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sábado, 16 de agosto de 2008

ALBA DE SATURNO -- ARTHUR C. CLARKE -- SCIFI

ALBA DE SATURNO
Arthur C. Clarke
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Sí, es completamente cierto. Conocí a Morris Perlman cuando yo tenía veintiocho años. Entonces yo había conocido a miles de personas, desde presidentes para abajo.
Cuando volvimos de Saturno, todo el mundo deseaba vernos, y casi la mitad de la tripulación se fue a dar una serie de conferencias. A mí siempre me ha encantado hablar (no dirán ustedes que no lo han notado), pero algunos de mis colegas dijeron que más bien preferían ir al planeta Plutón que enfrentarse con otro auditorio. Y algunos lo hicieron.
Mi objetivo era el Medio Oeste, y la primera vez que vi a Mr. Perlman – nadie le llamaba de otra forma y, desde luego, jamás «Morris» -, estaba en Chicago. La agencia siempre me alojaba en buenos hoteles, aunque no demasiado lujosos. Lo prefería así; me gustaba hallarme en sitios donde yo pudiera ir y venir a mi gusto sin demasiada etiqueta y donde pudiese vestirme como yo quisiera. Veo que sonríen; bueno, entonces yo era solo un muchacho y han cambiado muchas cosas...
Ya hace mucho tiempo de ello, pero por aquel entonces estaba dando una conferencia en la Universidad. De cualquier forma, recuerdo que sufrí una decepción porque no pudieron mostrarme el sitio en que Fermi comenzó a construir la primera pila atómica. Dijeron que el edificio había sido derribado hacia ya cuarenta años y que solo existía una placa que marcaba el lugar. Me quedé mirándola durante un rato, pensando todo lo que había ocurrido desde aquellos lejanos días, allá por el año 1942. Yo ya había nacido, por una parte; y la energía atómica me había llevado hasta el planeta Saturno y vuelto a la Tierra. Aquella era probablemente algo que Fermi y Compañía nunca habían pensado cuando construyeron su primitiva entramado de uranio y grafito.
Estaba tomando el desayuno en una cafetería, cuando un hombre de mediana estatura se sentó en el otro lado de la mesa que yo ocupaba. Saludó con un cortés «Buenos días» y después expresó su sorpresa al reconocerme. (Por supuesto, había planeado aquel encuentro; pero yo no me di cuenta en aquel momento).
– ¡Es un placer encontrarle! – dijo -. Estuve presente en su conferencia de anoche. ¡Cómo le envidié!
Yo dejé escapar una sonrisa más bien forzada. Nunca suelo ser muy sociable en el desayuno y había aprendido, además, a ponerme en guardia contra los chiflados, los pelmazos y los entusiastas que parecían considerarme como una presa legítima. Mr. Perlman, sin embargo, no era un pelmazo... aunque ciertamente era un entusiasta, si bien supongo que ustedes podrían considerarle como un chiflado.
Tenía el aspecto de un próspero hombre de negocios del tipo medio, y supuse que sería un invitado al igual que yo. El hecho de que hubiese asistido a mi conferencia no era sorprendente; había sido una muy popular, abierta al público y bien anunciada por la prensa y la radio.
– Siempre, desde que era un chiquillo – dijo mi compañero no invitado –, me ha fascinado el planeta Saturno. Sé exactamente cómo y cuándo comenzó todo. Yo debía tener unos diez años cuando cayeron en mis manos aquellas maravillosas ilustraciones de Chelsey Bonestell, mostrando el planeta como visto desde sus nueve lunas. Supongo que usted las habrá visto, ¿no es así?
– Desde luego – repuse –. Aunque ya tienen medio siglo de antigüedad, nadie las ha sobrepasado todavía en belleza. Teníamos dos series de ellas a bordo del Endeavour, clavadas en la mesa de navegación. Yo solía mirarlas con frecuencia, para compararlas con la realidad.
– Después – continuó mi interlocutor –, ya puede imaginarse como me sentiría allá por los años 1950. Solía quedarme horas enteras mirándolas fijamente e intentando comprender lo que era aquel increíble objeto, con sus plateados anillos dando vueltas a su alrededor; no era el sueño de un artista, sino que existía, se trataba de un mundo diez veces mayor que la Tierra.
»En aquel tiempo, nunca imaginé que pudiese ver aquella cosa maravillosa por mí mismo; daba por descontado que solo los astrónomos, con sus grandes telescopios, podían gozar de semejante visión. Pero luego, cuando tuve unos quince años, hice otro descubrimiento... tan emocionante que apenas si podía creerlo.
– ¿Y de qué se trataba? – pregunté. Para entonces, ya me había reconciliado con la idea de compartir el desayuno. Mi compañero de mesa parecía bastante inofensivo, y existía algo realmente agradable y encantador en su entusiasmo.
– Descubrí que cualquier idiota podía construir un telescopio en la propia cocina de su casa, con unos cuantos dólares y un par de semanas de trabajo. Fue una revelación: como miles de otros muchachos, solicité de la biblioteca pública un ejemplar del libro «Construcción de un telescopio de aficionado» de Ingall, y puse manos a la obra. Dígame... ¿ha construido usted alguna vez un telescopio con sus propias manos?
– No. Yo soy ingeniero, no astrónomo. Creo que no sabría cómo emprender semejante tarea.
– Pues es increíblemente sencillo, si sigue usted las instrucciones. Se comienza con dos discos de cristal, que tengan dos o tres centímetros de espesor. Yo conseguí los míos, por cincuenta centavos, de la chatarra procedente de un barco; eran claraboyas inútiles porque ya no encajaban por los bordes. Después, se fija uno de los discos en alguna superficie firme y plana; yo me serví de un viejo barril puesto de pie.
»Luego, hay que comprar diversos grados de polvo de esmerilar, empezando por el más grueso, hasta terminar por el más fino. Se pone una pequeña cantidad del polvo más basto entre los dos discos y se comienza a frotar de un lado a otro con impulsos regulares, procurando al hacerlo ir girando alrededor del barril.
»¿Sabe lo que ocurre? El disco superior se va ahuecando por la acción abrasiva del polvo de esmeril, y conforme se va trabajando acaba por adquirir una superficie cóncava, esférica. De vez en cuando, se cambia el polvo a más fino y se hacen comprobaciones ópticas para estar seguro de que la curva es correcta.
»Más tarde, se deja el esmeril y se utiliza rojo óptico, hasta que al final se tiene una superficie lisa y pulida hasta el extremo de que uno mismo no cree que haya sido su propia obra. Solo queda un paso más que dar, aunque es algo más fastidioso. Es preciso azogar el espejo y convertirlo así en un buen reflector. Eso implica la adquisición de algunos productos químicos que pueden comprarse en cualquier droguería, y proceder exactamente como dice el libro.
»Todavía recuerdo la sorpresa que recibí cuando aquella película plateada comenzó a extenderse como algo mágico por la cara de aquel espejo. No era perfecto, pero sí lo suficientemente bueno, y creo que no lo habría cambiado por el telescopio de Monte Palomar.
»Lo sujeté a un trozo de madera; no había necesidad de preocuparse por un tubo telescópico, aunque puse alrededor del espejo un par de palmos de cartón, para evitar la luz de alrededor. Como ocular, utilicé una pequeña lente de aumento que encontré en un almacén de trastos viejos y que me costó unos cuantos centavos. En conjunto, no creo que el telescopio me costase más de cinco dólares... aunque era mucho dinero para mí siendo un muchacho.
»Vivíamos entonces en un viejo hotel, casi ruinoso, que mi familia poseía en la Tercera Avenida. Cuando monté el telescopio, subí al tejado y lo probé, entre la jungla de antenas de televisión que cubrían todos los edificios de la ciudad por aquellos días. Me llevó un buen rato el conseguir alinear el espejo y el ocular; pero no cometí errores y finalmente la cosa fue bien. Como instrumento óptico probablemente era una calamidad – después de todo, era mi primer intento -, pero tenía por lo menos cincuenta aumentos y apenas si pude contener mi impaciencia esperando que cayese la noche para probarlo mirando las estrellas.
»Consulté el almanaque astronómico y supe que Saturno se hallaría alto en el cielo por el Este, tras el crepúsculo. Tan pronto como ya fue de noche, subí de nuevo al tejado del hotel y me las compuse para situar el telescopio entre dos chimeneas. Hacía bastante frío; pero apenas si me daba cuenta, ya que el cielo estaba cuajado de estrellas... y todas eran mías.
»Me tomé mi tiempo enfocándolo convenientemente con tanta precisión como fuese posible, utilizando la primera estrella que entró en el campo de visión de mi telescopio. Después, comencé la búsqueda de Saturno, y pronto descubrí qué difícil es localizar cualquier cuerpo celeste en un telescopio reflector que no esté debidamente montado. Pero al poco, el planeta entró en el campo visual: con infinito cuidado acomodé mi cacharro cambiándolo unos centímetros de sitio... y allí estaba.
»Se veía pequeño, pero perfecto. Creo que me quedé sin aliento durante un buen rato; apenas si podía dar crédito a mis ojos. Después de lo que había visto en aquellos dibujos, allí estaba la realidad.
Daba la impresión de un juguete suspendido en el espacio, cuyos anillos estuviesen ligeramente inclinados hacia mí. Incluso ahora, cuarenta años más tarde, me acuerdo perfectamente que pensé que parecía algo ¡tan artificial...! Como algo que cuelga de un árbol de Navidad. Se apreciaba una estrellita brillante a su izquierda, y en seguida me di cuenta de que se trataba de Titán.
Mi interlocutor hizo una pausa, y durante unos momentos debimos compartir los mismos pensamientos. Para ambos, Titán no solo era la luna más grande de Saturno, un punto de luz conocido solo por los astrónomos. Era, además, un mundo hostil y terrible, el más espantoso en que hubiera tomado contacto nuestra nave, la Endeavour, y donde tres de nuestros compañeros de tripulación yacían para siempre, en sus tumbas solitarias, más lejos de sus hogares de lo que jamás estuviera ningún miembro de la raza humana.
– No sé cuánto tiempo estuve mirando sin pestañear – continuó mi compañero de mesa –. Me dolían los ojos de seguir con el telescopio el paso de Saturno por el cielo. Estaba a mil millones de kilómetros de Nueva York. Pero más tarde Nueva York me trajo a la realidad.
»Le hablé antes del hotel; pertenecía a mi madre; pero mi padre lo administraba... no del todo bien. Había estado perdiendo dinero durante años, y a través de toda mi niñez solo habíamos conocido una serie de crisis financieras. Por eso no culpo a mi padre de darse a la bebida, ya que debió haber estado loco de preocupaciones tanto tiempo. Y yo había olvidado que se suponía que debía estar ayudando al conserje en recepción...
»Así que mi padre me vino a buscar, lleno de preocupaciones y sin saber nada sobre mis sueños. Me encontró en el tejado, mirando las estrellas.
»No era un hombre cruel... sencillamente no podía comprender el estudio, la paciencia y el cuidado que yo había dedicado a mi pequeño telescopio, ni las maravillas que me había mostrado durante el poco tiempo que lo estuve utilizando. No le odié por lo que hizo; pero recordaré toda mi vida su acción brutal de estrellar el aparato contra el muro de ladrillo, y el ruido de los trozos de cristal del espejo reflector esparciéndose por doquier.
No había nada que pudiera decirle. Mi resentimiento inicial hacia aquel intruso hacia ya rato que se había convertido en curiosidad. Me di cuenta de que había mucho más detrás de la historia que me había contado. También me fijé en otra cosa: la camarera nos estaba tratando con una exagerada deferencia, de la cual la menor parte estaba dedicada a mi.
Mi compañero jugueteó con el frasco del azúcar, mientras yo aguardaba con una silenciosa simpatía. Entonces noté que un nexo especial había surgido entre nosotros, aunque no pude comprender realmente de qué se trataba.
– Nunca volví a construir otro telescopio – continuo -. Algo más se rompió, además de aquel espejo, en mi corazón. De todas formas, yo ya tenía muchas cosas en que ocuparme. Ocurrieron dos hechos que cambiaron el curso de mi vida. Mi padre se marchó de casa, dejándome al frente de la familia. Y además demolieron el Elevado de la Tercera Avenida.
Mi compañero debió notar algún gesto especial en mi rostro, ya que me sonrió.
– Oh, no sabrá usted seguramente lo que ocurrió. Cuando yo era un chiquillo, había un tren elevado que discurría por en medio de la Tercera Avenida. Aquello convertía la zona en algo sucio y ruidoso; la Avenida era un barrio indecente lleno de bares, garitos y hoteles baratos, como el nuestro. Todo cambió cuando desapareció el tren elevado; los terrenos subieron fantásticamente de precio, y de repente nos encontramos en una situación próspera. Mi padre se apresuró a volver inmediatamente, pero ya era demasiado tarde; yo era el encargado del negocio. Comencé a desarrollar mi actividad a través de la ciudad, después por el país. Ya no era un contemplador de estrellas de mente ausente y di a mi padre uno de mis más pequeños hoteles, donde su actuación no seria muy nociva.
»Hace pues cuarenta años que miré a Saturno, pero jamás he olvidado aquella primera impresión ante su vista. La noche pasada, sus fotografías me la trajeron a la memoria. Quisiera expresarle cuán agradecido me siento hacia usted.
Hurgó en su billetera y sacó una tarjeta.
– Espero venga a verme cuando se encuentre de nuevo en la ciudad; puede estar seguro de que asistiré a cualquier conferencia que pronuncie. Buena suerte... y perdone si le he hecho perder una buena parte de su tiempo.
Y se marchó, casi antes de que yo pudiese pronunciar ni una palabra. Miré a la tarjeta de visita, la puse en el bolsillo y terminé mi desayuno, bastante pensativo.
Cuando había firmado el cheque en la cafetería para pagar el gasto, pregunté:
– ¿Quién era ese señor que estaba sentado a mi mesa? ¿Es el patrón?
El cajero me miró como si yo fuese un retrasado mental.
– Supongo que esa será su forma de llamarle, señor – repuso -. Por supuesto es el propietario del hotel; pero nunca le hemos visto aquí antes. Siempre permanece en el «Ambassador» cuando está en Chicago.
– ¿Y también es el dueño? – dije sin mucha ironía, porque sospechaba ya cual era la respuesta.
– Pues claro que sí. Lo mismo que...
