CUENTOS DE TERROR
II
Marcos
(Rodrigo L. Portasany)
Marcos se asoma a la ventana, o mejor dicho se aplasta contra ella. Afuera las cosas pasan
a mucha velocidad, con ritmo y es como una bendición que eso ocurra. Veinte minutos
estuvo parado el tren hace un rato. Veinte minutos sin avanzar un metro y conformarse con
ver como una vaca lo miraba fijamente fue patético. Aunque hablar de patético cuando se
habla de Marcos es como algo muy recurrente. El vidrio se empañaba mucho así que
Marcos sacaba constantemente su pañuelo marrón del bolsillo para limpiarlo. Luego lo
doblaba bien prolijo como le gustaba hacerlo y lo devolvía a su lugar. Así estaba tranquilo,
cada cosa debía estar en su lugar. Siempre.
Las lámparas que ahora brillan, se había apagado lentamente, no sin antes librar una batalla
en cámara lenta entre el brillo y las sombras. Luego ya no era luz, era oscuridad, y
murmullos de la gente que viajaba en ese tren, el expreso Once-General Pico. El sistema de
iluminación es de los viejos, anda a dínamo. O sea, anda mientras el tren anda, luego
cuando el tren para la luz empieza a apagarse. Por eso no había andado hasta que el tren
volvió a arrancar.
La vaca, cinco, diez, quince, veinte minutos, el campo, el ruido de los durmientes y las vías,
y de nuevo el movimiento. Atrás quedó la vaca. Primero un bamboleo, luego una pequeña
brisa, por fin las luces y por último lo que a Marcos le fascina: el paisaje moviéndose,
estirándose.
La noche ya es una realidad y ya casi nada se ve afuera. Marcos deja sola la segunda
ventana del primer vagón y camina por el pasillo en busca de otra ventana. Se para en la
puerta y mira nuevamente por la ventana repitiendo el ritual. Pasillo, puerta, ventana,
pasillo, puerta, ventana. En el camino grita una canción, sí la grita. Nadie podría llamar
cantar a eso que Marcos hace. Su voz es estridente y mas desafinada que lo que cualquiera
pueda imaginar. La situación parece sacada de un programa de cámaras ocultas. Una mujer
ahoga un gritito de sorpresa que se acerca tanto al miedo que hasta parece serlo. Tres
hombres con pinta de trabajadores se ríen abiertamente. Ninguno de ellos huele a perfume,
ni siquiera a desodorante. Los tres lo conocen, siempre viajan en ese tren los viernes y esa
no es la primera vez que lo ven. Marcos forma parte de un paisaje en movimiento, como el
tren, como La Pampa. La mujer se calma, y a la vez se avergüenza, al ver la situación
distendida. Lo supone inofensivo y tiene razón. Ese es su primer viaje en ese tren, alguien
cercano la espera en la estación de Pico para hospedarla por unos días. Son sus vacaciones.
Merecidas por cierto. Vacaciones, ya casi no recuerda como se siente uno en vacaciones.
“Mi amor es azul como el mar azul” – vocifera Marcos mientras va cumpliendo con su
ritual: primero mirará por cada ventana de cada puerta que mira al sur, de punta a punta del
tren, los nueve vagones. Luego volverá a donde comenzó pero cambiando de lado del tren,
mirará por cada ventana al norte, sin saltearse ninguna. Si lo hace, si saltea aunque sea una,
seguramente, algo lo castigará. Algo malo le sucederá. Marcos no sabe muy bien qué pero
ese “algo” lo castigará duramente y lo tendrá merecido.
“...como el mar azul...”- vuelve a gritar. Siempre interpreta temas melódicos, a letra
completa. Es un romántico. Un romántico en serio. Marcos tiene muchas falencias, muchos
puntos oscuros. Puntos que lo diferencian de otras personas que no son como él. Los
demás, los llama. Eso él lo sabe. De distancias sí que sabe. Él no es igual a todos, es
distinto. Pero no está triste, una vez alguien le (mintió) dijo que se curaría. Que llegaría a
ser uno mas. Espera ese día desde ese momento. Lo espera con ansias.
Marcos sabe que mucho no sabe, pero sabe algo que lo moviliza. Sabe que ella lo espera,
que ella aguarda a que llegue. Lo ama. Lo ama tanto como él la ama a ella. Ella es rubia y
se sienta en una estación en una terminal de tren. Lo sabe, lo soñó. La puede ver en un
banco de madera frente a un cartel de estación. Algo dice en el cartel pero Marcos no sabe
leer, ni sabe donde queda ese lugar. Ni puede preguntar a nadie por ella. El tren llega y se
detiene, mucha gente baja. No tanta como en la capi, pero si mucha. Suben otros, el tren
arranca y se va por donde vino. Desaparece. Ella sigue ahí. Mira. Lo busca. Él le dice que
llegará, que espere, pero ella no puede escucharlo. Es un sueño, eso Marcos lo sabe. En los
sueños muchos parecen no escuchar.
Al despertar y ya no vuelve a verla. Entristece por un rato, pero la esperanza de encontrarla,
de viajar y viajar hasta llegar a ella, lo saca y lo alegra. Marcos sonríe. Sonríe siempre. En
eso también es diferente.
Marcos es gordo, un gordo gigante. Desagradable. Su cara no es armónica. Algo pasa con
sus ojos. Incomoda. Mira e incomoda. La gente lo evita.
Marcos también es adorable. Adorable en su desparpajo, adorable en su desamparo. Su pelo
es rubio y brilla con el sol como si fuera refractario.
El tren avanza raudo y se detiene, avanza y detiene. Se parece un poco a Marcos con su
ritual. Afuera la noche es tan cerrada que parece que a los costados del tren todo se ha ido.
Ya ninguna vaca mira al chico a los ojos, pero él mira hacia fuera como buscando algo
importante. Y canta, bueno grita. Los pasajeros duermen, muchos en sus asientos,
incómodos y rectos; otros en el piso porque así el pasaje es mas barato. Gratis a veces. El
aire huele a tedio, alguien ronca. En el rumor de un walkman se puede distinguir a
Piazzolla. Todos pueden distinguirlo.
Pasan pueblos y estaciones. Marcos está radiante esta noche.
- “Azul, azul, azul” –repite constantemente. Parece haber olvidado las palabras intermedias.
Se siente con suerte. Un loco con suerte parece una alegoría a algo, pero nadie asegurar a
que. Esta vez no va a ser como las diez u once veces anteriores (ya ha olvidado la cantidad
exacta). Esta vez ella estará allí. Radiante, misteriosa, eterna. Y lo más importante: solo
para él.
Por fin se detiene, después de dar cinco vueltas al tren, cinco mirando al sur, cinco al norte.
Se apoya en un pasillo contra una pared y se adormece. Cinco, diez, quince minutos. Casi
veinte. Afuera, las siluetas de las cosas empiezan a adivinarse con la llegada del amanecer.
Está nublado. Seguramente llueva antes del mediodía. Luego despierta. Se acomoda la ropa
y vuelve a caminar.
- Es increíble la energía que tiene con lo poco que debe comer – un pasajero le comenta a
otro que asiente con la cabeza sin dejar de mirar por la ventana.
Marcos va en silencio pero seguramente volverá a cantar (gritar) cuando llegue al vagón de
la señora que se va de vacaciones. Ella no aprendió la lección de la noche anterior, así que
volverá a asustarse.
Los minutos pasan y la gente comienza a sacudirse la modorra y el aburrimiento. Terrible
aburrimiento se genera en toda una noche de viaje, más si uno no puede dormir. Además
los asientos parecen conspirar contra el sueño, parecen estar para molestar. Su diseñador no
debe haber sido un tipo muy feliz en la vida.
Un bebe llora, un nene pregunta a alguien que no conoce por el tiempo que falta para Pico,
varios bufan. Marcos sonríe.
Dos horas pasan y no hay nada nuevo para ver. El tren frena y arranca, frena y arranca.
Marcos frena y arranca, frena y arranca. Las luces se prenden y se apagan...
-Mi amor es azul como el mar azul, azul como el mar azul...
Pico está cerca, a minutos nomás. El paisaje está bañado de luz, luz de sol cubierto, luz gris.
Marcos abre los ojos, no entendiendo bien que pasa. El tren está detenido y no hay nadie a
su alrededor. Ya no hay paisaje pampeano afuera sino una estación amplia y austera. Una
terminal.
-Debo haberme dormido parado - piensa. –Pero es raro, nunca duermo dos veces en una
misma noche.
De golpe, a través de la ventana ve la estación y una catarata de sensaciones atropella su
cuerpo. Tiembla, de pies a cabeza. La emoción es muy fuerte, se siente raro. Ella, sí, ella
debe estar ahí. Esperándolo. El ha sido malo, descortés. La ha hecho esperar mucho. Quizás
demasiado.
-Dormirse fue una estupidez- se reprocha. No pude haber estado peor.
En ese momento irrumpe en la cabeza un pensamiento que lo llega de espanto: y si ella ya
no está? Si se ha ido? Si se cansó de esperarlo? Si pensó que ya no vendría?
- Pero, cuanto dormí? Minutos? Horas? –piensa casi en voz alta. Está confundido.
Entonces, la inquietud se transforma en electricidad y se vuelca en cada músculo de su
cuerpo. Corre. Corre a mas no poder. Él es campeón. Marcos es el campeón.
Los vagones quedan atrás, uno, dos. Son como vallas. Tres, cuatro. Llega. El primer vagón
también está vacío. En realidad cada uno de ellos está vacío. Ya no está nadie.
- Será tarde? – piensa, ingenuo.
Ni los tres trabajadores, ni el bebé que llora, ni el niño impaciente, ni la mujer de
vacaciones. Nadie. Ni guardas, ni motorman. El tren es un desierto. Por la puerta abierta de
la vacía cabina del conductor se ve la vía que continúa unos metros mas y que termina
abruptamente en una barricada de detención donde tampoco hay nadie. Afuera, un andén
modesto y un poco castigado por el tiempo también se pliega al panorama.
¿Donde están todos? – piensa, pero su mente enfoca solo en la rubia de sus sueños. Es la
estación de Pico, no cabe duda. También es el cartel de madera que no supo leer nunca.
Eso es todo lo que ve cuando baja del tren pero hay algo que no encaja. Hay algo raro que
presiente. Para de correr pero sigue caminando. La gravilla del andén es gris y cruje cuando
Marcos la pisa. Eso no es extraño, él pesa mas de noventa kilos. Lo raro es el color. Es un
gris como irreal. Marcos se siente como caminando en la luna. Ahora sí que tiene miedo, un
miedo autentico e inédito, un tipo de miedo que linda con lo irracional. Todavía quiere
encontrar a la rubia, en realidad es lo único que quiere. La necesita. Pero las cosa han
cambiado un poco. Ahora necesita que lo proteja. Es como un niño, un gran niño gigante.
Ya no quiere una novia, ahora quiere una coraza. Hace cinco pasos mas y una brisa lo
detiene. Y prácticamente lo obliga girar su cabeza. Sus ojos le transmiten lo que siempre
quiso ver, pero preferiría estar viendo otra cosa. El andén vacío, por ejemplo.
Gira, la situación es histérica. La rubia avanza hacia él. Marcos casi sin notarlo también
avanza hacia la chica. El miedo es como una catarata inmensa que llena el mundo. El chico
se resiste pero con cada segundo que pasa un músculo mas se subleva a su control.
Cincuenta, cuarenta, veinte metros los separan. Los amantes van a unirse. Diez, cinco,
Marcos se relaja. Tres, uno, eternamente.
FIN
GIO
(Raúl Valiente García)
ué cuando supe que estaba enamorado de ella?. Si digo la verdad, no hay un
momento exacto. Algo, que quizá fuera amor, fue impregnando poco a poco
todos y cada uno de mis poros, de una forma tan tenue que lo único que sentía
era un ligero hormigueo en la piel, sobre todo cuando la miraba. Ella, siempre tan serena, tan
maternal con su eterna sonrisa, sobre la que tanto se ha hablado y escrito. Y puedo afirmar que
se han postulado auténticas tonterías. Ni es una prematura desdentada, carcomida por la caries,
ni sufre ningún tipo de retraso mental, absurdas teorías buscando razones inexistentes. Eso son
burdas mentiras, patrañas que intentan dar explicaciones a lo que no tiene ningún misterio. Si Da
Vinci la pintó así, fue simplemente porque así la veía. Porque así era. Su sonrisa no escondía
secretos, era limpia y pura y, en su plenitud, revelaba unos dientes perfectos, blancos como pocos,
totalmente ajenos a enfermedades y plagas. Sí, claro que hablo de ella, "La Giocconda",
para mí, sólo Gio, mi Gio. Si no está claro, lo resumiré. Estaba enamorado, aun lo estoy, de la
mujer que pintó el gran Leonardo y ella lo estaba de mí. Hacíamos el amor cada noche y toda
nuestra vida en común se reducía a eso, a las tórridas noches del museo, cuando nuestros sentidos
se nublaban bajo el influjo de la pasión. Pero, creo que si voy a seguir contando nuestra historia,
debo empezar desde el principio, por el día en que todo comenzó.
Encontré el trabajo por casualidad, por indicación de un amigo. Poseía contactos en aquella
empresa de seguridad y, a través de ellos, consiguió que me emplearan. El trabajo era monótono,
pero al menos, resultaba cómodo. Vigilar el museo y sus obras no representaba un gran
esfuerzo. Mi labor se reducía a ocho horas de exasperante aburrimiento por los pasillos, simulando
una atenta vigilancia que hiciera desistir a los desaprensivos. Cualquiera de los turnos, mañana,
tarde o noche, me venía bien. Quizá la noche fuera más aburrida, al no haber visitantes en los
que fijarse, pero, al principio, cualquiera de los turnos me gustaba. Luego, al iniciarse nuestra
historia de amor, trabajé exclusivamente cuando el museo, al igual que la ciudad, dormía. Bastó
una breve charla con el encargado y la excusa de un insufrible insomnio para que los servicios
nocturnos me fueran adjudicados en exclusiva, para alegría, por cierto, de mis compañeros. Pero,
bueno, me estoy apartando del orden de la historia. Vuelvo a encarrilarme.
Durante unos meses, todo fue normal. Miraba, sin ver realmente, aquella multitud de obras
de arte y, como no me considero un entendido, ni siquiera un aficionado, las veía como quien
observa descoloridas fotos viejas. En los primeros días, ni ella llamó mi atención. No entendía
aquella admiración desmedida por cosas que no conseguía precisar ni lograba intuir. Hoy creo
que mi poco favorable disposición hizo que Gio reparara en mí.
Con el tiempo, comencé a distinguir, en su rostro y en sus ojos, aspectos que seguramente
nunca habría conseguido vislumbrar, intoxicado por sesudos artículos y extravagantes comentarios
que inculcaban lo que debía verse, sin dejar que uno mismo lo descubriese. Yo logré ver a
la mujer que vivía en el cuadro, no la perfección formal que poseía o le atribuían mil expertos.
Cada día me detenía a indagar en el fondo de sus ojos y cada vez me atraía más su ambigua
sonrisa. Mis paseos partían de donde ella se encontraba y volvían a morir frente a su cálida
paz. Sin darme cuenta, regresaba a su pequeño y limitado mundo con mayor frecuencia y me
detenía más tiempo. Día a día, mes tras mes, lentamente, me sedujo, pero no lo supe hasta que
soñé repetidamente con ella. En mis sueños, me llamaba, adelantando sus tersas manos, tan
cautivadora y sensual que intentar rechazarla era algo impensable. Durante un tiempo, no pude
avanzar en el paraíso insensible de tan breves desvaríos, conservando sólo el recuerdo de su
invitación.
Después de aquellos sueños, un aura distinta creció en ella, a su alrededor, y aun hoy, no
puedo precisar cuál era la diferencia. Mirarla detenía mi tiempo y el trabajo dejó de serlo. En mi
interior, poco a poco, sorprendiéndome, nacieron los celos, siempre que alguien se paraba demasiado
tiempo ante ella, examinándola como una mercancía y valorando detalles sueltos de su
conjunto, deshojándola, desnudándola como a una prostituta con poco estilo. Cuando escuchaba
comentarios burlones respecto a ella, una ira fría me asaltaba, congelando mi ardoroso corazón.
Y todavía desconocía el origen de semejantes emociones. Todo mi mundo cambiaba poco a poco,
diariamente, hora a hora, minuto a minuto, sin yo saberlo. Y era ella, Gio, quien estaba trastocándolo.
Imperceptiblemente, llegó el día en el que estuve cautivo de su embrujo. Ella supo cuando
ocurrió y decidió hacerme totalmente suyo. Esperó el momento oportuno de una noche en la que
el invierno poseía las calles y se mostró sin reparos.
¿Qué sentí cuando la vi moverse? Nada especial. Creo que lo estaba anhelando íntimamente;
tanto, que cuando tomó forma, poseyendo un cuerpo vivo, pensé que me lo merecía, que
me lo había ganado y que era el premio a mi devoción. No me asusté, ni fui protagonista de una
ridícula escena de terror o pánico. Cualquier reacción habría sido lógica, excepto la que tuve.
Al verla bajar del cuadro, alargando con dificultad sus torneadas piernas, me precipité galantemente
a ayudarla. La cogí por la cintura, valorando su poco peso y la brevedad de su talle.
La llevé a sentarse a un sillón cercano y la dejé allí, mientras yo enderezaba el marco del que
había descendido. Luego, aguardé a que me hablara.
--¿Me esperabas?-- imposible describir el timbre de su voz, frágil, sensual, femenino hasta
el delirio.
--No lo sé. Quizá sí.
--Pues aquí estoy.
Y así fue. Estuvo allí aquella noche. Y las siguientes durante meses. Tuvimos una relación
como la de cientos de parejas. ¿Por qué iba a no serlo? Hablamos durante horas, conociéndonos,
hasta que, a traición, nos acorraló el primer beso, tan deseado como temido y las primeras caricias,
llenas de curiosidad. Aquellos preliminares nos llevaron a la primera desnudez y al primer
acto sexual, nervioso y fugaz. Todo fue llegando suavemente, sin sobresaltos, sin prisas, deslizándose
levemente a nuestro paso. Para mí, el mundo exterior dejó de existir fuera del museo.
Gio era mi centro vital y, obedientemente, giraba a su alrededor, abrazando con desesperación
aquel cálido eje. Así pasó el tiempo, dulce y lento. Hasta que seis tiros acabaron con todo.
¿Qué por qué la maté? Porque me engañó. Durante meses estuve ciego, hechizado por
sus encantos, tan unido a ella que no recibía aire que no fuera el de sus pulmones, aire viciado.
No era el único en su vida. Hoy lo sé, pero en aquellos días preñados de sexo y secretos
placeres, no supe reconocer las señales, las huellas de un amor compartido.
Yo no pasaba con ella todas las noches. Mi trabajo me lo permitía cinco días a la semana,
pero los otros dos, eran mis días libres, a los que no podía renunciar sin causar sorpresa y extrañeza
en la empresa. Aquellas noches, un compañero cualquiera ocupaba mi lugar en el museo.
Descubrí tarde que también me suplantaban entre los brazos de Gio, atrapados entre sus piernas
y fundidos a sus labios. Mientras yo gemía entre sábanas solitarias, añorando su piel tibia, ella
se entregaba a sucios ejercicios carnales, mezclando sus jugos con los de otros hombres.
¿Cómo lo supe? De la peor forma posible. En mi locura de amante, lo único que me podía
abrir los ojos era descubrirla con otro. Y fue lo que sucedió.
En una de mis interminables luchas agónicas en la cama, intentando atraer al sueño que
no llegaba, habituado a pasar de largo sobre mí, cinco veces de cada siete, acabé dándome por
vencido. No podía soportar la soledad, no quería, tenia que verla antes de volverme loco. Decidí ir
al museo. Una vez allí ya inventaría una excusa. Podía alegar que había olvidado algo o pretextar
que pasaba cerca y había visto algo raro. Ya lo pensaría.
Llegué y, aun no sé por qué razón, no llamé al timbre de la puerta. Yo tenía una llave, como
todos los que trabajábamos allí. Lo habitual era llamar para evi tar accidentes al verse sorprendido
el vigilante de servicio. Nunca se sabe la reacción de alguien al encontrarse cara a cara con
quien no espera. Pero no llamé. ¿Quizá sospechaba algo?, ¿o fue una tontería sin más?. Ojalá lo
supiera. Prefiero pensar que, en mi desesperación, anhelaba ver a Gio lo antes posible, sin esperar
a que me abrieran. Aquella espera podía matarme de ansiedad.
Entré rápido y me dirigí a buscarla, esperando encontrarla en su eterna postura, con su
mágica sonrisa esperándome. Quería sorprenderla. Rogué para que mi compañero se hallara en
otra ala del museo. Albergué la esperanza de poder verla sin que me vieran, incluso conseguir
besarla y acariciarla, mientras ella abandonaba su inmovilidad durante algunos instantes. ¡Qué
feliz era al recorrer el camino!, ¡qué lasciva presión en mi entrepierna! No podía esperar ni un minuto
más.
Llegué ante ella. Allí estaba, claro. Sólo que no estaba sola, ni tampoco cómo yo esperaba. No
aguardaba inmóvil, claro que no. Con los ojos cerrados, galopaba sobre el vientre del vigilante
tumbado en el suelo, fuertes sus respiraciones y salpicadas de jadeos cuando él proyectaba
su tronco hacia arriba, penetrándola profundamente.
La sangre me abandonó. Helado, petrificado, no pude hacer otra cosa que mirar. Ella aceleró
el ritmo de su respiración, de una manera que yo tan bien conocía, cuando los movimientos de
ambos se acoplaron, sincrónicos, en una cada vez más rápida sucesión. Durante segundos, que
a mí me parecieron años, se prepararon para la breve acometida del orgasmo, que, finalmente,
les alcanzó. Los jadeos me taladraban los oídos y en mi dolor no pude dejar de sentir la brutal
presión en mi pantalón. Aquel detalle me desesperó aun más y grité, grité fuerte, experimentando
al oírme la misma sensación que de niño me producía romper un cristal, sólo que aumentada,
como si el que se acabase de quebrar fuera del tamaño de una pantalla de cine.
La imagen se congeló y, aun hoy, puedo verla grabada a fuego en el fondo de mis párpados.
Gio abrió los ojos, aun brillantes tras la plenitud del placer. Mi compañero me miró, aterrado
por la interrupción, quizá temiendo enfrentarse a todos los demonios del Averno. Pude reconocerle.
Éramos incluso amigos, no sólo compañeros del trabajo. Me supo mal, pero no por él, sino por
ella. ¡Por Dios, si ni siquiera era atractivo!.
Saliendo súbitamente de su estupor, se escurrió de debajo del cuerpo de ella, haciéndola
caer al suelo. Gio me miraba con sus grandes ojos, la sonrisa perdida. Él comenzó a excusarse,
como si estuviera frente a un furibundo esposo engañado. ¿Por qué lo hacía? Acuchillado por la
fugaz duda, caí en la cuenta del motivo. Si él no se comportaba como si en aquella situación el
sorprendido debiera ser yo, por descubrir a Gio en carne y hueso, es porque conocía lo nuestro.
Ella se lo había contado. Por eso estaba asustado. Yo era el amante burlado y, lógicamente,
esperaba alguna reacción irracional por mi parte.
Separé la vista de los culpables ojos de mi enamorada, que me vigilaban expectantes, curiosos.
Apenas pude reprimir las ganas de reír al fijarme en el hombre semidesnudo, sin pantalones
ni slip, con camisa y corbata, que no lograba esconder el miembro encogido y brillante. Busqué
con la vista su pantalón. Estaba cerca de él, sobre un sillón. Me dirigí hacía él, con intención
de acercárselo y terminar con aquella figura ridícula e implorante, además de ofensiva. Al hacerlo,
observé que su terror aumentaba. Cuando noté el peso de la prenda, supe porqué. A duras penas,
en las trabillas se sujetaba el cinturón-canana repleto de balas, y a un costado, el revólver. Fue
una sorpresa para mí. Ni siquiera había pensado en algo así, pero el miedo de él demostraba que
era el único de los dos que no lo había hecho. Yo no deseaba hacer uso del arma. Contra aquel
miserable no tenía nada. Él simplemente se limitó a aprovechar la ocasión que le había surgido,
aunque me hubiera gustado ver su reacción al ver a Gio tan real como una de sus amigas.
Volví a mirar aquellos ojos femeninos que me habían hechizado. Seguían brillantes, pero
neutros. Ni dolor, ni sufrimiento, tampoco vergüenza. ¿Qué sentía ella? Lo supe un instante después,
cuando sonrió. No le importaba. No iba a darme explicaciones. En su rostro se reflejaba la
creencia de no haber hecho nada malo, así que no tenía porque sentirse mal. Sonreía feliz, allí no
había sucedido nada de lo que avergonzarse o temer una represalia.
Su sonrisa, amplia y perfecta, tan admirada, fue lo que acabó con ella, desencadenando
una tormenta de rabia y olor a pólvora. Percibí más nítida que nunca la culata del revólver. Lo
empuñé lentamente, mientras mi compañero se arrodillaba lloroso, implorando. Lo saqué. Gio
sonreía mientras se levantaba, desnuda, con sus pechos plenos, atrayentes y retadores. Apunté
al centro de los dos, al valle visible entre las dos sedosas colinas que tanto había besado y mordido
en oscuras noches de desenfrenada pasión.
Disparé. Y disparé. Y disparé. Seis veces apreté aquel gatillo, viéndola retroceder con pasos
cortos y alocados, despidiendo sangre. Los senos quedaron destrozados, el vientre desecho.
Me ensañé con ella. Cuando cayó al fin, no quise mirarla. Me senté en el suelo, apretando el
gatillo una y otra vez, oyendo el sonido breve y potente del percutor al golpear los casquillos vacíos
y observando el girar rutinario del tambor. No vi huir a mi compañero. Ni siquiera me inmuté
cuando comenzó a llegar gente, apuntándome con el dedo sin atrever a acercarse. Rodeaban
como buitres el cuadro de Da Vinci y señalaban escandalizados los seis agujeros que descubrían
el yeso destrozado de la pared. Yo seguía mirando el tambor, girando. Y girando. Y girando. Y
girando.
¿QUIÉN PAGA EL SILENCIO?
(Raúl Valiente García)
Me resultaba curioso notar ahora, después de tantos años, el enorme esfuerzo que
suponía levantar el auricular del teléfono, aquellos cientos de kilos permanentemente
unidos por un cordón umbilical en elástica espiral descendente al feo aparato
gris. Nunca me pesó tanto aquel apéndice, mudo sólo a veces, como aquella mañana en la que
mi corazón hacía horas que se había declarado en huelga. El miedo me tenía embotado y abotargado
mientras las imágenes se sucedían rápidamente en enloquecida secuencia de videoclip.
Todo se repetía mil veces en mi mente, estallando en ecos sordos, e, involuntariamente, rememoré
al inexpresivo presentador del monótono informativo especial transmitiendo al mundo la dolorosa
imagen de la sangre desnuda, aun visible bajo el serrín que profanaba el asfalto junto al cuerpo
de uniforme. Me hundí en la negrura de los siniestros casquillos que, como ojos ciegos, me miraban
desde la pantalla del monitor. Anunciaban una muerte más para el terror, otro sacrificio innecesario
por parte de una familia ajena a aquella guerra inútil y absurda.
En un vertiginoso salto a través de mis recientes recuerdos me veo asomado a la ventana,
sólo escasos momentos después de la última de las noticias, mirando sin ver las familiares ventanas
vecinas, tan impersonales e irreales a pesar de su nítida presencia , que siempre me sorprendían.
Entonces lo vi. El ruido me atrajo. Un portazo enfrente, fuerte, en el piso de abajo, el rumor
de pasos rápidos, urgentes, risas, una pistola oscura cayendo encima de una cama, con su único
ojo muy atento, felicitaciones débiles y más armas culpables huyendo al cajón neutral de un armario olvidado. Aquellos anónimos vecinos sin rostro, llegados hacía pocas semanas, celebraban
algo.
Rápidamente, me aparté de la íntima ventana, aquel televisor de un solo canal permanentemente
encendido, y el sudor se me coló en un ojo, cálido y viscoso, escociéndome. Mientras
me limpiaba con el dorso de la mano, relacioné entre sí los reveladores detalles. No era difícil.
Sangre y serrín, armas y risas. La cosa parecía clara, demasiado evidente incluso para alguien
incapaz de estirar el sueldo hasta fin de mes y que arrastra como un inevitable lastre su insatisfacción
en el no deseado trabajo y un leve olor a pies. Por más vueltas que le di, la terrible verdad,
igual que el indestructible efluvio dentro de mis zapatillas, persistía.
Instantes después de la robada revelación, seguía dudando. Lo había pensado mucho. La
solución era sencilla. "Colaboración ciudadana", lo llamaban y parecía buena idea, al menos, en
principio. Luego apareció la obsesión, un pequeño diablillo negro llamado miedo. Sin que yo pudiera
evitarlo, se unió a mi perenne torrente sanguíneo y me recorrió entero, saltando de vena en
vena, cruzando arterias como grandes avenidas desiertas en una ciudad fantasma y desembarcando
triunfal en el cerebro, tierra virgen. “Esta no es tu guerra”, repetía el maligno agachado en
mi oído derecho, para deslizarse arrastrando los pies hasta el izquierdo. Allí insistía en que, de
todos modos, no había visto gran cosa y que era preferible olvidarlo. Aunque podía hacer una
llamada anónima, el creciente temor me azotaba como las olas en una tempestad, no dejando
que me convenciera la certeza de no correr peligro real. El teléfono visitó mi mano varias veces,
pero se despidió siempre.
Al fin, con el aparato otra vez entre los crispados dedos fríos, decidí abandonar aquella lucha
particular entre mi miedo y lo que debía ser remordimiento, culpa, o Dios sabe qué. El diablillo
de mi interior se retiró complacido hasta otra posible visita. "Encantado de verte. Espero que
tardes en regresar y cuando lo hagas, avisa, para que procure no estar en casa".
Me rendí y colgué definitivamente, pero aun mantuve el auricular en mi mano, formando parte
de ella como un extraño y deforme dedo más y sintiendo la suave textura del plástico gris.
Cuando la tensión se aflojó de repente, sólo dejó un enorme vacío y un sabor agrio en el paladar.
El calor volvió a mi cuerpo en suaves andanadas, debilitándome como un largo periodo en una
sauna. Si hubiera tenido un termómetro, habría visto como el mercurio ascendía, perceptiblemente acelerado, en una vertiginosa erupción volcánica. Concretamente, en el miembro que sujetaba
al famoso vástago de Graham Bell, la temperatura era exagerada.
Me miré con curiosidad, preso de una sensación extraña y ajena a aquellos cinco inquilinos
tan familiares. Entonces, oí un sonido leve, desentonado. Descubrí qué era. De mi mano y
del teléfono caía un rotundo rocío rojo, brillante sobre la alfombra.
En un involuntario movimiento reflejo, abandoné el aparato herido y retrocedí, mirándome
los dedos, ocultos tras un baño púrpura. Algunas gotas siguieron el trayecto de las anteriores,
salpicando alegremente al estallar contra el suelo, mientras buscaba el origen de la sangre. No lo
encontré. Por un instante y durante una eterna fracción de segundo, pensé que los recién descubiertos
vecinos se habían vengado de mi primitiva intención de delatarles, disparándome a través
de la ventana.
Paralizado, miré la mesa del teléfono. La sangre brotaba de la consola y la cubría, comenzando
a chorrear hasta la gastada alfombra por las blancas patas de madera, tiñéndolas violentamente
de un tono oscuro. El auricular y el micrófono lloraban lágrimas espesas, sangrientas,
sin parar.
Hipnotizado, mientras miraba aquella pesadilla, me limpié nerviosamente la mano en la
camisa, estampándole unos curiosos dibujos que recordaban letras chinas.
Lentamente, sin poder dejar de mirar aquella insignificante corriente sanguínea, fui retrocediendo
en dirección al baño. Allí, como un zombi, cogí una fregona, con la enfermiza naturalidad
de quien se dispone a recoger un poco de leche derramada.
Salí y me dispuse a aplicarla en la alfombra, sabiendo que no conseguiría arreglar nada y
aceptando aquella locura como si todos los días me ocurriera lo mismo. La pasé lentamente,
procurando no extender el fluido carmesí y después la exprimí con fuerza. Oí los gruesos chorros,
tamborileando en el fondo del cubo vacío. Repetí la operación automáticamente dos o tres
veces hasta que observé que la fregona ya no recogía sangre, sino que también manaba de ella.
Dejándola en su sitio, contemplé impotente como el cada vez más intenso caudal brotaba,
rebosando y descendiendo por los lados del cubo, hasta rodearlo de una creciente circunferencia
púrpura.
Cuando no pude seguir presenciando aquella locura y ya la sangre comenzaba a tomar posesión de la totalidad de la pequeña alfombra, corrí a la puerta de la cocina, abriéndola de un
empujón. Detrás mío, el pomo rebotó violentamente contra la pared, mientras, con la respiración
agitada y el corazón galopándome salvaje y rítmicamente en el pecho, me apoyaba en la lavadora.
Mi mente era un caos desquiciante. No podía haber visto aquello. No era real. El miedo.
Eso es. El miedo me había jugado una mala pasada. Aquello no era ninguna espectacular premonición,
ni una recomendación fantástica, ni nada que se le pareciera. Era mi cerebro, jugando
a un juego nuevo. Seguro.
Sumido en estas consideraciones y tratando de convencerme, fijé distraídamente la mirada
en mi camisa. Asqueado de aquella sangre fresca que no era mía y con todo mi organismo interno
paralizado, me la saqué por la cabeza. Abrí la lavadora y la eché dentro. Tras unos segundos,
el abierto orificio del electrodoméstico comenzó a babear más líquido espeso, brillante. No podía
ser cierto. La camisa no estaba tan ensangrentada.
Venciendo el asco y la repulsión, me agaché y metí la mano en la abierta boca, desafiándola
a que me devorase, casi esperándolo. Agarré lo que encontré y tiré hacia fuera. ¿Qué era
aquello? Había cogido algo que no reconocí como mío. Era parte de un uniforme, o al menos lo
parecía, debajo de toda aquella sangre. El leve chorro aumentaba, incesante. Al pie de la máquina,
la mancha se extendía.
Separándome, intenté no mirar más hacia allí, pero no pude evitarlo. Del negro hueco manaba
un denso jugo rojo, haciendo que el uniforme resbalara hasta el suelo. Tras él, un pantaloncito
de niño también ensangrentado dio paso a otra prenda del mismo tamaño. Ropa de niño en
mi lavadora. Y empapada del cálido fluido.
Ahora pude notar el olor acre de la sangre, sacudiéndome el estómago. Tuve que vomitar
en las ya violadas baldosas color marfil, contribuyendo sin pretenderlo a aumentar el cada vez
más espeso mosaico multicolor que me manchaba las zapatillas. Mientras lo hacía, veía como
más ropa infantil desgarrada, agujereada y muerta caía al suelo, formando una masa vibrante. No
podía soportarlo, aquella alucinación era demasiado real. Tenía que alejarme de allí.
Salí nuevamente al salón. En cuanto lo hice, escuché el sonido chapoteante de mis pasos.
La habitación estaba cubierta del flujo que salía del teléfono, ahora más intenso. Al leve desangrar
le había sucedido un autentico chorro. Los cuadros de las paredes dejaban caer largos tentáculos
espesos, de la lampara llovía más sangre y los libros estaban cambiando de color al empaparse
sus páginas.
Cerré los ojos y atravesé a ciegas el conocido lugar, tropezando levemente con el revistero.
Me colé en mi cuarto, yendo a desplomarme de bruces en la única cama. Con los párpados aun
apretados, intenté tranquilizarme, olvidando lo que había visto.
Pasaron largos los minutos, resbalando sobre mí inevitablemente y trayendo consigo una
pesada modorra que no podía rechazar. Notaba sueño. El cómodo colchón me parecía más cálido
y acogedor que nunca, aunque no lograba evitar deslizarme sobre el edredón. Decidí meterme
bajo las sábanas y dormir hasta el día siguiente si era necesario. Dispuesto a ello, abrí pesadamente
los ojos, descubriendo con terror que la cama era una balsa de sangre sobre la que resbalaba.
Los faldones del edredón dejaban caer largos y abundantes hilillos del rojo fluido, inundando
la habitación. Mirando hacia la cerrada puerta, vi como la primera sangre del teléfono se colaba
por debajo para ir a reunirse con la última en una perfecta simbiosis.
Enloquecido, me levanté de un salto, sintiendo como cálidas gotas resbalaban por mi pecho
y se colaban por el pantalón mientras me dirigía a aquel tam-tam urbano que esperaba. El
salón estaba inundado y la sangre alcanzaba una altura de dos dedos. Cogí el aparato y me salpiqué
la oreja al apoyármelo. Al marcar el número, noté como algo me corría mejilla abajo. En el
momento en que oí una impersonal voz al otro lado de la línea, pude darme cuenta de que el aparato
había dejado de sangrar y de que yo estaba llorando.
HABITACION 115
(Raúl Valiente García)
Con el cadáver a mis pies y sangre fresca aun en las manos, mi cerebro trabajaba en una dirección
muy diferente a la que la lógica dictaría. Había llegado a una conclusión: si no nos empeñáramos
en pensar en nuestras cosas, posiblemente tomásemos mejores decisiones. El tenaz desmenuzamiento
de nuestros instintos acaba derivando en una errónea percepción de nuestras emociones.
La feroz autopsia a la que sometemos a nuestras experiencias, provoca un intenso desenfoque
de la visión original que consigue confundirnos gravemente. Actuar irreflexivamente, en contra de lo
que pudiera parecer, nos conduce a mejores resoluciones y nos libera de la incómoda y dolorosa
sensación que produce el desatino y la equivocación.
Si esperas algo, te duele no conseguirlo. Por la misma razón, las hazañas inesperadas proporcionan
doble placer, el que provocan por sí mismas y el que les añade la sorpresa.
Me reafirmé en esta idea después de matarle. Estaba claro que mi intención inicial era hacer
el amor con él. Tal vez por eso, disfruté mucho más asesinándole, ya que actué sin pensar, sin planearlo
de antemano.
Una noche de placer sexual no me habría excitado como la visión y el olor de toda aquella
sangre. A decir verdad, su cuerpo desnudo ahora no me estimulaba lo más mínimo. Aunque hay que
decir a su favor que hubiera ganado mucho con los intestinos dentro del vientre, en lugar de colgando
alegremente, oscilando de derecha a izquierda con leves desplazamientos. Claro que al salir del baño
completamente desnudo, tenía mejor aspecto y sí me provocó una agradable punzada, un goloso
cosquilleo en el bajo vientre. Lástima que lo estropeara con aquella sinceridad suya tan molesta y
que, al principio, tanto me atraía. Si se hubiera callado, si sus labios únicamente hubieran jugueteado
lentamente con mi clítoris, posiblemente su lengua arrancada no se ahogaría en aquel vaso de vodka
turbio. Ni su miembro amputado se arrastraría sangrante por la gastada alfombra, reptando hacia mis
bragas, tal vez intentando cobijarse bajo la seda negra.
¿Por qué no podíamos seguir viéndonos en impersonales y anónimas habitaciones de hotel?
¿si el sexo funcionaba, qué más quería aquel imbécil? Todos los hombres eran iguales tras un tiempo
de relación. Unos imbéciles. Todos ellos. Y para no olvidarlo, había grabado profundamente aquella
palabra, clavando firmemente el cuchillo en el suave césped rizado de su pecho. Imbécil. El trazo final
de la L partía de la clavícula izquierda y terminaba en el gran socavón del vientre, que vertía sus tripas
sobre las sábanas y el suelo. Había tirado de ellas hasta casi vaciarle, repugnando el tacto cálido
y resbaladizo de las vísceras calientes. Le introduje parte de ellas en el hueco que había ocupado la
lengua, en el pequeño estanque rojo que brotó en su boca, pero faltaba un detalle. Antes de que el
ahora pequeño miembro consiguiera ocultarse bajo mi ropa interior, lo agarré fuertemente, insertándolo
en el hueco dejado por uno de los ojos. Aquel bonito, aunque miope, ojo azulado descansaba
ahora junto al otro sobre la mesilla, acompañando con su muda mirada al vodka surcado por delgados
hilos rojizos. Se diría que la lengua había caído en la red de una araña que tejiera su trama con
trazos de color pardusco dentro del vaso. Así estaba mejor.
Aquel imbécil parecía un espantapájaros deforme, con parte del relleno escapándosele por
grandes agujeros sanguinolentos. Los testículos eran ridículos sin el telón del pene sobre ellos. No
los reconocía. No parecían los mismos que había chupado alguna vez, sintiendo las cosquillas del
vello púbico en los labios. A decir verdad, ni siquiera el fláccido pene que sobresalía en la cuenca del
ojo, recordaba al potente miembro que había llenado mi boca tantas noches.
Tuve buen sexo con aquel cuerpo. Podíamos haber seguido igual, pero él no quiso. Y no pudo
darme una buena explicación, un motivo convincente. Aquello de que no nos compenetrábamos
sonaba a excusa y no me convencía. Llevaba meses “compenetrándome” y nunca se había quejado.
No tenía de qué quejarse. Soy buena en la cama, lo sé. Si me hubiera dado una sola razón creíble,
no estaría muerto. Lo habría entendido. Pero no convencerme le costó la vida. Estaba harta de tíos
así. Por eso llevaba el cuchillo en el bolso desde hacia meses. Por si lo necesitaba de nuevo. Lo veía
venir. Sabía que tarde o temprano, lo usaría otra vez. Es uno de los problemas de liarse con hombres
casados. Un día se aburren de ti y quieren dejarte atrás, como un mal recuerdo o una estación de
paso, confortable sí, pero de paso. Los hoteles, las mentiras, las excusas y el temor son compañeros
fijos en estos viajes repletos de inconvenientes y soledad. Pero si llega el día en que el trayecto termina,
exijo una buena razón para no utilizar el libro de reclamaciones que llevo afilado en el bolso. Si
no es así, lo uso. Y con saña.
Pero, volviendo al principio, realmente no pensaba que esta relación fuera a acabar así. No
con él. Este brusco desenlace me había sorprendido, debo reconocerlo. Creí que esta vez había
acertado, que él era el hombre de mi vida, mi príncipe azul de cuento. Su sinceridad, que, por cierto,
esta vez le había matado, me conquistó cuando le conocí. Te conquistaba desarmándote con su ataque
frontal, a cara descubierta, sin máscaras, poses ni actitudes fingidas. Pudo conmigo y me duele
aceptarlo. Me engañó. Me hice ilusiones, como una adolescente inexperta e infantil. Hoy debía haber
sido un día más en el paraíso. Al menos, eso creía. Llevaba semanas soñando con su pecho, con sus
apretadas y diminutas nalgas, imaginando su congestionado pene surcando los mares de mi entrepierna
y cruzando el estrecho de mi vagina, que para él sería ancha y acogedora. Yo deseaba sentirle
detrás de mí, con las manos sudorosas apretándome los pechos, abrasándome la nuca con su aliento
al poseerme. Cada mañana añoraba el sabor de su semen en la garganta, irritándomela. Y hoy íbamos
a resarcirnos del vacío de las semanas que llevábamos sin vernos. Pero sus palabras, a bocajarro,
tras un primer beso, me pillaron desprevenida. “Es la última vez que nos vemos” dijo, sellando sin
saberlo su propia sentencia de muerte y mutilación. No lo esperaba. De golpe, deshizo todas mis
fantasías, tanto las de adolescente ilusionada como las de ramera enamorada. Tras la mujer lasciva,
tras la ninfómana desatada, apareció la amante repudiada, rechazada, abandonada y utilizada. Y no
fue bueno que resurgiera del oscuro rincón donde permanecía recluida. No fue bueno para los ojos, la
lengua, el pene ni las tripas de quien pretendía borrarla con una sola frase. “Es la última vez que nos
vemos” Ya me he encargado yo de que así sea. Los ojos que me vieron desnuda y entregada ya no
verían nada más. La lengua que saboreó los fluidos que mi pasión le entregó, sólo lamería ya el cristal
de un vaso sucio. El pene que escarbó rabioso mis rincones más íntimos ahora no era más que un
pellejo hueco dentro de otro pellejo hueco y el dolor que desgarró lo más profundo de mis tripas,
había logrado que él lo sintiera también. Sí, por supuesto que no nos veríamos más.
