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domingo, 20 de julio de 2008

LA SED -- SILVINA OCAMPO -- ANTOLOGIA DEL CUENTO ESTRAÑO 4


SILVINA OCAMPO
LA SED

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SILVINA OCAMPO nació en Buenos
Aires. Ha publicado varios libros de poesías:
Viaje Olvidado, Enumeración de la Patria,
Espacios Meétricos, Los Nombres, y una
colección de cuentos: Autobiografia de Irene.
En 1942 obtuvo el Premio Municipal.

_
VIII

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LA SED

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Mi amiga Keng-Su me decía:
—En la ventana del hotel brillaba esa luz
diáfana que a veces y de un modo fugaz anticipa, en
diciembre, el mes de marzo. Sientes como yo la
presencia del mar: se extiende, penetra en todos los
objetos, en los follajes, en los troncos de los árboles
de todos los jardines, en nuestros rostros y en
nuestras cabelleras.
Esta sonoridad, esta frescura que solo hay en
las grutas, hace dos meses entró en mi luminosa
habitación, trayendo en sus pliegues azules y verdes
algo más que el aire y que el espectáculo diario de las
plantas y del firmamento.
Trajo una mariposa amarilla con nervaduras
anaranjadas y negras. La mariposa se posh en la flor
de un vaso: reflejada en el espejo agregaba pétalos a
la flor sobre la cual abría y cerraba las alas. Me
acerqué tratando de no proyectar una sombra sobre
ella: los lepidópteros temen las sombras. Huyó de la
sombra de mi mano para posarse en el marco del
espejo.
Me acerque de nuevo y pude apresar sus alas
entre mis dedos delicados. Pense: "Tendria que
soltarla. No es una flor, no puedo colocarla en un
florero, no puedo darle agua, no puedo conservarla
entre las hojas de un libro, como un pensamiento".
Pensé: "No es un pájaro, no puedo encerrarla en una
jaula de mimbre con una pequeña bañera y un tarrito
enlozado, con alpiste". —Sobre la mesa —prosiguió—,
entre mis peinetas y mis horquillas, había un alfiler de
oro con una turquesa. Lo tomé y atravesé con
dificultad el cuerpo resistente de la mariposa —ahora
cuando recuerdo aquel momento me estremezco como
si hubiera oído una pequeña voz quejándose en el
cuerpo oscuro del insecto. Luego clavé el alfiler con su
presa en la tapa de una caja de jabones donde guardó
la lima, la tijera y el barniz con que pinto mis uñas.
La mariposa abría y cerraba las alas como
siguiendo el ritmo de mi respiración. En mis dedos
quedó un polvillo irisado y suave. La dejé en mi
habitación ensayando su inmóvil vuelo de agonía.
A la noche, cuando volvi, la mariposa habia
volado llevándose el alfiler. La busqué en el jardín de
la plaza, situada frente al hotel, sobre las favoritas y
las retamas, sobre las flores de los tilos, sobre el
césped; sobre un montón de hojas caídas. La busqué
vanamente.
En mis sueños sentí remordimientos. Me decía:
¿Por qué no la encerré adentro de una caja? ¿ Por
que no la cubrí con un vaso de vidrio? ¿Por qué no la
perforé con un alfiler mis grueso y pesado?"
Keng-Su permaneció un instante silenciosa.
Estábamos sentadas sobre la arena, debajo de la
carpa. Escuchábamos el rumor de las olas tranquilas.
Eran las siete de la tarde y hacía un inusitado calor.
—Durante muchos días no vine a la playa —
continuó Keng—Su anudando su cabellera negra—;
tenía que terminar de bordar una tapicería para Miss
Eldington, la dueña del hotel. Sabes cómo es de
exigente. Además yo necesitaba dinero para pagar los
gastos.
Durante muchos días sucedieron cosas insólitas
en mi habitación. Tal vez las he soñado.
Mi biblioteca se compone de cuatro o cinco
libros que siempre llevo a veranear conmigo. La
lectura no es uno de mis entretenimientos favoritos,
pero siempre mi madre me aconsejaba, para que mis
sueños fueran agradables, la lectura de estos libros: El
libro de Mencius, La Fiesta de [as Linternas,
Hoei—Lan Ki (Historia del circulo de tiza) y El Libro
de las Recompensas y de las Penas.
Varias veces encontré el último de estos libros
abierto sobre mi mesa, con algunos párrafos marcados
con pequeños puntitos que parecían hechos con un
alfiler. Después yo repetia, involuntariamente, de
memoria estos párrafos. No puedo olvidarlos.
—Keng-Su, repítelos, por favor. No conozco
esos libros y me gustaria oir esas palabras de tus
labios. Keng—Su palideció levemente y jugando con la
arena me dijo:
—No tengo inconveniente. A cada día correspondía
un párrafo. Bastaba que saliera un momento
de mi habitación para que me esperara el libro abierto
y la frase marcada con los inexplicables puntitos. La
primera frase que lei fué la siguiente:
"Si deseamos sinceramente acumular virtudes
y atesorar méritos tenemos que amar no solo a los
hombres, sino a los animales, pájaros, peces, insectos,
y en general a todos los seres diferentes de los
hombres, que vuelan, corren y se mueven."
Al otro día leí: "Por pequeños que seamos,
nos anima el mismo principio de vida: todos estamos
arraigados en la existencia y del mismo modo
tememos la muerte."
Guardé el libro dentro del armario, pero al otro
día lo encontré sobre mi cama, con este párrafo
marcado: "Caminando, de pié sentada o acostada, si
ves un insecto pereciendo, trata de liberarlo y de
conservarle la vida. iSi lo matas con tus propias
manos, que destino te esperará!... "
Escondí el libro en el cajón de la cómoda, que
cerré con Have; al otro día estaba sobre la cómoda,
con la siguiente leyenda subrayada:
"Song-Kiao, que vivió bajo la dinastía de los
Song, un día construyó un puente con pequeñas
cañas para que unas hormigas cruzaran un arroyo, y
obtuvo el primer grado de Tchoang-Youen (primer
doctor entre los doctores). Keng-Su, ¿qué obtendrás
por tu oscuro crimen?... "
A las dos de la mañana, el día de mi
cumpleaños, creí volverme Ioca al leer:
"Aquel que recibe un castigo injusto conserva
un resentimiento en su alma."
Busqué en la enciclopedia de una librería (conozco
al dueño, un Hombre bondadoso, y me permitió
consultar varios libros) el tiempo que viven los insectos
lepidópteros después de la última metamorfosis; pero
como existen cien mil especies diferentes es difícil
conocer la duración de la vida de los individuos de
cada especie; algunos, en estado de imago, viven dos
o tres días; pero ¿pertenecía mi mariposa a esta
especie tan efímera?
Los párrafos seguían apareciendo en el libro,
misteriosamente subrayados con puntitos: "Algunos
hombres caen en la desdicha; otros obtienen la dicha.
No existe un camino determinado que los conduzca a
una u otra parte. Depende todo del hombre, que tiene
el poder de atraer el bien o el mal, con su conducta. Si
el hombre obra rectamente obtiene la felicidad; si obra
perversamente recibe la desdicha. Son rigurosas las
medidas de la dicha y de la aflicción, y proporcionadas
a las virtudes y a la gravedad de los crímenes."
Cuando mis manos bordaban, mis pensamientos
urdían las tramas horribles de un mundo de
mariposas.
Tan obcecada estaba, que estas marcas de
mis labores, que llevo en la yema de los dedos, me
parecían pinchazos de la mariposa.
Durante las comidas intentaba conversaciones
sobre insectos, con los compañeros de mesa. Nadie
se interesaba en estas cuestiones, salvo una señora
que me dijo: "A veces me pregunto cuánto vivirán las
mariposas. ¡Parecen tan frágiles! Y he oído decir que
cruzan (en grandes bandadas) el océano, atravesando
distancias prodigiosas. El año pasado había una verdadera
plaga en estas playas".
A veces tenía que deshacer una rama entera
de mi labor: insensiblemente habia bordado con lanas
amarillas, en lugar de hojas o de pequeños dragones,
formas de alas.
En la parte superior de la tapicería tuve que
bordar tres mariposas. ¿Por que hacerlas me repugnaba
tanto, ya que involuntariamente, a cada instante,
bordaba sus alas?
En esos días, como sentía cansada la vista,
consulté a un médico. En la sala de espera me
entretuve con esas revistas viejas que hay en todos
los consultorios. En una de ellas vi una lamina cubierta
de mariposas. Sobre la imagen de una mariposa me
pareció descubrir los puntitos del alfiler; no podria
asegurar que esto fuera justificado, pues el papel tenía
manchas y no tuve tiempo de examinarlo con atención.
A las once de la noche caminé hasta el espigón
proyectando un viaje a las montañas. Hacia frío y el
agua me contemplaba con crueldad.
Antes de regresar al hotel me detuve debajo de
los árboles de la plaza, para respirar el olor de las
flores. Buscando siempre la mariposa, arranqué una
hoja y ví en la verde superficie una serie de agujeritos:
pertenecian, sin duda, a un hormiguero.
Pero en aquel momento pense que mi visíon
del mundo se estaba transformando y que muy pronto
mi piel, el agua, el aire, la tierra y hasta el cielo se
cubririan de esos puntitos, y entonces —fué cómo el
relámpago de una esperanza— pensé que no tendría
motivos de inquietud, ya que una sola mariposa, con
un alfiler, a menos de ser inmortal, no sería capaz —
de tanta actividad.
Mi tapicería estaba casi concluida y las
personas que la vieron me felicitaron.
Hice nuevas incursiones en el jardín de la
plaza, hasta que descubrí, entre un montón de hojas,
la mariposa. Era la misma, sin duda. Parecía una flor
mustia. Envejecidas las alas, no brillaban. Ese cuerpo,
horadado, torcido, había sufrido. La miré sin compasión.
Hay en el mundo tantas mariposas muertas. Me
sentí aliviada.
Busqué en vano el alfiler de oro con la
turquesa. Mi padre me lo había regalado. En el mundo
no hallaría otro alfiler como ése. Tenía el prestigio que
solo tienen los recuerdos de familia.
Pero una vez más en el libro tuve que ver un
párrafo marcado:
"Hay personas que inmediatamente son
castigadas o recompensadas; hay otras cuyas recompensas
y castigos tardan tanto en llegar que no las
alcanzan sino en los hijos o en los nietos. Por eso
hemos visto morir a jóvenes cuyas culpas no parecían
merecer un castigo tan severo, pero esas culpas se
agravaban con los crímenes que habian cometido sus
antepasados."
Luego leí una frase interrumpida: "Como la
sombra sigue los cuerpos... "
Con que impaciencia había esperado esa
mañana, y que indiferente resultó después de tantos
dias de sufrimiento: pasé la aguja con la última lana
por la tapicería (esa lana era del color oscuro que
daña mi vista).
Me saqué los anteojos y salí del trabajo como
de un túnel. La alegría de terminar un bordado se
parece a la inocencia. Logré olvidarme de la mariposa
—continuo Keng—Su ajustando en sus cabellos una
tira de papel amarillo—. El mar, como un espejo, con
sus volados blancos de espuma, me besaba los pies.
Yo he nacido en América y me gustan los mares. Al
penetrar en las ondas vi algunas mariposas muertas
que ensuciaban la orilla. Salté para no tocarlas con
mis pies desnudos.
Soy buena nadadora. Me has visto nadar algunas
veces, pero las olas entorpecian mis movimientos.
Soy nadadora de agua dulce y no me gusta nadar con
la cabeza dentro del aqua. Tengo siempre la tentación
de alejarme de la costa, de perderme debajo del
cóncavo cielo.
—¿No tienes miedo? A doscientos metros de la
costa ya me asusta la idea de encontrar delfines que
podrían escoltarine hasta la muerte —le dije.
Keng-Su desaprobó mis temores. Sus oblicuos
ojos brillaban.
—Me deslicé perezosamente —continuó—.
Creo que sonreí al ver el cielo tan profundo y al sentir
mi cuerpo transparente e impersonal como el agua.
Me parecía que me despojaba de los días pasados
como de una larga pesadilla, como de una vestidura
sucia, como de una enfermedad horrible de la piel.
Suavemente recobraba la salud.
La feliciclad me penetraba, me anonadaba.
Pero un momento después una sombra diminuta sobre
el mar me perturbó: era como la sombra de un pétalo o
de una hoja doble; no era la sombra de un pez.
Alcé los ojos. Vi la mariposa: las llamas de sus
alas luminosas oscurecían el color del cielo. Con el
alfiler fijo en el cuerpo —como un órgano artificial pero
definitivamente adherido—, me seguía. Se elevaba y
bajaba, rozaba apenas el agua delante de mi, como
buscando un apoyo en flores invisibles. Traté de
capturarla. Su velocidad vertiginosa y el sol me deslumbraban.
Me seguía, vacilante y rápida; al principio
parecía que la brisa la llevaba sin su consentimiento;
luego creí ver en ella mas resolución y mas seguridad.
¿Qué buscaba? Algo que no era el agua, algo que no
era el aire, algo que no era una sombra. (Me dirás que
esto es una locura; a veces he desechado la idea que
ahora te confieso.) Buscaba mis ojos, el centro de
mis ojos, para clavar en ellos su alfiler
El terror se apoderó de mis ojos indefensos
como si no me pertenecieran, como si ya no pudiera
defenderlos de ese ataque omnipotente.
Trataba de hundir la cara en el agua. Apenas
podia respirar. El insecto me asediaba por todos lados.
Sentía que ese alfiler, ese recuerdo de familia que se
habia transformado en el arma adversa, horrible, me
pinchaba la cabeza. Afortunadamente, yo estaba cerca
de la orilla.
Cubrí mis ojos con una mano y nadé durante
cinco minutos que me parecieron cinco años, hasta la
costa. El bullicio de los bañistas seguramente ahuyentó
a la mariposa. Cuando abrí los ojos, había
desaparecido. Casi me desmayé en la arena. Este
papel, donde pinté yo misma un dios con tinta
colorada, me preserva ahora de todo mal.
Keng-Su me enseñó el papel amarillo, que
había colocado tan cuidadosamente entre los dientes
de su peineta, sobre su cabellera.
—Me rodearon unos bañistas y me preguntaron
que me sucedía. Les dije: "He visto un fantasma". Un
señor muy amable me dijo: "Es la primera vez que un
hecho asi ocurre en esta playa", y agregó: "Pero no es
peligroso. Usted es una gran nadadora. No se aflija".
Durante una semana entera pensé en ese fantasma.
Podria dibujártelo, si me dieras un papel y un
lápiz. No se trata de una mariposa común; se trata de
un pequeño monstruo. A veces, al mirarme al espejo,
veia sus ojos sobrepuestos a los míos. He visto
hombres con caras de animales y me han inspirado
cierta repugnancia; un animal con cara humana me
produce terror.
Imagínate una boca desdeñosa, de labios finos,
rizados; unos ojos penetrantes, duros y negros;
una frente abultada y resuelta, cubierta de pelusa.
Imagínate una cara diminuta y mezquina —como una
noche oscura—, con cuatro alas amarillas, dos antenas
y un alfiler de oro; una cara que al desmernbrarse
conservaría en cada una de sus partes la totalidad de
su expresión y de su poder. Imagínate ese monstruo,
de apariencia frágil, volando, inexorable (por su misma
pequenez e inestabilidad); llegando siempre —tal
como yo lo imagino— de la avenida de las tumbas de
los Ming.
—Habrás contribuido a formar una nueva especie
de mariposas, Keng-Su: una mariposa temible,
maravillosa. Tu nombre figurará en los libros decia
—le dije mientras nos desvestíamos para bañarnos.
Consulté mi reloj.
—Son ]as ocho de la noche. Entremos en el
mar. Las mariposas no vuelan de noche.
Nos acercábamos a la orilla. Keng—Su puso
un dedo sobre los labios, para que nos calláramos, y
senaló el cielo. La arena estaba tibia. Tomadas de la
mano, entramos en el mar lentamente para admirar
mejor los reflejos del cielo en las olas. Estuvimos un
rato con el agua hasta la cintura, refrescando nuestros
rostros. Después comenzamos a nadar, con temor y
con deleite. El agua nos llevaba en sus reflejos
dorados, como a peces felices, sin que hiciéramos el
menor esfuerzo.
¿Crees en los fantasmas? Keng-Su me
contestaba:
—En una noche como ésta... Tendría que ser
un fantasma para creer en fantasmas.
El silencio agrandaba los minutos. El mar
parecía un río enorme. En los acantilados se oía el
canto de los grillos, y llegaban ráfagas de olores
vegetales y de removidas tierras húmedas.
Iluminados por la luna, los ojos de Keng-Su se
abrieron desmesuradamente, como los ojos de un
animal. Me habló en inglés:
—Ahi está. Es ella.
Vi nítidamente la luna amarilla recortada en el
cielo nacarado. Lloraba en la voz de Keng-Su una
súplica. Creo que el agua desfigura las voces, suele
comunicarles una sonoridad de llanto; pero esta vez
Keng-Su lloraba, y no podré olvidar su llanto mientras
exista mi memoria. Me repitió en inglés:
—Ahi está. Mírala como se acerca buscando
mis ojos.
En la dorada claridad de la luna, Keng-Su
hundía la cabeza en el agua y se alejaba de la costa.
Luchaba contra un enemigo para mi invisible. Yo oía el
horrible chapoteo del agua y el sonido confuso de
unas palabras entrecortadas.
Traté de nadar, de seguirla. La llamé desesperadamente.
No podía alcanzarla. Nadé hacia la orilla
a pedir socorro. Busqué inútilmente al guardamarina,
al bañero. Oí el ruido del mar; vi una vez más el reflejo
imperturbable de la luna. Me desmayé en la arena.
Después debajo de la carpa encontré la tira de papel
amarillo, con el ídolo pintado.
Cuando pienso en Keng-Su, me parece que la
conoci en un sueño.

