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jueves, 25 de octubre de 2007

EL MONTE DE LAS ANIMAS // BECQUER

Gustavo Adolfo Becquer
El Monte de las Ánimas



La Noche de Difuntos, me despertó a no sé qué hora el doble de las campanas. Su tañido monótono y eterno me trajo a las mientes esta tradición que oí hace poco en Soria.
Intenté dormir de nuevo. ¡Imposible! Una vez aguijoneada la imaginación es un caballo que se desboca y al que no sirve tirarlo de la rienda. Por pasar el rato, me decidí a escribirla, como en efecto lo hice.
A las doce de la mañana, después de almorzar bien, y con un cigarro en la boca, no le hará mucho efecto a los lectores de El Contemporáneo. Yo la oí en el mismo lugar en que acaeció, y la he escrito volviendo algunas veces la cabeza con miedo cuando sentía crujir los cristales de mi balcón, estremecidos por el aire de la noche.
Sea de ello lo que quiera, allá va, como el caballo de copas.

I

—Atad los perros, haced la señal con las trompas para que se reúnan los cazadores y demos la vuelta a la ciudad. La noche se acerca, es día de Todos los Santos y estamos en el Monte de las Animas.
—¡Tan pronto!
—A ser otro día, no dejara yo de concluir con ese rebaño de lobos que las nieves del Moncayo han arrojado de sus madrigueras, pero hoy es imposible. Dentro de poco sonará la oración en los Templarios, y las ánimas de los difuntos comenzarán a tañer su campana en la capilla del monte.
—¡En esa capilla ruinosa! ¡Bah! ¿Quieres asustarme?
—No, hermosa prima. Tú ignoras cuanto sucede en este país, porque aún no hace un año que has venido a él desde muy lejos. Refrena tu yegua, yo también pondré la mía al paso, y mientras dure el camino te contaré esa historia.
Los pajes se reunieron en alegres y bulliciosos grupos. Los condes de Borges y de Alcudiel montaron en sus magníficos caballos, y todos juntos siguieron a sus hijos Beatriz y Alonso, que precedían a la comitiva a bastante distancia. Mientras duraba el camino, Alonso narró en estos términos la prometida historia:—
—Ese monte que hoy llaman de las Animas pertenecía a los Templarios, cuyo convento ves allí, a la margen del río. Los Templarios eran guerreros y religiosos a la vez. Conquistada Soria a los árabes, el rey los hizo venir de lejanas tierras para defender la ciudad por la parte del puente, haciendo en ello notable agravio a sus nobles de Castilla, que así hubieran solos sabido defenderla corno solos la conquistaron. Entre los caballeros de la nueva y poderosa Orden y los hidalgos de la ciudad fermentó por algunos años, y estalló al fin, un odio profundo. Los primeros tenían acotado ese monte, donde reservaban caza abundante para satisfacer sus necesidades y contribuir a sus placeres. Los segundos determinaron organizar una gran batida en el coto, a pesar de las severas prohibiciones de los clérigos con espuelas, como llamaban a sus enemigos. Cundió la voz del reto, y nada fue a parte a detener a los unos en su manía de cazar y a los otros en su empeño de estorbarlo. La proyectada expedición se llevó a cabo. No se acordaron de ella las fieras. Antes la tendrían presente tantas madres como arrastraron sendos lutos por sus hijos. Aquello no fue una cacería. Fue una batalla espantosa: el monte quedó sembrado de cadáveres. Los lobos, a quienes se quiso exterminar, tuvieron un sangriento festín. Por último, intervino la autoridad del rey: el monte, maldita ocasión de tantas desgracias, se declaró abandonado, y la capilla de los religiosos, situada en el mismo monte, y en cuyo atrio se enterraron juntos amigos y enemigos, comenzó a arruinarse. Desde entonces dicen que cuando llega la noche de Difuntos se oye doblar sola la campana de la capilla, y que las ánimas de los muertos, envueltas en jirones de sus sudarios, corren como en una cacería fantástica por entre las breñas y los zarzales. Los ciervos braman espantados, los lobos aúllan, las culebras dan horrorosos silbidos. Y al otro día se han visto impresas en la nieve las huellas de los descarnados pies de los esqueletos. Por eso en Soria lo llamamos el Monte de las Animas, y por eso he querido salir de él antes que cierre la noche.
La relación de Alonso concluyó justamente cuando los dos jóvenes llegaban al extremo del puente que da paso a la ciudad por aquel lado. Allí esperaron al resto de la comitiva, la cual, después de incorporársele los dos jinetes, se perdió por entre las estrechas y oscuras calles de Soria.