Ahora, después de horas contemplándole, me marcho de aquí. Parece mentira la profunda
limpieza, tanto interior como exterior, que una buena ducha representa. Tras la puerta de la habitación
115 queda la sangre, la rabia y el dolor. Atrás quedan también una historia ¿de amor, quizá?,
una autentica e irrefrenable pasión, un mal hombre y una buena mujer. Tal vez al revés. Decididlo
vosotros. Yo no tengo ganas. Debo empezar una nueva vida y estoy tan cansada. Después de todo,
ya no soy una niña y empiezo a preocuparme por mi futuro. Seguir sola con sesenta años es tan doloroso...
El Miedo
(Pablo José Tejero)
"¿Sabes lo que es el miedo Jimmy?". El niño no sabia de donde provenía la
cavernosa voz ya que en la penumbra de su cuarto era difícil adivinar nada. Pero la
oía tan claramente como había oído las de sus padres hacia unas horas, cantándole
cumpleaños feliz, por su sexto año de vida. Y la pregunta volvió a resonar en la
cabeza del jovencito James: "¿Sabes lo que es el miedo?".
"Oh sí, entiendo lo que estas pensando. Crees que miedo es el pavor que
tienes por el coco del armario, o por la voz que te habla desde la oscuridad de tu
habitación. Crees que el miedo es estar solo en un cementerio, una tormentosa
noche, o miedo es saber que aquellos platillos volantes puede que no fueran tan
amistosos como parecían. Pero estas equivocado chaval. El miedo no es lo que
sientes por los muertos, el miedo es lo que deberías sentir por los vivos. El miedo al
que debes temer, es el miedo al mundo que te rodea. El cruel cazador que es el
hombre, persigue sin fin a víctimas como tu. Miedo es tener sudores fríos, cuando al
regresar a casa con tu familia, se acercan cuatro drogadictos, y te intentan robar el
dinero, la mujer, tu hija,... la vida. Miedo es conducir por la autopista, y pasar al lado
de un autobús escolar empotrado contra el arcén, por culpa de un borracho
cualquiera, al que, el día que le despiden, decide darse a la bebida... masiva, y de
pronto acaba con la vida de unos cuantos escolares, y de sus familias. Miedo por
pensar que podría haber sido tu hijo el que fuera en ese autobús, miedo por pensar
cuando será la vez que te toque encontrarte a ti con un loco al volante, y si saldrás
vivo, o peor, y si sales muerto en vida. Miedo a saber que cualquier día, en la calle,
por un simple robo, puedes estar en el lugar equivocado, y que te toque por sorteo
una bala, que acabe con tus esperanzas de futuro. Eso es el miedo. El miedo a la
barbarie humana, al lobo que se come al lobo mientras vive. Porque en la vida todo
es miedo. Miedo a hacerte pipi en la cama de niño, miedo ha no estudiar lo
suficiente. Miedo a que papa vuelva a con su amigo Jack Daniels, y decida jugar de
nuevo a boxeo con mama. Miedo a sentirte solo, miedo a ser un fracasado mas.
Miedo a desaprovechar la vida, a no encontrarle sentido. Miedo a ser engañado, a
creer mentiras, a ser manipulado. Miedo a no sobrevivir en un ambiente hostil
llamado mundo. Eso es el miedo. La vida esta llena de miedos. ¿Merecen la pena
tantos miedos? Tan solo eres un niño, pero eres un jovencito muy avispado e
inteligente. Tus ojos brillan con ansia, y sé que estas palabras no serán en vano.
¿Quieres tener miedo Jimmy?".
La cabeza de Jimmy giró sobre la almohada con los ojos abiertos, negándose
a pasar miedo. El pequeño comprendió entonces todo lo que la voz le había querido
decir. Por eso no grito cuando vio por el rabillo del ojo la sobra alargada envuelta en
telas negras que se acercaba a su cama. Por eso sonrío cuando aparecieron aquellas
manos huesudas de marfil que lo sacaron en volandas de entre las sabanas. Porque
comprendió que la voz lo estaba librando de volver a tener miedo... jamás.
El Muro
(Pablo José Tejero)
“Let me ride
on the wall of death
one more time.”
Richard Thompson
Desde que alcanzaba su memoria, el muro había estado allí.
En los diez años de vida de Tommy, aquella mole había estado siempre
presente, a las afueras de Derry. Estaba todo construido de ladrillos y
piedras ya desgastados, con el tono grisáceo que le dan a las cosas el paso
del tiempo y la suciedad. Se erigía orgulloso con sus tres metros de alto y
unos diez de largo, justo al lado de la pequeña estación de trenes, encima de
las vías muertas, donde descansaban, quizás para siempre, los vagones de
mercancías oxidados y viejos, que jamás volverían a ir enganchados en una
locomotora.
El padre de Tommy era el encargado de la estación, y junto a su
familia vivía en una casita adosada al edificio central. El sueldo no era muy
bueno, y no se podían permitir grandes lujos, pero con el dinero que ganaba
y el sueldo de su madre limpiando casas, a Tommy nunca le faltaba nada de
lo esencial. Aunque había tenido que aprender pronto a arreglárselas solo ya
que los horarios de sus padres no eran muy adecuados para criar a un niño y
por eso, al colegio siempre iba solo. Bien es cierto que no tenía más que
cruzar las vías muertas, donde el único peligro solían ser los vagabundos que
iban allí a buscar el hotel más barato del mundo, entre vagón y vagón. Era
poco el recorrido, ya que poco más allá de las primeras casas, se encontraba
el colegio al lado del parque Stonewealth. Es cierto que al principio lo pasaba
un poco mal, especialmente al volver de la escuela en invierno, cuando más
azota el viento y antes cae la noche. Más que nada, porque las sombras
siempre juegan malas pasadas, y los destartalados vagones parecían a la luz
de la luna, acechantes dragones malvados de cuentos ya olvidados en la
memoria de los hombres.
Lo que nunca le había dado ningún miedo, era el muro. Allí solitario en
medio de la nada. Sucio, sí, pero oooo. Agrietado por los años y lleno de
polvo y carbón, pero solemne. Sencillamente, el muro. Además no sólo no le
inspiraba ningún temor, sino que además se sentía atraído por aquella mole
de ladrillos. Era como si tuviera un encanto especial, como si aquella extraña
pared escondiera un bello secreto que algún día le sería revelado al pequeño
Tommy. Sobre eso no tenía ninguna duda. El muro era especial para Tommy.
Jamás se había acercado a él a menos de un metro, pero no por miedo, sino
por un respeto casi reverencial. Solía pasar horas muertas sentado con su
mochila a la espalda, frente al muro examinándolo, contemplando todas sus
fisuras. Si alguien se lo hubiese pedido, aunque el dibujo no era una de sus
virtudes, lo habría plasmado en un papel hasta en sus más mínimos detalles.
Lo llevaba grabado en la mente como si fuera una fotografía.
Un día a la vuelta del colegio volvió a quedarse de pie enfrente del
muro, contemplándolo. Sin embargo esa vez, superando su respeto inicial,
dejó la mochila en el suelo y se acercó un poco más a él. Podía sentir el olor
añejo que despedía; incluso se acerco un poco mas y aproximó la mano a la
pared acariciando sus ranuras, su espléndido tacto. El aura que rodeaba
aquel muro era increíble... su tentación, irresistible. De repente la sensación
de que había algo detrás se acrecentó en el corazón de Tommy. Esa extraña
sensación de otras eras, de tiempos lejanos, de historias pasadas, de
grandes mundos ya olvidados, de poderosos reyes, empezó a crecer en su
mente, mientras empezaba a oír en su cabeza una voz que decía
simplemente: "Ven".
Tommy sintió, aun sin saber realmente lo que significaba, que aquel
muro era la "puerta de entrada" a la eternidad... así que se separo unos
metros, se impulsó, y salió corriendo de cabeza hacia el muro...
Sin duda alguna, si algún viandante hubiera pasado junto al muro cinco
minutos después de todo aquello, sencillamente habría enloquecido. Lo más
probable habría sido que, al caminar por allí, girase su cabeza hacia el muro,
sintiendo su misterioso magnetismo, y hubiera sufrido el mayor shock de
toda su vida. Su cordura se habría puesto a prueba... y no la habría
superado.
El cuerpo del joven Tommy, empapado de sangre, estaba sentado con
la espalda apoyada contra el muro, y la cabeza ladeada de una forma muy
grotesca. Un gran charco escarlata se había formado en el suelo, en el
espacio entre las piernas de Tommy. La sangre se iba deslizando desde la
cabeza, cayendo desde su pelo hacia el suelo, empapando la camisa, tiñendo
sus manos de rojo. La brecha en su cráneo le había conferido un nuevo
dibujo a su rostro; en el lado derecho de su cabeza ya no se veía pelo, sino
hueso agujereado, como si algún salvaje le hubiera clavado un hacha en
medio. La hendidura recorría el lado derecho de su cara donde el ojo
aparecía como una masa aglutinada junto a pequeños coágulos de sangre y
trozos de mejilla colgando hacia abajo, justo encima de su labio. Allí
terminaba abruptamente la herida. Y lo único que podía distinguirse en el
rostro del niño, deformado por el golpe y lleno de sangre, era una dulce
sonrisa que dibujaban sus infantiles dientes blancos. Una sonrisa que
evocaba tiempos mejores de Tommy, una sonrisa de felicidad, una sonrisa
que se acababa de formar a la vez en las grietas del muro como si una
siniestra boca naciera de los ladrillos, una sonrisa que insinuaba que tras el
muro... ya no había dolor.
La Transacción
(Pablo José Tejero)
"No me robes el alma",
dijo la doncella.
"No es el alma lo que quiero,
sino el cuerpo".
El Rolls-Royce giró por la quinta dispuesto a entrar en Wall Street. El color
plateado del coche refulgía bajo los primeros rayos de la mañana. El lujo que desprendía
aquel coche destacaba en una calle llena de tráfico. En el asiento de atrás un hombre
mayor, elegantemente vestido estaba meneando la cabeza y farfullando cosas; el millonario
Van Houten comenzaba a impacientarse. Siempre había sentido claustrofobia desde niño, y
un atasco aunque fuese en una gran ciudad, era mortal para él. Golpeó sin piedad con la
punta del bastón el cristal ahumado que lo separaba de Jeffry, mientras exclamaba: "¡¿Es
que no puedes ir más deprisa?!". El chófer optaba ya por no responderle. En Nueva York,
para ir más deprisa, o vas con los pies por delante dentro de una ambulancia, o vas
andando, pero el millonario pensaba aguantar vivo mucho tiempo, y nunca había dado un
solo paso en su vida. Parecía como si hubiera saltado de la cuna a la sillita, de la sillita al
coche de papa, y de allí a su propio coche, sin haber pasado por el gateo natural de los
niños.
Van Houten era dueño de la cadena de bancos más importante del país, y podía
haber vivido toda su vida en una isla paradisíaca si hubiera querido, dedicándose tan solo a
vivir de las rentas que el sudor de su padre y de sus antepasados le producían. Sin embargo
además de ser un hombre ciertamente atractivo, a pesar de su cetrina nariz herencia de su
pasado judío, era un tipo perverso. Se sabía un hombre poderoso y eso le gustaba. Le
encantaba experimentar el placer de entrar todos los días en la sede central y observar el
sometimiento y la sumisión de todos sus empleados. Era eso y no otra cosa, lo que le
movía a ir todos los días a trabajar. Disfrutaba con esos contactos prohibido con bellas
secretarías, que nunca decían nada a cambio de un sustancioso aumento, con esos maricas
encorbatados que bebían de sus manos, con esas miradas sumisas, esas sonrisas falsas de
adoración, con el sentimiento de sentirse casi como Dios. Casi, porque él tenía más dinero.
El dinero le permitía grandes lujos innecesarios, pero últimamente le había dado la
oportunidad de descubrir una nueva afición enfermiza. Más bien era la falta de dinero la
que le había dado la genial idea. No suya, obviamente, sino la de un triste vagabundo que
se sentaba últimamente en los escalones de acceso al banco. En otras circunstancias no
habría tardado ni un suspiro en hacer que los vigilantes mandaran de vacaciones a aquel
pobre hombre, unas vacaciones no muy recomendables. Pero la fugaz idea que le cruzó la
mente el día que se lo encontró por primera vez, le hizo desistir. Era una ocurrencia tan
placentera y malvada, que se sintió orgulloso de privilegiado cerebro.
Aquel día se apeó del coche, miró al vagabundo a lo lejos con repugnancia y
comenzó a andar hacía él. Conforme se acercaba empezó a escuchar aquellas palabras "Un
dólar para comprar algo de comer hermano, por favor". El pobre le miró con esa cara
llena de pústulas y de suciedad, y entonces Van Houten se echó mano al bolsillo. Sacó su
cartera de piel de cocodrilo, extrajo un billete de un dólar, y se lo acercó. El pobre hizo
ademán de cogerlo, con cara de feliz mientras gritaba "¡Gracias señor, Dios le bendiga!", y
al instante cuando sus dedos ya acariciaban el tacto inconfundible del billete, el millonario
lo retiró bruscamente con una enorme sonrisa en su rostro, que contrastaba con la mueca
de decepción que se había formado en el rostro ajado del vagabundo, mientras se alejaba
contento hacía las puertas de cristal del banco.
La experiencia le resultó tan gratificante a Van Houten, que la convirtió en un rito
cotidiano. Desde entonces, todos los días repetía los mismos pasos, con idéntico resultado.
Un día probó a ofrecerle uno de cincuenta, pero el pobre ni le hizo caso. Estaba claro, que
un billete de tan alto valor, no engañaba al pobre. Sin embargo con el de diez siempre
picaba, así que optó por hacerlo siempre así. Cada mañana que pasaba se acercaba más al
vagabundo. Al principio se lo ofrecía desde lejos, después cada vez más cerca, incluso se
agachaba para dárselo, otras veces se lo depositaba en la agujerada gorra llena de centavos,
para retirárselo al instante.
Sin embargo hoy tenía planeado algo diferente. Algo más ambicioso. Hoy quería
saber a que olía el fracaso, como era la mirada de un pobre, que ocultaban unos ojos
muertos. Hoy pensaba agacharse, dejarle el billete en el bolsillo del chaquetón, y acercar su
rostro al pobre para que este pudiese percibir el olor del poder, la mirada del dinero, algo
que él jamás tendría en vida... La voz de Jeffry le despertó de sus ensoñaciones: "Ya hemos
llegado señor".
Mientras Jeffry le abría la puerta, Van Houten se apeó del coche y buscó con la
mirada al pobre. La aterradora sensación de que ya no estaba allí hizo que se le paralizaran
todos sus músculos. Se sintió como el niño que nunca fue, quedándose sin el juguete
preferido que nunca tuvo. La marea humana le impedía ver la entrada al banco, sin
embargo era tal su convencimiento de que el pobre ya no estaba ahí, que casi se pone a
llorar de impotencia. Sin embargo, cuando una pareja se apartó de su campo de visión, lo
distinguió sentado en el sitio de siempre, con la misma caja en el suelo, y el mismo abrigo
roído alrededor de su cuerpo. Sus ojos se encontraron y Van Houten esbozó una sonrisa.
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El vagabundo encontró con la mirada a Van Houten y sus ojos brillaron con
ilusión, pero con una ilusión diferente a la habitual. Era la alegría de ver al "asqueroso rico"
al fin. Llevaba sin probar una gota de alcohol desde el día anterior, y no había dormido
esperando este momento. Hoy sería un día glorioso. Hoy la historia iba a cambiar. Hoy al
millonario cabrón no le iba a gustar el jueguecito del billete, "No señor". Hoy las reglas de
la partida las pondría él. Mientras se acercaba Van Houten, el pobre suspiró, apretó contra
su pecho el libro que había encontrado hacía dos días buceando entre las basuras (gracias a
ese libro su vida iba a cambiar), y sacó del bolsillo una navaja mientras la desenfundaba.
"Mira como coge el puto billete, el muy mamón", pensó mientras el millonario se acercaba.
"Verás que sorpresa te llevas".
Sacó la afilada hoja, se puso la navaja bajo el cuello, y se secciono la yugular. De
repente el dolor laceró su cerebro, mientras la inconsciencia le arrancaba de este mundo, el
pobre sentía como fluía la sangre copiosamente sobre su sucio pecho mientras se agarraba
la garganta con las manos. El dolor comenzaba a apoderarse de él, pero hizo un último
esfuerzo, se concentró olvidándose de las agudas cuchillas que se estaban clavando en su
corazón fruto del shock,... empujó y logró salir.
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Van Houten no daba crédito a lo que veían sus ojos. Conforme se acercaba hacía
aquel infeliz, iniciando su ritual diario observó como éste sacaba una navaja de su abrigo, y
se sobresaltó. Retrocedió un paso temiéndose lo peor, pero su sorpresa aumentó cuando el
pobre se rajó el cuello delante de él. Aún respiraba el infeliz, y parecía estar consciente a
pesar de la herida, ya que una sonrisa adornaba su rostro a pesar del sufrimiento.
De repente lo sintió. La perplejidad que ocupaba su mente ante lo que veían sus
ojos, se convirtió gradualmente en una sensación extraña. Un ligero dolor de cabeza
comenzó a apoderarse de él, mientras se frotaba las sienes con las manos. Al segundo la
sensación comenzó a hacerse más dolorosa, más patente. Era el miedo lo que se estaba
apoderando de él. El miedo a lo desconocido, a la fuerza que estaba penetrando en su
cerebro y que a la vez tiraba de él hacia fuera. Algo que quería arrancarlo, no comprendía
nada, solo notaba que se perdía, y que la invasión era ya casi total.
Y por fin salió. Hubo un breve momento de ligereza, de total ingravidez. Estaba
flotando mientras luces y conversaciones inundaban su espíritu aturdiéndole... y después
otra vez la pesadez de siempre. La eterna sensación de sentir carne a su alrededor, las venas
latiendo y el viento acariciando su piel. Pero esta vez Van Houten se sentía diferente.
Gradualmente el dolor comenzó a invadir sus centros nerviosos, mientras las infecciones
comenzaban a ahogar su sangre. Entonces abrió pesadamente sus ojos y descubrió sus
manos ennegrecidas, llenas de callos, sucias y manchadas de sangre, mientras el aliento se
desprendía de su cuello por una enorme herida. Pero esa sangre no debía haber sido suya
sino de aquel pobre infeliz. Aquel vagabundo...
Alzó la vista y se vio ahí enfrente sonriéndose, y entonces lo comprendió todo.
Pero quizás demasiado tarde, ya que al instante expiró y su corazón se paró.
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El pobre se ajustó su nueva corbata, acarició su nueva cara y se agachó hacía el
cuerpo muerto que yacía en la acera, mientras arrancaba de su regazo inerte aquel libro. Un
libro que le había enseñado a liberarse, a ser diferente, a cambiar su vida. Miró la portada
por enésima vez y leyó: "Como ser rico, y no morir en el intento". Y sonrió a su nueva
vida.
FIN
El hombre de la acera
por
David Coleto Mozos
- ¡¡Dios!!, ¿pero que ha sido eso?. ¡¡Joder!!, mierda. ¿Pero que me pasa?,
¿porqué me ocurrirá esto a mí?, ¿que tiene que ver todo eso conmigo?. – Adam dio un
bote en la cama sobresaltado y confuso, sudando y pensando lo que había estado
soñando. Estaba arropado de cintura para abajo, y llevaba puesta una camiseta interior
de tirantes. – Esto es de locos. No puede ser cierto todo lo que me ocurre, voy a tener
que ir al médico. – Se levantó de la cama y fue directamente hacia la cocina. Tenía los
pelos alocados y llevaba un pantalón corto negro puesto de los que usaba cuando iba a
jugar algún partido de fútbol sala con los amigos. Antes de llegar a la cocina, pasó por
el cuarto de baño y se lavó la cara. Miró fijamente al espejo y se sobresaltó de nuevo.
Había visto la figura de una cara reflejada en él que se encontraba detrás. Tenía los ojos
a medio cerrar y enseñaba una breve sonrisa hacia un solo lado. Cerró los ojos y los
volvió a abrir y la figura ya no estaba allí presente. Suspiró y volvió a mirarse en el
espejo con miedo.
Salió del servicio y se fue a la cocina. Se bebió un vaso de leche y volvió a la
habitación. Sacó una libreta de la mesilla de noche que estaba al lado de la cama y con
uno bolígrafo que también había allí empezó a anotar unas cosas en la libreta.
1º La garrota.
2º Las tijeras de Anna.
3º Autobús.....
La última palabra de su punto tres la puso con algo más de temor. Las demás
palabras estaban mucho más claras, pero “Autobús” estaba un poco más ilegible y con
mucha irregularidad en ella, torcida de la línea que había dibujada en la libreta.
Miró la hora, eran las diez y media de la mañana, llegaba tarde a clase. Seguro
que estarían esperándole impacientemente sus compañeros de grupo. Él era el que se
había llevado el trabajo que habían realizado para entregarlo hoy a tercera clase, y esa
no empezaría en comenzar.
Sacó toda la ropa que se iba a poner lo más rápido que podía y tuvo un tercer
sobresalto en aquella mañana. Escuchó un sonido bastante alto. Era el móvil que se
movía y sonaba al máximo volumen que tenía. Se le había olvidado quitarle ese nivel de
tono y por eso sonaba tan fuerte. Fue a por él y lo miró, era Miriam. Seguro que lo
llamaba por lo del trabajo.
- Dime Miriam.
- Adam, ¿cuándo piensas venir?, no te habrás olvidado de que hoy había
que entregar el trabajo de la primera evaluación, ¿verdad?.
- No, perdona, me dormí. Resulta que me sonó el despertador para ir allí a
primera como todos los días pero no sé que me pasó que me volví a dormir y he estado
soñando unas cosas muy raras. Bueno, eso da igual, ya te lo contaré, es algo muy largo
que contar, y no te quiero arruinar por teléfono ni que nos suspendan tampoco. –
Mientras hablaba por teléfono se estaba quitando sus pantalones cortos negros y se
ponía unos vaqueros azules que tenía medio rotos por detrás.
- Bueno, no tardes, que dentro de quince minutos comienza la siguiente
clase con la señora Rocand y no quiero que nos eche la bronca por no tener aquí el
trabajo y empiece a sospechar que nos faltaba algo y estabas acabándolo.
- Vale, estoy allí en menos de lo que canta un gallo.
- ¡¡Kíkiriki!!. – Miriam hizo el sonido de un gallo y se empezó a reír.
Adam también rió.
- Veo que por lo menos aún te quedan ganas de reír, eso es bueno porque
si estuvieras muy enfadada no sé que haría, me lamentaría mucho por no haber estado
allí a mi tiempo, pero sí lo estaré. Adiós, ahora nos vemos.
- Venga, no tardes.
Adam pulsó el botón de apagado del móvil y lo tiró encima de la cama para
seguirse vistiendo.
La tercera hora de clase ya estaba comenzada. La puerta sonó en dos ocasiones
seguida de una pregunta de la señora Rocand.
- ¿Si?. – La puerta se abrió descubriendo a la figura que estaba detrás, era
Adam.
- Hola señora Rocand, ¿puedo pasar?. – Temía la negativa contestación de
la profesora y esperaba ansioso un sí normal y corriente que le dejara pasar, pero sabía
que no iba a ser así, lo humillaría todo lo posible, pondría en duda su palabra y buscaría
cualquier excusa superior a la suya misma para dejarlo en la puerta sin poder pasar y sin
poder entregar el trabajo que necesitaban para aprobar su asignatura.
- ¿Qué horas son estas de llegar?, ¿Has mirado tu reloj?. – Se llevaba el
dedo índice de su mano derecha a su reloj y le indicaba varias veces que el reloj servía
para algo.
- Sí, señora Rocand. Es que ... verá, me sonó el despertador pero no lo oí,
me quedé dormido sin querer, le aseguro que no volverá a ocurrir.
- No sé si creerte jovencito, creo que eres lo suficientemente mayor para
saber que no debes llegar tarde a clase, y es así ni intentar entrar porque es una falta de
respeto a tus compañeros de clase y a la profesora ya que así interrumpes la clase. – Sus
compañeros le miraban con cara de aburrimiento, esas charlas ya las habían oído una y
mil veces, estaban hartos de escucharlas en su boca y casi siempre dejando como
víctima a toda la clase que eran los peores.
- Lo siento señora, si no me deja entrar lo veré normal, pero por lo menos
déjeme darle el trabajo a Miriam para que pueda entregarlo, no me importa tener una
falta más en mi casilla, pero no quiero que por mi culpa suspendan mis compañeros de
grupo que se han esforzado al igual que yo para acabar este trabajo lo mejor posible
para entregarlo hoy. – La señora Rocand se quedó un momento pensativa, miró un
momento su cuaderno de alumnos hasta llegar a la hoja de Adam. Tenía la hoja repleta
de positivos y cosas buenas, no podía dejarlo fuera con ese expediente intachable.
- Bueno, por ésta vez vas a pasar y te quedarás en clase.
- Gracias señora.
- Pero que conste que hoy y exclusivamente hoy, no volverás a llegar tarde
más, y si es así, te quedarás en la puerta o en otro lugar esperando que acabe la clase y
comience la siguiente hora a la que sí podrás llegar a tiempo, ¿entendido jovencito?.
Anda, pasa y que no se vuelva a repetir.
Adam pasó lentamente, cerró la puerta y se incorporó con sus compañeros de
grupo. Toda la clase le miraba con sorpresa por su incorporación a la clase. La señora
Rocand nunca había dejado pasar a nadie cuando había llegado tarde.
Miriam le miró de arriba abajo, suspiró y le guió un ojo antes de que le diera
tiempo a sentarse en su asiento.
- Mira que te dije que no llegaras tarde, por culpa tuya casi nos suspende a
todos. – Miriam le miraba fijamente a los ojos con señal de haber estado furiosa, pero
haberse calmado con su llegada.
- Perdona Miriam, es que me ha ocurrido algo por el camino, ya te lo
contaré más tarde.
- Ya veo, parece ser que esta mañana te han ocurrido muchas cosas
extrañas, espero que eso no se pegue y me gafes a mí también, y espero que no sea nada
malo. – Adam la miró con total seriedad y asintió con la cabeza.
- No sé si será malo o no, pero a mi me lo parece, y como se cumpla todo
lo que yo creo que es... – Paró de hablar para contener la respiración y un instante
después siguió hablando. Tengo miedo Miriam, mucho miedo. – Los ojos de Miriam se
volvieron un centro de acogida para los necesitados de apoyo y cariño. Estaba muy
preocupada por lo que le ocurría a Adam.
- Seguro que no es nada, ahora después me lo cuentas y lo arreglamos, que
no quiero que después de la que has armado con lo de llegar tarde, nos echen por hablar
en clase, que ya sabes como es esta Rocand, a la más mínima está deseando pillar a
alguien haciendo algo mal para putearlo.
- Es cierto, hablaremos luego.
Acabaron la clase y salieron al patio como la demás gente. Miriam y Adam se
apartaron a unas escaleras que había en un lado del patio y empezaron a hablar. Adam
miraba hacia todos los lados esperando que nadie los escuchara.
- Bueno, aquí ya no nos oye nadie, ¿me vas a contar que te ocurre hoy?.
- Es muy difícil de explicar. No sé, estoy muy confuso, quizás sea alguna
maldición o símplemente haya sido una pura casualidad.
- Haber, ¡dímelo ya que me estás poniendo de los nervios!.
- Resulta que esta noche soñé cosas maravillosas, el campo, las flores, veía
un rascacielos enorme con todo su brillo y más cosas. Me desperté de aquel bonito
sueño y fui a la cocina a beber algo y al servicio para orinar. Me volví a la cama y no
tardé mucho en dormirme.
- Bueno, hasta ahí todo bien, ¿no?, ¿que te ha pasado?, ves al grano que no
tenemos mucho tiempo de recreo. Pronto sonará la campana y tendremos que volver a
clase, y allí no me lo puedes contar y no quiero que me dejes con las ganas. – Adam
miraba a Miriam mientras miraba insinuándole que se callara para que pudiera
continuar.
- Sí, hasta ahí bien. Pero comencé a dormirme otra vez y esos sueños tan
preciosos con tanta ilusión y maravilla empezaron a cambiarse. Los campos empezaron
a quemarse, las flores iban tomando formas humanas y le salían dientes, los rascacielos
comenzaban a derrumbarse sin saber el porqué.
- ¿Solo es eso?, entonces no pasa nada, eso es una pesadilla. Muy normal
antes de ir a clase cuando eres el responsable de un trabajo de equipo y no puedes faltar.
Se le llama memoria de autoculpa y no quieres que pase nada mal y te duermas, para
que no te echen la culpa.
- ¡¡No!!. ¿Me vas a dejar que acabe?. – El que acabó poniéndose nervioso
más de lo que pensaba fue Adam. Miriam no dejaba de interrumpirle y no podía
continuar con lo que le ocurría. ¿de verdad quieres que te lo cuente?.
- ¡Claro que sí!, sigue anda, perdona, es que soy muy impaciente.
- Ahí no acaba todo. Además de soñar eso, soñé con tres cosas más, algo
más raras que lo anterior, cosas normales que le podrían pasar a cualquier persona y no
sé el porqué me han tenido que aparecer a mí en mis sueños sin poder cerrar los ojos y
no verlo porque ya los tenía cerrados.
- ¿Y que es eso tan malo?.
- Pues lo malo no es lo que soñé, sino que una de las cosas que soñé, se me
ha cumplido esta mañana viniendo hacia aquí, por eso tardé tanto en llegar a clase, y por
eso llegué tarde, ¿o pensabas que me había parado a comprar alguna revista?.
- No hombre, por Dios, nunca pensaría eso de ti, un día en el que
dependemos de ti para poder aprobar. – Un instante de silencio se apoderó de ellos. -
¿qué fue lo que se ha cumplido?, ¿qué te ocurrió?.
- Soñé cómo un anciano iba con su garrota paseando por todo un parque.
Vi todo su paseo por todo el parque, pensé que volvería a los sueños bonitos, que
empezarían a crecer las flores, los árboles le darían sombra para pasar y todo eso. Pero
no fue así. Siguió caminando hasta llegar a un sitio del parque donde había una
alcantarilla en el suelo. Al parecer, esa mañana habían estado haciendo algo por debajo
de ella para arreglar el agua, también vi todo eso, cómo arreglaban las tuberías y cómo
se dejaban la alcantarilla abierta por un sitio. El anciano siguió avanzando con su
garrota hasta pasar por encima de la alcantarilla. Pisó justo donde habían dejado la
abertura y se calló de boca al suelo. La frente le sangraba, gritaba sin parar doliéndose
de la rodilla y con los ojos cerrados se llevaba las manos al estómago pidiendo
clemencia a Dios.
- ¿Y eso soñaste?, vaya pesadilla.
- Pero eso no es lo peor, las pesadillas se pueden olvidar, pero es que esta
mañana cuando venía para acá ocurrió eso. Iba a cruzar por el paso de cebra y vi a lo
lejos a un anciano con su garrota y me acordé del sueño que había tenido. No dejaba de
mirarlo por si ocurría lo que en mi sueño. Y al final por desgracia ocurrió.
- Oh, Dios. ¿y que le ha pasado al anciano?.
- No lo sé. Llamé a una ambulancia para que vinieran a recogerlo y me
tuve que venir. Sólo pude observar que tenía la frente ensangrentada y que no hacía más
que dolerse de la rodilla y llevarse las manos al estómago, con los ojos cerrados, al igual
que en mi sueño.
- ¡Qué putada Adam!, pero tienes que estar tranquilo. Seguro que sólo es
una de las casualidades de la vida que nos quiere hacer ver que nuestro cerebro sirve
para mucho más de lo que lo usamos.
- ¿Sí?, ¿crees eso?. Cuando acabemos las clase me vas a acompañar a casa,
te voy a dar un folio donde apunté esta mañana las tres cosas que soñé, y quiero que no
las leas hasta que algo malo ocurra. Cuando eso suceda, mírala y dime si acerté o no, si
no es así, sólo habrá sido una pesadilla más que otra, algo rara por su autenticidad y
tanto acierto en ella, pero si acierto, no sé que haré, todo esto me da mucho miedo.
- De acuerdo Adam, la cogeré si eso te hace sentirte mejor, pero estoy
segura de que no va a pasar nada más de lo que has soñado.
Al día siguiente, la clase de Matemáticas no había hecho más que acabar y un
grupillo de gente se acercaba a hablar con Belisa y con Fannie.
- ¡Pero no puede ser cierto!, ¿estás segura?. – Mary preguntaba a Belisa
por el estado de alguien.
Adam y Miriam se levantaron de sus asientos y se acercaron para ver que
ocurría. Fannie no hacía nada más que llorar. Tenía la cabeza agachada y las manos le
cubrían la cara. Anthony, otro compañero de clase, la consolada.
- Tranquila Fannie, verás como se pone bien, ya lo verás. No te preocupes,
seguro que mañana le dan el alta y puede ser la de antes. Le harán lo que le tengan que
hacer en el hospital y mañana la podrás volver a ver.
Adam se acercó a la mesa y preguntó con autoridad sobre los demás.
- Pero, ¿qué ha ocurrido?. Belisa, dímelo por favor. Si puedo ayudar en
algo decírmelo.
- Es Anna. Ayer tuvo un accidente en su casa.
- ¡No puede ser!. ¿Anna Harrison?, ¿la hija de Paul?.
- Sí Adam, esa Anna.
- ¿Qué le ha ocurrido?.
- Ayer la dejamos en su casa a eso de las ocho de la tarde. Habíamos
estado tomando café por la tarde, y unos refrescos más tarde. Hablamos sobre el alcohol
y lo malo que era, pero al final, acabamos hablando sobre estampaciones que nosotras
teníamos en nuestras habitaciones de chicos que nos gustaban o películas que nos
habían impresionado y habíamos pegado encima de nuestras camas. Por la noche recibí
una llamada, era la madre de Anna, estaba desconsolada, no sabía ni que decirme
cuando me llamó. Estaba llorando y estaba tan asustada que no le salían las palabras que
ella quería. Al final consiguió decírmelo, Anna se había clavado unas tijeras en el
pecho. Según su madre estaba muy ilusionada por una cosa que quería hacer con ellas,
que después me enseñaría y que según ella me gustaría mucho. Había estado recortando
las revistas del corazón que ella tenía y pegándolas en su habitación, encima de su
cama. Consiguió pegar diez fotos antes de que le ocurriera eso. Se quedó en la foto de
un tenista que le gustaba mucho, no sabía como se llamaba. Era alto, moreno y con el
pelo ondulado. La encontró tirada en su habitación sangrando y con las tijeras clavadas
en el pecho. Había entrado en su habitación para ver si ya había acabado su sorpresa
para poder verla y se la encontró así. Suerte que llegó a tiempo. Los chicos de la
ambulancia decían que por suerte había llamado a tiempo a los médicos, unos minutos
más tarde y hubiera muerto desangrada. Debía de habérselas clavado poco tiempo antes
de que su madre entrara en la habitación.
- ¡Dios!, ¿ves, Miriam?, ¡te lo dije!, mira el papel que te di. – Miriam sacó
del bolsillo el papel que Adam había escrito el día anterior. Las manos le sudaban y su
relajación pasó a un eterno sufrimiento hasta que lo abrió. Efectivamente, el número dos
de los tres que había puesto estaba relacionado con las tijeras y con Anna. No podía ser,
esto era imposible, que acertara dos cosas seguidas, y más aún, que esas dos cosas
fueran tan terroríficas.
- Es cierto Adam. ¿qué te ocurre?. Tienes que ir al médico o algo, eso no
es normal. Ves cuanto antes, si quieres ahora mismo vamos y te acompaño.
- No, no creo que eso tenga nada que ver con cosas del médico. Creo que
tendré que visitar a alguien que sepa de sucesos extraños o poderes irracionales. –
Miriam se quedó obsoleta mirándolo y respondió.
- ¿Pero conoces a alguien que te pueda ayudar?.- Adam miró hacia el
suelo, levantó la cabeza y fijando su mirada en los ojos de Miriam volvió a abrir la
boca.
- Sí. Tengo un amigo que sabe bastante sobre esos sucesos raros y cosas
que convierten a la gente paranoica como me puede pasar a mi si no voy a verlo cuanto
antes. Es Gabriel.
Adam llevó su mirada al vacío y ,despidiéndose de su compañera, se marchó por
la puerta por la que había entrado tarde a clase.
Su coche no podía ir más rápido de lo que iba. Saltaba semáforos en rojo, pasaba
por encima de pasos de cebra sin mirar si pasaba alguien y seguía apretando el
acelerador lo máximo posible para llegar cuanto antes a casa de Gabriel. Era un sitio
acogedor aunque algo maquiavélico. Siempre lo tenía decorado con calaveras con velas
dentro de la boca para dar luz y crear un ambiente más inquietante a cualquiera que no
conociera su forma de pensar y de ser. Siempre se había relacionado con la parte
malvada del mundo. De pequeño se apartaba de los demás para irse sólo a un banco a
leer libros de magia oscura y hechizos con los que hacer daño a los profesores. Todos lo
trataban como a un loco, y Adam también pensaba lo mismo de él, pero, aunque era un
loco, lo había considerado siempre como un buen amigo, y ahora necesitaba disponer de
su ayuda.
Adam llamó al timbre del portero donde vivía Gabriel.
- ¿Quién es?. – Gabriel tardó un poco menos de un minuto en coger el
telefonillo y en responder. En su voz se podía comprobar el cansancio que debía de
tener del día anterior. No se solía levantar tan temprano para nada, sí para coger el
teléfono o responder al portero.
- Soy Adam, ábreme por favor, tengo que hablar contigo.
- Hombre Adam, ¿qué haces a estas horas despertándome?, supongo que
será algo serio, porque sino te patearé de mi casa. – Siempre solían bromear con
patearse el uno al otro si algo les sentaba mal.
- Por favor, ábreme, es una cosa muy seria, necesito tu ayuda, no habría
venido hasta aquí tan temprano si no pensara que así lo es.
Gabriel pulsó el botón para que la puerta de pasillo se abriera y Adam pudiera
contarle aquello que le preocupaba tanto. Adam subió por las escaleras hasta el tercer
piso donde vivía su amigo y llamó repetidas veces a la puerta.
Gabriel la abrió lo más rápido que pudo y lo invitó a pasar, no sin antes darse un
abrazo por el tiempo que hacía desde que no se veían. Iba vestido aún con una bata que
no estaba abrochada hasta arriba y que dejaba ver una camisa interior blanca con la que
Gabriel habría pasado la noche. Su cara reflejaba el tiempo que hacía que no se cuidaba
bien. Estaba pálido y tenía barba de varios días. Entraron al salón donde Gabriel los
condujo y se sentaron en un sofá que había justo enfrente de la televisión. No era un
salón muy grande pero para una persona que vivía allí era más que suficiente.
- Bueno, ¿qué te trae por aquí?, cuéntame en qué te puedo ayudar. –
Gabriel fue directamente a lo que Adam quería que hablasen, pasó pronto de preguntarle
que tal le iba la vida y pasó rápido al tema en cuestión.
- Verás Gabriel, ya sabes que te he dicho que no hubiera venido si no
pensara que lo que me ocurre es algo raro y grave. – Gabriel lo miró con cara de
asombro. Nunca Adam, el chico bueno desde siempre, viniera a pedirle un favor a él, al
que todos le consideraban un loco de remate que no podía vivir sin que le pasaran cosas
extrañas diariamente. – Resulta que llevo varios días soñando cosas muy feas. Sueño
con cosas bonitas durante el primer sueño, pero en cuanto me despierto y vuelvo a
dormirme, entra en mí esas pesadillas oscuras de las que te hablo. – Gabriel sonrió
brevemente para intentar animar un poco a Adam, aunque no lo conseguía, él seguía con
su problema sin hacerle ninguna gracia lo que le estaba ocurriendo. – Esta noche soñé
tres cosas, y las tres eran malvadas. Pues eso mismo que soñé ha ocurrido. Primero un
anciano se cayó, quedando en muy malas condiciones, cuando paseaba con su garrota
por el parque. Y eso, lo había soñado, todo lo había visto en mi sueño, y no pude hacer
nada, sólo observar con total impotencia cómo éste caía y sangraba abundantemente sin
poderle avisar con anterioridad. El segundo sueño, fue algo referido a unas tijeras y a
una chica, Anna, una compañera de clase. No sabía perfectamente que le podía ocurrir,
pero sabía que no iba a ser nada bueno. Pues hoy, al llegar a clase, después de ver lo que
le ocurrió al abuelo, me he enterado que Anna, se clavó unas tijeras en su casa cuando
se disponía a hacer unos recortes de fotos de revistas para ponerlas en su habitación.
¿No es demasiada coincidencia?.
- Sí Adam, bastante coincidencia. Nunca he leído nada de eso en ningún
libro. De todas formas lo haré esta noche y te diré algo en cuanto sepa que te ocurre.
- Vale, pero ahí no queda todo. El tercer sueño aún no se me ha cumplido
pero tengo miedo de que ocurra.
- ¿De que trata?.
- Es el que peor he podido observar en mi sueño. Sólo sé que hay un
autobús, un hombre que está en una acera con un abrigo largo y en la otra acera, además
de pasar mucha gente, veo a un tipo en concreto que mira al hombre del abrigo y se
sorprende.
- Bueno, no hay nada de malo en eso, ¿no?.
- Espera, déjame acabar. Vuelvo a mirar al hombre del abrigo y aunque no
puedo diferenciar bien sus manos y sus brazos, sé que saca algo del abrigo y lo extiende
apuntando en dirección al hombre de la otra acera, que instantes después cae al suelo.
Gabriel se quedó un momento pensando, nunca le había pasado nada parecido ni
en sus libros ni en las historias que le contaban sus amigos y la gente que venía a verlo
para preguntarle por estos extraños sucesos. Adam estaba muy nervioso, no paraba de
mover las manos una encima de la otra y de mover los dedos pulgares frotándose los
nudillos.
- No sé Adam, tendré que mirarlo. De esta noche no pasa, lo miro y
mañana te digo algo, ¿vale?. No te preocupes, seguro que lo arreglaremos y podrás
dormir mejor que nunca cuando extirpemos ese mal de ti. – Adam asintió con la cabeza
y con los ojos con una eterna confusión. Gabriel se acercó a él y le dio otro abrazo
mucho más fuerte que el anterior. – Adam, no te derrumbes amigo, esto se va a
solucionar, te lo aseguro, confía en tu amigo loco. – Los dos echaron a reír y se miraron
a los ojos directamente.