RUDYARD KIPLING -- LA LITERA FANTASMA -- ANTOLOGIA DEL CUENTO ESTRAÑO 4

RUDYARD KIPLING -- LA LITERA FANTASMA
ANTOLOGIA DEL CUENTO ESTRAÑO 4
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RUDYARD KIPLING
LA LITERA FANTASMA

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Periodista, poeta, cuentista de gran
calidad, novelista y —para muchos— intérprete
o profeta del imperialismo británico, RUDYARD
KIPLING nació en Bombay, India, en 1865. En
1907 conquistó el premio Nobel de literatura
Alguna obras: Plain Tales from the Hills Bar
rack Room Ballads, Many Inventions, The jungle
Booh, Captains Courageus, Kim, etc.
Murió en 1936.
_
IX
LA LITERA FANTASMA
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"May no ill dreams disturb my rest,
Nor Powers of Darkness me molest."5
Himno Vespertino
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Una de las pocas ventajas que tiene la India,
comparada con Inglaterra, es la gran facilidad para
conocer a las gentes. Después de cinco anos de servicio,
el hombre menos sociable tiene relaciones directas o
indirectas con doscientos o trescientos empleados civiles
de su provincia, con la oficialidad de diez o doce
regimientos y baterias, y con mil quinientos individuos
extraños a la casta de los que cobran sueldo del Estado.
A los diez años sus conocimientos duplicarán
las cifras anteriores, y si continua durante veinte anos
en el servicio público, estará más o menos ligado con
todos los ingleses del Imperio, de tal manera que
podrá ir a cualquier parte sin tomar alojamiento en los
hoteles.
5 "Que malos sueños no perturben mi descanso
ni las Potestades de las Tinieblas me molesten."
Los enamorados de la vida errante, que consideran
como un derecho vivir en las casas ajenas,
ban contribuido ultimamente a desanimar en cierto
grado la disposición hospitalaria del inglés; pero hoy
como ayer, si pertenecéis al Círculo Íntimo y no sois ni
un Oso ni una Oveja Negra, se os abrirán de par en
par todos las puertas, y encontraréis que este mundo,
a pesar de su pequeñez, encierra muchos tesoros de
cordialidad y de amistosa ayuda.
Hará quince años, Rickett, de Kamartha, era
huésped de Polder, de Kumaon. Su propósito era pasar
solamente dos noches en la cases de éste; pero,
obligado a guardar cama por haber sufrido un ataque
de fiebre reumática, durante mes y medio desorganizó
la casa, paralizó el trabajo del dueño de ella y estuvo a
punto de morir en la alcoba de mi buen amigo.
Polder es tan hospitalario que todavía hoy se
cree ligado por una eterna deuda de gratitud con el
que lo honró alojándose en su casa , y anualmente
envía una caja de juguetes y otros obsequios a los
hijos de Rickett.
El caso no es excepcional, y el hecho se repite
en todas partes. Caballeros que no se muerden la lengua
para deciros que sois. unos animales, y gentiles
damas que hacen trizas vuestra reputación y que no
interpretan caritativamente las expansiones de vuestras
esposas, son capaces de afanarse noche y días
pares serviros si tenéis la dicha de caer postrados por
una dolencia, o si la suerte os es contraria.
Además de su clienteles, el doctor Heatherlegh
atendia un hospital explotado por su propia cuenta. Un
amigo suyo decia que el establecimiento era un establo
para incurables, pero en realidad era un tinglado
para reparar las maquinarias humanas descompuestas
por los rigores del clima. La temperaturas de la India
es a veces sofocante, y como hay poca tela que cortar
y la que hay debe servir para todo, o en otros términos,
como hay que trabajar más de lo debido y sin que
nadie lo agradezca, muchas veces la salud humana se
ve más comprometida que el éxito de las metáforas
de este párrafo.
No ha habido médico que pueda compararse
con Heatherlegh, y su receta invariable a cuantos
enfermos lo consultan es: "Acostarse, no fatigarse,
ponerse al fresco". En su opinión, es tan grande el
número de individuos muertos por exceso de trabajo,
que la cifra no está justificada por la importancia de
este mundo.
Sostiene que Pansay, muerto hate tres años en
sus brazos, fue víctima de lo mucho que trabajó. En
verdad, Heatherlegh tiene derecho para que consideremos
sus palabras revestidas de autoridad. El se
ríe de mi explicación y no cree, como yo, que Pansay
tenía una hendidura en la cabeza, y que por esa
hendidura se le metió una ráfaga del Mundo de las
Sombras. "A Pansay —dice Heatherlegh— se le soltó
la manija y el aparato dió más vueltas de las debidas,
estimulado por el descanso de una prolongada licencia
en Inglaterra. Se portaría o no se portaría como un
canalla con la señora Keith Wessington. Para mi, la
tarea del establecimiento de Katabundi lo sacó de
quicio, y después se puso melancólico y dió excesiva
importancia a un flirt vulgar. La señorita Mannering fue
su prometida, y un día ella renunció a aquella alianza.
Le vino a Pansay un resfrío con mucha fiebre, y de allí
nació la insensata historieta de los aparecidos. El
exceso de trabajo originó la enfermedad, la fomentó y
al fin mató al pobre muchacho. Fué una victima del
Sistema, ese maldito sistema de emplear a un hombre
para que desempeñe el trabajo correspondiente a dos
y medio."
Yo no creo en esta explicación de Heatherlegh.
Muchas veces me quedé a solas con Pansay cuando
el médico tenía que atender a otros enfermos, si por
azar estaba cerca de la casa. Con voz grave y sin
cadencia, el infeliz me atormentaba describiendo la
procesión de hombres, mujeres, niños y demonios
que pasaba constantemente por los pies de su cama.
Impresionaba esa palabra doliente.
Cuando se restableció, le dije que debía
escribir todo lo acontecido, desde el principio hasta el
fin, y se lo dije por creer que su espiritu descansaría
haciendo correr la tinta. Cuando los chicos aprenden
una mala palabra, no paran hasta escribirla en una
puerta. Y eso tambien es Literatura.
Pero al escribir estaba muy agitado, y la forma
terrorífica que adoptó era poco propicia para la calma
que necesitaba ante todo. Dos meses después fué
dado de alta; pero, en vez de consagrarse en cuerpo y
alma a auxiliar en sus tareas a una comisión sin
personal ni fondos suficientes, Pansay optó por morir
jurando que era víctima de terrores misteriosos. Antes
de que él muriera recogií su manuscrito, en el que
consta la versión que dejó de los hechos. Lleva fecha
de 1885, y dice asi:

