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miércoles, 23 de diciembre de 2009

ISAAC ASIMOV - ASNOS ESTUPIDOS

ISAAC ASIMOV - ASNOS ESTUPIDOS




Naron, de la longeva raza rigeliana, era el cuarto de su estirpe que
llevaba los anales galácticos.
Tenía en su poder el gran libro que contenía la lista de las numerosas
razas de todas las galaxias que habían adquirido el don de la
inteligencia, y el libro, mucho menor, en el que figuraban las que habían
llegado a la
madurez y poseían méritos para formar parte de la Federacion Galáctica. En
el primer libro habían tachado algunos nombres anotados anteriormente: los
de las razas que, por el motivo que fuere, habían fracasado.
La mala fortuna, las deficiencias bioquímicas o biodísicas, la falta de
adaptación social se cobraban su tributo.
Sin embargo, en el libro pequeño no había habido que tachar jamás ninguno
de los nombres anotados.
En aquel momento, Naron, enormemente corpulento e increíblemente anciano,
levantaba la vista, notando que se acercaba un mensajero.
-Naron -saludó el mensajero-.¡Gran señor!
-Bueno, bueno, ¿qué hay? Menos ceremonias.
-Otro grupo de organismos ha llegado a la madurez.
-Estupendo. Estupendo. Actualmente ascienden muy aprisa.
Apenas pasa año sin que llegue un grupo nuevo. ¿Quiénes son ésos?
El mensajero dio el número clave de la galaxia y las coordenadas del
mundo en cuestión.
-Ah, sí -dijo Naron-. Lo conoco. -Y con buena letra cursiva anotó el dato
en el primer libro, trasladando luego el nombre del planeta al segundo.
Utilizaba, como de costumbre, el nombre bajo el cual era conocido el
planeta por la fracción más numerosa de sus propios habitantes.
Escribió, pues: La Tierra.
-Estas criaturas nuevas -dijo luego- han establecido un récord.
Ningún otro grupo ha pasado de la inteligencia a la madurez tan
rápidamente. No será una equivocación, espero.
- De ningún modo, señor - respondió el mensajero.
- Han llegado al conocimiento de la energía termonuclear, ¿no es cierto?
-Sí, señor.
-Bien, ése es el requisito. -Naron soltaba una risita-. Sus naves
sondearán pronto el espacio y se pondrán en contacto con la Federación.
-En realidad, señor -dijo el mensajero con renuencia-, los Observadores
nos comunican que todavía no han penetrado en el espacio.
Naron quedó atónito.
-¿Ni poco ni mucho? ¿No tienen siquiera una estación espacial?
-Todavía mo, señor.
-Pero si poseen la energía termonuclear,¿dónde realizan las pruebas y las
explosiones?
-En su propio planeta, señor.
Naron se irguió en sus seis metros de estatura y tronó:
-¿En su propio planeta?
-Sí, señor.
Con gesto pausado, Naron sacó la pluma y tachó con una raya la última
anotación en el libro pequeño. Era un hecho sin precedentes; pero es que
Naron era muy sabio y capaz de ver lo inevitable como nadie en la galaxia.

-¡Asnos estúpidos!- murmuró.
Fin.



Comentario de Isaac:
Me temo que éste es otro cuento con moraleja. Pero verán ustedes, el
peligro nuclear escaló puntos cuando Estados Unidos y la Unión Soviética,
cada uno por su parte, construyeron la bomba de fusión, o de hidrógeno. Yo
volvía a sentirme amargado.


DICCIONARIO DEL NUEVO ORDEN MUNDIAL

Eduardo Galeano

Diccionario del Nuevo Orden Mundial

-

apartheid. Sistema original de Africa del Sur, destinado a evitar que los negros invadan su propio país. El Nuevo Orden lo aplica, democráticamente, contra todos los pobres del mundo, sea cual fuera su color.

bandera. Contiene tantas estrellas que ya no queda lugar para las barras, Japón y Alemania estudian diseños alternativos.

comercio, libertad de. Droga estupefaciente prohibida en los paises
ricos, que los paises ricos venden a los piases pobres.

costos, calculo de. Se estima en 40 millones de dólares el costo mínimo de una campaña electoral para presidente de los Estados Unidos. En los piases del Sur, el costo de fabricación de un presidente resulta considerablemente mas reducido, debido a la ausencia de impuestos y al bajo precio de la mano de obra.

creación. Delito cada vez menos frecuente.

cultura universal. Televisión.

desarrollo. En las sierras de Guatemala: No se necesita matar a todos. Desde 1982, nosotros dimos desarrollo al 70% de la población, mientras matamos al 30% (General Héctor Alejandro Gramajo, ex ministro de Defensa de Guatemala, recientemente graduado en el curso de Relaciones Internacionales de la Universidad de Harvard. Publicado en Harvard International Review, edición de primavera de 1991).

deuda externa. Compromiso que cada latinoamericano contrae al nacer, por la módica suma de 2 000 dólares, para financiar el garrote con el que será golpeado.

dinero, libertad del. Dícese del rey Herodes suelto en una fiesta infantil.

gobierno. En el Sur, institución especializada en la difusión de la pobreza, que periódicamente se reúne con sus pares para festejar los resultados de sus actos. La ultima Conferencia Regional sobre la Pobreza, que congrego en Ecuador a los gobiernos de América Latina, revelo que se ha logrado condenar a la pobreza a un 62,3 por ciento de la población latinoamericana. La Conferencia celebro la eficacia del nuevo Método Integrado de Medición de la Pobreza (MIMP).

guerra. Castigo que se aplica a los piases del Sur cuando pretenden elevar los precios de sus productos de exportación. El mas reciente escarmiento fue exitosamente practicado contra Irak. Para corregir la cotización del petróleo fue necesario producir 150 mil daños colaterales, vulgarmente llamados víctimas humanas, a principios de 1991.

guerra fría. Ya era. Se necesitan nuevos enemigos. Interesados dirigirse al Pentágono, Washington DC, o a la comisaria de su barrio.

historia. El 12 de octubre de 1992 el Nuevo Orden Mundial cumplió 500 años.

ideologías, muerte de las. Expresión que comprueba la definitiva extinción de las ideas molestas y de las ideas en general.

impunidad. Recompensa que se otorga al terrorismo, cuando es de estado.

intercambio. Mecanismo que permite a los piases pobres pagar cuando compran y cuando venden también. Una computadora cuesta, hoy día, tres veces mas café y cuatro veces mas cacao que hace cinco años (Banco Mundial, cifras de 1991.)

life, american way of. Modo de vida típico de los Estados Unidos, donde se practica poco.

mercado. Lugar donde se fija el precio de la gente y otras mercancías.

mundo. Lugar peligroso «A pesar de la desaparición de la amenaza soviética, el mundo continua siendo un lugar peligroso.» (George Bush, mensaje anual al Congreso, 1991.)

mundo, mapa del. Un mar de dos orillas. Al Norte, pocos con mucho. Al Sur, muchos con poco. el este que ha logrado dejar de ser Este, quiere ser Norte, pero a la entrada del Paraíso un cartel dice: Completo.

naturaleza. Los arqueólogos han localizado ciertos vestigios.

orden. El mundo gasta seis veces mas fondos públicos en investigación militar que en investigación medica. (Organización Mundial de la Salud, datos de 1991.)

poder. Relación del Norte con el Sur. Dícese también de la actividad que en el Sur ejerce la gente del Sur que vive y gasta y piensa como si fuera del Norte.

riqueza. Según los ricos, no produce la felicidad. Según los pobres, produce algo bastante parecido. Pero los estadistas indican que los ricos son ricos porque son pocos, y la fuerzas armadas y la policía se ocupan de aclarar cualquier posible confusión al respecto.

veneno. Sustancia que actualmente predomina en el aire, el agua, la tierra y el alma.

jueves, 12 de noviembre de 2009

LAS RUINAS CIRCULARES

LAS RUINAS CIRCULARES
Jorge Luis Borges


Nadie lo vio desembarcar en la anónima noche, nadie vio la canoa de bambú sumiéndose en el fango sagrado, pero a los pocos días nadie ignoraba que el hombre taciturno venía del Sur y que su patria era una de las infinitas aldeas que están aguas arriba, en el flanco violento de la montaña, donde el idioma zend no está contaminado de griego y donde es infrecuente la lepra. Lo cierto es que el hombre gris besó el fango, repechó la ribera sin apartar (probablemente, sin sentir) las cortaderas que le dilaceraban las carnes y se arrastró, mareado y ensangrentado, hasta el recinto circular que corona un tigre o caballo de piedra, que tuvo alguna vez el color del fuego y ahora el de la ceniza. Ese redondel es un templo que devoraron los incendios antiguos, que la selva palúdica ha profanado y cuyo dios no recibe honor de los hombres. El forastero se tendió bajo el pedestal. Lo despertó el sol alto. Comprobó sin asombro que las heridas habían cicatrizado; cerró los ojos pálidos y durmió, no por flaqueza de la carne sino por determinación de la voluntad. Sabía que ese templo era el lugar que requería su invencible propósito; sabía que los árboles incesantes no habían logrado estrangular, río abajo, las ruinas de otro templo propicio, también de dioses incendiados y muertos; sabía que su inmediata obligación era el sueño. Hacia la medianoche lo despertó el grito inconsolable de un pájaro. Rastros de pies descalzos, unos higos y un cántaro le advirtieron que los hombres de la región habían espiado con respeto su sueño y solicitaban su amparo o temían su magia. Sintió el frío del miedo y buscó en la muralla dilapidada un nicho sepulcral y se tapó con hojas desconocidas.
El propósito que lo guiaba no era imposible, aunque sí sobrenatural. Quería soñar un hombre: quería soñarlo con integridad minuciosa e imponerlo a la realidad. Ese proyecto mágico había agotado el espacio entero de su alma; si alguien le hubiera preguntado su propio nombre o cualquier rasgo de su vida anterior, no habría acertado a responder. Le convenía el templo inhabitado y despedazado, porque era un mínimo de mundo visible; la cercanía de los labradores también, porque éstos se encargaban de subvenir a sus necesidades frugales. El arroz y las frutas de su tributo eran pábulo suficiente para su cuerpo, consagrado a la única tarea de dormir y soñar.
Al principio, los sueños eran caóticos; poco después, fueron de naturaleza dialéctica. El forastero se soñaba en el centro de un anfiteatro circular que era de algún modo el templo incendiado: nubes de alumnos taciturnos fatigaban las gradas; las caras de los últimos pendían a mucho siglos de distancia y a una altura estelar, pero eran del todo precisas. El hombre les dictaba lecciones de anatomía, de cosmografía, de magia: los rostros escuchaban con ansiedad y procuraban responder con entendimiento, como si adivinaran la importancia de aquel examen, que redimiría a uno de ellos de su condición de vana apariencia y lo interpolaría en el mundo real. El hombre, en el sueño y en la vigilia, consideraba las respuestas de sus fantasmas, no se dejaba embaucar por los impostores, adivinaba en ciertas perplejidades una inteligencia creciente. Buscaba un alma que mereciera participar en el universo.
A las nueve o diez noches comprendió con alguna amargura que nada podía esperar de aquellos alumnos que aceptaban con pasividad su doctrina y sí de aquellos que arriesgaban, a veces, una contradicción razonable. Los primeros, aunque dignos de amor y de buen afecto, no podían ascender a individuos; los últimos preexistían un poco más. Una tarde (ahora también las tardes eran tributarias del sueño, ahora no velaba sino un par de horas en el amanecer) licenció para siempre el vasto colegio ilusorio y se quedó con un solo alumno. Era un muchacho taciturno, cetrino, díscolo a veces, de rasgos afilados que repetían los de su soñador. No lo desconcertó por mucho tiempo la brusca eliminación de los condiscípulos; su progreso, al cabo de unas pocas lecciones particulares, pudo maravillar al maestro. Sin embargo, la catástrofe sobrevino. El hombre, un día, emergió del sueño como de un desierto viscoso, miró la vana luz de la tarde que pronto confundió con la aurora y comprendió que no había soñado. Toda esa noche y todo el día, la intolerable lucidez del insomnio se abatía contra él. Quiso explorar la selva, extenuarse; apenas alcanzó entre la cicuta unas rachas de sueño débil, veteadas fugazmente de visiones de tipo rudimental: inservibles. Quiso congregar el colegio y apenas hubo articulado unas breves palabras de exhortación, éste se deformó, se borró. En la casi perpetua vigilia, lágrimas de ira le quemaban los viejos ojos.
Comprendió que el empeño de modelar la materia incoherente y vertiginosa de que se componen los sueños es el más arduo que puede acometer un varón, aunque penetre todos los enigmas del orden superior y del inferior: mucho más arduo que tejer una cuerda de arena o que amonedar el viento sin cara. Comprendió que un fracaso inicial era inevitable. Juró olvidar la enorme alucinación que lo había desviado al principio y buscó otro método de trabajo. Antes de ejercitarlo, dedicó un mes a la reposición de las fuerzas que había malgastado el delirio. Abandonó toda premeditación de soñar y casi acto continuo logró dormir un trecho razonable del día. Las raras veces que soñó durante ese periodo, no reparó en los sueños. Para reanudar la tarea, esperó que el disco de la luna fuera perfecto. Luego, en la tarde, se purificó en las aguas del río, adoró los dioses planetarios, pronunció las sílabas lícitas de un nombre poderoso y durmió. Casi inmediatamente, soñó con un corazón que latía.
Lo soñó activo, caluroso, secreto, del grandor de un puño cerrado, color granate en la penumbra de un cuerpo humano aun sin cara ni sexo; con minucioso amor lo soñó, durante catorce lúcidas noches. Cada noche, lo percibía con mayor vivencia. No lo tocaba: se limitaba a atestiguarlo, a observarlo, tal vez a corregirlo con la mirada. Lo percibía, lo vivía, desde muchas distancias y muchos ángulos. La noche catorceava rozó la arteria pulmonar con el índice y luego todo el corazón, desde afuera y adentro. El examen lo satisfizo. Deliberadamente no soñó durante una noche: luego retomó el corazón, invocó el nombre de un planeta y emprendió la visión de otro de los órganos principales. Antes de un año llegó al esqueleto, a los párpados. El pelo innumerable fue tal vez la tarea más difícil. Soñó un hombre íntegro, un mancebo, pero éste no se incorporaba ni hablaba ni podía abrir los ojos. Noche tras noche, el hombre lo soñaba dormido.
En las cosmogonías gnósticas, los demiurgos amasan un rojo Adán que no logra ponerse de pie; tan inhábil y rudo y elemental como ese Adán de polvo, era el Adán de sueño que las noches del mago habían fabricado. Una tarde, el hombre casi destruyó toda su obra, pero se arrepintió. (Más le hubiera valido destruirla.) Agotados los votos a los númenes de la tierra y del río, se arrojó a los pies de la efigie que tal vez era un tigre y tal vez un potro, e imploró su desconocido socorro. Ese crepúsculo, soñó con la estatua. La soñó viva, trémula: no era un atroz bastardo de tigre y potro, sino a la vez esas dos criaturas vehementes y también un toro, una rosa, una tempestad. Ese múltiple dios le reveló que su nombre terrenal era Fuego, que en ese templo circular (y en otros iguales) le habían rendido sacrificios y culto y que mágicamente animaría al fantasma soñado, de suerte que todas las Criaturas excepto el Fuego mismo y el soñador, lo pensaran un hombre de carne y hueso. Le ordenó que una vez instruido en los ritos, lo enviara al otro templo despedazado cuyas pirámides persisten aguas abajo, para que alguna voz lo glorificara en aquel edificio desierto. En el sueño del hombre que soñaba, el soñado se despertó.
El mago ejecutó esas órdenes. Consagró un plazo (que finalmente abarcó dos años) a descubrirle los arcanos del universo y del culto del fuego. Intimamente, le dolía apartarse de él. Con el pretexto de la necesidad pedagógica dilataba cada día las horas dedicadas al sueño. También rehizo el hombro derecho, acaso deficiente. A veces, lo inquietaba una impresión de que ya todo eso había acontecido... En general, sus días eran felices; al cerrar los ojos pensaba: «Ahora estaré con mi hijo». O, más raramente: «El hijo que he engendrado me espera y no existirá si no voy».
Gradualmente, lo fue acostumbrando a la realidad. Una vez le ordenó que embanderara una cumbre lejana. Al otro día, flameaba la bandera en la cumbre. Ensayó otros experimentos análogos, cada vez más audaces. Comprendió con cierta amargura que su hijo estaba listo para nacer. Tal vez impaciente. Esa noche lo besó por primera vez y lo envió al otro templo cuyos despojos blanquean río abajo, a muchas leguas de inextricable selva y de ciénaga. Antes (para que no supiera nunca que era un fantasma, para que se creyera un hombre como los otros) le infundió el olvido total de sus años de aprendizaje.
Su victoria y su paz quedaron empañadas de hastío. En los crepúsculos de la tarde y del alba, se prosternaba ante la figura de piedra, tal vez imaginando que su hijo irreal ejecutaba idénticos ritos, en otras ruinas circulares, aguas abajo; de noche no soñaba, o soñaba como lo hacen todos los hombres. Percibía con cierta palidez los sonidos y formas del universo: el hijo ausente se nutría de esas disminuciones de su alma. El propósito de su vida estaba colmado; el hombre persistió en una suerte de éxtasis. Al cabo de un tiempo que ciertos narradores de su historia prefieren computar en años y otros en lustros, lo despertaron dos remeros a medianoche: no pudo ver sus caras, pero le hablaron de un hombre mágico en un templo del Norte, capaz de hollar el fuego y de no quemarse. El mago recordó bruscamente las palabras del dios. Recordó que de todas las criaturas que componen el orbe, el fuego era la única que sabía que su hijo era un fantasma. Ese recuerdo, apaciguador al principio, acabó por atormentarlo. Temió que su hijo meditara en ese privilegio anormal y descubriera de algún modo su condición de mero simulacro. No ser un hombre, ser la proyección del sueño de otro hombre ¡qué humillación incomparable, qué vértigo! A todo padre le interesan los hijos que ha procreado (que ha permitido) en una mera confusión o felicidad; es natural que el mago temiera por el porvenir de aquel hijo, pensado entraña por entraña en mil y una noches secretas.
El término de sus cavilaciones fue brusco, pero lo prometieron algunos signos. Primero (al cabo de una larga sequía) una remota nube en un cerro, liviana como un pájaro; luego, hacia el Sur, el cielo que tenía el color rosado de la encía de los leopardos; luego las humaredas que herrumbraron el metal de las noches; después la fuga pánica de las bestias. Porque se repitió lo acontecido hace muchos siglos. Las ruinas del santuario del dios del fuego fueron destruidas por el fuego. En un alba sin pájaros el mago vio cernirse contra los muros el incendio concéntrico. Por un instante, pensó refugiarse en las aguas, pero luego comprendió que la muerte venía a coronar su vejez y a absolverlo de sus trabajos. Caminó contra los jirones de fuego. Estos no mordieron su carne, éstos lo acariciaron y lo inundaron sin calor y sin combustión. Con alivio, con humillación, con terror, comprendió que él también era una apariencia, que otro estaba soñándolo.


FIN

domingo, 8 de noviembre de 2009

LA CÁMARA DE LOS HORRORES


LA CÁMARA DE LOS HORRORES
JOSEPH PAYNE BRENNAN
-
Había decidido pasar el verano en Europa, dedicado a mi ocupación favorita: la investigación
genealógica. Fui primero a Irlanda, deteniéndome en Kilkenny, donde descubrí una mina de leyendas y de
hechos auténticos relativos a mis remotos antepasados irlandeses, los O'Braonains, señores de Ui Duach
en el antiguo dominio de Ossory. Los Brennan (tal como se pronunció posteriormente el apellido) perdieron
todas sus posesiones a consecuencia de la confiscación llevada a cabo en nombre de Inglaterra por
Thomas Wentworth, conde de Strafford. El rapaz conde, me satisface poder decirlo, fue posteriormente
decapitado en la Torre.
Desde Kilkenny me dirigí a Londres, y luego a Chesterfield, en busca de información acerca de mis
antepasados maternos, los Holborn, Wilkerson, Searle, etc. Los datos eran bastante fragmentarios e
incompletos, pero mis esfuerzos se vieron moderadamente recompensados y al final decidí ir más al norte y
visitar los alrededores del castillo de Chilton, sede de Robert Chilton-Payne, el doceavo conde de Chilton.
Mi parentesco con los Chilton-Payne era muy remoto, pero de todos modos representaba un débil lazo de
unión con el pasado y pensé que sería divertido echarle una ojeada al castillo.
Al llegar a Wexwold, la pequeña aldea próxima al castillo, a última hora de la tarde, alquilé una
habitación en la Posada del Ganso Rojo -la única que había-, deshice mis maletas y bajé para dar cuenta
de una sencilla cena, consistente en un panecillo, queso y cerveza.
Cuando terminé este frugal aunque satisfactorio refrigerio, había oscurecido, y con la oscuridad llegaron
el viento y la lluvia.
Me resigné s pasar la velada en la posada. Había cerveza suficiente, y no tenía prisa por ir a ninguna
parte.
Después de escribir unas cuantas cartas, encargué una pinta de cerveza. La sala estaba casi desierta;
el posadero, un caballero gordinflón que siempre parecía a punto de quedarse dormido, era agradable pero
taciturno, y al final me dediqué a pensar en la extraña y espantosa leyenda del castillo de Chilton.
La leyenda tenía diversas variantes, y no cabe duda de que la historia original había sufrido
modificaciones a través de los siglos, pero el detalle base continuaba siendo el mismo: una cámara secreta
en alguna parte del castillo. Se decía que la cámara en cuestión albergaba un terrible espectáculo que los
Chilton-Payne estaban obligados a mantener oculto a los ojos del mundo.
Sólo tres personas tenían acceso a la cámara: el vigente conde de Chilton, el heredero masculino del
conde y otra persona designada por el conde. Habitualmente, esa persona era el comisionado del castillo
de Chilton. La habitación solamente se abría una vez cada generación: tres días después de que el
heredero masculino alcanzaba su mayoría de edad era conducido a la cámara secreta por el conde y el
comisionado. Luego, la cámara era sellada y no volvía a abrirse hasta que el heredero conducía a ella a su
propio hijo.
Según la leyenda, el heredero se convertía en una persona distinta al salir de la cámara. De un modo
invariable, adquiría un aspecto sombrío y huidizo; y en su rostro se reflejaban la inseguridad y el temor. Uno
de los primeros condes de Chilton enloqueció hasta el punto de arrojarse al vacío desde una de las
almenas del castillo.
Durante siglos enteros se había especulado acerca del contenido de la cámara secreta. Una de las
versiones describía la huida de los Gower, perseguidos por unos enemigos armados. Aunque las relaciones
entre los Chilton-Payne y los Gower lo eran todo menos cordiales, en su desesperación los Gower llamaron
a la puerta del castillo de Chilton pidiendo refugio. El conde se lo concedió, les condujo a una cámara
secreta y les prometió que no les entregaría a sus perseguidores. El conde mantuvo su promesa; los
enemigos de los Gower tuvieron que marcharse sin poder consumar sus propósitos asesinos. Sin embargo,
el conde dejó a los Gower encerrados en aquella habitación para que murieran de hambre. La cámara no
fue abierta hasta que hubieron transcurrido treinta años, cuando el hijo del conde rompió los sellos. A sus
ojos se ofreció un espantoso espectáculo. Los Gower habían muerto de hambre lentamente, y al final, a
juzgar por el aspecto de sus esqueletos, se habían entregado al canibalismo.
Otra versión de la leyenda señalaba que la habitación secreta había sido utilizada por los condes
medievales como cámara de tortura. Se decía que los aparatos destinados al tormento se encontraban aún
en la cámara, y que de ellos seguían colgando los restos de sus últimas víctimas, espantosamente
retorcidos en su agonía.
Una tercera versión mencionaba a una de las antepasadas femeninas de los Chilton-Payne, lady Susan
Glanville, la cual había hecho un pacto con el diablo. Fue condenada por brujería, pero consiguió escapar a
la hoguera. La fecha y las circunstancias de su muerte eran desconocidas, pero se suponía que la cámara
secreta estaba relacionada de algún modo con ella.
Mientras yo especulaba sobre aquellas distintas versiones de la horrible leyenda, la tormenta aumentó
en intensidad. La lluvia repiqueteaba fuertemente contra las ventanas de la posada, y de cuando en cuando
llegaba a mis oídos el lejano retumbar del trueno.
Contemplando los mojados cristales, me encogí de hombros y pedí otra pinta de cerveza.
En el momento en que me disponía a llevarme la jarra a los labios, la puerta de la posada se abrió de
par en par y una ráfaga de aire frío mezclado con lluvia penetró en la sala. La puerta volvió a cerrarse y una
alta figura, con el cuello del abrigo levantado hasta las orejas, avanzó hacia el mostrador. Quitándose la
gorra, pidió que le sirvieran coñac.
No teniendo nada mejor que hacer, me dediqué a observarle. Parecía tener unos setenta años y haber
pasado la mayor parte de su vida al aire libre, y su rostro, a pesar de las arrugas, denotaba firmeza y
decisión. Su ceño estaba fruncido, como si meditara en algún problema desagradable, pero sus fríos ojos
azules me examinaron brevemente aunque con cierta deliberación.
No pude situarle en un ambiente determinado. Podía ser un granjero local, y sin embargo no creí que lo
fuera. Le envolvía una especie de aureola de autoridad, y aunque sus ropas eran sencillas, me pareció que
su calidad y su corte eran mejores que las de los campesinos de la región que hasta entonces había visto.
Un incidente vulgar nos hizo entrar en conversación. Un trueno más fuerte que los demás le impulsó a
volverse hacia la ventana. Al hacerlo, rozó con el codo su húmeda gorra y ésta cayó al suelo. La recogí y se
la entregué; me dio las gracias; y entqnces intercambiamos algunas observaciones acerca del tiempo.
Tenía la intuitiva sensación de que, a pesar de que el desconocido era un individuo normalmente
retraído, se encontraba ahora preocupado por algún grave problema, lo cual le hacía desear oír una voz
humana. Aunque me daba cuenta de que mi intuición podía engañarme, empecé a hablar volublemente
acerca de mi viaje, acerca de mis investigaciones genealógicas en Kilkenny, Londres y Chesterfield, y
finalmente acerca de mi lejano parentesco con los Chilton-Payne y mi deseo de echarle una buena mirada
al castillo de Chilton.
De pronto, descubrí que me estaba mirando con una expresión muy rara. Se produjo un embarazoso
silencio. Carraspeé, preguntándome qué podía haber dicho para que aquellos fríos ojos azules me miraran
con tanta fijeza.
Al final, el desconocido se dio cuenta de mi turbación.
-Perdone que le mire así -se disculpó-, pero ha dicho usted algo... -Vaciló-. ¿Tiene inconveniente en
que nos sentemos?
Señalaba hacia una pequeña mesa situada en el extremo más alejado de la sala, medio envuelta en
sombras.
Asentí, intrigado y curioso, y nos dirigimos hacia la mesa en cuestión.
Nos sentamos, y el desconocido permaneció unos instantes en silencio, con el ceño fruncido, como si
no supiera cómo empezar. Finalmente, se presentó a sí mismo como William Cowath. Mencioné mi nombre
y Mr. Cowath vaciló de nuevo. Por último bebió un sorbo de coñac y me miró fijamente.
-Soy el comisionado del castillo de Chilton -dijo.
Le contemplé con sorpresa y renovado interés.
-¡Qué agradable coincidencia! -exclamé-. Entonces, tal vez mañana pueda usted permitirme que le
eche una mirada al castillo...
No parecía escucharme.
-Sí, sí, desde luego -murmuró con aire ausente.
Molesto por aquella actitud, permanecí silencioso.
Al cabo de un rato, Mr. Cowath empezó a hablar con inusitada rapidez.
-Hace una semana, Robert Chilton-Payne, doceavo conde de Chilton, fue enterrado en el panteón
familiar. Frederick, su heredero, alcanzó la mayoría de edad hace tres días. ¡Y esta noche tiene que ser
conducido a la cámara secreta!
Contemplé a mi interlocutor con una expresión de incredulidad. Por un instante pensé que había oído
hablar de mi interés por el castillo de Chilton y estaba divirtiéndose a mi costa, tomándome por un crédulo
turista.
Pero en sus ojos no había la más leve sombra de humor. Era evidente que estaba hablando muy en
serio.
-¡Qué cosa más rara! -murmuré-. En el momento en que ha llegado usted, estaba pensando en las
diversas leyendas relacionadas con la famosa cámara secreta.
Sus fríos ojos sostuvieron los míos.
-No hablo de leyendas -dijo-. Hablo de un hecho.
Un escalofrío de temor y de excitación recorrió mi cuerpo.
-¿Va usted a ir allí... esta noche?
Asintió.
-Esta noche. Yo, el joven conde... y otra persona.
Le miré, cada vez más intrigado.
-Normalmente, nos acompañaría el propio conde. Ésta es la costumbre. Pero está muerto. Poco antes
de morir, me dio instrucciones para que escogiera a alguien que nos acompañara al joven conde y a mí.
Esa persona tiene que ser varón... y con preferencia del linaje.
Bebí un buen sorbo de cerveza y no dije nada.
El comisionado continuó:
-Aparte del joven conde, en el castillo sólo habitan su anciana madre, lady Beatrice Chilton, y una tía
enferma.
-¿En quién estaba pensando el conde? -inquirí cautelosamente.
El comisionado enarcó las cejas.
-En la región residen algunos primos lejanos. Supongo que pensaba que alguno de ellos asistirla al
funeral. Pero no se presentó ninguno.
-También es desgracia -observé.
-Una verdadera desgracia. Y, en consecuencia, tengo que rogarle, en nombre del linaje, que esta noche
nos acompañe al joven conde y a mí a la cámara secreta.
El asombro me dejó sin habla. En el exterior, los relámpagos zigzagueaban sin cesar y la lluvia seguía
cayendo a raudales. Cuando las plumas de hielo dejaron de cosquillearme el estómago, conseguí articular
una respuesta.
-Pero, yo..., es decir..., mi parentesco es remotísimo... En realidad, no puede decirse que pertenezca al
linaje... Yo...
El comisionado se encogió de hombros.
-Lleva usted el nombre. Y posee al menos unas cuantas gotas de la sangre de los Payne. Dada la
urgencia de las actuales circunstancias, es más que suficiente. Estoy convencido de que el conde Robert
estaría de acuerdo conmigo, si pudiera hablar. ¿Vendrá usted?
No había modo de escapar a la intensidad, a la presión de aquellos fríos ojos azules. Parecían taladrar
mi cerebro mientras trataba de idear nuevas excusas.
Finalmente -inevitablemente, me atrevo a decir-, accedí. Tenía la sensación de que el encuentro no
había sido casual, que desde siempre había estado destinado a visitar la cámara secreta del castillo de
Chilton.
Terminamos nuestras bebidas y yo subí a mi habitación en busca de algo con que protegerme de la
lluvia. Cuando volví a bajar, envuelto en un recio impermeable, el posadero estaba roncando en su taburete
a pesar de los furiosos estallidos del trueno que ahora eran casi incesantes. Confieso que le envidié
mientras salía de la caldeada salía en compañía de William Cowath.
Una vez fuera, mi guía me informó que tendríamos que ir a pie hasta el castillo. Había bajado a pie a
propósito, me explicó, a fin de disponer de más tiempo y soledad para meditar en el grave problema que
tenía planteado.
La lluvia, el viento y el rugido del trueno hacían difícil la conversación. Eché a andar detrás del
comisionado, el cual daba unas enormes zancadas y parecía conocer palmo a palmo el camino, a pesar de
la oscuridad.
Anduvimos una corta distancia por la calle de la aldea y luego nos metimos en un camino lateral que no
tardó en convertirse en un sendero, peligrosamente resbaladizo a causa de la lluvia.
Bruscamente, el sendero empezó a ascender; el camino se hizo más penoso. Resultaba indispensable
concentrar toda la atención en los pies. Por fortuna, los relámpagos eran cada vez más frecuentes.
Me pareció que llevaba andando una hora -en realidad supongo que no eran más que unos minutoscuando
el comisionado se detuvo.
Me encontré de pie a su lado en una especie de llanura rocosa. El comisionado señaló hacia una
sombra que se erguía delante de nosotros.
-El castillo de Chilton -dijo.
Durante unos instantes no vi absolutamente nada en la impenetrable oscuridad que nos rodeaba.
Luego llameó un relámpago. A su claridad divisé un gran castillo normando, cuadrado, con cuatro torres
rectangulares en las esquinas, taladrado por angostas aberturas en forma de ventanas que parecían
acechantes y diabólicos ojos. La enorme construcción estaba medio cubierta por un manto de hiedra que
parecía más negra que verde.
-¡Parece increiblemente antiguo! -comenté.
William Cowath asintió.
-Empezó a edificarlo Henry de Montargis, en 1122.
Y sin añadir nada más echó a andar hacia el castillo.
A medida que nos acercábamos a la muralla, la tormenta se hacía más intensa. El rumor del agua y el
aullido del viento no permitían hablar. Inclinamos nuestras cabezas y seguimos adelante.
Cuando finalmente llegamos a la muralla, quedé sorprendido por su altura y su espesor. Era evidente
que había sido construida para poder resistir a los mejores cañones de asedio.
Mientras cruzábamos un puente levadizo, miré hacia abajo y vi el negro cauce de un foso, pero la
oscuridad no me permitió averiguar si llevaba agua o no. Un portón en forma de arco abierto en la muralla
daba acceso al patio de armas. El patio estaba completamente vacío, a excepción de los riachuelos de
agua que discurrían por él.
Cruzando el patio con rápidas zancadas, el comisionado me condujo a otro portón en forma de arco
abierto en otra muralla. A la otra parte había un segundo patio, más pequeño, y más allá se alzaban las
paredes del castillo propiamente dicho.
Tras cruzar un oscuro pasadizo, nos encontramos delante de una enorme puerta de madera de encina
ennegrecida por el tiempo, reforzada con claveteadas planchas de hierro. El comisionado abrió esta puerta
de par en par y ante nuestros ojos apareció el gran vestíbulo del castillo.
Cuatro largas mesas labradas a mano, con sus correspondientes bancos, ocupaban casi toda la
longitud del vestíbulo. Unos candelabros de metal, oxidados por el paso de los años, sostenían las velas
que iluminaban la estancia, clavados a las columnas de piedra labrada cuya función no era decorativa, sino
la de aguantar el techo. Alineados a lo largo de las paredes veíanse escudos heráldicos, armaduras,
alabardas, lanzas y banderas, los acumulados trofeos y premios de siglos sangrientos, cuando cada castillo
era casi un reino en sí mismo. El espectáculo resultaba impresionante.
William Cowath agitó una mano.
-Los castellanos de Chilton vivieron de la espada durante muchos siglos.
Cruzó el gran vestíbulo y entró en otro pasadizo escasamente iluminado. Le seguí en silencio.
Mientras avanzábamos, me habló en voz baja.
-Frederick, el joven heredero, no tiene una naturaleza robusta. La muerte de su padre le afectó mucho...
y siente un gran temor por la ceremonia que vamos a celebrar esta noche.
Deteniéndose ante una puerta con flores de lis grabadas en la madera y adornos de metal, el
comisionado me dirigió una enigmática mirada y luego llamó con los nudillos.
Alguien preguntó quién llamaba, y el comisionado se identificó. Se oyó el ruido de un pesado cerrojo al
descorrerse y la puerta se abrió.
Si los Chilton-Payne habían sido obstinados luchadores en su época, la sangre guerrera parecía
haberse diluido considerablemente en las venas de Frederick, el joven heredero y ahora decimotercer
conde de Chilton. Vi ante mí a un joven delgado, de tez pálida, cuyos ojos oscuros y hundidos tenían una
expresión asustada. Iba vestido de un modo a la vez teatral y anacrónico: chaqueta y pantalones de
terciopelo de color verde hoja, con encajes blancos en el cuello y en los puños.
Nos hizo seña de que pasáramos, como a regañadientes, y cerró la puerta. Las paredes de la pequeña
habitación estaban enteramente cubiertas con tapices que reproducían escenas de caza o batallas
medievales. Una corriente de aire procedente de una ventana o de otra abertura los hacía oscilar
continuamente; parecían tener vida propia. En un rincón había una antigua cama con dosel; en otro, un
amplio escritorio con una lámpara de ágata.
Después de una breve presentación, la cual incluyó una explicación de los motivos de que yo me
encontrara allí para acompañarles, el comisionado preguntó si Su Señoría estaba preparado para visitar la
cámara.
El rostro del joven Frederick perdió todo vestigio de color; sin embargo, asintió y nos acompañó al
pasadizo.
William Cowath iba delante; el conde le seguía; y yo cerraba la marcha.
Al llegar al final del pasadizo, el comisionado abrió la puerta de un cuarto lleno de telarañas. Allí recogió
unas cuantas velas, escoplos, un pico y un mazo. Después de meterlo todo en un saco de cuero que se
colgó al hombro, cogió una antorcha de tea que estaba en una de las estanterías del cuarto. La encendió y
esperó hasta que prendió la llama. Satisfecho con esta iluminación, cerró el cuarto y nos hizo seña de que
le siguiéramos.
Llegamos a una escalera de caracol con peldaños de piedra que descendía. Alzando su antorcha, el
comisionado empezó a bajar. El conde y yo le imitamos en silencio.
La escalera tenía más de cincuenta peldaños. A medida que descendíamos, las piedras aparecían más
húmedas y frías; también el aire se enfriaba más, y olía a moho y a humedad.
Al final de la escalera se abría un túnel, negro como la pez y silencioso.
El comisionado alzó su antorcha.
-El castillo de Chilton es normando, pero al parecer fue reedificado sobre unas ruinas sajonas. Se cree
que los pasadizos que se encuentran en estas profundidades fueron construidos por los sajones. -Miró
hacia el interior del túnel, con el ceño fruncido-. O por gente todavía más primitiva.
Vaciló unos instantes, y me pareció que estaba escuchando. Luego, dirigiéndonos una extraña mirada.
se adentró en el túnel.
Eché a andar detrás del conde, estremeciéndome. El aire helado me traspasaba hasta la medula.
Debajo de mis pies, las piedras estaban recubiertas de una capa de lodo y eran sumamente resbaladizas. Y
no había más luz que la parpadeante claridad de la antorcha que el comisionado sostenía en alto.
Cuando llevábamos un rato andando, el comisionado se detuvo y de nuevo tuve la impresión de que
estaba escuchando. Sin embargo, el silencio parecía absoluto y reemprendimos la marcha.
Al final del túnel encontramos otra escalera descendente. Ésta tenía solamente unos quince peldaños, y
conducía a otro túnel que había sido excavado en la roca sobre la cual se asentaba el castillo. En las
paredes había costras blanquecinas de salitre. El olor a moho era muy intenso. El aire helado estaba
impregnado de un hedor fétido que me resultó especialmente repulsivo, aunque no pude darle nombre.
Finalmente, el comisionado se detuvo, alzó su antorcha y descargó de su hombro el saco de cuero.
Vi que estábamos ante una pared levantada con alguna clase de piedra para la construcción. Aunque
húmeda y manchada de salitre, era evidente que se trataba de un trabajo mucho más reciente que todo lo
que habíamos encontrado hasta entonces.
William Cowath me entregó la antorcha.
-Sosténgala, por favor. Tengo velas, pero...
Dejando la frase sin terminar, sacó el pico e inició el asalto a la pared; la barrera era bastante sólida,
pero en cuanto hubo abierto un agujero en ella utilizó el mazo y la tarea avanzó con más rapidez. Al cabo
de un rato me ofrecí a manejar el mazo mientras él sostenía la antorcha, pero se limitó a sacudir la cabeza
y continuó su trabajo de demolición.
En todo este tiempo el joven conde no había pronunciado una sola palabra. Al mirar su rostro pálido y
tenso sentí lástima de él, a pesar de mi propia inquietud.
Bruscamente se produjo un silencio mientras el comisionado soltaba el mazo. Vi que quedaban más de
dos pies de la parte inferior de la pared.
William Cowath se inclinó a examinarla.
-Hay suficiente espacio -comentó-. Creo que podremos pasar.
Volvió a cargarse el saco de cuero al hombro, tomó la antorcha de mi mano y se introdujo en la
abertura. El conde y yo le seguimos.
Al entrar en la cámara, el fétido olor que había notado en el pasadizo nos rodeó como una nube.
Empezamos a toser. El comisionado murmuró:
-No tardará en despejarse. Quédense cerca de la abertura.
Aunque el repulsivo hedor continuaba siendo intenso, al final pudimos respirar más libremente.
William Cowath alzó su antorcha y atisbó hacia las oscuras profundidades de la cámara. Lleno de
temor, miré por encima de su hombro.
Al principio no of ningún sonido y sólo pude ver paredes con costras de salitre y un húmedo suelo de
piedra. Sin embargo, al cabo de unos instantes, en un apartado rincón, más allá de la vacilante claridad de
la antorcha, vi dos diminutas manchas rojas. Traté de convencerme a mí mismo de que eran dos piedras
preciosas, dos rubíes, brillando a la luz de la antorcha.
Pero supe inmediatamente -sentí inmediatamente- lo que eran: dos pupilas rojas que nos contemplaban
con impresionante fijeza.
El comisionado habló en voz baja:
-Esperen aquí.
Avanzó hacia el rincón, se detuvo a medio camino y levantó la antorcha. Durante unos instantes
permaneció silencioso. Finalmente emitió un largo y tembloroso suspiro.
Cuando habló de nuevo, su voz había cambiado. Era sólo un susurro sepulcral.
-Acérquense -nos dijo con aquella extraña y profunda voz.
Seguí al conde Frederick hasta que nos situamos uno a cada lado del comisionado.
Cuando vi lo que había sobre el banco de piedra en aquel apartado rincón pensé que iba a
desmayarme. Mi corazón dejó de latir durante unos interminables segundos. La sangre abandonó mis
extremidades. Sentí deseos de gritar, pero mi garganta se negó a abrirse.
El ser que reposaba sobre aquel banco de piedra parecía un monstruo surgido del infierno. Las
penetrantes y malignas pupilas rojas proclamaban que tenía una terrible vida, y sin embargo aquella vida se
sustentaba a sí misma en un cuerpo renegrido y momificado que parecía un cadáver desenterrado. Aquella
especie de cadáver tenía unos harapos mohosos pegados al cuerpo. Unos mechones de pelo blanco
brotaban de su fantasmal y grisáceo cráneo. La abertura que ocupaba el lugar de la boca mostraba unas
extrañas manchas.
Nos contemplaba con una maldad que desbordaba lo puramente humano. Resultaba imposible
devolver la mirada a aquellas monstruosas pupilas rojas. Eran tan indescriptiblemente diabólicas, que se
experimentaba la sensación de que la propia alma iba a consumirse en los fuegos de su malignidad.
Apartando la mirada, vi que el comisionado sostenía ahora al conde Frederick. El joven heredero se
había desplomado sobre él. Miraba fijamente a la espantosa aparición con los ojos helados por el terror. A
pesar de mi propia sensación de horror, le compadecí.
El comisionado volvió a suspirar y luego habló de nuevo en aquel tono sepulcral.
-Ante ustedes tienen a lady Susan Glanville -nos dijo-. Fue transportada a esta cámara y encadenada a
la pared, en 1473.
Un estremecimiento de horror recorrió todo mi cuerpo; tuve la sensación de que nos encontrábamos en
presencia de fuerzas malignas surgidas del Averno.
Al mirarlo, aquel espantoso ser me había parecido desprovisto de sexo, pero al sonido de su nombre la
fantasmal mueca de una sonrisa contorsionó la fruncida boca manchada de rojo.
Por primera vez me di cuenta de que el monstruo estaba efectivamente encadenado a la pared. Los
gruesos eslabones estaban tan ennegrecidos por el tiempo que me habían pasado inadvertidos.
El comisionado continuó, como si recitara una lección:
-Lady Glanville fue una antepasada materna de los Chilton-Payne. Tenía trato con el Diablo. Fue
condenada como bruja, pero escapó a la hoguera. Finalmente, sus propios deudos la encerraron aquí y la
encadenaron a la pared para que muriera de hambre.
Hizo una breve pausa y luego prosiguió:
-Era demasiado tarde. Lady Glanville había hecho ya un pacto con los Poderes de las Tinieblas. Había
sido una belleza. Odiaba a la muerte. Temía a la muerte. De modo que vendió su alma inmortal -y los
cuerpos de su progenie- a cambio de la eterna vida terrenal.
La voz del comisionado llegaba a mis oídos como en una pesadilla; parecía proceder de una distancia
infinita.
William Cowath continuó:
-Las consecuencias de romper el pacto son demasiado terribles para ser descritas. Ningún
descendiente de lady Glanville se ha atrevido a hacerlo. Y así ha podido vivir durante casi quinientos años.
Creí que había terminado, pero me equivocaba. Mirando hacia arriba, alzó la antorcha hacia el techo de
aquella cámara maldita.
-Esta cámara -dijo- se encuentra inmediatamente debajo de la cripta familiar. Cuando muere uno de los
condes, el cadáver es depositado en la cripta. Pero, en cuanto se han marchado los sepultureros, el falso
fondo de la cripta se desliza a un lado y el cadáver del conde cae en esta cámara.
Mirando hacia el techo, vi el rectángulo de la puerta de una trampilla.
La voz del comisionado se hizo casi inaudible.
-Una vez cada generación, lady Glanville se alimenta... con el cadáver del difunto conde. Es una
cláusula de aquel espantoso pacto que no puede ser quebrantada.
Como si quisiera confirmar sus palabras, el comisionado inclinó su antorcha hasta que la llama iluminó
el suelo a los pies del banco de piedra al cual estaba encadenado el vampírico monstruo.
Esparcidos por el suelo veianse los huesos y el cráneo de un hombre adulto, manchados de sangre
fresca. Y a cierta distancia había otros huesos humanos, amarillentos o carcomidos por el tiempo.
En aquel momento, el joven conde Frederick empezó a gritar. Sus histéricos alaridos llenaron la
cámara. El comisionado le sacudió rudamente, pero el joven continuó gritando como un poseso.
Durante unos instantes, el monstruo tendido en el banco le contempló con sus espantosa pupilas rojas.
Finalmente emitió un sonido, una especie de cloqueo que pretendía ser una risa.
De repente, y de un modo completamente imprevisto, el monstruo empezó a deslizarse sobre el banco
y trató de avanzar hacia el joven conde. La cadena que lo sujetaba a la pared sólo le permitía avanzar un
par de metros. Pero lo intentó una y otra vez, profiriendo una especie de aullidos que erizaron los cabellos
de mi cabeza.
William Cowath enfocó su antorcha hacia el monstruo, pero éste continuó agitándose espantosamente.
La cámara de pesadilla resonaba con los gritos del conde y los horribles aullidos de aquel ser infernal. Temí
volverme loco si no escapaba inmediatamente de tan horrendo lugar.
Miré al comisionado y me di cuenta de que también él empezaba a experimentar los efectos de aquella
indescriptible situación. Vi que sus ojos se posaban en la pared a la cual estaban fijadas las cadenas que
sujetaban al monstruo.
Intuí lo que estaba pensando. ¿Resistirían las cadenas, después de tantos siglos de herrumbre y
humedad?
En un repentino impulso, sacó de uno de sus bolsillos algo que brilló a la luz de la antorcha. Era un
crucifijo de plata. Avanzando unos pasos, colocó el crucifijo ante el retorcido rostro del monstruo que en
otra época había sido la hermosa lady Susan Glanville.
El monstruo retrocedió profiriendo un grito de agonía que ahogó los alaridos del conde. Se derrumbó
sobre el banco, bruscamente silencioso e inmóvil; los latidos de su repulsiva boca y el fuego del odio que
ardía en sus rojas pupilas eran las únicas pruebas de que continuaba viviendo.
William Cowath se dirigió a él:
-¡Ser infernal! ¡Si bajas de ese banco antes de que salgamos de esta cámara y volvamos a sellarla, juro
que te colgaré esta cruz al cuello!
Las pupilas rojas contemplaron al comisionado con una expresión de odio abismal imposible de
describir. Despedían fuego, realmente. Y, sin embargo, leí en ellas algo más: miedo.
De pronto me di cuenta de que el silencio había descendido sobre aquella cámara de horrores. Duró
únicamente unos instantes. El conde había cesado de gritar, pero ahora hacía algo peor: se estaba riendo.
Era sólo una risita, pero resultaba más horrible que todos sus gritos.
El comisionado se volvió, señalándome con un gesto la pared parcialmente derruida. Cruzando la
habitación, salí al pasadizo. Detrás de mí, el comisionado sostenía al joven conde, que arrastraba los pies
como un anciano, sin dejar de reír para sí mismo.
Luego se produjo lo que me pareció un interminable intervalo, durante el cual el comisionado fue en
busca de un saco de cemento y de un cubo de agua que previamente había dejado en alguna parte del
túnel. Trabajando a la luz de la antorcha, preparó el cemento y procedió a sellar la cámara, utilizando las
mismas piedras que había quitado.
Mientras el comisionado trabajaba, el joven conde permanecía sentado en el túnel, completamente
inmóvil, riéndose en voz baja.
En el interior de la cámara reinaba el silencio. Una vez, solamente, oí las cadenas del monstruo chocar
contra la piedra.
Finalmente el comisionado terminó su tarea y nos condujo de nuevo a través de aquellos pasadizos
manchados de salitre y las húmedas escaleras. El conde apenas podía subirlas; el comisionado le
arrastraba penosamente de peldaño en peldaño.
Cuando llegamos a la habitación de los tapices el conde se sentó en su cama y se quedó mirando
fijamente el suelo, sin cesar de reír. En contra de lo que afirman los que se las dan de entendidos, observé
que su pelo negro se había convertido en gris. Después de convencerle para que se bebiera un vaso de
líquido que sin duda contenía una fuerte dosis de sedante, el comisionado consiguió que el conde se
tendiera en la cama.
William Cowath me acompañó a otro dormitorio. Deseaba marcharme inmediatamente de aquel castillo
infernal, pero la lluvia seguía arreciando y no estaba seguro de poder encontrar el camino de regreso a la
aldea sin un guía.
El comisionado sacudió la cabeza tristemente.
-Temo que Su Señoría esté condenado a una muerte temprana. Nunca fue demasiado fuerte, y los
acontecimientos de esta nochc pueden haber trastornado su mente..., pueden haberle debilitado más allá
de toda esperanza de recuperación.
Expresé mi simpatía y mi horror. Los fríos ojos azules del comisionado se clavaron en los míos.
-Es posible -dijo- que, en caso de que se produzca la muerte del joven conde, usted mismo pueda ser
considerado... -Vaciló-. Pueda ser considerado -concluyó finalmente- como uno de los que se encuentran
en la línea de sucesión.
No quise oir nada más. Le di las buenas noches, cerré la puerta del dormitorio y traté -inútilmente- de
dormir, aunque sólo fueran unos minutos.
Pero el sueño no llegó. Tuve febriles visiones de aquel monstruo de pupilas rojas escapando de sus
cadenas, abriéndose paso a través de la pared y trepando por aquellas heladas y resbaladizas escaleras...
Antes de que amaneciera abrí silenciosamente la puerta del dormitorio y me deslicé como un ladrón a
través de los fríos pasadizos y el gran vestíbulo desierto del castillo. Crucé los dos patios y el puente
levadizo tendido sobre el negro foso, y eché a correr en dirección a la aldea.
Mucho antes del mediodía estaba en camino hacia Londres. La suerte me favoreció: al día siguiente
salía uno de los buques que efectúan la travesía del Atlántico.
Nunca volveré a Inglaterra. Me he propuesto mantenerme siempre a un océano de distancia, como
mínimo, del castillo de Chilton y de su permanente ocupante.