– Y comenzó a soltar un rosario de nombres de muchos otros, incluyendo dos de los más grandes hoteles de Nueva York.
Yo me hallaba impresionado y también bastante divertido, ya que resultaba obvio que Mr. Perlman había venido con la deliberada intención de conocerme y encontrarse conmigo. Parecía una forma un tanto laboriosa y complicada de hacerlo, pero yo ignoraba todo respecto a su notoria timidez y su tendencia a ocultarse.
Después, lo olvidé durante cinco años. (Bueno, debo citar lo sucedido cuando pedí la factura. Me respondieron que no debía nada.) Durante aquellos cinco años, hice mi segundo viaje.
Sabíamos entonces lo que nos esperaba, y ya no íbamos totalmente hacia lo desconocido. No hubo más preocupaciones respecto al combustible, porque todo el que pudiéramos necesitar nos esperaba en Titán: sólo teníamos que bombear su atmósfera de metano en nuestros tanques y seguir nuestros planes adelante por el espacio. Una tras otra, visitamos sus nueve lunas, y después seguimos por los anillos...
Hubo poco peligro en hacerlo, pero con todo es una experiencia capaz de destrozar los nervios. El sistema de sus anillos es de poco espesor, ya saben, más o menos unos treinta kilómetros de grueso. Descendimos en él lenta y precavidamente tras haber igualado la velocidad de su giro, de forma que nos moviésemos exactamente a su misma velocidad. Era como poner el pie en un carrusel de casi trescientos mil kilómetros de diámetro.
Pero una clase fantasmal de carrusel, porque los anillos no son algo sólido y puede verse a su través. De hecho son algo casi invisible; los billones de partículas que los constituyen están tan separadas entre sí que todo lo que uno puede ver en la inmediata vecindad son pequeños trozos ocasionales que se mueven muy lentamente. Es sólo cuando se les mira desde lejos que esos incontables fragmentos aparecen como unidos en una sola lámina, como una tormenta de granizo que girase eternamente alrededor de Saturno.
Esta no es una frase mía, pero puede considerarse como buena y apropiada. Resultó que la primera vez que atrapamos una partícula componente de los anillos de Saturno y la introdujimos en la compuerta de aire, se derritió en pocos minutos, convirtiéndose en un charco de agua sucia. Algunas personas creen que destruye el encanto el saber que los anillos – o el 90% de ellos –, están formados por trozos de hielo vulgar y corriente. Pero eso es una actitud estúpida, ya que su extraordinaria belleza en nada menguaría, tanto si son así como si estuviesen formados por diamantes.
Cuando volví a la Tierra, en el primer año del nuevo siglo, comencé otra serie de conferencias, aunque esta vez de corta duración, puesto que para entonces ya tenía familia y deseaba estar con ella el mayor tiempo posible. Esta vez vi a Mr. Perlman en Nueva York, con ocasión de pronunciar en Columbia una conferencia y mostrar nuestra película « Explorando Saturno». (Un título algo inapropiado, ya que el punto más cercano al planeta en que estuvimos fue a unos treinta mil kilómetros de distancia. Nadie soñaba, en aquellos días, que los hombres pudieran nunca descender a esa especie de turbulento fango que es lo que Saturno tiene más parecido a una superficie.)
Mr. Perlman me estaba esperando después de la conferencia. No le reconocí al primer momento, ya que había tenido que saludar y ver seguramente a un millón de personas desde la última vez que nos vimos. Pero cuando me dijo su nombre, los recuerdos volvieron rápidamente con tanta claridad, que comprendí que sin duda había dejado una profunda huella en mi mente.
Se las arregló de alguna forma para sacarme de entre la muchedumbre. Aunque sentía repugnancia por mezclarse entre la multitud, tenía, no obstante, una gracia especial para dominar cualquier grupo cuando era necesario, y después escaparse antes de que sus víctimas supieran lo que había ocurrido. Aunque le vi hacerlo muchas veces, nunca supe exactamente cómo lo hacía.
De todas formas, media hora más tarde estábamos despachando una soberbia cena en un restaurante de lujo (suyo, por supuesto). Era una comida suculenta y extraordinaria, en especial el pollo y el helado, aunque me hizo pagar por todo ello. Metafóricamente, quiero decir.
Por aquel tiempo todos los hechos y fotografías reunidos por las dos expediciones a Saturno estaban a disposición de todo el mundo, en cientos de reportajes, libros y artículos populares. Mr. Perlman parecía haber leído todo el material que no era demasiado técnico; lo que deseaba de mí era algo diferente. Incluso entonces, me conmovió el interés de aquel hombre ya de edad y solitario, tratando de recapturar un sueño que había quedado perdido en su juventud. Estaba en lo cierto; pero eso sólo era una fracción de la realidad.
Se trataba de algo que todos los reportajes y artículos habían fallado en dar. Mr. Perlman quería saber qué se sentía al despertar por la mañana y ver aquel enorme y dorado globo con sus cinturones de nubes dominando el cielo. ¿Y los anillos? ¿ Qué impresión daban a la mente cuando uno estaba tan cerca de ellos que llenaban los cielos de un extremo a otro?
– Usted quiere a un poeta – le dije – y no a un ingeniero. Pero le diré esto: por mucho que uno mire a Saturno y vuele entre sus lunas, nunca puede creerse lo que se está viendo. A cada momento se piensa:
«Todo es un sueño... una cosa así no puede ser real». Entonces se asoma uno a una claraboya de la nave espacial... y allí está, cortando la respiración.
»Tiene que tener en cuenta que, aparte de la proximidad, estábamos en condiciones de mirar a los anillos desde ángulos y situaciones de ventaja que resultaban absolutamente imposibles desde la Tierra, donde siempre se les ve vueltos hacia el Sol. Nosotros podíamos desplazarnos entre su sombra, donde ya no brillan como la plata... entonces dan la impresión de un suave resplandor, como si fuesen un puente de humo entre las estrellas.
»La mayor parte del tiempo podíamos ver la sombra de Saturno extendida por toda la anchura de los anillos, eclipsando– los tan completamente que parecía como si se les hubiese arrancado un gran bocado de su estructura. Por el contrario, se obtenía un efecto diferente al observar del lado del día en el planeta cómo la sombra de los anillos trazaban algo parecido a una neblinosa banda paralela al ecuador y no lejos de él.
»Y, sobre todo – aunque esto sólo lo hicimos pocas veces –, pudimos elevarnos sobre cualquiera de los polos del planeta y mirar hacia abajo a todo aquel maravilloso sistema, de tal forma que quedaba en un plano bajo nosotros. Entonces, pudimos observar que en vez de los cuatro anillos vistos desde la Tierra debía haber, por lo menos, una docena de anillos separados; fusionándose unos con otros. Cuando vimos aquello, nuestro capitán hizo una observación que no olvidaré nunca: "Este – dijo, sin nada de pedantería en la voz – es el sitio en donde los ángeles aparcan sus halos". »
Todo aquello, y mucho más, le fui contando a Mr. Perlman en aquel restaurante tan lujoso, situado a poca distancia de Central Park. Cuando hube terminado, pareció muy complacido, aunque se quedó en silencio durante un instante. Entonces me dijo, tan casualmente como uno puede preguntar por la hora en una estación de ferrocarril:
– ¿Cual sería el mejor satélite para instalar un parador de turismo?
Cuando comprendí el significado de sus palabras me atraganté con el coñac de cien años que estaba bebiendo. Entonces le dije con paciencia y cortesía (ya que, después de todo, me había tomado una estupenda cena):
– Escuche, Mr. Perlman. Usted sabe tan bien como yo que Saturno se encuentra a más de mil quinientos millones de kilómetros de la Tierra, y de hecho mucho más cuando nos hallamos en lugares opuestos respecto al Sol. Alguien ha calculado que nuestros billetes de viaje, por término medio, han costado medio millón de dólares por cabeza, y créame, en el Endeavour I y II no había plazas de primera clase. De todas formas, por mucho dinero que alguien tenga, nadie puede obtener un pasaje para Saturno. Sólo las tripulaciones del espacio y las científicas irán hasta allá, por tanto tiempo como sea posible imaginar.
Me di cuenta en seguida de que mis palabras no habían surtido el menor efecto; se limitó sencillamente a sonreír como si supiese de algún secreto bien guardado.
– Lo que usted dice es bastante cierto ahora – repuso –. Pero yo también he estudiado la Historia. Y yo entiendo a la gente, ese es mi negocio. Permítame recordarle algunos hechos.
»Hace dos o tres siglos, casi todos los grandes centros de turismo mundial y lugares bellos de la Tierra se hallaban tan lejos de la civilización como lo está Saturno de nosotros en este momento. ¿Qué sabía Napoleón, pongamos por ejemplo, del Gran Cañón, de las cataratas Victoria, de las Islas Hawai, del monte Everest? Recuerde el Polo Sur: se llegó por primera vez a él cuando mi padre era un niño... pero allí hay un hotel que ha conocido usted durante toda su vida.
»Ahora todo comienza de nuevo. Usted solo puede apreciar los problemas y dificultades porque se halla demasiado cerca de ellos. Sean cuales fueren, los hombres los superarán con el tiempo, como lo han hecho siempre en el pasado.
»Allá donde haya algo extraño, o bello, o nuevo, la gente siempre querrá ir a verlo. Los anillos de Saturno son el mayor espectáculo existente en el Universo; yo siempre lo he creído así y ahora me ha convencido usted. Hoy cuesta una fortuna llegar hasta allí, y los hombres que van arriesgan sus vidas. Así lo hicieron los primeros hombres que volaron, pero ahora tiene usted a millones de pasajeros por el aire a cada momento, durante el día y la noche.
»Lo mismo tiene que ocurrir con el espacio. Esto no ocurrirá en diez años ni en veinte. Pero recuerde que veinticinco años fue todo lo que llevó el conseguir los primeros vuelos comerciales a la Luna. No creo que se tarde mucho más para Saturno...
»Yo ya no estaré vivo para cuando ese feliz día llegue. Pero, ocurra lo que ocurra, quiero que la gente recuerde. Entonces... ¿dónde podríamos construir un parador?
Yo todavía continuaba creyendo que estaba decididamente loco; pero al fin comencé a comprenderle. No era cuestión de herirle con bromas, por lo que comencé a pensar cuidadosamente mis palabras.
– Mimas está demasiado próximo – le dije –, y también Enceladus y Thetis. Saturno ocupa todo el cielo y uno teme que vaya a caérsele encima. Además, no son lo bastante sólidos; en realidad son verdaderas bolas de nieve gigantes. Dione y Rhea son mejores, desde allí se tiene una espléndida vista, desde cualquiera de ambos. Pero todas esas lunas interiores son diminutas; incluso Rhea solo tiene mil doscientos kilómetros de diámetro y las otras son más pequeñas aún.
»No creo que la cuestión merezca discusión: el lugar ideal es Titán. Es un satélite hecho a la medida del hombre, ya que es mucho mayor que nuestra Luna y casi tan grande como el planeta Marte. Tiene una gravedad razonable, aproximadamente un quinto de la terrestre, por lo que sus huéspedes no flotarán por todas partes. Y siempre será el mejor punto para el aprovisionamiento de combustible, a causa de su atmósfera de metano, que debería ser un factor importantísimo en sus cálculos. Toda nave que salga de Saturno tiene que aprovisionarse allí necesariamente.
– ¿Y las otras lunas?
– Oh, Hiperion, Japeto y Febe están a una distancia mucho mayor. Los anillos casi no se ven desde Febe. Bien, olvídelo. Lo mejor es el viejo Titán, a pesar de que la temperatura es de 200 grados bajo cero y la nieve amoniacal que lo recubre no es lo mejor para ponerse a esquiar.
Mr. Perlman me escuchó con todo cuidado, y si pensó que me estaba burlando de sus nociones poco científicas y prácticas no dio la menor muestra de ello. Nos despedimos poco después. No recuerdo nada más de aquella cena, y transcurrieron otros quince años hasta que volvimos a encontrarnos. Yo me dediqué a mis trabajos y olvidé todo aquello. Pero cuando Mr. Perlman me necesitó, me llamó.
Ahora veo qué es lo que estuvo esperando. Su visión había sido más clara que la mía. No pudo haber imaginado, por supuesto, que el cohete desaparecería como el motor de vapor en menos de un siglo; pero sabía que existiría algo mejor, y ahora creo que financió los primeros trabajos de investigación de Saunderson sobre la Propulsión Paragravítica. Pero no fue sino hasta que se establecieron las plantas de fisión atómica que podían calentar cien kilómetros cuadrados de un mundo tan frío como el planeta Plutón que Mr. Perlman se puso en contacto de nuevo conmigo.
Ya era un anciano de edad muy avanzada y casi moribundo. Me dijo lo inmensamente rico que era, hasta el extremo de que apenas si pude creerlo. Me cercioré cuando me mostró los elaborados planos y bellas maquetas que sus expertos habían preparado con ausencia de toda publicidad.
Estaba sentado en su silla de ruedas, como una momia arrugada hasta lo inverosímil, observando mi rostro mientras yo estudiaba las maquetas y los diseños. Entonces me dijo:
– Capitán, tengo un trabajo para usted...
Y aquí me encuentro. Es como gobernar una nave del espacio, por supuesto... la mayor parte de los problemas técnicos son idénticos. A mi edad, ya soy demasiado viejo para mandar una nave, por lo que le estoy muy agradecido a Mr. Perlman.
Ha sonado el gong. Si las damas están dispuestas, sugiero que vayamos a cenar en el salón de observación.
A pesar de los años transcurridos, todavía me gusta observar a Saturno alzándose en el cielo... y esta noche puede apreciársele casi en su totalidad.
FIN

ACERO -- RICHARD MATHESON -- SCIFI

ACERO
Richard Matheson
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Los dos hombres salieron de la estación empujando un objeto cubierto, montado
sobre ruedas. Lo llevaron a lo largo de la plataforma hasta alcanzar uno de los
vagones centrales, y allí lo subieron, gruñendo, con los cuerpos empapados de
sudor. Una de las ruedas cayó, rebotando sobre los escalones metálicos. La
recogió un hombre que venía detrás, para entregársela al que llevaba un traje
pardo arrugado.
—Gracias — dijo el hombre del traje pardo, guardando la rueda en el bolsillo
lateral de la chaqueta.
