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domingo, 9 de diciembre de 2007

El Caos Reptante // H. P. LOVECRAFT // Seudónimos de Elizabeth Neville Berkeley y Lewis Theobald

El Caos Reptante (1920/21)
H.P. Lovecraft y Elizabeth Berkeley
(Seudónimos de Elizabeth Neville Berkeley y Lewis Theobald)



Mucho es lo que se ha escrito acerca de los placeres y los sufrimientos del opio. Los éxtasis y
horrores de De Quincey y los paradis artificiels de Baudelaire son conservados e interpretados con tal
arte que los hace inmortales, y el mundo conoce a fondo la belleza, el terror y el misterio de esos
oscuros reinos donde el soñador es transportado. Pero aunque mucho es lo que se ha hablado,
ningún hombre ha osado todavía detallar la naturaleza de los fantasmas que entonces se revelan en
la mente, o sugerir la dirección de los inauditos caminos por cuyo adornado y exótico curso se ve
irresistiblemente lanzado el adicto. De Quincey fue arrastrado a Asia, esa fecunda tierra de sombras
nebulosas cuya temible antigüedad es tan impresionante que "la inmensa edad de la raza y el nombre
se impone sobre el sentido de juventud en el individuo", pero él mismo no osó ir más lejos. Aquellos
que han ido más allá rara vez volvieron y, cuando lo hicieron, fue siempre guardando silencio o
sumidos en la locura. Yo consumí opio en una ocasión... en el año de la plaga, cuando los doctores
trataban de aliviar los sufrimientos que no podían curar. Fue una sobredosis -mi médico estaba
agotado por el horror y los esfuerzos- y, verdaderamente, viajé muy lejos. Finalmente regresé y viví,
pero mis noches se colmaron de extraños recuerdos y nunca más he permitido a un docotor volver a
darme opio.
Cuando me administraron la droga, el sufrimiento y el martilleo en mi cabeza habían sido insufribles.
No me importaba el fututo; huir, bien mediante curación, inconsciencia o muerte, era cuanto me
importaba. Estaba medio delirando, por eso es difícil ubicar el momento exacto de la transición, pero
pienso que el efecto debió comenzar poco antes de que las palpitaciones dejaran de ser dolorosas.
Como he dicho, fue una sobredosis; por lo cual, mis reacciones probablemente distaron mucho de ser
normales. La sensación de caída, curiosamente disociada de la idea de gravedad o dirección, fue
suprema, aunque había una impresión secundaria de muchedumbres invisibles de número
incalculable, multitudes de naturaleza infinitamente diversa, anque todas más o menos relacionadas
conmigo. A veces, menguaba la sensación de caída mientras sentía que el universo o las eras se
desplomaban ante mí. Mis sufrimientos cesaron repentinamente y comencé a asociar el latido con
una fuerza externa más que con una interna. También se había detenido la caída, dando paso a una
sensación de descanso efímero e inquieto, y, cuando escuché con mayor atención, fantaseé con que
los latidos procedieran de un mar inmenso e inescrutable, como si sus siniestras y colosales
rompientes laceraran alguna playa desolada tras una tempestad de titánica magnitud. Entonces abrí
los ojos.
Por un instante, los contornos parecieron confusos, como una imagen totalmente desenfocada, pero
gradulamente asimilé mi solitaria presencia en una habitación extraña y hermosa iluminada por
multitud de ventanas. No pude hacerme la idea de la exacta naturaleza de la estancia, porque mis
sentidos distaban aún de estar ajustados, pero advertí alfombras y colgaduras multicolores, mesas,
sillas, tumbonas y divanes de elaborada factura, y delicados jarrones y ornatos que sugerían lo
exótico sin llegar a ser totalmente ajenos. Todo eso percib í, aunque no ocupó mucho tiempo en mi
mente. Lenta, pero inexorablemente, arrastrándose sobre mi conciencia e imponiéndose a cualquier
otra impresión, llegó un temor vertiginoso a lo desconocido, un miedo tanto mayor cuanto que no
podía analizarlo y que parec ía concernir a una furtiva amenaza que se aproximaba... no la muerte,
sino algo sin nombre, un ente inusitado indeciblemente más espantoso y aborrecible.