- Gracias Gabriel, sabía que podía confiar en ti. Por favor, llámame en
cuanto sepas algo. Sólo quiero que esto acabe pronto y si me siguen ocurriendo estas
visiones, me gustaría ayudar a quien está en peligro.
- Tranquilo, mañana por la mañana o esta noche te avisaré con algo, y
segur que ese algo será positivo.
Se despidieron por última vez y Adam marchó hacia casa. La hora de las clases
se habían acabado. Mañana ya sería otro día y podría ir a primera hora como todos los
días, aunque aún le quedaba una preocupación. ¿Volvería a soñar esas cosas extrañas?.
A la mañana siguiente Adam despertó con el sonido típico de la alarma de su
despertador. Esta vez si había sonado. Se sentía totalmente tranquilo, no llegaría tarde a
clase, o por lo menos por culpa del despertador. No sabía si se encontraría involucrado
en algún acontecimiento más como el del anciano. Miró su móvil pero no tenía ninguna
llamada perdida, ningún mensaje de Gabriel que le solventara su problema. Esa noche
había vuelto a soñar con aquellas cosas extrañas. Los dos primeros sueños que se le
había cumplido se veían ahora más borrosos que el último. Seguía sin poder ver con
claridad qué sacaba aquel tipo de su abrigo, pero su intuición no le engañaba, no podría
engañar ni al más despistado. Era un arma, con la que disparaba al otro tipo de la acera
de enfrente y lo tumbaba.
Marchó a clase y ningún hecho extraño le ocurrió en ella. Sólo habló con Miriam
del tema de sus pesadillas.
- Hola Adam, ¿fuiste a ver ayer a tu amigo?. Les dije a los profesores que
te habías ido a casa porque no te encontrabas bien, ellos lo comprendieron. Así que si te
preguntan diles eso, ¿vale?.
- Sí Miriam, gracias por preocuparte. Fui a verlo, pero no me sacó nada en
claro. Me dijo que no sabía de qué se trataba, pero que me llamaría hoy por la mañana
para comentarme algo, si sabía algo o si por lo contrario tendría que ir a visitar a otro
pirado que sepa del tema. Pero aún no sé nada, no me ha llamado. Aunque esta noche he
dormido estupendamente, no he tenido ningún sueño de esos raros. Creo que ya estoy
curado, aunque sigo pensando que falta un sueño por cumplirse, y es el que más me
atemoriza, el sentir ... bah, no sé, quizás sólo sea un mal presentimiento.
- Pero, ¿aún no sabes nada en claro de que trata ese sueño?, ¿porqué es el
que más te atemoriza?.
- Porque creo que va a haber muertos en él. El sueño me hizo ver una
situación en la que un tipo parece disparar a otro, y yo estaré presente. Nunca he visto a
nadie morir, y no me gustaría verlo hasta que no me llegue la hora, y menos verlo morir
a sangre fría, por culpa de algún asesino. Tengo que hacer algo, si es que tengo la
oportunidad. – Adam agachó la cabeza en símbolo de preocupación y la volvió a
levantar gracias a la suave mano de Miriam.
- No te preocupes Adam, haces que me preocupe yo también. Sabes que
puedes contar conmigo para lo que quieras, si quieres te acompaño a tu casa por si
necesitas mi ayuda.
- Gracias Miriam, no hace falta. Creo que no ocurrirá ya nada. Hoy he
soñado otra vez con lo mismo pero no con mucha claridad. Quizás ya sea culpa del
subconsciente y aquella tercera parte del sueño no se vaya a cumplir jamás. Además, se
enfadaría tu padre si llegaras tarde a comer y te haría millones de preguntas, y no quiero
que te la cargues por mi culpa.
- Da igual, si me pregunta de igual.
Adam le hizo un gesto de negación con la cara y le cogió las manos y las apretó.
Salieron juntos del instituto y avanzaron por la calle por la que siempre lo
hacían. Estuvieron un largo rato sin hablar. Adam, le dio tiempo a volver a pensar en
qué semáforo sería donde vería el suceso. Miriam pensaba en sacar algún tema para
hablar y que aquel camino no fuera tan tenso y aburrido.
- Oye, ¿de verdad no quieres que te acompañe?, me sentiría mucho mejor.
Creo que no estás en buenas condiciones. Si quieres podemos quedar para tomar café o
algo y charlar.
- No, por favor Miriam. Muchas gracias, sólo harías que pensara más en el
asunto. Quiero olvidarlo cuanto antes, que acabe lo más rápido posible.
- De acuerdo Adam, lo que tú digas, pero si me necesitas para algo, por
favor, dímelo. Y si ocurre algo, ni se te ocurra meterte en líos.
- Vale, eso intentaré.
Siguieron avanzando con la mirada fija en el suelo y hablando hasta llegar al
sitio donde se despedían diariamente. Se dieron dos besos como solían hacer, y Adam
se despidió de Miriam.
- Adiós, mañana nos vemos.
- Sí, que no se te olvide el examen de física, estudia mucho y no pienses en
lo otro, seguro que no vuelves a saber nada más de eso. – Le lanzó un beso que se iba
disolviendo en el aire y que nunca llegó a la cara de Adam, pero éste lo atrapó con su
mano y se lo guardó.
Adam siguió su camino sólo. Sólo le quedaban dos manzanas para llegar a su
casa, y tres semáforos por donde pasar. ¿Sería en alguno de ellos donde ocurriría?. Se
iba fijando en todo el mundo por si veía a su tipo con abrigo. No lo encontró en este
semáforo. Quizás habría más suerte en el siguiente, o menos suerte.
Torció la esquina y se fijó rápidamente en el semáforo que había en medio de la
calle. Su corazón empezó a latir muchísimo más rápido. Vio a un tipo con un abrigo
igual al que había visto en sus sueños. Estaba en la otra acera. Al instante miró a la otra
acera de más allá. Un hombre mayor parecía tener la misma figura que la que él había
visto en su sueño. Echó a correr por medio de la carretera sin pensárselo dos veces. El
tipo del abrigo se metió la mano en él. A lo lejos en la otra acera además del tipo que
había visto en sus sueños como caía y se desplomaba al suelo una vez que el tipo del
abrigo levantaba el brazo, estaba Gabriel.
- ¡Nooo!, Adam, párate ahí. Ya sé que te ocurre. – Pero ya era demasiado
tarde. Adam había salido corriendo como una bala desde su acera con dirección,
cruzando sin mirar por la carretera, donde estaba el tipo del abrigo. Escuchó la voz de su
amigo pero sólo tenía un propósito, interrumpir aquello y hacer que salieran de sus
sueños aquellas pesadillas. Pensaba que sólo así podría dormir tranquilo. Estaba a punto
de llegar al tipo, sólo le faltaban cuatro metros para contactar con él. El sonido de la voz
de su amigo Gabriel gritándole que se parara se hacía cada vez más lejos y le llegaba
con más claridad el sonido de un claxon sonando hacia él. Momentos antes de llegar a la
acera miró hacia la carretera, un autobús se abalanzaba contra él más rápido que él lo
hacía contra el tipo del abrigo. Fue lo último que oyó, el claxon contra su oído. El
hombre que estaba en la acera donde estaba Gabriel cayó al suelo, un infarto producido
por la alta ola de calor que le estaba llegando. Gabriel se quedó inmóvil cuando vio
cómo Adam caía lanzado por el autobús a más de diez metros a la carretera. El tipo del
abrigo sacó finalmente lo que llevaba dentro de él, era un móvil, de estos que se parecen
más a un móvil que a un ladrillo. Lo abrió usando para ello las dos manos extendidas y
quitó la tapa para observar la pantalla, pero no ocurrió nada más. No hubo disparo ni
atentados contra el hombre de la otra acera, sólo hubo un accidente, el de Adam.
Quizás no hubo atentado, quizás la última pesadilla de Adam era confusa y no le
dejaba bien ver las cosas, pero lo que sí era cierto es que Adam no volvería a soñar más
con esas retorcidas pesadillas. Es más, Adam ya no volvería a soñar.
El Viejo
Tiempo
Héctor Álvarez Sánchez
Para la chica que protagoniza esta novela.
Ella es mitad fantasía mitad realidad.
Ella fue la mejor y la inolvidable.
Ella sabe bien quién es.
I
En el calor
UNO
1
Surgió de la Nada, a poca distancia de la Interestatal 15, a medio camino entre
Daulon y Carseny. Se sacudió el polvo rojo adherido a los zapatos y miró a derecha e
izquierda.
El sol se ocultaba como suele hacerlo cuando los veranos tienden a su fin. De una
manera rápida y sin dejar huellas…Eran las 8:45 de la tarde y el día parecía próximo a
desaparecer. Pero, aún así, hacía calor. Mucho calor. La jornada había sido
particularmente sofocante. Desde primeras horas de la mañana la temperatura se
había disparado, rebasando en todo momento los 35 grados centígrados. A medio día
las carreteras despedían una débil neblina, como un espejismo, que hacía creer que
estaban mojadas. El asfalto se derretía bajo la presión de las ruedas de los escasos
coches que pasaban por allí. No era un lugar muy frecuentado.
A ambos lados de la Interestatal se extendía un infinito manto rojizo. Era un
desierto sin límite aparente. El horizonte mezclaba el azul del cielo con el rojo de la
arena, proporcionando un fondo pardusco y desolador. Una planta rodadora pasó en
ese momento por delante del recién llegado. Se detuvo un instante, como un perro
olisqueando el ambiente, y se alejó de inmediato, mecida por el fuerte viento que
acababa de levantarse. Algo la hizo alejarse. Quizá la sola presencia del extraño que la
miraba con los ojos ausentes.
El hombre comenzó a andar hacia la carretera. Atravesó la árida superficie y la
arena apenas le rozó. Le tenía respeto.
Llevaba puesto sólo ropa oscura. Casi todo de color negro. Pantalones negros,
gabardina larga negra, jersey negro y una desgastada camiseta debajo. Zapatos
negros y gafas de sol… negras también.
Al llegar al arcén, volvió a mirar a uno y otro lado. Olfateó el aire y se dirigió a la
izquierda, en dirección a Carseny. Comenzó a caminar por el centro de la carretera y
un camión cargado con tierra rojiza de una cantera próxima a Daulon tocó su potente
bocina. El conductor se vio obligado a echarse a la cuneta para no atropellar al tipo de
la gabardina. Tuvo suerte y la rueda que más se había acercado al borde no lo
traspasó, con lo que se salvó de un fuerte encontronazo. El camión habría volcado a la
derecha, y con todo el material que cargaba, la inercia tendría un buen motivo por el
que ponerse en marcha. El conductor sujetó el cable de la bocina y lo agitó durante un
buen rato, haciéndola sonar lo más violentamente que pudo, hasta que el sonido se
extinguió en la distancia.
El caminante no varió para nada la expresión de su cara. Se limitó a avanzar hacia
su objetivo. Caminó hasta el comienzo del amanecer. Maldiciéndose interiormente por
haber calculado mal el lugar de la materialización. Quizá así sea mejor, pensó. Nadie
verá que desde un determinado punto unas huellas de zapatos desgastados se dirigen
a la carretera.
Comienzan allí… pero no provienen de ningún lugar.
2
Doug Raksin apagó el hornillo pequeño de la cocina de gas. Estuvo a punto de
derramar una parte de la leche de su desayuno, comenzó a hervir y casi se descuida.
No le gustaba quitar esas manchas. La leche quemada y pegada en los fogones era
particularmente difícil de limpiar. A lo peor me estoy volviendo senil, pensó.
Pronto eliminó esa idea de su cabeza. No estaba senil. Ni lo estaría nunca. Moriría
con la cabeza bien alta, sin locuras ni paranoias de viejo. Arrugado y calvo, eso sí…
pero loco jamás. Aún tenía edad suficiente para armar follón en el pueblo, los viernes
por la noche y algún que otro sábado, en el bar de Keith Bresler. La gente que pasaba
por allí solía tener su edad, pero eso no importaba. Se sentía joven al lado de los suyos
y también al lado de los propios jóvenes. La Cuarta Edad era un nombre apropiado
para el tugurio. En la tercera edad están los viejos que balbucean y dejan escapar
sonoros bufidos por entre sus dientes. Las dentaduras postizas están de moda en la
tercera edad. Las arrugas les cierran los ojos por la presión y la vista del mundo se
vuelve débil, oscura, neblinosa… y ellos están fatigados. Es como si se hubieran
pasado la vida corriendo y ahora les pasaran factura sus piernas, pulmones y corazón.
Todo se desmorona, todo se hunde a su alrededor. Caminan cabizbajos. Por una parte
su edad les impide estirarse completamente, pero por la otra… tampoco lo desean.
Ven jóvenes a su alrededor y no soportan ir más lentos. No consiguen ser buenos
perdedores. Con su edad y aún no lo han aprendido…
—Quizá sean cosas que nunca se aprenden —se dijo Doug en voz alta.
Y, sorprendido e irritado al mismo tiempo, cerró la boca y miró en todas
direcciones. Estaba solo y nadie le había oído. No estaba senil, se envalentonaba
diciendo eso por el pueblo. Si alguien le hubiera escuchado… se habría acabado todo
para él. Tenía 80 años y la cabeza en su sitio. Podía hablar sólo de vez en cuando.
¿Qué mal había en ello?. No tenía ningún amigo invisible, sólo hablaba consigo mismo.
Sólo…
Hizo un movimiento brusco con la cabeza y dio por zanjada la conversación. Dos
no hablan si uno no quiere… y Doug había decidido por las dos personas. Su parte
derecha de la cabeza y su parte izquierda. Este pensamiento le hizo gracia, le recordó
un viejo chiste de su juventud, un hombre le decía a su psiquiatra que tenía doble
personalidad y el psiquiatra, sin perder su compostura le decía al paciente que se
sentara, que entre los cuatro lo arreglarían.
Era absurdo, pero a la vez real como la propia vida. Crees que tienes un problema
y cuando te das cuenta, todo el mundo a tu alrededor tiene el mismo problema,
además de los suyos propios. Todo el mundo sufre por lo mismo. Aunque cada uno le
dé un nombre distinto. Había aprendido eso al avanzar a través de los años. Aunque…
qué demonios. Tampoco tenía por qué saber tantas cosas. Era aún muy joven.
Cogió un tazón del estante y vertió en él la leche caliente. Pequeños grumos de
nata flotaban en la superficie, como si a la leche le hubieran salido diminutas manchas
de humedad. No era una visión especialmente apetecible, pero la leche era la leche. Y
se la iba a beber se pusiera como se pusiera. Cruzó la cocina y se agachó frente a una
pequeña puerta. En la acción le crujieron más huesos de los que tenía en el cuerpo y
estuvo a punto de soltar un gemido. Pero no lo hizo. Era un tipo fuerte. Y nadie debía
pensar lo contrario. Nadie.
Abrió la puerta y cogió el primer paquete de galletas que tocó. Se lo llevó a la mesa
y lo posó junto a la leche. Sacó una cucharilla del cajón de los cubiertos y la metió
dentro. Se fijó cómo se hundía y salían burbujas en el descenso. Mientras tanto sacó la
mayor parte de las galletas y las colocó en un montón junto al tazón. Cuando hubo
amontonado más de la mitad de las que contenía el paquete las cogió todas a la vez y
las metió entre la leche. Las apretó con la cuchara y escuchó el sonido que producían
al ser estrujadas. Era como un cráneo al ser apretado hasta reventar. Había un sonido
gomoso y húmedo que se mezclaba con un chasquido. Y los dos juntos formaban
música a los oídos de Doug. Él era el compositor y el músico. Llevaba la batuta y hacía
de público. Era algo maravilloso.
(no estoy loco)
Las dudas le asaltaban. Y lo hacían desde que él tenía consciencia.
Hacía tanto tiempo de aquello…
(un sonido gomoso, húmedo)
Mezcló las galletas con la leche y lentamente comenzó a tragarse la papilla. Para
sus ojos el color blanco de la leche no existía. Había sangre, mucha sangre. Pequeños
trocitos de carne flotaban sobre ella. Y él se la estaba comiendo.
(un chasquido)
De repente sintió como si le abofetearan. Abrió los ojos y se dio cuenta de que
había estado soñando. En unos segundos había bajado los párpados y con ellos la
guardia. La papilla de las galletas con la leche seguía estando allí, pero era blanca. Tan
blanca como roja había sido en su imaginación. Con manos temblorosas intentó
recoger la cucharilla posada en…
(como un cráneo al ser apretado y reventar contra)
…el suelo. Se había caído durante su lapsus mental. Seguro. Limpió la cucharilla y
la leche que había a su alrededor. Cuando recompuso sus ideas y comenzó el
desayuno, por la ventana se advertía cómo el sol había alcanzado ya una altura
respetable. El calor aumentaba por momentos. Los rayos de luz se reflejaban a modo
de bruscos fogonazos en la cucharilla de Doug.
Miró hacia fuera y vio a un hombre caminando por la Interestatal. Se dirigía a su
casa. No había ninguna otra más cerca. El chico tenía toda la pinta de haber sufrido un
accidente. Seguro.
3
Rob Dornish dormía pensando en su vida. Soñaba con los buenos años. Soñaba
con su juventud.
No se movía pesadamente ni con dificultad. No huía de ningún monstruo, y las
tinieblas no se abatían sobre él. Su sueño era apacible y antiguo. Estaba reviviendo una
parte de su juventud. Reposaba con la cara hacia el techo. Los ojos se movían bajo los
párpados vertiginosamente. Su respiración era en ocasiones entrecortada y sus labios
dibujaban silenciosamente la mueca de una sonrisa, una sonrisa desdentada y
confusa, pero basada en sonrisas del pasado. La pasión de su juventud, el amor de
años perdidos, la muerte de la amistad, la desaparición de sus eternos amigos… todo
se juntaba y se separaba en su mente, en su sueño. Se contraía y estiraba. Se
entrecruzaban recuerdos y luego eran colocados en perfecto orden y armonía. Era un
hombre sumergido en la vida. Y su vida era su sueño.
Recordaba partidos de fútbol con sus amigos. Recordaba las salidas nocturnas y
alocadas. Pero sobre todo recordaba nombres. Eran nombres de amigos, enemigos…
y chicas. Había sobre todo una que lo había sido todo para él. Una a quien amó y por
quien fue amado. Una chica perdida en el insondable pozo del tiempo. En aquellos días
sólo contaba 19 años. La chica en cuestión tenía uno menos. Y su nombre era Marsha
Lene… Rob la llamaba Marsh y ella a él Robbie. Los dos fueron como uno solo. Pero
todo cambió en poco tiempo. Cuando Rob llega a este punto sus recuerdos se hacen
excesivamente vívidos y los ojos se mueven aún más rápido que al principio. No es un
buen recuerdo, pero hasta los peores recuerdos son buenos si ella está presente.
Vuelve a encauzar su imaginación y retrocede en el tiempo hasta el momento en que
se conocieron, dos semanas antes de fin de año del año perfecto. Y ese mismo día,
entre el final del año y el año nuevo, comenzaron a salir…
Oye la música que sonaba de fondo aquel día, en el bar donde con un beso
hicieron oficial su unión. Bailaron y se hundieron uno en los brazos del otro. Y un ciclo
comenzó. Todo acabaría un año más tarde, pero eso Rob no podía saberlo.
La noche se hizo corta y ella tuvo que marcharse pronto. En su casa no le
permitían salir hasta muy tarde. Rob se quedó con el mejor amigo que ha tenido jamás,
Will Bresler. Los dos acabaron juntos la noche, desayunando en un bar medio vacío, a
las 9:00 de la mañana. Rob le contó a su amigo lo sucedido con Marsh. Él le dio la
enhorabuena y ambos se marcharon a casa en el coche de Will.
Fue una noche mágica para el hombre que 57 años más tarde duerme todo lo
apaciblemente que es capaz, y en su sueño hasta el más mínimo detalle aparece
como una violación del tiempo. El propio sueño parece más real que la propia realidad.
Una realidad donde está incluido el Viejo Robbie, un tipo con 77 años que aparenta
tener otros 10 más. Un hombre que vive tras incontables arrugas y una dentadura
postiza.
Los días no le han pasado en balde, le han aplastado en su avance. Siente cómo
hora tras hora sus músculos pierden tensión, sus huesos parecen fragmentarse con
cada movimiento. La sutilidad y fineza del pasado se ha extinguido. Sus movimientos
no son gráciles, si lo fueran quizá muriera en el esfuerzo. Pero ahora nada de eso le
preocupa. Está en otro espacio, en otra época… un lugar donde puede volar, correr,
amar. Está donde siempre se introduce cuando quiere ocultarse del mundo, cierra los
ojos y no le hace falta ni siquiera entrar en un sueño profundo. Sólo con querer volver lo
consigue. Y ve aquello que se ha terminado, observa movimientos apagados y
sentimientos oxidados y rotos por el paso de incontables meses.
La ventana está a los pies de su cama, al fondo de la habitación. Está abierta,
porque el calor y la humedad nocturnos son tremendos. La luz del sol que ha
comenzado a ascender en el horizonte le golpea ya en los ojos. El ritmo de su
parpadeo interior comienza a disminuir. Su respiración cambia de tono y se vuelve un
poco grave al principio y sumamente silenciosa a continuación. Está despertándose.
Abre los ojos a duras penas y se lleva una mano a la cara para tapárselos. Ha salido
del sueño. Ha vuelto a la auténtica realidad que es en realidad la pesadilla para Rob.
Comienza a levantarse y los huesos le tiemblan, como si sólo estuvieran
formados por cartílago. Cuando consigue calmar la involuntaria vibración de sus
extremidades se sienta en el borde de la cama. Se detiene un momento a recapacitar
sobre lo que ha vivido cuando dormía y mira hacia el cristal de la ventana, intentando
olvidar la frustración que le produce haber despertado.
Al fin logra levantarse y ordenar su mente. Coloca en la mesilla un portafotos con
una imagen de Marsha que ha debido caerse durante la noche y se asoma a la
ventana. Un poquito de aire fresco no le vendrá mal para secarse en parte el sudor que
le corre por los lados de la cara. Está totalmente calvo y el sudor le da el brillo
característico de una enorme bola de billar, es algo que siempre le ha parecido
divertido… siempre ha sabido reírse de sí mismo. Y también se ha reído algo de los
demás, ¿por qué no?, todo el mundo es divertido en ocasiones y decadente y triste en
otras. Si en las segundas cuando suceden lloramos y nos lamentamos… ¿por qué no
vamos a disfrutar de las primeras?. Su vida ha estado plagada de ambas sensaciones
y sentimientos, Marsha y el humor son el mejor resumen de Rob. Y él lo sabe y le
gusta que sea así. Siempre ha recibido duras críticas por ello, críticas que han
soportado el paso del tiempo. Si se refería al humor, todos le decían que su mezcla de
humor gráfico inglés con el humor de lo absurdo era sólo eso, absurdo. Sus bromas
quizá tuvieran una sutileza impropia que nadie comprendía. Eso era un consuelo, no
era ineptitud, sino sólo incomprensión y en cuanto a lo de su añorada Marsh… su
mejor amigo del pasado (y en realidad de toda su vida) le dijo en una ocasión, unos
meses después de que ella le dejara, que había encontrado la mujer de su vida. Marsh
era la única mujer en la vida de Rob… ¿y qué importancia tenía eso cuando no estaba
ya con ella? Pues tenía toda la importancia del mundo, no se trataba de tener a una
persona y creer que es absolutamente genial, el auténtico valor está en, una vez que
se ha perdido (y durante decenas de años) pensar que ha sido genial… y que lo
seguirá siendo. Se pasó años diciendo que la quería. Ella nunca volvió con él. Sus
amigos ya no sabían qué decirle… que había otras mujeres en la vida, que había
muchos más peces en el mar… y Rob lo sabía, estaba seguro de ello, pero lo perdido,
perdido está y el afán de recuperación es lo único que le motivó y le motiva. Considera
que ha llegado a la cima de todo y que cualquier otra cosa estaba muy por debajo de
Marsh. La había amado y lo seguiría haciendo. Siempre… Quizá fuera una idea
equivocada, pero era una idea de todas formas. Una idea que, de una u otra forma,
parecía tener una duración eterna. Y siempre igual de intensa.
Desde la ventana ve la casa de Doug, y mientras piensa que es un viejo
cascarrabias que se resiste a admitir su propia oxidación, se seca con el dorso de la
mano una lágrima diminuta que le ha surgido de su ojo derecho… parecía el síntoma
de una alergia. Y esa alergia se llamaba pasado. Y su cura era el recuerdo.
Advirtió una figura acercarse a la casa de Doug, sea quien fuera estaba totalmente
vestido de negro, a simple vista. Quizá fuera un familiar, pero no lo creía. Llegaba
caminando por la Interestatal. Caminaba de una forma cansada y se advertía un leve
cojeo. Pero algo en esa forma de andar parecía falso, era como si pretendiera
aparentar más sufrimiento del que realmente padecía. Quizá hubiera tenido un
accidente unos kilómetros atrás. Era algo probable. No era la primera vez que ocurría.
Y siempre iban a casa de Doug, era la que estaba al borde de la carretera, la de Rob
estaba a unos trescientos metros de la primera, pero internándose en el desierto. El
pueblo estaba de ellos a cuatro kilómetros de distancia. Nunca se habían llevado
excesivamente bien Doug y Rob, y el destino les preparó el mal trago de tener que vivir
juntos, puerta frente a puerta, y a una enorme distancia del lugar habitado más
cercano. Pero de todas formas Rob no tenía excesivos problemas con Doug, siempre
se pasaba el día en el pueblo, en el bar La Cuarta Edad. Solían venir a buscarle. Y si no
lo hacían, cogía un viejo coche y se acercaba él mismo hasta el tugurio. Se resistía a
envejecer y estaba loco. Curioso tipo ese Doug, pensó Rob.
Y mientras pensaba en ello observó aún más atentamente por la ventana. El
hombre ya había llegado a la entrada. Y Doug salía a recibirle.
4
—Hola. —Dijo el extraño.
—¡Buenos días! —Replicó Doug, en un tono pseudoagudo, como imitando una
voz 30 años más joven que la suya.— ¿Ha tenido un accidente?
Doug mantenía una leve sonrisa, para no asustar al extraño más de lo que
debiera, si había sufrido un accidente no le apetecería encontrarse con un tipo huraño
en medio del desierto… había que mostrarse amable y ufano.
Su amabilidad y su ufanidad desaparecieron en el instante en que el hombre abrió
la boca y pronunció sólo una palabra:
—No.
No era la propia palabra en sí, fue la forma en que la pronunció y la mirada que
sostenía en ese momento. A Doug le recordó el desierto en los días calurosos como
los que estaban sufriendo. Recordaba cómo una vez, siendo aún un niño, se adentró
demasiado en el desierto. Se asustó al ver sólo dunas a su espalda, que ocultaban su
casa. Comenzó a gritar y, aunque cinco minutos más tarde su padre llegó a recogerle,
él había tenido tiempo para quedarse completamente aterrorizado. Veía dunas por
todas partes, dunas rojas como la sangre, dunas hirvientes como el sol que le
golpeaba en los ojos. Y ahora era eso lo que veía en los ojos del hombre, por un
instante habían adquirido el color de las dunas ardientes, se volvieron arenosos y
flotantes. Y eso, junto con la sonrisilla que esbozó, lo convirtió en un espectáculo atroz.
Doug procuró reaccionar para no darle ventaja al hombre, aunque le costó realmente
esfuerzo conseguirlo.
—E… entonces, ¿Qué ha pasado?
—Entremos en la casa, debo decirle algo.
—¿No puede decírmelo aquí fuera?
—No.
Otra vez aquella palabra. Y otra vez la actitud de enfado del hombre. Volvió a
adquirir una apariencia impropia, inhumana. Al parecer estaba acostumbrado a
conseguir lo que se proponía. Siempre. Y a toda costa.
—No puedo dejarle entrar. —Doug tragó saliva —Si no me dice lo que quiere no le
dejaré entrar.
El fuego de los ojos se avivó y su mueca de sonrisa demoníaca se convirtió en un
gesto de rabia contenida.
—Quiero hablarle de Rob.
Doug se quedó unos segundos pensando en lo que el hombre le había dicho. ¿A
qué Rob se refería…? ¿No sería…?
—¿El Viejo Robbie?
—Sí, el mismo.
—¿Pero qué…?
—Entremos Doug, Rob está asomado ahora a la ventana y nos observa. No debe
saber quién soy yo. Es mejor que piense que un accidentado ha llegado a tu casa.
Doug levantó la vista y le vio, vio a Rob asomado a la ventana, como le había dicho
aquel tipo. ¿Cómo sabía su nombre? ¿Realmente era importante aquello que podía
decirle? ¿Y… por qué tenía tanto miedo?
—Pase, y será mejor que lo que quiera decirme sea importante. Tengo que bajar
luego al pueblo. Debo hacer cosas importantes.
—Será sólo un momento…
Ambos entraron en la casa. Primero el tipo extraño y luego Doug. El cuál se quedó
mirando durante unos instantes la casa del Viejo Robbie. Le vio asomado y
esforzándose por ver mejor lo que sucedía.
—Sólo eres un Viejo sentimental, un tipo que deja pasar los años por encima sin
intentar impedirlo. Eres un imbécil, Robbie. —dijo en voz baja, casi susurrando.
Acto seguido entró en la casa, esperando escuchar lo que aquel hombre quisiera
contarle. Quizá realmente fuera importante.
5
Rob permaneció unos segundos más asomado a la ventana. El extraño ya había
entrado en casa de Doug. Le había sorprendido la forma en que Doug le miró un
momento antes. Parecía ya saber con quien se encontraría. Sabía de antemano que
Rob estaría asomado. Eso le hizo sentirse extraño. ¡El voyeur del desierto anda
suelto!, ¡Busquen refugió detrás de cristales tintados!. Rob sonrió ante la alocada idea
y continuó asomado. Un débil viento le acariciaba la cara. Aún no había comenzado a
hacer realmente calor. En las próximas horas nadie aguantaría más de un minuto bajo
el sol sin abrasarse.
Decidió ponerse en marcha. Un tipo como él no podía permitirse perder el tiempo,
ya había perdido demasiado en el pasado. Una persona se pasa la mitad de su vida
durmiendo, y una cuarta parte (o algo parecido) en el baño… por lo tanto él había
dormido e ido al baño más que los demás, por que no recordaba haber vivido
intensamente salvo en contadas ocasiones. Si pudiera y supiera escribir un libro lo
haría sobre su vida, y ese libro sería como un folleto indicativo de una agencia de
viajes, 50 o 60 hojas nada más. Y quizá algún día lo hiciera… sus neuronas morían
ahora a mucha mayor velocidad de lo que lo habían hecho siempre y si escribía su
vida, cuando le llegara la etapa de Alzehimer o alguna otra cosa parecida (cualquier
síntoma de senilidad), sólo tendría que repasar el pasado en el libro. Si es que
realmente merecía la pena ser repasado. O si realmente algo era olvidado.
Marsh no se iría nunca de su mente, eso sería lo más probable.
Por ello Rob no tenía la menor intención de escribir nada. Sabía que aquella chica
no se marcharía nunca de su mente. Y sabía también que todo lo demás que había
vivido podría ser olvidado sin que sucediera nada por ello. No era realmente importante.
No era útil. Debía llevarse a la tumba algo más emotivo, debía llevarse el recuerdo de
Marsh. Sólo eso. Y afrontaría la eternidad con las suficientes provisiones.
Se apartó de la ventana y pensó que debía moverse. Tenía bastante trabajo. Hacer
su cama, prepararse el desayuno, alimentar a las gallinas y a los cerdos… Y luego
dormir. Y más tarde soñar.
6
—¿De qué se trata?— Doug observaba cuidadosamente al recién llegado. No
podía perder de vista ninguno de sus movimientos, podía ser un tipo peligroso. Y
realmente lo parecía. De todas formas estaba relativamente seguro, tenía un arma en
uno de los armarios, en un tarro opaco que en teoría utilizaba para las galletas.
Demasiada gente accidentada aparecía por allí, y los riesgos a correr debían ser
mínimos. No tuvo ninguna duda de su propia velocidad, llegaría a tiempo al arma en
caso de urgencia. Su edad no era ningún obstáculo. Y si lo era… se había convencido
tan ferozmente de lo contrario que ya no le quedaban dudas al respecto. Era un Rambo
calvo, con pocos dientes y músculos negativos, pero era un Rambo al fin y al cabo. La
pistola estaba cargada y Doug estaba preparado. Aquel tipo no inspiraba ninguna
confianza. —¿No va a decir nada?
—Si, un par de cosas… la primera, que no tendrás que utilizar tu arma para nada,
al menos por ahora. Y la segunda… que mi nombre es Dahl Hume y que debes
recordarlo.
Todo se volvió absurdo por un momento.
Doug se sentó en la misma silla en la que unos minutos antes había desayunado,
en la mesa aún quedaba algún rastro de leche y sobre él apoyó sus codos. Sus manos
sujetaron su cabeza y cerró los ojos. Sólo estuvo así tres o cuatro segundos, pero le
parecieron más. Durante ese tiempo pensó en lo que estaba sucediendo. ¿Cómo era
posible que no conociera de nada al extraño y que aquel tipo supiera quien era Doug?.
No le había dicho su nombre, pero el tal Hume ya lo sabía. Y sabía también lo de la
pistola en el tarro de las galletas. Y adivinó la posición de Rob, su vecino, estando de
espaldas a él… era todo complicado y confuso. Y su mente ya no estaba para aquellos
acertijos, no le apetecía comprender. Por un momento deseó despertar, y si aquello no
era un sueño… exigía al guionista una copia de su vida, para saber qué demonios
sucedía. Levantó los ojos de nuevo y allí estaba Dahl Hume, imperturbable y paciente,
esperando el derrumbamiento de un anciano, de un viejo desdentado y sin fuerza.
¿Viejo desdentado y sin fuerza?, Yo no soy un viejo desdentado y sin fuerza, ¿Qué
coño se ha creído?, ¿Dónde se cree que está?. Aquí las preguntas las hago yo. Estoy
en mi casa. Esta es mi guarida, mi campo de batalla. Es él quien pretende atravesar
mis líneas. Y soy yo quien debe impedírselo… Entre pensamiento y pensamiento su
mirada pareció recuperar cierto brillo. Aún no estaba totalmente fuera de combate.
—No pretendo dejarte fuera de combate— repuso Dahl como si estuvieran
charlando animadamente y lo que pensara Doug estuviera al alcance de cualquiera…
—¿Q…uién de…monios eres tú?. —Los labios de Doug tartamudeaban. Y
también su mente tartamudeaba.
—Estoy muerto. Soy un fantasma de esos en los que tu no crees, soy algo más
que la estúpida ilusión de un viejo senil como tu. No soy producto de tu imaginación.
Estoy presente y estoy aquí. Necesito algo y tu me lo darás. A cambio de lo que
quieras, pero me lo darás. No existe la posibilidad de negativa, no puedes echarte
atrás. Si te niegas mueres y si mueres así sufrirás después, te lo aseguro, así que
ayúdame y tu dolor disminuirá hasta hacerse casi imperceptible, ¿de acuerdo?
¿Qué podía decir Doug?, Aquello ya era demasiado. Aquel tipo que parecía haber
sufrido un accidente había entrado en su cocina sin la cojera que le acompañó hasta el
porche de la casa. Sabía su nombre y dónde guardaba la pistola. Vestía todo de negro
y no sudaba. No sudaba nada en absoluto. El calor no era aún muy fuerte, pero aquel
tipo había venido andando desde bastante lejos y no parecía cansado. Había dos
opciones, una, que estaba completamente loco y se creía un dios o un demonio. Y
otra, que realmente lo era. Desde luego, ninguna de las dos consolaban a Doug. Una lo
hacía muy peligroso, y la otra lo hacía mortalmente peligroso…
A pesar de sus dudas logró decir algo, quizá no fuera lo ingenioso que debía, pero
al menos rompió el silencio. Un silencio arenoso, como el del día que se perdió de
pequeño, hacía tanto tiempo de aquello…
—¿Y qué se supone que has venido a hacer?. O… ¿qué quieres que haga yo?
—No es tan sencillo. Ahora no puedo ni debo decírtelo. Lo sabrás en su momento.
Pero hasta entonces, ¿Por qué no me haces un favor y procuras tratarme como a un
accidentado cualquiera? Dame algo de comer y actúa con naturalidad. Soy
insustancial, pero ahora puedo morir.
(pero ahora puedo morir)
Eso había dicho el extraño. Doug lo oyó y lo archivó pulcramente en su cerebro en
la letra M (Matarlo, posibilidades de). Aquello quizá debiera tenerlo en cuenta en el
futuro.
—Olvida lo que estás pensando. No puedes nada contra mí. Puedo morir, pero no
eres tú el que puede matarme.
Doug tembló una vez más y volvió a preparar un desayuno, esta vez no para él.
Cogió galletas (no sin dirigir una mirada al bote donde estaba el arma) y le preparó al
intruso un desayuno como el suyo. Cuando Dahl comenzó a comérselo el sonido
evocó en la mente de Doug malos recuerdos, un cráneo estrellándose contra el suelo
surgió de la nada, y se transformó en el todo para el viejo. Lo apartó como pudo con la
mano, como los caballos espantan moscas enormes, verdes e hinchadas con la cola.
Y aquel recuerdo putrefacto, también enorme en su cerebro, y verde y sumamente
hinchado se esfumó durante un tiempo. Era un breve descanso frente a lo que quizá
podría esperarle. Se sentía prisionero en su propia casa. Desafiar la voluntad de aquel
tipo podría costarle la vida. Era una idea absurda e irracional. Pero la racionalidad, en
aquel solitario paraje, parecía haberse tomado el día libre.
DOS
1
El lugar en cuestión estaba apartado de la mano de dios. Quizá en una tierra
donde llegaba la garra del diablo. Era un horno en verano y un lugar frío y seco en
invierno. Contrastes. Contrastes brutales.
La distancia entre Daulon y Carseny era de casi 14 kilómetros. Si sufrías un
accidente en el medio resultaba particularmente difícil llegar a uno de los extremos, a
uno de los dos pueblos. Parecía probable que alguien que pasara por la escena del
accidente recogiera a las víctimas, pero eso no ocurría. La gente no se fiaba, corrían
rumores de que había bandas que simulaban accidentes y cuando alguien intentaba
ayudar le atracaban. A veces el atraco conllevaba la muerte. Muchas veces.
Lo que los automovilistas suelen hacer es llegar al primer pueblo que encuentran
en su camino y desde allí notificar del suceso. Pero eso lamentablemente sucede
pocas veces, el hecho en sí se diluye en la mente de los que lo han visto. Se
consideran afortunados por no ser ellos los implicados y en su entusiasmo olvidan lo
ocurrido. Pasan por el primer pueblo y prestan atención a las gentes que deambulan
por las calles, o a los niños que cantan una de esas típicas canciones de viaje en el
asiento de atrás. Todo es suficiente para no recordar. Prosiguen su camino y después
de mucho tiempo se dan cuenta de su error. Miran el reloj, imaginan que los
accidentados ya habrán sido ayudados y prefieren no evocar más el tema en su mente.
Quizá en ocasiones despertarán sudorosos, pensando qué habrá sido de aquellos que
pedían ayuda. ¿Morirían por que no se la habían prestado? Las dudas y la conciencia
pesarán a veces, pero no eternamente. Todo será olvidado y la atención se perderá,
como cualquier objeto que dejes en una duna por la noche, al día siguiente será como
si nunca hubiera estado ahí. Es posible que con el paso del tiempo ese objeto quede al
descubierto, sólo un fragmento, pero de nuevo volverá a formar parte del desierto. Un
desierto eternamente voraz.
Las poblaciones del lugar estaban más o menos adaptadas al clima y a los
cambios de éste, pero, aún así, en ocasiones el calor resultaba demasiado fuerte o el
frío demasiado brutal. La economía, al contrario de lo que se podría pensar, provenía
del turismo. Pero era un turismo pasajero, a poco más de 70 kilómetros de Carseny se
encontraba el mar y la Interestatal 15 era uno de los pocos caminos que comunicaban
con el interior del país. Era un trayecto cómodo y rectilíneo. En cada pueblo había una
gasolinera y pequeñas tiendas donde se vendían piedras. Piedras de cuarzo sacadas
de las minas a cielo abierto de la zona. El cuarzo diminuto, con colores brillantes y con
inverosímiles formas, se vendía bien. Se intentaba impulsar a la vez la agricultura en
invernaderos, pero las nuevas tecnologías aún no daban las suficientes muestras de
validez. No había muchos más beneficios, la gente joven y la no tan joven se
marchaban a ciudades mayores, en busca de trabajo y dinero, y parte de ese dinero lo
remitían luego a su casa del pueblo, para que sus padres tuvieran algo con lo que
sobrevivir. Si su intención era permanecer en el pueblo hasta el mismo día de su
muerte de ellos dependía. Era su deseo y como tal debía ser respetado. Allí habían
vivido todos los años de su vida, y antes que ellos sus padres y abuelos. El clima había
quemado y secado los frutos de la tierra, pero el pasado permanecía indemne y sin
fisuras en la mente de los habitantes del lugar. Eran gentes apacibles y solitarias,
posiblemente el calor originaría eso, caminan cansados por las amplias calles. Sus
ropas, aunque livianas, no mitigan lo suficiente el calor y por ello permanecen la mayor
parte del tiempo en sus casas. Los pueblos parecen fantasmas hasta que se advierten
sombras en alguna ventana. Y, aún así, siguen dando esa impresión aterradora.
Las dunas van comiendo terreno a la población, el desierto se acerca por todos
los flancos. Aún hay cierta cantidad de agua en los pozos subterráneos, pero no la
suficiente para hacer frente a muchos años más. Sea como sea, el desierto ganará.
Más tarde o más temprano.
Los únicos seres vivos a simple vista son las plantas rodadoras.
Y ruedan hacia la muerte.
2
Dahl Hume viene del infierno. Eso es lo único que sabe con claridad.
Recuerda calor y frío. Recuerda hogueras ardiendo a su alrededor y dentro de sí
mismo. Pero lo peor era la soledad. Se encontraba sólo, a merced de cambios brutales
de temperatura, y en la más completa oscuridad. Flotando como sólo los astronautas
deben hacerlo, pero sin ninguna estrella como punto de referencia. La noche más
absoluta. Aquello era el infierno. La soledad era el infierno.
No sabe cómo, pero consiguió salir de allí. Fue como si lo hubieran programado,
en su mente había un nombre, Doug, y sabía también que debía utilizarle para algo…
algo que tenía relación con su vecino, Robbie. Pero desconocía su verdadero objetivo.
La venganza más pura le mueve. Es la venganza lo que le motiva. Pero no sabe
en qué sentido.
Su pasado permanece oculto en un cerebro que lleva mucho tiempo muerto. Su
cuerpo no le pertenece en realidad, se le ha sido concedido uno temporal, para cumplir
una misión y quizá, sólo quizá, no ser reconocido…
Su vida y recuerdos se difuminaron al poco tiempo de su muerte. Como habitante
del infierno olvidó todo lo malo y todo lo bueno. Su mente quedó vacía de cualquier
impresión o sensación. Tan sólo se le permitió sufrir. Sufrió lo indecible durante lo que
tan solo han sido unos años en la tierra… pero miles en el infierno. Allí un año son
milenios de sufrimiento en soledad. No hay ollas con sangre hirviendo ni seres rojos
con cuernos y rabo haciendo girar en un palo a los condenados sobre el fuego. No hay
fuego visible. No se ven llamas. Pero sólo es porque las llamas son negras, como todo
allá abajo. Lo único cierto es lo del humo… el humo negro que asciende hacia la
eternidad por los siglos de los siglos. Humo que se desprende del cuerpo
incombustible del condenado. Un cuerpo que arde sin arder y se consume a la vez que
es regenerado…
Arder toda la eternidad te hace olvidar muchas cosas. Quién eres… La vida en la
Tierra… Qué te ha llevado allí…
Y todos sufren en soledad. Hacerlo en compañía quizá fuera más llevadero, dentro
de lo que en esa expresión se puede esperar. Y quizá por ello cada uno debía llevarlo
en silencio. Y sin nada ni nadie alrededor…
Tenía un gusto como si su lengua ardiera, sus ojos no veían más que una
ominosa oscuridad, no percibía ningún sonido, respiraba olores malsanos y en su tacto
se reflejaba el dolor físico de la quema. Todo aquello surgió de improviso al morir. Y
todo desapareció como había llegado. Recibió ciertas instrucciones y llegó al lugar que
le habían encomendado. Se equivocó por unos kilómetros, pero supo orientarse bien.