jueves, 17 de septiembre de 2009

CUENTOS DE HUMOR NEGRO


CUENTOS DE
HUMOR NEGRO
Robert Bloch

________________
ÍNDICE
El arte mortífero
Escuela nocturna
Chica pin-Up
Terror en Hollywood
Los versos nunca pagan
Descanso sabatino
Traición
El maestro del pasado
Un hogar hospitalario
Los padres de la patria

_________________________


EL ARTE MORTIFERO
________
Era una noche muy calurosa, incluso en los trópicos. Vickery se estaba preparando un
combinado de ginebra cuando oyó el discreto golpe en la puerta de la habitación del hotel.
-¿Eres tú, Sarah? -murmuró.
Entró un hombre, rápida y silenciosamente, corriendo el pestillo de la puerta tras él.
-Soy Fenner -dijo-. El marido de Sarah. -Hizo una mueca a Vickery-. ¿Sorprendido,
verdad? Sarah también lo estuvo.
-Realmente, yo...
Vickery trató de levantarse.
-No se moleste -le dijo Fenner-. No se mueva de donde está.
Sin dejar de sonreír, sacó una enorme "Webley" del bolsillo de su chaqueta y apuntó al
estómago de Vickery.
-Un blanco inmóvil -observó Vickery-. No resulta muy deportivo, amigo mío.
-Miren quién habla de deportividad, después de lo que ha hecho con mi mujer. ¿El gran
cazador blanco, eh? Habitaciones contiguas en el hotel y todo... Habrá sido un interesante
safari.
Vickery suspiró.
-Supongo que no servirá de nada que lo niegue. Dispare, pues, y que lo ahorquen
después.
-Esto sí que no. No deseo que me ahorquen. Por consiguiente, no dispararé.
Sin dejar de apuntarle con la pistola, Fenner buscó algo en el bolsillo de la chaqueta y
extrajo de él una pequeña bolsa de cuero. La abrió con precaución y dejó caer un objeto
movedizo y de vivos colores a los pies de Vickery. Parecía un diminuto brazalete de coral,
pero estaba vivo.
-Será mejor que no se mueva -murmuró Fenner-. Sí, es una krait. La serpiente más
pequeña y mortífera que existe en el mundo, según me han contado.
-¡Espere, Fenner! Escúcheme...
El diminuto brazalete de coral se desenroscó de repente. Antes de que Vickery pudiera
apartarse, se lanzó contra él como un relámpago escarlata. Una y otra vez, la krait hundió
sus colmillos en la pierna derecha de Vickery, a través de la delgada tela de sus
pantalones.
Vickery profirió un gemido y cerró los ojos, sin intentar aplastar a la serpiente. De
pronto, ésta cesó en su ataque y volvió a enrollarse en el centro de la alfombra.
Fenner tragó saliva, se enjugó la frente y depositó la pistola sobre la mesa.
-Le dejo esto -dijo-. Tal vez quiera usarla. Me han dicho que en menos de diez
minutos...
Vickery se echó a reír.
-Fenner, ¡es usted un crédulo!
-¿Qué quiere decir?
-El nativo de un bazar le vende una inofensiva culebra cristal, y usted acepta su palabra
de que se trata de una krait. Como aceptó las explicaciones de una mujer celosa cuando
ésta le contó que ella y yo nos entendíamos. En realidad, amigo mío, estaba enojada
porque yo no quise saber nada de ella. -Vickery volvió a reírse-. Admito que mis palabras
no resultaban muy galantes, pero tiene usted derecho a saber la verdad.
-¿No esperará que me trague esto, verdad?
-Como usted guste. -Vickery agitó una mano-. ¡Oh, no se marche! Siéntese y charle un
rato conmigo. No va a ocurrir nada, como usted mismo podrá comprobar.
Y no ocurrió nada, exceptuando que Fenner tomó una copa y una breve charla le
convenció de que Vickery era tan inocente e inofensivo como la minúscula serpiente
enroscada sobre la alfombra.
Cuando se marchó, presentó rendidas excusas a Vickery por todo lo ocurrido. Enviaría
el equipaje de Sarah en el primer avión que saliese para Londres, y él pensaba seguirla
allí a la mañana siguiente.
Vickery le deseó un buen viaje.
-Llévese su pistola -dijo-. Y también la serpiente. No se moleste en meterla en la bolsa,
póngala en su bolsillo. A las serpientes les gusta el calor y el contacto con el cuerpo
humano.
Cuando Fenner salió para dirigirse a la habitación antes ocupada por su esposa,
Vickery siguió haciendo sus preparativos para acostarse. Su mente estaba llena de
cálculos matemáticos. Por ejemplo, ¿cuánto tiempo se precisaba para que Sarah llegase
a Londres y él pudiese llamarla por teléfono? ¿Cuánto dinero había dicho ella que poseía
su esposo? Y cuánto tiempo necesitaría la krait para rebullir encolerizada en el bolsillo de
Fenner y morder sus carnes grasientas a través de la ropa?
La respuesta a esta última pregunta no tardó en llegar.
Vickery oyó los gritos del hombre a través del delgado tabique de la habitación
contigua, en el preciso instante en que él se sentaba en la cama y aflojaba las correas de
su pierna artificial.
2
Gordy estaba trabajando en Chicago y todo marchaba pasablemente hasta que
conoció a Tío Louie.
Ya era hora, de todas formas, porque la cosa apremiaba. Le pasó la información Phil,
uno de los muchachos de la orquesta en la que Gordy trabajaba como batería.
-Tú tienes un vicio gordo -diijo Phil-. Ve a ver a ese hombre. Tío Louie es el mejor
amigo para ti.
Gordy fue a verle inmediatamente porque tenía el más gordo de todos los vicios, con
una "H" mayúscula.
Tío Louie resultó ser un gato viejo que tenía una tienda de cambalache como fachada,
allá por el South State. Tenía la mercancía, ésta era de buena calidad, y facilitó a Gordy la
solución inmediata.
Por tanto, todo se arregló excepto en lo que se refiere a la cuestión de cartera. Sus
ganancias no bastaban para pagarse las inyecciones.
Cuando pidió crédito, Tío Louie se comportó como si fuese la banca federal. Gordy
empeñó su reloj, sus gemelos y los botones de la pechera. Pero el hábito era más fuerte
que sus recursos y Gordy no tardó en ser hombre al agua. Empezó a perder ritmo y sus
compases dejaban mucho que desear.
-¿Quiere una dosis? -le dijo Tío Louie-. Empeñe sus tambores.
-¿Empeñar mis tambores? ¡Hombre, es que sin ellos no puedo trabajar!
-Tiembla usted de tal modo que tampoco puede trabajar con ellos -le explicó Tío Louie,
y no mentía-. Mire, le daré una semana. Toda una semana.
Aquello le sonó a Gordy como música celestial. Una semana de provisiones le
repondría hasta el punto de permitirle recuperarse otra vez.
-Está bien -dijo-. Es lo último que me queda.
Pero pasó la semana, y otros días más, y Gordy trepaba por las paredes. Todavía no le
habían acometido los temblores, pero oía ya voces en alta fidelidad.
Primero, cuando Phil fue a verle y le habló de lo del crucero por el lago, no creyó que
pudiera ser verdad. Pero Phil disipó todas sus dudas.
-Es un contrato para todo el verano, empezando mañana por la noche. De modo que
puedes arreglar tus cosas y nos largamos.
Gordy fue a casa de Tío Louie aquella noche, con la intención de explicarle lo del
contrato de modo que el gato viejo le concediese un respiro. Le devolvería sus tambores y
tal vez le facilitase también un poco de droga.
Pero Tío Louie no se dejó convencer.
-Si no hay dinero, no hay tambores -dijo una y otra vez-. No trabajo por amor al arte.
No era manera de hablar con un hombre que se mesaba los cabellos pensando en la
inyección. Gordy lo agarró por el cuello de la chaqueta y le manifestó sin dejar lugar a
dudas su firme decisión de conseguir la droga y también sus tambores.
Tío Louie trató de sacarlo de la tienda, en vista de lo cual Gordy pasó al otro lado del
mostrador y se apoderó de sus tambores. Hubo un forcejeo y fue entonces cuando los
tambores cayeron al suelo y Tío Louie los pisoteó, rompiendo los parches.
Tal como oyen; reventó los parches ante el propio Gordy, y con ello dio al traste con el
contrato de éste. Después Gordy descubrió que estaba golpeando a Tío Louie con el
hacha que había encontrado debajo del mostrador, golpeándole sin cesar y chillando con
una voz aguda y estentórea.
O sea que Gordy consiguió finalmente su dosis, pero parecía como si Tío Louie
hubiese ido al Banco poco antes, pues aquella noche no había dinero en la casa. No
había más que los trastos propios de su comercio. Y sin dinero, no había tambores. Y al
día siguiente, Gordy necesitaría los tambores. Pero los parches estaban tan estropeados
como la cabeza de Tío Louie. El gato viejo había muerto.
Miró los tambores y a Tío Louie, y después contempló el hacha que aún tenía en la
mano. Entonces advirtió que había una caja llena de instrumentos quirúrgicos debajo del
mostrador...
Al llegar la noche siguiente, instaló sus tambores en la pasarela del barco de
excursiones. Estaba excitadísimo, pero dispuesto a tocar, y vaya si tocó. Los parches
nunca habían sonado mejor.
-¿De modo que pudiste recuperarlos? -dijo Phil-. ¿Cómo te las arreglaste, muchacho?
Tío Louie no es hombre que se ande con contemplaciones.
Gordy ejecutó un rápido redoble en los flamantes parches de su batería. Después
sonrió.
-Ya conoces el viejo proverbio -explicó-. Hay muchas maneras de despellejar un gato.
3
Mitch Flanagan saludó a los visitantes de la "barbacoa" que había instalado en el gran
prado de su hacienda. Llevaba un alto gorro de cocinero y un largo delantal con
inscripciones humorísticas.
El teniente Crocker le estrechó la mano.
-¿Dónde está su socio en actividades delictivas? -le preguntó-. ¿Dónde está Chester?
Mitch se encogió de hombros y levantó sus brazos velludos y cubiertos de pecas.
-Ha emprendido un breve viaje -respondió-. Es usted la décima persona que me lo
pregunta. Estoy empezando a sospechar de ustedes, muchachos, sólo vienen aquí para
ver a mi socio.
-Nada de esto. -Crocker encendió un cigarro-. Estos picnics anuales suyos se han
convertido ya en institución en nuestro Departamento. Ya sabe que nosotros, los policías,
nos pirramos por recibir invitaciones.
-Lo sé. -Mitch le dio un metido en las costillas-. Y también bebidas gratis. ¿Qué me
contesta a eso?
Acompañó al teniente Crocker hasta el bar montado al aire libre. La mitad de las
fuerzas de la policía local se habían congregado allí.
Bebieron varias copas antes de que Crocker se alejase del bar. Mitch se quedó allí
durante largo tiempo. La mayoría de los visitantes habían comido su ración de carne a la
parrilla y se habían retirado, y casi oscurecía cuando Cracker se acercó al bar y vio otra
vez a su anfitrión.
-¿Lo está pasando bien? -preguntó Mitch, reprimiendo un eructo.
-Magnífico. Lástima que Chester no esté aquí. -Crocker masticó la colilla de su cigarro-.
¿Ustedes dos se pelearon, verdad?
-¿Quién le ha hablado de esto?
-Esta tarde he oído varias cosas. Los rumores corren.
Mitch se sirvió otra bebida y se alejó del bar con Crocker.
-Está bien. Puesto que la gente empieza a hablar, admito que tuvimos una discusión.
Le pagué al contado su mitad en el negocio y él se largó.
-¿Tal como me lo cuenta, verdad?
-Claro. ¿Por qué no iba a ser así?
-Es que ustedes dos regentaban un bufete de abogados. Se necesita algún tiempo
para dividir una sociedad tan bien montada. Parece como si usted hubiese tenido que
tomar sus medidas para reemplazarlo...
-¿Para qué? Chester no era más que un peso muerto, sépalo usted. Un peso muerto.
Lo había estado arrastrando durante años. Al final me cansé de la situación y le dije que
se largase con viento fresco.
-No es esto lo que he oído decir -repuso Crocker amablemente-. Chester era un buen
hombre. En los tribunales gozaba de una excelente reputación. Yo siempre había creído
que era usted el lastre para la sociedad; un charlatán que trataba de jugar a la política y
sustituír la inteligencia por el soborno.
-¿Está tratando de insultarme?
-No, me limito a repetir lo que he oído comentar. Esta tarde he obtenido mucha
información. Por ejemplo, me he enterado de que ustedes dos se pelearon, pero que
Chester se negó a abandonar la sociedad o a vendérsela a usted.
-¿Acaso no se ha marchado?
-Sí, se ha marchado. Me gustaría saber a dónde.
Bajo la luz crepuscular, Mitch miró iracundo al teniente Crocker.
-O sea que cree que yo lo maté -dijo-. No me importa admitirlo. Su declaración no
serviría de nada ante un tribunal. Y conozco lo suficiente las leyes para decirle que no hay
modo de probar que yo lo haya matado. Porque me he desembarazado de todo, incluso
del corpus deliciosus.
-Corpus delicti -corrigióle Crocker.
-Llámelo como quiera -Mitch eructó-. He dicho que era delicioso. Todos están de
acuerdo conmigo. Todos ustedes son cómplices, ¿me entiende? Todos me han ayudado
a desembarazarme de la prueba esta tarde, aquí, en la barbacoa. ¿Divertido, verdad?
Avisar a todos los policías de la localidad para que me librasen del viejo Chester. ¿Un
buen hombre, eh? Pues bien, yo soy mucho mejor.
Pero Crocker no le escuchaba ya. Estaba muy ocupado vomitando entre los
matorrales.
Posteriormente, un análisis químico de los restos bastó para poder acusar a Mitch
Flanagan y juzgarlo por el asesinato de su socio según el método ya descrito, de modo
que Crocker tuvo por lo menos la pequeña compensación de saber que había estado en
lo cierto en un aspecto de la cuestión. Había descrito a Chester como un buen hombre. Y
todos sabemos que a un buen hombre no se le puede tener atravesado en el estómago.
***
ESCUELA NOCTURNA
***
Se las puede ver en callejones de toda gran ciudad, y uno se pregunta a veces cómo
se las arreglan sus propietarios para ganarse la vida.
Suele haber en ellas una puertecilla de entrada y un escaparate mal iluminado que
ostenta el letrero LIBROS DE OCASION escrito con caracteres confusos. Casi siempre
hay una mesa junto a la entrada, presidida por un cartel que reza A ELEGIR - 10 c. Es
inevitable que en este mostrador se hallen seis títulos sempiternos: Tres semanas, El
sombrero verde, Los niños de Elena, La vaca negra, Cuando llegue el invierno, y
Hablando de operaciones.
Nadie los compra, ni siquiera por diez centavos, y tampoco parece que nadie pague
alguna vez los precios exorbitantes que ostentan los ejemplares de Fantazius Mallare, El
asno de oro o Tertium Organum que se encuentran en el interior de la tienda. Cabe
sospechar que el propietario hace condiciones especiales a ciertos bibliófilos; es posible
que ávidos estudiantes de geografía adquieran el Trópico de Cáncer de Henry Miller, o
que algún visitante perspicaz detecte los picantes aromas de El jardín perfumado, pero
aun así las ventas han de ser muy escasas. Y entonces es cuando uno vuelve a
preguntarse cómo se las arreglan estos libreros para vivir años y más años.
Ante una tienda de esta clase se detuvo un joven, a primera hora de la tarde. Se
llamaba Abel, y nada había de particular en su persona, excepto un cierto aire furtivo
cuando bajó los peldaños y penetró en la oscura tienda.
Al cruzar el umbral frunció el ceño, como si le extrañase todo lo que le rodeaba. Fue
como si el vulgar aspecto del establecimiento le confundiera o le decepcionase. Y cuando
el propietario apareció detrás de un polvoriento mostrador que había al fondo, la
expresión del joven míster Abel pareció indicar que allí había algún error.
El propio librero tenía todo el aspecto de una edición popular, ligeramente maltratada
por el tiempo. Daba la impresión de haber sido hojeado, desdeñado y vuelto a colocar en
un estante para almacenar polvo a medida que pasaran los años. Era bajo y algo
encorvado, como la mayoría de ellos; sus cabellos hirsutos y su mal cuidado bigote no
tenían ningún color definido y, a través de los lentes, sus ojos recordaban dos canicas de
mármol blanco.
Cuando la exhibió, su voz resultó ser un murmullo desprovisto de tonalidades.
-¿En qué puedo servirle?
El joven míster Abel titubeó. Volvió a fruncir el ceño y por un momento pareció como si
optase entre las tres alternativas: pedir un ejemplar de Jurgen, contestar con la clásica
frase de "sólo estoy dando un vistazo, muchas gracias", o limitarse a dar media vuelta y
abandonar la tienda.
Pero sin duda había algo más que extrañeza en aquel fruncimiento de ceño, y después
de una pausa habló con determinación.
-Vengo en busca de instrucciones -dijo-. Se trata de un cursillo muy especial y necesito
unos libros también especiales.
Las dos canicas se movieron detrás de las gafas y el propietario de la tienda inclinó la
cabeza.
-¿Sus títulos?
-Hay tres -fue la respuesta-. El primero es Introducción al asesinato. El segundo es
Muerte a plazos, y el tercero es El precio adecuado.
El librero levantó la vista. Las canicas blancas se habían convertido en un par de ojos
negros y penetrantes.
-Un surtido poco corriente -murmuró-. Pero tal vez pueda complacerle. A propósito,
¿quién le ha recomendado mi tienda?
-Una persona que me dijo que usted me haría esa pregunta, aconsejándome al propio
tiempo que yo no contestase.
El librero asintió con un gesto de la cabeza.
-Será mejor que pasemos a la trastienda. Espere un momento; voy a cerrar.
Hurgó en la cerradura de la puerta y después apagó la luz del escaparate. El joven le
siguió a través de un oscuro corredor, hasta que llegaron a la habitación que servía de
trastienda.
Era una sala confortable y bien iluminada, así como regiamente amueblada.
-Siéntese -dijo el librero-. ¿Quiere decirme su nombre?
-Abel. Charles Abel.
-¿Abel, de verdad? ¡Extraordinario! -El anciano se echó a reír-. En este caso, creo que
puede llamarme míster Caín.
El ceño del joven desapareció.
-¡Entonces, éste es el lugar! -exclamó-. ¡Y usted es el hombre que yo busco!
Míster Caín se encogió de hombros.
-¿Tiene el dinero? -inquirió.
-Aquí está. Mil en metálico, todo en billetes pequeños.
Míster Caín aceptó la suma y la contó con cuidado. Después levantó la vista y asintió.
-Soy el hombre que usted busca -murmuró-. Y ahora hablemos de esas instrucciones
que está buscando. ¿A quién desea matar?
Había pasado casi una semana desde la primera visita de Abel a la librería de lance.
Había vuelto a ella cada noche, presentándose siempre a las nueve en punto. No había
problemas con la puntualidad, pues era un alumno meticuloso y aprovechado. Y también
había mucho que aprender.
Descubrió satisfecho que míster Caín era un maestro capacitado, y así se lo dijo
creyendo hacerle un cumplido, pero el anciano se limitó a hacer una mueca de timidez.
-Ya sabe lo que suele decirse -comentó-. El que no puede, enseña.
-¿Quiere decir que usted nunca ha asesinado a nadie?
Míster Caín adoptó una expresión de embarazo.
-Padezco de hemofobia. Es una desdicha. La visión de la sangre me altera tanto que ni
siquiera puedo tender trampas a los ratones que infestan esta tienda. Se me están
comiendo todos mis beneficios.
-Pero en realidad esta tienda no es más que una fachada. Su verdadero negocio es
éste, ¿no es así?
-Sí, soy profesor, ésta es mi carrera.
El joven míster Abel sonrió.
-Lo siento, pero no puedo evitarlo. Me causa risa pensar en usted, sentado aquí y
planeando el crimen perfecto.
-¿Y por qué le divierte tanto, joven? -El librero se levantó-. Si supiera lo mal que andan
los negocios en nuestra especialidad, lo comprendería. Todo hombre tiene que ganarse la
vida.
-Ha hablado usted de la "especialidad". ¿Es que acaso no es usted el único? ¿Tal vez
otros libreros de lance...?
-Esto no le importa -replicó apresuradamente míster Caín-. Aquí yo soy el único que
hace preguntas. Y me gustaría obtener mayor número de respuestas. Lleva usted una
semana estudiando y todavía no me ha dicho cuándo pretende realizar el asesinato. Creo
que ya es hora de que vayamos al grano. Soy un hombre muy ocupado y tengo otros
clientes que necesitan mi ayuda.
El joven sacudió la cabeza con aire consternado.
-Pienso decírselo cuando esté convencido de veras -se disculpó-. Pero debo estar
seguro de que usted puede enseñarme cómo cometer el crimen perfecto.
-¿El crimen perfecto? No veo ningún problema en ello -replicó míster Caín-. Ya le he
dicho que yo nunca he matado a nadie, y no le engaño, pero he sido centenares de veces
lo que usted llamaría un cómplice. Y puedo asegurarle que cada caso fue un éxito
rotundo. ¿Conoce usted las estadísticas sobre el asesinato? El cincuenta y cinco por
ciento de todos los asesinatos queda por resolver. ¡El cincuenta y cinco por ciento, piense
en lo que esto significa! ¡Ni un juicio, ni siquiera un sospechoso, en más de la mitad de los
crímenes que se cometen cada año! Ello no se debe a la casualidad. Son muchos los
asesinos que reciben ayuda. Una instrucción de manos expertas. Lo que yo le estoy
ofreciendo. ¿Recuerda aquel caso de la Dalia Negra, en la costa occidental?
-¿Usted planeó aquello?
-Sí, para uno de mis discípulos -afirmó con discreto orgullo míster Caín-. No es más
que un ejemplo de lo que yo puedo lograr cuando obtengo un poco de cooperación por
parte de un estudiante deseoso de aprender.
El joven Abel encendió un cigarrillo.
-¿Cómo voy a saber que no me está enseñando naderías? El crimen que me ha
mencionadose me antojó carente de todo sentido.
Míster Caín se mordió el labio.
-Ahí está el detalle -insistió-. ¿No ha prestado atención a lo que le he estado repitiendo
durante toda la semana? Vamos a repasarlo otra vez, brevemente. ¿Cuáles son los
motivos del asesinato? Conteste, rápido.
-Pues son tres, según dice usted. Primero, la necesidad.
-Ejemplos.
-Pues los asesinatos por compasión, y casos en los que hay cuestión de dinero, o bien
cuando alguien quiere desembarazarse de su cónyuge, pero tiene escrúpulos con
respecto al divorcio.
-Bien. ¿Y el segundo motivo?
-Ira. Celos. Rivalidad. Todo viene a ser lo mismo.
-¿Y el tercero?
-Pues cuando uno está mal de la azotea. Cuando se trata de buscar una emoción
fuerte, puramente por esto.
-Impuramente -corrigióle míster Caín-. En lo que a mí respecta, la tercera categoría no
existe. Jamás aceptaría a un psicópata como alumno. En primer lugar, nadie puede
confiar en que siga las instrucciones.
-Pero el caso de la Dalia Negra pareció ser obra de un psicópata.
-Ahora es cuando empieza a comprender -aseguróles míster Caín-. Claro que sí. Yo lo
planeé expresamente.
-¿Planeó?
-Ya le he dicho antes que la mitad de los asesinatos en ese país nunca llegan a ser
resueltos. ¿Por qué? Porque las pistas que conducen a las autoridades hasta la mayoría
de asesinos no tienen nada que ver con el auténtico modus operandi de los crímenes.
Hará unos veinte años, hubo una verdadera obsesión por las novelas detectivescas que
narraban métodos destructivos complicados y rebuscados. Puedo asegurárselo, pues las
estanterías superiores aún están llenas de ellas. Asesinatos fantásticos. Gente que
utilizaba dardos emponzoñados, dagas improvisadas con carámbanos de hielo, muertes
misteriosas en habitaciones herméticamente cerradas, reproducciones fonográficas que
servían de coartadas... Todo esto es ridículo. Si emplea su sentido común y no le ve nadie
que después pueda recurrir a la policía como informador o testigo, no tiene nada de
particular escapar impune de un asesinato. Desde luego, siempre y cuando adopte sus
precauciones en cuanto a huellas digitales, manchas de sangre y otras niñerías por el
estilo.
"Hoy en día, la policía no captura al asesino a causa de sus métodos. Lo que les lleva
hasta el culpable son los motivos de éste. Y esto es, precisamente, lo que el desdichado
cuarenta y cinco por ciento formado por los que son aprehendidos suele olvidar. En casos
de necesidad, la ley siempre está al acecho en busca del que se beneficie de la muerte;
un heredero, un cónyuge infeliz, un rival en negocios. En casos de ira o celos, también es
fácil localizar al culpable. -Hizo una pausa-. Permítame asegurarle que en todos los
asesinatos que yo he ayudado a planear, ha habido siempre un auténtico motivo. Pero
siempre los he planeado de modo que no hubiese ni una apariencia de motivo. En una
palabra, cada muerte parece ser obra de un demente.
-¿De modo que éste es el secreto?
-¿Acaso no se lo insinuó la persona que le envió? -inquirió míster Caín-. ¿No está
enterado de los detalles de su afortunado crimen?
-Lo hizo -admitió el joven Abel-. Y conozco los detalles. Me ensalzó sus clases. Pero
antes, me parecía como si la cosa no tuviera sentido.
-¿Y ahora sí? ¡Magnífico! Bien, pues entonces, ¿no cree que ya es hora de que confíe
en mí? Dígame, ¿qué piensa hacer?
Míster Abel no titubeó por más tiempo.
-Quiero matar al hombre que me recomendó a usted.
-¿A uno de mis antiguos alumnos? Mi querido muchacho, esto no resulta muy ético que
digamos...
-Puede tranquilizar su conciencia. Yo no le diré su nombre. Usted nunca lo sabrá y de
este modo no le asaltarán los remordimientos.
-¿Acaso tiene algún rencor personal contra él? ¿Se trata de esto?
-Sí. Pero le repito que no hay necesidad de que le abrume a usted con detalles. Lo
único que debe saber es que él no sospecha que yo le odio. Por lo tanto, según su propia
definición, contamos con un punto de partida perfecto. Nadie me relacionaría jamás con el
crimen, pues aparentemente no tengo ningún motivo. Todo cuanto necesito de usted es
un método. Algo que convierta el asesinato en algo parecido a la obra de un psicópata
criminal.
-¡Hum! -Míster Caín se levantó y empezó a pasear por la habitación-. Si me está
diciendo la verdad, la cosa parece sencilla.
-Le doy mi palabra de honor.
-Bien, si lo enfoca de ese modo... -Míster Caín hizo una pausa-. Supongo que sería
demasiado sencillo que usted le acorralase a solas en cualquier rincón, lo estrangulase, y
después se alejara de allí. Hay veces en que la misma sencillez de una muerte confunde
a todos. Un lugar oscuro, un buen golpe en la cabeza y ya tenemos a la policía sin saber
por dónde empezar.
-Por favor, caballero -dijo míster Abel con voz suave-. No creo que este consejo valga
mil dólares en metálico y libres de impuestos.
-Podría proporcionarle algún veneno, pero...
-¿Qué tiene de psicopático un veneno? Si he de serle franco, después de tanta
preparación esperaba algo más original.
-¿Original, eh? -Míster Caín hizo una pausa y sus ojos se iluminaron-. Hay uno que le
gustará, muchacho. Es un poco anticuado, desde luego, pero hace años que no se ha
utilizado. Yo le llamo "el correo macabro".
-¿Cómo?
-El correo macabro -repitió míster Caín, sonriendo a su discípulo-. Para llevarlo a cabo
es preciso asegurarse concienzudamente de tres condiciones.
-¿Cuáles son?
-Primera, que el asesino pueda atraer a su víctima a un lugar solitario y allí disponer de
él. A pesar de sus objeciones, debo recomendarle otra vez un golpe en la cabeza o la
estrangulación. Desde luego, hay que tener en cuenta la necesidad de eliminar las
usuales pruebas del crimen y hacer desaparecer el arma homicida, si la hubiere. ¿Cree
poder desempeñar esta fase de su labor?
-Con toda facilidad.
-Espléndido. La segunda condición consiste en que el asesino debe disponer de un
automóvil.
-Poseo un automóvil.
-La tercera y la más importante. El asesino no debe estar sujeto a una vigilancia
regular. Me refiero a que debe poder trasladarse de un lado a otro con toda facilidad, tal
vez abandonando la ciudad durante varios días sin que nadie se inquiete por su ausencia.
-Vivo solo y la semana próxima empiezo mis vacaciones.
-¡Perfecto! En este caso, creo que podremos planear el perfecto crimen psicopático. El
correo macabro tiene como objeto desviar a la policía de toda pista. Les interesa tanto el
método que la cuestión del motivo queda relegada al olvido.
-Pero, ¿qué es lo que debo hacer?
-¿Aún no lo adivina? Mata a su víctima por un medio sencillo, tal como lo he sugerido.
Después, con la ayuda de un cuchillo de carnicero o un trinchante, descuartiza el cadáver.
Yo le recomendaría la división natural, basada en mis anteriores experiencias en tales
menesteres, comprendiendo piernas, muslos, pelvis partida en dos, torso también partido,
brazos, antebrazos y cabeza. En total, trece piezas. Es un número antipático, pero quiero
esperar que no será usted supersticioso.
-No. Sólo curioso. ¿Y qué hago con los... fragmentos?
-Pues envolverlos, claro está. En trece paquetes separados. Necesitará un poco de esa
tela de plástico que se utiliza en los frigoríficos, papel recio de embalaje y cordel como el
que emplean los carniceros. ¡Asegúrese de que no le falte el cordel! Una vez listos sus
paquetes, sólo tiene que escribir direcciones en ellos, pegar los sellos y meterlos en los
buzones destinados a paquetes postales.
-Pero trece paquetes tan pesados...
-Por esto le he preguntado si tenía coche y unos cuantos días de que poder disponer
libremente. No debe mandarlos todos desde una misma localidad. Tiene que trasladarse a
una docena de ciudades distintas. Procúrese un mapa y estudie hasta donde puede llegar
en, digamos, unos cuatro días. Es mejor elegir localidades aparentemente sin relación
alguna, para que la policía no pueda deducir un itinerario con punto de partida. Más tarde,
le ayudaré a planear todos estos detalles. Forma parte de mis servicios, ya sabe. Otra
cosa; debe comprar los sellos con bastante anterioridad. Un rollo de sellos de tres
centavos, para que nadie les preste atención.
-¿Y a quién debo mandar los paquetes?
-Elija los nombres al azar en los listines telefónicos de las ciudades que visite. O bien, y
no deja de ser un detalle, mándelos a trece empresarios de pompas fúnebres, uno de
cada localidad. Esto puede despistar por completo a la policía. Empezarán a buscar
personas que estén enemistadas con los enterradores, o darán caza a los necrófilos. Sea
como fuere, estarán seguros de que el crimen ha sido obra de un psicópata. Cuando se
enteren los periódicos y aireen la historia, puede estar seguro de que la pista se perderá
en un laberinto de sórdido sensacionalismo. Dementes, maniáticos, y toda la gama. -
Míster Cain inclinó la cabeza-. ¿Qué le parece mi plan? ¿Resulta bastante original para su
paladar?
-Sí. Pero, ¿está seguro de que no quedará ninguna pista?
-No, si lo planeamos todo cuidadosamente. Desde luego, usted debe asegurarse de
tomar las precauciones elementales, como por ejemplo la de atraer a su víctima al lugar
más a propósito. Y tendrá que ocuparse de la desaparición de sus, ejem, utensilios. Será
mejor que los robe cuanto antes, en algún almacén de artículos domésticos, por ejemplo.
Después, se desprende de ellos en algún puente, lejos ya de la ciudad. Pero podremos
cuidar estos detalles a medida que se vayan presentando. Ante todo, debemos librarnos
de las huellas dactilares. ¿Quiere hacerlo ahora o prefiere esperar a que hayan empezado
sus vacaciones? Bien mirado, hoy es viernes. Si no trabaja los sábados, podríamos
hacerlo ahora mismo. El fin de semana bastará para cicatrizar los dedos.
-¿De qué me está hablando?
-Ácido, muchacho. Un pequeño preparado propio. Elimina las ondas de modo que
nadie puede tomar las huellas. Desde luego, también arranca parte de la piel, pero esto
no puede evitarse. Y siento decirle que no tengo a mano ningún anestésico. Sin embargo,
esta habitación es a prueba de ruidos, y si grita un poco nadie le oirá.
-¿Ácido? ¿Gritos? Oiga, esto no me...
El joven Abel se echó atrás, pero míster Caín hizo como si no lo viera y, abriendo un
armario, sacó una botella, una palangana y una copa graduada. Trabajó con ello durante
un rato y finalmente miró benévolo a su alumno a través de una nube de humo que
despedía un olor acre.
-Venga -murmuró-. Le dolerá un poquitín, pero le prometo que no es nada si lo
comparamos con las angustias de la electrocución. Le aseguro que la silla eléctrica da
más cosquilleo, y disculpe mi chiste malo...
Pasó más de una semana desde el momento en que míster Abel salió de la librería con
los dedos vendados y enguantados, hasta su brusca reaparición una tarde a última hora.
Había oscurecido ya y tuvo que golpear la puerta de la tienda durante un buen rato
antes de que míster Caín fuese a abrirle.
Hizo pasar al joven a la trastienda, contemplando con curiosidad la bolsa de mano que
éste llevaba, pero sin decir palabra hasta que ambos estuvieron sentados en la tranquila
habitación posterior.
Entonces, el anhelo de saber lo sucedido se apoderó del librero.
-¿Qué le ha ocurrido? -preguntó-. No volvió para recibir las últimas instrucciones.
Estaba inquieto...
El joven Abel sonrió.
-No tenía por qué preocuparse. Sepa que sus sugerencias fueron perfectamente
adecuadas para mis fines. El asunto ha sido un éxito rotundo.
-¿De modo que... que lo hizo? Pero, ¿cuándo? No he visto ninguna noticia en los
periódicos, nada...
-Volví a reflexionar sobre toda la cuestión. Su primera sugerencia, limitarme a
estrangular a la víctima, me pareció más eficaz. Claro que aún tenía los dedos un poco
doloridos, pero no se presentaron complicaciones. El asesinato en un callejón oscuro fue
atribuído a cualquier maniático. Apenas mereció un par de líneas en la Prensa; no me
extraña que le pasara inadvertido. Tenga, léalo.
Abel le entregó un recorte, y el anciano lo leyó con rapidez. Después levantó la vista,
asintiendo.
-¿Conque el joven Driscoll, eh? Pero usted me había dicho que no me diría su
nombre...
-Poco importa, ¿no cree? Él fue quien me envió aquí, y era un ex alumno suyo.
-Sí. Fue un caso de celos. Un rival le había quitado la novia. Aunque parezca extraño,
no odiaba al hombre, quería matar a la chica. Ella vivía con su rival, y nos costó bastante
ocultar su motivo para el asesinato. Finalmente, elaboramos un plan para que la muerte
pareciera la obra de una personalidad psicópata. Empleamos el sistema del "bombardeo
loco", como yo lo llamo, pero optamos por un autobús en vez de un avión. El truco
consistió en colocar la bomba, no en su equipaje, cosa que habría podido inducir a una
investigación de motivos, sino en la maleta de un soldado que regresaba al campamento
después de gozar de un permiso. Localizamos a ese hombre en un momento oportuno y
realizamos la faena. No le molestaré con detalles, pero todo funcionó a la perfección.
Abel asintió.
-Sí. Cuatro muertos y tres heridos. La chica murió, desde luego.
-Tiene usted una memoria excelente. Esto ocurrió hace más de dos años. -Míster Caín
hizo una pausa-. ¿Acaso se lo contó él mismo?
-Él no me contó nada. Fueron suposiciones mías. Usted comprenderá que, al fin y al
cabo, yo era su rival. La chica que él mató era mi chica.
-¡Oh, ya comprendo! No me extraña que deseara eliminarlo. Pues bien, ya está
vengado.
-Sí.
-Y todo marcha bien cuando las cosas terminan bien.
-Pero es que no han terminado.
-¿No?
Míster Abel abrió su bolsa.
-Como usted mismo me explicó, usted fue el cómplice. Ayudó a montar el asesinato. Y
por lo tanto...
Sacó a relucir un largo cuchillo y una media luna de carnicero.
-¡Oiga, espere! -gimoteó míster Caín-. ¡No puede hacer semejante cosa!
-Usted dijo que esta habitación es a prueba de ruidos. Nadie oirá los gritos, sobre todo
si como primera providencia le golpeo en la cabeza.
Abel bloqueó la puerta y probó la media luna, que silbó en el aire de un modo
satisfactorio.
-¡Pero es que yo apelo a usted, no como presunta víctima, sino como su profesor, su
superior en experiencia! El plan que le di no puede tener éxito en mi caso.
-¿Por qué no? Dispongo de tiempo suficiente para efectuar el viaje. Es que le mentí,
¿sabe? Tengo dos semanas de vacaciones, no una.
-A pesar de ello, le descubrirán. En cualquier parte debe de haber alguien enterado de
que usted me ha estado visitando cada noche. Y cuando yo desaparezca...
-Usted no desaparecerá. Por lo menos, no para siempre. Si alguien desea enterarse,
usted estará de vacaciones durante una semana más o menos. Yo soy el que va a
desaparecer.
-¿Dónde se ocultará?
-Aquí, en esta librería de lance. Desapareceré mediante un teñido de cabellos, un
caminar vacilante, un bigote mal recortado y unas gafas.
-¿Ocupará usted mi lugar? ¿Para siempre?
-¿Por qué no? Puedo aprender a imitar su voz, a copiar su escritura. Con el tiempo,
captaré sus demás características. Así podré atender a sus futuros clientes. Debe admitir
que el autor de semejante plan tiene talento para hacer de instructor. Además, como voy
a demostrarle dentro de un momento, tengo una ventaja práctica sobre usted. A mí no me
asusta la visión de la sangre.
-No, no puede... ¡Es usted un psicópata!
-Todos los asesinos deben serlo. Y los profesores también.
-Pero...
La media luna interrumpió brutalmente sus palabras.
Fue una lástima que el ex profesor de míster Abel no pudiese sentir el orgullo
pedagógico de ver cómo su alumno desempeñaba todas las etapas de su plan. Puesto
que parte del mismo consistía en la transformación de míster Abel en míster Caín, el
joven llegó hasta el punto de adoptar todas las pequeñas manías de su maestro, incluso
la de sentir afición por los chistes macabros. Dentro de cada paquete preparado para ser
echado al correo, metió la cubierta de un libro. Entre los títulos se contaban La anatomía
de la melancolía, Los desnudos y los muertos y Un corazón solitario. Para el
desmembrado torso reservó la portada de un libro de chistes titulado Sin pies ni cabeza.
Comprendió, desde luego, que existía un cierto riesgo, pero hasta un psicópata tiene
derecho a hacer gala de un poquitín de humor inofensivo. Sobre todo cuando pretende,
como pretendía el nuevo míster Caín, desarrollar el resto de su programa con toda
sobriedad y regresar después para iniciar la sacrificada vida del pedagogo.
Y como era de esperar, así transcurrió todo. Una vez terminada su misión, regresó a la
tienda y se escondió tras las gafas y el pelo teñido. Al cabo de breve tiempo, dominó los
detalles de su existencia. Y pasadas unas semanas más, llegaron nuevos alumnos y la
librería de lance reanudó sus negocios.
Se las puede ver en callejones de toda gran ciudad, y uno se pregunta a veces cómo
se las arreglan sus propietarios para ganarse la vida.
***
CHICA PIN-UP
***
La primera vez que el príncipe vio a Lani fue en el "Ciro".
Ella estaba pasando la gran noche; baile, cena, bebidas, todo el programa. La
acompañaba Gibson y la fiesta formaba parte de sus actividades. Él incluso le había
facilitado un traje de noche que le caía a las mil maravillas. Todos la miraban y los
fotógrafos sacaban una instantánea tras otra. Aquello era vivir.
El maître dejó una tarjeta sobre su mesa. Había el nombre grabado en la parte
superior, Príncipe Ahmed, y una sola línea escrita a mano que decía: ¿Puedo tener el
placer de su compañía?
Se la enseñó a Gibson.
-¿Quién es ese tipo? -preguntó.
Gibson la miró con ojos muy abiertos.
-¡No me digas! -exclamó-. Querida, no es posible que hables en serio. ¿Es que nunca
lees la revista Time? Dicen que ese hombre no sabe qué hacer con el dinero; se habla de
unos ingresos de medio millón a la semana, o algo por el estilo. Petróleo, ya puedes
figurártelo. ¡Algo fabuloso! Ha venido en misión diplomática...
-¿Qué aspecto tiene? -quiso saber Lani-.¿Puedes señalármelo?
Gibson miró hacia un lugar situado a su derecha.
-Allí, la tercera mesa. El que se halla frente a nosotros.
Lani miró y vio un grupo de cuatro hombres. Tres de ellos eran altos y barbudos; el
cuarto era menos corpulento, iba completamente afeitado y su tez era menos oscura que
la de sus compañeros.
-El príncipe es el que no lleva barba -explicó Gibson-. Desde luego, no es un Ali Khan,
pero...
Lani sonrió.
-No te preocupes -murmuró-. No me interesa. Nos ganamos bien la vida, sin tener que
recurrir a individuos grasientos. No los necesitamos.
Apoyó la mano en la muñeca de Gibson. De ordinario, a éste le desagradaba que
alguien le tocase, pero esta vez no la apartó.
-¿Estamos saliendo adelante, verdad? -preguntó ella-. Veo que este trabajo que me
has buscado no es ninguna tontería.
Gibson se pasó la lengua por los labios y echó una vistazo al escote de ella.
-La primera vez que hablé contigo te dije, querida, que sé cómo hay que manejar una
mercancía. Y lo que tú posees yo sé venderlo. ¿Acaso no he estado tomando fotos tuyas
durante dos meses? ¿Acaso no he gastado una fortuna en negativos, en ropas y en aquel
equipo que contraté sólo para que tu nombre corriese por todas partes? La cosa va a
empezar a dar sus frutos, preciosa, puedes creerme. Ni se tratará de calendarios o fotos
artísticas, ni tampoco de concursos de belleza trucados. Hasta hoy he publicado
fotografías tuyas en veintitrés revistas, y dentro de unas semanas aparecerás en otras
cincuenta. Cubiertas, interiores, páginas a todo color, no me he privado de nada.
El camarero tosió discretamente y depositó un pequeño sobre largo en la mano de
Lani.
Ella lo abrió.
-Otra tarjeta -anunció-. Ésta sólo dice: Por favor.
-Un momento, querida. -Gibson se apoderó del sobre-. Hay algo dentro. ¡Mira!
-¡Caray! -exclamó Lani.
Los dos contemplaron el rubí. Era del tamaño de una pequeña canica.
-¡Caray! -repitió Lani.
De pronto, ella cogió el rubí y se levantó.
Gibson se volvió hacia un lado y examinó la pared.
-Por favor, guapo -murmuró Lani-. Es cosa de un minuto. Al fin y al cabo, tengo que
devolverlo.
Gibson guardó silencio.
-Bien, no vamos a ponernos a discutir por esto -dijo Lani-. Quiero decir que...
Gibson se encogió de hombros, pero siguió sin mirarla.
-Mañana tenemos que hacer fotografías en la playa, ¿te acuerdas? -murmuró-. Te
esperaré hasta el mediodía. Procura venir antes, querida. ¿Me harás este favor?
Lani vaciló. Podía notar cómo el rubí le quemaba en la mano. De pronto, dio media
vuelta y se dirigió hacia la mesa del príncipe. El rubí abrasaba y sabía que también sus
ojos despedían fuego y sus mejillas ardían cuando sonrió y dijo:
-Perdone, pero ¿es usted el caballero que...?
Lani se despertó a la mañana siguiente cuando ya eran más de las doce. Desde luego,
había olvidado por completo la cita con el fotógrafo, y de momento, a causa de su
jaqueca, no supo siquiera dónde estaba. Después reconoció lo que la rodeaba; el gran
