Howard Philips Lovecraft y otros:
Los Mitos de Cthulhu
Narraciones de horror cósmico
Indice
Puerta a los Mitos
Prólogo
Los Mitos de Cthulhu, por Rafael Llopis
Libro Primero: Los precursores
Introducción
Días de ocio en el país del Yann, por Lord Dunsany
Un habitante de Carcosa, por Ambrose Bierce
El signo amarillo, por Robert W. Chambers
Vinum Sabbati, por Arthur Machen
El Wendigo, por Algernon Blackwood
La maldición que cayó sobre Sarnath, por H. P. Lovecraft
Libro Segundo: Los Mitos
Introducción
El ceremonial, por H. P. Lovecraft
Los Perros de Tíndalos, por Frank Belknap Long
La sombra sobre Innsmouth, por H. P. Lovecraft
La piedra negra, por Robert E. Woward
Estirpe de la cripta, por Clark Ashton Smith
En la noche de los tiempos, por H. P. Lovecraft
Reliquia de un mundo olvidado, por Hazel Heald
Las ratas del cementerio, por Henry Kuttner
El vampiro estelar, por Robert Bloch
El Morador de las Tinieblas, por H. P. Lovecraft
Libro Tercero: Mitos póstumos
Introducción
La Hoya de las Brujas, por H. P. Lovecraft y A. Derleth
El Sello de R‘lyeh, por August Derleth
La sombra que huyó del chapitel, por Robert Bloch
La iglesia de High Street, por J. Ramsey Campbell
Con la técnica de Lovecraft, por Juan Perucho
De los Primero Engendrados, escripto está que esperan sienpre al unbral de la Entrada, é la dicha Entrada se encuentra en todas partes é en todos tienpos, ca Ellos non conosçen tienpo nyn lugar, sino esisten en todo tienpo é en todo lugar, a la ves é syn paresçer, é los ay dEllos que tomar pueden diferentes Fformas é Maneras, é revestir una Fforma dada é un Rrostro sabydo; é las Entradas dElIos están en cualquiera parte, mas la primera es aquella cuya fize avrir, a Saber: Irem, Çibdat de los munchos Pylares, Çibdat so el Desyerto, mas sy ome alguno dixere la Palavra prohibida avrirá alli mesmo una Entrada é podrá aguardar a Los Que Atravesaren la dicha Entrada, que asy podrán ser: Doles é el Mi-Go, é el pueblo Cho-Cho, é los Profundos de la Mar, é los Gugos, é las Descarnadas Animalias de la noche, é los Chogotes é los Vormis, é los Santacos que fazen custodia de la Kadat del Desyerto de los Yelos é la Meseta de Leng. Que todos por igual son Fijos de los Dioses Primeros. Pues aconstesçió que, la Grande Rraça de Yit non aviendo conzierto con los Primigenios, nin éstos con aquella, nin ambos con los Diosas Primeros, é separados todos, dexaron a los Primigenios el señorio del Universo Mundo, ca tornando de Yit la dicha Grande Rraça tomó la Su Morada en un tienpo de la Tierra por venir é todavía non conoscido de los que agora caminan por sobre della. E aqui mesmo aguardan Ellos fasta que tornen otra vegada los bientos é las Vozes que ante los llebaron é Lo Que Caminó sobre los Biéntos del Mundo é de los espazios vaçios que están entre las Estrellas por sienpre.
Abdul. Alhazred [Necronomicon]. Según la traducción castellana (León, ¿1300?), hallada por F. Torres Oliver en el Archivo Histórico de Simancas.
Prólogo
A la primera edición
Con esta Antología pretendo presentar al público de habla castellana un panorama completo de los Mitos de Cthulhu.
Por ello he seleccionado todos los cuentos de Lovecraft que, pertenecientes a dicho ciclo, fuesen inéditos en castellano. Como los
Mitos no son obra de un solo autor, he incluido también en esta antología varios importantes relatos de los otros autores que aportaron su granito de arena a dichos Mitos. Como éstos tampoco se hallan aislados de una tradición literaria y de un contexto socio-cultural, he añadido un estudio preliminar explicatorio. Como los Mitos han tenido orígenes, apogeo y decadencia, los he dividido en tres grandes Libros que corresponden respectivamente a tales fases evolutivas. Para completar el panorama de los Mitos, he añadido al final una bibliografía donde el lector interesado podrá buscar las referencias de los demás relatos pertenecientes al ciclo de Cthulhu.
Quiero dejar constancia aquí de mi agradecimiento al traductor la inmensa mayoría de los relatos, Francisco Torres Oliver, por el tiempo y el interés dedicados a su traducción. Sin su ayuda, esta antología jamás habría visto la luz.
Rafael Llopis
Madrid, septiembre de 1968
A la segunda edición
Para esta segunda edición he establecido definitivamente el texto completo de Los Perros de Tíndalos, de Frank Belknap Long, extraordinario relato que, para la anterior, había sido traducido de una versión condensada del mismo. Lo habla traducido yo mismo y, naturalmente, creía que la versión era fidedigna. Queda, pues, subsanada aquí esta deficiencia de la primera edición.
Rafael Llopis
Madrid, mayo de 1970
Los Mitos de Cthulhu
Localización histórico-cultural de los Mitos
Aunque muy relacionados con la science-fiction con la literatura onírica y con la fantasía pura, en rigor los Mitos de Cthulhu deben adscribirse a la tradición del cuento de miedo anglosajón.
A principios de siglo, el cuento de miedo sufrió una importante mutación. Hasta entonces su protagonista predilecto había sido el muerto. La creencia en el retorno de los muertos, abolida fundamentalmente —junto con muchas otras creencias— por el racionalismo del siglo XVIII, vuelve —negación de la negación— en el Romanticismo. Pero ya no vuelve como la pura creencia que era antes, sino como estética. Esta desincronización entre el creer y el sentir queda perfectamente expresada en la célebre frase de madame du Deffand, quien, habiéndosele preguntado en pleno siglo XVII si creía en los fantasmas, contestó que no, pero que le daban miedo. En el Romanticismo, ya no se cree en los muertos, pero éstos aún dan miedo.
En efecto, sabemos que la razón es mucho más plástica, ligera, cambiante y ágil que el sentimiento y que éste está mucho más sujeto a la inercia de la memoria. Razón y memoria son términos dialécticamente antitéticos, pues la memoria es el residuo físico de lo que algún día fue razón y la razón no es sino el más elevado rendimiento de una estructura espacial que, en definitiva, sólo es memoria. En la memoria han quedado fijados esquemas emocionales y de comportamiento que, por haber demostrado su utilidad para el individuo o para la especie, se han automatizado, abandonando, pues, el terreno de la razón. Y por eso, cuando la razón descubre nuevos horizontes y aniquila viejos mitos, los sentimientos ligados a éstos —más aún, determinantes de éstos— perviven. Ni aún negados por la razón se resignan a morir. Tienen entonces que abandonar sus pretensiones de verdad y expresarse —todo sentimiento se expresa siempre de una u otra forma— en un plano estético donde reconocen de antemano su falta de objetividad. Y así, el sentimiento, negado como creencia por la razón, niega a su vez a la razón. Pero al negarla no se produce un paso atrás hacia la creencia, sino que, muy al contrario, se consolida el paso adelante recién dado por la razón. Expresadas en
forma de arte, las ex-creencias pierden su fuerza sugestiva y su ímpetu embriagador. Ya como arte —es decir, como eco emocional de una creencia que ya no lo es— se van agotando, se van apagando hasta desaparecer o sufrir una nueva mutación.
Pues bien, como digo, el primer protagonista de cuentos de miedo fue cronológicamente el pobre muerto. Fue el falso muerto de Ana Radcliffe, el hombre que debería haber muerto de Maturin, el muerto no muerto de Polidori, el muerto recauchutado de Mary Shelley o la muerta adorada y odiada de Edgar Poe. Y muchos más. Algunos de estos muertos eran corporales y putrescentes; otros eran inmateriales como un soplo, como un aroma, como una vaga tristeza. Durante el siglo XIX, los escritores fantásticos inventaron toda clase de muertos. En la Inglaterra victoriana, el racionalismo pegó otro empujón y los muertos tuvieron que armarse de filosofías místicas, de swedenborgianismo, de mesmerismo y de martinismo, para poder seguir asustando. El cuento de miedo se apuntaló así en filosofías periclitadas que le dieron cierto barniz de verosimilitud. Decía Coleridge que, para gozar de un cuento de miedo, se necesitaba suspender voluntariamente la incredulidad. Pero ésta era cada vez más fuerte y menos suspendible, por lo que el autor tenía que recurrir a toda clase de argucias pseudorracionales para coger desprevenido al lector. Y darle su pequeño escalofrío, que es de lo que se trataba.
Pero llegó un momento en que el neo-muerto sofisticado y apuntalado de los victorianos produjo tan poco miedo al lector como el burdo paleo-muerto —cadenas, aullido y tente tieso— de los románticos. Y entonces el cuento de miedo sufrió una importante mutación.
Esta importante mutación se produjo a principios del siglo XX y su adelantado fue un escritor galés casi desconocido: Arthur Machen (pronúnciese Méichin, Májen, Mashán, Macken, McHen o como se quiera, que cada cual lo hace a su modo). Pues bien Machen sintió que era necesario revisar a fondo el cuento de miedo. Y empezó a eliminar de él una serie de elementos caducos: el castillo medieval, el muerto en todas sus infinitas variedades y subespecies, la noche... En una palabra, sepultó la tramoya romántica y se puso a escribir cuentos de miedo a base de luz, de campo, de verano, de cantos de insectos, de piedras y de montes.
Se sabe de Machen que pertenecía a una sociedad secreta llamada «Golden Dawms». Tal vez fue en ella donde encontró material numinoso novelable. Quizá él mismo no quería asustar, sino dar publicidad a aquellas doctrinas místicas. No lo sé. Pero de lo que no cabe duda es de que sus relatos fueron aceptados como cuentos de miedo, es decir, como pura ficción fantástica que producía un deseable estremecimiento de terror. Y esta aceptación por parte del público apunta hacia la existencia —en éste— de una necesidad. Pero ¿por qué el público anglosajón de principios de siglo necesitaba asustarse con terrores
nuevos, con terrores inéditos que, sin embargo, reactualizaban los terrores más ancestrales y recónditos del alma humana?
Mejor dicho, sabemos que la emoción del terror —como toda emoción— tenia ya su público y una larga tradición, y que, para seguirla manteniendo, la literatura fantástica tenía que modificarse a fondo. Pero ¿por qué se modificó entonces? ¿Por qué se modificó así?
Para comprenderlo es necesario situarse en su contexto histórico—cultural. Por el lado histórico, tenemos inquietudes revolucionarias, pánico, atentados. Por el lado cultural, tenemos una nueva crisis del racionalismo, expresión del fracaso de las ideas filosóficas y sociales del siglo XVIII. Ambos lados son caras de una misma moneda. El hombre se da cuenta entonces de que vive sobre un volcán apenas dormido. Marx enseña que las capas sociales burguesas flotan precariamente sobre un mar social embravecido que las ha de destruir. Freud hace ver que la razón no es más que la última capa evolutiva de la conciencia y que, bajo ella, palpitan terrores sin nombre. La crisis del racionalismo filosófico social y cultural es, en el fondo, una ampliación del racionalismo porque lo que muere es sólo una forma ya caduca de la razón. La conciencia humana no sólo crece hacia arriba, sino también hacia abajo. Y de pronto descubre que bajo ella —por debajo de los salones burgueses y por debajo del Yo— hay un mundo inmenso y reprimido que —racionalmente— se ha de asimilar. El racionalismo, pues, engendró el interés por lo irracional.
El arte que es expresión de sensibilidad, reflejó estas crisis, estas luchas, estos partos dolorosos y esta gran ansiedad. Pintores, músicos, poetas y novelistas se apartaron de los cánones académicos porque los sentían ya muertos, y se volvieron hacia los submundos reprimidos —sociales o psicológicos— de los cuales hicieron mundos de ficción deseados u odiados, utópicos o escapistas, puramente fantásticos o sólidamente verosímiles. Los nuevos contenidos rompieron las viejas formas y el arte exploró nuevos caminos de expresión. El artista rompió las tradiciones de su arte, las desintegró en infinidad de ismos y cada uno de éstos se convirtió en protesta y huida, en martillo y láudano. En esta revolución cultural, el nuevo cuento de miedo iniciado por Machen1 representa el momento de protesta y evasión, el dolor por la pérdida de una paz idealizada, el horror contradictorio hacia un pasado bárbaro y terrible que aún acecha en las profundidades y también la transposición del objeto de la angustia.
Para huir de la violencia real, el joven galés se refugió en un mundo arquetípico. Superpuesto al Londres mísero y tiznado, soñó un Londres espiritualmente transmutado. Frente al horror de la gran ciudad mecanizada, huyó a los misterios paganos de su Gales natal. En sus cuentos aparecieron de nuevo las hadas y las ninfas de la mitología clásica. Exhumó literariamente los restos de la dominación romana en
1 El propio Lovecraft reconoce la deuda que tiene con Machen (Lovecraft, "Selected Letters")
Gales y en sus ruinas —ruinas clásicas, ya no medievales— hizo revivir cultos horrendos, sacrificios humanos, sátiros y faunos, magia arcaica y ciencia hoy perdida por el hombre. Para Machen, en el saber de los antiguos hierofantes se escondía una verdad hoy olvidada y por eso lo sobrenatural ya es en él mucho menos sobrenatural.
Por último, debo señalar que Machen creó también un objeto ficticio de terror, que encauzó el terror real de los hombres, sublimándolo. Al transponer la causa del terror, al sustituirla por una inventada, Machen conjuró los miedos objetivos a la muerte violenta, al futuro incierto, al terrible pasado, a la revolución y a la contrarrevolución y al maquinismo cada vez más inhumano. La gente sentía angustia y Machen le dio una angustia sublimada que era a la vez espuela y bálsamo. El lector angustiado sentía el acicate del miedo como arte y, agotándolo como tal arte, sentía ese alivio que, según nos enseña la reflexología, es una magnífica recompensa para fijar una conducta.
Desde los tiempos de Machen, los motivos de ansiedad han ido aumentando, sobre todo en el mundo anglosajón. La guerra del 14, la revolución rusa, las crisis económicas, el fascismo y el gangsterismo crecientes, la guerra mundial por fin, han representado nuevos estímulos ansiógenos para el americano de los años veinte y treinta. Y, en la literatura, el terror ha seguido proporcionando un motivo ficticio para el miedo real, desviando al arte de sus orígenes y sublimándolo hasta hacerlo soportable. Igual que Joyce y Faulkner bucearon en los submundos psicológicos y sociales, mientras la música dodecafónica y el jazz y el cubismo y el surrealismo buscaban nuevos caminos estéticos, la literatura popular abandonó sus cauces clásicos. Dashiell Hammett orientó la novela policiaca en un sentido nuevo de violencia y sadismo y también de crítica social. Impulsada por los nuevos descubrimientos científicos, por la cuarta dimensión y por la relatividad, la literatura de anticipación abandonó los modos de Verne y de Wells y creó mundos improbables y probables, de sátira a veces y, otras, de pura evasión.
En la literatura fantástica, como es lógico, el pobre muerto —en el fondo tan inocente— resultó incapaz por si solo de torcer el curso del terror real, de desarraigarlo de sus orígenes objetivos. No sólo ya nadie creía en él, sino que ni siquiera daba miedo como en tiempos de madame du Deffand. Y los escritores fantásticos siguieron el camino de Machen y exploraron nuevos horizontes.
Por debajo de los terrores más superficiales y banales, descubrieron nuevos mundos —viejísimos mundos— de caos y horror. Igual que la razón crecía también hacia las profundidades, los cuentos de miedo —sus más fieles seguidores— ahondaron su campo de acción. Más allá del simple muerto y del castillo medieval, retrocedieron a épocas primitivas, prehistóricas, prehumanas, a épocas de oscuridad primigenia, de caos, de vagas formas protoplasmáticas del despertar del mundo. La arcaica capa geológica vino a simbolizar un estrato primitivo
de la mente. Los terrores más antiguos de la humanidad resucitaron, como arte nuevo, al quedar liberados por d avance en profundidad de la razón. La viejísima creencia se convirtió en novísimo arte. Los terrores primitivos vinieron a ser antídoto del último terror.
Y así, Bram Stoker —autor de Drácula— revivió en The Lair of White Worm1, su última novela, un horrible ser prehistórico que había llegado a nuestros días por un extraño camino evolutivo. M. P. Shiel2 y W. H. Hodgson3 escribieron sobre terrores cósmicos. Lord Dunsany4 inventó mundos oníricos de pura evasión. Algernon Blackwood5 hizo protagonista de sus relatos al horror numinoso, a lo tremendum, a la fascinación de la naturaleza virgen. Pero, de todos ellos, el que mejor supo expresar la angustia de su tiempo —expresando simplemente la suya propia— fue Howard Phillips Lovecraft.
Lovecraft fue un adelantado y un hombre enfermo (o fue un adelantado por ser un hombre enfermo). Como enfermo, supo sintonizar con la angustia de su mundo. Pero desde sus años treinta hasta ahora, el terror ha ido en aumento y hoy siente todo el mundo lo que entonces sólo percibía un hombre angustiado. Lovecraft es un adelantado porque, a través de su ansiedad supo expresar, aún más que los miedos de su tiempo, los del mismo porvenir. Y, como tantas veces sucede, el escritor minoritario y desconocido se ha vuelto mayoritario y popular. Sus Mitos de Cthulhu se han constituido en la última mitología del siglo XX pero con la diferencia de que es ésta una religión para escépticos de que está distanciada, de que su autor no quiere hacerla pasar por verdad. Y, sin embargo, resulta verdadera, auténtica y sincera porque posee la verdad del arte: los Mitos de Cthulhu traducen en palabras y conceptos el terror de hoy, ese terror sin nombre que sólo puede expresarse mediante imágenes de sueño o de locura apocalíptica.
Lovecraft, historia y leyenda
El principal creador de los Mitos de Cthulhu fue Lovecraft, cuya vida contradictoria rompe cualquier esquema preconcebido. Con él, el azar —bajo la forma de un individuo casual, de una familia pequeño-burguesa y neurótica como tantas, de una educación altanera y
1 De esta novela dijo Lovecraft que «arruinaba completamente una idea magnífica por el tratamiento casi infantil de la misma» (Lovecraft, «Supernatural horror in literature»).
2 Toda la obra de Shiel fue encomiada por Lovecraft, pero en especial su cuento «The house of sounds»
3 Para Lovecraft, «The house on the borderland» constituye algo casi sin par en la literatura (Lovecraft, «Supernatural horror in literature»)
4 «The sword of Welleran» es una antología de relatos de Dunsany hecha por el propio autor. Los «Cuentos de un soñador» desgraciadamente están agotados en castellano. Es de desear su reedición, así como la traducción de «Tales of Wonders» y de «Gods of Pegana», de Dunsany
5 La obra de Blackwood ha sido una de las que más han influido en Lovecraft, según é1mismo reconoce (Lovecraft, "Selected Letters”). Ciertos seres de Blackwood han sido incluso reelaborados por algunos escritores del "Círculo de Lovecraft" para mejor adaptarlos a los Mitos
malsana— salió al encuentro de la necesidad. Su obra de solitario atormentado cayó en el terreno abonado de su sociedad.
Howard Phillips Lovecraft nació en Providence (Rhode Island) el 20 de agosto de 1890. Su padre, Winfield Scott Lovecraft, era un viajante de comercio pomposo y dictatorial que prácticamente nunca convivió con su hijo y que murió cuando éste tenía ocho años. Su madre, Sarah Susan Phillips —de la que él fue el vivo retrato—, era neurótica y posesiva y volcó todas sus muchas insatisfacciones en el pequeño Howard. Continuamente decía a éste que era muy feo, que no debía dar un paso lejos de sus faldas, que la gente era mala y tonta, que, como sus padres provenían de Inglaterra, él era de estirpe británica y, por tanto, ajeno al terrible país en que vivían. Recibió, pues, una educación aristocrática y ramplona, de gente bien venida a menos, pero orgullosa de sus tradiciones. Como era de esperar, se crió medroso y superprotegido, siempre entre personas mayores, solitario, fantástico, reprimido. Apenas jugaba con otros niños y, cuando lo hacía, le gustaba representar escenas históricas o imaginarias. Los otros niños no le querían y él se refugiaba en los libros de la magnífica biblioteca de su abuelo materno. Desde muy pequeño sintió una morbosa aversión al mar (según Wandrei, a partir de una intoxicación por comer pescado en malas condiciones). Se alimentaba preferentemente de dulces y helados y desde niño sufrió terribles pesadillas, lo que no es de extrañar, ya que, como enseña la psicología, el horror cósmico deriva de ese horror al vacío que con tanta frecuencia resulta inducido secundariamente por una educación superprotectora.
Siempre fue ateo. Hablando de sí mismo en tercera persona, dice el propio Lovecraft: «A pesar de que su padre era anglicano y su madre anabaptista, a pesar de que desde muy pequeño estuvo acostumbrado a los cuentecillos de rigor en un hogar religioso y en la escuda dominical, nunca creyó en la abstracta y estéril mitología cristiana que imperaba en torno suyo. En cambio fue un devoto de los cuentos de hadas y de las Mil y Una Noches, en los que tampoco creía, pero los cuales, pareciéndole tan ciertos como la Biblia, le resultaban mucho más divertidos». Su afán de maravillas indica, sin embargo, que, tal vez por el ambiente en que se educó, Lovecraft, aun radicalmente ateo, siempre sintió un profundo anhelo religioso que él mismo reprimió y sublimó. A los seis años descubrió las leyendas del paganismo clásico y se entusiasmó, llegando incluso, como juego —¡siniestro juego de niño solitario!—, a construir altares «a Pan y a Apolo, a Atenea y a Artemisa y al benévolo Saturno, que gobernaron el mundo en la Edad de Oro». A los trece años, influido por las novelas policiacas, fundó una tal «Agencia de detectives de Providence», que obtuvo cierto éxito entre la chiquillería de vecindario. Pero pronto se cansó de este juego y volvió a su soledad, a leer cuentos fantásticos y terroríficos y también a escribirlos. Su primer relato —La bestia de la cueva, imitación de los
cuentos terroríficos de la tradición «gótica» fue escrito a los quince años de edad.
En su adolescencia, racionalista y lógico cien por cien, se dedicó a imitar a los escritores del siglo XVIII. Sentía predilección por todo lo antiguo, pero en especial por este siglo. Lovecraft era un reaccionario terrible. Sentía un miedo visceral por todo lo nuevo, e incluso deploraba la independencia de su país (a la que denominaba «el cisma de 1776»). El se consideraba británico cien por cien y adoraba todo lo que le recordase el pasado colonial de su patria. «Todos los ideales de la moderna América —basados en la velocidad, el lujo mecánico, los logros materiales y la ostentación económica— me parecen inefablemente pueriles y no merecen seria atención» escribiría más adelante. Pero, en vez de buscar un futuro mejor, su protesta se plasmaba en un intento de retorno a un pasado ya muerto.
Educado en un santo temor al género humano (exceptuando de éste a las «buenas familias» de origen anglosajón), creía que nadie es capaz de comprender ni de amar a nadie y se sentía un extranjero en su patria. Para él, «el pensamiento humano... es quizá el espectáculo más divertido y más desalentador del globo terráqueo. Es divertido por sus contradicciones y por la pomposidad con que intenta analizar dogmáticamente un cosmos totalmente incógnito e incognoscible, en el cual la humanidad no constituye sino un átomo transitorio y despreciable; es desalentador porque, por su misma índole, nunca alcanzará ese grado ideal de unanimidad que permitiría liberar su tremenda energía en provecho de la raza humana». Unas líneas más abajo escribe: «El conflicto es la única realidad ineludible de la vida». Y él, incapacitado para la lucha, se encerró en el pesimismo de su soledad impotente, entre dos viejas tías solteronas, rodeado de muebles antiguos y empolvados. Hasta los treinta años no pasó una noche fuera de su casa. Filosóficamente, se consideraba «monista dogmático» y «materialista mecanicista» y era en realidad un escéptico radical, absoluto, autodestructor. Para él, el colmo del idealismo era pretender mejorar la situación del hombre.
Y así fue su vida que luego se convirtió en leyenda: una vida de penuria económica, de represión y soledad, de amargura y pesimismo. Odiaba la luz del día. Pero en las noches revivía para leer, para escribir, para pasear por las calles solitarias —sin enemigos ya— y, sobre todo, para soñar. Lovecraft vivía por y para sus sueños. En ellos experimentaba «una extraña sensación de expectación y de aventura, relacionada con el paisaje, con la arquitectura y con ciertos efectos de las nubes en el cielo». Este goce estético fue el que, según Derleth le impidió suicidarse.
A los veintitantos años, Lovecraft abandonó su estilo dieciochesco y adoptó el de su gran ídolo de entonces: lord Dunsany. Los Cuentos de un Soñador, El Libro de las Maravillas y Los Dioses de Pegana se convirtieron en sus libros de cabecera. Y en 1917, a los veintisiete años
de edad, publicó su primer relato fantástico: Dagon, en la revista Weird Tales. A éste siguieron otros, la mayor parte de los cuales se publicó en la misma revista.
En 1921 sucedieron dos hechos que habrían de cambiar la vida del joven Howard. La pequeña fortuna familiar se había ido agotando y, por fin, cayó por debajo del mínimo vital. En el mismo año falleció su madre, que hasta entonces lo había tenido poco menos que secuestrado. Howard se sintió en el vacío, perdido en el mundo, solo ante la sociedad hostil. Pero reaccionó en forma positiva. El sólo sabía hacer una cosa: escribir. Y decidió ganarse la vida como escritor de cuentos de miedo, como crítico, como corrector de estilo, como lo que fuese, con tal de que tuviera relación con la pluma. Y así, entre su flaca renta y sus magros ingresos profesionales, fue tirando con más duras que maduras.
El trabajo, sin embargo, abrió notablemente su panorama social. A la fuerza tuvo que relacionarse con gente y, aunque sus cuentos pasaron inadvertidos por el gran público, hubo quienes se interesaron en ellos y escribieron al autor. Y este hombre hosco y solitario que decía aborrecer al mundo —cuando lo que le pasaba en realidad es que se sentía o se creía rechazado por él— se convirtió de pronto, en sus cartas, en un muchacho alegre y entusiasta, capaz de escribir larguísimas epístolas a cualquier lector adolescente y desconocido.
Y entre sus corresponsales —escritores conocidos, noveles o aficionados— se fue creando el que más tarde se llamaría «Círculo de Lovecraft». Lovecraft exultaba. «Mis cartas —escribió a uno de sus amigos— constituyen una faceta más de mi gusto por lo antiguo. Como usted sabe, el arte epistolar fue asiduamente cultivado en el siglo XVIII, que es mi siglo predilecto». Y, un poco más abajo, confiesa: «Este intercambio de ideas me ayuda considerablemente a superar la estrechez de horizontes que siempre amenaza mi existencia de hombre solitario». Sus cartas eran realmente prodigiosas y en ellas hacía gala de una gran cultura, de inagotable fantasía e incluso de un magnífico humor. Bautizó a sus corresponsales y amigos con nombres exóticos y sonoros: Frank Belknap Long se convirtió en Belknapius, Donald Wandrei en Melmoth, August Derleth en el Conde d'Erlette, Clark Ashton Smith en Klarkash-Ton, Robert Bloch en Bho-Blok, Virgil Finlay en Monstro Ligriv, Robert Howard en Bob-Dos-Pistolas. El mismo firmaba sus cartas como el sumo sacerdote Ech-Pi-El (transcripción fonética inglesa de sus iniciales H. P. L.), como Abdul Alhazred o como Luveh-Kerapf. «Sus fórmulas de despedida —dice Ricardo Gosseyn— son casi siempre como éstas: Suyo, por el signo de Gnar, Abdul Alhazred; Suyo, por el Pilar de Pnath; Suyo, por el Ritual Gris de Khif, Ech-Pi-El.» Los que sólo le conocían por carta le pintan como un hombre afable, bondadoso, cordial. Los que llegaron a viajar para conocerle en persona corroboran esta impresión. «Era un hombre inteligente y objetivo» (Robert Bloch). «Era uno de los hombres más humanos y comprensivos que he conocido
en mi vida» (Clifford M. Eddy, Jr). «Poseía un encanto y un entusiasmo juveniles» (Alfred Galpin). «Jamás y de ninguna manera fue un hombre solitario y excéntrico. La lógica y la razón gobernaban todas sus actividades» (Donald Wandrei). Robert Bloch dice que, si bien es cierto que Lovecraft fomentó su propia leyenda, también lo es que viajó, que se escribió con mucha gente, que estaba siempre al corriente de la filosofía, la política y la ciencia de su época. «El cuadro del hombre retraído y solitario que persigue sombras y pasea de noche en antiguos cementerios —dice Bloch— no es completo». y añade: «La rareza de Howard Phillips Lovecraft —si es que hubo tal rareza— residió en que su torre de marfil estaba mejor construida y era más bella que la mayoría de ellas y en que invitaba al mundo entero a visitarla y a compartir sus riquezas».
He aquí, pues, a un Lovecraft radicalmente distinto del que debieron conocer los vecinos de su calle. ¡Curioso personaje! Pesimista y entusiasta, amargado, amable, bondadoso, misántropo, utópico y soñador, vulgar, gris, avaro, generoso, ocultista y racionalista a la vez, amigo fiel y comprensivo, racista, materialista, humanitario, realista y fantástico, simpático, abierto, solitario, ateo, degenerado, loco, prodigio de inteligencia, creador de mundos, fracasado y triunfador, aficionado a los helados como un niño y a los gatos como una solterona, ¿cómo era de verdad este hombre alto y desgarbado, feísimo, de enorme mandíbula, ojos de pez y voz chillona? Pues es seguro que era todo eso y más que se me olvida. El hombre es siempre una estructura dialéctica de elementos contradictorios y, según unos ambientes u otros, según la gente que le rodea o su situación social, son unos u otros elementos los que predominan o son percibidos. Entre sus amigos se sentía admirado y querido, se sentía seguro y volcaba en ellos todo su amor reprimido. Ante la sociedad pragmática y violenta de su país era un hombre aterrado y retraído que soñaba con vagas utopías pacifistas. En contacto con los inmigrantes pobres brotaba su orgullo aristocrático y los odiaba. Se cuenta que, en cierta ocasión, tres ciegos palparon un elefante. Uno palpó su trompa y dijo: «El elefante es como una gran serpiente.» Otro palpó su flanco y dijo: «El elefante es como una roca.»
Un tercero palpó una pata y dijo: «El elefante es como un árbol.» Lo mismo sucede con Lovecraft. Cada cual intenta reducirlo a la faceta que en él descubrió, que está determinada sobre todo por el ángulo desde el que lo estudia. Pero Lovecraft, como todo ser humano, posee una riqueza que no puede reducirse a un esquema simplista.
La amistad postal y multilateral del Círculo de Lovecraft pronto se reflejó en su obra literaria. Sus corresponsales empezaron a salir en sus cuentos: Derleth, como el conde d'Erlette, autor de un horrible libro titulado Cultes des Goules, y también como Danforth (En las montañas alucinantes)1 o Wilmarth (El que susurraba en las tinieblas)1; Ashton
1 El personaje «Danforth» no acaba demasiado bien. En el «Círculo de Lovecraft», los autores no ahorraban penalidades a los amigos a quienes hacían intervenir como personajes en sus relatos.
Smith, como autor de abominables esculturas y de poemas cósmicos (lo que era en realidad); Robert Bloch, como Robert Blake, ocultista víctima de sus propias magias... Por su parte, sus amigos hicieron aparecer a Lovecraft —como Ech-Pi-El, como Luveh-Kerapf, como Ward Phillips o bajo cualquier otro nombre— en sus propios relatos. Frank Belknap Long y Donald Wandrei despertaron también su interés por la fantasía científica. Y sobre todo —cosa curiosa aunque lógica— esta apertura de horizontes hizo de él un escritor realista. «¡Cómo! —exclama Bloch— ¿Realismo en la obra de H. P. Lovecraft? ¡Pues claro que sí! ¿Quién como él ha descrito con tanta exactitud y tan convincentemente las zonas rurales de su Estado? ¿Quién sino él ha sabido pintar con suma claridad la decadencia de las gentes y de las costumbres de esta región?» En esta segunda época, el propio Lovecraft se declara realista: «Estoy plenamente convencido de que, en esencia, toda mente creadora es fruto que crece del humus de su propia tierra natal y de que ningún material literario se adapta a aquélla tan perfectamente como el rico colorido y los antecedentes históricos de ésta. Ya habrán observado ustedes que en mis cuentos he puesto mucho de mi propia Nueva Inglaterra» Según Bloch, Lovecraft «poseía todos los atributos del escritor regionalista». Fue historiador, economista y sociólogo de Nueva Inglaterra. «Nueva Inglaterra, que antaño fue la tierra de Thoreau y de Hawthorne —afirma Bloch— es hoy y será en lo sucesivo la tierra de H. P. Lovecraft». «Las viejas calles de Providence —escribe W. T. Scott— han sido visitadas durante generaciones por el mágico recuerdo de la intensa y oscura figura, a veces vacilante, de Edgar Allan Poe. Creo que ahora podemos ver al fin que otro caballero más delgado, ascético y alto se ha unido a él, se pasea con él y es más especialmente nuestro».
De esta su época de apertura datan los primeros Mitos de Cthulhu. El primero de sus relatos perteneciente a este ciclo es La Ciudad sin Nombre (1921)2, que todavía conserva el estilo dunsaniano de su juventud. En El Ceremonial (1923) aún quedan algunos rasgos dunsanianos, pero la acción transcurre ya en Nueva Inglaterra. Sus cuentos, aun los no pertenecientes a los Mitos, se sitúan ya indefectiblemente en su región natal, casi siempre en sus zonas rurales. A partir de La llamada de Cthulhu (1926), los Mitos adquieren su forma adulta y definitiva, en colaboración con todo el Círculo de Lovecraft. Cada uno de sus amigos puso su granito de arena: el uno se inventó un nuevo dios; el otro, un nuevo libro de oscuro saber olvidado; el de más allá, una situación, un detalle, un ambiente. Los Mitos de Cthulhu son, pues, obra colectiva que cristalizó en torno a un hombre solitario.
También de esta época de apertura social data su amistad con Sonia Greene, diez años mayor que él. Lovecraft era entonces un asiduo
1 En este relato también se menciona a Clark Ashton Smith bajo el disfraz del sacerdote atlanteano Narkas-Ton
2 Es en La ciudad sin nombre donde por primera vez cita Lovecraft el Necronomicon
colaborador de revistas de aficionados y ella trabajaba en la United Amateur Press Association. Alfred Galpin la pinta como «una especie de Juno dominante, de magníficos ojos y cabellos negros», Lovecraft, ante ella, debió sentirse de nuevo niño superprotegido y asustado. Sin duda vio en ella una imagen de su madre perdida, secretamente anhelada. Y, en 1924, se casó con ella, yéndose a vivir a Brooklyn. Estos matrimonios edipianos suelen salir mal. No puedo por menos de evocar aquí la figura de Poe, tan paralela en muchísimos sentidos a la de Lovecraft. También Poe vivió siempre hechizado por el espectro de su madre muerta y también se casó con una imagen simbólica de ella. En el caso de Poe, se sabe que su matrimonio fue blanco. En el de Lovecraft, que sentía verdadero horror al sexo. Sea como fuere, Lovecraft y su mujer se separaron a los dos años de casados, divorciándose tres después de la separación. La ruptura del matrimonio fue debida, según él, a «dificultades económicas más crecientes divergencias en cuanto a aspiraciones y necesidades». Tras la separación, Lovecraft regresó a Providence y se dedicó a escribir, a leer, a investigar la historia de Nueva Inglaterra. Hizo algunos pocos viajes y, sintiéndose definitivamente fracasado en el mundo, se hundió de nuevo en su antigua misantropía que, en realidad, nunca le había abandonado del todo.
Murió de cáncer intestinal e insuficiencia renal el 15 de marzo de 1937, en el Jane Brown Memorial Hospital de Providence. Tenía cuarenta y siete años. Después de su muerte, sus amigos y admiradores —sobre todo Donald Wandrei y August Derleth— se dedicaron a recopilar sus cuentos dispersos o inéditos y a publicarlos. En torno a la naciente leyenda de Lovecraft crearon una editorial —Arkham House— cuyo mismo nombre está tomado del de la imaginaria ciudad donde aquél situó varios de sus relatos. La editorial tuvo un éxito cada vez mayor, Lovecraft fue saliendo del olvido en que vivió y aparecieron infinidad de imitadores que —inevitablemente— representaron el principio de la decadencia literaria de los Mitos. Al popularizarse la obra de Lovecraft, empezó también a desarrollarse su leyenda de rondador de cementerios, de sabedor de secretos prohibidos, de practicante de cultos abominables, de creyente en sus propios Mitos de Cthulhu. Los americanos —dice Maurice Lévy— quisieron explicar los monstruos de Lovecraft, haciendo de éste un monstruo.
Creo yo, sin embargo, que, si llamamos monstruoso a lo patológico, Lovecraft sí fue un monstruo (y aquí enfoco yo su figura polidimensional desde mi ángulo psicopatológico). Pero su monstruosidad apenas se reflejó en su vida externa. Exteriormente, fue un hombre vulgar tímido, afable, educado y desvaído, que ni siquiera fue huraño. Lejos de creer en magias y esoterismos, fue siempre un hombre lógico, materialista, racionalista, ateo. Su vida pública fue una vida más, una vida humilde de pequeño burgués fracasado. Sus amigos le querían porque él, ante ellos, se sentía liberado y manifestaba todo su apasionado entusiasmo
reprimido. Las demás personas le debieron ignorar por completo. ¿Por qué le iban a odiar?
La tragedia de Lovecraft, su epopeya, su lucha, su drama, fueron interiores. El se sentía solo, destrozado, en pugna con la sociedad. Para huir de ésta, él se quería británico, lo que para él significaba puro, inmaculado. Como todos los hombres angustiados, sentía horror por la suciedad, por la descomposición, por la mezcla. Dice Maurice Lévy que acaso sus monstruos —o algunos de ellos— procedan de una transmutación literaria del americanísimo concepto del melting pot, es decir, del crisol donde se unen razas distintas. Le horrorizaban los pobres porque estaban sucios y derrotados, porque eran brutales y zafios, porque incluso muchos de ellos no hablaban inglés. Amaba la Nueva Inglaterra colonial porque aún no había sido mancillada por «esa chusma de extranjeros miserables venidos de la Europa Continental». En una de sus cartas relata un viaje a los barrios bajos de Nueva York y dice que él caminaba por el centro de la calzada para no rozar esa «horda italo-semítico-mongoloide» que pululaba, leprosa, llena de llagas y podredumbre, en las aceras. No es difícil adivinar a estos mendigos costrosos tras los seres degenerados, los monstruos híbridos y las criaturas ajenas e inhumanas que pueblan sus relatos.
Teniendo en cuenta la personalidad de Lovecraft, no es de extrañar que, hacia el final de sus días, en los años treinta, simpatizara con los fascismos crecientes. Fue la suya, sin embargo (y acaso la de muchos), una simpatía de neurótico que necesitaba orden para vencer su propio desorden, de fracasado que anhelaba poder, de hombre torturado por su propia lógica inexorable, de niño enfermizo y delicado que teme al obrero hirsuto, y también de hombre espiritualmente malsano que necesitaba pureza. Para él, la pureza era la raza nórdica, más bella y más limpia a sus ojos, más familiar y más suya que los extranjeros morenos, bajitos y sucios, de hablas exóticas, que invadían su amada Nueva Inglaterra. Pero, por otra parte, Lovecraft odiaba la violencia y la dictadura y hubiera deseado poder ser lo que él denominaba «idealista»: creer en la perfectibilidad del hombre y de la sociedad. Condenemos el nazismo como fenómeno social, pero, antes de condenar al individuo llamado Lovecraft, comprendamos sus complejas motivaciones de hombre enfermo. En el origen de su pro-fascismo laten su odio neurótico al hombre y a la sociedad su educación aristocrática, medrosa y miserable, su incapacidad ante la vida práctica y también su protesta social. Como tantos otros soñadores de su clase social, vio en el fascismo un nuevo orden luminoso, un alborear real de utopías gloriosas en las que apenas se atrevía a creer. Y, acaso por esto, sus simpatías políticas quedaron por completo sepultadas en su vida secreta, no apareciendo, sino bajo un grueso disfraz, en su obra literaria. Públicamente, tampoco adoptó jamás postura política alguna ni tuvo el menor contacto con ninguna de las muchas asociaciones pro-nazis que florecieron entonces en los Estados Unidos. Su pro-fascismo
fue puramente imaginario, ideal, fantástico como sus cuentos. No cabe duda, por otra parte, de que a este hombre aristocrático y con anhelos de limpieza le habría molestado muchísimo que los ―puros arios‖ hubieran tildado su obra de ―arte burgués degenerado‖ como indudablemente habría sucedido; pero, como murió en 1937, no se puede adivinar cuál hubiera sido su postura definitiva ante el ulterior ascenso del nazismo, ante la guerra y ante las atrocidades descubiertas más tarde.
Otro rasgo característico de la vida secreta de Lovecraft, —rasgo opuesto y complementario, dialécticamente vinculado a sus temores irracionales—, fue su materialismo mecanicista, su lógica implacable. Esta lógica y este materialismo estrechos corresponden al mundo sensato y romo, ridículamente digno, en que se educó. Parafraseando a Letamendi, —«el médico que sólo medicina sabe ni medicina sabe»—, podría decirse que el racionalista que sólo es racionalista, no es ni siquiera racionalista. Lovecraft se aferró al racionalismo estrecho y rígido del siglo XVIII y, al hacerlo, no pudo asimilar, en una razón más amplia, las fantasías nacidas de su situación vital. El yo consciente de Lovecraft estuvo siempre al milímetro y en él no cupo la vida cambiante y contradictoria. Uno de sus ensayos termina con estas palabras profundamente significativas: «¡Idealismo y materialismo, ilusión y verdad!» En ellas se refleja la contradicción lovecraftiana entre la razón y la sinrazón. Se declara materialista, en efecto, pero, aparte su sentido conceptual explícito, esa frase tiene un significado afectivo implícito de decepción y lástima: ¡Qué pena que las cosas sean así! ¡Qué pena que el mundo sea bajo y miserable! ¡Qué pena que no se pueda arreglar! (Y no olvidemos que el más delirante idealismo era creer en la perfectibilidad del hombre y de la sociedad.) Y también: ¡Qué pena que los sueños sueños sean tan sólo!
En suma, por miedo a la vida infinitamente rica en contradicciones, Lovecraft se aferró a un materialismo estrecho y a una ética caduca que engendraron, como es habitual, un irracionalismo compensador. En Lovecraft sin embargo, este irracionalismo fue vencido, dominado y reprimido por la razón. Por eso, en rigor, no se puede calificar a Lovecraft de irracionalista, ya que éste es un término filosófico aplicable al que expresa, como pretendida verdad metafísica, lo que sólo es una racionalización de sentimientos. Pero Lovecraft nunca pretendió creer en su irracionalismo ni hacer creer a nadie en él. Sus sentimientos no se hicieron metafísica, sino arte. A su represión debemos su alucinante obra literaria. Lo reprimido siempre se manifiesta de una u otra forma. Como compensación de su seco mecanicismo dominante, Lovecraft tuvo sueños maravillosos y terribles que supo describir con arte. En sus relatos encontró expresión mítica la vida reprimida de sus sentimientos. En ellos supo sublimar las fantasías que rechazaba su intelecto formalista.