No era experto en este tipo de desplazamientos ni formas de actuación. Ahora sentía
que había llegado, que había cumplido la primera y más importante parte de su destino.
Pero aún quedaba algo por hacer. Algo que se percibía al fondo de la mente como una
sensación borrosa y apenas perceptible. Algo que poco a poco va surgiendo… como
de un oscuro foso de ilimitada profundidad.
Su vida acude a su mente en oleadas, pero la marea aún está baja…
Si le motiva la venganza y todo parece tener relación con su propia muerte, quizá
Rob fuera el culpable de todo. Había sentido el impulso de ir a la casa de Doug y entre
los dos deben hacer algo con Rob…
Rob tuvo algo que ver con su muerte. Rob le mató. Le mató en su juventud, y debe
morir por ello. A través de Doug... Todo parece colocarse y tomar un orden perfecto en
la desorganizada mente de Dahl.
Estas y otras ideas se conformaron en la cabeza de Dahl. Cuando creyó que todo
se volvía nítido y claro se olvidó de la búsqueda de su propio pasado. Su vida anterior
no parecía importante. Ya se encargaría de ella después de su misión. Y su misión era
matar a quien le había matado a él. La función iba a comenzar. El telón había
comenzado a abrirse. Y un personaje aparecía sigilosamente entre las sombras,
rodeado de los accesorios del decorado. No era el protagonista, pero parecía llevar un
gran peso en la obra. Doug quedó por fin al descubierto y el público le aplaudió
rabiosamente. El rumor de la sala se extinguió con suavidad y Doug interpretó su
papel.
3
—Doug…, escúchame atentamente… —Dahl hablaba como un experto
hipnotizador. Pero lo hacía porque el plan a seguir iba trazándose con pasmosa lentitud
en su cerebro. A medida que las ideas se aclaraban, él las pronunciaba en voz alta.
Pero la hipnosis parecía surtir efecto. Doug miraba a un punto inconcreto entre los ojos
de Dahl. Escuchaba y acataba lo que oía como el más fiel seguidor de la religión que el
extraño traía consigo. — Lo que vamos a hacer, Doug, es matar a Rob. Tuvo algo qué
ver con mi muerte y debe pagarlo. Y tu me ayudarás, ¿verdad, Doug?
Dahl dejó la pregunta en el aire y no esperó respuesta.
Si Doug valoraba en algo su vida aceptaría sin más. Y así pareció ser tras el leve
gesto del viejo. Asintió con un débil movimiento de la cabeza. Y sus ojos se
humedecieron. Parecía que en el interior estuviera luchando contra lo que le guiaba y
actuaba sobre él. Estaba poseído y su poseedor y él debían hacer un trabajo. ¿Por qué
no lo hacía sólo el joven de los ojos extraños? ¿Qué pintaba un viejo como él en todo
esto?. Y matar a Rob… aquello era lo peor de todo, ¿Por qué debía hacerlo?. Era cierto
que no se llevaban nada bien, que entre ellos había leves rencillas. O incluso fuertes
discusiones, de acuerdo, pero… ¿Era eso motivo suficiente para matarle? ¿Opondría
él alguna resistencia? Eran todas preguntas tan absurdas como la situación.
Unos ojos le observaban fijamente. Y no se sentía solamente observado, también
tenía la sensación de que alguien trataba a toda costa de introducirse en su cabeza. Un
leve cosquilleo. Una punzada de dolor. Un gesto de Dahl asintiendo al descubrir lo que
está pensando…
Doug se siente desnudo, completamente desnudo frente al extraño. Está en una
cuna sin nada de ropa y con un chupete envenenado, y le dicen que se lo pase al bebé
que está a su lado. Ese otro niño es Rob. Y está llorando. Y Doug tiene la solución a
sus lloros, a su pena.
Es todo demasiado complicado.
La única forma de hacer lo que dice Dahl es querer hacerlo. ¿Qué motivo podría
tener para matar a alguien? ¿Cómo mataría a un tipo que incluso es más joven que él?
La verdad es que no eran las repercusiones religiosas las que le preocupaban. Se
bautizó e hizo la comunión, pero ahí terminó todo realmente. No había vuelto a tener
más contacto con la iglesia. No creía en todos los formulismos que la rodeaban. No, no
era la idea de un castigo eterno lo que le asustaba… temía el hecho de que lo
encarcelaran. Quizá por su edad no entraría en las cárceles normales pero sí lo haría
en otra peor. Entraría en algún manicomio con aspecto de asilo. Y posiblemente fuera
realmente un asilo con aspecto de manicomio. Y Doug no se consideraba un viejo,
pero el sistema sí le consideraba así. Esa era realmente su duda, pero otra mirada de
Dahl consiguió despejársela.
Ahora sólo restaba obtener una razón, algo por lo que luchar realmente. No
encontraba motivos para matarle, pero eso era por que sólo había pensado en los
últimos años. Algo le decía que si se remontaba al pasado, a un pasado en el que la
juventud era real y se reía con sus amigos de los andares achacosos de los viejos,
conseguiría su objetivo. Sólo era una sensación, recuerdos borrosos…, eran ideas que
no parecían haber surgido del recuerdo, era como si se las hubieran implantado en el
cerebro en el momento que más las necesitaba.
Las imágenes borrosas se fueron haciendo cada vez más y más nítidas.
En su pasado estaba la clave.
Si existía alguna razón para matar a Rob allí estaría, en algún oscuro rincón de su
mente. Y aunque parece tener muy poco tiempo, la encontrará.
Seguro.
4
Rob dormitaba en la parte delantera de su casa. En un ángulo que no le dejaba ver
con nitidez la casa de Doug. El calor y la humedad le hacían entrar en un sopor
irresistible. Estaba sentado junto a la puerta de su casa, en una silla con las patas y el
respaldo ligeramente carcomidos. Frente a él tenía tres escalones, los de acceso a la
casa. Escuchaba la música que sonaba en un viejo radiocasete que había conectado.
Era un viejo aparato, pero aún sonaba la música. Los Doors cantaban en ese momento
una de sus canciones más emblemáticas. Una canción en cierto modo agorera, una
canción que hacía ver la naturaleza mortal de todas las cosas. Una canción sin un sólo
resquicio de ánimo. The End sonaba y sonaba. La música lo envolvía todo. Era el fin…,
el fin mi querido amigo, el fin.
La letra hipnotizante rodeaba la casa. Acariciaba las ardientes arenas. Golpeaba
los tímpanos de Rob y le volvían a introducir en el recuerdo. Era un grupo antiguo.
Conoció su apogeo y su decadencia… Los años que ha vivido son más que los que
vivirá. Y eso le hace valorarlo todo en su justa medida. El sueño le rodea a la vez que la
música. Los pensamientos y la música le queman, junto con el sol. Y sus párpados
somnolientos no pueden resistir los envites de la edad, de los recuerdos, del calor
abrasador, de una música que no augura nada bueno…
La música sólo era música y él sólo era un hombre. Un hombre viejo, pero hombre
al fin y al cabo.
Estas ideas sencillas y a la vez absurdas se retorcían entre las cansadas y
escasas neuronas de Rob. Todo se arremolinó en unos segundos. Todo se ensanchó
y se encogió. Y la realidad perdió el poco valor que le quedaba. Rob cerró los ojos sin
poder ofrecer resistencia y volvió a caer dentro de sí mismo. Y nadó contracorriente
hacia el pasado. Al ritmo de toda una vida. Acompañado por una canción que dictaba
su futuro. Acompañado en el sueño por su joven Marsha Lene, que no sabe cómo
advertirle.
TRES
1
—Coge tu pistola, Doug. Ha llegado la hora…
Dahl estaba aparentemente calmado. En Doug comenzaron a formarse pequeñas
perlitas de sudor en la frente. Se levantó con las piernas temblándole por algo más que
su edad y se dirigió hacia el armario. Allí ocultaba su pistola. Y Dahl lo había sabido
desde el principio. Guardaba allí el arma desde hacía años. Mucho tiempo. No estaba
seguro de que funcionase…
—Funcionará, tranquilo.
Doug dio un respingo al oír la voz de Dahl.
Dahl, siempre Dahl…
La pistola estaba allí desde que 8 años atrás un hombrecillo regordete simulase
haber tenido un accidente. Entró en su casa y fue invitado a comer y beber algo. Y
demostró su gratitud sacando un enorme cuchillo y robando todo aquello de valor que
encontró por la casa. Luego salió corriendo y se refugió en unos matorrales. De allí
surgió el sonido de un pequeño motor. Y tras el sonido asomó un brillo metálico. Una
enorme moto que por sí sola ridiculizaba a su conductor. Posiblemente también la
moto fuera robada. Si así era, el hombrecillo había hecho un buen trabajo. Se notaba
en la velocidad que alcanzó en pocos segundos. Desde que salió de su escondite
hasta que se fue difuminando en la distancia sólo habían transcurrido unos pocos
segundos. Moto y motorista se escondieron silenciosamente entre la niebla que surgía
de la carretera y ascendía sobre la línea del horizonte. Y con ellos iban pequeñas
pertenencias de Doug. No muy valiosas en cuanto a dinero, pero sí en recuerdos…
había recuerdos insertados en aquellos objetos que al desaparecer al fondo de la
Interestatal 15 desaparecieron de la mente de Doug. Fue más o menos en ese
momento cuando desterró todos sus fantasmas del pasado y olvidó quién había sido y
lo que había hecho. Aquél día significó un cambio brutal en la vida de Doug. No estaba
ya atado a su pasado. Sólo le importaba el futuro. Bajó al pueblo, denunció el atraco
aunque estaba seguro de que nunca cogerían al atracador y compró una pistola. Una
pequeña, pero efectiva. Practicó un tiempo en las dunas, con botes de conservas y
botellas de cristal. Cuando afinó bien la puntería guardó la pistola en el sitio en el que
iba a permanecer hasta nueva orden.
La había limpiado alguna vez, pero jamás había vuelto a comprobar su puntería.
Tenía serias dudas en si seguiría teniendo cierto dominio del arma. El tiempo había
pasado y las vibraciones de la mano se multiplicaban por minutos. Si quería matar a
alguien debía estar muy cerca de él. Muy cerca…
Mientras Doug recordaba (cosa que no le gustaba nada hacer), Dahl le observaba
con una sonrisa. Sabía lo que Doug sabía. Veía lo que Doug veía. Y de vez en cuando
le introducía un falso recuerdo o una sensación adecuada para sus planes. Le ardían
los ojos y el pelo se había puesto en guardia. Era un fenómeno parecido a la
electricidad estática. Y posiblemente así fuera. Estaba realmente contento. Doug era
como un muñeco a su servicio. Una marioneta cuyos hilos reposaban en sus manos.
Todo saldría como esperaba. Estaba seguro de ello.
Doug desenroscó la tapa de la caja de galletas donde reposaba el arma. Lo hizo
sin bajarla del armario. Cogió la tapa con la mano izquierda y con la diestra acarició la
pistola. Se sintió más fuerte que el desconocido. En sus manos tenía algo con lo que
poder acabar con Dahl. Él le había dicho que no podía, pero quizá fuera falso. Leía la
mente y se anticipaba a ciertas cosas, de acuerdo, pero lo de ser inmortal ya era un
poco más complicado de creer. Y como viejo cascarrabias y huraño, que vive
relativamente solo, decidió actuar por su cuenta. Estaba harto de jugar aquel estúpido
juego. Dahl le ponía nervioso. Sentía como si el extraño manipulara su mente. Y
aquello debía acabar. Cuanto antes.
—No lo hagas, Doug. Sé lo que estás pensando y no lo conseguirás.
Doug no escuchó esas últimas palabras, las oyó pero prefirió ignorarlas. Sacó
suavemente la pistola de la caja y, sin perder nunca de vista a Dahl, comprobó que
efectivamente estaba cargada. Entre Doug y Dahl había casi tres metros, Doug tendría
tiempo más que suficiente para reaccionar en caso de que el otro hombre se
abalanzara sobre él. Comenzó a pensar que por primera vez en toda la partida era él el
que se colocaba con ventaja. Sonrió y apuntó a Dahl con una firmeza increíble. Su
temblor en las manos había desaparecido. La mirada entró en un breve estado de
locura y rabia… y cierta satisfacción. Sonrió torciendo la cara en una mueca y estiró el
brazo armado hacia Dahl. Su sonrisa chocó con la de Dahl. Doug vaciló durante un
corto instante al ver la indiferencia de aquel hombre. En lugar de estar asustado su
cara reflejaba una calma infinita. Abrió los brazos y esperó a Doug. Esperó
pacientemente a que éste disparara. Y así sucedió.
2
Rob abrió los ojos al escuchar dos disparos.
El primero se introdujo en su sueño como si formara parte de él. El segundo le
sacó de toda posible duda. Eran disparos reales.
Le costó acostumbrar sus ojos a la fuerte luminosidad del día. El sol estaba ya
muy arriba. Serán más o menos las dos de la tarde, pensó rápidamente, olvidando por
unos segundos lo que había escuchado. Y de nuevo retomó los acontecimientos. Los
disparos parecían provenir de la autopista. ¿O era la casa de Doug? … Recordó de
pronto al joven muchacho que hacía unas horas que había llegado a su casa. ¿Y si
estaba sucediendo algo?, ¿Algo malo?. Si Doug se encontraba en peligro debía hacer
algo por él. Siempre le había odiado por lo que había sucedido en el pasado, en un
pasado común, pero esto podía ser muy grave. Si necesitaba ayuda se la prestaría.
Por encima del odio estaba el sentido común. Y prefería no seguir pensando en ello.
Temía cambiar de opinión.
3
El primer disparo de Doug entró donde debería estar el corazón. Tampoco he
perdido mucha puntería con el paso del tiempo, pensó divertido...
El otro disparo lo realizó cuando Dahl caía hacia atrás por el empuje de la primera
bala. Doug se abalanzó hacia delante para reducir la distancia que los separaba y
prácticamente a medio metro le introdujo el segundo proyectil en el estómago. Dahl
quedó tendido en el suelo con los ojos muy abiertos, mirando insistentemente al techo.
Su pierna derecha vibró espasmódicamente un par de segundos y luego se paró. Y no
solo la pierna, todo se paró alrededor de Doug. La presencia de la muerte no era nueva
para él. Y su mente le amenazó con rebobinar la cinta de su propia historia y descubrir
su pasado. Pero logró calmar ese impulso. Se dejó caer en una de las sillas de la
cocina y observó el cadáver que reposaba en el suelo, justo en el lugar donde horas
antes había un pequeño charco de leche y galletas. El cuerpo había caído sin hacer
apenas ruido y eso fue lo que más le llamó la atención. Creyó que escucharía un
sonido hueco producido por el cráneo al chocar contra el suelo. Y también creyó que
ese sería el momento en el que debía enfrentarse con su pasado, pero no fue así. El
tiempo se detuvo.
4
Rob cruzó toda la casa en busca del teléfono. Sus piernas soportaban con
dificultad el ritmo que se les exigía. Temblaban como dos enormes columnas en pleno
terremoto. Pero avanzaban, y eso era lo único importante.
Para acortar espacio atravesó su habitación y tropezó con la mesilla de noche. El
cuadro de Marsha se tambaleó y Rob se detuvo, esperó unos instantes para ver si la
fotografía se caía o no y al comprobar que no era así continuó su carrera hacia el
teléfono. Cada uno tiene sus prioridades, pensó Rob. Y las mías son: primero el
pasado, más tarde el futuro.
Cuando llegó a su objetivo descolgó el auricular. ¿A quién llamaría primero, a la
policía o a una ambulancia?. Le pareció mucho más lógico avisar a la policía, ellos se
encargarían luego de llamar a quien correspondiera.
Pero no pudo hacerlo.
El teléfono no daba línea. Silencio absoluto… Rob estaba incomunicado. No podía
hacer más que esperar el desarrollo de los acontecimientos. Se asomó sigilosamente
a la ventana, desde un ángulo en el que permanecía oculto, y observó la casa de Doug.
No se oía nada. Llevaba un montón de tiempo sin ver ningún animal, ni aéreo ni
terrestre. Ni siquiera las plantas rodadoras habían hecho acto de presencia. Todo
estaba en calma, demasiado en calma. El viento soplaba con poca intensidad. El calor
abrasaba los pulmones. Esa era una zona donde no solía haber humedad. Para no
quedar a merced de las altas temperaturas lo único que debía hacerse era permanecer
en un lugar sombreado. Pero ahora el calor llegaba a todas partes. Y no era que
hubiera aparecido la humedad repentinamente, parecía que todo estuviera ardiendo. No
se podía huir del sol. Todo desprendía su propio calor. El suelo, la casa, las propias
ropas de Rob.
El infierno había hecho acto de presencia. Y el mundo de los seres humanos le
resultaba acogedor.
5
Doug posó la pistola en la mesa. La cocina estaba cargada de un fuerte olor a
pólvora. Aún quedaba cierto rastro del humo en el ambiente. Parecía que el calor había
aumentado en pocos segundos.
De pronto pensó lo que había hecho. Había matado a un hombre.
Las consecuencias asaltaron su mente desde todos los flancos. Ahora le
detendrían y le llevarían probablemente a un lugar para ancianos, pero con medidas de
seguridad aún mayores.
También podía decir que había sido en defensa propia, aquel hombre había
intentado robarle después de decir que necesitaba ayuda porque había sufrido un
accidente. Aquello sonaba bien, muy bien. La policía tenía constancia de lo que había
sucedido algunos años atrás, lo del robo y la huida en moto del ladrón. Diría que tenía
una pistola desde aquella ocasión, y que tuvo que utilizarla al comprobar que las
intenciones del extraño eran más bien agresivas. Teniendo en cuenta su edad no creía
que le sucediera nada, todos aceptarían su versión de los hechos y quedaría libre. Él
conservaría la libertad y aquel individuo que se introducía impunemente en su cerebro
desaparecería para siempre. En poco tiempo olvidaría todo lo que acababa de pasar.
Doug tenía esa poderosa facultad. Su orden de prioridades difería radicalmente del de
Rob. Primero el futuro, y el pasado no tenía siquiera un segundo lugar. El pasado,
simple y llanamente, no tenía cabida en ninguna parte.
Ahora tenía alguna duda con respecto a Rob, hacía solo un momento habría
estado dispuesto a matarle sin hacer preguntas, pero todo eso había pasado. Nadie le
decía a los oídos de su cerebro lo que debía o no hacer. Nadie se introducía ya en sus
pensamientos y los encauzaba para seguir un plan. Se sentía limpio y con un control
completo de sus actos. En el pasado, por culpa de Rob, su juventud casi se convierte
en un infierno, pero finalmente no fue así. Por ello no tiene intención de matarle.
Realmente no tuvo toda la culpa. La culpa fue mía, pensó Doug, yo admití a su hijo. Lo
que sucedió escapó a mi control. No espero que nadie me perdone, pero por ahora
procuraré vivir lo más tranquilo posible. Detrás de un montón de mentiras, pero oculto
al fin y al cabo.
Pensaba en todo esto con la cabeza reposando sobre las palmas de sus manos,
con la cara oculta entre ellas. Pequeñas lágrimas le recorren algunos de los muchos
surcos que la vejez le ha proporcionado en la cara. No está acostumbrado a pensar en
cosas tan profundas, cosas con tanta carga sentimental. Son aspectos que creía
olvidados hacía tiempo. Antes era así, pero mucho antes de que comenzara todo,
antes de que todo derivara hacia el más absoluto desastre… Fue una época en la que
pasó de ser amable y respetado a no tolerar ninguna sublevación a su alrededor. Su
mujer no debía decir una palabra más alta que otra. No soportaba los continuos lloros
de su hijo pequeño, que ni siquiera le pertenecía. Aquello duraba demasiado y encontró
la forma perfecta de terminarlo.
Dahl Hume se levantó en ese preciso instante, aplaudiendo su propia actuación.
6
A través de la ventana no se veía nada extraño. Nadie gritaba de dolor ni de locura.
Nadie hacía nada. Nada hacía nada. Todo estaba detenido. El tiempo transcurría muy
despacio… o eso parecía. El sol en lo más alto no cambió en ningún momento su
posición y eso Rob lo notaba. Algo raro estaba pasando. De lo que estaba
completamente seguro era que aquello no tenía nada qué ver con un sueño. En sus
sueños sólo aparecía Marsha y este no era el caso. Tampoco era una pesadilla,
porque de nuevo la protagonista sería Marsha. Marsha ignorándole…
Bajó la cabeza, la agitó y luego volvió a mirar la casa de Doug. Con ese gesto
eliminó la última idea, la de su eterno amor que no le hacía el menor caso, y retornó a
lo que le preocupaba. ¿Sería Doug el que estaba en peligro? ¿Sería el visitante vestido
de negro? Y… ¿qué debía hacer?. No podía pedir ayuda por que el teléfono no
funcionaba. Tampoco podía salir a la carretera a parar algún coche, se vería obligado a
pasar ante la casa de Doug o muy cerca, y eso no parecía lo más conveniente. Nada
podía hacer para ayudarle. Su edad no se lo permitía. No tenía ningún arma. Nunca
creyó que le haría falta, y siempre había estado en contra de esa absurda política de
que todo el mundo fuera por la calle con su propia pistola o escopeta. Los tiempos del
viejo Oeste habían pasado. Los forajidos ya no existían como tales y los Sheriffs no
circulan solos entre los peligros, ahora suelen ir por parejas, y vestidos de color azul.
Y, sobre todo… ¿realmente ayudaría al cascarrabias de Doug Raksin si tuviera
que hacerlo?. Tenía serias dudas. Doug solía olvidar con facilidad, pero Rob no.
Sucedió algo entre ellos que no podía ser olvidado jamás. Rob nunca lo apartaría de su
mente. Recordaba aquel instante con una nitidez espantosa. Ese momento fue el
punto de inflexión de su vida. Ahí comenzó todo. Y a partir de ahí el desastre se
confirmó. Se hizo más fuerte. Todo cambió en Rob.
El motivo del holocausto fue Marsha. El detonante fue Doug.
Doug me la quitó. Ese viejo estúpido me la quitó. La persiguió durante meses
enteros. Y ella se fue. Por culpa suya…
Rob volvió a agitar su cabeza, intentando eliminar el dolor. Pero el dolor
permaneció. Miró de nuevo a través de la ventana y todo pareció distinto durante unos
breves segundos, parecía estar viendo imágenes bajo el agua. De pronto se dio cuenta
de que no era así, lo que le inundaba los ojos eran lágrimas. Enormes lágrimas de
dolor que le reclaman su atención desde que tenía 20 años. Lágrimas que le han
seguido en su camino y le seguirán siempre… si alguien no lo soluciona antes.
Al otro lado de la ventana un tornado en miniatura se llevó los pequeños montones
de arena que el viento nocturno había formado frente a la casa. Todo lo demás parecía
discurrir con una normalidad alarmante. Marsha permanecía dentro de Rob. Y Doug
estaba fuera de él, muy lejos. En una casa donde minutos antes se había disparado un
arma. Y donde ahora algo nuevo parecía estar pasando. Una silueta se escurría tras la
ventana con cierta agitación. Por el estilo de sus pasos parecía Doug. Daba la
sensación de huir de algo. Pero Rob no vio a nadie detrás de Doug.
La escena resultaba muy extraña.
7
Doug sintió cómo se le tensaban todos los músculos del cuerpo. Los dedos de
sus manos se encerraron en torno a la barra de hierro que estaba detrás de él, la que
accionaba la apertura del horno de gas de la cocina. Apretó hasta que la sangre
comenzó a circular con dificultad y sus manos se volvían albinas. Dahl Hume le
observaba con ojos salvajes, enrojecidos y locos. Le miraba como si estuviera viendo
un animal aplastado en la Interestatal 15. Un pequeño animal que aún se movía entre
sus propias vísceras. Doug era ese animal, asustado e indefenso ante un extraño que
se acerca a gran velocidad en un coche. El coche es completamente negro. También
la tapicería es oscura. Y Dahl Hume es el conductor. Y avanza hacia él. Está a punto
de atropellarle…
—Tienes mucha imaginación, casi tanta como yo…
Cuando Doug escuchó estas palabras descorrió el velo que lo ocultaba de la
realidad. Las imágenes que estaba viendo dentro de sí mismo eran sólo un pequeño
resumen de lo que había sucedido tiempo atrás. Era algo muy parecido. Pero ahora
era él quien se encontraba amenazado, quien sería atropellado si no se apartara. Y se
apartó. Las palabras de Dahl le incitaron a correr. Y lo hizo a tanta velocidad como sus
piernas se lo permitieron.
Dahl lo observó todo. Le había costado algo más de lo que pensaba recuperarse
de los disparos, aunque sabía que tarde o temprano lo conseguiría. Lo cierto es que
aunque permaneció varios minutos en el suelo aparentemente inconsciente, percibía lo
que pasaba. Se introdujo suavemente en la mente de Doug para que éste no se
percatara de su presencia. Y conoció sus miedos. Olió su pánico inicial, aunque luego
ese terror se esfumara entre razonamientos utópicos.
Doug temió la cárcel en un principio. Luego una especie de asilo para viejos
enloquecidos y homicidas. Más tarde cayó en la cuenta de que su edad impedía todo o
parte de aquello. La idea del tipo que entraba a robar era buena. Incluso podría haberle
librado de cualquier cargo. Lo peor de todo es que había alcanzado estas conclusiones
sin saber nada de derecho. Ni siquiera tenía la convicción de que existieran cárceles—
asilo en alguna parte. No sabía nada y lo dio todo por seguro. Para Dahl aquello era
reconfortante. Doug tenía ideas sólidas en su cabeza, podía ser alguien difícil de
dominar en determinados momentos, pero ahora sus defensas estaban bajas. Y Dahl
sabía cómo bajárselas cuando así lo deseara. Su horror reposaba bajo un abrigo
marrón. Un abrigo que utilizó Doug el día que sucedió todo, con el que cubrió un cuerpo
ensangrentado. Decenas de años atrás un hombre entonces joven y emprendedor se
enfrentaba contra cargos de asesinato. Y se libraba de ellos.
Al parecer el accidente había sucedido en cuestión de segundos, pequeños trozos
de cráneo volaron en varias direcciones y la visión de la sangre y el sonido que produjo
el accidente le llenaron la cabeza. Con ambas cosas había llegado Doug hasta su
actual presente. Había intentado olvidarlas inútilmente durante toda su vida, y cuando
parecía próximo a enterrar al menos una parte, todo retornaba de forma vertiginosa por
unos conductos oxidados en su cabeza. Los recuerdos inundaban a un hombre que no
sabía nadar entre ellos. Unos recuerdos que tenían un color rojo muy sospechoso. Y
que se movían como si tuvieran vida propia.
Doug llegó hasta su habitación porque fue el lugar más alejado que sus piernas
alcanzaron. Se sentó en el borde de la cama, con el corazón a punto de saltársele por
la boca. ¿Cómo podía haber sido tan imbécil?. ¿Acaso no había visto que el cuerpo
tendido en el suelo no sangraba nada?. ¿Nada en absoluto? …
Estaba perdido y lo sabía.
Dahl llegó apenas un segundo después. Doug levantó la vista con una profunda
carga de derrota reflejada en ellos. Se miraron como si ninguno de los dos viera al otro
y Doug habló.
—Parece que realmente eres lo que dices…
Más que hablar, Doug estaba pensando en voz alta. Pero Dahl le contestó, como
si aquella especie de pregunta formulada inconscientemente y que reposaba en el aire
fuera para él.
—Si, soy lo que te he dicho, siempre lo he sido. ¿Acaso has dudado de mí en
algún momento?. —Pronunció las últimas palabras con un tono irónico, imitando la voz
de algún famoso actor que en ese momento Doug no supo reconocer. Doug también
sabía imitar voces, y estuvo a punto de demostrárselo cuando cayó en la cuenta de
que aquello sería demasiado. Llegados a ese punto nada tenía sentido. Si comenzaba
repentinamente a imitar voces acabaría volviéndose loco. Algo se desmoronaba dentro
de él y cada estupidez que decía o pensaba se volvía en su contra, como un loco dios
griego que empuja los pilares del templo que es su cuerpo y su mente. Dahl es ese
musculoso ser que amenaza con derribar su razón. Y está a punto de conseguirlo.
—¿Le matarás?— Dahl continuaba con aquel tono entre sarcástico e hipnotizador.
—¿Irás ahora a su casa a matarle…?. ¿Lo harás por mí…?
Doug se sorprendió a sí mismo asintiendo con la cabeza. Iba a hacerlo. Y para ello
debía recordar más aún, debía recordarlo todo. Cerró los ojos y volvió atrás, a
recuperar algo que quiso perder hacía tiempo. Lo encontró y obtuvo las fuerzas
suficientes para levantarse de la cama y mirar fijamente a los ojos de Dahl.
Dahl le correspondió con la mirada. Y añadió una pequeña sonrisa, mezcla de
agradecimiento y victoria. Apoyó una mano sobre el viejo y le acompañó
amistosamente a la cocina. Iban en busca del arma. Los dos juntos parecían ahora
viejos amigos de toda la vida. Ambos tenían los ojos enrojecidos y vidriosos, con un
leve toque de locura. Su parecido era ahora enorme. Los dos buscaban su venganza
particular. Los dos necesitaban la venganza para salir de su respectivo aprieto. Y la
venganza les buscaba a ellos con igual lentitud y seguridad. Todo llevaba su tiempo. Y
aquello era Todo.
8
Las sombras volvieron sobre sus pasos. Las dos iban juntas, caminando de nuevo
hacia la cocina. Hacia el punto de partida. Las dos personas aparentaban estar bien y
conocerse desde siempre. Aquel tipo de negro que había entrado en casa de Doug
podía ser un familiar. Sólo eso. Los disparos se produjeron por una de las ventanas
que no estaban a la vista de Rob. Quizá Doug estuviera mostrando de lo que era capaz
de hacer con un arma. Después había corrido a su habitación a buscar algo y el otro le
había seguido. Habían encontrado lo que buscaban y ambos compartían su
satisfacción por aquel descubrimiento.
No había visto al segundo hombre ir a la habitación, aunque sí salir de ella. Quizá
no se había fijado bien. Su vista lamentablemente no es la que era. Por lo demás nada
parecía excesivamente extraño. Podía haber ocurrido todo en la forma en que acababa
de pensarlo. Rob comenzaba a sentirse culpable por su nuevo trabajo como espía. No
podía sospechar que tenía toda la razón. Aquellos dos hombres corrían en busca de
una idea, de una excusa por la que hacer algo determinado.
Y Rob era el objetivo de ese algo determinado.
CUATRO
1
El asfalto estaba caliente y las ruedas de la ranchera amarilla de Gary Bass iban
dejando su rastro en el suelo. Gary canturreaba una canción mientras se esforzaba por
conducir adecuadamente el coche que le habían prestado. El suyo lo tenía reparando
en el taller y su amigo Liam, el mecánico, le había dejado la ranchera. No era un coche
sencillo de manejar, y aún siéndolo, la propia edad del coche lo impedía. Se dirigía a
buscar a su amigo Doug, como cada fin de semana, para llevarlo a La Cuarta Edad.
Solía hacerlo los viernes y los sábados, y aunque aquel día era jueves, la fiesta que
Keith había organizado en su bar merecía darse una vueltecita por allí. Habría barra
libre de cerveza durante una hora completa. Al parecer celebraba el nacimiento de otro
de sus nietos y nadie quería discutirle si la fiesta era demasiado exagerada o no, al fin y
al cabo Keith no solía invitar a cerveza y esa ocasión no podía ser desperdiciada.
Después de la fiesta le dirían si se pasó o no, pero de momento no querían perder la
oportunidad de beber gratis. ¿Después de la fiesta? … Si, pero un par de días más
tarde, Doug y yo no creo que nos despertemos antes. Vamos a emborracharnos como
nunca, como en los viejos tiempos. Celebraremos el nacimiento del nieto de Keith y el
dos mil aniversario del invento del retrete, lo que sea, pero lo celebraremos toda la
noche... Gary le daba vueltas en la cabeza a los planes de esa noche, de vez en
cuando esbozaba una sonrisa y dejaba salir por su boca sonriente y ladeada parte del
humo de un cigarrillo prácticamente consumido. Lo fumaba todo, el cigarrillo y el filtro.
Creía que si pagaba por todo, todo debía fumarse. Y fumaba hasta que se le
quemaban los dedos o los labios. Lo ha hecho durante toda su vida y siempre lo hará.
Aunque últimamente tiene extraños dolores en el pecho. Son extraños por que son
profundos, son parecidos al pinchazo que se siente cuando se mete algo en el ojo. Es
una sensación asquerosa, como si toda la porquería acumulada con el paso de los
años en sus pulmones se hubiera condensado, formando un pequeño cuchillo. Y cada
vez que da una calada a un cigarrillo y el humo penetra bajo sus costillas, ese mismo
cuchillo parece recibir la orden de ahondar un poco más. Cuantas más caladas, mayor
es el agujero.
Cuantas más caladas, menor es el tiempo de Gary.
Sabe perfectamente que tiene cáncer de pulmón. No se lo ha diagnosticado
ningún médico, pero cree que no hace falta. Tiene cáncer porque de vez en cuando
encuentra en la palma de su mano alguna gota de sangre. Y uno no sangra por la boca
al toser porque sí. Tiene cáncer porque el dolor que siente nunca lo ha sentido. No se
parece a nada que haya sufrido en el pasado. Y finalmente sabe cuál es su diagnóstico
porque un amigo suyo había muerto algunos años atrás por lo mismo. Cáncer de
pulmón. Y tenía los mismos síntomas. Gary le había visto con vida en un momento y
sin ella al siguiente. Fue él quien sujetó el cuerpo de su amigo cuando caía al suelo.
Fue él y sólo él quien le acompañó aquel día y comprendió lo que era el cáncer. Por
eso sabía que lo tenía. Y ningún médico podría ponerle las zarpas encima y decirle lo
que él ya tenía claro desde el principio. Su amigo tuvo que estar recluido en un hospital
hasta el día de su muerte, ese día cayó al suelo en su intento por llegar al baño. Gary le
había sujetado y había comprendido que el hospital sólo alargaba el sufrimiento, que al
final la muerte sobrevenía de igual modo estuvieras donde estuvieras. Y siempre te
caías al suelo, siempre.
Gary no quería pasar por aquello. No quería preocupar a lo que le quedaba de
familia. Viviría a tope hasta que el momento decidiera llegar. Invitaría a una cerveza a la
muerte y si ésta aceptaba aún viviría algunos minutos más. Luego, más tarde, moriría.
A todo el mundo le toca morir. Mejor de cáncer de pulmón que no de próstata, pensó el
moribundo Gary Bass; mientras sonreía, dejaba salir el humo que había tragado y su
cuchillo interior le cortaba alguna fibra más de sus pulmones.
—Joder, qué calor hace hoy…
Se sorprendió un poco al oír su propia voz, pero se dio cuenta de que era normal,
de que era algo que debía haber dicho no solo en voz alta, sino gritando, con la
esperanza de que Dios conectara el aire acondicionado en la zona. Solo un poco, un
ratito nada más.
Gary sudaba como un auténtico cerdo. Le caían enormes gotas por las mejillas. Y
ese sólo era el sudor visible…, tenía miedo de que al levantarse frente a la casa de su
amigo Doug hubiera un charco en su asiento. Tardaría un buen rato en convencerle de
que no se había meado, que su edad no quitaba fluidez a sus actos más vitales. Y
Doug seguiría con la broma otro rato más. Pero su forma de actuar le gustaba, podía
ser un cabrón en ocasiones, pero si necesitaba un amigo para lo que fuera, sabía que
podía contar con él. Era un buen tipo. A su manera.
Tenía abundante pelo en casi toda su cabeza. Casi toda… excepto en la zona
donde el Papa lleva una pequeña gorrita. Todos se reían en el pueblo por ese detalle,
parecía un tipo religioso. Y cualquiera menos él podría tener algo de religión en sus
actos. Incluso el mayor de los delincuentes. Ha cometido suficientes delitos toda su
vida como para desconectarse totalmente del mundo divino. Y al revés. Aunque de vez
en cuando aún le quedaban ganas de bromear con Dios, como en el caso del aire
acondicionado. Así que Gary creía en Dios, pero creía en él a su manera. Y siempre
con la convicción de que era alguien en quien no se debía confiar. No solía hacer caso
a lo que los humanos le pedían. No había curado al amigo de Gary ni había eliminado
su sufrimiento. Murió vomitando sangre en enormes cantidades. En ese momento
perdió Gary contacto con la religión. Y creo que Dios se siente ahora más cómodo al
no tener que vigilarme como antes… vaya, ¡si hasta parece que me debe una!, Pensó
divertido. Algún día se la reclamaría, seguro.
Sin dejar de sonreír observó las casas de Rob y de Doug como dos manchas en
el horizonte.
—El horizonte necesita una limpieza, ¿Eh, Dios?, —dijo mirando al cielo azul y
entornando los ojos como si fuera la mejor broma que había hecho en su vida. Lo que
no sabe es lo cerca que está de la realidad. Y lo cerca que está de su propia limpieza
entre las borrosas manchas del horizonte. Unas manchas que se transforman en
casas a medida que la distancia se reduce. Unas casas que se acercan a velocidad
endiablada, a más de 100 kilómetros por hora.
2
Doug recogió la pistola que había posado sobre la mesa de la cocina. Miró si aún
quedaban balas y pareció disfrutar al comprobar que así era. Aún quedaban cuatro en
el cargador. Todo esto lo hizo bajo la atenta supervisión de Dahl, que se había situado
detrás de él como un padre que controla a su hijo que a comenzado a andar para que
no se caiga al suelo. Veía que la mayor parte de su plan estaba hecho, y esa mayor
parte era convencer a Doug para que matara a Rob. Dahl no quería verse implicado en
nada de aquello. Sólo podía ser asunto de Doug Raksin. Una pequeña ayuda a escala
mental y el viejo iría corriendo en busca de Rob. Pero no podía suceder todo tan rápido,
no debía ser así. Quizá Rob ya sospechaba algo y estaría alerta. Habría oído los
disparos con toda probabilidad, así que no iba a permanecer como un tonto sentado en
el sofá de su casa, mirando la televisión y esperando a que ellos dos aparecieran con
el arma... Pasad los dos, sin miedo, y veamos la tele un rato juntos… cuando os
canséis de ver este concurso de belleza podréis matarme; Yo, particularmente, creo
que la mejor chica es la de nuestro país… ¿No pensáis vosotros lo mismo? …
No, aquello no sucedería. Rob observaría toda la escena y por ello Dahl debe ser
enormemente cauto, ningún fallo es válido. No se permiten errores. Dahl no está
dispuesto a perder todo lo que ha ganado en unas horas por una precipitación. Nada
debe salir mal. Ninguno tiene familiares vivos que puedan aparecer de improviso por
allí. Rob no puede comunicarse con el pueblo por que los teléfonos no funcionan (Dahl
había sabido cómo encargarse de ellos). Y Gary Bass, el amigo de Doug no vendrá por
que sólo lo hace los viernes y los sábados. El camino está despejado. Y al final del
camino encontrará las respuestas a todas sus preguntas. No sabe por qué, pero está
seguro de que esa es la única manera.
3
Rob permanece escondido. Sospecha que no todo es tan sencillo como ha
pensado por un instante. Suena demasiado cómodo, es como una historia apropiada
en oídos de un oyente acertado. Todo se resume en pocas palabras. Y el propio
resumen está ferozmente alejado de la realidad. No es demasiado normal que se
estropee el teléfono. Y que a la vez aparezca un extraño simulando un accidente. Y
está seguro de que es simulado, porque cuando le vio entrar en casa de Doug cojeaba
vistosamente. Hace un momento le ha visto salir de la habitación de Doug, en dirección
a la cocina. Y no cojeaba. Nada en absoluto.
Al principio todo parecía complicado. Luego más sencillo. Ahora volvía a colocarse
cada una de las partes del rompecabezas en el mismo lugar que en el origen. Ninguna
pregunta se veía despejada, pero el enigma aumentaba por momentos, era como una
onda originada por una piedra en un estanque… la onda aumenta a cada instante y
cuando parece que ha desaparecido, un poco más allá se distingue una leve
ondulación y ésta no desaparece ya hasta que definitivamente los ojos no pueden
hacer nada por seguir su camino.
Rob Dornish notaba cómo perdía pelo por la tensión. Cuando cumplió los 20 años,
sus entradas eran como las de alguien con 30, las tapaba con una media melena, pero
ésta cada vez perdía más y más consistencia, debido a que debajo de la capa larga no
existía otra que sustentase a la primera. Perdía pelo y eso le amargaba la vida. Utilizó
multitud de productos para solucionar su problema, pero era hereditario y no existía
solución posible. Su pelo acabó cayendo casi definitivamente tras su separación con
Marsha. Se le caía por dos cosas, por la herencia (su padre y toda su ascendencia
fueron calvos a corta edad) y por el nerviosismo y la preocupación. Cuando tenía
exámenes notaba más pelos en el peine que de costumbre. Cuando surgía algún
problema en su casa o con Marsha, la tensión acumulada dentro de él le provocaba
también la caída de cabello.
Pero con la marcha de aquella chica… ahí acabó todo para él. Dos años después
se cortó el pelo y todo el mundo pudo ver lo que realmente ocultaba. Con el paso del
tiempo aumentó la nitidez de su cabeza y consiguió mitigar el complejo inicial. Pero lo
logró en parte por que se pasaba el día recordando a Marsha.
Si, Rob notaba de nuevo cómo perdía pelo. Lo notaba porque se pasaba la mano
por la parte trasera de la cabeza (ahí estaba el último territorio ocupado por el pelo) y
entre sus dedos quedaban débiles pelos enroscados. Se le caía por que estaba
nervioso. Se le caía porque presentía que las cosas sólo habían comenzado. En
cualquier momento le tocaría a él también actuar en la función. Sólo estaba esperando
una señal para comenzar a interpretar.
No confiaba recibir aplausos al final.
4
Un hilillo de humo blanco salía del motor de la ranchera amarilla. Gary ya se temía
lo peor, quedarse tirado en la Interestatal… Por ello decidió seguir adelante, forzando
un poco más el coche, tenía la sensación de que si paraba un momento no volvería a
moverse. Y todo el mundo sabe que nadie recoge a nadie en la Interestatal 15, pensó
Gary, si puedo llegar hasta la casa de Doug llamaré a una grúa desde allí.
No era la primera vez que se quedaba tirado en la carretera, en la última ocasión
tuvo que caminar 6 kilómetros haciendo el mismo recorrido, hacia la casa de Doug.