dormitorio en la gran suite del gran hotel. Y reconoció al hombrecillo que estaba de pie
junto a la cama. Cuando vio que él la estaba mirando, se acordó de sonreír. Con toda
intención, dejó que la sábana se deslizara al bostezar ella, y después se desperezó. La
sábana resbaló del todo. Lani esperó la reacción.
Quedó sorprendida al ver que él fruncía el ceño.
-Por favor, querida -dijo-. Cúbrete.
Lani se atusó los cabellos.
-¿Qué te ocurre, pequeño? -susurró.
-Es que en mi país las mujeres no...
-¿Qué importa tu país? -Lani le tendió los brazos-. Ahora estás aquí.
El príncipe movió la cabeza negativamente.
-Son más de las doce -observó.
-¿Y qué tiene que ver?
-Pensé que tal vez tendrías apetito.
Lani se sentó en la cama.
-¿Vas a llevarme a almorzar?
-El almuerzo será servido aquí -dijo el príncipe-. Ya lo he encargado y están a punto de
traerlo.
-Entonces será mejor que me apresure a vestirme.
Pero el príncipe no pareció oírla. Salía ya de la habitación.
Lani se encogió de hombros. El príncipe era un hombre bastante raro, desde luego. Se
lo contaría a Gibson cuando le viese. En realidad, debería llamarle en seguida y explicarle
el motivo de su tardanza.
Halló el teléfono en una mesa que había al lado de la cama, pero antes de coger el
auricular encontró un sobre en el que alguien había escrito su nombre. Dentro había una
tarjeta, también con el nombre grabado, pero sin nada escrito en ella. Debajo de la tarjeta
había una gema verde. Lani la cogió y la examinó. Una esmeralda, de tamaño doble que
el rubí, y después contempló el teléfono. Por último, movió la cabeza en ademán negativo.
Gibson tendría que esperar. Pensaba contárselo todo, desde luego, pero antes tendría
que esperar...
Gibson esperó durante más de una semana antes de que Lani volviera a dejarse ver.
Finalmente, se encontraron en el estudio de él. El apartamento particular de Gibson
ocupaba la parte posterior de su tienda, y fue allí donde Lani lo halló.
-Sólo puedo quedarme un minuto, querido -dijo Lani.
-No me vengas con premuras de tiempo -lamentóse él-. Y también puedes dejar de
llamarme "querido". ¿Qué diablos te ha ocurrido?
-¡Algo sencillamente fantástico! -suspiró Lani-. ¿Recuerdas aquel rubí? Pues bien, a la
mañana siguiente fue una esmeralda, y después un diamante, y al tercer día una sarta de
perlas. Más tarde llegó un brazalete de jade; y ayer fue un broche de turquesas, y te juro
que no sé cómo se las ha arreglado, pues en toda la semana ni siquiera ha salido de la
suite. Siempre ha hecho subir las comidas y ningún miembro de su servidumbre me ha
visto nunca. Es algo parecido a lo de las Mil y Una Noches...
Gibson la miró con ojos desorbitados.
-¿Y ese traje también es de las Mil y Una Noches? ¿De dónde has sacado ese modelo
tan abominable? Pero si te llega casi hasta la barbilla...
-Él me lo encargó. Tengo todo un guardarropa similar. Dice que en su país las mujeres
son recatadas, y que una esposa jamás se desnuda ante su marido...
-Ya comprendo -dijo Gibson.
Lani se llevó la mano a la boca.
-No tenía intención de contártelo así -dijo-. De verdad, no pensaba hacerlo. Pero
mañana se marcha y siempre me ha estado suplicando. Y como tú dijiste, nada en dinero.
Ha de ser uno de los hombres más ricos del mundo; yo tendré una fortuna...
-La sempiterna canción de amor -murmuró Gibson.
-Ya lo sé. Pero yo no le amo. ¡Al fin y al cabo, tú no puedes tenerlo todo!
Gibson la miró con ojos semicerrados.
-Tampoco tú puedes tenerlo todo -replicó-. Por lo menos, no todo lo que tú quieras.
-Te aseguro que me importa un bledo el aspecto amoroso. Los hombres no significan
nada para mí. Como tampoco te interesan a ti las mujeres. Pero el dinero...
-Tampoco te interesa el dinero -murmuró Gibson-. En realidad, tanto te da. -Se dirigió
hacia su escritorio y regresó con un fajo de papeles-. Eso es lo que tú quieres -dijo-. Anda,
echa una ojeada.
-¡Pero si es mi retrato! ¡En cubierta! ¡Y esto ha de ser la postal de que me hablaste!
¡Oh, querido, son sencillamente estupendas!
-Basta de exclamaciones -interrumpióla Gibson sonriendo-. Ya te dije que la cosa
empezaba a dar sus frutos, ¿recuerdas? ¿Acaso no te prometí que no tardaría en llegar el
gran momento de tu triunfo? Y esto sólo es el comienzo, puedes creerme. La gente te
perseguirá con las estilográficas a punto de firmar; tendrás los contratos que te dé la
gana, cine, televisión, todo lo que tú quieras... ¿Sabes lo que ocurrió con la Monroe, la
Mansfield y la Ekberg, verdad? Pues bien, lo tuyo puede rebasarlo.
Lani se mordió los labios.
-¿Estás seguro de que no piensas sólo en tu participación en ese negocio?
Gibson denegó con la cabeza.
-No lo creas. Yo me ganaba la vida antes de conocerte y pienso seguir ganándomela,
gracias. A mí tampoco me interesa el dinero; es lo mismo que te ocurre a ti. Tú no quieres
llegar a estrella a causa del dinero. Tú quieres ser una estrella para que todos puedan
verte en la pantalla.
Gibson se había acercado tanto a ella que Lani pudo notar su aliento en la cara.
-Pero si sus sueños fuesen reales de nada les serviría, ¿verdad, querida? Tú lo sabes
bien, y yo lo adiviné apenas te vi por primera vez. Porque tú nunca te enamorarás de
nadie, como no sea de ti misma. Tu cuerpo, eso es lo que tú amas. Tu cuerpo, y saber lo
que ocurre dentro de los cuerpos de los demás. Yo supe comprenderlo y me di cuenta de
lo que yo era capaz de hacer. Tú nunca serás una actriz, pero yo puedo convertirte en
estrella. Nunca serás una esposa para nadie, pero yo te puedo transformar en amante de
todo el mundo. De modo que será mejor que olvides la parte monetaria. No tiene
importancia. No se trata de ti.
Lani retrocedió.
-No lo sé -dijo.
-¿Qué quieres decir? ¡Claro que lo sabes!
-Está bien. No se trata de dinero. Has dicho la verdad, supongo. Es lo que yo siento.
Quiero que me miren. Todos los hombres. Lo he sentido desde que era una niña. Lo
extraño es que no lo siento cuando me tocan o cuando tratan de hacerme algo, sino
cuando me miran o cuando sé que me están mirando e imagino lo que están pensando...
-Lo sé -susurró Gibson-. Lo sé, querida. Es la misma emoción que siento yo cuando
tomo mis fotografías. Es la sensación de tomarles el pelo. De burlarnos de todo ese
mundo sucio y podrido. ¿Y por qué no? Les daremos lo que desean, y nosotros
obtendremos lo que queremos.
-No es tan fácil -dijo Lani-. Es lo que quería contarte antes. El príncipe es muy celoso.
Te aseguro que me he visto obligada a escabullirme para poder verte hoy. Si él
sospechase dónde estoy...
-¡No seas ridícula! -exclamó Gibson-. ¡Piensa que nos hallamos en Estados Unidos, en
nuestro país! Nadie puede venirnos con escenas orientales...
-¡Dios mío!
La exclamación de Lani sobresaltó a Gibson, pero su reacción fue tardía. Tuvo el
tiempo justo para dar media vuelta y ver cómo el príncipe aparecía detrás de uno de los
biombos del estudio, y apenas tuvo tiempo para levantar las manos cuando se fijó en la
pistola que empuñaba el príncipe.
Pero el príncipe no disparó. Se limitó a avanzar, sonriendo y sin ninguna expresión en
los ojos, y cuando estuvo lo bastante cerca su brazo se alzó y la pistola se abatió sobre la
cabeza de Gibson.
Cuando Gibson recobró el conocimiento hallóse sentado en el diván que había en un
ángulo del estudio. El príncipe estaba arrellanado en un sillñon, fumando un cigarrillo. Lani
había desaparecido.
-Me inquietaba la posibilidad de que hubiese sufrido usted una contusión grave -le dijo
el príncipe-. Por esto pensé que sería mejor esperar hasta poder asegurarme de su
restablecimiento.
-¡Muy amable por su parte! -murmuró Gibson, frotándose las sienes doloridas-. Creo
que estoy perfectamente. Y ahora, será mejor que se marche antes de que llame a la
policía.
El príncipe sonrió.
-Será mejor que no lo haga -dijo-. Hay lo de la inmunidad diplomática y todas estas
cosas. Pero pienso marcharme dentro de un momento. Para satisfacción suya, añadiré
que esta noche salgo en avión antes de lo previsto en mi programa.
-Pero no se marchará con Lani.
El príncipe inclinó la cabeza.
-Tiene razón, la joven no viene conmigo. Oí toda la conversación entre ustedes dos.
Fue oportuno, pues me libró de cometer un error imperdonable.
El príncipe se levantó y se dirigió hacia la puerta.
-Mientras ustedes dos hablaban, recordé una de sus leyendas. La historia de Circe, la
bellísima hechicera, en cuya presencia los hombres se convertían en cerdos. Lani tiene
este poder, el poder de convertir a los hombres en bestias. Su misma imagen basta para
transformarlos en perros jadeantes y suplicantes. Usted la describe como una pin-up, pero
a mí me consta que es una bruja. El poder de ustedes dos unido para conspirar es una
fuerza maligna y me considero muy afortunado por haberme zafado de su influencia.
Mientras Gibson se levantaba, abrió la puerta.
-Espere un momento -dijo Gibson-. ¿Dónde está Lani?
El príncipe se encogió de hombros.
-Cuando yo le golpeé, ella se desmayó, y me tomé la libertad de trasladarla a su
apartamento. Supongo que la encontrará esperándole en su dormitorio. Un lugar muy
adecuado para una chica pin-up.
El príncipe se marchó y Gibson avanzó vacilante a través del vestíbulo que conducía a
su apartamento. Había luz en su dormitorio y parpadeó al hallarse en el umbral y tratar de
sonreír. Era para echarse a reír. El príncipe se había marchado para siempre y nada
grave había ocurrido. Él y Lani seguirían juntos y vencerían todos los obstáculos, tal como
habían planeado. Valía la pena dedicarle una amplia sonrisa, una mueca de complicidad.
Allí estaba Lani, esperándole. El príncipe debía de haberla trasladado mientras ella
estaba inconsciente, pues Lani no llevaba casi ropa y estaba apoyada en la pared del
dormitorio con los brazos abiertos y una sonrisa seductora en el rostro. Muy adecuado,
desde luego.
Después Gibson miró más atentamente y vio que la sonrisa no era más que una mueca
y que los brazos y piernas de Lani no estaban separados, sino totalmente extendidos.
Antes de volver a desmayarse, las palabras de despedida del príncipe volvieron a
resonar en los oídos de Gibson.
-Un lugar muy adecuado para una chica pin-up.
Nadie podía discutirlo. Había clavado a Lani en la pared del dormitorio.
***
TERROR EN HOLLYWOOD
***
La primera vez que vi a Kay Kennedy fue en el hotel Chasen, hace ya varios años.
Entonces aún no era Kay Kennedy. En realidad, ni siquiera recuerdo qué nombre
usaba en aquella época, algo así como Hallulah Schultz. Y tampoco era morena, sino
rubia. Marilyn Monroe acababa de ponerse de moda, y como Mamie van Doren, Sheree
North y otras cinco mil, esa chica tenía cabellos color platino y usaba un sostén de
numeración bastante alta.
La conocí casualmente, porque estaba sentada en el bar con Mike Charles cuando éste
me llamó.
-¡Cariño! Ven aquí... quiero murmurar cositas dulces junto a tu gran oreja.
Se levantó tambaleándose mientras yo me acercaba, me cogió por un brazo y me dio
palmadas en la espalda.
Llevo muchos años en Hollywood y aún no me agrada que otros hombres se me dirijan
llamándome "cariño", ni me gusta que me den palmadas en la espalda.
Pero sonreí, exclamé "¡Hola, guapo!" y le di un golpe en las costillas. Como ya he
dicho, llevo muchos años en Hollywood.
-¿Qué quieres beber? -me preguntó.
Hice un gesto negativo.
-¡Oh, claro! ¿No bebes, verdad? -volvióse hacia su rubia compañera-. Es curioso, ese
tipo nunca toma una copa. Tampoco come. ¿Cómo te las arreglas, muchacho? ¿Te
alimentas de heroína?
-Úlcera -suspiré-. Sigo un régimen muy estricto.
Se echó a reír otra vez.
-No falla. Eres un productor. Para ti, régimen estricto. Por suerte, yo soy director y me
he puesto a régimen de rubias. -Después se volvió hacia la joven, murmuró su nombre de
modo que no pudiese oírlo, y dijo-: Querida, te presento a Eddie Stern, el hombre más
amable de nuestra industria.
Sonreí y ella correspondió a mi sonrisa, lo cual no significaba absolutamente nada.
Quiero decir que no significó nada para mí y que, con toda seguridad, tampoco significó
nada para ella. Nadie recuerda nunca los nombres de los productores independientes.
Unos pocos, como Selznich, Kramer y Huston, consiguieron establecerse a través de
canales publicitarios, pero la gran mayoría permanece en el anonimato.
Por consiguiente, aquella muchacha rubia hizo piruetas con sus pestañas, suspiró, y yo
di el asunto por terminado. Pero de pronto abrió la boca y me dijo:
-Edward Stern. Desde luego. He visto sus películas desde que era niña. Luna de
Marruecos, Ciudad solitaria, y además...
Me soltó los nombres de ocho filmes, sin que una sola vez se arrugase su blanca
frente.
Confieso que la mía se arrugó.
-¿Qué es usted? -pregunté-. ¿Una niña prodigio?
-Es que me gusta el cine -replicó-. Estudio las películas, ¿no es verdad, Mike?
El director le dio un pellizco en el brazo.
-Lo hace, lo hace -admitió. La miró sonriendo y preguntó-: Pequeña, ¿no te gustaría ser
mi estrella predilecta? Te garantizo que trabajarías con un maestro experto.
-Algún día seré una estrella.
-Claro -aseguró Mike-. ¿Acaso no te lo he prometido?
-Hablo en serio -dijo ella. Y no mentía. Después se volvió hacia mí-. Por esto siento
tanto interés por cada etapa de la producción. Y siempre he admirado su obra, míster
Stern. Lo sitúo a la misma altura que Hal Wallis.
-¿De modo que también conoce a Wallis? Francamente, esto me sorprende.
-Lo más probable es que también sepa el nombre de su mujer -dijo Mike, disgustado.
-No faltaría más. Se casó con Louise Fazenda. Ella trabajó con Joe Cook en Lluvia o
sol. ¿Sabía usted, míster Stern, que el dueño de este restaurante fue el doble de Joe
Cook en la misma película?
Esto me sobresaltó. Aquella chica no fingía, estaba enterada de cuestiones
cinematográficas. Yo conocía a Hal Wallis antes de que se casara con Louise, pero en
general el público ignora estas cosas. Por ejemplo, ¿quién recuerda aún a Louise
Fazenda? Se ha borrado de la memoria de los aficionados, a pesar de que algunas de
sus contemporáneas -como Crawford, Stanwyck o Taylor- siguen siendo conocidas.
Decidí que valía la pena hablar un rato con aquella chica, pero Mike Charles tenía otras
intenciones. Se levantó y me agarró por un brazo.
-Vamos allá un momento, muchacho -me dijo-. Unos minutos de conversación en
privado. -Mientras me arrastraba, miró por encima de su hombro-. ¿No te importa, verdad,
preciosa? Pide otra copa.
Nos dirigimos hacia el otro extremo de la barra y yo pregunté:
-¿Dónde la has encontrado, Mike? Esta chica me interesa.
-¿Esa pobre chica? -Se echó a reír-. No pierdas el tiempo. No es más que una de
tantas que van en busca de trabajo. Lee el Reporter en la cama. -Adoptó un continente
más sobrio-. Mira, tengo que hablarte de negocios serios.
-Adelante. Te escucho.
-Ed, quiero que me des trabajo.
-¿Como director?
-¿Qué otra cosa puede ser? Sabes que valgo. Tú ya conoces mis aptitudes.
-Todo el mundo las conoce en la ciudad, Mike -repliqué-. ¿Por qué no has pescado
algo en estos últimos seis meses? -Le miré con fijeza-. ¿A causa de la bebida?
-No. Antes no bebía. Puedes preguntárselo a cualquiera. Sólo empecé a beber
después del rodaje de Safari fatal, cuando corrió la voz de que yo no era grato al gran
público. No finjas, estás perfectamente enterado.
-De acuerdo -admití-, estoy enterado. Pero nunca he sabido el motivo.
-La estupidez más inmensa que puedas imaginarte. Cometí el más imperdonable de los
pecados, eso es todo. Tú ya sabes que Safari fatal era una de esas películas de ambiente
africano, ¿comprendes? Como de costumbre, rodamos una secuencia en la que el héroe
y la heroína huían cruzando uno de aquellos ríos. Y entonces hice trampa.
-¿Por qué trampa?
-Pues bien, quise mostrarme listo y diferente, y rodé toda la secuencia sin incluir ni un
solo plano de cocodrilos deslizándose por las orillas para meterse en el agua. -Suspiró-.
Naturalmente, nadie puede prescindir de esta escena cuando rueda una película de
ambiente africano. A partir de entonces, ha sido como si me hubiera muerto. Igual que
aquel individuo de la MGM que hace unos años cometió el disparate de llamarle "perra" a
Lassie.
No supe si me estaba tomando el pelo o no; Mike siempre ha sido un gran bromista.
Pero no bromeaba con respecto a una cosa. Quería una oportunidad.
-Por favor, Ed -murmuró-. No puedo tardar en rodar otra película. Yo llevo doce años
aquí, pero tú conoces el negocio. Doce meses sin que nadie me conceda crédito y soy
hombre al agua. Ayúdame.
-En estos momentos no tengo nada previsto -contesté sin faltar a la verdad.
-Pero tú sabes que yo valgo. Sabes que por tres veces he estado a punto de ingresar
en la Academia...
Moví la cabeza con ademán negativo.
-Lo siento, Mike. Nada puedo hacer.
-Ed, estoy suplicando por primera vez en mi vida. Pertenezco a esta industria, he vivido
en ella desde que era un muchacho. Empecé como extra, pasé por las cámaras, trabajé
ocho años como ayudante, y por fin topé con mi gran oportunidad. Después he estado
doce años en la cúspide. Y ahora todos me dan con la puerta en las narices. Esto no es
justo.
-Es Hollywood -dije-. Tú lo sabes bien. Además, yo no soy más que un pequeño
productor independiente. En esta ciudad no pinto apenas nada. ¿Por qué recurrir a mí?
Los efectos de la bebida se le habían pasado del todo. Sus ojos se clavaron en mí con
fijeza, y su voz bajó de tono.
-Sabes el motivo, Ed. No se trata únicamente de que me des un empleo. Me gustaría
que hablases a tu gente de mí.
-¿A mi gente?
-No te hagas el sueco. He oído habladurías. Sé lo que has conseguido tú. Y yo quiero
formar parte. Creo merecerlo, después de mi largo trabajo. Pertenezco a este medio.
No pude soportar por más tiempo su mirada y me volví.
-Está bien, Mike, será mejor que lo sepas todo. Hace varios meses, hablé de ti con mi
gente, como tú les llamas. Estudiamos a conciencia tu caso. Y ellos... votaron en contra.
Lanzó una breve carcajada, y después sonrió.
-¿Conque así están las cosas, eh? Gracias, de todos modos, por haberlo intentado, Ed.
Hasta la vista, cariño.
Salí de allí porque no quería perder más tiempo con Mike Charles. Lo que deseaba era
volver a hablar con aquella muchacha, pero de momento no podía soportar la presencia
de Charles. Me parecía como si le hubiese comunicado una sentencia de muerte.
Tal vez fue tontería por mi parte adoptar semejante actitud, pero cuando al mes
siguiente leí la noticia de su suicidio, no me sorprendí. Son muchos los que se suicidan
después de recurrir a mí. Sobre todo si saben, o sospechan, la verdad.
Pero Kay Kennedy no se suicidó.
No sé con quién se asoció una vez Mike Charles hubo salpicado el techo con sus
sesos, ayudado por un revólver del 38, pero no cabe duda de que fue la persona
adecuada. Al cabo de un año se llamaba ya Kay Kennedy, y sus cabellos habían
recobrado su natural tonalidad rojiza. Empecé a observarla. Una de las tareas de un
productor independiente consiste en vigilar a los artistas que empiezan a labrarse una
fama. Vigilar y esperar.
Vigilé y esperé durante un año, hasta que volví a verla una noche, en el Romanoff.
Había conseguido ya su primer éxito con Luz de sol y estaba sentada en una de las
mesas de categoría con Paul Sanderson, cuando yo entré.
Paul me saludó a través de la sala y yo me acerqué. Cuando me la presentó, no
susurró su nombre. Y esta vez, ella tampoco agitó sus pestañas.
-He estado esperando la oportunidad de verle otra vez, mister Stern -me dijo ella-.
Desde luego, lo más probable es que no me recuerde.
-La recuerdo -aseguré-. ¿Sabía que Joe Cook trabajó con Chasen en Los domadores
de caballos y en Fresco y pimpante?
-Desde luego -replicó-. Pero no creo que apareciese en la pantalla cuando Cook rodó
Arizona Mohoney para la Paramount. Entre paréntesis, la película fue un completo
fracaso.
-Sí, lo fue -asentí.
Paul Sanderson nos miró y después se levantó.
-Creo que será mejor que os deje a solas un rato -dijo-. Además, tengo que ir al lavabo.
Se alejó.
-Es mi nuevo jefe -explicó Kay-. Claro está que no es del todo nuevo, ¿no cree?
-Tengo la impresión de que lleva tanto tiempo aquí como Gilbert Roland. Pero aún
conserva su buen aspecto.
-Ya lo creo. -Kay me miró-. ¿Cómo se las arreglan?
-No la entiendo.
-Sabe a lo que me refiero. ¿Cómo se las arreglan algunos de ellos para conservarse
durante tanto tiempo? Personas que ya se contaban entre los Diez Grandes hace muchos
años, siguen llenando las taquillas año tras año. ¿Es que nunca envejecen?
-Claro que sí. Fíjese en los que van muriendo...
Me dirigió una mirada penetrante.
-¿Eso es lo que desea que yo haga, verdad? Eso es lo que desea que hagan todos.
Fijarse en los que mueren y olvidar a la docena que siempre rondan por aquí, que
siempre han estado rondando por aquí. Aquellos que siguen siendo estrellas durante
quince, veinte o veinticinco años y que aún siguen desempeñando primeros papeles. Y
también hay unos cuantos directores y productores como De Mille, gente como usted.
¿Cuándo llegó a Hollywood, mister Stern? ¿En 1915, verdad?
-Ha estado leyendo mi correspondencia.
La joven denegó con la cabeza.
-He estado hablando con la gente.
-¿Qué clase de gente?
-Con su amigo Mike Charles, por ejemplo. Con su difunto amigo. -Hizo una pausa-. La
noche en que le conocí, cuando usted se marchó, Mike bebía de lo lindo. Dijo que aquí
había un pequeño grupo secreto que dominaba la situación. Ellos barajaban a los
famosos, decidiendo quién se quedaba y quién debía marcharse. Dijo también que usted
formaba parte de ese grupo. Me aseguró que usted le había comunicado que él era de los
que debían largarse.
-Aquella noche estaba muy bebido -murmuré.
-No lo estaba la noche en que se mató.
Suspiré profundamente.
-Hay personas que sufren alucinaciones. Es uno de los caminos que conducen al
suicidio.
-Aquello no era una alucinación -replicó Kay, mirándome atentamente-. Quiero saber la
verdad.
Jugueteé con la servilleta.
-Vamos a suponer que hubiese algo de cierto en esa historia -admití-. Oh, nada
especial, como sería un círculo todopoderoso desde el cual unas cuantas personas clave
controlasen todos los grandes negocios de Hollywood; usted misma puede ver que esto
sería ridículo. Ningún director, productor o estrella puede depender de un contrato o de
una publicidad para seguir su camino; es el público el que tiene la decisión final. Pero
supongamos que existen unos cuantos personajes selectos mimados por el público, y que
hay medios que permiten permanecer en este grupo. Lleguemos incluso a afirmar que tal
vez yo sepa algo acerca del método seguido. Si fuese así, ¿por qué tendría que
contárselo?
-Porque yo pertenezco a este grupo -murmuró Kay Kennedy-. Voy a ser una estrella,
una gran estrella. Y pienso quedarme en la cima para siempre.
-Sueños, muchacha.
-Tenía ya estos sueños cuando era una niña. ¡Vamos, ríase! Es lo que hacían mis
padres. Pero conseguí que mi padre abandonase su empleo y me llevase a la costa.
Trabajó por las noches en una fábrica para costearme mis lecciones de arte dramático,
hasta que murió hace ya seis años. Pero mi madre ocupó su puesto, en la misma fábrica,
para que pudiese seguir con mis estudios. Murió el año pasado, por la misma causa.
Silicosis. Aquella fábrica no era un lugar muy saludable.
Se interrumpió para encender un cigarrillo.
-¿Quiere saber el resto? ¿Necesita saber lo demás? ¿Los nombres de los payasos
como Mike Charles o los que permití impulsarme en mi camino ascendente? ¿Los
nombres de los agentes, de los corredores, de los promotores, de los directores de
películas pornográficas? ¿Quiere saber cómo conseguí mi primer alojamiento decente, mi
primer ajuar, mi primer coche? ¿O prefiere que le hable de aquel excelente muchacho de
las Fuerzas Aéreas, al que tuve que rechazar porque insistía en casarse conmigo y crear
una familia?
La miré sonriendo.
-¿Por qué preocuparse? Como ha dicho, estoy aquí desde 1915. He oído la historia
miles de veces.
-Sí, pero no es ésta toda la historia, Ed Stern. Hay otra parte, la más importante. Soy
una actriz, y una buena actriz. Dentro de un año o dos, seré mucho mejor. ¿Cree que mi
estudio correría un riesgo conmigo, con un nombre como el de Paul Sanderson, si no
supieran que iba a lograrlo? Estoy dispuesta a escalar la cumbre porque estoy preparada
para ello. Y así me gusta estar, siempre preparada. Cuando llegue a la cumbre, ¿cómo
voy a quedarme en ella?
Di un vistazo alrededor de la sala. Paul Sanderson estaba hablando con dos hombres
que, sin duda alguna, nunca serían escoltados a una de las mesas de Mike Romanoff.
Eran bajos y fornidos y sus manos desaparecían en los bolsillos de sus pantalones. Paul
sonreía mientras les hablaba, pero los dos hombres no correspondían a la sonrisa.
Kay Kennedy siguió mi mirada y yo le hice una mueca.
-¿Por qué no se lo pregunta a Paul cuando vuelva? -sugerí-. Tal vez él pueda
decírselo.
-Lo cual significa que usted no me lo dirá.
-Todavía no, Kay. No creo que haya llegado el momento. Si consigue hacerse un
nombre como desea, acaso entonces hablaremos de ello. Hasta entonces...
-Está bien -dijo, sonriendo a su vez-, pero ya he descubierto lo que deseaba saber.
Mike Charles dijo la verdad, ¿no es así? Hay un secreto. -Miró a su alrededor-. Y Paul
también lo conoce, ¿no es cierto? Pero usted me ha sugerido que se lo preguntase
porque está seguro de que él no me lo dirá.
-Algo por el estilo.
Volvió a mirarme con fijeza.
-Es muy curioso lo que ocurre con Paul Sanderson. Habría supuesto que era uno de
los suyos, aunque Mike no me lo hubiese dicho. Fue el primer astro de la pantalla que yo
admiré, allá por el año treinta y pico. Y aquí estoy yo, ya crecidita y trabajando con él, y él
no ha variado ni pizca.
-El maquillaje -dije-. Estos muchachos de Westmore son geniales.
-¡Oh, no se trata de esto! Ya sé que usa bisoñé. ¡Pero es tan distinto de los demás,
tanto en los estudios como fuera de ellos! Cuando trabaja, nunca se fatiga, nunca se
queja. Yo me siento morir bajo aquellos reflectores y él ni siquiera suda.
-Ya aprenderá a relajarse -insinué.
-No hasta ese punto. -Se inclinó hacia mí-. Voy a decirle una cosa. Durante todo el
tiempo que llevamos rodando esta película, jamás me ha hecho ni la menor insinuación.
-¿Cómo es, pues, que salen tanto los dos juntos?
-Una idea de Flack. Publicidad rentable. -Hizo una pausa-. Por lo menos, así lo creí yo
hasta hoy, cuando he salido con él. Y esto es lo que extraña tanto de Paul Sanderson.
Toda la noche me ha estado haciendo la rosca. Y también ha estado bebiendo. Si yo no le
conociera a fuerza de trabajar con él, juraría que no es el mismo. ¿Cómo se explica tal
cosa?
-No me lo explico -contesté-. Se lo preguntaremos a él.
Me volví para mirar dónde estaba, pero Paul Sanderson se había marchado. Y con él
los dos hombres.
Me levanté sin perder un momento.
-Perdóneme. Vuelvo en seguida.
Pero la chica no tenía un pelo de tonta.
-¿También usted los ha visto? -murmuró-. ¿A aquellos hombres que estaban con él?
¿Cree que sucede algo raro?
No contesté porque ya estaba cruzando la sala. No perdí el tiempo con la chica del
guardarropa, sino que salí y me dirigí a uno de los porteros.
-Míster Sanderson -dije-, ¿ha salido hace un momento?
-Acaba de marcharse.
Señaló hacia un automóvil negro que se dirigía hacia la salida del recinto.
-Éste no es su coche.
-Le acompañaban dos hombres.
-¡Mi coche, pronto! -exclamé.
La mano de Kay Kennedy se posó en mi brazo.
-¿Qué sucede?
-Es lo que estoy tratando de averiguar. Vuelva a la sala y espéreme. Regresaré aquí;
se lo prometo.
Pero ella movió la cabeza.
-Vengo con usted.
Mi automóvil se detuvo ante mí. No había tiempo que perder si pretendía seguir al
coche negro.
-Está bien, suba.
Llegamos a la carretera. El otro automóvil había virado a la derecha y estaba ganando
velocidad. Lo seguí.
-Esto es emocionante -comentó Kay.
No lo juzgaba yo así. Necesité toda mi atención para no perder de vista al otro coche, y
más velocidad de la que me estaba permitida en la ciudad. Un retraso o una multa me
habría sido fatal. Describí varios virajes, manteniéndome siempre a una manzana de
distancia, mientras el coche negro describía vueltas y más vueltas, siempre acelerando,
hasta llegar a la entrada del desfiladero, ya muy al norte. Entonces empezó a correr de
veras.
-¿Adónde lo llevan? -murmuró Kay-. ¿Qué pretenden hacer?
No contesté. Tenía el pie derecho apoyado en el suelo y las dos manos en el volante;
mis ojos seguían las pronunciadas curvas y mi cerebro no dejaba de pensar. Maldito
estúpido, sabía que no podía confiar en él, nunca debí elegirle.
Pero ya era tarde para recriminarme, demasiado tarde para todo a menos que lograse
adelantar al automóvil que perseguía. Al parecer, se habían dado ya cuenta de mi
presencia y probablemente fue esto lo que les decidió. Habían llegado al punto más alto
del cañón, cuando sucedió.
No pude ver nada porque mi coche se hallaba a unos ochenta metros de distancia
cuando ellos describieron el último viraje. Pero lo oí. Tres estampidos apagados.
Enfilé la última curva y pude ver al otro automóvil alejándose por la recta que llevaba al
otro lado del cañón. Sus luces de cola eran como dos pequeños ojos encarnados que me
mandaban un último saludo.
No traté de seguirlo.
Me detuve junto a la cuneta, al lado de la negra y dislocada figura que había salido
proyectada desde el coche a toda marcha, como si fuese una muñeca estropeada.
La muñeca tenía un agujero en la frente, otro en el pecho y un tercer orificio en el
vientre. Era un cuerpo flácido e informe, con las piernas dobladas grotescamente debajo
del torso.
Kay empezó a gritar y yo la abofeteé. Después me apeé y recogí la muñeca. Abrí la
puerta trasera y la arrojé sobre el asiento posterior.
Kay no quiso mirar, y cuando yo volví a subir al coche tampoco me miró. Siguió
sollozando, una y otra vez.
-¡Está muerto! ¡Lo han matado! ¡Está muerto!
No tuve más remedio que abofetearla otra vez.
Aquello tuvo la virtud de calmarla. Se llevó los dedos a ambos lados de la cara y dijo:
-Sus manos están frías.
Asentí.
-Me alegro de que vuelva a gozar de sus poderes de observación -observé-. Al parecer,
durante unos momentos los ha perdido por completo. De lo contrario, se habría fijado en
una cosa. Paul no está muerto.
-Pero si yo lo he visto... Aquel agujero en la frente, su modo de yacer en el suelo
después de arrojarle desde el coche.
Quiso mirar hacia el asiento posterior, pero yo la retuve agarrándola por el hombro.
-No importa -le dije-. Tiene que aceptar mi palabra. Aún respira. Pero no durará mucho
tiempo si no lo llevamos a un médico.
-¿Quiénes eran aquellos hombres? -murmuró Kay-. ¿Por qué lo hicieron?
-La policía se encargará de aclararlo -repliqué, mientras ponía el coche en marcha.
-La policía...
Apenas susurró estas dos palabras, pero fue como si las hubiese gritado. Yo sabía lo
que estaba pensando. Policía, publicidad, escándalo.
-¿Tenemos... tenemos que recurrir a la policía? -murmuró.
Me encogí de hombros.
-No, nosotros no. Pero el doctor sí. La ley ordena que se informe sobre las heridas de
bala.
-¿Y no hay algún médico que sepa mantener el secreto? Quiero decir...
-Sé perfectamente lo que quiere decir. -Tomé por la autopista y me dirigí hacia Bel Air-.
Y conozco a un médico.
-¿Lo va a llevar allí?
-Tal vez. -Hice una pausa-. Con una condición.
-¿Cuál es?
La miré de reojo.
-Ocurra lo que ocurra, debe olvidar todo lo de esta noche. No haga nunca ni una
pregunta. Ocurra lo que ocurra.
-¿Y si... muere?
-No morirá. Se lo prometo -volví a mirarla-. ¿Y usted me lo promete a mí?
-Sí.
-Muy bien -dije-. Y ahora la dejaré en su casa.
-Pero... ¿no sería mejor que fuese primero a casa del médico? Ha perdido ya mucha
sangre.
-Nada de preguntas -le recordé-. Vamos a su casa.
La dejé ante la puerta y, al apearse del coche, tuvo buen cuidado de no volver los ojos
hacia el asiento posterior.
-¿Me llamará? -preguntó en voz alta-. ¿Me dará noticias acerca de... su estado?
-Lo sabrá -aseguré-. Lo sabrá.
Asintió de mala gana y yo me alejé de allí. Fui directamente a ver a Loxheim y se lo
conté todo.
El doctor Loxheim comprendió en seguida lo ocurrido, como yo ya había previsto.
-Deudas de juego, no cabe duda -asintió-. ¡Maldito loco! Pero es muy difícil hallar a
alguien que sea totalmente digno de confianza. Y ahora debes encontrar a otro. Se
necesitará cierto tiempo, y hasta entonces todos debemos tener mucho cuidado. ¿Se lo
has dicho a Paul?
-Todavía no -contesté-. Pensé que primero sería mejor desembarazarnos del cadáver.
-De eso me cuidaré yo -sonrió Loxheim-. No será un problema. Estoy seguro de que los
asesinos no hablarán -frunció el ceño-. Pero, ¿qué ocurrirá con la chica, con esa Kay
Kennedy?
-Tampoco ella hablará. Me lo ha prometido. Además, le asusta la publicidad.
El doctor Loxheim chupó su cigarro.
-¿Sabe ella que ha muerto?
-No. Le dije que sólo estaba herido.
El médico dejó escapar una columna de humo.
-Pero sabe que fue arrojado desde un automóvil en marcha. También oyó los disparos.
Vio la herida de su frente, y acaso también los otros orificios. Y hoy estamos a viernes.
¿Crees que podrá guardar silencio cuando el lunes por la mañana vea a Paul entrando en
el estudio?
Levanté las manos.
-¿Y qué otra cosa podía hacer yo? -pregunté-. Pero tienes razón. Cuando ella lo vea el
lunes, va a llevarse un susto.
-Un susto muy grande.
-¿Crees que yo debería estar al tanto?
-Sin duda. Creo incluso que a partir de ahora debes estar alerta y vigilarla sin cesar.
-Lo que tú digas.
-Está bien. Y ahora, vete. Tengo mucho trabajo.
-¿Quieres que te ayude a trasladar el cadáver?
El doctor Loxheim sonrió.
-No será necesario. Ya tengo cierta práctica.
Supongo que el lunes por la mañana fue un verdadero infierno para Kay Kennedy. Yo
me hallaba en el estudio, trabajando con Claig, el operador independiente que dirigía las
cámaras. Observé a Kay cuando entró, y pude ver que su aspecto era inmejorable.
La vigilé también cuando Paul Sanderson se dejó ver, y ni por un momento la joven
exteriorizó asombro. Tal vez se debiera a que se había dado cuenta de mi presencia. Sea
como fuere, se las arregló para trabajar normalmente toda la mañana. Al mediodía, la
llevé a almorzar conmigo.
No comimos en el restaurante de los estudios. La llevé al Olivetti, en mi coche.
-Creo que me lo figuraba ya -me dijo-. Desde el sábado, cuando vi que los periódicos
no decían nada, he estado reflexionando.
-Los periódicos no podían decir nada -le recordé-. ¿Quién iba a darles la noticia?
-Alguien habría hablado -replicó Kay Kennedy-. Si Paul Sanderson hubiese tenido que
dejar de trabajar en una película durante un mes o dos, habría inventado una historia para
la Prensa. Pero no publicaron ni una palabra. Entonces, yo sospeché la verdad.
-¿Y cuál es la verdad?
-Que el hombre que me acompañó aquella noche, el hombre que fue herido, no era
Paul Sanderson. Recordará que yo le dije que me parecía distinto, como si fuese otra
persona. Ésta es la explicación. Era otro. El doble de Paul Sanderson.
Guardé silencio.
-¿Es esto, verdad?
Evité su mirada.
-Recuerde que usted me prometió no hacer preguntas.
-Lo recuerdo. Y no tengo ninguna pregunta acerca de lo que sucedió aquella noche. No
le pregunto si el doble murió, ni si estaba ya muerto cuando usted habló conmigo. No le
pregunto cómo se desembarazó del cadáver. Sólo le pregunto acerca de Paul Sanderson,
que nada tenía que ver con aquel asunto. Vamos a ver, ¿tengo razón?
Aplastó su tercer cigarrillo en el cenicero.
-Fuma demasiado -observé.
-Y usted no fuma nunca -replicó ella-. Tampoco bebe, ni siquiera ha tocado su
bocadillo. No irá a decirme que todo esto no le ha impresionado.
-Está bien -dije-. Todo esto significa mucho para mí. Más de lo que usted pueda
imaginar. ¿Está segura de que desea obtener mis respuestas?
-Segurísima.
-Perfectamente. El hombre era el doble de Paul Sanderson. Hacía varios años que lo
era. Como usted misma observó, Paul ya no es un joven. Tiene que guardar sus energías
para su trabajo. Cuando se trataba de apariciones en público, fiestas o demostraciones de
carácter publicitario, el doble ocupaba su lugar. Se le pagaba bien, quizá demasiado bien.
Al parecer, jugaba muchísimo. Se supone que perdía mucho, o por lo menos con mucha
frecuencia. ¿Le satisface la explicación?
-No del todo, pero sí me aclara algunas cosas. Por ejemplo, por qué su voz sonaba de
un modo tan distinto. Aunque su semejanza con Paul era asombrosa.
-Se le eligió con gran cuidado -expliqué-. También intervino un poco de cirugía plástica.
Un doctor muy competente...
-¿El mismo doctor al que se dirigió usted la otra noche?
Comprendí que había hablado demasiado, pero el mal ya estaba hecho.
-Sí.
-¿Su nombre es Loxheim, por casualidad?
Abrí la boca de par en par.
-¿Quién se lo ha dicho?
Ella me miró sonriendo.
-Lo he leído. ¿Recuerda que le he dicho que desde el sábado he estado reflexionando?
Pues bien, también hice algunas averiguaciones. Sobre Sanderson. Y sobre usted. El
sábado por la tarde cogí su libro de recortes de Prensa en el estudio. Allí está todo,
aunque las páginas empiecen ya a amarillear. Algunos de sus recortes de Prensa son ya
muy viejos, querido. Como aquel de 1936, cuando sufrió su accidente de polo. Al
principio, creyeron que iba a morir, pero unos días más tarde apareció la noticia que se le
le había trasladado desde el hospital de los Cedros del Líbano a la clínica particular del
doctor Conrad Loxheim.
-Es un hombre maravilloso -dije-. Consiguió salvarme.
-1936 -repitió Kay Kennedy-. Ha pasado ya mucho tiempo. Usted era entonces un
productor independiente, y sigue siéndolo ahora. Por lo menos, esto es lo que dicen
todos. ¿Cómo se explica que, a partir de entonces, no haya hecho ni una sola película
suya?
-Pero si las he hecho, a docenas...
-Su nombre ha figurado como asociado -me corrigió-. En realidad, usted no ha
financiado nada. Lo comprobé.
-Estoy un poco de capa caída -admití.
-Pero sigue siendo un hombre importante en Hollywood. Todos le conocen y entre
bastidores ejerce gran influencia. Y ésta es una ciudad en la que nadie se mantiene en la
cima si no se muestra activo.
-Tengo mis amistades.
-¿Como el doctor Loxheim?
Traté de mantener el tono normal de mi voz.
-Mire, Kay, nosotros llegamos a un acuerdo. No debe hacerme preguntas. ¿Para qué
quiere saber todo esto?
Movió la cabeza con un gesto de testarudez.
-La otra noche le expliqué mis motivos. Usted posee un secreto que yo deseo saber. Y
no me daré por satisfecha hasta haberlo averiguado.
De pronto, inclinó la cabeza y se echó a llorar. Su voz me llegó débil y lejana.
-Usted me odia, ¿verdad, Ed?
-No. No la odio. La admiro. Es usted valerosa. Lo ha demostrado esta mañana cuando
Paul Sanderson hizo su aparición. También lo demostró aquella noche cuando no se dejó
apoderar por el miedo. Y apuesto a que lo ha demostrado siempre, mientras ascendía en
su carrera.
-Sí. -Aquella voz lejana parecía la de una niña-. Usted me comprende, ¿verdad, Ed?
Me comprendió cuando le hablé de mis padres. No quise mostrarme cínica. Yo no quería
que ellos muriesen. En mi interior, me sentí destrozada. Pero hay algo en mí que es
inmune a todo. Este algo es lo que me impulsa, lo que me alienta para llegar a la cumbre.
No me importa lo que deba hacer para lograrlo. ¡Oh, Ed, ayúdeme! -levantó el rostro-. Le
prometo que haré lo que usted desee. Puede ocuparse de mi carrera, me separaré de mi
agente, le daré a usted la comisión que le interese. El cincuenta por ciento, si quiere.
-No necesito dinero.
-Me casaré con usted, si así lo desea. No me...
-Soy un anciano.
-Ed, ¿qué puedo hace yo para demostrarle lo que soy? Ed, ¿cuál es el secreto?
-Créame, todavía no ha llegado el momento. Ya veremos. Tal vez dentro de diez años,
cuando sea usted famosa. Ahora, es usted joven, bonita y todo le sonríe. Puede ser feliz.
Yo quiero que usted sea feliz, Kay, se lo digo sinceramente. Y por esto no le diré nada.
Pero hay una cosa que sí puedo prometerle. Siga trabajando. Ábrase camino, como usted
sabe hacerlo. Y dentro de diez años, venga a verme. Entonces veremos.
-¿Diez años? -Sus ojos se habían secado y en su voz había un matiz de dureza-.
¿Cree que me puede apaciguar hablándome de diez años? Es muy posible que usted
haya muerto ya.
-Estaré vivo -le prometí-. Tengo una salud excelente.
-No le bastará -exclamó-. Yo acabaré con sus nervios.
Asentí. Tenía razón, desde luego. Lo suponía. Yo no podría atajarla.
-Y si usted no me explica la verdad -continuó-, iré a ver al doctor Loxheim. Algo me dice
que debería conocer a este hombre.
Volví a asentir.
-Es posible que esté en lo cierto -dije lentamente-. Tal vez no tarde en conocerle.
No me fue fácil convencer al doctor Loxheim, pero cuando le conté todo lo sucedido
acabó por acceder.
-Nos jugamos demasiado para correr un riesgo como éste -dije-. Bien lo sabes.
-¿Y los demás? -me recordó-. Tienen derecho a expresar su opinión.
-Lo pondremos a votación, desde luego. Pero es la única solución.
-¿Crees que la chica vale la pena?
-Claro que sí. En circunstancias normales, la aceptaríamos de todos modos, aunque
dentro de ocho o diez años. Sigue un camino ascendente. Lo malo es que, como ya te he
explicado, no quiere esperar. Por lo tanto, debemos hacerlo ahora.
-Si los otros quieren.
-Si los otros quieren. Pero accederán.
Accedieron. Aquella misma noche convocamos una reunión, en la clínica de Loxheim, y
todos asistieron a ella. Conté mi historia y Paul me apoyó. Con ello bastó.
