temor que trató en vano de ocultar. Al despedirse, Blake le sorprendió haciendo un signo extraño con la mano derecha.
Poco después vio súbitamente, a su izquierda una aguja negra que destacaba sobre el cielo nuboso, por encima de las filas de oscuros tejados. Blake lo reconoció inmediatamente y se adentró por sórdidas callejuelas que subían desde la avenida. Dos veces se perdió, pero, por alguna razón, no se atrevió a preguntarles a los venerables ancianos y obesas matronas que charlaban sentados en los portales de sus casas, ni a los chiquillos que alborotaban jugando en el barro de los oscuros callejones.
Por último, descubrió la torre junto a una inmensa mole de piedra que se alzaba al final de la calle. El se encontraba en ese momento en una plaza empedrada de forma singular, en cuyo extremo se alzaba una enorme plataforma rematada por un muro de piedra y rodeada por una barandilla de hierro. Allí finalizó su búsqueda, porque en el centro de la plataforma, en aquel pequeño mundo elevado sobre el nivel de las calles adyacentes, se erguía, rodeada de yerbajos y zarzas, una masa titánica y lúgubre sobre cuya identidad, aun viéndola de cerca, no podía equivocarse.
La iglesia se encontraba en un avanzado estado de ruina. Algunos de sus contrafuertes se habían derrumbado y varios de sus delicados pináculos se veían esparcidos por entre la maleza. Las denegridas ventanas ojivales estaban intactas en su mayoría, aunque en muchas faltaba el ajimez de piedra. Lo que más le sorprendió fue que las vidrieras no estuviesen rotas, habida cuenta de las destructoras costumbres de la chiquillería. Las sólidas puertas permanecían firmemente cerradas. La verja que rodeaba la plataforma tenía una cancela —cerrada con candado— a la que se llegaba desde la plaza por un tramo de escalera, y desde ella hasta el pórtico se extendía un sendero enteramente cubierto de maleza. La desolación y la ruina envolvían el lugar como una mortaja; y en los aleros sin pájaros, y en los muros desnudos de yedra, veía Blake un toque siniestro imposible de definir.
Había muy poca gente en la plaza. Blake vio en un extremo a un guardia municipal, y se dirigió a él con el fin de hacerle unas preguntas sobre la iglesia. Para asombro suyo, aquel irlandés fuerte y sano se limitó a santiguarse y a murmurar entre dientes que la gente no mentaba jamás aquel edificio. Al insistirle, contestó atropelladamente que los sacerdotes italianos prevenían a todo el mundo contra dicho templo, y afirmaban que una maldad monstruosa había habitado allí en
tiempos, y había dejado su huella indeleble. El mismo había oído algunas oscuras insinuaciones por boca de su padre, quien recordaba ciertos rumores que circularon en la época de su niñez.
Una secta se había albergado allí, en aquellos tiempos, que invocaba a unos seres que procedían de los abismos ignorados de la noche. Fue necesaria la valentía de un buen sacerdote para exorcizar la iglesia, pero hubo quienes afirmaron después que para ello habría bastado simplemente la luz. Si el padre O'Malley viviera, podría aclararnos muchos misterios de este templo. Pero ahora, lo mejor era dejarlo en paz. A nadie hacía daño, y sus antiguos moradores habían muerto y desaparecido. Huyeron a la desbandada, como ratas, en el año 77, cuando las autoridades empezaron a inquietarse por la forma en que desaparecían los vecinos y hablaron de intervenir. Algún día, a falta de herederos, el Municipio tomaría posesión del viejo templo, pero más valdría dejarlo en paz y esperar a que se viniera abajo por sí solo, no fuera que despertasen ciertas cosas que debían descansar eternamente en los negros abismos de la noche.
Después de marcharse el guardia, Blake permaneció allí, contemplando la tétrica aguja del campanario. El hecho de que el edificio resultara tan siniestro para los demás como para él le llenó de una extraña excitación. ¿Qué habría de verdad en las viejas patrañas que acababa de contarle el policía? Seguramente no eran más que fábulas suscitadas por el lúgubre aspecto del templo. Pero aun así, era como si cobrase vida uno de sus propios relatos.
El sol de la tarde salió de entre las nubes sin fuerza para iluminar los sucios, los tiznados muros de la vieja iglesia. Era extraño que el verde jugoso de la primavera no se hubiese extendido por su patio, que aún conservaba una vegetación seca y agostada. Blake se dio cuenta de que había ido acercándose y de que observaba el muro y su verja herrumbrosa con idea de entrar. En efecto, de aquel edificio parecía desprenderse un influjo terrible al que no había forma de resistir. La cancela estaba cerrada, pero en la parte norte de la verja faltaban algunos barrotes. Subió los escalones y avanzó por el estrecho reborde exterior hasta llegar al boquete. Si era verdad que la gente miraba con tanta aversión el lugar, no tropezaría con dificultades.
Recorrió el reborde de piedra. Antes de que nadie hubiera reparado en él, se encontraba ante el boquete. Entonces miró atrás y vio que las pocas personas de la plaza se alejaban recelosas y hacían con la mano derecha el mismo signo que el comerciante de la avenida. Varias ventanas se cerraron de golpe, y una mujer gorda salió disparada a la calle, recogió a unos cuantos niños que había por allí y los hizo entrar en un portal desconchado y miserable. El boquete era lo bastante ancho y Blake no tardó en hallarse en medio de la maleza podrida y enmarañada del patio desierto. A juzgar por algunas lápidas que asomaban erosionadas entre las yerbas, debió de servir de cementerio en otro tiempo. Vista de cerca, la enhiesta mole de la iglesia resultaba
opresiva. Sin embargo, venció su aprensión y probó las tres grandes puertas de la fachada. Estaban firmemente cerradas las tres, así que comenzó a dar la vuelta del edificio en busca de alguna abertura más accesible. Ni aun entonces estaba seguro de querer entrar en aquella madriguera de sombras y desolación, aunque se sentía arrastrado como por un hechizo insoslayable.
En la parte posterior encontró un tragaluz abierto y sin rejas que proporcionaba el acceso necesario. Blake se asomó y vio que correspondía a un sótano lleno de telarañas y polvo, apenas iluminado por los rayos del sol poniente. Escombros, barriles viejos, cajones rotos, muebles... de todo había allí; y encima descansaba un sudario de polvo que suavizaba los ángulos de sus siluetas. Los restos enmohecidos de una caldera de calefacción mostraban que el edificio había sido utilizado y mantenido por lo menos hasta finales del siglo pasado.
Obedeciendo a un impulso casi inconsciente, Blake se introdujo por el tragaluz y se dejó caer sobre la capa de polvo y los escombros esparcidos en el suelo. Era un sótano abovedado, inmenso, sin tabiques. A lo lejos, en un rincón, y sumido en una densa oscuridad, descubrió un arco que evidentemente conducía arriba. Un extraño sentimiento de ahogo le invadió al saberse dentro de aquel templo espectral, pero lo desechó y siguió explorando minuciosamente el lugar. Halló un barril intacto aún, en medio del polvo, y lo rodó hasta colocarlo al pie del tragaluz para cuando tuviera que salir. Luego, haciendo acopio de valor, cruzó el amplio sótano plagado de telarañas y se dirigió al arco del otro extremo. Medio sofocado por el polvo omnipresente y cubierto de suciedad, empezó a subir los gastados peldaños que se perdían en la negrura. No llevaba luz alguna, por lo que avanzaba a tientas, con mucha precaución. Después de un recodo repentino, notó ante sí una puerta cerrada; inmediatamente descubrió su viejo picaporte. Al abrirlo, vio ante sí un corredor iluminado débilmente, revestido de madera corroída por la carcoma.
Una vez arriba, Blake comenzó a inspeccionar rápidamente. Ninguna de las puertas interiores estaba cerrada con cerrojo, de modo que podía pasar libremente de una estancia a otra. La nave central era de enormes proporciones y sobrecogía por las montañas de polvo acumulado sobre los bancos, el altar, el púlpito y el órgano, y las inmensas colgaduras de telaraña que se desplegaban entre los arcos apuntados del triforio. Sobre esta muda desolación se derramaba una desagradable luz plomiza que provenía de las vidrieras ennegrecidas del ábside, sobre las cuales incidían los rayos del sol agonizante.
Aquellas vidrieras estaban tan sucias de hollín que a Blake le costó un gran esfuerzo descifrar lo que representaban. Y lo poco que distinguió no le gustó en absoluto. Los dibujos eran emblemáticos, y sus conocimientos sobre simbolismos esotéricos le permitieron interpretar ciertos signos que aparecían en ellos. En cambio había escasez de santos, y los pocos representados mostraban además
expresiones abiertamente censurables. Una de las vidrieras representaba únicamente, al parecer, un fondo oscuro sembrado de espirales luminosas. Al alejarse de los ventanales observó que la cruz que coronaba el altar mayor era nada menos que la antiquísima ankh o crux ansata del antiguo Egipto.
En una sacristía posterior contigua al ábside encontró Blake un escritorio deteriorado y unas estanterías repletas de libros mohosos, casi desintegrados. Aquí sufrió por primera vez un sobresalto de verdadero horror, ya que los títulos de aquellos libros eran suficientemente elocuentes para él. Todos ellos trataban de materias atroces y prohibidas, de las que el mundo no había oído hablar jamás, a no ser a través de veladas alusiones. Aquellos volúmenes eran terribles recopilaciones de secretos y fórmulas inmemoriales que el tiempo ha ido sedimentando desde los albores de la humanidad, y aun desde los oscuros días que precedieron a la aparición del hombre. El propio Blake había leído algunos de ellos: una versión latina del execrable Necronomicon, el siniestro Liber Ivonis, el abominable Cultes des Goules del conde d'Erlette, el Unaussprechlichen Kulten de von Junzt, el infernal tratado De Vermis Mysteriis de Ludvig Prinn. Había otros muchos, además; unos los conocía de oídas y otros le eran totalmente desconocidos, como los Manuscritos Pnakóticos, el Libro de Dzyan, y un tomo escrito en caracteres completamente incomprensibles, que contenía, sin embargo, ciertos símbolos y diagramas de claro sentido para todo aquel que estuviera versado en las ciencias ocultas. No cabía duda de que los rumores del pueblo no mentían. Este lugar había sido foco de un Mal más antiguo que el hombre y más vasto que el universo conocido.
Sobre la desvencijada mesa de escritorio había un cuaderno de piel lleno de anotaciones tomadas a mano en un curioso lenguaje cifrado. Este lenguaje estaba compuesto de símbolos tradicionales empleados hoy corrientemente en astronomía, y en alquimia, astrología, y otras artes equívocas en la antigüedad —símbolos del sol, de la luna, de los planetas, aspectos de los astros y signos del zodíaco—, y aparecían agrupados en frases y apartes como nuestros párrafos, lo que daba la impresión de que cada símbolo correspondía a una letra de nuestro alfabeto.
Con la esperanza de descifrar más adelante el criptograma, Blake se metió el libro en el bolsillo. Muchos de aquellos enormes volúmenes que se hacinaban en los estantes le atraían irresistiblemente. Se sentía tentado a llevárselos. No se explicaba cómo habían estado allí durante tanto tiempo sin que nadie les echara mano. ¿Acaso era el, el primero en superar aquel miedo que había defendido este lugar abandonado durante más de sesenta años contra toda intrusión?
Una vez explorada toda la planta baja, Blake atravesó de nuevo la nave hasta llegar al vestíbulo donde había visto antes una puerta y una escalera que probablemente conducía a la torre del campanario, tan
familiar para el desde su ventana. La subida fue muy trabajosa; la capa de polvo era aquí más espesa, y las arañas habían tejido redes aún más tupidas, en este angosto lugar. Se trataba de una escalera de caracol con unos escalones de madera altos y estrechos. De cuando en cuando, Blake pasaba por delante de unas ventanas desde las que se contemplaba un panorama vertiginoso. Aunque hasta el momento no había visto ninguna cuerda, pensó que sin duda habría campanas en lo alto de aquella torre cuyas puntiagudas ventanas superiores, protegidas por densas celosías, había examinado tan a menudo con sus prismáticos. Pero le esperaba una decepción: la escalera desembocaba en una cámara desprovista de campanas y dedicada, según todas las trazas, a fines totalmente diversos.
La estancia era espaciosa y estaba iluminada por una luz apagada que provenía de cuatro ventanas ojivales, una en cada pared, protegidas por fuera con unas celosías muy estropeadas. Después se ve que las reforzaron con sólidas pantallas, que sin embargo, presentaban ahora un estado lamentable. En el centro del recinto, cubierta de polvo, se alzaba una columna de metro y medio de altura y como medio metro de grosor. Este pilar estaba cubierto de extraños jeroglíficos toscamente tallados, y en su cara superior, como en un altar, había una caja metálica de forma asimétrica con la tapa abierta. En su interior, cubierto de polvo, había un objeto ovoide de unos diez centímetros de largo. Formando círculo alrededor del pilar central, había siete sitiales góticos de alto respaldo, todavía en buen estado, y tras ellos, siete imágenes colosales de escayola pintada de negro, casi enteramente destrozadas. Estas imágenes tenían un singular parecido con los misteriosos megalitos de la Isla de Pascua. En un rincón de la cámara había una escala de hierro adosada en el muro que subía hasta el techo, donde se veía una trampa cerrada que daba acceso al chapitel desprovisto de ventanas.
Una vez acostumbrado a la escasa luz del interior, Blake se dio cuenta de que aquella caja de metal amarillento estaba cubierta de extraños bajorrelieves. Se acercó, le quitó el polvo con las manos y el pañuelo, y descubrió que las figurillas representaban unas criaturas monstruosas que parecían no tener relación alguna con las formas de vida conocidas en nuestro planeta. El objeto ovoide de su interior resultó ser un poliedro casi negro surcado de estrías rojas que presentaba numerosas caras, todas ellas irregulares. Quizá se tratase de un cuerpo de cristalización desconocida o tal vez de algún raro mineral, tallado y pulido artificialmente. No tocaba el fondo de la caja, sino que estaba sostenido por una especie de aro metálico fijo mediante siete soportes horizontales —curiosamente diseñados— a los ángulos interiores del estuche, cerca de su abertura. Esta piedra, una vez limpia, ejerció sobre Blake un hechizo alarmante. No podía apartar los ojos de ella, y al contemplar sus caras resplandecientes, casi parecía que era translúcida, y que en su interior tomaban cuerpo unos mundos
prodigiosos. En su mente flotaban imágenes de paisajes exóticos y grandes torres de piedra, y titánicas montañas sin vestigio de vida alguna, y espacios aún más remotos, donde sólo una agitación entre tinieblas indistintas delataba la presencia de una conciencia y una voluntad.
Al desviar la mirada reparó en un sorprendente montón de polvo que había en un rincón, al pie de la escala de hierro. No sabía bien por qué le resultaba sorprendente, pero el caso es que sus contornos le sugerían algo que no lograba determinar. Se dirigió a él apartando a manotadas las telarañas que obstaculizaban su paso, y en efecto, lo que allí había le causó una honda impresión. Una vez más echó mano del pañuelo, y no tardó en poner al descubierto la verdad; Blake abrió la boca sobrecogido por la emoción. Era un esqueleto humano, y debía de estar allí desde hacía muchísimo tiempo. Las ropas estaban deshechas; a juzgar por algunos botones y trozos de tela, se trataba de un traje gris de caballero. También había otros indicios: zapatos, broches de metal, gemelos de camisa, un alfiler de corbata, una insignia de periodista con el nombre del extinguido Providence Telegram, y una cartera de piel muy estropeada. Blake examinó la cartera con atención. En ella encontró varios billetes antiguos, un pequeño calendario de anuncio correspondiente al año 1893, algunas tarjetas a nombre de Edwin M. Lillibridge, y una cuartilla llena de anotaciones.
Esta cuartilla era sumamente enigmática. Blake la leyó con atención acercándose a la ventana para aprovechar los últimos rayos de sol. Decía así:
El Prof. Enoch Bowen regresa de Egipto, mayo l844. Compra vieja iglesia Federal Hill en julio. Muy conocido por sus trabajos arqueológicos y estudios esotéricos.
El Dr. Drowe, anabaptista, exhorta contra la «Sabiduría de las Estrellas» en el sermón del 29 de diciembre de 1844.
97 fieles a finales de 1845.
1846: 3 desapariciones;. primera mención del Trapezoedro Resplandeciente.
7 desapariciones en 1848. Comienzo de rumores sobre sacrificios de sangre.
La investigación de 1853 no conduce a nada; sólo ruidos sospechosos.
El padre O'Malley habla del culto al demonio mediante caja hallada en las ruinas egipcias. Afirma invocan algo que no puede soportar la luz. Rehuye la luz suave y desaparece ante una luz fuerte. En este caso tiene que ser invocado otra vez. Probablemente lo sabe por la confesión de Francis X. Feeney en su lecho de muerte, que ingresó en la «Sabiduría de las Estrellas» en 1849. Esta gente afirma que el Trapezoedro Resplandeciente les muestra el cielo y los demás mundos, y que el Morador de las Tinieblas les revela ciertos secretos.
Relato de Orrin B. Eddy; 1857: Invocan mirando al cristal y tienen un lenguaje secreto particular.
Reun. de 200 ó más en 1863; sin contar a los que han marchado al frente.
Muchachos irlandeses atacan la iglesia en 1869, después de la desaparición de Patrick Regan.
Artículo velado en J. el 14 de marzo de. 1872; pero pasa inadvertido.
6 desapariciones en 1876: la junta secreta recurre al Mayor Doyle.
Febrero 1877: se toman medidas; y se cierra la iglesia en abril.
En mayo; una banda de muchachos de Federal Hill amenaza al Dr... y demás miembros.
181 personas huyen de la ciudad antes de finalizar el año 77. No se citan nombres.
Cuentos de fantasmas comienzan alrededor de 1880. Indagar si es verdad que ningún ser humano ha penetrado en la iglesia desde 1877
Pedir a Lanigan fotografía de iglesia tomada en 1851.
Guardó el papel en la cartera y se la metió en el bolsillo interior de su chaqueta. Luego se inclinó a examinar el esqueleto que yacía en el polvo. El significado de aquellas anotaciones estaba claro. No cabía duda de que este hombre había venido al edificio abandonado, cincuenta años atrás, en busca de una noticia sensacional, cosa que nadie se había atrevido a intentar. Quizá no había dado a conocer a nadie sus propósitos. ¡Quién sabe! De todos modos, lo cierto es que no volvió más a su periódico. ¿Se había visto sorprendido por un terror insuperable y repentino que le ocasionó un fallo del corazón? Blake se agachó y observó el peculiar estado de los huesos. Unos estaban esparcidos en desorden, otros parecían como desintegrados en sus extremos, y otros habían adquirido el extraño matiz amarillento de hueso calcinado o quemado. Algunos jirones de ropa estaban chamuscados también. El cráneo se encontraba en un estado verdaderamente singular: manchado del mismo color amarillento y con una abertura de bordes carbonizados en su parte superior, como si un ácido poderoso hubiera corroído el espesor del hueso. A Blake no se le ocurrió qué podía haberle pasado al esqueleto aquel durante sus cuarenta años de reposo entre polvo y silencio.
Antes de darse cuenta de lo que hacía, se puso a mirar la piedra otra vez, permitiendo que su influjo suscitase imágenes confusas en su mente. Vio cortejos de evanescentes figuras encapuchadas, cuyas siluetas no eran humanas, y contempló inmensos desiertos en los que se alineaban unas filas interminables de monolitos que parecían llegar hasta el cielo. Y vio torres y murallas en las tenebrosas regiones submarinas, y vórtices del espacio en donde flotaban jirones de bruma negra sobre un fondo de purpúrea y helada neblina. Y a una distancia incalculable, detrás de todo, percibió un abismo infinito de tinieblas en cuyo seno se adivinaba, por sus etéreas agitaciones, unas presencias
inmensas, tal vez consistentes o semisólidas. Una urdimbre de fuerzas oscuras parecía imponer un orden en aquel caos, ofreciendo a un tiempo la clave de todas las paradojas y arcanos de los mundos que conocemos.
Luego, de pronto, su hechizo se resolvió en un acceso de terror pánico. Blake sintió que se ahogaba y se apartó de la piedra, consciente de una presencia extraña y sin forma que le vigilaba intensamente. Se sentía acechado por algo que no fluía de la piedra, pero que le había mirado a través de ella; algo que le seguiría y le espiaría incesantemente, pese a carecer de un sentido físico de la vista. Pero pensó que, sencillamente, el lugar le estaba poniendo nervioso, lo cual no era de extrañar teniendo en cuenta su macabro descubrimiento. La luz se estaba yendo además, y puesto que no había traído linterna, decidió marcharse en seguida.
Fue entonces, en la agonía del crepúsculo, cuando creyó distinguir una vaga luminosidad en la desconcertante piedra de extraños ángulos. Intentó apartar la mirada, pero era como si una fuerza oculta le obligara a clavar los ojos en ella. ¿Sería fosforescente o radiactiva? ¿No aludían las anotaciones del periodista a cierto Trapezoedro Resplandeciente? ¿Qué cósmica malignidad había tenido lugar en este templo? ¿Y qué podía acechar aún en estas ruinas sombrías que los pájaros evitaban? En aquel mismo instante notó que muy cerca de él acababa de desprenderse una ligera tufarada de fétido olor, aunque no logró determinar de dónde procedía. Blake cogió la tapa de la caja y la cerró de golpe sobre la piedra que en ese momento relucía de manera inequívoca.
A continuación le pareció notar un movimiento blando como de algo que se agitaba en la eterna negrura del chapitel, al que daba acceso la trampa del techo. Ratas seguramente, porque hasta ahora habían sido las únicas criaturas que se habían atrevido a manifestar su presencia en este edificio condenado. Y no obstante, aquella agitación de arriba le sobrecogió hasta tal extremo que se arrojó precipitadamente escaleras abajo, cruzó la horrible nave, el sótano, la plaza oscura y desierta, y atravesó los inquietantes callejones de Federal Hill hasta desembocar en las tranquilas calles del centro que conducían al barrio universitario donde habitaba.
Durante los días siguientes, Blake no contó a nadie su expedición y se dedicó a leer detenidamente ciertos libros, a revisar periódicos atrasados en la hemeroteca local, y a intentar traducir el criptograma que había encontrado en la sacristía. No tardó en darse cuenta de que la clave no era sencilla ni mucho menos. La lengua que ocultaban aquellos signos no era inglés, latín, griego, francés, español ni alemán. No tendría más remedio que echar mano de todos sus conocimientos sobre las ciencias ocultas.
Por las tardes, como siempre, sentía la necesidad de sentarse a contemplar el paisaje de poniente y la negra aguja que sobresalía entre
las erizadas techumbres de aquel mundo distante y casi fabuloso. Pero ahora se añadía una nota de horror. Blake sabía ya que allí se ocultaban secretos prohibidos. Además, la vista empezaba a jugarle malas pasadas. Los pájaros de la primavera habían regresado, y al contemplar sus vuelos en el atardecer, le pareció que evitaban más que antes la aguja negra y afilada. Cuando una bandada de aves se acercaba a ella, le parecía que daba la vuelta y cada una se escabullía despavorida, en completa confusión... y aun adivinaba los gorjeos aterrados que no podía percibir en la distancia.
Fue en el mes de julio cuando Blake, según declara él mismo en su diario, logró descifrar el criptograma. El texto estaba en aklo1, oscuro lenguaje empleado en ciertos cultos diabólicos de la antigüedad, y que él conocía muy someramente por sus estudios anteriores. Sobre el contenido de ese texto, el propio Blake se muestra muy reservado, aunque es evidente que le debió causar un horror sin límites. El diario alude a cierto Morador de las Tinieblas, que despierta cuando alguien contempla fijamente el Trapezoedro Resplandeciente, y aventura una serie de hipótesis descabelladas sobre los negros abismos del caos de donde procede aquél. Cuando se refiere a este ser, presupone que es omnisciente y que exige sacrificios monstruosos. Algunas anotaciones de Blake revelan un miedo atroz a que esa criatura, invocada acaso por haber mirado la piedra sin saberlo, irrumpa en nuestro mundo. Sin embargo, añade que la simple iluminación de las calles constituye una barrera infranqueable para él.
En cambio se refiere con frecuencia al Trapezoedro Resplandeciente, al que califica de ventana abierta al tiempo y al espacio, y esboza su historia en líneas generales desde los días en que fue tallado en el enigmático Yuggoth, muchísimo antes de que los Primordiales lo trajeran a la tierra. Al parecer, fue colocado en aquella extraña caja por los seres crinoideos de la Antártida, quienes lo custodiaron celosamente; fue salvado de las ruinas de este imperio por los hombres-serpientes de Valusia, y millones de años más tarde, fue descubierto por los primeros seres humanos. A partir de entonces atravesó tierras exóticas y extraños mares, y se hundió con la Atlántida, antes de que un pescador de Minos lo atrapara en su red y lo vendiera a los cobrizos mercaderes del tenebroso país de Khem. El faraón Nefrén-Ka edificó un templo con una cripta sin ventanas donde alojar la piedra, y cometió tales horrores que su nombre ha sido borrado de todas las crónicas y monumentos. Luego la joya descansó entre las ruinas de aquel templo maligno, que fue destruido por los sacerdotes y el nuevo faraón. Más tarde, la azada del excavador lo devolvió al mundo para maldición del género humano.
A primeros de julio los periódicos locales publicaron ciertas noticias que, según escribe Blake, justificaban plenamente sus temores. Sin
1 Aklo: mítico lenguaje inventado por Arthur Machen en su Pueblo Blanco
embargo, aparecieron de una manera tan breve y casual, que sólo él debió de captar su significado. En sí, parecían bastante triviales: por Federal Hill se había extendido una nueva ola de temor con motivo de haber penetrado un desconocido en la iglesia maldita. Los italianos afirmaban que en la aguja sin ventanas se oían ruidos extraños, golpes y movimientos sordos, y habían acudido a sus sacerdotes para que ahuyentasen a ese ser monstruoso que convertía sus sueños en pesadillas insoportables. Asimismo, hablaban de una puerta, tras la cual había algo que acechaba constantemente en espera de que la oscuridad se hiciese lo bastante densa para permitirle salir al exterior. Los periodistas se limitaban a comentar la tenaz persistencia de las supersticiones locales, pero no pasaban de ahí. Era evidente que los jóvenes periodistas de nuestros días no sentían el menor entusiasmo por los antecedentes históricos del asunto. Al referir todas estas cosas en su diario, Blake expresa un curioso remordimiento y habla del imperioso deber de enterrar el Trapezoedro Resplandeciente y de ahuyentar al ser demoníaco que había sido invocado, permitiendo que la luz del día penetrase en el enhiesto chapitel. Al mismo tiempo, no obstante, pone de relieve la magnitud de su fascinación al confesar que aun en sueños sentía un morboso deseo de visitar la torre maldita para asomarse nuevamente a los secretos cósmicos de la piedra luminosa.
En la mañana del 17 de julio, el Journal publicó un artículo que le provocó a Blake una verdadera crisis de horror. Se trataba simplemente de una de las muchas reseñas de los sucesos de Federal Hill. Como todas, estaba escrita en un tono bastante jocoso, aunque Blake no le encontró la gracia. Por la noche se había desencadenado una tormenta que había dejado a la ciudad sin luz durante más de una hora. En el tiempo que duró el apagón, los italianos casi enloquecieron de terror. Los vecinos de la iglesia maldita juraban que la bestia de la aguja se había aprovechado de la ausencia de luz en las calles y había bajado a la nave de la iglesia, donde se habían oído unos torpes aleteos, como de un cuerpo inmenso y viscoso. Poco antes de volver la luz, había ascendido de nuevo a la torre, donde se oyeron ruidos de cristales rotos. Podía moverse hasta donde alcanzaban las tinieblas, pero la luz la obligaba invariablemente a retirarse.
Cuando volvieron a iluminarse todas las calles, hubo una espantosa conmoción en la torre, ya que el menor resplandor que se filtrara por las ennegrecidas ventanas y las rotas celosías era excesivo para la bestia aquella que había huido a su refugio tenebroso. Efectivamente, una larga exposición a la luz la habría devuelto a los abismos de donde el desconocido visitante la había hecho salir. Durante la hora que duró el apagón las multitudes se apiñaron alrededor de la iglesia a orar bajo la lluvia, con cirios y lámparas encendidas que protegían con paraguas y papeles formando una barrera de luz que protegiera a la ciudad de la pesadilla que acechaba en las tinieblas. Los que se encontraban más
cerca de la iglesia declararon que hubo un momento en que oyeron crujir la puerta exterior.
Y lo peor no era esto. Aquella noche leyó Blake en el Bulletin lo que los periodistas habían descubierto. Percatados al fin del gran valor periodístico del suceso, un par de ellos habían decidido desafiar a la muchedumbre de italianos enloquecidos y se habían introducido en el templo por el tragaluz, después de haber intentado inútilmente abrir las puertas. En el polvo del vestíbulo y la nave espectral observaron señales muy extrañas. El suelo estaba cubierto de viejos cojines desechos y fundas de bancos, todo esparcido en desorden. Reinaba un olor desagradable, y de cuando en cuando encontraron manchas amarillentas parecidas a quemaduras y restos de objetos carbonizados. Abrieron la puerta de la torre y se detuvieron un momento a escuchar, porque les parecía haber oído como si arañaran arriba. Al subir, observaron que la escalera estaba como aventada y barrida.
La cámara de la torre estaba igual que la escalera. En su reseña, los periodistas hablaban de la columna heptagonal, los sitiales góticos y las extrañas figuras de yeso. En cambio, cosa extraordinaria, no citaban para nada la caja metálica ni el esqueleto mutilado. Lo que más inquietó a Blake —aparte las alusiones a las manchas, chamuscaduras y malos olores— fue el detalle final que explicaba la rotura de los cristales. Eran los de las estrechas ventanas ojivales. En dos de ellas habían saltando en pedazos al ser taponadas precipitadamente a base de remeter fundas de bancos y crin de relleno de los cojines en las rendijas de las celosías. Había trozos de raso y montones de crin esparcidos por el suelo barrido, como si alguien hubiera interrumpido súbitamente su tarea de restablecer en la torre la absoluta oscuridad de que gozó en otro tiempo.