II

Los servidores acababan de levantar los manteles; la alta chimenea gótica del palacio de los condes de Alcudiel despedía un vivo resplandor, iluminando algunos grupos de damas y caballeros que alrededor de la lumbre conversaban familiarmente, y el viento azotaba los emplomados vidrios de las ojivas del salón.
Solas dos personas parecían ajenas a la conversación general: Beatriz y Alonso. Beatriz seguía con los ojos, y absorta en un vago pensamiento, los caprichos de la llama. Alonso miraba el reflejo de la hoguera chispear en las azules pupilas de Beatriz.
Ambos guardaban hacía rato un profundo silencio.
Las dueñas referían, a propósito de la noche de Difuntos, cuentos temerosos, en que los espectros y los aparecidos representaban el principal papel; y las campanas de las iglesias de Soria doblaban a lo lejos con un tañido monótono y triste.
—Hermosa prima exclamó, al fin, Alonso, rompiendo el largo silencio en que se encontraban, Pronto vamos a separarnos, tal vez para siempre; las áridas llanuras de Castilla, sus costumbres toscas y guerreras, sus hábitos sencillos y patriarcales, sé que no te gustan; te he oído suspirar varias veces, acaso por algún galán de tu lejano señorío.
Beatriz hizo un gesto de fría indiferencia: todo un carácter de mujer se reveló en aquella desdeñosa contracción de sus delgados labios.
—Tal vez por la pompa de la Corte francesa, donde hasta aquí has vivido se apresuró a añadir el joven. De un modo o de otro, presiento que no tardaré en perderte... Al separarnos, quisiera que llevases una memoria mía... ¿Te acuerdas cuando fuimos al templo a dar gracias a Dios por haberte devuelto la salud que viniste a buscar a esta tierra? El joyel que sujetaba la pluma de mi gorra cautivó tu atención. ¡Qué hermoso estaría sujetando un velo sobre tu oscura cabellera! Ya ha prendido el de una desposada; mi padre se lo regaló a la que me dio el ser, y ella lo llevó al altar... ¿Lo quieres?
—No sé en el tuyo contestó la hermosa, pero en mi país una prenda recibida compromete una voluntad. Sólo en un día de ceremonia debe aceptarse un presente de manos de un deudo..., que aún puede ir a Roma sin volver con las manos vacías.
El acento helado con que Beatriz pronunció estas palabras turbó un momento al joven que, después de serenarse, dijo con tristeza:
—Lo sé, prima; pero hoy se celebran Todos los Santos y el tuyo entre todos; hoy es día de ceremonias y presentes. ¿Quieres aceptar el mío?
Beatriz se mordió ligeramente los labios y extendió la mano para tomar la joya, sin añadir una palabra.
Los dos jóvenes volvieron a quedarse en silencio, y volvióse a oír la cascada voz de las viejas que hablaban de brujas y de trasgos, y el zumbido del aire que hacía crujir los vidrios de las ojivas, y el triste y monótono doblar de las campanas.
Al cabo de algunos minutos, el interrumpido diálogo tornó a reanudarse de este modo:
—Y antes que concluya el día de Todos los Santos en que así como el tuyo se celebra el mío, y puedes, sin atar tu voluntad, dejarme un recuerdo, ¿no lo harás? —dijo él, clavando una mirada en la de su prima, que brilló como un relámpago, iluminada por un pensamiento diabólico:
—¿Por qué no? —exclamó ésta, llevándose la mano al hombro derecho, como para buscar alguna cosa entre los pliegues de su ancha manga de terciopelo bordado de oro, y después, con una infantil expresión de sentimiento, añadió:
—¿Te acuerdas de la banda azul que llevé hoy a la cacería, y que no sé qué emblema de su color me dijiste que era la divisa de tu alma?
—Si.
—¡Pues... se ha perdido! Se ha perdido, y pensaba dejártela como un recuerdo.
—¡Se ha perdido! ¿Y dónde? —preguntó Alonso, incorporándose de su asiento y con una indescriptible expresión de temor y esperanza.
—No sé... En el monte acaso.
—¡En el Monte de las Animas! —murmuró, palideciendo y dejándose caer sobre el sitial. ¡En el Monte de las Animas! —luego prosiguió, con voz entrecortada y sorda—: Tú lo sabes, porque lo habrás oído mil veces. En la ciudad, en toda Castilla, me llaman el rey de los cazadores. No habiendo aún podido probar mis fuerzas en los combates, como mis ascendientes, he llevado a esta diversión, imagen de la guerra, todos los bríos de mi juventud, todo el ardor hereditario de mi raza. La alfombra que pisan tus pies son despojos de fieras que he muerto por mi mano. Yo conozco sus guaridas y sus costumbres, y he combatido con ellas de día y de noche, a pie y a caballo, solo y en batida, y nadie dirá que me ha visto huir el peligro en ninguna ocasión. Otra noche volaría por esa banda, y volaría gozoso como a una fiesta; y, sin embargo, esta noche..., ¿a qué ocultártelo?, tengo miedo. ¿Oyes? Las campanas doblan, la oración ha sonado en San Juan del Duero, las ánimas del monte comenzarán ahora a levantar sus amarillentos cráneos de entre las malezas que cubren sus fosas... ¡Las ánimas!, cuya sola vista puede helar de terror la sangre del más valiente, tornar sus cabellos blancos o arrebatarlo en el torbellino de su fantástica carrera como una hoja que arrastra el viento sin que se sepa adónde.
Mientras el joven hablaba, una sonrisa imperceptible se dibujó en los labios de Beatriz, que, cuando hubo concluido, exclamó en un tono indiferente y mientras atizaba el fuego del hogar, donde saltaba y crujía la leña, arrojando chispas de mil colores.
—¡Oh! Eso, de ningún modo. ¡Qué locura! ¡Ir ahora al monte por semejante friolera! ¡Una noche tan oscura, noche de Difuntos y cuajado el camino de lobos!
Al decir esta última frase la recargó de un modo tan especial, que Alonso no pudo menos de comprender toda su amarga ironía; movido como por un resorte se puso en pie, se pasó la mano por la frente, como para arrancarse el miedo que estaba en su cabeza y no en su corazón, y con voz firme exclamó, dirigiéndose a la hermosa, que estaba aún inclinada sobre el hogar, entreteniéndose en revolver el fuego:
—Adiós, Beatriz, adiós, Hasta pronto.
—¡Alonso, Alonso! —dijo ésta, volviéndose con rapidez; pero cuando quiso o aparentó querer detenerlo, el joven había desaparecido.
A los pocos minutos se oyó el rumor de un caballo que se alejaba al galope. La hermosa, con una radiante expresión de orgullo satisfecho que coloreó sus mejillas, prestó oído a aquel rumor que se debilitaba, que se perdía, que se desvaneció por último.
Las viejas, en tanto, continuaban en sus cuentos de ánimas aparecidas; el aire zumbaba en los vidrios del balcón, y las campanas de la ciudad doblaban a lo lejos.

III

Había asado una hora, dos, tres; la medianoche estaba a punto de sonar, cuando Beatriz se retiró a su oratorio. Alonso no volvía, no volvía, y, a querer, en menos de una hora pudiera haberlo hecho.
—¡Habrá tenido miedo! —exclamó la joven, cerrando su libro de oraciones y encaminándose a su lecho, después de haber intentado inútilmente murmurar algunos de los rezos que la Iglesia consagra en el día de Difuntos a los que ya no existen.
Después de haber apagado la lámpara y cruzado las dobles cortinas de seda, se durmió; se durmió con un sueño inquieto, ligero, nervioso.
Las doce sonaron en el reloj del Postigo. Beatriz oyó entre sueños las vibraciones de las campanas, lentas, sordas, tristísimas, y entreabrió los ojos. Creía haber oído, a par de ellas, pronunciar su nombre; pero lejos, muy lejos, y por una voz ahogada y doliente. El viento gemía en los vidrios de la ventana.
—Será el viento —dijo—, y poniéndose la mano sobre su corazón procuró tranquilizarse.
Pero su corazón latía cada vez con más violencia, las puertas de alerce del oratorio habían crujido sobre sus goznes con chirrido agudo, prolongado y estridente.
Primero unas y luego las otras más cercanas, todas las puertas que daban paso a su habitación iban sonando por su orden; éstas con un ruido sordo y grave, y aquellas con un lamento largo y crispador. Después, un silencio; un silencio lleno de rumores extraños, el silencio de la medianoche; lejanos ladridos de perros, voces confusas, palabras ininteligibles; ecos de pasos que van y vienen, crujir de ropas que arrastran, suspiros que se ahogan, respiraciones fatigosas, que casi se siente, estremecimientos involuntarios que anuncian la presencia de algo que no se ve y cuya aproximación se nota, no obstante, en la oscuridad.
Beatriz, inmóvil, temblorosa, adelantó la cabeza fuera de las cortinas y escuchó un momento. Oía mil ruidos diversos; se pasaba la mano por la frente, tornaba a escuchar; nada, silencio.
Veía, con esa fosforescencia de la pupila en las crisis nerviosas, como bultos que se movían en todas las direcciones, y cuando dilatándolas las fijaba en un punto, nada; oscuridad de las sombras impenetrables.
—¡Bah! —exclamó, volviendo a recostar su hermosa cabeza sobre la almohada de raso azul del lecho. ¿Soy yo tan miedosa como esas pobres gentes cuyo corazón palpita de terror bajo una armadura al oír una conseja de aparecidos?
Y cerrando los ojos, intentó dormir...: pero en vano había hecho un esfuerzo sobre sí misma. Pronto volvió a incorporarse, más pálida, más inquieta, más aterrada. Ya no era una ilusión: las colgaduras de brocado de la puerta habían rozado al separarse, y unas pisadas lentas sonaban sobre la alfombra; el rumor de aquellas pisadas era sordo, casi imperceptible, pero continuado, y a su compás se oía crujir una cosa como madera o hueso. Y se acercaban, se acercaban, y se movió el reclinatorio que estaba a la orilla de su lecho. Beatriz lanzó un grito agudo, y rebujándose en la ropa que la cubría, escondió la cabeza y contuvo el aliento.
El aire azotaba los vidrios del balcón; el agua de la fuente lejana caía y caía con un rumor eterno y monótono; los ladridos de los perros se dilataban en las ráfagas de aire, y las campanas de la ciudad de Soria, unas cerca, y otras distantes, doblaban tristemente por las ánimas de los difuntos.
Así pasó una hora, dos, la noche, un siglo, porque la noche aquella pareció eterna a Beatriz. Al fin, despuntó la aurora. Vuelta de su temor entreabrió los ojos a los primeros rayos de la luz. Después de una noche de insomnio y de terrores, ¡es tan hermosa la luz clara y blanca del día! Separó las cortinas de seda del lecho, tendió una mirada serena a su alrededor, y ya se disponía a reírse de sus temores pasados, cuando de repente un sudor frío cubrió su cuerpo, sus ojos se desencajaron y una palidez mortal descoloró sus mejillas: sobre el reclinatorio había visto, sangrienta y desgarrada, la banda azul que fue a buscar Alonso.
Cuando sus servidores llegaron, despavoridos, a notificarle la muerte del primogénito de Alcudiel, que por la mañana había aparecido devorado por los lobos entre las malezas del Monte de las Animas, la encontraron inmóvil; asida con ambas manos a una de las columnas de ébano del lecho, desencajados los ojos, entreabierta la boca, blancos los labios, rígidos los miembros, muerta, ¡muerta de horror!