_
I
_
Mi médico asegura que yo necesito únicamente
descanso y cambio de aires. No es poco probable que
muy pronto disfrute de ambas cosas. Tendré el descanso
que no perturban mensajeros de casaca roja ni
la salva de los cañones del mediodía. Y tendré también
un cambio de aires para el que no será necesario
que tome billete en un vapor destinado a Inglaterra.
Entretanto, aquí me quedaré, y contrariando las
prescripciones facultativas, haré al mundo entero
confidente de mi secreto. Sabréis por vosotros mismos
la naturaleza precisa de mi enfermedad, y juzgaréis de
acuerdo con vuestro propio criterio, si es posible
concebir tormentos iguales a los que yo he sufrido en
este triste mundo.
Hablando como podria hacerlo un criminal
sentenciado, antes de que se corran los cerrojos de su
prisión, pido que cuando menos concedáis atención a
mi historia, por extravagante y horriblemente improbable
que os parezca. No creo en absoluto que se le
conceda fe alguna. Yo mismo, hace dos meses, habría
declarado loco o perturbado por el alcohol a quién me
hubiera contado cosas semejantes. Yo era hace dos
meses el hombre mas feliz de la India. Hoy no podrá
encontrarse uno más infortunado, desde Peshawar
hasta la costa.
Esto lo sabemos únicamente el médico y yo.
Su explicación es que tengo afectadas las funciones
cerebrales, las digestivas y hasta las de la visión,
aunque muy ligeramente: tales son las causas de mis
ilusiones. ¡Ilusiones en verdad! Yo le digo que es un
necio lo que no impide que siga prestándome sus
atenciones médicas con la misma sonrisa indulgente,
con la misma suavidad profesional y con las mismas
patillas azafranadas que peina tan cuidadosamente.
En vista de su conducta y de la mía, he comenzado a
sospechar que soy un ingrato y un enfermo
malhumorado. Pero dejo más bien el juicio a vuestro
criterio.
_
II
_
Hace tres años tuve la fortuna —y la gran
desgracia sin duda— de embarcarme en Gravesend
para Bombay, después de una licencia muy larga que
se me habia concedido. Y digo que fue una gran
desdicha mi fortuna, porque en el buque venia Inés
Keith Wessington, esposa de un caballero que
prestaba sus servicios en Bombay. No tiene el menor
interés para vosotros inquirir que clase de mujer era
aquélla, y debéis contentaros con saber que antes de
que llegáramos al lugar de nuestro destino, ya nos
habiamos enamorado locamente el uno del otro. El
cielo sabe bien que lo digo sin sombra de vanidad. En
esta clase de relaciones, siempre hay uno que se
sacrifica y otro que es el sacrificador. Desde el primer
momento de nuestra malaventurada unión, yo tuve la
conciencia de que Inés sentia una pasión mas fuerte,
más dominadora —y si se me permite la expresion—,
más dura que la mía. Yo no se si ella se daba cuenta
del hecho, pero más tarde fue evidente para ambos.
Llegamos a Bombay en la primavera, y cada
cual tomó su camino, sin que volviéramos a vernos
hasta que al cabo de tres o cuatro meses nos
reunieron en Simla una licencia que obtuve y el amor
de ella para mi. En Simla pasamos la estación, y el
humo de pajas que ardia en mi pecho acabó, sin dejar
rescoldo, al fin del año. No intento excusarme, ni presento
alegato en mi favor. La. señora Wessington
habia hecho por mi todos los sacrificios imaginables, y
estaba dispuesta a seguir adelante. Supo en agosto de
1882, porque yo se lo dije, que su presencia me hacia
daño, que su compañía me fatigaba y que ya no podia
tolerar ní el sonido de su voz. El noventa y nueve por
ciento de las mujeres se hubiera cansado también de
mí, y el setenta y cinco por ciento se habria vengado al
instante, iniciando relaciones galantes con otro.
Pero aquella mujer no pertenecia a las setenta
y cinco ní a las noventa y nueve: era la única del
centenar. No producían el menor efecto en ella mi
franca aversion ni la brutalidad con que yo engalanaba
nuestras entrevistas.
—Jack, encanto mío.
Tal era el eterno reclamo de cuchillo con que
me asesinaba.
—Hay entre nosotros un error, un horrible desconcierto
que es necesario disipar para que vuelva a
reinar la armonía. Perdóname, querido Jack, perdóname.
Yo era el de toda la culpa, y lo sabia, por lo que
mí piedad se transformaba a veces en una resignación
pasiva; pero en otras ocasiones despertaba en mí un
odio ciego, el mismo instinto, a lo que creo, del que
pone salvajemente la bota sobre la araña después de
medio matarla de un papirotazo. La estación de 1882
acabó llevando yo este odio en mi pecho.
Al año siguiente volvimos a encontrarnos en
Simla; ella con su expresión monótona y sus tímidas
tentativas de reconciliación, y yo con una maldición en
cada fibra de mí ser. Muchas veces no tenia valor para
quedarme a solas con ella, pero cuando esto acontecia,
sus palabras eran una repetición idéntica de las
anteriores. Volvía a sus labios el eterno lamento del
error; volvia la esperanza de que renaciera la arrnonía;
volvía a impetrar mi perdón Si yo hubiera tenido ojos
para verla, habria notado que solo vivía alimentada por
aquella esperanza. Cada vez aumentaban su palidez y
su demacración. Convendréis conmigo en que la situación
hubiera exasperado a cualquiera. Lo que ella hacia
era antinatural, pueril, indigno de una mujer. Creo que
su conduca, merecía censura. A veces, en mis negras
vigilias de febricitante, ha venido a mi mente la idea de
que pude haber sido más afectuoso. Pero esto sí que
es ilusión. ¿Cómo era posible en lo humano que yo fingiese
un amor no sentido? Eso habria sido una
deslealtad para ella y aun para mí mismo.
_
III
_
Hace un año volvimos a vernos. Todo era
exactamente lo mismo que antes. Se repitieron sus
imploraciones, cortadas siempre por las frases bruscas
que salian de mis labios. Pude al cabo persuadirla de
que eran insensatas sus tentativas de renovar
nuestras antiguas relaciones.
Nos separamos antes de que terminara la estación,
es decir, hubo dificultades para que nos viéramos,
pues yo tenía otros intereses más absorbentes.
Cuando en mi alcoba de enfermo evoco los recuerdos
de la estación de 1884, viene a mi espiritu una
confusa pesadilla en la que se mezclan fantásticamente
la luz y la sombra. Pienso en mis pretensiones
a la mano de la dulce Kitty Mannering; pienso en mis
esperanzas, dudas y temores; pienso en nuestros paseos
por el campo, en mi declaración de amor, en su
respuesta... De vez en cuando me visita la imagen del
pálido rostro que pasaba fugitivo en la litera cuyas
libreas negras y blancas aguardaba yo con angustia. Y
estos recuerdos vienen acompañados del de las
despedidas de la señora Wessington, cuando su mano
enguantada hacia el signo de adios. Tengo presentes
nuestras entrevistas, que ya eran muy raras, y su
eterno lamento.
Yo amaba a Kitty Mannering; la amaba
honradamente, con todo mi corazón, y a medida que
aumentaba este amor, aumentaba mi odio a Inés.
Llegó el mes de agosto, Kitty era mi prometida.
Al dia siguiente me topé, en las afueras de Jakko con
esos malditos jampanies6 "picazos" y, movido por un
pasajero sentimiento de piedad, me detuve para
decirselo todo a la señora Wessington. Ya ella lo
sabía.
—Me cuentan que vas a casarte, querido Jack.
Y sin transición, añadió estas palabras:
—Creo que todo es un error, un error lamentable.
Algún día reinará la concordia entre nosotros,
como antaño.
Mi respuesta fué tal, que un hombre dificilmente
la habria recibido sin parpadear. Fué un latigazo
para la moribunda.
6 Criados que llevan el jampan, palanquín o
litera de manos
—Perdórame, Jack. No me proponia encolerizarte.
iPero es verdad, es verdad !
Se dejó dominar por el abatimiento. Le di la
espalda, y la dejé para que terminara tranquilamente
su paseo, sintiendo en el fondo de mi corazón, aunque
solo por un instante, que mi conducta era la de un
miserable. Volví la cara y vi que su litera había
cambiado de dirección, sin duda para alcanzarme.
La escena quedó fotografiada en mi memoria
con todos sus pormenores y los del sitio en que se
desarrolló. Estábamos al final de la estación de lluvias,
y el cielo, cuyo azul parecía más limpio después de la
tempestad, los tostados y oscuros pinos, el camino
fangoso, los negros y agrietados cantiles, formaban un
fondo siniestro en el que se destacaban las libreas
negras y blancas de los panies y la amarilla litera,
sobre la cúal veía yo distintamente la rubia cabeza de
la señora Wessington, que se inclinaba tristemente.
Llevaba el pañuelo en la mano izquierda y
recostaba su cabeza fatigada en los cojines de la
litera. Yo lancé mi caballo al galope por un sendero
que está cerca del estanque de Sanjowlie, y emprendí
la fuga. Creí oir una débil voz que, me llamaba:
—¡Jack!
Ha de haber sido efecto de la imaginación, y no
me detuve para inquirir. Diez minutos después
encontré a Kitty, que también montaba a caballo, y la
delicia de nuestra larga cabalgata borró de mi memoria
todo vestigio de la entrevista con Inés.
A la semana siguiente moria la señora Wessington,
y mi vida quedó libre de la inexpresable carga
que su existencia significaba para mi. Cuando volví a
la llanura me senti completamente feliz, y antes de que
transcurrieran tres meses ya no me quedaba un solo
recuerdo de la que habia desaparecido, salvo tal o
cual carta suya que inesperadamente hallaba en algún
mueble, y que me traía una evocación pasajera y
penosa de nuestras pasadas relaciones.
En el mes de enero procedí a un escrutinio de
toda nuestra correspondencia, dispersa en mis gavetas,
y quemé cuanto papel quedaba de ella.
En abril de este año, que es el de 1885, me
hallaba una vez mas en Simla, en la semidesierta
Simla, completamente entregado a mis pláticas
amorosas y a mis paseos con Kitty. Habíamos resuelto
casarnos en los últimos días de junio. Os haréis cargo
de que, amando a Kitty como yo la amaba, no es
mucho decir que me consideraba entonces el hombre
mas feliz de la India.
Transcurrieron quince días, y estos quince días
pasaron con tanta rapidez, que no me di cuenta de
que el tiempo volaba sino cuando ya había quedado
atrás. Despertando entonces el sentido de las
conveniencias entre mortales colocados en nuestras
circunstancias, le indiqué a Kitty que un anillo era el
signo exterior y visible de la dignidad que le correspondía
en su carácter de prometida, y que debía ir a la
joyería de Hamilton para que tomasen las medidas y
comprásemos una sortija de alianza.
Juro por mi honor que pasta aquel momento
habiamos olvidado en absoluto un asunto tan trivial.
Fuimos ella y yo a la joyería de Hamilton el 15 de abril
de 1885. Recordad y tened en cuenta diga lo que diga
en sentido contrario mi médico que mí salud era perfecta,
que nada perturbaba el equilibrio de mis facultades
mentales y que mi espíritu estaba absolutamente
tranquilo.
Entré con Kitty en la joyería de Hamilton, y sin
el menor miramiento a la seriedad de los negocios, yo
mismo tome las medidas de la sortija, lo que fué una
gran diversión para el dependiente.
La joya era un zafiro con dos diamantes. Después