Había sucedido la semana anterior, el sábado, y el coche aún estaba en reparación. La
factura prometía ser abultada. Liam Hadman, el mecánico del pueblo (y de varios
kilómetros a la redonda) tenía la mala costumbre de hacer el trabajo el día después de
cuando se debía. Poseía el récord en cuanto a tiempo para arreglar un automóvil, se
cuenta por el pueblo que para cambiarle las bujías a uno de los coches que pasó por
allí tardó casi dos semanas. Siempre ponía la excusa de que tenía más trabajo
acumulado del que pensaba y lo primero era lo primero. Pero lo cierto es que todos le
veían tomar copas en un bar cerca de La Cuarta Edad. Se pasaba allí todo el día, y
cuando ocasionalmente salía, no debía ver más allá de la punta de su nariz. O lo veía
todo doble y por eso prefería no hacer nada. Al menos era cuidadoso.
El motor ronroneaba como si se estuviera muriendo. De vez en cuando tosía y
escupía pequeñas volutas de vapor. Vaya, pensó Gary sorprendido, este coche es
exactamente igual a un ser humano. Hace lo mismo que nosotros. Está viejo y
herrumbroso igual que Doug y que yo. Y también debe tener cáncer de algo parecido a
un pulmón ahí adentro. Lo está pasando realmente mal. Quizá solo sea que le falta
agua… pero juraría que Liam me dijo cuando me lo prestó que estaba todo en su sitio.
Aunque no debí fiarme de un tipo con la nariz enrojecida por el alcohol… ¡Mierda!,
Como no lleguemos a la fiesta por culpa de Liam no le pagaré absolutamente nada.
Gary Bass sólo tenía 74 años, pocos en relación con los amigos que frecuentaba.
Él era uno de los más jóvenes. El resto solía tener edades muy por encima de los 75.
Doug, por ejemplo, tenía 6 más que él. Así que le quedaba relativamente poco para ser
un socio de honor en su grupo. Eran los viejos verdes de la zona. Gritaban y silbaban a
cualquier chica que se ponía a tiro. Ellos decían que sólo les lanzaban piropos, y no
obscenidades, pero eso habría que preguntárselo a las pobres chicas que llegaban a
su casa temblando por lo que habían escuchado y confiando en que su madre supiera
quitarles de encima lo mal que se sentían. << —Todos los hombres son así, y más
aún esa pandilla de viejos que no encuentra nada mejor que hacer. Creen que te dicen
algo bonito, pero sólo farfullan estupideces. Y sus estupideces forman parte de su
estúpida conducta. >> Después de escuchar algo parecido a esto, las chicas perdían
el miedo que habían adquirido, y lo hacían enfrentándose a todos los hombres por
igual. Eso sucede desde siempre.
Pero es divertido, pensó Gary con una sonrisa. Es muy divertido. Lo bueno es que
alguna que otra vez las chicas nos hacen caso y se vienen con nosotros a dar una
vuelta. Lo malo es que cuando eso sucede es por que, o bien hemos pagado, o bien
las chicas, sabiendo que solo miraremos, han decidido desinhibirse con nosotros. Sea
como sea, de vez en cuando nos lo pasamos bien. Parecemos jovencitos en busca de
su primera chica. Espero que mi mujercita sepa perdonarme cuando nos veamos allá
donde está.
La mujer de Gary Bass había muerto hacía ya casi 6 años. Le costó superarlo
algo más de 4, pero al final se mentalizó de que no debía preocuparse, por la edad que
él tenía, en poco tiempo volverían a verse. Esta vez en un lugar con mucha luz, y con
angelitos bailando a su alrededor. Eso es lo que dicen por ahí…
5
—¿Cuál es el plan? — Preguntó Doug dirigiendo su mirada perdida a Dahl.
—Ahora te lo mostraré…
Dahl tensó los músculos y meditó sobre lo que estaba sucediendo. Le había
costado mucho tiempo convencer a Doug para que matara a su vecino. Ahora Doug
estaba totalmente descontrolado, esperaba que Dahl le dijera cómo hacerlo para correr
con un arma en la mano en busca de su víctima. Podía escapar a su control y eso
sería algo negativo para sus planes. Unos planes que ni siquiera ahora estaba seguro
de cuál era su finalidad, no comprendía su objetivo, pero debía hacerlo.
—Mira la pared.
Doug movió la cabeza hacia allí y permaneció expectante.
Dahl levantó una de sus manos y situó la palma frente a la pared. Una luz clara y
nítida surgió de ella y la envolvió. Luego lanzó un chorro de aquella luz hacia la pared.
Era una luz rojiza y el juego de sombras formaba llamas. Eran llamas que surgían en
todas direcciones y hacia todos los sentidos. La pared perdió su forma rígida y adquirió
relieve, había algo tras el fuego. Era el infierno tal y como siempre lo había interpretado
Doug. Su cara cambió en un momento, perdió la confianza en sí mismo, eso era lo que
buscaba Dahl, no podía permitir que aquel viejo se le fuera de las manos, por eso le
mostró lo que se encontraría en caso de error.
Dahl extendió su brazo libre y empujó a Doug hacia la pared. En un instante el
cuerpo del temeroso anciano cayó entre las llamas y fue devorado por éstas. Ni
siquiera forcejeó, se limitó a caer hacia delante y permanecer tendido más allá de
donde segundos antes se hallaba la pared. Estaba dentro de su propio infierno, el
infierno tal y como se lo habían explicado en clase de religión. Tuvo miedo y pánico de
su situación, pero todo saldría bien si seguía al pie de la letra lo que le ordenasen.
—¿Te gusta, Doug?. — La voz de Dahl sonaba distante y difuminada, como si
entre él y Doug estuviera pasando en ese preciso instante un eterno tren de
mercancías.
Doug no dijo nada. No podía decir nada. Giró la cabeza y observó a Dahl, en su
mirada había dolor y miedo. Estaba sufriendo lo indecible entre aquellas llamas. Su
cuerpo no se consumía pero la piel vomitaba volutas de un humo blanco y espeso. Aún
así, el dolor de arder vivo era infinitamente menor que el dolor que representaba ver el
paraje desolado que era el infierno. El fuego sólo era la puerta. Y esa puerta era el
último contacto con la realidad. Era el último lugar donde se sentía algo. Y el dolor era
preferible a la desconexión total a la que se veían sometidos todos los condenados.
Muchos de ellos gritaban, pero no de dolor, gritaban porque querían oírse a sí mismos.
Vacíos de sensaciones no son nada. Y lo saben. Y les duele. Y les dolerá
eternamente…
Doug no desea acabar como ellos. Si hace lo que Dahl le pide tardará más en
caer en el infierno que si no lo hace. Y hasta el último segundo merece la pena ser
apurado para no entrar ahí.
—Te noto un poco incómodo, —dijo Dahl al tiempo que acercaba su cara al
cuerpo de Doug.— ¿Vas a hacer lo que yo diga?, ¿Sin vacilación?.
—Si —, dijo Doug sorprendiéndose de poder articular palabras en su estado.
Dahl tapó sus ojos con la mano derecha. El fuego desapareció. Doug quedó
tumbado en el suelo, en posición fetal, tiritando ahora por el cambio brutal de
temperatura.
—Vamos, Doug, levántate. No tenemos todo el tiempo del mundo. Y si te
equivocas te pasarás el resto del tiempo que le queda al mundo en el corazón del
infierno. De eso me encargaré personalmente.
—Po…oor favo…r, — Doug se recuperaba lentamente.— dim…e lo que debo
hacer y lo ha…ré. Puedes contar conmigo.
—Así me gusta, Doug, que pienses con la cabeza. No eres tan tonto como
pareces. Me caes bien, ¿sabes? … me caes mejor de lo que jamás llegué a pensar.
Dahl estaba radiante por primera vez en mucho tiempo. Todo parecía ahora
encauzado. Doug estaba bajo su control, Rob no se había movido de su casa (de
alguna forma estaba seguro de ello) y no tenía previsto visitas de extraños por la zona.
Todo va bien. Perfecto…
—Escúchame, Doug, vas a hacer lo siguiente…
6
El motor rugió por última vez y escupió una nube negra de humo por el tubo de
escape. No sucedió nada más. Gary se maldijo por su mala suerte, pero nada podría
hacer por el momento. Salió del coche y cerró detrás de sí violentamente la puerta.
Estaba muy enfadado. Si mi cáncer aguanta el tuyo también, cabrón. Y le sacudió una
tremenda patada por atrás, junto al tubo de escape.
El coche estaba rotundamente inerte. Ni un pequeño carraspeo podría volver a
oírse en la garganta de aquel animal. Estaba muerto y bien muerto.
Gary cogió su gorra del interior del vehículo y comenzó a caminar hacia las dos
casas. Se encontraban a algo menos de un kilómetro. Desde allí avisaría a una grúa.
Soltó una maldición por la sucia jugarreta del coche, otra por el dolor agudo que le
había quedado en el pié, por su absurda patada y una tercera por el calor que hacía en
aquella zona. Las suelas de sus zapatos se derretían al contacto con el alquitrán
caliente. Y el alquitrán se derretía a su vez bajo el peso de Gary. Se quitó la roída
camiseta de tirantes que tenía pegada al cuerpo por el sudor y siguió caminando. Soltó
varias maldiciones más por el camino. Todo parecía lo suficientemente importante
como para ser merecedor de una maldición gratuita. Todo salvo lo que sucedía entre
las dos casas. Aquella era una maldición que conllevaba un precio inimaginable.
Eterno.
CINCO
1
Cuando Doug abrió la puerta llevaba en su mano derecha el arma. Detrás de él
estaba Dahl, sumergido entre las sombras del umbral, observando todos y cada uno
de los movimientos de todo lo que le rodeaba. Sus ojos parecían ahora los de un
camaleón, miraba a todas partes al mismo tiempo. Ningún gesto, por poco perceptible
que fuera, escapaba a su control. Estaba relativamente nervioso por que desconocía la
situación real de Rob. No le controlaba como controlaba a Doug. No lograba
introducirse en la mente de aquel hombre, y eso le llamaba poderosamente la atención.
Doug era vulnerable, pero no Rob.
Las ideas en la cabeza de Dahl estaban ordenándose poco a poco, muy
lentamente. Creía estar seguro del motivo por el que utilizar a Doug para matar a
Rob… era sencillo pero a la vez complicado. Dahl no debía verse implicado en otro
asesinato. Sí, otro…
En el pasado, en alguna parte, había matado a alguien.
Rob debía tener mucho qué ver con aquella muerte y lo pagaría caro. Como
controlaba a Doug con una perfección increíble no le costaría nada hacerle daño a Rob
sin ser él mismo el asesino. Después se iría y todas las culpas recaerían en el hombre
a quien manejaba como un arma cargada. Las armas las carga el diablo, todo el
mundo lo sabe…, pensó divertido. Y siguió observándolo todo. Con todo detalle…
Dahl acabaría limpio, Rob muerto y Doug entre rejas. Todo parecía ir por el buen
camino… o al menos por el camino preestablecido.
El sol incidía directamente sobre los ojos del hombre que portaba nervioso una
pistola. Pero no parpadeaba. Estaba quieto frente al umbral, a escasos centímetros por
delante de Dahl. Aguardando las órdenes definitivas. Esperando para salir a cazar. Con
un montón de ideas rondándole la cabeza. Todavía no sabe lo que hace. Ni lo que va a
hacer. No está seguro de que matar a Rob sea una buena solución. No quiere hacerlo,
pero lo va a hacer. Tiene motivos más que suficientes, los ha recordado todos, uno
detrás de otro. Podrían ambos haber muerto de viejos sin que sucediera nada, sin que
ningún recuerdo de aquel desastroso pasado hubiera vuelto a sus mentes. Sin ningún
problema. Pero Dahl lo ha complicado todo, Dahl sabe perfectamente lo que quiere y
cómo lo quiere. Y a simple vista ha elegido a la víctima y al asesino perfectos. Con
motivos fundados para que suceda lo que está a punto de suceder. Y él no es ahora
nadie para impedirlo.
Rob observa la escena desde su casa, escondido en una esquina de la ventana,
donde permanece oculto y puede verlo todo con más detalle del que le gustaría. Ve
locura en los ojos de Doug. Los ojos del hombre que le acompaña están ocultos tras
las sombras de la entrada de la casa. Llevan un buen rato inmóviles. Doug tiene la
mirada absolutamente perdida, pero la locura que se refleja en ella parece aún
dormida. Tiene la cabeza gacha y un arma en su mano derecha. Están separados por
muchos metros pero lo ve todo con un detalle que realmente le impresiona. Los
sentidos se agudizan cuando el peligro está cerca. Rob siente el peligro justo delante
de él. Y tiene los sentidos silbando como una olla a presión a punto de estallar.
2
Gary se acercaba a la casa de Doug por la parte de atrás. Ni un sólo coche había
pasado desde que se le estropeó el suyo. La carretera que cruzaba el inmenso
desierto era también un desierto. Nada se movía. Por ningún lado.
El viento se había detenido. El calor parecía aumentar. Las plantas rodadoras no
hacían acto de presencia.
Todo estaba envuelto en un extraño halo de soledad. Gary se sintió como se
sentiría alguien que sabe que es el último en la tierra. Un hombre triste y solitario que
se dedica a vagar por todas partes en busca de un lugar para morir. Gary está
buscando ese lugar y, a juzgar por su débil canturreo de canciones olvidadas, ignora
que está más cerca de lo que imagina.
A escasos doscientos metros, Gary se detiene para coger aire. Parece una
diminuta ballena consumida en el mar del cáncer. De vez en cuando sale a por
oxígeno, pero eso no impide su vuelta al mar.
Cuando recupera ligeramente las fuerzas, retorna de nuevo el camino hacia las
ahora enormes casas de aquellos dos extraños viejos. Una de ellas, la de Doug, hacia
la que se dirige, le está tapando el ardiente sol. Mira al cielo y agradece a quien le
escuche que la temperatura haya disminuido un poco en la sombra.
Desde el cielo surgen risas imperceptibles.
3
El arma quedó amartillada bajo la presión del dedo pulgar de Doug. Dahl había
hablado con él sin abrir la boca, le había transmitido las órdenes oportunas. El principio
de todo estaba cerca, y con él el final.
Doug comenzó a caminar. Dahl le seguía a escasos metros.
Rob observó la escena inquieto. Desde donde estaba podía verles, pero ese lugar
no serviría de escondite cuando estuvieran realmente cerca. Se levantó todo lo
sigilosamente que su edad le permitió y retrocedió hasta la cocina. Iba lentamente,
como si el hacer el mínimo ruido le dejara totalmente al descubierto frente al enemigo.
La voz de Dahl resonó en ese momento, con una intensidad y un tono inhumanos.
Pronunció el nombre de Rob. Y esperó.
Rob no contestó. En lugar de eso se quedó un instante petrificado, sin capacidad
de reacción. Aquella voz parecía surgida de una garganta a medio terminar, era como
si el sonido se tropezara en su salida con decenas de grietas dentro de la boca del
chico que acompaña a Doug. Una boca que con seguridad no pertenecía a este
mundo.
Cuando logró encauzar de nuevo el aire hacia sus pulmones, continuó caminando.
Buscaba el teléfono, con la esperanza de que hubiera recuperado su función. Debía
llamar a la policía antes de que fuera demasiado tarde.
Al atravesar su habitación tropezó con la cama, y ésta, a su vez, con la mesilla de
noche. La foto que reposaba sobre ella cayó hacia delante, como la señal de un mal
presagio. El cristal del portafotos se rompió sin apenas ruido. Rob observó la escena
incapaz de cubrir el espacio que le separaba de la mesilla en el tiempo que la foto se
caía. Después de que todo sucediera se acercó con extrema lentitud a la imagen de
Marsha y la observó detenidamente. El cristal, con el paso del tiempo, había perdido
calidad. No era totalmente transparente. La fotografía se veía ahora mucho más nítida
que en los últimos años. El cristal la había protegido. Parecía reciente.
Es como si le hubieran sacado esta foto ayer mismo… pensó Rob distanciándose
voluntariamente de la realidad. Perdiste tu juventud y moriste joven, pero tu belleza
permanece siempre en el recuerdo. En mi mente. Junto a mi cama… Me has
acompañado toda mi vida. No debiste morir tan joven, chica. No debiste irte con él.
Con el paso del tiempo tu cabello se volvió más oscuro. Tus ojos encerraban algo
distinto a la felicidad que en ellos guardabas cuando estabas a mi lado. Cambiaste
brutalmente. Él te cambió. No sé qué te hizo, pero lo pasaste mal. Tu muerte fue por su
culpa. Si hubieras permanecido a mi lado no habría sucedido nada. Nada en
absoluto… La cabeza de Rob gira ahora vertiginosamente. El pasado y el presente se
entremezclan y chocan contra un futuro inexistente. Rob pierde el control de sus actos
y cae al suelo con la foto en su mano. La expresión de su cara pasa repentinamente
del aturdimiento por lo que sucede a la tristeza. Una tristeza profunda y sin límite. Con
principio pero sin final… Las lágrimas brotan de los ojos de Rob como un río
desbordado. La consciencia se va y viene como la luz en una larga noche de tormenta.
Todo es confuso y todo tiene un nombre, Marsha. Y un culpable, Doug…
Rob abrió los ojos como si hubiera despertado de una pesadilla, la pesadilla era
Doug. Miró la foto por última vez y la guardó en el bolsillo de su camisa. Era el camino
más corto hacia el corazón… Esto tiene que acabar de una vez. Todo entre Doug y yo
debe solucionarse ahora. No lo soporto más. Toda mi vida he convivido con él y lo he
pasado peor que en el mismísimo infierno. De alguna forma acabó con la vida de
Marsha. Y con la de su hijo… y lo pagará.
Se levantó y atravesó el pasillo en dirección a la salida. En su camino dejó atrás el
teléfono descolgado. Seguía vacío y muerto.
4
Dahl cerró los ojos un breve instante. Doug recibió una ligera punzada de dolor,
acompañada por una sensación de inseguridad total. Se sentía a punto de caer al
suelo. Sus piernas temblaban como si fueran a derrumbarse de un momento a otro. Su
cuerpo vibraba al compás de las piernas y el equilibrio había perdido toda operatividad.
Detrás de esos síntomas se escondía una orden. Doug debía acatarla a la perfección,
sin vacilar cuando llegara el momento. Dahl se ha encargado de eso, tenía su mente
sometida por completo. Le controlaba en todos los aspectos. En cierta manera… era
como si los dos fueran uno solo. Doug recuperó la estabilidad de nuevo y se dirigió
hacia la puerta de la casa de Rob. Iba a llamar como si nada sucediera, como si
necesitara un poco de sal para la comida que estaba preparando y Rob fuera el único
con sal en aquella zona. Así era de todas maneras.
Avanzaba totalmente convencido de lo que iba a hacer. Nada le frenaría ahora. Se
quedaría en paz consigo mismo y con Dahl. Todo acabaría y, aunque los
acontecimientos alrededor del asesinato se sucederían vertiginosamente, la
tranquilidad reinaría en todas partes. Estaría tranquilo en el asilo o psiquiátrico que le
enviaran. Muy tranquilo. Con una carga menos. Sin una preocupación que llevaba años
acosándolo.
Quizá sea cierto eso que dicen, que arrancando las cosas de raíz, no vuelven a
crecer, pensó mientras tensaba aún más los tendones de su mano derecha… quizá
sea cierto.
Cuando estiró su mano izquierda para llamar al timbre la puerta se abrió.
Ocurrió repentinamente. Las cosas se torcieron y el guión que Dahl había trazado
no se respetó lo más mínimo.
Rob estaba en el umbral, sin ningún arma a la vista. Con los ojos encendidos y a
la vez cansados. Deseaba que todo terminara de una vez.
Cuando los ojos del proyecto de asesino se cruzaron con los ojos del proyecto de
asesinado todo saltó en mil pedazos.
SEIS
1
Rob no había apagado la radio. Había estado sonando desde que se durmió en la
parte trasera de la casa. Unos minutos más tarde despertó por el sonido de varios
disparos.
En la radio, la música envolvente surgía a duras penas entre el sonido nevado de
las pilas medio gastadas. El sonido era opresivo, ominoso. Se unía al calor y
provocaba una mezcla explosiva.
Debía ser un especial de The Doors, por que las canciones pertenecían una y otra
vez a ese grupo.
Cuando Rob y Doug se encontraron cara a cara, la canción que en ese momento
se escuchaba era la de Jinetes en la tormenta. Apenas se entendían las letras debido a
las interferencias, pero un par de frases se dejaron escuchar, como si esas frases y la
vida real se hubieran unido sólo por divertirse un rato.
<
El asesino era Doug. Y su cerebro se retorcía como un sapo bajo la presión de
Dahl. Todo coincidía y todo resultaba imposible.
2
Rob no estaba armado.
Doug le miraba sorprendido y asustado. No se había esperado aquella
intervención. Imaginaba que Rob había huido al verles acercarse a la casa. Pero no era
así. Ahora, en cambio, les estaba haciendo frente. Miró hacia atrás, a Dahl, y observó
en su mirada un cierto tono de rabia. Quizá no entrara aquello en sus planes. Pero algo
le decía que cumpliría con su misión de una u otra forma. Cada uno tenía su orden de
prioridades…
Rob esperó un despiste, y lo encontró al cabo de unos segundos. Doug, el que
llevaba el arma, miró hacia atrás y perdió de vista su objetivo. El otro hombre, un chico
de unos 20 años, le miraba con una actitud muy extraña, pero no podía perder tiempo
en absurdos análisis de la situación. Debía actuar pronto. Quizá no tuviera más
opciones en el futuro. Olvidó su edad y saltó.
Doug recibió un violento golpe en la parte trasera de la cabeza. La frente de Rob le
golpeó cuando se abalanzó sobre él y, ambos abrazados, en una posición
extrañamente absurda y complicada, cayeron al suelo. Entre la neblina de polvo seco y
rojizo que se formó se advertían los ojos de Dahl, que lo observaba todo con pánico
contenido. Lo que había calculado se le estaba escapando de las manos y no podía
hacer nada para evitarlo. No podía ni debía intervenir.
Los dos ancianos forcejeaban sin emitir ningún sonido. Parecía una pelea filmada
en los años 20. Con la única salvedad de que no era en blanco y negro. La pelea se
rodaba en rojo. Rojo sangre.
Estaban ambos luchadores en un ring de arena en medio del desierto. No había
nadie que aplaudiera la victoria de uno u otro. No había nadie que levantara la mano del
vencedor. No había nadie.
Los dos, Doug y Rob, estaban tumbados en el suelo, abrazados como si se
tratara de la noche de bodas de dos amantes sin experiencia. No encontraban la
posición idónea.
La pistola se había escurrido de la mano de Doug cuando todo comenzó, la
sorpresa hizo que perdiera el control de su arma. Estaba a unos metros de ellos, cerca
de Dahl.
Dahl no podía recogerlo.
No podía involucrarse.
Y no conocía el motivo.
Los dos ancianos, cansados por los años que dinamitaban sus huesos, daban
pequeños coletazos en el suelo. Coletazos cansados también, con la misma fuerza
con la que se pelearían dos bebés recién nacidos colocados en la misma cuna. El
espectáculo era lamentable y triste a la vez. No había fuertes golpes. No había
estrategia de ningún tipo. El odio contenido se transformaba en violencia furiosa y poco
certera.
3
Algo, en la cabeza de Rob, accionó el interruptor del pasado.
Entró de nuevo en el familiar túnel que le conducía a través de los años. Marsha le
llamaba desde el otro lado, le decía que parara, que no debía continuar. Luchar por lo
que había terminado medio siglo atrás le parecía ilógico. Marsha no deseaba que Rob
luchara sin motivo... Y si a ella no le parece lo correcto, pensó Rob, a mí tampoco.
Doug sintió cierto alivio cuando los dedos de Rob anularon la tensión y se alejaron
del cuello amoratado. El grosor de la piel, a esa edad, se vuelve tan ínfimo que con el
menor tropiezo aparecen marcas enormes. La piel se debilita y adelgaza, como si con
el pasar del tiempo se fuera desgastando.
Rob se levantó como pudo y, una vez en pie, al verse apretados sus pulmones
contra las costillas, comenzó a toser violentamente. Había sufrido algo de asma en su
pasado, en su juventud, pero nada importante. El acceso de tos en ese momento le
recordó otros más antiguos… Vaya, se diría que estoy recuperando mi juventud,
pensó divertido. Y sonrió, a pesar de las lágrimas que asomaban a sus ojos por el
esfuerzo.
Doug le miró con los ojos cansados por la fatiga que le inundaba. Desde su
posición, casi tumbado en el suelo, veía a su enemigo en perspectiva. Su cabeza
parecía alejarse hasta perderse de vista. En parte por la distancia, en parte por el
enorme brillo del sol. Pero lo que más le enfurecía era aquella misteriosa sonrisa en los
labios de quien había arruinado su vida. Merecía morir. No le cabía la menor duda…
—Doug, ¿Qué estamos haciendo?
Rob no obtuvo ninguna respuesta a su pregunta. Ni creía que fuese a obtenerla. El
brillo en los ojos de su contrincante, aquel leve halo de locura, no había desaparecido.
Le observó mientras se levantaba y, tras mirarse fugazmente a los ojos, Doug le dio la
espalda y comenzó a caminar hacia Dahl.
—Dime, ¿Qué es lo que nos ocurre, Doug?. ¿Lo sabes?. ¿Tienes idea de por qué
hacemos esto?. ¿Es por lo que yo creo?
Rob hablaba a la espalda de Doug, que se alejaba con el resto de su cuerpo,
renqueante, vadeando inocentemente los montoncitos de arena resultantes de la lucha.
Doug parecía no prestar atención, pero escuchaba atentamente. Y lo que oyó le
pareció tan absurdo que rompió cualquier pequeño lazo que aún quedara entre su
locura y la realidad. Se pasó al otro lado de la cordura al tiempo que comenzaba a
gritar.
—¡¡PREGUNTAS DEMASIADO!!, ¡¡CÁLLATE!!— Doug pronunció estas palabras
y luego se detuvo. Miró de reojo hacia atrás. En su mirada había rabia. Rabia y odio que
luchaban por escapar de la pequeña cárcel que los contenía. —¡¡NO SABES LO QUE
DICES!!, ¡¿CREES QUE TODO ES TAN FÁCIL?!, ¡¿CREES QUE SIMPLEMENTE
CON NEGAR LO QUE SUCEDIÓ QUEDARÁ TODO OLVIDADO?!. ¡TE EQUIVOCAS!.
Un pequeño hilillo de sangre comenzó a brotar por la comisura de los labios de
Doug. La violenta locura que imprimía a sus palabras hizo reventar algo en su interior.
Dahl se llevó las manos a la boca al notar un sabor dulzón en ella. Sus dedos
mostraron qué era lo que originaba aquel sabor. Le brotaba sangre por la boca a un
ritmo alarmante.
Rob observó a su vecino y al chico. Ambos escupían sangre. Parecen gemelos,
por el amor de Dios, pensó, mientras esperaba que los acontecimientos siguieran
desfilando delante de sus ojos a aquel ritmo imparable.
4
Dahl observó a Doug mientras se le acercaba. Cuando vio la sangre brotándole de
la boca y resbalando por la prominente barbilla se asustó. Realmente se asustó. Algo
no calculado sucedía. Doug y él estaban demasiado unidos. Podía ver su mente y
bañarse en ella como si fuera una enorme piscina con materia gris en lugar de agua y
cloro. Los demás permanecían impenetrables. No podía adivinar los movimientos de
Rob porque, de alguna forma, no conocía la combinación de su cerebro. No sabía
cómo acceder a él. En Doug había resultado tan fácil… Y ahora lo de la sangre. Los
dos sangraban por el mismo lugar, y en idéntica cantidad, a simple vista. Eso era algo
más que una coincidencia.
Dahl sentía las ideas y los recuerdos agolparse a la entrada de su cabeza, pero
estaban apretados como en un embudo. De vez en cuando algo atravesaba esa zona
de censura involuntaria y sacudía su mente con una violencia fuera de lo común.
Recibía más datos para unirlos a los que ya tenía y encontrar una respuesta a lo que
realmente está haciendo en el mundo. Cree que necesita saberlo. Sabe que lo
necesita.
Entre Doug y Dahl parece haber un extraño nexo de unión…
Doug está demasiado enloquecido para pensar lo que piensa Dahl. Está
demasiado enloquecido para hacer cualquier cosa. No ha notado su propia sangre
coagulándose ya en la garganta. Ni ha visto que también Dahl está sangrando.
El mundo ha desaparecido a su alrededor.
Solo quedan Rob y él mismo, unidos por el frágil lazo que marca un arma cargada.
5
La pistola yacía en el suelo. Rodeada por arenilla rosácea, como sangre
fosilizándose desde milenios atrás.
Dahl tiene los ojos muy abiertos. Está asustado.
Doug se abalanza sobre la pistola ansioso por acabar lo que ha empezado.
Rob se limita a observar lo que ocurre. Incapaz de hacer nada.
El sol comienza a retirarse en el cielo. El calor abrasador ha desaparecido, pero el
calor que perdura es aún peor que el otro. Es un calor apelmazante, cargado de
humedad. La respiración se ralentiza por momentos. Es difícil respirar, pero eso es
algo que no parece importar a ninguno de los tres individuos que parecen saldar sus
cuentas como en el viejo Oeste. Un duelo al sol. Con un testigo. Sólo puede quedar
uno... Y Doug no tiene ninguna duda al respecto cuando recoge la pistola del suelo con
un cuidado extremo. La abre y sopla en el interior, para eliminar la arena que haya
entrado. Cuando se asegura que todo está perfecto se gira hacia Rob, ignorando ya
por completo a Dahl.
Rob le pide a Doug calma con las manos. No se atreve a abrir la boca. No tiene
nada que decir. Cuando alguien ha enloquecido de esa manera, nada ni nadie le sacará
de ese estado por las buenas. Mira hacia arriba, como buscando a Marsha en el cielo
azul, y luego vuelve a mirar fijamente a Doug.
Doug amartilla el arma y apunta al pecho de Rob. Está a casi 10 metros de
distancia. No recuerda ya su edad y confía ciegamente en su puntería.
Un tremendo estampido rompe el silencio cuando Doug dispara.
Rob cae hacia atrás, sujetándose la cadera. El proyectil le ha abierto un enorme
boquete muy por encima del muslo izquierdo.
Doug comprende cual ha sido su error. Se acerca y, cuando la distancia es tan
solo de un par de metros y Rob parece un vulgar perro en el suelo a punto de ser
rematado, una sombra surge junto a Dahl, que la mira sorprendido sin poder hacer
nada para detenerla. Le ha pillado desprevenido.
Al mismo tiempo que el dedo de Doug recogía la suficiente tensión para disparar el
arma, Gary evitó lo inevitable. Empujó el brazo derecho del viejo y desvió
completamente la trayectoria.
6
La pistola se disparó y la bala quedó incrustada en una de las contraventanas de la
casa de Rob, que batió sola y sin viento como si hubiera enloquecido igual que Doug.
La fuerza del impacto fue tremenda. Saltaron astillas en todas direcciones.
Los cuatro se quedaron un instante mirando el resultado del tiro.
Rob volvió a mirar al cielo, y dio las gracias en voz baja, susurrando. Su cabeza se
había salvado por segundos. Por ahora estaba a salvo. Tardó de todas maneras en
conocer a quien le había salvado. Vio su cara, pero le costó interpretar los rasgos.
Estaba demasiado cansado. Si se mirara en un espejo probablemente no se
reconocería ni a sí mismo.
—¡Joder!, ¡¿Qué coño estás haciendo, Doug?!— Gary tenía los ojos fuera de las
órbitas. Sus pulmones estaban a punto de reventar por la carrera. En el preciso
instante en que iba a golpear la puerta de Doug para avisarle de la fiesta que había en
el pueblo (y para permitirle llamar a una grúa), había distinguido a tres personas entre
la casa donde estaba y la situada enfrente, la de Rob. Las tres personas estaban en
pie. La que creyó reconocer como Doug estaba junto a un chico en apariencia joven.
La otra persona era Rob, tenía las manos en los costados y la boca abierta, como
intentando recuperar aire perdido. En ese momento Doug había levantado la mano
derecha, ante la impasividad del joven que estaba a su lado. En la mano tenía algo
alargado. Se parecía vagamente a un arma. Y el arma explotó. Un fuerte disparo
resonó en todas partes al mismo tiempo. Era como si las dos casas estuvieran dentro
de una campana de cristal y el sonido rebotara una y otra vez ampliándose
sucesivamente, en lugar de extinguirse. Gary había permanecido expectante
observando el desarrollo de la escena. Algo no encajaba en su cabeza, no comprendía
nada de lo que podía estar sucediendo y esa sorpresa inicial ralentizó sus
movimientos. Veía a Rob tirado en el suelo con cara de profundo dolor y perplejidad,
sujetándose una herida en su costado izquierdo. Y aún a pesar de lo que veía, no
lograba hacer que sus piernas se movieran en la dirección de los tres hombres para
evitar lo que parecía próximo a suceder. Lo que le hizo cambiar de opinión fue el echo
de que Doug se acercase a Rob para, a simple vista, dispararle con más garantías de
éxito. Comenzó a correr y rezó, aunque no solía hacerlo, para poder llegar a la altura
de su amigo antes de que este disparara. No quería volver a pasar por otro asesinato
con Doug como protagonista. Con uno era suficiente.
Los ojos de Doug expulsaban imperceptibles chispas de rabia. Observaba a Gary
con el arma aún en su mano, pero todavía apuntando hacia la contraventana. No
comprendía lo que había sucedido. Las ideas en su mente enferma no fluían a
velocidad normal y por eso sus movimientos se veían como proyectados a cámara
lenta.
—¿POR QUÉ LO HAS HECHO GARY…? —Consiguió decir a expensas de su
cordura. —¡¿QUIÉN TE HA MANDADO ENTROMETERTE?!— Mientras pronunciaba
estas palabras, muy lentamente, su mano derecha había comenzado a moverse.
Giraba poco a poco hacia Gary.
—¡No lo hagas!— Gary sospechaba lo que estaba a punto de suceder. Gritaba,
pero no al mismo volumen que lo hacía Doug. No tenía tanta potencia en sus pulmones
enfermos. — ¡Soy Gary, hombre, mírame bien!. ¡Recuerda todo lo que hemos pasado,
¡las noches de juerga en La Cuarta Edad!, ¡No me jodas, Doug, no me mates!, ¿Ya te
has olvidado de que te ayudé con lo del niño?. Doug… ¿Recuerdas al niño?. ¡Me debes
un favor!
Doug se quedó totalmente rígido. La pistola ya estaba apuntando directamente a
Gary cuando se detuvo. Los ojos del viejo volvieron fugazmente a ser los de Doug. La
locura parecía haberse alejado de él. Pero no era así. Ese momento lúcido fue
provocado por el recuerdo. Doug estaba recordando lo que Gary le decía. El momento
en que el niño había muerto. Y Gary le había ayudado… Pero no le debo nada, lo hizo
por que él quiso, pensó. No le debo nada.
Recordar aquel momento fue el empuje que necesitaba.
Mientras el arma apuntaba a Gary, Doug miró a Dahl y le dijo mentalmente que no
se preocupara, lo que le había encargado estaba a punto de cumplirse. Pero Dahl se
encontraba en otra parte, dentro de sí mismo, cotejando los datos que ya tenía. Quería
saber de una vez por todas quién era y qué hacía realmente en la Tierra. Tenía una
terrible duda. Y la duda no le permitía manejar la situación. Ahora se había convertido
en un simple espectador.
Después de su monólogo sin oyentes que había dirigido a Dahl, apuntó de nuevo a
Rob con la pistola. Oyó a lo lejos, en lo más profundo de su corteza cerebral gritos
asustados que le pedían que parase. Le repetían una y otra vez que continuar era una
locura. Eso a Doug no le preocupaba nada en absoluto. Ya estoy loco. Y por lo tanto
tengo todo el derecho del mundo a hacer locuras…
7
Doug no hizo ningún caso a Gary, que era quien le gritaba. Una sonrisa de locura
contenida asomó a sus labios al tiempo que se colocaba sobre el asustado Rob. Se
agachó y apoyó el cañón del arma sobre el pecho del hombre tendido en el suelo. Gary
le intentó sujetar otra vez, pero en esta ocasión Doug reaccionó a tiempo y le propinó
un violento golpe en la cara, con la culata de la pistola. Mientras Gary caía, Doug
disparó donde había apuntado segundos antes. Directamente sobre el pecho de su
víctima. La explosión fue tan fuerte como las otras. La campana de cristal imaginaria
resistía heroicamente cualquier envite. Le disparó en el pecho y no en la cabeza, donde
todo sería más rápido y seguro. Pero si no lo hizo fue por un motivo, no le apetecía
escuchar el sonido de otra cabeza al romperse. Una vez había escuchado una… y el
recuerdo de aquel momento le había acompañado desde siempre.
(un sonido gomoso, húmedo)
(un chasquido)
(como un cráneo al ser apretado y reventar)
(contra el suelo)
La sangre que surgió del pecho de Rob lo salpicó todo. Una parte cayó sobre
Doug, devorándolo, sumergiéndolo en su propia culpa. Tenía manchas en su cara
como si le hubieran arrojado un bote de tomate caducado. Sacó la lengua para
saborearlo y mezcló su propia sangre con la que resbalaba por su cara. Se sintió tan
bien por acabar su tarea que se giró sobre sí mismo y apuntó con el arma
ensangrentada a Gary, que le miraba desde el suelo suplicándole perdón con la
mirada. Hoy no me apetece perdonar a nadie, pensó Doug. Me ayudaste en el pasado,
pero ahora ya no te debo nada. Nada en absoluto.
Y disparó. Otro trueno recorrió las ardientes dunas, acompañado por la muerte
cubierta de arena.
8
Rob recibió el impacto en su pecho y notó cómo la bala salía por la espalda.
Estaba agonizando, pero aún tuvo fuerzas para sacar la foto de la joven Marsha del
bolsillo de su camisa. Entre la sangre que la empapaba y el impacto de la bala, se
advertía una pequeña cara, redonda y pálida. Era Marsha Lene, que le mira con los
ojos llenos de lágrimas. La chica de la foto, que durante tantos años había sonreído,
ahora insistía en llorar. Rob le dijo mentalmente que no continuara, que no debía estar
triste. Ahora se disponía a recorrer un largo camino para alcanzarla más allá de la
muerte. Iba con la convicción de que en esta ocasión no la perdería. Tenía la eternidad
a pocos segundos de distancia de la vida. Te quiero, chica, le dijo a la foto con un
susurro sin voz. Y la foto le devolvió la frase. Y le dijo que le esperaba… Rob comenzó
entonces el trayecto más esperado. Iba en busca de su propia vida, que estaba dentro
de una chica a la que había querido en el pasado y querría en el futuro. Cerró los ojos.
Caminó por un amplio pasillo iluminado y fue dejando atrás cientos de puertas, a
derecha e izquierda. Avanzó hasta el fondo del pasillo. La última de las puertas, la que
estaba frente a sí, tenía un pequeño cartel con dos únicas palabras impresas en él.
Dos palabras pequeñas y brillantes, escritas con tinta blanca. MARSHA LENE, decía
aquel cartel. Rob, ahora con el cuerpo y el rostro joven, como cuando tenía 20 años,
golpeó suavemente la puerta con el nudillo. La puerta se abrió y apareció una chica
rubia. Una chica con los ojos oscuros pero brillantes, que le miraba como si le hubiera
esperado toda la vida.
Rob, en medio del desierto, expiró. Sonrió cuando el último aliento salía de su
boca, porque mientras eso sucedía, en el pasillo del otro lado, él y Marsha Lene
lloraban mientras se abrazaban. Tenían mucho de qué hablar. Y para ello contaban con
todo el tiempo del mundo.
9
Gary cayó hacia atrás de nuevo. El disparo le alcanzó cuando estaba
recuperándose del tremendo golpe que le había dado Doug. Su estómago vomitó
sangre en mayor cantidad de la que lo había hecho el corazón de Rob. Y ésta también
alcanzó a Doug, que la saboreó como había hecho previamente con la suya y con la
del otro viejo. Después de disparar, levantó el arma a la altura de la cabeza y colocó el
cañón en su propia sien. Cerró los ojos y se abandonó a su suerte. Tensó los dedos y
disparó. No salió ninguna bala. No quedaba ninguna en el tambor. La cara se le torció
en una extraña mueca. Tenía pensado morir después de matarles. Y ahora no podía.
Cayó al suelo de rodillas encerrado en sí mismo. Continuaba disparando la pistola. Una
y otra vez, esperando encontrar alguna bala perdida en el interior. Jugando a una
absurda ruleta rusa consigo mismo. Sus rodillas se clavaron en tierra y la arena trepó
por ellas. Tchak, tchak, tchak… dispara y dispara una y otra vez.
(Tchak.)
(Tchak, tchak.)
Dahl, que no había intervenido en ningún momento, se olvidó del cadáver de Rob y
de la tremenda locura de Doug, que babeaba con los ojos cerrados mientras intentaba
suicidarse con una pistola descargada. No, no se preocupaba por ninguno de ellos, ni
siquiera por sí mismo. Estaba absorto contemplando a Gary. Se está muriendo, pero
aún balbucea. Dice cosas incoherentes, y entre ellas suplica que le perdonen la vida.
Dice que ha ayudado a Doug en el pasado y que no puede hacerle eso. Que no es
justo.
Dahl le mira por lo que había dicho sobre un niño, que le había ayudado a
ocultarlo... No está seguro, pero cree que ese niño tiene mucho que ver con su
situación, con todo lo que ha sucedido. Quiere conocer el pasado de Doug, Rob y
Gary. Tiene la vaga sensación de que así conocerá el suyo también. Saber quién es se
ha convertido en una obsesión. Y si Gary lo sabe se lo dirá… de una u otra manera.
En un instante está a cinco o seis metros de Gary. Al instante siguiente se
encuentra justo a su lado. Uno de sus zapatos roza la espalda del viejo. Le da una
pequeña patada, pero Gary no se mueve. Nada en absoluto. Está seguro de que no ha
muerto, ya que el pecho aún vibra. Pierde el ritmo, pero aún se nota una débil
respiración, al fin y al cabo.
—¿Gary?. ¿Estás ahí…?
Gary no contestó. Aún no estaba muerto, pero su interpretación de la realidad
había desaparecido por completo. No podía sacarle ninguna información en aquellas
circunstancias. Había llegado tarde. Estaba agonizando. Un momento…, pensó Dahl
esperanzado. ¿Y si lo hago sin que él lo sepa? …
Dahl le cogió la cabeza. Se la levantó todo lo que pudo del suelo y le sujetó con
ambas manos la sien. Le colocó en frente suyo y comenzó el interrogatorio.
—Gary… ¿Me oyes?.
—hhmmm…
—¿Gary?. Sé que estás ahí. Abre los ojos.
Gary hizo lo que Dahl le ordenó, pero no era el Gary real, era la parte manipulada
de Gary. Abrió los párpados y asomaron dos ojos perdidos y agrietados. No miraban a
ninguna parte. El cerebro de Gary había muerto ya. Dahl logró introducirse dentro de su
mente. Ahora le maneja a su antojo.
—Gary…, sitúate años atrás, cuando eras joven. Recuerda todos y cada uno de
los detalles de tu vida junto a Rob y Doug. Dime todo lo que sepas de ellos. Y sobre
todo, háblame del niño. Háblame del niño, Gary. Comienza a hablar. Apenas tenemos
tiempo.