IV

Dicen que después de acaecido este suceso, un cazador extraviado que pasó la noche de Difuntos sin poder salir del Monte de las Animas, y que al otro día, antes de morir, pudo contar lo que viera, refirió cosas terribles. Entre otras, se asegura que vio a los esqueletos de los antiguos Templarios y de los nobles de Soria enterrados en el atrio de la capilla levantarse al punto de la oración con un estrépito horrible, y, caballeros sobre osamentas de corceles, perseguir como a una fiera a una mujer hermosa y pálida y desmelenada que, con los pies desnudos y sangrientos, y arrojando gritos de horror, daba vueltas alrededor de la tumba de Alonso.

martes, 23 de octubre de 2007

NOTA: . LEER CON LETRAS OSCURAS

EN REALIDAD, ESTO ES UN FALLO MIO, EL QUE HACE EL BLOG, ES UNA SOLA PERSONA, Y LA HISTORIA, ES QUE NO TENGO UN BLOG SOLO, SINO UNOS 15 (HE TENIDO MAS, Y HAY ALGUNO, QUE ESTA POR AHY, Y NO SE DONDE, JJAJAJAJAJAJA.)
BUENO, AL TEMA, MUCHAS VECES CUANDO SUBO COSAS, NO ME ACUERDO A LO MEJOR DEL COLOR DEL FONDO, O QUE DETERMINADOS COLORES, NO SE VEN BIEN; EL TRUCO PARA LEERLO, ES "CON EL BOTON DERECHO DEL RATON, ABRES EL MENU CONTEXTUAL, Y LE DAS A "SELECCIONAR TODO...", COMO SI FUERAS A COPIARLO, Y SE ENCENDERA TODO EL ARTICULO" ; "OTRA MANERA, ES LO MISMO, PERO SIN ELEGIR TODO, IR MARCANDO ZONAS, QUE VALLAS A LEER A CONTINUACION, COMO SI FUERAS A COPIARLAS CON EL RATON, Y SE IRA ENCENDIENDO PARTE A PARTE, ESTA ES LA MANERA QUE USO YO, CUANDO ME ENCUENTRO UNA PAGINA ASI; Y LO DICHO, OS VUELVO A PEDRIR DISCULPAS, ATENTAMENTE, SNAKE // ARKAIKO