Las mismas quemaduras y manchas amarillentas se encontraban en la escalera de hierro que subía al chapitel de la torre. Por allí trepó uno de los periodistas, abrió la trampa deslizándola horizontalmente, pero al alumbrar con su linterna el fétido y negro recinto no descubrió más que una masa informe de detritus cerca de la abertura. Todo se reducía, pues, a puro charlatanismo. Alguien había gastado una broma a los supersticiosos habitantes del barrio. También pudo ser que algún fanático hubiera intentado tapar todo aquello en beneficio del vecindario, o que algunos estudiantes hubieran montado esta farsa para atraer la atención de los periodistas. La aventura tuvo un epílogo muy divertido, cuando el comisario de policía quiso enviar a un agente para comprobar las declaraciones de los periódicos. Tres hombres, uno tras otro, encontraron la manera de soslayar la misión que se les quería encomendar; el cuarto fue de muy mala gana, y volvió casi inmediatamente sin cosa alguna que añadir al informe de los dos periodistas.
De aquí en adelante, el diario de Blake revela un creciente temor y aprensión. Continuamente se reprocha a sí mismo su pasividad y se
hace mil reflexiones fantásticas sobre las consecuencias que podría acarrear otro corte de luz. Se ha comprobado que en tres ocasiones —durante las tormentas— telefoneó a la compañía eléctrica con los nervios desechos y suplicó desesperadamente que tomaran todas las precauciones posibles para evitar un nuevo corte. De cuando en cuando, sus anotaciones hacen referencia al hecho de no haber hallado los periodistas la caja de metal ni el esqueleto mutilado, cuando registraron la cámara de la torre. Vagamente presentía quién o qué había intervenido en su desaparición. Pero lo que más le horrorizaba era cierta especie de diabólica relación psíquica que parecía haberse establecido entre él y aquel horror que se agitaba en la aguja distante, aquella bestia monstruosa de la noche que su temeridad había hecho surgir de los tenebrosos abismos del caos. Sentía él como una fuerza que absorbía constantemente su voluntad, y los que le visitaron en esa época recuerdan cómo se pasaba el tiempo sentado ante la ventana, contemplando absorto la silueta de la colina que se elevaba a lo lejos por encima del humo de la ciudad. En su diario refiere continuamente las pesadillas que sufría por esas fechas y señala que el influjo de aquel extraño ser de la torre le aumentaba notablemente durante el sueño. Cuenta que una noche se despertó en la calle, completamente vestido, y caminando automáticamente hacia Federal Hill. Insiste una y otra vez en que la criatura aquella sabía dónde encontrarle.
En la semana que siguió al 30 de julio, Blake sufrió su primera crisis depresiva. Pasó varios días sin salir de casa ni vestirse, encargando la comida por teléfono. Sus amistades observaron que tenía varias cuerdas junto a la cama, y él explicó que padecía de sonambulismo y que se había visto forzado a atarse los tobillos durante la noche.
En su diario refiere la terrible experiencia que le provocó la crisis. La noche del 30 de julio, después de acostarse, se encontró de pronto caminando a tientas por un sitio casi completamente oscuro. Sólo distinguía en las tinieblas unas rayas horizontales y tenues de luz azulada. Notaba .también una insoportable fetidez y oía, por encima de él, unos ruidos blandos y furtivos. En cuanto se movía tropezaba con algo, y cada vez que hacía ruido, le respondía arriba un rebullir confuso al que se mezclaba como un roce cauteloso de una madera sobre otra.
Llegó un momento en que sus manos tropezaron con una columna de piedra, sobre la que no había nada. Un instante. después, se agarraba a los barrotes de una escala de hierro y comenzaba a ascender hacia un punto donde el hedor se hacía aún más intenso. De pronto sintió un soplo de aire caliente y reseco. Ante sus ojos desfilaron imágenes caleidoscópicas y fantasmales que se diluían en el cuadro de un vasto abismo de insondable negrura, en donde giraban astros y mundos aún más tenebrosos. Pensó en las antiguas leyendas sobre el Caos Esencial, en cuyo centro habita un dios ciego e idiota —Azathoth, Señor de Todas las Cosas— circundado por una horda de danzarines
amorfos y estúpidos, arrullado por el silbo monótono de una flauta manejada por dedos demoníacos.
Entonces, un vivo estímulo del mundo exterior le despertó del estupor que lo embargaba y le reveló su espantosa situación. Jamás llegó a saber qué había sido. Tal vez el estampido de los fuegos artificiales que durante todo el verano disparaban los vecinos de Federal Hill en honor de los santos patronos de sus pueblecitos natales de Italia. Sea como fuere, dejó escapar un grito, se soltó de la escala loco de pavor, yendo a parar a una estancia sumida en la más negra oscuridad.
En el acto se dio cuenta de dónde estaba. Se arrojó por la angosta escalera de caracol, chocando y tropezando a cada paso. Fue como una pesadilla: huyó a través de la nave invadida de inmensas telarañas, flanqueada de altísimos arcos que se perdían en las sombras del techo. Atravesó a ciegas el sótano, trepó por el tragaluz, salió al exterior y echó a correr atropelladamente por las calles silenciosas, entre las negras torres y las casas dormidas, hasta el portal de su propio domicilio.
Al recobrar el conocimiento, a la mañana siguiente, se vio caído en el suelo de su cuarto de estudio, completamente vestido. Estaba cubierto de suciedad y telarañas, y le dolía su cuerpo tremendamente magullado. Al mirarse en el espejo, observó que tenía el pelo chamuscado. Y notó además que su ropa exterior estaba impregnada de un olor desagradable. Entonces le sobrevino un ataque de nervios. Después, vencido por el agotamiento, se encerró en casa, envuelto en una bata, y se limitó a mirar por la ventana de poniente. Así pasó varios días, temblando siempre que amenazaba tormenta y haciendo anotaciones horribles en su diario.
La gran tempestad se desencadeno el 18 de agosto, poco antes de media noche. Cayeron numerosos rayos en toda la ciudad, dos de ellos excepcionalmente aparatosos. La lluvia era torrencial, y la continua sucesión de truenos impidió dormir a casi todos los habitantes. Blake, completamente loco de terror ante la posibilidad de que hubiera restricciones, trató de telefonear a la compañía a eso de la una, pero la línea estaba cortada temporalmente como medida de seguridad. Todo lo iba apuntando en su diario. Su caligrafía grande, nerviosa y a menudo indescifrable, refleja en esos pasajes el frenesí y la desesperación que le iban dominando de manera incontenible.
Tenía que mantener la casa a oscuras para poder ver por la ventana, y parece que debió pasar la mayor parte del tiempo sentado a su mesa, escudriñando ansiosamente —a través de la lluvia y por encima de los relucientes tejados del centro— la lejana constelación de luces de Federal Hill. De cuando en cuando garabateaba torpemente algunas frases: «No deben apagarse las luces», «sabe dónde estoy», «debo destruirlo», «me está llamando, pero esta vez no me hará daño»… Hay dos páginas de su diario que llenó con frases de esta naturaleza.
Por último, a las 2,12 exactamente, según los registros de la compañía de fluido eléctrico, las luces se apagaron en toda la ciudad. El diario de Blake no constata la hora en que esto sucedió. Sólo figura esta anotación: «Las luces se han apagado. Dios tenga piedad de mí.» En Federal Hill había también muchas personas tan expectantes y angustiadas como él; en la plaza y los callejones vecinos al templo maligno se fueron congregando numerosos grupos de hombres, empapados por la lluvia, portadores de velas encendidas bajo sus paraguas, linternas, lámparas de petróleo, crucifijos, y toda clase de amuletos habituales en el sur de Italia. Bendecían cada relámpago y hacían enigmáticos signos de temor con la mano derecha cada vez que el aparato eléctrico de la tormenta parecía disminuir. Finalmente cesaron los relámpagos y se levantó un fuerte viento que les apagó la mayoría de las velas, dé forma que las calles quedaron amenazadoramente a oscuras. Alguien avisó al padre Meruzzo de la iglesia del Espíritu Santo, el cual se presentó inmediatamente en la plaza y pronunció las palabras de aliento que le vinieron a la cabeza. Era imposible seguir dudando de que en la torre se oían ruidos extraños.
Sobre lo que aconteció a las 2,35 tenemos numerosos testimonios: el del propio sacerdote, que es joven, inteligente y culto; el del policía de servicio, William J. Monohan, de la Comisaría Central, hombre de toda confianza, que se había detenido durante su ronda para vigilar a la multitud, y el de la mayoría de los setenta y ocho italianos que se habían reunido cerca del muro que ciñe la plataforma donde se levanta la iglesia —muy especialmente, el de aquellos que estaban frente a la fachada oriental—. Desde luego, lo que sucedió puede explicarse por causas naturales. Nunca se sabe con certeza qué procesos químicos pueden producirse en un edificio enorme, antiguo, mal aireado y abandonado tanto tiempo: exhalaciones pestilentes, combustiones espontáneas, explosión de los gases desprendidos por la putrefacción... cualquiera de estas causas puede explicar el hecho. Tampoco cabe excluir un elemento mayor o menor de charlatanismo consciente. En sí, el fenómeno no tuvo nada de extraordinario. Apenas duró más de tres minutos. El padre Meruzzo, siempre minucioso y detallista, consultó su reloj varias veces.
Empezó con un marcado aumento del torpe rebullir que se oía en el interior de la torre. Ya habían notado que de la iglesia emanaba un olor desagradable, pero entonces se hizo más denso y penetrante. Por último, se oyó un estampido de maderas astilladas y un objeto grande y pesado fue a estrellarse en el patio de la iglesia, al pie de su fachada oriental. No se veía la torre en la oscuridad, pero la gente se dio cuenta de que lo que había caído era la celosía de la ventana oriental de la torre.
Inmediatamente después, de las invisibles alturas descendió un hedor tan insoportable, que muchas de las personas que rodeaban la
iglesia se sintieron mal y algunas estuvieron a punto de marearse. A la vez, el aire se estremeció como en un batir de alas inmensas, y se levantó un viento fuerte y repentino con más violencia que antes, arrancando los sombreros y paraguas chorreantes de la multitud. Nada concreto llegó a distinguirse en las tinieblas, aunque algunos creyeron ver desparramada por el cielo una enorme sombra aún más negra que la noche, una nube informe de humo que desapareció hacia el Este a una velocidad de meteoro.
Eso fue todo. Los espectadores, medio paralizados de horror y malestar, no sabían qué hacer, ni si había que hacer algo en realidad. Ignorantes de lo sucedido, no abandonaron su vigilancia: y un momento después elevaban una jaculatoria en acción de gracias por el fogonazo de un relámpago tardío que, seguido de un estampido ensordecedor, desgarró la bóveda del cielo. Media hora más tarde escampó, y al cabo de quince minutos se encendieron de nuevo las luces de la calle. Los hombres se retiraron a sus casas cansados y sucios, pero considerablemente aliviados.
Los periódicos del día siguiente, al informar sobre la tormenta, concedieron escasa importancia a estos incidentes. Parece ser que el último relámpago y la explosión ensordecedora que le siguió habían sido aún más tremendos por el Este que en Federal Hill. El fenómeno se manifestó con mayor intensidad en el barrio universitario, donde también notaron una tufarada de insoportable fetidez. El estallido del trueno despertó al vecindario, lo que dio lugar a que más tarde se expresaran las opiniones más diversas. Las pocas personas que estaban despiertas a esas horas vieron una llamarada irregular en la cumbre de College Hill y notaron la inexplicable manga de viento que casi dejó los árboles despojados de hojas y marchitas las plantas de los jardines. Estas personas opinaban que aquel último rayo imprevisto había caído en algún lugar del barrio, aunque no pudieron hallar después sus efectos. A un joven del colegio mayor Tau Omega le pareció ver en el aire una masa de humo grotesca y espantosa, justamente cuando estalló el fogonazo; pero su observación no ha sido comprobada. Los escasos testigos coinciden, no obstante, en que la violenta ráfaga de viento procedía del Oeste. Por otra parte, todos notaron el insoportable hedor que se extendió justo antes del trueno rezagado. Igualmente estaban de acuerdo sobre cierto olor a quemado que se percibía después en el aire.
Todos estos detalles se tomaron en cuenta por su posible relación con la muerte de Robert Blake. Los estudiantes de la residencia Psi Delta, cuyas ventanas traseras daban enfrente del estudio de Blake, observaron, en la mañana del día nueve, su rostro asomado a la ventana occidental, intensamente pálido y con una expresión muy rara. Cuando por la tarde volvieron a ver aquel rostro en la misma posición, empezaron a preocuparse y esperaron a ver si se encendían las luces de su apartamento. Más tarde, como el piso permaneciese a oscuras,
llamaron al timbre y, finalmente, avisaron a la policía para que forzara la puerta.
El cuerpo estaba sentado muy tieso ante la mesa de su escritorio, junto a la ventana. Cuando vieron sus ojos vidriosos y desorbitados y la expresión de loco terror del semblante, los policías apartaron la vista horrorizados. Poco después el médico forense exploró el cadáver y, a pesar de estar intacta la ventana, declaró que había muerto a consecuencia de una descarga eléctrica o por el choque nervioso provocado por dicha descarga. Apenas prestó atención a la horrible expresión; se limitó a decir que sin duda se debía al profundo shock que experimentó una persona tan imaginativa y desequilibrada como era la víctima. Dedujo todo esto por los libros, pinturas y manuscritos que hallaron en el apartamento, y por las anotaciones garabateadas a ciegas en su diario. Blake había seguido escribiendo frenéticamente hasta el final. Su mano derecha aún empuñaba rígidamente el lápiz, cuya punta se había debido romper en una última contracción espasmódica.
Las anotaciones efectuadas después del apagón apenas resultaban legibles. Ciertos investigadores han sacado, sin embargo, conclusiones que difieren radicalmente del veredicto oficial, pero no es probable que el público dé crédito a tales especulaciones. La hipótesis de estos teóricos no se ha visto favorecida precisamente por la intervención del supersticioso doctor Dexter, que arrojó al canal más profundo de la Bahía de Narragansett la extraña caja y la piedra resplandeciente que encontraron en el oscuro recinto del chapitel. La excesiva imaginación y el desequilibrio nervioso de Blake agravados por su descubrimiento de un culto satánico ya desaparecido, son sin duda las causas del delirio que turbó sus últimos momentos. He aquí sus anotaciones postreras, o al menos, lo que de ellas se ha podido descifrar:
La luz todavía no ha vuelto. Deben de haber pasado cinco minutos. Todo depende de los relámpagos. ¡Ojalá Yaddith haga que continúen! A pesar de ellos, noto el influjo maligno. La lluvia y los truenos son ensordecedores. Ya se está apoderando de mi mente.
Trastornos de la memoria. Recuerdo cosas que no he visto nunca: otros mundos, otras galaxias. Oscuridad. Los relámpagos me parecen tinieblas Y las tinieblas, luz.
A pesar de la oscuridad total, veo la colina y la iglesia, pero no puede ser verdad. Debe ser una impresión de la retina, por el deslumbramiento de los relámpagos. ¡Quiera Dios que los italianos salgan con sus cirios, si paran los relámpagos!
¿De qué tengo miedo? ¿No es acaso una encarnación de Nyarlathotep, que en el antiguo y misterioso Khem tomó incluso forma de hombre? Recuerdo Yuggoth, y Shaggai, aún más lejos, y un vacío de planetas negros al final.
Largo vuelo a través del vacío. Imposible cruzar el universo de luz. Recreado por los pensamientos apresados en Trapezoedro Resplandeciente. Enviado a través de horribles abismos de luz.
Soy Blake: Robert Harrison Blake. Calle East Knapp, 620; Milwaukee, Wisconsin. Soy de este planeta.
¡Azathoth, ten piedad! ya no relampaguea horrible puedo verlo todo con un sentido que no es la vista la luz es tinieblas y las tinieblas luz esas gentes de la colina vigilancia cirios y amuletos sus sacerdotes
Pierdo el sentido de la distancia lo lejano está cerca y lo cercano lejos no hay luz no cristal veo la aguja la torre la ventana ruidos Roderick Usher estoy loco o me estoy volviendo ya se agita y aletea en la torre somos uno quiero salir debo salir y unificar mis fuerzas sabe dónde estoy
Soy Robert Blake, pero veo la torre en la oscuridad. Hay un olor horrible sentidos transfigurados saltan las tablas de la torre y abre paso Iä ngai ygg
Lo veo viene hacia acá viento infernal sombra titánica negras alas Yog-Sothoth, sálvame tú, ojo ardiente de tres lóbulos
Libro Tercero
Mitos Póstumos
Introducción
Calmados los horrores de la guerra, los monstruos de Cthulhu se atrevieron a salir de nuevo, tímidamente, a la superficie. Derleth y Wandrei empezaron a reeditar los cuentos de Lovecraft. Después de Hiroshima y Nagasaki, la gente sintonizó mejor que antes con las pesadillas apocalípticas de los Mitos. Pero Lovecraft había muerto. Sin embargo, había dejado una serie de papeles —el llamado Commonplace Book— donde tenia anotada una serie de argumentos que pensaba desarrollar más adelante. Derleth inició entonces una colaboración póstuma con su maestro, de la que habrían de resultar numerosas nuevas adiciones a los Mitos. Todas estas adiciones se han publicado indefectiblemente, como colaboración entre Lovecraft y Derleth. Como muestra, incluyo aquí La Hoya de las Brujas, íntegramente redactada por Derleth, quien, según su costumbre, hace de nuevo hincapié en la eterna lucha del Bien y del Mal.
Pero Derleth no necesitaba argumentos esbozados por Lovecraft. El mismo —que ha sido calificado de «gran imitador»— ya había mimetizado el estilo y los temas de su maestro y, una vez muerto éste, se convirtió en Gran Mantenedor de los Mitos. Sin embargo, Derleth es, en el fondo, Derleth, y sus Mitos no son exactamente como los de Lovecraft. Aparte su tendencia al maniqueísmo, en El Sello de R'lyeh hace aparecer, por primera vez en los Mitos una figura sexual femenina, que en este caso actúa como ánima —según diría Jung—, es decir, como mediadora entre el hombre (lo consciente) y las fuerzas más negras del abismo, a las que en rigor pertenece ella. Este relato, por otra parte, es una continuado; del Innsmouth lovecraftiano, tratado, sin embargo, de modo muy diverso. El mar, por ejemplo, que es un elemento ominoso en Lovecraft, en Derleth resulta decididamente gozoso.
La Sombra que huyó del Chapitel, de Robert Bloch, es una contrarréplica a Lovecraft. En efecto, se trata de una continuación de El Morador de las Tinieblas, de Lovecraft, que, a su vez, continuaba El Vampiro Estelar de Bloch. En Esta Sombra se observa claramente la influencia de la guerra: Nyarlathotep anda mezclado en explosiones atómicas, se habla de conspiraciones para destruir el mundo, etc. El cuentecillo es una extraña requisitoria contra la energía nuclear. En este relato es también interesante señalar la astucia con que Bloch utiliza la
leyenda de Lovecraft en provecho de la verosimilitud de los Mitos. Pero, a pesar de todo, en él se aprecia claramente la decadencia del ciclo de Cthulhu
En este último periodo de los Mitos, que he denominado póstumo porque en él figuran sólo relatos publicados tras la muerte del Profeta, se aprecia una evidente decadencia, una involución —muy natural y lógica— de la Mitología de Cthulhu. Sin embargo —acaso como canto de cisne— ha aparecido un chaval inglés de diecisiete años, J. Ramsey Campbell, que ha tomado la antorcha en sus manos juveniles. En la vieja Inglaterra —Temphill-Camside-Severnford— ha recreado el triángulo mítico Arkham-Dunwich-Innsmouth, ha reinventado parajes, monolitos y tradiciones e incluso ha añadido algún título a la bibliografía canónica de los Mitos. La Iglesia de High Street me parece el mejor de sus cuentos.
Mención aparte merece nuestro Juan Perucho, con quien los Mitos de Cthulhu han alcanzado el penúltimo escalón de su destino. Todos los mitos —y los de Cthulhu no iban a ser excepción— pasan por cinco estadios: horror numinoso — leyenda folklórica — arte fantástico o terrorífico —humorismo — bufonada. Perucho, en plena decadencia de los Mitos como arte terrorífico, ha sabido transmutarlos en poesía y humor, elevándolos, pues, a un nivel inédito hasta ahora. Su relato Con la técnica de Lovecraft constituye una transposición de los Mitos en dicho plano. Pero, entre bromas y veras, les añade un nuevo ser abominable —el thoulú—, un nuevo árabe loco —Al-Buruyu— y un nuevo libro profético—Els que vigilen.
H. P. Lovecraft y A. Derleth:
La Hoya de las Brujas1
El Distrito Escolar Número Siete lindaba con una región salvaje situada al oeste de Arkham. Se alzaba en el centro de una pequeña alameda de robles, algunos olmos y uno o dos arces. La carretera conducía por un lado a Arkham y por el otro se perdía en los oscuros bosques de poniente. Cuando tomé posesión de mi nuevo cargo de maestro, a primeros de septiembre de 1920, el edificio de la escuela me pareció realmente encantador, a pesar de que no pertenecía a ningún orden arquitectónico y de que era exactamente igual a miles de otras escuelas de Nueva Inglaterra: amazacotada, tradicional, pintada de blanco, resplandeciente en medio de los árboles que la rodeaban.
Era ya por entonces un edificio viejo. Sin duda estará ahora abandonado o derruido. Actualmente, el distrito escolar dispone de muchos más fondos, pero en aquel tiempo sus subvenciones eran un tanto miserables y escatimaba todo cuanto podía. Cuando entré yo a enseñar, todavía se usaban, como libros de texto, ediciones publicadas antes de empezar este siglo. A mi cargo tenía hasta veintisiete alumnos; entre ellos varios Allen y Whateley, y Perkins, Dunlock, Abbott, Talbot... y también un tal Andrew Potter.
No puedo recordar ahora por qué exactamente me llamó la atención Andrew Potter. Era un muchacho grandullón para su edad, de cara muy morena, mirada fija y profunda, y un cabello negro, espeso, desgreñado. Sus ojos me miraban con una persistencia que al principio me dejaba perplejo, pero que finalmente me hizo sentirme extrañamente incómodo. Estaba en quinto grado, y no tardé mucho en descubrir que podría pasar al séptimo o al octavo con gran facilidad, pero que no hacía ningún esfuerzo por conseguirlo. Daba la impresión de que se limitaba a tolerar a sus compañeros, los cuales, por su parte, le respetaban, no por afecto, sino más bien por miedo. Muy pronto comencé a darme cuenta de que este extraño muchacho me trataba con la misma divertida tolerancia que a sus condiscípulos.
1 Título original: Witches’ Hollow. Traducido por F. Torres Oliver [© Scott Meredith, Inc., New York].
Tal vez fuese su forma de mirar lo que inevitablemente me llevó a vigilarle con disimulo en la medida que lo permitía el desarrollo de la clase. Así fue como llegué a advertir un hecho vagamente inquietante: de cuando en cuando Andrew Potter respondía a un estímulo que mis sentidos no llegaban a captar, y reaccionaba exactamente como si alguien lo llamara; se despabilaba entonces, se ponía alerta, y adoptaba la misma actitud que los animales cuando oyen ruidos imperceptibles para el oído humano.
Cada vez más intrigado, aproveché la primera ocasión para preguntar sobre él. Uno de los chicos de octavo grado, Wilbur Dunlock, solía quedarse después de terminar la clase y ayudar a la limpieza del aula.
—Wilbur —dije una tarde, cuando todos se hubieron marchado—, observo que ninguno de vosotros le hacéis caso a Andrew Potter. ¿Por qué?
Me miró con cierta desconfianza, y reflexionó antes de encoger los hombros para contestar.
—No es como nosotros.
— ¿En qué sentido?
El niño sacudió la cabeza.
—No le importa si le dejamos jugar con nosotros o no. Además, no quiere.
Parecía contestar de mala gana, pero a fuerza de preguntas conseguí sacarle alguna información. Los Potter vivían hacia el interior, en las colinas boscosas de poniente, cerca de una desviación casi abandonada de la carretera que atraviesa aquella zona selvática. Su granja estaba situada en un valle pequeño, conocido en la localidad como la Hoya de las Brujas y que Wilbur describió como «un sitio malo». La familia constaba de cuatro miembros: Andrew, una hermana mayor que él y los padres. No se «mezclaban» con la demás gente del distrito, ni siquiera con los Dunlock, que eran sus vecinos más cercanos y vivían a un kilómetro de la escuela y a unos siete de la Hoya de las Brujas. Ambas granjas estaban separadas por el bosque.
No pudo —o no quiso— decirme más.
Cosa de una semana después, pedí a Andrew Potter que se quedara al terminar la clase. No puso ninguna objeción, como si mi petición fuera la cosa más natural. Tan pronto como los demás niños se hubieron marchado, se acercó a mi mesa y esperó de pie, con sus negros ojos expectantes, fijos en mí, y una sombra de sonrisa en sus labios llenos.
—He estado examinando tus calificaciones, Andrew —dije—, y me parece que con un pequeño esfuerzo podrías pasar al sexto grado..., quizá incluso al séptimo. ¿No te gustaría hacer ese esfuerzo?
Se encogió de hombros.
— ¿Qué piensas hacer cuando dejes la escuela?
Encogió los hombros otra vez.
— ¿Vas a ir al Instituto de Enseñanza Media de Arkham?
Me examinó con unos ojos que parecían haber adquirido súbitamente una agudeza penetrante; había desaparecido su letargo.
—Señor Williams, estoy aquí porque hay una ley que dice que tengo que estar —contestó—. Ninguna ley dice que tengo que ir al Instituto.
—Pero, ¿no te interesaría?
—No importa lo que me interesa. Lo que cuenta es lo que mi gente quiere.
—Bien, hablaré con ellos —decidí en ese momento—. Vamos. Te llevaré a casa.
Por un instante, apareció en su expresión una sombra de alarma, pero unos segundos después se disipó, dando paso a ese aspecto de letargo vigilante tan característico en él. Se volvió a encoger de hombros y permaneció de pie, esperando, mientras guardaba yo mis libros y papeles en la cartera que habitualmente llevaba conmigo. Luego caminó dócilmente a mi lado hasta el coche y subió, mirándome con una sonrisa de inequívoca superioridad.
Nos internamos en el bosque; íbamos en silencio, muy en armonía con la melancólica tristeza que se iba apoderando de mí al entrar en la región de las colinas. Los árboles se ceñían a la carretera y cuanto más nos adentrábamos, más sombrío se volvía el bosque (tanto quizá porque estábamos a últimos de octubre como por la espesura cada vez mayor de la arboleda). De unos claros relativamente extensos, nos sumergimos en un bosque antiguo; y cuando finalmente nos desviamos por un camino vecinal —poco más que una vereda— que me señaló Andrew en silencio, comenzamos a rodar por entre árboles viejísimos, extrañamente deformados. Tenía que conducir con precaución; el camino era tan poco transitado que la maleza lo invadía por ambos lados. Y, cosa extraña, a pesar de mis estudios de botánica, aquellas plantas me resultaban desconocidas, aunque me pareció observar que había algunas saxífragas que presentaban una curiosa mutación. De pronto, inesperadamente, desembocamos en el cercado de la casa de los Potter.
El sol se había ocultado tras la muralla de árboles y la casa estaba sumida en una luz de crepúsculo. Más allá, valle arriba, se entendían unos pocos campos de labor. En uno había maíz; en otro, rastrojo; en otro, calabazas. La casa propiamente dicha era horrible; estaba casi en ruinas y tenía un piso alto que ocupaba la mitad de la planta, un tejado abuhardillado, y postigos en las ventanas; sus dependencias, frías y desmanteladas, parecían no haber sido usadas jamás. La granja entera parecía abandonada. Las únicas señales de vida consistían en unas cuantas gallinas que escarbaban la tierra detrás de la casa.
Si no hubiera sido porque el camino que habíamos tomado terminaba aquí, habría puesto en duda que ésta fuera la casa de los Potter. Andrew me lanzó una mirada como tratando de adivinar mis
pensamientos. Luego saltó con ligereza del coche, dejándome que le siguiera.
Entró en la casa delante de mí. Oí que me anunciaba.
—Aquí está el señor Williams, el maestro.
No hubo respuesta.
Luego, de repente, me hallé en la habitación —iluminada tan sólo por una antigua lámpara de petróleo— donde se hallaban los otros tres Potter. El padre era un hombre alto, de hombros caídos y pelo gris, que no tendría más de cincuenta años, pero con aspecto de ser muchísimo más viejo, no tanto física como psíquicamente. La madre estaba indecentemente gorda; y la chica, alta y delgada, tenía el mismo aire avisado y expectante que había observado en Andrew
Andrew hizo brevemente las presentaciones, y los cuatro permanecieron a la espera de que yo dijese lo que tuviera que decir; me dio la impresión de que su actitud era un tanto incómoda, como si desearan que terminase pronto y me fuera.
—Quería hablarles sobre Andrew —dije—. Veo grandes aptitudes en él, y podría avanzar un grado o dos, si estudiara un poquito más.
Mis palabras no obtuvieron respuesta alguna.
—Estoy convencido de que tiene suficientes conocimientos y bastante capacidad para estar en octavo grado —dije, y me callé.
—Si estuviera en octavo grado —dijo el padre—, tendría que ir al Instituto al terminar la escuela, por cosa de la edad. Es la ley. Me lo han dicho.
Me vino a la memoria lo que Wilbur Dunlock me había dicho del aislamiento de los Potter y, mientras escuchaba las razones del viejo, me di cuenta de que toda la familia se hallaba tensa y de que su actitud había variado imperceptiblemente. En el momento en que el padre dejó de hablar, se restableció una uniformidad singular: era como si los cuatro estuvieran escuchando una voz interior. Dudo que se enteraran siquiera de mis palabras de protesta.
—No pueden esperar que un muchacho inteligente como Andrew se recluya en un lugar como éste —dije por último.
—Aquí estará bien —dijo el viejo Potter—. Además, es nuestro. Y ahora no vaya hablando por ahí de nosotros, señor Williams.
En su voz había una nota de amenaza que me dejó asombrado. Al mismo tiempo se me hacía cada vez más patente la atmósfera de hostilidad, que no provenía tanto de ellos como de la casa y los campos que la rodeaban.
—Gracias —dije—. Ya me voy.
Di media vuelta y salí. Andrew me siguió los pasos. Una vez fuera, dijo con suavidad:
—No debe usted hablar de nosotros, señor Williams. Papá se pone como loco cuando descubre que hablan de él. Usted le preguntó a Wilbur Dunlock.