Ya en el coche, ambos empujaron al objeto cubierto por el pasillo. La falta de una
rueda lo hacía inclinarse hacia un lado; el hombre del traje pardo, cuyo nombre
era Kelly, se veía forzado a sostenerlo con el hombro para evitar que tumbara.
Respiraba jadeando, y de vez en cuando sacaba la lengua para lamer las
pequeñas gotitas de sudor que se le formaban sobre el labio superior.
Al llegar al medio, el que llevaba un traje azul arrugado volteó hacia atrás uno de
los respaldos, de modo que quedaran cuatro asientos enfrentados. Después
empujaron el objeto hasta colocarlo entre los asientos; Kelly metió la mano por
una abertura de la funda y tanteó hasta encontrar cierto botón. El objeto se sentó
pesadamente junto a la ventana.
— ¡Oh, Dios!, Oye cómo chirría — dijo Kelly.
Pole, el otro hombre, se encogió de hombros y se sentó.
— ¿Qué esperabas? — preguntó, suspirando.
Kelly se estaba quitando la chaqueta. La dejó caer en el asiento de enfrente y se
sentó junto al objeto cubierto.
—Bueno, le vamos a comprar algunas cosas en cuanto cobremos — dijo,
preocupado.
—Si lo conseguimos — dijo Pole.
Este era muy delgado. Se recostó contra el asiento caliente, mientras Kelly se
enjugaba las mejillas sudorosas.
—¿Por qué? — preguntó, pasándose el pañuelo húmedo bajo el cuello de la
camisa.
—Porque no fabrican más — respondió Pole, con la falsa paciencia de quien ha
repetido lo mismo demasiadas veces.
—Es una locura —protestó Kelly.
Se quitó el sombrero para secarse la pequeña calva, circundada por pelo de color
herrumbre, agregando:
—Todavía hay muchos B-7 en funcionamiento.
—No tantos — observó Pole, apoyando un pie sobre el objeto cubierto.
— ¡No! — exclamó Kelly.
Pole dejó caer el pie, con una suave maldición. Kelly pasó el pañuelo por el forro
de su sombrero. Iba a ponérselo otra vez, pero cambió de idea y lo dejó caer
encima de su chaqueta.
— ¡Diablos, qué calor! — exclamó.
—Y se pondrá peor — observó Pole.
Del otro lado del pasillo un hombre colocó su maleta en el estante y se sentó,
bufando. Kelly le echó un vistazo antes de volverse.
—Así que hará más calor en Maynard, ¿eh? — preguntó.
Pole asintió. Kelly tragó saliva, diciendo:
—Me gustaría tomarme otra de esas cervezas.
Su compañero perdió la mirada más allá de la ventanilla entre las ondas cálidas
que se levantaban de la plataforma de cemento.
—Me tomé tres cervezas — continuó Kelly —, y tengo tanta sed como antes.
— ¡Ajá! — dijo Pole.
—Como si no hubiese tomado nada desde que salimos de Fila.
— ¡Ajá!
Por un momento, Kelly fijó la vista en el otro. Pole era de cabellos oscuros y piel
blanca; sus manos eran desproporcionadamente grandes en relación con el
cuerpo; pero eran tan hábiles como grandes. "Pole es de los mejores", pensó
Kelly, "de los mejores."
—¿Te parece que le irá bien? — preguntó.
—Siempre que no le peguen — gruñó Pole, sonriendo sin la menor alegría.
—No, no, hablo en serio — protestó Kelly.
Los ojos oscuros e inexpresivos de Pole se apartaron de la plataforma para mirar
a Kelly.
—Yo también — dijo.
— ¡Vamos!
—Steel, lo sabes tan bien como yo. Lo mandarán al diablo.
—No es cierto — afirmó Kelly, agitándose en el asiento, incómodo —. No necesita
más que algunos arreglos. Un pequeño ajuste y quedará como nuevo.
—Sí un ajuste de trescientos o cuatrocientos dólares — repuso Pole — y con
repuestos que ya no se fabrican.
Y volvió a mirar por la ventanilla.
—Vamos..., no está tan mal — protestó Kelly —. ¡Dios mío!, el que te oiga
pensará que sólo sirve para chatarra.
—¿Y no es cierto?
—No — retrucó Kelly, enojado —, no es cierto.
El moreno se encogió de hombros; sus largos dedos blancos tamborilearon sobre
las rodillas.
—Todo porque está un poco viejo...
—Viejo... — gruñó Pole —. Caduco, eso es lo que está.
— ¡Oh!
Kelly aspiró una gran bocanada de aire caliente y exhaló por la nariz ancha. Posó
los ojos sobre el objeto cubierto, con la expresión de un padre enojado por las
faltas de su hijo, pero más enojado aún con quienes las mencionan.
—Todavía le queda para rato — dijo.
Su compañero contempló a la gente que caminaba por la plataforma. Un maletero
empujaba un carro repleto de maletas apiladas.
—Bueno, ¿está bien o no? — preguntó Kelly finalmente, como si la pregunta le
resultara desagradable.
—No sé, Steel — respondió Pole, volviendo los ojos hacia él —. Necesita
reparaciones, y tú lo sabes. El resorte impulsor del brazo izquierdo tiene ya tantas
composturas que está casi arruinado. De ese lado no tiene protección. El lado
izquierdo de la cara está todo golpeado; la lente del ojo se ha quebrado. Los
cables de las piernas están gastados y flojos, y la tensión se ha ido al demonio.
¡Cielos, si hasta el giroscopio anda mal!
Y agregó, apartando otra vez la mirada:
—Para qué hablar de la pasta lubricante que no tiene.
—Se la pondremos— dijo Kelly.
— ¡Sí, después de la pelea, después de la pelea! — estalló Pole — ¿Y antes qué?
Andará a los chirridos por todo el ring, como una... pala mecánica. Por milagro
puede ser que aguante dos rounds. Nos van a emplumar.
Kelly tragó saliva y encontró confianza para afirmar:
—No creo que esté tan mal.
—¡Qué me lleve el diablo si no! Está peor. ¡Ya verá cuando la gente se dé cuenta
de lo que es este "Maxo el Luchador", de Filadelfia. ¡Oh, Dios!, nos van a matar.
Tendremos que darnos por muy conformes si logramos cobrar los quinientos
dólares.
—El contrato está firmado — observó Kelly, en tono seguro —. Ahora no pueden
echarse atrás. Aquí mismo tengo una copia, en el bolsillo.
Se inclinó para palmear su chaqueta.
—El contrato habla de "Maxo el Luchador" — indicó Pole —. No de esta... pala
mecánica que tenemos aquí.
—"Maxo" se portará bien — dijo Kelly, como si tratara de convencerse a sí mismo
—. No es tan malo como tú crees.
— ¿Contra un B-siete?
—Es un B-7 principiante. Todavía no tiene mañas.
—"Maxo el Luchador" — dijo Pole, volviéndose hacia otra parte —. "Maxo" el de
un solo round. La pala mecánica luchadora.
— ¡Ah, cállate, diablos! — estalló Kelly, súbitamente enrojecido —. Siempre
quieres echarlo abajo. Pero lleva doce años portándose bien y seguirá portándose
bien. Necesita un poco de pasta lubricante. Necesita una reparación. ¿Y qué? Con
los quinientos dólares podremos conseguirle toda la pasta que quiera. Y un
resorte impulsor nuevo para el brazo y... ¡y cables nuevos para las piernas! Y todo
lo que haga falta.
Se dejó caer contra el respaldo, con el pecho agitado por la respiración, y se frotó
las mejillas con el pañuelo húmedo. Echó sobre "Maxo" una mirada de soslayo.
De pronto extendió una mano para palmear la rodilla cubierta de "Maxo"; el acero
resonó a hueco bajo su palma.
—Vas muy bien — dijo a su luchador.
El tren avanzaba por una pradera recocida por el sol, con todas las ventanas
abiertas, sin embargo, el viento que entraba parecía salido de un horno.
Kelly leía el diario, con la camisa mojada adherida al pecho amplio. Pole también
se había quitado la chaqueta; hosco y taciturno, contemplaba la pradera
empenachada de pastos, que se prolongaba hasta el horizonte. "Maxo" seguía
inmóvil bajo su funda, su pesada estructura metálica se mecía levemente al
compás del tren.
—No dicen ni palabra — comentó Kelly, bajando el periódico.
_¿Y qué querías? No cubren la zona de Maynard.
—"Maxo" no es cualquier desconocido de Maynard. En sus tiempos fue de los
grandes.
Y se encogió de hombros, agregando:
—Tendrían que acordarse de él.
—¿Por qué? ¿Por un par de preliminares en el Garden, hace tres años?
—Todavía no hace tres años, compinche — afirmó Kelly.
—Fue en 1977, y ahora estamos en el ochenta.
—Fue a fines del setenta y siete. Antes de Navidad, ¿no recuerdas? Antes de que
Marge y yo...
Kelly no terminó la frase. Sus ojos quedaron perdidos en el diario, como si allí
vieran la fotografía de Marge, tal como era el día en que lo abandonó.
—¿Qué diferencia hay? — preguntó Pole —. Nunca se acuerdan. ¿Cómo van a
acordarse, si hay como dos mil de estos por ahí? No mencionan más que a los
campeones y a los modelos nuevos.
Y agregó, mirando a "Maxo":
—Me han dicho que este año Mawling saca un B-9.
Kelly levantó la vista.
—¿Ah, sí? — comentó, sin interés.
—Hiperimpulsores en los dos brazos... y en las piernas. Todo de aluminio
acerado. Triple giro. Instalación eléctrica de triple retorcido. Por Dios, deben ser
lindísimos.
—Tendrían que acordarse de él — murmuró Kelly, dejando el diario —. No hace
tanto tiempo.
Su rostro se aflojó en una sonrisa llena de recuerdos.
—Jamás me voy a olvidar de esa noche: dijo —. Nadie nos pudo tumbar. No se
hablaba más que de Dimsy el Duro, Dimsy el Duro; cuarto en el ranking de los
medio pesados; estaba en pleno ascenso.
Y rió entre dientes, con un gusto que le venía desde lo hondo del pecho.
—Y con todo eso, nosotros lo desbancamos. ¡Ohhhh! —dijo, con un gruñido de
placer salvaje —. Todavía puedo ver ese cross de izquierda. ¡Bang! Bien en la
trompa. Y el viejo Dimsy el Duro allí en la lona... duro, ¡claro que sí! ¡Duro!
Y rió, feliz:
— ¡Qué noche, compañero, qué noche! ¡Cómo podría olvidarme de esa noche!.
Pole lo miró con expresión sombría. Después se volvió nuevamente hacia la
pradera reseca por el sol.
—Eso es lo que yo quisiera saber— murmuró.
Kelly vio que el hombre del otro lado del pasillo observaba otra vez el bulto
cubierto de "Maxo". Captó su mirada y sonrió, señalando a "Maxo" con la cabeza.
—Ese es mi luchador — dijo en voz alta.
El hombre sonrió cortésmente, poniendo una mano tras la oreja, a modo de
pantalla.
—Mi luchador — repitió Kelly — "Maxo el Luchador". ¿Lo oyó nombrar?
El hombre lo miró fijamente un momento. Después meneó la cabeza Kelly explicó,
sonriente:
—Sí, una vez estuvo a punto de salir campeón de los semipesados.
El hombre asintió con amabilidad. Kelly, siguiendo un impulso, se levantó y fue a
voltear el respaldo que estaba frente al hombre, para sentarse allí.
—Calor, ¿eh?—dijo.
—Sí — respondió el hombre, sonriendo —. Así es.
—Aquí todavía no hay trenes nuevos, ¿no?
—No — dijo el otro —. Todavía no.
—Todos los nuevos están allá en Fila. De allá venimos, mi amigo y yo. Y "Maxo".
Al decir eso los señaló con la cabeza. En seguida tendió la mano hacia el
desconocido.
—Yo soy Kelly — se presentó —. Tim Kelly.
El hombre pareció sorprendido: el apretón con que respondió a su gesto fue poco
firme.
—Maxwell — dijo a su vez.
Al retirar la mano, se la limpió disimuladamente en el pantalón
—A mí me llaman "Steel" Kelly. Yo también estuve en este deporte. Antes de la
guerra, claro. Era semipesado.
—¿Sí?
—Sí. Así es. Me llamaban Steel porque nunca lograron voltearme. Ni una sola
vez. Llegué a estar en el noveno puesto del ranking. Sí.
— ¡Ajá! — musitó el hombre, paciente.
—Mi... mi luchador —continuó Kelly, señalando a "Maxo" con la cabeza— él
también es semipesado. Esta noche pelearemos en Maynard. ¿Va hasta allí?
—Ejem..., no. No, me bajo en... Hayes.
—Lástima. Va a ser un buen combate.
Dejó escapar un fuerte suspiro y continuó:
—Sí, "Maxo" estuvo... cuarto en el ranking, una vez. Y lo hará de nuevo. A fines
del 77... eh,... noqueó a Dimsy el Duro. A lo mejor usted lo leyó en los diarios.
—Me parece que no.
— ¡Oh, ajá! Bueno, salió en todos los diarios de la costa atlántica. Ya sabe: Nueva
York, Boston, Fila... Sí, tuvo... tuvo bastante fama La revelación del año.
Se rasco la coronilla calva.
—Es un B-2, ¿sabe?, pero...
Ante la expresión del otro, explicó:
—Eso quiere decir que es el segundo modelo de Mawling. Salió en... a ver..., en el
sesenta y siete, creo que fue. Sí, en el sesenta y siete.
Hizo chasquear los labios:
—Un modelo buenísimo. El mejor que hay. "Maxo" es fuerte todavía.
Y se encogió de hombros, agregando:
—No me interesan los nuevos modelos, ¿sabe? Esos de aluminio acerado con
todos los chirimbolos.
El hombre seguía mirando a Kelly inexpresivo:
—Demasiado... ostentosos, pero débiles. Nada...
Agitó el puño cerrado contra el pecho, para dar énfasis a sus palabras.
—Nada sólido, ¿me entiende? No, Nawling ya no fabrica más modelos como
"Maxo".
—Comprendo — dijo el hombre.
—Sí — prosiguió Kelly, sonriendo —. Yo también estaba en este deporte. Cuando
sobraban hombres, claro está. Antes de las prohibiciones.
Meneó la cabeza y esbozó una sonrisa fugaz.