-¿Cuándo lo haremos? -preguntó Loxheim.
-Cuanto antes, mejor. Yo me ocuparé en seguida de los preparativos necesarios.
Empezaremos dentro de una semana.
Y pasó exactamente una semana hasta el día en que la llevé allí. Apenas terminada su
película. Apenas consiguió sus cuatro semanas de vacaciones. E inmediatamente
después de acompañarla yo al despacho de mi agente Frankie Bitzer, y de que ella
firmase un contrato a largo plazo.
A continuación, fuimos a dar un paseo en coche.
-¿Adónde me lleva? -me preguntó.
-A ver a Loxheim.
-¿Cómo? ¿Significa esto que voy a saber cuál es el secreto?
-Eso es.
-¿Qué es lo que le ha hecho cambiar de opinión?
-Usted.
-Usted me aprecia un poquitín, ¿verdad?
-Ya se lo dije. Si no la apreciara, no permitiría que se enterase del secreto. La haría
asesinar.
Se echó a reír, pero yo no compartía su risa. Al fin y al cabo, no le había dicho más que
la verdad.
El doctor Loxheim nos estaba esperando en su despacho y se mostró muy cordial. Hice
que Kay prometiera no hacer preguntas hasta que el médico hubiese terminado su
reconocimiento, y ella cooperó de un modo magnífico. Loxheim hizo una prueba con su
sangre, obtuvo una muestra de piel, grabó la voz de Kay en un magnetófono, e incluso le
cortó un mechón de cabellos.
Después inició una sesión informativa que duró más de una hora. Su interrogatorio fue
muy profundo y abarcó todo el historial de la joven, los nombres de todas sus amistades,
e incluso una especie de inventario de sus gustos personales, sus colores predilectos y
las marcas de sus perfumes y cosméticos favoritos.
En realidad, todo esto era innecesario, pero Loxheim era un hombre metódico y quería
estar preparado para cualquier contingencia. Me hice cargo al comprender que si algo no
funcionaba como era debido y teníamos que actuar con presteza, él tendría a mano los
datos necesarios.
Sin embargo, hasta la fecha nada había funcionado mal y yo me sentía confiado.
Además, Kay no presentó la menor objeción. Tengo la impresión de que creía que la
estaban psicoanalizando.
Finalmente, cuando terminaron las preguntas, se levantó.
-Bien, he contestado ya a muchas preguntas -dijo-, y creo que me toca el turno de
hacer yo unas cuantas. En primer lugar, ¿cuándo podré enterarme del famoso secreto?
Me miraba a mí, pero fue el doctor Loxheim el que contestó.
-Ahora mismo, pequeña.
Acercándose a ella por detrás, insertó diestramente la aguja en la base de su cerebro.
Yo la cogí cuando se desplomaba, y entre los dos la llevamos al quirófano.
Se necesitan unas cuatro semanas para todo el proceso. Mucho me temo que el pobre
Loxheim no gozó de mucho descanso.
En cuanto a mí, estuve muy atareado apaciguando a la gente de los estudios,
esparciendo la cuidadosamente preparada historia sobre las vacaciones de Kay en
Canadá amparándose en el incógnito, y realizando mis propias pesquisas particulares.
Empleé mucho tiempo entrevistando a gente, pero finalmente encontré a la persona que
me satisfizo.
Seguidamente, no tuve más ocupación que la de esperar el día 29, fecha en que podría
ver a Kay. Desde luego, Loxheim la había mantenido entretanto bajo el efecto de drogas y
sedantes, pero me aseguró que desde las últimas 24 horas no había tomado nada.
-Está perfectamente normal -me aseguró.
-¿Normal?
-Una manera de hablar -aclaró sonriendo-. Quiero decir que se halla en condiciones de
poder asimilar la verdad. -Hizo una pausa-. ¿Estás seguro de que no sería mejor que se
lo dijera yo?
Moví la cabeza resueltamente.
-Esta vez es responsabilidad mía.
-¿Tendrás cuidado con la impresión? Hasta ahora ha reaccionado de un modo
maravilloso, pero nunca se sabe. ¿Te acuerdas de la reacción de Jimmy cuando se
enteró?
-Lo recuerdo, pero ahora está perfectamente. Se acostumbran a ello cuando se dan
cuenta de lo que significa.
-¡Pero es aún tan joven!
-Se lo advertí -suspiré-. ¡Sabe Dios que lo intenté todo! Y ahora se lo diré a mi manera.
-Buena suerte -me deseó el doctor Loxheim.
Le dejé y me dirigí al dormitorio de Kay.
Estaba descansando pacíficamente. Apoyaba la cabeza en la almohada, pero ninguna
sábana ocultaba su cuerpo, sólo un largo camisón. Tenía los ojos abiertos, desde luego, y
me miraron con la mirada de siempre. Todo parecía igual que antes, y tampoco su voz
había cambiado.
-¡Ed! -exclamó-. El doctor me dijo que vendría a verme, pero yo no quise creerle.
-¿Por qué no tenía que venir? -pregunté sonriendo-. Está usted restablecida. ¿No se lo
ha dicho también?
-Sí, pero tampoco he querido creerle.
-Pues debe creerme a mí. Está perfectamente, Kay. Vamos, ¡siéntese! Puede
levantarse, si así lo desea. Puede vestirse y volver a su casa, cuando se le antoje.
Se sentó lentamente.
-Es verdad -murmuró con una vocecilla débil-. Puedo sentarme. Sin embargo, Ed, me
ocurre algo muy raro. No siento nada. Por eso no estaba segura. Es como si no tuviera
tacto. Estoy como... insensible.
-Esto desaparecerá -le aseguré-. Cuando salga al aire libre y haga un poco de ejercicio.
Se levantó y yo la sostuve por el brazo.
-Mucho cuidado -advertí-. Lleva mucho tiempo en cama y tal vez sus piernas estén un
poco envaradas. Es como si volviera a aprender a andar.
Sus pies se movieron con cierta torpeza, pero observé que sabía coordinar los gestos.
La ayudé a llegar hasta un sillón y se sentó como si nunca lo hubiese hecho en su vida.
Por un momento sus ojos miraron sin poder enfocar, pero después se estabilizaron.
-Ya está -dije-. ¿Ha visto?
-Sí. Veo que estoy mucho mejor. Pero, Ed, sigo sin sentir. Es como si todo mi cuerpo
fuese un pie dormido.
-No se preocupe por esto.
-Pero es que eso no es todo. Desde que me desperté, he seguido estando despierta.
Durante días y más días. Se lo dije al doctor Loxheim y le pedí que me diese algún
sedante, pero él no quiso. Dijo que podía ser peligroso. Y he seguido estando despierta,
de noche y de día. Y lo más extraño es que no me siento fatigada.
Asentí en silencio.
-En realidad -prosiguió Kay-, no siento nada. Ni hambre, ni sed. Y ni siquiera...
Titubeó y yo le di unas palmadas en el hombro.
-También estoy enterado de todo esto. No tiene ninguna importancia.
-¿Ninguna importancia? -repitió frunciendo el ceño-. Ed, ¿qué me ha ocurrido? El
doctor Loxheim no quiere explicarme nada. Sé que me hizo algo en su despacho,
¿cuándo fue? Hace mucho tiempo, ¿verdad? Y creo que me hicieron una operación. Una
operación muy larga, o varias operaciones. No consigo recordarlo. -Hizo una pausa-.
Cuando desperté y permanecí despierta, traté de recordar. Pero no pude.
-¿Y esto la preocupó?
-Sí. Pero hubo algo que aún me preocupó más. Quise llorar y no pude. -Me miró con
ojos muy abiertos-. Ed, dígame la verdad. ¿He sufrido algún trastorno mental? ¿Me
encuentro en algún sanatorio especial?
Denegué con la cabeza.
-Entonces, ¿qué ocurrió? ¿Qué me ha ocurrido?
Sonreí.
-Lo que usted tanto deseaba que ocurriera. Se enteró del secreto.
-¿El secreto?
Se acordaba, desde luego. Pude observar que lo recordaba todo hasta el momento en
que le hundieron aquella aguja, y ello me tranquilizó definitivamente. Saldría adelante, y
yo podía hablarle sin esperar más tiempo.
-Sí -dije-, el secreto de Loxheim. Nuestro secreto. El secreto que usted quería saber,
para poder formar parte de los Diez Grandes y quedarse entre ellos. No olvide, Kay, que
usted me dijo que era capaz de pasar por cualquier cosa con tal de conseguirlo. Pues
bien, lo ha logrado, y no debe estar asustada.
-¿Qué me ha hecho Loxheim? -inquirió. Su voz era firme y tranquila-. ¿Y quién es este
hombre?
Me senté junto a ella.
-Me sorprende un poco que no lo sepa -dije-. ¡La juzgo tan experta en cuestiones de
cine! De todos modos, es de suponer que los especialistas técnicos nunca han merecido
mucha atención, sobre todo en los primeros tiempos del cine.
"Por esos tiempos fue cuando Loxheim llegó aquí. Realizó algunos trabajos de
animación de objetos para un par de estudios, más o menos cuando Cooper y
Schoedsack rodaban King Kong. Su especialidad eran las figuras de tamaño natural y
tenía unos cuantos procedimientos propios que habían resultado demasiado caros para
los alemanes. También resultaron demasiado caros para nosotros. Se trataba de algo
maravilloso, nada de cartón y maquinaria, ni tampoco mecanismos de relojería. Al fin y al
cabo, él era un médico, y un médico brillante. Un maestro en cirugía, anatomía y
neurología. Pero no había plaza para él en los estudios.
"Tan pronto como pudo conseguir una licencia para practicar, abrió una pequeña
clínica en Beverly Hills y volvió a la cirugía. Cirugía plástica, la especialidad más lucrativa.
Modeló unas cuantas caras y con ello se ganó una reputación. Ganó dinero. Y además,
continuó sus estudios y gradualmente perfeccionó el proceso.
-¿Qué proceso?
-Permítame que se lo explique. Aún no puedo pretender dominar la jerga técnica, pero
sí comprendo lo que el proceso ha hecho de mí. Y a los hombres más famosos, a esos
astros y estrellas que tanto la intrigaban, aquellos que parecen capaces de seguir
trabajando para siempre. Personas como Paul Sanderson y una docena más.
"Formamos una especie de corporación muy hermética, Kay. Sólo unos pocos de
nosotros, los que podíamos permitirnos una operación que cuesta doscientos cincuenta
mil dólares. Los que podían comprender las ventajas de permanecer en la cumbre
durante veinte o más años, manteniéndose jóvenes y pimpantes mientras sus dobles
actuaban en todas las actividades rutinarias para desvanecer toda sospecha. ¿Nunca lo
sospechó, verdad, Kay? Incluso cuando descubrió lo del doble de Sanderson, nunca
sospechó de Paul. Usted misma me dijo que no bebía, que no sudaba bajo los focos, que
nunca estaba cansado, y que nunca hacía el amor. Yo puedo añadir que nunca come y
nunca duerme. Porque no lo necesita. ¿Cómo va a necesitarlo con su cerebro y sus
órganos vitales conectados a un sistema nervioso sintético, en un cuerpo también
sintético?
Se llevó la mano a la boca y la dejó caer en seguida.
-Este es mi secreto, pequeña. El gran secreto de los hombres más famosos. Sólo unos
pocos de ellos perduran, porque sólo unos pocos estuvieron dispuestos a aceptar el
riesgo y a pagar el precio. Sólo los que pusieron la fama y el estrellato por encima de los
dudosos placeres a los que se llama "vida". Sólo los que no titubearon en prescindir de
comida, bebida, sueño y amor porque ellos sólo comían, bebían y amaban la fama.
"Usted me aseguró que éstas eran sus ideas, Kay. No quiso esperar diez años hasta
verse envejecida y pensando en el retiro. Usted suplicó que se le revelase el secreto
ahora mismo. Y ya lo conoce.
Kay se levantó. Se movía de un modo espasmódico, como si fuera una muñeca.
-Cuidado -le dije-. Tendrá que aprender a controlarse a sí misma. No se trata del
peligro de que se rompa o se astille, pues la cubierta es prácticamente indestructible, pero
el sistema de equilibrio es distinto y en sus oídos ya no hay los canales semicirculares.
También se ha alterado su profundidad de foco.
Me miró con fijeza.
-Tenía miedo de estar loca -afirmó-, pero estaba equivocada. Usted es el que está loco
de atar, Ed. Admítalo. ¡Decirme a mí que soy una especie de autómata...!
-Coja un alfiler -sugerí-. Descubrirá que es incapaz de hacerse sangre con él.
-¿Dónde está el doctor Loxheim? ¡Quiero ver inmediatamente al doctor Loxheim!
-Cálmese -dije-. Ya vendrá. Puede tener todas las pruebas que desee. Esta noche
convocaremos una reunión y verá a todos los demás, entre ellos a Paul. Es preciso que
se traten entre ustedes. Me olvidaba, estarán todos menos Betty; este mes está
desconectada.
-¿Desconectada?
-Sí. Forma parte del proceso, ¿comprende? Sirve para descansar y conservar
energías. Entre película y película, es mejor que los dobles se ocupen de lo demás. Se
dura más. Como es lógico, no podemos permitir que una estrella se mantenga en la cima
durante más de veinte años, veinticinco todo lo más, porque entonces el público cobraría
sospechas. Después de este plazo, tienen que retirarse. Pero si descansan, pueden durar
indefinidamente. Loxheim dice que tal vez doscientos o trescientos años. Sin envejecer,
fíjese bien. Por consiguiente, la cosa no es tan desagradable cuando uno se acostumbra
a ella. Pregúnteselo a Paul.
Kay dio unos pasos vacilantes.
-Paul. Betty. Todos ellos son sus amigos, ¿eh?
-Mis asociados, querida -sonreí-. Éste es mi secreto. Usted me preguntó una vez a qué
se debía que yo siguiera siendo un nombre famoso en Hollywood, a pesar de que durante
los últimos años no se había rodado ninguna película mía. Ello se debe a que dispongo de
estos asociados. Todos ellos me deben la oportunidad de haber seguido siendo célebres.
Todos ellos trabajan con Bitzer, mi propio agente. Yo cobro mi porcentaje. Es lo mismo
que haré con usted.
Kay estaba tratando de abrir la puerta, tratando de no escuchar mis palabras. Me daba
mucha pena, pero seguí sonriendo. Tenía que conservar la calma, en su propio beneficio.
-No haga tonterías, Kay -le aconsejé-. Reflexione otra vez. Mañana se sentirá mejor.
Entonces le presentaré a su doble y empezaremos a trazar los planes necesarios.
-¿Mi doble?
-Claro. Ya le dije que se necesitaba un doble. Para esta misión he seleccionado a una
joven de talento extraordinario. No sólo tiene un notable parecido físico con usted, sino
que posee también una considerable habilidad histriónica propia. Mediante el estudio de
sus películas ha conseguido captar la mayoría de sus gestos, y el resto lo adquirirá
observándola directamente. Ha copiado su voz gracias a la cinta grabada por Loxheim y
ha memorizado todos los datos que usted facilitó acerca de su vida, costumbres y
aficiones. Usted se encargará de complementarlos. Las dos trabajarán juntas. -Hice una
pausa-. Y a propósito, no creo que tengamos que inquietarnos pensando en la posibilidad
de que se comporte estúpidamente, como hizo el doble de Paul. Sucede que esta joven
posee antecedentes delictivos y yo lo sé. Y ella sabe que yo lo sé. Por lo tanto, estamos
seguros de que usted le cobrará afecto. Lo espero, además, porque lo más probable es
que vivan juntas durante bastantes años.
Me encaminé hacia la puerta y aparté a Kay.
-Será mejor que deje de forcejear -dije-. La puerta está cerrada.
Entonces se enfrentó conmigo y observé el desvarío en sus ojos.
-Un doble -murmuró-. ¡Ahora lo comprendo! ¿Es una jugarreta, verdad? Ha encontrado
un doble mío, y usted, Loxheim y ese Bitzer se han asociado. Y Paul Sanderson también,
probablemente. Creen que van a poder volverme loca, o por lo menos conseguir que la
gente me crea loca si empiezo a contar esta historia. Y entretanto, ustedes hacen actuar
al doble en mi lugar y se embolsan el dinero...
Coloqué las manos sobre sus hombros, la miré con fijeza y denegué con la cabeza.
-No, pequeña. La idea es magnífica para una conspiración, pero no es verdad. La
verdad es que usted se ha convertido en un autómata. Y una vez se enfrente con los
hechos, descubrirá que no es tan terrible como cree. Me consta.
-¿A usted?
-Desde luego. ¿Por qué cree que controlo el secreto? Porque yo fui el primero.
Loxheim era mi amigo y cuando yo sufrí el accidente de polo vino a verme en el hospital
donde me estaba muriendo. Le di permiso para llevarme a su clínica y le di permiso para
efectuar su experimento. Cuando comprobé que había sido un éxito, comprendí lo que
Loxheim había descubierto, lo que podía hacerse con su invento cuando éste se aplicase
a las personas adecuadas. Durante años, esto es lo que he hecho. Como ya he dicho,
sólo hay una docena de ellas, pero son las que ocupamos los puestos clave. Somos el
gobierno secreto de Hollywood, las sombras animadas, los sueños que nunca mueren.
Somos los inmortales, y ahora le damos la bienvenida a nuestro grupo.
Todavía no estaba preparada, no podía aceptarlo. Lo leí en sus ojos.
Entonces retiré la mano que tenía apoyada en su hombro, busqué en mi bolsillo y
saqué una aguja.
-Tenga -le dije-. Pruebe usted misma.
Contempló el alfiler y su rostro reveló la tortura interior.
-No -murmuró-. Es otro truco. Todo son trucos, trucos para que me vuelva loca. Yo no
soy un robot. ¡No puede ser verdad! ¿Cómo se atreve a sonreírme, cómo puede mentirme
de este modo? ¡Deje de sonreír! ¡Basta! ¡Basta ya!
Y entonces se abalanzó sobre mí y de un manotazo hizo saltar el alfiler que yo
sostenía. Sus uñas se hundieron en mi mejilla.
Se inmovilizó súbitamente y empezó a gritar hasta que yo oprimí la parte superior de su
cráneo. El grito se apagó y Kay se desplomó. La dejé en el suelo y cogí el teléfono.
Loxheim contestó a la llamada.
-¿Y bien?
-Un ataque de histeria, como era de esperar. Pero se repondrá. Creo que mañana
podremos llamar a Bitzer y decirle que prepare un nuevo contrato. Bajo en seguida.
Colgué el auricular. Después abrí el armario y saqué la caja que Loxheim había
construido para ella, con su forro de terciopelo y los agujeros para la entrada de aire. El
sistema respiratorio sigue funcionando por medio de oxígeno.
Ajusté las correas alrededor del cuello de Kay y la colgué. Antes de cerrar la tapa, la
contemplé durante unos momentos. Era bella. Y seguiría siéndolo dentro de diez años, o
de veinte años. Valía un millón de dólares. Un millón que ingresaría en la caja de nuestra
sociedad.
Pertenecía ya al grupo de los Diez Grandes.
Por primera vez tuve el convencimiento de que había hecho lo que debía. La coloqué
en un rincón y me dirigí silbando hacia la puerta.
Pero cuando me disponía a salir, recordé algo. Me coloqué ante el espejo y lo que vi
confirmó mis temores. Pobre muchacha, no la culpé por su arrebato, pues tuve en cuenta
que acababa de enterarse de todo.
Cuando me arañó arrancó unas tiras de plástico de mi mejilla, exponiendo lo que había
debajo.
Por un momento me quedé mirando la brillante envoltura metálica, y después di media
vuelta y me encaminé hacia la escalera.
***
LOS VERSOS NUNCA PAGAN
***
Miss Kent se acercó a la puerta de la torre y llamó con energía. Desde luego, era un
lugar encantador, pensó; sin motivo aparente le recordaba la mansión del Conejo Blanco
en Alicia en el País de las Maravillas.
Cuando la puerta se abrió para revelar al ocupante de la casa, miss Kent no pudo
reprimir un respingo. Aparte de la longitud de sus orejas, el hombre que se hallaba ante
ella hubiese podido pasar por el mismísimo Conejo Blanco. Era un hombrecillo pálido, de
ojos rojizos, y con una nariz que parecía ocupar gran parte de su rostro; su boca era
pequeña y la barbilla casi inexistente. También llevaba una chaqueta a cuadros, y
mientras miss Kent le miraba incluso consultó su reloj.
-Estoy buscando a Dickie Fane -anunció.
El hombre parpadeó y sonrió.
-¿No quiere entrar? -invitóla.
Miss Kent entró y se halló en un vestíbulo revestido de paneles de madera, con
muebles victorianos que realzaban la semejanza con el mundo de Lewis Carroll y las
ilustraciones de Tenniel.
-Soy Archibald Pope -dijo el hombrecillo-. Usted debe de ser miss Kent, la dama que
escribió acerca de la plaza de secretaria.
-Así es -admitió ella-. ¿Está en casa míster Fane?
El hombrecillo asintió.
-Si me hace el favor de pasar...
La acompañó hasta el umbral y ambos entraron en una amplia sala habitada como
despacho. Las paredes estaban casi cubiertas por hileras de archivadores, y el centro de
la habitación estaba presidido por una gran mesa en la que había una máquina de escribir
eléctrica y una lámpara de tubo fluorescente.
El diminuto míster Pope se dirigió a la mesa y se sentó en el sillón que había detrás de
ella.
-Vamos a ver -dijo-. ¿Puedo dar un vistazo a sus referencias, por favor?
Miss Kent titubeó.
-Pero yo creía que era míster Fane el que necesitaba una secretaria...
-Y así es. -El hombrecillo inclinó la cabeza-. Yo soy Dickie Fane.
-Pero...
Míster Pope suspiró.
-¿Ha sufrido una decepción al enterarse de que trabajo bajo seudónimo? -preguntó-.
Teniendo en cuenta el carácter algo, ejem, violento de mis escritos, ello parece
aconsejable.
Miss Kent se ruborizó ligeramente.
-No se trata de eso -confesó-. Espero que no interprete mal mis palabras, míster Pope,
pero no parece un escritor.
Míster Pope emitió una sonrisa de satisfacción y se echó hacia atrás, pasándose las
manos por sus blancos cabellos.
-¡Exactamente, mi querida señorita! -graznó-. No parezco un escritor, ¿verdad? Gracias
a las fotografías de las cubiertas, todos sabemos cuál es el aspecto del escritor de hoy.
Es una especie de joven prehistórico, con una barbilla sin afeitar que pincha tanto como
sus cabellos cortados casi al rape. Viste camiseta blanca y posiblemente sostiene un
perrito junto a su velludo pecho. ¿Éste es su escritor moderno, eh?
Miss Kent asintió.
-Si no recuerdo mal -murmuró-, hay una fotografía por el estilo en la cubierta posterior
de todos los libros de Dickie Fane.
-Claro que sí -admitió míster Pope-. Se trata de un modelo profesional o, para ser más
exactos, de un caballero griego al que mi agente descubrió lavando platos en un
restaurante del Soho. Aunque es totalmente analfabeto, parece ser que tiene todo el
aspecto de un escritor. Tuve que admitir este pequeño engaño en interés del aspecto
comercial.
-Comprendo -dijo miss Kent.
-¿Acaso ha sufrido una decepción? -preguntó míster Pope en tono amable-. Ya me ha
ocurrido este problema con otras secretarias. Acuden a mí con el anhelo de trabajar junto
a un joven tosco y corpulento, un hombre impetuoso que responde a la visión de una
rubia del mismo modo que los perros de Pavlov respondían a la campana que anunciaba
su comida. Si usted pensaba de este modo, tal vez ahora ya no le interese continuar esta
entrevista.
Miss Kent denegó vigorosamente.
-Al contrario -aseguró-. Me siento muy aliviada. -Buscó en su monedero y sacó un fajo
de cartas-. Mis referencias -dijo.
-Gracias. -Míster Pope depositó las cartas sobre su mesa, sin apenas dedicarles una
ojeada-. Supongo que tendrá usted experiencia en mecanografía, archivo, dictado y todas
las actividades que reseñaba mi anuncio en el Times. Pero todo esto es secundario. Lo
que más me interesa saber es cuál ha sido su motivo para buscar esta plaza, si no tenía
intención de colocarse junto a un hombre artista y viril.
-Porque yo soy una admiradora de Dickie Fane -replicó miss Kent con decisión-. He
leído todos sus libros.
-¿De veras? -míster Pope dirigió una mirada a toda su biblioteca y sonrió-. ¿Conque los
ha leído todos, eh? En este caso, tal vez tendrá la amabilidad de honrarme con su
opinión. ¿Qué le pareció el primero?
-Míster Clover empuña un revólver -dijo miss Kent-. A mí me convenció.
Míster Pope sonrió.
-¿Y qué opina de Míster Duval maneja un puñal?
-Definitivo.
-¿Y de Míster Allmahah esgrime una navaja?
-Muy agudo.
-Después se publicó Míster Arbuthnote blande un garrote.
-Formidable.
-¿Y ha leído mi último libro, Míster Sacha utiliza un hacha?
-Ameno e intrigante. Penetra profundamente en los personajes. Los abre de par en par
y permite que el lector pueda ver lo que hay dentro.
Míster Pope se arrellanó en su sillón y su rostro se iluminó.
-Me entusiasma observar que es usted un crítico tan perspicaz -le dijo-. Si lo desea,
puede considerarse contratada a partir de este momento. ¿Qué le parece habitación y
comida y veinte libras semanales?
-¡Pero esto es maravilloso, míster Pope! -Miss Kent titubeó por un momento-. Sin
embargo, yo pensaba tomar una habitación en el pueblo...
-¡No diga tonterías, mi querida joven! Usted se quedará aquí, no faltaría más. Hay sitio
de sobra y puedo asegurarle que soy un excelente cocinero. Supongo que un régimen a
base de cordero frío no halaga mucho su paladar, y la fonda del pueblo apenas sirve otra
cosa.
-Sí, pero...
Míster Pope bajó la vista y sonrió con timidez.
-Le aseguro que nada ha de temer por mi parte -dijo-. Y si lo que le preocupa son los
vecinos, no hay uno en un kilómetro a la redonda. A juzgar por sus referencias, está usted
sola en el mundo y por lo tanto no hay ninguna posibilidad de escándalo. Y como a
menudo necesito trabajar por la noche, su presencia en la casa resultará conveniente.
Miss Kent se atusó sus rubios rizos con nerviosismo.
-Está bien -contestó-. Acepto su oferta. ¿Cuándo empezamos?
-Inmediatamente -replicó míster Pope frotándose las manos-. Dentro de quince días
tengo que entregar mi próxima novela al editor.
-¡Qué emocionante!
Míster Pope suspiró.
-No puedo estar de acuerdo con usted, puesto que todavía tengo que escribir la
primera línea.
-¿Cuál es el problema? ¿No da con el argumento?
El hombrecillo movió la cabeza.
-Ya veo que no comprende -dijo-. El argumento carece de importancia. Usted ha leído
mis obras y las tonterías que publican otros escritores. ¿En qué consiste el argumento?
Dickie Fane es un detective privado que escribe en primera persona, aunque no tan en
primera persona como otros que podría mencionarle. Descubre el cadáver de una mujer
bellísima, y ya que no es un necrófilo sólo puede hacer una cosa, o sea resolver el
crimen. En el transcurso del relato vence a varios malhechores y también es apaleado a
su vez; se le acercan varias hembras voluptuosas y bien desarrolladas y también él se
aproxima a ellas. Una especie de juego de estira y afloja, podríamos decir. Finalmente,
descubre que la hembra más voluptuosa de todas es la asesina y acaba pegándole un tiro
en el ombligo, o haciendo que ella muera en el consiguiente tumulto. El argumento se
halla supeditado al problema real.
-Pero yo diría que el problema real consiste en descubrir al asesino.
-Para el lector, sí. Pero no para el autor. Al escribir la historia, su problema estriba en
hallar el crimen.
-Nunca lo había enfocado desde este punto de vista -asintió miss Kent-. Pero creo que
es lógico.
-Claro que lo es. De aquí saco todas las ideas para mi serie. Cierto día se me metió
una frase en la cabeza, una frase corriente que suele pasar inadvertida. Justicia poética.
Fue entonces cuando empecé a pensar en el crimen en verso. Mis títulos surgieron como
resultado de una evolución natural. Pero en cada caso, lo más importante fue el crimen en
sí.
-¿Tuvo que idear crímenes perfectos?
Míster Pope denegó con la cabeza.
-Crímenes imperfectos -dijo.
-No le entiendo.
-No tiene mérito idear un crimen perfecto -explicó-. Scotland Yard nos dice que en la
vida real se comete un crimen cada doce minutos. Las estadísticas nos revelan que la
mitad de estos crímenes quedan sin resolver. Ergo, se produce un asesinato insoluble
cada veinticuatro minutos; sesenta crímenes perfectos cometidos cada día, o cerca de
diecinueve mil al año.
-Es usted un experto -admitió miss Kent.
-Debo serlo. Al fin y al cabo, se trata de mi negocio. Y como experto, puedo asegurarle
que el crimen perfecto es el menor de mis problemas. Lo que cuenta es inventar un
crimen que parezca perfecto, pero que contenga un fallo o error básico en su elaboración,
algo que Dickie Fane pueda descubrir y le conduzca a la solución del enigma.
-Estoy empezando a comprender lo que quiere usted decir -aseguró miss Kent-. Y esto
es lo que está buscando ahora.
-Desesperadamente -admitió míster Pope.
-Mucho me temo que estas cuestiones se aparten de mis conocimientos -dijo la joven-,
pero tal vez si habláramos de ello...
Míster Pope se levantó.
-Más tarde -dijo-. Me doy cuenta de que me he comportado como un anfitrión muy poco
hospitalario. Permítame que tome la maleta que ha dejado en el vestíbulo y que le enseñe
su habitación. Sin duda, deseará refrescarse un poco después de su viaje. El tren de
Londres es abominable.
La condujo al piso superior y le mostró un apartamento muy confortable.
-El cuarto de baño se encuentra en el otro extremo del pasillo -le explicó-. Después de
mi habitación y del cuarto de cachivaches. Voy a dejarla un rato mientras doy una vuelta
por el jardín. Tal vez el crepúsculo me dé alguna inspiración.
Hizo una leve reverencia y se retiró.
Miss Kent no perdió el tiempo vaciando su maleta. Esperó a que míster Pope hubiese
salido de la casa y entonces registró su habitación. Durante unos minutos estuvo muy
ocupada en ella, interrumpiendo sólo sus esfuerzos para escuchar atentamente un posible
ruido de pasos. Al no oír nada, redobló en sus actividades, transfiriendo después su
atención al cuarto trastero.
Viose obligada a forzar la cerradura, pero lo hizo con eficiencia y sin esfuerzo. Una vez
dentro, descubrió que su trabajo quedaba ampliamente recompensado. Hasta el punto de
que miss Kent quedó absorta, olvidándose de escuchar hasta que fue demasiado tarde.
Y supo que ya era tarde cuando levantó la vista y descubrió que míster Pope se hallaba
en el umbral.
-Bien, bien -dijo suavemente-. ¿Qué estamos haciendo aquí?
-Examinando lo que hay aquí -replicó, señalando un montón de objetos que había
sacado de un baúl-. Una automática "Webley" calibre 38, la misma arma descrita en
Míster Clover empuña un revólver. Una daga con empuñadura de madreperla con ciertas
manchas sospechosas en la hoja, como la mencionada en Míster duval maneja un puñal.
Y esta navaja no tendría todas estas manchas ni siquiera si la hubiese utilizado
legítimamente un hemofílico crónico. Me recuerda el arma homicida de Míster Allmahah
esgrime una navaja. Tampoco cabe duda acerca de la sangre que hay en el extremo de
este palo; es exactamente el descrito en Míster arbuthnote blande un garrote. En cuanto
al hacha, tal vez perteneció en otro tiempo a miss Lizzie Borden, pero me inclino a pensar
que es el original de la que aparece en Míster Sacha utiliza un hacha.
Míster Pope frunció los labios, pensativo.
-Totalmente exacto -admitió-. Veo que no tenía sentido seguir tratando de ocultar mis
métodos. Como todos los artistas literarios auténticos, confío plenamente en mi
experiencia personal cuando se trata de mi trabajo. El ángulo autobiográfico, podríamos
decir. Juzgo que es mejor sacar mi obra de la vida real.
-De la muerte real, dirá usted.
-Como quiera, querida señorita. -Míster Pope se encogió de hombros-. No discutiremos
por cuestión de detalles.
-¿Detalles? Acaba de admitir virtualmente que ha cometido cinco asesinatos.
-En un período de cinco años -añadió míster Pope-. Permítame que le refresque la
memoria en cuanto a las estadísticas. Mi contribución a las mismas es insignificante, tan
sólo uno por diecinueve mil al año. En cambio, mi contribución al mundo literario es
cuantiosa.
Dio un paso adelante y su voz cobró mayor fuerza.
-El instinto asesino es básico en todos nosotros -explicó-. Incluso una jovencita como
usted halla un extraño placer al investigar algún siniestro misterio, y lo mismo les ocurre a
jóvenes imberbes, clérigos amables y solterones de edad más que madura. En el caso de
usted, se trata de una sublimación inofensiva, pero el apremio existe, un instinto lo
bastante fuerte como para obligarla a leer novelas de crímenes. Piense, sin embargo, que
este instinto ha de ser aún mucho más fuerte en el hombre que las escribe.
-Esto no sirve de justificación -alegó miss Kent.
-Yo no necesito justificarme -replicó míster Pope-. Mi trabajo es lo bastante elocuente.
Durante los últimos seis años he estado viajando por el país con diversos nombres y
diferentes disfraces, y como resultado de mis actividades cinco mujeres han pasado a
mejor vida. Pero piense por un momento en todas las vidas que yo habré salvado. Piense
en las jóvenes como usted que hallan una salida inofensiva a sus tendencias homicidas
gracias a mis libros. Piense en los muchachos que me han utilizado como escape para
sus impulsos violentos, y en los maridos que se han abstenido de asesinar a sus esposas
y se han dado por satisfechos con la lectura de mis obras. ¡Pero si he evitado centenares
de tragedias! Este es el enfoque práctico de la cuestión. Y desde el punto de vista crítico,
usted ha admitido que mi obra es... ¿cómo dijo usted? Definitiva, aguda y formidable, ¿no
es así?
-Francamente repelente -exclamó miss Kent-, si desea que le diga la verdad.
-Vamos, vamos -dijo míster Pope-. ¡No se deje llevar por su carácter, pequeña! No
discutamos. Me recuerda a alguien a quien conocí en cierta ocasión en Kent. Ella...
-¡La viuda! -interrumpióle miss Kent-. La que se mató cuando miraba a través de una
de las armas de la colección de su marido. Usó usted casi la misma situación en su primer
libro.
-Cierto.
-Y hubo también aquella chica de Rainham, y la mujer de Manchester, y la corista de
Brighton...
-No diga más -murmuró míster Pope-. Ya me ha dicho bastante. Lo suficiente como
para comprender que no entró en este cuarto por mera curiosidad ni por casualidad.
Usted, mi querida señorita, no es más que una confidente de la bofia.
Miss Kent se irguió con orgullo.
-¡Nada de esto! -exclamó-. Estoy al servicio de Scotland Yard.
-¿Y esto significa que me hallo bajo sospecha desde hace bastante tiempo?
-Exactamente, míster Pope, o cualquiera que sea su nombre. La variedadd de nombres
y disfraces que ha usado nos desorientó durante años. Pero después alguien notó que al
cabo de un año de cometerse cada crimen, aparecía una nueva novela de misterio de
Dickie Fane. La similaridad de las armas y el uso de los nombres puestos a cada una de
las víctimas nos ofreció la pista. Nos costó dar con usted, pues sus editores sólo conocen
a su agente, y éste parece ser muy escurridizo.
-No tengo agente -dijo míster Pope-. Es tan ficticio como el resto de mis disfraces. -
Hizo una pausa-. ¿Qué piensa hacer?
Miss Kent se dirigió hacia la puerta.
-Pienso telefonear a Scotland Yard -murmuró.
-¿No puedo persuadirla para que cambie de intención? Al fin y al cabo, ha de pensar
en los centenares de asesinatos que yo he evitado...
-Sólo pienso en los cinco que ha cometido -replicó ella-. Debo advertirle -dijo, al ver que
míster Pope se acercaba a ella- que será mejor que no trate de obstaculizarme. Mis
superiores saben que estoy aquí.
-Pero nadie sabe que yo estoy aquí -le recordó él-. Buscarán a un tal míster Pope y no
es necesario que le diga que yo me habré marchado mucho tiempo antes.
-No puede salirse con la suya. Usted publicó aquel anuncio buscando una secretaria...
-Como cebo para que picase Scotland Yard, en el caso de que tuviesen sospechas. No
significa nada. -Moviéndose con rapidez, se acercó a la puerta y la cerró de golpe-.
Vamos a ver -dijo.
-¡Gritaré!
-Pero no por mucho rato.
Míster Pope salió a su encuentro. Hubo unos momentos de lucha, pero el hombre
demostró poseer una fuerza sorprendente. A los pocos minutos, miss Kent yacía en el
suelo con las manos atadas a la espalda y sus gritos inútiles empezaban a ahogarse en
su garganta.
-Empieza a hacer calor -observó míster Pope-. Creo que antes de continuar con mi
trabajo voy a desembarazarme de esa cabellera.
Se quitó con cuidado la peluca blanca descubriendo una cabeza con los cabellos
cortados casi al rape. También se libró de los lentes, de la prominente nariz, del plástico
que modelaba su boca y de los dientes protuberantes. En un momento se desprendió de
la chaqueta y de la pechera y respiró satisfecho al quedar ante ella en camiseta blanca.
-Así se va mejor, ¿no cree? -preguntó, mientras hacía flexionar sus músculos.
Miss Kent se estremeció.
-¡Pero si es igual que el hombre fotografiado en las cubiertas! -exclamó.
-Desde luego -rióse-. El lavador de platos del Soho es otro invento mío. Descubrí que
me servía de excelente protección. Por esto, aunque la policía venga a buscar a Dickie
Fane, nunca podrá encontrarlo. No saben cuál es su verdadero aspecto, ni lo que es.
Nada saben de nosotros.
-¿De nosotros?
La sonrisa se convirtió en mueca lobuna.
-Sí. Le he revelado el secreto, pero usted no se ha dado cuenta. Nosotros somos los
que escribimos las novelas de crímenes, los que ganamos fama y dinero porque nuestras
historias resultan tan convincentes. Desde luego, todos escribimos con pleno
conocimiento de causa. Y aunque parezca extraño, la mayoría nos parecemos. Tiene algo
que ver con la antigua teoría de Lombroso acerca de los tipos criminales.
-¡Pero esto es imposible! He visto fotografías...
-Sí, claro que las ha visto. ¿Cree que soy yo el único que tiene la astucia de usar una
caracterización? ¿O de cambiar de nombre? La mayoría de los demás también usan
seudónimos. -Su voz se había convertido en un susurro-. Piense por un momento. ¿Quién
es, en realidad, Ellery Queen? ¿O Carter Dickson, o H. H. Holmes, o...?
-¿No irá a decirme que todos ellos...?
-Se trata sólo de una teoría, querida. Hablo sólo por mí cuando le digo que el verdadero
autor de las historias detectivescas oculta su identidad y los crímenes en los que basa sus
narraciones de ficción. Ya le dije antes que mi problema primordial consistía en
confeccionar un crimen perfecto. En lo fundamental, estoy tan entregado a mi labor que
sólo pienso en perfeccionarla. Porque soy un autor de historias detectivescas, y ello
significa que soy un maestro de asesinos.
Miss Kent rebulló y forcejeó con la cuerda que sujetaba sus muñecas.
-Esta vez no se saldrá con la suya -amenazó-. Darán con usted.
-¿Con quién? -exclamó míster Pope encogiéndose de hombros-. Mi último disfraz ha
quedado descartado. Jamás me reconocerán de nuevo. Y si buscan a Dickie Fane, sus
trazas desaparecerán en aquel restaurante del Soho. Además, bastante les costará
averiguar que usted ha sido víctima de un crimen, pues todo señalará el suicidio.
-¿Suicidio? -exclamó miss Kent.
-Precisamente. Abajo habrá una nota explicatoria, y todo estará dispuesto. He
perfeccionado mis planes durante el paseo que acabo de dar pro el jardín, sobre todo
cuando me acordé de que tenía esto.
Se agachó y buscó un momento en un rincón de la habitación, hasta dar con un rollo de
cuerda de cáñamo.
-Sujetaré un extremo alrededor de esta viga -dijo.
-¡Espere! -suplicó miss Kent.
Míster Pope asintió con expresión apenada, pero después hizo un gesto negativo.
-Me imagino cómo debe sentirse, mi querida señorita -dijo-. Pero es que el tiempo
apremia. Ya le dije que mis editores deben tener el próximo original dentro de quince días.
Ars longa, vita brevis, ya sabe usted...
Se inclinó, apretó el nudo y pasó el lazo alrededor de su cuello...
El original de Míster Pope aprieta el gañote llegó a la editorial precisamente el día en
que vencía el plazo. Cuando se publicó, la crítica se mostró entusiasta y el público
extasiado.
Si Scotland Yard no se adhirió al entusiasmo general, ello se debió tan sólo a que sus
funcionarios estaban tratando inútilmente de solucionar un intrincado problema cuyos
factores eran una cuerda, un suicidio aparente, una villa abandonada y un caballero
parecido al Conejito Blanco y al que nadie podía localizar.
Los incondicionales de los misterios de Dickie Fane esperan entretanto el próximo
volumen de la serie. Como de costumbre, nadie sabe de qué tratará la siguiente novela.
Pero muy recientemente, en la distante región de Cornwall, un vivaracho y bigotudo
caballero francés alquiló una habitación en la casa de una atractiva divorciada.
Una buena mañana tuvo ocasión de entrar en la tienda del farmacéutico cercano.
-Soy el señor Denneneau -anunció-. Me interesa comprar una pequeña dosis de ácido
prúsico...
***
DESCANSO SABATINO
***
Nota publicada en el Daily Bulletin de la Universidad de Yardley, el 1º de abril de 1925:
"El profesor Herbert Claymore, jefe del Departamento de Física, ha anunciado hoy que
se dispone a ausentarse para un breve descanso sabatino. Mientras dure su ausencia, las
clases del profesor Claymore serán dadas por el doctor Potter".
Llevaba ya ocho martinis y medio en el pequeño bar situado al otro lado de la calle, en
los bajos del edificio "Television City". Ocho y medio era un horario subjetivo, desde
luego, pero Don Freeman siempre se había regido por esta clase de tiempo. Pensándolo
bien, ¿acaso muchos no hacen lo mismo?
O sea que pasaba ya de los ocho martinis...
Don no lo sabía, pero ardía en deseos de discutir esta cuestión con cualquier conocido.
Pero lo malo era que en aquellos momentos no había conocidos. Parecía como si
Rosalie hubiese optado por no dejarse ver, y no había nadie más en aquel cuchitril
iluminado con tubos de neón a quien valiese la pena dirigir la palabra. Don comprendió
que dentro de poco iba a emborracharse a conciencia. No quedaba más remedio que
volver a cambiar unas palabras con el barman.
Mala cosa. Pero volver a casa sería aún peor. Además, no se puede volver a casa.
Thomas Wolfe lo había dicho y era una observación muy aguda, teniendo en cuenta que
procedía de un individuo que ni siquiera estaba casado.
Don apuró su bebida y extendió la mano con el vaso vacío.
-¡Por el amor de Alá! -dijo.
El barman cumplió con su deber.
Alguien chocó contra el hombro de Don y apoyó un pie en el suyo, con fuerza.
-Permítame que le invite -murmuró Don, pero se trasladó al otro extremo de la barra.
Allí había más gente, uno no se oía beber. Y esto era una gran ventaja, ¿no creen?
Tampoco uno podía oírse pensar. Y si uno apuraba su buena suerte (y su vaso), al cabo
de un rato era ya como si no pensase... Poder pensar en Rosalie y en la casa y el empleo
sin sentir ninguna pena ni remordimiento. O no pensar en ellos para nada...
Y se acercaba ya el momento, tal vez dentro de sólo uno o dos martinis más. Pronto
podría olvidar que Rosalie no era más que una presuntuosa que se había dejado enjaular
con él, esperando hallar un puesto en uno de los shows de la agencia. También olvidaría
el regreso a su casa, el regreso junto a Beverly, Pat y Michael. En realidad, nada había de