Me quedé de una pieza. Con un pie en el estribo del coche, me volví y le pregunté:
— ¿Te lo ha dicho él?
Movió la cabeza negativamente.
—Fue usted, señor Williams —dijo al tiempo que retrocedía.
Y antes de que pudiera yo abrir la boca otra vez, se había metido en la casa como una flecha.
Por un instante, permanecí indeciso. Pero no tardé en reaccionar. Súbitamente, en el crepúsculo, la casa adquirió un aspecto amenazador y todos los árboles del contorno parecieron estar esperando el momento de doblarse hacia mí. En verdad, percibí un susurro, como el rumor de una brisa en todo el bosque, aunque no soplaba aire de ninguna clase, y me vino de la casa una oleada de malevolencia que me hirió como una bofetada. Me metí en el coche y me alejé, sintiendo aún en la nuca aquella impresión de malignidad, como el aliento ardiente de un salvaje perseguidor.
Llegué a mi apartamento de Arkham en un estado de gran agitación. Allí, meditando lo que había pasado, decidí que había sufrido una influencia psíquica sumamente perturbadora. No cabía otra explicación. Tenía el convencimiento de que me había arrojado ciegamente a unas aguas mucho más profundas de lo que creía, y lo auténticamente inesperado de esta vivencia angustiosa me la hacía más estremecedora. No pude comer, preguntándome qué pasaba en la Hoya de las Brujas, qué mantenía a la familia tan sólidamente unida, qué la ataba a aquel paraje, y qué sofocaba en un muchacho prometedor como Andrew Potter incluso el más fugaz deseo de abandonar aquel valle sombrío y salir a un mundo más luminoso y alegre.
Durante la mayor parte de la noche estuve dando vueltas sin poderme dormir, lleno de temores innominados e inexplicables; y cuando por último me dormí, mi sueño se vio invadido de pesadillas espantosas, en las que se me representaban unos seres infinitamente ajenos a toda humana fantasía y tenían lugar hechos horrendos. Cuando me desperté, a la mañana siguiente, experimenté la sensación de haber rozado un mundo totalmente extraño al de los hombres.
Llegué a la escuela por la mañana temprano, pero Wilbur Dunlock estaba ya allí. Sus ojos me miraron con triste reproche. No comprendí lo que había sucedido para provocar esa actitud en un alumno normalmente tan servicial.
—No debía haberle dicho a Andrew Potter que habíamos hablado de él —dijo con una especie de desdichada resignación.
—No lo hice, Wilbur.
—Lo que sé es que yo no fui; de modo que tiene que haber sido usted —dijo, y añadió— Esta noche han muerto seis de nuestras vacas. Se les ha hundido encima el cobertizo donde estaban.
De momento me quedé tan aturdido que no pude replicar.
—Algún golpe de viento repentino... —comencé, pero me cortó en seguida.
—No ha hecho viento esta noche, señor Williams. Y las vacas estaban aplastadas.
—No pensarás que los Potter tienen nada que ver con eso, Wilbur —exclamé.
Me lanzó una mirada de paciencia, como a veces mira quien sabe a quien debería saber pero no comprende y no dijo nada.
Esta noticia me pareció aún más alarmante que la experiencia de la tarde anterior. Por lo menos Wilbur estaba convencido de que había una relación entre nuestra conversación sobre la familia Potter y la pérdida de la media docena de vacas. Y estaba tan hondamente convencido de ello, que de antemano se veía que nada en el mundo podría disuadirle.
Cuando entró Adrew Potter, traté inútilmente de descubrir en él algún cambio desde la última vez que le vi.
Mal que peor, concluí aquella jornada de clase. Inmediatamente después de terminar, me marché apresuradamente a Arkham y me dirigí a las oficinas de la Gazette, cuyo redactor jefe, como miembro del Consejo de Educación del Distrito, se había portado muy amablemente conmigo ayudándome a encontrar alojamiento. Era un hombre de casi setenta años y tal vez podría ayudarme en mis indagaciones…
Mi cara debía reflejar el estado de agitación que sentía porque, nada más entrar, levantó las cejas y dijo:
— ¿Qué le pasa, señor Williams?
Traté de disimular, toda vez que nada en concreto podía exponer, y visto a la fría luz del día, lo que tenía que contar parecería locura a cualquier persona sensata. Dije solamente:
—Me gustaría saber algo sobre la familia de los Potter, que vive en la Hoya de las Brujas, al oeste de la escuela.
Me lanzó una mirada enigmática.
— ¿No ha oído hablar nunca del viejo Hechicero Potter? —preguntó, y antes de que pudiera contestar, prosiguió—. No, naturalmente. Usted es de Brattleboro. Difícilmente podría esperarse que los de Vermont se enteraran de lo que ocurre en una apartada región de Massachusetts. Pues verá: el viejo vivía antes allí, él solo. Era ya bastante viejo cuando yo lo vi por primera vez. Y estos Potter de ahora eran unos familiares lejanos que vivían entonces en el Alto Michigan. Heredaron la propiedad y vinieron a establecerse ahí cuando murió el Hechicero Potter.
—Pero, ¿qué sabe usted de ellos? —insistí.
—Nada, lo que todo el mundo —dijo—. Que cuando vinieron eran gente muy afable. Que ahora no hablan con nadie, que no salen casi nunca... y muchas habladurías sobre animales que se extravían y cosas así. La gente relaciona lo uno con lo otro.
De esta forma siguió la conversación, en el curso de la cual lo sometí a un verdadero interrogatorio.
Y así fue cómo escuché una mezcla desconcertante de leyendas, alusiones, relatos contados a medias, y sucesos totalmente incomprensibles para mí. Lo que parecía indiscutible era que había un lejano parentesco entre el Hechicero Potter y un tal Brujo Whateley que vivió cerca de Dunwich, «un tipo de mala calaña» según mi amigo el redactor jefe. También parecía indudable que el viejo Hechicero Potter había llevado una vida solitaria, que había alcanzado una edad avanzadísima y que la gente solía evitar el paso por la Hoya de las Brujas. Lo que parecía pura fantasía eran las supersticiones relacionadas con esa familia. Se decía que el Hechicero Potter había «invocado algo que bajó del cielo y vivió con él o en él hasta su muerte» y que un viajero extraviado, hallado en estado agónico en la carretera general, había dicho en sus últimas ansias algo así como que «una cosa con tentáculos... un ser pegajoso, de gelatina, con ventosas en los tentáculos» salió del bosque y le atacó. Mi amigo me contó varias historias más por el estilo.
Cuando terminó, me escribió una nota para el bibliotecario de la Universidad del Miskatonic, en Arkham, y me la tendió.
—Dígale que le facilite ese libro. Quizá le sirva de algo —encogió los hombros—, o tal vez no. La gente joven de hoy no se preocupa por nada.
Sin pararme a cenar, proseguí mis investigaciones sobre un tema que, según presentía, me iba a ser de utilidad si quería ayudar a Andrew Potter a encontrar una vida mejor, pues era esto, más que el deseo de satisfacer mi curiosidad, lo que me impulsaba. Me fui a Arkham y, una vez en la Biblioteca de la Universidad del Miskatonic, busqué al bibliotecario y le di la nota de mi amigo.
El anciano me miró con suspicacia, y dijo:
—Espere aquí, señor Williams.
Y se fue con un manojo de llaves. Deduje, pues, que el libro aquel estaba guardado bajo llave.
Esperé un tiempo que se me antojó interminable. Comencé a sentir hambre, y empezó a parecerme poco decorosa mi precipitación... Pero no obstante, intuí que no había tiempo que perder, aunque no sabía exactamente qué catástrofe me proponía impedir. Finalmente, subió el bibliotecario, portador de un volumen antiguo, y me lo colocó en una mesa al alcance de su vista. El título del libro estaba en latín —Necronomicon—, aunque su autor era evidentemente árabe —Abdul Alhazred—, y su texto estaba escrito en un inglés arcaico.
Comencé a leer con un interés que pronto se convirtió en total turbación. El libro se refería a antiguas y extrañas razas invasoras de la Tierra, a grandes seres míticos llamados unos Dioses Arquetípicos y otros Primordiales de exóticos nombres, como Cthulhu y Hastur, Shub—Niggurath y Azathoth, Dagon e Ithaqua, Wendigo y Cthugha. Todo ello se relacionaba con una especie de plan para dominar la Tierra. Al servicio de estos seres estaban ciertos pueblos extraños de nuestro planeta: los Tcho—Tcho, los Profundos y otros. Era un libro
repleto de ciencia cabalística y de hechizos. En él se relataba una gran batalla interplanetaria entre los Dioses Arquetípicos y los Primordiales, y cómo habían sobrevivido cultos y adeptos en lugares remotos y aislados de nuestro planeta, así como en otros planetas hermanos. No comprendí la relación que podía haber entre ese galimatías y el problema que a mí me preocupaba: la extraña e introvertida familia Potter, con su deseo de soledad y su forma antisocial de vivir.
No sé cuánto tiempo estuve leyendo. Me interrumpí al darme cuenta de que, no lejos de mi mesa, había un desconocido que no me quitaba ojo sino para ponerlo en el libro que yo leía. Cuando se vio descubierto, se me acercó y me dirigió la palabra.
—Perdóneme —dijo— pero, ¿qué interés puede— tener ese libro para un maestro nacional?
—Eso me pregunto yo —contesté.
Se presentó como el profesor Martin Keane.
—Puedo afirmar —añadió— que me sé el libro ese prácticamente de memoria.
—Es un fárrago de supersticiones.
— ¿Usted cree?
—Completamente.
—Entonces ha perdido usted la facultad de asombrarse. Dígame, señor Williams, ¿por qué motivo ha pedido ese libro?
Me quedé dudando, pero el profesor Keane me inspiraba confianza.
—Salgamos a. dar una vuelta, si no le importa.
Accedió con mucho gusto.
Devolví el libro a la biblioteca y me reuní con mi reciente amigo. Poco a poco, y lo mejor que pude, le hablé de lo que pasaba con Andrew Potter, de la casa de la Hoya de las Brujas, de mi extraña experiencia psíquica, e incluso del curioso incidente de las vacas de los Dunlock. Escuchó hasta el final sin interrumpirme, lleno de interés. Por último, le expliqué que si investigaba acerca de la Hoya de las Brujas era únicamente por ayudar a mi alumno.
—Si hubiese usted indagado un poco, estaría al corriente de los extraños acontecimientos que han tenido lugar en Dunwich y en Innsmouth... así como en Arkham y en la Hoya de las Brujas —dijo Keane cuando hube terminado—. Mire usted en torno suyo: esas casas antiguas, sus ventanas cerradas hasta con postigos... ¡Cuántas cosas extrañas han sucedido en esas buhardillas! Pero nunca sabremos nada con certeza. En fin, dejemos a un lado los problemas de fe. No se necesita ver a la encarnación del mal para creer en él, ¿no le parece, señor Williams? Me gustaría prestar un pequeño servicio a ese muchacho, si usted me lo permite.
— ¡Naturalmente!
—Puede resultar peligroso... tanto para usted como para él.
—Por mí, no me importa.
—Pero le aseguro que para el muchacho nada puede ser más peligroso que su situación actual; ni siquiera la muerte.
—Habla usted enigmáticamente, profesor.
—Es mejor así, señor Williams. Pero entremos... Esta es mi casa. Pase, por favor.
Entramos en una de aquellas casas antiguas de las que había hablado el profesor Keane. Las habitaciones estaban llenas de libros y antigüedades de todas clases. Me dio la impresión de que penetraba en un rancio pasado. Mi anfitrión me condujo hasta su cuarto de estar, despejó una silla de libros y me rogó que esperara mientras subía al segundo piso.
No estuvo mucho tiempo ausente; ni siquiera me dio tiempo a asimilar la curiosa atmósfera de la habitación. Cuando volvió, traía consigo unas piedras toscamente talladas en forma de estrellas de cinco puntas. Me puso cinco de ellas en las manos.
—Mañana, después de la clase, si asiste el joven Potter, arrégleselas usted para que toque una de ellas y fíjese bien en su reacción —dijo—. Dos requisitos más: debe usted llevar una encima, en todo momento; y segundo, debe apartar de su mente todo pensamiento sobre estas piedras y sobre sus propósitos. Estos individuos son telépatas, poseen el don de leer los pensamientos.
Sobresaltado, recordé el reproche que me hizo Andrew de haber hablado de su familia con Wilbur Dunlock.
— ¿No debo saber para qué son estas piedras? —pregunté.
—Siempre que sea capaz de poner entre paréntesis sus propias dudas —contestó, con una melancólica sonrisa—. Estas piedras son algunas de las muchas que ostentan el Sello de R'lyeh, que impide a los Primordiales huir de sus prisiones. Son los sellos de los Dioses Arquetípicos.
—Profesor Keane, la edad de las supersticiones ha pasado —protesté.
—Señor Williams..., el prodigio de la vida y sus misterios no pasan jamás —replicó—. Si la piedra no significa nada, no tiene ningún poder. Si no tiene ningún poder, no podrá afectar al joven Potter y tampoco lo protegerá a usted.
— ¿De qué?
—Del poder que se oculta tras ese aura maligna que usted percibió en la Hoya de las Brujas —contestó—. ¿O también era superstición? —sonrió—. No necesita contestar. Conozco su respuesta. Si sucede algo cuando usted ponga la piedra sobre el muchacho; ya no podrá él volver a su casa. Entonces deberá usted traérmelo aquí. ¿Trato hecho?
—Trato hecho —contesté.
El día siguiente fue interminable, no sólo por la inminencia del momento crítico, sino porque me resultaba extremadamente difícil mantener la mente en blanco ante la mirada inquisitiva de Andrew Potter. Además, sentía más que nunca el aura de malignidad latente,
como una amenaza tangible, que emanaba de la región salvaje, oculta en una hoya, entre sombrías colinas. Pero aunque lentas, pasaron las horas y, justo antes de terminar, rogué a Andrew Potter que esperara a que los demás se hubieran ido.
Y nuevamente accedió con ese aire condescendiente, casi insolente, que me hizo dudar si valía la pena «salvarle» como tenía decidido en lo más hondo de mí mismo.
Pero no abandoné mis propósitos. Había ocultado la piedra en mi coche y, una vez que todos se hubieron marchado, le dije que saliera conmigo.
En ese momento, sentí que me estaba comportando de un modo ridículo y absurdo. ¡Yo, un maestro graduado, a punto de llevar a cabo una especie de exorcismo de brujo africano! Y por unos instantes, durante los breves segundos que tardé en recorrer la distancia de la escuela al automóvil, flaqueé y estuve a punto de invitarle simplemente a llevarle a su casa.
Pero no. Llegué al coche seguido de Andrew. Me senté al volante, cogí una piedra y la deslicé en mi bolsillo; cogí otra, me volví como un rayo y la apreté contra la frente de Andrew.
Yo no sabía lo que iba a suceder; pero desde luego, nunca habría imaginado lo que realmente sucedió.
Al contacto con la piedra, asomó a los ojos de Andrew Potter una expresión de extremado horror; inmediatamente siguió una expresión de angustia punzante, y un grito de espanto brotó de sus labios. Extendió los brazos, sus libros se desparramaron, giró en redondo, se estremeció, echando espumarajos por la boca, y habría caído de no haberle cogido yo para depositarlo en el suelo. Entonces me di cuenta del frío y furioso viento que se arremolinaba en derredor nuestro y se alejaba doblando la yerba y las flores, azotando el linde del bosque y deshojando los árboles que encontraba en su camino. Aterrorizado, coloqué a Andrew Potter en el coche, le puse la piedra sobre el pecho y, pisando el acelerador a fondo, enfilé hacia Arkham, situada a más de doce kilómetros de distancia. El profesor Keane me estaba esperando. Mi llegada no le sorprendió en absoluto. También había previsto que le llevaría a Andrew Potter, ya que había preparado una cama para él. Entre los dos lo acomodamos allí; después, Keane le administró un calmante.
Entonces se dirigió a mí:
—Bien, ahora no hay tiempo que perder. Irán a buscarle. Seguramente irá la muchacha primero. Debemos volver a la escuela inmediatamente.
Pero entonces comprendí todo el horrible significado de lo que le había sucedido a Andrew, y me eché a temblar de tal manera que Keane tuvo que sacarme a la calle casi a rastras. Aun ahora, al escribir estas palabras, después de transcurrido tanto tiempo desde los terribles acontecimientos de aquella noche, siento de nuevo el horror que se
apoderó de mí al enfrentarme por vez primera con lo desconocido, consciente de mi pequeñez e impotencia frente a la inmensidad cósmica. En ese momento comprendí que lo que había leído en aquel libro prohibido de la biblioteca universitaria no era un fárrago de supersticiones, sino la clave de unos misterios insospechados para la ciencia, y mucho, muchísimo más antiguos que el género humano. No me atreví a imaginar lo que el viejo Hechicero Potter había hecho bajar del firmamento.
A duras penas oía las palabras del profesor Keane, que me instaba a reprimir toda reacción emocional y a enfocar los hechos de un modo más científico y objetivo. Al fin y al cabo había logrado lo que me proponía. Andrew Potter estaba salvado. Pero para asegurar el triunfo había que librarle de los otros, que indudablemente le buscarían y acabarían por encontrarlo. Yo pensaba solamente en el horror que aguardaba a estos cuatro seres desdichados, cuando llegaron de Michigan para tomar posesión de la solitaria granja de la Hoya de las Brujas.
Iba ciego al volante, camino de la escuela. Una vez allí, a petición del profesor Keane, encendí las luces y dejé la puerta abierta a la noche cálida. Me senté detrás de mi mesa, y él se ocultó fuera del edificio, en espera de que llegaran. Tenía que esforzarme por mantener mi mente en blanco y resistir la prueba que me aguardaba.
La muchacha surgió del filo de la oscuridad...
Después de sufrir la misma suerte de su hermano, y haber sido depositada junto al escritorio, con la estrella de piedra sobre el pecho, apareció el padre en el umbral de la puerta. Ahora estaba todo a oscuras. Llevaba una escopeta. No tuvo necesidad de preguntar lo que pasaba: lo sabía. Se plantó allí delante, mudo, señalando a su hija y la piedra que tenía sobre el pecho, y levantó la escopeta. Su gesto era elocuente: si no le quitaba la piedra, dispararía. Evidentemente, ésta era la contingencia que había previsto el profesor, porque se abalanzó sobre Potter por detrás, y lo tocó con la piedra.
Después, durante dos horas, esperamos en vano la llegada de la señora Potter.
—No vendrá —dijo por fin el profesor Keane—. Es en ella donde se hospeda esa entidad... Hubiera jurado que era en su marido. Muy bien... no tenemos otra alternativa: hay que ir a la Hoya de las Brujas. Estos dos pueden quedarse aquí.
Volábamos a todo gas en medio de la oscuridad, sin preocuparnos por el ruido, ya que el profesor decía que «la cosa» que habitaba en la Hoya de las Brujas «sabía» que nos acercábamos, pero que no podía hacernos nada porque íbamos protegidos por el talismán. Atravesamos la densa espesura y tomamos el camino estrecho. Cuando desembocamos en el cercado de los Potter, la maleza pareció extender sus tallos hacia nosotros, a la luz de los faros.
La casa estaba a oscuras, aparte el pálido resplandor de la lámpara que iluminaba una habitación.
El profesor Keane saltó del coche con su bolsa llena de estrellas de piedra, y se puso a sellar la casa. Colocó una piedra en cada una de las dos puertas, y una en cada ventana. Por una de ellas, vimos a la señora Potter sentada ante la mesa de la cocina, impasible, vigilante, enterada, sin disimulos ya, muy distinta de la mujer que había visto no hacía mucho en esta misma casa. Ahora parecía una enorme bestia acorralada.
Al terminar su operación, mi compañero volvió a la parte delantera de la casa y, apilando unos montones de broza contra la puerta sin atender a mis protestas, pegó fuego al edificio.
Luego volvió a la ventana para vigilar a la mujer, y me explicó que sólo el fuego podía destruir esa fuerza elemental, pero que esperaba salvar todavía a la señora Potter.
—Quizá sería mejor que no mirara, señor Williams.
No le hice caso. Ojalá se lo hubiera hecho... ¡y me habría evitado las pesadillas que perturban mi descanso hasta el día de hoy! Me asomé a la ventana por detrás de él y presencié lo que sucedía en el interior. El humo del fuego estaba empezando a penetrar en la casa. La señora Potter —o la monstruosa entidad que animaba su cuerpo obeso— dio un salto, corrió atemorizada a la puerta trasera, retrocedió a la ventana, se retiró, y volvió al centro de la habitación, entre la mesa y la chimenea aún apagada. Allí cayó al suelo, jadeando y retorciéndose.
La habitación se fue llenando poco a poco de un humo que empañaba la amarillenta luz de la lámpara, impidiendo ver con claridad. Pero no ocultó por completo la escena de aquella terrible lucha que se desarrollaba en el suelo. La señora Potter se debatía como en las convulsiones de la agonía y, lentamente, comenzó a tomar consistencia una forma brumosa, transparente, apenas visible en el aire cargado de humo. Era una masa amorfa, increíble, palpitante y temblona como gelatina, cubierta de tentáculos. Aún a través del cristal de la ventana, sentí su inteligencia inexorable, su frialdad incluso física. Aquella cosa se elevaba como una nube del cuerpo ya inmóvil de la señora Potter; luego se inclinó hacia la chimenea, y se escurrió por allí como un vapor.
— ¡La chimenea! —gritó el profesor Keane, y cayó al suelo.
En la noche apacible, saliendo de la chimenea, comenzaba a desparramarse una negrura, como un humo, que no tardó en concentrarse nuevamente. Y de pronto, la inmensa sombra negra salió disparada hacia arriba, hacia las estrellas, en dirección a las Hyadas, de donde el viejo Hechicero Potter la había llamado para que habitara en él. Así abandonó el lugar en donde aguardara la llegada de los otros Potter, para proporcionarse un nuevo cuerpo en que alojarse sobre la faz de la tierra.
Nos las arreglamos para sacar a la señora Potter fuera de la casa. Se encontraba muy débil, pero viva.
No hace falta detallar el resto de los acontecimientos de esa noche. Baste saber que el profesor esperó a que el fuego hubiera consumido la casa, y recogió luego su colección de piedras estrelladas. La familia Potter, una vez liberada de aquella maldición de la Hoya de las Brujas, decidió partir y no volver jamás por aquel valle espectral. En cuanto a Andrew, antes de despertar, habló en sueños de «los grandes vientos que azotan y despedazan» y de «un lugar junto al Lago de Hali, donde viven venturosos para siempre».
Nunca he tenido valor para preguntarme qué era lo que el viejo Hechicero Potter había llamado de las estrellas, pero sé que implica unos secretos que es preferible no desentrañar y de cuya existencia jamás me habría enterado, de no haberme tocado el Distrito Escolar Número Siete y de no haber tenido entre mis alumnos al extraño muchacho que era Andrew Potter.
August Derleth:
El Sello de R'lyeh1
I
Mi abuelo paterno, a quien siempre vi en una habitación oscura, solía decir a mis padres, refiriéndose a mí: « ¡Cuidad que siempre esté lejos de la mar!», como si yo tuviera alguna razón para temer el agua, cuando de hecho siempre me ha atraído. Como se sabe, los que nacen bajo uno de los signos acuáticos —el mío es Piscis— sienten una natural predilección por el agua. También se dice que poseen ciertos dones psíquicos, pero ésta es otra cuestión. El cualquier caso, tal era el criterio de mi abuelo, hombre extraño, a quien no podría describir aunque de ello dependiera la salvación de mi alma —lo cual, dicho a la luz del día, resulta un modismo un tanto ambiguo—. Antes de morir mi padre en accidente de automóvil, acostumbraba a repetirlo con frecuencia, también. Después, ya no fue necesario; mi madre me crió entre montañas, bien lejos de la vista, del ruido y de los olores del mar.
Pero tarde o temprano, sucede lo que tiene que suceder. Me encontraba estudiando en una universidad del Medio Oeste, cuando murió mi madre. Una semana después, murió también mi tío Sylvan, dejándome todo cuanto poseía. Y no había llegado a conocerle. Era el excéntrico de la familia, el raro, la oveja negra. Se le conocía por una gran diversidad de apodos y todo el mundo lo despreciaba, excepto mi abuelo, que suspiraba con pena cada vez que hablaba de él. Yo era el único descendiente directo de mi abuelo. Tenía un tío abuelo que vivía en Asia, según me habían dicho siempre, aunque al parecer, nadie sabía a qué se dedicaba allí, salvo que sus actividades se relacionaban con la mar o la navegación... Era natural, pues, que heredara yo las posesiones de tío Sylvan.
Tenía dos propiedades, y daba la casualidad de que ambas lindaban con la mar. Una se hallaba en un pueblo de Massachusetts llamado Innsmouth, y otra estaba también en la costa, pero bastante al norte de dicho pueblo. Después de pagar los derechos reales, me quedó dinero
1 Título original: The Seal of R’lyeh. Traducido por F. Torres Oliver [© Scott Meredith, Inc., New York].
suficiente para no tener que volver a la Universidad, ni verme obligado a emprender trabajos que no me apetecían. Mi propósito era precisamente llevar a cabo lo que me había sido prohibido durante veintidós años: ver la mar, y tal vez comprar un balandro, un yate, o lo que quisiera.
Pero las cosas no iban a suceder como yo deseaba. Fui a Boston a ver al abogado y después marché a Innsmouth. Me pareció un pueblo extraño. La gente no era cordial. Algunos me sonreían cuando se enteraban de quién era yo, pero en sus sonrisas había algo extraño y enigmático, como si supieran algo inconfesable de tío Sylvan. Afortunadamente, la finca de Innsmouth era la más pequeña de las dos. Saltaba a la vista que mi tío no se había ocupado mucho de ella. Se trataba de una vieja mansión lóbrega y sombría que, para sorpresa mía, resultó ser la casa solariega de mi familia, mandada construir por mi bisabuelo —el que estuvo dedicado al comercio con China— y habitada por mi abuelo durante buena parte de su vida. El nombre de Phillips despertaba aún una especie de temeroso respeto en aquel pueblo.
Mi tío Sylvan había pasado casi toda su vida en la otra finca. Tenía sólo cincuenta años cuando murió, pero últimamente había llevado una existencia muy similar a la de mi abuelo. Raramente se le veía, retirado en aquella casa que coronaba un promontorio rocoso situado en la costa, al norte de Innsmouth. No era lo que un amante de la belleza llamaría una casa encantadora, pero de todos modos tenía su atractivo, y por mi parte, lo capté inmediatamente. Desde el primer momento sentí como si aquella casa perteneciese a la mar. En ella resonaba siempre el Atlántico. Una muralla de árboles frondosos la aislaba de la tierra. En cambio, sus inmensos ventanales se abrían al océano. No era un edificio viejo como el otro. Tendría unos treinta años, según me dijeron, y había sido construido por mi tío, en el mismo solar donde se alzara otro más antiguo, que también había pertenecido a mi bisabuelo.
Era una casa de muchas habitaciones. De todas, la única que merece la pena recordar es el gran estudio central. Aunque el resto de la casa era de un sola planta y rodeaba a dicho salón central, éste tenía una altura de dos pisos por lo menos; sus paredes estaban cubiertas de libros y objetos curiosos, de tallas y esculturas de formas exóticas, de pinturas, de máscaras procedentes de distintas partes del mundo, en especial de las civilizaciones polinesia, azteca, maya, inca, y de antiguas tribus indias de las regiones noroccidentales del continente americano. Era, pues, una colación fascinante, comenzada por mi abuelo y continuada por tío Sylvan. Una gran alfombra de artesanía, adornada con una extraña figura octópoda, cubría el centro del salón. Todos los muebles estaban situados entre las paredes y dicho centro. Nada había colocado sobre la alfombra.
Por lo demás, se observaba un extraño simbolismo en la decoración de la casa. Tejido en las alfombras —también en la que ocupaba el centro del estudio—, en los cortinajes, en los entrepaños, se repetía un
motivo ornamental que parecía como un sello singularmente sorprendente: en el centro de un disco aparecía una representación rudimentaria del símbolo astronómico de Acuario, el portador de agua —acaso elaborada en edades remotas, cuando la forma de Acuario no era exactamente como es hoy coronando los vestigios de una ciudad enterrada, contra la cual, en el centro exacto del círculo, se alzaba una figura indescriptible, a la vez reptil y pez, octópoda y semihumana, que, aunque en miniatura, pretendía representar un ser gigantesco e imaginario. Finalmente, en letras tan tenues que apenas podían leerse, el disco estaba circundado por unas palabras que no entendí, pero que tuvieron la virtud de remover algo en lo más profundo de mi ser:
Pb'glui mglw'nafh Cthulhu R'lyeh wgh'nagl fhtagn
No me pareció extraño, en absoluto, que este curioso dibujo ejerciera sobre mí la más grande atracción desde el primer momento, aunque no entendiese su significado hasta más tarde. Igualmente inexplicable era el imperioso hechizo de la mar. Aunque jamás había puesto los pies en este sitio, experimenté una vivísima sensación de haber regresado a casa. Nunca en mi vida había pasado de Ohio, hacia el Este. Lo más cerca que estuve de la costa fue con ocasión de unas esporádicas excursiones al lago Michigan y al lago Hurón. Esta atracción innegable que sentía hacia la mar, la atribuí a una tendencia ancestral que me venía de familia. ¿No habían trabajado mis antepasados en la mar, y habían formado sus hogares junto a la costa? ¿Y durante cuántas generaciones? Al menos, yo conocía dos, pero eran más. Generación tras generación, todos habían sido navegantes, hasta que, por lo visto, sucedió algo que determinó a mi abuelo a irse a vivir tierra adentro y apartarse de la mar en lo sucesivo, obligando a los demás a hacer lo mismo.
Hablo de esto porque su significado se me hizo manifiesto a la luz de lo que sucedió después, y quiero dejar constancia antes de que llegue la hora de reunirme con los míos. La casa y la mar me atraían; ambas constituían mi hogar. Incluso esta palabra cobraba más sentido en ellas que en la morada que tan felizmente compartiera con mis padres unos años antes. Era muy extraño. No obstante —y esto era más extraño aún—, no me lo parecía a mí. Al contrario, me resultaba lo más natural, y no me pregunté el por qué.