—Bueno, ya nos haremos cargo de ese B-7. Ni siquiera sé cómo se llama.
Rió con ganas, pero enseguida se puso serio y tragó saliva.
—Nos haremos cargo de él — repitió.
Más tarde, cuando el hombre se hubo bajado, Kelly volvió a su asiento. Apoyó los
pies en el asiento opuesto y reclinó la cabeza hacia atrás, cubriéndose la cara con
el periódico.
—Voy a dormir un ratito — dijo.
Pole gruñó
Kelly permaneció inmóvil, con la vista fija en el diario que tenía ante los ojos.
"Maxo" le golpeaba levemente el costado; se podía oír el chirrido de sus
articulaciones.
—Se portará bien — murmuró para sí.
—¿Qué? — preguntó Pole.
—No dije nada — respondió Kelly, tragando saliva.
Esa tarde, a las seis y media, bajaron del tren y llevaron a "Maxo" por la estación,
hasta la acera. Desde el otro lado de la calle, un hombre sentado al volante de un
taxi les ofreció sus servicios.
—No tenemos plata para taxis— dijo Pole.
—Pero no podemos llevarlo por la calle — afirmó Kelly —. Además ni siquiera
sabemos dónde está el Estadio Kruger.
— ¿Y con qué vamos a comer?
—Después de la pelea estaremos bien provistos— prometió Kelly —. Te pagaré
un bistec bien grande.
Pole, con un suspiro, ayudó a Kelly, y ambos cruzaron la calle empujando la
pesada mole de "Maxo", el pavimento estaba aún tan caliente que se lo podía
sentir a través de las suelas. Kelly volvió a sudar y a lamerse el labio superior.
— ¡Dios!, ¿cómo hacen para vivir aquí? — preguntó. Mientras sentaban a "Maxo"
en el coche, la rueda de la base volvió a desprenderse. Pole, con una exclamación
de cólera, la apartó de un puntapié.
—¿Qué haces? — exclamó Kelly.
— ¡Oh m...!
Pole subió al taxi y se dejó caer contra el cuero caliente del tapizado, mientras
Kelly corría por el alquitrán blando del pavimento para recoger la rueda.
—Por el amor de Dios — murmuró al subir—, ¿Qué?
—¿Adónde jefe? — preguntó el conductor.
—Al Estadio Kruger — respondió Kelly.
—Enseguida.
El taxista oprimió el botón del rotor, y el coche se deslizó suavemente, alejándose
de la acera.
—¿Qué diablos te pasa? — preguntó Kelly a su compañero, en voz baja —. Hace
más de seis meses que tratamos de conseguir una pelea, y ahora que la tenemos
te pones más fastidioso que un dolor de barriga.
—Vaya pelea — respondió Pole —. En Maynard, Kansas: el centro nacional de
lucha.
—Buen comienzo, ¿no? Nos mantendrá la panza llena por un tiempo, ¿eh? Y
servirá para que "Maxo" recupere la forma. Y si ganamos podría llevarnos a...
Pole levantó la vista, disgustado.
—No te entiendo — dijo Kelly, sin levantar la voz —. "Maxo" es nuestro luchador.
¿Por qué lo desprecias así? ¿No quieres que gane?
—Soy mecánico de clase A. Steel — dijo Pole, con su falso tono de paciencia —.
No soy un muchachito soñador. Esto es un pedazo de hierro viejo, no un B-7.
Mecánica elemental Steel, nada más: sería bastante suerte que "Maxo" volviera
del ring con la cabeza puesta.
Kelly miró hacia otro lado, furioso.
—Ese B-7 es un principiante — murmuró —. Lleno de defectos.
—Claro, claro.
Por un rato guardaron silencio, y se limitaron a mirar por la ventanilla. Entre
ambos, "Maxo" se balanceaba ligeramente, golpeándolos con sus anchos
hombros de acero. Kelly contemplaba los edificios, cerrando y abriendo las manos
en el regazo, como si se preparara para luchar quince rounds.
—¿Eso que llevan es un luchador B? — preguntó el conductor, por sobre el
hombro.
Kelly, sorprendido, miró hacia adelante y se las compuso para sonreír.
—Así es, — respondió.
—¿Va a pelear esta noche?
—¡Ajá! "Maxo el Luchador". A lo mejor usted lo oyó nombrar .
—No .
—Llegó a ser casi campeón de los semipesados.
—¿De veras?
—Sí, señor. Sabe quién era Dimsy el Duro, ¿no?
—Creo que no.
—Bueno, Dimsy el Dur...
Kelly se interrumpió para echar una mirada a Pole, quien se agitaba en el asiento,
irritado.
—Dimsy el Duro tenía el tercer puesto en el ranking de los semipesados. Todos
decían que se iba para arriba. Y mi muchacho lo volteó en el cuarto round. Un
cross de izquierda, ¡bang! Dimsy casi va a parar a las sogas. Fue magnífico.
—¿De veras? — preguntó el conductor.
—Sí señor. Si tiene oportunidad, pase esta noche por el estadio. Verá una buena
pelea.
De pronto, Pole intervino para preguntar:
—¿Ha visto a ese Rayo de Maynard?
—¿Al Rayo? ¡Por supuesto! Ese sí que es un luchador. Ha ganado siete como si
nada y pronto estará primero, apostaría cualquier cosa. A propósito, pelea esta
noche. Con un montón de hierro viejo que mandan del este, un modelo B-2, según
me han dicho.
Y el conductor soltó una risita burlona.
—El Rayo lo hará pedazos — dijo.
Kelly clavó la vista en la nuca del conductor; la piel de sus pómulos se había
puesto muy tensa.
—¿Sí? — dijo inexpresivamente.
—Por supuesto, hombre, si...
De pronto, el taxista se interrumpió para mirar hacia atrás.
—Oiga, ¿usted no será?...
Volvió a mirar hacia adelante, agregando:
—Disculpe, yo no sabía. Hablaba en broma.
—Está bien — dijo Pole —. De cualquier modo, tiene razón.
Kelly envió una mirada fulminante a la cara sombría de Pole.
—Cállate — dijo, en voz baja..
Se recostó contra el asiento para contemplar la ciudad a través de la ventanilla.
—Le voy a comprar un poco de pasta lubricante — dijo— una manzana más allá.
—Muy bien — exclamó Pole —. Nos comeremos las herramientas.
— ¡Vete al diablo! — respondió Kelly.
El coche se detuvo frente a la fachada de ladrillos del estadio, y ambos pusieron a
"Maxo" en la acera. Mientras Pole lo sostenía inclinado, Kelly se agachó para
colocar la rueda en su sitio. Por último, Kelly pagó lo que marcaba el taxímetro, ni
un centavo más, y avanzaron hacia el callejón, empujando a "Maxo".
—Mira — dijo Kelly, señalando con la cabeza la cartelera del frente. La tercera
pelea de la noche era:
EL RAYO DE MAYNARD
vs.
MAXO EL LUCHADOR

—Qué negocio — dijo Pole.
La sonrisa de Kelly desapareció. Iba a decir algo, pero apretó lo labios,
sacudiendo la cabeza. En su irritación, grandes gotas de sudor cayeron sobre la
acera.
"Maxo" chirriaba; lo llevaron por el callejón, lo subieron por los escalones de la
puerta. La rueda de la base volvió a salirse y cayó rebotando por los peldaños de
cemento, ninguno de ellos dijo una palabra.
Adentro hacía más calor aún. No soplaba una brisa.
—Esto es fresco como una alacena — comentó Pole.
—Busca la rueda — dijo Kelly.
Se alejó por el angosto vestíbulo, dejando a su compañero a cargo de "Maxo".
Pole apoyó al robot contra la pared y se volvió hacia la puerta.
Kelly llegó a una oficina y llamó con los nudillos en el vidrio de la puerta.
—Sí — dijo una voz desde adentro.
Kelly entró, quitándose el sombrero. Un hombre gordo y calvo, sentado ante el
secretario, levantó los ojos. El cráneo le brillaba de sudor.
—Soy el dueño de "Maxo el Luchador" — dijo Kelly, sonriente .
Alargó su enorme mano, pero el otro la ignoró.
—Me preguntaba si llegaría a tiempo — dijo el hombre que se llamaba Waddow —
. ¿Su luchador está en buenas condiciones?
—Óptimas — respondió Kelly, alegremente —. Óptimas. Mi mecánico, que es de
primera clase, lo desarmó y volvió a armarlo en Fila, antes de venir aquí
El hombre no parecía muy convencido, por lo que Kelly agregó:
—Está en buen estado.
—Ha tenido suerte al conseguir una pelea para un B-2 — observó el señor
Waddow —. Aquí, hace dos años que no aceptamos ningún modelo anterior al B4.
Pero el luchador que teníamos en vista se arruinó en un accidente automovilístico.
—Bueno, no se preocupe — dijo Kelly —. Mi luchador esta en condiciones
óptimas. Es el que noqueó a Dimsy el Duro en Madison Square, hace cosa de un
año.
—Quiero una buena pelea — dijo el gordo.
—La tendrá — respondió Kelly, sintiendo una dolorosa contracción en los
músculos del estómago —. "Maxo" está en buena forma. Ya verá. Óptimo.
—Quiero una buena pelea, eso es todo. Kelly lo miró fijamente por un instante,
antes de preguntar.
—¿Tiene algún vestuario que podamos usar? El mecánico y yo quisiéramos
comer algo.
—La tercera puerta del vestíbulo, a la derecha — dijo el señor Waddow —. Su
pelea va a las ocho y media.
—Okey — asintió Kelly.
—No se retrase — recomendó Waddow, volviendo a su trabajo.
—Este... ¿y qué pasa con...?
—Se cobra después de la pelea — le interrumpió el hombre.
La sonrisa de Kelly se hizo vacilante.
—Okey — dijo —. Hasta luego.
Y como Waddow no respondiera, se dirigió hacia la puerta.
—Nada de portazos — indicó Waddow.
Kelly salió sin golpear la puerta.
Ya en el vestíbulo, indicó a Pole:
—Vamos.
Ambos empujaron a "Maxo" hacia el vestuario.
—¿Y si lo revisáramos? — propuso Kelly.
¿Y si comemos? — saltó Pole —. Llevo seis horas sin probar bocado.
Kelly suspiró ruidosamente.
—Está bien — aceptó —, vamos.
Mientras situaba a "Maxo" en un rincón del cuarto, Kelly dijo:
—Preferiría dejar el cuarto cerrado.
—¿Para qué? ¿Crees que te lo van a robar?
—Es valioso.
—Sí — replicó Pole — todas las antigüedades son valiosas.
Kelly cerró la puerta tres veces antes de que el pestillo funcionara, y se marchó
meneando la cabeza con aire de preocupación. Mientras cruzaban el vestíbulo
echó una mirada a su muñeca y se encontró, por centésima vez, con la banda
blanca dejada por el reloj empeñado.
—¿Qué hora es? — preguntó.
—Las seis y veinticinco.
—Tendremos que volver pronto — dijo Kelly —. Quiero que lo revisemos bien
antes de la pelea.
—¿Para qué?
—¿No me oíste? —preguntó Kelly furioso.
—Claro, claro.
—Ya verá ese B-7 hijo de perra — dijo Kelly, entre dientes.
—Por supuesto. Lo derribará de un soplido.
—Apresúrate — indicó Kelly, ignorando la indirecta —. No podemos perder toda la
tarde. ¿Tienes la rueda?
Pole se la alcanzó.
Cuando volvían al estadio por la puerta lateral, Kelly comentó, disgustado:
—¡Qué ciudad...!
—Te dije que no encontraríamos pasta lubricante — observó su compañero —. No
hay por ninguna parte, porque los B-2 han desaparecido. "Maxo" debe ser el único
en mil kilómetros a la redonda.
Kelly cruzó rápidamente el vestíbulo, abrió la puerta del vestuario y entró. Una vez
junto a "Maxo", le quitó la funda.
—Manos a la obra — dijo —. No tenemos mucho tiempo.
Con un suspiro lento y fatigado, Pole se quitó la chaqueta arrugada y la arrojó
sobre el banco que estaba contra la pared. Acercó una pequeña mesa y se
arremangó. Kelly también se quitó la chaqueta y el sombrero, y se dedicó a
contemplar el trabajo de Pole, con las grandes manos apoyadas en las caderas. El
mecánico abrió el compartimiento de las herramientas y las sacó una a una,
colocándolas sobre la mesa.
—Herrumbre — murmuró.
Pasó su dedo por el interior del compartimiento y mostró el resultado: una mancha
de color cobrizo destacada sobre la punta del índice.
—Anda — urgió Kelly, irritable.
Se sentó en el banco, mientras Pole retiraba las chapas pectorales de "Maxo", y
contempló la cabellera leonada del robot. Una vez más, se dijo: "Si yo no supiera
que es sintética, juraría que es real "Sólo los mecánicos podían distinguir a un
luchador modelo B de un verdadero ser humano. A veces los espectadores se
engañaban, y enviaban cartas de protesta afirmando que en esas luchas se
estaban utilizando a hombres de carne y hueso. Aun desde el ring, la superficie
tenía tonos de piel humana. Los modelos de Mawling se destacaban precisamente
por eso.
Kelly sonrió a su luchador con cariño, aflojando los músculos del rostro.
—Buen muchacho — murmuró.
Pole no escuchaba. Kelly contempló aquella mano firme, que investigaba cada
conexión cada centro de energía.
—¿Está bien? — preguntó el irlandés, sin pensar.
—Por supuesto, está magnífico — respondió Pole, retirando un diminuto tubo
acerado —. Espero que no estalle.
—¿Y por qué va a estallar?
—Está bajo presión — respondió Pole, con tono de cansancio —. Te lo dije
después de la última pelea, hace ocho meses.
—Después de este encuentro le compraremos otro — prometió Kelly, tragando
saliva.
—Setenta y cinco dólares — murmuró Pole, como si el dinero volara ante sus ojos
al impulso de alas verdes.
—Aguantará — aseguró Kelly, más para sí que para su amigo.
Pole se encogió de hombros y volvió a colocar el tubo en su lugar. En seguida
oprimió la hilera de botones del tablero automático principal. "Maxo" se
estremeció.
—No abuses del brazo izquierdo — advirtió Kelly —. Resérvalo para la pelea.
—Si no funciona aquí, tampoco funcionará en el ring —observó Pole.