malo en ellos. Pero parecía como si casi todos los tipos de su edad estuvieran casados
con una chica llamada Beverly (o Shirley, o Susan) y como si todos tuvieran un par de
chicos llamados Pat o Michael.
En cuanto a olvidar el empleo, eso sí que era el premio gordo. Parecía extraño que en
otro tiempo lo hubiese deseado tanto, persiguiendo la plaza de director ejecutivo de
Playlights. Pero una vez convertido en jefazo, aparecieron nuevas pesadillas: la lucha
contra el cliente, la lucha contra la tarea, la lucha contra los talentos y los necios que le
enviaban, y la lucha contra los pelmazos que le mandaban una y otra vez los tres mismos
guiones estúpidos.
Había el guión de la chica que convalecía de un trastorno nervioso y que se hacía un
lío al creer que había cometido un asesinato, hasta que su médico descubría al verdadero
asesino y entonces se casaban. Había el guión del piloto, o del corredor automovilista, o
del pistolero que perdía su aplomo hasta que las cosas se ponían mal de veras, y
entonces sabía salirse del atolladero. Y había el del joven que se veía obligado a elegir
entre el grosero materialismo y la integridad personal, y adivinen ustedes el resultado...
Este último era el que Don odiaba más. Acaso se debiera a que él lo vivía. Y su rubia
esposa no había pronunciado el conmovedor parlamento de renuncia manifestando que
prefería la pobreza financiera a la pobreza espiritual, y él tampoco había protagonizado la
escena dramática en la que el héroe deja plantado a su jefe y busca un trabajo más
honesto y creativo.
Pero él era ya un hombre importante, un productor escénico, y ello le autorizaba a
sentarse en un bar ruidoso durante su noche libre y pedir otro martini.
Tendió otra vez su vaso al barman.
-El número nueve -dijo.
Nuevamente alguien le empujó. Aquella noche había allí medio "Television City":
músicos, agentes publicitarios e incluso una manada de actores maquillados para los
ensayos nocturnos. Si quería, podía hallar a muchas personas con las que poder hablar,
pero ¿de qué le serviría? La mayoría se encontraban allí por las mismas razones que él;
todos pasaban sus propios apuros. Un día tenía que escribir algo acerca de la industria de
la televisión y su eventual colapso debido a cuestiones internas. La caída de la Casa de la
Ulcera.
Pero no sería esta noche. No entonces. Porque allí estaba su vaso lleno, y quizá sería
mejor buscarse un reservado en la parte posterior donde poder cuidar de su bebida sin
derramar el tonificante líquido sobre una corbata de seda de veinte dólares.
Don divisó un lugar vacío, flotó hacia él y entró en el departamento. Se había sentado
ya cuando se dio cuenta de que el lugar no estaba vacío. Sentado ante él, había un
hombre de mediana edad que saboreaba una cerveza.
-Lo siento -dijo Don-. No me di cuenta...
-No importa -le interrumpió el hombre de mediana edad-. No me molesta estar
acompañado.
Don le miró, tratando de catalogarlo de un vistazo.
El hombre frisaba ya en los sesenta y recordaba a uno de esos tipos característicos de
Nueva Inglaterra. Aunque no estaba maquillado, no cabía duda de que era un actor
escapado de un ensayo, puesto que iba disfrazado. Llevaba una chaqueta negra cruzada,
con amplias solapas, un cuello de celuloide fijado a su camisa blanca y una corbata de
lazo que hacía juego con la cinta negra de sus lentes de concha.
-El viejo profesor, ¿eh? -murmuró Don.
El hombre enarcó las cejas.
-¡Pero esto es extraordinario! -exclamó-. ¿Cómo ha podido reconocerme?
-Muy sencillo. -Don señaló su vaso-. In vino veritas. Ya sabe usted que ése es el lema
de la MGM -añadió inclinándose hacia su interlocutor.
El hombre parecía perplejo.
-No me haga caso -le dijo Don-. Acaba de visitarme mi meteorologista y me ha dicho
que me amenaza un temporal.
-Pero usted me ha reconocido...
-Claro. ¿Cómo podría olvidar al viejo..., al viejo...?
-Herbert Claymore.
-¡Eso es! ¡Herb Claymore, el mismo que viste y calza! ¡El último de los alegres
vividores! ¿Qué está usted haciendo aquí? ¿El papel del científico desequilibrado?
El hombre levantó su vaso de cerveza.
-Por favor, no hable tan alto. -Bebió lentamente y después levantó la vista-. Pero,
¿cómo ha podido saberlo? Usted tenía que ser un chicuelo cuando me vio. ¿Puedo
preguntarle cuántos años tiene?
-Treinta y cuatro -contestó Don.
-Eso es imposible. Ni siquiera había usted nacido.
-Claro que he nacido -exclamó Don-. Puedo enseñarle mi ombligo para demostrárselo.
-Está usted bebido.
-¿Acaso no lo están todos los demás? ¿Para qué ha venido usted aquí?
-Sólo para estudiar.
-Sigue usted con su oficio, ¿eh? Pues bien, no quiero molestarle. De todos modos
estaba a punto de marcharme.
-No, quédese, por favor. Esperaba encontrar a alguien con quién charlar. Y usted me
está intrigando. No pensé que nadie pudiera reconocerme.
-¿No reconocer a Herb Claymore, el hombre que trastornó al mundo científico con sus
descubrimientos? Se burlaron de usted, se rieron y le ridiculizaron de pies a cabeza. ¡Pero
usted no se desalentó! ¡Qué va! Siguió su camino, empujando los límites de sus
descubrimientos más allá de la etapa H, hasta la etapa I, incluso hasta la etapa J...
-¿Quiere decirme quién es usted, caballero?
-Me llamo Don Freeman. Don Freeman, a su servicio, como suelo decirles a las chicas
que me son presentadas.
-No me resulta familiar. Sin embargo, parece como si usted estuviera enterado.
-Lo estoy. ¡Vaya si lo estoy!
-¿Tal vez a causa de mis ropas?
Don asintió con un gesto.
-Ese cuello Hoover es capaz de delatar a cualquiera.
-¿Cuello Hoover? -El hombre hizo una pausa-. ¡Ah, sí, Herbert Hoover! El hombre que
organizó la ayuda a Bélgica durante la guerra.
-El presidente Hoover -corrigióle Don.
-¿Es presidente?
-Ya no. Pero en 1929...
-Lo siento. Fue después de mis tiempos.
-¿Después?
-Cuatro años después. Me marché en 1925.
-¿De veras? ¿Y qué otras novedades ha descubierto?
-¡Pues todo! Acabo de llegar y debo confesar que los cambios no son más
sorprendentes de lo que yo creía. Estos terrenos en los que se levantaba la Universidad
están ocupados ahora por estas instalaciones de la televisión, y además...
-¡Vamos, Claymore! Se pasa usted de rosca.
-¿Cómo dice?
-El chiste no tiene gracia. No nos divertimos.
-Le aseguro que estoy hablando en serio.
Don trató de enfocar su mirada hacia el anciano.
-¿No es una broma? ¿No será usted un fugitivo?
-No soy un fugitivo, ni mucho menos, caballero. Soy un visitante.
-¿No irá a decirme que usted, Herbert Claymore, ha venido aquí en una máquina del
tiempo y procedente del año 1925?
-Hasta cierto punto, así es.
Don suspiró resignado.
-Entonces es que yo, Don Freeman, necesito otro trago. Hasta cierto punto. ¡Caray, si
lo necesito!
Hizo señas al barman.
-¿Lo mismo? -preguntó éste.
-No, prepáreme un "Miltown especial". -Miró a su compañero-. ¿Pido lo mismo para
usted?
-¿Qué es un "Miltown especial"?
-Es como un martini corriente, pero meten un tranquilizante en la aceituna.
-No sé si...
-¡Vamos! Apuesto a que no se lo servirían allí de donde viene usted. ¡Hombre, pero si
aún tenían la Ley Seca! ¿No es así?
-Sí, desde luego -Claymore miró al barman-. Sírvame lo mismo.
-No hagamos bromas -murmuró Don-. ¿De 1925, eh? Como si tal cosa.
-Nada de "como si tal cosa". Me pasé dieciocho años perfeccionando el modus
operandi. Steinmetz y Edison tuvieron la amabilidad de escucharme, pero nadie más
demostró interés por mi trabajo.
-¿Ni siquiera Einstein?
-¿Se refiere a Einstein, el matemático alemán? Nunca conocí a ese caballero. Yo no
llegué a viajar por el extranjero.
El barman les sirvió las bebidas pedidas y Don firmó la nota.
-Se empeña usted en seguir con su broma, ¿en? -preguntó Don-. Viajando por el
tiempo. ¡Vaya disparate! ¿Y por qué se le ha ocurrido venir aquí?
-Creí que la universidad seguiría existiendo -explicó Claymore-. Ahora me acabo de
enterar de que desapareció durante la... Depresión, según creo que la llamaban ustedes.
-Sí, la Depresión. Yo soy una autoridad en depresiones, sobre todo en lo que se refiere
a las mías -dijo Don-. depresiones, baches, tumbas. Un tema muy profundo.
-Sin embargo, parece como si esta época fuese maravillosa.
-¿Usted lo cree? Mire, vamos a jugar limpio. Usted se queda aquí. Yo me marcho al
1925. y allí me quedo mientras viva.
-No sería justo -le dijo Claymore-. Era una época de barbarie.
-Ya veo que no ha leído usted los periódicos -replicó Don-. Tal vez no se acerquen los
repartidores a su manicomio.
-Caballero, debo pedirle que...
-Está bien, no he querido ofenderle. Pero todo el que se sienta dichoso con las cosas
que hoy ocurren, ha de estar chiflado. Fíjese tan sólo en la situación: guerra fría,
escándalos sindicales, paro, conformismo, carrera espacial, bombas con todas las
iniciales del alfabeto, por qué Juanito no sabe leer, seguridad, censura, conflictos raciales.
¡Una calamidad!
-Aún no veo que sea peor que lo que dejé detrás de mí -dijo Claymore-. En 1925
teníamos la amenaza bolchevique, el escándalo del Teapot Dome y el contrabando de
bebidas. Y si hablamos de censura, ¿qué me dice usted de la Prohibición? ¿Y aquella ley
de Tennessee que prohibía la enseñanza de la evolución en las escuelas? ¿Conflictos
raciales? ¿No ha oído hablar de los linchamientos? Y en cuanto a los asesinatos,
nuestros periódicos sólo hablan de Al Capone.
-Está bien, está bien -dijo Don-. Vamos a cambiar de tema y buscar otro. ¿Aún no se
ha fijado usted en el rock'n'roll, en Presley, en los automóviles con aletas detrás, en los
anuncios estúpidos, en las películas para imbéciles? ¿Estropeará el éxito al monstruo de
Frankenstein? Contésteme a esto.
Claymore tomó un sorbo de su bebida.
-He oído su rock'n'roll como usted le llama, y también a míster Presley. Pero, ¿ha oído
alguna vez nuestras canciones de moda o el ¿Sí, no tenemos bananas? ¿Ha tratado
usted alguna vez de conducir un "Ford" modelo T a través de una carretera accidentada
en día de tormenta? ¿Han formulado alguna vez sus agentes publicitarios la inmortal
pregunta ¿Por qué lleva braguero? Y en cuanto al cine, puedo ofrecerle las producciones
épicas protagonizadas por Mae Murray o Gilda Gray, y los dramones impresionantes de
Cecil B. de Mille. -Sonrió-. Por lo menos, ustedes se benefician de la tecnología moderna.
-Claro. Aire acondicionado, televisión, supermercados, lavadoras automáticas. También
disponemos de missiles teleguiados y del arma más mortal de todas, el impuesto sobre la
renta.
-Que también teníamos nosotros.
Don bebió, esquivando su aceituna.
-Entonces estamos empatados. Pero hablemos de las cosas verdaderamente
importantes. Por ejemplo, de las viviendas apretujadas que están dando al traste con
nuestras zonas metropolitanas, de las chaquetas de franela gris que vestimos, y de las
mujeres que amamos... esas bellezas de busto rotundo, cabellos rubios teñidos y cabeza
de pájaros.
-Muy bien -sonrió Claymore-. Me gustaría comparar las viviendas actuales con las
casas del 1925. ¿Sabía que sólo la mitad de las viviendas tenían bañera, y que menos de
la mitad tenían instalaciones empotradas? Y vale más que no hablemos de aquellos
muebles tan espantosamente incómodos. En cuanto a la ropa, tampoco es preciso que
hable de ella. Fíjese en lo que yo llevo, comparado con su traje.
-Estos detalles pequeños carecen de importancia -dijo Don-. Volvamos a lo
fundamental, o sea a la cuestión del sexo.
-Está bien. Usted ha trazado un cuadro bastante decepcionante del ideal femenino. En
su lugar, yo le ofrezco el tipo de nuestros tiempos: delgada, sin busto, neurótica,
aficionada a la ginebra, afectada...
-De acuerdo, me hago cargo -interrrumpióle Don-. Pero ya que seguimos el juego, ¿por
qué limitarnos a mi tiempo actual y al suyo pretérito? Si el pasado y el presente son tan
intolerables, ¿por qué no nos metemos en su vehículo y emprendemos un viaje de placer
al futuro?
-Yo lo he hecho -dijo Claymore.
-¿Cómo?
-Digo que lo he hecho -Claymore apuró su vaso-. Podríamos decir que esta es mi
segunda etapa. La primera fue en un tiempo situado a más o menos treinta y cinco años
de hoy.
-¿Por qué no se quedó allí? ¿No irá a decirme que todo andaba tan mal?
-Juzgue usted mismo. No existe ya ninguna clase de amenaza comunista.
-¡Magnífico!
-Es a los conservadores a quienes se teme. Los partidarios del inmovilismo en el
gobierno, negocios y relaciones internacionales. Todo requiere ser hecho. Debe ser
hecho. Resultado: supresión de la libertad de expresión, censura general y caza de
espías. Después, hay que tener en cuenta el escándalo del plutonio, el problema de la
delincuencia infantil y el contrabando de drogas. No es necesario que me extienda acerca
de sus canciones populares o de lo que ha ocurrido con sus medios de esparcimiento. La
televisión dimensional llega a resultar abrumadora y, como es lógico, la publicidad no se
queda atrás. En cuanto a comodidades, no puede usted imaginar lo que llega a
representar el rigor y el malestar de un viaje en cohete a la Luna.
-¿Y las mujeres? -preguntó Don, esperanzado.
Claymore dibujó una elipse con las manos.
-Soberbias. Su peso normal ronda los cien kilos. Se les llama "muñecas tamaño
superior". Bastante agresivas, desde luego, pero esto es lo natural en un matriarcado.
Como tal vez ya haya detectado, gracias a las tendencias actuales, controlan virtualmente
todas las sociedades y empresas comerciales, aparte del Gobierno y de los medios de
comunicación.
-Entonces, ¿cuál es la solución? -protestó Don-. ¿Acaso no se puede ganar en ese
juego? ¿No puedo escapar, vaya adonde vaya?
-No puede huir de sí mismo -afirmó Claymore-. Esta es la única solución que he
descubierto. Su modo de vivir, en cualquier época, es cosa suya. Todo depende de su
adaptación a su ambiente.
-¡Pero esto es una desdicha! -exclamó Don-. Supongo que pretende regresar a 1925 y
volver a empezar donde acabó, ¿no es verdad?
-¿Por qué no? He descubierto lo que deseaba averiguar. Y si usted tiene problemas, le
aconsejo que haga lo mismo. Aceptar la realidad.
-Esto es mucho... -Don titubeó y de pronto descargó un puñetazo sobre la mesa-. ¡No,
no lo es! ¡A fe mía que tiene usted razón! La solución consiste en aceptar la realidad.
Vamos a ver. Usted me asegura que ha llegado aquí en una máquina del tiempo. ¿Se da
cuenta de lo que esto significa? ¡Pero si es un asunto que nos puede convertir en
millonarios!
Don se inclinó hacia adelante.
-Mire, usted y yo podemos unirnos; una sociedad a partes iguales. Yo me cuidaré de
todo, haré todo el trabajo ingrato. En dos semanas, en todo el mundo no se hablará de
otra cosa. Puedo ofrecerle la campaña publicitaria más gigantesca que llegue a concebir:
páginas en todos los periódicos y revistas del país, apariciones en la Radio o la Televisión
a las horas que le dé la gana. En cuanto al slogan publicitario, éste es tan magnífico que
no vale la pena comentarlo. ¡El hombre del pasado estará hoy aquí, en persona!
¡Acaparará todos los espacios más importantes! ¿Y lo que pueda ganar como
presentador de cualquier producto? Mostrándose junto a una nevera del año 1925 y
estableciendo comparaciones con un frigorífico moderno, rompiendo unos cuantos discos
de Caruso después de haber escuchado el último álbum de Fats Domino... ¿Capta la
intención? Va usted a ser grande, más famoso que Godfrey incluso cuando éste se
hallaba en el ápice de su celebridad, más célebre que...
-Lo siento -interrumpió Claymore levantándose-. Estoy decidido. Me vuelvo al tiempo al
que pertenezco.
-¡Espere un momento! ¡Estas oportunidades sólo se presentan una vez en toda una
vida! Y no hay época mejor que la actual...
-Para usted, tal vez sí. Para mí, no hay época como la pasada.
-¡Pero si usted mismo me ha dicho que apestaba!
-Sabré ajustarme a ella. Y esto es lo que le digo a usted: ajústese a su tiempo, a sus
circunstancias.
Don movió la cabeza mientras contemplaba su vaso vacío. Cuando volvió a alzar la
mirada, Claymore se había marchado.
Ello suponiendo que alguna vez hubiese estado allí.
¡Demonios, tal vez todo se debía a la bebida!
Claro que se debía a la bebida. Los viajes a través del tiempo eran un absurdo. Y lo
mismo ocurría con aquella filosofía. Sacar el mejor partido de las circunstancias. En otras
palabras, su subconsciente le estaba aconsejando que dejase a Rosalie, olvidase aquella
vida desastrada y volviera a casa junto a su mujercita y sus pequeños. Un final de folletín
bastante ñoño. Pues bien, no compraría aquel guión.
¡Pero si no tenía que comprarlo! Podía venderlo.
¡Claro! ¡Ésa era la solución! Bendito subconsciente, siempre trabajando sin cesar, aún
viviendo y respirando a través de un tubo en el fondo de los diez martinis. Le acababa de
dar un argumento estupendo. Se podía conseguir un guión de primera.
Primero, saldría aquel abuelo del pasado. Inventa aquella máquina del tiempo y viene a
nuestra época. Al principio se siente bien en ella y se convierte en un personaje célebre,
pero al cabo de un tiempo nota que ya no puede resistir todas esas falsas rutinas.
Finalmente, se disponen a hacerle actuar en la televisión para dirigir un gran discurso a la
nación -un poco al estilo de Will Rogers- y una pandilla de políticos le soborna para que
recomiende a su pelmazo de candidato. Pero él se sobrepone y los deja con un palmo de
narices cuando denuncia públicamente la engañifa. Después dice al pueblo que retorne a
su robusto individualismo, a las virtudes hogareñas y todas esas mojigangas.
Un exitazo, lo que se llama un exitazo.
Don buscó la agenda en sus bolsillos. Era mejor escribirlo todo antes de que se le
olvidase. Mañana podría darlo a un par de muchachos de su oficina y tood lo que éstos
tendrían que hacer sería pasarlo a máquina. Tal vez tendría que ofrecerles una tercera
parte de la operación, pero él se anotaría la fama como escritor.
Ninguna época como la actual. Un gran título. Una gran idea. Y también un gran
pensamiento.
Hay que sacar el mejor partido de lo que nos rodea.
Don empezó a tomar notas. Sabía dónde estaba y lo que hacía, y en aquel momento
no se habría cambiado por ninguna otra persona del mundo. En ninguna parte, en
ninguna época.
Nota del Daily Bulletin de la Universidad de Yardley, 5 de abril de 1925:
"El profesor Herbert Claymore, jefe del departamento de Física, se ha reintegrado hoy
a su cátedra después de un breve descanso sabatino."
***
TRAICIÓN
***
Uno de estos días verán mi nombre en los periódicos. Lo que me molesta es que lo
más probable es que ni siquiera lo reconocerán.
De todos modos, tampoco es fácil que sepan recitar una lista de los vicepresidentes
ejecutivos de la NBC, la CBS, la ABC o la Mutua.
Lo importante es que en estos lugares, cuando la gente oye el nombre de Willis T.
Millaney pega un brinco. Siempre he pensado mucho en esta red de emisoras y esto es lo
que cuenta.
Por lo menos contaba en lo que se refiere a la mayor parte del personal empleado en la
industria de la televisión. El único a quien parecía importarle un pepino era Buzzie Waters.
Sí, Buzzie Waters. Su nombre, sí lo saben. Por la razón de que durante los últimos tres
años he trabajado de día y de noche tras los bastidores haciéndolo célebre. Y también
convirtiendo su peso en oro. De no ser por mí, ese cerdo cebado no valdría nada. ¡Él y su
número de "Bzzzzz-Buzzie" y sus necios chistes pueblerinos!
Permítanme que les diga una cosa; en el mercado los cómicos como Buzzie se cotizan
exactamente a un octavo del uno por ciento, o sea poco menos de un céntimo por
docena. Jamás habría salido de los Circuitos Borscht de no haber sido por mí, y todo el
mundo lo sabe.
Todo el mundo excepto Buzzie, según parece. El conflicto empezó cuando él lo olvidó.
Una tarde calurosa, estaba sentado en mi despacho cuando sonó el teléfono. Era Sid
Richter, que me llamaba desde el teatro donde se ensayaba Buzzin' Around para el
primer show de otoño. Sid es de esos productores a quienes gusta prever todos los
detalles, de modo que cuando mi secretaria pronunció su nombre comprendí que algo no
funcionaba como era debido.
-Está bien -dije-. Cuéntame qué ha ocurrido.
-¿De verdad quieres que te lo cuente? -preguntó Sid-. Va a dolerte.
-Pues no me lo cuentes, déjame que lo adivine -contesté-. A Buzzie no le ha gustado el
guión.
-No.
-¿No le gusta el formato a base de estrella invitada?
-Prueba otra vez.
-Se ha presentado borracho.
-Peor que esto.
-¿Mucho peor?
Pude oír cómo Sid respiraba profundamente en el otro extremo del cable.
-Lo que ocurre es que no se ha presentado de ninguna forma.
-Oye, espera un momento...
-He estado esperando durante más de una hora. Y ahora me encuentro con catorce
extras, más todo el personal auxiliar, todos ellos sindicados, y una orquesta de veinte
profesores.
-¿Cuál es el motivo? ¿Has tratado de localizarlo?
-No hay motivo, y no me molestaría en llamarte si no lo hubiese intentado todo. Él lo
sabía, desde luego, y esta noche ha estado por aquí. Alguien le vio en "Lindy's".
-¿Borracho o sobrio?
-Mitad y mitad. Arrojó un pedazo de tarta de queso al camarero.
-¡El bueno de Buzzie! ¡Siempre será el mismo!
-Bueno, pues hoy no es el mismo. Hemos tratado de localizarle en todos los lugares de
la ciudad. Esta mañana salió de su hotel y nadie más le ha visto desde entonces. Su
agente no sabe nada, sus guionistas no saben nada...
Tuve una corazonada.
-¿Has llamado a su psiquiatra?
Sid soltó una carcajada fatigosa.
-¿A cuál de ellos? Ya sabes cómo ha estado últimamente. Cambia de psiquiatras con
más rapidez que de guionistas.
-¿Y aquella amiguita suya, Melody Morgan?
-Acabo de hablar con ella. Me ha dicho que hace una semana que no le ve el pelo.
Reflexioné durante unos instantes.
-Está bien. Por lo menos, estaréis ensayando el resto del número, ¿verdad? Como si él
estuviera presente...
-¿Qué otra cosa podemos hacer? Ni siquiera he podido echar mano de su sosias,
aquel doble que él contrató y cuyo nombre no recuerdo.
-Joe Traskin -le dije-. No importa, porque Buzzie me dijo la semana pasada que se
disponía a despedirle.
-¡Magnífico! Ni siquiera podemos tomar los enfoques. Y se supone que mañana
también tenemos ensayo general.
-No lo suspendas -le dije-. Yo te encontraré a Buzzie aunque tenga que revolver toda la
ciudad.
-No te lo recomiendo -murmuró Sid-. Podrían salir de ella algunos bichos muy raros. -
Hizo una pausa-. Hablando en serio, ¿crees poder localizarlo?
-No me queda más remedio -contesté con toda sinceridad-. No te preocupes. Ese
trabajo corre a mi cargo.
Colgué el auricular y sacudí la cabeza. Era mi trabajo, cierto. Preocuparme de Buzzie
Waters. Me había torturado todo el verano, haciéndose el remolón para firmar los
programas de otoño y esquivando las citas con el patrocinador, la agencia y los
representantes de la televisión. Y nada se pudo hacer por evitarlo. Buzzie se había
convertido en celebridad durante la última temporada, a pesar de que a los críticos no les
gustasen sus bufonadas. De modo que de nada servía tratar de asustarle; sabía que era
solicitado y que podía colgar el micrófono en el programa que más le gustase.
Aparte de esto, un escritorzuelo de vía estrecha se pegó a él y empezó a trabajar en
una de esas estúpidas biografías. Ya conocen ustedes el paño; la historia acerca del
pobre niño abandonado que sabe compensar las desdichas de su infancia hasta
convertirse en un cómico vocinglero, sólo a causa de su inseguridad.
No sé el motivo, pero esto de la inseguridad es el gran recurso. He trabajado durante
veinte años con gente del espectáculo y puedo asegurarles que este detalle es un buen
truco.
Tomemos a Benny, por ejemplo; él creía que no podía trabajar ante un auditorio sin un
violín en la mano. Dejó el vaudeville, empezó a trabajar en la radio y sus beneficios se
multiplicaron. Yo también sabría arreglármelas con esa clase de inseguridad. Ed Wynn se
hizo popular gracias a sus ridículos sombreritos, pero supo encontrar su camino actuando
en Playhouse 90 y también en las películas. Y podría citar a una docena más.
No, esa historia del pobre payaso es algo que no me entra. Son muchas las personas
inseguras, dentro y fuera del mundo del espectáculo. Pero no van de un lado a otro
exhibiendo sus fortunas, aplicando iniciales de oro a sus ligas y pegando puñetazos a los
periodistas del Toots Shor's.
Desengañémonos, Buzzie era una calamidad.
Pero ¿dónde estaba?
Marqué un par de números en mi teléfono privado. Un corredor de apuestas conocido
mío, un individuo que dirigía un casino flotante, y una madura y maternal viuda capaz de
suministrar en el acto todo cuanto uno pudiese necesitar, incluso menores.
Por último, como postrer recurso, llamé a casa de Buzzie; no su hotel en la ciudad, sino
la gran mansión de la isla. Nunca iba allí en días laborables, pero se me acababan los
números y tenía que llamar a cualquier parte.
Sin embargo, alguien descolgó el auricular.
-Bosque de Sherwood -dijo una voz-. Robin Hood al habla.
-¡Buzzie! Soy Millaney. ¿Qué demonios te pasa? ¿No sabes que tienes ensayo?
-Esto no me divierte. El rey ha declarado día de fiesta y la gente baila por las calles.
Estaba borracho como una cuba.
-¿Vienes o tengo que llegarme hasta tu casa para arrastrarte hasta el teatro?
-¡Lo siento, pero ésta no es la respuesta correcta! De todos modos, muchas gracias por
habernos honrado con su presencia y, como premio de consolación, la casa que patrocina
este programa desea obsequiarle con una caja de supositorios, que usted puede...
-No te muevas de donde estás -le atajé-. Voy en seguida.
Salí sin molestarme en telefonear a Sid o avisar a mi secretaria. Me precipité hacia mi
salida particular y subí al coche que tenía aparcado en la calle.
No fue un viaje agradable, sino una lucha contra el tráfico, contra el calor y contra el
enojo que seguía erizándome los cabellos.
Bien mirado, tal vez la cosa no fuese tan grave. No era la primera vez que un artista
cómico se emborrachaba y perdía un ensayo; se cargaba la cosa a la cuenta del cliente y
todo quedaba olvidado. Pero aquella semana Buzzie no era mi único problema. Ya había
tenido una ligera fricción con uno de esos pequeños monstruos de nuestro programa "Lo
toma o lo deja", un arrapiezo de ocho años que sabía todos los tanteo conseguidos por
cada jugador de la Liga nacional desde 1908. Quería salirse del torneo para pasar a los
campeonatos mundiales. También había tenido una áspera discusión con nuestro nuevo
protagonista de películas del Oeste, que había tratado de cortarse las venas a causa de
un desdichado asunto amoroso. Yo le había dicho que, ante todo, no debía enredarse
nunca con un chico del coro. También había...
Pero, ¿por qué continuar? Al fin y al cabo, éste es mi oficio; apaciguador, niñera y
vigilante todo a la vez. Cada semana me pregunto una docena de veces si vale la pena
continuar, y la respuesta siempre llega en forma de atractivas sumas en metálico. La
única diferencia estriba en que aquella semana me había hecho la pregunta de marras
doce veces al día.
Supongo que se trataba de aquella historia tan antigua. Buzzie Waters solía contarla y
yo siempre la había considerado divertida. Se trata del hombre que tiene su coche con
avería y quiere pedirle prestado el caballo y el carro a un vecino muy avaro. Al dirigirse a
casa del vecino va pensando lo muy roñoso que es aquel individuo, e imaginando cómo
se negará a prestarle cualquier cosa. Finalmente, se deja autosugestionar y cuando el
vecino abre la puerta, nuestro hombre se limita a mirarle y a gritar:
-¡Está bien, métase el caballo y el carro donde más le molesten!
Éste era mi estado de ánimo cuando llegué a casa de Buzzie Waters, y la cosa nada
tenía de graciosa. Me había hecho a la idea de que sería mejor no armar ningún jaleo,
porque mis nervios no lo hubieran soportado.
No vi el automóvil de Buzzie ante la casa y esto era un mal síntoma. Tal vez había
tomado las de Villadiego antes de que yo llegara. Cuando toqué el timbre y nadie
contestó, estuve seguro de ello. Entonces la ira se apoderó de mí y quise utilizar el gran
picaporte de bronce, lo cual fue un error por mi parte. El objeto estaba al rojo debido al
calor del sol y me abrasé los dedos.
Fue entonces cuando empecé a lanzar juramentos y asestar patadas contra la puerta.
Después me quedé plantado como un estúpido, al ver que la puerta se abría de par en
par.
Entré y pude notar que dentro de la casa se estaba más fresco. Pero yo no me enfrié y
el aire acondicionado no sirvió de nada. Si me estremecí un poco, fue a causa de la rabia
que me invadía.
-¡Está bien, Buzzie! -grité-. ¡Puedes salir! ¡Sé que estás aquí!
Estas palabras me hicieron sentir como si fuera un niño de diez años y, dándome
cuenta de que tampoco lograban tranquilizarme, atravesé corriendo el vestíbulo y entré en
la biblioteca. Mejor dicho, en lo que había sido biblioteca hasta que Buzzie compró la casa
y la convirtió en un bar.
Era un bar, desde luego, pues había botellas y vasos en todas partes y al entrar pisé un
charco de licor que se había formado en el suelo. Al parecer, Buzzie se había estado
divirtiendo.
Pero ya no se divertía entonces. Estaba echado en el sofá y ni siquiera podía moverse.
Vestía un sucio conjunto deportivo, llevaba un par de días sin afeitarse y cuando
empecé a sacudirlo me dedicó una vaharada alcohólica.
-¿Qué? -murmuró-. ¿Quién es usted? ¿Millaney, eh? ¡Largo de aquí!
Tiré de él y le obligué a sentarse.
-Cierra la boca -le dije-. Vas a venirte conmigo.
-No. ¿Por qué tengo que venir contigo?
-Para asistir al ensayo.
-Nada de ensayos. No quiero ensayar.
-¡Maldición, ya estoy harto de ti! Vas a tomar una ducha y a serenarte, y dentro de
veinte minutos te quiero ver vestido y a punto de marcha. ¿Me has oído?
-¡Déjame en paz! Tú no me mandas.
Lo abofeteé.
-¡Oye, tú...! -rugió.
Y de pronto lo vi de pie, tambaleándose hacia delante. Su mano barrió la mesa,
arrojando un vaso al suelo, y sus dedos se cerraron alrededor del cuello de una botella.
La agarró y quiso golpearme con ella.
Sólo podía hacerse una cosa, y no vacilé. Descargué mi puño contra su mandíbula.
Buzzie cayó de espaldas arrastrando la mesa. Los vasos volaron por el aire y se
estrellaron contra el blanco mármol, más allá de la alfombra, pero ya sólo oí el siniestro
impacto de su cabeza al entrar en contacto con el suelo.
Todo el mundo sabe que no se puede causar grave daño a un borracho; también yo lo
recordé cuando me incliné para sacudirlo. Pero entonces ya no estuve tan seguro. Sus
miembros estaban flácidos y era como si sacudiera a un cadáver. Tenía los ojos abiertos
y las pupilas vueltas hacia atrás, y su aspecto no me gustó nada.
Busqué su muñeca. Su piel estaba más blanca que el mármol y mármol podía ser a
juzgar por el pulso que latía en las venas.
Había un profundo silencio en la habitación. Pude oír mi propia respiración, pero no la
suya...
Y entonces comprendí...
Mayor era el silencio tres horas más tarde, cuando llegó mi visitante. La luz del sol
empezaba a amortiguarse pero a pesar de ello pude ver claramente su rostro. Se parecía
más a Buzzie Waters que el propio Buzzie.
-Joe Traskin -dije, levantándome-, supongo que te acordarás de mí. Soy Willis Millaney.
Me dedicó una mueca burlona.
-El jefe de Buzzie -dijo.
-Lo era. Por lo menos, hasta esta tarde.
-¿Qué ha sucedido...?
No le dejé terminar la frase; lo tomé por el brazo y lo acompañé hasta detrás del sofá.
Quedóse contemplando a Buzzie Waters.
-Un accidente -dije.
Después le conté lo que había ocurrido. No necesité mucho tiempo, pues sabía
exactamente lo que debía decir. Lo sabía todo a la perfección, excepto lo que más me
interesaba averiguar. Cómo lo tomaría él.
-Claro, claro, ya comprendo -dijo Joe Traskin-. Pero, ¿por qué contarme todo esto a
mí? ¿No sería mejor que avisara a la policía?
Le miré con fijeza y denegué lentamente con la cabeza.
-No lo creo, Joe.
-Pero...
-Hubiese podido llamar a la policía hace tres horas, cuando ocurrió todo esto. Pero ¿y
después qué? Habría contado mi historia y ellos me habrían encerrado. Oh, ya sé que con
un poco de suerte habría escapado con un cargo de homicidio involuntario. Digamos un
par de años y libertad por buena conducta. Al salir de la cárcel, podría encontrar otro
empleo. No precisamente lo que hago ahora, pero sí algo similar; por ejemplo, encargado
de los retretes en algún hotel de los suburbios.
-Lo siento, pero no veo qué tengo que ver yo con sus apuros.
-Oye, Joe -le puse la mano en el hombro-. ¿Todavía no ves la cuestión, verdad? No
estoy hablando de mis apuros. Desde luego, confieso que fue lo primero que se me
ocurrió cuando descubrí lo que había sucedido. Pero esto no tiene importancia. Pensar en
lo que había ocurrido no me servía de nada. Apenas me di cuenta de que Buzzie Waters
había muerto, dejé de lamentarme y volví a pensar como un vicepresidente ejecutivo.
¿Sabes cómo piensa un vicepresidente ejecutivo, Joe?
-¿Es que piensan?
Lo soltó así, como hubiese hecho Buzzie, y ello me ayudó. Oprimí su hombro.
-Sí, Joe, piensan. Esta es su misión. Esta es mi misión. Pensar y preocuparme. No por
mí, sino por mi gente. Por toda mi gente y por todos mis números de espectáculos. Por
ejemplo, en Buzzin Around tengo empleadas a setenta y cinco personas. Y en ellas estoy
pensando ahora. Matar a Buzzie Waters es una cosa, bastante mala de por sí. Pero
asesinar a estas personas cortándoles sus medios de vida es otra cosa muy importante.
He llegado a una conclusión, Joe. No puedo hacerlo.
-Pero, ¿por qué...?
-Atiende, Joe. Hay una salida muy airosa. Una solución evidente. La estoy viendo ante
mis ojos.
-¿De qué me estás hablando?
-De ti, Joe. A partir de este momento, tú eres Buzzie Waters.
-Oiga...
-No me interrumpas, Joe. Deja que hable yo. Lo he pensado todo. Vamos a ver,
siéntate.
Me dirigió una mirada llena de curiosidad, pero se sentó. Y entonces supe que lo tenía
a mi merced y empecé a emplearme a fondo.
-Veamos cómo puede solucionarse la cosa -dije-. En primer lugar, nadie sabe que
Buzzie estaba aquí. Todo parece indicar que ha estado viajando en coche hasta muy
avanzada la noche y que ha bebido de lo lindo. Sid dice que alguien le vio en Lindy's. Yo
lo comprobaré y reuniré todos los detalles; con quién ha estado y lo que estuvo haciendo.
Todo cuanto tú necesitas es empezar a partir de este momento.
-Pero...
-Escúchame. -Encendí un cigarrillo con manos que no temblaban-. He examinado la
habitación. No hay sangre y todo este destrozo parece consecuencia de una vulgar
borrachera. Además, ¿quién nos impide arreglarlo todo? De todos modos, nadie va a
tener sospechas, puesto que Buzzie Waters seguirá dejándose ver.
-Es verdad -asintió Joe-. Yo aún le estoy viendo. ¿Y qué va a hacer con él?
-Algo haremos -repliqué-. Hay una cantera muy adecuada no lejos de aquí y la noche
es muy oscura. unas cuantas piedras de buen tamaño y el problema quedará
solucionado.
-Problema solucionado. Buzzie Waters haciendo su vida normal. -Hizo una pausa-. ¿Y
qué será después de Joe Traskin?
Sostuvo su mirada.
-Nada -contesté-. Hablemos con franqueza. ¿Qué era de ti antes de que conocieras a
Buzzie el año pasado? Eras un tipo vulgar como cualquier otro, ¿no es cierto? Conducías
un camión. Sin familia y sin amigos.
-Ha estado leyendo mi correspondencia -murmuró.
-He hecho mis averiguaciones. Forma parte de mi oficio. Pero esto poco importa;
volvamos a los hechos. Buzzie te eligió a ti a causa del parecido. Es extraordinario y ello
significó una buena oportunidad para ti. Has actuado como su doble. Incluso has hecho
apariciones en público en su lugar, y creo que una o dos veces te llamó para que te
prestaras a fotos publicitarias porque él no podía. ¿No es así?
Joe no contestó, pero hizo una mueca.
-Perfectamente. Trabajaste un año con él como doble. Y después, la semana pasada,
te despidió. ¿Qué ocurrió después?
Joe se encogió de hombros.
-Dejé mi hotel y tomé una habitación en las afueras. Desde entonces, casi siempre he
estado allí.
-Y pensabas largarte cuando se te acabase la pasta -proseguí-. Para acabar volviendo
a conducir un camión. Acaso de cuando en cuando alguien te diría que te parecías a
Buzzie Waters, y eso es todo. Me molesta tener que decírtelo, Joe, pero eres un pobre
diablo. Sin tu trabajo de doble, no sirves para nada. Nadie en nuestro negocio se ha
preguntado siquiera qué se hizo de ti cuando Buzzie te despidió. Te limitaste a
desaparecer. Además, ni siquiera tienes un agente, ¿verdad? Y sin familia que te cause
preocupaciones.
-Sin embargo, supo usted localizarme en poco tiempo -observó.
-Cuestión de suerte -saqué un pedazo de papel del bolsillo-. Encontré tu nombre y
dirección anotados en el bloque del escritorio.
Joe asintió.
-Cierto, recuerdo haberle llamado cuando cambié de domicilio, para darle mi nuevo
número en caso de que me necesitara. Tal vez hoy me hubiese dado algún trabajo.
-Nunca lo sabremos -le dije-. No tiene importancia. Lo que importa es que puedas
esfumarte sin que nadie sospeche. Te ausentaste de la ciudad, y eso es todo.
-Sigue pareciéndome muy arriesgado.
-Tonterías. ¿Te acuerdas de aquel individuo que, hará unos siete años, actuó en una
serie de espectáculos a causa de su parecido con Harry Truman? ¿Cuántas veces has
pensado en qué se habrá hecho de él? -Hice una pausa-. No, no habrá peligro alguno. Te
lo prometo. Y puedes creerme, yo arriesgo más que tú. Pero apenas vi tu nombre y tu
teléfono en aquel bloque, comprendí que tenía el problema resuelto.
-Está bien -Joe encendió uno de sus cigarrillos-. Tal vez pueda desaparecer sin que
nadie se dé cuenta. Pero esto no significa que pueda volver a exhibirme como Buzzie
Waters.
Me encogí de hombros.
-En tu lugar, yo lo pensaría, Joe. Lo pensaría muy detenidamente. La cosa puede
salirte a cuenta.
-¿Cuánto?
Cuando vi la expresión de su rostro y percibí el tono de ansiedad en su voz, me tocó a
mí el turno de reprimir una mueca.
-No te ofrezco ni un céntimo -dije-. Ni uno sólo. Todo lo que te ofrezco es el nombre de
Buzzie Waters. Y esta casa, su apartamento en la ciudad, sus automóviles, su cuenta
corriente en el Banco, y sus actuales ingresos semanales. Aparte de ello, su contrato, su
fama y su porvenir. Todo ello en bandeja de plata. Sólo tienes que decir que sí.
-¿Sólo esto, eh? -exclamó Joe aferrándose a los brazos de su sillón-. Pues creo que se
olvidan unas cuantas cosas. Buzzie Waters es... mejor dicho, era un gran cómico. Tiene
que resucitar y presentar una actuación cada semana, logrando que la gente se parta de
risa.
-Ya sabes cómo funciona el negocio, Joe. Contamos con cuatro escritores que se
ocupan de todos los chistes. Durante la última temporada, Buzzie se dedicó tanto a la
botella que ni siquiera se molestaba en asistir a las reuniones de los guionistas. En
realidad, no aprendía nada de memoria; se limitaba a leer el teleapuntador, añadiendo sus
muecas y gestos, esto desde luego. Pero en una semana puedes captar su voz y su
técnica. Yo me encargaré de que puedas ver películas de todas sus actuaciones. Nunca
cantó ni bailó, de modo que no hay dificultad alguna. Buzzie era un producto de síntesis,
Joe; sólo una combinación de guionistas apropiados. Si yo me pareciera a él tanto como
tú, podría hacer lo mismo.
Joe asintió.
-¿No le tenía en gran estima, verdad, Millaney?
-¿Y quién le apreciaba? -exclamé levantándome-. Hablemos con franqueza. Si sus
amigos se enterasen de lo que ha ocurrido hoy aquí, me obsequiarían con una medalla.
Lo que sucede es que no se enterarán, y además dudo de que los tuviera.
-Es posible que tenga usted algún prejuicio. -Joe vaciló-. Pero estoy seguro de una
cosa. Conocía a mucha gente. Tal vez podría pasar por Buzzie Waters ante las cámaras,
pero ¿qué ocurriría en la vida privada, ante todos los que le conocían?
Había llegado el momento de volver a sonreír.
-Ya has tenido cierta experiencia en ese aspecto. Pasaste por él ante los fotógrafos, y
nadie advirtió la diferencia. Lo demás no es sino una cuestión de detalle, de aprender
pormenores de su vida y de sus relaciones. Yo te proporcionaré todos los recortes de
prensa que han habido de Buzzie; me encargaré de que tengas acceso a nuestros
archivos, y puedo asegurarte que tenemos por escrito toda su vida y milagros. Ya te he
dicho que he estado pensando como un ejecutivo, Joe. Elaboré todo este plan en el
momento en que decidí llamarte, y he previsto todos los detalles. Buzzie Waters no tenía
un verdadero agente de negocios y no contaba con más amistades que las de un grupo
de amigotes de bar. Aún disponemos de otra ventaja; me consta que ha cambiado de
psiquiatra, de modo que no hay nadie que pueda llamarse íntimo de ese individuo. En
cuanto a detalles, sé que puedo proporcionarte más de lo necesario. Dentro de una
semana serás más Buzzie que el propio Buzzie. Exceptuando que no beberás tanto, que
no serás un perdido, y que no serás un charlatán egoísta como él.
-¿Le odiaba usted, verdad?
Suspiré.
-¿Cómo supones que se sintió el doctor Frankenstein cuando vio qué clase de
monstruo había creado? Así me sentía yo con respecto a Buzzie. Yo lo saqué de la nada.
-Y ahora se supone que yo seré el nuevo monstruo.
-¿Qué puedes perder con ello?
Joe me miró con fijeza.
-Está bien -dijo-. ¿Qué puedo perder?
Le ofrecí la mano.
Tuvo que tender todo el brazo para estrechármela, porque nos hallábamos uno a cada
lado del cadáver...
En la televisión, estas cosas se arreglan con un fundido o un corte. En los libros,