Al principio, no contaba con elementos de juicio para saber qué clase de hombre había sido mi tío Sylvan. Encontré un retrato suyo bastante antiguo, hecho sin duda por algún aficionado a la fotografía. Representaba a un joven tremendamente serio, de unos veinte años de edad, que, aun no careciendo de cierto atractivo, podía resultar desagradable a mucha gente, ya que su rostro sugería algo vagamente inhumano. Tal vez esta impresión provenía de su nariz un tanto aplastada, de su boca enorme, o de sus ojos extrañamente saltones, de basilisco. No encontré fotografías suyas más recientes, pero conocí a algunas personas que se acordaban de él, de cuando iba a Innsmouth,
a pie o en coche, a hacer sus compras. Me enteré de esto un día en la tienda de Asa Clarke, donde fui a comprar provisiones para la semana.
—¿Es usted de los Phillips? —me preguntó el anciano propietario.
Le contesté que sí.
—¿Hijo de Sylvan?
—Mi tío no llegó a casarse.
—Ya... Eso decía él —replicó—. Entonces será usted hijo de Jared. ¿Cómo está su padre?
—Ha muerto.
—También, ¿eh?.. Era el último de su generación, ¿verdad? Y usted...
—Yo soy el último de la mía.
—Los Phillips, en tiempos, fueron grandes y poderosos por esta parte. Una familia muy antigua... Pero usted lo sabe mejor que yo.
Le dije que no. Venía del interior, y sabía muy poca cosa de mis antepasados.
—¿Es posible?
Me miró un instante casi con incredulidad.
—Bueno, los Phillips son tan antiguos como los Marsh. Las dos familias formaban una sociedad hace muchos años. Comerciaban con China. Los fletes salían de aquí y de Boston con destino a Oriente: Japón, China, las islas... y de allí traían... —aquí se detuvo; su rostro palideció ligeramente, y luego se encogió de hombros— muchas cosas, ¡muchas! —me miró perplejo—. Se va a quedar por aquí, ¿verdad?
Le contesté que había heredado la residencia de mi tío, y que había tomado posesión de ella. Ahora andaba buscando personal de servicio.
—No encontrará —dijo moviendo la cabeza— La finca está demasiado lejos, y a la gente no le gusta. Si quedara alguno de los Phillips... —abrió los brazos con desaliento—. Pero casi todos murieron el año veintiocho, cuando el fuego y las explosiones. Sin embargo, quizá pueda encontrar a alguno de los Marsh que le eche una mano. No todos murieron aquella noche.
Esta referencia vaga y confusa no me inquietó entonces lo más mínimo. Lo único que me preocupaba era encontrar a alguien que me ayudara en los avíos de la casa.
—Marsh —repetí—. ¿Podría darme el nombre y la dirección de uno de ellos?
—Conozco a una —dijo pensativamente, y sonrió a continuación como para sus adentros.
Así conocí a Ada Marsh.
Tenía veinticinco años, pero había días en que parecía mucho más joven, y otros, mucho más vieja. Fui a la casa, la encontré, y le pedí que viniera a trabajar para mí. Resultó que tenía automóvil —un Ford viejísimo de modelo T— y que podía ir y volver; además, la perspectiva de trabajar en lo que llamaba ella el «refugio de Sylvan», pareció atraerla. En verdad, se mostró casi ansiosa por entrar a mi servicio, y
me prometió que iría a casa aquel mismo día, si me hacía falta. No era una muchacha atractiva, pero, igual que en mi tío, encontré en ella un encanto que residía en aquello que precisamente habría disgustado a otros. Para mí, aquella boca inmensa de labios aplastados tenía cierta gracia, y sus ojos, innegablemente fríos, me parecían muy cálidos en ciertos momentos.
Vino a la mañana siguiente. Al verla andar por la casa, comprendí que ya había estado antes en ella.
—No es la primera vez que viene usted por aquí, ¿verdad? —dije.
—Los Marsh y los Phillips son viejos amigos —dijo, y me miró como si yo tuviera la obligación de saberlo. Y en aquel momento, me invadió la sensación de que yo sabía que así era, en efecto.
—Muy, muy viejos amigos, señor Phillips. Tan viejos como la tierra misma, tan viejos como el portador del agua, y como el agua.
También ella era extraña. Me enteré de que había estado más de una vez en la casa como invitada del tío Sylvan. Ahora había accedido a venir a trabajar para mí, sin vacilar, y con una singular sonrisa en los labios —«tan viejos como el portador del agua, y como el agua»—, que me hizo pensar en el dibujo que tanto se repetía a nuestro alrededor. Pensándolo bien, creo que ésta fue la primera vez que se me ocurrió esta asociación, y experimenté una vaga sensación de inquietud.
—¿Ha oído, señor Phillips? —preguntó entonces.
—¿El qué?
—Si lo hubiera oído, no necesitaría que se lo dijera.
Pero su verdadero propósito no era trabajar para mí. Lo que ella quería era tener acceso a la casa. Lo descubrí un día que salí a buscar unos documentos, y la encontré entregada, no a su trabajo, sino a un registro minucioso y sistemático de la gran habitación central. La estuve observando un rato: cogía los libros y los hojeaba, separaba cuidadosamente los cuadros de las paredes, levantaba las esculturas de las estanterías... En una palabra, registraba en todas partes donde pudiese haber algo escondido. Volví a salir, di un portazo, y cuando entré de nuevo en el estudio, la vi dedicada a quitar el polvo, como si nunca hubiera hecho otra cosa.
Mi primer impulso fue decírselo, pero pensé que sería mejor callar. Si buscaba algo, quizá lo encontrara yo antes que ella. Así que no le dije nada, y, cuando se fue aquella noche, empecé a registrar por donde ella lo había dejado. No sabía lo que buscaba, pero sí su tamaño, sobre poco más o menos, a juzgar por los sitios donde la había visto mirar. Debía de ser algo delgado, pequeño, no más grande que un libro.
—¿Sería un libro precisamente? Aquella noche me repetí cientos de veces esa misma pregunta.
Como es natural, no encontré nada, a pesar de que estuve buscando hasta medianoche. Lo dejé estar, rendido de cansancio, pero satisfecho: había registrado mucho más de lo que Ada registraría a la mañana siguiente. Me senté a descansar en una de las mullidas
butacas alineadas junto a la pared, en aquella misma estancia, y entonces sufrí mi primera alucinación. La llamo así a falta de otra palabra mejor y más precisa. Me había quedado algo adormilado, cuando oí un ruido semejante a la apagada respiración de una bestia de grandes proporciones. Al instante se me quitó toda somnolencia, persuadido de que la casa misma, el peñasco entre el cual se asentaba, y la mar que bañaba las rocas al pie del acantilado, respiraban al unísono como las diferentes partes de un enorme ser vivo. Tuve entonces la misma impresión que he tenido otras veces al contemplar los cuadros de ciertos pintores contemporáneos —en especial los de Dale Nichols— que representan la tierra y sus relieves como si fueran partes de un hombre o una mujer dormidos. Entonces me dio la impresión, digo, de que me hallaba en el pecho, o en el vientre, o en la frente de un ser tan grande que me era imposible percibirlo en su inmensidad.
No recuerdo lo que duró esta impresión. Pensé en la pregunta de Ada Marsh: «¿Ha oído?» ¿Era a esto a lo que se refería? No me cabía duda de que la casa, y el peñasco que se servía de base, estaban tan vivos e inquietos como aquella mar que dejaba correr sus ondas hacia el horizonte de Oriente. Continué sentado, bajo el influjo de dicha ilusión, durante largo rato. ¿Temblaba la casa como si efectivamente respirara? Estaba convencido de que sí. De momento lo atribuí a algunas grietas de su estructura, y pensé que seguramente estos temblores y ruidos tendrían algo que ver con la aversión de aquellas gentes hacia este lugar.
Al tercer día abordé a Ada Marsh en pleno registro.
—¿Qué busca usted, Ada? —pregunté.
Ella me miró con sumo candor. Debió comprender que ya la había visto registrar anteriormente.
—Su tío investigaba algo, y yo he creído que a lo mejor había descubierto lo que buscaba. A mí también me interesa. Y quizá a usted. Usted es como nosotros, es uno de los nuestros... como los Marsh y los Phillips de antes.
—¿Y qué es lo que busca?
—Puede ser un cuaderno de notas, un diario, unos papeles... —encogió los hombros—. Su tío me dijo muy poca cosa, pero yo lo sé. Se iba muy a menudo, y a veces estaba ausente durante largas temporadas. ¿Adónde? Tal vez había alcanzado su objetivo, porque jamás se iba por carretera.
—Tal vez pueda descubrirlo yo.
Negó con la cabeza.
—Usted no tiene idea. Usted es como... como un forastero.
—¿Pero me podría usted explicar algo?
—No. Nadie se atrevería a hablar de eso a una persona demasiado joven para comprender. No, señor Phillips, no le diré nada. No está usted preparado.
Aquello me hirió. Me sentí ofendido. Sin embargo, no quise despedirla. Su actitud era como de desafío.
II
Dos días más tarde, di con lo que buscaba Ada.
Los papeles de mi tío Sylvan estaban ocultos en un lugar donde Ada había mirado al principio: detrás de un estante de libros raros. Pero se hallaban guardados en un cajoncito secreto que abrí por pura casualidad. Allí encontré un diario, muchos recortes y varias hojas de papel cubiertas con la letra menuda de mi tío. Inmediatamente lo llevé todo a mi habitación y lo guardé, como si temiera que, a esas horas de la noche, pudiera venir Ada Marsh a arrebatármelos. Cosa absurda, porque no sólo no le tenía miedo, sino que me sentía atraído hacia ella, muchísimo más de lo que podía haberme imaginado la primera vez que la vi.
Incuestionablemente, el descubrimiento de los papeles supuso un giro radical en mi existencia. Digamos que mis primeros veintidós años habían transcurrido, monótonos, como en un compás de espera, y que los primeros días de mi estancia en la residencia de tío Sylvan habían constituido como una fase de latencia, previa a mi acceso a un nuevo plano biológico. Mi mutación se desencadenó, sin duda, con el descubrimiento —y la lectura, evidentemente— de los papeles.
Pero del primer párrafo donde se posaron mis ojos, no entendí ni una palabra:
«Plataforma cont. sub. Extremo Norte Inns. extendiéndose curv. hasta aprox. Singapur. ¿Origen: Ponapé? A. supone R. en Pacífico, cerca Ponapé; E. sostiene que R. está cerca de Inns. Princ. autores lo suponen en las profundidades. ¿Podría ocupar R. totalmente la Plataforma Cont. de Inns. a Singapur?»
Este era el primer párrafo. El segundo, era aún más desconcertante:
«C..., que aguarda soñando en R., es todo en todo y en todas partes. El está en R. (en Inns. y Ponapé), entre las islas y en lo más hondo. Los Profundos: ¿dónde tuvieron Obad. y Cyrus el primer contacto? ¿En .Ponapé o en una de las islas menores? ¿Y cómo? ¿En tierra, o bajo las aguas?
Pero en el tesoro que acababa de encontrar, no había sólo notas de mi tío. Había también otros documentos con revelaciones aún más turbadoras, como por ejemplo, una carta del Rev. Jabez Lovell Phillips dirigida, hacía más de un siglo, a una persona que no nombraba. Decía así:
«Cierto día de agosto de 1797, el Cap. Obadiah Marsh, acompañado de su Primer Piloto Cyrus Alcott Phillips, comunicó que su barco, el Cory, había naufragado con toda su tripulación en las Marquesas. El Capitán y el Primer Piloto arribaron al puerto de Innsmouth en un bote de remos sin muestra alguna de sufrimiento ni fatiga, no obstante haber recorrido una distancia de varios miles de kilómetros en una embarcación prácticamente incapaz de realizar esa proeza. A partir de entonces, comenzó en Innsmouth una serie de sucesos que convirtieron al pueblo en un lugar maldito, en el curso de una generación. Surgió una raza extraña entre los Marsh y los Phillips, y cayó una maldición sobre sus descendencias. No se sabe de dónde salieron las mujeres que el Capitán y el Primer Piloto tomaron por esposas, pero dieron a luz una camada de seres endemoniados y prolíficos que nadie pudo contener, y contra la cual no me han valido mis plegarias al Señor.
»¿Qué son esas bestias que salen de las aguas a retozar, en las altas horas de la noche? Algunos decían que eran sirenas, pero creer eso es necedad. ¿Qué habían de ser, sino las hordas malditas, engendradas por Marsh y por Phillips ?»...
No continué leyendo. Este lenguaje me llenaba de inquietud.
Volví a coger el diario de mi tío, y busqué la última anotación:
«R. está donde yo me figuraba. La próxima vez veré al propio C., aletargado en las profundidades, en espera del día de su resurgimiento.»
Pero no hubo próxima vez para tío Sylvan, sino la muerte. Antes de esta última anotación había muchísimas más. Evidentemente, mi tío se había ocupado de cuestiones que estaban fuera de mis alcances. Hablaba de Cthulhu y R'lyeh, de Hastur y Lloigor, de Shub-Niggurath y Yog-Sothoth, de la Meseta de Leng, de los Fragmentos de Sussex, del Necronomicon, de la Galería de Marsh, del Abominable Hombre de las Nieves... Pero de lo que hablaba con más frecuencia, era de R'lyeh, del Gran Cthulhu —el «R.» y el «C.» de sus papeles— y de la búsqueda que él había llevado a cabo, la cual, como bien se deducía de sus escritos, tenía por objeto descubrir los refugios de esos seres o los seres que se refugiaban en esos refugios, que yo apenas si lograba distinguir los unos de los otros, según la forma con que él anotaba sus ideas. Desde luego, sus notas estaban redactadas para su uso personal, de forma que sólo él las entendería. Yo no tenía ningún marco de referencia al que poder recurrir.
Entre los documentos encontré también un mapa trazado con tosquedad por alguna mano más antigua que la de mi tío Sylvan, a juzgar por lo viejo y arrugado del papel. Este mapa me fascinaba, a pesar de no tener idea exacta de su importancia ni utilidad. Era una representación desmañada del mundo, pero no del mundo que conocía yo, no del mundo de los atlas geográficos, sino más bien de un mundo
que sólo había existido en la imaginación de quien lo había trazado. En el corazón de Asia, por ejemplo, el artista había situado la «Mes. Leng»», y al norte de ésta, en el lugar que correspondía a Mongolia estaba «Kadath, en el Desierto de Hielo», zona que era definida como un «continuo tempo-espacial coextensivo». En el mar de Polinesia estaba indicada la «Galería Marsh», que sería (supuse yo) una grieta en el fondo del océano. También estaba señalado el Arrecife del Diablo, a cierta distancia de Innsmouth, así como Ponapé. Estos últimos puntos eran perfectamente reconocibles, pero los demás nombres geográficos de aquel mapa fabuloso eran absolutamente desconocidos para mí.
Escondí mi botín en un lugar donde a Ada Marsh no se le ocurriría buscarlo, y regresé, pese a lo tarde que era ya, a la habitación central. Allí, como movido por un instinto, busqué sin vacilar en el estante tras el cual había descubierto los papeles. En él estaban algunos de los libros que mencionaba tío Sylvan en sus notas: los Fragmentos de Sussex, los Manuscritos Pnakóticos, los Cultes des Goules del conde d'Erlette, el Libro de Eibon, los Unaussprechlichen Kulten de Von Junzt, y muchos otros. Pero, ¡lástima!, la mayoría estaban en latín o en griego, lenguas que apenas dominaba yo, aun cuando, mal que peor, pudiera defenderme en francés o alemán. No obstante, descifré lo bastante de ésos como para sentir miedo de verdad, para sentir terror y, a la vez, una excitación no exenta de cierta euforia, como si mi tío Sylvan me hubiese legado, no sólo la casa y sus propiedades, sino también sus investigaciones, y una ciencia que ya era vieja millones de años antes de aparecer el hombre.
Aquella noche estuve leyendo hasta que el sol del nuevo día entró en la estancia haciendo palidecer las luces de las lámparas. Y así fue cómo supe de los Primigenios, que fueron los primeros en dominar los universos y de los Dioses Arquetípicos, que derrotaron a los rebeldes Primordiales. Entre estos Primordiales se contaban: el Gran Cthulhu, morador de las aguas; Hastur, que dormía en el Lago de Hali, en las Híadas; Yog-Sothoth, que es Todo-en-lo-Uno y Uno-en-el-Todo; Ithaqua, El Que Camina Sobre El Viento; Lloigor, El Que Pisa Las Estrellas; Cthugha, que habita en el fuego; el Gran Azathoth... y todos habían sido vencidos y expulsados a los espacios exteriores, donde esperarían el día remoto en que, con ayuda de sus seguidores, podrían alzarse para vencer a las razas humanas y someter a Los Dioses Arquetípicos. Y me enteré también del nombre de sus esbirros: Los Profundos, que poblaban los mares y las regiones acuáticas de la Tierra; los Dhols; el Abominable Hombre de las Nieves, habitante del Tíbet y la oculta Meseta de Leng; los Shantaks, que huyeron de Kadath, en el Desierto de Hielo, por mandato de El Que Camina Sobre El Viento, llamado Wendigo, pariente de Ithaqua. Y me enteré, también, de su rivalidad, una y múltiple a la vez. Todo eso leí, y más, bastante más, entre otras cosas, una colección de recortes de periódicos sobre sucesos misteriosos que tío Sylvan aducía como pruebas de la verdad de sus
creencias. Por otra parte, en las páginas de los libros me tropecé, también, con la curiosa sentencia que adornaba las decoraciones de la casa de mi tío: Ph'nglui mglw'nafh Cthulhu R'lyeh wgah'nagl fhtagn. En más de uno de aquellos relatos, estaba traducida así: «En su morada de R'lyeh, Cthulhu muerto, sueña.»
Y las exploraciones de mi tío no tenían otro objeto, sin duda, que el de encontrar ¡el refugio subacuático de Cthulhu!
A la fría luz de la madrugada me esforcé por criticar mis propias conclusiones. ¿Acaso creía mi tío Sylvan en semejante maraña de fábulas? ¿O tal vez sus pesquisas no eran más que un modo de combatir su aburrimiento de hombre solitario? La biblioteca de mi tío era inmensa, abarcaba toda la literatura universal. Sin embargo, una sección de estanterías estaba dedicada exclusivamente a libros de temas esotéricos, a libros sobre creencias extrañas y hechos más extraños aún, inexplicables a la luz de la ciencia, a libros sobre religiones herméticas, casi desconocidas. Tenía, además, una abundante cantidad de álbumes con artículos recortados de periódicos y revistas, cuya lectura me produjo, a la vez, una sensación de miedo y una chispa de irresistible regocijo. En efecto, estos hechos, relatados de manera prosaica, constituían una prueba singularmente convincente a favor de los mitos en que creía mi tío.
De todos modos, aquella mitología no constituía ninguna novedad. Todas las creencias religiosas, todos los mitos, cualquiera que sea la cultura a que pertenecen, poseen una cierta analogía en sus fundamentos. Siempre giran en torno a la lucha entre las fuerzas del Bien y las fuerzas del Mal. Este tema también formaba parte de las teorías de mi tío. Los Primigenios y los Dioses Arquetípicos —que, según lo que pude colegir, venían a ser lo mismo— representaban el Bien original. Los Primordiales representaban el Mal. Como sucede en muchas religiones, apenas se nombraba a los dioses benefactores, en este caso, a los Dioses Arquetípicos. En cambio, se citaba continuamente a los Primordiales, que aún eran adorados y servidos por multitud de seguidores esparcidos por toda la Tierra y los espacios interplanetarios. Los Primordiales no sólo combatían a los Dioses Arquetípicos, sino que luchaban también entre sí, en un empeño supremo por la dominación final. Eran, en suma, representaciones de las fuerzas elementales, y cada uno correspondía a un elemento: Cthulhu, al agua; Cthugha, al fuego; Ithaqua, al aire; Hastur, a los espacios siderales. Otros, representaban las grandes fuerzas primitivas: Shub-Niggurath, Mensajera de los Dioses, la fertilidad; Yog-Sothoth, el continuo tempo-espacial; Azathoth, en cierto modo, el principio del mal.
¿No resultaba, en definitiva, una mitología muy semejante a las demás? Los Dioses Arquetípicos pudieron convertirse, andando el tiempo, en la Trinidad de las religiones judeocristianas; los Primordiales, para la mayoría de los creyentes, se transformaron después en Satán y Belcebú, Mefistófeles y Azrael. Lo único que me
inquietaba, era que existiesen a un tiempo los originales y sus copias. Pero tampoco esto tenía demasiada importancia, porque ya se sabe que en la historia de la humanidad se superponen continuamente distintos eslabones evolutivos de una misma creencia.
Más aún: había ciertos datos que permitían suponer que los mitos de Cthulhu eran muy anteriores no sólo al cristianismo, sino incluso a las creencias de la antigua China y de los albores de la humanidad, habiendo logrado sobrevivir en determinadas regiones de la Tierra: entre los Tcho-Tcho del Tíbet y los yeti de las altas mesetas de Asia, así como entre ciertos seres extraños que habitaban en la mar, conocidos como los Profundos, híbridos anfibios, nacidos de antiguos apareamientos entre humanoides y batracios, o producto quizá de ciertas mutaciones aparecidas en el curso de la evolución humana. Tales mitos habían sobrevivido igualmente, de manera reconocible, en determinados símbolos religiosos muy posteriores: en Quetzalcoatl y otros Dioses aztecas, mayas e incas; en los ídolos de la Isla de Pascua, en las máscaras ceremoniales de los polinesios y los indios americanos de la costa noroccidental, donde aún persistían, como motivos ornamentales, formas tentaculares y octópodas, análogas a la que simbolizaba a Cthulhu. En resumen, podía decirse con seguridad que los mitos de Cthulhu eran antiquísimos.
Aun adscribiéndolos al reino de la pura teoría, me sentí abrumado por la tremenda cantidad de artículos que había recogido mi tío. Las prosaicas reseñas periodísticas contribuyeron no poco a hacerme dudar de mi escepticismo, por su tono aséptico y puramente informativo. Tales artículos, además, no procedían de la prensa sensacionalista, sino de revistas serias como el National Geographic. Total, que me quedé hecho un mar de confusiones.
¿Qué pudo haberle pasado a Johansen29, con su barco Emma, sino lo que él mismo declaró? ¿Acaso cabía otra explicación?
¿Y por qué el gobierno americano envió destructores y submarinos para machacar con cargas de profundidad los alrededores del Arrecife del Diablo, frente al puerto de Innsmouth?30 ¿Y por qué la policía detuvo a tantos vecinos de Innsmouth, a quienes no se volvió a ver nunca más? ¿Y el incendio que se declaró por toda la comarca costera, acabando con muchos otros? ¿Cómo explicar todo esto, si no era cierto que se habían descubierto extraños ritos entre gentes de Innsmouth que mantenían relaciones diabólicas con ciertos seres que habitaban en la mar, a los cuales se les veía en el Arrecife del Diablo, durante la noche?
¿Y que le sucedió a Wilmarth1 en la montañosa comarca de Vermont cuando, en el curso de sus investigaciones acerca de los cultos a los Arcaicos, se acercó demasiado a la verdad? ¿y qué fue de todos los escritores que habían tomado el asunto como pura ficción —Lovecraft,
1 Véase Lovecraft, «El que susurraba en las tinieblas» (R. Ll.)
Howard, Barlow—, o lo habían enfocado de forma científica —como Fort—, cuando se hallaban a punto de desvelar el misterio? Murieron. Murieron, o desaparecieron como Wilmarth. Y casi todos de muerte prematura, cuando todavía eran jóvenes. Mi tío tenía sus obras, aunque de todos ellos, sólo Lovecraft y Fort las habían publicado en forma de libro. Los leí, y lo que decían me inquietó aún más, porque me pareció que las fantasías de H. P. Lovecraft se hallaban tan cerca de la verdad como los hechos —tan inexplicables para la ciencia— recogidos por Charles Fort. Aunque los relatos de Lovecraft fueran fantasías, se ceñían a los hechos —aun rechazando los recopilados por Fort— que subyacen bajo las creencias del género humano. En sí mismos, estos relatos eran cuasi míticos, como el destino final de su autor, cuya muerte prematura llegó a suscitar infinidad de leyendas que dificultaban aún más la tarea de esclarecer la verdad desnuda. Pero había llegado el momento, para mí, de ahondar en los secretos contenidos en los libros de mi tío, y de bucear en sus anotaciones y colecciones de artículos. Una cosa estaba clara: mi tío había creído en ello hasta el punto de emprender la búsqueda del reino sumergido —o de la ciudad sumergida— de R'lyeh. Yo no sabía si era reino ni ciudad, o si rodeaba la tierra desde la costa atlántica de Massachusetts hasta las Islas del Pacífico; pero sí sabía que era allí, donde había sido desterrado Cthulhu, muerto, y sin embargo, no muerto: «¡Cthulhu muerto, sueña!», decía más de un relato... en espera de que llegue el momento de rebelarse nuevamente contra el poderío de los Dioses Arquetípicos e imponer su dominio en el universo entero. Pues, ¿acaso no es cierto que, si triunfa el mal, se convierte en ley de vida, y entonces es justo combatir el bien? ¿Acaso no es la mayoría la que impone la norma, y que en ella no cabe lo anormal o, como dice la humanidad, el mal, lo abominable?
Mi tío había buscado R'lyeh, y había descrito sus investigaciones de manera sobrecogedora. Había descendido a las profundidades del Atlántico, desde esta casa suya que se asoma a la costa, hasta el Arrecife del Diablo y aún más allá. Pero no decía qué medios había empleado. ¿Había utilizado un equipo de buzo? ¿Acaso una batisfera? Por la casa no descubrí el menor rastro de aparatos de sumersión. Sus largas ausencias, por otra parte, se debían a estas exploraciones. Y con todo, no citaba en absoluto sus aparatos, ni éstos habían aparecido entre sus bienes.
Si R'lyeh era el objeto de los afanes de mi tío, ¿qué pretendía Ada Marsh? Tenía que averiguarlo. Para ello, dejé al día siguiente algunas notas de mi tío sobre la mesa de la biblioteca. Me las arreglé para poder vigilarla en el momento en que las descubriera. Su reacción no dejó lugar a dudas: lo que ella buscaba era lo que yo había encontrado. Ada Marsh conocía la existencia de esos papeles. Pero, ¿cómo?
Entré. Antes de que pudiera abrir la boca, me abordó.
—¡Los ha descubierto! —exclamó.
—¿Cómo sabía usted que existían?
—Porque conocía sus trabajos.
—¿Su búsqueda?
Afirmó con la cabeza.
—No es posible que crea usted en esas cosas —protesté yo.
—¡Cuidado que es usted estúpido! —exclamó coléricamente—. ¿No le dijeron nada sus padres? ¿Ni su abuelo? ¿Cómo ha podido vivir en la ignorancia?
Se acercó a mí y me arrojó los papeles.
—¡Déjeme ver los demás!
Hice un signo negativo.
—¡Por favor! A usted no le son de utilidad —insistió.
—Eso ya lo veremos.
—Dígame entonces si él había... si había iniciado sus exploraciones.
—Sí. Pero no sé cómo. No hay ni rastro de escafandra ni de bote.
Al oír estas palabras me lanzó una mirada desafiante, y a la vez, de desprecio y de lástima.
—¡Ni siquiera ha leído usted todos sus papeles! ¡No ha leído los libros tampoco!... ¡Nada! ¿Sabe lo que tiene a sus pies?
—¿La alfombra? —pregunté perplejo.
—No, no... el dibujo. Está en todas partes. ¿No sabe usted por qué? ¡Porque es el gran sello de R'lyeh! Lo descubrió hace años, y tuvo el orgullo de ponerlo en su propia casa, como blasón! ¡Está usted encima de lo que busca! Busque usted un poco más, y encontrará su anillo.
III
Después de marcharse Ada Marsh, volví a los escritos de mi tío. No los dejé hasta mucho después de medianoche, cuando los hube leído casi todos, algunos de ellos con especial atención. Me resultaba difícil creer aquello, a pesar de que mi tío no sólo lo había escrito íntimamente convencido de su veracidad, sino que además parecía haber tomado parte en algunos de los hechos que describía. Desde temprana edad se había dedicado a la busca del reino sumergido, y había profesado una abierta devoción a Cthulhu; lo más escalofriante era que en sus anotaciones figuraban veladas alusiones a ciertos encuentros, que unas veces tuvieron lugar en las profundidades del océano, y otras, en las calles de Arkham, ciudad envuelta en misteriosas leyendas, cuyos tejados y buhardillas se alzan tierra adentro, a orillas del río Miskatonic, ya cerca de Innsmouth y Dunwich. Al parecer, los ciudadanos de Arkham, que según algunos no eran enteramente humanos, creían lo mismo que mi tío y, como él, se habían vinculado a ese mito que resucitaba de un pasado remoto.
Y no obstante, pese a mi escepticismo, yo sentía también una sombra de credulidad irreprimible. Mi razón vacilaba entre las extrañas
insinuaciones de sus notas, ante aquellos apuntes llenos de abreviaturas y elipsis, que sólo él podía entender con claridad, y que no detallaba por tratarse de temas para él de sobra conocidos. Así, aludía a las bodas profanas de Obadiah Marsh y «otros tres» (¿quizá algún Phillips entre ellos?), al descubrimiento de unas fotografías de algunas mujeres de la familia Marsh: la viuda de Obadiah —de rostro singularmente aplastado, piel excesivamente morena, boca enorme y labios finos—, y sus hijas, que casi todas habían salido a la madre... También me llenaban de inquietud las extrañas alusiones a la forma en que caminaban, como a saltos, «los descendientes de aquellos que se salvaron del naufragio del Cory», como decía textualmente tío Sylvan. No había posibilidad de equivocarse respecto al significado de sus notas: Obadiah Marsh se había casado en Ponapé con una mujer que no era polinesia, aunque vivía allí, y que pertenecía a una raza marina semihumana; sus hijos, y los hijos de sus hijos, nacieron con el estigma de ese matrimonio, lo que más tarde tuvo como consecuencia la hecatombe de 1928, en la que perdieron la vida tantísimos miembros de las viejas familias de Innsmouth. Aunque mi tío refería de pasada estos detalles, detrás de sus palabras palpitaba el horror y aún resonaba el eco del desastre.