Operó un botón, y el brazo izquierdo de "Maxo" comenzó a describir lentos
movimientos circulares. Pole conecto el seguro que anulaba el contraataque y dio
un paso atrás. Lanzó un derechazo a la mandíbula de "Maxo", y el brazo del robot
saltó hacia arriba, con un movimiento brusco, para protegerse el rostro. El ojo
izquierdo centelleaba como un rubí bajo el sol.
—Si llega a fallar el acumulador del ojo... — observó Pole.
—No fallará — aseguró Kelly, con voz tensa.
El mecánico lanzó otro golpe hacia la cabeza del robot, por el lado izquierdo el
acolchado flexible de la mejilla se arrugó levemente antes de que el brazo se
levantará, chirriante .
—Ya basta — dijo Kelly —. Funciona. Prueba el resto.
—Mira que le pegarán más de una vez en la cabeza — dijo Pole.
—El brazo funciona bien. Prueba otra cosa.
Pole metió la mano dentro del robot y activó los centros de las piernas. "Maxo"
comenzó a girar sobre si mismo. Levantó la pierna izquierda, y en un movimiento
automático, echó a un lado la rueda. Quedó de pie, tanteando el suelo con el
calzado negro, como un lisiado que, recuperado el uso de sus piernas, buscara la
postura adecuada.
Pole alargó la mano y oprimió el botón de funcionamiento completo y saltó hacia
atrás. Los rayos visuales de "Maxo" se centraron en él; el robot avanzó, meciendo
lentamente los hombros anchos, con los brazos levantados en un gesto defensivo.
—Por Dios — murmuró Pole —, esos chirridos se van a oír hasta en la última fila.
Kelly apretó los dientes e hizo una mueca. Su compañero lanzó otro derechazo y
el brazo de "Maxo'' se alzó torpemente. El ex-boxeador tragó saliva
convulsivamente; era como si no pudiera respirar el aire viciado del cuartito.
Pole saltó rápidamente a un lado y a otro. "Maxo" lo siguió con pesadez; al
cambiar de dirección, sus movimientos eran casi espasmódicos
—¡Oh, qué bien está! — exclamó Pole, deteniéndose —. Magnífico.
Al acercarse "Maxo" con los brazos aún levantados, lanzó un golpe rápido al
pecho, contra el botón de encendido, y el robot se detuvo.
—Mira, Steel — dijo —, tendremos que ponerlo a la defensa. No hay otro remedio.
Si lo hacemos avanzar, lo harán pedazos.
Kelly se aclaró la garganta.
—No — dijo —.
—¡Oh, por qué no piensas un poco! Es un B-7, ¡diablos! De cualquier modo, lo van
a destrozar. Por lo menos salvemos las piezas.
—Quiere que ataque — dijo Kelly —. Está en el contrato.
Pole se volvió, con un bufido, murmurando:
—Mejor callarse.
—Pruébalo otro poco.
—¿Para qué? Con eso no va a mejorar.
—¡Haz lo que te digo! — gritó Kelly, dejando al fin aflorar toda su tensión.
Pole oprimió entonces un botón. El brazo izquierdo del robot saltó hacia adelante,
pero hubo en su interior el ruido de una rueda que se quiebra, y cayó a lo largo del
cuerpo con un tañido fúnebre.
Kelly se levantó de un salto, presa de pánico.
—¡Dios mío, qué hiciste! — gritó, corriendo hacia ellos.
Pole volvió a operar el botón, pero el brazo no se movió.
—¡Te dije que no jugaras con ese brazo! — chilló Kelly — ¿Qué diablos te pasa?
Pero la voz se le quebró en medio de la frase.
Pole no respondió. Tomó una palanquita y comenzó a retirar la chapa del hombro
izquierdo.
—Si has roto ese brazo, que Dios me ayude — le previno Kelly, en voz baja y
amenazadora.
—¡Que yo lo rompí! — estalló Pole — ¡Oye, pedazo de imbécil! Hace tres años
que esta ruina está funcionando por milagro. ¡Y ahora vienes a decirme que yo lo
he roto! Te parece bonito ¿no?
Kelly apretó los dientes. En sus ojos entornados había un brillo fulminante.
—Ábrelo — dijo.
—Hijo de... — murmuró Pole, mientras retiraba la chapa —. A ver si encuentras
otro mecánico que sea capaz de mantenerte esta pala mecánica como yo lo he
hecho. A ver si lo encuentras.
Kelly no respondió. Rígidamente erguido sobre los pies, observaba a su
compañero; éste quitó la chapa curvada y miró en el interior.
El resorte impulsor se quebró por la mitad al primer toque, una parte saltó hasta la
otra punta de la habitación. Kelly clavó en el hueco sus ojos horrorizados.
—¡Oh, Dios mío! — dijo, con voz temblorosa — ¡Oh, Dios mío!
Pole iba a decir algo, pero se interrumpió. Mudo, inmóvil, contempló el rostro
ceniciento de su amigo.
—Arréglalo — dijo Kelly en tono áspero.
—Steel, no...
— ¡Arréglalo!
—¡No puedo! Ese resorte estaba a punto de romperse desde...
—¡Tú lo rompiste! ¡Ahora arréglalo!
Kelly aferró el brazo de Pole con dedos rígidos. El mecánico saltó hacia atrás,
exclamando:
—¡Suéltame!
—¿Qué pasa? ¿Estás loco? Hay que arreglarlo. ¡Hay que arreglarlo!
—Haría falta otro resorte, Steel.
—¡Bueno, consíguelo!
—Aquí no hay, Steel, ya te lo he dicho. Y aunque hubiera, no tenemos dinero para
pagarlo; cuesta dieciséis dólares con cincuenta.
—¡Oh, Dios mío! —exclamó Kelly.
Dejó caer la mano y cruzó el cuarto, tambaleándose, hasta el banco, allí se dejó
caer, con los ojos fijos en la mole inmóvil de "Maxo". Y así permaneció largo rato,
mientras Pole, con la palanca aún en la mano, observaba su rostro demudado y
los espasmódicos movimientos de su pecho al respirar.
—Si él no sale a ver... — murmuró Kelly, finalmente.
Kelly levantó la vista. Sus labios formaban una línea recta.
—Si él no sale a mirar, todo saldrá bien — dijo.
—¿De qué hablas?
Kelly se levantó y comenzó a desabrocharse la camisa.
—¿Qué estas...?
Pole se interrumpió, boquiabierto
—¿Estás loco? — preguntó
Kelly, sin responder, arrojó la camisa sobre el banco.
—¡Steel, has perdido la chaveta! — exclamó Pole — ¡No puedes hacer una cosa
así!
Kelly siguió sin responder.
—¡Pero...! ¡Estás loco, Steel!
—Si no peleamos, no nos pagarán — dijo Kelly.
—¡ Pero, por Dios, te va a matar !
Kelly se quitó la camisa. El pecho, carnoso, estaba cubierto de vello rojizo y
enrulado
—Tendré que afeitarme esto —dijo.
—¡Vamos, Steel! Tienes que...
Con ojos dilatados, vio que su amigo se sentaba en el banco y empezaba a
quitarse los zapatos.
—No te dejarán — insistió —. No puedes hacerte pasar por...
Se interrumpió y avanzó un paso.
—¡Steel, por el amor de Dios!
Kelly levantó hacia él sus ojos inexpresivos.
—¡Tú me ayudarás! — dijo.
—Pero...
—Nadie sabe cómo es "Maxo" — explicó Kelly —, en cuanto a mí, Waddow es el
único que me ha visto. Si él no presencia los encuentros, todo saldrá bien
—Pero...
—Nadie se dará cuenta. Los B sangran y se amoratan como los hombres.
—Vamos, Steel — insistió Pole, estremecido.
Tomó aliento, tratando de calmarse, y se dejó caer en el banco, junto al fornido
irlandés
—Oye — dijo —. Allá en el este tengo una hermana, en Maryland. Le despacharé
un telegrama, y ella nos enviará dinero para que podamos volver.
Kelly se levantó, desprendiéndose el cinturón.
—Steel, en Fila conozco un tipo que quiere vender un B-5 barato — insistió Pole,
desesperado —. Podríamos conseguir un poco de efectivo y... ¡Steel!, por el amor
de Dios, vas a hacer que te mate! ¡Es un B-7! ¿No comprendes? ¡Un B-7! ¡Te
hará picadillo!
Kelly estaba quitando ya los pantaloncitos oscuros a "Maxo ".
—No te lo permitiré, Steel. Iré a decírselo a...
Pero Kelly giró sobre sus talones y lo levantó en vilo, haciéndole ahogar un grito.
Sus manos eran como las fauces de una trampa, y en sus ojos se reflejaba una
expresión distinta.
—Me vas a ayudar — dijo, en voz baja y estremecida —. Me vas a ayudar, si no te
haré saltar los sesos contra la pared.
—Te va a matar — murmuró Pole.
—Que me mate.
Cuando Pole llevaba a Kelly hacia el ring, cubierto por una funda, el señor
Waddow salió de su oficina.
—Vamos, vamos —urgió Waddow —. Ya lo están esperando.
Pole asintió, con un ademán nervioso, y condujo a Kelly por el vestíbulo.
—¿Y el propietario? — preguntó Waddow a sus espaldas.
Pole tragó saliva.
—Está en la platea — explicó.
El gordo gruñó. Pole oyó, al alejarse, el ruido de la puerta de su oficina al cerrarse,
y dejó escapar el aliento contenido.
—Tendría que haberle contado todo — murmuró.
—Ya estarías muerto — repuso la voz de Kelly, ahogada por la funda.
Al tomar un recodo del vestíbulo les llegaron los ruidos de la multitud. Kelly, bajo la
lona, sintió que una gota de sudor le corría por la sien.
—Oye — dijo —, tendrás que secarme con la toalla entre un round y otro.
—¿Qué otro? — preguntó Pole, nervioso —. No durarás ni uno, siquiera.
—Cállate.
—¿Crees que vas a pelear contra un boxeador común? ¡No! ¡Es contra una
máquina! ¿No ves que...?
—Te dije que te callaras.
— ¡Oh, grandísimo idiota! Si te seco, se darán cuenta.
Hace años que nadie ve un B-2 — le interrumpió Kelly —. Si alguien pregunta, di
que es una pérdida de aceite.
—Claro — respondió Pole, con disgusto, mordiéndose los labios —. No puede
salirte bien, Steel.
La última parte de la frase no se escuchó: se encontraron súbitamente en medio
de la multitud, en el empinado pasillo que conducía hacia el ring. Kelly caminaba
con cierta rigidez, manteniendo las rodillas tiesas; aspiró una bocanada larga y
profunda, y la dejó escapar lentamente. Una vez en el ring, se vería forzado a
respirar por la nariz y en pequeñas cantidades, para que la gente no viera los
movimientos de su pecho.
El calor, en torno a él, era como una pesa colgada de sus hombros. Tenía la
sensación de estar caminando por el suelo empinado de un océano caliente y
ruidoso. Al pasar, oyó las voces de la muchedumbre:
—¡Tendrán que levantarlo a pedacitos!
— ¡Aquí va "Maxo"!
Y lo inevitable:
— ¡Chatarra!
Kelly tragó saliva; algo le tironeaba en la espalda. "Tengo sed", pensó. Recordó
por un instante el bar cercano a la estación de Kansas: el local a media luz, la
fresca brisa del ventilador contra la nuca, la botella helada, perlada de gotas frías
refrescándole la mano. Volvió a tragar saliva. No se había permitido un solo trago
durante la última hora. Sabía que, cuanto menos bebiera, menos sudaría.
—Cuidado.
Sintió que la mano de Pole se deslizaba por la abertura trasera de la funda para
tomarlo por el brazo.
—Los escalones del ring — farfulló el mecánico, hablando entre dientes.
Kelly avanzó el pie derecho hasta que la punta del zapato tocó el último escalón.
Luego alzó el pie y empezó a subir.
Una vez arriba, los dedos de Pole volvieron a oprimir su brazo .
—Las sogas — indicó éste, cauteloso.
Fue difícil franquear las sogas con la funda puesta. Kelly estuvo a punto de caer.
Sobre él llovieron como flechas las burlas y los abucheos de la multitud. Sintió que
la lona cedía ligeramente bajo sus pies. Pole le arrimó el banquito contra las
piernas, y él tomó asiento, con un movimiento demasiado tieso.
—¡Eh, saquen de aquí esa grúa! — gritó un hombre en la segunda fila.
Risas y más abucheos.
—¡Chatarra! — chillaban algunos.
Entonces Pole retiró la funda y la dejó a un lado, mientras Kelly miraba fijamente
al Rayo de Maynard.
El B-7 estaba inmóvil, con las manos enguantadas colgándole sobre las piernas.
El cabello artificial era rubio y corto, y la curvatura del cuerpo y de las piernas
imitaba la de los músculos con exactitud casi perfecta. Por un momento, Kelly
sintió que el tiempo retrocedía, que era otra vez un boxeador frente a un joven
contrincante. Tragó saliva con mucho disimulo. Pole, agachado a sus espaldas,
fingía trabajar con una de las chapas del brazo.
—Steel, no vayas — volvió a murmurar.
Kelly no respondió. Sentía la desesperada necesidad de hinchar el pecho en una
respiración profunda, pero siguió respirando imperceptiblemente por la nariz.
Mientras tanto, no dejaba de contemplar el Rayo de Maynard, pensando en los
dispositivos de reacción instantánea que albergaba la suave curva de aquel
pecho. La tensión le llegó al estómago. Era como si una mano muy helada
tironeara de sus músculos y tendones.
Un hombre de cara rojiza, vestido de blanco, trepó al ring y tomó el micrófono que
colgaba sobre él.
—Señoras y señores — anunció —, la primera pelea de la noche. Un encuentro a
diez rounds entre semipesados. Por Filadelfia, el B-2 "Maxo el Luchador".
La multitud silbó, entre exclamaciones de repudio. Muchos lanzaban avioncitos de
papel; otros gritaban: " ¡Chatarra! ".
—En este rincón, su adversario, nuestro B—7, El Rayo de
Maynard.
Hubo un aplauso ensordecedor, acompañado por gritos de aliento. El mecánico a
cargo del B—7 tocó algún botón situado bajo el sobaco izquierdo, y el robot se
levantó de un salto, alzando los brazos por sobre la cabeza en el gesto de la
victoria. La multitud rió, feliz.