El sentía con enorme intensidad el misterio numinoso del mundo, pero precisamente su racionalismo le impedía caer en la creencia. En sus relatos inventó, pues, una mitología fantástica que le permitió expresar sus emociones más complejas y extrañas en un piano estético donde no turbaban la visión del mundo que le exigía su razón, no por estrecha menos pura. De haber nacido hace milenios, acaso Lovecraft hubiera sido un profeta o un visionario. En el siglo XX y con su escepticismo radical, fue sólo –pero nada menos que un creador de arte. Como Poe —otro hombre desgarrado entre una lógica inflexible y los terrores fantásticos del alma— supo transmutar sus dolores en arte. Su obra contiene, pues, el germen de una religión. Pero este germen, en vez de orientarse hacia la creencia, creció en un plano puramente estético de ficción sabida y aceptada. Los Mitos de Cthulhu constituyen una religión, con sus profetas y sus libros canónicos, con sus lugares sagrados, su hagiografía, su dogma, su culto y su ética. Pero en ella no creyó ni su propio creador.
Génesis y estructura de los Mitos
El elemento fundamental de los Mitos, su materia prima —tanto desde un punto de vista genético como estructural— es la angustia cósmica del ateo Lovecraft y su expresión simbólica onírica. Es evidente —dice George W. Wetzel— que detrás de la formación de los Mitos de Cthulhu había una profunda motivación psicológica. ( . . . ) Al descubrir que la religión era un absurdo, quedó en él un vacío que intentó llenar con un mundo místico imaginario. Este ansia religiosa frustrada, determinada por las circunstancias de su vida real, prolongada durante toda ella y manifestada en pesadillas especialmente vívidas, actúa como proyecto totalizador en torno al cual se van a ir estructurando elementos diversos y hasta contradictorios para dar origen a los Mitos. Cada uno de dichos elementos no se superpone mecánicamente a los anteriores, sino que se integra con ellos en un conjunto cada vez más amplio. Por otra parte, cada elemento de la estructura de los Mitos es, a su vez, otra estructura que había tenido su propia génesis anterior.
Desde niño sufrió Lovecraft pesadillas terribles, pesadillas numinosas en que el terror adoptaba vagas formas arquetípicas, que él siempre quiso sublimar en obras de arte. Los primeros intentos de Lovecraft adolescente por dar forma estética a sus sueños se encuadran en la tradición del cuento de miedo anglosajón. Imitó los cuentos «góticos» prerrománticos, pero en seguida se sintió atraído por Edgar Poe, cuya influencia es, a mi juicio, la primera que sufrió Lovecraft.
Es muy interesante recalcar que Lovecraft, desde sus comienzos, se situó en la línea del cuento de miedo, más aun, del cuento de miedo americano. La novela gótica inglesa —Ana Radcliffe, M. G. Lewis— había cambiado de estilo arquitectónico al trasplantarse a los Estados Unidos 36. En América no había castillos góticos ni ruinas medievales.
Las únicas ruinas eran las de su pasado colonial. Y los cuentos de miedo americanos —Brockden Brown, Hawhorne, Poe— tomaron por escenario esos caserones llenos de columnas, de escalinatas, de tejadillos y de porches que habían quedado en el país como memoria física de la dominación inglesa. «Mis terrores no son de Alemania —decía Poe— sino del alma» y Harry Levin, refiriéndose a Poe, escribió: «El castillo en ruinas no era sino el palacio encantado de su propia mente, que aparece así terriblemente desintegrada en La Caída de la Casa Usher». Lo mismo sucede con Lovecraft. Su amor por el siglo XVIII colonial sólo sirvió para poner de manifiesto que aquella época había muerto irrevocablemente. El palacete, símbolo de los tiempos coloniales, estaba en ruinas. No importaba. Lovecraft —como cualquier romántico— amó antes las ruinas del pasado querido que las construcciones nuevas de un presente odiado; pero, al amarlas, amó la muerte. También en él la casa en ruinas era símbolo de su desolación interior. De ahí que su primera influencia —nunca desechada posteriormente— fuera la de Poe, tanto la del Poe macabro de Valdemar como la del Poe lírico y misterioso de Silencio.
Por otra parte, ya hemos visto cómo el niño Lovecraft se había sentido muy atraído por el paganismo clásico. Pues bien, Lovecraft adolescente fue un lector infatigable de religiones comparadas o sin comparar y llegó a conocer a fondo los mitos y los ritos de los salvajes y los cultos terribles de Egipto, de Babilonia y de la América precolombina. Su mismo amor por el siglo XVIII también le había llevado a leer los poemas cosmogónicos y numinosos de William Blake1 y todas estas lecturas abrieron ante él un inmenso mundo de fábula espantosa, de verdadero terror cósmico, que armonizaba perfectamente con el de sus eternas pesadillas. Lovecraft fascinado por el vértigo de las profundidades, abandonó el macabro terror gótico y se dejó caer en el abismo de los sueños. Y así, en el joven Lovecraft, el Poe de Silencio o de Sombra2 prevaleció sobre el Poe macabro é, integrándolo, se continuó, muy naturalmente, con la pura fantasía de lord Dunsany. En efecto, es indudable que entre el Poe de Silencio y los Cuentos de un Soñador de Dunsany existe un común denominador: el estilo bíblico, los nombres sonoros y exóticos, el irrealismo onírico, el fondo numinoso de religión arcaica. Sin embargo, en Dunsany no suele haber ecos terroríficos, como en Poe. Al contrario, en él se advierte cierto impulso triunfalista y épico de sagas nórdicas y mitos célticos. Era, no obstante, muy fácil integrar el terror en la estructura del mundo dunsaniano y Lovecraft lo hizo con toda naturalidad.
La fase dunsaniana de Lovecraft —a la que pertenecen sus primeros cuentos publicados— corresponde a su punto culminante de irrealismo
1 Blake evitó el irracionalismo de Swedenborg al expresarse en un plano no filosófico sino estético
2 Estos poemas en prosa influyeron también notablemente en Dunsany y, a través de él, en la llamada «fantasía heroica»
y evasión, a la época en que vivía encerrado con su madre y sus dos tías y aún no había pasado una noche fuera de su casa. Su ansia de misterio numinoso, estimulada por las mitologías leídas y por las pesadillas soñadas, encontró un medio de expresi6n adecuado en el estilo dunsaniano, propio del libro maravilloso y sagrado, en los nombres sonoros de dioses olvidados, en la descripción de templos sepultados y de civilizaciones perdidas, en las cúpulas resplandecientes y en las inmensas torres de los cuentos de Dunsany. El camino para llegar a este mundo místico y fantástico era también dunsaniano y el único que podía seguir un joven tímido y solitario: los sueños. Además, Lovecraft era un soñador. Según él mismo refiere, sus pesadillas eran terribles y grandiosas, sorprendentemente vívidas y conexas. Con estos materiales, creó un vasto mundo onírico que no fue sólo épico y legendario, sino terrorífico también, porque en los sueños de Lovecraft el terror era elemento imprescindible.
Este escalón dunsaniano —que no es exclusivamente dunsaniano porque en él estaban también integrados Poe, Blake y muchos elementos tomados de religiones orientales o primitivas— es un escalón muy importante en la génesis de la estructura de los Mitos. El propio Lovecraft decía que sus Mitos se inspiraban principalmente en la obra de Dunsany. Sin embargo, es ésta, a mi juicio, una verdad a medias. Aún admitiendo que haya estado presidida fundamentalmente por la figura de Dunsany, su llamada fase dunsaniana es en sí una estructura —relativamente acabada, eso sí— que sólo corresponde a determinada situación de su vida. Pero, al ir modificándose ésta, dicha estructura fue integrando en sí nuevos elementos que la modificaron a su vez, hasta producir en ella por fin una mutación cualitativa. El dunsanismo persistió en ella, pero ya como un elemento, más, subordinado a la estructura de la nueva totalidad y, por tanto, transmutado.
Naturalmente, Lovecraft continuó soñando y sus relatos siguieron conteniendo una base onírica. Sin embargo, cuando, fallecida su madre, Lovecraft se abrió un poco al mundo y empezó a trabajar y a mantener correspondencia, comenzaron a entrar en su vida nuevos elementos, nuevos horizontes, nuevas lecturas y nuevos modos de considerar sus viejas lecturas. El estilo maravilloso y poético de Dunsany empezó a revelarse insuficiente. Para expresar ante el mundo sus sueños, Lovecraft necesitaba instrumentos más mundanos. La vía puramente onírica de Dunsany no le bastaba ya para dar a sus sueños una estructura más verosímil, Lovecraft necesitaba el apoyo de la razón, de la ciencia, de la realidad, de las nuevas tendencias de la literatura fantástica. Lo que he llamado estructura dunsaniana fue asimilando estos elementos nuevos o renovados hasta que, colmada su medida de evolución cuantitativa, se produjo el salto dialéctico a su fase madura, a la de los Mitos de Cthulhu.
Los primeros elementos que adoptó fueron los que le proporcionaba la nueva tendencia del cuento de miedo iniciada por Machen. Es muy
posible que Lovecraft conociese ya de antes este estilo de cuentos, pero es significativo que fuese entonces cuando lo adoptase para sí. En efecto, desde Dunsany como punto de partida, los cuentos de miedo de la nueva escuela representaban un paso de gigante hacia el realismo y hacia la asimilación de las nuevas conquistas de la ciencia y de la filosofía.
El mundo onírico-dunsaniano se fue enriqueciendo. De Machen integró en él los cultos de la antigüedad clásica, los afanes arqueológicos, la desintegración de la figura humana en un magma amorfo, los símbolos resplandecientes y tetradimensionales, las doctrinas esotéricas de ciertas sociedades secretas, el materialismo de explicar lo sobrenatural mediante secretos científicos hoy olvidados. De él tomó también tres detalles concretos: el arcaico e imaginario lenguaje aklo, los misteriosos Dols1 (seres jamás descritos que aparecen en los Mitos con el nombre de Dholes o Doels) y el Gran Dios Nodens, señor de los abismos2. De Algernon Blackwood tomó la existencia de seres primordiales que han sobrevivido hasta nuestro, días y la fascinación por la naturaleza virgen personificada en vagas divinidades incorpóreas, elementales y terribles, aterradoras por su misma grandiosidad. Uno de esos dioses naturales y prehumanos, el Wendigo, ingresó más tarde en los Mitos por la pluma de Derleth y con el nombre de Ithaqua, El Que Camina En El Viento3. En homenaje a Blackwood, Lovecraft utiliza, como lema de La llamada de Cthulhu4, esta frase de aquel autor: «Es concebible que tales potencias o seres hayan sobrevivido desde una época infinitamente remota en que la conciencia se manifestaba quizá a través de cuerpos y formas que ya hace tiempo se retiraron ante la marea de la ascendiente humanidad, formas de las que sólo la poesía y la leyenda han conservado un fugaz recuerdo bajo el nombre de dioses, monstruos, seres míticos de toda clase y especie». Júzguese, por esta frase, lo mucho que a Blackwood debe Lovecraft.
Esta idea, sin embargo, no era sólo de Blackwood. También se encontraba en The Lair of the White Worm última novela de Bram Stoker, y en el fabuloso Moon Pool5 de Abraham Merritt que también influyeron en la obra de Lovecraft. En la novela de Merritt sale cierto Morador del Estanque que parece tomado de un cuento de Lovecraft. Se trata de un ser ultraterreno y andrógino que brota, cuando hay luna
1 El lenguaje aklo y los Dols son invenciones de Machen y figuran por primera vez en su cuento «El pueblo blanco»
2 En «El Gran Dios Pan», Machen intenta hacer pasar a Nodens, que es en realidad invenci6n suya, por un númen romano
3 En otras ocasiones no se identifica plenamente al Wendigo con Ithaqua, pero al menos se le considera como pariente suyo muy próximo.
4 «El llamado de Cthulhu», según la traducción de Gosseyn. Este relato es una de las piezas básicas de los Mitos. No lo he incluido en esta antología por ser fácilmente accesible al aficionado, pero recomiendo vivamente su lectura.
5 «The moon pool» se publicó originalmente en 1919 y casi puede considerarse como perteneciente a los Mitos. Hay que tener en cuenta que Merritt formó parte del Círculo y que incluso colaboró literariamente con el
llena, de ciertas arcaicas ruinas polinesias y se manifiesta, entre cánticos lejanos y campanas cristalinas, como un conglomerado de luces resplandecientes. Su presencia produce éxtasis y terror. Un personaje que se salva de ser arrastrado por el Morador a su mundo incógnito, dice que, ante su presencia, sintió «como si el alma helada del Mal y el alma radiante del Bien hubiesen penetrado juntas en mí».
De The House on the Borderland, de Hodgson, tomó la existencia de larvas espirituales en dimensiones paralelas y de puertas místicas que permiten su acceso, y, sobre todo, el horror cósmico, el frío infinito de los espacios interestelares. En su Nube Purpúrea, M. P. Shiel habla de «una acumulación de columnas basálticas, semejantes a un destrozado templo antediluviano». De él tomó Lovecraft ciertos paisajes, ciertas formas grandiosas de la naturaleza que parecen sugerir una mano prehumana y la desolación de los desiertos polares1. Del Gordon Pym2 de Poe —releído o repensado o resentido— tomó este mismo sentimiento de horror cósmico y hasta un detalle muy concreto: el misterioso grito «Tekeli-li!» que resuena en el aire quieto, en la infinita soledad blanca de la Antártida de Poe. El pacífico dios Hastur —dios de los pastores en Ambrose Bierce, que también fue utilizado por Chambers— se convirtió en una deidad terrorífica en Lovecraft. La mítica ciudad de Carcosa —que Chambers también había tomado de Bierce— se convirtió en uno de los centros místicos de la nueva religión lovecraftiana.
The King in Yellow, de R. W. Chambers produjo una gran impresión en Lovecraft. Se trata —según este último— de una «serie de relatos breves vagamente relacionados entre sí en torno a cierto libro monstruoso y prohibido, cuya lectura origina terror, locura y tragedia». En ese libro maldito —que precisamente se llama The King in Yellow— no es difícil ver un antepasado directo del lovecraftiano Necronomicon. En los cuentos de Chambers también se habla de Carcosa, de Hastur, del lago de Hali y de las Híadas3.
Sería interminable la lista de los elementos que se fueron integrando en los Mitos. A partir de la creación del Círculo de Lovecraft, sus amigos empezaron a aportar ideas nuevas, a sugerir lecturas de libros, a añadir dioses al panteón lovecraftiano y volúmenes a su
1 Esta descripción se limita a subrayar una semejanza percibida subjetivamente y, por tanto, Shiel no traspasa aquí las fronteras del arte realista. En cambio, cuando Lovecraft para expresar un sentimiento análogo al de Shiel, describe ruinas auténticamente prehumanas, hace arte fantástico pues, aún dentro de la ficción aceptada que es el arte, objetivo; su subjetividad en una aparente realidad. En líneas generales, puede decirse que el realismo y la fantasía dependen sólo del predominio respectivo de los factores perceptivos (subjetivación de lo objetivo) o impresivos (objetivación de lo subjetivo) presentes en todo arte.
2 El «Gordon Pym» casi debería también ser considerado como parte integrante de los Mitos, o al menos como uno de sus antepasados más directos e inmediatos. Así lo pone de manifiesto el propio Lovecraft en su relato "En las montañas de la locura” que constituye, no sólo una continuación de la novela de Poe, sino también una interpretación de la misma a la luz de los Mitos.
3 En el cuento «El que susurraba las tinieblas», Lovecraft cita textualmente el terrible Signo Amarillo inventado por Chambers
mística biblioteca imaginaria. Frank Belknap Long concibió sus atroces Perros de Tíndalos. Clark Ashton Smith inventó al dios Ubbo-Sathla, fuente de toda vida terrena, que luego Derleth convirtió en Padre de los Primigenios. Derleth y Schorer1 inventaron los Dioses Arquetípicos, rivales de los Primordiales. El Libro de Eibon es invención de Clark Ashton Smith2; la Cábala de Saboth, el Daemonolorum y De Vermis Mysteriis, de Bloch; los Cantos de Dhol y las Invocaciones a Dagon3, de Darleth. Este último intentó con ahínco sistematizar los Mitos, que, para él, son «una distorsión de antiguas leyendas cristianas reducidas a sus elementos más simples: una interacción de la lucha cósmica entre las fuerzas del bien y las fuerzas del mal» (lo cual acaso sea cierto en los relatos de Derleth, pero no en los de Lovecraft).
Wandrei y Belknap Long aportaron elementos de science-fiction que sería prolijo enumerar e instaron a Lovecraft para que leyera este tipo de literatura. Se podría hablar extensamente de la fantasía científica —la teoría de la relatividad, los viajes en el tiempo, llegada de seres extraterrestres en la prehistoria de la humanidad, de las esculturas fantásticas de Clark Ashton Smith— que a Lovecraft le parecían cinceladas por manos no humanas— y del Libro de los Malditos de Charles Forts tan caro a la revista Planeta, del cual tomó Lovecraft la técnica de explicar fenómenos diversos, pero simultáneos, de todo el mundo por una sola causa común: el monstruo del Loch Ness, la serpiente de mar, el yeti son sólo eslabones aislados de una cadena que aún está por —reconstruir, trasuntos muy humanizados ya de las atroces entidades primigenias.
A partir de la muerte de su madre, Lovecraft empezó a viajar. A. E. Rothovius nos cuenta la impresión que en aquél produjo la contemplación de ciertos megalitos prehistóricos existentes en Nueva Inglaterra, El propio Lovecraft relata el horror que le produjeron los míseros inmigrantes «ítalo-semítico-mongoloides» de Nueva York. También entonces leyó libros de ocultismo y religiones esotéricas, que abrieron ante él mundos fantásticos de figuras mágicas de frases cabalísticas y de gestos dotados de poder. Su adición por los viejos volúmenes de nombres místicos, por los pentáculos mágicos, por los dioses olvidados, se vio muy alentada por estas lecturas.
Todos estos elementos, diversos y algunos contradictorios, se integraron en el mundo dunsaniano de Lovecraft, reventándolo desde dentro. La totalidad rota tuvo que estructurarse en una forma nueva, en la que los mismos elementos de antes cambiaron de función. El mundo
1 El primer relato en que aparecen los Dioses Arquetípicos es «The lair of the tarspawn» de Derleth y Schorer, publicado originalmente en Weird Tales en agosto de 1932 Pese a su indudable interés histórico, no lo he incluido en esta antología por su (a mi juicio) demasiado. baja calidad.
2 El relato «The coming of the white worm», constituye un capítulo completo del espantoso Libro de Eibon o Liber Ivonis
3 La bibliografía canónica de los Mitos ha sido establecida por Carter, que hace constar si cada libro citado es real o imaginario y, en este caso, quién es su inventor.
onírico, vagamente oriental, de su primera época se convirtió en la Nueva Inglaterra realista de los Mitos y de otros relatos de su madurez. El puro espíritu tuvo que apoyarse en la nueva física relativista para poderse manifestar. A este respecto, escribe Wetzel: «A través de su sobrenaturalismo mecanicista, Lovecraft transmutó los tres elementos fundamentales del cuento de miedo (fantasmas, demonios, magia) en algo casi enteramente nuevo»: los símbolos mágicos, en fórmulas geométricas no euclidianas hoy olvidadas por la ciencia; los diablos, en híbridos de razas no humanas ni terrenas; los fantasmas, en confusas manifestaciones, nunca antropomórficas, permitidas en virtud de ciertas leyes cósmicas desconocidas. En suma, la estructura que he llamado dunsaniana, caracterizada por el onirismo, se transmutó en otra estructura, la de los Mitos, que se caracteriza, al contrario, por su realismo formal. En ella, el elemento onírico subsiste, pero subordinado como un elemento más a la nueva totalidad. Así, un mismo tema: el descensus ad inferos1, la entrada en un mundo puramente onírico (por ejemplo, en The dream-quest of unknown Kadath) se racionaliza (por ejemplo, en En la Noche de los Tiempos) por medio de viajes en el tiempo, de técnicas adelantadísimas y de otros elementos tomados de la fantasía científica.
También es curioso señalar que, al adoptar su nuevo estilo realista, Lovecraft retornó al Poe macabro de su adolescencia. El Poe de Valdemar y Berenice, negado en el ámbito cultural por el nuevo cuento de Machen y, en la evolución individual de Lovecraft, por su fase dunsaniana retorna dialécticamente y se integra de modo definitivo en los Mitos de Cthulhu. Era lógico que sucediera así, pues, al dirigir su atención al espacio geográfico en que vivía, Lovecraft tuvo que sentir un renovado interés por su historia y sus tradiciones. Y, aun amada, esta historia muerta exhalaba un inequívoco hedor de corrupción que horrorizaba a Lovecraft ¡Terrible contradicción, romántica contradicción entre la huida al pasado y el horror de ese mismo pasado, entre la fascinación y la repulsión de la muerte! La necrofilia de Lovecraft —como la de Poe— es, a la vez, necrofobia porque en verdad nunca se puede amar la muerte. Y por eso, al volver Lovecraft al pasado de su tierra, al sentir la contradicción entre la vida que siempre va hacia delante y su deseo de un pasado que ya es muerte, entraron de nuevo en la literatura la casa en ruinas y el muerto putrefacto de la tradición gótica.
Ahora bien, al leer esta relación de influencias asimiladas por los Mitos, el lector se preguntará, asombrado, dónde radica la originalidad de la obra lovecraftiana. Pues bien, su originalidad no radica en ninguno de sus elementos aislados, sino en su totalidad, en su estructura, en su Gestalt, que es algo más que la suma de los elementos que la integran. Esta forma está en función del contenido que, como
1 El «descensus ad inferos» es un elemento imprescindible de todo cuento de miedo. De ahí el valor catártico de éstos.
dije desde un principio, queda constituido por la angustia cósmica de Lovecraft y por su manifestación onírica simbólica. Para expresarla a lo largo de las vicisitudes de su existencia, Lovecraft tuvo que ir utilizando —y descartando— elementos tomados de ámbitos diversos. Los Mitos constituyen la última de tales estructuras, pero no sabemos si habría sido definitiva en caso de que Lovecraft hubiera seguido con vida varios años más.
Por otra parte, los Mitos de Cthulhu, una vez estructurados han pasado también a convertirse en nuevos elementos constitutivos de otras estructuras más modernas. Como todo ciclo mitológico —real o fingido—, el de Cthulhu se ha hecho, ha alcanzado su apogeo y ahora se halla en plena decadencia, a pesar de su tardío éxito popular y a pesar también de la inyección de savia juvenil que representa J. Ramsey Campbell. No sé cuánto durará la agonía, pero creo que, cuando termine de morir, su cadáver va a fertilizar toda la literatura fantástica, en especial el terreno de la science-fiction. Su influencia en ésta es ya evidente hoy como en la obra de Tolkien y en la llamada fantasía heroica de relatos de «espada y brujería» (que arranca, no sólo de las sagas nórdicas, de Beowulf y del falso Ossian, sino de Dunsany, del primer Lovecraft, de Eddison, del propio Tolkien, de E. R. Borroughs y de Robert Howard), en las elucubraciones más o menos paracientíficas de Pauwels y Bergier, en ciertas fantasías humorísticas del catalán Perucho y hasta en algunos relatos crípticos de Borges. Acaso los propios Mitos se transmuten para sobrevivir y den origen a un nuevo tipo de relato. No lo sé. Pero, por lo pronto, como dice precisamente Jacques Bergier, «Lovecraft inventó un género nuevo: el cuento materialista de terror». Después de él el cuento de miedo no volverá a ser nunca el mismo. Yo personalmente opino que el río del cuento de miedo, antaño caudaloso hoy desangrado después de muchas bifurcaciones, irá a parar, como mero afluente, a la corriente de la fantasía científica, pues hoy estamos lejos del cientificismo de Verne o de Wells. Para Bradbury, para el último Kuttner, para Matheson, Harlan Ellison o Sloane, la ciencia es —como para Lovecraft— el vehículo que permite admitir lo fantástico. La explicación meramente sobrenatural cada vez convence menos, aún en un plano estético nuestra civilización se aleja de lo sobrenatural. Para conseguir el ligero estremecimiento que, según Walter Scott, permite «gozar de la agradable sensación del terror» se necesita infundir nuevos y renovados visos de verosimilitud al relato fantástico. No se trata naturalmente, de hacerlo pasar por verdad científica objetiva, pero si de darle un tinte de verdad que lo haga aceptable en un nivel científico, impidiendo el excesivo escándalo de la razón. La ciencia nos da cada vez más sorpresas y el misterio —núcleo de toda literatura fantástica— ya hoy empieza a no radicar en lo sobrenatural sino en lo natural, no en el pasado sino en el futuro (incluido lo que sobre el pasado se averigüe en el futuro). En este sentido, los Mitos de Cthulhu —el «cuento materialista de horror» que
dice Bergier— señala una transición entre el cuento de miedo de antaño y la fantasía científica del porvenir.
Pero volvamos al contenido, a ese contenido definitivo (o, por lo menos, último) de los Mitos que ya se hallaba como potencia en las ansias místicas del feo niño Lovecraft y que se fue haciendo a través de los azares de la forma.
«Todos mis relatos, por muy distintos que sean entre sí —dice Lovecraft—, se basan en la idea central de que antaño nuestro mundo fue poblado por otras razas que, por practicar la magia negra, perdieron sus conquistas y fueron expulsados, pero viven aún en el Exterior, dispuestas en todo momento a volver a apoderarse de la Tierra».
Este es el eje principal de los Mitos. En él distinguimos en seguida dos factores contradictorios (como es de rigor en toda verdadera estructura): el racionalismo materialista y el anhelo religioso. Del maridaje de estos opuestos nace el elemento fundamental del contenido de los Mitos: el horror arquetípico.
El materialismo de Lovecraft fue precisamente el que le llevó a encarnar sus horrores arquetípicos, no en puros dioses, tampoco en figuras meramente oníricas, sino en seres materiales —si bien de una materia distinta y ajena a nuestros cánones—, que habían venido a la Tierra mucho antes de que apareciese el hombre y que, por supuesto, luego han sido a menudo adorados como dioses y manifestando una gran facilidad para inmiscuirse en los sueños de los hombres. Pero estos seres, por muy materiales y racionalizados que nos los quiera representar, son indudablemente símbolos arquetípicos, «supervivencias latentes en el inconsciente colectivo: el recuerdo inconsciente de arcaicas fases filogenéticas» (Alfonso Sastre). En este sentido, los Primordiales son personificaciones de los arquetipos más aterradores y primitivos, de los monstruos más antiguos de nuestro abismo interior. Estos monstruos, nunca domesticados, se manifiestan de nuevo con todo su poder cuando, en el sueño, descendemos a las profundidades del alma donde habitan. Y Lovecraft descendió a menudo en sus pesadillas.
Anteriores a la especie humana y aletargados por la hegemonía del hombre, los Primitivos —enormes masas amorfas— esperan y sueñan con volver a dominar la tierra. El Gran Dios Cthulhu, el más maligno e importante de ellos, yace en el fondo del mar. Desde un punto de vista simbólico, todo esto es rigurosamente cierto. En el fondo del mar —que es cuna de la vida y símbolo de nuestro propio inconsciente prehumano— o en las entrañas de la tierra, en estratos geológicos arcaicos que simbolizan arcaicos niveles de la mente, yacen nuestros terrores y deseos más ancestrales, los que heredamos de nuestros antepasados no humanos, junto con nuestra estructura cerebral y como memoria de un mundo entonces percibido a través de su mente irracional. Antes de ser hombres, hubo en nuestra vida una época de terrores sin nombre y de caos sin forma. Entonces ciertamente eran los
Primordiales señores del mundo. Al alborear lo específicamente humano —la razón, el verbo— esa zona de nuestra psique quedó rehusada, hundida en lo subconsciente, y se convirtió en un estrato funcional inferior. Pero ahí sigue, amando, odiando y tañendo con impulsos infinitos aún no domeñados por la palabra, envuelto en el aura numinosa de los terrores primitivos. Para esta zona de nuestra alma, que no conoce el verbo, lo racional es un carcelero despiadado, y lo odia. Sueña así con recuperar su hegemonía e invadir el mundo humano consciente.
En este horror arquetípico se manifiesta plenamente la básica contradicción lovecraftiana entre su racionalismo mecanicista y ese anhelo de sueños numinosos que en e1 estaba íntimamente ligado su imagen fabulosa del pasado. Porque el horror arquetípico de Lovecraft deriva también, y sin ninguna duda, del juego dialéctico entre la fascinación que en él ejercía todo lo arcaico y su horror racionalista a la regresión. Para su razón hiperlógica, el caos del abismo representaba un peligro mortal, tanto más amenazador cuanto más rígida era aquélla. Pero, a la vez, Lovecraft amaba el pasado legendario, los mitos arcaicos, los grandes sueños numinosos, es decir, lo irracional. Otra vez hay que repetir su lamento: «¡Idealismo y materialismo, ilusión y verdad!» Lo irracional acaba con lo racional y, de ese choque y de la represión subsiguiente, el deseo se volvía horror. Lo numinoso, reprimido por un aro rígido y atemorizado, se tornaba negativo, esto es, diabólico. Por eso en Lovecraft, los arquetipos —a pesar de desearlos secretamente— tienen ese cariz terrorífico y brutal, siempre amenazador, de primitivas fuerzas del Mal
De esta contradicción fundamental nacieron —repito— los Mitos de Cthulhu. Lovecraft, para expresar su horror en forma literaria, recurrió a sus sueños (que ya eran ilustración e imagen, personificación de ese mismo horror). Y, al recurrir a ellos, utilizó símbolos que perviven en nuestro subconsciente y supo despertar —como dice Wetzel— «ese terror ancestral que yace en todos nosotros como denominador común». A este respecto la angustia de Lovecraft —el terror a la disolución del Yo, islita perdida en un mar embravecido psicológico y social pertenece de lleno a nuestro siglo XX buceador de honduras, portador de luz a las profundidades. Para Lovecraft —que, como he dicho, fue un terrible pesimista— no hay modo de defenderse de los Primordiales salvo, si acaso por el azar. Los benévolos Dioses Arquetípicos, enemigos de los Primordiales a los que mantienen reprimidos mediante signos místicos, son en realidad creación de Derleth. Sólo al final de sus días e influido por éste, aceptó Lovecraft en sus últimos cuentos la posibilidad de defenderse del Mal, aunque sin especificar los métodos.
Junto a estos horrores arquetípicos y colectivos, aparecen como contenido de los Mitos y estructurados en forma simbólica, otros sentimientos dominantes de Lovecraft.
En primer lugar, hay que citar su aislamiento espiritual, su hondo sentimiento de ser distinto a los demás. El protagonista de sus relatos —aquel personaje con el que se identifica el autor— es, cuando no un monstruo declarado (El Extraño, En la Noche de los Tiempos), la única persona normal de un mundo enfermo (La Sombra sobre Innsmouth, El Ceremonial). En ambos casos se pone de manifiesto su distanciamiento del mundo que le rodeaba, su sentimiento de soledad hostil. Este sentimiento se expresa de modo especialmente intenso y patético en El Extraño1 (no perteneciente al ciclo de los Mitos). A mi juicio, este relato es una autobiografía, simbólica pero exactísima, de su autor solitario, necesitado de calor humano, que busca anhelante a sus semejantes para descubrir que él es un ser de otra época, una carroña viva que causa horror. En otros cuentos suyos reaparece este tema y, aun en muchos en los que el acento morboso recae sobre la sociedad, el protagonista acaba por descubrir que él mismo es mucho más monstruoso aún.
Íntimamente ligado a este sentimiento está su horror racista. «Soy sencillamente incapaz —escribía Lovecraft— de contemplar seres anormales sin sentir náuseas físicas». Cuando el prójimo, ya de por sí ajeno y potencialmente hostil, era además bajito, aceitunado, de ojos oblicuos, habla extranjera y sucio por añadidura —es decir, mucho más ajeno y hostil—, Lovecraft sentía hacia él un horror sin límites y evitaba hasta su mero contacto físico. La sensación que le producían estos extranjeros –como señala Maurice Lévy— se expresa en los Mitos por medio de monstruos híbridos que amenazan con proliferar excesivamente. Sin embargo, Lovecraft nunca fue un escritor ideológico. Tuvo siempre la rarísima delicadeza de no meter política en sus cuentos. En éstos, su pro-fascismo no aparece en forma explícita, excepto en su En la noche de los Tiempos, donde parece declararse partidario de «un socialismo de cierto matiz fascista». Y es que, en sus cuentos, Lovecraft expresó las vivencias que había por debajo de sus simpatías políticas y no éstas últimas. Sus cuentos están hechos con su racismo hondo, visceral, vital, con su angustia, su temor, su soledad. Como sus relatos, sus opiniones políticas emanaban de estas vivencias primarias, eran racionalizaciones de ellas. Pero, al expresarlas como arte y no como doctrina, supo evitar la amenaza —especialmente grave en él— de caer en el irracionalismo. Sus vivencias se expresaron en símbolos estéticos perfectamente integrados en el contexto de los Mitos.
Por otra parte, tan sincero fue Lovecraft al expresarse, y tan ajeno a todo partidismo, que los auténticos anglosajones, entre los cuales refugió su vida, aparecen en su obra apenas menos monstruosos que los propios monstruos. En efecto, los habitantes de las zonas rurales de Nueva Inglaterra se nos presentan, en sus relatos, como unos seres
1 Sobre este cuento escribe Groff Conklin: «El extraño individuo que escribió este extraño relato vivió sin duda algo de lo que escribió; y supongo, por lo tanto, que a partir de esta narración un psiquiatra podría deducir muchas cosas de su autor».
atrasados, degenerados por los muchos cruces consanguíneos, poseídos de supersticiones sin cuento, dominados por un absurdo orgullo misoneísta y encerrados en un círculo pequeño y sofocante. Tampoco es difícil ver en ellos a los familiares y a los viejos amigos de la familia del propio Lovecraft a esos puritanos pequeñoburgueses que llevaban una vida recluida entre muebles antiguos, tradiciones empolvadas y orgullo inmovilizado de familia añeja. Lovecraft, pues, rechazaba con horror lo extraño, pero señalaba la decadencia de lo propio. Era —repito— un hombre enfermo y torturado, educado en el terror del prójimo pero que sentía como cárcel el ambiente enrarecido de los suyos. Para él —cuenta Wetzel— el Puritanismo representaba el apogeo del Mal En este sentido, se le puede considerar como un escritor realista a lo Balzac, que, siendo partidario de cierto grupo social y perteneciendo a él, supo en su amargura, y acaso sin pretenderlo, pintar su descomposición real.
Su horror al mar también se integra perfectamente con los demás elementos de sus cuentos. Cthulhu, máximo símbolo de su horror, yace en el fondo del mar. Los seres híbridos de sus relatos a menudo son cruces de hombres y bestias marinas. Los barrios portuarios y el olor a pescado corrompido son, en sus relatos, signo equívoco de la presencia del Mal
Esta es, pues, en líneas generales, la estructura de los Mitos en la que, contradictoriamente, se integran oscurantismo y racionalismo, materialismo y magias arcaicas, ciencia y mística La sociedad de los años treinta y, sobre todo, la de hoy, estaba necesitada de arte torturado. Se lo proporcionó un hombre casual: Lovecraft. Pero, desde el punto de vista de éste, necesidad y azar se convierten en sus opuestos. El necesitaba expresarse. El que hubiese o no un público dispuesto a aceptar su obra era para él casual.
Intentos de sistematización de los Mitos
Lovecraft nunca intentó sistematizar los Mitos. El fue —digamos— el profeta de la nueva religión. El permitió que hablase la voz numinosa de su caos subconsciente y sólo dejó establecido que, antes de que apareciera el hombre, la Tierra había tenido otros amos, cuyos nombres enumera. A esta idea central aluden —según Lovecraft— determinados libros «aborrecibles», ciertos grabados «abominables» y algunas esculturas «sacrílegas». También menciona varios lugares que resultan sagrados, bien porque en ellos exista alguna «puerta» que comunique con otras dimensiones, bien porque en ellos se oculten aún ciertos seres del Exterior, bien porque en ellos se mantenga determinada influencia cósmica. Asimismo, cita Lovecraft la existencia de cultos y de rituales «blasfemos» que prefiere no detallar.
Pero esto es todo. El sampablo de los Mitos, el sistematizador y exégeta de Lovecraft fue sobre todo Derleth. Ya vimos que él fue el creador de lo, benignos Dioses Arquetípicos y del Sello Sagrado de
éstos: una piedra en forma de estrella de cinco puntas, que es el talismán más eficaz contra los Primordiales. Derleth intentó hacer de los Mitos una cosmogonía y una ética. Los ordenó y sistematizó y entresacó de ellos los elementos más aptos para sus fines.
Páginas atrás vimos cómo Derleth interpretaba los Mitos como una distorsión de elementos judeo-cristianos. Veamos ahora un esquema de los Mitos, trazado por el mismo autor: «Se trataba —dice— de la lucha, presente en todos los credos, de las fuerzas de la luz contra las de las tinieblas, o, al menos, eso parecía. ¿Qué más da llamarlas Dios y el Diablo que Dioses Arquetípicos y Primordiales o Bien y Mal? ¿Qué importancia tiene darles respectivamente por nombres el de Nodens, Señor del Gran Abismo —único Dios Arquetípico conocido— y los de los Primordiales?»
Pero Derleth, en definitiva, intentó sistematizar los Mitos desde dentro, es decir, desde sus propios relatos de ficción. Desde fuera, Lin Carter, erudito, teólogo y bibliógrafo de la relación lovecraftiana, describe así los Mitos: «Los trabajos de ese grupo de escritores que llamamos ‗la escuela de Lovecraft‘ —H. P. Lovecraft, Clark Ashton Smith, August Derleth, Robert E. Howard, E. Hoffamn Price, Frank Belknap Long, Henry Kuttner y Robert Bloch— tienen en común un cuerpo doctrinal que los vincula hasta casi hacer de ellos un género literario propio: el que llamamos ‗mitología de Cthulhu‘. Dicho cuerpo doctrinal —al que contribuyeron los autores citados— es en parte una cronología de la Tierra desde su pasado más remoto hasta su último futuro— en parte, una historia de las numerosas razas de dioses, demonios, monstruos, hombres y entidades que la han poblado, que la pueblan o que la han de poblar; en parte, un panteón de dichos dioses y demonios, con una especie de teología descriptiva de sus nombres, atributos y servidores, y, en parte, una bibliografía de libros científicos, místicos, literarios e históricos».
El mismo Lin Carter resume los Mitos del modo siguiente: «Estudiando las divinidades y los demonios que aparecen en los Mitos de Cthulhu se induce que la tesis de Lovecraft, la fuente prima de los Mitos, es que, en épocas geológicas remotísimas este mundo fue habitado y gobernado por grupos de dioses y de divinidades benévolas. Mucho antes de que apareciese el hombre en la Tierra, ésta era compartida por los Primigenios y la Gran Raza de Yith, quienes cayeron en discordia y se alzaron contra sus propios creadores, es decir, contra los misteriosos Dioses Arquetípicos, primeros pobladores de los espacios estelares. La Gran Raza, constituida por seres espirituales e inmateriales que parasitaban cuerpos ajenos, abandonó las zonas terráqueas por ella dominadas y huyó, a través del tiempo, hasta el siglo que se apoderaron de los cuerpos de una raza de escarabajos que sucederá al hombre, en esa época remota, como forma de vida dominante en el planeta. Los Primigenios, sin rival ya, quieren dominar el mundo y, en combate con los Dioses Arquetípicos que moraban en
Betelgeuse, les robaron ciertos talismanes y determinadas tablillas de piedra cubiertas de jeroglíficos, que ocultaron en un planeta próximo a la estrella Celaeno.
«Los Dioses Arquetípicos castigaron esta inoportuna e impropia rebelión. Aunque los Primigenios, bajo las órdenes de Azathoth se batieron largamente, por último fueron vencidos y expulsados y apresados. Hastur el Inefable fue exiliado al lago de Hali, cerca de Carcosa, en las Híadas próximas a Aldebarán; el Gran Cthulhu, mantenido en un letargo mágico, similar a la muerte, en la mítica ciudad sumergida de R'lyeh, situada no lejos de Ponapé en el Pacífico; Ithaqua, El Que Camina En el Viento, fue desterrado a los helados desiertos árticos, de los que un sello poderoso le impide escapar. Yog-Sothoth fue expulsado de nuestro continuo espacio-tiempo y fue lanzado al Caos junto con Azathoth, a quien, además, por haber sido el cabecilla de la rebelión, los Dioses Arquetípicos privaron de inteligencia y de voluntad. Tsathoggua fue arrojado en una caverna situada bajo el Monte Voormithadreth, en Hiperbórea, junto con algunos dioses menores, como Abhoth y Atlach-Nacha. Cthugha fue exiliado en la estrella Fomalhaut. Ghatanothoa, el Dios-Demonio, fue sellado en las criptas que se extienden bajo una arcaica fortaleza construida por los crustáceos de Yuggoth en la cima del Monte Yadith-Gho, que domina la primitiva ciudad de Mu. Muchos dioses menores fueron obligados a refugiarse en el negro castillo de ónice que corona la ciudad de Kadath, situada en el Desierto de Hielo, en la zona en que el Mundo de los Sueños penetra en nuestra Tierra. De los Primigenios Mayores, sólo Nyarlathotep parece haber evitado tanto prisión como exilio.
«Pero, antes de ser derrotados en aquella la primera de las guerras, los Primigenios Mayores habían engendrado una multitud de sicarios infernales que desde entonces se esfuerzan por liberarlos de nuevo; sin embargo, ni siquiera los Profundos de R'lyeh, seres marítimos y anfibios, pueden levantar ni tocar el Signo Arquetípico, poderoso Sello de estos Dioses, que mantiene a Cthulhu dormido en la muerte. Y, aunque en la página 751 de la edición completa del Necronomicon figura el famoso Noveno Verso que, debidamente entonado, devolverá la libertad a Yog-Sothoth y dará origen a su retorno anunciado por los profetas, ninguno de sus adoradores humanos o inhumanos ha conseguido hasta la fecha liberarlo. En ocasiones, alguien ha conseguido levantar el Sello Arquetípico, pero siempre ha sido vuelto a colocar en su sitio, bien por intervención directa de los propios Dioses, bien de sus muchos servidores humanos. Sin embargo, Alhazred ha profetizado que, por fin, los Primigenios serán liberados y regresarán. Debemos suponer, pues, que, en algún futuro incierto, volverán a disputar una vez más el Universo a los Dioses Arquetípicos».
Derleth, sin embargo, refiere que entre los mismos Primigenios hay rencillas. Por ejemplo, Hastur es enemigo irreconciliable de Cthulhu y a veces actúa como salvador de los perseguidos por éste. Esto está en
relación con la procedencia original de los Primigenios, algunos de los cuales son espíritus de los elementos y mantienen entre sí las oposiciones que entre éstos existen Así Cthulhu simboliza en cierto modo el agua; Cthugha, el fuego; Ithaqua y Hastur, el aire; Shub-Niggurath, la tierra. Otro exégeta, Fritz Leiber, muy inclinado hacia la vertiente de la fantasía científica de los Mitos, considera «equivocado ver en los Mitos de Cthulhu un trasunto sofisticado de la demonología cristiana o incluir sus númenes en las categorías, simétricas y maniqueas del Bien y el Mal». Para él, lo más importante sería el contenido cosmogónico de los Mitos, los cuales, a su juicio, constituyen todo una historia primitiva de la Tierra. Como se ve, la cosa no está clara ni mucho menos y cada autor la interpreta un poco a su gusto.