Arthur C. Clarke // LOS NUEVE MILLONES DE NOMBRES DE DIOS

Los Nueve Mil Millones De Nombres De Dios
Arthur C. Clarke



-Esta es una petición un tanto desacostumbrada- dijo el doctor Wagner, con lo que
esperaba podría ser un comentario plausible-. Que yo recuerde, es la primera vez
que alguien ha pedido un ordenador de secuencia automática para un monasterio
tibetano. No me gustaría mostrarme inquisitivo, pero me cuesta pensar que en
su... hum... establecimiento haya aplicaciones para semejante máquina. ¿Podría
explicarme que intentan hacer con ella?
-Con mucho gusto- contestó el lama, arreglándose la túnica de seda y dejando
cuidadosamente a un lado la regla de cálculo que había usado para efectuar la
equivalencia entre las monedas-. Su ordenador Mark V puede efectuar cualquier
operación matemática rutinaria que incluya hasta diez cifras. Sin embargo, para
nuestro trabajo estamos interesados en letras, no en números. Cuando hayan sido
modificados los circuitos de producción, la maquina imprimirá palabras, no
columnas de cifras.
-No acabo de comprender...
-Es un proyecto en el que hemos estado trabajando durante los últimos tres siglos;
de hecho, desde que se fundó el lamaísmo. Es algo extraño para su modo de
pensar, así que espero que me escuche con mentalidad abierta mientras se lo
explico.
-Naturalmente.
-En realidad, es sencillísimo. Hemos estado recopilando una lista que contendrá
todos los posibles nombres de Dios.
-¿Qué quiere decir?
-Tenemos motivos para creer- continuó el lama, imperturbable- que todos esos
nombres se pueden escribir con no más de nueve letras en un alfabeto que hemos
ideado.
-¿Y han estado haciendo esto durante tres siglos?
-Sí; suponíamos que nos costaría alrededor de quince mil años completar el
trabajo.
-Oh- exclamó el doctor Wagner, con expresión un tanto aturdida-. Ahora
comprendo por qué han querido alquilar una de nuestras maquinas. ¿Pero cuál es
exactamente la finalidad de este proyecto?
El lama vaciló durante una fracción de segundo y Wagner se preguntó si lo había
ofendido. En todo caso, no hubo huella alguna de enojo en la respuesta.
-Llámelo ritual, si quiere, pero es una parte fundamental de nuestras creencias.
Los numerosos nombres del Ser Supremo que existen: Dios, Jehová, Alá,
etcétera, sólo son etiquetas hechas por los hombres. Esto encierra un problema
filosófico de cierta dificultad, que no me propongo discutir, pero en algún lugar
entre todas las posibles combinaciones de letras que se pueden hacer están los
que se podrían llamar verdaderos nombres de Dios. Mediante una permutación
sistemática de las letras, hemos intentado elaborar una lista con todos esos
posibles nombres.
-Comprendo. Han empezado con AAAAAAA... y han continuado hasta ZZZZZZZ...
-Exactamente, aunque nosotros utilizamos un alfabeto especial propio.
Modificando los tipos electromagnéticos de las letras, se arregla todo, y esto es
muy fácil de hacer. Un problema bastante más interesante es el de diseñar
circuitos para eliminar combinaciones ridículas. Por ejemplo, ninguna letra debe
figurar mas de tres veces consecutivas.
-¿Tres? Seguramente quiere usted decir dos.
-Tres es lo correcto. Temo que me ocuparía demasiado tiempo explicar por qué,
aun cuando usted entendiera nuestro lenguaje.
-Estoy seguro de ello- dijo Wagner, apresuradanente- Siga.
-Por suerte, será cosa sencilla adaptar su ordenador de secuencia automática a
ese trabajo, puesto que, una vez ha sido programado adecuadamente, permutará
cada letra por turno e imprimirá el resultado. Lo que nos hubiera costado quince
mil años se podrá hacer en cien días.
El doctor Wagner apenas oía los débiles ruidos de las calles de Manhattan,
situadas muy por debajo. Estaba en un mundo diferente, un mundo de montañas
naturales, no construidas por el hombre. En las remotas alturas de su lejano país,
aquellos monjes habían trabajado con paciencia, generación tras generación,
llenando sus listas de palabras sin significado. ¿Había algún limite a las locuras de
la humanidad? No obstante, no debía insinuar siquiera sus pensamientos. El
cliente siempre tenia razón...
-No hay duda- replicó el doctor- de que podemos modificar el Mark V para que
imprima listas de este tipo. Pero el problema de la instalación y el mantenimiento
ya me preocupa más. Llegar al Tíbet en los tiempos actuales no va a ser fácil.
-Nosotros nos encargaremos de eso. Los componentes son lo bastante pequeños
para poder transportarse en avión. Este es uno de los motivos de haber elegido su
máquina. Si usted la puede hacer llegar a la India, nosotros proporcionaremos el
transporte desde allí.
-¿Y quieren contratar a dos de nuestros ingenieros?
-Sí, para los tres meses que se supone ha de durar el proyecto.
-No dudo de que nuestra sección de personal les proporcionará las personas
idóneas.- El doctor Wagner hizo una anotación en la libreta que tenía sobre la
mesa- hay otras dos cuestiones... -Antes de que pudiese terminar la frase, el lama
sacó una pequeña hoja de papel.
-Esto es el saldo de mi cuenta del Banco Asiático.
-Gracias. Parece ser... hum... adecuado. La segunda cuestión es tan trivial que
vacilo en mencionarla... pero es sorprendente la frecuencia con que lo obvio se
pasa por alto. ¿Qué fuente de energía eléctrica tiene ustedes?
-Un generador diesel que proporciona cincuenta kilovatios a ciento diez voltios.
Fue instalado hace unos cinco años y funciona muy bien. Hace la vida en el
monasterio mucho más cómoda, pero, desde luego, en realidad fue instalado para
proporcionar energía a los altavoces que emiten las plegarias.
Desde luego - admitió el doctor Wagner-. Debía haberlo imaginado.
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La vista desde el parapeto era vertiginosa, pero con el tiempo uno se acostumbra
a todo. Después de tres meses, George Hanley no se impresionaba por los dos
mil pies de profundidad del abismo, ni por la visión remota de los campos del valle
semejantes a cuadros de un tablero de ajedrez. Estaba apoyado contra las piedras
pulidas por el viento y contemplaba con displicencia las distintas montañas, cuyos
nombres nunca se había preocupado de averiguar.
Aquello, pensaba George, era la cosa más loca que le había ocurrido jamas. El
"Proyecto Shangri-La", como alguien lo había bautizado en los lejanos
laboratorios. Desde hacía ya semanas, el Mark V estaba produciendo acres de
hojas de papel cubiertas de galimatías.
Pacientemente, inexorablemente, el ordenador había ido disponiendo letras en
todas sus posibles combinaciones, agotando cada clase antes de empezar con la
siguiente. Cuando las hojas salían de las maquinas de escribir electromaticas, los
monjes las recortaban cuidadosamente y las pegaban a unos libros enormes. Una
semana más y, con la ayuda del cielo, habrían terminado. George no sabía qué
oscuros cálculos habían convencido a los monjes de que no necesitaban
preocuparse por las palabras de diez, veinte o cien letras.
Uno de sus habituales quebraderos de cabeza era que se produjese algún cambio
de plan y que el gran lama (a quien ellos llamaban Sam Jaffe, aunque no se le
parecía en absoluto) anunciase de pronto que el proyecto se extendería
aproximadamente hasta el año 2060 de la Era Cristiana. Eran capaces de una
cosa así.
George oyó que la pesada puerta de madera se cerraba de golpe con el viento al
tiempo que Chuck entraba en el parapeto y se situaba a su lado. Como de
costumbre, Chuck iba fumando uno de los cigarros puros que le habían hecho tan
popular entre los monjes, que, al parecer, estaban completamente dispuestos a
adoptar todos los menores y gran parte de los mayores placeres de la vida. Esto
era una cosa a su favor: podían estar locos, pero no eran tontos. Aquellas
frecuentes excursiones que realizaban a la aldea de abajo, por ejemplo...
-Escucha, George -dijo Chuck, con urgencia-. He sabido algo que puede significar
un disgusto.
-¿Qué sucede? ¿No funciona bien la maquina? -ésta era la peor contingencia que
George podía imaginar. Era algo que podría retrasar el regreso, y no había nada
más horrible. Tal como se sentía él ahora, la simple visión de un anuncio de
televisión le parecería maná caído del cielo. Por lo menos, representaría un
vinculo con su tierra.
-No, no es nada de eso. -Chuck se instaló en el parapeto, lo cual era inhabitual en
él, porque normalmente le daba miedo el abismo-. Acabo de descubrir cuál es el
motivo de todo esto.
-¿Qué quieres decir? Yo pensaba que lo sabíamos.
-Cierto, sabíamos lo que los monjes están intentando hacer. Pero no sabíamos por
qué. Es la cosa más loca...
-Eso ya lo tengo muy oído -gruñó George.
-...pero el viejo me acaba de hablar con claridad. Sabes que acude cada tarde
para ver cómo van saliendo las hojas. Pues bien, esta vez parecía bastante
excitado o, por lo menos, más de lo que suele estarlo normalmente. Cuando le dije
que estábamos en el ultimo ciclo me preguntó, en ese acento inglés tan fino que
tiene, si yo había pensado alguna vez en lo que intentaban hacer. Yo dije que me
gustaría saberlo... y entonces me lo explicó.
-Sigue; voy captando.
-El caso es que ellos creen que cuando hayan hecho la lista de todos los nombres,
y admiten que hay unos nueve mil millones, Dios habrá alcanzado su objetivo. La
raza humana habrá acabado aquello para lo cual fue creada y no tendrá sentido
alguno continuar. Desde luego, la idea misma es algo así como una blasfemia.
-¿Entonces que esperan que hagamos? ¿Suicidarnos?
-No hay ninguna necesidad de esto. Cuando la lista esté completa, Dios se pone
en acción, acaba con todas las cosas y... ¡Listos!
-Oh, ya comprendo. Cuando terminemos nuestro trabajo, tendrá lugar el fin del
mundo.
Chuck dejo escapar una risita nerviosa.
-Esto es exactamente lo que le dije a Sam. ¿Y sabes que ocurrió? Me miró de un
modo muy raro, como si yo hubiese cometido alguna estupidez en la clase, y dijo:
"No se trata de nada tan trivial como eso".
George estuvo pensando durante unos momentos.
-Esto es lo que yo llamo una visión amplia del asunto -dijo después-. ¿Pero qué
supones que deberíamos hacer al respecto? No veo que ello signifique la más
mínima diferencia para nosotros. Al fin y al cabo, ya sabíamos que estaban locos.
-Sí... pero ¿no te das cuenta de lo que puede pasar? Cuando la lista esté acabada
y la traca final no estalle -o no ocurra lo que ellos esperan, sea lo que sea-, nos
pueden culpar a nosotros del fracaso. Es nuestra máquina la que han estado
usando. Esta situación no me gusta ni pizca.
-Comprendo - dijo George, lentamente-. Has dicho algo de interés. Pero ese tipo
de cosas han ocurrido otras veces. Cuando yo era un chiquillo, allá en Louisiana,
teníamos un predicador chiflado que una vez dijo que el fin del mundo llegaría el
domingo siguiente. Centenares de personas lo creyeron y algunas hasta vendieron
sus casas. Sin embargo, cuando nada sucedió, no se pusieron furiosos, como se
hubiera podido esperar. Simplemente, decidieron que el predicador había
cometido un error en sus cálculos y siguieron creyendo. Me parece que algunos
de ellos creen todavía.
-Bueno, pero esto no es Louisiana, por si aún no te habías dado cuenta. Nosotros
no somos más que dos y monjes los hay a centenares aquí. Yo les tengo aprecio;
y sentiré pena por el viejo Sam cuando vea su gran fracaso. Pero, de todos
modos, me gustaría estar en otro sitio.
-Esto lo he estado deseando yo durante semanas. Pero no podemos hacer nada
hasta que el contrato haya terminado y lleguen los transportes aéreos para
llevarnos lejos. Claro que - dijo Chuck, pensativamente - siempre podríamos
probar con un ligero sabotaje.
-Y un cuerno podríamos. Eso empeoraría las cosas.
Lo que yo he querido decir, no. Míralo así. Funcionando las veinticuatro horas del
día, tal como lo está haciendo, la máquina terminará su trabajo dentro de cuatro
días a partir de hoy. El transporte llegará dentro de una semana. Pues bien, todo
lo que necesitamos hacer es encontrar algo que tenga que ser reparado cuando
hagamos una revisión; algo que interrumpa el trabajo durante un par de días. Lo
arreglaremos, desde luego, pero no demasiado aprisa. Si calculamos bien el
tiempo, podremos estar en el aeródromo cuando el último nombre quede impreso
en el registro. Para entonces ya no nos podrán coger.
-No me gusta la idea -dijo George-. Sería la primera vez que he abandonado un
trabajo. Además, les haría sospechar. No, me quedare y aceptare lo que venga.
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-Sigue sin gustarme -dijo, siete días mas tarde, mientras los pequeños pero
resistentes caballitos de montaña les llevaban hacia abajo por la serpenteante
carretera-. Y no pienses que huyo porque tengo miedo. Lo que pasa es que siento
pena por esos infelices y no quiero estar junto a ellos cuando se den cuenta de lo
tontos que han sido. Me pregunto como se lo va a tomar Sam.
-Es curioso -replicó Chuck-, pero cuando le dije adiós tuve la sensación de que
sabía que nos marchábamos de su lado y que no le importaba porque sabía
también que la máquina funcionaba bien y que el trabajo quedaría muy pronto
acabado. Después de eso... claro que, para él, ya no hay ningún después...
George se volvió en la silla y miró hacia atrás, sendero arriba. Era el último sitio
desde donde se podía contemplar con claridad el monasterio. La silueta de los
achaparrados y angulares edificios se recortaba contra el cielo crepuscular: aquí y
allá se veían luces que resplandecían como las portillas del costado de un
transatlántico. Luces eléctricas, desde luego, compartiendo el mismo circuito que
el Mark V. ¿Cuánto tiempo lo seguirían compartiendo?, se preguntó George.
¿Destrozarían los monjes el ordenador, llevados por el furor y la desesperación?
¿O se limitarían a quedarse tranquilos y empezarían de nuevo todos sus cálculos?
Sabía exactamente lo que estaba pasando en lo alto de la montaña en aquel
mismo momento. El gran lama y sus ayudantes estarían sentados, vestidos con
sus túnicas de seda e inspeccionando las hojas de papel mientras los monjes
principiantes las sacaban de las maquinas de escribir y las pegaban a los grandes
volúmenes. Nadie diría una palabra. El único ruido sería el incesante golpear de
las letras sobre el papel, porque el Mark V era de por sí completamente silencioso
mientras efectuaba sus millares de cálculos por segundo. Tres meses así, penso
George, eran ya como para subirse por las paredes.
-¡Allí esta! -gritó Chuck, señalando abajo hacia el valle-. ¿Verdad que es
hermoso?
Ciertamente, lo era, pensó George. El viejo y abollado DC3 estaba en el final de la
pista, como una menuda cruz de plata. Dentro de dos horas los estaría llevando
hacia la libertad y la sensatez. Era algo así como saborear un licor de calidad.
George dejó que el pensamiento le llenase la mente, mientras el caballito
avanzaba pacientemente pendiente abajo.
La rápida noche de las alturas del Himalaya casi se les echaba encima.
Afortunadamente, el camino era muy bueno, como la mayoría de los de la región,
y ellos iban equipados con linternas. No había el más ligero peligro: sólo cierta
incomodidad causada por el intenso frío. El cielo estaba perfectamente despejado
e iluminado por las familiares y amistosas estrellas. Por lo menos, pensó George,
no habría riesgo de que el piloto no pudiese despegar a causa de las condiciones
del tiempo. Esta había sido su ultima preocupación.
Se puso a cantar, pero lo dejó al cabo de poco. El vasto escenario de las
montañas, brillando por todas partes como fantasmas blancuzcos encapuchados,
no animaba a esta expansión. De pronto, George consultó su reloj.
-Estaremos allí dentro de una hora -dijo, volviéndose hacia Chuck. Después,
pensando en otra cosa, añadió-: Me pregunto si el ordenador habrá terminado su
trabajo. Estaba calculado para esta hora.
Chuck no contesto, así que George se volvió completamente hacia él. Pudo ver la
cara de Chuck; era un ovalo blanco vuelto hacia el cielo.
-Mira - susurro Chuck; George alzó la vista hacia el espacio.
Siempre hay una ultima vez para todo. Arriba, sin ninguna conmoción, las estrellas
se estaban apagando.