En efecto, las personas que mencionaba en sus escritos estaban siempre aliadas a los Profundos, y eran, como éstos, criaturas anfibias. No decía si esa mancha hereditaria se había extendido mucho o poco, ni especificaba qué tipo de relación había entre él y esas criaturas. Ni el capitán Obadiah Marsh, ni Cyrus Phillips, ni tampoco los otros dos tripulantes que se habían quedado en Ponapé, poseían los rasgos típicos de sus mujeres y sus hijos. Pero era imposible averiguar si el estigma se mantenía después de la primera generación. ¿Se refirió a eso Ada Marsh, cuando me dijo: «¡Usted es de los nuestros!»? ¿O aludía a un secreto más sombrío todavía? Probablemente, la aversión que sentía mi abuelo a la mar era debida a que conocía las hazañas de su padre. Al menos él, había conseguido eludir su tenebroso destino hereditario.
Pero los escritos de mi tío eran, por una parte, demasiado vagos para poder sacar una idea coherente de todo el asunto, y por otra, demasiado ingenuos para convencer plenamente. Lo que más me inquietó desde el primer momento, fueron sus repetidas alusiones a que su casa era un «abrigo»», un «punto» de contacto, un «acceso a lo que está debajo». En sus primeras anotaciones encontró también frecuentes consideraciones sobre la «respiración» de la casa y de la punta rocosa sobre la cual se elevaba, pero más adelante no volvió a hacer ninguna otra referencia a estas cuestiones. Sus notas eran oscuras y difíciles, tremendas y maravillosas. Me llenaban de terror y, a la vez, de una colérica incredulidad mezclada, contradictoriamente, a un vivo deseo de creer y de saber.
Indagué por todas partes, pero sin resultado. La gente de Innsmouth era recelosa. Algunas personas me esquivaban
declaradamente. Otras, cambiaban de acera al verme venir; en el barrio italiano, se santiguaban de manera descarada, como si vieran al diablo. Nadie quiso darme información alguna. Tampoco pude hacer uso de libros y crónicas locales en la biblioteca pública porque, según me dijo el bibliotecario, habían sido confiscados en su mayoría por el Gobierno a raíz del incendio y las explosiones de 1928. Busqué en otras partes. En Arkham y Dunwich conocí secretos aún más sombríos; en la gran biblioteca de la Universidad del Miskatonic descubrí, por fin, la fuente y origen de todos los libros de saber oculto: el casi mítico Necronomicon, del árabe loco Abdul Alhazred, libro que sólo me fue permitido manejar bajo la estrecha vigilancia de un auxiliar bibliotecario.
Unas dos semanas después de haber descubierto los papeles de mi tío encontré la sortija. La encontré donde menos habría imaginado, y, sin embargo, era un sitio bien lógico: en un paquete de objetos personales remitido por la empresa de pompas fúnebres, que estaba guardado en un cajón del escritorio. El anillo era de plata maciza, y tenía montada una piedra de color lechoso que parecía una perla —aunque no lo era—, y en su superficie llevaba grabado el sello de R'lyeh.
La examiné atentamente. A primera vista no tenía nada de extraordinario, salvo su tamaño. Sin embargo, el hecho de llevarla puesta traía consigo efectos inimaginables: apenas me la hube colocado en un dedo, cuando sentí como si ante mí se abrieran dimensiones nuevas, o como si los horizontes habituales retrocediesen ilimitadamente. Todos mis sentidos se aguzaron. Lo primero que noté a este respecto, fue el susurro de la casa y el peñasco, acompasado ahora al blando movimiento de la mar. Era como si la casa y la roca se elevaran y descendieran con las olas. Incluso me parecía oír el rítmico vaivén del agua bajo el mismo edificio.
Al mismo tiempo, y tal vez esto tenía mayor importancia, cobré conciencia de un luminoso despertar psíquico. Gracias a la sortija, percibí la opresiva existencia de unas fuerzas invisibles incalculablemente poderosas, que tenían la casa de mi tío como punto focal. En una palabra, notaba como si yo atrajese las inmensas fuerzas elementales que me rodeaban, como si se precipitasen sobre mí hasta convertirse en una isla azotada por una mar embravecida, batida por un torbellino de huracanes. Me sentí desgarrado, próximo a la desintegración, hasta que, por último, y casi con alivio, oí el sonido de un voz horrible, animal, que se elevaba en un ulular espantoso. No provenía de la mar ni del cielo, sino de las profundidades de la tierra: ¡de debajo de la casa!
Me arranqué la sortija del dedo y, en el acto, todo se calmó. La casa y el peñasco volvieron a su quietud y soledad. Los vientos y las aguas que habían estremecido el mundo se apaciguaron, y se extinguió todo rumor. La voz se acalló, restableciéndose el silencio. Mi vivencia extrasensorial había terminado, y nuevamente pareció como si las cosas
recobraran su primitiva actitud de espera. La sortija de mi tío era, pues, un talismán, clave de su sabiduría y acceso a otras regiones del ser.
Gracias a la sortija descubrí el camino que había seguido mi tío para llegar a la mar. Yo llevaba mucho tiempo buscando un sendero que bajase hasta la playa, pero no descubrí ninguno que mostrara señales de uso constante. Sin embargo, había algunos caminos que descendían por el declive acantilado; en determinados puntos, habían excavado unos peldaños, de forma que se pudiera llegar hasta el borde del agua desde la casa misma, situada en lo alto del promontorio. Pero no había sitio para varar una embarcación, y el agua allí era profunda. En aquel paraje me bañé varias veces, con una sensación de goce casi irracional, tan grande era el placer que me daba el nadar. Pero había muchas rocas, y la playa quedaba demasiado lejos del promontorio para cubrir la distancia a nado, a menos que se tratara de un buen nadador como —para asombro mío— comprobé que era yo.
Tenía intención de preguntar a Ada Marsh acerca de la sortija. Fue por ella por quien supe de su existencia; pero desde el día en que me negué a cederle los papeles de mi tío, no había vuelto a aparecer por la casa. Lo cierto es que a veces la había sorprendido merodeando por los alrededores, o había descubierto su coche estacionado junto a una carretera que pasaba relativamente cerca de mi finca, tierra adentro. Un día fui a Innsmouth a buscarla, pero no estaba en su casa. Al preguntar por ella, la mayoría de la gente me manifestó abierta hostilidad y recelo; en cambio, hubo quienes me dirigían curiosas miradas, tímidas, aunque llenas de un significado que yo no supe interpretar. Cuando me miraban así, sistemáticamente se trataba de unos tipos mal vestidos y andar bamboleante que vivían en el barrio marinero.
De modo que no fue Ada Marsh quien me ayudó a encontrar el camino que llevaba a mi tío hasta la mar. Un día me puse la sortija y, atraído por el agua, decidí bajar hasta la orilla, cuando me di cuenta al cruzar la gran habitación central de que me era virtualmente imposible salir de ella; era como si todo el salón tirase del anillo. Dejé de debatirme al notar que empezaba a manifestarse una gran fuerza psíquica, y me quedé inmóvil, en espera de que ésta me guiara. Así, pues, cuando me sentí impulsado hacia cierta figura labrada en madera, singularmente repulsiva, que representaba un híbrido espantoso de batracio y se hallaba fija en un pedestal adosado a una de las paredes del salón, cedí al influjo, me acerqué, la agarré, empujé y tiré de ella, y finalmente traté de hacerla girar a derecha e izquierda. Al moverla hacia la izquierda, cedió.
Inmediatamente se oyó un crujido de cadenas, un rechinar de mecanismos, y toda la sección del suelo que estaba cubierta por la alfombra con el sello de R'lyeh, se levantó como una trampa enorme. Me acerqué asombrado. El pulso me latía aceleradamente por la excitación. Me asomé al pozo y vi una gran profundidad, oscura y bostezante, por la que descendían en espiral unos peldaños labrados en la sólida roca
sobre la cual se asentaba la casa. ¿Conducían hasta el agua? Cogí al azar un tomo de las obras de Dumas, y lo dejé caer. Escuché atento unos momentos, hasta que se oyó un chapuzón distante.
Entonces, con mucha prudencia, bajé por la interminable escalera, sintiendo cada vez más fuerte el olor a mar. ¡No era extraño que se sintiera la mar dentro de casa! Continué mi descenso. El ambiente se hizo frío y húmedo, hasta que finalmente noté que las paredes y los escalones estaban mojados, y oí el incesante movimiento del agua, el chapoteo de la mar que entraba en la roca por alguna grieta. Por último, llegué al final de la escalera y vi que me encontraba en el borde mismo del agua, en una caverna tan grande que en ella habría cabido la misma casa. Efectivamente, éste, y no otro, era el camino que mi tío había empleado hasta la mar. Pero entonces me quedé más desconcertado que nunca: aquí tampoco había rastro alguno de bote ni equipo de buceo, sino huellas de pies únicamente... A la luz de las cerillas, aún descubrí algo más: unas señales largas, unos rastros espumajosos, como si algún ser monstruoso hubiese descansado en el piso de la caverna. Me hicieron pensar con la carne de gallina, en las estatuillas y bajorrelieves de Polinesia, del gran salón central, coleccionados por tío Sylvan y otras personas de mi familia.
No sé el tiempo que permanecí en ese lugar. Allí, al borde del agua, con el sello de R'lyeh en mi dedo, percibí en la profundidad de las aguas un rebullir de vida que provenía no de la misma caverna, sino del exterior, o sea de la mar abierta, lo que me hizo pensar en la existencia de alguna comunicación. Esta comunicación estaría bajo la superficie ya que, como pude comprobar a la luz de las cerillas, las paredes de la caverna eran de sólida roca sin grietas ni hendiduras. Por consiguiente, tenía que haber una comunicación con la mar y yo debía encontrarla sin demora.
Subí de nuevo las escaleras, cerré la abertura, cogí el coche y salí rápidamente para Boston. Volví ya de noche con una escafandra y una botella de oxígeno, dispuesto a sumergirme al día siguiente. No me quité ya la sortija, y aquella noche soñé con remotas edades de sabiduría, con ciudades que se alzaban en fabulosos rincones de la tierra: la desconocida Antártida, las regiones montañosas del Tíbet, las insondables profundidades de la mar... Soñé que me movía entre moradas de fantástica belleza, junto con otros individuos de mi especie. Teníamos por aliados a unos seres de pesadilla, criaturas cuyo aspecto me habría helado la sangre a la luz del día. En ese mundo nocturno estábamos todos reunidos por una sola razón: servir a los Grandes, de quienes formábamos el séquito. Pasé la noche entera soñando otros mundos, otras manifestaciones de vida, y experimentando sensaciones nuevas e increíbles, ante unos seres provistos de tentáculos que exigían de nosotros obediencia y sumisión religiosa. A la mañana siguiente me desperté agotado y, no obstante, lleno de alborozo, como si hubiera vivido aquellos sueños en la realidad, y me sintiera aún en posesión de
un vigor inimaginable, dispuesto a soportar con alegría las duras pruebas que había de pasar.
Pero me encontraba en el umbral de un descubrimiento aún mayor.
Al atardecer del día siguiente me puse la escafandra y las aletas, me coloqué las botellas de oxígeno, y descendí a la caverna. Aun ahora me resulta difícil hablar de lo que me sucedió a continuación sin llenarme de asombro. Me sumergí con mucha precaución en aquellas aguas, busqué el fondo hasta encontrarlo, me orienté hacia el exterior y me adentré por una grieta cuya altura era más del doble que la de una persona. De pronto, llegué a su desembocadura y de allí, sin más, me lancé al vacío y comencé a descender hacia el fondo del océano a través de un mundo gris verdoso de rocas y arena, de vegetación acuática que ondeaba y se retorcía bajo la luz difusa de las profundidades.
Empecé a sentir la presión del agua, y me pregunté si no sería excesivo el peso de las botellas y la escafandra a la hora de subir. Tal vez me viese obligado a buscar una rampa costera que me ayudara a llegar hasta la orilla, y entonces apenas tendría tiempo para realizar mi inspección. A pesar de todo, continué adelante, alejándome de la costa de Innsmouth en dirección Sur.
De repente me di cuenta de algo horrible y es que, aun en contra de mi voluntad, avanzaba como atraído por un influjo. Las botellas no tardarían en agotarse y si me alejaba demasiado de la costa, no podría llenarlas antes de regresar. Sin embargo, me era imposible cambiar el rumbo que llevaba mar adentro. Era como si una fuerza me obligara a seguir avanzando, a alejarme invariablemente de la costa, a bajar la suave pendiente que arrancaba del pie de la punta rocosa de la casa en dirección Sudeste. Continué en esta dirección sin detenerme, a pesar de sentirme cada vez más sobrecogido por el pánico... Era preciso dar media vuelta, tenía que emprender el camino de regreso. Para nadar hasta la boca de la gruta sería necesario un esfuerzo casi sobrehumano. Y ahora que el aire estaba a punto de terminarse, sería casi imposible llegar al pie de la escalera secreta, si no volvía inmediatamente.
Había algo, empero, que no me permitía volver. Seguí avanzando como dominado por una voluntad superior que anulaba la mía propia. No tenía alternativa, había de seguir; cada vez me iba sintiendo más alarmado, y más violentamente me debatía entre lo que deseaba y lo que me sentía obligado a hacer. El oxígeno disminuía por segundos. Varias veces me elevé nadando vigorosamente. Pero a pesar de que no sentía la fatiga de nadar —en efecto, lo hacia casi con milagrosa facilidad—, siempre regresaba al fondo del océano y tomaba nuevamente el mismo rumbo.
En una ocasión me detuve a mirar alrededor. Traté en vano de escudriñar aquellas profundidades. Me dio la impresión de que me seguía un enorme pez verdoso y pálido que me hizo pensar en una sirena porque me pareció verle como una cabellera flotante. Pero poco después se perdió entre las rocas y las tupidas algas de aquel paraje. No
me entretuve demasiado. En seguida me sentí forzado a continuar, hasta que por último me di cuenta de que el oxígeno tocaba a su fin. Mi respiración se hizo más trabajosa, luché desesperadamente por nadar hacia la superficie, pero lo único que conseguí fue perder el equilibrio y caer por una tremenda grieta que se abría en el fondo del océano.
Unos segundos antes de perder el conocimiento, vi de nuevo la sombra del gran pez que me seguía. Se lanzó velozmente sobre mí y noté que unas manos manipulaban mi escafandra y mis botellas... No era un pez ni una sirena: ¡Era el cuerpo desnudo de Ada Marsh, con sus largos cabellos ondeantes, que nadaba con la soltura y facilidad de un habitante del océano!
IV
Lo que siguió a esta visión casi de ensueño fue lo más increíble de todo. Casi inconsciente, sentí que Ada Marsh me arrancaba la escafandra y las botellas, y las arrojaba a la grieta. Luego, poco a poco, fui recuperando el conocimiento. Ada Marsh me arrastraba con sus dedos fuertes y robustos, nadando, no hacia la superficie, sino hacia adelante. Y descubrí que yo podía nadar con la misma facilidad que ella, y como ella, abría y cerraba la boca como si respirara a través del agua... ¡y así era, en efecto! Sin sospecharlo, poseía un don ancestral que ponía ahora a mi alcance todas las inmensas maravillas de la mar... ¡podía respirar sin necesidad de salir a la superficie! ¡Era anfibio!
Ada avanzaba delante de mí, y yo la seguía. Yo era veloz, pero ella lo era más. Ya no caminaba pesadamente por el fondo del océano, sino que cruzaba el agua impulsado por unos brazos y unas piernas que estaban hechos para nadar. Sentí el gozo triunfal e incontenible de moverme libremente en el agua, hacia una meta que vislumbraba vagamente. Ada me señalaba el camino, yo la seguía de cerca, mientras allá arriba, en el mundo de los hombres, el sol se hundía en el ocaso, moría el día, se apagaba el resplandor del horizonte, y la luna, como una hoz, encendía la última luminaria de la tarde.
A esa hora subimos a la superficie, a lo largo de una pared rocosa que acaso pertenecía a la costa o a una isla. Cuando salimos a flote, vi que estábamos lejos de tierra, junto a un arrecife que emergía de la mar y desde el cual se podían ver las luces parpadeantes de un puerto lejano. Miré en torno, buscando con los ojos a Ada Marsh. La vi a la luz de la luna y me senté en la roca, a su lado. Entre nosotros y la costa, se balanceaban las sombras de unos botes. Entonces supe dónde estábamos: en el Arrecife del Diablo, frente a Innsmouth, donde una vez, antes de la desastrosa noche de 1928, nuestros antecesores habían confraternizado con sus hermanos de las profundidades.
—¿Cómo pudiste ignorarlo? —preguntó Ada—. Has estado a punto de morir asfixiado. Si no llego a seguirte...
—Nunca tuve ocasión de enterarme.
—¿Cómo crees que salía tu tío a explorar, más que así?
Lo que buscaba tío Sylvan era lo mismo que buscaba ella. Ahora, lo buscaría yo también. Encontraríamos primero el sello de R'lyeh, y después, al que duerme y sueña en las profundidades, al ser cuya llamada había sentido en mí: el gran Cthulhu. Ada estaba segura de que R'lyeh no se hallaba frente a Innsmouth. Y para demostrarlo, me condujo de nuevo a las simas que se abren al pie del Arrecife del Diablo. Allí me enseñó las grandes construcciones megalíticas —ahora en ruinas, como consecuencia de las cargas de profundidad arrojadas en 1928— donde, muchos años antes, los primeros Marsh y Phillips había mantenido contacto con los Profundos. Y nadamos entre las ruinas de la que en tiempos fuera gran ciudad, y entre ellas vi al primero de los Profundos, y su visión me llenó de horror. Era una caricatura grotesca de un ser humano en forma de rana; nadaba con unos movimientos exagerados, idénticos a los de los batracios. Se nos quedó mirando descaradamente con sus ojos abultados, sin ningún miedo, pues reconocía en nosotros a sus hermanos del exterior. Seguimos descendiendo entre monolitos, hasta llegar al piso del océano. La destrucción había sido enorme allí. De ese mismo modo habían sido derruidas otras ciudades submarinas, merced al empeño de un reducido numero de hombres determinados a evitar el regreso del gran Cthulhu.
Después, subimos y regresamos a la casa del promontorio, donde Ada había dejado sus ropas. Allí hicimos un pacto que nos uniría mutuamente, y proyectamos un viaje a Ponapé para continuar nuestra búsqueda.
A las dos semanas salimos con rumbo a Ponapé en un barco fletado, cuya tripulación ignoraba por completo el objeto del viaje. Confiábamos en el éxito; teníamos la esperanza de encontrar lo que buscábamos en alguna de las islas de Polinesia no registradas en las cartas de navegación. Y una vez hallado, nos uniríamos para siempre con nuestros hermanos de la mar, con los servidores que aguardan el día de la resurrección, cuando Cthulhu, y Hastur, y Lloigor, y Yog-Sothoth, se levanten de nuevo para vencer a los Dioses Arquetípicos en la titánica lucha que ha de venir.
En Ponapé establecimos nuestro cuartel general. Unas veces partíamos directamente desde allí para investigar; otras, zarpábamos en nuestro barco haciendo caso omiso de la curiosidad de los tripulantes. Registramos las aguas y en algunas ocasiones, tardamos varios días en volver. Mi metamorfosis no tardó mucho tiempo en completarse. No me atrevo a decir cómo ni de qué nos alimentábamos en aquellas expediciones submarinas. Una vez cayó al agua un gran avión de una línea comercial..., pero eso no sucedió más que una sola vez. Baste decir que sobrevivíamos, que hice cosas que sólo un año antes me habrían parecido propias de bestias, que únicamente nos impulsaba a
seguir adelante la urgencia de nuestra búsqueda, y que nada nos importaba, sino vivir y alcanzar la meta que nos habíamos propuesto.
¿Cómo describir lo que vimos, y pedir después que se me crea? Encontramos las grandes ciudades del fondo oceánico. La más grande de todas, la más antigua, se hallaba frente a la costa de Ponapé. En ella pululaban los Profundos. Y entre las torres y las grandes lajas, entre alminares y cúpulas, paseamos días y días en aquella ciudad sumergida, casi perdida en medio de la vegetación submarina. Allí vimos cómo vivían los Profundos, confraternizamos con extraños seres acuáticos cuyo aspecto general recordaba a los pulpos, luchamos a menudo contra los tiburones, y sólo vivimos para servir a Aquel cuya llamada se oye en las profundidades, aunque no se sepa dónde yace y sueña con el día en que haya de volver.
Nuestras continuas exploraciones de ciudad en ciudad, de edificio en edificio, siempre a la busca del gran sello bajo el que yace El, transcurrían en un ciclo interminable de días y noches. Seguíamos adelante, animados por la esperanza y la acuciante urgencia de nuestro objetivo, que vislumbrábamos ante nosotros más cercano cada vez. El tiempo transcurría monótono. Sin embargo, cada día era diferente del anterior, y nadie podía predecir lo que nos depararía el siguiente. Cierto es que el barco que habíamos fletado no nos resultaba tan cómodo como habíamos pensado, ya que nos veíamos obligados a alejarnos de él en bote y buscar la costa de alguna isla que nos ocultara, para sumergirnos subrepticiamente hasta el fondo. Todo esto nos disgustaba. A pesar de las precauciones, los componentes de la tripulación hacían más preguntas cada vez, convencidos de que andábamos detrás de algún tesoro escondido y dispuestos a exigirnos su parte, de modo que se nos hacía difícil evitar sus preguntas y acallar sus crecientes sospechas.
Tres meses duraba ya nuestra busca, cuando hace dos días soltamos el ancla frente a una isla de roca negra, deshabitada, bastante apartada de las demás. Carecía de vegetación y su aspecto era yermo y desolado como si hubiera sido arrasada por un incendio. En efecto, parecía un solevantamiento geológico de roca basáltica, que en algún tiempo debió de emerger a gran altura sobre las aguas, pero que sin duda había sufrido intensos bombardeos durante la pasada guerra. Dejamos el barco, dimos la vuelta a la isla negra y nos zambullimos. También allí había una ciudad sumergida, igualmente en ruinas por la acción del enemigo.
Pero aun en ruinas, la ciudad no estaba deshabitada, y debido a su gran extensión, se veían bastantes zonas no dañadas. Y allí, en uno de los enormes edificios monolíticos, en el más grande y más antiguo, descubrimos lo que íbamos buscando. En el centro de una inmensa nave de techo más alto que el de una catedral, había una gran losa en cuya superficie se veía tallada la figura que había servido de modelo a los blasones de la residencia de mi tío: ¡el Sello de R'lyeh! Y recogidos
ante él, oímos un ruido que brotaba de abajo, como el movimiento de un cuerpo tremendo y amorfo, inquieto como la mar, agitado por los sueños... Comprendimos que había llegado al final. Ahora podríamos dedicar una vida inmortal al servicio de Aquel Que Volverá a Levantarse, del que mora en las profundidades, del que sueña en los abismos y cuyos sueños significan el dominio de la tierra y de todos los universos, pues El necesitará de Ada Marsh y de mí para aplacar su indigencia hasta que suene la hora de su resurrección.
Escribo a bordo de nuestro barco. Es tarde ya. Mañana bajaremos otra vez, y buscaremos la forma de levantar el sello. ¿Fueron de verdad los Dioses Arquetípicos quienes precintaron la morada del Gran Cthulhu para impedir su regreso? ¿y nos atreveremos nosotros a hacer saltar el sello y comparecer ante la presencia de El Que Duerme allí? No estaremos solos Ada y yo; pronto habrá otro más, nacido ya en su elemento natural, para guardar y servir al Gran Cthulhu. Porque hemos oído su llamada y hemos obedecido, no estamos solos. Otros hay que vienen desde todos los rincones del mundo, nacidos también del apareamiento de los hombres con las mujeres de la mar, y pronto las aguas serán nuestras por entero, y después la Tierra toda, y más. Y gozaremos del poderío y la gloria para siempre.
Suelto aparecido el 7 de noviembre de 1947 en el Times de Singapur:
La tripulación del barco Rogers Clark ha sido puesta hoy en libertad, después de haber sido detenida con motivo de la desaparición del señor Marius Phillips y de su esposa, que habían fletado la citada embarcación para realizar ciertas investigaciones en las islas de Polinesia. El señor y la señora Phillips fueron vistos por última vez en las proximidades de un islote situado, más o menos, a 47° 53' latitud Sur, y 127° 37' longitud Oeste. Se habían alejado en bote, y abordaron la isla por la orilla opuesta a la que estaba fondeado el barco. Al parecer, del islote se lanzaron al agua, según varios miembros de la tripulación, quienes afirman haber presenciado un asombroso movimiento de agua en aquella parte de la isla. El capitán, que estaba en el puente junto con el primer piloto, declaró que ambos vieron cómo su patrón y su esposa eran lanzados al aire por un géiser, y cómo se sumergieron después. No volvieron a aparecer, aunque el barco estuvo aguardándoles varias horas. Al registrar la isla, hallaron las ropas de ambos esposos en el bote. En el sucucho de proa encontraron un manuscrito fantástico con pretensiones de veracidad, pero que, naturalmente, sólo contiene hechos ficticios. El capitán Morton dio parte a la policía de Singapur. No se ha encontrado rastro alguno del matrimonio Phillips...
Robert Bloch:
La sombra que huyó del chapitel1
William Hurley era irlandés de nacimiento y taxista de profesión. Sería, pues, redundante calificarle de charlatán.
En el mismísimo instante en que, cierto cálido atardecer veraniego, tomó a un pasajero en el centro de Providence, se puso a charlar. El pasajero era alto y delgado, de treinta y pocos años, y llevaba una cartera. Se sentó en el asiento posterior y rogó al conductor que le llevase a determinado número de Benefit Street. Hurley puso en marcha vehículo y lengua a toda velocidad.
Inició la conversación —que sería estrictamente unilateral— comentando diversos resultados de béisbol. El más sorprendente era, a su juicio, la derrota sufrida por los Gigantes. Indiferente al silencio de su pasajero, formuló luego algunas observaciones sobre el tiempo, detallando las condiciones atmosféricas pasadas, presentes y previstas para el futuro. Al no obtener tampoco contestación, el taxista procedió a analizar cierto suceso local del que informaba la prensa vespertina, a saber: la huida, aquella misma mañana, de dos panteras negras del Langer Brothers Circus, que solía instalarse de cuando en cuando en la ciudad. Por último, preguntó directamente al pasajero si no habría visto por casualidad un par de panteras negras vagando por los alrededores. El pasajero se limitó a mover la cabeza negativamente.
El conductor entonces hizo varios comentarios poco halagüeños sobre la competencia de la policía local. No le extrañaba que no capturasen a esas dos fieras. Según afirmó, los policías de la ciudad no eran capaces de coger ni un constipado, aunque se pasasen un año entero en un frigorífico. Este evidente rasgo de ingenio no pareció divertir al pasajero y, antes de que Hurley reanudase su monólogo, llegaron al número indicado de Benefit Street. Ochenta y nueve centavos cambiaron de bolsillo, pasajero y cartera se apearon y el taxi emprendió de nuevo la marcha.
1 Título original: The Shadow From the Steeple. Traducido por Rafael Llopis [© Ginger Features, Anaheim, Calif.]
En aquellos momentos, William Hurley ignoraba que pronto se iba a convertir oficialmente en la última persona que había visto con vida a su callado pasajero.
Lo demás son conjeturas (afortunadamente, tal vez). Cierto, sin embargo, que de lo que sucedió aquella noche en el viejo caserón de Benefit Street es fácil sacar ciertas conclusiones. Lo difícil es aceptarlas con ánimo leve.
Uno de los detalles más fáciles de esclarecer es el extraño silencio y la distante altivez del pasajero de Hurley. Este pasajero —Edmund Fiske, de Chicago (Illinois)— se dedicó, durante todo el trayecto, a meditar sobre la culminación de quince años de búsquedas e investigaciones. En efecto, aquel recorrido en taxi representaba para él la última etapa de su largo camino y, durante ella, pasó revista a las vicisitudes sufridas en el curso de su aventura.
Las investigaciones de Edmund Fiske habían comenzado el 8 de agosto de 1935, con motivo del fallecimiento de su íntimo amigo Robert Harrison Blake, de Milwaukee.
Durante su adolescencia, Blake, movido —como el propio Fiske— por su precoz y entusiasta interés hacia la literatura fantástica, había formado parte del «Círculo de Lovecraft», de ese grupo de escritores que mantenían correspondencia entre sí y con Howard Phillips Lovecraft, de Providence, ya fallecido.
Fiske y Blake se habían conocido precisamente a través de dicha correspondencia. Luego intercambiaron visitas: el uno fue a Milwaukee y después el otro a Chicago. Y en torno a su común interés por la literatura terrorífica y el arte fantástico fue cristalizando una sólida amistad que se truncó por el inesperado e inexplicable fallecimiento de Blake.
La mayor parte de las circunstancias que concurrieron en la muerte de éste y algunas de las conjeturas que entonces se hicieron fueron recogidas por Lovecraft en su relato «El Morador de las Tinieblas», que se publicó año y pico después de haber muerto el joven Blake.
Lovecraft se hallaba en una situación inmejorable para conocer lo sucedido. El había sido precisamente quien, a principios de 1935, aconsejó a Blake que se trasladase a Providence, y él también quien le encontró alojamiento en College Street. Así, pues, los hechos singulares que culminaron con la muerte del joven Robert Harrison Blake fueron relatados por el maduro y fantástico escritor en su doble calidad de amigo y vecino.
En dicho relato, Lovecraft nos cuenta que Blake quería escribir una novela sobre ciertos ritos brujeriles que habían sobrevivido en Nueva Inglaterra, pero, con su característica modestia, omite que él le ayudó considerablemente, proporcionándole material. Según parece, Blake empezó a escribir su novela y acabó mezclado en un horror que superaba con mucho los de su propia imaginación.
En efecto, Blake se sintió atraído por una iglesia abandonada, negra, casi en ruinas, que se alzaba en Federal Hill y que antaño había sido escenario de cultos esotéricos. En los primeros días de la primavera, visitó el edificio —que, por cierto, todo el mundo evitaba—, e hizo en él determinados descubrimientos que (a juicio de Lovecraft) lo condenaban irremisiblemente a morir.
Lo sucedido fue, en pocas palabras, lo siguiente: Blake entró en la iglesia, cuyas puertas además estaban condenadas, y se encontró con el esqueleto de un tal Edwin M. Lillibridge, que había sido redactor del Providence Telegram y que, a juzgar por las apariencias, había emprendido en 1893 una investigación análoga a la de Blake. El hecho de que su muerte hubiera quedado sin explicar ya resultaba de por sí bastante alarmante, pero mucho más lo era el de que nadie se hubiera atrevido a entrar en la iglesia desde aquel remoto año, ya que, en tal caso, su cadáver no seguiría allí.