Tampoco hay mucho orden en lo que se refiere a los dioses, diosecillos y semidioses de la mitología lovecraftiana. Incluso no está totalmente claro si los Primigenios y los Primordiales son los mismos o distintos. Por su parte, como ya he dicho, Lovecraft no clarifica ni quiénes ni qué son, pero Derleth, en su afán sistematizador señala que los Primordiales son «manifestaciones de los Primigenios en el plano terreno». Sea como fuere Lévy divide el panteón lovecraftiano en tres grandes categorías: los monstruos de las Altas Tierras del Sueño, los monstruos del mundo vigil y los Primordiales. Corresponden a la primera categoría los Ángeles Descarnados de la Noche —gomosos, cornudos, sin cara, con alas de murciélago—, los Vampiros en su doble variedad —vampiros a secas, que son como perros, y Vampiros de Pies Rojos—, los Dholes —que mueren al ser expuestos a la luz—, los enormes Gugs de boca vertical, los Shantaks —enormes, alados, de cuerpo escamoso y cabeza de caballo— y las entidades lunares con cuerpo de sapo, amorfas, gelatinosas y con tentáculos. Estos monstruos pertenecen, en su mayoría, a la época dunsaniana de Lovecraft (especialmente a su The dream-quest of unknown Kadath), pero casi todos han sobrevivido en los Mitos, si bien con un cariz más siniestro y menos onírico. Entre los monstruos del mundo vigil, Lévy señala los híbridos diversos, los Profundos, los Mi-Go, los Shoggoths, etc. Estos ya pertenecen a los Mitos, así como, naturalmente, los Primordiales.
Lin Carter, por su parte, clasifica los dioses lovecraftianos en dos categorías: los Primordiales («también llamados Primigenios, Malignos, Los-Que-Llegan y Arcaicos») y los Dioses de la Tierra. A la primera categoría pertenecen los antiguos dominadores de nuestro planeta, aunque Carter no hace grandes distinciones entre los Mayores —Cthulhu, Yog-Sothoth, Shub-Niggurath, Nyarlathotep, Lloigor, Hastur, Ubbo-Sathla, etc.— y los Menores —Dagon, Hydra, Nug, Gnoph-Keh, Yig, etc.—. En su segunda categoría incluye algunos diosecillos citados por Lovecraft en su fase dunsaniana y también, un poco por no saber dónde si no, al propio Nodens. Para mayor confusión, Carter señala la posibilidad de que algunos de los Primordiales no sean sino avatares o emanaciones de otros. Byagoona, dios menor, por ejemplo, se
caracteriza por no poseer rostro, lo que hace pensar que acaso no sea sino una transposición de Nyarlathotep, el Gran Dios Sin Cara.
Por mi parte, yo prefiero la clasificación de Lévy, pero —para hacerla extensiva a todos los Mitos de Cthulhu y no sólo a los relatos de Lovecraft— donde él dice Primordiales, yo diría sencillamente Dioses y los dividiría en dos grandes grupos: Arquetípicos y Primordiales (o Primigenios), subdividiendo estos últimos en mayores y menores. Sería muy largo enumerar y describir aquí todos ellos.
También sería largo enumerar todos los lugares sagrados, 1as invocaciones y los rituales de los Mitos. Me remito a los textos que integran esta antología y a los que cito en la bibliografía final.
Y ya que hablo de textos, voy a referirme, para terminar, a 1os libros canónicos de la religión lovecraftiana. Estos libros –según Carter— «contribuyen a apoyar numerosos detalles de los Mitos a los que dan un aire de autenticidad y de erudición». Pero tampoco en tales libros se sistematizan los Mitos. Al parecer, en ellos se alude veladamente, bajo parábolas y símbolos y a menudo en forma fragmentaria, a oscuros arcanos que sólo los adeptos saben interpretar.
Algunos de dichos libros tienen existencia real, como el Thesaurus Chemicus de Bacon, la Turba Philosophorum, The Witch Cult in Western Europe de Murray, De Masticatione Mortuorum in Tumulis de Raufft, el Libro de Dzyan, la Ars Magna et Ultima de Lulio, el Libro de Thoth, el Zohar, la Cryptomenysis Patefacta de Falconer o la Polygraphia de Trithemius. Estos libros se citan sobre todo por sus nombres rimbombantes y misteriosos, pero, naturalmente, tienen en realidad muy poco o nada que ver con los Mitos. De los demás, sin embargo, la mayoría es puramente inventada y trata directamente de los Mitos, aunque, como he dicho, de modo velado y, al parecer, en medio de otros temas diversos aunque igualmente esotéricos. Entre ellos, los principales son: el Libro de Eibon, el Texto R'lyeh, los Fragmentos de Celaeno, los Cultes des Goules del conde d'Erlette, De Vermis Mysteriis de Ludvig Prinn, las Arcillas de Eltdown, el People of the Monolith de Justin Geoffrey, los Manuscritos Pnakóticos, los Siete Libros Crípticos de Hsan, los Unaussprechlichen Kultem de Von Junzt y, sobre todo, el Necronomicon de Abdul Alhazreth.
Este último libro es mencionado con tal lujo de detalles bibliográficos y se citan tantos pasajes suyos en los Mitos que mucha gente ha llegado a creer en su existencia real. Derleth relata en un controvertido artículo cómo, al principio, algunos lectores engañados empezaron a insertar anuncios, solicitándolo, en las revistas serias y respetables. Luego, ya como broma, ya como estafa, el Necronomicon comenzó a aparecer en los catálogos de los libreros de viejo. Derleth cita el siguiente anuncio, aparecido en 1962 en el Antiquarian Bookman: «Alhazred, Abdul. Necronomicon, España, 1647. Encuadernado en piel algo arañada descolorida, por lo demás buen estado. Numerosísimos grabaditos madera signos y símbolos místicos. Parece tratado (en latín)
de Magia Ceremonial. Ex libris. Sello en guardas indica procede de Biblioteca Universidad Miskatonic. Mejor postor.» Asimismo, el libro ha sido a menudo solicitado en bibliotecas públicas y, lo que es más grande, ¡incluso ha aparecido en los propios ficheros de éstas! En 1960 se descubrió, en el archivo de la Biblioteca General de la Universidad de California, la siguiente ficha, elaborada sin duda por un estudiante:
BL 430
A 47
B
Alhazred, Abdul — aprox. 738 D.C.
NECRONOMICON (Al Azif) de Abdul
Alhazred. Traducido del griego
por Olaus Wormius (Olao Worm)
xiii, 760 págs., grabados madera,
enc. tablas, tam. fol. (62 cm.)
(Toledo), 1647
Esta ficha, según Derleth, «es deliciosamente plausible, ya que la sección BL 430 de la Biblioteca está dedicada a las religiones primitivas y la letra B corresponde a un armario cerrado donde se guardan libros que no deben ser hojeados por cualquiera».
Por mi parte; puedo añadir que, en París, en la librería «La Mandragore», especializada en literatura fantástica, hay clavada en la pared una lista de libros raros muy solicitados. ¡En primer lugar figura el Necronomicon! Claro que también aquí se trata de una broma, obra en este caso de mi amigo Francois Béalu. Pero sería gracioso que estos Mitos de Cthulhu, que esta religión sabida falsa desde un principio, acabara por ser aceptada como cierta. No es imposible que los ocultistas —que, en general, y pese a su negativa, mantienen una postura predominantemente estética— empezaran a descubrir que hay en los Mitos más verdad de lo que parece. Tal vez algún ocultista engañado cite algún día en sus obras el Necronomicon. Acaso entonces sus discípulos y lectores crean al maestro y Cthulhu empiece a tener adoradores reales.
¡Si Lovecraft levantara la cabeza...! (Pero si Lovecraft levantara la cabeza, igual existía Cthulhu de verdad.)
Rafael Llopis
Libro Primero
Los Precursores
Introducción
En este Libro Primero recojo algunas muestras de los trabajos que influyeron en la estructuración de los Mitos. Y los recojo en un orden cronológico un tanto especial, a saber: no en el que fueron escritos o publicados, sino en el que fueron influyendo en la obra de Lovecraft.
En las páginas que siguen podrá leerse al Dunsany fantástico de Días de Ocio, junto al que habría que mencionar también al Poe bíblico de Silencio, a la Cábala y al Bardo Thodol, al Taob~King y al Libro de Lzyan, lecturas predilectas del joven Lovecraft.
Bierce nos habla después de la mítica Carcosa y prefigura, en su relato, el terrible Extraño de Lovecraft. Chambers dice en el suyo El fabuloso Rey Amarillo, ese libro espantoso cuya lectura destruye al osado lector.
Machen nos presenta un relato que subraya la existencia de retos hoy perdidos por la ciencia. En él retorna a uno de sus temas predilectos: la índole diabólica —en este caso narcisista—de las antiguas iniciaciones. Y Blackwood nos habla de las primitivas fuerzas de la naturaleza salvaje.
Por último, como colofón, viene un cuento del propio Lovecraft, escrito en l918, es decir, en plena época dunsaniana de su autor.
Este Libro Primero es, como si dijéramos, un aperitivo que invitará la digestión de los horrores "abominables", "impíos" “sacrílegos" y “monstruosos" que vendrán después.
Lord Dunsany
Días de ocio en el país del Yann1
Cruzando el bosque, bajé a la orilla, del Yann, y allí encontré, según se había profetizado, al barco El Pájaro del Río, presto a soltar amarras.
El capitán estaba sentado, con las piernas cruzadas, sobre la blanca cubierta, con su cimitarra al lado, enfundada en su vaina esmaltada de pedrería; y los marineros desplegaban las ágiles velas para guiar el navío al centro del Yann, y entre tanto cantaban viejas canciones de paz. Y el viento de la tarde, que descendía helado de los campos de nieve de alguna montaña, residencia de lejanos dioses, llegó de súbito como una alegre noticia a una ciudad impaciente, e hinchó las velas, que semejaban alas.
Y así alcanzamos el centro del río, y los marineros arriaron las grandes velas. Pero yo había ido a saludar al capitán, y a inquirir los milagros y las apariciones entre los hombres de los más santos dioses de cualquiera de las tierras en que él había estado. Y el capitán respondió que venía de la hermosa Belzoond, y que había orado a los dioses menores y más humildes que rara vez enviaban el hambre o el trueno y que fácilmente se aplacaban con pequeñas batallas. Y le dije cómo llegaba de Irlanda, que está en Europa; y el capitán y todos los marineros se rieron, pues decían: «No hay tales lugares en todo el país de los sueños.» Cuando acabaron de burlarse, expliqué que mi fantasía moraba por lo común en el desierto de Cuppar-Nombo, en una ciudad azul llamada Golthoth la Condenada, que guardaban en todo su contorno los lobos y sus sombras, y que había estado desolada años y años por una maldición que fulminaron una vez los dioses airados y que no habían podido revocar. Y que a veces mis sueños me habían llevado hasta Pungar Vees, la roja ciudad murada donde están las fuentes, que comercia con Thul y las Islas. Cuando hablé así me dieron albricias por la elección de mi fantasía, diciendo que, aunque ellos nunca habían visto esas ciudades, bien podían imaginarse lugares tales. Durante el resto de la tarde contraté con el capitán la suma que había de pagarle por mi travesía, si Dios y la corriente del Yann nos
1 Título original: Idle Days on the Yann [©Revista de Occidente, Madrid]
llevaban con fortuna a los arrecifes del mar que llaman Bar-Wul-Yann, la Puerta del Yann.
Ya había declinado el sol, y todos los colores de la tierra y el cielo habían celebrado un festival con él, y huido uno a uno al inminente arribo de la noche. Los loros habían volado a sus viviendas de las umbrías de una y otra orilla; los monos, asidos en fila a las altas ramas de los árboles, estaban silenciosos y dormidos; las luciérnagas subían y bajaban en las espesuras del bosque, y las grandes estrellas asomábanse resplandecientes a mirarse en la cara del Yann. Entonces, los marineros encendieron las linternas, colgáronlas a la borda del navío y la luz relampagueó súbitamente y deslumbró al Yann; y los ánades que viven a lo largo de las riberas pantanosas levantaron de pronto el vuelo y dibujaron amplios círculos en el aire, y columbraron las lejanías del Yann y la blanca niebla que blandamente encapotaba la fronda, antes de regresar a sus pantanos.
Entonces, los marineros se arrodillaron sobre cubierta y oraron, no a la vez, sino en turnos de cinco o seis. De uno y otro lado arrodillábanse cinco o seis, porque allí sólo rezaban a un tiempo hombres de credos diferentes, para que ningún dios pudiera oír la plegaria de dos hombres al mismo tiempo. Tan pronto como uno acababa de orar, otro de la misma fe venía a tomar su puesto. Así es como se arrodillaba la fila de cinco o seis, con sus cabezas dobladas bajo las velas que latían al viento, mientras que la vena central del río Yann encaminábalos hacia el mar; y sus plegarias ascendían por entre las linternas y subían a las estrellas. Y detrás de ellos, en la popa del barco, el timonel rezaba en voz alta la oración del timonel, que rezan todos los que comercian por el río Yann, cualquier que sea su fe. Y el capitán impetró a sus pequeños dioses menores, a los dioses que bendicen a Belzoond.
Y yo también sentí anhelos de orar. Sin embargo, no quería rogar a un dios celoso, allí donde los débiles y benévolos dioses eran humildemente invocados por el amor de los gentiles; y entonces me acordé de Sheol Nugganoth, a quien los hombres de la selva habían abandonado largo tiempo hacía, que está ahora solitario y sin culto; y a él recé.
Mientras estábamos orando, cayó la noche de repente, como cae sobre todos los hombres que rezan al atardecer y sobre los hombres que no rezan; pero nuestras plegarias confortaron nuestras almas cuando pensábamos en la Gran Noche que venía.
Y así, el Yann nos llevó magníficamente río abajo, porque estaba ensoberbecido con la fundida nieve que el Poltiades le trajera de los montes de Hap, y el Marn y el Migris estaban hinchados por la inundación; y nos condujo en su poder más allá de Kyph y Pir, y vimos las luces de Golunza.
Pronto estuvimos todos dormidos, menos el timonel, que gobernaba el barco por la corriente central del Yann.
Cuando salió el sol cesó su canto el timonel, porque con su canto se alentaba en la soledad de la noche. Cuando cesó el canto nos despertamos súbitamente, otro tomó el timón y el timonel se durmió.
Sabíamos que pronto llegaríamos a Mandaroon. Luego que hubimos comido apareció Mandaroon. Entonces el capitán dio sus órdenes, y los marineros arriaron de nuevo las velas mayores, y el navío viró, y dejando el curso del Yann, entró en una dársena bajo los rojos muros de Mandaroon. Mientras los marineros entraban para recoger frutas, yo me fui solo a la puerta de Mandaroon. Sólo unas cuantas chozas había, en las que habitaba la guardia. Un centinela de luenga barba blanca estaba a la puerta armado de una herrumbrosa lanza. Llevaba unas grandes antiparras cubiertas de polvo. A través de la puerta vi la ciudad. Una quietud de muerte reinaba en ella. Las calles parecían no haber sido holladas, y el musgo crecía espeso en el umbral de las puertas; en la plaza del mercado dormían confusas figuras. Un olor de incienso venía con el viento hacia la puerta, incienso de quemadas adormideras, y oíase el eco de distantes campanas. Dije al centinela en la lengua de la región del Yann: « ¿Por qué están todos dormidos en esta callada ciudad?»
El contestó: «Nadie debe hacer preguntas en esta puerta, porque puede despertarse la gente de la ciudad. Porque cuando la gente de la ciudad se despierte, morirán los dioses. Y cuando mueran los dioses, los hombres no podrán soñar más». Empezaba a preguntarle qué dioses adoraba la ciudad, pero él enristró su lanza, porque nadie podía hacer preguntas allí. Le dejé entonces y me volví al Pájaro del Río.
Mandaroon era realmente hermosa, con sus blancos pináculos enhiestos sobre las rojas murallas y los verdes tejados de cobre.
Cuando llegué al Pájaro del Río, los marineros ya estaban a bordo. Levamos anclas en seguida y nos hicimos a la vela otra vez, y otra vez seguimos por el centro del río. El sol culminaba en su carrera, y alcanzábamos a oír en el río Yann las incontables miríadas de coros que le acompañaban en su ronda por el mundo. Porque los pequeños seres que tienen muchas patas habían desplegado al aire sus alas de gasa, suavemente, como el hombre que se apoya de codos en el balcón y rinde regocijado solemnes alabanzas al sol; o bien unos con otros danzaban en el aire inciertas danzas complicadas y ligeras, o desviábanse para huir al ímpetu de alguna gota de agua que la brisa había sacudido de una orquídea silvestre, escalofriando el aire y estremeciéndole al precipitarse a la tierra; pero entre tanto cantan triunfalmente: «Porque el día es para nosotros —dicen—, lo mismo si nuestro magnánimo y sagrado padre el Sol engendra más de nuestra especie en los pantanos, que si se acaba el mundo esta noche.» Y allí cantaban todos aquellos cuyas notas son conocidas de los oídos humanos, así como aquellos cuyas notas, mucho más numerosas, jamás fueron oídas por el hombre.
Para todos estos seres, un día de lluvia hubiera sido como para el hombre una era de guerra que asolara los continentes durante la vida de una generación.
Y salieron también de la oscura y humeante selva para contemplar el sol y gozarse en él las enormes y tardas mariposas. Y danzaron; pero danzaban perezosamente en las calles del aire como tal reina altiva de lejanas tierras conquistadas, en su pobreza y destierro, danza en algún campamento de gitanos por sólo el pan para vivir, pero sin que su orgullo consintiérale bailar por un mendrugo más.
Y las mariposas cantaron de pintadas y extrañas cosas, de orquídeas purpúreas y de rojas ciudades perdidas, y de los monstruosos colores de la selva marchita. Y ellas también estaban entre aquellos cuyas voces son imperceptibles a los oídos humanos. Y, cuan do fluctuaban sobre el río, de bosque a bosque, fue disputado su esplendor por la enemiga belleza de las aves que salieron a perseguirlas. A veces posábanse en las blancas y céreas yemas de la planta que se arrastra y trepa por los árboles de la selva; y sus alas de púrpura resplandecían sobre los grandes capullos, como cuando van las caravanas de Nurl a Thace las sedas relampagueantes resplandecen sobre la nieve, donde los astutos mercaderes las despliegan una a una para ofuscar a los montañeses de las montañas de Noor.
Mas sobre hombres y animales, el sol enviaba su sopor. Los monstruos del río yacían dormidos en el légamo de la orilla. Los marineros alzaron sobre cubierta un pabellón de doradas borlas para el capitán, y fuéronse todos, menos el timonel, a cobijarse bajo una vela que habían tendido como un toldo entre dos mástiles. Entonces se contaron cuentos unos a otros, de sus ciudades y de los milagros de sus dioses, hasta que cayeron dormidos. El capitán me brindó la sombra de su pabellón de borlas de oro, y charlamos durante algún tiempo, diciéndome él que llevaba mercancías a Perdondaris y que de retorno llevaría cosas del mar a la hermosa Belzoond. Y mirando a través de la abertura del pabellón los brillantes pájaros y mariposas que cruzaban sobre el río una y otra vez, me quedé dormido, y soñé que era un monarca que entra en su capital bajo empavesados arcos, y que estaban allí todos los músicos del mundo tañendo melodiosamente sus instrumentos, pero sin nadie que le aclamase.
A la tarde, cuando enfrió el día, desperté, y encontré al capitán ajustándose la cimitarra, que se había desceñido para descansar.
En aquel momento nos aproximábamos al amplio foro de Astahahn, que se abre sobre el río. Extrañas barcas de antiguo corte estaban amarradas a los peldaños. Al acercarnos vimos el abierto recinto marmóreo, en cuyos tres lados levantábanse las columnatas del frente de la ciudad. Y en la plaza y a lo largo de las columnatas paseaba la gente de aquella ciudad con la solemnidad y el cuidado gesto que corresponde a los ritos del antiguo ceremonial. Todo en aquella ciudad era de estilo antiguo: la decoración de las casas, que, destruida por el
tiempo, no había sido reparada, era de las épocas más remotas; y por todas partes estaban representados en piedra los animales que han desaparecido de la tierra hace mucho tiempo: el dragón, el grifo, el hipogrifo y las varias especies de gárgola. Nada se encontraba, ni en los objetos ni en los usos que fuera nuevo en Astahahn. Nadie reparó en nosotros cuando entramos, sino que continuaron sus procesiones y ceremonias en la antigua ciudad, y los marineros, que conocían sus costumbres, tampoco pusieron mayor atención en ellos. Pero yo, así que estuvimos cerca, pregunté a uno de ellos que estaba al borde del agua qué hacían los hombres de Astahahn, y cuál era su comercio y con quién traficaban. Dijo: «Aquí hemos encadenado y maniatado al Tiempo, que, de otra suerte, hubiera matado a los dioses».
Le pregunté entonces qué dioses adoraban en aquella ciudad, y respondió: «A todos los dioses a quienes el Tiempo no ha matado todavía». Me volvió la espalda y no dijo más, y se compuso de nuevo el gesto propio de la antigua usanza. Y así, según la voluntad del Yann, derivamos y abandonamos Astahahn. El río ensanchábase por bajo de Astahahn; allí encontramos mayores cantidades de los pájaros que hacen presa en los peces. Y eran de plumaje maravilloso, y no salían de la selva, sino que, con sus largos cuellos estirados y con sus patas tendidas hacia atrás en el viento, volaban rectos por el centro del río.
Entonces empezó a condensarse el anochecer. Una espesa niebla blanca habla aparecido sobre el río y calladamente se extendía. Asíase a los árboles con largos brazos impalpables, y ascendía sin cesar, helando el aire; y blancas formas huían a la selva, como si los espectros de los marineros naufragados estuviesen buscando furtivamente en la sombra los espíritus malignos que tiempo atrás habíanles hecho naufragar en el Yann.
Cuando el sol comenzó a hundirse tras el campo de orquídeas que descollaban en la alfombrada ladera de la selva, los monstruos del río salieron chapoteando del cieno en que se habían acostado durante el calor del día, y los grandes animales de la selva salían a beber. Las mariposas habíanse ido a descansar poco antes. En los angostos afluentes que cruzábamos, la noche parecía haber cerrado ya, aunque el sol, que se había ocultado de nosotros, aún no se había puesto.
Entonces, las aves de la selva tornaron volando muy altas sobre nosotros, con el reflejo bermellón del sol en sus pechos, y arriaron sus piñones tan pronto como vieron el Yann, y abatiéronse entre los árboles. Las cercetas empezaron entonces a remontar el río en grandes bandadas silbando; de súbito giraron y se perdieron volando río abajo. Y allí pasó como un proyectil, junto a nosotros, el trullo, de forma de flecha; y oímos los varios graznidos de los bandos de patos, que los marineros me dijeron habían llegado cruzando las cordilleras lispasianas; todos los años llegan por el mismo camino, que pasa junto al pico de Mluna, dejándolo a la izquierda; y las águilas de la montaña saben el camino que traen, y al decir de los hombres, hasta la hora, y
todos los años los esperan en el mismo camino en cuanto las nieves han caído sobre los llanos del Norte.
Mas pronto avanzó la noche de tal manera que ya no vimos los pájaros, y sólo oíamos el zumbido de sus alas, y de otros innumerables también, hasta que todos se posaron a lo largo de los márgenes del río, y entonces fue cuando salieron las aves de la noche. En aquel momento encendieron los marineros las linternas de la noche y enormes alevillas aparecieron aleteando en torno del barco, y por momentos sus colores suntuosos hacíanse visibles la luz de las linternas; pero al punto entraban otra vez en la noche, donde todo era negro. Oraron de nuevo los marineros, y después cenamos y nos tendimos, y el timonel tomó nuestras vidas a su cuidado.
Cuando desperté, me encontré que habíamos llegado a Perdondaris, la famosa ciudad. Porque a nuestra izquierda alzábase una hermosa y notable ciudad, tanto más placentera a los ojos porque sólo la selva habíamos visto mucho tiempo hacía. Anclamos junto a la plaza del mercado y desplegóse toda la mercancía del capitán, y un mercader de Perdondaris se puso a mirarla. El capitán tenía la cimitarra en la mano y golpeaba con ella, colérico, sobre cubierta, y las astillas saltaban del blanco entarimado; porque el mercader habíale ofrecido por su mercancía un precio que el capitán tomó como un insulto a él y a los dioses de su país, de quienes dijo eran grandes y terribles dioses, cuyas maldiciones debían ser temidas. Pero el mercader agitó sus manos, que eran muy carnosas, mostrando las rojas palmas, y juró que no lo hacía por él, sino solamente por las pobres gentes de las chozas del otro lado de la ciudad, a quienes deseaba vender la mercancía al pecio más bajo posible, sin que a él le quedara remuneración. Porque la mercancía consistía principalmente en las espesas alfombras tumarunds, que en invierno resguardaban el suelo del viento, y el tollub, que se fuma en pipa. Dijo, por tanto, el mercader que si ofrecía un piffek más, la pobre gente estaría sin sus tumarunds cuando llegase el invierno, y sin su tollub para las tardes; o que, de otra suerte, él y su anciano padre morirían de hambre.
A esto el capitán levantó su cimitarra contra su mismo pecho, diciendo que entonces estaba arruinado y que no le quedaba sino la muerte. Y mientras cuidadosamente levantaba su barba con su mano izquierda, miró el mercader de nuevo la mercancía, y dijo que mejor que ver morir a tan digno capitán, al hombre por quien él había concebido especial afecto desde que vio por primera vez su manera de gobernar la nave, él y su anciano padre morirían de hambre; y entonces ofreció quince piffeks más.
Cuando así hubo dicho, prosternóse el capitán y rogó a sus dioses que endulzaran aún más el amargo corazón de este mercader —a sus diosecillos menores, a los dioses que protegen a Belmond.
Por fin ofreció el mercader cinco piffeks más. Entonces lloró el capitán, porque decía que se veía abandonado de sus dioses; y lloró
también el mercader, porque decía que pensaba en su anciano padre y en que pronto moriría de hambre, y escondió su rostro lloroso entre las manos, y de nuevo contempló el tollub entre sus dedos. Y así concluyó el trato; tomó el mercader el tumarund y el tollub, y los pagó de una gran bolsa tintineante. Y fueron de nuevo empaquetados en balas, y tres esclavos del mercader lleváronlos sobre sus cabezas a la ciudad. Los marineros habían permanecido silenciosos, sentados con las piernas cruzadas en media luna sobre cubierta, contemplando ávidamente el trato, y al punto levantóse entre ellos un murmullo de satisfacción, y empezaron a compararle con otros tratos que habían conocido. Dijéronme que hay siete mercaderes en Perdondaris, y que todos habían llegado junto al capitán, uno a uno, antes de que empezara el trato, y que cada uno le había prevenido secretamente en contra de los otros. Y a todos los mercaderes habíales ofrecido el capitán el vino de su país, el que se hace en la hermosa Belzoond; pero no pudo persuadirlos para que aceptaran. Mas ahora que el trato estaba cerrado, y cuando los marineros, sentados, hacían la primera comida del día, apareció entre ellos el capitán con una barrica del mismo vino, y lo espitamos con cuidado, y todos nos alegramos a la par. El capitán se llenó de contento, porque veía relucir en los ojos de sus hombres el prestigio que había ganado con el trato que acababa de cerrar; así bebieron los marineros el vino de su tierra natal, y pronto sus pensamientos tornaron a la hermosa Belzoond y a las pequeñas ciudades vecinas de DurI y Duz.
Pero el capitán escanció para mí en un pequeño vaso de cierto vino dorado y denso de un jarrillo que guardaba aparte entre sus cosas sagradas. Era espeso y dulce, casi tanto como la miel, pero había en su corazón un poderoso y ardiente fuego que dominaba las almas de los hombres. Estaba hecho, díjome el capitán, con gran sutileza por el arte secreto de una familia compuesta de seis que habitaban una choza en las montañas de Hian Min. Hallándose una vez en aquellas montañas, dijo, siguió el rastro de un oso y topó de repente con uno de aquella familia, que había cazado al mismo oso; y estaba al final de una estrecha senda, rodeada de precipicios, y su lanza estaba hiriendo al oso, pero la herida no era fatal y él no tenía otra arma. El oso avanzaba hacia el hombre, muy despacio, porque la herida le atormentaba; sin embargo, estaba ya muy cerca de él. No quiso el capitán revelar lo que hizo; mas todos los años, tan pronto como se endurecen las nieves y se puede caminar por el Hian Min, aquel hombre baja al mercado de las llanuras y deja siempre para el capitán, en la puerta de la hermosa Belzoond, una vasija del inapreciable vino secreto.
Cuando paladeaba el vino y hablaba el capitán, recordé las grandes y nobles cosas que me había propuesto realizar tiempo hacía, y mi alma pareció recobrar más fuerza en mi interior y dominar toda la corriente del Yann. Puede que entonces me durmiera. O, si no me dormí, no recuerdo ahora detalladamente mis ocupaciones de aquella mañana. Al
oscurecer me desperté, y como desease ver Perdondaris, antes de partir a la mañana siguiente, y no pude despertar al capitán, desembarqué solo. Perdondaris era, ciertamente, una poderosa ciudad; una muralla muy elevada y fuerte la circundaba con galerías para las tropas y aspilleras a todo lo largo de ella y quince fuertes torres de milla en milla, y placas de cobre puestas a altura que los hombres pudieran leerlas, contando en todas las lenguas de aquellas partes de la tierra —un idioma en cada placa— la historia de cómo una vez atacó un ejército a Perdondaris, y de lo que le aconteció al ejército. Entré luego en Perdondaris, y encontré a toda la gente de baile, todos cubiertos con brillantes sedas, y tocaban el tambang a la vez que bailaban. Porque mientras yo durmiera habíales aterrorizado una espantosa tormenta, y los fuegos de la muerte, decían, habían danzado sobre Perdondaris; pero ya el trueno había huido saltando, grande, negro y horrible, decían, sobre los montes lejanos; y se había vuelto a gruñirles de lejos, mostrando sus dientes relampagueantes; y al huir había estallado sobre las cimas, que resonaron como si hubieran sido de bronce. Con frecuencia hacían pausa en sus danzas alegres, e imploraban al Dios que no conocían, diciendo: « ¡Oh Dios misericordioso! Te damos gracias porque has ordenado al trueno volverse a sus montañas».
Seguí andando y llegué al mercado, y allí vi, sobre el suelo de mármol, al mercader, profundamente dormido, que respiraba difícilmente, el rostro y las palmas de las manos vueltos al cielo, mientras los esclavos le abanicaban para guardarle de las moscas. Del mercado me encaminé a un templo de plata, y luego a un palacio de ónice; y había muchas maravillas en Perdondaris, y allí me hubiera quedado para verlas; mas al llegar a la otra muralla de la ciudad vi de repente una inmensa puerta de marfil. Me detuve un momento a admirarla, y, acercándome, percibí la espantosa verdad. ¡La puerta estaba tallada de una sola pieza!
Huí precipitadamente y bajé al barco, y en tanto que corría creía oír a lo lejos, en los montes que dejaba a mi espalda, el pisar del espantoso animal que había segregado aquella masa de marfil, el cual, tal vez entonces buscaba su otro colmillo. Cuando me vi en el barco me consideré salvo, pero oculté a los marineros cuanto había visto.
El capitán salía entonces poco a poco de su sueño. Ya la noche venía rondando del Este y del Norte, y sólo los pináculos de las torres de Perdondaris se encendían al sol poniente. Me acerqué al capitán y le conté tranquilamente las cosas que había visto. El me preguntó al punto sobre la puerta, en voz baja, para que los marineros no pudieran saberlo; y yo le dije que su peso era tan enorme que no podía haber sido acarreada de lejos, y el capitán sabía que hacía un año no estaba allí. Estuvimos de acuerdo en que aquel animal no podía haber sido muerto por asalto de ningún hombre, y que la puerta tenía que ser de un colmillo caído, y caído allí cerca y recientemente. Entonces resolvió que mejor era huir al instante; mandó zarpar, y los marineros se fueron a
las velas, otros levaron el ancla, y justo en el instante en que el más alto pináculo de mármol perdía el último rayo de sol, dejamos Perdondaris, la famosa ciudad. Cayó la noche y envolvió a Perdondaris y la ocultó a nuestros ojos, los cuales no habrán de verla nunca más; porque yo he oído después que algo maravilloso y repentino había hecho naufragar a Perdondaris en un solo día, con sus torres y sus murallas y su gente.
La noche hízose más profunda sobre el río Yann, una noche blanca con estrellas. Y con la noche se alzó la canción del timonel. Luego de orar comenzó su cántico para alentarse a sí mismo en la noche solitaria. Pero primero oró, rezando la plegaria del timonel. Y esto es lo que recuerdo de ella, traducido con un ritmo muy poco semejante al que parecía tan sonoro en aquellas noches del trópico:
«A cualquier dios que pueda oír.
»Dondequiera que estén los marineros, en el río o en el mar; ya sea oscura su ruta o naveguen en la borrasca; ya los amenace peligro de fiera o de roca; ya los aceche el enemigo en tierra o los persiga por el mar; ya esté helada la caña del timón o rígido el timonel; ya duerman los marineros bajo la guardia del piloto, guárdanos, guíanos, tórnanos a la vieja tierra que nos ha conocido, a los lejanos hogares que conocemos.
»A todos los dioses que son.
»A cualquier dios que pueda oír.»
Así oraba en el silencio. Y los marineros se tendieron para reposar. Se hizo más profundo el silencio, que sólo interrumpían las ondas del Yann, que rozaban ligeramente nuestra proa. A veces, algún monstruo del río tosía.
Silencio y ondas; ondas y silencio otra vez.
Y la soledad envolvió al timonel, y empezó a cantar. Y cantó las canciones del mercado de Durl y Duz, y las viejas leyendas dragón de Belzoond.
Cantó muchas canciones, contando al espacioso y exótico Yann los pequeños cuentos y nonadas de su ciudad de Durl. Las canciones fluían sobre la oscura selva y ascendían por el claro aire frío, y los grandes bandos de estrellas que miraban sobre el Yann empezaron a saber de las cosas de Durl y de Duz, y de los pastores que vivían en aquellos campos, y de los rebaños que guardaban, y de los amores que habían amado, y de todas las pequeñas cosas que esperaban hacer. Yo, acostado, envuelto en pieles y mantas, escuchaba aquellas canciones, y contemplando las formas fantásticas de los grandes árboles que parecían negros gigantes que acechaban en la noche, me quedé dormido.
Cuando desperté, grandes nieblas salían arrastrándose del Yann. El caudal del río fluía ahora tumultuoso, y aparecieron pequeñas olas, porque el Yann había husmeado a lo lejos las antiguas crestas de Glorm y sabía que sus torrentes estaban frescos delante de él, allí donde había de encontrar el alegre Irillión gozándose en los campos de nieve.
Sacudió el letárgico sueño que le invadiera entre la selva cálida y olorosa, y olvidó sus orquídeas y sus mariposas, y se precipitó expectante, turbulento, fuerte; y pronto los nevados picos de los montes de Glorm aparecieron resplandecientes. Ya los marineros despertaban de su sueño. En seguida comimos y se echó a dormir el timonel mientras le remplazaba un compañero y todos extendieron sobre aquél sus mejores pieles.
A poco oímos el son del Irillión, que bajaba danzando de los nevados campos.
Y después vimos el torrente de los montes de Glorm, empinado y brillante ante nosotros, y hacia él fuimos llevados por los saltos del Yann. Entonces dejamos la vaporosa selva y respiramos el aire de la montaña; irguiéronse los marineros y tomaron de él grandes bocanadas, y pensaron en sus remotos montes de Acroctia, en que estaban Durl y Duz. Más abajo, en la llanura, está la hermosa Belzoond.
Una gran sombra cobijábale entre los acantilados de Glorm; pero las crestas brillaban sobre nosotros lo mismo que nudosas lanas, y casi encendían la penumbra. Cada vez se oía más clamoroso el canto del Irillión, y el rumor de su danza descendía de los campos de nieve, que pronto vimos blanca, llena de nieblas y enguirnaldada de finos y tenues arco-iris, que se había prendido en las cimas de la montaña de algún jardín celestial del sol. Entonces corrió hacia el mar con el ancho Yann gris, y el valle se ensanchó y se abrió al mundo, y nuestro barco fluctuante salió a la luz del día.
Pasamos toda la mañana y toda la tarde entre las marismas de Pondoovery; el Yann se derramaba en ellas y fluía solemne y pausado, y el capitán mandó a los marineros que tañeran las campanas para dominar el espanto de las marismas.
Por fin dejáronse ver las montañas de Irusia, que alimentan los pueblos de Pen-Kai y Blut, y las calles tortuosas de Mlo, donde los sacerdotes sacrifican a los aludes vino y maíz. Descendió luego la noche sobre los llanos de Tlun, y vimos las luces de Cappadarnia. Oímos a los Pathnitas batir sus tambores cuando pasamos el Imaut y Golzunda; luego todos durmieron, menos el timonel. Y los pueblos esparcidos por las riberas del Yann oyeron toda aquella noche en la lengua desconocida del timonel cancioncillas de ciudades que ignoraban.
Me desperté al alba con la sensación de que era infeliz, antes de recordar por qué. Entonces recapacité en que al atardecer del día incipiente, según todas las probabilidades, debíamos llegar a Bar-Wul-Yann, donde había de separarme del capitán y sus marineros. Habíame agradado el hombre, porque me obsequiaba con el vino amarillo que tenía apartado entre sus cosas sagradas y porque me contaba muchas historias de su hermosa Belzoond, entre los montes de Acroctia y el Hian Min. Y habíanme gustado las costumbres de los marineros y las plegarias que rezaban el uno al lado del otro al caer la tarde, sin tratar
de arrebatarse los dioses ajenos. También me deleitaba la ternura con que hablaban a menudo de Durl y de Duz, porque es bueno que los hombres amen sus ciudades nativas y los pequeños montes en que se asientan aquellas ciudades.
Y había llegado hasta saber a quién encontrarían cuando tornaran a sus hogares, y dónde pensaban que tuvieran lugar los encuentros, unos en el valle de los montes acroctianos, adonde sale el camino del Yann; otros en la puerta de una u otra de las tres ciudades, y otros junto al fuego en su casa. Y pensé en el peligro que a todos nos había por igual amenazado en las afueras de Perdondaris, peligro que, por lo que ocurrió después, fue muy real.
Y pensé también en la animosa canción del timonel en la fría y solitaria noche, y en cómo había tenido nuestras vidas en sus manos cuidadosas. Y cuando así pensaba, cesó de cantar el timonel, alcé los ojos y vi una pálida luz que había aparecido en el cielo; y la noche solitaria había transcurrido, ensanchábase el alba y los marineros despertaban.
Pronto vimos la marca del mar que avanzaba resuelta entre las márgenes del Yann, y el Yann saltó flexible hacia él y ambos lucharon un rato; luego el Yann y todo lo que era suyo fue empujado hacia el Norte; así que los marineros tuvieron que izar las velas, y gracias al viento favorable pudimos seguir navegando.
Pasamos por Góndara, Narl y Haz. Vimos la memorable y santa Golnuz y oímos la plegaria de los peregrinos.
Cuando despertamos, después del reposo de mediodía, nos acercábamos a Nen, la última de las ciudades del Yann. Otra vez nos rodeaba la selva, así como a Nen; pero la gran cordillera de Mloon dominaba todas las cosas y contemplaba a la ciudad desde fuera.
Anclamos, y el capitán y yo penetramos en la ciudad, y allí supimos que los Vagabundos habían entrado en Nen.
Los Vagabundos eran una extraña, enigmática tribu, que una vez cada siete años bajaban de las cumbres de Mloon, cruzando la cordillera por un puerto que sólo ellos conocen, de una tierra fantástica que está del otro lado. Las gentes de Nen habían salido todas de sus casas, y estaban maravilladas en sus propias calles, porque los Vagabundos, hombres y mujeres, se apiñaban por todas partes y todos hacían alguna cosa rara. Unos bailaban pasmosas danzas que habían aprendido del viento del desierto, arqueándose y girando tan vertiginosamente, que la vista ya no podía seguirlos. Otros tañían en instrumentos bellos y plañideros sones llenos de horror que les había enseñado su alma, perdidos por la noche en el desierto, ese extraño y remoto desierto de donde venían los Vagabundos.
Ninguno de sus instrumentos era conocido en Nen, ni en parte alguna de la región del Yann; ni los cuernos de que algunos estaban hechos eran de animales que alguien hubiera visto a lo largo del río, porque tenían barbadas las puntas. Y cantaron en un lenguaje ignorado
cantos que parecían afines a los misterios de la noche y al miedo sin razón que inspiran los lugares oscuros.
Todos los perros de Nen recelaban de ellos agriamente. Y los Vagabundos contábanse entre si cuentos espantosos, pues, aunque ninguno de Nen entendía su lenguaje, podían ver el terror en las caras de los oyentes, y cuando el cuento acababa, el blanco de sus ojos mostraba un vívido terror, como los ojos de la avecilla en que hace presa el halcón. Luego el narrador sonreía y se detenía, y otro contaba su historia, y los labios del narrador del primer cuento temblaban de espanto. Si acertaba a aparecer alguna feroz serpiente, los Vagabundos recibíanla como a un hermano, y la serpiente parecía darles su bienvenida antes de desaparecer. Una vez, la más feroz y letal de las serpientes del trópico, la gigante lythra, salió de la selva y entróse por la calle, la calle principal de Nen, y ninguno de los Vagabundos se apartó; por el contrario, empezaron a batir ruidosamente los tambores, como si se tratara de una persona muy honorable; y la serpiente pasó por en medio de ellos, sin morder a ninguno.
Hasta los niños de los Vagabundos hacían cosas extrañas, pues cuando alguno se encontraba con un niño de Nen, ambos se contemplaban en silencio con grandes ojos serios; entonces, el niño de los Vagabundos sacaba tranquilamente de su turbante un pez vivo o una culebra; y los niños de Nen no hacían nada de esto.
Anhelaba quedarme para escuchar el himno con que reciben a la noche y que contestan los lobos de las alturas de Mloon, mas ya era tiempo de levar el ancla para que el capitán pudiera volver de Bar-Wul-Yann a favor de la pleamar. Tornamos a bordo y seguimos aguas abajo del Yann. El capitán y yo hablábamos muy poco, porque ambos pensábamos en nuestra separación, que habría de ser para largo tiempo, y nos pusimos a contemplar el esplendor del sol occiduo. Porque el sol era un oro rojizo; mas una tenue y baja bruma envolvía la selva, y en ella vertían su humo las pequeñas ciudades de la selva, y el humo se fundía en la bruma, y todo se juntaba en una niebla de color púrpura que encendía el sol, como son santificados los pensamientos de los hombres por alguna cosa grande y sagrada. A veces la columna de humo de algún hogar aislado levantábase más alta que los humos de la ciudad y fulguraba señera al sol.
Y ya los últimos rayos del sol llegaban casi horizontalmente, cuando apareció el paraje que yo había venido a ver, porque de dos montañas que alzábanse en una y otra ribera avanzaban sobre el río dos riscos de rojo mármol que flameaban a la luz del sol raso; eran bruñidos y altos como una montaña, casi se juntaban, y el Yann pasaba entre ellos estrechándose y encontraba el mar.