—¡Dios mío! — murmuró Pole —. Nunca vi nada como eso. Debe ser una
novedad.
Kelly parpadeó para aliviar la irritación de sus ojos.
—Habrá otras cuatro peleas — anunció el hombre de la cara rojiza, antes de dejar
el micrófono para retirarse.
No había árbitro alguno: los luchadores B nunca atacaban contra los reglamentos,
pues la maquinaria estaba preparada para impedirlo, y tampoco hacia falta contar
cuando uno de ellos caía. Una vez que un robot caía a la lona, allí quedaba.
Según decía la propaganda de Mawling, el nuevo B-9 sería capaz de levantarse,
ofreciendo de ese modo peleas más prolongadas e interesantes.
Pole fingía verificar los circuitos de Kelly.
—Steel — suplicó —, es tu última oportunidad.
—Vete — dijo Kelly, sin mover los labios.
El mecánico contempló por un momento los ojos inmóviles de Kelly; después dejó
escapar un suspiro largo y entrecortado, y se enderezó.
—Mantente lejos de él — aconsejó, mientras pasaba entre las sogas.
El Rayo, de pie en la esquina opuesta del ring, golpeaba un puño contra el otro,
como si fuera un verdadero boxeador joven, ansioso por comenzar. Kelly se
levantó y Pole retiró el banquito. El irlandés observó al B-7, que centraba los ojos
en él, y sintió un súbito vacío en el estómago.
Sonó la campana.
El B—7 avanzó sin esfuerzo desde su rincón, no carente de cierta gracia
mecánica; llevaba los brazos levantados en la postura tradicional, y las manos
enguantadas se movían frente a él en pequeños círculos. Se dirigió hacia Kelly sin
pérdida de tiempo, y éste avanzó a su vez desde su rincón, con un ademán
automático; era como si la mente se le hubiera petrificado súbitamente. Sintió que
las manos se le alzaban como si alguien se las moviera sin intervención suya; sus
piernas eran como postes de madera. Mantuvo la primera fija en los ojos brillantes
e inmóviles del Rayo de Maynard.
Se aproximaron el uno al otro. El B-7 lanzó un golpe rápido con la izquierda. Al
pararlo, Kelly sintió aquella dureza de hierro a pesar del guante. El robot volvió a
avanzar. Kelly echó la cabeza atrás, y una brisa cálida le rozó la boca. Lanzó un
golpe de izquierda contra la nariz del Rayo. Fue como golpear el pomo de una
puerta. El dolor le perforó el brazo; apretó los dientes con toda su fuerza, luchando
por mantener la cara inmóvil e inexpresiva.
El B-7 atacó con la izquierda y Kelly desvió el golpe. Pero no pudo detener la
derecha que llegó detrás, como un borrón lanzado contra su sien izquierda. Torció
la cabeza hacia un lado, y el B-7 lanzó un nuevo golpe de izquierda, alcanzándolo
en la oreja. Kelly dio un salto hacia atrás y adelantó una izquierda que el B-7 hizo
a un lado. En cuanto recuperó el equilibrio, golpeó violentamente la mandíbula del
Rayo con un uppercut de derecha. Una punzada de dolor le recorrió el brazo. En
cambio, la cabeza del Rayo ni siquiera vaciló. La izquierda del adversario alcanzó
a Kelly en el hombro derecho.
Kelly retrocedió por instinto. Al hacerlo oyó que alguien gritaba:
— ¡Qué le den una bicicleta!
Recordó entonces lo que el señor Waddow había dicho y avanzó otra vez, con los
labios tan apretados que le dolió.
Una izquierda lo golpeó bajo el corazón, y el impacto le sacudió las costillas, el
dolor fue como una estocada en el corazón. Adelantó espasmódicamente la
derecha, que fue a dar otra vez contra la nariz del B-7. El dolor, sólo el dolor. Otro
golpe fuerte del B-7 en el tórax le hizo perder el equilibrio. Dio varios pasos hacia
atrás, rápidamente, para no caer. La multitud lo abucheó, mientras el B-7
avanzaba sin el menor ruido de metal.
Kelly recobró el equilibrio y se detuvo. Su derecha, lanzada con toda la fuerza de
que disponía, no dio en el blanco y el envión lo descentró. La izquierda del Rayo
se estrelló contra el brazo derecho, dejándolo entumecido. En el preciso momento
en que el irlandés ahogaba un grito entre los dientes apretados El B-7 lanzó una
derecha bajo su guardia, alcanzando de lleno el blando estómago. Kelly sintió que
perdía el aliento. Su derecha golpeó sin fuerza contra la mejilla del Rayo,
haciéndolo parpadear.
El robot volvió a avanzar; Kelly se hizo a un lado, y por un momento los rayos
visuales se descentraron, perdiéndolo. El ex-boxeador se alejó, mareado, tratando
de aspirar por la nariz.
— ¡Saquen de aquí esa basura! — gritó un hombre.
— ¡Chatarra, chatarra!
El aire le entró hasta la garganta. Tragó saliva y avanzó precisamente cuando el
Rayo volvía a situarlo. Decidió correr el riesgo de respirar por la boca, confiado en
que los movimientos distraerían al público lo bastante como para que no reparara
en ello. Inmediatamente se vio frente al B-7. Dio un paso hacia adelante, con la
esperanza de restar tiempo al impulso eléctrico, y lanzó un fuerte derechazo hacia
el cuerpo del Rayo.
La izquierda del B-7 saltó hacia arriba, y el golpe de Kelly fue detenido por la
muñeca de hierro. El robot desvió también el impulso de su izquierda, y
contraatacó a su vez volviendo a cortarle la respiración. La izquierda del irlandés
tocó apenas el pétreo pecho del Rayo. Retrocedió, tambaleándose, con el B-7
pegado a él. El robot detuvo todos sus golpes contraatacando con un movimiento
de pistón. La cabeza de Kelly rebotaba hacia atrás, sin cesar. Se inclinó aún más.
Vio la derecha que venía en línea recta, pero no pudo detenerla.
El golpe fue como el ataque de un carnero enardecido. Agudas espadas de dolor
se clavaron tras los ojos de Kelly, a través de su cabeza, y una nube negra
pareció caer sobre el ring. Su grito ahogado se perdió entre el aullar de la
muchedumbre al verlo caer hacia atrás, con la nariz y la boca cubiertas de sangre
brillante, de aspecto tan impresionante como la tintura que soltaban los luchadores
B.
La soga se apretó, áspera y fuerte, contra su espalda, deteniendo su caída.
Quedó colgado allí, con el brazo derecho inerte y el izquierdo levantado en gesto
defensivo. Parpadeó por instinto, tratando de enfocar los ojos. "Soy un robot"
pensó, "soy un robot".
El Rayo avanzó, lanzando una violenta derecha contra el pecho de Kelly y una
izquierda contra su estómago. El irlandés se dobló en dos. Una derecha se
estrelló contra su cráneo como un martillo, arrojándolo otra vez contra las sogas.
La multitud rugió.
Kelly vio el borroso perfil del Rayo de Maynard, y sintió que otro golpe se le hundía
en el pecho como una cachiporra. Con un sollozo, soltó una furibunda trompada
de izquierda; el robot lo apartó. Otro golpe agudo cayó contra su hombro. Levantó
la derecha y logró amortiguar lo peor de una izquierda lanzada contra su
mandíbula otra derecha le ahuecó el estómago; volvió a doblarse en dos. Una
especie de maza lo lanzó contra las cuerdas. La sangre cálida y salobre le llenó la
boca, y el rugido de la multitud pareció tragarlo entero. "Levántate", se gritó: '—
¡Levántate, maldito!". El ring ondulaba ante él como un lago oscuro.
Con un desesperado renacer de energías, lanzó el puño derecho, con toda su
fuerza, a la hermosa silueta que se erguía ante él. La mano, la muñeca, crujieron;
una oleada de dolor punzante castigó su brazo. Un grito estalló, inaudible en su
garganta sellada. El brazo cayó y la izquierda bajó la guardia, mientras el público
chillaba, azuzando al Rayo para que acabara con él.
Los separaba una distancia de pocos centímetros. El B-7 lanzó una lluvia de
golpes que no fallaron. Kelly se tambaleó, vacilante, bajo tales impactos. La
cabeza le rodaba de un lado a otro, la sangre corría por su rostro en cintas de
color escarlata. El brazo era como una rama seca a su costado. Una y otra vez
cayó contra las cuerdas, rebotando para volver a caer. Ya no podía ver nada. Sólo
oía el grito de la multitud y el interminable silbido de los guantes enemigos,
seguidos por el golpe seco. "Mantente en pie", pensaba. "Tienes que mantenerte
en pie". Agachó la cabeza y alzó los hombros para protegerse.
Siete segundos antes de que la campana sonara, un violento golpe de derecha en
el costado de la cabeza lo envió a la lona.
Allí quedó, luchando por recobrar el aliento. Súbitamente inició un movimiento
para levantarse. Con la misma prontitud, recordó que no podía hacerlo. Volvió a
caer sobre el estómago contra la lona caliente, con la cabeza comprimida por
dolorosas palpitaciones. Hasta él llegaron los silbidos y los abucheos de la
muchedumbre insatisfecha.
Cuando Pole logró finalmente levantarlo y deslizarle la funda por la cabeza, su voz
se perdió entre las fuertes mofas del público. Kelly sintió que su manaza lo guiaba,
pero cayó al pasar las cuerdas, y estuvo a punto de volver a rodar por los
escalones. Sus piernas eran meros caños de goma. "Mantente en pie". La mente
aún seguía enviando la orden.
Al llegar al pequeño vestuario cayó desmayado. Pole intentó subirlo al banco, pero
no pudo. Finalmente le puso la chaqueta azul como almohada y se arrodilló junto
a él para limpiarle con el pañuelo los surcos de sangre.
—Grandísimo imbécil —murmuraba sin cesar, con un hilo de voz estremecida—.
Grandísimo imbécil.
Kelly levantó la mano izquierda para apartar la de Pole.
—Ve... a buscar... el dinero — jadeó con voz áspera.
—¿Qué?
— ¡El dinero! — jadeó Kelly, entre dientes.
—Pero . . .
— ¡Ahora mismo!
Su voz era apenas audible. Pole se irguió. Tras mirar por un momento a su
compañero, se volvió para salir del cuarto.
Kelly permaneció allí echado, respirando con un sonido sibilante. No podía mover
la mano derecha, y comprendió que estaba quebrada. La sangre le chorreaba por
la nariz y la boca. El cuerpo entero le palpitaba de dolor.
Unos segundos después logró erguirse sobre el codo izquierdo y volver la cabeza,
aunque el dolor le desgarraba los músculos del cuello. Cuando hubo comprobado
que "Maxo" estaba bien, volvió a acostarse; una sonrisa le torció una comisura de
la boca.
En cuanto Pole abrió la puerta, Kelly levantó penosamente la cabeza. El mecánico
se arrodilló a su lado y volvió a limpiarle la sangre.
—¿Cobraste? — preguntó Kelly, en un susurro malhumorado.
Pole dejó escapar un lento suspiro.
—¿Y?
—La mitad — respondió el mecánico, tragando saliva.
Kelly le clavó una mirada opaca, con la boca abierta, como si no le creyera.
—Dijo que no pagaría quinientos por una pelea de un solo round.
—¿De qué me estás hablando? — estalló Kelly.
Trató de levantarse, e inadvertidamente se apoyó sobre la mano derecha. Soltó un
grito ahogado y volvió a caer, con el rostro totalmente blanco.
—No — gimió —. No. No. No. No.
Pole, con los ojos fijos en su mano quebrada, susurró:
— ¡Santo cielo!
—No puede... no puede hacer eso — exclamó Kelly, tratando de centrar en el
mecánico su mirada vacilante.
Pole se humedeció los labios con la lengua.
—Mira, Steel, no... no se puede hacer nada. Tiene un batallón de forzudos en la
oficina. No puedo..
Y agregó, bajando la cabeza:
—Si... si fueras tú, se daría cuenta de lo que has hecho. Y... tal vez nos quitaría
los doscientos cincuenta.
Kelly permaneció de espaldas, mirando sin parpadear la bombilla desnuda del
cielorraso. Su pecho trabajaba penosamente, estremecido.
—No — murmuró — no.
Así se detuvo largo rato, sin hablar. Pole trajo un poco de agua para limpiarle la
cara y le dio un trago. Buscó en su pequeña maleta con qué cubrirle las heridas y
armar un cabestrillo para el brazo.
Quince minutos después, Kelly volvió a hablar.
—Volveremos en ómnibus — dijo.
—¿Qué?
—Volveremos en ómnibus — repitió Kelly, lentamente —. Eso costará... cincuenta
y seis dólares.
Tragó saliva y cambió de posición.
—Así nos quedarán casi doscientos. Podremos comprarle un... un nuevo resorte
impulsor y... y un lente para el ojo y...
Parpadeó; por un instante mantuvo los ojos cerrados, pues el cuarto volvía a
emborronarse ante ellos.
—Y pasta lubricante — dijo después —. En grandes cantidades. Quedará... como
nuevo
Levantó la vista hacia Pole, y agregó:
—Así tendremos todo solucionado. "Maxo" estará otra vez bien preparado, y
conseguiremos algunas peleas decentes.
Volvió a tragar saliva mientras respiraba con esfuerzo.
—No necesita más que un pequeño ajuste. Un resorte nuevo, un lente nuevo para
el ojo, y estará listo. Ya les mostraremos a esos cretinos lo que es un B-2. El viejo
"Maxo" les enseñará, ¿verdad?
Pole contempló al corpulento irlandés, y dejó escapar un suspiro:
—Claro, Steel, claro.
FIN

martes, 12 de agosto de 2008

EL QUE CIERRA EL CAMINO -- TERROR -- ROBERT BLOCH

EL QUE CIERRA EL CAMINO -- TERROR -- ROBERT BLOCH


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EL QUE CIERRA
EL CAMINO
Robert BIoch


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Me gustaría pensar que Robert Bloch es conocido principalmente como el
hombre cuya novela Psycho hizo famoso a Alfred Hitchcock; Los relatos de Bloch
empezaron a aparecer en la revista Weird Tales durante los años treinta, y su trabajo
estuvo grandemente influido por su mentor literario, Howard Phillips Lovecraft. Fue
el primer ganador del Worid Fantasy Award por el trabajo de toda una vida, un
honor que realmente se merecía. Los últimos años han visto una escasez de los
relatos cortos surgidos de su pluma, como resultado de sus numerosos compromisos
en novelas, guiones de películas y televisión, pero Bob, siempre generoso con su
tiempo, escribió con suma amabilidad la siguiente historia especialmente para este
libro. El personaje principal es un tal Robert Bloch, un hombre que..., bien, sigan
leyendo...