En la chaqueta del desventurado periodista, Blake encontró un cuaderno de notas que permitía adivinar en parte lo sucedido.
Un tal profesor Bowen, de Providence, había viajado mucho por Egipto y en 1843, durante unas excavaciones que dirigió en el sepulcro de Nefrén-Ka, había efectuado un descubrimiento insólito.
Nefrén-Ka es «el faraón olvidado», cuyo nombre fue maldito por los sacerdotes y borrado de todas las crónicas dinásticas. Por entonces, el joven escritor estaban familiarizado con el nombre de Nefrén-Ka porque otro escritor de Milwaukee acababa de publicar una narración titulada «El Santuario del Faraón Negro»1 que trataba justamente de este gobernante casi legendario. Pero el descubrimiento que hizo Bowen en su sepulcro fue completamente inesperado.
En el cuaderno del periodista no se precisaba la índole de dicho descubrimiento, pero en cambio se enumeraban, con gran exactitud y en orden cronológico, ciertos hechos ocurridos a continuación. Inmediatamente después de hacer el descubrimiento, el profesor Bowen había abandonado las excavaciones y regresado a Providence. En 1844 adquirió en esta ciudad el edificio de la Iglesia del Libre Albedrío, que convirtió en sede de una secta religiosa llamada «Sabiduría de las Estrellas».
Los miembros de dicha secta, que evidentemente habían sido reclutados por el propio Bowen, eran adoradores de una entidad a la que llamaban «El Morador de las Tinieblas». Hundiendo la mirada en cierto cristal sagrado, conseguían evocar a dicha entidad, a la que rendían culto mediante sacrificios de sangre.
Al menos, éste es el fantástico bulo que había circulado en Providence por aquellos tiempos y a consecuencia del cual la iglesia en cuestión se había convertido en un lugar maldito que la gente
1 Naturalmente, ese «otro escritor de Milwaukee» es el propio Robert Bloch, y la narración citada existe en la realidad.
procuraba evitar. Tales temores supersticiosos fomentaron la inquietud del vecindario, que pronto se tradujo en acción directa. En mayo de 1877 las autoridades, coaccionadas por el público, disolvieron la secta, muchos de cuyos miembros abandonaron súbitamente la ciudad.
La propia iglesia fue cerrada y sellada. Aunque parezca imposible, la curiosidad de las gentes no pudo vencer el temor supersticioso que inspiraba el edificio, de modo que nadie se atrevió a entrar en él hasta que, en 1893, el periodista Lillibridge decidió emprender su desdichada investigación.
En esencia, tales eran los hechos recogidos en el cuaderno encontrado junto a los restos del periodista. Blake lo leyó, pero no por ello abandonó su proyecto, y siguió registrando la iglesia. Por último, dio con el misterioso objeto encontrado por Bowen en el sepulcro egipcio, objeto que servía de centro y eje a los rituales mágicos de la antigua secta. Se trataba de un estuche metálico, asimétrico, cuya tapa —dotada de extraños goznes— llevaba muchísimos años sin cerrar. En su interior, suspendido por siete soportes, había un cristal poliédrico de diez centímetros de longitud y de color negro rojizo. Pero Blake no sólo lo vio, sino que lo miró; y no sólo lo miró sino que hundió su mirada en él, precisamente como la hundían los adoradores del «Morador» y con idénticos resultados. Pronto fue asaltado por extraños fenómenos psíquicos y por «visiones de otras tierras y de los espacios transestelares», que han pasado luego a formar parte de la superstición popular.
Y entonces Blake cometió su gran, su enorme equivocación: cerró la caja.
Según las creencias recogidas por Lillibridge, el modo de invocar a la propia entidad extraterrestre, al Morador de las Tinieblas en persona, era precisamente cerrar la caja. Era una criatura de las tinieblas y no podía soportar la luz. Y por la noche, en la negrura de aquella iglesia ruinosa de ventanas condenadas, respondió a la invocación.
Blake huyó aterrado de la iglesia, pero el daño ya estaba hecho. A mediados de julio, en el curso de una tormenta, se produjo un apagón que dejó Providence a oscuras durante una hora y la colonia italiana vecina a la iglesia abandonada oyó ruidos sordos y torpes en el interior de sus muros envueltos en sombras.
A pesar de la lluvia, estos vecinos salieron en masa a la calle con velas y linternas encendidas para evitar, mediante una barrera luminosa, la aparición de la temida criatura que allí moraba.
Esta reacción pública ponía de manifiesto que la vieja leyenda seguía gozando de crédito en el vecindario. A raíz de esta tormenta, la prensa se interesó en el asunto y el día 17 de julio penetraron en la vieja iglesia dos periodistas acompañados de un policía. No descubrieron nada de particular, excepto ciertas manchas pringosas e inexplicables que ensuciaban las escaleras y los bancos.
Al cabo de un mes escaso —exactamente el 8 de agosto a las 2,35 de la madrugada—, durante una tormenta acompañada de gran aparato eléctrico, Robert Blake falleció mientras se hallaba sentado ante la ventana de su apartamento de College Street.
En el curso de dicha tormenta, durante los minutos que precedieron su muerte, Blake garrapateó en su diario frenéticas anotaciones que reflejaban sus obsesiones y terrores más íntimos en relación con el Morador de las. Tinieblas. Blake estaba persuadido de que, al haber mirado el extraño cristal contenido en la caja, había establecido algún tipo de vínculo con aquella criatura extraterrestre. Creía además —y con toda firmeza— que, al cerrar la caja, dicha criatura había resultado invocada y obligada a morar en las tinieblas del chapitel. Tampoco dudaba de que su propio destino estuviera ligado irrevocablemente al del monstruo.
Todo esto es lo que revelan sus últimos mensajes, anotados apresuradamente mientras, desde su ventana, contemplaba los progresos de la tormenta.
Mientras tanto, en Federal Hill, en torno a la iglesia, se había congregado una multitud de italianos aterrados que, como anteriormente, rodearon el edificio de una barrera luminosa. Es innegable que se oyeron ruidos alarmantes procedentes del interior de la iglesia condenada. De ello dan fe, por lo menos, dos testigos que la merecen plenamente: el padre Meruzzo, de la iglesia del Espíritu Santo, que se hallaba presente para tranquilizar a su grey, y el agente (hoy sargento) William J. Monahan, de la Comisaría Central, que se esforzaba por mantener el orden y evitar el pánico colectivo. Este último aseguró haber visto personalmente una «mancha borrosa», como una humareda, que, a su juicio, salió del chapitel del antiguo campanario del edificio en el mismo momento en que estallaba el postrer relámpago de la tormenta.
Este último relámpago, rayo, bola de fuego o como se le quiera llamar, inundó toda la ciudad de una luz cegadora, quizá en el mismo instante en que Robert Harrison Blake, situado en la otra punta de la población, garrapateaba estas palabras: « ¿Acaso no es un avatar de Nyarlathotep, que ya en la antigua y sombría Khem había tomado apariencia de hombre?»
Pocos momentos después, murió. A pesar de que la ventana se hallaba intacta, el médico forense dictaminó que la causa de la muerte había sido «una descarga eléctrica». Este diagnóstico no convenció, según Lovecraft, a otro médico amigo suyo, quien, al día siguiente, intervino en el asunto. Pese a carecer de autorización judicial, entró en la iglesia y subió al chapitel sin ventanas, en cuyo interior encontró la rara caja asimétrica —¿acaso de oro?— y la sorprendente piedra cristalina que contenía. Al parecer, lo primero que hizo a continuación fue levantar la tapa de la caja y exponer su contenido a la luz del sol. Y
lo segundo, que se sepa, fue alquilar una embarcación y arrojar caja y piedra al canal más profundo de la Bahía de Narragansett.
Aquí termina el relato de la muerte de Blake, que —como pura ficción literaria— escribió y publicó Lovecraft. Y aquí empiezan las investigaciones de Edmund Fiske, que duraron quince años.
Naturalmente, Fiske había estado al corriente de algunos de los hechos recogidos en el supuesto cuento de Lovecraft. Cuando, aquella primavera, Blake marchó a Providence, Fiske le había prometido hacer todo lo posible por visitarle al otoño siguiente. Al principio, ambos amigos habían mantenido una correspondencia regular, pero, al empezar el verano, Blake dejó de contestarle.
Por entonces, como es lógico, Fiske ignoraba la exploración que había efectuado su amigo en la iglesia en ruinas. Como no le pareció justificado el silencio de Blake, escribió a Lovecraft por si éste podía darle alguna explicación.
Poco fue de lo que Lovecraft le pudo informar. Según le refirió, el joven Blake le había visitado a menudo durante sus primeras semanas de estancia en Providence, le había consultado algunos detalles relativos a la novela que quería escribir y juntos habían dado algunos paseos nocturnos por la ciudad.
Pero durante el verano Blake había dejado de ir a su casa o de llamarle. Lovecraft era un hombre tímido y retraído y no entraba en sus costumbres imponer su presencia a los demás ni mezclarse en vidas ajenas. Por lo tanto, dejó transcurrir varias semanas sin buscar a Blake.
Cuando, por fin, fue a visitarlo, lo halló excitadísimo y supo por él de sus aventuras en la terrible y solitaria iglesia de Federal Hill. Lovecraft tuvo con el adolescente palabras de advertencia y consejo, pero ya era demasiado tarde. A la semana de su visita ocurrió el terrible desenlace.
Fiske se enteró de él, por Lovecraft, al día siguiente, y tuvo que enfrentarse con la dura tarea de comunicárselo a los padres de Blake. Estuvo tentado por acudir inmediatamente a Providence, pero la falta de dinero y la urgencia de sus propios asuntos domésticos le obligaron a abandonar esta idea. Cuando llegaron los restos mortales de su amigo, Fiske asistió a la breve ceremonia de cremación.
Por entonces fue cuando Lovecraft inició sus propias pesquisas, que dieron como resultado su conocida narración. Y aquí debía haberse puesto el punto final al asunto.
Pero Fiske no se quedó satisfecho.
Su mejor amigo había muerto en circunstancias que aún los más escépticos tendrían que calificar de misteriosa. Las autoridades locales habían explicado los hechos de modo fatuo e inadecuado y dado un carpetazo demasiado rápido al asunto.
Fiske decidió averiguar la verdad.
No hay que olvidar un hecho muy notable: tanto Lovecraft y Blake como Fiske eran escritores profesionales muy interesados en lo sobrenatural o supranormal. Los tres tenían acceso a un abundante material bibliográfico referente a leyendas y supersticiones antiguas. Resulta un tanto irónico que de tan extensos conocimientos sólo se limitasen a hacer uso en sus vagabundeos por la llamada «literatura fantástica», pero cabe afirmar que sus propias experiencias impedían a los tres tomar a broma, como sus lectores, los mitos de que trataban sus obras.
En efecto, como escribió Fiske a Lovecraft, «sabemos que la palabra 'mito' no es más que un cortés eufemismo. La muerte de Blake no es un mito sino una espantosa realidad. Le ruego que investigue a fondo y estudie el problema en su totalidad, ya que si el diario de Blake contiene algo de verdad, por muy remota y desfigurada que sea, no hay ni que decir el peligro que acecha al mundo».
Lovecraft prometió su ayuda, descubrió el destino de la caja metálica y su contenido y se esforzó en vano por concertar una entrevista con el Dr. Ambrose Dexter, domiciliado en Benefit Street. Al parecer, el Dr. Dexter había abandonado la ciudad inmediatamente después de hurtar el «Trapezoedro Resplandeciente» —como lo llamaba Lovecraft— y de deshacerse de él.
Lovecraft entonces se entrevistó con el padre Meruzzo y con el agente Monahan, estudió sistemáticamente los periódicos atrasados en la hemeroteca y procuró reconstruir la historia de la secta «Sabiduría de las Estrellas» y la del ser a que ésta rendía culto.
Naturalmente, descubrió muchas más cosas que las que se atrevió a poner en su presunto cuento, que iba destinado a una revista popular. En las cartas que dirigió a Fiske desde finales de otoño hasta principios de la primavera de 1936, hay alusiones y referencias a ciertas «amenazas procedentes del Exterior». Sin embargo, procuró tranquilizar a Fiske, haciéndole ver que, cualesquiera que fuesen tales amenazas, y aun si su índole era más real que sobrenatural, el peligro había quedado conjurado desde el momento en que el Dr. Dexter eliminó el Trapezoedro Resplandeciente, sin el cual no era posible invocar a la entidad ultraterrena.
Tal fue, en esencia, el resultado de las investigaciones de Lovecraft. Durante algún tiempo, las cosas siguieron así.
A principios de 1937, Fiske arregló sus asuntos para trasladarse a Providence y visitar a Lovecraft. Tenía la intención de profundizar por su cuenta las investigaciones efectuadas en torno a la causa de muerte de su amigo. Pero una vez más las circunstancias desbarataron sus planes, pues, en marzo de aquel año, murió Lovecraft. Su inesperado fallecimiento sumió a Fiske en un largo período de desesperación del que tardó en recobrarse. Hasta casi un año después no se halló en condiciones de trasladarse a Providence. Y fue entonces cuando, por
primera vez, visitó personalmente el escenario de los trágicos sucesos que habían culminado con la muerte de Blake.
Aún persistían en la ciudad algunas oscuras sospechas no expresadas abiertamente. El médico forense se había mostrado voluble y precipitado, Lovecraft había extremado su tacto y su prudencia, la prensa y el público en general habían aceptado las explicaciones dadas; pero Blake estaba muerto y, en las tinieblas de aquella noche ya lejana, algo terrible había surgido del chapitel.
Fiske creía que, si pudiera visitar la iglesia maldita, hablar con el Dr. Dexter, descubrir por qué motivos había intervenido éste en el asunto y encontrar alguna pista, tal vez consiguiera hallar la verdad o, al menos, limpiar el nombre de su amigo muerto de toda sospecha de desequilibrio mental.
Por tanto, lo primero que hizo al llegar a Providence, tras inscribirse en un hotel, fue encaminar sus pasos hacia la ruinosa iglesia de Federal Hill.
De esta primera gestión sólo obtuvo un chasco inmediato e inevitable. La iglesia en cuestión ya no existía. El otoño anterior, el Municipio había tomado posesión del edificio y lo había mandado derruir. El negro y siniestro chapitel ya no arrojaba su sombra ominosa sobre la colina.
Inmediatamente Fiske decidió visitar al padre Meruzzo, en la cercana iglesia del Espíritu Santo. Pero allí se enteró de que aquel excelente sacerdote había fallecido en 1936, unos meses después que el joven Blake.
Sin dejarse vencer por el creciente desánimo, Fiske intentó localizar al .Dr. Dexter, pero su viejo caserón de Benefit Street estaba cerrado y vacío. Llamó entonces al Servicio de Información Sanitaria, donde se le hizo saber escuetamente que Ambrose Dexter, doctor en Medicina, había abandonado la ciudad por tiempo indefinido.
De su visita a la redacción del Bulletin local tampoco obtuvo resultados positivos. Se le permitió —eso sí— curiosear en los archivos del periódico y tuvo así oportunidad de leer la reseña —asépticamente objetiva e insultantemente breve— de la muerte de Blake. Pero los dos redactores que firmaban el reportaje, que eran los mismos que habían visitado personalmente la iglesia de Federal Hill, ya no trabajaban en el periódico porque les habían ofrecido un empleo mejor en otra ciudad.
Naturalmente, no eran éstas las únicas pistas. Había otras varias que Fiske siguió durante la semana siguiente. Pero todas resultaron infructuosas. Examinó un ejemplar del «Quién es quién» que no añadió ningún detalle significativo a la imagen que se había formado del Dr. Dexter: había nacido en Providence, donde residía; tenía cuarenta años de edad; era soltero; ejercía la medicina general y pertenecía a varias asociaciones profesionales. Esto era todo. No figuraba la menor indicación sobre aficiones insólitas o intereses inusitados que
permitieran esclarecer los motivos que le habían impulsado a intervenir en el asunto.
Por fin Fiske logró dar con el paradero del sargento William J. Monahan, de la Comisaría Central, y hablar así por primera vez con una persona directamente relacionada con los hechos que a él le interesaban. Monahan se mostró cortés pero un tanto receloso.
A pesar de que Fiske le contó detalladamente sus temores y pesquisas, el policía mantuvo una prudente reserva.
—De veras que no tengo nada que contarle —aseguró—. Es cierto, como dijo el señor Lovecraft, que yo estuve esa noche en la iglesia. Pero es que se había reunido mucho personal y no quiera usted saber la que se podía haber organizado si se desmandan unos cuantos. En ese barrio hay tipos de cuidado. Es cierto que la iglesia tenía mala fama, pero yo no sé nada. El que sí le podía haber dado más informes era Sheeley.
—¿Sheeley? —exclamó Fiske.
—Sí, Bert Sheeley. Era su zona, ¿sabe? Yo estaba allí sólo para sustituirle porque él estaba de baja con pulmonía. Yo me creía que iba a ser sólo un par de semanas, pero como se murió...
Fiske lanzó un amargo suspiro. ¡Otra fuente de información que desaparecía! Blake estaba muerto; Lovecraft, muerto; el padre Meruzzo, muerto; y ahora resultaba que el tal Bert Sheeley también había muerto. Los periodistas se habían ido y el doctor Dexter había desaparecido misteriosamente. Fiske movió la cabeza tristemente, pero insistió:
—Por favor, fíjese bien. Aquella noche, cuando vio usted la mancha en el cielo, ¿no vio usted nada más? ¿Oyó algún ruido especial? ¿Alguno de los vecinos dijo algo que le llamara la atención? Haga un esfuerzo, por favor. Cualquier detalle que usted recuerde puede ser de gran importancia para mí.
Monahan negó con la cabeza.
—Lo que es ruidos, ya lo creo que los había —contestó—. Pero con todos los truenos y todo el escándalo, ¡sabe Dios si venían de dentro de la iglesia, como decía el señor Lovecraft! Y tocante al personal, figúrese usted el panorama: las mujeres chillando, los hombres rezando, y los truenos y el viento... Y yo, que guardaran el orden, que es mi obligación; pero no me oía ni mi propia voz. Conque figúrese si me fijaría en lo que decía el personal...
—¿Y la mancha? —insistió Fiske.
—Sí, la mancha. Pues nada, eso: una mancha. Nada más. Una humareda o una nube. ¿Qué sé yo? A lo mejor era una sombra de algo. Pero al momento vino un relámpago. O sea, que ya no vi ni diablos ni mostros ni seres imborrecibles de esos que saca el señor Lovecraft en sus novelas, que parecen cosa de locos.
Lleno de autosuficiencia, el sargento Monahan se encogió de hombros y descolgó el teléfono para contestar una llamada. Era evidente que daba por terminada la entrevista.
Tales fueron de momento los resultados obtenidos por Fiske. Se pasó el día siguiente en el hotel, telefoneando a todos los Dexter del listín por si localizaba a algún pariente del médico desaparecido. Pero no le sirvió de nada. Se pasó otro día entero en una barca, en la bahía de Narragansett, tratando laboriosamente de familiarizarse con la situación de su «canal más profundo» mencionado por Lovecraft en su narración.
Después de perder toda una semana en Providence, Fiske tuvo que confesarse derrotado y regresó a Chicago, a su trabajo y sus quehaceres habituales. Poco a poco, el caso de Blake fue pasando a un segundo plano de sus intereses, pero nunca lo olvidó del todo ni abandonó su proyecto de desentrañar finalmente el misterio, si es que misterio había.
En 1941, durante un permiso que le concedieron en el campamento de instrucción, el soldado de primera Edmund Fiske pasó por Providence, camino de Nueva York, y aprovechó la oportunidad para intentar localizar de nuevo —y otra vez sin éxito— al Dr. Ambrose Dexter.
En los años 1942 y 1943, desde su destino en ultramar, el sargento Edmund Fiske escribió varias cartas dirigidas al Dr. Ambrose Dexter, Cuartel de Intendencia, Providence (Rhode Island). Tales cartas jamás fueron contestadas y aun se duda si recibidas.
En 1945, en un salón de lectura de las fuerzas norteamericanas acuarteladas en Honolulú, cayó en manos de Fiske cierta revista de astrofísica donde se mencionaba una reunión científica celebrada hacía poco en la Universidad de Princeton. Para su sorpresa, el principal orador había sido el Dr. Ambrose Dexter, que había pronunciado una conferencia sobre «Aplicaciones prácticas de la astrofísica a la técnica militar».
Fiske no regresó a los Estados Unidos hasta finales de 1946. Durante el año siguiente se dedicó, como es natural, a reorganizar su vida. En 1948 volvió a tropezar por casualidad con el nombre del Dr. Dexter, que figuraba esta vez en una lista de «investigadores de física nuclear» publicada por un gran semanario de ámbito nacional. Escribió a la redacción de dicho semanario, solicitando más datos sobre Dexter, pero no recibió contestación. Envió otra carta a Providence, con idéntico resultado.
En 1949, a últimos de año, el nombre de Dexter llamó una vez más la atención de Fiske desde las columnas de los periódicos. En esta ocasión se le mencionaba con motivo de ciertos debates relacionados con la secretísima Bomba H.
Fiske dio de lado sus sospechas, sus temores, sus fantásticas conjeturas, y decidió actuar. Escribió entonces a un tal Ogden Purvis, que ejercía como detective privado de Providence, y le encargó que
localizase al Dr. Ambrose Dexter. Lo único que deseaba es que le pusiera en contacto con él. Estaba dispuesto a pagar un elevado anticipo. Purvis cerró el trato.
Los primeros informes que el detective envió a Fiske, a Chicago, resultaron desalentadores. El domicilio de Dexter seguía deshabitado y el propio Dexter, según datos obtenidos de fuentes oficiales, se hallaba en misión especial. De ello deducía el detective, al parecer, que se trataba de una persona irreprochable consagrada a actividades muy secretas relacionadas con la defensa del país.
La primera reacción de Fiske fue de pánico.
Elevó los honorarios ofrecidos a Purvis e insistió en que éste redoblase sus esfuerzos por encontrar al escurridizo Dr. Dexter.
En el invierno de 1950, Fiske recibió otro informe del detective, comunicándole que había seguido todas las pistas indicadas por él y que una de ellas le había conducido por último a Tom Jonas.
Tom Jonas era propietario de la barca alquilada, en aquella lejana noche veraniega de 1935, por el Dr. Dexter. Y era él en persona quien había manejado los remos y conducido la pequeña embarcación hasta «el canal más profundo de la bahía de Narragansett».
Una vez allí, mientras Tom Jonas descansaba, Dexter había arrojado al agua una caja asimétrica de metal mate, cuya tapa abierta permitía ver en su interior el Trapezoedro Resplandeciente.
El viejo pescador había hablado al detective con toda libertad y franqueza. El informe confidencial de éste recogía textualmente sus palabras.
—Cosa rara. Muy rara —decía Jonas—. Me dijo que me daba veinte billetes si le llevaba en barca en mitad de medianoche para largar a la mar aquel objeto con caja y todo. Decía que no había mal en ello y que no hacía daño a nadie y que era un recuerdo de no sé qué y que se lo quería quitar de encima. Pero se pasó todo el rato mirando una cosa como una piedra preciosa que había en la caja y no paró de hablar para sus adentros. Y era un idioma de extranjeros. No era francés ni alemán ni italiano. Polaco, a lo mejor sí. Pero da igual porque no me recuerdo de las palabras que decía. A mí me parecía que iba como bebido. O sea, que no es que yo quiera hablar mal de él, a ver si me comprende, que el señor dotor es de muy buena familia, aunque hace tiempo que no se le ve por aquí, que yo sepa. Pero a mí se me hace que iba un poquitín colocado, a ver si me comprende. Si no, ¿de qué me iba a pagar veinte machacantes por ese trabajo?
El monólogo del viejo pescador, tomado textualmente, era bastante largo, pero no contenía ninguna explicación del extraño asunto. Terminaba así:
—Y pa mí que se alegró de quitárselo de encima, si mal no me equivoco. A la vuelta me dijo, dice: «De esto, ni palabra a nadien». Pero, lo que yo me digo, con los años que han pasado, no hay mal ya en decirlo. Y además a las autoridades hay que contárselo todo.
No cabía duda de que, para hacer hablar a Jonas, el detective había recurrido a un truco muy poco decente: a hacerse pasar por un policía de verdad.
Pero esto no preocupó a Fiske en lo más mínimo. ¡No era poco haber conseguido, al menos, un testimonio de primera mano! Tan satisfecho se sintió, que envió a Purvis un nuevo giro, junto con la indicación de que prosiguiera sus pesquisas. Transcurrieron varios meses de espera.
Por fin, ya casi en el verano, llegó la noticia que tanto había anhelado Fiske. El Dr. Dexter había regresado, instalándose de nuevo en su domicilio de Benefit Street. Puertas y ventanas se habían vuelto a abrir, varios camiones de mudanzas habían devuelto a la casa su mobiliario y hasta había hecho su aparición un criado encargado de abrir la puerta y recoger los recados telefónicos.
El Dr. Dexter no estaba en casa para nadie (incluido el detective privado). Al parecer, se hallaba convaleciente de una grave enfermedad contraída durante sus años de servicio oficial. Purvis le dejó una tarjeta y el doctor prometió darle contestación. Pero ésta no llegó, pese a las repetidas llamadas telefónicas del detective.
A pesar de espiar largamente la casa y de interrogar concienzudamente a los vecinos, tampoco consiguió Purvis echar la vista encima al médico en persona ni hablar con nadie que lo hubiera visto en la calle.
Las tiendas recibían regularmente sus pedidos, en su buzón de correos aparecían cartas y las luces brillaban durante toda la noche en el caserón de Benefit Street.
En realidad, éste fue el único detalle que pudo aducir Purvis en apoyo de cualquier posible rareza del Dr. Dexter. Al parecer, mantenía todas las luces encendidas durante las veinticuatro horas del día.
Inmediatamente, Fiske escribió una carta al Dr. Dexter y, a los pocos días, otra. Pero siguió sin recibir respuesta. Y después de leer varios informes más de Purvis, todos ellos igualmente faltos de interés, se lió la manta a la cabeza y decidió trasladarse a Providence para hablar con Dexter como fuera.
Admitía la posibilidad de que sus sospechas fuesen completamente falsas. Acaso también fuese errónea su suposición de que Dexter se hallaba en condiciones de rehabilitar el nombre de su amigo muerto. Tal vez incluso se equivocaba al imaginar la existencia de un vínculo cualquiera entre ambos. Pero llevaba quince años de angustiosa meditación y ya era hora de poner fin a su propio conflicto interior.
Así, pues, a finales de verano, Fiske telegrafió a Purvis para comunicarle sus intenciones y para citarle, a su llegada, en el hotel donde se alojaría.
Y así fue cómo Edmund Fiske se presentó en Providence por última vez. El día de su llegada, el equipo de los Gigantes había perdido, del Langer Brothers Circus se habían escapado dos panteras y el taxista William Hurley tenía más ganas de cháchara que de costumbre.
Al llegar al hotel, vio que Purvis no había llegado aún, y era tal su impaciencia que decidió actuar por su cuenta. Al atardecer, como hemos visto, tomó un taxi que le llevó a Benefit Street.
Al abandonar el taxi, Fiske se halló ante la morada de Dexter y contempló su lujosa puerta y las luces que se derramaban desde las ventanas del piso superior. Junto a la puerta había una pequeña placa de bronce en la que, a la luz de las ventanas, podía leerse una breve inscripción: «Ambrose Dexter. Médico».
Estos detalles, pese a su trivialidad, contribuyeron a tranquilizar a Fiske. Aunque no se dejase ver, era evidente que el doctor no trataba de ocultar su presencia en su domicilio. Las luces resplandecientes y la placa de bronce eran signos de buen augurio.
Fiske se encogió de hombros y tocó el timbre.
Al momento se abrió la puerta y apareció un hombrecito de piel muy morena que le hizo una ligera reverencia.
—¿El doctor Dexter, por favor?
—El doctor no recibe visitas. Está enfermo.
—¿Querría usted darle un recado, por favor?
—No faltaría más, señor —sonrió el moreno servidor.
—Dígale que desea verle Edmund Fiske durante unos momentos sólo y cuando a él le venga bien. He venido de Chicago sólo para hablar con él, pero lo que tengo que decirle apenas le robará tiempo.
—Espere un momento, por favor.
La puerta se cerró. Fiske permaneció en las crecientes tinieblas, pasándose la cartera de una a otra mano.
De pronto la puerta se volvió a abrir. El criado le miró fijamente.
—Señor Fiske, ¿es usted el señor que le escribió las cartas?
—¿Las cartas? ¡Ah, sí! yo soy, en efecto. No sabía que el doctor las había recibido.
El criado volvió a inclinar la cabeza.
—Eso no lo Sé. El doctor me ha dicho que, si usted era el que le había escrito las cartas, le dejase entrar.
Fiske se permitió exhalar un suspiro de alivio perfectamente audible y cruzó el umbral de la puerta. Le había costado quince años dar este paso.
—Es en el primer piso, por esta escalera. El doctor le espera en el despacho. Es la puerta central del descansillo.
Edmund Fiske subió la escalera, cruzó un pequeño descansillo y entró en una habitación donde la luz era tan intensa que casi resultaba tangible.
Y allí, junto a la chimenea, levantándose para saludarle, se hallaba el Dr. Ambrose Dexter.
Era un hombre alto, delgado, impecablemente vestido, que debería tener cincuenta años, pero que apenas representaba treinta y cinco. Sus movimientos eran naturales, elegantes y donosos. En él sólo había un detalle incongruente: el intenso color bronceado de su tez.
—¿De modo que usted es Edmund Fiske?
Su voz era educada, bien modulada, y poseía el acento inequívoco de Nueva Inglaterra. Su apretón de manos fue firme y cálido, y su sonrisa, franca y cordial. Sus dientes resplandecían sobre el fondo de sus facciones tostadas por el sol.
—¿Quiere usted sentarse, por favor? —invitó el médico. Le indicó una silla, con una leve inclinación. Fiske no podía evitar mirarle fijamente. En el aspecto o en la conducta de su anfitrión no se percibía el menor signo de ninguna enfermedad actual o reciente. El Dr. Dexter sentóse de nuevo en su butaca, junto a la chimenea, y Fiske trasladó su silla para sentarse a su lado. Al hacerlo, pasó ante unas estanterías ocupadas por ciertos libros cuyo tamaño y forma insólitos atrajeron inmediatamente su atención hasta el punto de que, en vez de sentarse, se puso a leer sus títulos grabados en el lomo.