Era Bar-Wul-Yann, la Puerta del Yann, y a distancia, por la brecha de esta barrera, divisé el azul indescriptible del mar, donde relampagueaban pequeñas barcas de pesca.
Y el sol se puso, y vino el breve crepúsculo, y la apoteosis gloriosa de Bar-Wul-Yann se desvaneció; pero aún llameaban las rojas moles, el más bello mármol que han visto los ojos, y esto en un país de maravillas. Pronto el crepúsculo dio campo a las estrellas, y los colores de Bar-Wul-Yann fueron desvaneciéndose. La vista de aquellos riscos fue para mí como la cuerda musical que, desprendida del violín por la mano del genio, lleva al cielo o a las hadas los espíritus trémulos de los hombres.
Entonces anclaron a la orilla y no siguieron adelante, porque eran marineros del río, no del mar, y conocían el Yann, pero no el oleaje de fuera.
Y el momento llegó en que debíamos separarnos el capitán y yo; él para volver a su hermosa Belzoond, frente a los picos distantes de Hian Min; yo a buscar por extraños medios mi camino de retorno a los campos brumosos que conocen todos los poetas, donde se alzan las casitas misteriosas por cuyas ventanas, mirando a Occidente, podéis ver los campos de los hombres, y mirando hacia Oriente, fulgurantes montañas de fantasmas, encapotadas de nieve, que marchan de cadena en cadena a internarse en la región del Mito, y más allá, el reino de la fantasía, que pertenece a las Tierras del Ensueño. Nos miramos largamente uno a otro, sabiendo que no habíamos de encontrarnos jamás, porque mi fantasía va decayendo al paso de los años y entro cada vez más raramente en las Tierras del Ensueño. Nos estrechamos las manos, muy poco ceremoniosamente de su parte, porque tal no es el modo de saludarse en su país, y encomendó mi alma a sus dioses, a sus pequeños dioses menores, a los humildes dioses que protegen a Belzoond.
Ambrose Bierce:
Un habitante de Carcosa1
Existen, pues, diferentes clases de muerte. En algunas, el cuerpo perdura, en tanto que en otras desaparece completamente a la vez que el alma. Esto no sucede, por lo general, más que en soledad (tal es la voluntad de Dios) y, no habiendo asistido nadie a ese final, decimos que el hombre se ha perdido para siempre o que ha partido para un largo viaje, lo que es cabalmente verdad. Pero a veces, la cosa se produce en presencia de varios, cuyo testimonio viene a ser la prueba. Hay una clase de muerte en que el alma muere también, y aun se ha comprobado que puede suceder que el cuerpo continúe vigoroso durante muchísimos años. Y a veces (poseemos pruebas irrefutables), el alma muere al mismo tiempo que el cuerpo, pero, según algunos, resucita en el mismo lugar en que el cuerpo se convirtió en polvo.
Meditando estas palabras de Hali (¡Dios le conceda el descanso eterno!), y preguntándome cuál sería su sentido pleno (como aquel que posee ciertos indicios, pero se pregunta si la verdad no será algo distinta de lo que él ha discernido), no presté la menor atención al paraje donde me había extraviado, hasta que sentí en la cara un soplo glacial que me hizo tomar conciencia del escenario en que me hallaba. Observé con estupor que nada me resultaba familiar. A mi alrededor se extendía una inmensa llanura desierta, barrida por el viento, cubierta de yerbas altas y marchitas que se agitaban y silbaban bajo la brisa de otoño, mensajera de Dios sabe qué misterios e inquietudes. A largos intervalos, veía unas rocas que emergían del suelo con formas extrañas y fúnebres colores; parecían estar en connivencia y cambiar miradas significativas y ansiosas, como si hubieran asomado la cabeza para observar la realización de un acontecimiento previsto. Aquí y allá, unos
1 Titulo original: An Inhabitant of Carcosa. Traducido por F. Torres Oliver.
árboles secos parecían ser los jefes de esta malévola confabulación de silencio y espera. A pesar de la ausencia del sol, me pareció que la tarde debía de estar muy avanzada. El aire era frío y húmedo, pero lo sabía por intuición más que de manera física, puesto que no experimentaba la menor sensación de molestia. Por encima de toda la extensión del lúgubre paisaje se cernía una bóveda de nubes bajas, suspendidas como una maldición visible. En todo se leía una amenaza y un presagio que sugerían el crimen y anunciaban el juicio. No había ni un pájaro, ni un animal, ni un insecto. El viento gemía en las ramas desnudas de los árboles muertos; la yerba gris se curvaba para susurrar a la tierra secretos espantosos. Pero ningún otro ruido, ningún otro movimiento turbaba la calma terrible de ese siniestro lugar.
Observé en la yerba cierto número de piedras erosionadas por la intemperie que, evidentemente, habían sido trabajadas por herramientas. Rotas, cubiertas de musgo, medio hundidas en la tierra, yacían totalmente caídas en el suelo o se inclinaban en ángulos diversos. Sin duda alguna, eran piedras funerarias, pero las tumbas propiamente dichas no existían ya. No se veían túmulos ni depresiones en el suelo. Los años lo habían nivelado todo. Diseminados aquí y allá, los bloques más macizos marcaban el sitio donde un sepulcro pomposo o un monumento soberbio habían lanzado al olvido su desafío irrisorio. Estos vestigios de la vanidad humana, esos monumentos conmemorativos de piedad y de afecto me parecían tan antiguos, tan deteriorados, tan gastados, tan manchados, y el lugar, incluso, me daba una impresión de descuido y de abandono tal, que no pude por menos de pensar que había descubierto el cementerio de una raza de hombres prehistóricos, de una nación cuyo nombre incluso había desaparecido hacía muchísimos siglos.
Sumido en estos pensamientos permanecí un momento sin prestar atención al encadenamiento de mis propias aventuras, pero no tardé en preguntarme: « ¿Cómo he venido aquí?» Un instante de reflexión bastó para proporcionarme la respuesta, así como para explicarme, aunque ello me inquietase aún más el carácter extrañamente sobrenatural con que mi imaginación había revestido todo cuanto veía y oía. Estaba enfermo. Ahora recordaba que había sufrido un ataque de fiebre repentina, que los míos me habían contado cómo, en mis crisis de delirio, había pedido aire libre y libertad, y cómo me habían mantenido en la cama a la fuerza para impedir que huyese de casa. A la sazón, habiendo escapado a la vigilancia de quienes me cuidaban, había vagado hasta aquí para ir... ¿para ir adónde? No tenía ni idea. Sin duda alguna me encontraba a una distancia considerable de la ciudad donde vivía, la antigua y célebre ciudad de Carcosa. En ninguna parte se oía ni se veía signo alguno de vida humana: no se veía ascender ninguna hebra de humo, ni se escuchaba el ladrido de ningún perro guardián, ni el mugido de ningún ganado, ni gritos de niños jugando; nada más que ese cementerio lúgubre, con su atmósfera de misterio y de terror debida
a mi cerebro trastornado. ¿No estaría acaso delirando nuevamente, aquí, lejos de todo humano socorro? Todo eso, todo sin excepción, ¿no sería una ilusión engendrada por mi locura? Llamé a mi mujer y a mis hijos en voz alta, tendí mis manos hacia las suyas, caminando entre las piedras deshechas y la yerba marchita.
Un ruido, tras de mí, me hizo volver la cabeza. Era un animal salvaje, un lince, que se me acercaba. Me vino un pensamiento: «Si caigo aquí, en este desierto, si la fiebre vuelve y mis fuerzas me abandonan, esta bestia me destrozará la garganta». Salté hacia el lince, gritando. Él, por su parte, pasó a un palmo de mí, con su trote pacífico, y desapareció tras una roca. Un instante después, la cabeza de un hombre pareció brotar de tierra un poco más allá. Coronaba la pendiente más alejada de una colina baja, cuya cresta apenas se distinguía de la llanura que se extendía hacia el infinito. En seguida vi toda su silueta recortada sobre el fondo de nubes grises. Medio desnudo, medio vestido con pieles de animales, tenía los cabellos en desorden y una larga barba erizada. En una mano llevaba un arco y flechas; en la otra, una antorcha llameante que esparcía un largo penacho de humo. Caminaba lentamente, con precaución, como si temiera caer en una fosa abierta, oculta por la yerba alta. Esta extraña aparición me provocó una gran sorpresa, pero no terror. Me dirigí hacia él y le abordé diciéndole:
— ¡Que Dios te guarde!
No me prestó atención, y continuó su camino.
—Buen extranjero —proseguí yo—, estoy enfermo y he perdido mi camino. ¿Tendrías la bondad de indicarme la dirección de Carcosa?
El hombre entonó una melopea bárbara en lengua desconocida, siguió caminando, y desapareció. Sobre la rama de un árbol podrido un búho lanzó un aullido siniestro y otro le contestó a lo lejos. Al levantar los ojos vi a través de un brusco desgarrón de nubes, ¡Aldebarán y las Híadas! Todo sugería la noche: el lince, el hombre portando la antorcha, el búho. Y sin embargo, yo veía en torno mío, veía incluso las estrellas en ausencia de toda oscuridad. Veía, pero evidentemente no podía hacerme ver ni entender. ¿Qué espantoso sortilegio presidía mi existencia?
Me senté al pie de un gran árbol para reflexionar seriamente sobre lo que más convendría hacer. Persuadido de mi locura buscaba, no obstante, un motivo para dudar de esta convicción. No tenía ya rastro alguno de fiebre. Más aún, experimentaba una sensación de alegría y de fuerza que me eran totalmente desconocidas, una especie de exaltación física y mental. Todos mis sentidos estaban alerta: el aíre me parecía una sustancia pesada, y podía oír el silencio.
La gruesa raíz de árbol gigante contra el cual me apoyaba, estaba abrazada y oprimía una losa de granito que emergía parcialmente por el hueco que dejaba otra raíz. La piedra, aun que muy deteriorada, se encontraba de esta suerte al abrigo de las inclemencias del tiempo. Sus
aristas estaban desgastadas; sus ángulos, roídos; su superficie, completamente desconchada y hollada por unos surcos profundos. En la tierra brillaban partículas de mica, vestigios de su desintegración. Esta piedra había señalado, indudablemente, una sepultura que el árbol había empujado varios siglos antes. Las raíces hambrientas habían saqueado la tumba y aprisionado su lápida. Un brusco soplo de viento barrió las hojas secas y las ramitas acumuladas sobre la losa. Distinguí entonces los caracteres, cincelados en bajorrelieve, de su inscripción, y me incliné a leerla. ¡Dios del cielo! ¡Mi propio nombre, con todas las letras! ¡La fecha de mi nacimiento! ¡Y la fecha de mi muerte!
Un rayo horizontal de luz sonrosada iluminó completamente el costado del árbol, mientras me ponía en pie de un salto, lleno de terror. El sol nacía en el oriente. Yo estaba en pie, entre su enorme disco rojo y el árbol, pero ¡no proyectaba sombra alguna sobre el tronco!
Un coro de lobos aullantes saludó la aurora. Los vi sentados sobre sus cuartos traseros, solos o en grupos, en la cima de los montículos y de los túmulos irregulares que llenaban a medias la extensión desértica que se abría ante mis ojos y se prolongaba hasta el horizonte. Entonces me di cuenta de que eran las ruinas de la antigua y célebre ciudad de Carcosa.
Tales son los hechos que comunicó el espíritu de Hoseib Alar Robardin al médium Bayrolles.
Robert W. Chambers:
El signo amarillo1
Que el rojo amanecer adivine
Lo que haremos
Cuando esta luz azul de las estrellas muera
Y todo haya terminado.
I
¡Hay tal cantidad de cosas imposibles de explicar! ¿Por qué ciertos acordes musicales me hacen pensar en los matices dorados y herrumbrosos del follaje otoñal? ¿Por qué la Misa de Santa Cecilia me transporta con el pensamiento a unas cavernas en cuyas paredes resplandecen ásperas masas de plata virgen? ¿Por qué el tumulto y el griterío de Broadway, a las seis de la tarde, me hacen evocar el escenario de un apacible bosque bretón, donde la luz del sol se filtra a través de las hojas primaverales y Sylvia se inclina conmovida y curiosa sobre un lagarto verde y murmura: «Pensar que esto también es un pequeño guardián de Dios»?
Cuando vi por primera vez al vigilante, me estaba dando la espalda. Le estuve mirando con indiferencia hasta que se metió en la iglesia. No le presté más atención de la que hubiera prestado a cualquier otro hombre que deambulara por Washington Square aquella mañana. Después cerré la ventana, regresé a mi trabajo y me olvidé de él. El día fue caluroso. Avanzaba ya la tarde, abrí la ventana otra vez y me recliné sobre el antepecho para respirar un poco de aire. Había un hombre en el atrio de la iglesia, pero aquello tenía para mí tan poca importancia como por la mañana. Contemplé la plaza; me recreé en el juego del agua de la fuente; luego, con la cabeza cargada de vagas impresiones de árboles, de calzadas de asfalto, de grupos de niñeras y de paseantes ociosos, me dirigí otra vez a mi caballete. Pero al volverme, reparé de nuevo por puro azar en aquel hombre del atrio de la iglesia. En ese
1 Título original: The Yellow Sign. Traducido por F. Torres Oliver.
momento se hallaba de frente y yo, con un movimiento totalmente involuntario, me incliné para verle. Al mismo tiempo levantó él la cabeza y me miró. Sin saber por qué pensé en un gusano devorador de cadáveres. No sé qué fue lo que me resultó desagradable en ese hombre, pero tan intensa y nauseabunda fue la impresión de un gusano de cárcava, gordo y blancuzco, que mi expresión debió de manifestarlo, porque él apartó su inflada cara con un movimiento de larva inquieta, sorprendida en el interior de una fruta.
Volví a mi caballete y le hice una seña a la modelo para que volviera a posar. Estuve trabajando un rato, hasta que llegué a la conclusión de que estaba echando a perder en pocos minutos el trabajo de varios días. Cogí la espátula y rasqué el color otra vez. Me habían salido unos tonos de carne enfermizos, lívidos; no entendía cómo había podido dar esos colores tan malsanos en un trabajo que antes resplandecía de salud.
Miré a Tessie. Ella no había cambiado. Un claro rubor coloreó su garganta y sus mejillas al verme arrugar el ceño.
— ¿He hecho algo mal?
—No; he estropeado este brazo. Le juro que no me explico cómo me ha salido semejante basura —repliqué.
— ¿Es que no he posado bien? —insistió ella.
—Lo ha hecho usted maravillosamente.
—Entonces, ¿no ha sido por mi culpa?
—No; la culpa es mía.
—Lo siento muchísimo —exclamó.
Le dije que podía descansar mientras yo borraba con el trapo y aguarrás la mancha que corroía aquella parte del lienzo, y ella se salió a fumar un pitillo y echar una mirada a las ilustración del Courier Français.
No sé si tenía algo el aguarrás o era defecto de la tela; el caso es que cuanto más limpiaba, más se propagaba la gangrena. Trabajé afanosamente para quitar aquello, y no obstante, la enfermedad se desparramó de punta a punta por toda la obra que tenía ante mí. Alarmado, me esforcé en detener su progreso, pero el color del pecho ya había cambiado y la figura entera se había empapado de la infección como una esponja. Yo manejaba vigorosamente la espátula, el aguarrás, el rascador, y no paraba de pensar en la bronca que le iba a armar a Duval, que me había vendido el lienzo. Pero no tardé en comprender que la culpa no era del lienzo, ni de los colores de Edward. Debe de ser el aguarrás —pensaba furioso—; o la vista se me ha enturbiado con la luz del atardecer que no veo nada a derechas.» Llamé a Tessie, la modelo, que vino y se inclinó sobre mi taburete llenando el aire de volutas de humo.
— ¿Qué ha estado usted haciendo? —exclamó.
—Nada —rezongué—-. ¡Debe ser este aguarrás!
—Qué color más horrible —prosiguió—. ¿Cree usted que mi carne parece queso Roquefort?
—No, claro que no —dije irritado—. ¿Me ha visto pintar alguna vez así?
—No, desde luego.
— ¡Entonces!
—Debe de ser el aguarrás, o algo —admitió.
Se puso el kimono y se asomó a la ventana. Yo seguí rascando y limpiando hasta que me harté; finalmente cogí los pinceles y los arrojé contra la tela con un tremendo exabrupto. Tessie no llegó a entenderme. Aun así, exclamó:
— ¡Eso es! ¡Empiece ahora con groserías y haga el loco y eche a perder sus pinceles! ¡Lleva ya tres semanas en esa obra, y mire! ¿Qué consigue usted con destrozar la tela? ¡Qué criaturas son los artistas!
Me sentí avergonzado, como siempre que tengo una explosión de mal genio. Puse la tela rasgada de cara a la pared. Tessie me ayudó a limpiar los pinceles y luego se marchó a vestirse con paso garboso. Desde el biombo empezó a regalarme el oído con amonestaciones y advertencias acerca de la pérdida parcial y total de la paciencia, hasta que, juzgando que ya me había atormentado lo suficiente, salió para suplicarme que le abrochara el talle por la espalda, donde ella no alcanzaba.
—Todo ha empezado a ir mal desde el momento que volvió usted de la ventana y comenzó a hablar del horrible aspecto de ese hombre que acababa de ver en el atrio de la iglesia —declaró.
—Sí, seguramente embrujó el cuadro —dije con un bostezo.
Miré el reloj.
—Pasan de la seis, lo sé —dijo Tessie, que estaba arreglándose delante de un espejo.
—Sí —exclamé—. No quería haberla retenido tanto.
Apoyé los codos en la ventana, pero en seguida me retiré con disgusto. El hombre de la cara pastosa estaba todavía en el atrio. Tessie se dio cuenta de mi movimiento y se asomó.
— ¿Es ese el hombre que le desagrada? —susurró.
Dije que sí con la cabeza.
—No puedo verle la cara, pero parece gordo y blando. De todas maneras —continuó, volviéndose hacia mí— me recuerda un sueño… un sueño espantoso que tuve una vez. Pero —reflexionó, mirando la simetría de sus zapatos—, ¿fue un sueño, después de todo?
— ¡Cómo voy a saberlo yo!
Tessie me miró sonriente.
—Pues salía usted —dijo—. De modo que algo podía saber sobre el particular.
— ¡Tessie! ¡Tessie! —protesté— ¡No me halague diciendo que sueña conmigo!
—Pero si es cierto —insistió--—. ¿Se lo puedo contar?
—Adelante —repliqué, encendiendo un pitillo.
Tessie se recostó sobre la ventana, de espaldas a la calle, y comenzó con mucha seriedad:
—Fue una noche del invierno pasado, Me encontraba en la cama sin pensar en nada concreto. Había estado posando para usted y me sentía bastante cansada. Sin embargo, no conseguía dormirme. Escuché las campanadas de la diez, de las once y de las doce. Seguramente me dormí alrededor de las doce, porque no recuerdo haber oído más campanadas. Me parece que apenas acababa de cerrar los ojos, cuando soñé que algo me impulsaba a asomarme a la ventana. Salté de la cama, abrí la ventana y me asomé. La Calla Veinticinco estaba desierta; no se veía a nadie. Empecé a sentir temor: ¡todo lo de fuera parecía tan… tan negro y desagradable! Entonces oí un ruido lejano de ruedas, y me pareció como si aquello fuese lo que yo estaba esperando. Las ruedas se acercaban muy despacio y, por fin, pude distinguir un vehículo que venía por la calle. Se fue acercando poco a poco, y al pasar por debajo de mi ventana me di cuenta de que era un coche fúnebre. Entonces el cochero se volvió y me miró fijamente, y yo me eché a temblar de miedo. Al despertarme vi que estaba junto a la ventana abierta y tiritando de frío; pero la carroza de plumas negras y su cochero habían desaparecido. Ese mismo sueño lo volví a tener el pasado mes de marzo, y otra vez me desperté junto a la ventana abierta. Anoche tuve otra vez el mismo sueño. Usted sabe cómo llovió; pues al despertarme tenía el camisón empapado.
—Pero, ¿dónde aparezco yo en ese sueño? —pregunté.
—Usted… usted estaba en el ataúd. Pero no estaba muerto.
—¿En el ataúd?
—Sí.
—¿Y cómo lo sabe? ¿Acaso podía verme?
—No; yo sabia únicamente que usted estaba allí.
—¿Había comido usted welsh-rabits1 o ensalada de langosta?
—empecé yo riéndome, pero la muchacha me interrumpió con un gasto de terror.
—¿Qué sucede? —dije yo al verla retirarse aterrada de la ventana.
—El... el hombre de abajo, del atrio de la iglesia. Es el que conducía el coche.
—Tonterías —dije yo.
Sin embargo, los ojos de Tessie estaban llenos de terror. Me acerqué á la ventana y miré. El hombre se había ido.
—Vamos, Tessie —dije tratando de animarla—. No sea tonta. Ha posado demasiado tiempo; está cansada.
—¿Cree que podría olvidar esa cara? —murmuró—. Por tres veces he visto pasar el coche fúnebre bajo mi ventana, y las tres veces levantó la vista el cochero y me miró. ¡Oh, su cara era tan blanca y… y tan
1 Wetsh-rabbit, tostada empapada en queso derretido y cerveza. (N. del T.)
blanda! Parecía un muerto… parecía como si hubiera muerto mucho tiempo antes.
La hice sentar y le serví un vaso de Marsala. Luego me senté junto a ella y traté de darle algún consejo.
—Mire, Tessie —dije—, usted va a irse al campo por una semana o dos, y ya verá cómo no sueña más con coches fúnebres. Está usted posando todo el día y por la noche tiene los nervios deshechos. Así no puede continuar. Y cuando vuelve a casa, en lugar de irse a la cama al terminar el trabajo, se va a cenar al Sulzer‘s Park, o a Eldorado, o a Coney Island; y cuando viene aquí por las mañanas se encuentra rendida. No existe tal coche fúnebre. Todo eso no es más que una pesadilla.
La muchacha sonrió débilmente.
—Entonces el hombre del atrio de la iglesia, ¿qué?
—Sólo es un pobre enfermo como tantos otros.
—Tan cierto como me llamo Tessie Rearden, le juro a usted, señor Scott, que la cara del hombre de abajo es la cara del hombre que conducía el coche fúnebre.
— ¡Bueno! —dije—-. De todos modos, es un oficio honrado.
—Entonces, ¿cree usted que vi el coche fúnebre?
—Bueno —dije con diplomacia—, si lo vio en realidad, no sería improbable que lo guiase el hombre de abajo. Nada tendría de particular.
Tessie se levantó, desenrolló su perfumado pañuelo, tomó de él un trazo de goma de mascar y se lo metió en la boca. Sacó luego sus guantes, me tendió la mano con un abierto: «Buenos noches, señor Scott», y se marchó.
II
A la mañana siguiente, Thomas, el botones, me trajo el Herald y unas pocas noticias. La iglesia de al lado habla sido vendida. Di gracias al cielo. No porque yo, como católico, sintiera aversión alguna hacia la congregación vecina, sino porque tenía los nervios destrozados a causa de cierto predicador vociferante cuyas palabras, amplificadas por la bóveda de la iglesia, resonaban tremendamente en mis habitaciones. Sus erres nasales y retumbantes me revolvían el estómago. Además, había un demonio en forma de hombre, un organista, que interpretaba los magníficos himnos antiguos de una manera completamente personal. Me daban ganas de asesinarle cada vez que tocaba el «Gloria Patri» con acordes de charanga de estudiantes. Creo que el párroco era buena persona; pero cuando tronaba: « ¡Y el Señorrr dijo a Moisés, el Señorrr es un hombre de guerra; el Señorrr es su nombre. Mi cólera estallará, y Yo te aniquilarrré con la espada! », entonces, me preguntaba
cuántos cientos de años de purgatorio serian necesarios para expiar tal pecado.
—¿Quién ha comprado la finca? —pregunté a Thomas.
—Nadie a quien yo conozca, señor. Se dice que querían comprarla los propietarios de los apartamentos Hamilton. Seguramente para construir más estudios.
Me acerqué a la ventana. El joven de la cara enfermiza estaba plantado en la entrada del atrio, y nada más verle, me invadió la misma abrumadora repugnancia.
—A propósito, Thomas —dije—, ¿quién es ése de ahí abajo?
Thomas soltó un respingo.
-—¿Ese gusano, señor? Es el vigilante nocturno de la iglesia, señor. Me harta verle toda la noche en la escalinata, mirándote de una manera insultante. Una vez le di un guantazo en la cara... perdone el señor…
—Sigue, Thomas.
—Una noche que volvía a casa con Harry, el otro camarero inglés, lo vi sentado ahí en la escalinata. Molly y Jen, las dos chicas de servicio, venían con nosotros, y él nos miró como insultando y yo me eché adelante y le dije: « ¿Qué miras tú, eh, babosa repugnante?» Perdone el señor, pero eso mismo fue lo que dije. Entonces él no contestó, y yo le dije: «Baja y verás el guantazo que se lleva esa cara de pastel de crema que tienes.» Entonces me llegué a la puerta en cuatro saltos y entré; pero él no decía nada, solamente que miraba de esa manera insultante. Entonces le solté un bofetada; pero ¡puaf!, tenía una cara fría y pulposa, de ésas que te dan asco tocarlas.
—¿Y qué hizo él? —pregunté con curiosidad.
—¿Él? Nada.
—¿Y tú, Thomas?
El muchacho se ruborizó turbado y trató de sonreír.
—Señor Scott, yo no soy ningún cobarde, pero sin saber por qué, eché a correr. He estado en el Quinto de Lanceros, señor, de trompeta en Tel-el-Kebir, y más de una vez han disparado sobre mí.
—¿Quieres decir que huiste corriendo?
—Sí, señor; eché a correr.
—¿Por qué?
—Eso es lo que yo quisiera saber. Agarré a Molly y huí; y los demás estaban tan asustados como yo.
—Pero, ¿a qué le teníais miedo?
Thomas no quiso contestar de momento, pero ahora mi curiosidad por ese joven repulsivo de abajo era mucho mayor, y le insistí. Los tres años de residencia en América no sólo habían modificado el dialecto cockney de Thomas, sino que le habían comunicado el típico temor al ridículo del americano.
—¿Usted me cree, señor Scott?
—Sí, te creo.
—¿Se reirá de mí, señor?
— ¡Qué tontería!
Dudó un instante.
—Pues bien, señor, tan verdad como que hay Dios, que cuando le pegué me agarró de las muñecas, y al retorcerle yo su puño blando y pastoso, uno de sus dedos se me quedó en la mano.
La tremenda repugnancia y horror de la cara de Thomas se debió de reflejar en la mía, porque añadió:
—Es espantoso. Y ahora, nada más verlo, me largo. Ese individuo me pone enfermó.
Cuando Thomas se hubo marchado, me asomé a la ventana. El hombre estaba junto a la balaustrada de la iglesia, con las dos manos en la puerta, pero me retiré precipitadamente a mi caballete de nuevo, horrorizado y descompuesto. En la mitad de la mano derecha acababa de ver que le faltaba un dedo.
A las nueve apareció Tessie y se metió tras el biombo, con un alegre: «Buenos días, señor Scott». Una vez que reapareció y adoptó su pose sobre la plataforma, comencé una tela nueva para satisfacción suya. Permaneció en silencio mientras estuve encajando, pero tan pronto como cesó el rascar del carboncillo y eché mano del fijativo, empezó a hablar con animación.
—¡Qué noche más maravillosa he pasado! Estuvimos en Tony Pastor‘s.
—¿«Estuvimos», quiénes? —pregunté.
—Maggie... ya la conoce, la modelo del señor Whyte, y Pinkie McCormick. Nosotras la llamamos Pinkie porque tiene el pelo de ese color rojizo que tanto les gusta a ustedes los artistas. Y también estuvo Lizzie Burke.
Terminé de darle al lienzo un baño de fijativo con el pulverizador, y dije:
—¿Y bien?
—Vimos a Kelly y a Baby Barnes, la corista y... a todos los demás. He hecho una conquista.
—Entonces, ¿faltó a lo pactado, Tessie?
Ella rió y sacudió la cabeza.
—Es Ed Burke, el hermano de Lizzie. Un perfecto caballero.
Me sentí obligado a darle algunos consejos paternales acerca de las conquistas, y ella escuchó con una sonrisa radiante.
—Yo me cuidaría de una conquista extraña —dijo, examinando una bola de chicle—, pero Ed es diferente. Lizzie es mi mejor amiga.
Entonces me contó que Ed había regresado de la fábrica de medias de Lowell, Massachusetts, y que se había encontrado con que Lizzie y ella ya no eran unas niñas, y me habló de lo educado que era... y de cómo las invitó generosamente a tomar helados y ostras para celebrar su colocación como dependiente en el departamento de lanas de los almacenes Macy. Antes de que terminara, empecé a pintar, y ella volvió
a su pose sonriendo y parloteando como un gorrión. Hacia mediodía, tenía el trabajo totalmente limpio, y Tessie se acercó a verlo.
—Eso está mejor —dijo.
Lo mismo pensaba yo también, y me tomé el almuerzo con la íntima satisfacción de que todo marchaba bien. Tessie colocó su comida en una mesa de dibujo frente a mí, y bebimos vino de la misma botella y encendimos nuestros cigarrillos con la misma cerilla. Yo me sentía encariñado con Tessie. La había visto crecer y hacerse una mujer esbelta y bien formada, de la niña endeble y desmañada que había sido. Había posado para mí durante los tres últimos años, y era mi modelo preferida de todas las que tenía. Habría sentido muchísimo que se hubiese convertido en la que se suele llamar «una fulana»; pero jamás observé en ella una conducta dudosa, y sabía intuitivamente que era una buena chica. Nunca discutíamos de moral, ni yo pretendía hacerlo, en parte porque no tengo normas concretas de moral, y en parte porque sabía que ella haría lo que más le gustara sin tenerme en cuenta. No obstante, esperaba que ella navegase libre de complicaciones. Lo deseaba por su bien. Yo tenía también un deseo egoísta de retener a la mejor modelo que había tenido. Sabía que esa conquista, como ella lo llamaba, no significaba nada en muchachas como Tessie, y que tales cosas en América no se parecen en lo más mínimo a esas mismas cosas en París. De todos modos, tenía ojos en la cara y sabía que alguien acabaría por llevarse a Tessie algún día, y aunque por mi parte estaba convencido de que el matrimonio es una tontería, confiaba sinceramente en que, en este caso, habría un sacerdote al final de la aventura. Soy católico. Cuando oigo misa mayor, cuando me santiguo, me siento más alegre y todo me parece mejor; y cuando me confieso, me siento hasta bueno. Un hombre que vive solo como yo, debe confesarse con alguien. Antes tenía a Sylvia, que era católica, y aquello bastaba para mí. Pero volvamos a Tessie. Tessie también era católica, y mucho más devota que yo, de modo que, en suma, tenía poco que temer por mi preciosa modelo mientras no se enamorase. Si esto llegara a suceder, yo sabía que únicamente el destino decidiría su futuro por ella, y yo rezaba interiormente porque ese destino la alejase de hombres como yo, y pusiera en su camino muchachos como Ed Burke y Jimmy McCormick. ¡Dios bendiga el dulce rostro de esa chica!
Tessie se sentó soltando anillos de humo hacia el techo y haciendo tintinear el hielo de su vaso.
—¿Sabe usted que yo también tuve un sueño la noche pasada? —dije.
—¿Acerca de ese hombre? —preguntó ella alegremente.
—Exacto. Y era un sueño parecido al de usted, sólo que mucho peor.
Fue una insensatez decirlo, pero ya se sabe el poco tacto que tenemos los pintores por lo general.
—Me dormí alrededor de las diez —continué—, y al cabo de un rato soñé que me despertaba. Oí con tal claridad las campanadas de medianoche, el viento en las ramas de los árboles, y las sirenas de los bosques en la bahía, que incluso ahora me resulta difícil creer que no estaba despierto. Me daba la sensación de que yacía en una caja que tenía una tapa de cristal. Veía confusamente las luces de la calle por donde pasaba, porque debo decirle, Tessie, que la caja donde me hallaba tendido parecía descansar en carruaje almohadillado que traqueteaba por el empedrado de la calle. Al cabo de algún tiempo me impacienté y traté de moverme, pero la caja era demasiado estrecha. Tenía las manos cruzadas sobre el pecho de forma que no podía utilizarlas. Escuché y, más adelante, traté de gritar. Había perdido la voz. Podía oír los cascos de los caballos que tiraban del coche, incluso la respiración del cochero. Después percibí otro sonido, como el abrir de una ventana. Me las arreglé para volver un poco la cabeza, y pude ver no sólo a través de la tapa que cubría la caja, sino también a través de las simples aberturas del carruaje. Veía las casas, silenciosas y vacías, sin luz ni vida, excepto en una. En aquella casa había una ventana abierta en el primer piso, y en ella había una figura toda de blanco que miraba a la calle. Era usted.
Tessie había vuelto la cabeza, Apoyó un codo sobre la mesa.
—Pude ver su cara —proseguí—, y me pareció que estaba usted muy angustiada Luego pasamos y torcimos por una calle negra y estrecha. Los caballos se detuvieron. Esperé y esperé, cerrando los ojos con impaciencia y temor, pero todo estaba silencioso como una tumba. Después de pasar lo que a mí me parecieron horas enteras, empecé a sentirme incómodo. Una sensación de que tenía a alguien muy cerca me hizo abrir los ojos. Entonces vi la cara del cochero mirándome a través de la tapa de cristal del ataúd...
Me interrumpió un sollozo de Tessie. Estaba temblando como una hoja de árbol. Entonces me di cuenta de que había hecho el asno, y traté de reparar el daño.
—¿Qué ocurre, Tessie? —dije—. Le he contado esto tan sólo para mostrarle la influencia que su historia ha podido tener en los sueños de otra persona. No pensará que estoy tendido en un ataúd, ¿verdad? ¿Por qué tiembla usted? ¿No ve que su sueño y mi irrazonable aversión hacia ese inofensivo vigilante de la iglesia pusieron sencillamente mi cerebro en marcha tan pronto como quedé dormido?
Reclinó la cabeza sobre mis brazos. Sollozaba como si fuera a partírsele el corazón. ¡De qué manera tan imbécil me había portado! Pero a continuación, aún cometí una estupidez mayor. Me acerqué a ella y la rodeé con el brazo.
—Tessie, por favor, perdóneme —dije—. No tenía por qué asustarla con semejante tontería. Es usted una muchacha demasiado sensible y demasiado buena católica para creer en sueños.
Su mano se cerró sobre la mía y su cabeza cayó sobre mi hombro. Aún estaba temblando; yo la acaricié y la consolé.
—Vamos, Tess, abra los ojos y sonría.
Sus ojos se abrieron en un lánguido movimiento y se encontraron con los míos, pero su expresión era tan extraña, que me apresuré a tranquilizarla de nuevo.
—Todo eso son cuentos chinos, Tessie. No tendrá miedo de que le vaya a pasar nada por eso, ¿verdad?
—No —dijo, pero le temblaron sus labios rojos.
—Entonces ¿qué ocurre? ¿Tiene miedo?
—Sí, pero no por mí.
—¿Por mí, entonces? —pregunté alegremente.
—Por usted —murmuró con un hilo de voz—. Yo... yo le quiero, le quiero a usted.
Al principio me eché a reír, pero cuando comprendí lo que decía, me quedé de un pieza y tuve que sentarme anonado. Y en entonces coroné la serie de estupideces que llevaba cometidas. Durante el momento que transcurrió entre su réplica y mi contestación pensé mil respuestas a esa inocente confesión. Podía tomarla como una broma, podía hacerme el desentendido y tranquilizarla en cuanto a mi salud, podía manifestarle sencillamente que era imposible que ella me amase. Pero mi reacción fue más rápida que mis pensamientos, y cuando quise darme cuenta, era ya demasiado tarde, porque la había besado en los labios.
Aquella noche me fui a dar mi paseo cotidiano por Washington Park, reflexionando sobre los acontecimientos del día. Me sentía totalmente comprometido. No cabía echarse atrás ahora, y miraba el futuro de cara. Yo no era honrado, ni siquiera escrupuloso, pero no teñía ganas de engañar a Tessie ni de engañarme a mí mismo. La única pasión de mi vida había sido enterrada en aquel soleado bosque de Bretaña. ¿Enterrada para siempre? La Esperanza clamaba: « ¡No! » Durante tres años había esperado pasos en el umbral de mi casa. ¿Había olvidado a Sylvia? « ¡No! », clamaba la Esperanza.
He dicho yo que no era honrado. Es verdad, pero tampoco puedo decir que fuese un malvado de melodrama precisamente. Había llevado una vida fácil y atolondrada, tomando aquello que me brindaba placer y lamentando y deplorando, con amargura a veces, las consecuencias. Sólo en una cosa, en mi pintura, me portaba con seriedad; y con aquello que yacía oculto o perdido en los bosques de Bretaña.
Era demasiado tarde para lamentar lo que había ocurrido durante el día. Tanto si fue piedad, como si fue una ternura repentina ante su tristeza, o el impulso brutal de una vanidad halagada, ya daba lo mismo, y a menos que yo deseara destrozar su corazón inocente, había de seguir la senda trazada ante mí. El fuego y la fuerza, la hondura de la pasión de un amor que yo jamás había ni siquiera sospechado con toda mi supuesta experiencia del mundo, no me dejaban otra
alternativa que corresponderla o despedirla. No sé si fue porque soy demasiado cobarde para infligir dolor a los demás, o si es que tengo poco de puritano, pero el hecho es que me negué a rechazar la responsabilidad de aquel impensado beso y, por otra parte, no tuve tiempo de hacerlo antes de que se abriesen las puertas de su corazón y se derramasen en abundancia sus sentimientos. Los que cumplen de ordinario con su deber y encuentran una sombría satisfacción en torturarse a sí mismos y a los demás, se habrían resistido. Yo no. No me atreví. Cuando disminuyó la tempestad, le dije que habría sido mejor para ella haber amado a Ed Burke y llevar un sencillo anillo de oro, pero no quiso escucharme, y yo pensé que si ella había decido amar a alguien con quien no podía casarse, quizá lo mejor era haberme escogido a mí. Al menos podría tratarla con inteligente afecto, y cuando ella se cansara de su apasionamiento, no quedaría deshonrada. Sobre este punto yo estaba decidido, aunque sabía lo difícil que sería. Recordé cómo suelen terminar los amores platónicos y cómo me molestaba siempre enterarme de su prosaico final. Sabía lo mucho que suponía para un hombre tan poco escrupuloso como yo emprender unas relaciones de este tipo, y tuve miedo del futuro; pero en ningún momento dudé que ella estaría segura conmigo. De haber sido otra mujer, no me habría mareado la cabeza con tantos escrúpulos. Pero ni se me ocurrió siquiera la idea de sacrificar a Tessie como habría hecho con una mujer de mundo. Miraba el porvenir con entera equidad y veía los distintos finales probables del asunto, O bien ella se cansaría de mí, o se sentiría tan desdichada que yo tendría finalmente que casarme con ella o separarme. Si nos casábamos, no seríamos felices: yo por estar casado con una mujer que no me convenía, y ella por estarlo con un hombre que no le convenía a ninguna mujer. Mi pasada vida difícilmente me daba derecho a casarme Si me apartaba, quizá cayera ella enferma, pero se recuperaría y acabaría casándose con algún Ed Burke; pero también podía cometer alguna tontería por atolondramiento o de manera deliberada, Por otra parte, si ella se cansaba de mí, entonces tenía ante sí la vida entera con maravillosas perspectivas de Eddies Burkes, y anillos de boda, y mellizos, y pisos en Harlem, y Dios sabe qué. Mientras paseaba por entre los árboles vecinos al Washington Arch, decidí que en cualquier caso ella encontraría en mí un verdadero amigo, y ya veríamos qué pasaba. Luego volví a casa y me puse el traje de etiqueta, porque había encontrado una pequeña nota perfumada en mi aparador, que decía: «Espérame con un coche en la salida de artistas a las once», y firmaba «Edith Carmichel, Metropolitan Theatre».
Esa noche cené —o más bien cenamos la señorita Carmichel yo— en el Solari, y justamente empezaba la aurora a dorar la cruz de la iglesia Memorial, cuando llegué a Washington Square después de haber dejado a Edith en el Brunswick. No había un alma por el parque cuando atravesé la arboleda. Tomé el paseo que va desde la estatua de Garibaldi al edificio de los apartamentos Hamilton. Al pasar por el atrio
de la iglesia vi una figura en la escalinata de piedra. A pesar mío, me corrió un escalofrío por el cuerpo ante la visión de su hinchada cara blancuzca. Apreté el paso. Entonces le oí murmurar algo, tal vez dirigiéndose a mí o tal vez hablando consigo mismo, pero yo me puse furioso ante la posibilidad de que semejante individuo se dirigiese a mí. Me dieron ganas de dar la vuelta y romperle la cabeza de un bastonazo, pero seguí mi camino, entré en el edificio y me fui a mi apartamento. Estuve un rato dando vuelta en la cama intentando olvidarme de su voz, pero no podía. Tenía la cabeza llena de ese murmullo, denso como el humo oleoso de una caldera de asfalto, como el olor pestilente de la podredumbre. Y mientras me revolvía en el lecho se fue haciendo más clara y distinta su voz en mis oídos, y comencé a entender las palabras que había murmurado. Me llegaban lentamente, como el recuerdo remoto que se va abriendo a la luz, y por fin llegué a comprender su sentido. Decía:
—¿Has encontrado el Signo Amarillo?
—¿Has encontrado el Signo Amarillo?
—¿Has encontrado el Signo Amarillo?
Me puse furioso. ¿Qué quería decir con eso? Lo maldije a él y a su familia, cambié de postura, y me dormí. Pero más tarde, al despertarme, me encontraba pálido y ojeroso. Había soñado lo mismo que la noche anterior, y me sentía más desazonado de lo que habría deseado.
Me vestí y bajé al estudio. Tessie estaba sentada junto a la ventana. Al entrar yo, se levantó y me rodeó el cuello con sus brazos para ofrecerme un beso inocente. La encontré tan dulce y tan deliciosa que la volví a besar, y luego fui a sentarme delante del caballete.
— ¡Oye! ¿Dónde está el estudio que empecé ayer?
Tuve la impresión de que Tessie lo sabía, pero no contestó. Empecé a registrar entre las pilas de lienzos.
—Date prisa, Tess —dije—; prepárate. Tengo que aprovechar la luz de la mañana.
Cuando terminé finalmente de buscar entre los demás lienzos y mirar por toda la habitación, me di cuenta de que Tessie estaba de pie junto al biombo con las ropas puestas todavía.
—¿Qué te ocurre? —pregunté.— ¿No te sientes bien?
—Sí.
—Entonces date prisa.
—¿Quieres que pose como... como he posado siempre?
Entonces comprendí que había una nueva complicación. Por supuesto, había perdido la mejor modelo de desnudo que había conocido. Miré a Tessie. Su cara era de color escarlata. ¡Ay! Habíamos comido del árbol de la ciencia, y el Paraíso y la inocencia natural se habían convertido en sueños del pasado... Quiero decir para ella.
Supongo que notó mi cara de desencanto, porque dijo:
—Posaré si lo deseas. El estudio está detrás del biombo. He sido yo quien lo ha puesto ahí.
—No —dije—; empezaremos otro cuadro.