de que Kitty se puso el anillo, bajamos los dos a
caballo por la cuesta que lleva al puente de
Combermere y al café de Peliti.
Mi caballo buscaba cuidadosamente paso
seguro por ]as guijas del arroyo, y Kitty reía y charlaba
a mi lado, en tanto que toda Simla, es decir, todos los
que habían llegado de las llanuras, se congregaban en
la sala de lectura y en la terraza de Peliti; pero en
medio de la soledad de la calle oía yo que alguien me
llamaba por mi nombre de pila, desde una distancia
muy larga. Yo había oído aquella voz, aunque no podía
determinar dónde ni cuándo.
El corto espacio de tiempo necesario para
recorrer el camino que hay entre la joyería de Hamilton
y el primer tramo del puente de Combermere, habia
sido suficiente para que yo atribuyese a mas de media
docena de personas la ocurrencia de llamarme de ese
modo, y hasta pensé por un momento que me zumbaban
los oídos y nada más. Inmediatamente después
de que hubimos pasado frente a la casa de Peliti, mis
ojos fueron atraídos por la vista de cuatro jampanies
con su librea picaza que conducían una litera amarilla
de las más ordinarias. Mi espiritu voló en el instante
hacia la señora Wessington, y tuve un sentimiento de
irritación y disgusto. Si ya aquella mujer había muerto,
y su presencia en este mundo no tenia objeto, que
hacían allí aquellos cuatro jampanies, con su librea
blanca y negra, sino perturbar uno de los días mas
felices de mi vida?
Yo no sabía quién podía emplear a aquellos
jampanies, pero me informaría y le pediría al amo,
como un favor especialísimo, que cambiase la odiosa
librea. Yo mismo tomaria para mi servicio a los cuatro
portaliteras, y si era necesario, compraria su ropa a fin
de que se vistieran de otro color. Es imposible
describir el torrente de recuerdos ingratos que su
presencia evocaba.
—Kitty —exclamé—, mira los cuatro jampanies
de la señora Wessington. ¿Quién los tendrá a su
servicio?
Kitty habia conocido muy superficialmente a la
señora Wessington en la pasada estación, y se
interesó por la pobre Inés viéndola enferma.
—¿Cómo? ¿En dónde? ——preguntó—. Yo no
los veo.
Y mientras ella decía estas palabras, su caballo,
que se apartaba de una mula con cargo, avanzó
directamente hacia la litera que venia en sentido
contrario. Apenas tuve tiempo de decir una palabra de
aviso, cuando para horror mío, que no hallo palabras
con que expresar, caballo y amazona pasaron a través
de los hombres y del carricoche, como si aquéllos y
éste hubieran sido de aire vano.
—¿Qué es eso? —exclamó Kitty—; por que
has dado ese grito de espanto? No quiero que la gente
sepa de este modo nuestra próxima boda. Había
mucho espacio entre la mula y la terraza del café, y si
crees que no se cabalgar... ivamos!
Y la voluntariosa Kitty echo a galopar furiosamente,
a toda rienda, hacia el quiosco de la música,
creyendo que yo la seguía, como después me lo dijo.
¿Qué había pasado?
Nada en realidad. O yo no estaba en mis cabales,
o había en Simla una legión infernal.
Refrené mi jaco, que estaba impaciente por
correr, y volví grupas. La litera había cambiado de
dirección, y se hallaba frente a mí,cerca del barandal
izquierdo del puente de Combermere.
¡Jack! ¡Jack! ¡Querido Jack!
Era imposible confundir las palabras. Demasiado
las conocia, por ser las mismas de siempre.
Repercutian dentro de mi cráneo como si una voz las
hubiese pronunciado a mi oído.
—Creo que todo es ún error. Un error
lamentable. Algún día reinará la concordia entre
nosotros como antaño. Perdóname, Jack.
La caperuza de la litera habia caído, y en el
asiento estaba Ines Keith Wessington con el pañuelo
en la mano. La rubia cabeza, de un, tono dorado, se
inclinaba sobre el pecho. ¡Lo juro por la muerte que
invoco, que espero durante el día y que es mi terror en
las horas de insomnio!
_
IV
_
No se cuánto tiempo permanecí contemplando
aquella imagen. Cuando me di cuenta de mis actos, mi
asistente tomaba por la brida al jaco galés, y me
preguntaba si estaba enfermo y que sentía. Pero la
distancia entre lo horrible y lo vulgar es muy pequeña.
Descendí del caballo y me dirigi al café de Peliti, en
donde pedí un cordial con una buena cantidad de
aguardiente. Habia dos o tres parejas en torno de las
mesas del café, y se comentaba la crónica local. Las
trivialidades que se decian aquellas gentes fueron para
mí mas consoladoras en aquel momento que la mas
piadosa de las meditaciones. Me entregué a la conversación,
riendo y diciendo despropósitos, con una cara
de difunto
cuya lividez note al vérmela casualmente en un
espejo. Tres o cuarto personas advirtieron que yc me
hallaba en una condición extraña, y atribuyéndola sin
duda a una alcoholización inmoderada, procuraron
caritativamente apartarme del centro de la tertulia,
pero yo me resistia a partir.
Necesitaba a toda costa la presencia de mis
semejantes, como el niño que interrumpe una comida
ceremoniosa de sus mayores cuando lo acomete el
terror en un cuarto oscuro. Creo que estaria hablando
diez minutos aproximadamente, minutos que me
parecieron una eternidad, cuando de pronto oí la voz
clara de Kitty que preguntaba por mi desde afuera. Al
saber que yo estaba allí, entró con la manifiesta
intención de devolverme la sortija, por la indisculpable
falta que acababa de cometer; pero mi aspecto la
impresionó profundamente.
—Por Dios, Jack, que has hecho? ¿Qué ha
ocurrido? ¿Estás enfermo?
Obligado a mentir, dije que el sol me había
causado un efecto desastroso. Eras las cinco de la
tarde de un día nublado de abril, y el sol no había
aparecido un solo instante. No bien acabé de pronunciar
aquellas torpes palabras, comprendi la falta, y
quise recogerlas, pero caí de error en error, hasta que
Kitty salió, llena de cólera, y yo tras ella, en medio de
las sonrisas de todos los conocidos. Inventé una
excusa, que ya no recuerdo, y al trote largo de mi
galés me dirigií sin pérdida de momento hacia el hotel,
en tanto que Kitty acababa sola su paseo.
Cuando llegué a mi cuarto, me di a considerar
el caso con la mayor calma de que fui capaz. Y he
aquí el resultado de mis meditaciones más razonadas.
Yo, Teobaldo Juan Pansay, funcionario de buenos
antecedentes académicos, perteneciente al Servicio
Civil de Bengala, encontrándome en el año de gracia
de 1885, aparentemente en el use de mi razón, y en
verdad con salud perfecta, era víctima de terrores que
me apartaban del lado de mi prometida, como consecuencia
de la aparición de una mujer muerta y
sepultada ocho meses antes. Los hechos referidos
eran indiscutibles.
Nada estaba mas lejos de mi pensamiento que
el recuerdo de la señora Keith Wessington cuando
Kitty y yo salimos de la joyería de Hamilton, y nada
mas vulgar que el paredón de la terraza de Peliti.
Brillaba la luz del día, el camino estaba animado por la
presencia de los transeúntes, y de pronto he aquí que
contra toda la ley de probabilidad, y con directa violación
de las disposiciones legales de la Naturaleza,
salia de la tumba el rostro de una difunta y se me
ponía delante.
El caballo árabe de Kitty pasó a través del
carricoche, y de este modo desapareció mi primera esperanza
de que una mujer maravillosamente parecida
a la señora Keith Wessington hubiese alquilado la
litera con los mismos cuatro coolies. Una y otra vez di
vuelta a esta rueda de mis pensamientos, y una y otra
vez, viendo burlada mi esperanza de hallar alguna
explicación, me sentí agobiado por la impotencia. La
voz era fan inexplicable como la aparición. Al principio
habia tenido la idea de confiar mis zozobras a Kitty, y
de rogarle que nos casáramos al instante para desafiar
en sus brazos a la mujer fantástica de la litera.
"Después de todo —decía yo en mi argumentación
interna— la presencia de la litera es por si misma
suficiente para demostrar la existencia de una ilusión
espectral. Habrá fantasmas de hombres y de mujeres,
pero no de calesines y coolies. ¡Imaginad el espectro
de un nativo de las colinas! Todo esto es absurdo."
A la mañana siguiente envié una carta penitencial
a Kitty, implorando de ella que olvidase la extraña
conducta observada por mi en la tarde del día anterior.
La deidad estaba todavía llena de indignación, y fué
necesario ir personalmente a pedir perdón ante el ara.
Con la abundante verba de una noche dedicada a
inventar la más satisfactoria de las falsedades, dije
que me habia atacado súbitamente una palpitación
cardíaca, a causa de una indigestión.
Este recurso, eminentemente práctico, produjo
el efecto esperado, y por la tarde Kitty y yo volvimos a
nuestra cabalgata, con la sombra de mi primera
mentira entre su caballo árabe y mi jaco galés.
_
V
_
Nada le gustaba tanto a Kitty como dar una
vuelta alrededor de Jakko. El insomnio habia debilitado
mis nervios hasta el punto de que apenas me fué
dable oponer una resistencia muy débil a su insinuación,
y sin gran insistencia propuse que nos dirigiéramos
a la Colina del Observatorio, a Jutogh, al Camino
de Boileau, a cualquier parte, en suma, que no fuera la
ronda de Jakko. Kitty no solo estaba indignada, sino
ofendida; asi, cedí temiendo provocar otra mala
inteligencia, y nos encaminamos habia Chota Simla.
Avanzamos al paso corto de nuestros caballos
durante la primera parte del paseo, y siguiendo
nuestra costumbre, a una milla o dos más abajo del
Convento, los hicimos andar a un trote largo, dirigiéndonos
habia el tramo a nivel que está cerca del
estanque de Sanjowlie.
Los malditos caballos parecían volar, y mí
corazón latía precipitadamente cuando coronamos la
cuesta. Durante toda la tarde no habia dejado de
pensar en la señora Wessington, y en cada metro de
terreno veía levantarse un recuerdo de nuestros
paseos y de nuestras confidencias. Cada piedra tenía
grabada alguna de las viejas memorias; las cantaban
los pinos sobre nuestras cabezas; los torrentes,
henchidos por las lluvias, parecian repetir burlescamente
la historia bochornosa; el viendo que silbaba en
mis oídos, iba publicando con voz robusta el secreto
de la iniquidad.
Como un final arreglado artísticamente, a la
mitad del camino a nivel, en el tramo que se llama La
Mill, de las Damas, el horror me aguardaba. No se
veía otra litera sino la de los cuatro jampanies blanco
y negro —la litera amarilla—, y en su interior la rubia
cabeza, la cabeza color de oro, exactamente en la
actitud que tenía cuando la dejé alli ocho meses y
medio antes.
Durante un segundo, creiíque Kitty veía lo que
yo estaba viendo, pues la simpatía que nos unió era
maravillosa. Pero justamente en aquel momento pronunció
algunas palabras que me sacaron de mi ilusión.
—No se ve alma viviente. Ven, Jack, te desafio
a una carrera hasta los edificios del Estanque. Su
finísimo árabe partió como un pájaro seguido de mi
galés, y pasamos a la carrera bajo los.acantilados. En
medio minuto llegamos a cincuenta metros de la litera.
Yo tiré de la rienda a mi galés y me retrasé un poco.
La litera estaba justamente en medio del camino, y
una vez más el árabe pasó a través, seguido de mi