Por primera vez en su vida, Edmund Fiske se halló frente al casi legendario De Vermis Mysteriis, al Liber Ivonis y a la fabulosa versión latina del Necronomicon, que muchos creen inexistente. Sin pedir permiso al dueño de la casa, tomó este último volumen y hojeó sus páginas amarillentas. Era la edición impresa en España en 1622.
Entonces, perdida ya toda compostura, se volvió hacia el doctor Dexter.
—Luego fue usted el que encontró estos libros en la iglesia. En la sacristía que había detrás del altar, en el ábside, ¿verdad? Lovecraft los menciona en su relato y yo siempre me había preguntado qué había sido de ellos.
El Dr. Dexter afirmó gravemente.
—En efecto, yo los cogí. No me pareció prudente dejar que cayeran en manos de las autoridades. Usted conoce el contenido de esos libros y las consecuencias que podrían acarrear su difusión y, sobre todo, su empleo inescrupuloso.
Fiske, de mala gana, volvió a colocar el libro en su sitio y se sentó frente al médico, junto a la chimenea. Se colocó la cartera sobre las rodillas y manoseó nerviosamente el cierre.
—Tranquilícese —dijo el Dr. Dexter, sonriendo amistosamente—. Y hablemos sin rodeos. Usted ha venido para descubrir qué papel he desempeñado yo en los hechos relacionados con la muerte de su amigo, ¿no es así?
—Sí. Deseaba hacerle varias preguntas.
—Perdone que le interrumpa —dijo el médico, levantando su mano morena y delgada—. No me encuentro bien de salud y sólo puedo concederle unos pocos minutos. Permítame, pues, que me adelante a sus preguntas y le refiera lo poco que sé de este asunto.
—Como desee —Fiske contempló al bronceado caballero que tenía ante sí y se preguntó qué habría detrás de su perfecta compostura.
—Personalmente sólo vi una vez a su amigo Robert Harrison Blake —dijo el Dr. Dexter—. Fue una tarde, a últimos de julio del treinta y seis. Vino a verme como enfermo.
Fiske se inclinó hacia adelante, con ávido interés.
—¡Eso no lo sabía yo! —exclamó.
—No tenía por qué saberlo ni usted ni nadie —repuso el médico—. Vino a consultarme como un enfermo más porque, según dijo, padecía insomnio. Yo le exploré y prescribí un sedante; pero, por si acaso, le pregunté si no había sufrido recientemente ninguna impresión fuerte. Y entonces me refirió su aventura de la iglesia de Federal Hill y lo que allí había encontrado. Debo advertir a usted que tuve entonces la prudencia de no rechazar su relato como si fuera simplemente el producto de una mente sobreexcitada. Pertenezco a una de las familias más antiguas de esta ciudad y ya había oído hablar anteriormente de la secta «Sabiduría de las Estrellas» y del llamado Morador de las Tinieblas.
»El joven Blake me confió algunos de sus temores relacionados con el Trapezoedro Resplandeciente y me dio a entender que dicha piedra era un foco de Mal primordial. Asimismo me confesó que temía hallarse vinculado de algún modo a la monstruosa entidad que moraba en la iglesia.
»Naturalmente, este último temor me pareció plenamente irracional e intenté tranquilizar al pobre muchacho. Le aconsejé que abandonara Providence y que olvidara todo el asunto. Y le aseguro a usted que entonces actué con absoluta buena fe. Poco después, en agosto, me enteré del fallecimiento de Blake.»
—Y fue usted a la iglesia, ¿verdad? —dijo Fiske.
—¿Y usted no habría hecho lo mismo? —preguntó a su vez el médico—. Si Blake hubiera acudido a usted y le hubiera confiado sus temores, ¿su muerte no le habría movido a actuar? Le aseguro a usted que mis actos fueron dictados por mi conciencia más estricta. En vez de provocar un escándalo, en vez de desencadenar una oleada de pánico innecesario, en vez de tolerar la más mínima posibilidad de peligro real, preferí ir yo mismo a la iglesia. Cogí los libros y el Trapezoedro Resplandeciente ante las mismísimas narices de la policía. Y luego alquilé una barca y arrojé ese maldito objeto a la bahía de Narragansett, donde ya no puede causar daño alguno a la humanidad. Lo arrojé con el estuche bien abierto, pues, como usted sabe, sólo se puede invocar al Morador mediante la oscuridad. Y ahora la piedra está expuesta a la luz para siempre.
—Pero esto es todo lo que le puedo decir —prosiguió el doctor—. Lamento que mis actividades le hayan impedido verme o comunicar conmigo en estos últimos años. Comprendo su interés en el asunto y confío en que mis palabras contribuyan, aunque sea en grado muy leve, a calmar sus inquietudes. Con respecto al joven Blake y en mi calidad de médico que lo asistió, tendré sumo gusto en proporcionarle un certificado donde haré constar que, a mi juicio, no padecía trastorno
mental alguno en los días que precedieron a su defunción. Mañana lo tendré redactado y se lo enviaré a su hotel, si tiene usted la bondad de darme sus señas. ¿De acuerdo?
El médico se levantó, dando evidentemente por terminada la entrevista. Pero Fiske siguió sentado, manoseando su cartera.
—Y ahora, dispénseme... —empezó el médico.
—Un momento, por favor. Querría hacerle aún una o dos preguntas más. Es sólo un instante.
—Muy bien, muy bien —si el doctor estaba irritado, no lo dejó traslucir.
—¿Vio usted por casualidad a Lovecraft antes o durante su enfermedad?
—No. Yo no lo asistí nunca. En realidad, no llegué a conocerlo personalmente, aunque desde luego había oído hablar de él y conocía su obra.
—¿Por qué se marchó usted de Providence tan de repente, inmediatamente después de morir Blake?
—Mi interés por la física superó el que sentía por la medicina. Acaso no ignore usted que llevo más de diez años consagrado por completo a investigar la energía atómica y la fisión nuclear. Precisamente mañana mismo abandono de nuevo Providence para dictar una serie de conferencias en varias universidades del Este y en ciertos círculos oficiales.
—Eso me interesa mucho, doctor —dijo Fiske— y, a propósito, ¿conoció usted personalmente a Einstein?
—Efectivamente, hace años. Trabajé con él en... Pero esto no viene al caso. Le ruego ahora que me disculpe. Tal vez en otro momento podamos continuar esta conversación.
Ahora no cabía duda de que el Dr. Dexter comenzaba a impacientarse. Fiske se puso en pie. En una mano llevaba su cartera. Con la otra apagó el portátil que había sobre la mesa.
El Dr. Dexter intervino velozmente y lo volvió a encender.
—¿Por qué tiene miedo a la oscuridad, doctor? —preguntó Fiske suavemente.
—¡Yo no tengo por qué tener...!—por primera vez, el médico parecía a punto de perder la compostura—. ¿Qué le hace a usted pensar eso?
—Es por el Trapezoedro Resplandeciente, ¿verdad? —siguió Fiske—. No debió tirarlo al mar. Se apresuró usted demasiado. No se dio usted cuenta entonces de que, por muy abierto que estuviera el estuche, la piedra quedaría en la más absoluta oscuridad, allí en el fondo de la bahía. Tal vez el propio Morador le hizo olvidar ese detalle. Porque usted miró el interior de la piedra, como Blake, y estableció el mismo vínculo espiritual que él. Y, al arrojar la piedra, la entregó para siempre a las tinieblas, donde el Morador aumentaría su poder.
»Por eso se fue usted de Providence, porque tenía miedo de que el Morador viniese a usted como había ido a Blake. Porque usted sabía que el Morador había quedado libre para siempre.
El Dr. Dexter se aproximó a la puerta.
—Debo rogarle que abandone usted mi casa. Si lo que pretende usted dar a entender es que mantengo las luces encendidas por miedo a que el Morador venga por mí, debo asegurarle que se halla usted en un error.
Fiske sonrió de medio lado.
—No me refiero o eso —contestó—. En absoluto. Sé perfectamente que eso no le preocupa a usted. Ya es demasiado tarde. El Morador tuvo que acudir a usted hace mucho tiempo, quizá un par de días después de que usted le devolviese su energía al sumir el Trapezoedro en las tinieblas del fondo del mar. Vino por usted, sí, pero, a diferencia de lo que sucedió con Blake, a usted no le mató.
»Le utilizó, en cambio. Por eso teme usted la oscuridad. La teme porque el propio Morador teme ser descubierto. Creo que, en la oscuridad, debe usted de tener un aspecto distinto, más parecido a su antigua forma. Porque el Morador, en vez de matarle, se fundió con usted. ¡Usted es el Morador de las Tinieblas!
—Verdaderamente, señor Fiske...
—Ya no existe el doctor Dexter. Hace muchos años que esta persona ha dejado de existir. Sólo queda su envoltura externa, poseída por una fuerza más vieja que el mundo, por una fuerza que actúa rápida e inteligentemente y cuya finalidad es destruir por completo a la humanidad. Fue usted el que se hizo «científico» para introducirse en los círculos adecuados y, una vez allí, sugerir, insinuar secretos ancestrales y ayudar a hombres necios a «descubrir» de pronto la fisión nuclear. ¡Cómo debe usted haberse reído cuando estalló la primera bomba atómica! Y ahora les ha facilitado usted el secreto de la de hidrógeno, y luego les seguirá enseñando nuevos métodos de destruirse a sí mismos.
»Tardé muchos años de meditación en descubrir indicios, en interpretar las claves de los llamados «mitos fantásticos de Lovecraft». Porque Lovecraft escribió en forma de parábolas y alegorías, pero dijo la verdad. En sus relatos está profetizado su retorno, para el que lo sepa leer. Al final, el propio Blake se dio cuenta y dio al Morador su verdadero nombre.
—¿Y cuál es ese nombre? —interrumpió el doctor.
—¡Nyarlathotep!
En el rostro bronceado aparecieron arruguitas de risa.
—Me temo que es usted víctima de las mismas proyecciones fantásticas que tanto hicieron sufrir al pobre Blake y a su amigo Lovecraft. Nadie ignora que Nyarlathotep es un ente de ficción, puramente imaginario, que forma parte de los Mitos de Cthulhu.
—Eso creía yo hasta que descubrí la clave en un poema de Lovecraft. Entonces me di cuenta de que todo encajaba la perfección: el Morador de las Tinieblas, su huida, su repentino interés por la investigación científica... A la luz de esta interpretación, las palabras de Lovecraft tienen un sentido muy distinto. Escuche:
«Y al fin, del remoto corazón de Egipto vino
»El Oscuro Desconocido,
»Ante el Cual se inclinan los fellahs...»
Fiske siguió entonando los versos, sin apartar la vista del rostro atezado del médico.
—¡Qué tontería! —saltó éste—. Si se refiere usted a este trastorno dermatológico que sufro, sepa usted que obedece a una prolongada exposición a las radiaciones, allá en Los Álamos.
Fiske no le prestó atención— Seguía recitando el poema de Lovecraft:
—«...que las bestias salvajes le seguían y lamían sus manos.
»Pronto los océanos dieron a luz en parto monstruoso.
»Tierras olvidadas brotaron, y cúpulas de oro
»Cubiertas de algas de la mar.
»La tierra se hendió y auroras de locura iluminaron
»Las ciudadelas del hombre: escombro y terremoto.
»Y entonces, rompiendo el juguete por azar creado,
»El Caos Idiota, de un soplido,
»Arrojó al vacío la mota de polvo que es la Tierra»1
El Dr. Dexter movió tristemente la cabeza.
—Es absurdo por completo —afirmó—. Aún en su... ¡ejem!... en el estado en que usted se encuentra, comprenderá que es una pura insensatez. Ese poema no tiene ningún sentido literal. ¿Acaso las bestias salvajes me lamen las manos? ¿Ha visto usted alguna vez un parto del océano? ¿Y terremotos y «auroras de locura»? ¡Figuraciones todo! Padece usted lo que nosotros llamamos «neurosis atómica»; ahora me doy cuenta. Está usted angustiado (y no es usted el único enfermo, créame) por la infundada obsesión de que nuestras investigaciones nucleares van a originar la destrucción del planeta. Pero se trata simplemente de una racionalización, de un producto de su fantasía.
Fiske mantuvo la cartera firmemente sujeta.
—Le digo a usted que esta profecía está escrita en forma de parábola. Sabe Dios lo que sabía o lo que temía Lovecraft. Pero, en todo caso, fue suficiente para decidirle a ocultar el significado de su mensaje. Y aún así es muy probable que fueran ellos quienes se lo llevaron.
—¿Quiénes?
1 Se trata del poema «Nyarlathotep», de H. P. Lovecraft
—Los del Exterior. Aquellos a Cuyo servicio está usted. Usted es su Mensajero, Nyarlathotep. Vinculado al Trapezoedro Resplandeciente, vino usted del remoto corazón de Egipto, como dice el poema. Y los fellahs, o sea, los obreros de Providence que se convirtieron a la «Sabiduría de las Estrellas», se inclinaron ante el «Oscuro Desconocido», al que adoraban con el nombre de Morador de las Tinieblas.
»El Trapezoedro fue arrojado al mar y 'pronto los océanos dieron a luz en parto monstruoso' a usted, encarnado de nuevo, esta vez en el cuerpo del doctor Dexter. Y usted enseñó a los hombres nuevos métodos de destrucción. Sí, mediante las bombas atómicas, 'la tierra se hendió y auroras de locura iluminaron las ciudadelas del hombre: escombro y terremoto'. Lovecraft sabía lo que se decía, y Blake también le reconoció a usted. Y ambos murieron. Me figuro que usted también intentará matarme a mí para seguir adelante con sus conferencias, para apremiar a los científicos, para sugerirles nuevos medios de destrucción. Y por último, de un soplido, lanzará usted 'al vacío la mota de polvo que es la Tierra'.
—Por favor —el Dr. Dexter extendió las manos—. Domínese. Permítame que le dé un tranquilizante. ¿No se da usted cuenta de que todo eso es absurdo?
Fiske avanzó hacia él, manipulando el cierre de su cartera. Una vez abierto, metió dentro la mano y la sacó. En ella había un revólver que apuntaba directamente al pecho del Dr. Dexter.
—Claro que es absurdo —murmuró Fiske—. Nadie creyó jamás en la «Sabiduría de las Estrellas» excepto unos pocos fanáticos y algunos inmigrantes analfabetos. Nadie dio nunca crédito a las narraciones de Blake, de Lovecraft o mías. ¡Las tomaban por una especie de entretenimiento morboso! Por la misma razón, nadie creerá nada malo de usted ni de la llamada investigación científica de la energía atómica ni de los demás horrores que usted decida desencadenar para destruir al mundo. Y por eso le voy a matar ahora mismo.
—¡Deje esa pistola!
De pronto, Fiske empezó a temblar. Todo el cuerpo se le contrajo en un espasmo irreprimible y espectacular. Al observarlo, Dexter dio un paso adelante. Los ojos de Fiske se salieron de las órbitas y el médico dio otro paso hacia él.
—¡Atrás! —aulló Fiske con voz alterada por las convulsiones de su mandíbula—. ¡Esto es lo que quería saber! Estás en un cuerpo humano y las armas corrientes te pueden destruir. ¡Te voy a destruir, Nyarlathotep!
Movió la mano.
También la movió el Dr. Dexter, velozmente, hacia el interruptor general de las luces, que estaba en la pared, tras él. Se oyó un chasquido y la habitación quedó sumergida en la oscuridad total.
Pero no era la oscuridad total. Había un resplandor.
La cara y las manos del Dr. Ambrose Dexter resplandecían con un fulgor blanco en la oscuridad Es de suponer que existan tipos de contaminación radiactiva capaces de producir fosforescencias, y tal habría sido, sin ninguna duda, la explicación que Dexter hubiera dado del extraño fenómeno de haber tenido ocasión de hacerlo.
Pero no la tuvo. Fiske oyó el chasquido, vio el fantástico rostro llameante y se derrumbó.
Tranquilamente, el Dr. Dexter encendió las luces de nuevo y se arrodilló junto al caído cuerpo del joven. Buscó su pulso en vano.
Edmund Fiske había muerto.
El doctor suspiró, se levantó y salió del despacho. Bajó al vestíbulo de la planta baja y llamó a su criado.
—Acaba de ocurrir un penoso accidente —dijo— El joven que había venido a verme era un enfermo mental y ha sufrido un ataque cardíaco. Llame usted inmediatamente a la policía, por favor. Y luego siga haciendo los preparativos del viaje Nos vamos mañana a pesar de todo; mis conferencias no pueden esperar.
—Pero a lo mejor le detiene la policía.
—No creo —el Dr. Dexter movió negativamente la cabeza—. Es un caso que no admite duda. Puedo explicar perfectamente lo sucedido. Cuando llegue la policía, hágamelo saber. Estaré en el jardín.
El doctor atravesó el vestíbulo y salió por la puerta trasera al jardín oculto tras el edificio que daba a Benefit Street. El jardín resplandecía bajo la luna cegadora.
El luminoso espectáculo se hallaba circundado por elevados muros que lo aislaban del mundo. Nadie había allí, salvo el doctor, cuyo halo resplandeciente se mezcló con la luz plateada de la luna.
En ese momento saltaron por encima del muro dos sombras sedosas y negras. En el frescor del jardín se agazaparon, pero pronto avanzaron, suaves y jadeantes, hacia el Dr. Dexter.
A la luz de la luna vio éste que eran dos panteras negras.
Inmóvil contempló cómo se le acercaban, aterciopeladas y terribles, con los ojos relucientes y abiertas quijadas babeantes.
El Dr. Dexter volvió hacia la luna su rostro burlón cuando las bestias se acurrucaron ante él y lamieron sus manos.
J. Ramsey Campbell:
La iglesia de High Street1
...La Horda que vigila el portal secreto de cada tumba, y medra con lo que se forma en los moradores de ésta...
Abdul Alhazred, Necronomicon.
De no haberme empujado las circunstancias, jamás habría visitado Temphill. Pero andaba mal de dinero y, al recordar que un amigo mío que vivía allí me había ofrecido trabajo como secretario suyo, empecé a desear que dicho puesto siguiera vacante. Desde luego, no me parecía fácil que mi amigo hubiera encontrado un secretario permanente o, cuando menos, duradero. Temphill es un pueblo de muy mala fama y a poca gente le agradaría vivir en él.
Alentado por esta esperanza, un día metí en un baúl mis pocos bártulos, los cargué en un cochecito deportivo que me había prestado un buen amigo mío que ahora andaba de viaje, y salí muy temprano de Londres, antes de que empezara el ruidoso tráfico de la ciudad. Y así abandoné el edificio carcelario y el siniestro callejón trasero donde había estado hospedado.
Mi amigo —que se llamaba Albert Young— me había contado muchas cosas de Temphill y de las costumbres de sus habitantes. Era un pueblo muy antiguo y en plena decadencia, situado en la región de Cotswold. El llevaba allí varios meses. Había ido para documentarse sobre ciertas creencias y supersticiones que perduraban en la localidad. Con el material que obtuviese pensaba redactar un capítulo entero del libro sobre brujería que tenía entre manos. Como no soy supersticioso, me chocó que gentes aparentemente normales procurasen evitar Temphill siempre que podían; no porque fuese mal lugar —según Young—, sino más bien por un temor nacido de los extraños rumores que corrían por esa región.
1 Título original: The Church of High Street. Traducido por F. Torres Oliver [© Scott Meredith, Inc., New York].
Quizá yo también me hubiese dejado impresionar por tales habladurías, pues es el caso que, a medida que me adentraba en esa zona, el paisaje me iba pareciendo más inquietante. Las suaves colinas de Cotswold y las aldeas de casas de madera y techo de paja, se sustituyeron por llanuras áridas y tristes, casi desiertas, cuya única vegetación la constituían unos yerbajos grises y enfermizos y algún que otro roble hinchado y nudoso. Algunos parajes me llenaron de viva intranquilidad. Por ejemplo, hubo un momento en que la carretera se ciñó a un riachuelo de aguas estancadas, cubiertas de espuma y verdín, que distorsionaban grotescamente el reflejo del paisaje. Luego tuve que tomar una desviación que atravesaba una ciénaga cubierta de árboles inmensos y, más adelante, llegué a un punto en que el camino se hundía bajo una ladera casi vertical donde crecía un bosque de aspecto primitivo. Las ramas de los árboles se extendían sobre el camino como millares de manos nudosas y torcidas.
Young me había escrito varias cartas hablándome de ciertas cosas que había leído en viejos volúmenes. Una vez, recuerdo que mencionó «un olvidado ciclo mitológico que habría sido preferible desconocer»; también citaba de cuando en cuando nombres extraños y sonoros, y en sus últimas cartas —fechadas varias semanas antes— daba a entender que en Camside, Brichester, Severnford, Goatswood y Temphill —y quizá en otros pueblos de la región—, aún se rendía culto a ciertos seres transespaciales. En su última carta me hablaba de un templo consagrado a «Yog-Sothoth», que se hallaba emplazado en el mismo lugar que una iglesia de Temphill donde antiguamente se habían practicado monstruosos rituales. Se decía que este templo había dado origen, no sólo al nombre de la aldea —que sería entonces una corrupción de «Temple Hill» o «Colina del Templo»— sino a la aldea misma que, al parecer, fue creciendo en torno a la colina donde se alzaba la iglesia. También se decía que en ella había ciertas «puertas» que, una vez abiertas mediante conjuros ya olvidados, darían paso a antiquísimos daimones procedentes de otras esferas. Según me escribió mi amigo, existía una leyenda espantosa relativa a la misión de tales demonios; pero no quiso referírmela, por lo menos hasta no haber visitado el supuesto emplazamiento terrenal de aquel templo de otra dimensión.
Nada más entrar en las viejísimas calles de Temphill, empecé a lamentar mi repentina decisión. Si entretanto Young había encontrado secretario, me iba a resultar difícil volver a Londres. Apenas tenía dinero para pagarme el hotel, el cual —dicho sea de paso—, ofrecía un aspecto muy poco seductor, según comprobé al cruzar por delante. Tenía un porche torcido y la fachada estaba llena de desconchados. A la puerta había varios viejos de pie, con la mirada perdida y el aire ausente. Los otros sectores del pueblo no eran más tranquilizadores. Muy en particular me impresionó esa escalinata que subía, por entre
ruinas verdosas y muros de ladrillo, hacia el negro campanario de una iglesia que se alzaba en medio de un campo de lápidas descoloridas.
De todo Temphill, sin embargo, lo más impresionante era el barrio sur. En Wood Street, que entraba en el pueblo por el noroeste, y en Manor Street, donde terminaba la pendiente boscosa, las casas eran de piedra y se hallaban bastante bien conservadas. Pero alrededor del tétrico hotel, o sea en el centro de Temphill, había muchas viviendas medio en ruinas, e incluso un edificio de tres pisos —en cuya planta baja estaban instalados los Almacenes Generales Poole— que tenía la techumbre hundida. Al otro lado del puente, más allá de la céntrica Plaza del Mercado, se extendía Cloth Street y, al final de ésta, pasados los caserones deshabitados de Wool Place, se encontraba South Street. Allí vivía Young, en una casa de tres pisos que había comprado a bajo precio, reformándola después a su gusto.
Los edificios del otro lado del puente me resultaron aún menos tranquilizadores que los de la parte norte. Después de los grises almacenes de Bridge Lane venía una serie de viviendas de ventanas rotas y fachadas remendadas, pero habitadas todavía. Unos niños desgreñados y sucios miraban con resignación desde los miserables umbrales de sus casas o jugaban en el cieno amarillento de un descampado. Imaginé los sórdidos cuchitriles donde vivirían sus familias. La atmósfera del lugar me deprimía. Era como una ciudad muerta, habitada por espectros.
Me metí por South Street, entre dos edificios de tres plantas y buhardilla. Young vivía en el número 11, al otro extremo de la calle. El aspecto de su vivienda me llené de malos presentimientos: tenía cerradas las contraventanas y del dintel de la puerta colgaban abundantes telarañas. Estacioné el coche junto a la acera, crucé el césped salpicado de hongos, y subí en dos saltos los cuatro escalones del porche. La puerta se abrió nada más tocarla, dejando a la vista un lóbrego recibimiento. Llamé en voz alta y toqué a la puerta, pero nadie contestó. No me atreví a entrar. No había huella alguna en el polvo del umbral. Recordando que Young me había hablado, en algunas de sus cartas, de las conversaciones que había sostenido con su vecino del número 8, decidí recurrir a él para que me informase acerca de mi amigo.
Crucé la calle y llamé a su puerta. Se abrió casi inmediatamente, aunque de manera tan silenciosa que me asustó. El propietario era un hombre alto, de pelo blanco y ojos oscuros. Vestía un raído traje de mezclilla. Lo que más impresionaba en él era su aire antiquísimo que le daba el aspecto de una reliquia de épocas pretéritas. No cabía duda de que se trataba de John Clothier; mi amigo me lo había descrito como un hombre bastante pedante y extraordinariamente versado en todo lo que se refiere a la antigüedad.
Cuando me presenté y le dije que estaba buscando a Albert Young, palideció y dudó un instante, antes de invitarme a pasar. Me pareció
oírle murmurar que él sabía dónde había ido, pero que yo probablemente no le creería. Al fin, me guió por el oscuro recibimiento hasta una sala amplia, iluminada tan sólo por una lámpara de aceite que había en un rincón. Me señaló una butaca junto a la chimenea, sacó su pipa, la encendió y, sentándose frente a mí, comenzó a hablar con repentina precipitación:
—Yo he hecho juramento de no hablar —dijo—. Por esta razón, lo único que podía hacer era advertir a Young que lo dejara estar y se marchase de este lugar, Pero no me hizo caso, y usted no encontrará ya a su amigo, No me mire así,.. ¡es la verdad! Ya veo que tendré que contarle a usted más cosas que a él; de lo contrario, tratará usted de buscarle y se encontrará... con algo muy distinto. Sabe Dios lo que me pasará después a mí... Cuando uno se ha vinculado a Ellos, ya nunca pude hablar de eso con los demás. Pero no puedo permitir que otro emprenda el mismo camino que Young. Según mi juramento, yo debería dejarle que fuera allí; pero sé que de todos modos, un día u otro, acabarán conmigo. ¿Qué más da? Márchese antes de que sea demasiado tarde. ¿Conoce la iglesia de High Street?
Tardé unos segundos en recobrarme de la sorpresa. Por fin, dije:
—Si se refiere usted a la que está cerca de la plaza... sí, la he visto.
—Ahora no se usa... como iglesia —continuó Clothier—. Allí se celebraban determinados ritos, hace tiempo. Estos ritos dejaron sus huellas. ¿Le ha contado Young, por casualidad, algo sobre un templo que había en el mismo lugar que ahora ocupa la iglesia, pero en otra dimensión? Sí, por la cara que pone, ya veo que sí. Pero, ¿sabe usted que se celebran todavía ritos, en épocas propicias para abrir las puertas y dejar paso a los del otro lado? Pues es cierto. Yo he estado en esa iglesia y he contemplado esas puertas abiertas en medio del aire, a través de las cuales he presenciado cosas que me han hecho gritar de horror. He tomado parte en ceremonias y rituales que harían enloquecer a los no iniciados. Y mire usted, míster Dodd, la verdad es que en ciertas noches señaladas, aún acude a esa iglesia la mayor parte de la gente de Temphill.
Casi convencido de que el señor Clothier no andaba bien de la cabeza, le pregunté impaciente:
— ¿Y qué relación tiene todo esto con el paradero de Young?
—Mucha —continuó Clothier—. Le advertí que no fuese a la iglesia, pero no hizo caso. Fue a visitarla una noche, en el mismo año en que habían consumado los ritos del Invierno. Sin duda estaban acechando Ellos cuando mi amigo entró. A partir de entonces, le retuvieron en Temphill. Tienen el poder de curvar el espacio, de manera que todas las líneas vayan a converger a un mismo punto... No sé explicarlo. El caso es que no pudo marcharse, Esperó en su casa varios días, hasta que finalmente Ellos vinieron por él. Le oí gritar... y vi el color que tomó el cielo sobre su tejado. Se lo llevaron, en una palabra. Por eso no lo
encontrará usted. Y por eso será mejor que se marche del pueblo, ahora que aún está a tiempo.
— ¿Ha registrado usted su casa? —pregunté escéptico.
—Yo no entraría en esa casa por nada del mundo —confesó Clothier—. Ni yo ni nadie. La casa ahora es de Ellos. Se lo han llevado a otro mundo y... ¿quién sabe las cosas horrendas que habrá aún ahí dentro?
Se levantó, dando a entender que no tenía nada más que añadir. Yo también me levanté, contento de abandonar aquella lúgubre habitación y la misma casa... Clothier me acompañó hasta la puerta, y permaneció un instante en el umbral, mirando con recelo a uno y otro lado de la calle, como si temiese que le vieran conmigo. Luego desapareció en el interior de su vivienda sin esperar a ver dónde encaminaba yo mis pasos.
Crucé al número 11. Al entrar en el recibimiento, recordé lo que mi amigo me había contado de la vida que llevaba. La habitación donde Young acostumbraba examinar ciertos libros antiguos y terribles, anotar sus descubrimientos y proseguir otras diversas investigaciones, estaba situada en la planta baja. No me costó el menor esfuerzo encontrarla. En ella reinaba un orden perfecto: la mesa cubierta de papeles con anotaciones, las estanterías repletas de pergaminos y libros encuadernados en piel, la incongruente lámpara de escritorio, todo indicaba que el propietario era persona entregada al estudio.
Quité la espesa capa de polvo que cubría la mesa y la silla, y encendí la lámpara. La luz confirió a la estancia un ambiente más tranquilizador. Me senté y alargué una mano a los papeles de mi amigo. El primer montón de cuartillas llevaba el título de Pruebas y Corroboraciones, y no tardé en darme cuenta de que ya su primera página era característica. Consistía en una serie de anotaciones breves e inconexas, referentes a la civilización maya de Centroamérica. Las notas, por desgracia, estaban tomadas sin orden ni sentido: «Dioses de la Lluvia (¿elementales del agua?). Probóscide (ref. Primigenios), Kukulkan (¿Cthulhu?)»... Tal era la tónica general de dichas anotaciones. Seguí repasándolas, no obstante, y no tardé en darme cuenta de que no estaban tomadas al azar, sino que todas ellas tenían algo en común.