Fui a mi armario y saqué un disfraz de moró con lentejuelas que relucían primorosamente. Era un traje auténtico. Tessie lo recogió y pasó tras el biombo. Cuando salió de allí me quedé asombrado. Su cabello largo y negro estaba ceñido por una corona de turquesas que cruzaba sobre su frente y los extremos se enroscaban en torno a su brillante cinturón. Sus pies estaban enfundados en unas babuchas puntiagudas con adornos de bordado, y la falda de su vestido, curiosamente recamaba de arabescos de plata, le caía hasta los tobillos. El azul metálico del chaleco y la chaquetilla morisca, adornados con lentejuelas y turquesas, le sentaban maravillosamente. Avanzó hacia mí con el rostro levantado, sonriendo. Me metí la mano en el bolsillo, saqué una cadena de oro con una cruz y se la coloqué sobre la cabeza.
—Es tuya, Tessie.
—¿Mía? —balbució.
—Tuya. Ahora ve, que tienes que posar.
Entonces echó a correr con una sonrisa radiante hacia el biombo, y reapareció con una cajita sobre la que estaba escrito mi nombre.
—Quería dártela esta noche antes de marcharme —dijo.—, pero ya no puedo esperar.
Abrí la caja. Sobre el rosado algodón del interior había un broche de ónice negro, en el que se incrustaba un curioso símbolo o letra de oro. No era árabe ni chino ni, como averigüé más tarde, pertenecía a ningún alfabeto humano.
—Es todo cuanto puedo regalarte como recuerdo —dijo tímidamente.
Yo estaba molesto, pero le dije lo mucho que lo estimaría, y le prometí ponérmelo siempre. Ella me lo prendió en la chaqueta, bajo la solapa.-
—¡Qué tonta eres, Tess, haberme comprado una cosa tan cara!
—No la he comprado —rió ella.
—De dónde la has sacado?
Entonces me contó cómo lo había encontrado un día viniendo del acuario de Battery. Durante algún tiempo se dedicó a mirar en los anuncios de los periódicos, pero después perdió las esperanzas de dar con su propietario.
—Fue el invierno pasado —dijo—. El mismo día que tuve por primera vez ese horrible sueño de la carroza fúnebre.
Me acordé de mi sueño de la noche anterior, pero no dije nada. Mi carboncillo revoloteaba sobre un lienzo nuevo. Tessie permanecía inmóvil en la plataforma.
III
El día siguiente fue desastroso para mí. Al cambiar un cuadro de un caballete a otro, resbalé en el suelo recién encerado y caí con tan mala
fortuna que me lastimé las muñecas y no pude volver a coger un pincel en toda la tarde. Me vi obligado a vagar por el estudio mirando los dibujos sin terminar, contemplando los bocetos y echando chispas por los ojos hasta que, ya desesperado, me senté a fumar y a morderme las uñas de rabia. La lluvia azotaba los cristales de la ventana, redoblaba como un tambor sobre el tejado de la iglesia, poniéndome nervioso con su interminable tableteo. Tessie cosía junto a la ventana, y a cada momento levantaba la cabeza para mirarme con una compasión tan ingenua que empecé a sentirme avergonzado de mi irritación. Así que traté de buscar algo con qué entretenerme. Había leído todas las revistas y todos los libros de la biblioteca, pero para hacer algo, fui a las estanterías y las abrí con el codo. Conocía cada libro por su color. Pasé revista a todos, despacio y silbando para mantener un poco de humor. Iba a dar la vuelta para entrar en el comedor, cuando reparé en un libro encuadernado en piel de serpiente que estaba en un rincón del estante de arriba, en el último cuerpo de la estantería. No recordaba haberlo visto y, pese a mi estatura, no pude descifrar el borroso título de su lomo. Entré en el salón y llamé a Tessie, que vino y se encaramó para alcanzármelo.
—¿Qué es? —pregunté.
—«El Rey Amarillo.»
Me quedé perplejo. ¿Quién lo había puesto ahí? ¿Cómo había llegado a mi casa? Hacía mucho tiempo que yo había decidido no abrir jamás el libro ese y no comprarlo por nada del mundo. Incluso por miedo a que la curiosidad pudiera tentarme a abrirlo, apartaba la mirada de él cuando entraba en una librería y lo tenían por casualidad. De haber sentido deseos de leerlo alguna vez, la espantosa tragedia del joven Castaigne —a quien conocía— me habría disuadido de abrir sus páginas infames. Me he negado siempre a escuchar cualquier referencia a ese libro, y desde luego, nadie se ha atrevido a discutir su segunda parte en voz alta, de modo que yo no tenía absolutamente ningún conocimiento de lo que estas páginas podían revelar. Contemplé la encuadernación jaspeada y ponzoñosa como hubiera contemplado una culebra.
—No lo toques, Tessie. Baja de ahí.
Como es natural, mi advertencia fue suficiente para suscitar su curiosidad, y antes de que yo pudiera evitarlo, cogió el libro y se alejó riendo y danzando hacia el estudio. La llamé, pero ella se escurrió de mis manos inútiles con atormentadora sonrisa. La seguí con cierta impaciencia.
—¡Tessie! —grité entrando a la biblioteca—, escucha, te lo digo en serio. Deja ese libro. ¡No quiero que lo abras!
No estaba en la biblioteca. Recorrí los dos salones; luego los dormitorios, el cuarto del servicio, la cocina, y finalmente regresé a la biblioteca y empecé una búsqueda sistemática. Se había escondido tan bien que me costó media hora encontrarla. Estaba agachada, pálida y
muda, junto a la ventana de la despensa del piso de arriba. Al primer golpe de vista comprendí que su insensatez había sido castigada. «El Rey Amarillo» estaba caído a sus pies. La cogí de la mano y la llevé al estudio. Estaba alelada. Cuando le dije que se tendiera en el sofá me obedeció sin decir una palabra. Al cabo de un rato cerró los ojos y su respiración se hizo regular y profunda, pero no pude averiguar si dormía o no. Estuve un rato muy largo sentado junto a ella, pero ni se movió ni habló. Por último, me levanté, entré en la desmantelada despensa y cogí el libro con la mano menos lastimada. Pesaba. No obstante, lo llevé otra vez al estudio, me senté en la alfombra junto al sofá, lo abrí y me lo leí de cabo a rabo.
Cuando, desfallecido por el exceso de emociones, solté el libro y me recosté cansado contra el sofá, Tessie abrió los ojos y me miró.
Llevábamos ya un rato hablando en tono monótono y forzado. Entonces me di cuenta de que estábamos comentando «El Rey Amarillo». ¡Ah, qué pecado escribir tales palabras... palabras que son claras como el cristal, limpias y musicales como un manantial burbujeante, palabras que resplandecen y destellan como los diamantes emponzoñados de los Médicis! ¡Ah, la perversidad, la condenación desesperada de un alma capaz de fascinar y paralizar a las humanas criaturas con tales palabras, con esas palabras que lo mismo las comprende el sabio que el ignorante, con esas palabras que son más preciosas que las joyas, más suaves que la música, más espantosas que la muerte!
Continuamos, hablando sin preocuparnos de las sombras que iban aumentando. Ella me suplicó que tirase el broche de ónice negro, porque ahora sabíamos que aquella extraña incrustación de oro era el Signo Amarillo. Nunca comprenderé por qué me negué, aunque en este momento, aquí en mi dormitorio donde escribo esta mi confesión, me alegraría saber qué fue lo que me impidió arrancar el Signo Amarillo de mi pecho y tirarlo al fuego. Estoy seguro de que yo deseaba hacerlo, y sin embargo Tessie me lo estuvo pidiendo en vano. Cayó la noche y siguieron pasando las horas. Nosotros continuábamos hablando en voz baja sobre el Rey y la Máscara Pálida, y sonaron las doce en los oscuros campanarios de la ciudad envuelta por la niebla. Hablábamos de Hasyur y de Cassilda y, mientras, la niebla chocaba contra los desnudos cristales de la ventana como el oleaje de las nubes que corre a estrellarse en las riberas de Hali.
La casa estaba ahora en silencio; ni un ruido se oía en las calles invadidas de bruma. Tessie yacía entre cojines. Su cara era una mancha gris en la oscuridad, pero sus manos apretaban las mías, y yo sabía que ella leía mis pensamientos como yo podía leer los suyos, porque los dos habíamos comprendido el misterio de las Híadas, y ante nosotros se alzaba el Fantasma de la Verdad. Entonces, mientras nos hablábamos en ese lenguaje mudo de pensamientos, se agitaron las sombras en la oscuridad que nos envolvía; y allá lejos, en la calle, oímos
algo, un ruido que se fue acercando más y más... como un apagado rechinar de ruedas. De pronto cesó ante la entrada. Me precipité a la ventana y vi la carroza fúnebre, negra y emplumada. El portal de la casa se abrió y se volvió a cerrar. Me acerqué temblando hasta mi puerta y eché el cerrojo, aunque sabía que no había cerrojos ni cerraduras que me protegieran de aquella criatura que venía por el Signo Amarillo. La oí avanzar despacio por el recibimiento. Cuando llegó a la puerta, los cerrojos se desmoronaron, podridos, al tocarlos. Entró. Con los ojos desorbitados traté de escudriñar la oscuridad, pero aunque estaba en la habitación, no lo vi. Sólo grité al sentir que me envolvía en su abrazo frío y blando. Me debatí con furia mortal, pero tenía las manos inútiles. Me arrancó el broche de ónice de la chaqueta y me golpeó de lleno en la cara. Luego, al caer, oí el grito leve de Tessie al abandonarla su espíritu y su vida. Y mientras caía, aún deseé seguirla, porque sabía que el Rey Amarillo había abierto su andrajoso manto y ya sólo me quedaba implorar a Dios.
Podría decir más, pero al mundo no le serviría de nada. En cuanto a mí, ningún ser humano puede ayudarme, estoy sin esperanza. Mientras escribo aquí en la cama, sin preocuparme siquiera de si moriré o no antes de terminar, puedo ver cómo el médico recoge sus polvos y sus frascos, cómo hace un gesto vago al buen sacerdote que tengo a mi lado, y cómo éste comprende.
A la gente le gustaría conocer los detalles de la tragedia... a esa gente que escribe libros e imprime millones de periódicos. Pero no escribiré más. El padre confesor sellará mis últimas palabras con un sello sagrado, cuando su santo oficio haya concluido. La gente, los habitantes de este mundo extraño, pueden enviar a sus criaturas a las casas arruinadas y a los hogares conmovidos por la muerte; sus periódicos se cebarán en la sangre y las lágrimas. Pero conmigo sus espías deberán detenerse ante el confesonario. Saben que Tessie ha muerto, y que no tardaré en seguirla. Saben que los vecinos de mi casa, sobresaltados por un grito infernal, se agolparon en mi habitación, donde encontraron a una persona que vivía aún, y otras dos muertas. Pero no saben lo que voy a decir. No saben que el médico, señalando un bulto horrible y descompuesto que yacía en el suelo, el cadáver del vigilante de la iglesia, dijo: « ¡Es incomprensible. Ese hombre debe haber muerto hace meses! »
Siento que mi fin se acerca. Quisiera que el sacerdote...
Arthur Machen:
Vinum Sabbati1
Me llamo Helen Leicester. Mi padre, el mayor general Wyn Leicester, distinguido oficial de artillería, falleció hace cinco años de una enfermedad del hígado, adquirida en el clima insalubre de la India. Un año más tarde, Francis, mi único hermano, regresó a casa después de una carrera excepcionalmente brillante en la Universidad y aquí se quedó, decidido a hacer vida de ermitaño y a dominar lo que acertadamente se ha llamado el gran mito del Derecho. Parecía sentir una indiferencia completa hacia todo lo que se entiende por placer; aunque más agradable que la generalidad de los hombres y muy capaz de hablar con la alegría y el ingenio de un vagabundo, evitaba la sociedad y se encerraba en la gran habitación que hay en lo alto de la casa para prepararse como abogado. Al principio, se asignó una media de diez horas diarias de estudio tenaz; desde que apuntaba el día hasta bien avanzada la tarde permanecía encerrado con sus libros. A continuación empleaba media hora en comer precipitadamente conmigo, como si lamentara el tiempo que perdía en ello, y salía después a dar un corto paseo cuando empezaba a anochecer. Pensé que semejante aplicación debía ser perjudicial, y traté de apartarle persuasivamente de la austeridad de sus libros de texto. Sin embargo, su ardor parecía aumentar, más que disminuir, y el número de horas de estudio era cada día mayor. Hablé seriamente con él, le sugerí que se tomara un descanso alguna vez, aunque no más que pasarse una tarde entera leyendo una novela insustancial, pero él se rió y dijo que, cuando tenía ganas de distraerse, leía alguna monografía sobre el régimen de propiedad feudal. Igualmente se burló de la idea de ir al teatro o de pasar un mes en el campo. Yo no podía por menos de confesar que tenía buen aspecto, y no parecía resentirse de su trabajo; pero sabía que su organismo terminaría por vengarse de tan duro trato, y no me equivocaba. No tardó en asomar una expresión de ansiedad en sus ojos, y por último confesó que no se encontraba completamente bien; se sentía inquieto, con sensación de vértigo —decía—, y por las noches se
1 Título original: The White Powder. Traducido por F. Torres Oliver [© A.M. Heath & Co. Ltd., Londres].
despertaba a cada momento, asustado y bañado en sudor frío, a causa de unos sueños espantosos.
—Me cuidaré —dijo——, no te preocupes. Ayer pasé el día sin hacer nada, arrellanado en esa butaca tan confortable que me regalaste, y garabateando tonterías en una hoja de papel. No, no; no me agobiaré de trabajo. Esto se me pasará en una semana o dos, ya verás.
Sin embargo, a pesar de sus palabras tranquilizadoras, pude observar que no mejoraba, sino que iba cada vez peor. Entraba en el salón con expresión de desaliento en su cara penosamente envejecida y se esforzaba en aparentar alegría cuando mis ojos se fijaban en él. A mí me parecía que tales síntomas presagiaban algo malo, y a veces, me asustaba la nerviosa irritación de sus gestos y su extraña forma de mirar. Muy en contra de su voluntad, conseguí que accediera a dejarse reconocer por un médico, y por fin llamó, de muy mala gana, a nuestro viejo doctor.
El doctor Haberden me animó, después de la consulta.
—No es nada grave —me dijo—. Sin duda lee demasiado, come de prisa y vuelve a los libros con demasiada precipitación. Es natural que, en consecuencia, tenga trastornos digestivos y alguna pequeña perturbación del sistema nervioso. Pero estoy convencido, señorita Leicester, de que podremos arreglarlo. Le he recetado una medicina que le irá muy bien; de modo que no pase cuidado.
Mi hermano insistió en que le preparara la receta un farmacéutico de la vecindad. Era en un establecimiento extraño, pasado de moda, exento de la estudiada coquetería y la calculada brillantez que hacen tan alegres los escaparates y estanterías de las modernas farmacias. Pero Francis tenía mucha simpatía al anciano y mucha fe en la escrupulosa pureza de los productos que vendía. La medicina fue enviada a su debido tiempo, y yo vi que mi hermano la tomaba regularmente después de las comidas. Era un polvo blanco de aspecto inocente, del que disolvía un poco en un vaso de agua. Se lo agitaba yo, y desaparecía dejando el agua limpia e incolora. Al principio, Francis pareció mejorar notablemente; la laxitud desapareció de su rostro, y se volvió a sentir tan alegre como en sus tiempos del colegio. Hablaba animadamente de corregirse, y reconoció que había perdido el tiempo.
—He dedicado demasiadas horas al Derecho —decía riéndose—; creo que me has salvado a tiempo. Bien, seré magistrado de todos modos, pero no debo olvidarme de vivir. Haremos un viaje a París, nos divertiremos, y procuraremos no acercarnos por la Bibliothèque Nationale.
Confieso que me sentí encantada con el proyecto.
—¿Cuándo? —pregunté——. Podríamos salir pasado mañana, si te parece.
—No, es un poco demasiado pronto. Al fin y al cabo, no conozco Londres todavía, y supongo que se debe empezar por saborear las cosas buenas de su propio país. Pero saldremos dentro de una semana o dos,
así que desempolva y practica tu francés. Por mi parte, de Francia sólo conozco la legislación, y me temo que no nos sirva de nada.
Estábamos terminando de comer. Se bebió su medicina con gesto de catador, como si fuera un vino de la bodega más selecta.
—¿Tiene algún sabor especial? —pregunté.
—No; es como si fuera sólo agua.
Se levantó de la silla y empezó a pasear de un extremo a otro de la habitación, como no sabiendo qué hacer.
—¿Vamos al saloncito a tomar café? —le pregunté—. ¿O prefieres fumar?
—No; me parece que voy a dar una vuelta. Hace una tarde espléndida. Mira esa puesta de sol: es como una ciudad inmensa en llamas, como si, abajo, entre las casas oscuras, corriese una marea de sangre. Sí. Voy a salir. En seguida estaré de vuelta, pero me voy a llevar la llave. Así que, buenas noches, si no te veo, hasta mañana.
La puerta se cerró de golpe tras él, y le vi caminar con ligereza por la calle, balanceando su bastón de caña de bambú. Me sentí agradecida al doctor Haberden por esta mejoría.
Creo que mi hermano regresó a casa muy tarde aquella noche, pero a la mañana siguiente se encontraba de buen humor.
—Caminé sin pensar adónde iba —me contó—, gozando de la frescura del aire y, arrastrado por la multitud, llegué hasta los barrios más transitados. Después me encontré con un antiguo compañero de colegio, un tal Orford, en medio de la muchedumbre y después... bueno, nos fuimos por ahí a divertirnos. He experimentado lo que es ser joven y hombre. He descubierto que tengo sangre en las venas como los demás. He quedado con Orford para esta noche. Nos veremos en un restaurante. Sí, me divertiré durante una semana o dos, y todas las noches oiré las campanadas de las doce. Y después haremos tú y yo nuestro viajecito.
Fue tal el cambio de carácter de mi hermano, que en pocos días se convirtió en un amante de los placeres, en un indolente y en un asiduo de los barrios alegres, en un cliente fiel de los restaurantes de buen tono, y en un crítico excelente de todo baile exótico. Engordaba a ojos vistas, y no hablaba ya de París, puesto que había encontrado su paraíso en Londres. Todo esto me satisfacía y, no obstante, me sorprendía un poco, porque en su alegría encontraba yo algo que me desagradaba, aunque no sabía qué. Pero el cambio le sobrevino poco a poco. Seguía regresando a las frías horas de la madrugada. No le oía ya hablar de sus diversiones y una mañana, al sentarnos a desayunar, le miré de improviso a los ojos y me pareció que tenía a un extraño delante de mí.
—¡Oh, Francis! —exclamé— ¡Francis, Francis! ¿Qué has hecho?
Y dejando escapar libremente los sollozos, no pude decir una palabra más. Me retiré llorando a mi habitación. Aunque yo no sabía nada, no obstante, lo sabía todo, y por un extraño juego de
pensamientos, recordé la noche en que salió por primera vez, y el cuadro de la puesta de sol que iluminaba el cielo ante mí: las nubes, como una ciudad incendiada, y los torrentes de sangre. Sin embargo, luché contra tales pensamientos, y consideré que tal vez, después de todo, no había pasado nada malo. Por la tarde, a la hora de comer, decidí apremiarlo a que fijara el día para iniciar nuestras vacaciones en París. Estábamos charlando tranquilamente; mi hermano acababa de tomar su medicina. Iba yo abordar el tema, cuando las palabras se me borraron del pensamiento, y me pregunté por un segundo qué peso frío e intolerable oprimía mi corazón y me sofocaba con angustioso horror, como si me hubieran encerrado viva en un ataúd.
Habíamos comido sin encender las velas. La luz del crepúsculo se había ido apagando en la habitación, y las paredes y los rincones se quedaron sumidos en una oscuridad de sombras indistintas. Pero desde donde yo estaba sentada podía ver la calle, y cuando pensaba en lo que iba a decirle a Francis, el cielo comenzó a enrojecer y a brillar, ofreciendo el mismo espectáculo que tan bien recordaba. Y en el espacio que se abría entre las dos oscuras masas de edificios, apareció el tremendo resplandor de un incendio: cárdenos remolinos de nubes retorcidas, abismos enormes en llamas, veladuras grises como el vaho que se desprende de una ciudad humeante; en las alturas, una luz maligna e inflamada, nacida de las lenguas del más ardiente fuego, y en la tierra, como un inmenso lago de sangre. Volví los ojos a mi hermano. Iba a decirle algo, cuando vi su mano que descansaba sobre la mesa. Entre el pulgar y el índice tenía una señal, una especie de mancha del tamaño de una moneda de seis peniques que, por su coloración, parecía una magulladura. Sin embargo, tuve la certeza, sin saber por qué, de que no era consecuencia de un golpe. ¡Ah!, si la carne humana pudiera arder en llamas, y si la llama fuese negra como la pez, entonces podría explicar lo que tenía ante mí. Sin pensar en nada concreto, sin que mediara una palabra, me sentí invadida de horror al verlo, y en lo más profundo de mi ser comprendí que era el estigma de algún mal. Durante unos segundos, el cielo se oscureció como si de pronto se hiciera de noche. Cuando volvió a iluminarse, me encontraba sola en la habitación. Poco después, oía salir a mi hermano.
A pesar de la hora, me puse el sombrero y fui a visitar al doctor Haberden. En su amplio despacho, mal iluminado por una vela mortecina, conté al médico, con labios temblorosos y voz vacilante pese a mi determinación, todo lo que había sucedido desde el día en que mi hermano empezó a tomar la medicina hasta la horrible señal que había descubierto hacía apenas media hora.
Cuando hube terminado, el doctor me miró durante un momento con una expresión de piedad en su rostro.
—Querida señorita Leicester —dijo— usted está angustiada por su hermano; se preocupa mucho por él, estoy seguro. Vamos, ¿no es así?
—Es verdad, me tiene preocupada —dije—. Hace una semana o dos, que no me siento tranquila.
—Perfectamente. Ya sabe usted lo complicado que es el cerebro.
—Comprendo lo que quiere usted decir, pero no estoy equivocada. He visto con mis propios ojos lo que acabo de decirle.
—Sí, sí; por supuesto. Pero sus ojos habían estado contemplando ese extraordinario crepúsculo que hemos tenido hoy. Es la única explicación. Ya tendrá ocasión de comprobarlo mañana ala luz del día, estoy seguro. Pero recuerde que estoy siempre dispuesto a prestarle cualquier ayuda que esté de mi mano. No vacile en acudir a mí o mandarme llamar si se encuentra en un apuro.
Me marché muy poco convencida, completamente confusa, llena de tristeza y temor, y sin saber qué hacer. Cuando, al día siguiente, nos reunimos mi hermano y yo, le dirigí una rápida miraba y descubrí, sobresaltada, que llevaba la mano derecha envuelta en un pañuelo. Se trataba de la mano en la que le había visto aquella mancha como de quemadura infernal.
—¿Qué te pasa en la mano, Francis? —le pregunté con firmeza.
—Nada importante. Me corté anoche en un dedo y me hice sangre. Me lo he vendado lo mejor que he podido.
—Yo te lo curaré bien, si quieres.
—Déjalo, gracias. Así puedo tirar la mar de bien. Vamos a desayunar; estoy que me muero de hambre.
Nos sentamos. Yo no le quitaba ojo de encima. Apenas si comió ni bebió nada. Le tiraba la comida al perro cuando creía que no le miraba. Había una expresión en sus ojos que nunca le había visto. De repente me cruzó por la imaginación la idea de que aquella expresión no era humana. Estaba firmemente convencida de que, por espantoso e increíble que fuese lo que había visto la noche anterior, no era ninguna ilusión, no era ningún engaño de mis sentidos, y en el transcurso de la mañana, fui nuevamente a casa del médico.
El doctor Haberden movió la cabeza con aire preocupado y escéptico, y reflexionó unos minutos.
—¿Y dice usted que continúa tomando la medicina? Pero, ¿por qué? A mi entender, todos los síntomas de que se quejaba han desaparecido hace mucho. ¿Por qué continúa tomándose ese potingue, si se encuentra completamente bien? Y a propósito, ¿dónde encargó que le prepararan la receta? ¿En casa de Sayce? Nunca envío a nadie allí. El pobre hombre es muy viejo y se está volviendo descuidado. Supongo que no tendrá usted inconveniente en venir conmigo a su casa; me gustaría hablar con él.
Fuimos juntos a la farmacia. El viejo Sayce conocía al doctor Haberden, y estaba dispuesto a facilitarle cualquier clase de información.
—Según tengo entendido, usted lleva varias semanas preparando esta receta mía al señor Leicester —dijo el doctor, entregándole al anciano un pedazo de papel escrito.
—Sí —dijo—, y ya me queda muy poco. Este producto apenas se utiliza; yo lo he tenido en depósito durante mucho tiempo sin usarlo; si el señor Leicester continúa el tratamiento, tendré que encargar más.
—Por favor, déjeme echar una mirada al preparado —dijo Haberden.
El farmacéutico le dio un frasco. Le quitó el tapón, olió el contenido, y miró con extrañeza al anciano.
—¿De dónde ha sacado esto? —dijo—. ¿Qué es? Además, señor Sayce, esto no es lo que yo he prescrito. Sí, sí, ya veo que la etiqueta está bien, pero le digo que ésta no es la medicina que he recetado.
—Lleva mucho tiempo ahí —dijo el anciano, aterrado y tembloroso—. La adquirí en el almacén de Burbage, como de costumbre. No me la suelen pedir con frecuencia, y ahí ha estado desde hace algunos años. Como ve usted, ya queda muy poco.
—Será mejor que me lo dé —dijo Haberden—. Me temo que ha habido un malentendido.
Nos marchamos de la tienda en silencio; el médico llevaba el frasco envuelto en un papel, bajo el brazo.
—Doctor Haberden —dije, cuando ya llevábamos un rato caminando—, doctor Haberden.
—Sí —dijo él, mirándome sombríamente.
—Quisiera que me dijese qué ha estado tomando mi hermano dos veces al día durante todo este mes.
—Con franqueza, señorita Leicester, no lo sé. Hablaremos de esto cuando lleguemos a mi casa.
Continuamos caminando de prisa sin pronunciar una palabra más, hasta que llegamos a su casa. Me rogó que me sentara, y comenzó a pasear de un extremo al otro de la habitación, con la cara ensombrecida por temores nada comunes.
—Bueno —dijo al fin—. Todo esto es muy extraño. Es natural que usted se sintiera alarmada; por mi parte, debo confesar que estoy muy lejos de sentirme tranquilo. Dejaremos a un lado, se lo ruego, lo que usted me contó anoche y esta mañana. En todo caso persiste el hecho de que durante las últimas semanas el señor Leicester ha estado saturando su organismo con un preparado completamente desconocido para mí. Como le digo, eso no es lo que yo le receté. No obstante, todavía está por ver qué contiene realmente este frasco.
Lo desenvolvió, vertió cautelosamente unos pocos granos de polvo blanco en un pedacito de papel, y los examinó con interés.
—Sí —dijo— Parece sulfato de quinina, como usted dice; forma escamitas. Pero huélalo.
Me tendió el frasco, y yo me incliné a oler. Era un olor extraño, empalagoso, etéreo, irresistible, como el de un anestésico fuerte.
—Lo mandaré analizar —dijo Haberden—. Tengo un amigo dedicado a la química. Después sabremos a qué atenernos. No, no; me diga nada sobre esa cuestión. Ahora no piense más en eso. Siga mi consejo y procure no darle más vueltas.
Aquella tarde, mi hermano no salió después de la comida, como era su costumbre.
—He echado mi cana al aire —dijo con una risa extraña— y debo volver a mis viejas costumbres. Un poco de legislación será el descanso adecuado, después de una dosis tan sobrecargada de placer.
Sonrió para sí, y poco después subió a su cuarto. Todavía llevaba la mano vendada.
El doctor Haberden pasó por casa unos días más tarde.
—No tengo ninguna noticia especial para usted —dijo—. Chambers está fuera de la ciudad, de manera que no sé nada nuevo sobre el potingue. Pero me gustaría ver al señor Leicester, si está en casa.
—Se encuentra en su habitación —dije—. Le diré que está usted aquí.
—No, no; yo subiré. Quiero hablar con él con toda tranquilidad. Me atrevería a decir que nos hemos alarmado demasiado por tan poca cosa. Al fin y al cabo, sea lo que sea, parece que polvo blanco le ha sentado bien.
El doctor comenzó a subir. Al pasar por el recibimiento, le oí llamar a la puerta, abrirse ésta, y cerrarse después. Estuve esperando en el silencio de la casa durante más de una hora. La quietud se volvía cada vez más intensa, mientras giraban las manecillas del reloj. Luego, oí arriba el ruido de una puerta que se abría vigorosamente, y el médico bajó. Sus pasos cruzaron el recibimiento y se detuvieron ante la puerta. Contuve la respiración, angustiada, y al mirarme en un espejo me encontré terriblemente pálida. Entonces abrió, dio unos pasos, y se quedó allí, de pie, sosteniéndose con una mano en el respaldo de una silla. El labio inferior le temblaba de emoción. Tragó saliva y tartamudeó una serie de sonidos ininteligibles, antes de hablar.
—He visto a ese hombre —comenzó, en un áspero susurro—. Acabo de pasar una hora con él. ¡Dios mío! ¡Y estoy despierto, con mis cinco sentidos! Me he enfrentado toda mi vida con la muerte y conozco las ruinas y la descomposición de nuestra en envoltura terrena... ¡Pero eso no, Dios mío, eso no!
Y se cubrió el rostro con las manos para apartar de sí alguna horrible visión.
—No me mande llamar otra vez, señorita Leicester —dijo, recobrando su serenidad—. Nada puedo hacer ya por esta casa. Adiós.
Le vi bajar, tambaleante, la escalinata y cruzar la calzada en dirección a su casa. Me dio la impresión de que había envejecido lo menos diez años desde que había entrado.
Mi hermano permaneció en su habitación. Me llamó con voz apenas reconocible y me dijo que estaba muy ocupado, que le gustaría que le
subieran la comida y que se la dejasen junto a la puerta, de modo que así lo ordené a los criados. Desde aquel día, me pareció como si el concepto arbitrario que llamamos tiempo se hubiera borrado para mí. Vivía yo con una sensación continua de horror, llevando a cabo maquinalmente la rutina de la casa, y hablando sólo lo imprescindible con los criados. Salía a pasear todos los días una hora o dos y luego regresaba a casa otra vez. Pero tanto dentro como fuera, mi espíritu se detenía ante la puerta cerrada de la habitación superior y, temblando, esperaba que se abriera.
He dicho que apenas me daba cuenta del tiempo, pero creo que debió transcurrir un par de semanas, desde la visita del doctor Haberden, cuando un día, después del paseo, regresaba a casa algo reconfortada y con cierta sensación de alivio. El aire era suave y agradable, y las formas vagas de las hojas verdes, que flotaban en la plaza como una nube, y el perfume de las flores, transportaban mis sentidos. Me sentía feliz y caminaba con ligereza. Cuando iba a cruzar la calle para entrar en casa, me detuve un momento porque pasaba un carruaje, y miré hacia arriba por casualidad. Instantáneamente se llenaron mis oídos de un fragor tumultuoso de aguas profundas. El corazón me dio un vuelco, se me paralizó como en un vacío sin fondo, y me quedé sobrecogida de terror. Extendí ciegamente una mano en la oscuridad para no caer, en tanto que el suelo temblaba bajo mis pies, perdía consistencia y parecía hundirse. En el momento de mirar hacia la ventana de mi hermano, se abrió el postigo, y algo dotado de vida se asomó a contemplar el mundo. Nada. No puedo decir si vi un rostro humano o algo que se le pareciera. Era una criatura viviente con dos ojos llameantes que me miraron desde el centro de algo deforme que constituía el símbolo, el testimonio del mal y la corrupción. Durante cinco minutos permanecí inmóvil, sin fuerzas, presa de una angustiosa repugnancia y horror. Al llegar a la puerta, eché a correr escaleras arriba, hasta la habitación de mi hermano y llamé a la puerta.
—¡Francis, Francis! —grité—. Por el amor del Cielo, contéstame. ¿Qué bestia espantosa tienes en la habitación? ¡Arrójala, Francis, échala de aquí!
—Oí un ruido como de pies que se arrastraban, lentos y cautelosos y un sonido ahogado, estertoroso, como si alguien se esforzara por decir algo. Después, una voz pronunció unas palabras se apenas llegué a entender.
—Aquí no hay nada —dijo la voz—. Por favor, no me molestes. No me encuentro bien hoy.
Bajé de nuevo, sobrecogida de miedo, y no obstante, sin poder hacer nada. Me preguntaba por qué me habría mentido Francis, puesto que, aun de manera fugaz, había visto la aparición aquella demasiado claramente para equivocarme. Me senté en silencio, consciente de que había sido algo más, algo que había visto al primer pronto, antes de que aquellos ojos llameantes se fijaran en mí. Y, súbitamente, lo recordé. Al
mirar hacia arriba, las contraventanas se estaban cerrando, pero tuve tiempo de ver el ademán de aquella criatura. Al evocarlo, comprendí que la imagen no se borraría jamás de mi memoria. No era una mano. No había dedos que cogieran la hoja de madera, sino un muñón negro que se limitó a empujarla. El perfil consumido y su torpe movimiento, como el de la zarpa de una bestia, se había grabado en mis sentidos antes de sumirse en aquella oleada de terror que me dejó anonadada. Me horroricé de acordarme y de pensar que aquella criatura vivía con mi hermano. Subí otra vez y llamé desesperadamente, pero no me contestó. Aquella noche, uno de los criados vino a mí y me contó con cierto recelo que hacía tres días que venía colocando regularmente la comida junto a la puerta y que después la retiraba intacta. La doncella había llamado, pero no había recibido contestación: sólo oyó el arrastrar de pies que yo había oído. Pasaron los días, uno tras otro, y siguieron dejándole a mi hermano las comidas delante de la puerta y retirándolas intactas, y aunque llamé repetidamente a la puerta, no conseguí jamás que me contestara. La servidumbre comenzó entonces a murmurar. Al parecer, estaban tan alarmados como yo. La cocinera dijo que, cuando mi hermano se encerró por vez primera en su habitación, ella empezó a oírle salir habitualmente por la noche, y deambular por la casa; y una vez, según dijo, oyó abrir la puerta del recibimiento, y cerrarla a continuación. Pero llevaba varias noches que no oía ruido alguno. Por último, la crisis se desencadenó. Fue en la oscuridad del atardecer. El cuarto de estar se iba poblando de tinieblas, cuando un alarido terrible desgarró el silencio y, escaleras abajo, oí el escabullirse de unos pasos precipitados. Aguardé, y un segundo después irrumpió la doncella en el cuarto de estar y se quedó delante de mí, pálida y temblorosa.
— ¡Oh, señorita Helen! —balbució—— ¡Santo Dios, señorita Helen! ¿Qué ha pasado? Mire mi mano, señorita, ¡mire esta mano!
La llevé hasta la ventana, y vi una mancha negra y húmeda en la mano que me enseñaba.
—No te comprendo —dije—. ¿Quieres explicarte?
—Estaba arreglándole la habitación a usted en este momento —empezó—. Estaba poniéndole sábanas limpias, y de repente me ha caído en la mano algo mojado. Al mirar hacia arriba, he visto que era el techo, que goteaba justo encima de mí.
La miré con firmeza y me mordí los labios.
—Ven conmigo —dije——. Tráete tu vela.
La habitación donde dormía yo estaba debajo de la de mi hermano. Al entrar, me di cuenta de que yo temblaba también. Miré hacia arriba. En el techo había una mancha negra, líquida, goteante; abajo, un charco horrible empapaba la blanca ropa de mi cama.
Me lancé precipitadamente escaleras arriba y llamé con furia sobre la puerta.
— ¡Francis, Francis, hermano mío! ¿Qué ha pasado?
Me puse a escuchar. Hubo un sonido ahogado; luego, un gorgoteo, como una especie de vómito, pero nada más. Llamé más fuerte, pero no contestó.
A pesar de lo que el doctor Haberden había dicho, fui a buscarle. Le conté, con los ojos arrasados en lágrimas, lo que había sucedido, y él me escuchó con una expresión de dureza en el semblante.
—En recuerdo del padre de usted, iré —dijo finalmente—. Iré con usted, aunque nada puedo hacer por él.
Salimos juntos. Las calles estaban oscuras, silenciosas, sofocantes por el calor y la sequedad de las últimas semanas. Bajo las luces de gas, el rostro del doctor se veía blanco. Cuando llegamos a casa, le temblaban las manos.
No nos paramos, sino que subimos directamente. Yo sostenía la lámpara y él llamó en voz alta:
—Señor Leicester, ¿me oye? Insisto en verle a usted. Conteste inmediatamente.
No hubo respuesta, pero los dos oímos aquel gorgoteo al que me he referido.
—Señor Leicester, estoy esperando. Abra la puerta inmediata mente, o me veré obligado a echarla abajo —dijo.
Y aun volvió a llamar, elevando la voz de tal manera, que los ecos resonaron por todo el edificio:
—¡Señor Leicester! Por última vez, le exijo que abra.
—¡Bueno! —exclamó, después de unos momentos de silencio—, estamos malgastando el tiempo. ¿Sería usted tan amable de proporcionarme un atizador o algo parecido?
Corrí a una pequeña habitación que servía de desván, donde encontré una especie de azada que me pareció de utilidad.
—Muy bien —dijo——, es justo lo que quería. ¡Pongo en conocimiento de usted, señor Leicester, que voy a destrozar la puerta!
Luego comenzó a descargar golpes con la azada, haciendo saltar la madera en astillas. De pronto, la puerta se abrió con un grito espantoso de una voz inhumana que, como un rugido monstruoso, brotó en la oscuridad.
—Sostenga la lámpara —dijo el doctor.
Entramos y miramos rápidamente por toda la habitación.
—Ahí está —dijo el doctor Haberden, dejando escapar un suspiro—. Mire, en ese rincón.
Miré, en efecto, y sentí una punzada de horror en el corazón. En el suelo había una masa oscura, una plasta corrompida y amorfa, ni líquida ni sólida, que se derretía y se transformaba ante nuestros ojos con un gorgoteo de burbujas oleaginosas. Y en el centro brillaban dos puntos llameantes, como dos ojos. Y vi, también, cómo se sacudió aquella masa en una contorsión temblorosa y cómo trató de alzarse algo que podía ser un brazo. El doctor se adelantó y descargó un golpe de azada entre los dos puntos brillantes. Volvió a enarbolar la
herramienta, y continuó descargándola una y otra vez con furiosa frecuencia.
*
Un par de semanas más tarde, cuando ya me había recobrado del terrible shock, el doctor Haberden vino a visitarme.
—He traspasado mi clientela —empezó——. Mañana emprendo un largo viaje por mar. No sé si volveré alguna vez a Inglaterra; es muy probable que compre un pedazo de tierra en California y me quede allí para el resto de mis días. Le he traído este sobre, que usted podrá abrir y leer cuando se sienta con fuerza y valor para ello. Contiene el informe del doctor Chambers sobre lo que se le pidió que analizara. Adiós, señorita, y que Dios la bendiga.
No podía esperar. En cuanto se hubo marchado, rasgué el sobre y me leí el documento de un tirón. Aquí está:
«Mi querido Haberden: Le pido mil perdones por haberme retrasado en contestar su pregunta sobre la sustancia blanca que me envió. Para serle sincero, he estado algún tiempo sin saber qué determinación tomar, porque en las ciencias físicas existe tanto fanatismo y unas reglas tan ortodoxas como en la teología, y sabía que si yo me decidía a contarle a usted la verdad, podía granjearme la animosidad que bien cara me costó ya una vez. No obstante, he decidido ser sincero con usted, así que, en primer lugar, permítame entrar en una breve aclaración personal.
»Usted me conoce, Haberden, desde hace muchos años, y sabe que soy hombre de ciencia. Usted y yo hemos hablado a menudo de nuestras profesiones, y hemos discutido sobre el abismo que se abre a los pies de quienes creen alcanzar la verdad por caminos que se aparten de la vía ordinaria de la experiencia y la observación de la materia. Recuerdo el desdén con que me hablaba usted una vez de aquellos científicos que han escarbado un poco en lo oculto e insinúan tímidamente que tal vez, después de todo, no sean los sentidos el límite eterno e impenetrable de todo conocimiento, la frontera inmutable, más allá de la cual ningún ser humano ha llegado jamás. Los dos nos hemos reído cordialmente, y creo que con razón, de las tonterías del «ocultismo» actual, disfrazado bajo nombres diversos: mesmerismos, espiritualismos, materializaciones, teosofías, y toda la complicada infinidad de imposturas, con su aparato de tramoya y conjuros irrisorios, que son la verdadera armazón de la magia que se ve por las calles londinenses. Con todo, a pesar de lo que le he dicho, debo confesarle que no soy materialista, tomando este término en su acepción usual. Hace ya muchos años que me he convencido —que me he convencido yo, que como usted sabe muy bien, he sido siempre escéptico—, de que mi vieja teoría de la limitación es absoluta y totalmente falsa. Quizá esta confesión no le sorprenda a usted en la
misma medida en que le hubiera sorprendido hace una veintena de años, porque estoy seguro de que no habrá dejado de observar que, desde hace algún tiempo, ciertas hipótesis han sido superadas por hombres de pura ciencia trascendental; y me temo que la mayor parte de los modernos químicos y biólogos de reputación no dudarían en suscribir el dictum de la vieja escolástica, Omnia exeunt in mysterium, lo que viene a significar que cada rama del saber humano, si tratamos de remontarnos a sus orígenes y primeros principios, se desvanece en el misterio. No tengo por qué fastidiarle a usted ahora con una relación detallada de los dolorosos pasos que me han conducido a mis conclusiones. Unos cuantos experimentos de lo más simple me dieron motivo para dudar de mi propio punto de vista, y la sucesión de conclusiones que se desencadenaron a partir de unas circunstancias relativamente paradójicas, me llevó bastante lejos. Mi antigua concepción del universo se ha venido abajo; estoy en un mundo que me resulta tan extraño y espantoso como tremendo pudiera parecer el oleaje del océano a quien lo contempla por primera vez. Ahora sé que los límites de los sentidos, que parecían tan impenetrables —cerrados por arriba, impidiendo toda percepción celestial y por abajo sumiendo las tinieblas en una profundidad inalcanzable— no son las barreras tan inexorablemente herméticas que habíamos pensado, sino velos finísimos y etéreos que se deshacen ante el investigador y se disipan como la neblina matinal de los riachuelos. Sé que usted no adoptó jamás una postura extremadamente materialista; usted no trató de establecer una negación universal, toda vez que su sentido común le apartó de tamaño absurdo. Pero estoy convencido de que encontrará extraño lo que digo, y repugnará a su forma habitual de pensar. No obstante, Haberden, es cierto lo que digo. Es más, para adoptar nuestro lenguaje común, se trata de la verdad única y científica, probada por la experiencia. Y el universo es, ciertamente, más fastuoso y más terrible que los fantásticos desvaríos de nuestros sueños. El universo entero, mi buen amigo, es un tremendo sacramento, una fuerza, una energía mística e inefable, velada por la forma exterior de la materia Y el hombre, y el sol, y las demás estrellas, y la flor, y la yerba, y el cristal del tubo de ensayo son, uno por uno y conjuntamente, tanto materiales como espirituales y están sujetos todos a una actividad interior.