propio caballo.
—Jack, querido Jack. ¡Perdóname, Jack!
Esto decía la voz que hablaba a mi oído. Y
siguió su lamento:
—Todo es un error; un error deplorable. Como
un loco, clavé los acicates a mi caballo, y cuando
llegué a los edificios del Estanque volví la cara: el
grupo de los cuatro jampanies, con sus libreas de
blanco y negro, aguardaba pacientemente debajo de la
cuesta gris de la colina... El viento me trajo un eco
burlesco de las palabras que acababan de sonar en
mis oidos. Kitty no cesó de extrañar el silencio en que
caí desde aquel momento, pues hasta entonces había
estado muy locuaz y comunicativo.
Ni aún para salvar la vida habría podido entonces
decir dos palabras en su lugar, y desde Sanjowlie
hasta la iglesia me abstuve prudentemente de pronunciar
una sílaba.
_
VI
_
Estaba invitado a cenar esa noche en la casa
de los Mannering, y apenas tuve tiempo de ir al hotel
para vestirme. En el camino de la colina del Elíseo,
sorprendí la conversación de dos hombres que
hablaban en la oscuridad.
—Es curioso —dijo uno de ellos—, cómo desapareció
completamente toda huella. Usted sabe que mi
mujer era una amiga apasionada de aquella señora —
en la que por otra parte no vi nada excepcional—, y
así fué que mi esposa se empeñó en que yo me
quedara con la litera y los coolies, ya fuera por
dinero, ya por halagos.
A mí me pareció un capricho de espiritu
enfermo, pero mi lema es hacer todo lo que manda la
Memsahib. ¿Creerá usted que el dueño de la litera
me dijo que los cuatro jampanies eran cuatro
hermanos que murieron del cólera yendo a Hardwar —
ipobres diablos!—, y que el dueno hizo pedazos la
litera con sus propias manos, Dues dice que por nada
del mundo usaría la litera de una Memsahib que haya
pasado a mejor vida? Eso es de oral agiüero. iVaya
una idea! ¿Concibe usted que la pobre señora
Wessington pudiera ser ave de mal agiüero para
alguien, excepto para sí misma?
Yo lancé una carcajada al oír esto, y mi
manifestación de extemporáneo regocijo vibró en mis
propios oídos como una impertinencia. Pero en todo
caso, era verdad que había literas fantásticas y
empleos para los espiritus del otro mundo. ¿Cuánto
pagaría la señora Wessington a sus jampanies para
que vinieran a aparecérseme? ¿Qué arreglo de horas
de servicio habrían hecho esas sombras del más allá?
¿Y que sitio habrian escogido para comenzar y dejar la
faena diaria?
No tardé en recibir una respuesta a la última
pregunta de mi monólogo. Entre la sombra crepuscular
vi que la litera me cerraba el paso. Los muertos
caminan muy de prisa y tienen senderos que no
conocen los coolies ordinarios. Volví a lanzar otra
carcajada, que contuve súbitamente, impresionado por
el temor de haber perdido el juicio.
Y he de haber estado loco, por to manos hasta
cierto punto, pues refrené el caballo al encontrarme
cerca de la litera, y con toda atención di las buenas
noches a la senora Wessington. Ella pronunció entonces
las palabras que tan conocidas me son.
Escuché su lamento hasta el final, y cuando hubo
terminado le dije que ya habia oido aquello muchas
veces, y que me encantaria saber de ella algo mas, si
tenia que decirmelo. Yo creo que algún espiritu maligno,
dominándome tiránicamente, se habia apoderado de las
potencias de mi alma, pues tengo un vago recuerdo de
haber hecho una crónica minuciosa de los vulgares
acontecimientos del dia durante mi entrevista con la
dama de la litera, que no duró menos de cinco minutos.
—Está más loco que una cabra, o se bebió
todo el aguardiente que habia en Simla. ¿Oyes? A ver
si to llevamos a su casa.
La voz que pronunciaba estas palabras no era
la de la señora Wessington. Dos transeúntes me
habían oído hablar con ]as musarañas, y se detuvieron
para prestarme auxilio. Eran dos personas afables y
solicitas, y, por lo que decían, vine en conocimiento de
que yo estaba perdidamente borracho. Les di las
gracias en términos incoherentes, y seguí mi camino
hacia el hotel.
Me vestí sin pérdida de momento, pero llegué
con diez minutos de retardo a la casa de los Mannering.
Me excusé, alegando la oscuridad nocturna;
recibí una amorosa reprensión de Kitty por mi falta de
formalidad con la que me estaba destinada para
esposa, y tome asiento.
La conversación era ya general, y, a favor del
barullo, decía yo algunas palabras de ternura a mi
novia, cuando advertií que en el extremo de la mesa
un sujeto de estatura pequeña y de patillas azafranadas
describía minuciosannente el encuentro que
acababa de tener con un loco. Algunas de sus
palabras, muy pocas por cierto, bastaron para
persuadirme de que aquel individuo referia to que me
habia pasado media hora antes.
Bien se veía que el caballero de las patillas era
uno de esos especialistas en anécdotas de sobremesa
o de café, y que cuánto decia Ilevaba el fin de despertar
el interés de sus oyentes y provocar el aplauso;
miraba, pués, en torno suyo para recibir el tributo de la
admiración a que se juzgaba acreedor, cuando sus
ojos se encontraron de pronto con los mios. Verme y
callar con un extraño azoramiento, fué todo uno. Los
comensales se sorprendieron del súbito silencio en
que cayó el narrador, y éste, sacrificando una reputación
de hombre ingenioso, laboriosamente formada
durante seis estaciones consecutivas, dijo que habia
olvidado el fin del lance, sin que fuese posible sacar
una palabra más. Yo lo bendecía desde el fondo de mi
corazón, y di fin al salmonete que se me habia servido.
La comida terminó y yo me separé de Kitty con
la más profunda pena, pués sabia que el ser fantástico
me esperaba en la puerta de los Mannering. Estaba
tan seguro de ello como de mi propia existencia.
El sujeto de las patillas, que había sido presentado
á mí como el doctor Heatherlegh, de Simla, me
ofreció su compañía durante el trecho en que nuestros
dos caminos coincidian. Yo acepté con sincera gratitud.
El instinto no me habia engañado. Lá litera
estaba en el Afallo, con farol encendido y en la
diabólica disposición de tomar cualquier camino que
yo emprendiera con mi acompañante. El caballero de
las patillas inició la conversación en tales términos que
se veía claramente cuanto le habia preocupado el
asunto durante la cena.
—Diga usted, Pansay que demonios le
aconteció a usted hoy en el camino del Eliseo?
Lo inesperado de la pregunta me sacó una
respuesta en la que no hubo deliberación por mi parte.
—¡Eso! —dije—, y señalaba con el dedo hacia el
punto en que estaba la litera.
—Eso puede ser delirium tremens o alucinación.
Vamos al asunto. Usted no ha bebido: No se
trata, pués, de un acceso alcohólico. Usted señala
hacia un punto en dónde no se ve cosa alguna, y, sin
embargo, veo que suda y tiembla como un potro asustado.
Hay algo de lo otro, y yo necesito enterarme.
Véngase usted a mi casa. Está en el camino de
Blessington.
Para consuelo mío, en vez de aguardarnos, la
litera avanzó a 20 metros, y no la alcanzábamos ni al
paso, ni al trote, ni al galope. En el curso de aquella
larguísima cabalgata, yo referí al doctor casi todo lo
que os tengo dicho.
—Por usted se me ha echado a perder una de
mis mejores anécdotas —dijo él, pero yo se lo perdono
en vista de cuanto usted ha sufrido. Vayamos a casa,
y sométase usted a mis indicaciones. Y cuando vuelva
a la salud perfecta de antes, acuérdese, joven amigo
mío, de lo que hoy le digo: hay que evitar siempre
mujeres y alimentos de dificil digestión. Observe usted
esta regla hasta el dia de su muerte.
La litera estaba enfrente de nosotros, y las dos
patillas azafranadas se reían, celebrando la exacta
descripción que yo hacia del sitio en donde se habia
detenido el calesín fantástico.
—Pansay, Pansay, recuérdelo usted: todo es
ojos, cerebro y estómago. Pero el gran regulador es el
estómago. Usted tiene un cerebro muy lleno de
pretensiones a la dominación, un estómago diminuto y
dos ojos que no funcionan bien. Pongamos en orden el
estómago, y lo demás vendrá por añadidura. Hay unas
pildoras que obran maravillas.
Desde este momento yo voy a encargarme de
usted con exclusión de cualquier otro colega. Usted es
un caso clínico demasiado interesante Para que yo
pase de largo sin someterlo a un estudio minucioso.
Nos cubrían las sombras del camino de Blessington
en su parte más baja, y la litera llegó a un
recodo estrecho, dominado por un peñasco cubierto
de pinos. Yo instintivamente me detuve y di la razón
que tenia para ello. Heatherlegh me interrumpió
lanzando un juramento:
—iCon mil legiones del infierno! ¿Cree usted
que voy a quedarme aquí toda la noche, y enfriarme
los huesos, solo porque un caballero que me acompaña
es víctima de una alucinación en que colaboran
el estómago, el cerebro y los ojos? No; mil gracias.
Pero, ¿ qué es eso?
Eso era un sonido sordo, una nube de polvo
que nos cegaba, un chasquido después, la crepitación
de las ramas al desgajarse y una masa de pinos
desarraigados que caían del peñasco sobre el camino
y nos cerraban el Paso. Otros árboles fueron también
arrancados de raiz; los vimos tambalearse entre las
sombras, como gigantes ebrios, hasta caer en el sitio
donde vacian los anteriores, con un estrépito semejante
al del trueno. Los caballos estaban sudorosos y
paralizados por el miedo. Cuando cesó el derrumbamiento
de la enhiesta colina, mi compañero dijo:
—Sí no nos hubiéramos detenido, en este
instante nos cubriría una capa de tierra y piedras de
tres metros de espesor. Habríamos sido muertos y
sepultados a la vez. Hay en los cielos y en la tierra
otros prodigios, como dice Hamlet. A casa, Pansay, y
demos gracias a Dios. Yo necesito un cordial.
Volvimos grupas y tomando por el puente de la
iglesia, me encontré en la casa del doctor Heatherlegh,
poco despues de las doce de la noche.
Sin pérdida de momento, el doctor comenzó a
prodigarme sus cuidados, y no se apartó de mí
durante una semana. Mientras estuve en su casa, tuve
ocasión de bendecir mil veces la buena fortuna que
me había puesto en contacto con el mas sabio y
amable de los médicos de Simla. Día por diía iban en
aumento la lucidez y la ponderación de mi espiritu. Día
por día también me sentia yo mas inclinado a aceptar
la teoria de la ilusión espectral producida por obra de
los ojos, del cerebro y del estómago.
Escribi a Kitty diciéndole que una ligera
torcedura, producida por haber caído del caballo, me
obligaba a no salir de casa durante algunos días, pero
que mi salud estaría completamente restaurada antes
de que ella tuviese tiempo de extrañar mi ausencia.
El tratamiento de Heatherlegh era sencillo
hasta cierto punto. Consistia en pildoras para el
hígado, baños frios y mucho ejercicio de noche o en la
madrugada, porque, como él decia muy sabiamente,
un hombre que tiene luxado un tobillo, no puede
caminar doce millas diarias, y menos aún exponerse a
que la novia lo vea o crea verlo en el paseo, juzgándolo
postrado en cama.
Al terminar la semana, despues de un examen
atento de la pupila y del pulso, y de indicaciones muy
severas sobre la alimentación y el ejercicio a pié,