mediante unos asteriscos o el encabezamiento de un nuevo capítulo. Pero en la vida real,
es preciso vivir todo el paso del tiempo.
Por suerte mía, no hubo contrariedades.
Desprenderse del cadáver en la cantera, una vez oscurecido, no representó ningún
problema. Tampoco fue una merienda campestre, pero era algo que debía hacerse. Y una
vez listo el trabajo, lo peor quedó atrás, por lo menos para mí.
A partir de entonces, toda la carga gravitó sobre las espaldas de Joe, y quedé
satisfecho al ver cómo cumplía con su tarea. Cuidó todos los detalles sin un solo fallo,
marchándose de su alojamiento, desprendiéndose de todos sus efectos personales y
trasladándose a la mansión de Buzzie. Yo elaboré una historia destinada a Sid Richter,
relatando mi encuentro con Buzzie y mis desvelos para quitarle la borrachera, y al día
siguiente el ensayo tuvo lugar tal como estaba programado. Si Joe cometió algún error, lo
más probable es que todos lo atribuyeran a su jaqueca, pero en realidad no oí hablar de
error alguno. Durante las dos semanas siguientes pasé mucho tiempo a su lado dándole
datos y aleccionándole sobre nombres, asociaciones, referencias y amistades, o lo que
hacía las vedes de amistades en aquel mundo de Buzzie poblado de barbudos, bohemios,
golfos y sicofantes. Todo parecía marchar sobre ruedas una vez dueño Joe de la
situación. Incluso dimos lecciones de caligrafía y en pocos días supo reproducir
exactamente la firma de Buzzie. Las películas de las actuaciones cómicas de Buzzie
acabaron de hacer el resto.
Confieso que sudé como un condenado y, a medida que se aproximaba la fecha de la
primera actuación, mi frente se mantuvo en constante humedad. Pero, incluso en los
peores momentos, todo parecía resultar más fácil que si se hubiera tratado del propio
Buzzie. Con jaquecas o sin ellas, por lo menos yo sabía que había alguien que
colaboraba conmigo y que ambos podíamos actuar en equipo. Con Buzzie, habría sido
una discusión continua.
Joe realizó una buena tarea. Aprendía de prisa y yo lo mantuve ocupado, protegiéndole
de las asiduidades de periodistas y curiosos. La proximidad de la nueva temporada me
sirvió de excusa. Y una vez superada la prueba de la primera actuación, tenía el
presentimiento de que el negocio estaría hecho.
De modo que él sudó gotas como balas de fusil y yo sudé bombas atómicas, pero llegó
la gran noche y mi frente volvió a estar seca.
Trabajó ante el público y se lo metió en el bolsillo.
Era tan bueno como Buzzie cuando éste estaba en su mejor forma. ¡Mucho mejor que
Buzzie! No hubo ni un comentario adverso, ni una risa forzada. Su actuación fue perfecta.
Y cuando todo hubo terminado, se fue a su casa y se acostó, en vez de dedicarse a
arrojar tartas de queso a los camareros.
En realidad, yo fui el que salió para celebrarlo. Pensé que bien me lo merecía.
Durante las semanas siguientes todo fue estupendo. Ni un solo problema. Llegué hasta
el punto de permitir que Joe actuara a su gusto, pues todo indicaba que era capaz de
administrar su propia vida sin ayuda de nadie. Claro está que no le perdí de vista y que
salíamos juntos, pero no hubo ningún fallo o desliz.
-¿Qué te parece todo esto? -le pregunté una vez.
-Nunca me había divertido tanto en toda mi vida -replicó, y comprendí que decía la
verdad.
Y entonces dejé de lado toda preocupación.
Dos meses más tarde, yo casi había olvidado todo lo sucedido. Ya sé que parece
absurdo, pero esta es la realidad; el auténtico Buzzie Waters se borró de mi memoria y lo
mismo ocurrió con aquella tarde desagradable. Todo quedó relegado al olvido. O a la
cantera...
Y de pronto ocurrió lo inesperado.
Una joven esquivó a mi secretaria una mañana y se aposentó en mi despacho privado.
-¡Melody Morgan! -exclamé con una alegría que no sentía.
Pero ahí estaba ella. Melody Morgan, la amiguita de Buzzie Waters.
Apenas la vi, empecé a sudar otra vez. Nada tenía que hacer en mi despacho.
Normalmente, una figurante de tres al cuarto como ella nunca llegaba tan alto; en
realidad, ni siquiera podía soñar en verlo por dentro. Y mucho menos en entrar, sentarse y
balancear sus pantorrillas desde mi mejor sillón. Pero ahí estaba.
-¿Puedo hacer algo por usted? -pregunté.
-Pues sí, míster Millaney. Creo que sí. -Agitó sus pestañas y me dirigió una tímida
mirada-. Quiero un empleo.
-¿Un empleo, eh?
-Ya sabe usted que soy cantante.
-Sí, lo sé -admití, torciendo el gesto-. Pero no es ésta mi especialidad. Tendrá que ver a
Loomis, de Audiciones, o a Seagrist, del Departamento de Discos.
-No, míster Millaney, ya he hablado con ellos. No pueden ofrecerme nada.
-¿Los negocios no marchan, verdad?
Sonrió.
-No se trata de esto, precisamente. Si he de serle franca, míster Millaney, no creen que
yo sea una gran cantante. Por esto nunca me contratan.
-¡Oh!
-Y puestos a hablar con toda franqueza, también debo admitir que tampoco yo me creo
una gran cantante.
-Sin embargo, cree que yo puedo contratarla.
-Eso es, míster Millaney.
-¿Algún motivo?
-Sí. Soy una buena amiga de Buzzie Waters.
-Lo sé.
-Le he visto muy a menudo durante estas últimas semanas.
-Esto... esto no lo sabía.
Cierto que lo ignoraba y me maldije a mí mismo.
-Es usted un hombre muy ocupado, míster Millaney. No puede controlarlo todo al
mismo tiempo.
-Es verdad.
Era verdad, pero había una cosa que hubiese debido controlar. Era lógico que Joe
viese a la amiguita de Buzzie más tarde o más temprano. Pero, ¿por qué no pudo ser más
tarde?
-Por lo tanto, me gustaría que me ofreciera un empleo -dijo ella.
-¿Se le ocurre algún trabajo en particular, que usted pueda hacer?
Se encogió de hombros.
-En realidad, no me importa. Puede extenderme un contrato general con la emisora.
Puedo animar concursos, llenar espacios, anuncios. -Las pestañas de Melody Morgan
dejaron de moverse y me dirigió una mirada llena de firmeza-. En realidad, puesto que soy
una pésima cantante, le daré una oportunidad. Ni siquiera insistiré en aparecer en la
pantalla. Limítese a extenderme un contrato y con eso me daré por satisfecha.
-Bueno -repliqué vacilante-. Solemos extender unos contratos de prueba, usualmente
para un periodo de seis meses... El mínimo normal...
-Por favor -me interrumpió, levantándose-; me agradaría más un contrato para cinco
años. Uno de esos que no pueden cancelarse. Y yo no estaba pensando en el mínimo.
-¿Qué pretende usted?
-Mil dólares semanales.
Me soltó estas palabras como si cantara. Una actuación perfecta.
De momento, no pude contestar. Se me ocurrieron muchas respuestas, pero ninguna
de ellas era la apropiada. Podía preguntarle si estaba loca, si había empinado el codo,
quién se creía ser, con quién creía estar hablando, pero comprendía que de nada me
hubiese servido. Ni siquiera los cuatro guionistas de Buzzie Waters podían ofrecerme la
respuesta correcta.
Carraspeé y dije:
-¿Está enterado Buzzie de su presencia aquí?
La joven se echó a reír.
-¡Claro que no! Los dos sabemos que Buzzie ya no está enterado de nada. ¿No cree,
míster Millaney? -Observó la expresión de mi rostro y se rió otra vez-. No quiero que
conteste a esta última pregunta. Podría resultarle violento. Contésteme únicamente a lo
del empleo.
-¿Y si no quiero?
-Entonces, mucho me temo que tendré que volver a hacerle la última pregunta. Y
muchas otras. Por ejemplo, ¿qué se hizo de Joe Traskin, aquel tipo que Buzzie despidió?
Hace tiempo que no lo he visto. ¿O tal vez sí?
-¿Cómo ha podido...?
-¡Por favor! Ahora es usted el que me pone en una situación violenta a mí. Cuando una
chica tiene tanta amistad como yo tenía con Buzzie, se da cuenta de ciertos detalles, ¿me
comprende? Pequeños cambios, diferencias. Y entonces es cuando empieza a pensar.
Después inicia sus averiguaciones, hasta obtener un resultado.
-¿Qué resultado?
-Mil dólares por semana.
Ya volvía a canturrear otra vez, y sólo había un metodo para evitarlo.
-De acuerdo -dije-. Pero no necesito recordarle cuál es el trato. Tendrá que guardar
silencio.
-Será un placer.
Necesitaría una infinidad de gestiones y de negociaciones. Tendría que dar largas
explicaciones para justificar mi concesión de un contrato incancelable a una chica que no
valía ni cinco céntimos. Cabía la posibilidad de que al final tuviera que pagarlos de mi
propio bolsillo. Pero no había otro remedio. Por lo menos, hasta que hablase con Joe...
Joe no pudo ayudarme.
-Le aseguro que nada sabía de ello -me dijo-. Nunca pensé que pudiese sospechar
algo.
-Pero, ¿por qué tuviste que hacerle la rosca?
-Puede imaginar la respuesta. Porque ella y Buzzie eran tan amigos. No podía
mandarla con viento fresco, pues me exponía a armar un jaleo gordo. Ya sabe que él le
pagaba el apartamento. Hubiese provocado un escándalo.
-¿Y esto de ahora qué es? -pregunté-. ¡Mil dólares semanales durante cinco años! ¿No
irás a decirme que es la gran solución?
-Muy desagradable, pero así están las cosas.
-Yo podría cambiarlas.
-¿Qué quieres decir?
Levanté la vista hacia el techo.
-Supongamos que tienes un animalito predilecto, Joe. Digamos un canario. Y que te
cansas de él. A lo mejor no quieres volver a oír sus cantos. ¿Qué harías?
Pero él no miraba hacia el techo. Me estaba mirando a mí y movía la cabeza en
ademán negativo.
-Escúcheme, amigo -me djio-. A mí me gustan mucho los animalitos. Y sobre todo éste.
Me gustan las cosas tal como son. Si tengo que ser Buzzie Waters, quiero tener todo lo
que él tenía. Tal fue nuestro trato.
-Sí, pero ¿qué tiene de particular esta chica? Quiero decir que puedes tener todo lo que
se te antoje. Mi amiga Maggie te proporcionaría...
-No me interesan los pencos. Este canario me satisface. Y usted desea verme
satisfecho, ¿no es verdad, amigo?
-Sí. Claro que sí, Joe.
-Llámeme Buzzie. Todos lo hacen. -Se inclinó sobre mi escritorio-. Y si quiere que me
sigan llamando Buzzie, será mejor que no ahonde en tantos detalles. Se libró de una
buena en cierta ocasión, pero no es prudente volver a tentar a la suerte. Tenga más
conformidad.
-Está bien.
Pero no estaba bien, y así me constaba. Los mil pavos ya representaban una
desgracia, pero la nueva actitud de Joe era aún peor. Anteriormente, jamás había tratado
de hacer el gallito, y lo de ahora era un mal síntoma.
Antes de terminarse aquella semana, sufrí un golpe aún más duro. Joe me llamó para
pedirme que fuese a su apartamento para charlar un rato.
-¿Qué le parece esta noche, a las nueve en punto?
Accedí.
Iría y sería puntual. Ya era hora de solucionarlo todo de una vez.
Cuando llegué, Joe me estaba esperando. Parecía sentirse a sus anchas y ostentaba
una bata con las iniciales de Buzzie y también la amplia y falsa sonrisa del difunto actor.
También pude observar que había estado catando un muestrario de los licores predilectos
de Buzzie. La mesita de café estaba llena de botellas.
-Bien venido a mi humilde hogar -saludóme-. Siéntese, por favor.
-Dejémonos de comedias -contesté-. Tengo que decirte unas cuantas cosas y quiero
que me escuches atentamente. Francamente, no me gusta esa actitud tuya tan
independiente. A partir de hoy, seré yo quien dé las órdenes. He aquí cómo vamos a
trabajar de ahora en adelante...
-Ahórrese las palabras -me atajó-. No será necesario.
-¿Por qué no?
-Porque de ahora en adelante no vamos a trabajar juntos. -Pasó al otro lado de su
mesa escritorio-. Le dije que tenía que darle noticias. Dé un vistazo a esto.
Me tendió un legajo de papeles y vi en seguida el membrete.
-¿Un contrato? ¿Y con esa pandilla de...?
-Por favor. Está usted hablando de mis futuros empresarios. Dentro de cinco semanas
lo serán.
-¡Pero tú perteneces a nuestra empresa!
-Con opciones de treinta semanas, privilegio de cancelamiento y aviso con un mes de
anticipación.
-¡No puedes dejar el programa de Buzzin' Around!
-Claro que no. Me lo llevo conmigo. El nombre no, desde luego, pero me seguirá la
mayor parte de mi compañía.
-¿Tu compañía? ¿Quién te has creído ser?
-Buzzie Waters. Y así lo creen ellos, y todos los demás. Usted cuidó de ello, ¿no es
cierto?
Mi cuello se había envarado y me resultó muy difícil hablar.
-Pero tú no puedes dejar...
-Por siete sábanas más cada semana, soy muy capaz de hacer cualquier cosa. Usted
no puede llegar a esta cifra.
-Claro que no, ni pienso hacerlo. No tengo motivo para hacerlo. Estamos juntos en este
fregado, y los dos nos quedaremos en él. Yo te creé y puedo destruirte.
-No le comprendo.
-Entonces, permíteme que te lo explique -dije sonriendo. Una sonrisa dolorosa, pero
conseguí componerla-. Cuando te hice venir a casa de Buzzie aquella tarde, te dije que yo
era un ejecutivo y que lo había previsto todo. Pues bien, te dije la verdad. Sabía lo que
estaba haciendo y por qué lo hacía. Habría podido disponer del cadáver yo solo y llamarte
después. Pero tenía un motivo para querer tenerte allí, para que me ayudases. No porque
necesitase tu ayuda física, sino porque de este modo te convertía en cómplice de un
asesinato. Un accesorio después del hecho, como dicen en los tribunales. O como dirán,
si alguna vez tratas de jugarme una mala pasada.
-¿Conque esas tenemos, eh?
Asentí.
-Tal vez creas que yo nunca confesaré lo ocurrido. Pero si tú me obligas a ello, lo haré.
Porque sabes muy bien lo que te puede suceder. Si Buzzin' Around se va al diablo, yo me
juego el cuello. Me crucificarían. Si tú te marchas, yo pierdo mi empleo en la emisora y en
cualquier otro lugar de ese negocio. He empeñado toda mi vida en este cargo; si lo pierdo,
poco me importa perder el resto. Por consiguiente, te lo advierto sin circunloquios: si te
marchas, hablaré, y cuando me sienten en la silla eléctrica, a ti te sentarán sobre mis
rodillas.
-¿No se detendrá ante nada, verdad?
-Eso es -dije-. Soy un ejecutivo.
-Usted es un asesino -murmuró-. Y por esto firmé ese contrato. Antes no me había
dado cuenta de la verdad.
-¿Qué quieres decir?
-Recuerde la situación -explicó-. Cuando llegué a la casa, usted me contó que lo que
había sucedido era un accidente. Yo quise creerlo, y también vi algún sentido en el hecho
de protegerme, y mucho más en el de proteger a las demás personas que trabajaban en
el show. Al fin y al cabo, de nada servía a nadie el denunciarle. Por consiguiente, decidí
seguir la farsa. Pero después he descubierto que es usted un asesino de verdad. Lo
comprendí el otro día cuando me pidió que le ayudase a librarse de Melody. Sólo un
asesino auténtico piensa de este modo, Millaney. Y entonces fue cuando decidí
abandonarle. Y esto es lo que pienso hacer.
-Será mejor que no lo intentes -susurré-. Hablaré.
Movió la cabeza en ademán negativo.
-Olvida que tengo una coartada.
Le miré sobresaltado.
-Sí, una coartada. Melody. Ella jurará que yo pasé la primera parte de la tarde con ella.
Tengo las espaldas bien guardadas. -Sonrió-. Y en realidad, es cierto que pasé parte de la
tarde con ella. Y hubo personas que me vieron entrar. Por suerte, nadie me vio salir.
Conseguí articular una serie de palabras.
-¿Pero cómo puedes considerarte a salvo? ¡Tú no estabas en el apartamento de
Melody! Ella ni siquiera te conocía antes de que Buzzie muriese.
Volvió a sonreír.
-Tengo que darle una noticia -me dijo-. Buzzie no murió.
-Pero...
-Usted mató a Joe Traskin -murmuró-. Yo soy Buzzie Waters.
Quedé paralizado, contemplando la mesita de café. Daba vueltas.
-Voy a expllicarle la parte cómica del asunto -seguía diciendo él-. Yo estaba en casa
cuando usted llamó, fuera de sí. No tenía ganas de asistir al ensayo, y menos de tener
que soportar su mal humor. Usted dijo que se disponía a venir a buscarme.
"Y entonces se me ocurrió la gran idea para tomarle el pelo. Llamé a Joe y le dije que
buscase un taxi y viniera en seguida. Cuando llegó le ofrecí volver a emplearlo, con la
condición de que se hiciera pasar por mí y aguantase todas las impertinencias que usted
diría. Tomamos un par de copas y accedió. Pero le preocupaba la posibilidad de que la
patrona de su alojamiento se apoderase de sus pertenencias, puesto que andaba
atrasado de pago de alquiler. Le dije que no era ningún problema y que si me entregaba
la llave yo pasaría por allí, arreglaría la cuenta y volvería a casa con sus cosas. Éste fue
el trato.
"Pero en el camino quise visitar a Melody, y los dos nos reímos de buena gana cuando
pensamos en la bronca que usted le soltaría al pobre Joe. Después salí y me dirigí hacia
el lugar donde vivía Joe. Entonces usted llamó allí.
"Desde luego, no se me ocurrió pensar en lo que había pasado. No se me ocurrió hasta
que llegué a casa y me vi ante usted... y Joe. El pobre diablo se había dedicado a
traguear de lo lindo cuando yo le dejé. No lo censuro; no tenía el menor deseo de
enfrentarse con usted. Pero la broma salió mal y él pagó por ella.
"Pero cuando usted me contó lo del accidente, decidí que era preciso seguir con la
farsa. Y entonces fue cuando ésta alcanzó una altura insospechada... ¡cuando usted hizo
aquel trato conmigo para que yo desempeñase el papel del propio Buzzie Waters! Es la
cosa más divertida que jamás he visto u oído; nadie lo creería jamás, ¿no es cierto? Y por
esta razón yo no me hallo en apuros. ¿Quién creerá que yo ayudé a ocultar el cadáver de
mi doble, sólo para poder representarme a mí mismo? No tendría ningún sentido, puesto
que no tengo ningún motivo. Usted sí tenía motivos. En cuanto a mí, dispongo de Melody
y de mi coartada.
Se echó a reír y yo casi pude empezar a moverme.
-¡Y lo de Melody! Eso ya fue el colmo, cuando le dije que aplicase la vieja canción del
chantaje. Me dijo que tuvo la impresión de que le había dado a usted la puntilla.
Traté de moverme, pero aún me fue imposible.
-¿Tú la obligaste a hacerlo? -susurré-. ¿Aún no estabas satisfecho y tuviste que
hacerme sangrar por ella?
Asintió.
-Todo formaba parte del chiste, como ya he dicho. Mi mejor ocurrencia. Un auténtico
bromazo, pero lo que ocurre es que usted no tiene sentido del humor, ¿no cree? Usted no
comprende lo que es un artista cómico, porque usted es un ejecutivo. Mejor dicho, lo era.
-Agitó el contrato ante mi rostro-. Cuando yo me marche, lo veremos. Nada pueden hacer
para impedírmelo, usted y su mente de ejecutivo...
-¡Oh, sí que puedo! -exclamé, y noté que ya podía hablar en voz alta y moverme con
mayor rapidez.
Cogí una de las botellas que había sobre la mesita del café y la levanté para dejarla
caer con fuerza, repitiendo el gesto una y otra vez, e incluso cuando la botella se rompió
seguí utilizando el mellado trozo que aún tenía en la mano.
Fue una repetición exacta de la escena de aquella tarde. Exceptuando una diferencia;
ya no ten´´ia ningún doble al que poder llamar. Y tampoco podía ya pensar como un
ejecutivo.
Buzzie Waters había dicho la verdad, poco antes de morir. Soy un asesino.
¿Y qué puede hacer un asesino en estas circunstancias?
***
EL MAESTRO DEL PASADO
***
Yo ya no sé qué hacer, palabra. A juzgar por el comportamiento de George, cualquiera
creería que fue culpa mía. Cualquiera creería que ni siquiera vi nunca a aquel individuo.
Cualquiera creería que robé su coche. Y sigue pidiéndome que se lo explique todo. Pero
si se lo he contado ya docenas de veces... ¡y a los policías también! Además, ¿qué tengo
que contarle? Él estuvo allí.
Desde luego, la cosa carece de sentido. Ya lo sé y ojalá me hubiese quedado en casa
aquel domingo. Ojalá le hubiera dicho a George que tenía otro compromiso cuando él me
telefoneó. Ojalá le hubiese obligado a acompañarme al teatro en vez de ir a aquella playa.
¡George y su automóvil convertible! Por otra parte, cuando hace calor las piernas se
pegan a aquellos asientos de cuero...
Pero hubiese tenido que verme el domingo, cuando él vino a buscarme. A juzgar por mi
aspecto, parecía como si tuviera que llevarme a Florida o a cualquier otro lugar por el
estilo. Me había puesto aquel conjunto negro nuevo que compré en Sterns, y me había
aplicado un poco de decolorante Restora a los cabellos. Ya saben ustedes que George
fue el primero en la oficina que empezó a llamarme "Blondie".
Finalmente, vino a buscarme alrededor de las cuatro y hacía aún calor y él había
bajado la capota. Sospeché que acababa de lavar el coche, pues éste tenía un aspecto
flamante.
-¿No crees que hace juego con tus cabellos? -me dijo.
Primero seguimos el Parkway y después salimos al Drive. Todo estaba lleno de
automóviles. Por esto me preguntó si no sería mejor ir a la playa después de tomar algo.
Dije que sí y fuimos a "Luigi's", ese restaurante de pescado que hay al sur de la
autopista. Es un lugar muy caro y presentan una de esas cartas en las que figura toda
clase de mariscos y crustáceos, como percebes y tortugas.
Comí un filete con patatas fritas, y George tomó -no recuerdo; ¡ah, sí, ahora caigo!-
pollo frito. Antes de comer tomamos un par de copas, y después nos sentamos dentro y
bebimos otras dos. Hablábamos de la playa mientras esperábamos que se hiciera de
noche y pudiéramos ir a nadar, puesto que no habíamos traído los trajes de baño.
Yo seguía la broma. George discurría alguna idea de las suyas. Y no crean que yo no
sabía por qué me estaba invitando a beber con tanta insistencia. Cuando salimos, se
detuvo en el bar y compró un litro de cerveza.
Estaba saliendo una luna casi llena y empezamos a cantar en el coche. Todo parecía
más que satisfactorio. Por lo tanto, cuando él dijo que sería mejor no ir a la playa de
siempre y que él conocía un rincón que estaba muy bien, yo pensé que por qué no.
Era una especie de cala pequeña y se podía aparcar junto al camino. Teníamos la
arena allí mismo y era posible caminar largo trecho con el agua hasta la cintura.
Pero no era éste el motivo de que George hubiese elegido aquel sitio. A él no le
interesaba contemplar el mar. Lo primero que hizo fue extender en el suelo una gran
toalla de playa, lo segundo fue abrir la botella de cerveza, y lo tercero fue empezar a
tontear conmigo.
Nada serio, ustedes ya me comprenden, sólo las tonterías de siempre. No es feo, a
pesar de su nariz achatada, y seguimos bebiendo cerveza, de modo que la cosa resultaba
bastante romántica. Me refiero a la luna y todo eso.
No le paré los pies hasta que empezó a ponerse pesado de veras. Incluso tuve que
soltarle un buen tortazo antes de que se diera cuenta de que yo no bromeaba.
-¡Basta ya! -le dije-. Fíjate en lo que has hecho. Has desgarrado mi pañuelo de cuello.
-Mujer, ya te compraré otro -contestó él-. Vamos, nena.
Trató de agarrarme otra vez, pero yo le di con fuerza en un lado de la cabeza. Por un
momento pensé que iba a enfurecerse de veras, pero supongo que estaba ya un poco
bebido y empezó a decirme que lo sentía mucho y que él sabía que yo no era de ésas,
pero que él estaba loco por mí.
Casi me eché a reír; están todos tan graciosos cuando se ponen de este modo. Pero
pensé que sería mejor fingir un poco y me hice la enfadada, como si no me hubiesen
insultado de aquel modo en toda mi vida.
Entonces él dijo que podíamos tomar otra copa y olvidarlo todo, pero la botella de
cerveza ya estaba vacía. Me propuso llegarse a la carretera y comprar más. O bien, si yo
quería, ir los dos a una taberna.
-¿Con todas estas señales en el cuello? -le dije-. ¡Desde luego que no! Si quieres más,
ve a buscarla.
Dijo que sí, y que volvería dentro de cinco minutos. Y se marchó.
Así fue como me quedé sola, y entonces ocurrió aquello. Estaba sentada en la toalla,
contemplando el mar, cuando observé aquella especie de movimiento. Primero me
pareció como si fuese un tronco, pero al acercarse más me di cuenta de que era alguien
que nadaba a gran velocidad.
Seguí observando y no tardé en ver que era un hombre que se dirigía hacia la playa.
Se acercó tanto que pude ver cómo se levantaba y empezaba a vadear. Era alto, muy
alto, como uno de esos jugadores de baloncesto, pero nada tenía de delgado. Y entonces
vi que no llevaba bañador de ninguna clase. ¡Ni siquiera un taparrabos!
Bueno, ¿y qué podía hacer yo? Juzgué que no me habría visto, y además, no iba a
echarme a correr y a gritar. Tampoco me habría oído nadie. Estaba allí sola. Por
consiguiente, seguí sentada y esperé a que él saliera del agua y se alejara de la playa.
Pero no se marchó. Salió del agua y se encaminó derecho hacia mí. Imaginen, allí
estaba yo sentada, y allí estaba él, chorreando y sin ninguna clase de ropa. Sin embargo,
me dirigió un gran saludo, como si no sucediera nada de particular. Al sonreír estaba
francamente guapo.
-Buenas noches -dijo-. ¿Puedo saber dónde me hallo, señorita?
Se lo expliqué y él asintió. Después, al observar mi modo de mirarle, me preguntó:
-¿Le molestaría prestarme esa toalla?
¿Qué otra cosa podía hacer yo? Me levanté, le di la toalla y él la arrolló a su cintura.
Fue entonces cuando me fijé en la bolsa que llevaba en la mano. Era de una especie de
plástico y no sabría decir qué contenía.
-¿Qué se ha hecho de su bañador? -le pregunté.
-¿Bañador? -Lo dijo de una manera que parecía como si nunca hubiese oído hablar de
tal cosa. Después sonrió otra vez y dijo-: Lo siento. Supongo que lo he perdido.
-¿De dónde sale usted? -pregunté-. ¿Tiene alguna lancha aquí cerca?
Estaba muy bronceado y parecía uno de esos individuos que se pasan el día en el Club
Náutico.
-Sí. ¿Cómo lo sabe? -dijo.
-¿De dónde saldría, si no fuese así? -repliqué-. Es lógico suponerlo.
-Así es.
Eché un vistazo a la bolsa.
-¿Qué lleva aquí? -inquirí.
Abrió la boca para contestarme, pero no tuvo tiempo, pues de pronto llegó George
corriendo. Yo no había visto los faros ni había oído el motor del coche, pero allí estaba él,
furioso y con una botella en la mano, dispuesto a entrar en acción. ¡Todo un carácter!
-¿Qué diablos ocurre aquí? -gritó.
-Nada -contesté yo.
-¿Quién es ese tipo? ¿De dónde ha salido? -vociferó George.
-Permítame que me presente -dijo el tipo-. Me llamo John Smith y...
-¿Conque John Smith, eh? -aulló George, añadiendo algunas palabras que no repetiré-
. Vamos a ver, sepamos lo que ocurre aquí. ¿Qué estabais haciendo los dos?
-No estábamos haciendo nada -contesté-. Este hombre estaba nadando y ha perdido
su bañador, por esto ha pedido prestada la toalla. Tiene una embarcación cerca de aquí
y...
-¿Dónde? ¿Dónde está la embarcación? ¡Yo no veo ninguna embarcación! -A decir
verdad, tampoco la veía yo, pero George no esperó respuesta alguna-. ¡Oiga, devuélvame
esa toalla y lárguese de aquí!
-No puede -expliqué yo-. No lleva nada encima.
George se quedó con la boca abierta y después blandió la botella.
-Está bien, amigo. En este caso se vendrá con nosotros. -Me dirigió una mirada llena
de astucia-. ¿Sabe lo que estoy pensando? Tengo la impresión de que aquí hay gato
encerrado. Este individuo puede ser incluso uno de esos espías que los rusos nos
mandan desde sus submarinos.
Así es George. Desde que los periódicos hablan de la posibilidad de una guerra, él ve
comunistas en todas partes.
-Empiece a hablar -ordenó-. ¿Qué hay en esa bolsa?
El hombre se limitó a mirarle y a sonreír.
-Muy bien, ya veo que desea pasar por el aro. No tengo inconveniente. Coja la bolsa,
amigo. Vamos a visitar a la policía. Vamos, antes de que tenga motivos para acordarse de
mí.
Agitó amenazadoramente la botella.
El hombre se encogió de hombros y después miró a George.
-¿Tiene un automóvil? -preguntó.
-¡Claro! ¿Me ha tomado por Paul Revere? -exclamó George.
-¿Paul Revere? ¿Todavía vive?
El desconocido bromeaba, pero George no supo comprenderlo.
-Cállese y vamos de una vez -dijo-. Tengo el coche aquí mismo.
El hombre contempló el coche. Después hizo un gesto de asentimiento y miró a
George.
Esto es todo cuanto hizo. Lo prometo. Sólo le miró.
No hizo ninguno de esos pases tan raros que hacen los hipnotizadores con las manos,
ni dijo palabra. Sólo le miró, sin dejar de sonreír. Su rostro no sufrió ningún cambio.
En cambio, el rostro de George sí cambió. Fue como si se petrificase de repente. Y lo
mismo le ocurrió a su cuerpo. Sus manos perdieron toda fuerza y la botella cayó y se
rompió. Fue como si George no pudiera moverse.
Abrí la boca, pero el individuo me miró y juzgué mejor no decir nada. De pronto, sentí
frío y no supe lo que pasaría si seguía mirándome.
Por lo tanto, me quedé donde estaba y entonces aquel hombre se acercó a George y lo
desnudó. George era como uno de esos maniquíes que se ven en los escaparates de los
almacenes. Después, aquel individuo se puso todas las ropas de George y tapó a George
con la toalla. Pude observar que llevaba la bolsa de plástico en una mano y las llaves del
coche de George en la otra.
Me dispuse a gritar, pero el desconocido volvió a mirarme y no pude. No estaba
paralizada como George, ni mucho menos, pero por más que me esforcé no conseguí
gritar. Y además, ¿de qué hubiera servido?
Porque aquel hombre se dirigió al camino, subió al coche de George y se alejó tan
campante. No dijo ni una palabra más ni miró atrás. Se limitó a largarse.
Entonces pude gritar, y lo hice a conciencia. Seguía gritando cuando George recuperó
los sentidos. Pensé que iba a sufrir un ataque de apoplejía o algo por el estilo.
Bien, tuvimos que regresar a pie. Había más de cinco kilómetros hasta el puesto de
policía de la autopista, y me hicieron contar toda la historia una docena de veces.
Anotaron la matrícula del coche de George y aún siguen buscándolo. Y el sargento opinó
que tal vez George tuviera razón en lo de los comunistas.
Pero él no había presenciado la mirada que aquel individuo dirigió a George. ¡Cada vez
que pienso en ella, me estremezco!
Declaración de Milo Fabian
Apenas había corrido las cortinas cuando él entró. Desde luego, primero creía que
venía para hacer alguna entrega. Llevaba unos feísimos pantalones color aceituna y una
chaqueta de confección, y se cubría con una gorra parecida a las que usan los jockeys.
-¿Qué desea? -pregunté.
Mucho me temo que me mostré un poco grosero, pero lo cierto es que yo estaba de
pésimo humor desde que Jerry me dijo que se iba a Cape Cod para ver la exposición. Por
lo menos, hubiese podido tener cierta consideración conmigo e invitarme a ir con él, pero
no fue así y tuve que quedarme para ocuparme de la galería de arte.
Pero, en realidad, esto no justifica mi actitud desdeñosa ante el desconocido. Resultó
ser una persona bastante atractiva cuando se quitó aquella gorra tan absurda. Tenía el
cabello negro y rizado, y era muy alto, altísimo. Casi le tuve miedo hasta que sonrió.
-¿Míster Warlock? -preguntó.
Moví la cabeza en ademán negativo.
-¿No es ésta la galería Warlock? -insistió.
-Sí, pero míster Warlock se ha ausentado de la ciudad. Yo soy míster Fabian. ¿Puedo
servirle en algo?
-Se trata de un asunto bastante delicado.
-Si desea vendernos algo, puede enseñármelo a mí. Me ocupo de todas las compras
de la galería.
-No tengo nada para vender. Quiero comprar algunos cuadros.
-Bien, entonces le ruego que venga conmigo, míster...
-Smith -dijo él.
Avanzamos por el pasillo.
-¿Podría orientarme acerca de lo que le interesa? -pregunté-. Como ya debe saber,
nosotros tendemos a especializarnos en pintura moderna. En este momento, tenemos un
Kandinsky muy bueno, y también un Mondrian de la primera época...
-Estoy seguro de que aquí no tienen los cuadros que yo deseo -me dijo.
Habíamos entrado ya en la galería y me detuve.
-Entonces, ¿qué es lo que usted desea?
Se quedó plantado ante mí, balanceando aquella gran bolsa de plástico.
-¿Se refiere al género de pintura? Pues bien, yo quiero uno o dos buenos Rembrandt,
un Vermeer, un Rafael, algo del Tiziano, un Van Gogh y un Tintoretto. También deseo un
Goya, un Greco, un Breughel, un Hals, un Holbein y un Gauguin. Supongo que no habrá
manera de conseguir "La última cena"; se trata de un fresco, ¿no es verdad?
Era una pesadilla escuchar a aquel hombre. Creo que me dejé llevar definitivamente
por el mal humor, y lo demostré.
-¡Por favor! -exclamé-. Esta mañana estoy muy ocupado. No tengo tiempo para...
-No me ha comprendido -me interrumpió-. Usted compra cuadros, ¿no es cierto? Bien,
pues yo quiero que me compre unos cuantos. Como si fuese mi... mi agente, ¿se dice así,
verdad?
-Ésta es la palabra -contesté-. Pero usted no habla en serio. ¿Tiene idea de lo que
costaría la adquisición de semejante colección? Sería un precio sencillamente fabuloso.
-Tengo dinero -aseguró.
Nos hallábamos junto a la mesa de transacciones junto a la entrada. Se acercó a ella e
invirtió su bolsa. Seguidamente, la abrió con una especie de cremallera.
Nunca, pero es que nunca, he visto un espectáculo tan fantástico en toda mi vida. La
bolsa estaba llena de billetes; fajos y más fajos de billetes, y cada uno de ellos era de
cinco mil o diez mil dólares. ¡Ni siquiera había visto yo uno sólo de ellos!
De haberse tratado de billetes de veinte o cien dólares, habría sospechado una
falsificación, pero nadie hubiese tenido la audacia de pensar que podía salirse con la suya
con un botín como aquel. Parecían auténticos, y lo eran. Me consta porque... pero hablaré
de esto después.
Allí me quedé sin poder moverme, contemplando aquella fortuna, y míster Smith, como
él decía llamarse, me preguntó:
-Y bien, ¿cree que hay bastante?
No sé cómo no me desmayé sólo de pensarlo.
Imagínense ustedes un perfecto desconocido, paseando por las calles con diez
millones destinados a la compra de cuadros. ¡Y mi parte en la comisión es de un cinco por
ciento!
-No lo sé -contesté-. ¿Habla usted en serio?
-Ahí está el dinero. ¿Cuándo puede entregarme lo que yo deseo?
-Por favor -supliqué-. Todo esto es tan poco corriente, que apenas sé por dónde
empezar. ¿Tiene una lista detallada de lo que desea adquirir?
-Puedo escribirle los nombres de los cuadros -me dijo-. Recuerdo la mayoría de ellos.
Confieso que sabía lo que quería. Velázquez, Gorgione, Cézanne, Degas, Utrillo,
Monet, Toulouse-Lautrec, Delacroix, Ryder, Pissarro...
Después empezó a escribir títulos. Me temo que dejé escapar una imprecación.
-¡Pero hombre, usted no puede pretender comprar la "Mona Lisa"!
-¿Por qué no?
Daba la impresión de hablar en serio.
-Ya sabe usted que no se vende a ningún precio.
-No lo sabía. ¿A quién pertenece?
-Al museo del Louvre. Está en París.
-Lo ignoraba. -Seguía serio; puedo jurar que hablaba en serio-. Pero, ¿y los demás?
-Siento decirle que lo mismo puede decirse de la mayor parte de estas obras. No están
a la venta. La mayoría se encuentran en museos y galerías públicas del país y del
extranjero. Y otros cuadros que usted ha anotado se hallan en manos de coleccionistas
que jamás se decidirían a venderlos.
Se levantó y empezó a meter los billetes dentro de la bolsa. Lo agarré por el brazo.
-Pero, desde luego, haremos cuanto podamos -añadí-. Tenemos nuestras fuentes de
información, nuestros contactos. Estoy seguro de que, como mínimo, podremos
procurarle algunas de las obras menores de cada uno de los maestros que ha anotado en
la lista. Sólo es cuestión de tiempo.
Movió la cabeza.
-No me serviría. Hoy es martes, ¿verdad? Debo tenerlo todo en mi poder el domingo
por la noche.
¿Han oído ustedes alguna vez una cosa tan absurda? Aquel hombre tenía que estar
loco.
-Mire -me dijo-, empiezo ya a comprender cuál es la situación. Estos cuadros que yo
deseo están esparcidos por todo el mundo. Son propiedad de museos públicos y de
entidades privadas que no los venderían. Y supongo que ocurrirá lo mismo con los
manuscritos. Cosas como la Biblia de Gutenberg, las primeras obras de Shakespeare, la
Declaración de Independencia...
Loco de remate. Todo cuanto pude hacer fue asentir en silencio.
-¿Cuántas de las cosas que deseo se encuentran aquí? -preguntó-. ¿Aquí, en este
país?
-Muchas, casi la mitad.
-Perfectamente. Voy a decirle lo que debe saber. Siéntese aquí y hágame una lista.
Quiero que me escriba los nombres de los cuadros que yo he anotado y el lugar donde se
encuentra cada uno de ellos. Por esta lista le pagaré 10.000 dólares.
¡Diez mil dólares por una lista que podía haber obtenido gratuitamente en la biblioteca
pública! ¡Diez mil dólares por menos de una hora de trabajo!
Le di la lista. Y él me entregó el dinero y se marchó.
Para entonces, yo estaba ya casi frenético. Todo mi cuerpo temblaba. Había venido y
se había marchado, y yo no sabía nada, ni siquiera su verdadero nombre. ¿Quién podrá
hablarme de millonarios excéntricos? Se marchó, y yo me quedé con 10.000 dólares en la
mano.
Bueno, yo no soy de esos que hacen las cosas a ciegas. Aún no habían pasado tres
minutos cuando cerré la tienda y me encaminé al Banco. Al regresar a la galería, estaba
como extasiado.
Y entonces me pregunté por qué regresaba.
En realidad, no tenía por qué regresar. Aquel dinero era mío, no de Jerry. Me lo había
ganado yo, con mi insignificante persona. En cuanto a Jerry, podía quedarse en el Cape y
pudrirse allí. Ya no necesitaba su precioso empleo.
Me alejé de allí y compré un billete para París. En mi opinión, todas esas historias de la
guerra fría no son más que tonterías.
Desde luego, Jerry se enfurecerá cuando se entere de lo ocurrido. Bueno, que se
enfurezca. Sólo puedo decirle que se busque otro chico.
Declaración de Nick Krauss
No me aguantaba de pie. Había estado trabajando desde el martes por la noche y era
ya sábado. Tenía los nervios de punta.
Pero yo no podía perderme aquel trabajito. Porque la recompensa era fabulosa. La
recompensa al golpe más inmenso jamás proyectado.
Desde luego, he oído hablar del asunto de Brink. Incluso tengo una idea muy
aproximada de quienes dieron el golpe. Pero aquello fue miseria al lado de esto, y
además se necesitó más de un año para realizarlo.
Ese negocio los deja chiquitos a todos. Figúrense, seis millones de pavos en metálico.
¿Qué les parece? He dicho seis millones de pavos en cuatro días. ¿Una nadería, verdad?
¿Y quién lo hizo? Yo, y nadie más que yo.
Voy a decirles una cosa: me gané ese dinero. Hasta el último centavo. Y no crean que
no tuve que repartir la pasta a manos llenas. Incluso ahora no consigo acordarme de
cuánta gente intervino desde el principio hasta el fin. Entre propinas y gastos -como
alquilar aviones para que todos me trajeran la mercancía- creo que la broma me costó
cerca de millón y medio, sólo para montar la operación.
Por lo tanto, quedan cuatro millones y medio. Cuatro millones y medio que debía
recoger a bordo del yate.
Tenía toda aquella maldita mercancía dentro del camión. Ciento cuarenta piezas,
algunas de ellas muy pesadas. Pero no quise que nadie más se ocupase de la descarga.
Aquello era dinamita. Sólo dos millas desde el almacén donde lo había guardado todo.
Las dos millas más largas que jamás he recorrido.
Claro que tenía un almacén. ¡Yo mismo lo había comprado! También compré el yate
para él. Pagué en dinero contante y sonante. Cuando se dispone de seis millones para
negociar, uno no corre riesgos con cosas que se pueden comprar sin armar jaleo.
El negocio presentaba muchos riesgos. Tuve que correr esos riesgos, trabajando con
tanta rapidez. Aún no sé cómo me salí con la mía sin que me fallase una docena de
cosas.
Pero la pasta ayudó. Coges a un fulano, y por dos o tres sábanas es capaz de
traicionarte. Le das veinte o treinta y el hombre es tuyo. Utilicé a muchos tipos que ni
siquiera eran del oficio, tipos que nunca habían conocido la chirona por dentro. Unté las
manos de guardianes, policías y empleados de los museos.
Aún no sé qué quería hacer aquel guasón con toda esa pacotilla. Lo único que se me
ocurre es que tal vez fuese uno de esos rajás indios, o algo por el estilo. Pero no tenía la
pinta de hindú, era un fulano alto y corpulento, más bien joven. Tampoco hablaba como si
lo fuese. Pero, ¿a quién más se le puede ocurrir soltar toda esa pasta a cambio de un
puñado de telas cubiertas de pintura?
Sea como fuere, el martes por la noche se me presentó provisto de aquella bolsa.
Nunca he podido saber cómo llegó hasta mí, y cómo pudo esquivar a Lefty en el piso de
abajo.
Pero allí estaba. Me preguntó si era verdad lo que le habían contado de mí, y me
preguntó si quería hacer un trabajito para él. Dijo llamarse Smith. El nombre que adoptan
todos los que quieren permanecer en el anonimato.
Poco me importó cuál fuese su nombre. Porque, como dijo aquel tipo, el dinero habla
por sí solo. Y desde luego, aquel martes por la noche el dinero soltó un verdadero
discurso cuando el fulano aquel va y me esparce dos millones de machacantes sobre la
mesa.
Dos millones de machacantes, ¿me oyen? ¡Y en metálico!
-He traído esto para los gastos -me dijo-. Si puedes ayudarme, hay cuatro millones
más.
Prescindamos del resto. Hicimos el trato y yo puse manos a la obra. El miércoles lo
tenía ya a bordo del yate, y no se movió de allí mientras yo trabajaba. Cada noche, yo iba
allí y le informaba.
Fui personalmente a Washington y también me ocupé del negocio en Nueva York y
Filadelfia. El viernes visité Boston. Lo demás lo solucioné por teléfono en su mayor parte.
Mandé hombres en avión con pedidos y dinero contante y sonante a Detroit, Chicago, San
Luis y la costa. Tenían listas y sabían lo que debían buscar. Cada uno de los que se
pusieron en contacto conmigo hizo sus propios planes para dar su golpe. Yo pagué todo
lo que me pidieron y de ese modo todos estuvieron contentos. No había la posibilidad de
que alguno me la diera con queso; ¿dónde habría podido vender el género? Estas cosas
queman al que las toca.
El jueves yo estaba ya medio sepultado entre gráficos, planos de salas y rutas de
escape. Había seis individuos sólo para revisar los sistemas de alarma en los lugares que
corrían a mi cargo. En Nueva York trabajaban más de cincuenta, sin contar el personal