»Probablemente se preguntará usted, Haberden, adónde voy a parar con todo esto; pero creo que una pequeña reflexión podrá ponerlo en claro. Usted comprenderá que, desde semejante punto de vista, cambia la concepción de todas las cosas y lo que nos parecía increíble y absurdo puede ser perfectamente posible. En resumen, debemos volvernos hacia la leyenda y mirarla con otros ojos, y estar preparados para aceptar unos hechos que se han convertido con el tiempo en meras fábulas. En verdad, esta exigencia no es desmedida. Al fin y al cabo, la ciencia moderna admite muchas cosas, aunque de manera hipócrita. No se trata, evidentemente, de creer en la brujería, pero ha de concederse
cierto crédito al hipnotismo; los fantasmas han pasado de moda, pero aun hay mucho que decir sobre telepatía. Es casi proverbial que la ciencia dé un nombre griego a una superstición, para creer entonces en ella.
»Hasta aquí, mi aclaración personal. Ahora bien, usted me envió una redoma tapada y sellada, conteniendo una pequeña cantidad de un polvo blanco y escamoso, que cierto farmacéutico ha proporcionado a uno de sus pacientes. No me sorprende el hecho de que usted no haya conseguido ningún resultado en sus análisis. Es una sustancia que desde hace muchos cientos de años ha caído en el olvido y es prácticamente desconocida hoy día. Jamás hubiera esperado que me llegara de una farmacia moderna. Al parecer, no hay ninguna razón para dudar de la veracidad del farmacéutico. Efectivamente, pudo comprar en un almacén, como dice, las sales que usted prescribió; y es muy posible también que permanecieran en su estante durante veinte años, o tal vez más. Aquí comienza a intervenir lo que solemos llamar azar o casualidad: durante todos estos años, las sales de esa botella han estado expuestas a ciertas variaciones periódicas de temperatura; variaciones que probablemente oscilan entre los 40° y los 80° Fahrenheit. Y por lo que se ve, tales alteraciones, repetidas año tras año durante períodos irregulares, con diversa intensidad y duración, han provocado un proceso tan complejo y delicado que no sé si un moderno aparato científico, manejado con la máxima precisión, podría producir el mismo resultado. El polvo blanco que usted me ha enviado es algo muy diferente del medicamento que usted recetó; es el polvo con que se preparaba el Vino Sabático, el Vinum Sabbati. Sin duda habrá leído usted algo sobre los Aquelarres de las Brujas, y se habrá reído con los relatos que hacían temblar de miedo a nuestros mayores: gatos negros, escobas y maldiciones formuladas contra la vaca de alguna pobre vieja. Desde que descubrí la verdad, he pensado a menudo que, en general, es una suerte que se crea en todas estas supercherías, porque de este modo sirven de pantalla para muchas otras cosas que es preferible ignorar. No obstante, si se toma la molestia de leer el apéndice a la monografía de Payne Knight, encontrará que el verdadero Aquelarre era algo muy diferente, aunque el escritor haya callado ciertos aspectos que conocía muy bien. Los secretos del verdadero Aquelarre databan de tiempos muy remotos, y han sobrevivido hasta la Edad Media. Son los secretos de una ciencia maligna que existía muchísimo antes de que los arios entraran en Europa. Hombres y mujeres, seducidos y sacados de sus hogares con pretextos diversos, iban a reunirse con ciertos seres especialmente calificados para asumir con toda justicia el papel de demonios. Estos hombres y estas mujeres eran conducidos por sus guías a algún paraje solitario y despoblado, tradicionalmente conocido por los iniciados y desconocido para el resto del mundo. Quizá a una cueva, en algún monte pelado y barrido por el viento, o puede que a un recóndito lugar, en algún bosque inmenso. Y allí se celebraba el
Aquelarre. Allí, a la hora más oscura de la noche, se preparaba el Vinum Sabbati, se llenaba el cáliz diabólico hasta los bordes y se ofrecía a los neófitos, quienes participaban de un sacramento infernal; sumentes calicem principis inferorum, como lo expresa muy bien un autor antiguo. Y de pronto, cada uno de los que habían bebido se veía atraído por un acompañante (mezcla de hechizo y tentación ultraterrena) que lo llevaba aparte para proporcionarle goces más intensos y más vivos que los del ensueño, mediante la consumación de las nupcias sabáticas. Es difícil escribir sobre estas cosas, principalmente porque esa forma que atraía con sus encantos no era una alucinación sino, por espantoso que parezca, él mismo. Debido al poder del vino sabático —unos pocos granos de polvo blanco disueltos en un vaso de agua—, la morada de la vida se abría en dos, disolviéndose la humana trinidad, y el gusano que nunca muere, el que duerme en el interior de todos nosotros, se transformaba en un ser tangible y objetivo y se vestía con el ropaje de la carne. Y entonces, a la hora de la media noche, se repetía y representaba la caída original, y el ser espantoso que se oculta bajo el mito del Árbol de la Ciencia, era nuevamente engendrado. Tales eran las nuptiae sabbati.
»Prefiero no seguir. Usted, Haberden, sabe tan bien como yo que no pueden infringirse impunemente las leyes más insignificantes de la vida, y que un acto tan terrible como éste, en el que se abría y profanaba el santuario más íntimo del hombre, era seguido de una venganza feroz. Lo que comenzaba con la corrupción, terminaba también con la corrupción.»
Debajo sigue una nota añadida por el doctor Haberden:
«Todo esto, por desdicha, es estricta y absolutamente cierto. Su hermano me lo confesó todo la mañana en que estuve con él. Lo primero que me llamó la atención, fue su mano vendada, y le obligué a que me la enseñara. Lo que vi, y eso que hace ya bastantes años que ejerzo la medicina, me puso enfermo. Y la historia que me vi obligado a escuchar, fue infinitamente más espantosa que lo que habría sido capaz de imaginar. Hasta me sentí tentado a dudar de la Bondad Eterna del Cielo, por permitir que la naturaleza ofrezca tan abominables posibilidades. Si no hubiera visto usted el desenlace con sus propios ojos, le habría pedido que no creyera nada de todo esto. A mí no me queda demasiado tiempo de vida, pero usted es joven, y podrá olvidarlo.»
Dr. Joseph Haberden
Algernon Blackwood:
El Wendigo1
I
Aquel año se organizaron numerosas partidas de caza, pero apenas si se llegó a descubrir rastro alguno; los alces parecían excepcionalmente tímidos aquella temporada y los chasqueados Nemrods regresaron al seno de sus respectivas familias formulando las mejores excusas que se les ocurrieron. El doctor Cathcart, como otros muchos, regresó sin un solo trofeo. Pero trajo, en cambio, el recuerdo de una experiencia que, según confiesa, vale por todos los alces cazados en su vida. Y es que Cathcart, de Aberdeen, aparte de los alces, estaba interesado en otras cosas; entre ellas, en las extravagancias de la mente humana. Sin embargo, esta singular historia no figura en su libro La Alucinación Colectiva por la sencilla razón de que (así lo confesó una vez a un colega suyo) vivió los hechos demasiado de cerca para poder opinar con entera objetividad...
Además de él y de su guía Hank Davis, iban el joven Simpson, su sobrino, que era estudiante de teología y visitaba por primera vez los apartados bosques del Canadá, y el guía de éste, Défago. Joseph Défago era un franco—canadiense que había huido de su originaria provincia de Quebec años antes, y había conseguido trabajo en Rat Portage, cuando el Canadian Pacific Railway estaba en construcción. Era un hombre que, además de sus incomparables conocimientos sobre bosques y monte bajo, sabía cantar viejas canciones de viajeros y narrar emocionantes historias de caza. Por otra parte, era profundamente sensible al encanto singular que posee la naturaleza salvaje y solitaria de ciertos parajes, y sentía por esa soledad una especie de pasión romántica que rayaba en lo obsesivo. La vida de los bosques le fascinaba. De ahí, sin duda, la certera perspicacia con que era capaz de desentrañar sus misterios.
Fue Hank quien lo escogió para esta expedición. Hank lo conocía ya, y tenía plena confianza en él. Y él le correspondía del mismo modo, «como buen compadre». Tenía un vocabulario salpicado de juramentos pintorescos, aunque totalmente carentes de significado, y la
1 Título original: The Weindigo. Traducido por F. Torres Oliver [© A. P. Watt & Son., London]
conversación entre los dos fornidos cazadores a menudo subía de tono. Hank trataba de paliar esta riada de exabruptos por respeto a su viejo «patrón de caza», el doctor Cathcart —a quien llamaba «Doc», según costumbre del país—, y también porque sabía que el joven Simpson era ya « medio cura». Con todo, Défago tenía un defecto y solo uno, a juicio suyo, y era que, como franco—canadiense, daba muestras de lo que Hank definía como «un maldito carácter»; esto significaba, al parecer, que a veces se comportaba como genuino tipo latino y tenía arrebatos de sordo mal humor en los que nadie en el mundo era capaz de sacarle una palabra. Hay que decir que Défago era imaginativo y melancólico, y por lo general, las estancias demasiado largas en la «civilización» parecían originarle esos accesos, ya que le bastaban unos pocos días en despoblado para curarse por completo.
Estos eran, pues, los cuatro expedicionarios que se encontraban en el campamento durante la última semana del mes de octubre de aquel «año de alces tímidos», en la región de selvática espesura que se extiende, abandonada y solitaria, al norte de Rat Portage. También estaba Punk, un cocinero indio que siempre había acompañado al doctor Cathcart y a Hank en sus cacerías de años anteriores. Su trabajo consistía únicamente en permanecer en el campamento, pescar y preparar las tajadas de carne de venado y el café. Iba vestido con las ropas usadas que le daban sus amos y, aparte su cabello negro y espeso y su tez oscura, con aquella indumentaria de ciudad se parecía tanto a un piel roja como un blanco disfrazado de negro a un africano auténtico. A pesar de eso, Punk poseía aún los instintos de su raza moribunda: su silencio reservado y su gran resistencia. Y también sus supersticiones.
El grupo, sentado alrededor del fuego, se sentía desanimado aquella noche porque había pasado una semana sin descubrir un solo rastro de alce. Défago había cantado su canción y había comenzado uno de sus relatos. Pero Hank, de mal humor, le recordaba tan a menudo que «lo estás contando mal, no fue así», que el «francés» se hundió finalmente en un hosco silencio del que nada probablemente podría sacarle ya. El doctor Cathcart y su sobrino estaban cansados, después del día agotador. Punk estuvo fregando los platos y rezongando para sus adentros bajo el sombrajo de ramas, donde más tarde acabó por dormirse. Nadie se molestaba en reavivar el fuego que lentamente se consumía. Allá arriba, las estrellas brillaban en un cielo completamente invernal; y hacía tan poco viento, que comenzaban ya, solapadamente, a helarse las orillas del lago que se extendía a sus espaldas. El silencio de la inmensidad del bosque se desplegaba en torno para envolverlos.
De pronto, lo quebró inesperadamente la voz nasal de Hank:
—Deberíamos intentarlo por otra zona, Doc —exclamó con energía mirando a su patrón—. Por aquí ya se ve que no tenemos maldita la suerte.
—Vale —dijo Cathcart, que era hombre de pocas palabras—. Buena idea.
—Claro que es buena —continuó Hank con confianza—. ¿Qué tal si, para variar, diésemos una batida hacia el oeste, por el camino de Garden Lake? Aún no hemos explorado esa zona solitaria.
—De acuerdo.
—Y tú, Défago, te llevas al señorito Simpson en la canoa, cruzas el remanso, pasas el Lago de las Cincuenta Islas, y haces un buen ojeo por la orilla sur. El año pasado estaba aquello lleno de alces, y por lo que llevamos visto hasta ahora, puede que también lo esté ahora, nada más que para fastidiarnos.
Défago, con los ojos clavados en el fuego, no dijo nada. Probablemente estaba ofendido aún por la interrupción de su relato.
—Por esa parte no se ha visto ningún alce este año, ¡me apuesto mi último dólar! —añadió Hank con énfasis. Miraba a su patrón con astucia—. Mejor sería recoger la tienda y alejarnos un par de noches —concluyó, como si el asunto estuviera definitivamente decidido.
A Hank se le reconocía una gran competencia para organizar cacerías, y era el encargado de esta expedición.
Para todo el mundo estaba claro que Défago no aprobaba el plan, pero su silencio parecía dar a entender algo más que una simple desaprobación. Por su sensitivo rostro atezado cruzó una curiosa expresión, como un fugaz resplandor de llamas, que no pasó desapercibido para los tres hombres que estaban allí.
—Me parece que tiene miedo por alguna razón —comentaría Simpson más tarde, una vez solos su tío y él en la tienda que compartían. El doctor Cathcart no replicó inmediatamente, aunque pareció interesarse y tomar nota mentalmente de la observación. La expresión de Défago le había causado una pasajera inquietud, sin motivo aparente a la sazón.
Pero Hank, como era natural, fue el primero en observarla; y lo extraño fue que, en lugar de irritarse o ponerse furioso por la falta de interés del otro, comenzara inmediatamente a gastarle bromas.
—Me parece a mí que no hay ninguna razón especial para que vayamos allí este año —dijo, con cierta ironía en el tono—; ¡al menos, no la razón que quieres dar a entender! El año pasado fue el incendio lo que contuvo a la gente. Este año me parece que... que la gente ya no quiere ir. ¡Eso es todo! —su actitud trataba de ser alentadora.
Joseph Défago alzó los ojos un momento, y luego los bajó otra vez. Una ráfaga de viento se deslizó por el bosque avivando los rescoldos y levantando llamas pasajeras. El doctor Cathcart observó nuevamente el semblante del guía, y tampoco esta vez le agradó su expresión. Le traicionaba su mirada. Por un instante, vio en aquellos ojos el destello de un hombre verdaderamente asustado. Esto le inquietó más de lo que le habría gustado admitir.
—¿Hay indios peligrosos en esa dirección? —preguntó con una sonrisa conciliadora, en tanto que Simpson, demasiado soñoliento para percatarse de estas sutilezas, se marchaba a la cama con un prodigioso bostezo— ¿o... o pasa algo? —añadió, cuando su sobrino ya no podía oírle.
Hank le miró con menos franqueza que de costumbre.
—Está asustado —exclamó, fingiendo buen humor—. Está asustado por algún cuento de hadas que le han contado. Eso es todo, ¿eh, viejo? —y le dio amistosamente en el pie que tenía más cercano al fuego.
Défago alzó los ojos con rapidez, como si le hubieran interrumpido algún sueño, de un sueño que, sin embargo, no le había abstraído de todo lo que pasaba a su alrededor.
—¿Asustado…? ¡Ni hablar! —contestó con desafiadora animación—. No hay nada en el bosque que pueda asustar a Joseph Défago, ¡que no se te olvide! —y la natural energía con que habló, hizo imposible saber si contaría toda la verdad, o sólo una parte.
Hank se volvió hacia el doctor. Iba a añadir algo, cuando se detuvo bruscamente y miró en torno. Justo detrás de ellos, en la oscuridad, había sonado un ruido que les hizo estremecer a los tres. Era el viejo Punk, que había abandonado su yacija mientras hablaban y ahora estaba de pie, un poco más allá del círculo de luz, escuchando lo que decían.
—Ahora no, Doc —susurró Hank haciendo un guiño— ; más adelante, cuando no haya moros en la costa.
Y poniéndose en pie de un salto, le dio al indio una manotada en la espalda y exclamó sonoramente:
—¡Acércate al fuego y calienta un poco esa sucia piel colorada que tienes! –lo arrastró hacia el fuego y echó más leña—. Ha sido muy buena la comida que nos has preparado antes —continuó cordialmente, como si quisiera encauzar los pensamientos del hombre por otros derroteros— y no sería de cristianos dejarte ahí, de pie, enfriándote el pellejo, mientras nosotros estamos aquí bien calentitos.
Punk avanzó, y se calentó los pies, sonriendo ante la verbosidad del otro, que comprendía sólo a medias, pero no dijo nada. El doctor Cathcart, viendo que era imposible proseguir la conversación, siguió el ejemplo de su sobrino y se metió en la tienda, dejando a los tres hombres que siguieran fumando alrededor de las renovadas llamas del fuego.
No es fácil desnudarse en una tienda pequeña sin despertar al compañero, y Cathcart, hombre duro y de sangre ardorosa a pesar de sus cincuenta años, hizo al raso lo que Hank habría descrito como «una temeridad». Mientras se desnudaba observó que Punk había regresado a su yacija, y que Hank y Défago seguían charlando junto al fuego. Era la típica escena convencional del Oeste: el fuego de campamento iluminaba sus rostros con luces y sombras. Défago, con el sombrero echado y los mocasines, parecía representar el papel de malvado; Hank,
con el rostro despejado y sin sombrero, encogiéndose de hombros con indiferencia, podía ser el héroe justo y desengañado; y el viejo Punk, escuchando oculto en la oscuridad, proporcionaba la atmósfera de misterio. El doctor sonrió al darse cuenta de los detalles. Pero al mismo tiempo sintió en su interior como si algo muy hondo —no sabía qué— le oprimiera un poco, como si un soplo casi imperceptible de advertencia hubiera rozado la superficie de su alma, desapareciendo antes de poderlo captar. Probablemente se debía a la «expresión asustada» que había observado en los ojos de Défago. «Probablemente»... porque de no ser a esto, no sabía a qué atribuir esta sombra de emoción fugitiva que escapaba a su fina capacidad de análisis. Le dio la impresión de que acaso hubiera problemas con Défago. No le parecía un guía tan seguro como Hank, por ejemplo... aunque no sabía exactamente por qué.
Antes de zambullirse en la tienda donde Simpson dormía ya ruidosamente, observó un poco más a los dos hombres. Hank juraba como un africano loco en una sala de fiestas; pero sus juramentos eran de «afecto». Los pintorescos denuestos brotaban libremente, ahora que dormía la causa de sus anteriores represiones. Luego pasó el brazo cariñosamente por encima del hombro de su camarada y se marcharon juntos hacia las sombras donde tenían la tienda. Punk siguió su ejemplo también, un momento después, y desapareció entre sus malolientes mantas, en el otro extremo del claro.
El doctor Cathcart se retiró a su vez. La fatiga y el sueño luchaban en su mente contra una oscura curiosidad por averiguar qué había al otro lado de las Cincuenta Islas, que tanto parecía atemorizar a Défago... Se preguntaba también por qué la presencia de Punk impidió a Hank terminar lo que había empezado a decir. Después, el sueño le venció. Mañana lo sabría. Se lo contaría Hank mientras caminaran en pos de los alces huidizos.
Un profundo silencio descendió sobre el pequeño campamento, tan atrevidamente instalado ante las mismas fauces de la selva. El lago brillaba como una lámina de cristal negro bajo las estrellas. Picaba el aire frío. En las brisas nocturnas que surgían silenciosas de las profundidades del bosque, con mensajes de lejanas cordilleras y de lagos que comenzaban a helar, flotaban ya unos perfumes fríos y desmayados que anunciaban la llegada del invierno. El hombre blanco, con su olfato embotado, jamás habría podido adivinarlos; la fragancia del fuego de leña le habría ocultado, en un centenar de millas a la redonda, la viveza de ese olor a musgo, a corteza de árbol y a marisma seca. Incluso Hank y Défago, ligados íntimamente al espíritu de los bosques, habrían olfateado en vano...
Pero una hora más tarde, cuando todos estuvieron dormidos como troncos, el viejo Punk salió a gatas de entre sus mantas y se escurrió como una sombra hasta la orilla del lago, en silencio, como únicamente un indio sabe moverse. Después levantó la cabeza y miró a su alrededor. La espesa negrura hacía casi imposible toda visibilidad; pero,
como los animales, poseía él otros sentidos que la oscuridad no era capaz de anular. Escuchó, y luego olfateó el aire. Se quedó quieto, inmóvil como un arbusto. Al cabo de unos cinco minutos, estiró de nuevo la cabeza y olfateó el aire una y otra vez. Un prodigioso hormigueo de nervios le corrió por el cuerpo al oler el aire penetrante. Luego, se sumergió en la negrura como sólo hacen los animales y los hombres salvajes, y regresó finalmente, deslizándose bajo el ramaje, hasta su lecho.
Poco después de dormirse, el cambio de viento que había presentido agitaba blandamente el reflejo de las estrellas en el lago. Procedía de las lejanas montañas de la región situada al otro lado del Lago de las Cincuenta Islas, venía en la dirección que había observado él, pasaba por encima del campamento dormido y cruzaba, como un murmullo apagado y suspirante, apenas perceptible, por entre las copas de los árboles inmensos. Con él, por los desiertos senderos de la noche, aunque demasiado tenue aún para los agudos sentidos del indio, cruzó un olor ligerísimo, muy particular y extrañamente inquietante; un olor de algo raro... absolutamente desconocido.
El franco-canadiense y el hombre de sangre india se agitaron intranquilos en su sueño, aunque ninguno de los dos se despertó. Luego, el espectro de aquel olor innominado se alejó para perderse entre las regiones remotas del bosque deshabitado.
II
Por la mañana, antes de que saliera el sol, el campamento estaba ya en plena actividad. Había caído una ligera capa de nieve durante la noche, y el aire era frío y penetrante. Punk había cumplido con sus deberes matinales, ya que el olor del café y del tocino frito llegaba hasta las tiendas. Todo el mundo estaba de buen humor.
—¡El viento ha cambiado! —gritó Hank a Simpson y a su guía, que se hallaba a bordo de la pequeña canoa—. ¡Hay que cruzar el lago en línea recta! ¡Estupendos rastros nos va a dejar la nieve! Si hay algún alce olisqueando por allí, tal como viene el viento, no os va a ver hasta teneros encima. ¡Buena suerte, Monsieur Défago! —añadió alegremente, dándole por una vez la pronunciación francesa al nombre— ¡Bonne chance!
Défago le deseó lo mismo, de buen humor al parecer, sin acordarse para nada de su silencioso enfado de la noche anterior. Antes de las ocho, el viejo Punk se encontraba solo ya en el campamento. Cathcart y Hank, muy lejos de allí, seguían un rastro que se dirigía hacia occidente, en tanto que la canoa que llevaba a Défago y a Simpson, con una tienda de seda y provisiones para dos días, era sólo un punto confuso balanceándose en la lejanía, rumbo al este.
La crudeza invernal del aire se atemperaba con el sol que coronaba las lomas cubiertas del bosque y resplandecía con voluptuoso calor
sobre los árboles y el lago. Los somormujos volaban rasantes a través del centelleo del rocío que el viento espolvoreaba; algunos sacudían sus mojadas cabezas al sol, y luego las sumergían de nuevo con vivacidad. Y hasta donde alcanzaba la vista, se elevaban las masas interminables y apretadas de los arbustos desolados que cubrían toda aquella región, jamás hollada por el hombre, que se extendía como un poderoso e ininterrumpido tapiz vegetal hasta las costas heladas de la Bahía de Hudson.
Simpson, que contemplaba todo esto por primera vez a la par que remaba vigorosamente, se sentía embelesado por la austera belleza. Su corazón se embriagaba con el sentimiento de libertad de los grandes espacios, y sus pulmones con el aire frío y perfumado. Detrás de él, sentado a popa, Défago gobernaba con soltura aquella embarcación de corteza de abedul y contestaba alegremente a todas las preguntas de su compañero. Los dos se sentían contentos y gozosos. En tales ocasiones, los hombres pierden las superficiales diferencias que el mundo establece; se convierten en seres humanos que trabajan juntos por un fin común. Simpson, el patrón, y Défago, el servidor, entre aquellas fuerzas primitivas, eran simplemente eso: dos hombres, el «guía» y el «guiado». La superior destreza asumía naturalmente el mando, y el «señorito» había pasado sin preámbulos a una situación de cuasi-subordinado. No se le ocurrió, ni mucho menos, poner objeción alguna cuando Défago suprimió el «señor» y se dirigió a él con un «oiga, Simpson», o bien «oiga, jefe», como se dio el caso invariablemente hasta que llegaron a la lejana orilla, después de remar de firme durante doce millas con viento de proa. El solamente se reía, le gustaba; después, dejó de notarlo por completo.
Este «estudiante de teología» era, pues, un joven de buen natural y mejor carácter, aunque sin mundo, como era de comprender. Y en este viaje —la primera vez que salía de su pequeña Escocia natal—, la gigantesca proporción de las cosas le producía cierto aturdimiento. Ahora comprendía que una cosa era oír hablar de los bosques primordiales, y otra muy distinta verlos. Y vivir en ellos y tratar de familiarizarse con su vida salvaje era, además, una iniciación que ningún hombre inteligente podía sufrir sin verse obligado a alterar una escala de valores considerada hasta entonces como inmutable y sagrada.
Simpson sintió las primeras manifestaciones de esta emoción cuando cogió en sus manos el nuevo rifle 303 y contempló sus perfectos y relucientes cañones. Los tres días de viaje hasta el campamento general, a través del lago, y por tierra, después, habían constituido una nueva fase de este proceso. Y ahora que estaba tan lejos, más allá incluso de la orla de espesura donde habían acampado, en el corazón de unas regiones deshabitadas tan extensas como Europa, la verdadera realidad de su situación le producía un efecto de placer y pavor que su
imaginación sabía apreciar perfectamente. Eran Défago y él, contra una muchedumbre... o, al menos, ¡contra un Titán!
La fría magnificencia de estos bosques solitarios y remotos le abrumaba y le hacían sentir su propia pequeñez. De la infinidad de copas azulencas que se balanceaban en el horizonte, se desprendía y revelaba por sí misma esa severidad que emana de las vegetaciones enmarañadas y que sólo puede calificarse como despiadada y terrible. Comprendía la muda advertencia. Se daba cuenta de su total desamparo. Sólo Défago, como símbolo de una civilización distante en la que era el hombre el que dominaba, se levantaba entre él y una muerte implacable por hambre y agotamiento.
Por esta razón, le resultaba emocionante ver a Défago dirigir la canoa a la orilla, guardar las palas cuidadosamente en su interior y hacer marcas, luego, en las ramas de los abetos situados a uno y otro lado de un rastro casi invisible, al tiempo que le explicaba con entera despreocupación:
—Oiga, Simpson; si me llegara a pasar algo, encontrará la canoa siguiendo exactamente estas señales. Después cruza él lago todo recto hacia el sol, hasta dar con el campamento. ¿Ha comprendido?
Era la cosa más natural del mundo, y lo dijo sin un solo cambio de voz. No obstante, con ese lenguaje, que reflejaba perfectamente la situación y el desamparo de ambos, acertó a expresar las emociones del joven en aquel momento. Se encontraba, con Défago, en un mundo primitivo: eso era todo. La canoa —otro símbolo del poder del hombre— debía dejarse atrás. Aquellas muescas amarillentas cortadas a golpes de hacha sobre los árboles, eran las únicas señales de su escondite.
Entre tanto, con los bártulos y el rifle al hombro, los dos hombres comenzaron a seguir un rastro casi imperceptible por entre rocas, troncos caídos y charcas medio heladas, sorteando los numerosos lagos que festoneaban el bosque, y bordeando sus orillas cubiertas de niebla desflecada. Hacia las cinco, se encontraron de improviso con que estaban en el límite del bosque. Ante ellos se abría una vasta extensión de agua, moteada de innumerables islas cubiertas de pinos.
—El Lago de las Cincuenta Islas —anunció Défago con voz cansada—, ¡y el sol está metiendo en él su vieja cabeza pelada! —añadió poéticamente, sin darse cuenta.
Inmediatamente, comenzaron a plantar la tienda. En cinco minutos escasos, gracias a aquellas manos que nunca hacían un movimiento de más ni de menos, quedó armada la tienda, fueron preparados los techos con ramas de bálsamo y se encendió un buen fuego para guisar con el mínimo de humo. Mientras el joven escocés limpiaba el pescado que cogieron al curricán durante la travesía, Défago dijo que «pensaba» dar una vuelta «nada más» por los alrededores, en busca de señales de alce.
—Pudiera tropezarme con algún tronco donde hubiesen estado restregando los cuernos —dijo mientras se iba—, o acaso hayan mordisqueado las hojas de algún arce.
Su pequeña figura se fundió como una sombra en el crepúsculo. Simpson se quedó observando, con admiración, cuán fácilmente lo absorbía la floresta. Sólo unos pasos, y ya había desaparecido.
No obstante, había poca maleza por los alrededores. Los árboles se elevaban algo más allá, muy espaciados, y en los claros crecían el abedul y el arce, delgados y esbeltos, junto a los troncos inmensos de los abetos. De no haber sido por algunos troncos derribados, de monstruosas proporciones, y por los fragmentos de roca gris que se hincaban en el lomo de la tierra, el paraje podía haber sido el rincón de un viejo parque. Casi se podía ver en él la mano del hombre. Un poco más a la derecha, no obstante, comenzaba aquella extensa comarca que llamaban el Brûlé, completamente arrasada por el incendio del año anterior. La zona entera estuvo ardiendo con furia durante semanas y semanas. Ahora se alzaban, descarnados y feos, unos tocones ennegrecidos en forma de cerillas gigantescas. Reinaba una desolación indescriptible. El olor a carbón y a ceniza empapada de lluvia aún persistía débilmente en el aire.
El crepúsculo se iba haciendo más denso cada vez. Las marismas se cubrían de sombras. El crepitar de la leña en el fuego y el romper de las olas a lo largo de la costa rocosa del lago eran los únicos ruidos audibles. El viento se había calmado al ponerse el sol, y nada se agitaba en aquel vasto mundo de ramas. En cualquier momento, los dioses de los bosques podían esbozar sus tremendos y poderosos perfiles entre los árboles. Delante, a través de los pórticos sostenidos por los enormes troncos erguidos, se extendía el escenario del Lago de Fifty Islands, de las Cincuenta Islas, que era como una media luna de veinticinco kilómetros, más o menos, de punta a punta, y de unos nueve de anchura, desde donde estaban ellos acampados. Un cielo rosa y azafrán, más claro que cualquiera de los que había visto Simpson en su vida, derramaba aún sus raudales de fuego sobre las olas, y las islas —seguramente más cerca de las cien que de las cincuenta— flotaban como mágicas embarcaciones de una escuadra encantada. Cubiertas de pinos, con las crestas apuntando al cielo, casi parecían moverse en la borrosa luz del anochecer…a punto de recoger el ancla y navegar por las rutas de los cielos, y no por las del lago arcaico y solitario.
Y los encendidos jirones de nubes, como pendones ostentosos, eran la señal de que zarpaban rumbo a las estrellas...
El espectáculo era de una belleza arrobadora. Simpson ahumaba el pescado, y se había quemado los dedos al intentar probarlo; al mismo tiempo, cuidaba de la sartén y a fuego. Pero, por debajo de sus pensamientos, percibía otro aspecto de la naturaleza salvaje: la indiferencia hacia la vida humana, el espíritu despiadado de la desolación, que no tiene en cuenta al hombre. El sentimiento de su completa soledad, ahora que incluso Défago se había ido, se le hizo más palpable al mirar en torno suyo y aguzar el oído en espera de adivinar las pisadas de su compañero que regresaba.
Esta sensación tenía algo de placentera; y de alarmante, también. E irremediablemente, se le ocurrió una idea que le hizo temblar: « ¿Qué podría... qué podría hacer yo si... si sucediera algo y no regresara?»...
Disfrutaron de una cena bien merecida, comieron pescado a placer, y tomaron un té fuerte, capaz de matar a un hombre que no hubiera hecho treinta millas a «marcha forzada». Y al terminar, estuvieron un rato fumando, charlando y riendo junto al fuego. Después, estiraron las piernas cansadas y discutieron el programa del día siguiente. Défago se encontraba de un humor excelente, aunque decepcionado por no haber encontrado ningún rastro todavía. Pero estaba oscureciendo y no había podido alejarse demasiado. El Brûlé era mal sitio también. Las ropas y las manos le olían a carbón.
Simpson, al mirarle, volvió a sentir con renovada intensidad que la situación seguía siendo la misma: los dos juntos en la soledad agreste.
—Défago —dijo—, estos bosques son... cómo decirlo, un poco demasiado grandes para sentirse uno a gusto... tranquilo, quiero decir... ¿no?
Con estas palabras tan sólo daba expresión a su sentir del momento. Apenas si estaba preparado para la seriedad, para la solemnidad, incluso, con que el guía acogió sus palabras.
—Está usted en lo cierto, jefe —exclamó, clavándole en el rostro sus ojos escrutadores—, Es la pura verdad. No tienen límite…ninguna clase de límite.
Luego añadió, bajando la voz como si hablara consigo mismo:
—Son muchos los que han descubierto eso, y han sucumbido.
Pero la gravedad que había en su actitud no agradó en absoluto a Simpson. Sus palabras y su expresión resultaban demasiado sugerentes en un escenario y un crepúsculo como aquellos. Lamentó haber tocado ese tema. De pronto le vino a la memoria lo que había contado su tío sobre una fiebre extraña que afectaba a los hombres en la soledad de la selva. Se sentían irresistiblemente atraídos por las regiones despobladas, y caminaban, fascinados, hacia su muerte. Y se le ocurrió que su compañero tenía ciertos síntomas afines a ese extraño tipo de afección. Desvió la conversación hacia otros derroteros. Habló de Hank y del doctor, así como de la natural rivalidad entre los dos grupos por ser los primeros en avistar un alce.
—Si ellos fuesen en dirección oeste —observó Défago con desgana—, ahora estarían a cien kilómetros de nosotros; y en mitad de camino, quedaría el viejo Punk, hinchándose de pescado y café.
Se rieron de imaginárselo. Pero al mencionar de pasada, por segunda vez, aquellos cien kilómetros, Simpson se percató de las inmensas proporciones del territorio donde estaban cazando. Cien kilómetros eran solamente un paseo; y doscientos, tal vez poco más. A su memoria acudían continuamente relatos sobre cazadores que se habían extraviado. La pasión y el misterio de unos hombres perdidos y errabundos, seducidos por la belleza de las grandes selvas, cruzaban
por su mente de una forma demasiado vívida para resultar completamente placentera. Se preguntaba si sería el talante de su compañero lo que provocaba con tanta persistencia estas ideas inquietantes.
—Cantemos una canción, Défago, si no está usted demasiado cansado— rogó—. Una de esas viejas canciones de viajeros que cantaba la otra noche.
Le alargó le petaca al guía. Después, se puso a llenar su pipa mientras el canadiense, de buena gana, elevaba su templada voz por el lago en uno de aquellos cantos dolorosos, ante los cuales los madereros y los tramperos detenían sus tareas. Tenía un acento suplicante, algo que evocaba el ambiente de los viejos tiempos de los colonizadores, cuando los indios y la rigurosa naturaleza estaban aliados, cuando las luchas eran frecuentes, y el Viejo Mundo estaba más lejano que hoy. Su voz sonora se extendió placentera por el agua; pero el bosque que había a sus espaldas parecía tragársela, de forma que no producía ecos ni resonancias.
Cuando estaba a mitad de la tercera estrofa, Simpson notó algo raro, algo que removió en su pensamiento un torrente de reminiscencias lejanas. Se había producido un cambio en la voz de Défago. Antes incluso de saber lo que era, se sintió intranquilo, y al levantar los ojos, vio que, aunque seguía cantando, miraba nervioso a su alrededor como si oyera o viera algo. Su voz se debilitó, se hizo inaudible, y luego calló del todo. En ese mismo instante, con un movimiento asombrosamente alerta, dio un salto y se puso de pie... olfateando el aire. Como un perro «toma» un rastro con el olfato, así sorbió él el aire por las ventanas nasales, en cortas y profundas aspiraciones, volviéndose rápidamente en todos los sentidos, hasta que «apuntó» la nariz a la orilla del lago, hacia el este, y se quedó parado. Fue algo inquietante, y al mismo tiempo singularmente dramático. El corazón de Simpson latía con angustia viéndole actuar.
—¡Hombre, por Dios! ¡El salto que me ha hecho dar! —exclamó, levantándose y poniéndose a su lado para escudriñar aquel océano de oscuridad—. ¿Qué es? ¿Acaso tiene miedo?…
Antes de terminar la pregunta se dio cuenta de que era ociosa. Cualquier persona con un par de ojos en la cara habría visto al canadiense ponerse pálido de terror. Ni siquiera el color moreno de su piel y el resplandor de las llamas lo pudieron ocultar.
El estudiante temblaba, le flaqueaban las rodillas.
—¿Qué es? —repitió alarmado— ¿Siente el olor de algún alce? ¿O... o pasa algo? — acabó, bajando la voz instintivamente.
La selva se estrechaba en torno a ellos como una muralla circular. Los troncos de los árboles más cercanos brillaban como bronce a la luz de la hoguera. Más allá, las tinieblas. Y en la lejanía, un silencio de muerte. Justo detrás de ellos, una ráfaga de viento levantó una solitaria hoja de árbol y luego la dejó caer sin mover las demás. Parecía como si
se hubieran combinado un millón de causas invisibles para producir este efecto tan simple. Junto a ellos había palpitado otra vida... y había desaparecido.
Défago se volvió bruscamente. El color lívido de su rostro se había convertido en un gris repugnante.
—Yo no he dicho que he oído... o he olido nada —dijo despacioso y enfático, con voz singularmente alterada—. Sólo quería echar una mirada alrededor... por así decir. Se precipita usted preguntando; por eso se equivoca.
Y añadió, de pronto, en un claro esfuerzo por dar a su voz un tono natural:
—¿Tiene cerillas, jefe?
Y procedió a encender la pipa que había llenado a medias, antes de empezar a cantar.
Sin más hablar, se sentaron otra vez junto al fuego. Défago cambió de sitio, de forma que ahora estaba de cara a la dirección del viento. La maniobra era elocuente por sí misma: Défago había cambiado de posición con el fin de oír y oler todo lo que hubiera que oír y oler. Y, puesto que se había colocado de espaldas a los árboles, era evidente que no provenía del bosque lo que había alarmado repentinamente su fina sensibilidad.
—Se me han quitado las ganas de cantar —.explicó espontáneamente—. Esa clase de canciones me traen recuerdos penosos. No debía haber empezado. Me hace pensar, ¿sabe?
Se notaba que el hombre luchaba todavía con alguna emoción que le agitaba profundamente. Quería justificarse ante los ojos del otro. Pero el pretexto, que por otra parte tenía algo de verdad, era falso; y él sabía perfectamente que Simpson no se había quedado convencido. Nada podría explicar el terror lívido que había reflejado su semblante mientras estuvo olfateando el aire, y nada –ni el fuego, ni ninguna charla sobre cualquier tema corriente— podría devolverles la naturalidad anterior. La sombra de desconocido horror que cruzó, fugaz, por el semblante del guía, se había comunicado de manera indefinible a su compañero. Los visibles esfuerzos del guía por disimular la verdad no hicieron sino empeorar las cosas. Además, para mayor intranquilidad del joven, se sentía incapaz de hacer preguntas y en completa ignorancia de lo que pasaba. Los indios, los animales salvajes, el incendio... todas estas cosas no tenían nada que ver, lo sabía. Su imaginación se debatía febrilmente, pero en vano…
Sin embargo, no se sabe cómo, cuando ya llevaba largo rato fumando y charlando ante el fuego reavivado, la sombra que tan repentinamente invadiera el pacífico campamento comenzó a disiparse, quizá por los esfuerzos de Défago o por haber retornado a su actitud normal y sosegada; puede también que el mismo Simpson hubiera exagerado la realidad, o tal vez la densa atmósfera de la naturaleza salvaje había conseguido purificarles. Fuera cual fuese la causa, la
sensación de horror inmediato pareció desvanecerse tan misteriosamente como había venido, ya que nada ocurrió. Simpson comenzó a pensar que se había dejado llevar por un terror irracional propio de un chiquillo. En parte, lo atribuyó a la exaltación que este escenario inmenso y salvaje comunicaba a su sangre; en parte, al encanto de la soledad, y en parte, también, al tremendo cansancio. En cuanto a la palidez del rostro del guía, era, naturalmente, muchísimo más difícil de explicar, aunque podía deberse, en cierto modo, a un efecto del resplandor del fuego, o a su propia imaginación... Consideró que era mejor ponerlo en duda. Simpson era escocés.
Cuando desaparece una emoción fuera de lo común, la razón encuentra siempre una docena de argumentos para explicarla a posteriori. Encendió una última pipa, y trató de reír. Sería un buen relato para cuando estuviese en Escocia, de regreso. No se daba cuenta de que aquella risa era señal de que el terror acechaba aún en lo más recóndito de su alma; de que, en realidad, era uno de los síntomas más característicos con que un hombre seriamente alarmado trata de persuadirse de que no lo está.
En cambio, Défago oyó aquella risa y lo miró con sorpresa. Los dos hombres permanecieron un rato, el uno junto al otro, dándole con el pie a los rescoldos, antes de marcharse a dormir. Eran las diez, hora bastante avanzada para que los cazadores estén despiertos aún.
—¿En qué piensa usted? —preguntó Défago en tono corriente, aunque con gravedad.
—En este momento estaba pensando en... en los bosques de juguete que tenemos allí —balbuceó Simpson, sobresaltado por la pregunta, pero expresando lo que realmente dominaba su pensamiento— y los comparaba con todo esto —añadió, haciendo un gesto amplio con la mano para indicar la vasta espesura.
Hubo una pausa. Ninguno de los dos parecía querer decir nada.
—De todos modos, yo que usted no me reiría —exclamó Défago, mirando las sombras por encima del hombro de Simpson—. Hay lugares ahí dentro que nadie ha visto jamás... Nadie sabe lo que se oculta ahí.
El tono del guía sugería algo inmenso y terrible.
—¿Tan grande es?
Défago asintió. La expresión de su rostro era sombría. También él se sentía intranquilo. El joven comprendió que en un territorio de aquellas dimensiones muy bien podía haber profundidades de bosque jamás conocidas ni holladas en toda la historia de la tierra. El pensamiento no era precisamente tranquilizador. En voz alta, y tratando de manifestar alegría, dijo que ya era hora de irse a dormir. Pero el guía remoloneaba, trasteaba en el fuego, ordenaba las piedras innecesariamente, y seguía haciendo una porción de cosas que, en realidad, no hacían falta alguna. Evidentemente, había algo que tenía ganas de decir, aunque le resultaba muy difícil «empezar».
—Oiga, Simpson —exclamó de pronto, cuando las últimas chispas se perdieron, por fin, en el aire—, ¿no nota usted... no nota nada en el olor... nada de particular, quiero decir?
Simpson se dio cuenta de que la pregunta, normal y corriente en apariencia, encerraba una sombra de amenaza. Sintió un escalofrío.
—Nada, aparte el olor a leña quemada —contestó con firmeza, dándole con el pie a los rescoldos. Incluso el ruido de su propio pie le asustó.
—Y en toda la tarde, ¿no ha notado ningún... ningún olor? —insistió el guía, mirándole por encima del resplandor—. ¿Nada extraordinario y distinto de cualquier otro olor que haya olido antes?
—No; desde luego que no —replicó agresivamente, casi con mal humor.
El rostro de Défago se aclaró.
—¡Eso está bien! —exclamó con evidente alivio—. Me gusta oír eso.
—¿Y usted? —preguntó Simpson con viveza, y en el mismo instante, se arrepintió de haberlo hecho.
El canadiense se le acercó en la oscuridad. Sacudió la cabeza.
—Creo que no —dijo, sin demasiada convicción—. Debe de haber sido la canción esa. Suelen cantarla en los campamentos de madereros y en sitios abandonados de la mano de Dios, como éste, cuando están asustados porque oyen al Wendigo andar por ahí cerca.
—¿Y qué es el Wendigo, si se puede saber?—preguntó Simpson, contrariado por la imposibilidad de reprimir otro escalofrío. Sabía que se encontraba muy cerca del terror de aquel hombre, y de su causa. No obstante, una imperiosa curiosidad venció su buen sentido y su temor.