Inmediatamente me percaté de que el símbolo directo y excitante de mi temor era el odioso martilleo
cuyas incesantes reverberaciones batían enloquecedoramente contra mi exhausto cerebro. Parecía
proceder de un punto fuera y abajo del edificio en el que me hallaba, y estar asociado con las más
terror íficas imágenes mentales. Sentí que algún horrible paisaje u objeto acechaban más allá de los
muros tapizados de seda, y me sobrecogí ante la idea de mirar por las arqueadas ventanas enrejadas
que se abrían tan insólitamente por todas partes. Descubriendo postigos adosados a esas ventanas,
los cerré todos, evitando dirigir mis ojos al exterior mientras lo hac ía. Entonces, empleando pedernal y
acero que encontré en una de las mesillas, encendí algunas velas dispuestas a lo largo de los muros
en barrocos candelabros. La añadida sensación de seguridad que prestaban los postigos cerrados y
la luz artificial calmaron algo mis nervios, pero no fue posible acallar el monótono retumbar. Ahora que
estaba más calmado, el sonido se convirtió en algo tan fascinante como espantoso. Abriendo una
portezuela en el lado de la habitación cercano al martilleo, descubrí un pequeño y ricamente
engalanado corredor que finalizaba en una tallada puerta y un amplio mirador. Me vi irresistiblemente
atraído hacia éste, aunque mis confusas aprehensiones me forzaban igualmente hacia atrás. Mientras
me aproximaba, pude ver un caótico torbellino de aguas en la distancia. Enseguida, al alcanzarlo y
observar el exterior en todas sus direcciones, la portentosa escena de los alrededrores me golpeó con
plena y devastadora fuerza.
Contemplé una visión como nunca antes había observado, y que ninguna persona viviente puede
haber visto salvo en los delirios de la fiebre o en los infiernos del opio. La costrucción se alzaba sobre
un angosto punto de tierra -o lo que ahora era un angosto punto de tierra- remontando unos 90
metros sobre lo que últimamemnte debió ser un hirviente torbellino de aguas enloquecidas. A cada
lado de la casa se abrían precipicios de tierra roja recién excavados por las aguas, mientras que
enfrente las temibles olas continuaban batiendo de forma espantosa, devorando la tierra con terrible
monotonía y deliberación. Como a un kilómetro se alzaban y caían amenazadoras rompientes de no
menos de cinco metros de altura y, en el lejano horizonte, crueles nubes negras de grotescos
contornos colgaban y acechaban como buitres malignos. Las olas eran oscuras y purpúreas, casi
negras, y arañaban el flexible fango rojo de la orilla como toscas manos voraces. No pude por menos
que sentir que alguna nociva entidad marina había declarado una guerra a muerte contra toda la tierra
firme, quizá instigada por el cielo enfurecido.
Recobrándome al fin del estupor en que ese espectáculo antinatural me había sumido, descubrí que
mi actual peligro físico era agudo. Aun durante el tiempo en que observaba, la orilla había perdido
muchos metros y no estaba lejos el momento en que la casa se derrumbaría socavada en el atroz
pozo de las olas embravecidas. Por tanto, me apresuré hacia el lado opuesto del edificio y,
encontrando una puerta, la cerré tras de mí con una curiosa llave que colgaba en el interior. Entonces
contemplé más de la extraña regón a mi alrededor y percibí una singular división que parecía existir
entre el océano hostil y el firmamemnto. A cada lado del descollante promontorio imperaban distintas
condiciones. A mi izquiera, mirando tierra adentro, hab ía un mar calmo con grandes olas verdes
corriendo apaciblemente bajo un sol resplandeciente. Algo en la naturaleza y posición del sol me
hicieron entremecer, aunque no pude entonces, como no puedo ahora, decir qué era. A mi derecha
también estaba el mar, pero era azul, calmoso, y sólo ligeramente ondulado, mientras que el cielo
sobre él estaba oscurecido y la ribera era más blanca que enrojecida.