Heatherlegh me despidió tan bruscamente como me
había tomado a su cargo. He aquií la bendición que
me dió cuando parti:
—Garantizo la curación del espiritu, lo que
quiere decir que he curado los males del cuerpo.
Recoja usted sus bártulos al instante y dedique todos
sus afanes a la señorita Kitty.
Yo quería darle las gracias por su bondad, pero
él me interrumpió.
—No tiene usted nada que agradecer. No hice
esto por afecto a su persona. Creo que su conducta ha
sido infame, pero esto no quita que sea usted un
fenómeno, un fenómeno curioso en el mismo grado
que es indigna su conducta de hombre.
Y deteniendo un movimiento mío, agregó:
—No; ni una rupia. Salga usted, y vea si puede
encontrar su fantasma, obra de los ojos, del cerebro y
del estómago. Le dare a usted un lakh7 si esa litera
vuelve a presentársele.
Media hora después me hallaba yo en el salón
de los Mannering, al lado de Kitty, ebrio con el licor de
la dicha presente y por la seguridad de que la sombra
fatal no volvería a turbar la calma de mi vida. La fuerza
de mi nueva situación me dió ánimo para proponer una
cabalguta, y para ir de preferencia a la ronda de
Jakko.
Nunca me había sentido tan bien dispuesto, tan
rebosante de vitalidad, tan pletórico de fuerzas, como
en aquella tarde del 30 de abril. Kitty estaba encantada
de ver mi aspecto, y me expresó su satisfacción con
aquella deliciosa franqueza y aquella espontaneidad
7 Lakh, 100.000 rupias ó 6.600 libras esterlinas
de palabra que da tanta seducción. Salimos juntos de
la casa de los Mannering hablando y riendo, y nos
dirigimos como antes por el camino de Chota.
Yo estaba ansioso de llegar al estanque de
Sanjowlie para que mi seguridad se confirmase en una
prueba decisiva. Los caballos trotaban admirablemente,
pero yo sentía tal impaciencia, que el camino
me pareció interminable. Kitty se mostraba sorprendida
de mis impetus.
—Jack —dijo al cabo—, pareces un niño. ¿
Qué es eso?
Pasábamos por el convento, y yo había dar
corvetas a mi galés, pasándole por encima la presilla
del látigo para excitarlo con el cosquilleo.
¿Preguntas que hago? Nada. Esto y nada más.
Si supieras lo que es pasar una semana inmóvil, me
comprenderias y me imitarias.
Recité una estrofa que celebra la dicha de vivir,
que canta el júbilo de nuestra comunión con la
naturaleza y que invoca a Dios, Señor de cuanto existe
y de los cinco sentidos del hombre.
Apenas había yo terminado la cita poética,
después de trasponer con Kitty el recodo que hay en
el ángulo superior del convento, y ya no nos faltaban
sino algunos metros para ver el espacio que se abre
hasta Sanjowlie, cuando en el centro del camino a
nivel aparecieron las cuatro libreas blanco y negro, el
calesín amarillo y la señora Keith Wessington. Yo me
erguí, miré, me froté los ojos, y creo que dije algo .
Lo único que recuerdo es que al volver en mi,
estaba caído boca abajo en el centro de la carretera, y
que Kitty, de rodillas, se hallaba hecha un mar de
lágrimas.
¿Se ha ido ya? —pregunté anhelosamente.
Kitty se puso a llorar con mas amargura.
—¿Se ha ido? No sé lo que dices. Debe ser un
error, un error lamentable.
Al oir estas palabras, me puse en pie loco,
rabioso.
—Si, hay un error, un error lamentable —repetia
yo—. ¡Mira, mira hacia allá!
Tengo el recuerdo indistinto de que cogí a Kitty
por la muñeca, y de que me la llevé al lugar en donde
estaba aquello. Y alli imploré a Kitty para que hablase
con la sombra, para que le dijese que ella era mi
prometida, y que ni la muerte ni las potencias infernales
podrian romper el lazo que nos unía. Sólo Kitty
sabe cuántas cosas mas dije entonces. Una y otra, y
mil veces dirigí apasionadas imprecaciones a la sombra
que se mantenía inmóvil en la litera, rogándole que
me dejase libre de aquellas torturas mortales. Supongo
que en mi exaltación revelé a Kitty los amores
que había tenido con la señora Wessington, pues me
escuchaba con los ojos dilatados y la faz intensamente
pálida.
—Gracias, señor Pansay; ya es bastante.
Y agregó dirigiéndose a su palafrenero:
—Syce, ghora lao.
Los dos syces8, impávidos como buenos
orientales, se habían aproximado con los dos caballos
que se escaparon en el momento de mi caída. Kitty
montó y yo asiendo por la brida el caballo árabe,
imploraba indulgencia y perdón.
La única respuesta fué un latigazo que me
cruzó la cara desde la boca hasta la frente, y una o
dos palabras de adíos que no me atrevo a escribir.
Juzgué por lo mismo, y estaba en lo justo, que Kitty se
había enterado de todo. Volví vacilando hacia la litera.
Tenía el rostro ensangrentado y lívido, desfigurado por
el latigazo. Moralmente era yo un despojo humano.
8 Palafreneros
_
VII
_
Heatherlegh, que probablemente nos seguía,
se dirigió hacia donde yo estaba.
—Doctor —dije, mostrándole mi rostro—, he
aquí la firma con que la señorita Mannering ha
autorizado mi destitución. Puede usted pagarme el
lakh de la apuesta cuando lo crea conveniente, pues la
ha perdido.
A pesar de la tristisima condición en que yo me
encontraba, el gesto que hizo Heatherlegh podia
mover a risa.
—Comprometo mi reputación profesional... —
fueron sus primeras palabras.
Y las interrumpi diciendo a mi vez:
—Ésas son necedades. Ha desaparecido la
felicidad de mi vida. Lo mejor que usted puede hacer
es llevarme consigo.
El calesín había huido. Pero antes de eso, yo
perdí el conocimiento de la vida exterior. El creston de
Jakko se movía como una nube tempestuosa que
avanzaba hacia mí.
Una semana más tarde, esto es, el 7 de mayo,
supe que me hallaba en la casa de Heatherlegh tan
débil como un niño de tierna edad. Heatherlegh me
miraba fijamente desde su escritorio. Las primeras
palabas que pronunció no me llevaron un gran
consuelo, pero mi agotamiento era tal, que apenas si
me sentí conmovido por ellas.
—La señorita Kitty ha enviado las cartas de
usted. La correspondencia, a lo que veo, fué muy
activa. Hay también un paquete que parece contener
una sortija. También venía una cartita muy afectuosa
de papá Mannering, que me tome la libertad de leer y
quemar. Ese caballero no se muestra muy satisfecho
de la conducta de usted. ¿Y Kitty? —pregunté
neciamente.
—Juzgo que está todavía más indignada que
su padre, según los términos en que se expresa.
Ellos me hacen saber igualmente que antes de
mi llegada al sitio de los acontecimientos usted refirió
un buen número de reminiscencias muy curiosas. La
señorita Kitty manifiesta que un hombre capaz de
haber lo que usted hizo con la señora Wessington,
deberia levantarse la tapa de los sesos para librar a la
especie humana de tener un semejante que la
deshonra. Me parece que la damisela es persona más
para pantalones que para faldas.
Dice también que usted ha de haber llevado
almacenada en la caja del cuerpo una cantidad muy
considerable de alcohol cuando el pavimento de la
carretera de Jakko se elevó hasta tocar la cara de
usted. Por ultimo, jura que antes morirá que volver a
cruzar con usted una sola palabra.
Yo di un suspiro, y volví la cara al rincón.
—Ahora elija usted, querido amigo. Las
relaciones con la señorita Kitty quedan rotas, y la
familia Mannering no quiere causarle a usted un daño
de trascendencia. ¿Se declara terminado el noviazgo a
causa de un ataque de delirium tremens, o por
ataques de epilepsia?
Siento no poder darle a usted otra causa
menos desagradable, a no ser que echemos mano al
recurso de una locura hereditaria. Diga usted lo que le
parezca, y yo me encargo de lo demás. Toda Simla
está enterada de la escena ocurrida en la Milla de las
lamas. Tiene usted cinco minutos para pensarlo.
Creo que durante esos cinco minutos exploré lo
más profundo de los círculos infernales, por lo menos
lo que es dado al hombre conocer de ellos mientras lo
cubre una vestidura carnal. Y me era dado, a la vez,
contemplar mi azarosa peregrinación por los tenebrosos
laberintos de la duda, del desaliento y de la
desesperación.
Heatherlegh desde su silla ha de haberme
acompañado en aquella vacilación. Sin darme cuenta
exacta de ello, me sorprendi a mi mismo diciendo en
voz que con ser mía reconocí dificilmente:
—Me parece que esas personas se muestran
muy exigentes en materia de moralidad. Déles usted a
todas ellas expresiones afectuosas de mi parte. Y
ahora quiero dormir un poco más.
Los dos sujetos que hay en mi se pusieron de
acuerdo para reunirse y conferenciaron, pero el que es
medio loco y medio endemoniado, siguió agitándose
en el lecho y trazando paso a paso el viacrucis del
último mes.
"Estoy en Simla —me repetía a mí mismo—;
yo, Jack Pansay, estoy en Simla, y aquí no hay
duendes. Es una insensatez de esa mujer decir que
los hay. ¿Por que Inés no me dejó en paz? Yo no le
hice daño alguno. Pude haber sido yo la víctima, como
lo fué ella. Yo no la maté de propósito. ¿Por qué no
me deja solo... solo y feliz:?"
Serían las doce del dia cuando desperté, y el
sol estaba ya muy cerca del horizonte cuando me
dormí. Mi sueño era el del criminal que se duerme en
el potro del tormento, más por fatiga que por alivio.
Al día siguiente no pude levantarme. El doctor
Heatherlegh me dijo por la mañana que había recibido
una respuesta del señor Mannering y que gracias a la
oficiosa mediación del médico y del amigo, toda la
ciudad de Simla me compadecía por el estado de mi
salud.
—Como ve usted —agregó en tono jovial—,
esto es más de lo que usted merece, aunque en
verdad ha pasado una tormenta muy dura. No se
desaliente; sanará usted, monstruo de perversidad.
Pero yo sabía que nada de lo que hiciera
Heatherlegh aliviaría la carga de mis males.
A la vez que este sentimiento de una fatalidad
inexorable, se apoderó de mí un impulso de rebelión
desesperada e impotente contra una sentencia injusta.
Había muchos hombres no menos culpables que yo,
cuyas faltas, sin embargo, no eran castigadas, o que
habían obtenido el aplazamiento de la pena hasta la
otra vida.
Me parecía por lo menos una iniquidad muy
cruel y muy amarga que sólo a mí se me hubiese
reservado una suerte tan terrible. Esta preocupación
estaba destinada a desaparecer para dar lugar a otra
en la que el calesín fantástico y yo éramos las únicas
realidades positivas de un mundo poblado de sombras.
Según esta nueva concepción, Kitty era un
duende; Mannering, Heatherlegh y todas las personas
que me rodeaban eran duendes también; las grandes
colinas grises de Simla eran sombras vanas formadas
para torturarme.
Durante siete días mortales fuí retrogradando y
avanzando en mí salud, con recrudecimientos y
mejorías muy notables; pero el cuerpo se robustecía
más y más, hasta que el espejo, no ya solo
Heatherlegh, me dijo que compartía la vida animal de
los otros hombres.
¡Cosa extraordinaria! En mi rostro no había
signo exterior de mis luchas morales. Estaba algo
pálido, pero era tan vulgar y tan inexpresivo como
siempre. Yo creí que me quedaría alguna alteración
permanente, alguna prueba visible de la dolencia que
minaba mi ser. Pero nada encontré.