Défago se volvió rápidamente y le miró como si estuviera a punto de gritar. Sus ojos refulgían, tenía la boca completamente abierta. No obstante, lo único que dijo —o más bien que susurró, porque su voz sonó muy baja—, fue:
—No es nada... nada. Algo que dicen esos tipos piojosos cuando se han soplado una botella de más... Una especie de animal que vive por allá —sacudió la cabeza hacia el norte—, veloz como un relámpago, y no muy agradable de ver, según se cree... ¡Eso es todo!
—Una superstición de los bosques —comenzó Simpson, mientras se dirigía a la tienda apresuradamente con el fin de sacudirse la mano del guía, que se le aferraba al brazo— ¡Vamos, vamos de prisa, por Dios, y tráigame esa lámpara! ¡Deberíamos estar durmiendo ya, si tenemos que levantarnos mañana al amanecer! ...
El guía iba pisándole los talones.
—Ya voy, ya voy —dijo.
Después de una pequeña dilación, apareció con la lámpara y la colgó en un clavo del palo plantado delante de la tienda. Las sombras de un centenar de árboles se movieron inquietas y rápidas al cambiar la luz de posición. Tropezó con la cuerda al entrar, y la tienda entera tembló como agitada por una súbita ráfaga de viento.
Los dos hombres se echaron, sin desvestirse, en sus techos de ramas de bálsamo. En el interior se estaba caliente y cómodo. Afuera, en cambio, un mundo formado por múltiples árboles se espesaba a su alrededor, fundiendo sus sombras milenarias y ahogando la pequeña tienda que se alzaba como una concha blanca y diminuta frente al océano tremendo de la selva.
Entre las dos figuras solitarias de su interior se condensaba también, otra sombra que no era de la noche. Era la Sombra que proyectaba el extraño Temor, aún no conjurado del todo, que se había introducido en el espíritu de Défago a mitad de su canción. Y Simpson, que vigilaba la oscuridad a través de la pequeña abertura de la tienda, dispuesto ya a sumergirse en el fragante abismo del sueño, sintió aquella quietud profunda y única del bosque primitivo, en la que nada se movía... y en la cual la noche adquiría una corporeidad y un espesor que se filtraba en el espíritu y lo invadía de tinieblas... Después, el sueño se apoderó de él.
III
Así le pareció a él al menos. Sin embargo, lo cierto era que el pulso del agua, junto a la tienda, seguía marcando sin cesar el paso del tiempo, cuando se dio cuenta de que estaba con los ojos abiertos y de que otro sonido acababa de irrumpir, con solapado disimulo, en el rítmico murmullo de las olas.
Y mucho antes de comprender de qué se trataba, se agitaron en su interior vagos sentimientos de dolor y de alarma. Escuchó atento, aunque en vano al principio, porque los latidos de su pulso golpeaban como sonoros tambores en sus sienes. ¿De dónde provenía? ¿Del lago, del bosque?…
Luego, de repente, con el corazón en un puño, se dio cuenta de que sonaba muy cerca de él, dentro de la tienda; y cuando se volvió para oír mejor, lo localizó de manera inequívoca a medio metro de donde él estaba. Era un sonido quejumbroso: Défago, en su lecho de ramas, sollozaba en la oscuridad como si fuera a partírsele el corazón y se taponaba la boca con la manta para sofocar el llanto.
Su primer sentimiento, antes de pararse a pensar, fue una punzante y dolorosa ternura. Aquel sonido íntimo, humano, oído en medio de aquella desolación, le movía a piedad. Era tan incongruente, tan enternecedoramente incongruente... ¡y tan inútil! ¿De qué servían las lágrimas en aquella inmensidad cruel y salvaje? Imaginó a una criatura llorando en medio del Atlántico... Después, naturalmente, al recobrar mayor conciencia y recordar lo que había sucedido antes de acostarse, sintió que el terror comenzaba a dominarle y que se le helaba la sangre.
—Défago —susurró con nerviosismo, haciendo esfuerzos por hablar bajo—, ¿qué sucede? ¿Se siente usted mal?
No obtuvo respuesta, pero cesaron inmediatamente los sollozos. Alargó la mano y lo tocó. Su cuerpo no se movía.
—¿Está despierto? —se le había ocurrido que podía estar llorando en sueños—.
¿Tiene usted frío?
Había observado que tenía los pies destapados y que le salían hacia afuera de la tienda. Extendió el doblez de su manta y se los tapó. El guía se había escurrido de su lecho, y parecía haber arrastrado las ramas con él. Le daba apuro tirar de su cuerpo hacia adentro, otra vez, por miedo a despertarle.
Hizo una o dos preguntas más en voz baja, pero, aunque esperó varios minutos, no obtuvo contestación alguna ni apreció ningún movimiento. Después, oyó su respiración regular y sosegada. Le puso la mano en el pecho y lo sintió subir y bajar pausadamente.
—Dígame si le ocurre algo —murmuró— o si puedo hacer alguna cosa por usted. Despiérteme inmediatamente si llegara a sentirse... mal.
No sabía qué decir. Se dejó caer, sin dejar de pensar ni de preguntarse qué significaría todo aquello. Défago había estado llorando entre sueños, por supuesto. Algo le afligía. Fuera como fuese, jamás en la vida se le olvidarían aquellos sollozos lastimeros, ni la sensación de que toda la impresionante soledad de los bosques los escuchaba.
Estuvo meditando durante mucho tiempo sobre los últimos sucesos, entre los cuales, era éste, en verdad, el más misterioso; y aunque su razón encontraba argumentos satisfactorios con que desechar cualquier eventualidad desagradable, le quedó, no obstante, una sensación muy arraigada...extraña a más no poder.
IV
Pero el sueño, a la larga, siempre acaba por imponerse a cualquier emoción. Pronto se desvanecieron sus pensamientos. Se encontraba arropado, cómodo, y demasiado fatigado. La noche era agradable y reparadora, y en ella se diluía toda sombra de recuerdo y alarma. Media hora más tarde, había perdido conciencia de todo cuanto le rodeaba.
Y sin embargo, esta vez fue el sueño su gran enemigo, al embotarle la sensación de inminencia y anular el estado de alarma de sus nervios.
Así como en algunas de esas pesadillas que se presentan con terrible apariencia de realidad, basta a veces la inconsistencia de un simple detalle para poner de manifiesto la incoherencia y falsedad del todo, del mismo modo los acontecimientos que ahora se desarrollan, aun sucediendo en realidad, sugerían la existencia de un detalle que podía ser la clave de la explicación y que había sido pasado por alto en la confusión del momento. Todo aquello sólo debía ser cierto en parte; y lo demás, pura fantasía. En las profundidades de una mente dormida, algo permanece despierto, preparado para emitir el juicio: «Todo esto no es completamente real; cuando despiertes lo comprenderás.»
Y así, en cierto modo, le sucedía a Simpson. Los acontecimientos no eran totalmente inexplicables o increíbles por sí mismos, aunque formaban, para el hombre que los veía y oía, una sucesión de hechos horribles, pero independientes, porque el detalle mínimo que podía haber esclarecido el enigma permanecía oculto o desfigurado.
Por lo que Simpson puede recordar, fue un movimiento violento, como de algo que se arrastraba en el interior de la tienda, lo que le despertó y le hizo darse cuenta de que su compañero estaba sentado, muy tieso, junto a él. Estaba temblando. Debían de haber pasado varias horas, porque el pálido resplandor del alba recortaba su silueta contra la tela de la tienda. Esta vez no lloraba; temblaba como una hoja, y su temblor lo sentía él a través de la manta. Défago se había arrebujado contra él, en busca de protección, huyendo de algo que aparentemente se escondía junto a la entrada de la tienda.
Por esta razón, Simpson le preguntó en voz alta —con el aturdimiento del despertar, no recuerda exactamente qué—, y el guía no contestó. Una atmósfera de auténtica pesadilla le envolvía, le embarazaba hasta impedirle moverse. Durante unos instantes, como es natural, no supo dónde se encontraba, si en uno de los anteriores campamentos o en su cama de Aberdeen. Estaba confuso y aturdido.
Después —casi inmediatamente—, en el profundo silencio del amanecer, oyó un ruido de lo más extraño. Fue repentino, sin previo aviso, inesperado e indeciblemente espantoso. Simpson afirma que se trataba de una voz, acaso humana, ronca, aunque lastimera. Una voz suave y retumbante a la vez, que parecía provenir de las alturas y que, al mismo tiempo, sonaba muy cerca de la tienda. Era un bramido pavoroso y profundo que, sin embargo, poseía cierta calidad dulce y seductora. Distinguió en él como tres notas, como tres gritos separados que recordaban vagamente, apenas reconocibles, las sílabas que componían el nombre del guía: « ¡Dé-fa-go!»
El estudiante admite que es incapaz de describir cabalmente este sonido, ya que jamás había oído nada semejante en su vida y en él se combinaban cualidades contradictorias. El lo describe como «una especie de voz lastimera y ululante como el viento, que sugería la presencia de un ser solitario e indómito, tosco y a la vez increíblemente poderoso»...
Y aun antes de que cesara la voz y se hundiera de nuevo en los inmensos abismos del silencio, el guía se puso en pie de un salto y gritó una respuesta ininteligible. Al incorporarse, chocó violentamente contra el palo de la tienda; sacudió toda la armazón al extender los brazos frenéticamente para abrirse camino, y pateó con furia para desembarazarse de las mantas. Durante un segundo, o quizá dos, permaneció rígido ante la puerta; su oscuro perfil se recortó contra la palidez del alba. Luego, con desenfrenada rapidez, y antes de que su compañero pudiera mover un dedo para detenerle, se arrojó por la entrada de la tienda... y se marchó. Y al marcharse —con tan
asombrosa rapidez, que pudo oírse cómo su voz se perdía a lo lejos— gritaba con un acento de angustia y terror, pero que al mismo tiempo parecía expresar un tremendo éxtasis de gozo...
—¡Ah! ¡Mis pies de fuego! ¡Mis ardientes pies de fuego! ¡Ah! ¡Qué altura, qué carrera abrasadora!
Pronto la distancia acalló sus gritos, y el silencio del amanecer descendió de nuevo sobre la floresta.
Sucedió todo con tal rapidez que, a no ser por el lecho vacío que tenía junto a él, Simpson casi hubiera podido creer que acababa de sufrir una pesadilla. Pero a su lado sentía aún la cálida presión del cuerpo desaparecido. Las mantas estaban todavía en un montón, en el suelo. La misma tienda temblaba aún por la vehemencia de su salida impetuosa. Las extrañas palabras, propias de un cerebro repentinamente trastornado, resonaban en sus oídos como si las oyera todavía a lo lejos... No eran únicamente los sentidos de la vista y el oído los que denunciaban cosas extrañas a la razón, ya que mientras el guía gritaba y corría, pudo captar él un olor extraño y acre que había invadido el interior de la tienda. Y parece que fue en ese preciso momento, despabilado por el olor atosigante, cuando recobró el ánimo, se puso en pie de un salto y salió de la tienda.
La luz grisácea del amanecer se derramaba indecisa y fría por entre los árboles, permitiendo que se distinguieran las cosas, Simpson se quedó de pie, de espaldas a la tienda empapada de rocío. Aún quedaba alguna brasa entre las cenizas de la hoguera. Contempló el lago pálido bajo la capa de bruma, las islas que emergían misteriosamente como envueltas en algodón, y los rodales de nieve, al otro lado, en los espacios despejados del bosque de arbustos. Todo estaba frío, silencioso, inmóvil, esperando la salida del sol. Pero en ninguna parte había señal del guía desaparecido. Sin duda corría aún, frenéticamente, por los bosques helados. Ni siquiera se oían sus pasos, ni los ecos evanescentes de su voz. Se había ido... definitivamente.
No había nada; nada, excepto el recuerdo de su presencia reciente, que persistía vivamente en el campamento, y ese penetrante olor que lo invadía todo.
Y aun el olor estaba desapareciendo con rapidez. A pesar de la enorme turbación que experimentaba, Simpson se esforzó por descubrir su naturaleza. Pero averiguar la calidad de un olor fugaz, que no se ha reconocido inconscientemente al instante, es una operación muy ardua; y fracasó. Antes de que pudiera captarlo del todo, o reconocerlo, había desaparecido. Incluso ahora le cuesta hacer una descripción aproximada, ya que era distinto de todo otro olor. Era acre, no muy diferente del que exhalan los leones, aunque más suave, y no completamente desagradable. Tenía algo de dulzarrón que le recordaba el aroma de las hojas otoñales de un jardín, la fragancia de la tierra, y los mil perfumes que se elevan de una selva inmensa. Sin embargo, la expresión «olor a leones» es la que, a mi juicio, resume mejor todo esto.
Finalmente, el olor se desvaneció por completo y Simpson se dio cuenta de que se encontraba de pie, junto a las cenizas del fuego, en un estado de asombro y estúpido terror que le incapacitaba para hacer frente a la menor eventualidad. Si una rata almizclera hubiese asomado entonces su hocico puntiagudo por encima de una roca, o hubiese visto escabullirse una ardilla, lo más probable es que se hubiera desmayado sin más. Su instinto acababa de percibir el hálito de un gran Horror Exterior... y todavía no había tenido tiempo de rehacerse y adoptar una actitud firme y alerta.
Sin embargo, nada sucedió. Un soplo de aire suave acarició la floresta que despertaba, y unas pocas hojas de arce se desprendieron temblorosas y cayeron a tierra. El cielo se hizo repentinamente más claro. Simpson sintió el aire frío en sus mejillas y en su cabeza descubierta. Tembló, aterido, y con gran esfuerzo se hizo cargo de que estaba solo entre los arbustos... y de que lo más prudente era ponerse en marcha, en busca de su compañero desaparecido, con el fin de socorrerle.
Y así lo hizo, en efecto, pero sin resultado. Con aquella maraña de árboles en torno suyo, el lago cortándole el camino por detrás, y el horror de aquellos gritos salvajes latiendo aún en su sangre, hizo lo que cualquier otro inexperto habría hecho en semejante situación: correr, correr sin sentido alguno, como un niño enloquecido, y gritar continuamente el nombre de su guía: ¡Défago! ¡Défago! ¡Défago! —vociferaba, y los árboles le devolvían el nombre, en un eco apagado, tantas veces cuantas lo gritaba él:
—¡Défago! ¡Défago! ¡Défago!
Siguió el rastro impreso en la nieve hasta donde los árboles, demasiado espesos, habían impedido que la nieve llegara al suelo. Gritó hasta quedarse ronco, y hasta que el sonido de su propia voz comenzó a asustarle en aquel paraje desierto y silencioso. Su confusión aumentaba con la violencia de sus esfuerzos. La angustia se le hizo dolorosamente aguda. Por último, fracasados sus intentos, dio la vuelta y se dirigió al campamento, completamente agotado. Fue un milagro que encontrara el camino. El caso es que, después de seguir un sinfín de direcciones falsas, encontró la blanca tienda de campaña entre los árboles, y se sintió a salvo.
El cansancio, entonces, administró su propio remedio. Encendió fuego y se preparó el desayuno. El café caliente y el tocino le devolvieron un poco de sentido común y de juicio, y comprendió que se había portado como un chiquillo. Debía medir los esfuerzos para hacer frente a la situación de una manera más sensata. Una vez recobrado el ánimo, debía hacer en primer lugar una exploración lo más completa posible y, si no daba resultado, debía buscar el camino de regreso cuanto antes y traer ayuda.
Y eso fue lo que hizo. Cogió provisiones, cerillas, el rifle y un hacha pequeña para marcar los árboles, y se puso en camino. Eran las ocho
cuando salió, y el sol brillaba por encima de los árboles en un cielo despejado. Plantó una estaca junto al fuego y dejó una nota, para el caso de que Défago volviera mientras él estaba ausente.
Esta vez, de acuerdo con un plan cuidadoso, tomó una nueva dirección. Cubriendo un área más amplia, podría tropezarse con señales del rastro del guía. Y en efecto, antes de haber recorrido medio kilómetro, encontró las huellas de un animal grande y, al lado, las huellas, menores y más ligeras, de unos pies indudablemente humanos: los de Défago. El alivio que experimentó inmediatamente fue natural, aunque breve. Al primer golpe de vista vio que esas huellas explicaban clara y simplemente lo sucedido: las señales más grandes pertenecían, sin duda alguna, a un alce que, con el viento en contra, se había acercado equivocadamente al campamento, lanzando un grito de alarma en el momento en que comprendió su error. Défago, que tenía el instinto de la caza desarrollado hasta un grado de increíble perfección, había notado su presencia horas antes, por el olor del viento. Su excitación y su desaparición se debían, naturalmente, a... este...
Entonces, la explicación imposible a la cual quería aferrarse, se le reveló implacablemente falsa. Ningún guía, y mucho menos de la categoría de Défago, habría reaccionado de forma tan insensata, echando a correr incluso sin rifle... Todo el episodio exigía una explicación mucho más compleja. Recordó los detalles de todo lo que había sucedido: el grito de terror, las enigmáticas palabras, el semblante asustado, el extraño olor que había notado, aquellos sollozos contenidos en la oscuridad, y —también esto le vino oscuramente a la memoria— la inicial aversión del guía a estos parajes.
Además, ahora que las examinaba de cerca, ¡aquellas huellas no eran de alce, ni mucho menos! Hank le había explicado el perfil que deja la pezuña de un alce macho, de una hembra o de una cría. Se las había dibujado claramente sobre una tira de abedul. Estas eran totalmente distintas. Eran grandes, redondas, amplias, no tenían la forma puntiaguda de la pezuña afilada. Por un momento, se preguntó si serían de oso. No se le ocurrió pensar en ningún otro animal, porque el reno no bajaba tan al sur en esa época del año y, aun cuando fuese así, sus huellas dibujarían la forma de una pezuña.
Eran siniestros aquellos trazos dejados en la nieve por una misteriosa criatura que había atraído a un ser humano lejos de su refugio. Y, al querer relacionarlos, en su imaginación, con aquel susurro obsesionante que interrumpió la paz del amanecer, le invadió un vértigo momentáneo, una angustia inconcebible. Sintió una sombra de amenaza por todo su alrededor. Y al examinar con más detalle una de las huellas, notó una débil vaharada de aquel olor dulzarrón y penetrante, que le hizo dar un respingo y le produjo náuseas.
Entonces su memoria le jugó otra mala pasada. Recordó, de pronto, aquellos pies destapados que se salían de la tienda, y cómo el cuerpo del guía parecía haber sido arrastrado hacia la entrada. Recordó
también cómo Défago había retrocedido, aterrado, ante algo que había percibido junto a la tienda, cuando él se despertó. Los detalles acudían a su mente con violencia, asediándola de forma obsesiva; parecían agolparse en aquellos espacios profundos de la selva silenciosa que le rodeaba, donde él, en medio de los árboles, permanecía de pie, a la escucha, esperando, tratando de actuar del modo más aconsejable. El bosque le cercaba.
Con la firmeza de una suprema resolución, Simpson inició la marcha, siguiendo las huellas lo mejor que podía, y tratando de reprimir las emociones desagradables que trataban de debilitar su voluntad. Marcó una infinidad de árboles a medida que caminaba, con el temor siempre de no poder encontrar el camino de regreso, gritando de cuando en cuando el nombre del guía. El seco golpear del hacha sobre lo troncos macizos, y el acento extraño de su propia voz se convirtieron finalmente en unos sonidos que a él mismo le daba miedo producir. Incluso le daba miedo oírlos. Atraían la atención y delataban su situación exacta, y si se diera realmente el caso de que le estuvieran siguiendo, lo mismo que seguía él a otro...
Con un esfuerzo supremo, rechazó tal idea en el mismo instante en que se le ocurrió. Comprendía que era el principio de un aturdimiento diabólico que podía conducirle vertiginosamente a su propia perdición.
Aunque la nieve no formaba una alfombra continua, sino sólo ligeras capas en los espacios más despejados, no le fue difícil seguir el rastro durante varios kilómetros. Caminaba en línea recta, en la medida en que se lo permitían los árboles. Las pisadas impresas en la nieve comenzaron pronto a distanciarse, hasta que, finalmente, su separación fue tal que parecía absolutamente imposible que ningún animal diera zancadas tan enormes. Eran como saltos enormes. Midió una de aquellas zancadas y, aunque sabía que la «distancia» de seis metros no debía de ser muy exacta, se quedó perplejo; no comprendía cómo no encontraba en la nieve ninguna pisada intermedia entre las huellas extremas. Pero lo que más confundido le tenía, lo que le hacía mirar con recelo, era que las zancadas de Défago crecían también en longitud, poco a poco, hasta cubrir exactamente las mismas distancias. Parecía como si la enorme bestia lo hubiera arrastrado con ella en esos saltos asombrosos. Simpson, que tenía las piernas mucho más largas, comprobó que no podía cubrir la mitad del trecho, ni aun tomando impulso.
Y la visión de aquellas huellas que corrían unas junto a otras, mudo testimonio de una carrera espantosa en la que el terror o la locura habían provocado unas consecuencias imposibles, le impresionó profundamente y le conmovió en lo más hondo de su alma. Era lo más espantoso que habían visto sus ojos. Comenzó a seguirlas maquinalmente, casi enajenado, mirando de soslayo, furtivamente, por si algún ser, con zancadas gigantescas, le seguía los pasos a él también... Y sucedió que, al poco tiempo, no supo ya lo que significaban
aquellas pisadas en la nieve, acompañadas por las huellas del pequeño francocanadiense, su guía, su camarada, el hombre que había compartido su tienda unas horas antes, charlando, riendo, incluso cantando con él.
V
Sólo un valiente escocés, basado en el sentido común y amparado por la lógica, podía conservar el sentido de la realidad como lo conservó este joven, mal que bien, para salir de aquella aventura. De no haber sido así, los descubrimientos que hizo mientras avanzaba valerosamente le habrían hecho retroceder hasta el refugio relativamente seguro de su tienda, en vez de apretar el rifle en sus manos y encomendarse a Dios con el pensamiento. Lo primero que observó fue que los dos rastros hablan sufrido una transformación; y esta transformación, por lo que se refería a las huellas del hombre, era ciertamente aterradora.
Al principio, lo notó en las huellas más grandes, y se quedó un buen rato sin poder creer lo que veían sus ojos. ¿Eran las hojas caídas que producían extraños efectos de sombra, o tal vez la nieve, seca y espolvoreada como harina de arroz por los bordes, era responsable del efecto aquel? ¿O se trataba efectivamente de que las huellas hablan adquirido un ligero matiz coloreado? Lo innegable era que las pisadas del animal tenían un tinte rojizo y misterioso, que más parecía debido a un efecto de luz que a una sustancia que impregnara la nieve. Y a medida que avanzaba se hacía más intenso aquel matiz encendido que venta a añadir un toque nuevo y horrible a la situación.
Pero cuando, completamente perplejo, se fijó en las huellas del hombre por ver si presentaban la misma coloración, observó que, entretanto, éstas hablan experimentado un cambio infinitamente peor. Durante el último centenar de metros más o menos, habían comenzado a parecerse a las huellas del animal. El cambio era imperceptible, pero inequívoco. No se podía apreciar dónde comenzaba. El resultado, de todos modos, estaba fuera de duda: más pequeñas, más recortadas, modeladas con mayor nitidez, las huellas del hombre constituían ahora, sin embargo, un duplicado casi exacto de las otras. Así, pues, los pies que las habían grabado se habían transformado también. Al darse cuenta de lo que esto significaba, sintió una sensación de repugnancia y terror.
Por primera vez, Simpson dudó. Después, avergonzado de su indecisión, corrió unos cuantos pasos más; un poco más allá, se detuvo en seco. Allí mismo terminaban todas las señales. Los dos rastros acababan de repente. Buscó inútilmente en un radio de cien metros o más, pero no encontró el menor indicio de huellas. No había nada.
Precisamente allí los árboles se espesaban bastante. Se trataba de enormes cedros y abetos. No había monte bajo. Permaneció un rato
mirando alrededor, completamente turbado, sin saber qué pensar. Luego se puso a buscar con empeñada insistencia, pero siempre llegaba al mismo resultado: nada. ¡Los pies que se habían marcado en la superficie de la nieve hasta allí, parecían ahora haber dejado de tocar el suelo!
En ese instante de angustia y confusión, sintió cómo el terror se le enroscaba en el corazón, dejándole totalmente paralizado. Todo el tiempo había estado temiendo que sucediera... y sucedió.
Allá arriba, muy lejos, debilitada por la altura y la distancia, singularmente quejumbrosa y apagada, oyó la plañidera voz de Défago, su guía.
Cayó sobre él un cielo invernal y tranquilo, y despertó en él un terror jamás rebasado. El rifle le resbaló de las manos. Durante un segundo, permaneció inmóvil donde estaba, escuchando con todo su ser. Después se retiró tambaleante hasta el árbol más cercano y se apoyó en él, deshecho e incapaz de razonar. En aquel momento aquélla le parecía la experiencia más aniquiladora del mundo. Se le había quedado el corazón vacío de todo sentimiento, tal como si se le hubiera secado.
—¡Ah! ¡Qué altura abrasadora! ¡Ah, mis pies de fuego! ¡Mis pies candentes! –oyó que imploraba la angustiada voz del guía, con un acento de súplica indescriptible. Después, el silencio volvió a reinar entre los árboles.
Y Simpson, una vez recobrada la conciencia de sí, se dio cuenta de que estaba corriendo de un lado para otro, gritando, tropezando con las raíces y las piedras, buscando desenfrenadamente al que llamaba. Rasgóse el velo de recuerdos y emociones con que la experiencia vela habitualmente los acontecimientos; y medio enloquecido, forjó visiones que llenaron de terror sus ojos, su corazón y su alma. Porque, con aquella voz lejana, le había llamado el pánico de la Selva, el Poder de la Indómita Lejanía, el Hechizo de la Desolación que aniquila... En aquel momento, se le revelaron todos los suplicios de un ser irremisiblemente perdido que sufría la fatiga y el placer del alma que ha llegado a la Soledad final. Por las oscuras nieblas de sus pensamientos, como una llama, pasó fugaz la visión de Défago, eternamente perseguido, acosado por toda la inmensidad celeste de aquellos bosques antiquísimos.
Le pareció que transcurría una eternidad y, en el caos de sus desorganizadas sensaciones, no consiguió encontrar nada a que aferrarse por un momento y pensar...
El grito no se repitió; sus propias llamadas no tuvieron respuesta. Las fuerzas inescrutables de la Naturaleza Salvaje habían llamado a su víctima con voz inapelable y la habían atenazado.
Sin embargo, aún continuó buscando y llamando durante unas cuatro horas, por lo menos, puesto que ya era casi de noche cuando decidió, por fin, abandonar tan inútil persecución y regresar al campamento, a orillas del Lago de las Cincuenta Islas. De todos modos,
se marchaba de mala gana. Aquella voz implorante resonaba aún en sus oídos. Le costó trabajo encontrar el rifle y la pista de regreso. La necesidad de concentrarse en la tarea de seguir los árboles mal marcados, y un hambre voraz que le roía las tripas, le ayudaron a apartar de su mente lo ocurrido. De no haber sido así, él mismo admite que su extravío le habría acarreado peores consecuencias. Gradualmente, las dificultades concretas del momento le devolvieron a su ser, y no tardó en recuperar el equilibrio de sus nervios.
No obstante, durante toda la marcha, a través de las sombras crecientes, se sintió miserablemente perseguido. Oía innumerables ruidos de pasos que le seguían, voces que reían y hablaban por lo bajo; y veía figuras agazapadas tras los árboles y las rocas, haciéndose señas unas a otras como para atacarle a un tiempo, en el instante en que pasara. El rumor del viento le hizo dar un respingo y detenerse a escuchar. Caminó furtivamente, tratando de ocultar su presencia, haciendo el menor ruido posible. Las sombras de los árboles, que hasta entonces le protegían o le cubrían, se volvían ahora amenazadoras, inquietantes; y la confusión de su mente asustada le hacía sentir una multitud de posibilidades, tanto más siniestras cuanto más oscuras. El presentimiento de un destino fatal acechaba detrás de cada uno de los acontecimientos que acababan de suceder.
Fue realmente admirable el modo como salió airoso al final. Acaso hombres de madura experiencia hubieran fracasado en esta prueba. Consiguió dominarse bastante bien y pensó en todo, como demuestra su plan de acción. Puesto que no tenía sueño en absoluto, y caminaba siguiendo un rastro invisible en la total oscuridad, se sentó a pasar la noche, rifle en mano, delante de una hoguera que ni por un momento dejó de alimentar. El rigor de aquella vigilancia dejó marcado su espíritu para siempre; pero la llevó a cabo con éxito, y a las primeras claridades del día emprendió el viaje de regreso, en busca de ayuda. Como la vez anterior, dejó una nota escrita en la que explicaba su ausencia e indicaba también dónde dejaba un depósito de abundantes provisiones y cerillas... ¡aunque no esperaba que lo encontrasen manos humanas!
Sería por sí misma una historia digna de contarse la manera como Simpson encontró el camino, solo, a través del lago y del bosque. Oírsela a él es conocer la apasionada soledad de espíritu que puede sentir un hombre cuando la Naturaleza Salvaje lo tiene en el hueco de su mano ilimitada... y se ríe de él. Es, también, admirar su voluntad inquebrantable.
No reclama para sí ningún mérito. Confiesa que seguía maquinalmente, y sin pensar, el rastro casi invisible. Y esto, indudablemente, es verdad. Confiaba en la guía inconsciente de la razón, que es el instinto. Tal vez le ayudara también cierto sentido de orientación, tan desarrollado en los animales y en el hombre primitivo. El caso es que, a través de toda aquella enmarañada región, consiguió
llegar al sitio donde Défago, casi tres días antes, había escondido la canoa con estas palabras:
—Cruzar el lago todo recto, hacia el sol, hasta dar con el campamento.
No había sol de ninguna clase, pero se ayudó con la brújula como Dios le dio a entender, y cubrió los últimos veinte kilómetros de su viaje a bordo de la frágil piragua, con una inmensa sensación de alivio al dejar atrás, por fin, el bosque interminable. Por fortuna, el agua estaba tranquila. Enfiló proa al centro del lago, en vez de costear, Y tuvo la suerte, además, de que los otros estuvieran ya de regreso. La luz de la hoguera le proporcionó un punto de referencia, sin el cual habría perdido toda la noche para encontrar el campamento.
De todos modos, era cerca de media noche cuando su canoa rozó la arena de la ensenada. Hank, Punk y su tío, despertados por sus gritos, echaron a correr. Y viéndole cansado y deshecho, le ayudaron a abrirse camino por las rocas hasta el fuego casi apagado.
VI
La repentina irrupción de su prosaico tío en este mundo de pesadilla en que vivía desde hacía dos días y dos noches, tuvo el efecto inmediato de dar al asunto un cariz enteramente nuevo. Bastó con oír su cordial « ¡Hola, hijo mío! ¿Qué te pasa?» y sentirse agarrado por aquella mano seca y vigorosa, para que su manera de enfocar los hechos sufriera un giro radical. Estalló en su interior como una violenta reacción purificadora y comprendió que su comportamiento no había sido normal. Incluso se sintió algo avergonzado de sí mismo. La original terquedad de su raza le dominaba por completo.
Y esto último explica, indudablemente, por qué le resultó tan difícil contar su extraña aventura ante el grupo reunido junto al fuego. Dijo lo necesario, no obstante, para que se tomase la inmediata decisión de ir a rescatar al guía. Pero antes, Simpson debía comer y, sobre todo, dormir para estar en condiciones de llevarles hasta allá. El doctor Cathcart, que se daba más cuenta del estado del muchacho que lo que éste se creía, le inyectó una dosis muy ligera de morfina que le permitió dormir como un tronco durante seis horas.
De la descripción que más adelante redactó con todo detalle este estudiante de teología, se desprende que en lo que contó al principio había omitido diversos detalles de suma importancia. Confiesa que, ante la presencia sólida y real de su tío, cara a cara, no tuvo el valor de mencionarlos. De este modo, los componentes de la expedición entendieron, al parecer, que Défago había sufrido un ataque de locura agudo e inexplicable durante la noche, en el cual se creyó «llamado» por alguien o por algo, y que se había internado por la espesura sin provisiones ni rifle, exponiéndose a una muerte horrible por frío y
hambre si ellos no llegaban a tiempo. Por lo demás, «a tiempo» quería decir «inmediatamente».
En el curso del día siguiente —salieron a las siete, dejando a Punk en el campamento con el encargo de que tuviera comida y lumbre siempre preparadas—, Simpson contó bastantes cosas más sin sospechar que, en realidad, era su tío quien se las estaba sonsacando. Para cuando llegaron al lugar donde comenzaba el rastro, junto al escondrijo de la canoa, Simpson había contado ya que Défago habló de «algo que él llamaba Wendigo» que había llorado durante el sueño, y que él mismo había creído notar un olor raro en el campamento, y que había experimentado ciertos síntomas de excitación mental. Asimismo, admitió haber experimentado el efecto turbador de «aquel olor extraordinario, acre y penetrante como el de los leones». Y cuando se encontraban a menos de una hora del Lago de las Cincuenta Islas, dejó caer otro detalle, que más adelante calificó de estúpida confesión debida a su estado de histerismo. Dijo que había oído al guía desaparecido «pidiendo ayuda». Omitió las extrañas palabras que éste había proferido, sencillamente por no repetir aquel absurdo lenguaje. Además, al describir cómo las pisadas del hombre, en la nieve, se iban convirtiendo gradualmente en una réplica en miniatura de las huellas profundas del animal, se calló intencionadamente que tanto las zancadas del uno como las del otro eran de dimensiones completamente increíbles. Le pareció oportuno llegar a un término medio entre su orgullo personal y la absoluta sinceridad, y decidir en cada caso lo que debía y lo que no debía contar. Sí mencionó, pues, el tinte encendido de la nieve, por ejemplo, y no se atrevió a contar, en cambio, que tanto el cuerpo como el lecho del guía habían sido arrastrados hacia afuera de la tienda...
El resultado fue que el doctor Cathcart, que se consideraba a sí mismo como un hábil psicólogo, le explicó con claridad y exactitud que su mente, influida por la soledad, el aturdimiento y el terror, habían sucumbido frente a una tensión excesiva, provocando esas alucinaciones. No por elogiar su conducta dejó de señalar, dónde, cuándo y cómo se había extraviado su mente. El resultado fue que su sobrino, hábilmente halagado, se creyó, por una parte, más perspicaz de lo que era en realidad, y más tonto por otra, al ver cómo quitaban importancia a sus declaraciones. Como tantos otros materialistas, su tío había sabido utilizar con sagacidad el argumento de la insuficiencia de datos para enmascarar el hecho de que los datos aducidos le resultaban a él totalmente inadmisibles.
—El hechizo de estas inmensas soledades —decía— es muy nocivo para la mente; es decir, siempre que ésta posea una elevada capacidad de imaginación. Y lo ha sido para ti exactamente igual que lo fue para mí cuando tenía tu edad. El animal que merodeaba por vuestro pequeño campamento era indudablemente un alce, ya que el bramido de un alce puede tener a veces una calidad muy peculiar. El color que
creíste ver en las huellas fue, evidentemente, una ilusión óptica provocada por tu estado de excitación. Las dimensiones de las huellas, ya tendremos ocasión de comprobarlas cuando lleguemos. En cuanto a las voces que te pareció oír, naturalmente, fueron alucinaciones muy corrientes que se suelen producir por la misma excitación mental... excitación que resulta perfectamente excusable y que ha sido, si me lo permites, maravillosamente dominada por ti en esas circunstancias. En cuanto a lo demás, tengo que decir que has obrado con gran valor, porque el terror de sentirse uno perdido en esta espesura no es ninguna bagatela; de haber estado yo en tu lugar, creo que no me habría portado ni con la mitad de juicio y decisión que tú. Lo único que encuentro particularmente difícil de explicar es... es ese…ese condenado olor.
—Me puso enfermo, te lo aseguro —declaró su sobrino—; estuve a punto de marearme.
La imperturbable serenidad de su tío, debida tan sólo a su habilidad psicológica, le impulsaba a adoptar una actitud ligeramente retadora. ¡Era tan fácil explicar con términos eruditos unos hechos de los que uno no había sido testigo presencial!
—Era un olor salvaje y terrible. Así es únicamente como podría describirlo — concluyó, sosteniendo la mirada reposada y fría de su tío.
—Lo que me maravilla —comentó éste—, es que, en semejantes circunstancias, no hayas experimentado nada peor.
Simpson comprendió que estas palabras quedaban a mitad de camino entre la verdad y la interpretación que de ella hacía su tío.
Y así, por último, llegaron al pequeño campamento y encontraron la tienda plantada aún. Tanto la tienda como los restos del fuego y el papel clavado en la estaca, estaban intactos. El escondrijo, en cambio, improvisado de mala manera por manos inexpertas, había sido descubierto y saqueado por las ratas almizcleras, los visones y las ardillas. Los fósforos estaban esparcidos por el agujero; en cuanto a las provisiones, habían desaparecido hasta la última miga.
—Bueno, señores, aquí no hay nadie —exclamó sonoramente Hank, según era costumbre suya—; ¡tan cierto como el sol que nos alumbra! Pero saber dónde se ha metido, que el diablo me lleve si lo sé.
La presencia del estudiante de teología no fue entonces obstáculo para su lengua, aunque por respeto al lector se hayan de moderar las expresiones que utilizó.
Propongo —añadió— que empecemos ahora mismo a buscarle y que registremos hasta el infierno, si es necesario.
El destino de Défago, probablemente fatal, abrumaba a los tres expedicionarios y les llenaba de una espantosa aprensión, sobre todo después de haber visto los vestigios de su estancia allí. La tienda, sobre todo, con el lecho de ramas de bálsamo aplastado aún por el peso de su cuerpo, parecía sugerirles vivamente su presencia. Simpson, como si notara vagamente que sus palabras podían ponerse en tela de juicio, intentó explicar algunos detalles. Ahora estaba mucho más tranquilo,
aunque fatigado por el esfuerzo de tantas caminatas. El método de su tío para explicar —para «desechar» más bien— sus terroríficos recuerdos, contribuyó también a tranquilizarle.
—Y esa es la dirección que tomó al echar a correr —dijo Simpson a sus dos compañeros, apuntando por donde había desaparecido el guía aquella madrugada de claridades grises—. Por allá, en línea recta. Corría como un ciervo, por entre los abedules y los cedros...
Hank y el doctor Cathcart se miraron.
—Y seguí el rastro unas dos millas en la misma dirección —prosiguió, con algo de su antiguo terror en la voz—; después, a eso de unas dos millas o así, las huellas se detienen... ¡se terminan!
—Que fue donde usted oyó que le llamaba y notó el mal olor y todo lo demás — exclamó Hank con una volubilidad que traicionaba su profundo pesar.
—Y donde tu excitación te dominó hasta el extremo de provocar toda clase de ilusiones —añadió el doctor Cathcart en voz baja, aunque no tanto que su sobrino no lo oyera.
La tarde no había hecho más que empezar. Habían caminado de prisa, y todavía les quedaban más de dos horas de luz. El doctor Cathcart y Hank comenzaron inmediatamente la búsqueda. Simpson estaba demasiado cansado para acompañarles. Le dijeron que ellos seguirían las marcas de los árboles y, en cuanto les fuera posible, las pisadas también. Entre tanto, lo mejor que podía hacer él era cuidar del fuego y descansar.
Al cabo de unas tres horas de exploración, ya oscurecido, los dos hombres regresaron al campamento sin novedad. La nieve reciente había borrado todas las huellas, y aunque habían seguido los árboles marcados hasta donde Simpson emprendió el camino de regreso, no descubrieron el menor indicio de ser humano... ni de animal alguno. No había huellas de ninguna clase: la nieve estaba impoluta.
Era difícil decidir qué convenía hacer, aunque la realidad era que no se podía hacer nada más. Podían quedarse y continuar buscando durante semanas y semanas sin demasiadas probabilidades de éxito. La nieve de la noche anterior había destruido su única esperanza. Se sentaron alrededor del fuego para cenar. Formaban un grupo sombrío y desalentado. Los hechos, efectivamente, eran bastante tristes, ya que Défago tenía esposa en Rat Portage y lo que él ganaba era el único medio de subsistencia para el matrimonio.
Ahora que se sabía la verdad en toda su descarnada crudeza, parecía inútil tratar de seguir disimulándola. A partir de ese momento, hablaron con franqueza de lo que había sucedido y de las posibilidades existentes. No era la primera vez, incluso para el doctor Cathcart, que un hombre sucumbía a la seducción singular de las Soledades y perdía el juicio. Défago, por otra parte, estaba bastante predispuesto a una eventualidad de ese tipo, ya que a su natural melancolía se sumaban sus frecuentes borracheras que a menudo le duraban varias semanas.
Algo debió de ocurrir en la excursión —no se sabía qué—, que bastó para desencadenar su crisis. Eso era todo. Y había huido. Había huido a la salvaje espesura de los árboles y los lagos, para morir de hambre y de cansancio. Las posibilidades de que no consiguiera volver a encontrar el campamento eran abrumadoras. El delirio que le dominaba aumentaría sin duda, y era completamente seguro que había atentado contra sí mismo, apresurando de esta forma su destino implacable. Podía incluso que a estas horas hubiera sobrevenido ya el desenlace final. Por iniciativa de Hank, su viejo camarada, esperarían algo más y dedicarían todo el día siguiente, desde el amanecer hasta que oscureciese a una búsqueda sistemática. Se repartirían el terreno a explorar. Discutieron el proyecto con todos los pormenores. Harían lo humanamente posible por encontrarlo.
Y a continuación se pusieron a hablar de la curiosa forma en que el pánico de la Selva había atacado al infortunado guía. A Hank, a pesar de estar familiarizado con esta clase de relatos, no le agradó el giro que había tomado la conversación. Intervino poco, pero ese poco fue revelador. Admitió que se contaba, por aquella región, la historia de unos indios que «habían visto al Wendigo» merodeando por las costas del Lago de las Cincuenta Islas en el otoño del año anterior, y que éste era el verdadero motivo de la aversión de Défago a cazar por allí. Hank, indudablemente, estaba convencido de que, en cierto modo, había contribuido a la muerte de su compañero, ya que era él quien le había persuadido para que fuese allí.
—Cuando un indio se vuelve loco —explicó, como hablando consigo mismo—, se dice que ha visto al Wendigo. ¡Y el pobre Défago era supersticioso hasta los tuétanos!...
Y entonces Simpson, sintiendo un ambiente más propicio, contó todos los hechos de su asombrado relato. Esta vez no omitió ningún detalle; refirió sus propias sensaciones y el miedo sobrecogedor que había pasado. Únicamente se calló el extraño lenguaje que había empleado el guía.
—Pero, sin duda, Défago te había contado ya todos esos pormenores acerca de la leyenda del Wendigo —insistió el doctor—. Quiero decir que él habría hablado ya sobre todo esto, y de esta suerte imbuyó en tu mente la idea que tu propia excitación desarrolló más adelante.
Entonces Simpson repitió nuevamente los hechos. Declaró que Défago se había limitado a mencionar el nombre de la bestia. Él, Simpson, no sabía nada de aquella leyenda y, que él recordara, no había leído jamás nada que se refiriese a ella. Incluso le resultaba extraño el nombre aquel.