Ahora volví mi atención a tierra, y tuve ocasión de sorprenderme nuevamente, puesto que la
vegetación no se parecía en nada a cuanto hubiera visto o leído. Aparentemente, era tropical o al
menos subtropical... una conclusión extraída del intenso calor del aire. Algunas veces pude encontrar
una extraña analogía con la flora de mi tierra natal, fantaseando sobre el supuesto de que las plantas
y matorrales familiares pudieran asumir dichas formas bajo un radical cambio de clima; pero las
gigantescas y omipresentes palmeras eran totalmente extranjeras. La casa que acababa de
abandonar era muy pequeña -apenas mayor que una cabaña- pero su material era evidentemente
mármol, y su arquitectura extraña y sincrética, en una exótica amalgama de formas orientales y
occidentales. En las esquinas había columnas corintias, pero los tejados rojos eran como los de una
pagoda china. De la puerta que daba a tierra nacía un camino de singular arena blanca, de metro y
medio de anchura y bordeado por imponentes palmeras, así como por plantas y arbustos en flor
desconocidos. Corría hacia el lado del promontorio donde el mar era azul y la ribera casi blanca. Me
sentí impelido a huir por este camino, como perseguido por algún espíritu maligno del océano
retumbante. Al principio remontaba ligeramente la ribera, luego alcancé una suave cresta. Tras de mí,
vi el paisaje que había abandonado: toda la punta con la cabaña y el agua negra, con el mar verde a
un lado y el mar azul al otro, y una maldición sin nombre e indescriptible cerniéndose sobre todo. No
volví a verlo más y a menudo me pregunto... Tras esta última mirada, me encaminé hacia delante y
escruté el panorama de tierra adentro que se extend ía ante mí.
El Caos Reptante Página 2 de 5
El camino, como he dicho, corría por la ribera derecha si uno iba hacia el interior. Delante y a la
izquierda vislumbré entonces un magnífico valle, que abarcaba miles de acres, sepultado bajo un
oscilante manto de hierba tropical más alta que mi cabeza. Casi al límite de la visión había una
colosal palmera que parecía fascinarme y reclamarme. En este momento, el asombro y la huida de la
península condenada habían, con mucho, disipado mi temor, pero cuando me detuve y desplomé
fatigado sobre el sendero, hundiendo ociosamente mis manos en la cálida arena blancuzco-dorada,
un nuevo y agudo sonido de peligro me embargó. Algún terror en la alta hierba sibilante pareció
sumarse a la del diabólico mar retumbante y me alcé gritando fuerte y desabridamente.
-¿Tigre? ¿Tigre? ¿Es un tigre? ¿Bestias? ¿Bestias? ¿Es una bestia lo que me atemoriza?
Mi mente retrocedía hasta una antigua y clásica historia de tigres que había leído; traté de recordar al
autor, pero tuve alguna dificultad. Entonces, en mitad de mi espanto, recordé que el relato pertenecía
a Ruyard Kipling; no se me ocurrió lo rid ículo que resultaba considerarle como un antiguo autor.
Anhelé el volumen que contenía esta historia, y casi había comenzado a desandar el camino hacia la
cabaña condenada cuando el sentido común y el señuelo de la palmera me contuvieron.
Si hubiera o no podido resistir el deseo de retroceder sin el concurso de la fascinación por la inmensa
palmera, es algo que no sé. Su atracción era ahora predominante, y dejé el camino para arrastrarme
sobre manos y rodillas por la pendiente del valle, a pesar de mi miedo hacia la hierba y las serpientes
que pudiera albergar. Decidí luchar por mi vida y cordura tanto como fuera posible y contra todas las
amenazas del mar o tierra, aunque a veces temía la derrota mientras el enloquecido silbido de la
misteriosa hierba se unía al todavía audible e irritante batir de las distantes rompientes. Con
frecuencia, debía detenerme y tapar mis oídos con las manos para aliviarme, pero nunca pude acallar
del todo el detestable sonido. Fue tan sólo tras eras, o así me lo pareció, cuando finalmente pude
arrastrarme hasta la increíble palmera y reposar bajo su sombra protectora.
Entonces ocurrieron una serie de incidentes que me transportaron a los opuestos extremos del
éxtasis y el horror; sucesos que temo recordar y sobre los que no me atrevo a buscar interpretación.
Apenas me había arrastrado bajo el colgante follaje de la palmera, cuando brotó de entre sus ramas
un muchacho de una belleza como nunca antes viera. Aunque sucio y harapiento, poseía las
facciones de un fauno o semidiós, e incluso parecía irradiar en la espesa sombra del árbol. Sonrió
tendiendo sus manos, pero antes de que yo pudiera alzarme y hablar, escuché en el aire superior la
exquisita melodía de un canto; notas altas y bajas tramadas con etérea y sublime armonía. El sol se
había hundido ya bajo el horizonte, y en el crepúsculo vi una aureola de mansa luz rodeando la
cabeza del niño. Entonces se dirigió a mí con timbre argentino.
-Es el fin. Han bajado de las estrellas a través del ocaso. Todo está colmado y más allá de las
corrientes arinurianas moraremos felices en Teloe.