martes, 16 de octubre de 2007

LA ELOCUENCIA DE LOS FANTASMAS // AMBROSE BIERCE

AMBROSE BIERCE

LA ELOCUENCIA DE LOS FANTASMAS






Testigo de un ahorcamiento

Un anciano llamado Daniel Baker, que vivía cerca de Lebanon (Iowa), fue acusado por sus vecinos de asesi­nar a un vendedor ambulante al que había permitido pernoctar en su casa. Esto ocurrió en 1853, cuando la venta ambulante era mucho más usual que ahora en el Oeste y realizarla implicaba un peligro considerable. Los buhoneros, con sus fardos al hombro, recorrían el país por caminos desiertos y se veían obligados a buscar la hospitalidad de los granjeros. De esta forma entra­ban en contacto con extraños personajes, algunos de los cuales no tenían el menor escrúpulo a la hora de ganarse la vida por medios que consideraban acepta­bles, como por ejemplo el asesinato. De vez en cuando se oía contar que uno de esos vendedores había llegado a casa de un tipo violento con su hato vacío y su bolsa llena y nadie había vuelto a saber más de él. Eso fue lo que ocurrió en el caso del «viejo Baker», como todos le llamaban (en los poblados del Oeste sólo se da tal apelativo a los ancianos a los que, al ser rechazados socialmente, se les echa en cara la edad): un buhonero llegó a su casa y no volvió a salir.
Siete años más tarde, el reverendo Cummings, sa­cerdote baptista conocido en la región, iba una noche con su carreta por los alrededores de la granja de Baker. No era noche cerrada, pues por encima del velo de niebla que cubría el terreno se podía ver la luna. El reverendo, tan alegre como siempre, iba silbando una canción que de cuando en cuando interrumpía para dirigir unas palabras de aliento a su caballo. Al llegar a un pequeño puente sobre una rambla vio una figura humana claramente perfilada contra el fondo gris del bosque brumoso. Sin duda era un buhonero, pues llevaba algo a la espalda y empuñaba una gruesa vara. Parecía abstraído, como si estuviera sonámbulo. El reverendo detuvo la carreta al pasar a su lado y, con un amable saludo, le invitó a subir, «si es que vamos en la misma dirección», añadió. El individuo levantó la cabeza y le miró a la cara, pero siguió inmóvil y en silencio. El señor Cummings, con su característica insistencia, repitió la invitación. Entonces la figura señaló con su mano derecha en dirección a la parte inferior del puente. El reverendo echó una mirada y, como no veía nada especial, fue a dirigirse de nuevo al buhonero: pero el buhonero había desaparecido. El caballo, que hasta entonces se había mantenido sor­prendentemente tranquilo, soltó un relincho y salió despavorido. Cuando el señor Cummings quiso ha­cerse con él, ya estaban en lo alto de una colina, a cien yardas del puente. Al mirar hacia él volvió a ver la figura, en el mismo sitio y con la misma actitud que la primera vez. Entonces, consciente de que algo so­brenatural estaba ocurriendo se dirigió hacia su casa a toda brida.
Al llegar contó a su familia lo ocurrido y a la mañana siguiente, muy temprano, volvió al lugar acompañado por dos vecinos, John White Corwell y Abner Raiser. El cuerpo del viejo Baker colgaba por el cuello de uno de los travesaños del puente, justo debajo del lugar en el que el reverendo había visto la aparición. Una gruesa capa de polvo, húmeda a causa de la niebla, cubría el suelo, pero las únicas huellas apreciables eran las del caballo.
Al descolgar el cadáver, los hombres removieron con sus pisadas el terreno blando y movedizo y descu­brieron unos restos humanos que, debido a la acción del agua y de la escarcha, estaban ya casi a la vista. Fueron identificados como los del buhonero desapa­recido. En la doble investigación que se llevó a cabo, el juez dictaminó que Daniel Baker se había quitado la vida en un momento de enajenación y que Samuel Moritz había sido asesinado por alguien cuya identi­dad se desconocía.