Hasta el día de hoy sigo sin saber como consiguieron traerme al asilo.
Los acontecimientos que condujeron a mi internamiento constituyen un
misterio que desafía las sondas de mi memoria, y contra el que no puedo luchar.
Familia y amigos hablaron, en su tiempo, de un «estado nervioso», pero eso es
indudablemente un educado eufemismo. Prefieren llamar al asilo un «sanatorio
privado», y a mi encarcelamiento se refieren como «convalecencia».
Pero ahora que no tengo familia —ni amigos— puedo finalmente hablar con
libertad y franqueza de mi situación. Estaba loco.
¡Dios, qué hipócritas nos volvemos! Cuanto mayor es la incidencia de la locura
en nuestra sociedad, más tabú se vuelve esa palabra. En un mundo que se ha vuelto
loco ya no es posible hablar de la locura humana; en esta era lunática se supone que
no existen los lunáticos; la locura se agrava porque nos negamos a admitir que
alguien esté loco.
«Mentalmente enfermo» es la frase que utilizaba el doctor Connors.
«Esquizofrenia paranoide» era otra descripción más elaboradamente clínica.
Ninguna de las dos ofrece una visión exacta del horror inherente a la realidad... o
irrealidad.
La locura es una larga pesadilla de la cual algunos no llegan a despertar nunca.
Otros, como yo, abren finalmente sus ojos para dar la bienvenida al amanecer del
nuevo día, regocijándose de su nueva conciencia. Es una maravillosa sensación darse
cuenta de que la pesadilla ha terminado. Te hace sentir deseos de cantar, como yo
hice.
—Sí, he recuperado los tornillos... El doctor Connors me miró
desapasionadamente.
—¿Qué se supone que significa eso? —dijo.
—Que me siento completamente bien de nuevo. —Sonreí—. Perder un
tornillo..., una forma de describir la locura. Es una especie de chiste.
—Entiendo.
Pero realmente el doctor Connors no entendía nada. Cuando le aseguré que ya
no me sentía desorientado, hostil o temeroso, se limitó a asentir. Y cuando le dije que
estaba listo para irme a casa, meneó la cabeza.
—Hay algunos problemas que debemos trabajar primero —dijo.
—Trabajar, ése es mi único problema —le dije—. ¡Tengo que volver a mi
trabajo! ¿No se da cuenta de lo que me cuesta el estar aquí? El doctor Connors se alzó
de hombros.
—Su trabajo es uno de los problemas de los que tenemos que hablar. Creo que
puedo ayudarle a descubrir la causa de sus dificultades. —Abrió un cajón de su
escritorio y extrajo un libro—. He estado leyendo alguna de las cosas que ha escrito
usted, y hay un cierto número de preguntas...
—De acuerdo —dije—. Si desea usted jugar a algo, supongo que me permitirá
que yo haga el primer movimiento. El libro que tiene ahí, el que ha estado leyendo,
es Psycho, ¿verdad?
—Sí.
—No ponga esa cara de sorpresa. Todo el mundo parece empezar leyendo
Psycho. Y leyendo cosas en él. He pasado por ese tipo de inquisición tantas veces que
ni siquiera necesita usted formular las preguntas. Los dos podemos ahorrarnos un
tiempo valioso si simplemente le doy de forma directa las respuestas.
—Le escucho.
—Antes que nada, no odio a mi madre. Y ella nunca me dominó. Mi entorno
familiar era perfectamente normal; ni obsesiones ni problemas en lo que a mis padres
o mi hermana se refiere. Mi madre era asistente social y maestra, una mujer muy
inteligente, que me animó a escribir. La quería mucho, pero no había implicada
ninguna fijación edípica.
»En segundo lugar, nunca he sido consciente de ninguna tendencia
homosexual, ni he sentido el menor deseo de experimentar el travestismo. O la
taxidermia, incidentalmente. No sé nada acerca de cómo se lleva un motel, o de
ocultar coches y cuerpos en marismas.
»De modo que, como puede ver, no soy Norman Bates. Y en cuanto a
identificarme con otros personajes del libro..., nunca me apropié indebidamente de
ningún dinero de mi jefe, ni salí huyendo, ni mantuve una relación clandestina a
largo plazo. Incidentalmente también, siempre he preferido la bañera a la ducha.
Sonreí al doctor Connors.
—La idea del libro me vino después de leer acerca de un caso real de asesinato.
No utilicé a ninguno de los actores reales como personajes, y tampoco la situación
real. Lo que me hizo centrar todo el asunto fue preguntarme cómo un hombre que
viviera durante toda su vida en una pequeña ciudad, bajo la constante inspección de
sus vecinos, podía conseguir ocultar sus crímenes violentos. Lo que hice..., llámelo
situación de base si quiere, fue construir un perfil psicológico de un hombre así, del
mismo modo que lo hace usted en su trabajo. Una vez creí comprender al personaje y
sus motivaciones, el resto fue sencillo. El doctor Connors asintió.
E l Que Cierra El Camino R obert Bloch
—Gracias por su cooperación. Ha anticipado y respondido usted a todas mis
preguntas excepto una.
—¿Y ésa es...?
—Déjeme plantearla así. Imagino que habrá leído usted gran número de casos
reales de asesinato, como documentación de base; es algo normal hacerlo, en su tipo
de trabajo.
—Es cierto.
—Y algunos de ellos son más bien sensacionales, ¿no? Asesinatos en masa,
sorprendentes acuchillamientos, asesinatos rituales, extrañas muertes ocurridas bajo
extrañas circunstancias...
—Cierto también.
—Algunos de ellos, estoy seguro, son mucho más impresionantes y violentos
que el crimen en particular que, usando sus propias palabras, utilizó como situación
de base.
—Correcto.
—Entonces mi pregunta es muy simple. ¿Por qué le intrigó ese asesinato? ¿Por
qué lo eligió en vez de cualquier otro?
—Pero si ya se lo he explicado... Me preguntaba cómo el asesino podía
conseguir ocultar sus actividades y seguir con ellas, cómo era capaz de evitar las
sospechas, de llevar una doble vida...
—Eso es interesante. El problema de ocultarlo todo, de evitar las sospechas. —
El doctor Connors se inclinó hacia delante—. ¿Lleva usted una doble vida?
Me lo quedé mirando durante un largo momento antes de responder.
—Perdóneme por decírselo, pero creo que está usted loco.
—Quizá. Pero el hecho de que yo esté loco no importa aquí. Es su mente la que
importa, no la mía. —Se puso en pie—. Creo que ya es suficiente por ahora.
Hablaremos de nuevo mañana.
—¿Más preguntas?
—Y, espero, más respuestas. —Dejó escapar una risita—. Tengo la impresión de
que voy a tener que leer algo más esta noche.
—Bien, que tenga suerte. Y sueños agradables.
—Ése es el título de uno de sus libros, ¿no?... Sueños agradables.
—He escrito un montón de libros —dije—. Y un montón de relatos.
—Lo sé. —Me acompañó a la puerta del despacho—. Ah, una última cosa. ¿Se le
ha ocurrido pensar alguna vez que toda forma de ficción es una forma de mentira?
¿Y que la única diferencia importante entre un escritor y un psicópata es que el
primero traslada sus fantasías al papel? Debería usted pensar en eso.
—Lo haré —le dije.
Y lo hice, durante todo el día y durante toda la noche siguiente. Al final llegué a
una firme conclusión. El doctor Connors me desagradaba intensamente.
A última hora de la tarde del día siguiente la señorita Frobisher vino a mi
habitación para decirme que el doctor Connors estaba listo para recibirme. La larga
espera no había sido fácil para mis nervios, y estoy seguro de que ella se dio cuenta
de lo tenso que estaba. La señorita Frobisher era una buena enfermera, supongo, y el
tratar a sus pacientes como niños perversos era simplemente parte de su trabajo. El
hecho de que fuera una mujer un tanto varonil probablemente contribuía a su suave
autoritarismo, pero yo consideraba que sus modales eran un tanto irritantes.
—¿Cómo nos encontramos hoy? —me saludó—. ¿Estamos preparados para
nuestra sesión de terapia?
—En lo que a mí respecta, no tengo objeción —dije—. Pero ocurre que estoy
solo. Si insiste usted en dirigirse a mí en plural, quizá necesite más terapia que yo.
La señorita Frobisher rió profesionalmente (nunca mostrar irritación, nunca
dejar que te atrapen, ése es el secreto), y me condujo pasillo abajo.
—El doctor le está esperando en cirugía —dijo.
—No me diga que van a hacerme una lobotomía prefrontal —murmuré—. La
necesito tanto como un agujero en la cabeza. La señorita Frobisher rió de nuevo.
—¡Nada de eso! Pero los pintores están trabajando en el despacho del doctor y
no van a terminar hasta mañana. Así que, si no le importa...
—Por mí no hay ningún problema.
Me condujo al ascensor y nos trasladamos a la tercera planta. Nunca antes había
estado allí arriba, y me sentí un poco sorprendido al descubrir que el doctor Connors
tenía instalada una compacta y muy eficiente unidad quirúrgica. Por supuesto, sabía
que era neurocirujano además de psiquiatra, pero me sentí muy impresionado ante el
moderno quirófano completamente equipado que entrevi al otro lado de la pared de
cristal que poseía la estancia donde me esperaba el doctor Connors. Le sonreí cuando
la señorita Frobisher se marchó.
—No podemos seguir viéndonos de esta forma —dije.
—Siéntese.
Su mirada me convenció de que no estaba de humor para chistes y juegos. Me
senté y le miré desde el otro lado de la pequeña mesa, sobre la cual había un bloc de
notas y un libro.
—¡Aja! —murmuré, echándole una ojeada al libro—. Así que he leído usted
Sueños agradables.
—Esta noche.
—Veo que ha tomado algunas notas —le dije—. ¿Desde cuándo se ha vuelto
crítico literario?
—No estoy aquí para criticar, sólo para discutir.
—Adelante. A los escritores nos gusta que la gente hable de nuestras obras.
—Esperaba que fuera usted quien hablara.
—¿Para decir qué? Todo está en el libro.
—¿Lo está?
—Oiga, ¿es realmente necesario hablar como un remiendacabezas?
—No si usted está dispuesto a dejar de hablar como un paciente. El doctor
Connors sonrió y echó una mirada al bloc de notas.
—Pero yo soy un paciente —protesté—. Según usted.
—A Juzgar por Sueños agradables, es usted un montón de cosas. Por ejemplo,
un colaborador de Edgar Allan Poe.
—La casa de la luz —asentí—. Un alumno de Poe, allá en el este, encontró la
historia sin terminar, y sugirió que yo la completara.
—¿Toma usted frecuentemente argumentos o ideas de otras personas?
—Nada que me sea de utilidad. La mayor parte de mi material procede de mi
propio entorno o intereses. Escribí Los hacedores de sueños porque siempre fui un
aficionado a las películas mudas; y El señor Steinway representa una preocupación
similar por la música. Me gusta utilizar lugares que he visitado o en los que he
vivido. Milwaukee en Los estafadores. Nueva Orleans en La belleza durmiente, el
norte del estado de Wisconsin en Dulces dieciséis, Tren al infierno y Rapsodia
húngara... —Le sonreí—. Pero eso es solamente el fondo de la historia. Nunca he sido
propietario de un par de gafas mágicas, ni he dormido con un esqueleto, ni he
conducido una moto, ni he hecho un trato con el diablo, ni he tenido una aventura
con un vampiro.
—Por supuesto. —El doctor Connors echó una mirada de soslayo a sus notas—.
Hasta ahora hemos estado hablando de las cosas que le gustan. Hablemos ahora de
las que no le gustan.
—Eso es fácil —le dije—. Las cenas demasiado formales inspiraron El espíritu
apropiado. Y supongo que La casa hambrienta representa una aversión hacia los
espejos. De hecho, si de veras desea usted sondear un poco más, significa que
siempre me he sentido conscientemente disgustado ante mi propia apariencia. Creo
que soy bastante sincero con usted, ¿no cree, doctor?
—No del todo. —Se me quedó mirando—. ¿Por qué no desea discutir el
auténtico problema?
—¿Como cuál?
—Su actitud hacia los niños.
—No tengo nada en contra de los niños.
—Eso no es lo que dicen sus historias. —Golpeó el bloc de notas con su pluma
—. En Dulces para dulzura, una niña pequeña es una bruja. El aprendiz de brujo
trata de un joven mentalmente retrasado cuyos delirios lo conducen al asesinato.
Hierba gatera es un retrato absolutamente vengativo de la adolescencia. Dulces
dieciséis es una acusación hacia toda una generación...; escribía usted acerca de
satánicas bandas de motoristas una década antes de que otras personas las utilizaran
para sus filmes. Incluso en una historia comparativamente amable como Tren al
infierno, el protagonista inicia su vida como fugitivo, una persona sin ocupación fija
que roba tapacubos y gasolina de los depósitos. Y en Enoc, el personaje central es un
quinceañero psicótico que se convierte en un asesino de masas.
—Los chicos no son mi problema —dije—. No lo olvide, yo escribo historias de
horror. Y en una sociedad orientada hacia la juventud, la gente se siente más
inclinada a impresionarse cuando se le pintan niños como monstruos. El truco reside
en violar los tabúes que consideramos sagrados; eso es lo que hice con la imagen de
la madre en Psycho.
—Trucos —dijo suavemente el doctor Connors—. Mentiras. Sonreí de nuevo.
—Así que ahora nos dedicamos a los juegos de palabras, ¿eh? En ese caso,
llamémoslo simplemente un desliz freudiano. —Se alzó de hombros—. Eso me
recuerda otro elemento en su obra —prosiguió—; no precisamente en esta
recopilación de relatos, sino en docenas de sus historias. La hostilidad hacia los
psiquiatras.
—No odio a los psiquiatras.