Mientras el niño hablaba, descubrí una suave luminosidad a través de las frondas de las palmeras y vi
alzarse saludando a dos seres que supe debían ser parte de los maestros cantores que había
escuchado. Debían ser un dios y una diosa, porque su belleza no era la de los mortales, y ellos
tomaron mis manos diciendo:
-Ven, niño, has escuchado las voces y todo está bien. En Teloe, más allá de las Vía Láctea y las
corrientes arinurianas, existen ciudades de ámbar y calcedonia. Y sobre sus cúpulas de múltiples
facetas relumbran los reflejos de extrañas y hermosas estrellas. Bajo los puentes de marfil de Teloe
fluyen los ríos de oro líquido llevando embarcaciones de placer rumbo a la floreciente Cytarion de los
Siete Soles. Y en Teloe y Cytarion no existe sino juventud, belleza y placer, ni se escuchan más
sonidos que los de las risas, las canciones y el laúd. Sólo los dioses moran en Teloe la de los ríos
dorados, pero entre ellos tú habitarás.
Mientras escuchaba embelesado, me percaté súbitamente de un cambio en los alrederores. La
palmera, que últimamente había resguardado a mi cuerpo exhausto, estaba ahora a mi izquierda y
considerablemente debajo. Obviamente flotaba en la atmósfera; acompañado no sólo por el extraño
chico y la radiante pareja, sino por una creciente muchedumbre de jóvenes y doncellas
semiluminosos y coronados de vides, con cabelleras sueltas y semblante feliz. Juntos ascendimos
lentamente, como en alas de una fragante brisa que soplara no desde la tierra sino en dirección a la
nebulosa dorada, y el chico me susurró en el oído que debía mirar siempre a los senderos de luz y
nuca abajo, a la esfera que acababa de abandonar. Los mozos y muchachas entonaban ahora dulces
acompañamientos con los laúdes y me sentía envuelto en una paz y felicidad más profunda de lo que
hubiera imaginado en toda mi vida, cuando la intrusión de un simple sonido alteró mi destino
destrozando mi alma. A través de los arrebatados esfuerzos de cantores y tañedores de laúd, como
una armonía burlesca y demoníaca, atronó desde los golfos inferiores el maldito, el detestable batir
del odioso océano. Y cuando aquellas negras rompientes rugieron su mensaje en mis o ídos, olvidé
las palabras del niño y miré abajo, hacia el condenado paisaje del que creía haber escapado.
En las profundidades del éter vi la estigmatizada tierra girando, siempre girando, con irritados mares
tempestuosos consumiendo las salvajes y arrasadas costas y arrojando espuma contra las
tambaleantes torres de las ciudades desoladas. Bajo una espantosa luna centelleaban visiones que
nunca podré describir, visiones que nunca olvidaré: desiertos de barro cadavérico y junglas de ruina y
decadencia donde una vez se extendieron las llanuras y poblaciones de mi tierra natal, y remolinos de
océano espumeante donde otrora se alzaran los poderosos templos de mis antepasados. Los
alrederores del polo Norte hervían con ciénagas de estrepitoso crecimiento y vapores malsanos que
silbaban ante la embestida de las inmensas olas que se encrespaban, lacerando, desde las temibles
profundidades. Entonces, un desgarrado aviso cortó la noche, y a través del desierto de desiertos
apareció una humeante falla. El océano negro aún espumeaba y devoraba, consumiendo el desierto
por los cuartro costados mientras la brecha del centro se ampliaba y ampliaba.
No había otra tierra salvo el desierto, y el océano furioso todavía comía y comía. Sólo entonces pensé
que incluso el retumbante mar parecía temeroso de algo, atemorizado de los negros dioses de la
tierra profunda que son más grandes que el malvado dios de las aguas, pero, incluso si era así, no
podía volverse atrás, y el desierto había sufrido demasiado bajo aquellas olas de pesadilla para
apiadarse ahora. Así, el océano devoró la última tierra y se precipitó en la brecha humeante, cediendo
de este modo todo cuanto había conquistado. Fluyó nuevamente desde las tierras recién sumergidas,
desvelando muerte y decadencia y, desde su viejo e inmemorial lecho, goteó de forma repugante,
revelando secretos ocultos en los años en que el Tiempo era joven y los dioses aún no habían nacido.
Sobre las olas se alzaron recordados capiteles sepultados bajo las algas. La luna arrojaba pálidos
lirios de luz sobre la muerta Londres, y París se levantaba sobre su húmeda tumba para ser
santificada con polvo de estrellas. Después, brotaron capiteles y monolitos que estaban cubiertos de
algas pero que no eran recordados; terribles capiteles y monolitos de tierras acerca de las cuales el
hombre jamás supo.