sobornado. Nadie me creería si yo dijera los nombres de algunos de los que nos
ayudaron. Profesores de importancia, explicando cómo podíamos entrar, o cortando
alambres y dejando puertas sin cerrar. Oí a una docena de ellos y cuando todo hubo
terminado hasta me escandalicé. Esto es lo que el dinero a grandes dosis puede comprar.
Como es lógico, me vi en algún apuro. En varios. No pudimos sacar el género de Los
Ángeles. El camión no estaba en el lugar previsto, y perdieron todo el cargamento
tratando de pirárselas en el aeropuerto. Fue una suerte que la bofia se cargase a los
cuatro que habrían podido cantar. Gracias a esto, no pudieron sacar nada en claro.
En resumidas cuentas, hubo unas siete u ocho bajas; los cuatro de Los Ángeles, dos
en Filadelfia, un fulano en Detroit y otro en Chicago. Pero nadie se chivó. Yo estuve
siempre en contacto por radio y tenía a mis muchachos en todas partes, supervisando.
Todo el género al que pudimos echar mano llegó a Jersey en avión particular y lo metí
directamente en el almacén.
Y cuando salí para cobrar la factura, tenía todas las obras, 143 piezas, metidas en mi
camión.
Necesité tres horas para subir la mercancía a bordo del yate. Aquel tipo, el supuesto
míster Smith, estuvo sentado y vigilándome durante todo ese rato.
Cuando terminé, le dije:
-Aquí está todo. ¿Está contento, o prefiere que le extienda un recibo?
Ni siquiera sonrió. Lo único que hizo fue mover la cabeza.
-Tendrá que abrir las cajas -me dijo.
-¿Abrirlas? -exclamé-. Necesitaré dos horas más.
-Disponemos de tiempo -replicó.
-¡Y un cuerno! Óigame, esa mercancía quema y yo aún más. Hay más de cien mil
polizontes buscando ese género. ¿No ha leído los periódicos ni ha escuchado la radio?
Todo el país está que arde. Esto es peor que una crisis bélica o como quiera que se
llame. Quiero largarme de aquí, más que de prisa.
Pero él insistió en que abriera las cajas y las cestas, y tuve que hacerlo. Al fin y al cabo,
por cuatro millones de pavos un poco trabajo extra no hace daño a nadie. Ni siquiera
cuando uno está que se cae de sueño. De todos modos, fue tarea dura pues todo estaba
muy bien empaquetado. Con el fin de que no se averiase el género, se comprende.
No había nada que estuviera enmarcado. El hombre extendió aquellas telas en el suelo
y las comprobó una por una, mientras consultaba un cuaderno. Y cuando yo hube sacado
el último maldito cuadro, llevando todas las maderas y virutas a cubierta, y arrojado todos
los restos por la borda aprovechando la oscuridad, fui a buscarlo a la cabina de proa.
-¿Qué está haciendo aquí? -pregunté-. ¿Adónde vamos?
-A trasbordar todo esto a mi buque -me dijo-. No supondrá usted que me dispongo a
marcharme con esta embarcación, ¿verdad? Y necesito su ayuda para trasladarlo a bordo
de la mía. No se preocupe, no está muy lejos de aquí.
Puso en marcha los motores, pero yo me coloqué detrás de él y le hurgué las costillas
con mi "Especial".
-¿Dónde está la pasta? -le pregunté.
-En la otra cabina, sobre la mesa.
Ni siquiera se volvió para mirarme.
-¿No intentará ninguna jugarreta, verdad?
-Juzgue usted mismo.
Fui a verlo y me convencí de que jugaba limpio.
Había cuatro millones de pavos sobre la mesa. Billetes de cinco y de diez mil dólares, y
nada de falsificaciones. No resultaría muy fácil pasar aquellas sábanas tan grandes, pues
los federales darían la alarma, pero tampoco entraba en mis planes dormirme con aquel
fardo a cuestas. Hay muchos países aficionados a los billetes de gran calibre y que no
hacen ninguna pregunta. Varios lugares de Suramérica. Este panorama no me inquietaba
mucho, siempre y cuando pudiera llegar allí.
Y me cuidé de que pudiera llegar allí. Volví a la otra cabina y le enseñé otra vez mi
"Especial".
-No se detenga -le dije-. Le ayudaré, pero si se pasa de listo le extirparé el apéndice de
un balazo.
Sabía quién era yo. Sabía también que podía agujerearle y largarme de allí cuando me
diese la gana. Pero ni siquiera parpadeó, ni tan sólo levantó la vista de su timón.
Navegamos unas cuatro o cinco millas. La oscuridad era total y él no llevaba ningún
faro encendido, pero sabía adónde íbamos pues de pronto nos paramos en alta mar y me
dijo:
-Hemos llegado.
Subí a cubierta con él y no pude ver nada. Sólo las luces de la costa y el agua que nos
rodeaba. ¡Que me ahorquen si vi una embarcación en parte alguna!
-¿Dónde está? -le pregunté.
-¿El qué?
-Su nave.
-Aquí abajo -contestó, señalando a un lado.
-¿De qué diablos se trata? ¿De un submarino o de algo por el estilo?
-De algo por el estilo.
Se inclinó sobre la borda. Sus manos estaban vacías, no hizo más que asomarse, y
que me maten si de repente no aparece aquella maldita cosa. Una especie de bola de
plata, con una escotilla encima.
Ni siquiera distinguí la escotilla hasta que se abrió, y la bola flotó junto al yate de modo
que pudimos apoyar la pasarela en la escotilla.
-Venga -me dijo-. Le ayudaré, así ganaremos tiempo.
-¿Se figura que voy a transportar la mercancía sobre esta plancha tan delgada? -le
pregunté-. ¿Y a oscuras?
-No se preocupe, no podrá caerse. Está magnomesurizada.
-¿Qué diablos significa esto?
-Se lo enseñaré.
Caminó sobre la plancha y subió a la bola antes de que yo pensara en detenerlo. La
plancha no se movió ni un milímetro.
Después regresó junto a mí.
-Vamos, no hay motivo para tener miedo.
-¿Quién tiene miedo?
Pero yo estaba que no me tocaba la camisa al cuerpo. Porque entonces comprendí lo
que era aquel hombre. Durante los últimos tiempos había estado leyendo mucho los
periódicos y no me perdía ni detalle de tanta charla sobre la próxima guerra. Era uno de
aquellos comunistas, con sus armas nuevas y todo su material. No era de extrañar que
gastase millones de machacantes de aquella manera.
Por lo tanto, pensé en cumplir con mi deber de patriota. Sí, le metería todos aquellos
cuadros a bordo. Quería echar un vistazo a aquel submarino suyo. Pero una vez
terminado el trabajo, decidí que no iría a Rusia, ni a ningún otro sitio. Yo me encargaría de
ello.
Esto es lo que planeé y así le ayudé a acarrear toda la mercancía hasta el submarino.
Pero después volví a cambiar de opinión. No era un ruso. No era nada que yo pudiese
imaginar, excepto tal vez un inventor. Porque aquella cosa suya era absurda.
El interior estaba hueco. Completamente hueco, sólo con una pared delgada alrededor.
Puedo jurar que no había sitio ni para un motor ni para nada. Sólo el espacio necesario
para apilar los cuadros y para que dos o tres hombres estuvieran de pie.
Tampoco había ninguna luz eléctrica, pero había luz. Y luz de día. Sé de lo que estoy
hablando, estoy bien enterado de los tubos fluorescentes y de neón. Aquello era distinto.
Algo nuevo.
¿Instrumentos? Bueno, en un lugar había una especie de ranuras pequeñas, pero
estaban en el suelo. Había que echarse para ver cómo funcionaban. Y él no me quitaba la
vista de encima, por lo que no quise obrar de forma tan descarada. Pensé que no sería
prudente.
Tuve miedo porque no tenía miedo.
Tuve miedo porque no era un ruso.
Tuve miedo porque no hay bolas redondas que floten en el agua, o que salgan de ella
sólo cuando uno las mira.
Y porque aquel hombre no vino a ninguna parte con todo aquel dinero y no iba a ningún
sitio con todos aquellos cuadros.
No pude fijar mis ideas, con la excepción de una sola. Quería salir de allí, y salir cuanto
antes.
Tal vez ustedes creerán que estoy como una cabra, pero ello se debe a que nunca han
visto una bola resplandeciente flotando en el agua, sin moverse siquiera a causa de las
olas, y con luz de día dentro cuando no había nada para iluminarla. Nunca han visto a un
señor Smith que no se llamaba Smith y que tal vez ni siquiera era tal señor.
Pero si hubiesen pasado por esta experiencia, comprenderían por qué me alegré tanto
al verme otra vez en el yate y al poder bajar a la cabina a recoger la pasta.
-Perfectamente -dije-. Y ahora, vamos a regresar en seguida.
-Márchese cuando quiera -contestó él-. Yo me voy ahora mismo.
-¿Que usted se va? ¿Y entonces cómo diablos regreso yo?- grité.
-Con el yate -me dijo-. Es suyo.
Así, tal como lo oyen, me contestó.
-Pero si yo no puedo volver con el yate... ¡Ni siquiera sé tripularlo!
-Es muy sencillo. Vamos, se lo explicaré. Yo lo comprendí en menos de un minuto.
Venga conmigo a la cabina.
-Un momento -saqué el "Especial"-. Usted me llevará ahora mismo hasta el muelle.
-Lo siento, no tengo tiempo. Debo ponerme en camino antes de...
-Ya me ha oído -insistí-. Ponga en marcha ese cascarón de nuez.
-Se lo ruego, no me oponga dificultades. Tengo que marcharme enseguida.
-Primero me volverá a tierra firme. Después márchese a Marte o a dondequiera que
sea.
-¿Marte? ¿Quién ha hablado de...?
Sonrió y movió la cabeza. Y entonces me miró.
Me miró con fijeza, me miró a mí. Miró a mi interior. Sus ojos eran sus ojos eran como
dos de aquellas grandes bolas de plata, introduciéndose en rendijas detrás de mis globos
oculares y chocando contra mi cerebro. Se acercaron a mí, pesadas y lentas, y yo no
supe esquivarlas. Vi cómo venían y supe que si chocaban contra mí, yo era hombre
muerto.
Mis pies no me sostenían. Todo mi cuerpo estaba semiparalizado. Él seguía sonriendo
y mirándome, mientras sus ojos se me acercaban. Dieron vueltas y percibí su choque.
Después... me sentí morir.
Lo último que recuerdo es que oprimí el gatillo.
Declaración de Elizabeth Rafferty, M. D.
El domingo por la mañana, a las 9:30, llamó a la puerta. Recuerdo la hora con exactitud
porque yo había terminado de desayunar y había conectado la radio para escuchar
noticias de la guerra. Al parecer, habían descubierto otro navío soviético, esta vez en la
bahía de Charleston y con un dispositivo atómico a bordo. Los servicios de vigilancia
costera y las fuerzas aéreas se hallaban en estado de alarma, y...
Sonó el timbre y abrí la puerta.
Allí estaba él. Medía por lo menos un metro noventa y cinco. Tuve que mirar hacia
arriba para ver su sonrisa, pero el esfuerzo bien valía la pena.
-¿Está el doctor? -preguntó.
-Yo soy, el doctor Rafferty.
-Bien. Esperaba tener la suerte de encontrarle en casa. Acabo de llegar caminando, en
busca de un médico. Se trata de una urgencia...
-Lo suponía -di un paso atrás-. ¿Quiere pasar? No me gusta que mis pacientes se
desangren en el umbral de mi casa.
Dio un vistazo a su brazo izquierdo. Sangraba, desde luego. Y a juzgar por el agujero
de su chaqueta y las huellas de pólvora, adiviné la causa.
-Por aquí -le dije, entrando en el despacho-. Y ahora, si me permite que le ayude a
quitarse la chaqueta y la camisa, míster...
-Smith.
-Desde luego. Suba a la mesa. Eso es. Vamos a ver, permítame... Aquí. ¡Bien! Un
orificio muy limpio, sobre el triceps. Doble el brazo. Otra vez. Parece como si hubiese
tenido suerte, míster Smith. Ahora estése muy quieto. Voy a sondar... Tal vez le dolerá un
poquitín... ¡Magnífico! Y ahora vamos a esterilizarlo...
Le estuve observando todo el rato. Tenía el rostro impasible de un jugador de naipes,
pero sin ninguno de sus gestos. No supe clasificarlo. Pasó por toda la cura sin un solo
gemido ni un cambio de su expresión.
Por último, le vendé el brazo.
-Probablemente, su brazo estará entumecido durante varios días. Le aconsejaría que
no se moviese mucho. ¿Cómo ha sucedido?
-Un accidente.
-¡Vamos, míster Smith! -Saqué la pluma y busqué un formulario-. No seamos chiquillos.
Sabe usted tan bien como yo que un médico debe presentar un informe completo cuando
se trata de una herida de bala.
-No lo sabía -saltó de la mesa-. ¿Quién recibe el informe?
-La policía.
-¡No!
-¡Se lo ruego, míster Smith! La ley me exige que...
-Acepte esto.
Buscó algo en el bolsillo con la mano derecha, y lo arrojó sobre la mesa. Lo miré:
nunca había visto hasta entonces un billete de cinco mil dólares, y era algo que recreaba
la vista.
-Y ahora me marcho -me dijo-. En realidad, nunca he estado aquí.
Me encogí de hombros.
-Como guste -le dije-. Pero antes quiero enseñarle una cosa.
Me levanté, abrí el primer cajón de la izquierda de mi escritorio y le enseñé lo que
guardaba allí.
-Esto es una pistola calibre "22", míster Smith -le expliqué-. Un arma para damas.
Nunca la he usado fuera del campo de tiro. Me disgustaría tener que utilizarla ahora, pero
le prevengo que si lo hago sentirá usted molestias en su brazo derecho. Como médico,
mis conocimientos de anatomía se unen a mis habilidades como tirador. ¿Me ha
comprendido?
-Sí, desde luego. Pero tiene que dejarme salir. Es muy importante. Yo no soy un
criminal.
-Nadie ha dicho que lo sea. Pero lo será si trata de burlar a la ley negándose a
contestar a mis preguntas para hacer el informe. Éste debe hallarse en poder de las
autoridades dentro de las próximas veinticuatro horas todo lo más tarde.
Soltó una risita.
-Nunca lo leerán.
Suspiré.
-No discutamos. Y no vuelva a meter la mano en su bolsillo.
Me miró, sonriendo otra vez.
-No llevo armas. Sólo quería incrementar sus honorarios.
Otro billete cayó sobre la mesa. Diez mil dólares. Cinco mil más diez mil son quince mil,
sumé mentalmente.
-Lo siento -dije-. Todo esto resulta muy tentador para un médico joven que trata de
abrirse camino, pero resulta que yo tengo ideas muy anticuadas sobre estas cosas.
Además, no creo que nadie me los cambiase a causa de todo ese gran jaleo que publican
los periódicos acerca de...
Callé súbitamente al recordar. Billetes de cinco mil y de diez mil dólares. Todo
coincidía. Le sonreí desde mi escritorio.
-¿Dónde están los cuadros, míster Smith? -pregunté.
Le tocó a él la voz de suspirar.
-Por favor, no me lo pregunte. Yo no quiero perjudicar a nadie. Sólo quiero marcharme,
antes de que sea demasiado tarde. Usted ha sido amable conmigo. Le estoy agradecido.
Acepte el dinero y olvídese de todo. Este informe no servirá para nada, créame.
-¿Creerle? ¿Con todo el país en vilo buscando obras de arte robadas, y con un
comunista debajo de cada cama? Tal vez se trate solamente de curiosidad femenina, pero
me gustaría saberlo todo. -Le apunté cuidadosamente-. No se trata de una conversación,
míster Smith. Hable o disparo.
-Está bien. Pero no le servirá de nada. -Se inclinó hacia mí-. Debe creerme. No servirá
de nada. Podría enseñarle los cuadros, es verdad. Se los podría entregar. Y sin embargo,
de nada serviría. Dentro de veinticuatro horas resultarían tan inútiles como el informe que
usted quería presentar.
-Es verdad, el informe. Tal vez sea mejor que empecemos por él -dije-. A pesar de sus
frases pesimistas. A juzgar por lo que dice, parece como si las bombas tuviesen que
empezar a caer mañana.
-Caerán -me aseguró-. Aquí y en todas partes.
-Muy interesante -empuñé la pistola con la mano izquierda y cogí la estilográfica-. Pero
ahora, al grano. Su nombre, por favor. Su nombre auténtico.
-Kim Logan.
-¿Fecha de nacimiento?
-25 de noviembre de 2903.
Levanté el arma.
-El brazo derecho -dije- a media altura del triceps. Le dolerá.
-25 de noviembre de 2903 -repitió-. Llegué aquí el domingo pasado a las 10 de la
noche, según el horario de ustedes. Siguiendo la misma cronología, me marcharé
mañana a las nueve. Es un ciclo de 169 horas.
-¿De qué me está hablando?
-Mi instrumento está ahí, en la bahía. Los cuadros y los manuscritos se encuentran en
él. Quería permanecer sumergido hasta el momento de marcharme esta noche, pero un
hombre disparó contra mí.
-¿Se siente febril? -pregunté-. ¿Le duele la cabeza?
-No. Le dije que no serviría de nada explicárselo todo. Usted no quiere creerme, como
tampoco ha creído lo de las bombas.
-Ciñámonos a los hechos -sugerí-. Usted ha admitido que robó los cuadros. ¿Por qué?
-A causa de las bombas, desde luego. Se aproxima la guerra, la gran guerra. Mañana,
antes del amanecer, sus aviones volarán sobre la frontera rusa y los aviones soviéticos
contraatacarán. Esto no será nada más que el comienzo. La guerra durará meses, años
incluso. Al final... ruinas. Pero las obras maestras que yo me llevo estarán a salvo.
-¿Cómo?
-Se lo he dicho ya. Mañana, a las nueve, regresaré a mi lugar en la coordenada
continua del tiempo. -Alzó la mano-. No me diga que esto no es posible. Tal vez lo sea
según sus conceptos actuales de la física. Tal como está incluso nuestra ciencia, sólo
puede demostrarse el movimiento hacia adelante. Cuando sugerí mi proyecto al Instituto
todos se mostraron escépticos, pero esto no impidió que construyeran el instrumento
siguiendo mis instrucciones. También me permitieron utilizar el dinero de la Fundación
Histórica, en Fort Knox. Y antes de marcharme, recibí irónicas bendiciones. Supongo que
al verme desaparecer, todos se llevaron una sorpresa mayúscula. Pero esto no será nada
comparado con la reacción que causará mi regreso. Mi regreso triunfal, con un
cargamento de obras maestras que todos suponían destruidas mil años antes.
-Vamos a aclarar las cosas -dije-. Según su relato, usted ha venido porque sabía que la
guerra estaba a punto de estallar y quería salvar de la destrucción unas cuantas obras
maestras. ¿No es así?
-Exactamente. Era una jugada muy arriesgada, pero disponía de dinero. He estudiado
esta época repasando todos los detalles disponibles en los archivos. Me puse al corriente
de las peculiaridades lingüísticas de la época. Supongo que no tiene dificultad en
comprenderme, ¿verdad? Y conseguí elaborar un plan. Desde luego, no he tenido un
éxito completo, pero he conseguido mucho en una sola semana. Tal vez pueda volver otra
vez, un poco antes, quizá con un año o dos de anticipación, y procurarme más. -Sus ojos
brillaron-. ¿Por qué no? Podríamos construir más instrumentos, venir varios de nosotros.
Entonces podríamos conseguir lo que quisiéramos.
Moví la cabeza denegando.
-Para no extendernos demasiado, supongamos por un momento que le creo, cosa que
no es cierta. Dice usted que ha robado varios cuadros. Esta noche piensa llevárselos
consigo al año dos mil novecientos y pico. Esto es lo que usted espera. ¿Es ésta su
historia?
-Es la verdad.
-Muy bien. Pero ahora sugiere que podrían repetir el experimento en una escala más
amplia. Regresar un año antes que hoy y apoderarse de más obras maestras. ¿Qué
sucederá con los cuadros que usted se llevará hoy?
-No la comprendo.
-Según usted, estos cuadros estarán en su época. Pero un año antes estaban colgados
en diversos museos. ¿Seguirán allí cuando ustedes vuelvan? Seguramente, no pueden
coexistir.
Sonrió.
-Interesante paradoja. Empieza usted a gustarme, doctora Rafferty.
-Pues bien, no deje que este sentimiento vaya en aumento. No es recíproco, puedo
asegurárselo. Incluso aunque me estuviera diciendo la verdad, yo no podría admirar sus
motivos.
-¿Por qué no? -Se levantó, haciendo caso omiso de la pistola-. ¿Acaso no es un
objetivo dignísimo la salvación de tesoros inmortales de las insensatas destrucciones de
una guerra de tribus? El mundo merece que este patrimonio artístico sea preservado. He
arriesgado mi vida para poder llevar la belleza a mi propia época, donde podrá ser
adecuadamente admirada y disfrutada por mentes que ya no están obsesionadas por la
codicia y crueldad que he hallado aquí.
-Sus palabras suenan muy bien -observé-, pero los hechos prevalecen. Usted ha
robado esos cuadros.
-¿Robado? ¡Los he salvado! Le aseguro que antes de terminarse este año estarían
completamente destruidos. Sus galerías, sus bibliotecas, todo desaparecerá. ¿Es robar
sacar los objetos más preciados de un templo en llamas? -Se inclinó hacia mí-. ¿Es un
crimen?
-¿Y por qué no apagar el fuego? -repliqué-. Usted sabe (supongo que a través de datos
históricos) que la guerra ha de estallar hoy o mañana. ¿Por qué no aprovecharse de su
previsión y tratar de evitarla?
-No puedo hacerlo. Los datos que poseemos son mínimos e incompletos. Los
acontecimientos se confunden entre sí. Ni siquiera he podido averiguar cómo empezó, o
mejor dicho empezará, la guerra. Algún incidente trivial, que nadie mencionará. Sobre
este punto, nada he podido aclarar.
-¿Pero no puede avisar a las autoridades?
-¿Y cambiar la historia? ¿Cambiar la secuencia actual de los acontecimientos, para ser
más exacto? ¡Imposible!
-¿Acaso no la cambia al llevarse los cuadros?
-Esto es diferente.
-¿Lo cree? -Le miré con fijeza a los ojos-. No veo la diferencia. En fin, todo esto es
imposible. He perdido mucho tiempo discutiendo con usted.
-¡Tiempo! -Miró el reloj de pared-. Son casi las doce. Sólo me quedan nueve horas. Y
tengo que hacer muchas cosas. Entre ellas, ajustar el instrumento.
-¿Dónde está ese precioso mecanismo suyo?
-En la bahía. Sumergido, desde luego. Tuve esta idea cuando lo estaban construyendo.
Imaginen los riesgos que supone tratar de moverse a través del tiempo y aparecer sobre
una superficie sólida. La faz de la tierra sufre cambios, pero el océano es prácticamente
inalterable. Ssabía que si partía desde un lugar situado a varias millas del litoral y llegaba
aquí, eliminaría gran parte de los riesgos más corrientes. Por otra parte, el mar ofrece un
escondrijo ideal. Sepa que el principio de mi viaje es sencillo. Por medios puramente
mecánicos, esta noche elevaré el instrumento hasta rebasar el límite estratosférico y
entonces intercalcularé dimensionalmente el momento en que me libere de la órbita
terrestre. El impulso gántico será...
No cabía duda. No era preciso escuchar tantas tonterías para comprender que estaba
loco de atar. Una lástima, pues era un ejemplar muy apuesto.
-Lo siento -le interrumpí-. No dispongo de más tiempo. Lamento verme obligada a ello,
pero no me queda otra alternativa. No, no se mueva. Voy a llamar a la policía, y si da
usted un paso dispararé.
-¡Deténgase! ¡No debe llamarles! Haré cualquier cosa. Incluso la llevaré conmigo. ¡Eso
es! ¡La llevaré conmigo! ¿No le gustaría salvar la vida? ¿No le agradaría escapar?
-No. Nadie escapará -le aseguré-. Sobre todo, usted. Y ahora, quieto y nada de
tonterías. Voy a hacer esa llamada.
Se detuvo. Quedóse inmóvil. Yo cogí el teléfono, con una dulce sonrisa. Él sonrió a su
vez. Me miró.
Ocurrió algo.
Se ha discutido mucho acerca de los aspectos clínicos de la terapia hipnótica.
Recuerdo que en la escuela intentaron hipnotizarme y demostré ser totalmente inmune.
De ello deduje que se necesita cierta dosis de cooperación o de sugestibilidad
condicionada para que un individuo resulte susceptible a la hipnosis.
Estaba equivocada.
Estaba equivocada porque entonces no pude moverme. Nada de luces, ni de espejos,
ni de voces, ni de sugestión. Simplemente, no pude moverme. Seguí sentada,
empuñando la pistola. Así continué mientras le veía marcharse, cerrar la puerta tras él.
Podía ver y podía asentir. Incluso pude oírle cuando se despidió de mí.
Pero no conseguí moverme. Podía hacer algo, pero sólo funciones de tipo paralítico.
Por ejemplo, podía mirar el reloj.
Estuve observando el reloj desde las doce hasta casi las siete. Durante la tarde
llegaron varios pacientes, no pudieron entrar y se marcharon. Miré el reloj hasta que su
faz se borró a causa de la oscuridad. Seguí sentada y sufriendo aquella rigidez hipnótica
hasta que, providencialmente, sonó el teléfono.
Aquello rompió el hechizo. Pero también me quebró a mí. No pude contestar a la
llamada. Me limité a desplomarme sobre mi mesa, con los músculos transidos por el
dolor, mientras la pistola se desprendía de mis dedos entumecidos. Permanecí allí
jadeando y sollozando, durante largo tiempo. Traté de sentarme otra vez y sufrí dolores
de agonía. Después traté de andar. Las piernas carecían de tacto. Necesité una hora para
volver a ser dueña de mí, e incluso entonces noté que sólo se trataba de un control
parcial, un control meramente físico. Mis pensamientos eran otra cosa muy distinta.
Siete horas pensando. Siete horas de duda entre la falsedad o la certidumbre de aquel
relato. Siete horas aceptando y rechazando lo posible y lo imposible.
Eran ya más de las ocho cuando conseguí valerme de los pies otra vez, y entonces no
supe lo que debía hacer.
¿Llamar a la policía? Sí, pero ¿qué podía decirles? Tenía que estar segura, tenía que
saber.
¿Y qué sabía yo? Que estaba allí, en la bahía, y que partiría a las nueve. Había un
instrumento que se elevaría más allá de la estratosfera...
Salí en busca de mi coche y me puse en marcha. El muelle estaba desierto. Enfilé la
carretera que conduce hasta la Punta, desde donde se goza de una buena vista. Llevaba
mis prismáticos. Había estrellas, pero no luna, a pesar de lo cual pude ver perfectamente.
Había un pequeño yate que se mecía sobre las aguas, pero no brillaba en él ninguna
luz. ¿Podía ser el yate?
Sería absurdo correr riesgos. Me acordé de las noticias de la radio acerca del servicio
de vigilancia costera.
Esto me decidió. Regresé a la ciudad, me detuve ante una farmacia y llamé a la policía.
Sólo comuniqué la presencia del yate. Tal vez investigarían la causa de que no hubiese
luces. Sí, me quedaría allí y les esperaría, si así lo deseaban.
No me quedé, desde luego. Volví a la Punta y enfoqué mis prismáticos hacia el yate.
Eran casi las nueve cuando vi que se acercaba la lancha guardacostas, pasando detrás
del yate con gran rapidez.
Eran exactamente las nueve cuando encendieron los reflectores y, durante un increíble
instante, captaron el brillante reflejo del globo plateado que salió del agua y subió derecho
hacia los cielos.
Entonces se produjo la explosión y vi el fogonazo antes de percibir la detonación. El
guardacostas llevaba artillería antiaérea y ésta se mostró efectiva.
Por un momento, el globo siguió su ascenso. Al momento siguiente, no había nada. Lo
volaron en mil pedazos.
Y fue como si también me hicieran pedazos a mí. Porque si había un globo, tal vez él
estaba dentro. Con las obras maestras, a punto de regresar a otra época. Por lo tanto, su
historia era cierta, y si era cierta...
Creo que me desmayé. Mi reloj marcaba las 10:30 cuando recobré el conocimiento y
me incorporé. Habían dado ya las once cuando entré en el Servicio de Vigilancia Costera
y expliqué mi odisea.
Como es lógico, nadie me creyó. Incluso el doctor Halvorsen, el médico de guardia, dijo
que me creía pero insistió en darme la inyección y en trasladarme al hospital.
De todos modos, hubiera sido ya tarde. Aquel globo fue la gota que acabó de llenar el
vaso. Seguramente, comunicaron a Washington sin perder tiempo la historia de aquella
nueva arma soviética destruida ante las costas. Al producirse el hecho después de
haberse descubierto aquellos buques cargados de bombas, representó el golpe final.
Alguien dio órdenes y nuestros aviones se pusieron en camino.
He estado escribiendo toda la noche. Desde el pasillo se oyen las noticias de la radio.
Hemos bombardeado varios lugares. Y se ha dado la alerta, en previsión de posibles
represalias.
Tal vez ahora me creerían. Pero ya no importa. Será tal como él pronosticó.
No puedo dejar de pensar en las paradojas del viaje a través del tiempo. Esa noción de
trasladar objetos del presente al futuro, y esa otra acerca de alterar el pasado. Me
gustaría desarrollar esta teoría, pero ya no es preciso. Los antiguos maestros no han
podido ir al futuro. Como tampoco él, al regresar a nuestro presente, pudo evitar la guerra.
¿Qué había dicho? "Ni siquiera he podido averiguar cómo empezó, o mejor dicho
empezará, la guerra. Algún incidente trivial, que nadie mencionará."
Pues bien, éste fue el incidente trivial. Su visita. Si yo no hubiera hecho aquella llamada
por teléfono, si el globo no se hubiese elevado... pero ya no puedo pensar en ello por más
tiempo. Me duele la cabeza. Todo ese ruido estridente y atronador...
Acabo de efectuar un descubrimiento importante. Estos ruidos estridentes y
atronadores no proceden del interior de mi cabeza. También puedo oír el alarido de las
sirenas. Si aún me quedaba alguna duda acerca de la veracidad de sus afirmaciones, se
ha desvanecido ya por completo.
Ojalá hubiese dado crédito a sus palabras. Ojalá los demás me creyesen ahora. Pero
ya no queda tiempo...
***
UN HOGAR HOSPITALARIO
***
El tren llevaba retraso y serían ya más de las nueve cuando Natalie se halló en el
solitario andén de la estación de Hightower.
Como es natural, la estación estaba cerrada por la noche -no era más que un
apeadero, pues no había allí ninguna población- y Natalie no supo lo que debía hacer.
Había estado segura de que el doctor Bracegirdle vendría a recibirla. Antes de salir de
Londres había mandado un telegrama a su tío para comunicarle la hora de su llegada,
pero debido al retraso del tren cabía la posibilidad de que hubiese venido y se hubiera
marchado otra vez.
Natalie miró a su alrededor indecisa y entonces vio la cabina telefónica que le ofrecía
una solución. La última carta del doctor Bracegirdle estaba en su monedero y en ella
figuraban su dirección y el número de su teléfono. Cuando llegó a la cabina ya había
revuelto el monedero y hallado la carta.
La llamada resultó ser un pequeño problema; hubo una interminable demora antes de
que la telefonista estableciera la conexión y había considerables zumbidos en la línea.
Una mirada a las colinas cercanas a la estación, a través del cristal de la cabina, le sugirió
el motivo de tales dificultades. Al fin y al cabo, recordó Natalie, se hallaba en la región
occidental. Era muy posible que allí todo fuese más primitivo...
-¡Diga, diga!
La voz de aquella mujer tenía un tono agudo. Los zumbidos habían cesado, pero podía
oírse un rumor que sugería una algarabía de voces. Natalie se inclinó y habló con voz
clara ante el teléfono.
-Soy Natalie Rivers. ¿Puedo hablar con el doctor Bracegirdle?
-¿Quién dice que le llama?
-Natalie Rivers. Soy su sobrina.
-¿Su qué, señorita?
-Su sobrina -repitió Natalie-. ¿Puedo hablar con él, por favor?
-Espere un momento.
Hubo una pausa, durante la cual el sonido de las voces de fondo pareció amplificarse, y
poco después Natalie oyó una resonante voz masculina que dominó el distante murmullo.
-Soy el doctor Bracegirdle. ¡Mi querida Natalie, qué inesperada sorpresa!
-¿Inesperada? ¡Pero si esta tarde te he enviado un telegrama desde Londres! -Natalie
se contuvo al notar el ligero matiz de impaciencia que contenían sus palabras-. ¿Acaso no
ha llegado?
-Mucho me temo que nuestro servicio no sea muy eficiente -replicó el doctor
Bracegirdle con una risita a guisa de excusa-. No, no ha llegado tu telegrama. Pero veo
que tú sí. -Volvió a lanzar una breve carcajada-. ¿Dónde estás, querida?
-En la estación de Hightower.
-¡Qué lástima! Precisamente en la dirección opuesta.
-¿En la dirección opuesta?
-Sí, de la casa de los Peterby. Me acababan de telefonear cuando tú has telefoneado.
Una nadería acerca de un apéndice; lo más probable es que sólo se trate de un pequeño
trastorno estomacal. Pero he prometido ir en seguida, por si acaso.
-¿No irás a decirme que aún ejerces medicina general?
-Sólo en caso de urgencias, querida. No hay muchos médicos por aquí. Por suerte,
tampoco hay muchos pacientes. -El doctor Bracegirdle empezó a reírse otra vez, pero
logró contenerse-. Vamos a ver. Dices que estás en la estación, ¿verdad? Mando en
seguida a miss Plummer para que te recoja con el jeep. ¿Traes mucho equipaje?
-Sólo un maletín de viaje. El resto viene con el mobiliario por barco.
-¿Por barco?
-¿No te lo escribí?
-Sí, claro que sí. Bien, no importa. Miss Plummer llegará en seguida.
-La esperaré ante el andén.
-¿Qué dices? Habla más alto, apenas puedo oírte.
-Dije que la esperaré ante el andén.
-¡Ah! -El doctor Bracegirdle volvió a soltar la carcajada-. Es que aquí estamos
celebrando una fiestecilla.
-¿No molestaré? Me refiero a que no me esperaban esta noche...
-¡Ni hablar! No tardarán en marcharse. Espera a Miss Plummer.
Se cerró la comunicación y Natalie regresó al andén. Al cabo de un rato
sorprendentemente corto, apareció el jeep y se desvió de la carretera para detenerse casi
tocando los raíles. Una mujer alta y delgada, de cabellos grises y vestida con un uniforme
blanco un poco arrugado, se apeó y llamó a Natalie.
-Venga, querida. Siéntese, yo meteré esto detrás. -Balanceó el maletín y lo arrojó a la
parte posterior del vehículo-. ¡Y ahora, en marcha!
Sin esperar apenas a que Natalie cerrase la puerta, la enérgica miss Plummer aceleró
y el automóvil volvió a enfilar la carretera.
El indicador de velocidades no tardó en marcar los ciento veinte, y Natalie parpadeó.
Miss Plummer notó en seguida su inquietud.
-Lo siento -dijo-. Con el doctor visitando fuera de casa, no puedo estar ausente durante
mucho tiempo.
-¡Ah, sí, a causa de los huéspedes! Ya me lo dijo.
-¿De veras?
Miss Plummer tomó un rápido viraje y los neumáticos protestaron con un chillido.
Natalie decidió ocultar su aprensión mediante la conversación.
-¿Qué clase de hombre es mi tío? -preguntó.
-¿Nunca lo ha visto?
-No. Mis padres se marcharon a Australia cuando yo era aún muy joven. En realidad,
ésta es la primera vez que salgo de Canberra.
-¿La han acompañado sus padres?
-Fallecieron hace dos meses en un accidente de coche -explicó Natalie-. ¿No se lo ha
dicho el doctor?
-Pues no. Es que yo llevo con él muy poco tiempo. -Miss Plummer lanzó una breve
imprecación y el coche zigzagueó a lo largo de la carretera-. ¿Un accidente de coche,
dice usted? Hay gente que no debiera sentarse ante un volante. Eso es lo que dice el
doctor. -Se volvió para mirar a Natalie-. Entonces, ¿viene usted para quedarse?
-Sí, desde luego. Me escribió cuando le nombraron mi tutor. Por esto me preguntaba
cuál es su aspecto. Resulta tan difícil juzgar a través de unas cartas. -La mujer de rostro
enjuto asintió en silencio, pero Natalie sentía la necesidad de hacer confidencias-. Si he
de serle sincera, estoy un poco nerviosa. Es que nunca he conocido a un psiquiatra.
-¿Lo dice de veras? -exclamó miss Plummer estremeciéndose-. Tiene usted mucha
suerte. Yo he conocido a unos cuantos. Si quiere que le diga la verdad, son un poco
sabelotodo. Aunque debo reconocer que el doctor Bracegirdle es uno de los mejores. Más
comprensivo.
-Tengo entendido que ha adquirido una muy numerosa clientela.
-Para esa especialidad nunca faltan clientes -observó miss Plummer-. Sobre todo entre
la gente adinerada. Yo diría que su tío se ha ganado bien la vida. La casa y todo lo
demás... pero ya lo verá usted.
Una vez más el jeep describió un viraje mareante y pasó la imponente entrada de un
amplio camino que conducía a una mansión enorme, semioculta entre una arboleda
distante. A través de la ventanilla, Natalie pudo ver un ligero resplandor, justo el suficiente
para revelar la ornamentada fachada de la casa de su tío.
-¡Ahora sí que la he hecho buena! -murmuró a media voz.
-¿Qué ocurre?
-Hay invitados... y es sábado por la noche. ¡Y yo sin arreglar a causa de mi viaje!
-No tiene la menor importancia -le aseguró miss Plummer-. Aquí no gastamos
cumplidos. Es lo que me dijo el doctor cuando yo llegué. Es un hogar hospitalario.
Miss Plummer ladró y frenó al mismo tiempo, y el jeep se detuvo detrás de un lujoso
automóvil negro.
-¡Apéese!
Con vigorosa eficacia, miss Plummer cogió la maleta del asiento posterior y subió con
ella por la escalera de la entrada, invitando a Natalie a seguirla con un gesto de la cabeza.
Se paró ante la puerta y buscó una llave.
-De nada serviría llamar -le explicó-. Nunca me oirían.
Cuando la puerta se abrió de par en par, sus palabras quedaron plenamente
confirmadas. El ruido de fondo que Natalie había percibido a través del teléfono era
entonces una formidable algarabía. Permaneció junto al umbral, titubeando, mientras miss
Plummer irrumpía en la casa.
-¡Venga, venga!
Natalie obedeció y mientras miss Plummer cerraba la puerta, parpadeó ante el brillante
resplandor del interior.
Hallóse en un vestíbulo amplio, pero escasamente amueblado. Ante ella había una
suntuosa escalera y, en un rincón, entre la barandilla y la pared, una mesa de despacho y
un sillón. A su izquierda, una puerta de madera oscuraconducía al parecer al despacho
privado del doctor Bracegirdle, pues una placa de bronce fijada en ella ostentaba el
nombre del médico. A su derecha había un inmenso salón, con sus ventanas cerradas y
protegidas por espesos cortinajes. De aquella gran sala procedía todo el bullicio de la
fiesta.
Natalie se dirigió hacia la escalera y entonces pudo dar un vistazo al salón. Más de una
docena de invitados rebullían junto a una mesa enorme, hablando y gesticulando con la
animación que da la amistad íntima, rodeando profusión de botellas que adornaban el
centro de la mesa. Una súbita carcajada estentórea indicó que uno de los invitados, por lo
menos, había abusado de la hospitalidad del doctor.
Natalie apresuró el paso para que nadie la viera, y después miró hacia atrás para
asegurarse de que miss Plummer la seguía con la maleta. Desde luego, miss Plummer la
seguía, pero sus manos estaban desocupadas. Y cuando Natalie llegó al pie de la
escalera, miss Plummer movió la cabeza con un ademán negativo.
-¿No pretenderá ir arriba, verdad? -murmuró-. Venga y la presentaré.
-Pensaba refrescarme un poco, ante todo.
-Permítame que yo la preceda y ordene su habitación. El doctor no me ha avisado,
¿sabe?
-¡Pero si no es necesario! Sólo quiero lavarme...
-El doctor regresará de un momento a otro. Debe esperarle.
Miss Plummer agarró del brazo a Natalie y con la misma celeridad y decisión que había
demostrado al conducir el jeep, condujo a la joven hacia el iluminado salón.
-Ha llegado la sobrina del doctor -anunció-. Les presento a miss Natalie Rivers, de
Australia.
Varias cabezas se volvieron hacia Natalie, a pesar de que la voz de miss Plummer
apenas había podido penetrar en aquella conversación general. Un hombre bajo y obeso,
de aspecto afable, se precipitó hacia Natalie blandiendo un vaso a medio llenar.
-¿De Australia, eh? -le ofreció el vaso-. Debe de estar sedienta. Vamos, beba. Yo voy a
buscar otro.
Y antes de que Natalie pudiese replicar, dio media vuelta y volvió a mezclarse con el
grupo junto a la mesa.
-Es el mayor Hamilton -murmuró miss Plummer-. Una excelente persona, de veras,
aunque me temo que en estos momentos esté un poquitín achispado.
Cuando miss Plummer se alejó, Natalie contempló vacilante el vaso que sostenía en su
mano. No estaba muy segura de cómo desembarazarse de él.
-Permítame.
Un hombre alto y distinguido, de cabellos grises y bigote negro, se adelantó y tomó
gentilmente el vaso entre sus dedos.
-Gracias.
-De nada. Creo que deberá disculparle. Una fiesta animada, ya sabe. -Señaló con la
cabeza a una dama con un generoso escote que charlaba animadamente con tres
hombres sonrientes-. Pero ya que se trata de celebrar una despedida...
-¡Ah, está usted aquí! -El hombrecillo rechoncho al que miss Plummer había
identificado como el mayor Hamilton, volvió a colocarse en órbita alrededor de Natalie,
con otro vaso en la mano y una amplia sonrisa en su rostro curtido-. Ya estoy aquí otra
vez -anunció-. Como un bumerang, ¿no cree?
Emitió una carcajada explosiva e hizo una pausa.
-A propósito, ¿hay bumerangs en Australia? ¿Y negros? Conocí a muchos australianos
en Gallipoli. Claro que de esto hace ya mucho tiempo; yo diría que usted aún no había
nacido...
-Por favor, mayor.
El hombre alto miró a Natalie sonriendo. Había algo tranquilizador en su presencia, así
como también algo familiar. Natalie preguntóse dónde lo habría visto antes. Vio que se
acercaba al mayor y le quitaba el vaso de la mano.
-Oye, ¿qué significa...? -exclamó el mayor.
-Ya has bebido bastante, muchacho. Y también es hora de que pienses en marcharte.
-Otra para el camino... -El mayor miró a su alrededor y alzó las manos en ademán de
súplica-. ¡Todos los demás están bebiendo!
Quiso recuperar su vaso, pero el hombre alto le esquivó y, sonriendo a Natalie por
encima de su hombro, se llevó al mayor a un rincón y empezó a dirigirle una apremiante
perorata en voz baja. El mayor asintió, súbitamente aplacada su borrachera.
Natalie paseó la mirada por la sala. Nadie le prestaba la menor atención, excepto una
mujer de cierta edad que se había sentado, solitaria, en el taburete del piano. La mujer
miró a Natalie con una fijeza que contribuyó a subrayar su papel de intrusa en una fiesta
de gala. Natalie dio una apresurada media vuelta y volvió a ver a la mujer del escote. De
pronto volvió a asaltarle el deseo de cambiarse de ropa y miró hacia la puerta en busca de
miss Plummer. Pero miss Plummer no apareció por ningún lado. Regresando al vestíbulo,
miró hacia lo alto de la escalera.
-¡Miss Plummer! -llamó. No hubo respuesta.
Entonces, por el rabillo del ojo, advirtió que la puerta del despacho contiguo al vestíbulo
estaba entreabierta. En realidad, se estaba abriendo en aquel momento, con cierta
rapidez, y un momento después miss Plummer salió caminando de espaldas y llevando
algo en la mano. Antes de que Natalie pudiese llamarla otra vez, cruzó presurosa el
vestíbulo.
Natalie quiso seguirla, pero no pudo evitar detenerse ante la puerta abierta.
Contempló con curiosidad lo que era, evidentemente, el despacho de consulta de su
tío. Era un estudio confortable y lleno de libros, con unos sillones tapizados de cuero ante
las estanterías. La cama del psiquiatra se hallaba en un rincón, cerca de la pared, y ante
ella había un gran escritorio de caoba. La superficie de la mesa estaba prácticamente
desnuda, con la excepción de un teléfono de sobremesa y del delgado cable castaño que
salía de él.
Había algo en aquel cable que inquietó a Natalie y, antes de darse cuenta de su gesto,
se halló dentro de la habitación examinando la mesa de trabajo. En seguida reconoció el