Al parecer, Young había intentado poner en relación determinadas creencias y leyendas del mundo con un gran ciclo mitológico que les sirviera de eje. Este gran ciclo, a juzgar por las frecuentes alusiones de Young, sería más antiguo que el género humano. No quise pararme a pensar si mi amigo había llegado personalmente a esta conclusión o la había tomado de los viejísimos libros que tapizaban las paredes de su cuarto. Me pasé horas enteras estudiando los resúmenes de Young sobre el citado ciclo mitológico. Allí leí cómo Cthulhu había venido de un espacio inconcebible, situado más allá de los lejanos confines de este universo, y supe de civilizaciones polares y de abominables razas
infrahumanas que procedían del negro Yuggoth, que tiene su órbita en el límite de nuestra dimensión; también tuve conocimiento de la espantosa Leng, de su sumo sacerdote que, encerrado en un monasterio, tiene que llevar cubierta la parte de su cuerpo que correspondería a su rostro, y de otra infinidad de blasfemias que apenas se sospechan en el mundo, salvo en determinadas regiones, donde se sabe que son verdad. Me enteré de cómo había sido Azathoth, antes de que dicho caos nuclear fuese despojado de voluntad e inteligencia. Y leí lo que contaban del multiforme Nyarlathotep, de los aspectos que puede asumir el Caos Rampante —aspectos que jamás hombre alguno se atrevió a describir—, y de cómo se puede vislumbrar un Dhole y del aspecto que presenta si se sigue la técnica adecuada.
Me horrorizó la idea de que leyendas tan espantosas pudieran aceptarse como verdad en algún rincón de un mundo supuestamente equilibrado. Con todo, la forma de manejar Young este material indicaba que tampoco él permanecía escéptico a este respecto. Aparté a un lado el montón de cuartillas y, al hacerlo, moví la carpeta de escritorio. Bajo ella apareció un manuscrito de pocas páginas con el título siguiente: Sobre la iglesia de High Street. Recordando las advertencias de Clothier, lo tomé en mis manos para hojearlo.
Había dos fotografías prendidas en la primera página. El pie de una de ellas rezaba así: Fragmento de mosaico romano, Goatswood: el de la otra decía: Reproducción del grabado de la p. 594 del «Necronomicon». La primera representaba un grupo como de acólitos o sacerdotes encapuchados depositando un cadáver ante un monstruo acurrucado. La segunda era una reproducción algo más detallada de esa misma criatura. El monstruo en sí era tan absolutamente ajeno a cualquier ser de nuestro planeta, que me es imposible describirlo. Era de forma ovalada, pálido y reluciente, sin más rasgos faciales que una hendidura vertical, acaso la boca, rodeada de arrugas córneas. Igualmente carecía de miembros; en cambio había algo en él que sugería una capacidad plástica de formar órganos o miembros a voluntad. Indudablemente se trataba de una fantasía morbosa nacida de algún cerebro enfermo. Aun así, ambas ilustraciones resultaban tremendamente impresionantes.
En la segunda página, escrita con esa letra de Young que me es tan familiar, figuraba una leyenda local en la que se venía a decir que los mismos romanos que diseñaron el mosaico de Goatswood habían practicado ciertos ricos decadentes, sospechándose que algunos ritos de estos habían pasado después a formar parte de las costumbres de la región, perdurando hasta la actualidad. Seguía un párrafo transcrito del Necronomicon: «La Horda del sepulcro no otorga privilegios a sus adoradores. Son escasos en poder, pues sólo alcanzan a alterar dimensiones espaciales de pequeña magnitud y a hacer tangible únicamente aquello que en otras dimensiones nace de los muertos. Tendrán dominio y potestad dondequiera que fueren entonados los cánticos en loor de Yog-Sothoth, si es la época propicia, mas pueden
atraer a quienes abran las puertas que son suyas, en las moradas sepulcrales. No poseen consistencia en nuestra humana dimensión, mas penetran en la mortal envoltura de los seres terrestres y en ellos se cobijan y nutren mientras aguardan a que se cumpla el tiempo de las estrellas fijas y se abra la puerta de infinitos accesos liberando a Aquel que, tras ella, intenta destrozarla para abrirse camino.»
A estas frases sibilinas había añadido Young algunas notas escuetas de cosecha propia: «Cf. leyendas de Hungría y de aborígenes australianos. Clothier en iglesia High Street, 17—dicbre.» Esta fecha me incitó a examinar el diario de Young, cuya lectura había aplazado por el vivo deseo que sentía de curiosear en sus trabajos.
Pasé rápidamente sus páginas, saltándome todas las anotaciones que parecían no tener relación con el tema que buscaba. Por fin llegué a la que correspondía al 17 de diciembre. Decía así: «Más sobre la leyenda de la iglesia de High Street. Me ha contado Clothier que en otros tiempos era lugar de reunión para adoradores de dioses impuros y extraños. Túneles subterráneos que conducían a templos de ónice, etc. Rumores de que ninguno de los que se arrastran por tales galerías hacia el lugar de culto es un humano. Alusiones a una comunicación con otras esferas...» Y seguía en estos mismos términos. Esto arrojaba poca luz. Continué pasando hojas.
Con fecha del 23 de diciembre, encontré una nueva referencia al tema que me interesaba: «La Navidad ha hecho recordar más leyendas a Clothier. Me ha hablado de un curioso rito de fin de año que se practicaba en la iglesia de High Street. Al parecer, estaba relacionado con ciertos seres de la necrópolis enterrada bajo la iglesia. Dice que todavía se celebra en Nochebuena, pero que, realmente, él no lo ha presenciado nunca.»
A la noche siguiente, según el diario, mi amigo había ido en persona a la iglesia: «En la escalinata del atrio se había congregado una multitud. No llevaba luces, pero la escena estaba iluminada por unas formas globulares que desprendían una extraña fosforescencia y flotaban en el aire, alejándose cuando me acercaba yo, por lo que no pude identificarlas. Luego, la multitud, dándose cuenta de que yo no era de los suyos, me amenazó y vino por mí. Eché a correr. Me persiguieron, pero no sé a ciencia cierta qué era lo que me perseguía.»
Después venían unas páginas en las que no había ninguna alusión a este tema. El 13 de enero, Young había escrito esto: «Clothier me ha confesado por fin que él fue obligado una vez a tomar parte en ciertos ritos. Me ha aconsejado que abandone Temphill y me ha dicho que no debo visitar la iglesia después de oscurecer porque puedo despertarlos, y acaso me visitaran después... ¡y desde luego, no se trata de seres humanos! Me parece que se está volviendo loco.»
A partir de aquí, se pasó nueve meses sin volverse a ocupar del asunto. El 30 de septiembre escribió que tenía intención de visitar la iglesia de High Street esa misma noche. A continuación, con fecha del 1
de octubre, había varias frases escritas evidentemente con precipitación: « ¡Qué deformidades, qué perversiones cósmicas! ¡Casi demasiado monstruosas para la razón humana! Todavía no puedo dar crédito a lo que vi al bajar por aquella escalinata de ónice que conduce a las criptas. ¡Qué manada de horrores!... He intentado marcharme de Temphill, pero todas las calles van a desembocar a la iglesia. Creo que me estoy volviendo loco.» Luego, al día siguiente, mi amigo había garabateado estas palabras desesperadas: «No puedo salir de Temphill. Ahora todas las calles desembocan en mi casa. Este es el poder de los que están al otro lado. Quizá Dodd pueda ayudarme.» Y luego, finalmente, el borrador inacabado de un telegrama dirigido a mi nombre, que no llegó a enviar:
«Ven a Temphill inmediatamente. Necesito tu ayuda...» Aquí terminaba el diario, en una línea de tinta que ondulaba hasta el borde de la página, como si hubiera dejado de serpear la pluma hasta fuera del papel.
Y eso era todo, excepto que Young había desaparecido. Se había esfumado. Y el único indicio de su paradero era el que estas notas apuntaban: la iglesia de High Street. ¿Pudo haber ido allí, y, al meterse en algún recinto sin salida, quedarse aprisionado? En tal caso, quizá podía llegar a tiempo de salvarle. Salí precipitadamente de la casa, subí al coche y arranqué.
Torcí a la derecha y enfilé por South Street arriba, hacia Wool Place. No había ningún otro coche en las calles; tampoco vi ninguno de esos grupos de ociosos que suele haber en los pueblos al terminar la jornada. Resultaba curioso, además, el que las casas no tuvieran luz. El parterre central de la plaza, totalmente descuidado, protegido por una barandilla herrumbrosa, tenía un aspecto inquietante y desolado a la luz de la luna que ya empezaba a asomar por encima de las buhardillas. El ruinoso barrio de Cloth Street era menos acogedor aún. Una o dos veces, me pareció ver unas siluetas que salían sigilosas de las puertas; pero tan fugaz era aquella impresión, que más me parecieron engaño de los sentidos que seres reales. Sobre el pueblo entero flotaba una intensa atmósfera de desolación, particularmente en los oscuros callejones flanqueados de casas estrechas y sin luz. Finalmente, entré en High Street. La luna parecía una diadema suspendida sobre el campanario de la iglesia, y al detener el coche al pie de la escalinata, el satélite se hundió tras el negro campanario como si la iglesia lo hubiera arrancado del firmamento.
Al subir por la escalinata, me di cuenta de que los muros que me rodeaban eran de roca viva y estaban llenos de grietas y oquedades en donde brillaban perladas telas de araña. Los escalones estaban cubiertos de un musgo resbaladizo que hacía muy desagradable mi subida. Por encima de la escalinata colgaban las ramas de unos árboles pelados. Una luna gibosa que oscilaba en los abismos del espacio iluminaba la iglesia. Las ruinosas lápidas, invadidas por una vegetación
moribunda, arrojaban extrañas sombras sobre la yerba plagada de hongos. Era raro: a pesar de que la iglesia mostraba su evidente abandono, flotaba en ella algo así como una presencia. Y era tan intensa esta sensación, que casi esperaba encontrarme con alguien, al entrar. ¡Qué se yo! ... Con algún guardián o con algún devoto...
Había traído conmigo una linterna para alumbrarme en el interior de la iglesia, que yo, suponía en completa tiniebla, pero me encontré con que reinaba allí cierto resplandor iridiscente, debido quizá a la luna que se filtraba por las ventanas ojivales. Recorrí la nave central y enfoqué la linterna sobre las filas de bancos. En el polvo no había señales de que nadie hubiera estado allí últimamente. Unos volúmenes amarillentos que contenían himnos se apilaban contra una columna, adoptando formas grotescas y confusas de seres acurrucados, abandonados allí desde tiempo inmemorial. Por todas partes se veían bancos deteriorados por los años; en el aire cerrado flotaba cierto olor a corrupción.
Seguí avanzando hacia el altar. El primer banco de la izquierda estaba levantado por un extremo. Ya había observado anteriormente que algunos bancos se inclinaban en ángulos insólitos, pero ahora vi que, bajo el primer banco, el mismo suelo estaba levantado, mostrando una estrecha franja de negrura. Comprobé que podía mover el banco, y lo empujé hacia atrás, aprovechando la circunstancia de que el segundo estaba bastante alejado del primero. Así quedó al descubierto una trampilla rectangular que, una vez abierta del todo, reveló un vacío negro como boca de lobo. A la luz amarillenta de mi linterna, distinguí un tramo de escalera hincado entre unas paredes que rezumaban humedad.
Vacilé ante el borde del abismo, mirando inquieto a mi alrededor. Me decidí, por fin, y comencé a descender con la máxima cautela. No se oía más que un constante gotear en aquel túnel que se hundía en la tierra. Las paredes, ceñidas a la escalera de caracol, relucían perladas de gotitas. Unas sabandijas reptantes y negras, aterradas por la luz, escaparon veloces buscando refugio en las grietas. Al cabo de un tiempo, observé que los peldaños no eran ya de piedra, sino que estaban labrados en la tierra misma, y sobre ellos crecían unos hongos carnosos, hinchados y enfermos. El techo de aquel subterráneo, sostenido por arcos rudimentarios y endebles, me llenaba de un desasosiego invencible.
No podría decir cuánto tiempo duró mi descenso bajo aquellos arcos inseguros. Finalmente, uno de ellos se prolongó en un túnel gris. A partir de aquí, los peldaños, respetados por el tiempo, mostraban aún el agudo filo de sus bordes... porque estaban tallados en la misma roca, en una roca de extraño color, que resaltaba a pesar del barro con que la habían manchado los pies que descendieran por allí. Con la linterna en alto, observé que la pendiente se hacía menos pronunciada, como si estuviese llegando al final de la escalera. Al darme cuenta, me embargó
una sensación intensa de incertidumbre e inquietud. Una vez más, me detuve a escuchar.
No se oía nada, ni abajo ni arriba. Reprimiendo mis temores, me lancé adelante, resbalé en un peldaño y bajé rodando lo poco que faltaba hasta el pie de la escalera. Al levantarme, me encontré con que había ido a parar junto a una estatua grotesca de tamaño natural que parecía mirarme como deslumbrada por el fulgor de la interna. Con ella había otras cinco formando fila, y de cara a éstas, había otras seis más, idénticas, igualmente repulsivas, esculpidas con tal arte, que daban una impresionante sensación de realidad. Aparté la mirada, me levanté del suelo, y enfoqué la linterna hacia las tinieblas que se abrían ante mí.
¡Ojalá pudiera borrar de mi memoria lo que vi! Hasta el fondo, poblado de sombras, de aquellas bóvedas inmensas y bajas, se extendían interminables hileras de lápidas grises, y en cada una de ellas, con la cara hacia el techo, yacía un cadáver amortajado. Y en los muros de la cripta se abrían nuevos arcos de los cuales arrancaban otras escaleras de caracol que llevaban más abajo aún, hacia inconcebibles profundidades subterráneas. Esas escaleras me helaron la sangre, más aún que el macabro espectáculo que tenía ante mí. Me estremecí ante la idea de buscar los restos de Young entre los cadáveres que yacían en las losas; pues, sin saber por qué, me sentía convencido en el fondo de que el cuerpo de mi amigo descansaba, con ojos abiertos y sin vida, sobre alguna de aquellas lápidas grises. Procuré dominar mis nervios y empecé a buscar. Ya me había aventurado a caminar entre las filas de sepulcros, cuando un sonido repentino me dejó paralizado.
Fue un silbido que se elevó lentamente en la oscuridad, allá en el fondo, delante de mí. Luego sonaron unos ruidos más roncos y violentos, y fueron aumentando todos a la vez, como si se fuese acercando la causa que los provocaba. Clavé la mirada, aterrado, en el punto de donde parecían provenir aquellos ruidos extraños. Sonó entonces como una explosión prolongada y apareció en las tinieblas, flotando, un círculo de luz verdosa, pálida y difusa, de diámetro escasamente mayor que el de una mano. Esforzaba yo mi vista por distinguirlo, cuando el círculo de luz desapareció. Pero a los pocos segundos, volvió a aparecer, tres veces mayor que antes... ¡y durante unos momentos de pesadilla vislumbré, a través de él, un paisaje infernal y remoto, como si me hubiera asomado a una dimensión absolutamente extraña por una ventana abierta! Retrocedí espantado, y la luz se eclipsó; pero al instante volvió a aparecer con brillo renovado. Y entonces, en contra de mi voluntad, contemplé una escena que se grabó de manera imborrable en mi memoria.
Era un extraño paisaje dominado por una estrella temblorosa. Por el cielo, a la deriva, navegaban unas nubes de forma elíptica. La estrella, de la cual procedía el resplandor verdoso, derramaba su luz glauca sobre un paisaje de rocas negras, enormes, triangulares, dispersas
entre inmensos edificios metálicos en forma de globos. Casi todos estos edificios parecían en ruinas. De su parte inferior habían sido arrancadas planchas enteras, dejando al aire las vigas mondas y retorcidas, fundidas parcialmente por alguna energía inimaginable. El hielo relucía con verdes reflejos en las grietas de las vigas. Y de las profundidades de aquel cielo tenebroso, caían grandes copos de nieve teñida de rojo, que iban a posarse en el suelo o entraban sesgados por las grandes hendiduras de las paredes.
La escena se mantuvo durante unos instantes. De improviso, surgieron del fondo unas formas vivas, horriblemente blancas, gelatinosas, que avanzaron, a saltos grandes y torpes, hacia el primer plano de la escena. Serían unas trece, y vi —helado de terror cómo se acercaban al borde del círculo de la luz y cómo, atravesándolo, ¡se precipitaban en la cripta donde me encontraba yo!
Eché a correr hacia las escaleras y, como en un sueño, vi saltar aquellas formas horrendas por entre las estatuas, y vi cómo se diluían los contornos de aquellas estatuas y cómo empezaban a moverse. Entonces, rápidamente, una de aquellas horribles criaturas se abalanzó sobre mí, y sentí que algo frío como el hielo me tocaba en una pierna. Grité... y por fortuna, me hundí en la negra noche de la inconsciencia.
Cuando desperté por fin, me hallaba en el suelo, entre dos lápidas, a cierta distancia del lugar donde había caído. Tenía un sabor de boca horriblemente amargo. La cara me ardía de fiebre. Ignoraba durante cuánto tiempo había permanecido en el suelo, sin conocimiento. Mi linterna estaba aún encendida donde había caído, lo que me permitió distinguir a duras penas mi alrededor. El círculo de resplandor verdoso, ventana de pesadillas, había desaparecido. ¿Acaso mi desvanecimiento obedecía tan sólo a los olores nauseabundos o al macabro espectáculo de este pudridero subterráneo? Entonces me di cuenta de la presencia de un hongo repugnante y extraño que, desparramado por el suelo, me había subido por la ropa formando colonias... Lo cierto es que no lo había visto antes, y no sabía cómo pudo brotar así, aunque prefería no pensar en ello. Sentí tanto miedo al verlo, que me puse en pie de un brinco, agarré la linterna y me lancé a subir atropelladamente las tenebrosas escaleras por las que había bajado a ese pozo de horror.
Trepé febrilmente, chocando contra las paredes, tropezando en los peldaños y en los mil obstáculos en que parecían materializarse las sombras. Por último llegué a la iglesia. Huí por la nave central, abrí de un empujón la puerta chirriante y bajé sin aliento la escalinata poblada de sombras, hasta el coche. Intenté frenéticamente abrir la portezuela, pero el coche estaba cerrado. Lo había cerrado yo. Me rasgué los bolsillos registrándome... ¡en vano! No tenía las llaves. Las había perdido en aquella cripta infernal de la que tan milagrosamente acababa de escapar. Sin las llaves, el coche quedaba inútil... y por nada del mundo volvería a entrar a buscarlas en la embrujada iglesia de High Street.
Dejé el coche. Corría por la calle, dispuesto a tomar Wood Street y salir al campo abierto, al azar, pues prefería ir a cualquier parte antes que el maldito pueblo de Temphill. Eché por High Street abajo, hacia la Plaza del Mercado. La luz pálida de la luna se fundía con la de una farola alta y mortecina. Atravesé la plaza y me metí por Manor Street. A lo lejos divisé los bosques en donde desembocaba Wood Street. La calle trazaba una amplia curva, después de la cual dejaría atrás Temphill. Me lancé a la carrera por las calles angostas, sin preocuparme por la niebla que comenzaba a espesar, ocultando las laderas boscosas que constituían mi objetivo y desdibujando el paisaje que asomaba por encima de las casas.
Corría ciego, desatado, pero no conseguía acortar la distancia que me separaba de las colinas. Y de pronto, vi horrorizado las siluetas destartaladas de las buhardillas de Cloth Street, que debía haber dejado atrás hacía rato, al otro lado del río. Un momento después, me hallaba de nuevo en High Street, ante los gastados peldaños de la iglesia maldita, junto al coche aparcado en la rotonda. Estaba temblando con todo mi ser. La cabeza me daba vueltas. Me apoyé en un árbol, tomé aliento y, sollozando de horror, con el corazón saltándome del pecho, me lancé otra vez hacia la Plaza del Mercado y crucé el río nuevamente. Oía tras de mí una vibración espantosa, un silbido apagado que inmediatamente reconocí con indecible horror. Comprendí que estaba siendo objeto de una terrible persecución...
No vi el automóvil que se acercaba. Sólo tuve tiempo de saltar hacia atrás. El coche me arrolló, sin embargo, y perdí el conocimiento.
Me desperté en el hospital de Camside. El coche que me había atropellado iba conducido por un médico que regresaba a Camside por Temphill. El fue quien me sacó, con un brazo roto e inconsciente aún, de ese pueblo maldito. Escuchó mi relato —al menos, lo que me atreví a contarle— y fue a Temphill a recoger mi coche, pero no lo encontró. Tampoco encontró a nadie que me hubiera visto a mí o a mi coche, ni halló los libros, los papeles y el diario que yo leí en el número 11 de South Street, último domicilio de Albert Young. De Clothier, no halló ni rastro. El vecino de al lado le dijo que se había ido de viaje y que seguramente tardaría mucho tiempo en volver.
Quizá tengan razón cuando dicen que he sufrido una alucinación progresiva. Quizá, también, haya estado delirando cuando, al recobrarme de la anestesia, sorprendí a los médicos cuchicheando sobre la forma en que aparecí en el camino para meterme bajo las ruedas del coche... ¡y hablando de esos hongos extraños que tenía pegados en la ropa, que me habían invadido la cara y se me adherían a los labios como si brotaran de ahí!
Puede ser. Pero ahora que ya han pasado meses y el solo recuerdo de Temphill me llena de aversión y de horror, ¿pueden explicarme por qué me siento irresistiblemente atraído por esa población, como si fuese la meca hacia la cual debo orientar mi camino? Les he suplicado que
me encierren, que me encarcelen, que hagan algo; y ellos se limitan a sonreír, a tratar de calmarme, a asegurarme que todo «se resolverá por sí mismo»... ¡Argumentos necios, palabras tranquilizadoras que no me engañarán, palabras inútiles y vanas frente a la atracción de Temphill y los fantasmales ecos de los silbidos que me invaden en sueños y aun despierto!
Haré lo que debo hacer. Prefiero morir, a seguir soportando este horror inenarrable...
(Documento adjunto al informe redactado por P. C. Villars sobre la desaparición de Richard Dodd, Gayton Terrace 9, W. I. El manuscrito, de puño y letra de Dodd, fue hallado en su dormitorio después de su desaparición.)
Juan Perucho:
Con la técnica de Lovecraft1
A la memoria de Lovecraft, escritor de "science fiction”, que murió perseguido por los seres invisibles.
El resorte se disparó, hizo un ruido leve y, lentamente, bajó el disco. Hubo una pausa. Algo, como una corriente de aire casi imperceptible, fue aumentando en intensidad. Entreabrió una puerta y descendió por unos escalones que daban a un patio interior. Tropezó con algo sólido y opaco y blasfemó en voz baja. Luego se dirigió a un breve pasadizo, al otro lado del patio, y se arremolinó. Ahora se oía la música alejada, sorda, filtrada. Era una noche silenciosa y tranquila, de gran suavidad, con el aroma de la primavera cayendo desde los árboles.
Desapareció la magia de la boca con las pequeñas placas de la sífilis en labios y paladar. Había unas bombillas rojas y verdes en cuyo interior se podía ver perfectamente la imagen de su rostro con un rictus de ironía amarga y desilusionada. Ironía nacida de la desesperación y de la muerte, más allá de las cuales sólo débiles ráfagas de aire descansan en el interior de los sepulcros abandonados, llenos de ceniza o de agua pútrida, o en la caja de resonancia de los pianos Chassaigne, modelo 1906, esperando la aparición del conducto sutilísimo que los ha de unir, con unas cuantas palabras no pronunciadas, a la oreja del caballero momificado o de la dama solitaria. Gastadas formas de vida o de muerte, de nacimiento mecánico o un dolor visceral, de v6mitos que se suceden, implacables (o que, por lo menos, atormentan con la agonía del espasmo que ha de venir y que siempre, siempre desemboca en una especie de abismo y en sudor y en cabellos pegajosos), y de grititos histéricos y de dientes que se desmoronan y que la lengua palpa voluminosos y febricitantes.
1 Título original: Amb la tècnica de Lovecraft. Traducido por Rafael Llopis [© Juan Perucho Gutierrez].
No era eso. Sólo la gélida quemadura de un thoulú, de uno de aquellos seres amorfos y terribles que ya había descrito minuciosamente, en el siglo XII, el árabe Al-Buruyu en su tratado Los que vigilan. La evidencia de las cosas surgía de improviso con mil y un significados aterradores y alusivos. No había forma humana para conjurar lo inevitable, para alejar el dogal que ceñiría al elegido, quien, por un impulso misterioso, sería arrastrado al sacrificio, a la aniquilación de la propia personalidad, y se convertiría en una cosa horrible y sin nombre, abominable concepción esta, fruto de una boda del cielo y el infierno. No podían tener otro sentido la aparición de signos en todas las habitaciones de la casa y aquellos restos de organismos extraños hallados una mañana en el patio, que se habían volatilizado misteriosamente al cabo de una hora. El magisterio de Al-Buruyu se presentaba como una fuerza maléfica que se anticipaba a los siglos como un ojo impasible y escrutador, dotada de una voz caligráfica y cabalística que iba avanzando como una carcajada por la noche, sobre la nieve surcada de huellas deformes y de misteriosas desapariciones, de alaridos alucinantes junto a las rejas de los manicomios.
Se oyó el claxon de un coche. La presencia se inquietó y hubo como una distensión. Murmuró unos sonidos ininteligibles y apenas una leve fosforescencia se insinuó en el fondo del pasadizo, entre inmundicias y botellas de licor vacías. Se encendió la luz en una ventana próxima y poco después se apagó. Fuera, respiraba la primavera.
El tiempo se acumulaba en el cerebro y en la sangre, en pliegues suavísimos y turbadores en los que aparecía la claridad solar. Había costras y una materia rugosa, surcada por grietas de dirección dubitativa, que parecía calcinada por un contacto satánico o sordamente enfurecido. O bien una superficie enharinada con polvos de arroz, bajo la cual palpitaban, vívidas y sensibles, amplias llagas purulentas, como bocas martirizadas y ocultas, como flores monstruosas y sonámbulas que, de pronto, se hinchasen y creciesen, estirando su íntima estructura hacia formas propias de un delirio febril. Era demasiado tarde para el antídoto, la svástica invertida de plata que habría de poner ecos de cantos litúrgicos en la huida de la estepa y en la llegada de la savia vivificante. El vuelo de las hojas era un vuelo de bronces, enlutado y solemne, sobre la tierra árida y espectral. Apenas podían entreverse, con un esfuerzo supremo, la risa de un niño vestido de marinero, casi velada por el dolor, o la triste tenacidad del hombre que medita hasta altas horas de la noche, contemplada ahora bajo el peso de una lágrima, o la inútil trenza perfumada que era como aire para una mirada que alimentaba al deseo. La carne había empezado a corromperse, aún en presencia de la vida, y exhalaba una pestilencia indefinible que lo impregnaba todo. Lentamente se inició el éxodo, e incluso la araña, con su perezosa pero terrible seguridad, abandonó el nido de su vida feliz. Entreveía lecturas de íncubos, fórmulas mágicas de la muerte y el diablo, rebasado ya todo vestigio de razón, y se veía
hojear la Dissertation sur les apparitions des anges, des démons et des esprits et sur les revenants et vampires, del monje Calmet, que corroboraba la fría certeza de Al-Buruyu. Ya Angela Foligno había revelado al comentarista que, al principio, non est in me membrum quod non sit percussum, tortum et poenatum a daemonibus, et semper sum infirma, et semper stupefacta, et plena doloribus in ómnibus membris vivis1. También había un flotar sobre la realidad, un ir a la deriva en paisajes inexistentes de algas mortecinas que se crispaban, airadas y amenazadoras, al más leve contacto; y el manubrio de los organillos giraba vertiginosamente en el interior del cráneo, con un insufrible alboroto de timbres y altavoces enloquecidos que callaban después en un angustioso silencio de tumba.
Se alisó el cabello con la mano, morosa y maquinalmente. Bebía con delectación, y en breves sorbos, una copa de auténtico scotch Forrester y se encontraba, seguramente, a diez millas de la costa y en una tormenta de todos los demonios. Rióse una rubia con la risa provocativa de Jane Russell y se le acercó desde la barra. Llevaba la boca pintada de rojo intenso, de color sangre toro, y un jersey ceñido que destacaba su busto con violencia. Le acarició la mejilla y le murmuró unas palabras cariñosas, acercando su cara hasta casi rozarle. La atmósfera era densa y turbia por el humo del tabaco y algunos invitados se habían quitado la americana. Otra muchacha, que movía las ancas como una estrella de Hollywood, cantaba como en éxtasis, con una lánguida sensualidad que se pegaba a la epidermis.
Pensaba que no le volvería a ver. De pronto, se le ocurrió reír ante aquel niño vestido de marinero, pasado de moda y ridículo. Lo asoció a muchas otras cosas, como a un banderín de hockey clavado bien tenso en alguna pared, o una fotografía desteñida que perpetuaba unas caras ausentes en una nebulosa excursión a Bañolas, un día de mucho frío, o a un pequeño bar del Paseo de Gracia, mucho después, cuando ya ella preparaba el trousseau de novia y le regalaba corbatas el día de su santo.
La cantante agradeció los aplausos con una sonrisa. La gente intentaba ahora bailar, excepto un grupito que bebía y conversaba con el barman y con la muchacha que acababa de terminar su número. Reinaba una media luz sucia y gastada.
Penetrado por la sombras, detrás del gran monumento a Napoleón, detrás de las campanas de los tranvías, bajo los burdeles de todas las ciudades del mundo, necesitaba ahora, en su último momento de lucidez, buscar la luz, engañar a aquella presencia, acercarla fuese como fuese, si era menester, a la luz clara y purificadora, a esa luz que
1 "No hay en mí miembro que no sea golpeado, retorcido y torturado por los demonios, y siempre estoy enferma, y siempre asustada y llena de vivos dolores en todos los miembros. (N. del T.)
a veces rasgaba las tinieblas. Tenía que haber luz en algún lado. A él le parecía que así tenía que ser forzosamente.
Muy lejos, seguramente a diez millas de distancia, alguien o algo reptaba por la alfombra. Dejó atrás las dos butacas y se incorporó poco a poco. Era como un babeo o como un borborigmo inconfesable. De él emanaba un resplandor lívido. Como una alucinación de Lovecraft.

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