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domingo, 2 de diciembre de 2007

EL RETRATO OVAL // EDGAR ALLAN POE


EL RETRATO OVAL
Edgar Allan Poe



El castillo en el cual mi criado se le había ocurrido penetrar a la fuerza en vez de permitirme,
malhadadamente herido como estaba, de pasar una noche al ras, era uno de esos edificios mezcla de
grandeza y de melancolía que durante tanto tiempo levantaron sus altivas frentes en medio de los
apeninos, tanto en la realidad como en la imaginación de Mistress Radcliffe.

Según toda apariencia, el castillo había sido recientemente abandonado, aunque
temporariamente. Nos instalamos en una de las habitaciones más pequeñas y menos suntuosamente
amuebladas. Estaba situada en una torre aislada del resto del edificio. Su decorado era rico, pero antiguo
y sumamente deteriorado. Los muros estaban cubiertos de tapicerías y adornados con numerosos trofeos
heráldicos de toda clase, y de ellos pendían un número verdaderamente prodigioso de pinturas
modernas, ricas de estilo, encerradas en sendos marcos dorados, de gusto arabesco.

Me produjeron profundo interés, y quizá mi incipiente delirio fue la causa, aquellos cuadros
colgados no solamente en las paredes principales, sino también en una porción de rincones que la
arquitectura caprichosa del castillo hacia inevitable; hice a Pedro cerrar los pesados postigos del salón,
pues ya era hora avanzada, encender un gran candelabro de muchos brazos colocado al lado de mi
cabecera, y abrir completamente las cortinas de negro terciopelo, guarnecidas de festones, que rodeaban
el lecho. Quíselo así para poder, al menos, si no reconciliaba el sueño, distraerme alternativamente entre
la contemplación de estas pinturas y la lectura de un pequeño volumen que había encontrado sobre la
almohada y que trataba de su crítica y su análisis.

Leí largo tiempo; contemplé las pinturas religiosas devotamente; las horas huyeron, rápidas y
silenciosas, y llegó la media noche. La posición del candelabro me molestaba, y extendiendo la mano con
dificultad para no turbar el sueño de mi criado, lo coloqué de modo que arrojase la luz de lleno sobre el
libro. Pero este movimiento produjo un efecto completamente inesperado. La luz de sus numerosas
bujías dio de pleno en un nicho del salón que una de las columnas del lecho había hasta entonces
cubierto con una sombra profunda. Vi envuelto en viva luz un cuadro que hasta entonces no advirtiera.

Era el retrato de una joven ya formada, casi mujer. Lo contemplé rápidamente y cerré los ojos. ¿Por qué?
no me lo expliqué al principio; pero, en tanto que mis ojos permanecieron cerrados, analicé rápidamente
el motivo que me los hacía cerrar. Era un movimiento involuntario para ganar tiempo y recapacitar, para
asegurarme de que mi vista no me había engañado, para calmar y preparar mi espíritu a una
contemplación más fría y más serena. Al cabo de algunos momentos, miré de nuevo el lienzo fijamente.

No era posible dudar, aun cuando lo hubiese querido; porque el primer rayo de luz al caer sobre
el lienzo, había desvanecido el estupor delirante de que mis sentidos se hallaban poseídos, haciéndome
volver repentinamente a la realidad de la vida. El cuadro representaba, como ya he dicho, a una joven. se
trataba sencillamente de un retrato de medio cuerpo , todo en este estilo, que se llama, en lenguaje
técnico, estilo de viñeta; había en él mucho de la manera de pintar de Sully en sus cabezas favoritas. Los
brazos, el seno y las puntas de sus radiantes cabellos, pendíanse en la sombra vaga, pero profunda, que
servía de fondo a la imagen. El marco era oval, magníficamente dorado, y de un bello estilo morisco. Tal
vez no fuese ni la ejecución de la obra, ni la excepcional belleza de su fisonomía lo que me impresionó
tan repentina y profundamente. No podía creer que mi imaginación, al salir de su delirio, hubiese tomado
la cabeza por la de una persona viva.
Empero, los detalles del dibujo, el estilo de viñeta y el aspecto del marco, no me permitieron
dudar ni un solo instante. Abismado en estas reflexiones, permanecí una hora entera con los ojos fijos en
el retrato. Aquella inexplicable expresión de realidad y vida que al principio me hiciera estremecer, acabó
por subyugarme. Lleno de terror respeto, volví el candelabro a su primera posición, y habiendo así
apartado de mi vista la causa de mi profunda agitación, me apoderé ansiosamente del volumen que
contenía la historia y descripción de los cuadros.

Busqué inmediatamente el número correspondiente al que marcaba el retrato oval, y leí la
extraña y singular historia siguiente:

“Era una joven de peregrina belleza, tan graciosa como amable, que en mal hora amó al pintor y,
se desposó con él.

“Él tenía un carácter apasionado, estudioso y austero, y había puesto en el arte sus amores; ella,
joven, de rarísima belleza, todo luz y sonrisas, con la alegría de un cervatillo, amándolo todo, no odiando
más que el arte, que era su rival, no temiendo más que la paleta, los pinceles y demás instrumentos
importunos que le arrebataban el amor de su adorado. Terrible impresión causó a la dama oír al pintor
hablar del deseo de retratarla. Mas era humilde y sumisa, y sentóse pacientemente, durante largas
semanas, en la sombría y alta habitación de la torre, donde la luz se filtraba sobre el pálido lienzo
solamente por el cielo raso.

"El artista cifraba su gloria en su obra, que avanzaba de hora en hora, de día en día.

"Y era un hombre vehemente, extraño, pensativo y que se perdía en mil ensueños; tanto que no
veía que la luz que penetraba tan lúgubremente en esta torre aislada secaba la salud y los encantos de
su mujer, que se consumía para todos excepto para él.

"Ella no obstante, sonreía más y más, porque veía que el pintor, que disfrutaba de gran fama,
experimentaba un vivo y ardiente placer en su tarea, y trabajaba noche y día para trasladar al lienzo la
imagen de la que tanto amaba, la cual de día en día tornábase más débil y desanimada. Y, en verdad, los
que contemplaban el retrato, comentaban en voz baja su semejanza maravillosa, prueba palpable del
genio del pintor, y del profundo amor que su modelo le inspiraba. Pero, al fin, cuando el trabajo tocaba a
su término, no se permitió a nadie entrar en la torre; Porque el pintor había llegado a enloquecer por el
ardor con que tomaba su trabajo, y levantaba los ojos rara vez del lienzo, ni aun para mirar el rostro de su
esposa. Y no podía ver que los colores que extendía sobre el lienzo borrábanse de las mejillas de la que
tenía sentada a su lado. Y cuando muchas semanas hubieron transcurrido, y no restaba por hacer más
que una cosa muy pequeña, sólo dar un toque sobre la boca y otro sobre los ojos, el alma de la dama
palpitó aún, como la llama de una lámpara que está próxima a extinguirse. y entonces el pintor dio los
toques, y durante un instante quedó en éxtasis ante el trabajo que había ejecutado; pero un minuto
después, estremeciéndose, palideció intensamente herido por el terror, y gritando con voz terrible: “—¡En
verdad esta es la vida misma!”— Se volvió bruscamente para mirar a su bien amada,... ¡Estaba muerta!”.


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