No había ya retumbar alguno, sino sólo el ultraterreno bramido y siseo de las aguas precipitándose en
la falla. El humo de esta brecha se había convertido en vapor, ocultando casi el mundo mientras se
hacía más y más denso. Chamuscó mi rostro y manos, y cuando miré para ver cómo afectaba a mis
compañeros descubrí que todos habían desaparecido. Entonces todo terminó bruscamente y no supe
más hasta que desperté sobre una cama de convalecencia. Cuando la nube de humo procedente del
golfo plutónico veló por fin toda mi vista, el firmamento entero chilló mientras una repentina agonía de
reverberaciones enloquecidas sacudía el estremecido éter. Sucedió en un relámpago y explosión
delirantes; un cegador, ensordecedor holocausto de fuego, humo y trueno que disolvió la pálida luna
mientras la arrojaba al vacío.
Y cuando el humo clareó y traté de ver la tierra, tan sólo pude contemplar, contra el telón de frías y
burlonas estrellas, al sol moribundo y a los pálidos y afligidos planetas buscando a su hermana.

El Extraño // H.P. LOVECRAFT

El Extraño
H.P. Lovecraft



Infeliz es aquel a quien sus recuerdos infantiles sólo traen miedo y tristeza. Desgraciado aquel que
vuelve la mirada hacia horas solitarias en bastos y lúgubres recintos de cortinados marrones y
alucinantes hileras de antiguos volúmenes, o hacia pavorosas vigilias a la sombra de árboles
descomunales y grotescos, cargados de enredaderas, que agitan silenciosamente en las alturas sus
ramas retorcidas. Tal es lo que los dioses me destinaron... a mí, el aturdido, el frustrado, el estéril, el
arruinado y sin embargo, me siento extrañamente satisfecho y me aferro con desesperación a esos
recuerdos marchitos cada vez que mi mente amenza con ir más allá, hacia el otro.
No sé dónde nací, salvo que el castillo era infinitamente horrible, lleno de pasadizos oscuros y con
altos cielos rasos donde la mirada sólo hallaba telarañas y sombras. Las piedras de los agrietados
corredores estaban siempre odiosamente húmedas y por doquier se percibía un olor maldito, como de
pilas de cadáveres de generaciones muertas. Jam ás había luz, por lo que solía encender velas y
quedarme mirándolas fijamente en busca de alivio; tampoco afuera brillaba el sol, ya que esas
terribles arboledas se elevaban por encima de la torre más alta. Una sola, una torre negra,
sobrepasaba el ramaje y salía al cielo abierto y desconocido, pero estaba casi en ruinas y sólo se
podía ascender a ella por un escarpado muro poco menos que imposible de escalar.
Debo haber vivido años en ese lugar, pero no puedo medir el tiempo. Seres vivos debieron haber
atendido a mis necesidades, y sin embargo no puedo rememorar a persona alguna excepto yo
mismo, ni ninguna cosa viviente salvo ratas, muerciélagos y arañas, silenciosos todos. Supongo que,
quienquiera me haya cuidado, debió haber sido asombrosamente viejo, puesto que mi primera
representación mental de una persona viva fue la de algo semejante a mí, pero retorcido, marchito y
deteriorado como el castillo. Para mí no tenían nada de grotescos los huesos y los esqueletos
esparcidos por las criptas de piedra cavadas en las profundidades de los cimientos. En mi fantasía
asociaba estas cosas con los hechos cotidianos y los hallaba más reales que las figuras en colores de
seres vivos que veía en muchos libros mohosos. En esos libros aprendí todo lo que sé. Maestro
alguno me urgió o me guió, y no recuerdo haber escuchado en todos esos años voces humanas..., ni
siquiera la mía; ya que, si bien había leído acerca de la palabra hablada nunca se me ocurrió hablar
en voz alta. Mi aspecto era asimismo una cuestión ajena a mi mente, ya que no había espejos en el
castillo y me limitaba, por instinto, a verme como un semejante de las figuras juveniles que veía
dibujadas o pintadas en los libros. Tenía conciencia de la juventud a causa de lo poco que recordaba.