—Sus personajes parece que sí. Hay referencias despectivas a los
psicoterapeutas en El aprendiz de brujo, Beso tu sombra y otros títulos. Y en Enoc, su
doctor Silversmith es una caricatura, un burdo libelo de la profesión.
—Pero eso es simplemente otra forma de impresionar a la gente —protesté—.
Los psiquiatras se han convertido en los altos sacerdotes de una sociedad que adora a
la ciencia. Mostrarlos como incompetentes, o como impotentes para prevalecer sobre
las fuerzas del mal, es un truco efectivo. El doctor Connors se me quedó mirando.
—Trucos efectivos, eso es lo que busca usted. Lo cual significa cosas que
produzcan miedo en el lector. Toda su carrera ha sido empleada en buscar formas de
impresionar a la gente, de horrorizarla.
—Es una forma de ganarse la vida.
—Que usted eligió voluntariamente. Nadie pasa toda su vida asustando a
aquellos a quienes ama. ¿Por qué odia usted a la gente?
—No la odio.
—Piense en ello. Piense en ello seriamente. Yo pienso hacerlo también. —Miró
su reloj de pulsera—. Hasta mañana.
—Lamento si suena como obstruccionismo —dije—, pero realmente no odio a la
gente. Lo cual era cierto. No odio a mis lectores, ni a los niños, ni a los
remiendacabezas per se. Pero estaba empezando a odiar al doctor Connors.
Fue una mala noche. No conseguí dormir, porque estaba demasiado atareado
planeando mi propia defensa. Quizá suene un poco melodramático, pero realmente
no hay ninguna otra palabra para describirlo. Tenía que defenderme cuando el
doctor Connors me atacara utilizando mis propias palabras, mi propia obra. Era
desleal, injusto, indecible... Sólo un idiota equipararía ficción a realidad. Los actores
que representaban el papel de villanos no eran monstruos en su vida real; Boris
Karloff y Christopher Lee eran dos de las personas más encantadoras que yo haya
conocido jamás. Mi propio mentor literario, H. P. Lovecraft, era un hombre gentil y
afectuoso. Si el doctor Connors pensaba de otra manera, lo único que hacía era
exhibir su propia ignorancia.
O su propia habilidad.
Estaba buscando algo; algo que a mí se me escapaba. Algo conectado con mi
propia condición, sin la menor duda, algo bloqueado y oscurecido por una reacción
amnésica. Si yo pudiera recordar lo que había ocurrido...
Pero ahora eso no era importante. Lo importante era estar preparado para el
ataque de mañana. Ataque por medio de mis propios libros. ¿Qué título habría
seleccionado?
Intenté anticipar su elección. Gótico americano, Mundo nocturno, Pirómano, El
gorrón, El secuestrador, La voluntad de matar, EI pañuelo... Todos ellos eran
elecciones posibles. De hecho, todas esas novelas poseían un tema común: la
facilidad con que un psicópata podía actuar dentro de nuestra supuestamente cuerda
sociedad. Seguramente esta premisa constituye un legítimo tema de examen. Y si el
doctor Connors planeaba actuar como el abogado del diablo y preguntarme por qué
yo me sentía tan preocupado por los psicópatas, le diría la verdad: «Tengo miedo de
ellos, doctor. ¿No lo tenemos todos?» Eso era. Simplemente, decir la verdad. La
verdad te hace libre... Tuve mucho tiempo para estudiar el asunto, puesto que la
señorita Frobisher no vino a por mí hasta la tarde siguiente, después de la cena.
El doctor Connors, me dijo, había sido retenido por unos asuntos personales
durante toda la tarde. Pero acababa de regresar, y me estaba esperando de nuevo en
la antesala de la unidad de cirugía.
—Lamento recibirle aquí de nuevo —me dijo cuando se marchó la señorita
Frobisher—. Los pintores han terminado con mi despacho, pero aún no he tenido
tiempo de arreglar de nuevo todas las cosas. Así que, si no le importa...
—En absoluto.
El doctor Connors estaba sentado al otro lado de la mesa, su bloc de notas
colocado encima de un libro. Miré el libro mientras hablaba, intentando ver el título.
¿Cuál sería el que había elegido?
No había necesidad de jugar a las suposiciones. En aquel momento estaba
alzando el bloc, exponiendo el volumen que había debajo. Era El que abre el camino.
Me dedicó una inclinación de cabeza.
—Como puede ver, he hecho los deberes. Es lo que usted esperaba, ¿no?
—Sí, pero no su elección. ¿Por qué ése, en vez de una novela?
—Porque es su primer libro, su primera recopilación de relatos publicada. Y por
el título.
—Si lo ha leído, sabrá que El que abre el camino es una de las historias.
—Pero no es ésa la razón de que usted seleccionara ese título, ¿verdad? Estaba
afirmando sus intenciones...; este libro abría el camino a su carrera de escritor.
—Muy perspicaz. ¿Qué otra cosa ha observado?
—Que algunos elementos constantes en su obra aparecen ya en sus inicios.
Asesinatos en masa, por ejemplo, en Figuras de cera. La casa del hacha y Suyo
afectísimo, Jack el Destripador. La invasión o profanación del cuerpo humano, en
Escarabajos, El oscuro demonio. El merodeador de las estrellas, Los honorarios del
violinista y el propio El que abre... Además, el tema de la posesión por fuerzas
malignas o un álter ego, en La capa. El maniquí. El oscuro demonio. Los ojos de la
momia. Admitirá usted que todo esto parece sumarse.
—¿A qué?
—A la imagen recurrente de un hombre poseído por un demonio, y que mutila
a sus víctimas en una serie de asesinatos múltiples. Me alcé de hombros.
—Tal como le dije, es una forma de ganarse la vida. Y como usted me dijo a mí,
toda ficción es una forma de mentir. Resulta que es con esas mentiras en particular
con las que yo vivo. Funcionaron cuando empecé a escribir, y siguen funcionando
para mí hoy en día.
—Pero usted no miente todo el tiempo, ¿verdad? —El doctor Connors abrió el
libro—. ¿Qué hay acerca de la introducción que escribió para esta recopilación?
Empieza formulando la misma pregunta que yo le he estado haciendo. ¿De dónde
saca usted las ideas para sus historias?
—Ya se lo he dicho. El doctor Connors pasó una página.
—Aquí da usted una respuesta distinta. Dice que un autor de fantasía se halla
atrapado en el papel dual del doctor Jekyll y míster Hyde.
—Es una forma de hablar.
—¿Lo es? —Miró al texto—. Déjeme leerle sus propias palabras. «El doctor
Jekyll intenta negar la existencia real de míster Hyde. Pero... míster Hyde existe. Lo
sé, porque forma parte de mí. Ha sido mi mentor literario desde hace más de una
década.» Y ahora, el último párrafo de su introducción: «Y cuando alguien me
pregunta de dónde saco las ideas para mis historias, lo único que puedo hacer es
alzarme de hombros y responder: "De mi colaborador..., míster Hyde"». Es una cita
textual.
Me lo quedé mirando. Ayer me había dicho a mí mismo que estaba empezando
a odiar a aquel hombre. Hoy...
—¿Ocurre algo?
—Sólo con respecto a sus conclusiones.
—No mías. Suyas.
—Deje de hablar con doble sentido. ¿Está diciendo acaso que soy una
personalidad múltiple?
—Usted lo está diciendo, en esta introducción. Y en toda su obra. Eso es hablar
con doble sentido por medio de una venganza.
—No estoy interesado en venganzas. —Meneé la cabeza—. Y no odio a la gente.
—Eso es lo que dice el doctor Jekyll. Pero míster Hyde cuenta una historia
distinta. Una y otra vez.
—Es simplemente una historia.
—¿Está seguro? —El doctor Connors meneó la cabeza—. Entonces, ¿por qué
está aquí?
—No lo sé.
—¿No lo sabe, o no lo recuerda?
—Ambas cosas.
—Exactamente. En los desórdenes de personalidad múltiple existe siempre ese
elemento de amnesia, de disociación. Mi trabajo consiste en ayudarle a recordar.
Analizando su trabajo esperaba poder conducirle a descubrir indicios hacia la
realidad. Una vez se enfrente usted a la verdad...
—¿Qué es la verdad?
—Hay muchas verdades. Estúdielas. Se encuentra usted en un sanatorio
privado, y no estaría aquí si no existiera una razón. Se halla bajo estrictas medidas de
seguridad, y eso debería sugerirle que la razón es seria. Es usted incapaz de recordar
lo que ocurrió antes de su llegada; seguramente eso implica una escisión de
personalidad, protegida por una reacción amnésica. Inspiré profundamente.
—¿Acaso pretende decirme que me volví loco y maté a alguien?
—No. —Sonrió—. Considere los hechos. Si hubiera matado a alguien, estaría en
la ciudad, en la cárcel del condado.
—Pero me volví loco, ¿no?
—Sí. —Sonrió de nuevo—. Antes de que prosigamos, quizá será mejor que le
recuerde otra verdad. Estoy aquí porque me siento interesado por su bienestar. No
soy su enemigo.
«Mirándome fijamente. Jugando al gato y al ratón conmigo. Hurgando en mis
historias, en mis secretos. ¿Y espera que me crea que no es mi enemigo? Quizá esté
loco, pero no soy estúpido.»
—Por supuesto que no. —Le devolvi la sonrisa—. ¿Tenemos que seguir adelante
con esto?
El doctor Connors consultó su bloc de notas.
—Hay otro hilo que se teje a lo largo de su ficción. No en las fantasías, sino en
las historias de misterio y suspense. Gran cantidad de ellas tratan de variaciones de
un único desenlace.
—¿Cuál?
—La decapitación.
—¿Es eso tan poco usual? Se trata de un truco común para impresionar al
lector. Incluso la Reina, en Alicia en el País de las Maravillas, no deja de decir...
—Limitémonos a su propio trabajo, y a lo que usted dice. Al coleccionista de
cabezas, en Un hombre con un hobby, y al coleccionista de cráneos, en El cráneo del
marqués de Sade. Y a ese coleccionista llamado Enoc. ¿Qué le motivó a escribir La
cura, El cazador de cabezas o Mirad cómo corren?. Hay una cabeza cercenada en
Psycho, y la escena final de Mundo nocturno habla por sí misma. Caen cabezas en La
jauría de Pedro y Esta antigua prueba escolar. —El doctor Connors tomó el libro—. Y
lo mismo ocurre aquí, en Figuras de cera. Y en la primera historia que publicó usted
en su vida. La fiesta en la abadía.
—Y fue una muy buena idea —dije—. Eso es lo que más impresionó a los
lectores. No sólo la idea del canibalismo, sino cuando el narrador descubre qué es lo
que ha estado comiendo..., cuando alza la tapa de la pequeña bandeja de plata y ve la
cabeza de su hermano...
—Completamente efectivo, lo admito —El doctor Connors me miró fijamente—.
Observo que escribió usted en primera persona.
—Eso forma parte del impacto.
—Pero ¿de dónde surgió la idea? ¿Una historia en un periódico? ¿Algo que
usted oyó o leyó?
—No lo recuerdo. Después de todo, hace tantos años...
—Es curioso que ése fuera uno de sus primeros logros, ¿no? Y que luego
prosiguiera con el mismo tema durante años y años. —No dejaba de mirarme—. Me
ha contado usted la fuente de tantas de sus historias... seguro que existe un origen
común para estas y otras que siguieron el mismo esquema.
—¡Ya se lo he dicho, no puedo recordarlo!
—¿Nada en su entorno personal?
—No soy un caníbal, si es eso lo que está insinuando. Tengo una hermana más
joven, pero ningún hermano, así que difícilmente podría haberle cortado la cabeza.
Era difícil hablar sosegadamente, debido a que lo odiaba tanto. Y ahora resultaba
difícil también oírle, ya que mi cerebro estaba latiendo furiosamente, latiendo,
latiendo...
—Mire —dijo el doctor Connors—. Voy a decirle algo que le ayudará a
recordar. Puede que le cause un shock, pero a veces la terapia de shock es el método
más efectivo.
—Adelante —le animé—. Métase de cabeza en ello. «De cabeza. La cabeza. Era
la cabeza de mi hermano...» El doctor Connors estaba observando mi rostro, pero
estoy convencido de que no podía oír la voz dentro de mi cabeza. «Mi cabeza. Su
cabeza. Sus cabezas.»
Me obligué a mirarle, me obligué a sonreír.
—No me diga que le corté la cabeza a alguien —dije.
—No. Pero lo intentó.
—¡Eso es una mentira! —Me puse en pie; ahora ya no sonreía—. ¡Una mentira!
—Querrá decir que no puede recordarlo. Pero lo hizo, y consiguieron detenerle
justo a tiempo. Está todo aquí, en el informe.
—Pero ¿por qué..., por qué?
—Porque al parecer la persona a la que intentó matar le recordó a alguien.
Alguien de hace mucho tiempo.
El doctor Connors se inclinó hacia delante, hablando muy suavemente, de
modo que tuve que tensarme para oírle. Pero le oí —tuve que oírle—, porque el odio
siguió subiendo y subiendo, a medida que él hablaba.
Sólo que sigo sin poder recordar lo que dijo. Era acerca de algo que ocurrió
cuando yo era muy joven. Algo que le hice a alguien y mamá lo descubrió, y vino el
doctor, y entonces me enviaron fuera durante mucho tiempo, y cuando volví de
nuevo a casa lo había olvidado todo acerca de todo. Era simplemente un niño; no
sabía, no quería hacerlo, pero lo olvidé todo y nadie volvió a hablar de ello jamás,
nadie llegó a saberlo siquiera. Excepto que ahora el doctor Connors lo sabía... Había
retrocedido todo aquel tiempo y había examinado la información, y ahora me lo
estaba contando, y se lo iba a decir a todo el mundo, y yo lo odiaba porque pese a
todo yo seguía sin poder recordar.
Pero sí que recuerdo lo que hice cuando él me lo dijo. Fue una gran suerte,
realmente, estar en aquella estancia al lado del quirófano, y luego descubrir la
escalera de atrás y salir por la puerta trasera y saltar el muro.
Fue también una gran suerte que hubiera una de esas cosas plateadas con tapa,
justo al lado del armario de los bisturíes del quirófano.
Sigo pensando en ello ahora... Pienso en lo que debió de ver la señorita
Frobisher cuando regresó y alzó aquella tapa...
Era la cabeza de mi psiquiatra.

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