Gary abrió la boca y comenzó a soltar palabras en principio sin sentido. Después
de un par de frases, Dahl logró regularle el habla. Se entendía perfectamente todo lo
que decía. Hablaba como si se hubiera memorizado años y años de una vida y fuera
necesario soltarlo todo ahora, en una especie de examen oral muy complicado.
Dahl escuchó atentamente lo que la mente de Gary quiso contarle.
II
En el recuerdo
(sueños)
UNO
1
Rob tiene 19 años. Vive en Daulon, en la calle de la Iglesia, con sus padres y un
hermano pequeño, de 11 años. No son una familia de clase alta, pero se defienden
relativamente bien. Por esos días los gastos quizá aumenten algo más de la cuenta.
Se acerca la Navidad y todo el mundo sabe lo que eso significa. Compras de todo tipo:
regalos, comida, adornos, ropa… es un tiempo complicado en todos los sentidos. Está
la parte monetaria, pero también la sentimental. La Navidad no gusta a todos por igual.
Algunos se deprimen al ver luces colocadas por todas partes o al escuchar los
villancicos en boca de coros de niños por las calles. Rob pertenecía al grupo de los
que sí le gustaba. En parte por que no había clases a la vista durante, al menos, dos
semanas. Eso era lo mejor. Aprovechaba para salir de casa a cualquier hora, a dar
vueltas y más vueltas por el barrio donde se situaban los bares más importantes de la
pequeña ciudad. Siempre estaba acompañado por Will Bresler, con él iba a todas
partes. Y de vez en cuando se les unía otro amigo, Gary Bass.
2
Dahl, en el mundo real, se sorprende al comprobar que Gary está hablando en
tercera persona, como si lo hubiera vivido todo desde el aire, observando cada detalle
de su propia vida y de la de los demás desde fuera de su propio cuerpo. Eso era una
cosa buena. No conllevaría ninguna confusión. Si le preguntaba algo más a Gary tal y
como estaba, todo acabaría. Debía dejar que Gary hablara. De esta forma lo
comprendería todo perfectamente. Sería una pequeña novela con varias vidas como
argumento. Ya tengo ganas de ver cómo termina, pensó Dahl a la vez que escuchaba.
3
Gary Bass tan solo contaba 16 años en aquella época. Era un amigo ocasional de
Rob. Salía con él cuando se lo permitían en su casa. Sus padres consideraban que no
tenía edad para hacer lo que Rob y Will hacían. En realidad no tenían ni idea de qué era
lo que Rob y Will hacían, pero a ellos les traía sin cuidado, lo único que querían era
mantener a su hijo en casa. Y no preocuparse tanto cuando no estaba a su lado.
Will tenía coche. Era amarillo y rugía más de lo necesario. Lo llamaban “La Bomba
Amarilla”. En el color habían acertado. Y lo de “Bomba” debía ser por las continuas
explosiones del motor. William era el que más edad tenía de los tres, 21. Pero se
divertía con los menores como si tuviera sus mismos años.
Aquel día en concreto era sábado.
Habían quedado los tres para hacer unas compras en las tiendas de la zona. Si no
encontraban lo que querían podían ir a Carseny. Tenían coche. Y tenían tiempo. En
aquella época no existía la Interestatal como se conoce ahora, era una pequeña
carretera sin asfaltar que unía sólo los dos pueblos.
No les hizo falta ir muy lejos, lo compraron todo en Daulon. Lo hicieron con relativa
rapidez, por que les apetecía ir después a dar una vuelta. Los sábados Daulon se
llenaba de gente, era el día elegido para la diversión. Los domingos el lugar de moda
era Carseny. Los viernes no tenías a donde ir…
Will aparcó su coche cerca de la calle principal. Estaban cerca de los bares. Y eso
estaba bien. Comenzaron a caminar por la calle que atravesaba el pueblo de un lado a
otro. A ambos márgenes, los bares se abarrotaban de personas. Era un buen lugar
para conocer gente. Gente que provenía de otros pueblos o incluso gente del propio
Daulon, que sólo salían de su casa en estas ocasiones especiales, como la Navidad.
No era un pueblo excesivamente grande, pero podías estar viendo a alguien durante
mucho tiempo tan esporádicamente y a tal distancia, que cuando le conocieras
directamente no recordarías haberle visto nunca. Solía pasar.
Hicieron varias paradas, en algunos de los bares donde había menor densidad de
personas. No les gustaba, a ninguno de ellos, introducirse en océanos de chicos y
chicas que en ocasiones se desbordaban formando maremotos de cuerpos y vasos
con bebidas. Lo malo de las fiestas grandes es la acumulación de gente. Y la Navidad
era una de las fiestas más representativas en este sentido. Aún así, si buscabas el bar
apropiado o la zona más adecuada, podías librarte de todos. Por eso eligieron como
objetivo uno que, aún estando en la parte más céntrica del pueblo, no era de los más
visitados. Tampoco era muy elegante, pero serviría para pasar un rato. Más tarde se
marcharían a cualquier otro lugar ya más vacío, puesto que los chicos y chicas más
jóvenes tenían un límite de hora y, rebasando ese límite, el mundo se volvía perfecto.
Entraron en el Tie—up por orden de edad, sin darse cuenta. Primero entró Will,
luego Rob y más tarde Gary. En el bar flotaba una música débil, que casi nadie oía,
pero que se transformaba en el cómplice perfecto de todo lo que allí sucedía. Entraron
dispuestos a comerse el mundo, como tres jóvenes cualquiera en otra época
cualquiera… y lo hacían porque el mundo amenazaba con comérselos a ellos. Lo
hacían sólo para defenderse. No tenían otro motivo a la vista. Will acababa de
encontrar un trabajo en una empresa en crecimiento, que pondría los dientes largos a
cualquiera… Gary estaba aprobándolo todo en el Instituto y Rob, que también llevaba
su curso con relativa facilidad, había tenido un pequeño problema sentimental unos
meses antes. Una chica con la que salía le dejó. Su motivo fueron los estudios, aunque
en opinión de Rob lo que en realidad sucedió fue que se cansó de ver su cara. Rob la
iba a buscar a clase. Rob la iba a recoger al autobús. Le veía todos los fines de
semana… en fin, que ella no pudo ni supo soportar el verse a su lado por el resto de su
vida. Sus razones tendría. Se las explicó en su momento, pero de una forma tan vaga y
poco convincente que todo lo que amenazaba con derribarse desde que se fue
definitivamente cayó. Su mente se transformó en puro escombro. Sus ideas giraron
sobre sí mismas sin orden ni concierto y, aunque no estuvo nunca lo suficientemente
cerca del borde de la locura, siempre se temió lo peor. Prácticamente lo había
superado todo. Todo lo que había pasado… Pero de los tres era él el que más ansiaba
divertirse. Y tenía previsto que así sucediera.
Una vez dentro, todos menos Rob pidieron algo de beber. Rob nunca tomaba
nada, en ningún sitio. No bebía alcohol ni fumaba. Hacía algo de deporte en sus ratos
libres. Era un chico sano en opinión de muchos. Era un chico totalmente normal en su
propia opinión. A los que apenas conocía y le querían invitar a algo les decía que nunca
bebía nada, que se limitaba a hacer, durante el día, la fotosíntesis. Como las plantas. A
algunos les hacía gracia el comentario. A otros no… Rob no quería hacer gracia. No
necesitaba causar la sonrisa en los demás para estar seguro de sí mismo, lo que
hacía lo hacía para establecer una línea, aunque delicada, entre él mismo y la otra
personal. Casi siempre lo conseguía. Y eso estaba bien.
Estaba saliendo de su antigua depresión y eso también estaba bien. Muy bien.
Y todo era por culpa de las mujeres, siempre. Lo que sucedía, en su opinión, era
que ellas nunca sabían qué era exactamente lo que querían. Veían a alguien y se
enamoraban. Si él les correspondía, todo salía como ellas planeaban. Luego venían los
quebraderos de cabeza. Si te fijabas en cualquier detalle que la rodease, eras
demasiado pesado. Si no hacías nada al respecto, era que no te fijabas en ella. Con el
pasar del tiempo, más o menos conocías (más bien menos) lo que ella quería en cada
ocasión. En determinados momentos está bien la anticipación a sus deseos. Pero en
otros… es peor que si te hubiera sorprendido con otra chica. Rob consideraba (y
tampoco andaba tan descaminado) que salir con una chica con planes de futuro o, al
menos, de durar el mayor tiempo posible, era una pelea con uno mismo. La mente se
hallaba continuamente en tensión. Si una acción tenía dos opciones, el tiempo para
cotejarlas siempre resultaba ínfimo. Ella pretendía una respuesta rápida. Si se la dabas
y era la correcta, bien, te has salvado hasta el siguiente asalto. En cambio, si te
equivocabas… todo se venía abajo. Hicieras lo que hicieras, siempre quedabas, por
decirlo de alguna manera, por debajo de ellas. Y ellas lo sabían. Y manejaban a su
antojo. Lo sabían hacer bien. Y nosotros nos dejábamos manejar. Desde siempre… Lo
que le ocurrió a Rob fue algo bastante común por otra parte: su chica se fue por que se
cansó de verle. Por que le dio miedo el futuro. Por que se asomó a lo alto de su vida y
vio que la altura que había tomado con aquel chico a su lado era demasiada. En lugar
de continuar, que era lo más fácil, hizo lo más difícil… saltar. Rob la había visto en su
caída. La había visto alejarse, pero no pudo hacer nada por evitarlo todo. Ellas eligen. Y
en ese caso no hubo ninguna excepción. Se fue por una puerta de la que Rob no tenía
ninguna copia de la llave. Y no volvió a verla. Las últimas noticias que llegaron a sus
oídos fueron algunos meses después. Por lo visto estaba en un pueblo llamado
Venibeth, a unos 150 kilómetros al sur de Daulon. Y al parecer estaba con alguien. Es
su vida, que haga lo que quiera, pensaba Rob en aquella época. Lo cierto es que
estaba relativamente enfadado por que su vida se había salido del cauce de una
manera absurda. Pero en algo se sentía liberado… No toda la culpa había sido suya.
—¿Te pasa algo, Rob?. —Gary le preguntaba eso de vez en cuando, sabiendo lo
que le sucedía. Conocía la mente de Rob bastante bien. Sabía que no estaba
pensando en ella, que no amaba a aquella chica de quien ya no pronunciaba ni el
nombre. Sabía que lo que bullía dentro de la cabeza de Rob era un sentimiento
cercano al odio. No la odiaba a ella como persona, puesto que se limitó simplemente a
decidir. Decidió sin contar con él, también eso era cierto, pero fue simple y llanamente
una decisión. No, no la odiaba a ella, odiaba todo lo que le había sucedido. Se había
abandonado completamente a un futuro bastante incierto y el mal resultado era lo que
realmente le dolía. Le dolían las mentiras y las desconfianzas. Le dolía todo. Ya no
quería a aquella chica. No sentía nada por ella. Pero no lograba apartar de su cabeza la
relación pasada, y todo porque la repasaba en todos los detalles buscando su error.
Nunca lo encontró, según les dijo a sus dos mejores amigos en aquella época.
Siempre buscó sus errores para no volver a repetirlos. Y tanto Will como Gary le
envidiaban por ello. Se superaba día a día. O, al menos, lo intentaba.
—No, no me pasa nada, Gary. — Dijo Rob mientras recuperaba todos los sentidos
y los acondicionaba de nuevo a la realidad— A mi no me pasa nada, pero puede que a
ti sí, si no te tomas eso pronto y te vas a casa con todos los demás niños del pueblo.
¿No está cerca la hora que te han impuesto tus padres?
—Cállate, cabrón. Sabes que eso me jode, tío.
Will y Rob rieron. Gary se les unió al cabo de unos segundos de desconcierto,
cuando se dio cuenta de que había hecho el ridículo. Había caído en una vieja trampa.
Reconocida su derrota rió hasta que se le saltaron las lágrimas. Después de eso y de
tomarse todo el contenido del vaso, sacó la cajetilla de tabaco medio vacía y comenzó
a fumar un cigarrillo. Nunca le gustaba llegar con la cajetilla a casa. Y cada vez que
salía compraba un par de paquetes. Fumaba demasiado, y sus amigos se lo advertían
una y otra vez. Pero en aquella época el cáncer sólo era un fantasma desprovisto de
cadenas y sábana. Aún no había comenzado a asustar.
4
Gary se había marchado mucho antes que el resto de la gente de su edad. En su
casa eran así de estrictos. Y no le quedaba más remedio que respetar las condiciones
impuestas.
Pero las rechazaba con todas sus fuerzas. Y tampoco eso tenía remedio.
Will y Rob se quedaron solos. Con la gente de su edad. Algunos con más años,
otros con menos. No importaba demasiado. Will pidió una copa y eso era señal de que
permanecerían en aquel local durante 30 minutos más. Eso era lo más probable.
Mientras tomaba un sorbo, empujó con el hombro a Rob hacia el fondo del bar, hacia
una pequeña pista donde bailaban parejas al ritmo de canciones lentas. Cuando Rob
se volvió como preguntando para qué se iban allí, no tuvo necesidad ni de formular la
pregunta en voz alta ni de escuchar la respuesta. La mirada que había en los ojos de
Will implicaba que se dirigían a un lugar donde bailaban chicas. Y que, o bien alguna de
ellas le gustaba, o bien consideraba que le gustaban a Rob. Se comportaba en
determinados momentos como un padre con Robbie. Quería hacerle olvidar el pasado.
Y lo cierto era que de vez en cuando lo conseguía.
Rob se olvidó de todo cuando su mirada imitó el recorrido de los ojos de William.
Cuando vio el grupo de chicas agazapadas al fondo. Y cuando sus ojos se cruzaron
con los de la chica rubia que bailaba sola, siguiendo el lento compás de una canción de
amor.
DOS
1
Ella también le había visto a él. Le observaba pero disimulaba muy bien. En cierto
sentido estaba jugando. Bailaba al son de una de tantas canciones que sonaron esa
noche. Bailaba y se dejaba llevar por las notas de la música, que la envolvían con su
permiso. Rob no podía dejar de mirarla. Lo intentó, pero no pudo. Dios, no me dejes
caer otra vez. No me dejes caer…, pensó en un segundo de cordura. Pero Dios
parecía no escucharle.
La chica tenía el pelo bastante largo, le llegaba hasta la mitad de la espalda. Y era
de un color amarillo brillante, casi blanco. Su ropa era una simple camiseta blanca y
unos vaqueros azules. Y su cara… sus ojos brillaban bajo la luz del bar. Destellaban al
ritmo de la propia música. Y se hacían casi cegadores cuando se encontraban con los
de Rob. No se conocían de antes, pero parecía que así fuera.
—¿Las has visto?— Will hablaba con la voz cargada de esperanza. Rob le
contestó sin dejar de mirar al grupo de chicas. Ahora todas se habían percatado de su
presencia y sonreían.
—Si, la he visto. — Respondió ausente.
—¿La has visto?, ¿A quién?— William reía, Rob casi podría asegurarlo…— Te
pregunto si las has visto, a todas… ¿Sólo te has fijado en una?
Rob se giró y miró a los ojos a Will. Movió la boca como para decirle algo, pero no
salió ningún sonido. William volvió a sonreír y comprendió lo que había pasado. Sabía
que Rob iba a caer de la forma en que cayó. Había visto la chica un rato antes. Ella les
observaba también a ellos, en especial a Rob. Si conseguía que él la viera y le gustara
quizá le ayudara a pasar por lo que estaba pasando. Quizá le arrancara de raíz su
miedo a fracasar de nuevo. Y esperaba haberlo conseguido.
—¿Que te ocurre, Rob?, te noto pálido.
Rob volvió a mirarle a los ojos. Esta vez los dos rieron con ganas. Aunque la risa
de Rob tenía cierta cantidad de nerviosismo. Quería conocer a aquella chica como
fuera. Pero no se atrevía a dar él el primer paso. Ella le miraba y eso podía significar
algo. Lo creía, pero no se atrevía a asegurarlo.
—Vámonos fuera, Will.
William quedó algo sorprendido. No entendía lo que sucedía. ¿Porqué quería irse?,
¿No iba a intentar nada?
—¿Por qué, Rob?, ¿Para qué quieres irte?.
—No quiero marcharme, sólo quiero salir fuera, a la puerta del bar. Tengo que
hablar contigo y aquí no se puede. Hay demasiado ruido.
—Siendo así, está bien.
Los dos salieron al exterior. Rob delante de Will. Iba con la cabeza gacha,
pensativo, calculando lo que le diría a su mejor amigo. Tenía que conocer a aquella
chica. De cualquier modo.
2
—¿Lo has visto, Marsha?. ¿Te has fijado en ese chico?. No aparta la vista de
nosotras. Parece que te mira a ti… ¿Marsha?
Marsha estaba oyendo la voz de una de sus amigas, pero la ignoraba. El chico que
llevaba observando desde hacía rato se había fijado en ella. Su amigo le colocó en un
lugar adecuado. Cuando las miradas coincidieron ella sintió un vacío en su estómago.
Luchó por no apartar la vista, y lo consiguió durante un momento. Cuando volvió a
mirar en aquella dirección, el chico continuaba observándola, con los ojos muy
abiertos. Marsha se sintió bien, estaba siendo correspondida, al menos en apariencia.
La música no variaba, continuaban sonando canciones lentas. Era el ritmo
apropiado para la atmósfera que se estaba creando. Marsha se consideraba
romántica. No en exceso, pero sí le gustaba que los chicos con los que salía se
preocuparan de pequeños detalles: flores, sonrisas en momentos adecuados, palabras
románticas… Cualquier cosa, por pequeña que fuese era merecedora de su
comprensión. Se consideraba una chica madura, aunque tan solo contase 18 años.
Había vivido mucho.
Un par de meses atrás ella y el chico con quien salía en aquel momento lo
dejaron. Estaba en una situación bastante parecida a Rob, sin saberlo. Tenía miedo de
comenzar otra relación en caso de que se produjera la oportunidad. Pero esa idea
ahora carecía de cualquier fundamento. Los ojos de Rob encontrándose con los de ella
anularon su mente. Se encontraba en un estado en el que la parte hostil (la que no
quería volver a salir con nadie en un tiempo) se encontraba con una parte nueva, que
se estaba sublevando. Esa parte inducía a la locura. La incitaba a conocer a aquel
extraño que la miraba como si fuera la primera vez que sus ojos veían la luz. Y luego
estaba su amigo… su cara le sonaba, debía haberle conocido en algún otro lugar. Si
recordaba dónde y cuál era su nombre, podía hablar con él y convencerle para que le
presentara al chico de melena que tanto la atraía.
—¡Ey!, ¡Se están marchando!
El comentario de una de sus amigas la sacó de su ensoñación. Era cierto, los dos
se iban.
—¿Los seguimos?.
Era otra de sus amigas. Cuando habló lo dijo mirando fijamente a Marsha y con
una pícara sonrisa en sus labios. Ellas eran conscientes también, al igual que Will con
Rob, que Marsha debía salir de su estado y divertirse. Y habían encontrado la válvula
de escape en la figura de un chico de melena vestido con una cazadora vaquera, un
jersey rojo y unos pantalones también vaqueros. Y ahora se iba… ¿Qué podían hacer?
—Vamos a acercarnos a la puerta, para ver qué camino toman. Después de un
rato iremos por el mismo sitio, a ver si volvemos a verles…
Esto lo dijo la propia Marsha. Sus amigas se quedaron sorprendidas. Marsha Lene
nunca había actuado así.
Marsha Lene estaba empezando a cogerle el gusto al jueguecito.
3
Una vez en la puerta, Rob se dispuso a decirle algo a Will, pero este le sorprendió
primero.
—¿Te gusta Marsha?, ¿La chica rubia?.
Rob se quedó pálido. Su amigo conocía a la chica de la cual se había quedado
enamorado por eso que llaman flechazo. La conocía…
—¿La conoces, Will?, ¿De verdad que la conoces?
—Sí, tío, tranquilo. ¿Quieres que te la presente?
—Eso era lo primero que tenías que haber hecho… ¿Y cómo es que tú la conoces
y yo no?
—Acaba de llegar de algún lugar del sur a mi pueblo, a Sigran.
—¿Así que está a 7 kilómetros de aquí, hacia el Norte…?
—Eso es, me la presentaron hace menos de una semana. Quizá ella no me
recuerde, conoció a un montón de gente de golpe.
—Preséntamela, Will. Hazme ese favor… ¿Quieres?
—De acuerdo, vamos.
Los dos entraron de nuevo en el bar. Se dirigían al mismo lugar donde habían
estado antes. Pero no les hizo falta llegar tan lejos. Las chicas se habían acercado a
unos metros de la entrada. Tanto Will como Rob se sorprendieron por ello, pero no
interrumpieron su paso. Ellas estaban paradas junto a la barra. Y hacia allí se
dirigieron.
4
Recogieron los bolsos y las cazadoras y se dispusieron a cambiar de lugar.
Querían acercarse a la salida. ¿Por qué se habrán ido?. Él me gusta… ¿No lo ha
notado?. ¿Es que yo no le gusto? … Un montón de preguntas acudían a la cabeza de
Marsha a velocidad de vértigo. No podía controlarlas. Se sentía niña de nuevo. Otra
vez. Sentía cosas que creía perdidas para siempre. Algo había vuelto a nacer. Y
amenazaba con marchitarse si lo perdía. Tenía que conocerle, a toda costa.
Su idea era la de quedarse junto a la barra, en grupo, como si tal cosa… y a la vez
descubrir cuál era su destino. Hacia dónde iban.
El grupo de Marsha lo formaban cuatro chicas más y un chico. Ese chico, un tal
Hank (como más tarde le diría Will a Rob, al parecer también vivía en Sigran.) Se
percató desde el principio de lo que sucedía entre las chicas. A él también le gustaba
Marsha, pero a ella, claramente, le gustaba el chico que hacía poco había salido del
bar. Y no podía hacer nada para evitarlo. Las acompañó hasta la barra y se quedó con
ellas. Esperando. Aguardando. Temiéndose lo peor.
—¡Vuelven a entrar!—, Gritó una de las chicas. La de mayor edad.
Marsha se giró hacia la puerta y los vio. Se estaban acercando.
Ella les esperó con cierto nerviosismo mal camuflado.
5
Will observaba la escena y su cara reflejaba cierto gesto de satisfacción. Había
notado el movimiento de las chicas. Algo flotaba en el ambiente. Su amigo Rob se lo
agradecería. Estaba seguro de ello.
Rob estaba relativamente nervioso. Su interés por aquella chica le había
sorprendido. Estaba más tenso por la idea de conocerla que por lo que pudiera
suceder después.
Will habló primero. Era el maestro de ceremonias.
—Hola… ¿Marsha?. Te llamas así, ¿no?
Ella se quedó un par de segundos mirándole. Sabía que le conocía de algo… ¿De
qué podía ser? ¿Dónde le había visto antes?
—No me acuerdo de cómo te llamas pero… ¿Tú no vives en Sigran?. Creo que
nos han presentado allí.
—Si, me llamo Will.
Will se presentó primero a todas las chicas. Y también saludó al malhumorado
Hank. Se conocían desde siempre ya que vivían en la misma zona. Después de
recorrer todo el circuito le tocó el turno a Rob. Le fue dando un par de besos en las
mejillas a todas y cada una de las chicas. La última fue Marsha. Cuando la saludó a
ella su respiración se entrecortó. Notó las mejillas de la chica muy calientes y, entre
eso y que ella parecía también algo tensa, su nerviosismo se incrementó. Se desahogó
cuando chocó la mano de Hank. Le sonaba su cara, creía haberle visto en compañía
de Will en alguna ocasión. Pero en ese preciso momento su mirada era profunda, muy
profunda. Rob notaba los ojos de Hank fijos en los suyos y tuvo que hacer un esfuerzo
sobrehumano por quitarse de encima todo lo que le había invadido en pocos segundos:
calor, nerviosismo, la sensación de que lo mejor era estar en cualquier otro lugar, los
ojos fijos del amigo de Will…
Pidió ayuda con la mirada a Will y su comprensión mutua hizo que Will le
socorriera.
—Rob y yo hemos ido a comprar algo para Navidad. Estuvimos toda la tarde
dando vueltas por ahí, mirando tiendas. ¿Vosotras ya lo tenéis todo preparado?
La chica de mayor edad, una tal Helen, habló primero.
—También nosotras hemos ido a mirar alguna que otra tienda, pero aún queda
mucho tiempo para la Navidad. Os habéis dado prisa, ¿Eh?.
—Bueno, así tienes más tiempo libre para hacer otras cosas. Todos los años
solemos hacerlo antes que nadie. Luego no tenemos prisas.— Rob dijo esto con más
entereza de lo que había supuesto cuando abrió la boca para hablar. Pero, aún así, el
tema le parecía demasiado absurdo para seguir llevándolo a cabo. —¿Tenéis pensado
salir hasta muy tarde hoy?. Mi amigo y yo nos íbamos ahora a un bar que hay en la
parte baja de Daulon. Lo digo porque podríamos volver a encontrarnos más tarde.
Hank habló. A juicio de Rob estaba mucho mejor callado.
—No sé si será posible, Marsha y yo tendremos que marcharnos dentro de poco a
Sigran, vamos con sus padres, que están por ahí dando una vuelta, conociendo este
pueblo. Lo siento.
Los ojos de Hank permanecían vacíos y cansados. Lo que había hecho les
separaría por un tiempo, pero ese tiempo sería escaso. Era algo más que una
sospecha.
Will notó el ambiente cargado, donde nadie hablaba ni se movía. Decidió a
intervenir y a dar la conversación por zanjada.
—¿Mañana saldréis por Carseny?, Es domingo y todo el mundo irá allí.
—Yo no creo que pueda, tengo que volver con mis padres a Saleims, el pueblo de
donde vengo. Allí tengo a mis abuelos. Vamos a estar una semana con ellos. Cuando
volvamos será para quedarnos definitivamente. El domingo por la mañana estaré aquí
de nuevo, seguro. La próxima semana nos veremos en Carseny.
—¿Seguro?—, Preguntó Rob con una sonrisa en los labios.
—Seguro. — También Marsha sonreía.
—Bueno— Will de nuevo…— entonces quedamos en eso, ¿no?. El próximo
domingo nos veremos por Carseny.
—Hasta el domingo entonces.— dijo Helen.
Rob se despidió con la mano del grupo y caminó hacia la salida. Creyó que Will le
seguía pero al llegar a la calle descubrió que no era así. Él estaba dentro, hablando con
Marsha. La había alejado de sus amigas y estaban hablando en privado. Ella sonreía.
Él también. Algo en los ojos de Will parecía indicar que todo había salido bien. Fuera lo
que fuese…
Cuando salió y llegó a la altura de Rob, este se interesó por lo sucedido.
Will le contó que había hablado con ella. Le preguntó que cuál era su opinión sobre
Rob. Ella le había dicho que parecía un buen chico.
En opinión de Will, Marsha se había enamorado perdidamente de Rob. Rob no le
hizo excesivo caso, William tenía tendencia a exagerar las cosas. Pero al menos, de
todo lo sucedido, podía entresacar que le había caído muy bien a aquella chica.
Las ganas de estrangular a Will que le entraron al principio por hablar con ella se
transformaron luego en agradecimiento. Le debía mucho. Ojalá todo saliera bien. Sólo
debía esperar al siguiente domingo para verla.
6
El grupo de chicas les vio marcharse. Ya no les hizo falta saber su destino. No
tenían intención de seguirles. Todo había terminado. Will había sido el último en irse, el
otro, Rob, le esperaba fuera. Helen le preguntó a Marsha sobre lo que había hablado
con Will. Marsha quitó importancia al asunto y cambió de tema. Helen intuyó lo
sucedido y sonrió. El siguiente domingo se solucionaría todo.
Antes de marcharse del bar, Hank llamó a Marsha para decirle algo. Ese algo la
dejó pensativa y esperanzada.
—Ese chico y tu vais a acabar juntos.
—¿Por qué piensas eso?
—Por la forma en que os mirabais.
Hank volvió a bajar la cabeza y sus ojos se volvieron de nuevo cansados y sin
esperanza.
—Créeme, Marsha… Saldréis juntos.
Y con eso dio la conversación por zanjada.
Se fueron temprano, como Hank había dicho.
Aquella noche, y el resto de la semana, Marsha soñó.
Y también Rob.
TRES
1
El domingo que todos esperaban llegó. Tardó lo que debió tardar y se hizo de
rogar lo necesario. Con la misma exasperante imparcialidad pasaría y daría lugar al
siguiente día de la semana. Al menos eso era real. Era la realidad que se definía en
una suerte de imaginación colectiva. Todo es relativo… había dicho alguien en alguna
ocasión. Y no se equivocó.
William y Rob estaban junto a la puerta de un bar llamado El Purgatorio. Era un
nombre apropiado para el lugar y la situación. La temperatura debía rozar
peligrosamente los cero grados centígrados. El frío dormía las articulaciones y las
caras pálidas circulaban calle arriba y calle abajo, formando parte de una corriente
sanguínea compuesta sólo por glóbulos blancos. El espectáculo era sorprendente y a
la vez extraño. Era un día de invierno como otro cualquiera, pero Rob lo veía con otros
ojos… lo observaba todo con los ojos del futuro. Tenía miedo del momento que había
de llegar, pero lo esperaba con los brazos abiertos. La esperaba a ella.
Era el día 29 de diciembre de un año sin importancia, sumergido en los
calendarios del tiempo y borrado sin esfuerzo, como recuerdos superfluos. El frío se
levantaba sobre la ciudad de Carseny y la ausencia de contrincante le convertía en el
amo absoluto. Sus súbditos portaban guantes y gruesas cazadoras. Pero nada era
suficiente.
No encontraban a las chicas con las que habían quedado. El pueblo era tan
pequeño que desde el primer momento confiaron en verlas. Confiaron en su suerte. Y
esa suerte parecía haberles abandonado al menos de momento. Quizá el frío la
inutilizaba como estaba inutilizándoles a todos.
2
—¿Dónde estarán?— Rob formuló la pregunta sin esperar una respuesta, pero la
encontró en los labios de Will, que siempre estaba detrás de él. Y siempre tenía una
respuesta para todo.
—Tranquilo, las encontraremos. No te preocupes. Con este frío lo más lógico es
que estén dentro de algún bar. ¿Damos una vuelta a ver si están por ahí?
—Espera, acabamos de llegar y no hemos entrado en ninguno. Este que tenemos
detrás es bastante grande y ponen el mismo tipo de música que sonaba la semana
pasada en el Tie—up, en Daulon. ¿Probamos?
—Tú eres el interesado, — Will agachó la cabeza a modo de saludo cortés e invitó
a su compañero a pasar el primero dentro.— adelante.
Cuando estaban entrando sucedió algo parecido a lo del sábado anterior en
Daulon, en el bar donde las habían visto la primera vez. A la vez que ellos entraban,
colándose como podían entre la multitud, ellas salían.
3
Helen observaba a todas sus amigas al mismo tiempo, pero era una la que la
preocupaba. Era Marsha. Esos chicos no habían aparecido. ¿Dónde estaban?. ¿Se
habían echado atrás a última hora?. Eso no debía hacerse, no se podían crear falsas
expectativas en las personas y luego abandonar. Eso no estaba bien. Ella era a Marsha
lo que Will era a Rob. No la conocía demasiado, pero desde el primer momento se
había dado cuenta de la pureza que despedía aquella chica. Tenía algo especial. Algo
que valía la pena enmarcarlo y exponerlo delante de cualquiera. Lo malo era que eso
especial sólo surgía en los momentos en los que se sentía feliz. Cuando no lo estaba,
el mundo parecía girar a su alrededor sin más. A ella no le preocupaba nada. No
sonreía, y si lo hacía era una sonrisa vacía… Helen quería ver luz en los ojos de
aquella chica rubia de ojos marrones y tez clara. Quería obtener un brillo igual al que
observó en el Tie—Up la semana anterior. Para conseguirlo debía encontrar a aquel
chico de pelo largo y hacer que se encontraran de nuevo. No sabía cuál sería el
desenlace, pero fuera cual fuese estaría bien. De eso si estaba segura.
—¿Vamos a ver si nos los encontramos?
—…
Nadie habló. Ninguna dijo nada. Simplemente se limitaron a observarla… Era la
primera vez que Marsha hablaba en las últimas dos horas. Sus amigas la miraron
sorprendidas, como dos turista mirarían a una momia que sale por su propio pie del
sarcófago donde descansa desde siglos y se dirigiera amablemente a ellos para
preguntarles, si no es mucho molestar, en que año, exactamente, se supone que
están.
—¿Vamos o no?— Marsha repitió su pregunta de nuevo, mezclando en el tono
frustración, enfado y duda.
—De acuerdo — Helen habló en nombre de todas, como solía hacerlo casi
siempre que surgían indecisiones en el grupo— quizá los encontremos en algún otro
bar.— No le gustaba infundir falsas esperanzas, pero al ver el pequeño chasquido de
luz en la mirada de Marsha, se dio cuenta que no había estado del todo mal su gesto.
Mientras salían, habiendo todas recogido ya sus respectivos abrigos y bolsos, la
que encabezaba el grupo, Marsha, se encontró de frente con el cabecilla de otro grupo
más reducido. Un grupo formado por dos chicos… Se encontró con Rob. En ese
momento el nombre del bar tomó otro significado. Se transformó en el estado en el
cual se espera la respuesta a una pregunta formulada en otro momento, no
necesariamente recordado. El Purgatorio era un lugar de espera. De ilusiones.
4
Rob Dornish tropezó literalmente con Marsha Lene. Y ella con él. Se miraron
fijamente a los ojos y todo comenzó.
Rob le pidió a ella que saliera un momento fuera del bar, con él. Allí había
demasiado ruido para hablar. Ella le acompañó sin hacer preguntas, ya tendría tiempo
para eso. Will y Helen se miraron e intercambiaron un gesto de ignorancia. No sabían
lo que iba a pasar, pero a la vez estaban seguros de lo que sucedería. Les dejaron ir
solos. Ellos así lo desearían. Tenían cosas qué contarse y qué pedirse. Y poco tiempo
para todo…
5
—¿Cuándo os vais?— Rob realizó la pregunta muy serio. Consciente de lo que
hacía y de que posiblemente no le quedara demasiado tiempo esa noche para decir
todo lo que debía.
—En menos de una hora… ¿Tanta prisa tienes de que nos vayamos?,— dijo
Marsha con una leve sonrisa de fondo.
—No.
La sonrisa se borró de los labios de la chica. La forma en que había dicho no Rob
la impresionó. No lo dijo ni enfadado ni ausente. Lo dijo alguien a quien le cuesta mucho
trabajo hacer lo que está haciendo. Y ella no quería interferir en lo que él debía contar.
Quizá también ella tenía algo qué decir.
Rob volvió a hablar entonces:
—Creo que el otro día hablaste de mí con Will.
—Sí…
—Y creo también que le dijiste que yo te gustaba.
—¿No hace mucho calor de repente? …— No era algo que Marsha quisiera contar
a los cuatro vientos, fue un simple pensamiento que se escapó de su boca, a la vez
que las pequeñas volutas de vapor que se formaban al ritmo de su respiración. Una
respiración que se aceleraba por momentos. Su cara estaba enrojeciendo. Y, por
supuesto, no era debido a la temperatura.
Rob lo vio, pero continuó hablando. Parecía inmerso en una lucha personal, en un
monólogo donde él mismo se hablaba y se escuchaba. Estaba serio y sus palabras
sonaban serias. Sus ojos no parpadeaban apenas, estaban fijos en los de la chica y el
resto del mundo parecía haberse evaporado. Iba a seguir preguntando, o simplemente
alargando la conversación, pero ella le cortó. Ella habló y lo que dijo le dejó
desorientado. Perdido en sus propias ideas vagas y fantasiosas.
—Me gustas, Rob. Es verdad. El otro día se lo dije a tu amigo Will. Y era cierto.
—…
—Me gustas mucho. ¿Te sorprende que te diga esto tan directamente?, La verdad
es que tu también me has sorprendido desde que hemos comenzado a hablar. Me
gustas, pero lo que me preocupa es lo que tu sientes, hasta donde pretendes llegar…
Rob no se había planteado eso. No quería planteárselo. En su cabeza flotaba
desde el sábado anterior la idea de salir de nuevo con otra chica. Esa idea se había
vuelto cada vez más sólida con el paso de los días. Quería salir con ella. Quería salir
ciegamente con ella, sucediera después lo que sucediera. Se rompieran los corazones
que se rompieran. Nada importaría después. Nada. En lugar de contarle todo esto,
decidió alargarlo todo un poco más. Sólo un poco. Los dos tendrían tiempo para
pensar. Tiempo para soñar de nuevo. Y tiempo para que los sueños se realizaran.
—Lo que tenemos que hablar es demasiado importante para hacerlo aquí, con
este frío y con tan poco tiempo. Os marcharéis dentro de unos minutos. Lo mejor es
que nos veamos en otro momento.
—¿Cuándo?
—El martes es Año Nuevo… ¿Saldréis por Daulon?
—Sí. Sobre todo ahora que tengo un motivo.
Rob sonrió. Todo se había distendido en cuestión de segundos. El frío que lo
rodeaba empezaba a empaparlo como no lo había hecho desde el principio. Y algo
extraño brotó entonces de su boca.
—Si te veo el martes, ¿Crees que podría suceder algo entre nosotros?
—Es posible… — Marsha hablaba con cautela pero a la vez con diversión
contenida. Hablaba calculando las palabras, pero en su voz también flotaba algo
parecido al juego. Estaba jugando. Le divertía jugar. Y no era un juego tan malo…
—Entonces… ¿nos vemos el martes?. ¿Te parece bien a la 1:30 de la mañana
frente al Tie—up?
—Me parece bien.
Ahí concluyó el domingo en la mente de ambos. En el futuro sólo recordarían esa
escena. Todo lo que pudo haber sucedido después por las calles de Carseny, y los
días siguientes, hasta el martes, quedó olvidado.
Marsha miró por encima del hombro de Rob y se encontró con Helen y las demás,
que la esperaban algo impacientes. Se hacía tarde para ellas.
Rob se giró y vio también entre las chicas a Will. Sonreía. Consideraba que todo
había salido bien. Y estaba visiblemente contento.
Los componentes de cada grupo se unieron y se marcharon por un sentido
distinto de la misma calle. Dejaron atrás miradas y sonrisas que se perdieron en sus
recuerdos y entre el resto de la gente que pasaba por allí. Fue una noche extraña.
6
El martes volvieron a encontrarse. A la hora indicada en el lugar indicado. Marsha
se había retrasado un poco, unos minutos, que a Rob le parecieron eternos. Por un
momento se sintió como el novio de una boda que no puede celebrarse por que la otra
protagonista, la novia, no aparece.
Pero todo quedó en un susto.
Ella apareció.
Y las miradas volvieron a ser prolongadas y profundas. Sus ojos se encontraban y
ni podían ni querían luchar contra ellos. Se mantenían unidos de esa manera por que
así lo deseaban.
Will había estado esperando con Rob. Los cinco minutos que había tardado
aquella chica los padeció con una tensión parecida a la de Rob. Temía que todo se
desmoronase en el último momento. Pero afortunadamente no fue así.
Marsha subía con su grupo de amigas. Las de siempre. Eran cuatro o cinco. El
número podía pasar a tres o a cinco de vez en cuando, pero lo normal era ver a cuatro.
Helen siempre se repetía. Nunca faltaba.
La noche era fría. No tanto como el domingo, pero sí bastante. Era la noche de
Año Nuevo. Hacía ya casi dos horas que habían cambiado de año. El tiempo pasaba
sobre todos como si disfrutara haciéndolo. Y todos veían al tiempo pasarles por
encima y simulaban también disfrutar. Era la noche donde todo el mundo se notaba
más viejo. Al pasar de un año a otro era como si la edad global de las personas
cambiara. En realidad sólo envejecía el mundo.
El mundo era un anciano venerable que observaba la película que representaba el
ser humano.
Rob y Marsha se quedaron un momento observándose. Él a salvo ya del susto por
la espera y ella recuperando el aire perdido al subir la calle apresuradamente. Ambos
iban vestidos para la ocasión. Él con un traje azul marino y camisa blanca y ella, debajo
de una gruesa cazadora (aquella noche hacía frío… mucho frío…) llevaba puesto un
vestido largo negro. Era un vestido apropiado para la ocasión. Elegante y de noche.
Marsha habló, y las volutas de vapor que surgieron de su boca cuando lo hacía
hipnotizaron aún más a Rob.
—¿Vamos a algún sitio?
—¿Al Tie—up?
—Me parece bien…
Y ambos se alejaron, sorteando al resto de seres humanos que compartían con
ellos en ese momento la calle. Helen y Will se miraron y a continuación sonrieron. Todo
salía como debía salir. Cuando vieron a la pareja perderse entre la gente Will se unió al
grupo de chicas y juntos pasaron la noche.
Will pensaba en todo lo que debían contarle él y Rob a Gary cuando volvieran a
verle. Se iba a quedar de piedra…
7
Una vez dentro del bar, y bajo la misma música (sorprendentemente) que les
había envuelto el día que se conocieron, él la abrazó a ella. Al principio simplemente
bailaban, pero Rob había tropezado con la barra. En lugar de apartarse se apoyó en
ella. Miró fijamente a los ojos a Marsha y le habló, disimulando su nerviosismo todo lo
bien que pudo:
—¿Recuerdas lo que me dijiste el domingo?
—Sí.
—¿Que querías saber lo que yo realmente pretendía…? Te lo diré: ¿Saldrías
conmigo?
—Sí…
Se volvieron a mirar. De alguna forma Marsha supo que él no le mentía al decir
que realmente deseaba eso. De alguna forma Rob supo que ella no le mentía al
contestar a su pregunta.
—¿Lo hacemos oficial…?
Marsha le miró y adivinó su intención. Ella también pretendía lo mismo. Asintió con
un breve gesto como respuesta a la última pregunta de Rob. Él bajó un poco la cabeza.
Ella acercó la suya…
La música sonaba de fondo. Siempre la misma canción.
Rob y Marsha se besaron.
El tiempo pasó.
(pesadillas)
UNO
1
Las semanas transcurrieron sin apenas incidencias. Sólo surgieron pequeños
problemas como en cualquier otra pareja. Problemas que se solucionaron sin
dificultad.
Hasta que el problema tubo un nombre propio.
Doug.
2
La segunda Gran Guerra se aproximaba. Debían quedar tres o cuatro años para
que eso sucediera. Se mascaba cierto clima de tensión en todo el mundo. Algo parecía
próximo a aparecer. Algo extraño, oculto y maligno. Europa ronroneaba bajo constantes
y brutales confrontaciones sociales. Estados Unidos era otro ser que ronroneaba
también, a menor nivel, en espera de cualquier cosa.
Eran dos animales que ansiaban comparar sus fuerzas.
Eran dos animales.
Entre Daulon y Carseny las noticias en este sentido apenas circulaban. Allí el
exterior no parecía tener motivo de preocupación. Eran dos pueblos y a sus habitantes
les preocupaba su propia vida, su supervivencia. Lo que sucediera en el resto del
mundo sólo resultaría relevante si afectara directamente en ellos. Pero eso no ocurría.
No les afectaba en absoluto… Y no era que no se preocuparan por el resto de los
seres humanos, lo que pasaba simplemente era que no podían hacer nada para
cambiar las noticias. Y para no cambiar nada y estar siempre rodeados de mensajes
de rabia, dolor y miedo… mejor no saber nada de ellos.
Así vivían y así querían vivir.
Tenían sus propias guerras internas. Y sus propias preocupaciones.
Con eso bastaba.