Afuera, tendido en el pútrido foso, bajo los árboles tenebrosos y mudos, sol ía pasarme horas enteras
soñando lo que había leído en los libros; añoraba verme entre gentes alegres, en el mundo soleado
allende de la floresta interminable. Una vez traté de escapar del bosque, pero a medida que me
alejaba del castillo las sombras se hacían más densas y el aire más impregnado de crecientes
temores, de modo que eché a correr frenéticamente por el camino andado, no fuera a extraviarme en
un laberinto de lúgubre silencio.
Y así, a través de crepúsculos sin fin, soñaba y esperaba, aún cuando no supiera qué. Hasta que en
mi negra soledad, el deseo de luz se hizo tan frenético que ya no pude permanecer inactivo y mis
manos suplicantes se elevaron hacia esa única torre en ruinas que por encima de la arboleda se
hundía en el cielo exterior e ignoto. Y por fin resolví escalar la torre, aunque me cayera; ya que mejor
era vislumbrar un instante el cielo y perecer, que vivir sin haber contemplado jamás el día.
A la húmeda luz crepuscular subí los vetustos peldaños de piedra hasta llegar al nivel donde se
interrumpían, y de allí en adelante, trepando por pequeñas entrantes donde apenas cabía un pie,
seguí mi peligrosa ascensión. Horrendo y pavoroso era aquel cilindro rocoso, inerte y sin peldaños;
negro, ruinoso y solitario, siniestro con su mudo aleteo de espantados murciélagos. Pero más
horrenda aún era la lentitud de mi avance, ya que por más que trepase, las tinieblas que me envolvían
no se disipaban y un frío nuevo, como de moho venerable y embrujado, me invadió. Tiritando de frío
me preguntaba por qué no llegaba a la claridad, y, de haberme atrevido, habría mirado hacia abajo.
Antojóseme que la noche había caído de pronto sobre mí y en vano tanteé con la mano libre en busca
del antepecho de alguna ventana por la cual espiar hacia afuera y arriba y calcular a qué altura me
encontraba.
De pronto, al cabo de una interminable y espantosa ascensión a ciegas por aquel precipicio cóncavo y
desesperado, sentí que la cabeza tocaba algo sólido; supe entonces que debia haber ganado la
terraza o, cuando menos, algúna clase de piso. Alcé la mano libre y, en la oscuridad, palpé un
obstáculo, descubriendo que era de piedra e inamovible. Luego vino un mortal rodeo a la torre,
aferrándome de cualquier soporte que su viscosa pared pudiera ofrecer; hasta que finalmente mi
mano, tanteando siempre, halló un punto donde la valla cedía y reanudé la marcha hacia arriba,
empujando la losa o puerta con la cabeza, ya que utilizaba ambas manos en mi cauteloso avance.
Arriba no apareció luz alguna y, a medida que mis manos iban más y más alto, supe que por el
momento mi ascensión había terminado, ya que la puerta daba a una abertura que conduc ía a una
superficie plana de piedra, de mayor circunferencia que la torre inferior, sin duda el piso de alguna
elevada y espaciosa cámara de observación. Me deslicé sigilosamente por el recinto tratando que la
pesada losa no volviera a su lugar, pero fracasé en mi intento. Mientras yacía exhausto sobre el piso
de piedra, oí el alucinante eco de su caída, pero con todo tuve la esperanza de volver a levantarla
cuando fuese necesario.
Creyéndome ya a una altura prodigiosa, muy por encima de las odiadas ramas del bosque, me
incorporé fatigosamente y tanteé la pared en busca de alguna ventana que me permitiese mirar por
vez primera el cielo y esa luna y esas estrellas sobre las que había leído. Pero ambas manos me
decepcionaron, ya que todo cuanto hallé fueron amplias estanter ías de mármol cubiertas de
aborrecibles cajas oblongas de inquietante dimensión. Más reflexionaba y más me preguntaba qué
extraños secretos podía albergar aquel alto recinto construido a tan inmensa distancia del castillo
subyacente. De pronto mis manos tropezaron inesperadamente con el marco de una puerta, del cual
colgaba una plancha de piedra de superficie rugosa a causa de las extrañas incisiones que la cubr ían.
La puerta estaba cerrada, pero haciendo un supremo esfuerzo superé todos los obstáculos y la abr í
hacia adentro. Hecho esto, invadióme el éxtasis más puro jamás conocido; a través de una
ornamentada verja de hierro, y en el extremo de una corta escalinata de piedra que ascendía desde la
puerta recién descubierta, brillando plácidamente en todo su esplendor estaba la luna llena, a la que
nunca había visto antes, salvo en sueños y en vagas visiones que no me atrevía a llamar recuerdos.