Un saludo frío

Éste es el relato que el difunto Benson Foley de San Francisco contó:
«En el verano de 1881 conocí a un tipo de Franklin (Tennessee) llamado James H. Conway. Había venido a San Francisco en busca de un clima saludable (¡pobre iluso!) y traía una carta de presentación del señor Lawrence Barting, al que yo había conocido durante la guerra civil. En aquella época el señor Barting era capitán del ejército federal; al acabar la guerra se estableció en Franklin y, con el tiempo, se convirtió en un abogado de prestigio. Siempre me pareció un hombre sincero y honrado, y la cordial amistad que expresaba en su carta por el señor Conway fue para mí prueba suficiente de que éste merecía mi estima y confianza. Una noche, mientras cenábamos, Conway me contó que Barring y él habían acordado solemne­mente que el primero que muriera intentaría comuni­carse con el otro desde el más allá; la manera de hacerlo había quedado a la elección del difunto (lo que me pareció muy sensato) y en función de las oportunida­des que las nuevas circunstancias le ofrecieran.
» Unas semanas después de esta conversación me encontré con el señor Conway que, con aspecto abs­traído, como si fuera pensando en algo, bajaba por la calle Montgomery. Me saludó fríamente con un ligero movimiento de la mano y continuó su camino, deján­dome plantado en medio de la acera en actitud de estrecharle la mano. Naturalmente, me sorprendí y me sentí ofendido. Al día siguiente me lo volví a encontrar en la recepción del Hotel Palace y como vi que iba a repetir la desagradable escena del día anterior, le blo­queé el paso en el quicio de la puerta y con un saludo amigable le pedí una explicación sobre la alteración de sus modales. Después de un momento de duda, me miró con franqueza y me dijo:
» -No creo, señor Foley, que tenga ya ningún derecho a su amistad, pues parece que el señor Barring me ha retirado la suya. Le aseguro que no sé por qué razón. Si aún no le ha informado, no creo que tarde.
» -No he tenido noticia alguna del señor Barting -repliqué.
» -¡Noticias! -repitió con aparente sorpresa-. Pero si está aquí. Me lo encontré ayer, diez minutos antes de cruzarme con usted. Por eso le saludé exactamente del mismo modo que él lo había hecho. Hace menos de media hora que me lo he vuelto a encontrar y su gesto ha sido el mismo: una simple inclinación de cabeza y se acabó. Gracias por su amabilidad señor Foley. Buenos días, o mejor dicho, adiós.
» El comportamiento del señor Conway me pareció de una delicadeza y consideración singulares.
» Como las situaciones dramáticas y sus efectos literarios no son mi cometido, he de decir que el señor Barring había muerto. Su fallecimiento se había pro­ducido cuatro días antes de mi conversación con el señor Conway. Decidí visitarle e informarle de la desaparición de nuestro común amigo, mostrándole la carta que así lo comunicaba. Le afectó de tal modo que resultaba imposible dudar de sus sentimientos.
» -Parece increíble -dijo, tras un momento de reflexión-. Debí confundir a otra persona con Barring y aquel frío gesto no pudo ser otra cosa que la contes­tación que un desconocido hacía a mi saludo. A decir verdad, recuerdo que aquel individuo, a diferencia de Barring, no llevaba bigote.
» -Sin duda era otro hombre -asentí-, y no volvimos a mencionar el asunto. Pero yo guardaba en el bolsillo una fotografia de Barring que su viuda me había envia­do en la carta: había sido tomada una semana antes de su muerte y en ella Barring no llevaba bigote.


Un telegrama

En el verano de 1896 el señor William Holt, un industrial rico de Chicago, estaba pasando una tem­porada en una pequeña ciudad en el centro del estado de Nueva York, cuyo nombre no recuerdo. Holt había tenido «problemas conyugales» que habían conducido a su separación un año antes. Si aquello fue algo más serio que «incompatibilidad de caracteres», él es el unico que lo sabe, pues no es hombre al que le guste hacer confidencias. Sin embargo, sí contó el incidente aquí registrado al menos a una persona, sin exigirle compromiso de silencio alguno. El señor Holt reside actualmente en Europa.
Una tarde salió de casa de su hermano, en donde estaba residiendo, con la intención de dar un paseo por el campo. Hay que suponer (cualquiera que sea el valor de la suposición en relación con lo que se dice que ocurrió) que su mente debía estar ocupada en reflexio­nes sobre su infelicidad conyugal y los cambios que ello había producido en su vida. De cualquier modo, fueran cuales fueran sus pensamientos, estaba tan absorto en ellos que no reparó en el paso del tiempo ni en la dirección que llevaban sus pasos: sólo sabía que había traspasado los límites de la ciudad y que se encontraba en alguna comarca siguiendo una carretera que no se parecía en nada a la que había tomado al salir de la ciudad. En resumen, se había perdido.
Al darse cuenta de la situación, sonrió: el centro del estado de Nueva York no es una región peligrosa ni tampoco una zona por la que se pueda andar extravia­do mucho tiempo. Dio media vuelta y volvió por donde había venido. Al cabo de un rato observó que el paisaje se tornaba más nítido, más reluciente. Todo parecía cubierto por un suave resplandor rojizo que hacía que su sombra se proyectara delante de él, sobre la carretera. «La luna está saliendo», se dijo. Entonces recordó que era época de luna nueva y que, aunque ese globo juguetón estuviera en uno de sus momentos de visibilidad, ya debería haberse puesto hacía tiempo. Se detuvo y empezó a buscar la fuente de aquel fulgor que se extendía con tanta rapidez. Al moverse, su sombra giró y volvió a aparecer sobre la carretera, delante de él. La luz seguía a su espalda, lo que le resultó sorpren­dente e incomprensible. Dio media vuelta varias veces, con la mirada puesta en cada punto del horizonte: la sombra estaba siempre delante y el resplandor, «un resplandor inmóvil, de un rojo terrible», detrás.
Holt estaba asombrado -«pasmado» es la palabra que empleó- aunque parecía conservar una cierta sensatez curiosa. Para comprobar la intensidad de aquel fenómeno cuya naturaleza y origen desconocía, se quitó el reloj e intentó distinguir los números de la esfera. Se veían con claridad y las agujas señalaban las once y veinticinco. En aquel instante la luz misteriosa emitió un intenso destello, casi cegador, y todo el cielo enrojeció; las estrellas se apagaron y su desfigurada sombra salió disparada por el paisaje. Junto a él, aunque a un nivel considerablemente más elevado, estaba la figura de su mujer que, en camisón, abrazaba a su hijo contra el pecho. Le miraba con una expresión que, como más tarde reconocería, era incapaz de des­cribir, pues no parecía de este mundo.
El destello momentáneo fue seguido por una repen­tina oscuridad en la que aún se podía distinguir la aparición blanca e inmóvil; luego, desapareció lenta­mente como ocurre con las imágenes que permanecen en la retina después de cerrar los ojos. Más adelante, el señor Holt recordaría algo que apenas había adver­tido en aquel momento: sólo pudo ver la mitad supe­rior de la figura.
La oscuridad no era absoluta, pues todos los objetos que le rodeaban se fueron haciendo visibles gradual­mente.
Al amanecer, Holt vio que estaba entrando en la ciudad por el camino opuesto al que había seguido para salir. Llegó a casa de su hermano, que apenas le reconoció, con los ojos hinchados por no haber dormido, y grises como los de las ratas. Con gran incoherencia, relató lo que le había ocurrido.
-Vete a la cama -le dijo su hermano-, y espera. Ya hablaremos de esto.
Una hora más tarde llegó el telegrama predestinado: la casa de Holt, situada en un barrio residencial de Chicago, había sido destruida por un incendio. Su mujer, cercada por las llamas, se encaramó en una de las ventanas superiores, con su hijo en brazos. Allí permaneció un rato, inmóvil y aturdida. Cuando los bomberos se acercaban con la escalera, el suelo cedió y no se la volvió a ver.
En el momento en que este horror alcanzaba su punto culminante eran las once y veinticinco.