Naturalmente, estaba diciendo la verdad, y el doctor Cathcart se vio obligado a admitir, de mala gana, el carácter singular de todo el caso. Sin embargo, no lo manifestó tanto con palabras como con su actitud: a partir de entonces mantuvo la espalda protegida contra un árbol corpulento, reavivaba el fuego cuando le parecía que empezaba a
apagarse, era siempre el primero en captar el menor ruido que sonara en la oscuridad circundante —acaso un pez que saltaba en el lago, el crujir de alguna rama, la caída ocasional de un poco de nieve desde las ramas altas donde el calor del fuego comenzaba a derretirla— e incluso se alteró un tanto la calidad de su voz, que se hizo algo menos segura y más baja. El miedo, por decirlo lisa y llanamente, se cernía sobre el pequeño campamento y, a pesar de que los tres preferían hablar de otras cosas, parecía que lo único de que podían discutir era de eso: del motivo de su miedo. En vano intentaron variar de conversación; no encontraban nada que decir. Hank era el más honrado del grupo: no decía nada. Con todo, tampoco dio la espalda a la oscuridad ni una sola vez. Permaneció de cara a la espesura y, cuando necesitaron más leña, no dio un paso más allá de, los necesarios para obtenerla.
VII
Una muralla de silencio los envolvía, toda vez que la nieve, aunque no abundante, sí era lo suficiente para apagar cualquier clase de ruido. Además, todo estaba rígido por la helada. No se oía más que sus voces y el suave crepitar de las llamas. Tan sólo, de cuando en cuando, sonaba algo muy quedo, como el aleteo de una mariposa. Ninguno parecía tener ganas de irse a dormir. Las horas se deslizaban en busca de la medianoche.
—Es bastante curiosa la leyenda esa —observó el doctor, después de una pausa excepcionalmente larga y con la intención de interrumpirla, más que por ganas de hablar—. El Wendigo es simplemente la personificación de la Llamada de la Selva, que algunos individuos escuchan para precipitarse hacia su propia destrucción.
—Eso es —dijo Hank—. Y cuando lo oyes, no hay posibilidad de que te equivoques. Te llama por tu propio nombre.
Siguió otra pausa. Después, el doctor Cathcart volvió tan súbitamente al tema prohibido, que pilló a los otros dos desprevenidos.
—La alegoría es significativa —dijo, tratando de escrutar la oscuridad que le rodeaba—, porque la Voz, según dicen, recuerda los ruidos menudos del bosque: el viento, un salto de agua, los gritos de los animales, y cosas así. Y una vez que la víctima oye eso… ¡se acabó! Dicen que sus puntos más vulnerables son los pies y los ojos; los pies, por el placer de caminar, y los ojos, porque gozan de la belleza. El infeliz vagabundo viaja a una velocidad tan espantosa, que los ojos le sangran y le arden los pies.
El doctor Cathcart, mientras hablaba, seguía mirando inquieto hacia las tinieblas. Su voz se convirtió en un susurro.
—Se dice también —añadió—que el Wendigo quema los pies de sus víctimas, debido a la fricción que provoca su tremenda velocidad, hasta que se destruyen esos pies; y que los nuevos que entonces se les forman son exactamente como los de él.
Simpson escuchaba mudo de espanto. Pero lo que más fascinado le tenía era la palidez del semblante de Hank. De buena gana se habría tapado los oídos y habría cerrado los ojos, si hubiera tenido valor.
—No siempre anda por el suelo —comentó Hank arrastrando las palabras—, pues sube tan alto, que la víctima piensa que son las estrellas las que le han pegado fuego. Otras veces da unos saltos enormes y corre por encima de las copas de los árboles, arrastrando a su víctima con él, para dejarla caer como hace el albatros con las suyas, que las mata así, antes de devorarlas. Pero de todas las cosas que hay en el bosque, lo único que come es… ¡musgo! —y se rió con una risa nerviosa.
—Sí, el Wendigo come musgo —añadió, mirando con excitación el rostro de sus compañeros—. Es un comedor de musgo —repitió, con una sarta de juramentos de lo más extraño que uno puede imaginar.
Pero Simpson comprendía ahora el verdadero propósito de su conversación. Lo que aquellos dos hombres fuertes y «experimentados» temían, cada uno a su manera, era ante todo el silencio. Hablaban para ganar tiempo. Hablaban, también, para combatir la oscuridad, para evitar el pánico que les invadía, para no admitir que se hallaban en un terreno hostil, decididos, ante todo, a no permitir que sus pensamientos más profundos llegaran a dominarles. Pero Simpson, que ya había sido iniciado en esa espantosa vigilia de terror, se encontraba más avanzado, a este respecto, que sus dos compañeros. El había alcanzado ya un estadio en el que se sentía inmune. En cambio, los otros dos, el médico burlón y analítico y el honrado y tozudo hombre de los bosques, temblaban en lo más íntimo.
De esta forma pasó una hora tras otra, y de esta forma el pequeño grupo permaneció sentado, determinado a resistir espiritualmente, ante las fauces de la espesura salvaje, hablando ociosamente y en voz baja de la terrible y obsesionante leyenda. Considerándolo bien, era una lucha desigual, porque el espíritu indomable de los bosques tenía la doble ventaja de haber atacado primero y de contar ya con un rehén. El destino del compañero se cernía sobre ellos y les causaba una creciente opresión, que a lo último se les haría insoportable.
Fue Hank, después de una pausa larga y enervante, el que liberó de modo totalmente inesperado toda esa emoción contenida. De pronto, se puso en pie de un salto y lanzó a las tinieblas el aullido más terrible que se pueda imaginar. Seguramente no podía dominarse por más tiempo. Para darle mayor sonoridad, se dio palmadas en la boca, provocando de este modo numerosas y breves intermitencias.
—Eso para Défago —dijo, mirando a sus compañeros con una sonrisa extraña y retadora—, porque estoy convencido (aquí se omiten varios exabruptos) de que mi compadre no está demasiado lejos de nosotros en este preciso momento.
Había tal vehemencia y tal seguridad en su afirmación, que Simpson dio un salto también y se puso en pie. Al doctor se le fue la
pipa de la boca. El rostro de Hank estaba lívido y el de Cathcart daba muestras de un súbito desfallecimiento, casi de una pérdida de todas las facultades. Luego brilló una furia momentánea en sus ojos, se puso de pie con una calma que era fruto de su habitual autodominio y se encaró con el excitado guía. Porque esto era inadmisible, estúpido, peligroso, y había que cortarlo de raíz.
Puede uno imaginarse lo que pasaría a continuación, aunque no puede saberse con certeza, porque en aquel momento de silencio profundo que siguió al alarido de Hank, y como contestándolo, algo cruzó la oscuridad del cielo por encima de ellos a una velocidad prodigiosa, algo necesariamente muy grande, porque produjo un gran ramalazo de viento, y, al mismo tiempo, descendió a través de los árboles un débil grito humano que, en un tono de angustia indescriptible, clamaba:
—¡Ah! ¡Qué altura abrasadora! ¡Ah! ¡Mis pies de fuego! ¡Mis candentes pies de fuego!
Blanco como el papel, Hank miró estúpidamente en torno suyo, como un niño. El doctor Cathcart profirió una especie de exclamación incomprensible y echó a correr, en un movimiento instintivo de terror ciego, en busca de la protección de la tienda, y a los pocos pasos se paró en seco. Simpson fue el único de los tres que conservó la presencia de ánimo. Su horror era demasiado hondo para manifestarse en reacciones inmediatas. Ya había oído aquel grito anteriormente.
Volviéndose hacia sus impresionados compañeros, dijo, casi con toda naturalidad:
—Ese es exactamente el grito que oí... ¡y las mismas palabras que dijo!
Luego, alzando su rostro hacia el cielo, gritó muy alto:
—¡Défago! ¡Défago! ¡Baja aquí, con nosotros! ¡Baja!...
Y antes de que ninguno tuviera tiempo de tomar una decisión cualquiera, se oyó un ruido de algo que caía entre los árboles, rompiendo las ramas, y aterrizaba con un tremendo golpe sobre la tierra helada. El impacto fue verdaderamente terrible y atronador.
—¡Es él, que el buen Dios nos asista! —se oyó exclamar a Hank, en un grito sofocado, a la vez que maquinalmente echaba mano al cuchillo.
—¡Y viene! ¡Y viene! —añadió, soltando unas irracionales carcajadas de terror, al oír sobre la nieve helada el ruido de unos pasos que se acercaban a la luz.
Y, mientras avanzaban aquellas pisadas, los tres hombres permanecieron de pie, inmóviles, junto a la hoguera. El doctor Cathcart se había quedado como muerto; ni siquiera parpadeaba. Hank sufría espantosamente y, aunque no se movía tampoco, daba la impresión de que estaba a punto de abalanzarse no se sabe hacia dónde. En cuanto a Simpson, parecía petrificado. Estaban atónitos, asustados como niños. El cuadro era espantoso. Y entre tanto, aunque todavía invisible, los pasos se acercaban, haciendo crujir la nieve. Parecía que no iban a
llegar jamás. Eran unos pasos lentos, pesados, interminables como una pesadilla.
VIII
Por último, una figura brotó de las tinieblas. Avanzó hacia la zona de dudoso resplandor, donde la luz del fuego se mezclaba con las sombras, a unos diez pasos de la hoguera. Luego, se detuvo y les miró fijamente. Siguió adelante con movimientos espasmódicos, como una marioneta, y recibió la luz de lleno. Entonces se dieron cuenta los presentes de que se trataba de un hombre. Y al parecer aquel hombre era…Défago.
Algo así como la máscara del horror cubrió en aquel momento el semblante de los tres hombres; y sus tres pares de ojos brillaron a través de ella, como si sus miradas cruzaran las fronteras de la visión normal y percibiesen lo Desconocido.
Défago avanzó. Sus pasos eran vacilantes, inseguros. Primero se aproximó al grupo, después se volvió bruscamente y clavó los ojos en el rostro de Simpson. El sonido de su voz brotó de sus labios:
—Aquí estoy, jefe. Alguien me ha llamado —era una voz seca, débil, jadeante— Estoy de viaje. He atravesado el fuego del Infierno... No ha estado mal...
Y se rió, avanzando la cabeza hacia el rostro del otro. Pero aquella risa puso en marcha el mecanismo del grupo de figuras de cera mortalmente pálidas que formaban los otros tres. Hank saltó inmediatamente sobre él, lanzando una sarta de juramentos tan rebuscados y sonoros que a Simpson ni siquiera le sonaron a inglés sino más bien a algún lenguaje indio o cosa así. Lo único que comprendía era que el hecho de que Hank se hubiese interpuesto entre los dos, le resultaba grato…extraordinariamente grato. El doctor Cathcart, aunque más reposadamente, avanzó tras él a trompicones.
Simpson no recuerda bien lo que pasó en aquellos pocos segundos, porque los ojos de aquel rostro apergaminado y maldito que le escudriñaba de cerca, le aturdieron totalmente. Se quedó alelado, ni abrió la boca siquiera, No poseía la disciplinada voluntad de los otros dos, que les permitía actuar desafiando toda tensión emocional. Los vio moverse como si se encontrara detrás de un cristal, como si la escena fuese una pura fantasía evanescente. Sin embargo, en medio del torrente de frases sin sentido de Hank, recuerda haber oído el tono autoritario de su tío —duro y forzado—— que decía algo sobre alimento, calor, mantas, whisky, y demás…Y durante la escena que siguió, no dejó de percibir las vaharadas de aquel olor penetrante, insólito, maligno pero embriagador a la vez.
Sin embargo, fue él —con menos experiencia y habilidad que los otros dos— quien profirió la frase que vino a aliviar la horrible
situación, expresando así la duda y el pensamiento que encogía el corazón de los tres.
—¿Eres…eres TÚ, Défago? —preguntó, quebrando un horror de silencio con su voz.
E inmediatamente, Cathcart irrumpió con una sonora respuesta, antes que el otro hubiera tenido tiempo de mover los labios:
—¡Claro que sí! ¡Claro que sí! Lo que ocurre… ¿no lo ves?... es que está exhausto de hambre y de cansancio. ¿No es eso suficiente para cambiar a un hombre hasta el punto de hacerlo irreconocible?
Lo decía más para convencerse a sí mismo que a los demás. El énfasis de su tono lo dejaba bien claro. Y mientras hablaba y se movía, se llevaba continuamente el pañuelo a la nariz. Aquel olor había penetrado en todo el campamento.
Porque el «Défago» que se arrebujó en las mantas junto al fuego, bebiendo whisky caliente y comiendo con las manos, apenas si se parecía más al guía que ellos habían conocido que un hombre de sesenta años a un retrato de su propia juventud. No es posible describir honradamente aquella caricatura fantasmal, aquella parodia de la imagen de Défago. Conservaba algún vestigio espantoso y remoto de su aspecto anterior. Simpson afirma que el rostro era más animal que humano, que los rasgos se le habían contraído en proporciones dislocadas. La piel, fláccida y colgante, como si hubiera sido sometido a presiones y tensiones físicas, le recordaba vagamente una de esas vejigas con una cara pintada que cambia de expresión a medida que la van inflando y que, al desinflarse, emiten un sonido quejumbroso y débil como un sollozo. Tanto la voz como la cara de Défago tenían una abominable semejanza con esas vejigas. Pero Cathcart, mucho después, al tratar de describir lo indescriptible, afirma que aquel podía ser el aspecto de un rostro y de un cuerpo que, habiéndose hallado en una capa de aire rarificada, estuviera a punto de disgregarse hasta... hasta perder toda consistencia.
Hank, aunque totalmente confundido y agitado por una emoción sin límites que no podía reprimir ni comprender, fue quien, sin más dilaciones, puso fin a la cuestión. Se apartó unos pasos de la hoguera, de forma que el resplandor no le deslumbrara demasiado y, haciéndose sombra con las dos manos en los ojos, exclamó con voz potente, mezcla de furia y excitación:
—¡Tú no eres Défago! ¡Ni hablar! ¡A mí me importa un condenado pimiento lo que tú... pero aquí no vengas diciendo que eres mi compadre de hace veinte años! —los ojos le fulguraban como si quisiera destruir aquella figura acurrucada con su mirada furibunda—. Y si es verdad, que me caiga un rayo de punta y me mande al infierno de cabeza. ¡Dios nos asista! —añadió, sacudido por un violento escalofrío de repugnancia y horror.
Fue imposible hacerlo callar. Allí estuvo gritando como un poseso, y tan terrible era verle como oír lo que decía…porque era verdad. No hizo
más que repetir lo mismo cincuenta veces, y cada vez, en una lengua más enrevesada que la anterior. El bosque se llenaba de sus ecos. Llegó un momento en que parecía como si quisiera arrojarse sobre «el intruso», pues su mano subía constantemente hacia su cinturón, en busca de su largo cuchillo de monte.
Pero al final no hizo nada y la tempestad estuvo a punto de terminar en lágrimas. Súbitamente, la voz de Hank se quebró. Se dejó caer en el suelo y Cathcart se las arregló para convencerle de que se marchara a la tienda y se echase a descansar. El resto de la escena, claro está, lo presenció desde dentro. Su pálida cara de terror atisbaba por la abertura de la tienda.
Luego el doctor Cathcart, seguido de cerca por su sobrino, que tan bien había conservado su presencia de ánimo, adoptó un aire de determinación y se puso en pie, frente a la figura arrebujada junto al fuego. La miró de frente y habló, Al principio, le salió una voz firme:
—Défago, díganos qué ha sucedido... no hace falta que entre en detalles, sólo deseamos saber cómo podemos ayudarle —preguntó con acento autoritario, casi como una orden.
Pero inmediatamente después varió de tono, porque el rostro de aquella figura se volvió hacia él con una expresión tan lastimera, tan terrible y tan poco humana, que el médico retrocedió como si tuviera delante un ser espiritualmente impuro. Simpson, que miraba desde atrás, dice que le daba la impresión de que el rostro de Défago era una máscara a punto de caerse y de que debajo se iba a revelar, en toda su desnudez, su verdadero rostro, negro y diabólico.
—¡Vamos, hombre, vamos! —gritaba Cathcart, a quien el terror le atenazaba la garganta—. No podemos estarnos aquí toda la noche…—era el grito del instinto sobre la razón.
Y entonces «Défago», con una sonrisa inexpresiva, contestó; y su voz era débil, inconsistente y extraña, como a punto de convertirse en un sonido enteramente distinto:
—He visto al gran Wendigo —susurró, olfateando el aire en torno suyo, exactamente igual que una bestia—. He estado con él, también...
Allí terminaron el pobre diablo su discurso y el doctor Cathcart su interrogatorio, porque en ese momento se oyó un grito desgarrador de Hank, cuyos ojos se veían brillar desde fuera de la tienda:
—¡Sus pies! ¡Oh, Dios, sus pies! ¡Mirad cómo le han cambiado los pies!
Défago, que se había removido en su sitio, se había colocado de tal forma que por primera vez aparecieron sus piernas a la luz y sus pies quedaron al descubierto. Sin embargo, Simpson no tuvo tiempo de ver lo que Hank señalaba. En el mismo instante, con un salto de tigre asustado, Cathcart se arrojó sobre él y le tapó las piernas con mantas con tal rapidez que el joven estudiante apenas si llegó a vislumbrar algo oscuro y singularmente abultado allí donde deberían verse sus pies enfundados en un par de mocasines.
Después, antes que al doctor le diera tiempo de nada más, antes de que a Simpson se le ocurriera ninguna pregunta, y mucho menos pudiera formularla, Défago se puso en pie, se irguió frente a ellos, bamboleándose con dificultad, y con una expresión sombría y maliciosa en su rostro deforme. Resultaba literalmente monstruoso.
—Ahora, vosotros lo habéis visto también —jadeó—. ¡Habéis visto mis ardientes pies de fuego! Y ahora... bueno, a no ser que podáis salvarme y evitar…poco falta para…
Su voz lastimera fue interrumpida por un ruido, como por el rugir de un vendaval que viniese cruzando el lago. Los árboles sacudieron sus ramas enmarañadas. Las llamas del fuego se agitaron, azotadas por una ráfaga violenta, y algo pasó sobre el campamento con furia ensordecedora. Défago arrancó de sí todas las mantas, dio media vuelta hacia el bosque y con aquel torpe movimiento con que había venido... se marchó. Pero lo hizo a una velocidad tan pasmosa que, cuando quisieron darse cuenta, la oscuridad ya se lo había tragado. Y pocos segundos después, por encima de los árboles azotados y del rugido del viento repentino, los tres hombres oyeron, con el corazón encogido, un grito que parecía provenir de una altura inmensa.
—¡Ah! ¡Qué altura abrasadora! ¡Ah! ¡Mis pies de fuego! ¡Mis candentes pies de fuego!...
Luego, la voz se apagó en el espacio incalculable y silencioso.
El doctor Cathcart —que había dominado de pronto sus nervios, y se había adueñado también de la situación— agarró a Hank violentamente del brazo en el momento que iba a lanzarse hacia la espesura.
—¡Quiero que conste! —gritaba el guía—, ¡que conste, digo, que ése no es él! ¡De ninguna manera! ¡Ese es algún... demonio que le ha usurpado el sitio!
De una u otra forma —el doctor Cathcart admite que nunca ha sabido claramente cómo lo consiguió——, se las arregló para retenerle en la tienda y apaciguarlo. El doctor, por lo visto, había conseguido reaccionar, y era capaz nuevamente de dominar sus propias energías. En efecto, manejó a Hank admirablemente. Sin embargo, su sobrino, que hasta ese momento se había portado maravillosamente, fue quien vino a causarle más preocupación, pues la tensión acumulada se le desbordó en un acceso de llanto histérico que hizo necesario aislarle en un lecho de ramas y mantas, lo más lejos posible de Hank.
Allí permaneció, debatiéndose bajo las mantas, gritando cosas incoherentes, mientras pasaban las horas de aquella noche de pesadilla. Sus palabras formaban una jerigonza en la que velocidad, altura y fuego se mezclaban extrañamente con las enseñanzas recibidas en sus clases de teología.
—¡Veo unas gentes con la cara destrozada y ardiendo, que caminan de manera alucinante y se acercan al campamento!
Y lloraba durante un minuto. Luego se incorporaba, se ponía de cara al bosque, escuchaba atento, y susurraba:
—¡Qué terribles son, en la espesura salvaje... los pies de... de los que…
Y su tío le interrumpía, distraía sus pensamientos, y le reconfortaba.
Por fortuna, su histerismo fue transitorio. El sueño le curó, igual que a Hank.
Hasta que apuntaron las primeras claridades del amanecer, poco después de las cinco de la madrugada, el doctor Cathcart estuvo despierto. Su cara tenía el color de la pared y un extraño rubor bajo sus ojos. Durante todas aquellas horas de silencio, su voluntad había estado luchando con el espantoso terror de su alma, y de esta lucha provenían las huellas de su rostro...
Al amanecer, encendió fuego, preparó el desayuno y despertó a los otros. A eso de las siete, se pusieron en camino de regreso al otro campamento. Eran tres hombres perplejos y afligidos; pero, cada uno a su modo, habían conseguido mitigar la inquietud interior recobrando más o menos el sosiego.
IX
Hablaron poco, y únicamente de cosas corrientes y sensatas, porque tenían la cabeza cargada de pensamientos dolorosos que pedían una explicación, aunque ninguno se decidía a tocar el tema. Hank, el más acostumbrado a la vida de la naturaleza, fue el primero en encontrarse a sí mismo, ya que era también el de menos complicaciones interiores. En el caso del doctor Cathcart, las fuerzas de su «civilización» luchaban contra la experiencia de un hecho bastante singular. Hoy por hoy sigue sin estar completamente seguro de determinadas cosas. Sea como fuere, a él le costó mucho más «encontrarse a sí mismo».
Simpson, el estudiante de teología, fue el que sacó conclusiones más ordenadas, aunque no de la índole más científica. Allá, en el corazón de la inextricable espesura, habían presenciado algo cruda y esencialmente primitivo. Habían presenciado algo aterrador que había logrado sobrevivir a la evolución de la humanidad, pero que aún se mostraba como una forma de vida monstruosa e inmadura. Para él, era como si se hubieran asomado a edades prehistóricas en que las supersticiones, rudimentarias y toscas, oprimían aún los corazones de los hombres, en que las fuerzas de la naturaleza eran indomables y no se habían dispersado los Poderes que atormentaban el universo. A ellos se refirió cuando, años más tarde, habló en un sermón de «las Potencias formidables y salvajes que acechan en las almas de los hombres, Potencias que tal vez no sean perversas en sí mismas, aunque sí instintivamente hostiles a la humanidad tal como ahora la concebimos».
Nunca discutió a fondo todo aquello con su tío, porque lo impedía la barrera que se alzaba entre sus respectivas formas de pensar. Únicamente una vez, al cabo de varios años, rozaron este tema; o más exactamente, aludieron a un detalle relacionado con él:
—¿Puedes decirme, al menos, cómo…cómo eran? —preguntó Simpson.
La contestación, aunque llena de tacto, no fue alentadora:
—Es mucho mejor que no intentes descubrirlo.
—Bueno, ¿y aquel olor?…—insistió el sobrino——. ¿Qué opinas de él?
El doctor Cathcart le miró y alzó las cejas,
—Los olores —contestó— no son tan fáciles de comunicar por telepatía como los sonidos o las visiones. Sobre eso puedo decir tanto como tú, o acaso menos.
Cuando se trataba de explicar algo, el doctor Cathcart solía ser bastante locuaz. Esta vez, sin embargo, no lo fue.
Al caer el día, cansados, muertos de frío y de hambre, llegaron los tres al término de la penosa expedición: el campamento, que, a primera vista, parecía desierto. Fuego, no había; ni tampoco salió Punk a recibirles. Tenían demasiado agotada la capacidad de emocionarse, para sorprenderse o disgustarse. Pero el grito espontáneo de Hank, que brotó de sus labios al acercarse a la hoguera apagada, fue una especie de llamada de advertencia, un aviso de que aquella extraña aventura no había concluido aún. Y tanto Cathcart como su sobrino confesaron después que, cuando le vieron arrodillarse, preso de incontenible excitación, y abrazar algo que yacía ante las cenizas apagadas, tuvieron el presentimiento de que ese «algo» era Défago, el verdadero Défago, que había regresado.
Y así era, en efecto.
Agotado hasta el último extremo, el franco-canadiense —es decir, lo que quedaba de él—, hurgaba entre las cenizas tratando de encender un fuego. Su cuerpo estaba allí, agachado, y sus dedos flojos apenas eran capaces de prender unas ramitas con ayuda de una cerilla. Ya no había una inteligencia que dirigiera esta sencilla operación. La mente había huido al más allá y, con ella, también la memoria. No sólo el recuerdo de los acontecimientos recientes, sino todo vestigio de su vida anterior.
Esta vez era un hombre de verdad, aunque horriblemente contrahecho. En su rostro no había expresión de ninguna clase: ni temor, ni reconocimiento, ni nada. No dio muestras de conocer a quien le había abrazado, a quien le alimentaba y le hablaba con palabras de alivio y de consuelo. Perdido y quebrantado más allá de donde la ayuda humana puede alcanzar, el hombre hacía mansamente lo que se le mandaba. Ese «algo» que antes constituyera su «yo individual» había desaparecido para siempre.
En cierto modo, lo más terrible que habían visto en su vida era aquella sonrisa idiota, aquel meterse puñados de musgo en la boca, mientras decía que sólo «comía musgo», y los vómitos continuos que le producían los más sencillos alimentos. Pero acaso peor aún fuera la voz infantil y quejumbrosa con que les contó que le dolían los pies «ardientes como el fuego», lo que era natural. Al examinárselos el doctor Cathcart, vio que los tenía espantosamente helados. Y debajo de los ojos tenían débiles muestras de haber sangrado recientemente.
Los detalles referentes a cómo había sobrevivido a aquel suplicio prolongado, dónde había estado o cómo había recorrido la considerable distancia que separaba los dos campamentos, teniendo en cuenta que hubo de dar a pie el enorme rodeo del lago, puesto que no disponía de canoa, continúan siendo un misterio. Había perdido completamente la memoria. Y antes de finalizar el invierno, en cuyos comienzos había ocurrido esta tragedia, Défago, perdidos el juicio, la memoria y el alma, desapareció también. Sólo vivió unas pocas semanas.
Lo que Punk fue capaz de aportar más tarde a la historia no arrojó ninguna luz nueva. Estaba limpiando pescado a la orilla del lago, a eso de las cinco de la tarde —esto es, una hora antes de que regresara el grupo expedicionario—, cuando vio a la caricatura del guía que se dirigía tambaleante hacia el campamento. Dice que le precedía una débil vaharada de olor muy singular.
En ese mismo instante, el viejo Punk abandonó el campamento. Hizo el largo viaje de regreso con la rapidez con que sólo puede hacerlo un piel roja. El terror de toda su raza se había apoderado de él. Sabía lo que significaba todo aquello: Défago «había visto el Wendigo».
H. P. Lovecraft:
La maldición que cayó sobre Sarnath1
Existe en la tierra de Mnar un lago vasto de aguas tranquilas al que ningún río alimenta y del cual tampoco fluye río alguno. En sus orillas se alzaba, hace diez mil años, la poderosa ciudad de Sarnath, mas hoy ya no existe allí ciudad alguna.
Se dice que, en un tiempo inmemorial, cuando el mundo era joven y ni aun los hombres de Sarnath habían llegado a la tierra de Mnar, a la orilla de aquel lago se alzaba otra ciudad: la ciudad de Ib, construida en piedra gris, que era tan antigua como el propio lago y estaba habitada por seres que no resultaba agradable contemplar. Muy extraños y deformes eran tales seres, cual corresponde en verdad a seres pertenecientes a un mundo apenas esbozado, aún sólo toscamente empezado a modelar. En los cilindros de arcilla de Kadatheron está escrito que los habitantes de Ib eran, por su color, tan verdes como el lago y las nieblas que de él se elevan; que poseían abultados ojos y labios gruesos y blandos y extrañas orejas y que carecían de voz. También está escrito que procedían de la luna, de la que habían descendido una noche a bordo de una gran niebla, junto con el lago vasto de aguas tranquilas y la propia ciudad de Ib, construida en piedra gris. Cierto es, en todo caso, que adoraban un ídolo, tallado en piedra verdemar, que representaba a Bokrug, el gran saurio acuático, ante el cual celebraban danzas horribles cuando la luna gibosa mostraba su doble cuerno. Y escrito está en el papiro de Ilarnek que un día descubrieron el fuego y que desde aquel día encendieron hogueras para mayor esplendor de sus ceremoniales. Pero no hay mucho más escrito sobre estos seres, pues pertenecieron a épocas muy remotas y el hombre es joven y apenas conoce nada de quienes vivieron en los tiempos primigenios.
Al cabo de muchos milenios, de eras incontables, llegaron los hombres a la tierra de Mnar. Eran pueblos pastores, de tez oscura, que llegaron con sus ganados y construyeron Thraa, Ilarnek y Kadatheron en las riberas del tortuoso río Ai. Y ciertas tribus, más osadas que las
1 Título original: The Doom that come to Sarnath. Traducción de Rafael Llopis [© Scott Meredith, Inc., New York].
otras, llegaron hasta las orillas del lago y construyeron Sarnath en un lugar donde la tierra estaba preñada de metales preciosos.
No lejos de Ib, la ciudad gris, colocaron estas tribus nómadas las primeras piedras de Sarnath, y grande fue su asombro a la vista de los extraños habitantes de Ib. Mas a su asombro se mezclaba el odio, pues, a su juicio, no era deseable que seres de aspecto semejante convivieran, sobre todo al anochecer, con el mundo de los hombres. Tampoco les agradaron las extrañas figuras esculpidas en los grises monolitos de Ib, pues nadie podía explicar cómo habían pervivido tales esculturas hasta la aparición del hombre, a no ser porque la tierra de Mnar era como un remanso de paz y se hallaba muy a trasmano de las demás tierras, tanto de las tierras reales como del país de los sueños.
A medida que los hombres de Sarnath iban conociendo mejor a los seres de Ib, su odio iba en aumento, y a ello no dejó de contribuir el descubrimiento de que estos seres eran débiles, y blandos sus cuerpos al contacto con piedras o flechas. Así, pues, un día, los jóvenes guerreros, los honderos y los lanceros y los arqueros marcharon sobre Ib y mataron a todos sus habitantes, arrojando sus extraños cuerpos al lago con ayuda de largas lanzas, va que prefirieron no tocarlos. Y como tampoco les agradaban los grises monolitos esculpidos de Ib, también los arrojaron al lago, aunque no sin antes maravillarse del inmenso trabajo que habría debido costar el acarreo de las piedras con que estaban construidos, ya que éstas sin duda procedían de regiones remotas, pues en la tierra de Mnar y en países adyacentes no existía piedra alguna que se pareciese a ella.
Así, pues, nada quedó de la antiquísima ciudad de Ib, excepto el ídolo, tallado en piedra verdemar, que representaba a Bokrug, el saurio acuático, el cual fue llevado a Sarnath por los jóvenes guerreros, como símbolo de su victoria sobre los arcaicos dioses y habitantes de Ib y como señal también de hegemonía sobre toda le tierra de Mnar. Mas en la noche que siguió al día en que había sido instalado en el templo, algo terrible debió suceder, pues sobre el lago se vieron luces fantásticas y, por la mañana, notaron las gentes que el ídolo no estaba en el templo y que el sumo sacerdote Taran-Ish yacía muerto, como fulminado por un terror indecible, y, antes de morir, Taran-Ish había trazado con mano insegura, sobre el altar de crisolita, el signo de MALDICION.
Después de Taran-Ish se sucedieron en Sarnath muchos sumos sacerdotes, mas nunca volvió a encontrarse el ídolo de piedra. Y pasaron muchos siglos, en el curso de los cuales Sarnath se convirtió en una ciudad extraordinariamente próspera, hasta el punto de que, excepto los sacerdotes y las viejas, todos olvidaron el signo que Taran-Ish había trazado en el altar de crisolita. Entre Sarnath y la ciudad de Ilarnek se creó una ruta de caravanas, y los metales preciosos de la tierra fueron canjeados por otros metales y por exquisitas vestiduras y por joyas y por libros y por herramientas para los orfebres y por todos los lujosos artificios de los pueblos que habitaban en las riberas del
tortuoso río Ai y aun más allá. Y así creció Sarnath, poderosa y sabia y bella, y envió ejércitos invasores que sojuzgaron las ciudades vecinas; y, por fin, en el trono de Sarnath se sentaron reyes que gobernaban toda la tierra de Mnar y muchos países adyacentes.
Maravilla del mundo y orgullo de la humanidad era Sarnath la magnífica. Sus murallas eran de mármol pulido de las canteras del desierto y su altura era de trescientos codos y su anchura de setenta y cinco, de tal modo que, por el camino de ronda, podían pasar dos carretas a la vez. Su longitud era de quinientos estadios y rodeaban la ciudad excepto por la parte del lago, donde había un dique de piedra gris contra el que se estrellaban las extrañas olas que se alzaban una vez al año, durante la ceremonia que conmemoraba la destrucción de Ib. Tenía Sarnath cincuenta calles, que iban del lago a las puertas de las caravanas, y otras cincuenta más que iban en dirección perpendicular a aquéllas. De ónice estaban pavimentadas todas, excepto las que eran vía de paso para caballos, camellos y elefantes, estando éstas empedradas con losas de granito. Y las puertas de Sarnath eran tantas como calles llegaban a sus murallas, y todas eran de bronce y estaban flanqueadas por estatuas de leones y elefantes esculpidos en una piedra que hoy desconocen ya los hombres. Las casas de Sarnath eran de ladrillo vidriado y de calcedonia y todas tenían un jardín amurallado y un estanque cristalino. Con extraño arte estaban construidas, pues ninguna otra ciudad tenía casas como las suyas; y los viajeros que llegaban de Thraa y de Ilarnek y de Kadatheron se maravillaban al contemplar las cúpulas resplandecientes que las coronaban.
Pero aún más maravillosos eran los palacios y los templos y los jardines construidos por Zokkar, rey de tiempos remotos. Había muchos palacios, el último de los cuales era más grande que cualquiera de los de Thraa, Ilarnek o Kadatheron. Tan altos eran sus techos que, a veces, los visitantes imaginaban hallarse bajo la bóveda del mismo cielo; sin embargo, cuando encendían sus lámparas alimentadas con aceites de Dother, las paredes mostraban vastas pinturas que representaban reyes y ejércitos de tal esplendor que quien las contemplaba sentía asombro y pavor a la vez. Muchos eran los pilares de los palacios, todos de mármol veteado y cubiertos de bajorrelieves de insuperable belleza. Y en la mayor parte de los palacios, los suelos eran mosaicos de berilio y lapislázuli y sardónice y carbunclo y otros materiales preciosos, dispuestos con tanto arte que el visitante a veces creía caminar sobre macizos de las flores más raras. Y había asimismo fuentes que arrojaban agua perfumada en surtidores instalados con sorprendente habilidad. Mas superior a todos los demás era el palacio de los Reyes de Mnar y países adyacentes. El trono descansaba sobre dos leones de oro macizo y estaba situado tan alto que, para llegar a él, era preciso subir una escalinata de muchos peldaños. Y el trono estaba tallado en una sola pieza de marfil y ya no vive hombre que sepa explicar de dónde
procedía pieza de tal tamaño. En aquel palacio había también muchas galerías y muchos anfiteatros donde leones, hombres y elefantes combatían para solaz de los reyes. A veces, los anfiteatros eran inundados con aguas traídas del lago mediante poderosos acueductos y entonces se celebraban allí justas acuáticas o combates entre nadadores y mortíferas bestias del mar.
Altivos y asombrosos eran los diecisiete templos de Sarnath, construidos en forma de torre con piedras brillantes y policromas desconocidas en otras regiones. Mil codos de altura medía el mayor de todos, donde residía el sumo sacerdote, rodeado de un boato apenas superado por el del propio rey. En la planta baja había salas tan vastas y espléndidas como las de los palacios; en ellas se agolpaban las multitudes que venían a adorar a Zo-Kalar y a Tamash y a Lobon, dioses principales de Sarnath, cuyos altares, envueltos en nubes de incienso, eran como tronos de monarcas. Las imágenes de Zo-Kalar, de Tamash y de Lobon tampoco eran como las de otros dioses, pues tal era su apariencia de vida que cualquiera habría jurado que eran los propios dioses augustos, de rostros barbados, quienes se sentaban en los tronos de marfil. Y por interminables escaleras de circonio se llegaba a la más alta cámara de la torre más alta, desde la cual los sacerdotes contemplaban, de día, la ciudad y las llanuras y el lago que se extendía a sus pies y, de noche, la luna críptica y los planetas y estrellas, llenos de significado, y sus reflejos en el lago. Allí se celebraba un rito, arcaico y muy secreto, en execración de Bokrug, el saurio acuático, y allí se conservaba el altar de crisolita con el signo de Maldición trazado por Taran-Ish.
Maravillosos asimismo eran los jardines plantados por Zokkar, rey de tiempos remotos. Se hallaban situados en el centro de Sarnath, ocupando gran extensión de terreno, y estaban rodeados por una elevada muralla. Se hallaban protegidos por una inmensa cúpula de cristal, a través de la cual brillaban el sol, la luna y los planetas cuando el tiempo era claro, y de la cual pendían imágenes refulgentes del sol, de la luna, de las estrellas y de los planetas cuando el tiempo no era claro. En verano, los jardines eran refrigerados mediante una fresca brisa perfumada producida por grandes aspas ingeniosamente concebidas, y en invierno eran caldeados mediante fuegos ocultos, de tal modo que en aquellos jardines siempre era primavera. Entre prados verdes y macizos multicolores corrían numerosos riachuelos de lecho pedregoso y brillante, cruzados por muchos puentes. Muchas eran también las cascadas que interrumpían su plácido curso y muchos los estanques, rodeados de lirios, en que sus aguas se remansaban. Sobre la superficie de arroyos y remansos se deslizaban blancos cisnes, mientras pájaros raros cantaban en armonía con la música del agua. Sus verdes orillas se elevaban formando terrazas geométricas, adornadas aquí y allá con rotondas y emparrados florecidos, con bancos y sitiales de pórfido y
mármol. Y también había profusión de templetes y santuarios donde reposar o donde rezar, mas sólo a los dioses menores.
Todos los años se celebraba en Sarnath una fiesta que conmemoraba la destrucción de Ib, durante la cual abundaban vino, canciones, danzas y juegos de todas clases. Rendíanse también honores a las sombras de los que habían aniquilado a los extraños seres primordiales, y el recuerdo de tales seres y de sus dioses arcaicos se convertía en objeto de mofa por parte de danzantes y vihuelistas coronados con rosas de los jardines de Zokkar. Y los reyes contemplaban las aguas del lago y maldecían los huesos de los muertos que yacían bajo su superficie.
Grandiosa, más allá de todo cuanto pueda imaginarse, fue la fiesta con que se celebró el milenario de la destrucción de Ib. Más de un decenio llevaba hablándose de ella en la tierra de Mnar y, cuando se aproximó la fecha, llegaron a Sarnath, a tomos de caballos, camellos y elefantes, los hombres de Thraa, de Ilarnek, de Kadatheron y de todas las ciudades de Mnar y de los países que se extendían más allá de sus fronteras. Cuando llegó la noche señalada, ante las murallas de mármol se alzaban ricos pabellones de príncipes y sencillas tiendas de viajeros. En el salón de banquetes, Nargis-Hei, el monarca, se embriagaba, reclinado, con vinos antiguos procedentes del saqueo de las bodegas de Pnoth, y a su alrededor comían y bebían los nobles y afanábanse los esclavos. En aquel banquete se habían consumido manjares raros y delicados: pavos reales de las lejanas colinas de Implan, talones de camello del desierto de Bnaz, nueces y especias de Sydathria y perlas de Mtal disueltas en vinagre de Thraa. De salsas hubo número incontable, preparadas por los más sutiles cocineros de todo Mnar y gratas al paladar de los invitados más exigentes. Mas, de todas las viandas, eran las más preciadas los grandes peces del lago, de gran tamaño todos, que se servían en bandejas de oro incrustadas con rubíes y diamantes.
Mientras en el palacio, el rey y los nobles celebraban el banquete y contemplaban con impaciencia la vianda principal, que aún les aguardaba, aunque servida ya en las bandejas de oro, otros comían y festejaban en el exterior. En la torre del gran templo, los sacerdotes celebraban la fiesta con algazara y, en los pabellones plantados fuera del recinto amurallado de la ciudad, reían y cantaban los príncipes de las tierras vecinas. Y fue el sumo sacerdote Gnai-Kah el primero en observar las sombras que descendían al lago desde el doble cuerno de la luna gibosa y las infames nieblas verdes que a su encuentro se alzaban del lago, envolviendo en brumas siniestras torres y cúpulas de Sarnath, cuyo destino ya había sido señalado. Luego, los que se hallaban en las torres y fuera del recinto amurallado contemplaron extrañas luces en las aguas y vieron que Akurión, la gran roca gris que se alzaba en la orilla a gran altura sobre ellas, se hallaba ahora casi sumergida. Y el miedo cundió, rápido aunque vago, de tal modo que los príncipes de
Ilarnek y de la lejana Rokol desmontaron y plegaron sus pabellones y partieron veloces, aunque apenas sin saber por qué.
Luego, próxima ya la medianoche, abriéronse de golpe todas las puertas de bronce de Sarnath y por ellas salió una multitud enloquecida que se extendió, como una ola negra, por la llanura, de tal modo que todos los visitantes, príncipes o viajeros, huyeron empavorecidos. Pues en los rostros de esta multitud se leía la locura nacida de un horror insoportable, y sus lenguas articulaban palabras tan atroces que ninguno de los que las escucharon se detuvo a comprobar sin eran verdad. Algunos hombres de mirada alucinada por el pánico gritaban a los cuatro vientos lo que habían visto a través de los ventanales del salón de banquetes del rey, donde, según decían, ya no se hallaban Nargis-Hei ni sus nobles ni sus esclavos, sino una horda de indescriptibles criaturas verdes, de ojos protuberantes, labios fláccidos y extrañas orejas y carentes de voz; y estos seres danzaban con horribles contorsiones, portando en sus zarpas bandejas de oro y pedrería de las que se elevaban llamas de un fuego desconocido. Y en su huida de la ciudad maldita de Sarnath a tomos de caballos, camellos y elefantes, los príncipes y los viajeros volvieron la mirada hacia atrás y vieron que el lago continuaba engendrando nieblas y que Akurión, la gran roca gris, estaba casi sumergida. A través de toda la tierra de Mnar y países adyacentes se extendieron los relatos de los que habían logrado huir de Sarnath y las caravanas nunca más volvieron a poner rumbo a la ciudad maldita ni codiciaron ya sus metales preciosos. Mucho tiempo transcurrió antes de que viajero alguno se encaminase a ella, y aún entonces sólo se atrevieron a ir los jóvenes valerosos y aventureros, de cabellos rubios y ojos azules, que ningún parentesco tenían con los pueblos de Mnar. Cierto que estos hombres llegaron al lago impulsados por el deseo de contemplar Sarnath, mas, aunque vieron el lago vasto de aguas tranquilas y la gran roca Akurión, que se elevaba en la orilla a gran altura sobre ellas, no les fue dado contemplar la maravilla del mundo y orgullo de la humanidad. Donde antaño se habían levantado murallas de trescientos codos y torres aún más altas ahora tan sólo se extendían riberas pantanosas y donde antaño habían vivido cincuenta millones de hombres ahora tan sólo se arrastraba el abominable reptil de agua. No quedaban ni aun las minas de metales preciosos. La MALDICION había caído sobre Sarnath.
Mas, semienterrado entre los juncos, percibieron un curioso ídolo de piedra verdemar, un ídolo antiquísimo que representaba a Bokrug, el gran saurio acuático. Este ídolo, transportado más adelante al gran templo de Ilarnek, fue adorado en toda la tierra de Mnar siempre que el doble cuerno de la luna gibosa se alzaba en el cielo.
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