Seguro ahora de que había alcanzado la cima del castillo, subí rápidamente los pocos peldaños que
me separaban de la verja; pero en eso una nube tapó la luna haciéndome tropezar, y en la oscuridad
tuve que avanzar con mayor lentitud. Estaba todavía muy oscuro cuando llegué a la verja, que hallé
abierta tras un cuidadoso examen pero que no quise trasponer por temor de precipitarme desde la
increíble altura que había alcanzado. Luego volvió a salir la luna.
De todos los impactos imaginables, ninguno tan demoníaco como el de lo insondable y
grotescamente inconcebible. Nada de lo soportado antes podía compararse al terror de lo que ahora
estaba viendo; de las extraordinarias maravillas que el espectáculo implicaba. El panorama en sí era
tan simple como asombroso, ya que consistía meramente en esto: en lugar de una impresionante
perspectiva de copas de árboles vistas desde una altura imponente, extendíase a mi alrededor, al
mismo nivel de la verja, nada menos que la tierra firme, separada en compartimentos diversos por
medio de lajas de mármol y columnas, y sombreada por una antigua iglesia de piedra cuyo devastado
capitel brillaba fantasmagóricamente a la luz de la luna.
Medio inconsciente, abrí la verja y avancé bamboleándome por la senda de grava blanca que se
extendía en dos direcciones. Por aturdida y caótica que estuviera mi mente, persistía en ella ese
frenético anhelo de luz, ni siquiera el pasomoso descubrimiento de momentos antes podía detenerme.
No sabía, ni me importaba, si mi experiencia era locura, enajenación o magia, pero estaba resuelto a
ir en pos de luminosidad y alegría a toda costa. No sabía quién o qué era yo, ni cuáles podían ser mi
ámbito y mis circunstancias; sin embargo, a medida que prosegu ía mi tambaleante marcha, se
insinuaba en mí una especie de tímido recuerdo latente que hacía mi avance no del todo fortuito, sin
rumbo fijo por campo abierto; unas veces sin perder de vista el camino, otras abandonándolo para
internarme, lleno de curiosodad, por praderas en las que sólo alguna ruina ocasional revelaba la
presencia, en tiempos remotos, de una senda olvidada. En un momento dado tuve que cruzar a nado
un rápido r ío cuyos restos de mampostería agrietada y mohosa hablaban de un puente mucho tiempo
atrás desaparecido.
Habían transcurrido más de dos horas cuando llegué a lo que aparentemente era mi meta: un
venerable castillo cubierto de hiedras, enclavado en un gran parque de espesa arboleda, de
alucinante familiaridad para mí, y sin embargo lleno de intrigantes novedades. Vi que el foso había
sido rellenado y que varias de las torres que yo bien conocía estaban demolidas, al mismo tiempo que
se erguían nuevas alas que confundían al espectador. Pero lo que observé con el máximo interés y
deleite fueron las ventanas abiertas, inundadas de esplendorosa claridad y que enviaban al exterior
ecos de la más alegre de las francachelas. Adelantándome hacia una de ellas, miré el interior y vi un
grupo de personas extrañamente vestidas, que departían entre sí con gran jarana. Como jamás había
oído la voz humana, apenas sí podía adivinar vagamente lo que decían. Algunas caras ten ían
expresiones que despertaban en mí remotísimos recuerdos; otras me eran absoluntamente ajenas.
Salté por la ventana y me introduje en la habitación, brillantemente ilumindada, a la vez que mi mente
saltaba del único instante de esperanza al más negro de los desalientos. La pesadilla no tardó en
venir, ya que, no bien entré, se produjo una de las más aterradoras reacciones que hubiera podido
concebir. No había terminado de cruzar el umbral cuando cundió entre todos los presentes un
inesperado y súbito pavor, de horrible intensidad, que distorsionaba los rostros y arrancaba de todas
las gargantas los chillidos más espantosos. El desbande fue general, y en medio del griterío y del
pánico varios sufrieron desmayos, siendo arrastrados por los que huían enloquecidos. Muchos se
taparon los ojos con las manos y corrían a ciegas llevándose todo por delante, derribando los
muebles y dándose cotra las paredes en su desesperado intento de ganar alguna de las numersas
puertas.