Una detención

Orrin Brower, de Kentucky, huyó de la justicia tras haber asesinado a su cuñado. Una noche, después de golpear al carcelero con una barra de hierro y robarle las llaves, abrió la puerta y se escapó de la cárcel del condado, donde le habían encerrado en espera de juicio. Como el carcelero no llevaba armas, no pudo conseguir nada con lo que defender su recobrada libertad. Una vez fuera de la ciudad, cometió la locura de internarse en el bosque. Esto ocurrió hace muchos años, cuando la región era más frondosa que en la actualidad.
La noche era cerrada, sin luna ni estrellas, y como no vivía por allí ni conocía la zona, no tardó mucho en perderse. No sabía si se alejaba o se acercaba a la ciudad -algo fundamental en su situación. En cual­quier caso, era consciente de que una partida de ciu­dadanos con una jauría de perros estaría pronto tras su pista y que sus posibilidades de escapar eran míni­mas. Pero aun así no tenía la intención de colaborar en su propia captura: una hora más de libertad merecía la pena.
Al salir del bosque se encontró de repente en una vieja carretera. Ante él vislumbró la figura de un hombre inmóvil en la oscuridad. No podía retroceder: sentía que al menor movimiento de retirada, según explicaría después, «le llenaría de plomo.» Los dos permanecieron rígidos como palos; a Brower casi se le salía el corazón por la boca; del otro, nunca se supieron sus emociones.
Al cabo de un momento, que podría haber sido una hora, la luna apareció en un claro del cielo y el fugitivo vio al representante de la ley levantar su arma y apuntar hacia él. Comprendió perfectamente y, tras dar media vuelta, comenzó a caminar sumisamente en la direc­ción que le indicaban, sin atreverse a mirar ni a derecha ni a izquierda. Le daba miedo hasta respirar, pues no quería ver su cabeza llena de perdigones.
Brower era un criminal tan valiente como cualquie­ra de los que van a la horca; esto se deducía de las condiciones extremadamente peligrosas en las que había asesinado fríamente a su cuñado. No tiene sen­tido alguno relatarlas aquí, pero cuando salieron a relucir en el juicio, la revelación de la calma que había demostrado en dichas circunstancias casi le salva el pescuezo. En fin, qué se le va a hacer: cuando un hombre valiente es vencido, no le queda otra solución que rendirse.
Continuaron su camino hacia la cárcel siguiendo la vieja carretera a través de los bosques. Una sola vez se arriesgó a volver la cabeza: cuando pasaba a través de una sombra y sabía que el otro estaba recibiendo la luz de la luna. El que le había capturado era Burton Duff, el carcelero. Estaba pálido como la muerte y tenía una ostensible marca sobre la ceja, producida por el golpe con la barra de hierro. Orrin Brower no volvió a expresar su curiosidad.
Al final llegaron a la ciudad que, aunque ilumina­da, estaba desierta. En las casas sólo quedaban las mujeres y los niños. El criminal se dirigió hacia la cárcel. Cuando llegó a la entrada principal, puso su mano sobre el picaporte de la pesada puerta de hierro y la abrió: frente a él había media docena de hombres armados. Entonces se dio la vuelta: no había nadie tras él.
En el pasillo, sobre una mesa, yacía el cuerpo sin vida de Burton Duff.