_
VIII
_
El 15 de mayo, a las once de la mañana, salí
de la casa de Heatherlegh, y el instinto de la soltería
me llevó al Club. Todo el mundo conocía el percance
de Jakko, según la versión de Heatherlegh. Se me
recibió con atenciones y pruebas de afecto que en su
misma falta de refinamiento acusaban mas aún el
exceso de la cordialidad. Sin embargo, pronto advertí
que estaba entre la gente sin formar parte de la
sociedad, y que durante el resto de mis días habría de
ser un extraño para todos mis semejantes. Envidiaba
con la mayor amargura a los coolies que reían en el
Mallo. Comí en el mismo Club, y a las cuatro de la
tarde bajé al paseo con la vaga esperanza de encontrar
a Kitty. Cerca del quiosco de la música se me
reunieron las libreas blanco y negro de los cuatro
jampanies y of el conocido lamento de la señora
Wessington. Yo lo esperaba por cierto desde que
Bali, y solo me extrañaba la tardanza. Seguí por el
camino de Chota llevando la litera fantástica a mi
lado. Cerca del bazar, Kitty y un caballero que la
acompanaba nos alcanzaron y pasaron delante de la
señora Wessington y de mi. Kitty me trató como si
yo fuera un perro vagabundo. No acortó siquiera el
paso, aunque la tarde lluviosa hubiera justificado
una marcha menos rápida. Seguimos, pués, por
parejas: Kitty con su caballero, y yo con el espectro
de mi antiguo amor. Asi dimos vueltas por la ronda
de Jakko. El camino estaba lleno de baches; los
pinos goteaban como canales sobre las rocas; el
ambiente se había saturado de humedad. Dos o tres
veces oí mi propia voz que decia:
—Yo soy Jack Pansay, con licencia en Simla,
¡en Simla! Es la Simla de siempre, una Simla concreta.
No debo olvidar esto; no debo olvidarlo.
Después procuraba recordar las conversaciones
del Club: los precios que fulano o zutano habían
pagado por sus caballos; todo, en fin, lo que forma la
trama de la existencia cotidiana en el mundo
angloindio, para mi tan conocido.
Repetía la tabla de multiplicar, para persuadirme
de que estaba en mis cabales. La tabla de
multiplicar fué para mi un gran consuelo, e impidió tal
vez que oyera durante algún tiempo las imprecaciones
de la señora Wessington.
Una vez más subí fatigosamente la cuesta del
convento y entré por el camino a nivel. Kitty y el
caballero que la acompañaba partieron al trote largo, y
yo quedé solo con la señora Wessington.
—Inés —dije—, ¿quieres ordenar que se baje
esa capota y explicarme la significación de lo que
pasa?
La capota bajó sin ruido, y yo quedé frente a
frente de la muerta y sepultada amante.
Vestía el mismo traje que le ví la última vez
que hablamos en vida de ella; llevaba en la diestra el
mismo pañuelo, y en la otra mano el mismo tarjetero.
¡Una mujer enterrada hacia ocho meses, y con
tarjetero!
Volví a la tabla de multiplicar, y apoyé ambas
manos en la balaustrada del camino, para cerciorarme
de que al menos los objetos inanimados eran reales.
—Ines —repetí—, dime, por piedad, lo que
significa esto.
Si mi narración no hubiera pasado ya todos los
limites que el espiritu del hombre asigna a lo que se
puede creer, seria el caso de que os presentara una
disculpa por esta insensata descripción de la escena.
Se que nadie me creerá —ni Kitty, para quién en cierto
modo escribo, con el desdo de justificarme—; así,
pues, sigo adelante. La señora Wessington hablaba
según lo tengo dicho, y yo seguí a su lado desde el
camino de Sanjowlie pasta el recodo inferior de la
Casa del Comandante General, como hubiera podido
ir cualquier jinete conversando animadamente con una
mujer de carne y hueso que pasta en litera. Acababa
de apoderarse de mi la segunda de las preocupaciones
de mi enfermedad —la que más me atormenta—,
y como el Príncipe en el poema de Tennyson, "Yo
vivía en un mundo fantasma".
Había habido una fiesta en la Casa del
Comandante General, y nos incorporamos a la
muchedumbre que salía del Garden—Party. Todos
los que nos rodeaban eran espectros —sombras
impalpables y fantásticas—, y la litera de la señora
Wessington pasaba a través de sus cuerpos. No
puedo decir lo que hablé en aquella entrevista, ni aún
cuando pudiera, me atrevería a repetirlo.
¿Qué habría dicho Heartherlegh? Sin duda, su
comentario hubiera sido que yo andaba en amoríos
con quimeras creadas por una perturbación de la vista,
del cerebro y del estómago. Mí experiencia fué lúgubre,
y sin embargo, por causas indefinibles su recuerdo es
para mí maravillosamente grato. ¿ Podía cortejar,
pensaba yo, y en vida aún, a la mujer que había sido
asesinada por mi negligencia y mi crueldad?
Vi a Kitty cuando regresábamos: era una sombra
entre sombras.
_
IX
_
Si os describiera todos los incidentes de los
quince días que siguieron a aquél, mi narración no
terminaría, y antes que ella, acabaría vuestra paciencia.
Mañana y tarde me paseaba yo por Simla y sus
alrededores acompañando a la dama de la litera
fantástica. Las cuatro libreas blanco y negro me
seguían por todas partes, desde que salía del hotel
hasta que entraba de nuevo. En el teatro, veia a mis
cuatro jampanies mezclados con los otros jampanies
y dando alaridos con ellos. Si después de jugar al
whist en el Club me asomaba a la terraza, allí estaban
los jampanies. Fui al baile del aniversario, y al salir vi
que me aguardaban pacientemente. También me
acompañaban cuando en plena luz hacía visitas a
mis amistades.
La litera parecía de madera y de hierro, y no
diferia de una litera material sino en que no proyectaba
sombra. Más de una vez, sin embargo, he estado a
punto de dirigir una advertencia a algún amigo que
galopaba velozmente hacia el sitio ocupado por la
litera. Y más de una vez mi conversación con la
señora Wessington ha sorprendido y maravillado a los
transeúntes que me veían en el Mallo.
No había transcurrido aún la primera semana
de mí salida de casa de Heatherlegh, y ya se habia
descartado la explicación del ataque, acreditándose en
lugar de ella la de una franca locura, según se me dijo.
Esto no alteró mis hábitos. Visitaba, cabalgaba, cenaba
con amigos lo mismo que antes. Nunca como
entonces había sentido la pasión de la sociedad.
Ansiaba participar de las realidades de la vida,
y a la vez sentía una vaga desazón cuando me ausentaba
largo rato de mí compañera espectral. Seria
imposible reducir a un sistema la description de mis
estados de alma desde el 15 de mayo a la fecha en
que trazo estas lineas.
La calesa me llenaba alternativamente de horror,
de un miedo paralizante, de una suave complacencia
y de la desesperación mis profunda. No tenia
valor para salir de Simla, y, sin embargo, sabía que mi
estancia en esa ciudad me mataba. Tenía, por lo
demás, la certidumbre de que mi destino era morir
paulatinamente y por grados, día tras día. Lo único
que me inquietaba era pasar cuanto antes mi
expiation. Tenía, a veces, un ansia loca de ver a Kitty,
y presenciaba sus ultrajantes flirteos con mi sucesor, o
para hablar mis exactamente con mis sucesores. El
espectáculo me divertía.
Estaba Kitty tan fuera de mi vida, como yo de
ella. Durante el paseo diurno yo vagaba en companía
de la señora Wessington, con un sentimiento que se
aproximaba al de la felicidad. Pero al llegar la noche,
dirigía preces fervientes a Dios para que me
concediese volver al mundo real que yo conocía.
Sobre todas estas manifestaciones flotaba una
sensación incierta y sorda de la mezcla de lo visible
con lo invisible, tan extraña e inquietante que bastaria
por si sola para cavar la tumba de quién fuese
acosado por ella.
27 de agosto. — Heatherlegh ha luchado
infatigablemente. Ayer me dijo que era preciso enviar
una solicitud de licencia por causa de enfermedad.
¡Hacer peticiones de esta especie fundándolas en que
el signatario tiene que librarse de la companía de un
fantasma! iEl Gobierno querrá, graciosamente, permitir
que vaya a Inglaterra uno de sus empleados, a quien
acompañan de contínuo cinco espectros y una litera
irreal!
La indicación de Heatherlegh provocó una
carcajada histérica. Yo le dije que aguardaria el fin
tranquilamente en Simla, y que el fin estaba próximo.
Creedme: lo temo tanto, que no hay palabras con que
expresar mi angustia. Por la noche me torturo
imaginando las mil formas que puede revestir mi
muerte.
¿Moriré decorosamente en la cama, como
cumple a todo caballero inglés, o un dia haré la última
visita al Mallo, y de alli volará mi alma, desprendida del
cuerpo, para no separarse más del lúgubre fantasma?
.Yo no sé tampoco si en el otro mundo volverá a
renacer el amor que ha desaparecido, o si cuando
encuentre a Inés me unirá a ella, por toda una
eternidad, la cadena de la repulsión. Yo no se si las
escenas que dejaron su última impresión en nuestra
vida flotarán perpetuamente en la onda del Tiempo. A
medida que se aproxima el día de mi muerte, crece
más y más en mi la fuerza del horror que siente toda
carne a los espiritus de ultratumba.
Es más angustioso aún ver cómo bajo la rápida
pendiente que me lleva a la región de los muertos, con
la mitad de mi ser muerto ya. Compadecedme, y
hacedlo siquiera por mi ilusión; pues yo bien se que no
creeréis lo que acabo de escribir. Y sin embargo, si
hubo alguien llevado a la muerte por el Poder de las
Tinieblas, ese hombre soy yo.
Y también compadecedla, en justicia. Si hubo
alguna mujer muerta por obra de un hombre; esa
mujer fué la señora Wessington. Y todavía me falta la
última parte de la expiación.
_
(Traducción de Carlos Pereyra.)