Solo y aturdido en el brillante recinto, escuchando los ecos cada vez más apagados de aquellos
espeluznates gritos, comencé a temblar pensando qué podía ser aquello que me acechaba sin que yo
lo viera. A primera vista el lugar parecía vacío, pero cuando me dirirgí a una de las alcobas creí
detectar una presencia... un amago de movimiento del otro lado del arco dorado que conducía a otra
habitación, similar a la primera. A medida que me aproximaba a la arcada comencé a percibir la
presencia con más nitidez; y luego, con el primero y último sonido que jamás emití -un aullido
horrendo que me repugnó casi tanto como su morbosa causa-, comtemplé en toda su horrible
intensidad el iconcebible, indescriptible, inenarrable mostruo que, por obra de su mera aprarición,
había convertido una algre reunión en una horda de deliriantes fugitivos.
No puedo siquiera decir aproximadamente a qué se parecía, pues era un compuesto de todo lo que
es impuro, pavoroso, indeseado, anormal y detestable. Era una fantasmagórica sombra de
podredumbre, decrepitud y desolación; la pútrida y viscosa imagen de lo dañino; la atroz desnudez de
algo que la tierra misericordiosa debería ocultar por siempre jamás. Dios sabe que no era de este
mundo -o al menos había dejado de serlo-, y sin embargo, con enorme horror de mi parte, pude ver
en sus rasgos carcomidos, con huesos que se entreveían, una repulsiva y lejana reminisencia de
formas humanas; y en sus enmohecidas y destrozadas ropas, una indecible cualidad que me
estremecía más aún.
Estaba casi paralizado, poro no tanto como para no hacer un débil esfuerzo hacia la salvación: un
tropezón hacia atrás que no pudo romper el hechizo en que me ten ía apresado el monstruo sin voz y
sin nombre. Mis ojos, embrujados por aquellos asqueantes ojos vítreos que los miraba fijamente, se
negaba a cerrarse, si bien el terrible objeto, tras el primer impacto, se veía ahora más confuso. Traté
de levantar la mano y disipar la visión, pero estaba tan anonadado que el brazo no respondió por
entero a mi voluntad. Sin embargo, el intento fue suficiente como para alterar mi equilibrio y,
bamboléandome, di unos pasos hacia adelante para no caer. Al hacerlo adquirí de pronto la
angustiosa noción de la proximidad de la cosa, cuya inmunda respiración tenía casi la impresión de
oír. Poco menos que enloquecido, pude no obstante adelantar una mano para detener a la fétida
imagen, que se acercaba más y más, cuando de pronto, mis dedos tocaron la extremidad putrefacta
que el monstruo extendía por debajo del arco dorado.
No chillé, pero todos los satánicos vampiros que cabalgan en el viento de la noche lo hicieron por mí,
a la vez que dejaron caer en mi mente una avalancha de anonadantes recuerdos.
Supe en ese mismo instante todo lo ocurrido; recordé hasta más allá del terrorífico castillo y sus
árboles; reconocí el edificio en el cual me hallaba; reconocí, lo más terrible, la impía abominación que
se erguía ante mí, mirándome de soslayo mientras apartaba de los suyos mis dedos manchados.
Pero en el cosmos existe el bálsamo además de la amargura, y ese bálsamo es el olvido. En el
supremo horror de ese instante olvidé lo que me había espantado y el estallido del recuerdo se
desvaneció en un caos de reiteradas imágenes. Como entre sueños, salí de aquel edificio fantasmal y
execrado y eché a correr rauda y silenciosamente a la luz de la luna. Cuando retorné al mausoleo de
mármol y descendí los peldaños, encontré que no podía mover la trampa de piedra; pero no lo
lamenté, ya que había llegado a odiar el viejo castillo y sus árboles. Ahora cabalgo junto a los
fantasmas, burlones y cordiales, al viento de la noche, y durante el d ía juego entre las catacumbas de
Nefre-Ka, en el recóndito y desconocido valle de Hadoth, a orillas del Nilo. Sé que la luz no es para
mí, salvo la luz de la luna sobre las tumbas de roca de Neb, como tampoco es para mí la alegría,
salvo las innominadas fiestas de Nitokris bajo la Gran Pirámide; y sin embargo en mi nueva y salvaje
libertad, agradezco casi la amargura de la alienación.
Pues aunque el olvido me ha dado la calma, no por eso ignoro que soy un extranjero; un extraño a
este siglo y a todos los que aún son hombres. Esto es lo que supe desde que extendí mis dedos hacia
esa cosa abominable surgida en aquel gran marco dorado; desde que extend í mis dedos y toqué una
fría e inexorable superficie de pulido espejo.

.

QUE SE PUEDE ENCONTRAR...?

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º

EL MUNDO AVATAR

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