3
Rob tenía problemas en casa. Dicho así parece el clásico joven que discute con
los clásicos padres y surgen las clásicas rencillas. La realidad era bien distinta… Rob
interpretaba que tenía la edad más adecuada para tomar sus propias decisiones. Esto
en su casa era intolerable. No se le consentía lo más mínimo —así había sido
siempre— y ahora, de repente, trataba de imponer sus propias ideas. Esto era, por
supuesto, a juicio de sus padres. Rob sólo pretendía hacerse escuchar y que le
permitieran intervenir en todo aquello que resultara de relevancia para la familia.
Los padres habían observado una pequeña semilla de rebeldía en la conducta de
un chico que contaba ya 20 años. Intentaron inútilmente eliminarla y su fallo se volvió en
su contra. Habían perdido el control sobre su hijo. Pero no se daban cuenta de un dato
importante, la pérdida de control no se debía al propio chico, ni era culpa de ellos que
no le habían educado bien…no, era la madurez y el afán de independencia lo que
asomaba en los ojos oscuros de Rob. Sólo eso. Nada más y nada menos. Pero su
mala interpretación conducía al absurdo.
Rob veía que sus discusiones se incrementaban cada día, en cantidad y en
calidad. Quizá él se viera con fuerza para soportarlas un tiempo más, pero en el fondo
no quería que todo aquello sucediera. No le gustaba ser el centro de atención de todo
aquel drama. Tampoco admitía el hecho de que intranquilizaba a sus padres y a su
hermano, que parecía también querer rebelarse a su temprana edad —apenas 12
años— y asumir el mismo control que su hermano mayor. El pequeño se peleaba en
ocasiones con sus padres, al igual que Rob. Y eso no debía suceder.
Le daba la sensación de que estaba llevando a toda su familia al desastre, al caos
más absoluto. Tenía que buscar la forma de salir del círculo vicioso en el que estaba
inmerso… Estuvo un tiempo meditando, pensando qué podía hacer y cómo. Al final se
le ocurrió algo. La idea no era tan descabellada. No sería vista con muy buenos ojos en
su casa, pero a la larga todo sería mejor. Mucho mejor.
Vivía en Daulon con sus padres, pero su familia en el pasado había tenido tierras
en abundancia. Una de esas tierras se hallaba a medio camino entre su pueblo y
Carseny. En aquel terreno yermo y desolado su abuelo había construido una casa. Una
casa muy pequeña… No era una obra de arte, pero serviría para pasar allí una
temporada. Para respirar y aclarar las ideas. Sería un buen lugar para comenzar su
largo proceso de independencia. Pero sobre todo para pensar. Para pensar en su vida
al lado de Marsha. Para pensar en tantas y tantas cosas…
Al final se salió con la suya tras una larga discusión. Siempre pasaba lo mismo…
Se marchó al día siguiente de proponer su idea. No quiso mirar atrás. Vería a sus
padres y a su hermano a menudo, sólo les separaban unos pocos kilómetros, y la
distancia era ahora lo más oportuno. No se sentía en extremo feliz, había roto con los
únicos lazos familiares que le quedaban y, aún teniendo la oportunidad de volver
cuando lo deseara, el paso ya estaba dado. Y una vez dado ya no se podía echar uno
atrás. Quizá en el futuro decidiera retornar a casa, pero sería después de haber vivido
lo necesario la vida que llevaba tanto tiempo buscando.
Se marchó con lágrimas contenidas.
Sus padres y su hermano le vieron alejarse con lágrimas contenidas.
Por un momento todo tuvo un sabor extremadamente salado.
4
Cuando Rob le contó a Marsha su idea, ella no supo cómo tomárselo. Después de
meditar un rato, dijo algo importante:
<<—Haz lo que quieras, Rob. Eliges tú. Es cosa tuya. >>
Al menos Rob lo interpretó como algo importante. Aquellas palabras le agradaron
en cierta medida. Ella confiaba en él y le daba total libertad de elección. Le estaba
contando algo que él ya sabía. Todos siguen su propio camino, como en este caso. Y
lo mejor de todo era que ella no interrumpía ese camino. Apoyaba y aplaudía su
decisión porque era auténtica y personal.
Cada día la quería más. Cada día descubría en Marsha algo que la hacía única en
el mundo. Cada día…
5
Will y Gary continuaban al lado de Rob. Pero su amistad se diluía con el tiempo.
Rob permanecía constantemente junto a Marsha, despreocupándose del resto del
mundo. Will podía soportarlo y, en cierta medida, lo comprendía. Lo comprendía por
que lo había vivido. En un corto pasado él había permanecido unos meses con una
chica. El tiempo se acortaba a gran velocidad, perdió algunos amigos por que sólo tuvo
una preocupación en la cabeza: aquella chica. Esperaba que Rob no sufriera lo mismo.
Si perdía amigos y luego a la chica todo se volvería en su contra. Estaba tan metido en
su propia historia que salir de ella le costaría casi la vida. El golpe sería brutal. William
se consideraba un amigo fiel aunque no se le prestase apenas atención, y sabía que
esta falta de atención hacia él sería algo pasajero. Rob, con el tiempo, volvería a él. Y
debía estar a su lado para recibirle de nuevo.
William acababa de cumplir 22 años y su mayoría de edad le hacía ser más
objetivo. Lo veía todo con los ojos del hombre que sería en un futuro no muy lejano. Lo
aceptaba porque lo aceptaba su madurez.
Gary Bass no. No lo soportaba. Era aún muy joven para darse cuenta de lo que
sucedía. Rob no les hacía ni a él ni a Will el mínimo caso. Estaba con su chica y eso
para Rob era todo. Gary se sentía traicionado y abandonado. Cierto que aún
continuaba saliendo en ocasiones con Will, pero eso no era suficiente. Su mejor amigo
había sido Rob y ahora ese mismo amigo le olvidaba. Era triste. Y el echo podía ser
considerado como una traición.
Gary y Rob se habían conocido hacía ya algunos años, por un amigo común de
ambos. Fue algo complicado. Al principio salían un grupo de chicos juntos. Eran cinco
o seis. Con el tiempo el grupo se fragmentó y Rob y Gary se fueron por su lado.
Aproximadamente un año más tarde se les unió William.
Gary se encontraba incluso mejor al lado de Marsha que al lado de Rob. Rob le
había traicionado, Marsha no tenía ninguna culpa de lo que sucedía y encima era una
gran chica. Tenía 19 años pero parecía tener muchos más. Gary no se enamoró de
ella, pero le cogió un cariño como jamás lo había tomado por nadie. La convirtió
secretamente en su mejor amiga y así la trataba. Perdía a Rob y ganaba a Marsha. No
todo le estaba saliendo mal, pensaba en ocasiones. Pero lo que más le dolía era que
había tratado a Rob y a Will como a dioses, eran mayores que él y las hazañas que le
contaban —él casi siempre estaba en casa a la hora que a Will y a Rob les sucedía
todo. Sus padres se ocupaban de que así fuera…— le hacían casi reverenciarles.
Todo aquello comenzaba a extinguirse. Poco a poco. Lentamente. Pero sucedía.
Gary comprendió por fin que todas las historias que le contaban eran
exageraciones, o al menos la mayoría. Will y Rob colocaban sus actos a una altura
inalcanzable para cualquiera. Hacían creer que sus vivencias eran supremas y
absolutas. Eso le dolía a Gary. Gary Bass estaba realmente dolido… Y sus dolencias
se debían a algo distinto que la mera imaginación de sus dos amigos. Lo que no podía
soportar era que él fuese el centro de todas las historias por que ellos sabían que se
las tragaría. Le dolía realmente pensar que tanto William como Robert opinaran que él
era única y simplemente un niño que se tragaba cualquier cuento, por fantástico que
fuera.
Prácticamente se olvidó de Rob. Siguió al lado de Will por un tiempo. Pero también
se alejó de él con el paso de los años, hasta que se mató en un accidente con su
coche, con su bomba amarilla. Aquel fue el último momento que se encontraron en el
mismo lugar Will, Rob y Gary. Fue en el cementerio Chartens, ubicado entre Daulon y
el pueblo de Will, Sigran.
Gary lloró largo rato, en silencio, detrás de unas gafas de sol y del humo de un
cigarrillo. Rob lo intentó, pero pocas lágrimas salieron ya de él. Will les observaba
desde la tumba y por encima de ellos. Les observaba y lloraba también, a su modo.
Rob había sufrido demasiado en poco tiempo: Will en ese fatídico accidente.
Marsha unos años atrás…
La muerte danzaba alrededor de Rob.
6
Dahl observó la cabeza que sujetaba entre sus manos. Veía el rostro de alguien
que había sufrido mucho toda su vida. Gary hacía ya rato que había muerto, pero en el
hilo de voz que le era arrancado a su cerebro aún después de su muerte había
emociones: amistad, dolor, ira, miedo… eran las emociones de toda su vida que
surgían agolpadamente de su boca. Su corazón no bombeaba ya sangre, pero daba la
impresión de que, aún así, era capaz de albergar sentimientos. Dahl tuvo un acceso de
arrepentimiento muy breve, pero a la vez intenso, por haber sido el provocador de todo
aquello. Pero tras esa sensación surgió otra mucho más fuerte. Presentía que el relato
estaba llegando a su fin y que tras éste conocería el verdadero motivo de su propia
existencia. Era un buen motivo para seguir adelante con todo. Y seguiría sin dudar…
Otra cosa llamó la atención del muchacho. Dahl se sorprendió al escuchar la
historia sobre Rob y Marsha, cómo se habían conocido y lo que repentinamente había
surgido entre ellos. Le parecía algo demasiado fantástico y maravilloso para que fuera
real. Él la amó desde el primer momento y ella le correspondió abiertamente. Eso no
parecía poder suceder en la realidad. No entendió al principio por qué Gary se lo
contaba como si fuera un cuento, pero ahora sí lo comprendía. Gary le contaba todo lo
que no había podido vivir a través de lo que le habían contado Will y Rob. Por eso
muchas partes de su narración parecían haber salido de algún libro de cuentos donde
suceden cosas imposibles y envidiables.
Si, seguro que era eso…
Pero algo le decía que la historia de Rob y Marsha no había sido del todo
exagerada. Una voz interior, extraña y conocida al mismo tiempo, le suplicaba ser
escuchada. Tenía respuestas y motivos. Tenía encuentros y despedidas. Tenía vida y
muerte qué contar. Y Dahl continuó escuchando bajo la luz de una luna que
comenzaba a surgir del horizonte, entre las dunas, que parecían avanzar hacia él con
intención de devorarle.
Gary continuó el relato. Ajeno a todo lo que sucedía a su alrededor.
7
Rob se instaló definitivamente en la casa de su abuelo. La fachada necesitaba
alguna capa de pintura y tendría que hacer varios arreglos en el tejado y la entrada. El
interior también estaba estropeado, pero tenía tiempo más que suficiente para todo.
Tenía todo el tiempo del mundo.
Su decisión había sido respetada por Marsha. También había visto en sus ojos
una luz que indicaba que estaba totalmente de acuerdo. A ella la independencia le
llamaba tanto la atención como a Rob, pero quizá no tenía el valor suficiente para dar
ese paso. En cierta medida, aún era muy joven para plantearse ese objetivo. Aunque
no era algo descartable para un futuro no muy lejano.
Veía a Marsha los sábados y los domingos y algún día que otro entre semana. Iba
siempre que Will podía pasar a recogerle. Rob no había sacado aún el permiso de
conducir y eso era algo de lo que se estaba arrepintiendo.
Coincidía con Will de vez en cuando, y sentía que algo entre ambos se estaba
separando. Tenía que evitarlo, pero no sabía cómo. De lo que estaba completamente
seguro era de que lo había estropeado todo con respecto a Gary. Hacía semanas que
no le veía. De vez en cuando oía a Marsha decir que Gary la había acompañado a un
sitio y a otro, que se portaba muy bien con ella. Rob no entendía lo que sucedía, pero
se temía lo peor. Quizá estar demasiado tiempo con Marsha le había quitado a sus
amigos. Debía corregirlo cuanto antes. Gary estaba ya muy lejos, pero aún era posible
rescatar a Will.
8
Marsha aún amaba a Rob, pero no se encontraba cómoda. No podía ni sabía
explicarlo con palabras. Rob era la mejor persona que había conocido en toda su vida.
La hacía sentir vital y alegre. Era un tipo divertido y con el que nadie podía aburrirse.
Pero quizá era la propia falta de aburrimiento lo que a ella la hacía dudar.
Quería estar con él, pero a la vez necesitaba estar con más gente, con sus
amigas y amigos. No podía dedicar toda su vida a una sola persona.
Marsha se sumergió en su pensamiento y le dio vueltas a todo. Estudió los pros y
los contras y luchó por obtener una solución. Debía hacer algo para que todo cambiara.
Y sería pronto…
DOS
1
Verano.
2
La temperatura aún era suave, no comenzaría a aumentar hasta pasadas unas
semanas. El verano todavía era joven.
Doug apareció en Carseny a primera hora de la mañana de un día soleado,
conduciendo un largo coche oscuro. Atravesó sin detenerse la avenida principal y se
dirigió hacia Daulon, levantando detrás de sí enormes columnas de polvo. Debía tener
unos 24 años y ya en su cabeza comenzaban a notarse los primeros indicios de la
edad: tenía grandes entradas en el pelo, que amenazaban con juntarse en el centro de
la cabeza, formándole una reluciente corona que crecía día tras día. Sin prisa pero sin
pausa.
Condujo durante varios minutos bajo un sol tenue y frío. El aire fresco le obligó a
cerrar la ventanilla por la que dejaba caer su brazo izquierdo. No le gustó nada, ya que
conducía constantemente en aquella posición, pero no pudo hacer otra cosa.
En lugar de continuar su camino hacia Daulon, el coche negro comenzó a
aminorar al acercarse al camino que conducía hacia la casa de Rob. Al comprobar que
no circulaba nadie por la Interestatal en aquel momento, entró en la pista de tierra y se
detuvo en la casa que estaba a la orilla de la carretera. Salió lentamente del coche y, a
la vez que desentumecía los músculos estirándose brevemente, sacó una llave del
bolsillo. Caminó hacia la puerta de la casa y la abrió, no sin cierta dificultad. El óxido
había corroído en parte la cerradura. Una cosa más que tendré que arreglar, pensó
Doug antes de atravesar la penumbra cargada de humedad de la entrada. Las tinieblas
lo ocultaron y por un momento pareció que nunca hubiera estado allí.
3
Pero Rob sí le había visto. Sabía que no era una ilusión. Le vio llegar y aparcar el
coche. Le vio mirar a derecha e izquierda, como si ocultara alguna cosa, un momento
antes de sacar un objeto plateado del bolsillo. Algo que debió ser una llave, por que la
puerta de la casa se había abierto. Pero Rob no estaba completamente seguro, podría
ser un vulgar ladrón que creía que las dos casas estaban deshabitadas y había
comenzado a desvalijar la que primero se cruzó en su camino.
A su lado reposaba el silencioso teléfono, y la mano se fue instintivamente a él
cuando el vehículo negro entró por el camino. Si algo se salía de lo normal llamaría a la
policía. Y debía ser muy rápido al hacerlo, por que la policía no lo sería, habría de
recorrer 7 kilómetros para atenderle. Y eso requería tiempo.
También tuvo que admitir la posibilidad de que fuera un nuevo vecino. Le costó
hacerlo pero al fin se dio cuenta de que así era cuando vio que el hombre salía de la
casa para sacar unas maletas de la parte de atrás del vehículo. Se disponía a
quedarse, y a juzgar por la montaña de equipaje iba a ser por mucho tiempo.
El teléfono sonó en ese momento, sobresaltando a Rob. Lo descolgó rápidamente
y, sin perder de vista al chico, respondió.
—Hola, ¿Rob?, ¿Cómo te va todo?
—¡Marsha!, ¡¿Cómo estás?!. Hacía tiempo que no me llamabas…
Una sonrisa se curvaba lentamente en los labios de Rob, perdiendo el extraño
miedo inicial al ver a su nuevo joven vecino. Así tendría alguien con quién hablar.
Quería estar sólo, pero vivir en medio del desierto era demasiada soledad.
—Sí, la última vez fue hace más o menos una hora, ¿no? — Rob oyó risas
apagadas al otro lado del hilo telefónico —¿Ha pasado algo interesante por ahí?.—
Pues la verdad es que sí. Creo que tengo un nuevo vecino.
4
Doug entró en la casa y se encontró con lo que se temía. Humedad y suciedad por
todas partes. Aquello no le sorprendió en absoluto. La casa debía haber permanecido
cerrada años. Estaba amueblada por completo, con los muebles tapados con lonas,
pero algo le decía que tendría que tirarlos todos y hacer la casa de nuevo, empezando
desde cero. Tenía tiempo para ello. Salió al porche y bajó los cuatro escalones frente a
los cuales había aparcado su coche. Sacó algunas maletas y se dispuso a meterlas en
su nueva casa. Notó que alguien le observaba. Ese alguien sólo podía ser el habitante
de la casa de enfrente. Apenas le prestó atención, tenía cosas más importantes en qué
pensar que en un viejo cotilla con un cigarrillo en la comisura de los labios con el
espionaje como único pasatiempo.
Metió todo el equipaje en unos minutos y cerró la puerta tras de sí. Se quedó otra
vez en la penumbra. Le gustaba aquello. Podía pasar allí buenos tiempos. Le agradaba
el olor a viejo y la sensación de que todo podía caerse en cualquier momento. Era lo
que andaba buscando.
Mi padre no lo ha hecho mal del todo, se dijo mientras miraba a las paredes
desnudas y sonreía.
5
—Voy a ir a verle ahora, para saludarlo.
—¿Estás seguro?— Marsha no estaba demasiado convencida de lo que Rob
quería hacer. —Ten cuidado.
—Si, tranquila, lo tendré.
—Yo voy ahora para allá, Helen me va a llevar en su coche. Dice que le apetece
pasarse a ver como vas con la casa. Si esperas unos minutos estaremos ahí.
—No, voy a saludarle inmediatamente, quiero quitarme de encima la primera
impresión que me he creado.
—Como quieras; nos vemos luego, adiós.
—Hasta ahora…
Rob colgó el teléfono suavemente, pensando seriamente en la oferta que Marsha
le había hecho, esperar a que ellas vinieran. No, se dijo meneando la cabeza, cuanto
antes mejor.
Salió de casa después de un par de minutos, durante los cuales se arregló un
poco para el extraño y para Marsha. No quería parecer un delincuente delante de
ninguno de los dos. Se dirigió hacia la casa que estaba a la orilla de la Interestatal con
paso rápido pero seguro. No levantó en ningún momento arena mientras lo hacía.
Había aprendido la técnica con el paso de los meses.
6
Mientras Doug deshacía el equipaje y observaba lo que sería su nueva casa al
menos por un tiempo, recordaba el motivo que le había llevado allí. Su padre, gastando
un precio relativamente bajo por la propiedad había conseguido lo que pretendía,
apartarlo de su lado. Doug tuvo algún que otro problema con la justicia en Neibort, el
pueblo de donde venía, y su padre había optado por alejarlo a una distancia prudente, a
unos 80 kilómetros. Así todo sería más tranquilo para los dos. De eso puedes estar
seguro, papá, pensó Doug mientras volcaba una maleta sobre una de las camas.
Le quedaba aún mucho por hacer. Antes de nada tendría que ir a uno de los dos
pueblos para comprar algunas cosas. Su padre le había dado algo de dinero con tal
que se largara. Y él había cogido también lo que encontró por su casa cuando se
marchó. Tenía lo suficiente para salir adelante una temporada. Mientras le daba vueltas
a la cabeza procurando no dejar ningún cabo suelto, observó por el rabillo del ojo a
través de una de las ventanas. Una figura que se acercaba. Debe ser el hijo de los
viejos que viven en la otra casa, pensó Doug. Me imagino que venga de su parte a
conocerme a mí, al nuevo vecino... Cómo me joden estas estupideces.
Mientras lo pensaba el chico ya había llegado. No había timbre, así que sólo oyó
un débil golpeteo de nudillos. Salió a abrir, malhumorado y harto de viejas costumbres
absurdas, y cuando lo hizo se encontró con unos ojos como los suyos, que encerraban
odio y dolor, todo a la vez. Estuvo a punto de dar un paso hacia atrás, como para
alejarse de aquel chaval, pero se repuso y reunió las fuerzas necesarias para
interesarse por conocer a sus vecinos.
7
—¿Vecinos?, No, vivo yo sólo. Desde hace unos meses. Quizá dentro de un
tiempo una chica me haga compañía aquí, en medio del desierto, pero hasta que eso
pase no tendremos más remedio que convivir únicamente nosotros dos… ¿Va a
quedarse mucho tiempo?
—No lo sé. Estoy aquí por un asunto familiar. No sé hasta cuando me quedaré—
Doug hablaba midiendo mucho sus palabras, no quería decir más de lo necesario.— Y
por Dios, no me trates de Usted, debo tener sólo tres o cuatro años más que tu…
¿Quieres pasar?
Rob estaba en cierto modo sorprendido, no esperaba que todo resultara tan
sencillo. Parecía que fueran amigos desde hace tiempo. Pero las confianzas sólo
están bien hasta cierto punto. Había algo en Doug que no acababa de gustarle. No
sabía qué podía ser, pero la actitud del nuevo vecino no parecía normal. Estaba
actuando. Estaba ocultando algo. No parecía un buen tipo, en definitiva. Para averiguar
más decidió aceptar su ofrecimiento de pasar a la casa. No le extrañó ver en la cara de
su anfitrión un gesto de fastidio disimulado… quizá no esperaba que fuera a aceptar la
invitación.
8
Era la primera vez que Rob entraba en aquella casa. Siempre la había visto
cerrada. Le habían dicho que pertenecía a alguien de Carseny, pero no sabía quién
podía ser. Al parecer tenía un hogar mejor allá en Carseny y dejaba pasar los días con
la esperanza de que alguien decidiera comprar o alquilar la casa. No debía tener
puestas demasiadas esperanzas en ello, por la ubicación. El desierto no era un buen
lugar para vivir si no se estaba huyendo de algo. Con el recién llegado las plegarias del
dueño de la casa habían sido escuchadas. Sacaría algo de dinero de ella si era un
simple alquiler y si la había vendido… sería lo mejor que le habría pasado nunca. Se
desharía de un estorbo.
(El desierto no era un buen lugar para vivir si no se estaba huyendo de algo)
¿De qué estaría huyendo el nuevo vecino?. Rob no quería saberlo. No quería
enterarse de nada. Su vida ya era por sí sola un tremendo caos… si no fuera por
Marsha. Ella era lo único que le daba cierta estabilidad, estar a su lado era como vivir
en un mundo donde sólo hay cabida para dos personas, y sólo hay alegría y bienestar.
Es un buen lugar, en definitiva.
—No puedo ofrecerte nada, no hay nada de beber.
Doug habló secamente. Lo que dijo sacó a Rob de su ensoñación y le hizo volver
a la realidad.
—No importa, no iba a beber nada de todas formas. Gracias.
A Rob no le apetecía dar las gracias.
A Doug no le apetecía recibirlas.
El ambiente estaba enrarecido, y no era sólo por el tiempo que la casa llevaba
cerrada. La mayor parte de la culpa la tenían los dos chicos que se miraban fijamente
el uno al otro, como intentando desentrañar todos los misterios de la otra persona
simplemente con la vista. Fue Doug quien en esa ocasión decidió cortar la tensión.
Habló de forma distendida y relajada. Como solía hacerlo cuando tenía algún problema
con la policía. Esa actitud le había sacado de algún que otro lío en Neibort.
—Antes hablaste de una chica… ¿es tu novia?. ¿Tenéis pensado casaros o algo
así?
—De momento no. Lo de venir a vivir conmigo es sólo una posibilidad, los dos
estamos de acuerdo en que una pareja no se conoce realmente bien hasta que ha
pasado una temporada viviendo juntos. No se lo tomarán muy bien en el pueblo, pero si
los dos queremos, nadie se interpondrá.
—Vaya, se te ve muy convencido. ¿Piensas que os dejarán vivir juntos sin estar
casados?. Quizá en tu casa si, pero… ¿Has pensado en el lío que se formará en su
casa?.
—Si, lo he pensado… eh… ¿Cómo te llamas?
—Doug.
—Vaya, llevamos un rato hablando y no sabíamos los nombres del otro: yo me
llamo Rob… Bueno, como te iba diciendo, sí que he pensado en los problemas que
podrían surgir si decidimos vivir juntos, pero es un riesgo a correr si te importa la otra
persona y no lo que digan los demás.
—Bien, vosotros sabréis… ¿Cómo se llama ella?
A Rob se le iluminaron los ojos cuando escuchó la pregunta.
—Se llama…— Un fuerte bocinazo le cortó la frase. Reconoció el sonido de
inmediato, era el coche de Helen, y con ella iba Marsha. —Vamos fuera, te la voy a
presentar, acaba de llegar.
9
Rob se dirigió velozmente a la entrada de la casa, no dejó que Doug le indicara el
camino, sólo una vez había cruzado aquellos pasillos, pero lo que esperaba fuera le
reclamó con una fuerza tremenda. Si estuviera perdido en medio de un enorme
laberinto y escuchara la voz de Marsha saldría al cabo de unos segundos. Se guiaría
por la voz. Estaba seguro de ello. Salió afuera y, aunque al principio el sol le golpeó en
los ojos y le hizo ver todo negro, vio a las dos chicas bajarse del coche frente a su
casa. Él hizo un gesto con los brazos y les gritó, para indicarles dónde estaba. Las dos
chicas le vieron y avanzaron hacia él. Él avanzó hacia ellas.
Se encontraron a unos veinte metros de la casa de Doug. Rob las saludó y las
condujo a ver al nuevo vecino, que les esperaba en el umbral.
—Ya verás cómo es un tipo extraño, Marsha, ya lo verás.
Ella se limitó a asentir con la cabeza y a seguir andando. Cuando llegaron al
porche de la casa, Rob vio que Doug les observaba con unos ojos enormes. En ellos
se reflejaba una tremenda sorpresa. A continuación miró a Marsha y vio también el
mismo gesto. La misma expresión.
—¿Mar…sha?, —preguntó Doug lentamente.
—Doug… ¿Qué haces aquí?
Rob fue un testigo mudo de aquel encuentro.
Algo no estaba saliendo bien. Y tenía la fuerte impresión de que todo iba a
empeorar.
Rob perdió el equilibrio dentro de la realidad.
TRES
1
Todo cambió.
Rob y Will continuaban siendo amigos. Doug continuaba viviendo frente a Rob.
Rob continuaba viviendo…
Pero eso era lo único que no había cambiado.
Marsha dejó a Rob por Doug: al parecer era un antiguo amigo del pueblo de donde
venía. Él no dejó de presionarla y de insistir que abandonara a Rob, que no hacía nada
a su lado. Ella dudó y después de un tiempo su decisión cayó de lado de Doug. No
sabía si lo que había hecho era lo correcto o no. No se atrevía ni tan siquiera a
pensarlo. Aún tenía a Rob en su corazón y todo había sido demasiado rápido. Quizá el
tiempo le pasara factura, pero hasta entonces deseaba no tener remordimientos.
Rob se quedó durante un tiempo como un muerto viviente. Vagaba como un zombi
de un lado a otro, buscando constantemente y en todas partes puntos de apoyo para
no caer. Will vio el estado en el que había quedado su amigo y le ayudó. Era la
segunda vez que le veía pasar por algo parecido, pero en esta ocasión todo era más
fuerte. Infinitamente mayor.
Gary se hizo a través de Marsha muy amigo de Doug. Solían ir juntos a beber
muchas noches, hasta que los bares cerraban. Doug bebía ingentes cantidades de
alcohol y Gary fumaba ingentes cantidades de cigarrillos. Se hicieron buenos amigos.
Muy buenos amigos…
Veintisiete días después de la ruptura, Marsha comenzó a vivir con Doug.
Esa fue una gota más que cayó en el vaso ya desbordado de Rob.
2
Lo peor de todo era que Rob vivía frente a frente con la pareja formada por Doug y
Marsha. Con el tiempo llegó a soportar sólo en parte ver a la que había sido su gran
amor actuando de forma tan cariñosa con Doug. Se sentía mal, pero no le quedaba
más remedio que soportarlo. A su casa no debía volver y no podría pedirles a Marsha y
a Doug que se marcharan. No aceptarían.
Cuando la mirada de Rob y la de Marsha se cruzaban en ocasiones, se quedaban
el uno al otro observándose, en silencio, repasando mentalmente y en décimas de
segundo lo bien que lo habían pasado juntos. En el pasado. En los viejos tiempos. Pero
ese tipo de miradas siempre eran cortadas por Marsha. Hacía un gesto brusco con la
cabeza, miraba hacia otro lado y se metía en casa.
Rob la miraba sintiendo lo que había sentido cuando estaban juntos. Ella le miraba
a él como disculpándose por lo que había hecho. Intentando obtener perdón del chico
que le había dado todo.
Aún sentía algo por él.
El fuego aún no había sido extinguido por completo.
Ella lo sabía y estaba asustada.
3
En cierta ocasión, Will le contó a Gary (aún se hablaban) que había leído la página
del diario de Rob correspondiente al día en que Marsha le había dejado. Le repitió de
memoria el contenido de la página para que se lo dijera a Marsha, ya que era tan amigo
de ella. Por lo visto se olvidaba de que también era muy amigo de Doug. Gary no hizo
ningún caso a su petición y las palabras del diario quedaron olvidadas.
La intención de Will era que Marsha escuchara lo que había escrito Rob y eso le
hiciera pensar. Pero la intención se perdió en el absurdo comportamiento de Gary. Se
perdió como el diario, años más tarde. Se perdió como las últimas palabras escritas en
él:
Marsha Lene me ha dejado.
No recuerdo haberme sentido nunca tan mal.
Ojalá gritando pudiera librarme de todo lo que siento ahora… pero mi corazón se
ha quedado sin habla.
No me encuentro el pulso. Tampoco lo he buscado.
Creo que estoy jodidamente muerto.
4
Después de un mes de vida juntos Marsha tuvo que contarle a Doug un tremendo
secreto. Era algo que debía hacer rápido… antes de que comenzara a notarse. Estaba
embarazada. Y el hijo era de Rob.
Doug escuchó las palabras de Marsha a una velocidad más lenta de lo normal, era
como si repasara mentalmente las letras una por una, para encontrar algún fallo en su
composición. Lo que fuera con tal que no significasen lo que parecían… Pero no
encontró la manera de ocultárselo a sí mismo. Cuando hablaron sobre ello estaban
cenando. Los dos solos. Uno a cada lado de la mesa. Doug no dijo ni una palabra
sobre el asunto. Todavía le iba dando vueltas en la cabeza.
(un hijo)
(de Rob)
Joder, que mal está saliendo todo, pensó. Pero de su boca no salió ni una palabra.
Ni siquiera cuando Marsha bajó la cabeza y dejó que le resbalaran algunas lágrimas
por las mejillas. Un momento después se marchó a su habitación.
Doug bajó al pueblo y no volvió hasta altas horas de la madrugada. Bebió hasta
que ya no pudo más, o hasta que le faltó el dinero para ello. O ambas cosas al mismo
tiempo.
(un hijo de Rob)
(joder)
Ya solucionaremos esto mañana, se dijo al llegar a su casa y acostarse junto a
Marsha. Pero quizá estaba demasiado borracho para estar seguro de lo que pensaba.
5
Al día siguiente todo salió de modo distinto a como Doug había calculado. No se
encontraba de humor para afrontar nada. Sólo le apetecía llamar a Gary y beber a su
lado hasta emborracharse. Quería hacer eso y sólo eso durante varios días más,
hasta que su mente no pudiera ocultarlo por más tiempo. Cuando estaba a punto de
salir por la puerta con las llaves del coche en la mano, Marsha le detuvo. Le dijo que
esperara un momento, que el tema debía ser solucionado cuanto antes. Doug la miró y
por un instante un ligero atisbo de sentimientos acudió a sus ojos. Bajó la cabeza y
aceptó hablar. Era necesario encontrar una solución cuanto antes. Ya se
emborracharía más tarde.
—Este hijo es de Rob. Todo sucedió antes de que tu aparecieras.
Doug sólo escuchaba. Sus ojos miraban algún punto inconcreto de sus manos,
que jugueteaban entre ellas y se entrelazaban sin principio ni fin. Su cara no reflejaba
nada.
—Después llegaste tú, Doug, y lo dejé todo por ti. Este niño es de Rob, pero quiero
preguntarte algo…
Doug alzó la cabeza, colocó sus ojos a la misma altura que los de Marsha, pero
no la miró apenas. Dejó que su vista fluyera a su antojo a través de la ventana que
estaba delante de él. A través de la ventana que daba al infinito desierto.
—Dime…
—¿Lo aceptarás?
—Si.— Lo dijo sin pretenderlo. La palabra salió de sus labios como si le hubiera
gastado una broma un ventrílocuo. Sus labios no se movieron y sus cuerdas vocales
permanecieron tensas, impasibles. Pero, sin embargo, había hablado. Había aceptado
al niño. Al niño que no era suyo. Al niño de Rob… Marsha también se sorprendió,
esperaba encontrar al principio alguna resistencia para más tarde verlo aceptar
cabizbajo, si es que eso sucedía en algún momento. Pero lo que vio y oyó le destrozó
todos los esquemas. Había planeado un montón de salidas a cualquier cosa que él
hiciera o dijera. Pero nada de eso había hecho falta. Él había aceptado. Su boca lo
confirmaba. Aunque sus ojos parecieran negarlo con tremendos gritos.
—Bueno…— dijo ella vacilante— pues eso era todo. Sólo quería saber si
realmente me querías. Me lo has demostrado.
—Sí.
Otra vez aquella palabra. Otra vez la ausencia de control en su propia voz. No era
él quien hablaba, se decía a sí mismo, pero a la vez sí lo era. Quizá tan solo fuera su
mente que le obligaba a decir lo que Marsha quería escuchar para acabar cuanto antes
la conversación.
—¿Me prometes una cosa antes de dejar el tema finalmente?
—¿Qué? — Esta vez era el propio Doug el que hablaba. Su mente le había
abandonado. Pronunció cada sílaba despacio, como si estuviera tremendamente
cansado. Como si no se diera totalmente cuenta de que lo que sucedía era real, no la
pesadilla de la noche antes que aún duraba. Por un instante fue él mismo y Marsha lo
notó. Se anduvo con cuidado.
—Dos cosas: — Primero le miró a él y luego tendió la mirada al techo durante un
breve instante, como buscando dentro de sí las palabras adecuadas. Las encontró sin
esfuerzo. Llevaba mucho tiempo planeando aquel momento.— Una: Rob no debe
saber nada de esto, tiene que pensar que el niño es hijo nuestro, no de él. Bastante
daño le he hecho ya. No se lo dirás nunca, ¿Verdad?
—No, tranquila.
Ritmo lento y apagado en la voz de Doug. Todo estaba saliendo de una manera
distinta a los cauces normales. Ni peor ni mejor. Sólo distinta.
—…Y dos: Tienes que quererle como si fuera hijo tuyo. ¿Lo harás por mí?
Doug mantuvo la boca cerrada durante escasos segundos, que a Marsha le
parecieron enormes minutos, y luego habló. En esta ocasión sí miró hacia ella al
hacerlo. Pero sus ojos estaban perdidos en algún rincón de su mente. Lo que estaba
sucediendo parecía demasiado para él.
—Te lo prometo, Marsha. Las dos cosas.
A continuación se giró de nuevo hacia la puerta y volvió a agitar las llaves del
coche en su mano. Ella intentó decirle algo, agradecerle lo que estaba haciendo. Sabía
que no lo estaba pasando bien, y quería hacerle ver que lo comprendía. Pero no le dio
tiempo. Mientras pensaba todo esto Doug ya estaba al volante de su coche. Le vio girar
la llave y escuchó el ruido del motor tosiendo y escupiendo humo. Luego le observó
atentamente mientras se alejaba hacia el pueblo, a buscar a Gary, a ahogar sus penas
con él.
Giró la cabeza y, a través de la misma ventana vio un pedazo de la casa de Rob.
Él estaba fuera, sentado a la entrada, escuchando música y tumbado en una pequeña
hamaca improvisada. Le observó mientras se mecía al ritmo de la música y del viento.
Le observó encerrado en su enorme soledad.
Sus ojos se llenaron lentamente de lágrimas mientras le miraba. Sólo las percibió
cuando comenzó a verlo todo borroso.
6
Doug recogió a Gary frente a su casa y juntos se marcharon al bar que solían
frecuentar. Al que iban día tras día.
Gary encontró algo en los ojos de Doug que no le gustó nada. Al principio no se
atrevió a preguntarle qué pasaba, pero luego en el bar sí lo hizo. Consideraba a Doug
como un buen amigo, pero parte de esa amistad estaba asentada en el temor. Temía a
Doug. Daba la impresión de expulsar odio y rabia con cada mirada y eso era lo que
buscaba Gary. Quería hacerse respetar como su amigo. Ser igual de impulsivo.
Su juventud le impedía ver que eso no era lo correcto.
Le impedía ver lo que realmente había en el corazón de Doug. Mientras tomaban
una copa, Gary se decidió a hablar.
—No has dicho nada hasta ahora. ¿Pasa algo?— Luego contuvo la respiración,
esperando una respuesta. O una de aquellas miradas abrasadoras.
—Si, pasa algo.— Doug lo dijo como si no fuera nada, pero algo se quemaba
dentro de él. Tomó un trago de su copa y miró fijamente a Gary. Estuvo a punto de
agregar algo más, pero guardó silencio. Esperó a que fuera Gary quien hablara.
—¿No quieres hablar de ello?. ¿Algún problema con Marsha?
—Más o menos. Con Marsha y con Rob. —vio que Gary le miraba expectante y
decidió contarlo todo. —Pero debes prometerme que jamás se lo contarás a nadie.
—De acuerdo, hombre, habla.
Y Doug se lo explicó todo. Le contó lo que había sucedido con Marsha, la charla
que había tenido con ella por culpa del hijo que no sería suyo, sino de Rob. Le habló
durante casi media hora. Y después le hizo prometer de nuevo que jamás se lo debía
decir a nadie.
Doug no le hizo prometer que guardara silencio por Marsha. Lo hizo por él mismo.
No quería que nadie supiera que el niño era de una relación anterior. Que su auténtico
padre estaba viviendo a escasos metros de su casa… y sobre todo, no quería que Rob
se entrometiese. Si se enteraba estaría molestando continuamente a Marsha. Querría
parte de lo que le corresponde. Todo se volvería demasiado complicado. Habría que
evitar eso.
Además, confió en Gary porque conocía lo que había sucedido entre él y Rob. No
se llevaban bien. Sabía que podía contar con el chico por cómo le miraba cuando se lo
contaba todo. Le miraba como si fuera alguien importante… y algo más. Gary se
tomaba lo de guardar silencio como una especie de venganza retardada. Se podía
confiar en él.
Además, había algo más importante en qué pensar. Tenía que evitar que le
señalaran por la calle. No quería ser el centro de atención como lo había sido en el
pasado.
CUATRO
1
Doug y Marsha se casaron poco tiempo más tarde. Todo el mundo creía saber el
motivo, que ella estaba embarazada. Esa era una de las razones. La otra la
desconocían. Así debía ser. Así lo quería Doug.
Cuando Rob se enteró de la noticia, todo se le vino más abajo de lo que estaba ya.
No perdía la esperanza de volver a recuperar a Marsha. Pero las complicaciones se
acentuaban. Unos días atrás, Will le había preguntado a Rob qué era lo que pensaba
hacer: si quedarse toda su vida esperando o bien tomar alguna decisión para seguir
adelante él sólo. Rob le había mirado fijamente y le había dicho:
—De momento voy a esperar. Quizá ella decida volver. Sólo abandonaré cuando
la vea aceptar a Doug en el altar. Y tampoco perderé la esperanza totalmente. Nunca.
Aquello había sucedido antes de saberse lo de la boda. Rob seguía pensando lo
mismo, que jamás abandonaría, pero comenzaba a perder las ganas de luchar. Se
acumulaban demasiados inconvenientes. No sólo estaba lo de la boda, también había
un niño de camino. No tenía ni idea de qué hacer.
Rob fue invitado a la boda. No asistió.
2
Después de unos meses, nació un niño. Marsha y Doug le pusieron de nombre
Eddy. Rob tampoco asistió al bautizo. En esa ocasión no le invitaron. Doug debió
haberlo impedido.
El clima de tensión entre Doug y Marsha parecía haberse extinguido durante todo
el tiempo que duraron las celebraciones. Pero después resultó que la extinción era
ficticia. El ambiente se volvió irreal. Absurdo y tenso. Marsha y Doug tenían continuas
discusiones. El niño siempre estaba ajeno a todo, encerrado en otra habitación. Marsha
acudía en cuanto le oía llorar pero Doug no movía un dedo. Cuando ella se quejaba de
que necesitaba ayuda, él le decía que se las arreglase sola. Que el niño no era suyo.
Estaban casados y eso era lo que le importaba a él. Ella estaba acorralada. En
aquella época las bodas sí eran para siempre.
Doug no estaba casi nunca en casa. Se marchaba a diario con Gary a tomarse
unas copas en cualquier bar. No quería asumir la responsabilidad de ser padre. Sus
promesas se volvieron vacuas, falsas. Marsha comprendió la farsa que había resultado
ser todo. Tampoco sabía qué hacer para que todo fuera mejor. Sólo podía aguantar. El
tiempo que hiciera falta. Mientras tanto, observaba a Rob desde la distancia. Le veía
aún reparando la casa, arreglando el suelo, el tejado… cualquier cosa para salir del
estado en que se encontraba por su culpa. Al fin y al cabo ella le había dejado. Le había
destrozado. Y todo se venía abajo. Comenzó a arrepentirse tarde, cuando la cuenta
atrás ya había comenzado.
3
Sucedió un día. Más o menos cuando el niño ya contaba con cinco años.
Rob estaba en el pueblo. Había ido a visitar a su familia. Hacía tiempo que no les
veía.
Marsha se había marchado con su amiga Helen, de compras.
Doug estaba en su casa y Gary con él. Ambos se estaban tomando su ración
rutinaria de cervezas.
El niño, Eddy, circulaba a sus anchas por la casa. Nadie le prestaba atención.
Gary le miraba de vez en cuando, pero sólo si se cruzaba por su campo de visión. Un
campo de visión lamentablemente reducido por el alcohol.
Eddy, sin decir nada (por que sabía que nadie le escucharía) salió al porche de la
casa. El sol le dio en la cara y por un momento quedó deslumbrado. Cuando se le pasó
el efecto descendió los escalones y se sentó en el suelo del desierto. Comenzó a
juguetear con la arena. En el transcurso de la operación no perdió ni un momento la
sonrisa.
Doug sí se fijó en él en esta ocasión. Le siguió con la mirada hasta que se sentó y
le perdió de vista. Su mente estaba nublada con el alcohol, pero el odio se abría paso a
través de ella como un cuchillo al rojo vivo cortando plástico.
Los últimos años había tenido constantes discusiones con Marsha. Interminables.
Y todas eran provocadas por Eddy. Absolutamente todas. Si todo seguía igual ella era
capaz de marcharse. Muy probablemente… no puedo dejar que eso suceda. No lo
permitiré…, pensó a la vez que dejaba escapar un sonoro eructo.
Se levantó despacio, poco a poco.
Gary le miraba sin llegar a verle realmente. Un velo cubría sus ojos.