cable, desde luego; era el cable telefónico.
Y su extremo había sido netamente seccionado junto al enchufe de la pared.
-Miss Plummer -murmuró Natalie-. Eso es lo que llevaba... unas tijeras. Pero, ¿por
qué?
-¿Por qué no?
Natalie se volvió precisamente cuando el hombre alto y de aspecto distinguido entraba
en la habitación.
-Nadie necesitará el teléfono -dijo-. Ya le he dicho que se trata de una fiesta de
despedida.
Y soltó una breve risita.
De nuevo, Natalie observó en él algo extrañamente familiar, pero esta vez supo de qué
se trataba. Había oído aquella misma risa cuando telefoneó desde la cabina.
-¡Me está gastando una broma! -exclamó-. Usted es el doctor Bracegirdle, ¿verdad?
-No, querida. -Movió negativamente la cabeza mientras pasaba ante ella y se
adentraba en el despacho-. Lo que ocurre es que nadie la esperaba. Estábamos a punto
de marcharnos cuando usted llegó. Por esto tuvimos que decir algo.
Reinó un momento de silencio.
-¿Dónde está mi tío? -preguntó Natalie por fin.
-Ahí.
Natalie se halló junto al hombre alto, contemplando lo que yacía en el suelo, entre el
diván y la pared. No pudo soportar aquella visión más de un segundo.
-Una carnicería -admitió el hombre alto-. Claro que todo fue tan repentino. Me refiero a
la oportunidad que se presentó. Y después todos echaron mano a los licores...
Su voz resonaba profundamente en la habitación y Natalie advirtió que había cesado
todo el bullicio de la fiesta. Levantó la vista y se dio cuenta de que todos se hallaban ante
el umbral, observando.
Después el grupo cedió el paso y miss Plummer entró presurosa en el despacho,
llevando una incongruente chaqueta de pieles sobre su arrugado y ajado uniforme.
-¡Dios mío! -exclamó-. ¡Lo ha descubierto!
Natalie asintió y dio un paso hacia ella.
-¡Tienen que hacer algo! -exclamó-. ¡Por favor!
-Claro.
Sin embargo, miss Plummer no parecía estar muy imporesionada. Los demás se
habían congregado en la habitación, detrás de ella, y seguían mirando sin decir palabra.
Natalie se volvió hacia ellos, suplicante.
-¿Pero es que no lo ven? -gritó-. Esto ha sido obra de un loco. ¡De alguien que debería
estar encerrado en un manicomio!
-Mi querida niña -murmuró miss Plummer, mientras cerraba rápidamente la puerta y
daba vuelta a la llave y los silenciosos espectadores avanzaban-, esto es el manicomio.
***
LOS PADRES DE LA PATRIA
I
***
A primeras horas de la mañana del 4 de julio de 1776, Thomas Jefferson asomó su
cabeza cubierta por la peluca a la desierta sala de lo que más tarde se conocería con el
nombre de Independence Hall, y gritó:
-¡Vamos, muchachos, la costa está libre!
Entró en la gran habitación, seguido por John Hancock, que fumaba nerviosamente un
cigarrillo.
-¡Ya basta! -exclamó Jefferson-. ¿Quieres apagar esta colilla? ¿O es que quieres
perdernos a todos, estúpido?
-Lo siento, jefe. -Hancock dio un vistazo a su alrededor y después se dirigió a otro
hombre que había entrado tras él-. Apaga el cigarrillo -murmuró-. No hay ni un solo
cenicero en ese lugar. ¿En qué clase de ratonera nos hemos metido, Nunzio?
Su interlocutor se molestó visiblemente.
-No me llames Nunzio -gruñó-. ¿No recuerdas que mi nombre es Charles Thomson?
-De acuerdo, Chuck.
-¡Charles! -El hombre hurgó las costillas de John Hancock-. Enderézate esa peluca.
Pareces un personaje de cuento para niños.
John Hancock se encogió de hombros.
-Bueno, ¿y qué esperas que haga? No se puede fumar y esas polainas me aprietan
tanto que apenas me atrevo a sentarme.
Thomas Jefferson dio media vuelta y le miró de pies a cabeza.
-No tienes que sentarte para nada -dijo-. Todo lo que has de hacer es firmar y
mantener esa boca cerrada. Ben se cuidará de hablar, ¿recuerdas?
-¿Ben?
-Benjamin Franklin, imbécil -dijo Thomas Jefferson.
-¿Alguien ha mencionado mi nombre?
Un hombre bajo, rechoncho y calvo entró presuroso en la sala, ajustándose
cuidadosamente sus gafas de forma cuadrada a la nariz.
-¿Por qué has tardado tanto? -inquirió Thomas Jefferson-. ¿Has tenido algún
problema?
-Ni uno -replicó Benjamin Franklin-. Están durmiendo como lirones y he comprobado
las mordazas. Es que estas gafas me impiden ver bien. Había olvidado que tenía que
llevarlas.
-¿No puedes prescindir de ellas?
-No. Alguien podría sentir sospechas. -Franklin miró a sus compañeros por encima del
borde de las gafas-. Y sospecharán si no hacéis todo lo que os dije. -Miró alrededor de la
habitación-. ¿Qué hora es?
Thomas Jefferson revolvió los encajes de su manga y consultó la esfera de su reloj de
pulsera.
-Las siete y media -anunció.
-¿Estás seguro?
-Lo comprobé con la Western Union.
-Déjate ya de Western Union. Y quítate ese reloj, métetelo en el bolsillo. Detalles como
éste pueden ponernos en un aprieto.
-Hablando de aprietos -gruñó John Hancock-, estas botas me están matando. No son
de mi medida.
-Pues aguántalas y cierra el pico -replicó Benjamin Franklin-. Me gustaría saber por qué
no te has afeitado. Te felicito. En la jornada más importante de nuestra historia, el
presidente del Congreso se presenta sin afeitar.
-Lo olvidé. Además, no había enchufe para mi máquina eléctrica.
-Está bien, no importa. Lo más esencial es que procures recordar lo que has de hacer.
Míster Jefferson, ¿lleva consigo la declaración?
Nadie contestó. Franklin se acercó al hombre alto con la peluca.
-Jefferson, te estoy hablando a ti.
El hombrón esbozó una sonrisa tímida.
-No me acordaba.
-Pues será mejor que lo recuerdes. Vamos a ver, ¿dónde está?
-Aquí, en mi bolsillo.
-Sácala ya. Tenemos que firmarla en seguida, antes de que venga alguien. Supongo
que empezarán a llegar alrededor de las ocho.
-¿A las ocho? -suspiró Jefferson-. ¿No irás a decirme que aquí empiezan a trabajar tan
temprano?
-Los amigos que hemos dejado en la habitación de al lado daban la impresión de haber
estado trabajando durante toda la noche -le recordó Franklin.
-¿Es que nadie les ha hablado nunca del horario sindical?
-No, y tú tampoco debes mencionarlo. -Miró atentamente a sus compañeros-. Y lo
mismo reza para todos vosotros. No podemos permitirnos ninguna plancha.
-¿A mí me lo dices?
Charles Thomson cogió el pergamino de manos de Thomas Jefferson y lo desplegó.
-Ten cuidado con eso -advirtióle Franklin.
-Cierra el pico, ¿quieres? Sólo quiero echarle un vistazo -replicó Thomson-. Nunca lo
había visto. -Examinó el manuscrito con curiosidad-. ¡Oye, pero si no hay nadie que
pueda entender esa escritura!
Extendió la Declaración sobre una mesa y trató de descifrarla, leyendo a media voz.
-Cuando el curso de los acontecimientos humanos obliga a un pueblo a romper los
vínculos políticos que le unían a otro, y a asumir entre los poderes de la tierra el... Pero,
¿qué clase de jerigonza es ésta? ¿Por qué esos tipos no escriben en inglés?
-No te preocupes. -Ben Franklin tomó el pergamino y se dirigió cojeando a un
escritorio-. Voy a revisarla en seguida. -Buscó en un cajón y halló un pergamino nuevo y
una pluma de ganso-. No podré copiar el tipo de letra, pero puedo dar una explicación de
esa anomalía al Congreso. Les diré que Jefferson introdujo precipitadamente estos
últimos cambios. Lo de la precipitación no es ninguna mentira.
Se inclinó sobre el pergamino en blanco y estudió la Declaración.
-Tengo que respetar el estilo -dijo-. Esto es muy importante. Pero lo principal es añadir
las provisiones al final.
-¿Provisiones? -exclamó John Hancock radiante-. ¿Es que van a darnos de comer? Yo
estoy hambriento.
-Eso puede esperar -replicó Jefferson-. Y ahora silencio, vamos a dejarle trabajar. Ésta
es la parte más vital de todo el plan, ¿me entiendes?
Reinó el silencio en la habitación, sólo turbado por el rumor de la pluma de ganso que
Ben Franklin usaba para escribir.
Jefferson se mantenía a su lado, asintiendo de cuando en cuando.
-No te olvides de anotarme como jefe provisional -dijo-. Y escribe aquello de que
necesitamos un tesorero.
Franklin asintió con impaciencia.
-Lo tengo todo aquí -contestó-. No te preocupes.
-¿Crees que firmarán?
-Claro que firmarán. Es lógico. Inmediatamente después de hablar de los estados libres
e independientes, habrá una mención de un arreglo gubernamental de carácter
provisional. No pueden oponerse a esto. Me pregunto por qué se omitió en el original.
-A mí que me registren -manifestó Jefferson encogiéndose de hombros-. ¿Cómo voy a
saberlo?
-Es que se supone que lo has escrito tú.
-¡Ah, sí, es verdad!
Franklin terminó de escribir, se echó atrás y hurgó el pecho de Jefferson con la pluma
de ganso.
-Tose -ordenó.
Jefferson tosió.
-Otra vez. Más fuerte.
-¿Qué mosca te ha picado?
-Sufres de una fuerte laringitis -le dijo Franklin-. Es un caso agudo. Ello te impedirá
hablar. Si alguien te hace una pregunta, te limitas a toser. ¿Comprendido?
-De acuerdo. De todas formas, no tenía ganas de hablar.
Franklin miró a Hancock y a Thomson.
-En cuanto a vosotros dos, será mejor que firméis y os larguéis. Cuando llegue toda la
pandilla, os metéis en la habitación de al lado y vigiláis a los muchachos que hemos
encerrado allí. Yo buscaré una excusa para justificar vuestra ausencia. No podemos
correr el riesgo de que os acribillen a preguntas. ¿Me habéis entendido?
Los dos hombres asintieron. Franklin les tendió la pluma.
-Venid. Vosotros dos sois los que debéis firmar primero. -Cuando John Hancock tomó
la pluma, Franklin se echó a reír-. Escribe "John Hancock" aquí.
Hancock firmó y rubricó, pasando después la pluma a Charles Thomson.
-Recuerda que eres el secretario -dijo Franklin, mientras Thomson mojaba la pluma en
el tintero-. ¿Qué te ocurre? ¿Es que esta pluma es demasiado pesada para tus fuerzas?
-Claro que es pesada -respondió Thomson-. Y estas ropas me están matando, y
ninguno de nosotros sabe lo que ha de decir. No podemos salirnos con la nuestra,
Pensador. Cometeremos errores.
Benjamin Franklin se levantó.
-Vamos a forjar la historia -declaró-. Seguid mis instrucciones y todo marchará
perfectamente. -Hizo una pausa y levantó la mano-. Según las inmortales palabras que
yo, Benjamin Franklin, pronuncié, todos debemos mantenernos unidos. De lo contrario,
nos ahorcarán por separado.
II
Habían estado juntos durante largo tiempo en Filadelfia. Eran Sammy, Nunzio, Mush, y
Tomaszewski alias "Pensador". Trabajaban de firme, pasaban sus apuros, pero también
les acudía el dinero.
Los comienzos fueron prometedores para todos, sobre todo cuando el "Pensador" entró
en el negocio. El "Pensador" era un tipo listo, con carrera y despacho propio, y erigió una
fachada para todo el grupo. Lo más curioso era que Tomaszewski, alias "Pensador",
ejercía también como abogado y habría podido sacar su buena tajada sin necesidad de
recurrir al negocio de las apuestas.
Pero al principio trabajó con ellos por puro instinto deportivo.
-La única explicación que puedo darme a mí mismo -les dijo- es que, al parecer,
carezco de un superego.
El "Pensador" siempre utilizaba palabras retumbantes.
Y fueron estas palabras retumbantes las que finalmente iniciaron los apuros para la
sociedad. Al principio, todo marchó sobre ruedas. Utilizando su bufete de abogado como
tapadera, el "Pensador" no tuvo dificultad en trabar conocimiento con personas que
gustaban de apostar en firme, no meros aficionados dispuestos a gastar un par de
dólares. Los pasó a Sammy, a Nunzio o a Mush, y éstos llenaron de cifras sus libretas.
Su negocio fue en aumento, hasta el punto de que se vieron obligados a colocar unas
cuantas apuestas propias para cubrirse ante figuras de peso como por ejemplo Mickey
Tarantino. Desde luego, jugaban con astucia y sólo confiaban en confidencias seguras,
cuando alguien que podía saberlo les indicaba cuál era el caballo adecuado.
Sucedió una tarde. Se trataba de veinte billetes de los grandes. Mickey Tarantino
tendió la mano y sonrió, pero su sonrisa se esfumó cuando Sammy le comunicó que
necesitaba algún tiempo para reunir el dinero.
-¿Qué es eso? -preguntó míster Tarantino-. Vosotros estáis cargados de pasta. Sólo
hay que ver a todos esos ricachos que os confían sus apuestas.
-De momento, no contamos más que con nuestras anotaciones -confesó Sammy-.
Ocurre lo mismo que con la tienda de comestibles de tu viejo. Los pobres son los que
pagan y los peces gordos los que se hacen el sueco. Lo mismo sucede en nuestro
negocio. No hay modo de sacarles la pasta.
-Pues será mejor que la saquéis -advirtióle míster Tarantino-. Porque sólo os concedo
tiempo hasta mañana. De lo contrario, vais a tener un disgusto mayúsculo.
Sammy se retiró, convocó una reunión en el despacho del "Pensador" y explicó las
noticias.
También el "Pensador" tenía noticias para ellos.
-Tarantino no es el único en creer que andamos boyantes -anunció-. El Tío Sam nos
está persiguiendo por una cuestión de impuestos atrasados.
-¡Lo que nos faltaba! -gruñó Sammy-. Por un lado los alegres muchachos de Tarantino,
y por el otro los agentes federales. ¿Hacia dónde nos inclinamos?
-Yo sugiero que nos dirijamos a nuestros clientes -respondió el "Pensador"-. Visitad a
unos cuantos de nuestros inversores y pedidles que salden sus cuentas.
Sammy, Nunzio y Mush se ocuparon de las visitas y a primera hora de la tarde se
reunieron para cotejar los resultados.
-¡Tres mil! -exclamó Sammy-. ¡Tres mil dólares únicamente!
¿Eso es todo? -El "Pensador" mostróse incómodo-. Yo creía que habríais sacado algo
más.
-Claro que hemos sacado más. Excusas, promesas y hasta evasivas. Pero en cuanto a
la pasta, ahí está. Tres sábanas y ni un centavo más.
-¿Y Cobbett? -preguntó el "Pensador".
-¿El profesor Cobbett? ¿Tu niño mimado?
El "Pensador" asintió. Sí, el profesor Cobbett era su cliente predilecto.
-¿Qué nos debe? -preguntó Sammy.
-Creo que unos ocho mil.
-Ocho y tres son once. La cosa varía. Si pudiésemos cobrarlos en seguida, tal vez
Tarantino nos daría un plazo algo más largo.
-No perdamos más tiempo -sugirió Mush-. Vamos a ver inmediatamente a ese
vejestorio de Cobbett.
Se metieron todos en el coche de Sammy y fueron a ver a Cobbett. El profesor vivía en
una torre de las afueras, una mansión muy agradable para un hombre que vivía solo, y se
mostró cordial y amable cuando saludó al "Pensador", ante el porche de la entrada.
Pero no estuvo tan cordial ni amable cuando se enteró de lo que deseaba el
"Pensador", e incluso se comportó de un modo poco hospitalario cuando el "Pensador"
hizo un gesto y sus tres compañeros aparecieron por sorpresa.
No hubo más remedio que meter un pie para que no se cerrase la puerta, y hurgarle las
costillas con las pistolas.
-Nada de tonterías -le dijo Nunzio-. Queremos cobrar.
-¡Pobre de mí! -exclamó el profesor Cobbett, mientras retrocedía de espaldas hacia su
propio vestíbulo-. Pero si no tengo ni cinco...
-No quiera tomarnos el pelo -advirtióle Mush-. ¿Y esta casa? ¿Y todos estos muebles?
-Todo hipotecado -suspiró el profesor-. Hipotecado hasta el último ladrillo.
-¿Y esa escuela donde daba sus clases? -inquirió Mush-. Tal vez podría pedirle un
adelanto sobre su paga...
-No tengo ya ninguna relación con la universidad.
-¿De qué vive, pues? -quiso saber Sammy.
-Sí -añadió el "Pensador"-. Yo creía que usted era un hombre acomodado.
El profesor se encogió de hombros y pasóse una mano por sus grisáceos cabellos.
-No es oro todo lo que reluce -alegó-. Por ejemplo, yo le consideraba a usted un
profesional de buena reputación. Y cuando, con toda inocencia, le consulté acerca de la
posibilidad de colocar alguna pequeña apuesta en las carreras de caballos, jamás hubiese
imaginado que estaba asociado con estos rufianes.
-Ojo con sus palabras -le previno Sammy-. Ni nosotros somos rufianes, ni ocho mil
dólares son una apuesta pequeña. Otra cosa, ¿qué quiere decir con eso de que no es oro
todo lo que reluce?
-Pues que es verdad que yo disponía de una cierta reserva en metálico, y también que
ocupaba un puesto de cierta categoría en la universidad. El hecho de que tanto mi dinero
como mi posición hayan desaparecido hoy, sólo se debe a una cosa, a mis
investigaciones privadas en un proyecto propio. El coste de los modelos experimentales
redujo mis ahorros y la revelación de mis teorías me costó mi cargo en la facultad. Para
conseguir fondos destinados a la prosecución de mi tarea, empleé el último recurso.
Aposté en las carreras de caballos. Ahora ya no me queda nada.
-Puede estar seguro de ello -dijo Sammy-. Dentro de tres minutos no le va a quedar ni
su propia piel.
-Un momento -interrumpióle el "Pensador"-. Usted ha hablado de modelos
experimentales. ¿Qué ha estado construyendo?
-Se lo enseñaré, si gustan.
-Adelante -ordenó Sammy-. ¡Muchachos, los quitapenas en batería por si acaso quiere
gastarnos alguna treta!
Pero el profesor no les gastó ninguna treta. Les condujo hasta lo que antes había sido
el sótano y entonces era un bien pertrechado laboratorio. Les acompañó hasta la gran
estructura metálica rectangular, revestida de cables y tuberías. Tenía una vaga
semejanza con una casa de campo diseñada por Frank Lloyd Wright.
-¡Oiga!- comentó Nunzio-. ¿Qué está montando aquí? ¿Es que piensa fabricar uno de
esos Frankensteins?
-Apuesto a que se trata de una nave espacial -aventuró Mush-. ¿Se disponía a huir
hacia Marte?
-Por favor -suspiró el profesor-. No se burlen de mí.
-Lo que vamos a hacer dentro de un momento es convertirle en picadillo -corrigióle
Sammy-. Esta lata de sardinas no nos sirve para nada. El trapero no nos daría ni veinte
dólares por ella.
El "Pensador" movió la cabeza con aire de desconsuelo.
-Díganos para qué sirve este objeto, profesor.
El profesor Cobbett se ruborizó.
-Dudo en aplicarle el nombre que le corresponde, después de los chascos que he
recibido de las llamadas autoridades científicas, pero no hay otro término para
mencionarlo. Es una máquina del tiempo.
-¡Uf! -exclamó Sammy dándose una palmada en la frente-. ¡Y para esto nos sacó ocho
mil dólares! ¡Hemos topado con uno de esos científicos chiflados!
El "Pensador" frunció el ceño.
-¿Una máquina del tiempo dice usted? ¿Un instrumento capaz de transportarle a uno al
pasado o al futuro?
-Sólo al pasado -respondió el profesor-. El viaje hacia el futuro es manifiestamente
imposible, puesto que el futuro no existe. Y la palabra "viaje" no es la más adecuada.
Tránsito es lo más aproximado, puesto que el tiempo no posee características materiales
o espaciales, estando sujeto a un universo tridimensional por el único fenómeno
observable que se manifiesta como duración. Pero si llamamos X a la duración, y...
-¡Silencio! -gritó Nunzio-. Vamos a dar su merecido a ese bromista y a largarnos de
aquí. Estamos perdiendo el tiempo.
-Perdiendo el tiempo -repitió el "Pensador"-. Profesor Cobbett, ¿funciona este modelo?
-Estoy seguro de ello. Nunca ha sido experimentado, pero puedo enseñarle fórmulas
que...
-No importa. ¿Por qué no lo ha probado?
-Porque no estoy seguro del pasado. Mejor dicho, de nuestra actual relación con él. Si
una persona u objeto del presente fuese enviada al pasado, tendrían lugar ciertas
alteraciones. Lo que hoy se encuentra aquí se ausentaría, y algo se añadiría a lo que
había entonces. Esta edición alteraría el pasado. Y si el pasado sufriese alteración, ya no
sería el mismo pasado que nosotros conocemos. -Frunció el ceño-. Es difícil explicarlo sin
recurrir a la lógica de los simbolismos.
-¿Quiere decir que le asusta cambiar el pasado a causa del viaje a través del tiempo?
¿O sea trasladarse a un pasado distinto, un pasado diferente del que conocemos porque
usted viajó hasta él?
-Es una explicación más que simplificada, pero ha captado usted la idea general.
-Entonces, ¿de qué le sirve todo su trabajo?
-Mucho me temo que de nada. Pero quería probar una teoría. Se convirtió en una
obsesión casi monomaniaca. No tengo excusa.
-Desde luego. -Sammy se adelantó-. Gracias por la conferencia, pero, como usted
mismo ha dicho, no tiene excusa. Y nosotros no tenemos tiempo. Este sótano parece ser
un lugar muy a propósito, a prueba de ruidos, para el tiro al blanco...
El "Pensador" contuvo el brazo de Sammy.
-¿De qué serviría? -preguntó.
-Ese tipo nos ha birlado la pasta.
-De acuerdo. ¿Y un asesinato cambiará algo? ¿De qué nos servirá?
-De nada -Sammy se mordió el labio-. Pero ¿adónde iremos? No tenemos dinero.
Tarantino se nos echará encima, y el gobierno hará lo mismo. No podemos regresar a la
ciudad.
El "Pensador" miró a su alrededor.
-¿Y por qué no nos quedamos aquí? Estamos seguros, aislados del mundo, con un
buen tejado sobre nuestras cabezas. Vamos a disfrutar de la hospitalidad del profesor
durante una temporada.
-Sí -asintió Mush-. Pero ¿por cuánto tiempo? Se acabará el dinero, o la comida... No
haremos más que ganar tiempo.
El "Pensador" sonrió.
-Ganar tiempo. -Contempló atentamente la complicada estructura que había en el
centro del sótano-. Pero aquí tenemos el vehículo más apropiado para evadirnos.
-¿Meternos dentro de este bote de conservas y largarnos con él? -exclamó Sammy-.
Estás bromeando.
-Hablo en serio -repitió el "Pensador"-. En un futuro no muy lejano estaremos a salvo
en el pasado.
III
La cosa no tuvo nada de fácil. El "Pensador" se ocupó de todo, trabajando junto al
profesor durante los días sucesivos.
-¿Cómo regula los controles? ¿Esto sirve para guiar?
-No se guía, basta con oprimir los conmutadores. Voy a enseñárselo otra vez.
-¿Y se puede elegir cualquier época del pasado, cualquier momento? -preguntó el
"Pensador".
-En teoría, sí. El problema esencial es una computación exacta. Recuerde que nosotros
y nuestra tierra no somos estáticos. No ocupamos ahora la misma posición en el espacio
que un momento antes, y la diferencia se acentúa cuando se trata de un período más
largo. Hay que tener en cuenta la velocidad de la luz, el movimiento planetario, la
inclinación, y...
-Esto le corresponde a usted. Pero ¿es posible establecer matemáticamente la posición
del pasado y trazar un programa para guiar los computadores del modo que corresponda?
-Tengo esta seguridad.
-Por tanto, todo cuanto queda es determinar adónde vamos.
Sammy, Nunzio y Mush también discutieron el mismo problema.
-Lo mejor sería situarnos un par de semanas antes de que el profesor hiciera sus
apuestas. Volveríamos a tener la pasta.
-¿Sí? ¿Y qué me dices de los impuestos atrasados?
-Volveríamos a antes de deberlos.
-Entonces era cuando empezamos el negocio, estúpido. Estábamos sin blanca.
-Pues si podemos ir a la época que nos dé la gana, ¿qué os parecería plantarnos en
los tiempos de los egipcios? Yo vi una película, y vivían rodeados de chicas muy ligeras
de ropa...
-¿Acaso sabes hablar en egipcio, imbécil? Además, no queremos quedarnos en ningún
sitio para siempre. Yo prefiero aterrizar en algún tiempo en que podamos dar algún golpe
de los buenos y volver pitando.
-Ahora has dado en el clavo. Oye, ¿qué te parecería la época de la fiebre del oro?
El profesor les interrumpió.
-Me temo que la fiebre del oro no les serviría de gran cosa, caballeros. Al fin y al cabo,
tuvo lugar en el año 1849.
-Pero usted puede mandarnos al año 1849, ¿verdad?
-Desde luego, si mi teoría es correcta. Pero no estarían ustedes en California. Se
encontrarían aquí, en Filadelfia, en el campo que había aquí antes de ser construída esta
casa.
-¿Conque tenemos que buscarnos nuestro botín en Filadelfia, eh? ¿En algún momento
del pasado?
-Eso creo.
-¡Qué lata! Y no podemos plantarnos en medio de un campo con esa máquina...
Entonces intervino el "Pensador".
-Estoy empezando a plantearme nuestro problema -anunció-. Profesor, voy a servirme
de su biblioteca durante uno o dos días. Tal vez pueda descubrir en qué momento hubo
oro disponible en Filadelfia.
-Siempre queda el Mint.
-Demasiado vigilado. Nunca podríamos apoderarnos de él, como tampoco nadie lo
consiguió en otros tiempos.
-¿Un Banco? -exclamó Sammy radiante-. Con nuestros quitapenas podríamos asaltar
fácilmente uno de ellos, digamos uno de los de cien años atrás.
-¿Y de qué nos apoderaríamos? ¿De billetes que ya no están en curso? No podríamos
utilizar el dinero de aquella época. Hoy despertaríamos sospechas. No, a mí me interesa
el oro.
Finalmente, en un volumen de la Historia de la Revolución de Berkeley, el "Pensador"
encontró lo que buscaba. Corrió en seguida hacia sus compañeros que estaban
custodiando al profesor Cobbett.
-¡Ya tengo la solución! -gritó-. ¿Os acordáis de lo que sucedió en Filadelfia, el 4 de
Julio de 1776?
-¿Ese día es fiesta, verdad? -exclamó Nunzio-. Es posible que los Phillies ganasen a
los Giants en la final de beisbol.
-¡Ha dicho 1776, estúpido! -intervino Sammy-. Sí, ya recuerdo. Nombraron presidente a
Washington.
-Nada de eso. Se firmó la Declaración de la Independencia -corrigió Mush.
-Exacto. La Declaración de la Independencia fue presentada ante el Congreso
Continental reunido en lo que hoy es el Independence Hall. Pero el mismo día, y en el
mismo lugar, ocurrió otro hecho. El tesoro de los revolucionarios fue puesto en manos de
un grupo de personas para que lo guardasen provisionalmente. Consistía en más de
treinta mil libras esterlinas en lingotes de oro. Son unos ciento cincuenta mil dólares oro.
-¡Hermano! -exclamó Sammy con un silbido-. ¡Vaya manera de celebrar el cuatro de
julio! -De pronto frunció el ceño-. Apuesto a que lo hicieron vigilar por docenas de
guardias.
-No, esto es lo interesante. Fue un secreto sólo conocido por unos pocos. Alrededor del
mediodía, unos soldados lo trajeron en un carro. Creían que se trataba de documentos
importantes. Fue llevado arriba y dejado sin guardia alguna, para no despertar sospechas.
Su presencia allí sólo era conocida por Benjamin Franklin, Thomas Jefferson, y uno o dos
más, probablemente John Hancock y quizás Charles Thomson, el secretario del
Congreso. Tenía que ser utilizado para pagar a las tropas y los suministros.
-Lo que serviría es para pagar a Mickey Tarantino y a los federales. Y aún nos quedaría
una buena cantidad para repartirnos.
-Esto es exactamente lo que yo he pensado. -El "Pensador" sonrió-. Ahora sólo nos
queda elaborar los detalles. Yo me dedicaré al aspecto histórico y el profesor puede
efectuar los cálculos matemáticos.
El profesor Cobbett palideció.
-¿Cálculos matemáticos? ¡Usted me pide un imposible! Esto ocurrió hace más de
ciento noventa años-luz; nos enfrentaremos con el problema de unas magnitudes
infinitesimales, y al menor error o variación puede tener serias consecuencias.
-No admitimos errores -le dijo Sammy-. Si los hay, las consecuencias serán más que
serias. Para usted. -Enseñó su pistola al profesor-. Y ahora, a trabajar. Nos vamos allá.
-¿Allá? -Mush le miró-. Ese tesoro estaba en el Independence Hall. La máquina está
aquí, en el sótano. ¿No nos encontraremos el cuatro de julio entre un rebaño de vacas o
algo por el estilo?
-Eso es cosa tuya -decidió Sammy-. Inspecciona el lugar. Entérate de la vigilancia que
hay en él por las noches. Sistema de alarma y otros trucos. Estúdialo como si se tratase
del asalto a un Banco. Creo que podremos conseguirlo. Nadie va a creer que a alguien se
le ocurra entrar allí. Cuando lo tengamos planeado, alquilaremos un carro y llevaremos la
máquina al Hall para partir desde allí una de esas noches. ¿De acuerdo?
-Es dura tarea.
-Todo trabajo es duro -dijo Sammy-. Manos a la obra.
Mush se marchó, el profesor se abismó en sus cálculos y también el "Pensador" se
puso a trabajar. Y antes de una semana, todo estaba organizado.
Mush presentó su informe. La invasión del Independence Hall podía realizarse sin
grandes apuros. Desde luego, el camión costaría dinero y tal vez habría repercusiones,
pero valía la pena intentarlo.
El profesor les enseñó el programa de trabajo, basado en sus cálculos.
-¿Está seguro de que esto nos conducirá allí? -inquirió Sammy-. ¿Y que nos permitirá
volver?
-Repáselo. Revíselo usted mismo.
-Está bien -dijo el "Pensador"-. Yo mismo lo he comprobado. No hemos fijado tiempo
para el regreso. Nuestros planes implican que debemos apoderarnos del oro y volver tan
cerca del mediodía como sea posible. Por esto, el profesor ha elaborado una serie de
variaciones para el retorno, basadas en intervalos de cinco minutos durante toda la
primera parte de la tarde. Es lo más seguro que hemos podido planear.
-De acuerdo, si tú lo dices -admitió Sammy, encogiéndose de hombros-. Pero lo que a
mí me gustaría saber es lo que haremos cuando lleguemos allí.
-He estado estudiando este aspecto -dijo el "Pensador"-. He consultado todos los libros
sobre el tema y las referencias que he podido encontrar. Textos históricos. Datos
biográficos de Franklin y Jefferson, en particular. Y he elaborado un plan. Al parecer, los
primeros en llegar aquella mañana fueron Jefferson y Thomson. Franklin y John Hancock
también se presentaron temprano.
"No es seguro que alguno de ellos pasase parte de la noche allí. Lo importante es que,
según todo parece indicar, los cuatro hombres celebraron una reunión a primera hora de
la mañana y discutieron la Declaración antes de que el Congreso la aprobase el día
cuatro. Por lo tanto, si llegamos temprano sólo tendremos que enfrentarnos con cuatro
hombres. Y además, con los cuatro que sabían lo del oro.
-Comprendo -asintió Sammy-. Llegamos allí, sacamos los quitapenas y nos
apoderamos del tesoro.
-No es tan sencillo -respondió el "Pensador"-. Recuerda que el Congreso se reunirá
aquella misma mañana. No podemos estar encañonando a los cuatro personajes clave
desde primera hora hasta el mediodía, como tampoco podemos esperar pasar
inadvertidos entre la muchedumbre durante tanto tiempo.
Hizo una pausa mientras Sammy empezaba a abrir la boca, y después añadió
apresuradamente:
-Sé lo que estáis pensando, pero tampoco podría ser. No podemos aparecer a las doce
del mediodía y hacernos con el cargamento. Habría más de cincuenta hombres, y tropas
ante la puerta.
-Entonces, ¿qué podemos hacer?
El "Pensador" cobró aliento y se lo dijo.
-¡Oh, no! -gritó Sammy.
-¿Yo haciendo de John Hancock? -murmuró Mush.
-¿Debo correr por allí con una de esas pelucas que usaban los políticos de otros
tiempos? -gruñó Nunzio.
-¿No veis que es la única manera? Las pelucas son disfraces perfectos. Yo tengo
retratos de todos esos hombres, y puedo comprar un estuche de maquillaje. Por suerte,
soy calvo y mi talla es semejante a la de Franklin. En el aspecto físico, todo irá bien. Y no
debe preocuparnos hacer el papel de políticos.
-Sí -admitió Mush pensativo-. Al fin y al cabo, ¿qué es un político? Un granuja que ha
aprendido a dar besos a los niños.
-Pero aquella mañana no besaremos a ningún niño -le recordó Sammy-. También yo he
estado leyendo un poco acerca de aquella época. El día cuatro, aquellos cuatro tipos
hicieron muchas cosas. Pronunciaron discursos y trataron de convencer a los demás del
Congreso para que firmasen. Y conocían a todos, y todos les conocían a ellos. Vamos a
un fracaso seguro si tratamos de hacer lo que ellos hicieron.
-Ahí está precisamente el detalle -pregonó triunfalmente el "Pensador"-. ¡Nosotros no
tenemos que hacer lo que hicieron ellos! Puesto que volvemos atrás en el tiempo, vamos
a cambiar lo que sucedió. Creo haberme familiarizado bastante con la personalidad de
Franklin. Si es preciso, podré hablar. Sammy, yo te echaré una mano. Los otros dos
muchachos pueden estar ausentes, vigilando la máquina y a nuestros prisioneros en la
habitación posterior. No nos limitaremos a repetir la historia. Vamos a cambiarla, en lo que
a nosotros pueda beneficiarnos. ¿Me habéis comprendido?
Al cabo de un buen rato le comprendieron, porque el "Pensador" se lo machacó
literalmente hasta introducirlo en sus cerebros.
Y finalmente ensayaron sus papeles, consiguieron el camión, trazaron sus planes, y
metieron la máquina en el vehículo en la tarde prevista para su partida.
Cuando se reunieron por última vez en el despejado sótano, el profesor Cobbett
expuso una última y tímida protesta.
-Titubeo en hablarles con franqueza -dijo- porque ustedes pueden achacarme otros
motivos. Pueden atribuir mis dudas al hecho de que me están despojando de mi
propiedad, o bien al hecho de que me están convirtiendo, en contra de mi voluntad, en
cómplice de un delito. Pueden pensar también que presento objeciones de carácter
patriótico a sus planes destinados a mutilar nuestra historia.
-¿Y no es así? -preguntó Sammy.
-Sí, lo admito.
Sammy miró significativamente a Nunzio, y después al profesor mientras éste seguía
hablando.
-Pero lo que voy a decirles ahora, lo expongo como científico. En este aspecto debo
ponerles en guardia, como ya hice el primer día. El viaje a través del tiempo es peligroso.
No podemos descartar la posibilidad de una alteración del pasado debida a su invasión.
Pueden verse ante factores imprevistos, ante problemas inesperados. Por este motivo
nunca me atreví a intentarlo yo; ni siquiera un viaje de un minuto, y no hablemos de un
traslado de casi dos siglos. Si falla su intento, yo quiero estar libre de toda
responsabilidad. Esperaré su regreso con la mayor inquietud.
-No se preocupe -le dijo Sammy-. También hemos previsto este detalle. Usted piensa
esperar nuestro regreso con un ejército de polizontes, ¿verdad?
El profesor palideció.
-¿No irán a decirme, caballeros, que esperan que yo les acompañe? -murmuró-. No
podría hacer tal cosa. No podría. Tendría... tendría miedo. Con franqueza, los peligros de
dislocación o alteración del pasado me asustan más que la misma muerte.
-Me alegro -manifestó Sammy-. Porque se trata de elegir entre una cosa y la otra. Y
usted acaba de ofrecerme su decisión.
El "Pensador" se había metido ya en el camión, pero Mush y Nunzio se hallaban al lado
de Sammy en el sótano.
Nunzio sacó su pistola y Mush sonrió.
-Bueno -dijo-, parece como si fuésemos a empezar nuestro viaje con un poco de
fuegos artificiales.
IV
Fue un viaje extraño. Había un itinerario que seguir antes de iniciarlo, y unos
guardianes que tuvieron que ser aporreados y atados, y una máquina muy pesada que
fue preciso trasladar a las salas posteriores del Independence Hall. Después vino la
afanosa tarea de ponerlo todo a punto, y las frenéticas comprobaciones del "Pensador"
sobre los mapas del profesor y el reajuste de los computadores. Cuando llegó el momento
de emprender la travesía -las 1.45 en punto-, la transición representó una especie de
relajamiento.
Y eso fue en realidad. Se metieron en la máquina, rodeados por la doble pared
sometida al vacío, se oyó el zumbido de un generador, la luz fluorescente que había sobre
los mandos se debilitó, el "Pensador" pulsó un botón, y entonces...
No ocurrió nada.
Ni pareció que ocurriese, hasta que pasó aquel momento -o siglo, o eternidad- de
oscuridad. Ninguno de ellos advirtió cambio alguno. El cambio ocurrió cuando abrieron el
compartimento y salieron de la máquina, o tal vez fue entonces cuando advirtieron que el
cambio había tenido lugar.
-¡"Pensador"! -exclamó Nunzio, parpadeando a causa de la brillante luz matinal que
entraba por los altos ventanales-. ¡Lo hemos conseguido!
Sammy, el "Pensador" y Mush ni siquiera le miraron. Estaban contemplando a los
cuatro hombres que había al otro lado de la habitación. Cuatro hombres que, a su vez,
también les miraban con asombro.
Entonces las cosas se sucedieron vertiginosamente. Hubo órdenes, pistolas, cuerdas y
mordazas. También hubo gran actividad con pelucas, zapatos y ropas.
Cuatro figuras inermes se debatían en el suelo, hasta que se calmaron cuando Mush
usó la culata de su pistola.
-¿Habéis visto? -suspiró-. ¡He puesto fuera de combate al mismísimo Ben Franklin!
-No debe extrañarte nada -le dijo el "Pensador"-. Debemos estar dispuestos para entrar
otra vez en acción.
Y así iniciaron su actuación.
La alteración del texto de la declaración debióse a una inspiración del "Pensador".
-Hemos de darles algo que les haga discutir durante toda la mañana -dijo-. Si ellos
hablan, nosotros no tendremos que hacerlo. Y si aceptan lo de los poderes
gubernamentales provisionales y el tesorero, no habrá problemas cuando llegue el oro y
nos hagamos cargo de él. -Miró a Mush y a Nunzio-. Vosotro dos os meteréis en seguida
en el cuarto posterior. Vigilad la máquina y haced compañía a los Padres de la Patria. Y
no dejéis de mirar por la ventana; es posible que el oro llegue antes de lo previsto. El
profesor Cobbett no era ningún necio. Él dijo que en el pasado tal vez cambiarían algunas
cosas a causa de nuestra llegada, y es posible que tuviese razón.
-De momento, nada ha cambiado -dijo Sammy.
-Nunca se sabe.
Mush y Nunzio se retiraron y el "Pensador" se volvió hacia su compañero.
-Acuérdate de tu laringitis. En aquellos tiempos la llamaban ronquera y así me referiré
yo a ella. Y cuando lo haga, tose.
-Comprendido -repuso Sammy-. ¿Pero cuándo va a llegar esa pandilla? -Extrajo el reloj
de su bolsillo y lo estudió-. Debe de ser ya más de las ocho. -Frunció el ceño-. Es curioso,
se ha parado. Sigue marcando las siete y media.
-Voy a dar un vistazo afuera -sugirió el "Pensador" acercándose a la ventana-. Desde
luego, se ha congregado una multitud. Pero... espera un momento. -Agarró el brazo de
Sammy-. ¡Fíjate en esos soldados!
-Ya los veo. ¿Son éstos con los gorros altos y los uniformes rojos?
-Uniformes rojos significan que son tropas británicas.
¿Británicas?
El "Pensador" no contestó. Se abalanzó hacia la puerta de la sala y la abrió de par en
par. Hallóse ante dos granaderos con chaquetas rojas. Vio los blancos galones de las
chaquetas y el plateado acero de las bayonetas.
-¡Alto! -gritó el más alto de los soldados-. ¡En nombre de Su Majestad!
-¿Su Majestad?
-Sí, Su Majestad, maldito rebelde.
-¿Qué clase de broma es ésta? -murmuró Sammy.
-No es ninguna broma -murmuró el "Pensador"-. El profesor Cobbett tenía razón. Al
venir aquí, hemos alterado el pasado. Los ingleses han ocupado Filadelfia.
-¡Basta de charlas, señor! -gritó el soldado-. Guardad vuestras protestas para el
general Burgoyne. Cuando hoy entre en la ciudad, podréis explicaros, junto con vuestros
cómplices, ante un consejo de guerra.
El "Pensador" palideció.
-Hemos cambiado la historia -susurró-. Burgoyne es el vencedor. El Congreso se ha
disuelto. Los cuatro hombres que hemos capturado en la habitación posterior no
esperaban que éste se reuniese hoy. Han sido hechos prisioneros sin previo aviso. Y ello
significa que también nosotros estamos prisioneros.
-¡Oh, no, todavía no!
Sammy sacó su pistola y apretó el gatillo. Hubo un chasquido casi inaudible. Trató de
disparar otra vez, pero el "Pensador" cerró la puerta de golpe.
-¿De qué nos serviría? -murmuró-. Todo el lugar está rodeado.
-Se me ha encasquillado el arma -gruñó Sammy-. No me explico cómo... -Se
interrumpió y parpadeó-. ¿Rodeado? ¿Y nosotros hemos caído en la ratonera, eh? ¿Y
ahora qué vamos a hacer?
-No nos queda más remedio que volver a la máquina y largarnos de aquí.
-¿Pero no teníamos que esperar hasta el mediodía?
-Ya veremos qué ocurre. Vamos a buscar a los muchachos. ¡De prisa! De un momento
a otro, estos soldados pueden decidirse a entrar.
Se retiraron a la habitación trasera, reunieron a los muchachos y les explicaron lo
sucedido. Y en un periquete se metieron todos otra vez en la máquina, ataviados
incongruentemente con sus trajes de la época colonial, temblando y sudando, mientras el
"Pensador" revisaba apresuradamente sus cálculos y después manejaba las palancas de
los computadores.
Oprimió los botones. O trató de oprimirlos.
-¿Qué ocurre? -gritó Sammy, ensordeciendo a los demás con el eco de su voz en los
angostos confines de la cámara metálica.
-Nada -gruñó el "Pensador"-. No ocurre nada. Eso es lo malo.
-¿No funciona? -gimió Nunzio.
-No. Y el reloj de Sammy no funciona, y vuestras pistolas tampoco funcionan, porque
todos los principios se han falseado como se ha alterado todo lo demás.
-¡Déjame probar!
Mush se abalanzó sobre las palancas, los botones y los mandos. Al cabo de un
momento, todos apretaban y pulsaban frenéticamente, pero sin que ocurriera nada.
El "Pensador" les hizo desistir.
-Es mejor que nos demos por vencidos -explicó-. El profesor Cobbett estaba en lo
cierto. Hemos cambiado el pasado.
-Pero también en 1776 había relojes y pistolas que funcionaban, ¿no es así? -inquirió
Sammy.
-En nuestro 1776, sí -replicó el "Pensador"-. En nuestro pasado. Pero éste ya no es
nuestro pasado. Es nuestro presente. Y al convertir el pasado en presente hemos violado
una ley fundamental. O tratado de violarla. En realidad, las leyes fundamentales no
pueden ser violadas.
-Pero hemos venido aquí.
-Sí. Aquí. Pero aquí no es nuestro pasado. No podía ser. Tenía que ser en alguna otra
parte.
-¿En qué otra parte podía ser? -quiso saber Mush.
-En un lugar donde los mecanismos modernos no funcionan, porque todavía no han
sido perfeccionados. Un lugar donde los ingleses derrotaron a los revolucionarios
americanos y capturaron a los Padres de la Patria. Y esto sólo puede ser en un universo
alternativo.
-¿Un universo alternativo?
El "Pensador" aún pretendía explicar el concepto de universo alternativo, cuando los
soldados irrumpieron finalmente en el edificio y se dispusieron a sacarlos de allí.
Sólo tuvo tiempo de gritar un último consejo antes de que las tropas se apoderasen de
ellos, operación en la que se mostraron bastante brutales.
-¡Recordad lo que dijo Franklin! ¡Debemos mantenernos unidos! -exclamó.
Pero incluso en esto el "Pensador" estaba equivocado.
Los colgaron por separado.

FIN

.

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