MIGUEL DE UNAMUNO -- EL QUE SE ENTERRÓ -- ANTOLOGIA DEL CUENTO ESTRAÑO 4

MIGUEL DE UNAMUNO -- EL QUE SE ENTERRÓ
ANTOLOGIA DEL CUENTO ESTRAÑO 4


_
MIGUEL DE UNAMUNO
EL QUE SE ENTERRÓ


_
Filósofo, catedrático y filólogo, fugaz novelista
poeta y dramaturgo, pero sobre todo ensayista
volcado hacia la realidad viva de las
cosas y principalmente de España, Don
MIGUEL DE UNAMUNO puso un estilo vigoroso,
capaz de la diatriba pero también de la
emoción, al servicio de un pensamiento lúcido y
original. De su obra numerosa y perdurable,
citaremos: EL Sentimiento Trágico de la Vida,
Vida de Don Quijote y Sancho Panza, Contra
Esto y Aquello, Niebla, Tres Novelas Ejemplares
y un Prólogo, La Agonía del Cristianismo.
Nació en Bilbao en 1864 Murió en Salamanca
en 1937.

_
X
EL QUE SE ENTERRÓ


_
Era extraordinario el cambio de carácter que
sufrió mi amigo. El joven jovial, dicharachero y
descuidado, habíase convertido en un hombre tristón,
taciturno y escrupuloso.
Sus momentos de abstracción eran frecuentes
y durante ellos parecía como si su espiritu viajase por
caminos de otro mundo. Uno de nuestros amigos,
lector y descifrador asiduo de Browning, recordando la
extraña composition en que éste nos habia de la vida
de Lázaro después de resucitado, solia decir que el
pobre Emilio habia visitado la muerte. Y cuantas
inquisiciones emprendimos para adivinar la causa de
aquel misterioso cambio de caracter fueron inquisiciones
infructuosas.
Pero tanto y tanto le apreté y con tal insistencia
cada vez, que por fin un día, dejando transparentar el
esfuerzo que cuesta una resolución costosa y muy
combatida, me dijo de pronto; "Bueno, vas a saber lo
que me ha pasado, pero lo exijo, por lo que lo sea más
Santo, que no se lo cuentes a nadie mientras yo no
vuelva a morirme." Se lo prometí con toda solemnidad
y me llevó a su cuarto de estudio, donde nos
encerramos.
Desde antes de su cambio no había yo entrado
en aquel su cuarto de estudio. No se habia modificado
en nada, pero ahora me pareció mas en consonancia
con su dueño. Pensé por un momento que era su
estancia mas habitual y favorita la que le había
cambiado de modo tan sorprendente.
Su antiguo asiento, aquel ancho sillón frailero,
de vaqueta, con sus grander brazos, me pareció
adquirir nuevo sentido. Estaba examinándolo cuando
Emilio, luego de haber cerrado cuidadosamente la
puerta, me dijo, señalándomelo:
—Ahi sucedió la cosa.
Le miré sin comprenderle.
Me hizo sentar frente a él, en una silla que
estaba al otro lado de su mesita de trabajo, se arrellanó
en su sillón y empezó a temblar. Yo no sabía que hacer.
Dos o tres veces intentó empezar a hablar y
otras tantas tuvo que dejarlo. Estuve a punto de rogarle
que dejase su confesión, pero la curiosidad pudo en, mí
mas que la piedad, y es sabido que la curiosidad es una
de las cosas que más hacen al hombre cruel. Se quedó
un momento con la cabeza entre las manor y la vista
baja; se sacudió luego como quién adopta una súbita
resolución, me miró fijamente y con unos ojos que no
le conocía antes, y empezó:
—Bueno; tú no vas a creerme ni palabra de lo
que te voy a contar, pero eso no importa. Contándotelo
me libertaré de un grave peso, y me basta. No
recuerdo que le contesté, y prosiguió
—Hace cosa de año y medio, meses antes del
misterio, caí enfermo de terror. La enfermedad no se
me conocía en nada ni tenía manifestación externa
alguna, pero me hacía sufrir horriblemente. Todo me
infundía miedo, y parecía envolverme una atmósfera
de espanto. Presentía peligros vagos. Sentía a todas
horas la presencia invisible de la muerte, pero de la
verdadera muerte, es decir, del anonadamiento.
Despierto, ansiaba porque llegase la hora de
acostarme a dormir, y una vez en la cama me sobrecogía
la congoja de que el sumo se adueñara de mi para
siempre. Era una vida insoportable, terriblemente
insoportable. Y no me sentía ni siquiera con resolución
para suicidarme, lo cual pensaba yo entonces que
seria un remedio. Llegué a temer por mi razón ...
¿Y cómo no consultaste con un especialista?
—le dije por decirle algo.
—Tenía miedo, como lo tenía de todo. Y este
miedo fué creciendo de tal modo, que llegué a pasarme
los días enteros en este cuarto y en este sillón
mismo en que ahora estoy sentado, con la puerta
cerrada, y volviendo a cada momento la vista atrás.
Estaba seguro de que aquello no podía prolongarse y
de que se acercaba la catástrofe o lo que fuese. Y en
efecto llegó.
Aquí se detuvo un momento y pareció vacilar.
—No lo sorprenda el que vacile —prosiguió—porque lo
que vas a oir no me lo he dicho todavía ni a mi mismo.
El miedo era ya una cosa que me oprimía por todas
partes, que me ponía un dogal al cuello y amenazaba
hacerme estallar el corazón y la cabeza. Llegó un día,
el siete de setiembre, en que me desperté en el
paroxismo del terror; sentía acorchados cuerpo y
espíritu. Me prepare a morir de miedo. Me encerré
como todos los días aquií, me senté donde ahora
estoy sentado, y empecé a invocar a la muerte. Y es
natural, llegó —Advirtiéndome la mirada, añadió
tristemente:— Si, ya sé lo que piensas, pero no me
importa.
Y prosiguió:
—A la hora de estar aquí sentado, con la
cabeza entre las manos y los ojos fijos en un punto
vago más allá de la superficie de esta mesa, sentí que
se abría la puerta y que entraba cautelosamente un
hombre. No quise levantar la mirada. Oía los golpes
del corazón y apenas podia respirar. El hombre se
detuvo y se quedó ahí, detrás de esa silla que ocupas,
de pie, y sin duda mirándome.
Cuando pasó un breve rato me decidi a levantar
los ojos y mirarlo. Lo que entonces pasó por mi fué
indecible; no hay para expresarlo palabra alguna en el
lenguaje de los hombres que no se mueren sino una
sola vez. El que estaba ahi, de pie, delante mío, era
yo, yo mismo, por lo menos en imagen. Figúrate que
estando delante de un espejo, la imagen que de ti
refleja en el cristal se desprende de éste, toma cuerpo
y se te viene encima...
—Si, una alucinación... —murmuré. —De eso
ya hablaremos —dijo y siguió:
—Pero la imagen del espejo ocupa la postura
que ocupas y sigue tus movimientos, mientras que
aquel mi yo de fuera estaba de pié, y yo, el yo de
dentro de mí, estaba sentado.
Por fin el otro se sentó también, se sentó donde
tú estás sentado ahora, puso los codos sobre la
mesa como tú los tienes, se cogió la cabeza, como tú
la tienes, y se quedó mirándome como me estás ahora
mirando.
Temblé sin poder remediarlo al oirle esto, y él,
tristemente, me dijo:
—No, no tengas también tú miedo; soy pacífico.
Y siguió:
—Asi estuvimos un momento, mirándonos a los
ojos el otro y yo, es decir, asi estuve un rato
mirándome a los ojos. El terror se había transformado
en otra cosa muy extraña y que no soy capaz de
definirte; era el colmo de la desesperación resignada.
Al poco rato sentí que el suelo se me iba de debajo de
los pies, que el sillón se me desvanecía, que el aire iba
enrareciéndose, las cosas todas que tenía a la vista,
incluso mi otro yo, se iban esfumando, y al oir al otro
murmurar muy bajito y con los labios cerrados: "Emilio,
Emilio", sentí la muerte. Y me morí.
Yo no sabia que hacer al oirle esto. Me dieron
tentaciones de huir, .pero la curiosidad venció en mi al
miedo. Y él continuó:
—Cuando al poco rato volví en mí, es decir,
cuando al poco rato volví al otro, o sea, resucité, me
encontré sentado ahí, donde tú te encuentras ahora
sentado y donde el otro se había sentado antes, de
codos en la mesa y cabeza entre las palmas contemplándome
a mí mismo, que estaba donde ahora estoy.
Mi conciencia, mi espíritu, había pasado del
uno al otro, del cuerpo primitivo a su exacta reproducción.
Y me vi, o vi mi anterior cuerpo, lívido y rígido, es
decir, muerto. Habia asistido a mi propia muerte. Y se
me había limpiado el alma de aquel extraño terror. Me
encontraba triste, muy triste, abismáticamente triste,
pero sereno y sin temor a nada. Comprendí que tenía
que hacer algo; no podía quedar así y aquií el cadaver
de mi pasado.
Con toda tranquilidad reflexioné lo que me
convenía hacer. Me levanté de esa silla, y tomándome
el pulso, quiero decir, tomando el pulso al otro, me
convencí de que ya no vivía.
Salí del cuarto dejándolo aqui encerrado, bajé
a la huerta, y con un pretexto me puse a abrir una gran
zanja. Ya sabes que siempre me ha gustado hacer
ejercicio en la huerta. Despaché a los criados y esperé
la noche. Y cuando la noche llegó cargué a mi
cadáver a cuestas y lo enterré en la zanja. El pobre
perro me miraba con ojos de terror, pero de terror
humano; era, pues, su mirada una mirada humana.
Le acaricié diciéndole: no comprendemos nada de
lo que pasa amigo, y en el fondo no es esto más
misterioso que cualquier otra cosa...
—Me parece una reflexión demasiado filosófica
para ser dirigida a un perro —le dije.
¿Y por qué? —replicó—. ¿O es que crees que
la filosofía humana es mas profunda que la perruna?
—Lo que creo es que no lo entendería.
—Ni tú tampoco, y eso que no eres perro. —
Hombre, si, yo lo entiendo.
—iClaro, y me crees loco! ... Y como yo callara,
anadió:
—Te agradezco ese silencio. Nada odio más
que la hipocresía. Y eh cuanto a eso de las alucinaciones,
he de decirte que todo cuanto percibimos no es
otra cosa, y que no son sino alucinaciones nuestras
impresiones todas. La diferencia es de orden práctico.
Si vas por un desierto consumiéndote de sed y de
pronto oyes el murmurar del agua de una fuente y ves
el agua, todo esto no pasa de alucinación. Pero si
arrimas a ella tu boca y bebes y la sed se te apaga,
llamas a esta alucinación una impresión verdadera, de
realidad. Lo cual quiere decir que el valor de nuestras
percepciones se estima por su efecto práctico. Y por
su efecto prlctico, efecto que has podido observar por
ti mismo, es por to que estimo lo que aquí me sucedió
y acabo de contarte. Porque tú ves bien que yo, siendo
el mismo, soy, sin embargo, otro.
—Esto es evidente...
—Desde entonces las cosas siguen siendo
para mí las mismas, pero las veo con otro sentimiento.
Es como si hubiese cambiado el tono, el timbre de
todo. Vosotros creéis que soy yo el que he cambiado y
a mí me parece que lo que ha cambiado es todo lo
demás.
—Como caso de psicología... –murmuré
¿De psicología? j Y de metafísica experimental!
—Experimental? –exclamé
—Ya lo creo. Pero aun falta algo. Ven conmigo.
Salimos de su cuarto y me llevó a un rincón de la
huerta. Empecé a temblar como un azogado, y él, que
me observó, dijo:
¿Lo ves? ¿Lo ves? iTambién tú! ¡Ten valor,
racionalista!
Me percaté entonces de que llevaba un azadón
consigo. Empezó a cavar con él mientras yo seguía
clavado al suelo por un extraño sentimiento, mezcla de
terror y de curiosidad. Al cabo de un rato se descubrió
la cabeza y parte de los hombros de un cadaver
humano, hecho ya casi esqueleto. Me lo señaló con el
dedo diciéndome:
—¡Mírame!
Yo no sabía que hacer ni que decir. Volvió a
cubrir el hueco. Yo no me movia.
—¿Pero que te pasa, hombre? —dijo sacudiéndome
el brazo.
Creí despertar de una pesadilla. Lo miré con
una mirada que debió de ser el colmo del espanto. —
"Sí —me dijo—, ahora piensas en un crimen; es natural.
¿Pero has oído tú de alguien que haya desaparecido
sin que se sepa su paradero? ¿Crees posible un crimen
así sin que se descubra al cabo? ¿Me crees criminal?"
—Yo no creo nada —le contesté.
—Ahora has dicho la verdad; tú no crees en
nada y por no creer en nada no te puedes explicar
cosa alguna, empezando por las mas sencillas.
Vosotros, los que os tenéis por cuerdos, no disponéis
de mas instrumentos que la lógica, y asi vivís a
obscuras...
—Bueno —le interrumpí—, ¿y todo esto que
significa?
¡Ya salió aquellol Ya estás buscando la
solución o la moraleja. ¡Pobres locosl Se os figura que
el mundo es una charada o un jeroglífico cuya solución
hay que hallar. No, hombre, no; esto no tiene solución
alguna, esto no es ningún acertijo ni se trata aqui de
simbolismo alguno. Esto sucedió tal cual te lo he
contado, y si no me lo quieres creer, allá tú.
Después que Emilio me contó esto y hasta su
muerte, volví a verle muy pocas veces, porque rehuía
su presencia. Me daba miedo. Continuó con su
carácter mudado, pero haciendo una vida regular y sin
dar el menor motivo a que se le creyese loco.
Lo único que hacía era burlarse de la lógica y
de la realidad. Se murió tranquilamente, de pulmonía,
y con gran valor. Entre sus papeles dejó un relato
circunstanciado de cuanto me había contado y un
tratado sobre la alucinación. Para nosotros fué siempre
un misterio la existencia de aquel cadáver en el
rincón de la huerta, existencia que se pudo comprobar.
En el tratado a que hago referencia sostenía,
según me dijeron, que a muchas, a muchísimas personas
les ocurren durante la vida sucesos trascendentales,
misteriosos, inexplicables, pero que no se atreven
a revelar por miedo a que se les tenga por locos.
"La lógica —dice— es una institución social y la
que se llama locura una cosa completamente privada.
Si pudiéramos leer en las almas de los que nos rodean
veríamos que vivimos envueltos en un mundo de
misterios tenebrosos, pero palpables."

_
(Extraído de De Esto y, Aquello, t. II, por gentileza
de Editorial Sudamericana S. A., Buenos Aires.)

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