jueves, 4 de octubre de 2007

LOS OTROS DIOSES // LOVECRAFT


H. P. Lovecraft
LOS OTROS DIOSES

Los dioses de la tierra habitan la cumbre más alta del mundo y no consienten que ningún hombre presuma de haberles puesto los ojos encima. Antaño moraban en cimas menores; pero una y otra vez los hombres de las llanuras escala­ban las laderas de roca y nieve, empujando a los dioses hacia montañas cada vez más altas, hasta que ahora sólo les queda la última. Al abandonar sus viejos picos se llevaron consigo sus propios signos; excepto una vez que, según se dice, dejaron una imagen tallada en la ladera de una montaña llamada Ngranek.
Pero ahora se han recogido a la desconocida Kadath, en la helada inmensidad que ningún hombre ha hollado, y se han vuelto adustos, careciendo de otro pico más alto al que retirarse ante el avance de los hombres. Se han vuelto severos, y donde antes soportaban que los hombres los desplazasen, ahora prohí­ben su llegada, o, en caso de llegar, les impiden marcharse. Es mejor que los hombres nada sepan de Kadath en la helada inmensidad, ya que querrían escalarla insensatamente.
A veces, cuando los dioses de la tierra sienten añoranza, visi­tan en la noche calma los picos que una vez habitaron, y lloran mansamente mientras intentan jugar tal como solían en las año­radas laderas. Los hombres han notado las lágrimas de los dioses en el nevado Thurai, aunque lo consideraron lluvia, y oído los suspiros de los dioses en los lastimeros vientos matutinos de Lerion. Los dioses gustan de viajar en naves de nubes, y los sabios labriegos conservan leyendas que los hacen rehuir algunos picos altos las noches que está nublado, ya que los dioses no son ya tan benévolos como antaño.
En Ulthar, más allá del río Skai, vivió una vez un anciano deseoso de contemplar a los dioses de la tierra; un personaje ver­sado en los siete libros crípticos de Hsan, familiarizado con los manuscritos Pnakóticos de la lejana y helada Lomar. Su nombre era Barzai el Sabio, y los lugareños cuentan como ascendió la montaña la noche del extraño eclipse.
Barzai conocía tan bien a los dioses que podía contar de sus idas y venidas, y suponía tanto de sus secretos que se conside­raba a sí mismo como un semidiós. Fue él quien aconsejó con sabiduría a los habitante de Ulthar cuando aprobaron su famosa ley contra el matar gatos, y quien primero contó al joven sacer­dote Atal adónde habían ido los gatos negros la medianoche de la víspera de San Juan. Barzai era ducho en la sabiduría de los dioses de la tierra y estaba poseído por el deseo de contemplar sus rostros. Suponía que su gran saber oculto de los dioses lo protegería de sus iras, por lo que decidió acudir a la cima de la alta y pétrea Hatheg-Kla la noche en que sabía que encontraría allí a los dioses.
Hatheg-Kla se encuentra lejos, en los desiertos pedregosos que hay más allá de Hatheg, que le da nombre, y se alza como una estatua de roca en un templo de silencio. Alrededor del pico las brumas se agitan siempre tristes, ya que éstas son el recuerdo de los dioses, y los dioses amaban Hatheg-Kla cuando habitaban su cima en los viejos días. A menudo los dioses de la tierra visi­tan Hatheg-Kla en sus naves de nubes, lanzando pálidos vapores sobre las laderas mientras bailan con añoranza sobre la cima, a la luz de la luna clara. Los aldeanos de Hatheg dicen que no es bueno subir a Hatheg-Kla en ningún momento, y mortal hacerlo las noches en que los pálidos vapores ocultan la cima y la luna; pero Barzai no les prestó atención al llegar de la vecina Ulthar con el joven sacerdote Atal, su discípulo. Atal era sólo el hijo de un ventero y a veces tenía miedo; pero el padre de Barzai fue un noble señor que viviera en un viejo castillo, así que no albergaba plebeyas supersticiones en su sangre, y se limitó a bur­larse de los temerosos paletos.
Barzai y Atal salieron de Hatheg al pedregoso desierto a pesar de las súplicas de los campesinos y, en torno a sus fuegos de campamento hablaban sobre los dioses de la tierra. Viajaron muchos días y divisaban a lo lejos el orgulloso Hatheg-Kla con su aureola de brumas tétricas. Al decimotercer día llegaron a la base de la solitaria montaña y Atal reveló sus temores. Pero Bar­zai era viejo y sabio y no tenía miedo, así que abrió audazmente la marcha por la ladera que ningún hombre había escalado desde los tiempos de Sansu, tal como está temerosamente escrito en los mohosos manuscritos Pnakóticos.
El camino era pedregoso, peligroso por los barrancos, los riscos y los desprendimientos de rocas. Más tarde se convirtió en frío y nevado, y Barzai y Ata¡ solían resbalar y caer mientras excavaban y avanzaban hacia delante mediante piquetas y hachas. Por último, el aire se volvió tenue, el cielo cambió de color y a los escaladores se les hizo difícil el respirar; pero toda­vía se afanaban, siempre hacia delante, maravillándose ante lo extraño de la escena, estremeciéndose ante el pensamiento de lo que podía ocurrir en la cima cuando la luna se esfumase y los pálidos vapores se extendieran alrededor. Ascendieron hacia lo alto durante tres días, más arriba y más arriba hacia el techo del mundo, y luego acamparon para esperar que la luna se nublase.
No hubo nubes durante cuatro noches, y la luna brillaba helada a través de las brumas delgadas y tristonas que rodeaban la cima silenciosa. Pero a la quinta noche, que era noche de luna llena, Barzai vio espesas nubes a lo lejos, hacia el norte, y se puso a observar con Atal cómo se acercaban. Bogaban pesadas y majestuosas, avanzando lenta y deliberadamente, circundando el pico por encima de los observadores, ocultando a la vista la luna y la cumbre. Durante una hora larga observaron cómo los vapo­res se arremolinaban y la pantalla de nubes iba espesándose y agitándose. Barzai era ducho en la sabiduría de los dioses de la tierra y aguzaba con avidez el oído, esperando ciertos sonidos, pero Atal sentía el frío de los vapores y el temor de la noche, y tenía mucho miedo. Y cuando Barzai comenzó a escalar más arriba y le hizo señas impacientes, pasó cierto tiempo antes de que Atal lo siguiera.
Tan espesos eran los vapores que el camino se hizo arduo, y aunque al final Atal se puso en marcha, apenas podía distinguir la silueta gris de Barzai en la neblinosa ladera contra la velada luz lunar. Barzai iba muy adelantado y, a pesar de su edad, pare­cía escalar con mayor facilidad que Atal, no temiendo la pen­diente, que empezaba a ser demasiado escarpada para cualquiera que no fuera un hombre fuerte y valeroso, sin detenerse ante los grandes abismos negros que Atal apenas podía saltar. Y así subieron con esfuerzo, sobre rocas y abismos, resbalando y dando traspiés, temiendo a veces la inmensidad y el horrible silencio de los desolados pináculos de hielo y las calladas laderas de granito.
Bruscamente, Barzai salió de la vista de Atal, escalando un risco espantoso que parecía ladearse hacia fuera, bloqueando el camino a cualquier escalador que no estuviera inspirado por los dioses de la tierra. Atal estaba muy abajo, pensando qué hacer al llegar allí, cuando advirtió perplejo que la luz había aumentado de forma considerable, como si el pico sin nubes, el lugar donde los dioses se reunían a la luz de la luna, estuviera muy cerca. Y mientras remontaba hacia el risco combado y el cielo luminoso sintió temores más estremecedores que los que antes conociera. Entonces, entre las grandes brumas, escuchó al invisible Barzai vociferando en salvaje exultación:
—¡He oído a los dioses! ¡He oído a los dioses de la tierra cantando sus celebraciones en Hatheg-Kla! ¡Ahora, Barzai el profeta conoce las voces de los dioses de la tierra! ¡Las brumas son tenues y la luna brillante, y yo veré a los dioses bailando de forma extraña en la Hatheg-Kla que amaron en su juventud! ¡La sabiduría de Barzai lo hace más grande que los dioses de la tie­rra, y contra su voluntad nada pueden sus hechizos y sus traba­zones; Barzai contemplará a los dioses, los orgullosos dioses, los dioses secretos, los dioses de la tierra que desdeñan las miradas de los hombres!
Atal no podía oír las voces que escuchaba Barzai, pero ahora se hallaba cerca del risco colgante y lo estudiaba buscando un paso. Entonces escuchó la voz de Barzai tornarse más aguda y estridente:
—La bruma es muy tenue y la luna arroja sombras sobre las laderas; las voces de los dioses de la tierra son altas y extrañas, y sienten temor ante la llegada de Barzai el Sabio, que es más grande que ellos... la luz de la luna tiembla mientras los dioses de la tierra danzan a su compás; puedo ver las formas danzantes de los dioses que saltan y aúllan a la luz de la luna... la luz es más débil y los dioses tienen miedo...
Mientras Barzai vociferaba tales asertos, Atal sintió un espectral cambio en el aire, como si las leyes de la tierra fuera anuladas por leyes aún más grandes, ya que aunque el camino resultaba más empinado que nunca, el ascenso se le hacía ahora espantosamente fácil, y el risco bulboso apenas fue obstáculo cuando llegó a él y se deslizó arriesgadamente por su cara con­vexa. La luz de la luna había desaparecido de forma extraña, y mientras Atal se afanaba en avanzar por la brumas, escuchó a Barzai el Sabio que gritaba entre las sombras:
—La luna se ha escondido, y los dioses danzan en la noche; hay terror en los cielos, ya que la luna se ha sumido en un eclipse ignorado por los libros de los hombres y los de los dioses de la tierra... hay magia desconocida en Hatheg-Kla, ya que los gritos de los atemorizados dioses se han tornado en risas y las laderas de hielo ascienden sin fin hacia los cielos negros en los que me voy adentrando... ¡Ah! ¡Ah! ¡Por fin! ¡En la luz mortecina veo a los dioses de la tierra!
Y entonces Atal, resbalando aturdido hacia arriba por pen­dientes inconcebibles, oyó en la oscuridad una risa estremece­dora mezclada con un grito que hombre alguno, excepto en el Flegetón de pesadillas indecibles, ha oído jamás; un grito que reverberaba con todo el horror y la angustia de una vida de bús­queda condensada en un atroz instante.
—¡Los otros dioses! ¡Los otros dioses! Los dioses de los infier­nos exteriores que guardan a los débiles dioses de la tierra!... ¡Aparta la vista! ¡Retrocede!... ¡No mires! ¡La venganza del abismo infinito... Ese maldito, ese pozo terrible... dioses miseri­cordiosos de la tierra, me caigo al cielo!
Y mientras Atal cerraba los ojos y se tapaba los oídos e intentaba retroceder contra el espantoso tirón de ignotas alturas, resonó sobre el Hatheg-Kla el terrible estruendo del trueno que despertó a los pacíficos granjeros de las llanuras y a los honrados burgueses de Hatheg y Nir y Ulthar, y le llevó a mirar a través de las nubes aquel extraño eclipse de luna no pronosticado en libro alguno. Y cuando al fin volvió la luna, Atal se encontraba a salvo en las nieves inferiores de la montaña, fuera de la vista de los dioses de la tierra, o de la de los otros dioses.
Ahora se dice en los mohosos manuscritos Pnakóticos que Sansu no halló sino hielo y mudas piedras al ascender el Hat­heg-Kla en la juventud del mundo. Pero cuando los hombres de Ulthar y Nir y Hatheg vencieron sus miedos y escalaron a la luz del día esas hechizadas laderas en busca de Barzai el Sabio, encontraron un símbolo curioso y ciclópeo de cinco codos de ancho grabado en la piedra desnuda, como si la roca hubiera sido hendida por algún cincel titánico. Y el símbolo era igual al que algunos eruditos han visto en esas espantosas secciones de los manuscritos Pnakóticos que resultan demasiado antiguas para ser legibles. Eso fue lo que encontraron.
Nunca dieron con Barzai el Sabio, ni pudieron convencer al santo sacerdote Atal para que rezase por el reposo de su alma. Además, hoy en día la gente de Ulthar y Nir y Hatheg teme los eclipses y reza las noches en que los pálidos vapores ocultan la cima de la montaña y la luna. Y entre las brumas de Hatheg-Kla danzan a veces los dioses de la tierra, presas de la añoranza, por­que se saben a salvo, y gustan de volver desde la desconocida Kadath en busca de las nieves a jugar a la antigua usanza, tal como hacían cuando la tierra era joven y los hombres poco pro­pensos a. escalar lugares inaccesibles
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