4
Doug salió de casa por la puerta de atrás. Sabía que no había nadie en kilómetros
a la redonda. Rob no estaba. Marsha había salido. Y Gary... estaba completamente
borracho. Se encontraba sólo y eso era lo único importante. Una parte de su mente le
decía que lo que se disponía a hacer era debido al alcohol. La otra parte, la irracional,
opinaba que estaba loco. La segunda parte era la más se acercaba a la verdad.
Salió y también el sol le cegó por un instante. Su borrachera se extinguió por
completo. Actuaba bajo un completo control de sus actos. Por iniciativa propia... por
que lo deseaba. Llevaba años esperando aunar los esfuerzos necesarios.
Ahora era el momento.
No habría otra ocasión como aquella.
Caminó levantando delgadas capas de polvo del suelo. Aquel día se había puesto
ropa oscura. Casi todo negro o azul marino. Sacó unas gafas de sol y se las colocó
sobre la marcha. Se dirigió a la parte trasera de la casa, al garaje. Abrió la puerta
manualmente, la arena del desierto debía haber atascado los engranajes. Entró y la fría
oscuridad le sorprendió por partida doble, el lugar parecía estar en otra dimensión.
Afuera el calor golpeaba brutalmente, y la luz solar resultaba cegadora. Dentro, en el
garaje, hacía un frío glacial y la oscuridad era completa. Se quitó las gafas y caminó
hacia el coche. Un coche tan oscuro como la ropa que llevaba. Abrió la puerta y se
sentó frente al volante. No se sorprendió en absoluto al comprobar que estaba
totalmente tranquilo. Sus manos no temblaron al arrancar el vehículo. Salió marcha
atrás y, una vez fuera, llamó a Gary varias veces. Gritó todo lo que pudo, sabía que
Gary tardaría en reaccionar... y más tarde necesitaría su ayuda. Era amigo suyo, ¿no?.
Había llegado el momento de que lo demostrara.
Siguió dando marcha atrás, rodeando la casa, en dirección a la puerta. Allí jugaba
Eddy. Y ese era el objetivo.
Cuando dobló la última esquina que le quedaba para cubrir la distancia, el niño
tapó completamente el espejo retrovisor. Doug prefirió no mirar más a través de él.
Continuó al mismo ritmo y a la misma velocidad. Cerró los ojos y se preparó para
escuchar gritos.
No los oyó.
Cuando el coche pasó por encima del niño, éste no tuvo tiempo para gritar. No se
enteró de qué sucedía. No escuchó los gritos, pero oyó algo peor. Primero un
chasquido, luego le acompañó un sonido húmedo. Le dio la sensación, subido en el
coche, de que había pisado una enorme esponja. Estaba profundamente trastornado.
Su mente aquella tarde había girado 180 grados. Se retorcía en un ángulo imposible. El
cerebro perdió poco a poco contacto con la realidad.
El sonido que escuchó, aquello que no había sido un grito, como esperaba, se
quedó impreso en su cabeza. Un sonido gomoso, húmedo… como un chasquido… Lo
escucharía en pesadillas durante toda su vida, para siempre, por los siglos de los
siglos. Amen.
Sintió cómo se nublaba su mente, como si estuviera inmerso en la mayor
borrachera de su vida. Pero no era así. Y lo sabía.
Un vapor negro surgió ante sus ojos. Fue el último aviso de su conciencia antes de
darse por vencida. Fue un aviso en vano. Llegaba demasiado tarde.
Cerró los ojos y se abandonó a un extraño sueño, que bien podía ser un desmayo.
Soñaba que estaba en otra parte, oculto en una cabaña, en un frondoso bosque.
Alejado de los seres vivos. Fuera del alcance de todos aquellos que querían acusarle
de asesinato. Dentro de la cabaña, en la chimenea, el fuego ardía vorazmente. Ardía
sin control. Las llamas comenzaron a reptar por el suelo y las paredes de la casa. Y
pronto rodearon a Doug. Estaba gritando dentro del sueño y de la realidad cuando Gary
le despertó.
5
Dahl comprendió. Cerró los ojos y puso la mente en blanco durante un breve
instante. Era duro afrontarlo. Era demasiado extraño y absurdo para ser comprendido
con facilidad.
Prefirió dejar a Gary acabar con lo que estaba contando. El ya conocía el porqué
de su existencia y, antes de irse, quería escuchar la historia completa.
(las ropas oscuras y las gafas de sol)
Después se marcharía, sí. Lejos. A algún lugar donde comprendiera lo que había
sucedido. No todos los días se entera uno de que en realidad no existe.
6
Gary escuchó su nombre. Lo oyó como si fluyera a través de mares y océanos,
desde una distancia apoteósica. Entreabrió sus ojos, víctimas de la ebriedad, como el
resto de su cuerpo, y escuchó atentamente. Si, era su nombre el que sonaba. Alguien
le estaba llamando... Doug le estaba llamando. Le oía gritar y se asustó. Se levantó
como pudo y corrió, tambaleando, hacia la puerta. Tardó un buen rato en llegar, tropezó
con una de las patas del sofá en el que se encontraba tendido y cayó hacia delante, se
recuperó sólo en parte y siguió corriendo. Oía el sonido de un motor. La voz ya no le
llamaba, pero algo estaba sucediendo. Algo extraño.
Abrió la puerta y eso fue todo. Lo que contempló le arrancó a golpes la borrachera.
Vio a Eddy tirado en el suelo, pero no lo veía completamente. El coche de Doug
estaba sobre él. Sólo le sobresalían las piernas. La sangre se mezclaba con la arena y
parecía no parar de fluir. Doug estaba apoyado contra el volante, desmayado. El coche
aún tenía el motor encendido y ronroneante, esperando que hicieran algo con él.
Gary tuvo la imperiosa necesidad de pellizcarse para saber si soñaba o no. En
lugar de eso, echó a correr. Rodeó el vehículo por delante, para no tropezarse con los
restos de Eddy. Llegó al nivel de Doug y, tras abrir la puerta del coche, comenzó a
zarandearle mientras gritaba su nombre.
7
Doug sintió una mano sobre su hombro. Oyó su nombre desde la distancia como
previamente le había sucedido a Gary. Abrió los ojos y vio a un chico joven, asustado.
Era Gary, que poco le faltaba para tener los ojos llenos de lágrimas.
—¿Qué pasa, hombre?— Preguntó Doug pausadamente.
—¡¿Que qué pasa?!— Gary estaba sobreexcitado, temblaba de pies a cabeza—
¡Has matado a tu hijo!, ¡¿No lo ves?!
—Te he dicho un millón de veces que ese niño no era hijo mío... y ahora, ayúdame
a prepararlo todo.— Doug no perdía la compostura, seguía hablando lentamente, como
si estuviera medio dormido.— No queda tiempo.
—¿Tiempo...? ¿Para qué?— Gary no comprendía nada, continuaba temblando y
no lograba calmarse. Los acontecimientos no seguían un ritmo adecuado...
—He matado al niño. Me he librado de él. Ahora tendremos que simular que ha
sido un accidente. ¿Comprendes?
Gary comprendió. Pero no podía creerlo. Sabía que si les cogían estarían
perdidos. La cárcel de por vida era lo mínimo que les correspondería. Cerró los ojos un
instante y se tapó los oídos con las manos. Apretó con fuerza, como si así pudiera
evadirse de la realidad. Retiró las manos y abrió de nuevo los ojos. Todo seguía de la
misma manera, igual de mal. Miró fijamente a Doug y aunó todas las fuerzas que aún
le quedaban para pensar. Iba a ayudarle. Era el único amigo que había tenido nunca.
No le había fallado... y ahora le tocaba a él devolverle el favor.
—Está bien— su nerviosismo no remitía, pero era algo a lo que debía
acostumbrarse—Dime lo que tengo que hacer.
Doug le miró y sonrió. Gary no le devolvió la sonrisa.
—De momento, yo voy a mover el coche hacia delante. Tú taparás a Eddy con lo
primero que encuentres en casa. Lo meteremos en el coche y le llevaremos a Daulon.
Haremos todo lo posible para que crean que ha sido un accidente. Tienen que ver que
hemos intentado recuperarle.
Gary asentía con la cabeza, incapaz de hablar.
—Vamos, no tenemos todo el día.
Se pusieron en movimiento.
8
Gary entró en la casa a toda velocidad. Cogió un abrigo marrón de Doug, que
estaba dentro de un armario. Cuando salió al porche Doug ya había retirado el
vehículo.
La escena era brutalmente desagradable.
Con los ojos medio cerrados se dirigió hacia el cuerpo del niño. Se arrodilló
delante de él y le cubrió con le abrigo. Luego le abrazó para levantarle y creyó volverse
loco al notar aún el calor de Eddy bajo al manto marrón. Apartó la locura de su cabeza
sin saber cómo y lo llevó en volandas a la parte de atrás del coche. Doug le había
abierto ya la portezuela para que metiera el cadáver. Gary lo colocó todo lo bien que
pudo y luego volvió a cerrar. Eddy permaneció un instante encerrado en un habitáculo
parecido a su futuro ataúd… pero más espacioso.
Doug se sentó de nuevo al volante y Gary a su lado.
Se dirigieron a Daulon.
Doug representaría bien su papel, lo sabía. Gary, en cambio, estaba muerto de
miedo.
9
Aún estando muerto de miedo supo salir del aprieto. Doug dijo lo que tenía
planeado. Gary improvisó pero todo salió perfectamente.
Asesino y cómplice.
Un niño muerto...
Gary había ayudado a su amigo Doug, pero no sabía dónde estaba la frontera que
separaba la amistad del sentido común. Le daba la sensación de haber obrado mal.
Pero lo hecho, hecho estaba.
Llegaron al pueblo llamando la atención. Doug hizo derrapar el coche frente a la
puerta del médico de la zona. Cuando éste salió, alarmado, entre Gary y Doug le
contaron lo sucedido. Se lo contaron a su modo.
El doctor, aún viendo la deformada figura que descansaba en paz en la parte
trasera del coche, no podía creerlo. Una enfermera que trabajaba con él llegó un
instante después y, conmocionada, se vio obligada a darse la vuelta y vomitar. Lo hizo
violentamente, sin ningún remilgo. Se le nubló la vista y creyó que se iba a desmayar.
También temió soportar durante toda su vida aquella imagen, impresa en su retina ya
sin remedio.
No se equivocó en ninguno de los dos aspectos. Se desmayó como si le hubieran
pegado un tiro y esa misma noche tuvo una pesadilla. Sería la primera de muchas. El
cuerpo destrozado llenaría por completo sus sueños. El resto de su vida.
Por el niño no pudieron hacer nada.
No había nada qué hacer.
10
Los siguientes días fueron extraños. Marsha entró en una profunda depresión en
cuanto se enteró de lo sucedido. De vez en cuando lloraba, pero los accesos nerviosos
se hacían presentes cada vez más que las lágrimas. Tanto Doug como Gary quedaron
libres de toda culpa en cuanto contaron su historia. Eddy debía estar en su habitación.
Ese era el lugar que le correspondía en aquel momento. Salió a la calle a expensas de
todo el mundo y Doug le había atropellado con el coche mientras lo llevaba hacia atrás,
para colocarlo delante de la casa y limpiarlo a fondo. Doug no había visto al niño. Un
desagradable accidente. Uno de esos accesos de tos que tiene Dios. Una broma del
destino.
Los comentarios se sucedían entre los vecinos, tanto de Carseny como de
Daulon. Todo el mundo se había enterado y se compadecía de la pareja.
Al funeral asistieron decenas de personas. La muerte de un niño siempre es la
muerte de un niño. Rob también estuvo allí. Fue la primera de las dos ocasiones en
que estuvo en un mismo lugar con Doug y con Marsha a la vez… y por una misma
causa.
La segunda vez fue en otro funeral. El de Marsha, un mes más tarde.
11
Cuando la noticia se extinguió entre los grupos de vecinos que se formaban en
bares y patios interiores, pasó a un segundo plano. Alejado ya de la realidad.
El dolor continuaba en los allegados. Gary estaba destrozado por lo que había
ayudado a hacer. Helen lloraba por la muerte del hijo de su mejor amiga. Rob lloraba
por Marsha, que había caído en una tremenda depresión. Doug no lloraba por nada.
Marsha comenzó entonces a encerrarse en sí misma. Sus ojeras crecieron de
modo imposible, llegando a rodear por completo los propios ojos. Su pelo se había
vuelto grisáceo y se caía en forma de gruesos mechones. No tardaría en quedarse
calva si seguía así.
Su piel se volvió casi transparente. Adelgazaba al menos un kilo por día. Sus
huesos amenazaban en ocasiones con agujerear la piel que trataba inútilmente de
recubrirlos.
Su cuerpo estaba destrozado. Su mente más.
No se estaba volviendo loca, pero su grado de introversión se hizo tan brutal e
insostenible que murió apenas cuatro semanas más tarde que su hijo. Se fue sin creer
que su marido, Doug, fuera inocente de todo. Sabía que él le había matado. Se fue
dejando un montón de cosas por hacer. Una de ellas, la más importante, fue decirle la
verdad a Rob. Pero, si no se lo había dicho cuando el niño vivía… ¿para qué iba a
destrozarle más de lo que había estado contándole toda la verdad después?. Era
absurdo. Y no lo hizo.
Se marchó un soleado día de otoño.
El cementerio volvió a llenarse.
Los ojos se volvieron a llenar de lágrimas.
Cuando Marsha era introducida en la tierra, Doug y Rob se intercambiaron
miradas. Doug lloraba, pero era como si lo hiciera por compromiso.
Rob también lloraba. Por Marsha. Por el niño. Y sobre todo por Doug. Lloraba por
su causa, por que no había podido impedirle hacer todo lo que hizo.
Tenía la misma sensación que Marsha se llevó al otro mundo. Doug no estaba tan
libre de culpa como parecía con respecto a Eddy. Esa fue una idea que le acompañó el
resto de su vida.
III
En el frío
UNO
1
La noche. Dahl.
2
El sol se había ocultado hacía ya horas. La noche había caído sobre el mundo
como una guillotina. El viento era muy tenue, pero ya conseguía arrastrar detrás de sí
montoncitos de arena, que giraban animadamente en torno a un inexistente punto
central. Los remolinos concentraban todas sus fuerzas en subir cada vez más alto.
Cuando esas fuerzas se agotaban, caían al suelo y volvían a quedarse quietos y
rígidos, en espera de que otro jirón de aire les arrastrara.
La arena era la fauna y la flora nocturnas.
La vida fluía entre las dunas.
Y también la muerte.
La cabeza de Gary reposaba ahora silenciosa entre las manos de Dahl. Después
de contar su historia se había extinguido. El último aliento se marchó con su última
palabra. Sus ojos permanecían abiertos, pero sin vida. El brillo de las lágrimas no
existía ya. Sus pulmones agradecieron en cierta medida la muerte, estaban asolados
por una destrucción interna. Un cáncer oscuro y patético se retorcía dentro de él,
pidiendo a gritos que le sacaran de allí. No quería desaparecer tan pronto, cuando aún
no se había alimentado por completo de su anfitrión.
Había otros seres rondando aquellos parajes.
La luna clara inundaba la escena como un foco dirigido a los personajes
principales. Dahl sujetaba la cabeza de Gary con sus manos pero no le prestaba
atención, tenía la vista fija en un punto inconcreto en medio de la oscuridad. Gary
estaba muerto y la parte de su cuerpo que llevaba ya un tiempo reposando en el suelo
quedó rodeada por la arena. Lo que cae al suelo en el desierto forma parte de la arena.
Y la arena lo exige… Doug permanecía a unos metros de ellos. Durante el relato de
Gary se había detenido en ocasiones, escuchando los retazos de voces que llegaban a
su mente desde infinitas direcciones al mismo tiempo. Gary era quien hablaba, pero él
escuchaba a Rob, a Marsha, a Eddy, … les oía gritar desde el fondo del tiempo por su
culpa. Cuando Gary terminó por fin su monólogo, Doug había vuelto a su tarea con el
arma, buscaba desesperadamente una bala para terminar con su vida, pero no por que
estuviera arrepentido de lo que había hecho. No era eso. En absoluto. Quería morir
para no recordar más, para no vivir más con el pasado. Por que su pasado le llenaba
de una morbosa satisfacción que no soportaba.
Sólo pretendía tener futuro por delante. Pero por más que lo buscaba no lograba
verlo al fondo del tambor de su pistola. Seguiría insistiendo.
El espectáculo en conjunto era lamentable.
Ningún coche había pasado en las últimas horas por la Interestatal 15.
3
(Tchak.)
(Tchak, tchak.) (Tchak.)
Doug continuaba su lucha particular.
4
Dahl volvió desde el punto de la mente en que se encontraba. El sonido del arma
vacía le situó de nuevo en la realidad. Una realidad cada vez más intangible.
Observó el eterno desierto y se introdujo en la fría oscuridad con la mirada. Sólo la
tenue luz de la luna y la que iluminaba el horizonte a ambos lados —Daulon y
Carseny— rompía el dominio de la noche.
Miró sus manos, por que notaba un extraño peso húmedo en ellas y vio una cara
con la mandíbula desencajada, de alguien que había sido forzado a hablar incluso
después de muerto. Era Gary, que le miraba con unos ojos insultantemente
penetrantes. De su boca salía un hilillo de saliva y sangre, que caía al suelo formando
un montoncito que se extendía como la miel.
Dahl no pudo soportar aquella visión y soltó la cabeza. Gary cayó al suelo y quedó
tendido prácticamente como descansaría el resto de la eternidad, en un ataúd. La
diferencia la marcaban las manos, que no estaban situadas sobre la parte superior de
su estómago, pero ese era un detalle sin importancia.
El chico vestido de negro se levantó. Se irguió desafiando a todo y a todos. Pero
ya no quedaba nada a su alrededor. Sus ojos estaban enrojecidos. No habitaba rabia
en ellos, era más bien sorpresa. Había soportado estoicamente las lágrimas en la parte
final del discurso de Gary, pero una de ellas había logrado salir. Sus ojos estaban
resentidos por ese esfuerzo. Quería llorar pero no quería. No sabía qué hacer. Podía
quedarse sentado allí mismo o caminar hacia la negra noche. Perderse para luego
morir de sed en cualquier parte. Era una decisión complicada.
Decidió caminar. Huir. Pensar.
Sus pies se agarraron firmemente a la arena cuando comenzó su viaje. Iba
encerrado en sí mismo, pensativo y perdido entre la confusión. Pasó al lado de Doug y
le dirigió una mirada. Doug se la devolvió con una sonrisa demente, mientras seguía
jugando a la ruleta rusa.
Dahl sintió como si se estuviera mirando en un espejo.
Su cuerpo pareció abandonarle por un instante, y amenazó con tirarle al suelo en
forma de desmayo, pero se contuvo. Apartó la mirada y siguió su rumbo. Hacia ninguna
parte. Tenía que pensar en sí mismo. Ya sabía quién era y por qué. Pero tenía que
admitirlo. Tenía que darse cuenta de ello. Reconocer su desgracia y vivir con la culpa.
(Tchak)
5
Pudieron haber pasado sólo unos minutos. Quizá hubieran sido días completos, o
años. Si era esto último, la noche se habría apoderado también del día.
Las sensaciones dentro de Dahl burbujeaban pujando por salir. Le apetecía gritar
pero sus cuerdas vocales se habían resecado por el desierto. Tenía la mente nublada
y a la vez lo percibía todo nítidamente. Tal y como había resultado todo, quizá habría
sido mejor no saber nada. La verdad era demasiado ominosa para hacerle frente. La
verdad era complicada.
Recordó fragmentos de la historia de Gary mientras caminaba. Le había dado la
sensación de haber vivido todo lo que escuchaba. Era como si le estuvieran contando
su propia vida. Doug y él eran una sola cosa. Algo de difícil comprensión.
6
Comenzaba a notar cierto dolor en sus piernas, llevaba mucho tiempo caminando.
Una y otra vez le llegaban a su mente imágenes del día en que Doug había
matado al niño. Recordó el sonido del cráneo. La sangre apelmazada entre la arena.
Gary asustado a punto de mearse en los pantalones. Su coche oscuro. Las ropas
negras. La cara de Marsha cuando se enteró de lo sucedido. La mirada de odio
contenido que le había dirigido Rob cuando se celebró el funeral. Una mirada que se
repitió un mes después, tras la muerte de Marsha. Y recordaba todo aquello por una
simple razón.
Él era Doug.
Doug era él.
Lo había sabido, en cierto modo, desde el principio. Podía utilizar a Doug para lo
que quisiera, introduciéndose en su mente. En Rob y Gary no lo había conseguido.
Conocía la forma de pensar de Doug. Sabía que ocurriría todo lo que finalmente
sucedió. El motivo que lo movía ciegamente, lo que le pedía venganza desde el
principio, se volvió tan transparente y simple que se sintió mal consigo mismo por no
haberlo sabido.
Él, Dahl, el muchacho vestido de negro… no era más que Doug en el instante de
matar a Eddy. Su rostro era distinto, surcado por rasgos más marcados y
distorsionados, pero el parecido con Doug no era del todo descabellado.
Cuando Eddy murió, Doug sufrió un desmayo en su coche. Algo se torció dentro
de su cabeza. La locura peleó contra la razón en un combate singular. No hubo ni
vencedores ni vencidos. Por eso se mostró después tan tranquilo y satisfecho. Su
mente había expulsado la parte de él que cometió el crimen.
Ahora, años más tarde, había vuelto para acabar con el hombre que le había
provocado aquel estado. El culpable indirecto de todo había sido Rob. Y debía acabar
con él. Esa era la idea que desde el principio le había movido. Ahora no estaba seguro
de qué era lo que debía hacer. No sabía tampoco si existía o no. Él no había hecho
más que empujar acontecimientos que de una forma u otra habrían podido suceder
así. Sólo había sido una especie de catalizador catastrófico. El interruptor de la muerte.
—Quizá si yo no hubiera aparecido todo habría ocurrido de la misma manera.
Quizá yo no sea más que un mal recuerdo.
Habló en voz alta. Su voz le sorprendió por que hacía horas que no la oía. Sus
pensamientos brotaron de sus labios sin control. Todo el tiempo que había pasado en
lo que él creía que era el infierno no había sido más que una extraña pesadilla que
había durado casi 60 años. Dahl había aguardado oculto, en alguna parte de la mente
de Doug, para salir con enormes fuerzas tratando de conseguir algo que ya no tenía
sentido. Cuando el cerebro de Doug se volvió tan frágil y senil que ya no pudo soportar
más aquella personalidad oculta dentro, la soltó. Era un perro de caza dispuesto a
conseguir el preciado trofeo que ansiaba su dueño. Y en cierto modo lo había logrado.
DOS
1
Entre las casa de Doug y de Rob, junto a la Interestatal, surgió una extraña luz
vaporosa, cerca del cadáver de Rob. Doug cesó por un instante su loca actividad y
observó la neblina, que se disipaba dejando entrever unas figuras. Eran tres personas.
Una de ellas era muy pequeña.
No acertaba a ver más detalles.
Los seres comenzaron a acercarse al cadáver de Rob. Los tres se agacharon a
verlo más de cerca y uno de ellos, el de menor estatura se derrumbó sobre Rob y le
abrazó. Fue una escena profundamente irreal, como salida de algún chiste macabro.
En ese preciso instante, quizá por una broma de la luna o por que se incrementó la luz
de los pueblos cercanos, los rostros de las figuras se volvieron nítidos. Doug los vio y
apenas pudo reprimir un desagradable y agudo chillido, antes de volver alocadamente a
disparar una y otra vez contra su sien, buscando el descanso final.
Las figuras más altas eran Marsha y Rob, que le miraban como unos padres
miran a un hijo que se ha portado mal. La figura más pequeña era Eddy, que sonreía al
ver a sus verdaderos padres juntos. Pero esa sonrisa inicial se transformó en un gesto
obsceno. Giró su cara angelical y sus facciones se deformaron hasta adquirir el rostro
que le había quedado tras su muerte. Rob no cambió, por que acababa de morir, pero
la piel de Marsha se descompuso poco a poco, hasta quedarse en los huesos, con los
ojos en sus respectivas cavidades… sin más carne en el cuerpo. Los tres avanzaron
hacia un Doug con los ojos muy abiertos y la mandíbula desencajada. El niño fue el
primero en llegar. Doug no le rehuyó, pero tampoco cesó en su eterna actividad. Tanto
Marsha como Rob se detuvieron para observar lo que sucedía. Estaban ansiosos por
ver lo que su hijo había aprendido.
2
Dahl sangraba. Los disparos que Doug le había efectuado horas antes le hacían
daño ahora. Había perdido su capacidad para no sentir dolor. Se había vuelto un poco
más tangible. Se hacía real a cada paso que daba. Seguía caminando sin sentido
buscando una explicación a todo. Un porqué a cada uno de sus actos. Quería saber
cuál era la causa por la que Dios le obligaba a sufrir tanto.
Sus pensamientos caminaban tras sus pies al mismo ritmo, pero un poco
alejados. Por eso tardó unos segundos en percatarse de que el suelo que pisaba ya no
era arenoso. Estaba sobre le Interestatal 15.
Continuó su camino por ella, sujetándose las heridas abiertas por las balas. Era un
fantasma que sangraba.
3
Eddy observó con la cabeza ladeada a Doug —de otro modo no le habría visto,
tenía el rostro en extremo deformado—. Le observó atentamente y aquella mirada
alucinada y sobrenatural se clavó en Doug, que no notaba cómo la piel que recubría su
dedo, con el que disparaba la pistola sin cesar, se había roto y sangraba
abundantemente. Las miradas continuaron fijas un instante. Al instante siguiente Eddy
se acercó hasta casi tocar al que fue su asesino. Levantó las manos y, mientras con la
izquierda sujetaba el arma, con la derecha acariciaba el rostro de Doug. Luego bajó la
mano derecha y se unió a la izquierda. Entre ambas estaba la pistola. Las juntó y
apretó con escasa fuerza. Cuando finalizó fuera lo que fuese lo que estaba haciendo, le
devolvió el arma a Doug.
—Ahora ya puedes.— Le dijo el niño con una voz arenosa a su padre adoptivo. —
Cuando quieras.
Y comenzó a marcharse. Primero retrocedió de espaldas, sin perder de vista a
Doug. Luego se giró y caminó animadamente hacia sus auténticos padres. Su rostro
volvió a cambiar y también el de Marsha. Parecían de nuevo personas reales. Y lo
siguieron pareciendo cuando el niño llegó a su altura y les abrazó a ambos. La escena
resultó brutalmente sentimental a los ojos de Doug, que no pudo más que llorar, de
odio y rabia.
Entre aquellas lágrimas saladas que le ardían en los ojos, observó cómo las tres
figuras volvían hacia el lugar del que habían salido. La extraña niebla de hacía un rato
estaba volviendo. Se marcharían en cualquier momento. Doug no soportaba la idea de
quedarse sólo en medio de ninguna parte… volvió de nuevo a su arma. Lo amartilló y
se lo colocó en la sien, dispuesto a comenzar de nuevo su letanía, hasta que muriera
muy probablemente de sed.
La locura le consumía, pero recuperó sólo en parte la cordura cuando el siguiente
sonido que oyó no fue el tan familiar y desagradable tchak al que estaba
acostumbrado. Una bala salió del tambor previamente vacío. Recorrió el camino que le
quedaba hacia Doug a través del cañón y le voló la mitad superior de la cabeza. La
explosión fue enorme, atroz. Doug cayó al suelo con la expresión de alguien que muere
de un ataque al corazón por un susto. El brillo de sus ojos se apagó y se quedó
tendido, boca arriba, mirando fijamente a la luna.
Rob, Marsha y Eddy se miraron entre ellos y luego observaron el cadáver de Doug
tras oír el disparo. Se quedaron así un instante, comprobando que todo había
terminado.
Volvieron a mirarse y, ya sonriendo, se acercaron a la puerta que les conducía a
su nuevo mundo. Se introdujeron en la niebla amarillenta corriendo los tres, como dos
padres jóvenes que acompañan a su hijo al circo por primera vez.
4
Dahl oyó la explosión en la distancia. Le recordó al sonido de la pistola de Doug.
Pero eso era imposible. No le quedaban más balas. Estaba seguro de ello.
Aún así, se vio a sí mismo peligrar. Si Doug moría no sabía qué podía pasarle a él.
Perdería su contacto con la realidad. Lo perdería todo.
Sintió un desagradable cosquilleo en las piernas y, cuando miró, estuvo a punto de
soltar un tremendo alarido. Se estaban volviendo transparentes, perdían su estado
físico. Así pues, Doug debía haber muerto. Él mismo estaba muerto. Caminó
tambaleándose unos metros más, hasta caer en una de las orillas de la Interestatal, a
unos metros de ella. Allí observó el resto de la descomposición de su cuerpo.
Adelgazaba y se estiraba sin control. Su piel se hacía cada vez más y más fina, hasta
que se volvió completamente translúcido. Su cabeza fue lo último en desaparecer,
mezclada con la arena y aplastada por dunas en eterno avance. Antes de consumirse
gritó con todas sus fuerzas, hasta que las cuerdas vocales se esfumaron. Miró a
derecha e izquierda, con un imposible espasmo muscular y desapareció entre la Nada.
A poca distancia de la Interestatal 15, a medio camino entre Daulon y Carseny.
Fin
Seis escalones
(Susana Duré)
Caminaba como siempre, medianamente rápido, mirando hacia abajo, como esperando encontrar alguna cosa
tirada en el suelo.
Las tres de la tarde, y el arquitecto Di Giulio apuraba el paso para volver a su estudio y almorzar algo antes de
la reunión con González y MacManey, fijada para las 15:30 hs.
Había sido una mañana agitada, pero productiva, se dijo, satisfecho. El emprendimiento más importante en el
que estaba trabajando, era todo un éxito, hasta el momento. Un moderno edificio, en Puerto Madero.
Excelente ubicación, y la obra marchaba sobre ruedas. Esa mañana la había visitado por enésima vez, con un
brillo de ambición en los ojos. Oficinas, locales comerciales, viviendas... Y la terraza...La terraza sería
sencillamente espectacular...Cor onada por una inmensa variedad de plantas, algunas esculturas, y hasta una
hermosa fuente de mármol blanco.
Enrique Di Giulio, junto a su socio y amigo, Cecilio Bonanno, había presentado el proyecto de la obra, que fue
aprobado inmediatamente.
La obra avanzaba a buena velocidad...Ya se podía visitar la terraza, inclusive. El único inconveniente era que,
para llegar a ella, había que trepar por una angosta escalera. Un poco de vértigo, se dijo, pero dentro de poco
el acceso a la terraza va a estar terminado y esos escalofriantes escalones de madera, pasarán a ser historia.
Ahora estaba a trece cuadras del estudio, y pensó en tomar un taxi, pero al intentar detener a uno, este pasó
de largo, como si no lo hubiera visto.
Bueno, pensó. Mejor camino. Me va a venir bien, hace mucho que no hago algo de ejercicio. Aflojó el paso, y
levantó la mirada. El centro era un infierno de gente yendo y viniendo. Llegando a la esquina de Callao y
Corrientes, sonrió. Por la vereda de enfrente se acercaba Soledad, su hija menor, con dos amigas. Vestían
equipo de gimnasia. Cruzaron la calle y él le dirigió una sonrisa a su hija, que pasó por su lado conversando
animadamente con sus compañeras. Ella no le devolvió la sonrisa ni el saludo que le dirigió con la mano. Ni lo
miró siquiera, en realidad. Pensó en seguirla y alcanzarla, pero miró su reloj; se le hacía tarde.
El rostro de Enrique se ensombreció por un instante. Ella había pasado a su lado como si él no
existiera...Pero, pensó, era evidente que no lo hubiera visto, había tanta gente en la calle...Y charlando con las
amigas...Lo más seguro era que fueran pensando en otra cosa, se dijo, tratando de olvidar el episodio. Pero le
costaba creerlo; Soledad no tenía una pizca de distraída.
Siguió caminando, pensativo. Se dio cuenta de que había perdido el apetito. A pesar de no haber probado
bocado después del desayuno, a las seis y media de la mañana, y, cuando normalmente a las 13 almorzaba
vorazmente, Enrique no tenía ganas de comer.
Dos cuadras más adelante, al doblar una esquina distraído, casi se chocó con Joaquín, su suegro. Se frenó
de golpe, justo antes de tropezar con él, y le dijo alegremente, alzando la voz:
-¡Don Joaquín! ¡Casi lo tiro al piso...! ¿Qué anda haciendo por acá, con éste calor?
Su suegro siguió caminando como si no lo hubiera oído. Como si él no existiera.
-¡Hey! ¡Don Joaquín...! Se le paró enfrente y le gritó.
Nada. El viejo no lo veía. Estaba esperando que el semáforo le permitiera cruzar la avenida.
Enrique, entre sorprendido y asustado, estiró la mano para aferrarlo por el brazo. El viejo estaba un poco
sordo, sí, ¡pero no ciego!.
Al tomar contacto con la piel del anciano, sintió una electricidad invadiendo primero su brazo, después, todo
su cuerpo. Asustado, lo soltó de inmediato y lo miró atónito. Se miró l as manos. Don Joaquín ya había
cruzado la avenida. Resolvió seguirlo, aún sin comprender lo que estaba pasando. Aturdido, dio unos cuántos
pasos, estaba en medio de la avenida cuando al mirar hacia su izquierda vio venir una camioneta 4 x 4, de
color rojo brillante. No tuvo tiempo de gritar, ni de hacerse a un lado. Cerró los ojos fuertemente, sin pensar. Y
pasaron unos segundos antes de que se atreviera a abrirlos nuevamente.
No era posible. No le había pasado nada. A su derecha se alejaba la camioneta, le pareció ver que desde
adentro le dirgían un saludo. Estúpidamente fijó la mirada en la chapa del vehículo. DIA 810. Curioso. Por la
forma singular de esos números, se podía leer también así: DIABLO.
Se miró a sí mismo. Era perfectamente visible. ¿Cómo podía ser que nadie lo viera, que nadie lo escuchara?
¿Que una camioneta le pasara por encima, sin producirle un solo rasguño?
Aturdido, se tambaleó hasta llegar a la otra vereda. Una fuerte jaqueca lo hizo gritar.
La gente comenzaba a amontonarse frente al edificio de Puerto Madero. Eran las 15:02. La ambulancia
llegaba hacia la muchedumbre, abriéndose paso.
El hombre estaba tirado en medio de un gran charco de sangre. A pesar de los esfuerzos de los médicos, no
reaccionaba.
Enrique se acercó con cautela, hasta llegar al lado del accidentado. Palideció. Miró hacia arriba, la escalera de
acceso a la terraza del edificio pendía hacia el vacío mientras dos hombres intentaban llegar a ella para evitar
que cayera.
Y entonces se vio a sí mismo, tirado en medio de la calle, con el cuello completamente roto.
Los médicos se miraron silenciosos. Y silenciosos, subieron el cuerpo a la ambulancia, que partió al instante.
Las letanías de la indiferencia se escuchaban en un murmullo suave.
-Un borracho -comentó una señora.
-Pobre tipo -dijo una joven, que pasaba tomada del brazo de su novio.
-Vamos, vamos, que se nos hace tarde... -susurró una mujer a su marido, que preguntaba detalles del
accidente.
Enrique DiGiulio supo entonces, por qué nadie lo veía, ni lo escuchaba, ni nada. Recordó abruptamente su
subida a la terraza, el vértigo frente a esos seis delgados escalones, y la caída fatal. Estaba todo muy claro.
En ese momento no experimentó sentimiento alguno, sin embargo. Al doblar la siguiente esquina supo que la
camioneta roja lo estaría esperando. Así era, en efecto.
La puerta del acompañante se abrió lentamente, como en sueños. No lo extrañó el fuerte olor a azufre que
provenía de su interior.
Parado en seco, y todavía sin atreverse a comprender del todo, observó con verdadero terror cómo una mano
inhumana se asomaba por la ventanilla. Unos largos dedos morados crujieron como una rama seca al
extenderse en algo que, no quería darse cuenta, pero...Era un saludo de bienvenida.
Sangre y letras
(Guillermo A. Hang)
Se levanta por la mañana bien temprano para aprovechar todas las horas del día.
No hay sonrisa en su cara. Se prepara el mismo té amargo y come los bizcochos ya
duros de tres días atrás. Él es feliz, pero no lo demuestra. Se lo guarda bien para sí
mismo pues no ha logrado adaptarse al mundo actual, y a las personas que hay en él.
Termina el desayuno, lava las pocas vajillas usadas y se encierra en su habitación,
preparado para hacer lo que hace todas las mañanas y lo que más disfruta. Se sienta en
un sillón no muy cómodo y comienza...
Vanesa creía disfrutar su adolescencia como nadie. Tenía apenas dieciséis años, pero
como ya no era virgen creía haberlo vivido todo. Su semana transcurría de la manera
normal como para cualquier persona de su edad. No hay nada relevante para contar con
respecto a cursar la secundaria. Vanesa no estaba interesada. Estudiaba sólo para las
materias fáciles, pero lograba sólo eximirse en gimnasia.
Figura moldeada y bastante desarrollada. Ropas apretadas hasta el punto justo, ese
que hace suspirar a los especímenes masculinos que la ven pasar. Vivía riéndose, pero
sin saber muy bien por qué. De lo que sí estaba pendiente es de qué pasa con los
personajes de sus reality shows favoritos. Era difícil discutir sobre ese tema con ella,
dado que estaba bastante al tanto de lo que pasa en la “casa más famosa”.
Llegado el fin de semana, venía la desesperación. Debía pensar un par de horas para
saber que vestimentas usar a la noche. Quizás Mariano la miraría esa noche, o Nicolás
bailaría con ella, o llegaría finalmente a algo con Germán, o concretaría las cosas con
Víctor. Sea como sea su mente era una confusión debido a esto y una situación no muy
diferente transcurre en la mente de sus amigas.
Anocheció, y luego de cenar, se reunió con sus compañeras. Primero se pasó por la
fase de precalentamiento, en la cual se critica a la chica que aún no haya llegado. Pero
una vez que todas están presentes, comienza la rutina ya conocida. Se come algo en
primer lugar. Luego, charlaron sobre hombres que posiblemente encuentren esa noche.
Acto seguido, practicaron bailando las canciones de última moda de la radio más
escuchada. Se siguió hablando de más hombres, dado que cada una fantasea con varios.
Y finalmente, luego de maquillarse, salieron para el boliche una hora y media después,
vestida cada una con la ropa de alguna amiga.
Vanesa reía y reía, pero sin saber por qué. Se sentía muy feliz a la vez que entraba a
la fiesta. Una vez dentro, dieron vueltas y más vueltas, pero sin marearse, pues es una
vuelta larga la que se da alrededor de la pista. Luego de unos tragos, se dispusieron a
bailar en parejas, de mujeres. Vanesa reía y reía mientras bailaba desenfrenada con una
de sus mejores compañeras.
De pronto, alguien se acercó y la invitó a bailar con él. Vanesa se negó, pues tenía
muchas razones para no estar con él. No era alguno de los tantos chicos que le atraían y
que estaba esperando ver. No era atractivo y ella creía merecer algo mejor. Prefería
alguien con cara de tonto. De todas maneras, no fue eso lo que explicó a ese hombre,
sino que prefirió dar una razón “más creíble”.
- Discúlpame, pero prefiero bailar con mis amigas.
El flaco se despidió sin pedir más explicación y Vanesa se rió un buen rato. Fue muy
divertido ver la cara de que puso ese desconocido. Un perdedor.
Horas después, Vanesa ya no reía, pues ninguno de los varones que esperaba
encontrar apareció. Igual era feliz, pues se divirtió bastante bailando en parejas. Pero ya
era hora de irse a casa.
No le gustó pagar el taxi hasta su casa. Hubiera sido mejor ser traída en auto por
alguien y quizás llegar a algo con ese alguien enfrente de su propia casa. Sacó la llave
de su pequeña cartera, pero repentinamente alguien la derribó de un golpe. Vanesa, sin
reír, cayó al piso a la vez que era pateada en las costillas por ese hombre al que rechazó
para bailar.
La cara de éste era poco expresiva, pero sus ojos estaban vidriosos, rebosantes de
lágrimas. Se agachó sobre ella y extrajo un cuchillo de su abrigo. Lo acercó al cuello de
Vanesa y preguntó:
- ¿Cuál fue el último libro que leíste?
Probablemente algún libro del colegio. No hace falta explicar por qué Vanesa dejó de
existir.
...a leer. Ese placer como no hay dos. Las páginas vuelan delante de sus ojos. Se
convierte en un personaje más de la historia que lee y vive. De vez en cuando es
interrumpido por algún integrante de su familia. Molesto atiende el llamado, pero
luego vuelve a sentarse. Y sigue así hasta el mediodía Duele dejar el libro en sus partes
más intrigantes, pero no hay opción. Almuerza y se cambia, pues debe ir a trabajar a la
tarde...
- ¿A cuánto llega en quinta? – preguntó el mecánico.
- Casi a doscientos, pero no me pude ponerlo al mango en la ruta– respondió Jorge.
Autos era el tema de la charla. Jorge era un contador de gran prestigio en la ciudad.
Su calidad en el trabajo lo elevó a una posición que le permitía vivir con comodidad.
Pero en ese momento, el tema de discusión era el Rover que acababa de comprar Jorge
hace dos semanas. Este lo llevó al mecánico para ponerlo bien a punto.
Aficionado al automovilismo, Jorge se olvidaba de los números los fines de semana.
El sábado pasaba tres horas y media durante la tarde dedicándose al auto. Lavarlo es un
proceso muy delicado, y requería de suma atención. Luego, el domingo, lo que
normalmente hacía es salir con su familia a alguna ciudad o pueblo cercano, de paseo.
En realidad, la verdadera razón para el paseo era que el auto lo precisaba. Y era un gran
conductor. Rápido pero seguro.
El resto, era fácil de imaginar con sólo verlo. Jorge era una de esas personas que uno
sabe que será escuchado por todos siempre que habla, como si su palabra fuera bendita.
Eso le daba, consecuentemente, gran seguridad sobre sí mismo y fue la causa principal
que permitió que se encuentre donde estaba socialmente.
Viernes. Cansado de toda la semana, Jorge volvía a su casa. Aunque agotado física y
mentalmente, eso no le impidió manejar a gran velocidad por las calles de la ciudad
como era costumbre. Llegó a una esquina, y efectuó un rebaje, doblando
aceleradamente sin poner el guiño pues nadie venía atrás. Mala opción, pues una
persona estaba cruzando la calle. No exactamente en la esquina pero con prioridad de
paso. Debido a esto, Jorge se vio obligado a ejercer una maniobra terrible para esquivar
a ese flaco. Frenó luego, para abrir la ventanilla y gritarle:
- ¡Estúpido! ¿Por qué no miras por donde caminas?
Al llegar a su casa, y aún nervioso, bajó del auto, cerró y puso la alarma, pues si algo
le pasara al auto, hubiera sido como morir. De todas maneras su vida acabaría, pues el
peatón al que maldijo, apareció de la nada. No pudo entender cómo logró seguirlo, ni
pudo pensar mucho más, pues una patada en sus testículos los dejaron de rodillas. El
desconocido extrajo de su abrigo un cuchillo, que por un instante muy breve reflejó la
luz del porche de la casa de Jorge. Miró a los ojos de su atacante, y los vio brillosos,
quizá de lágrimas. Lo que sí entendió fue la pregunta que este le efectuó:
- ¿Cuál fue el último libro que leíste?
¿Un libro contable? ¿O de literatura? Lo pensó demasiado. No hace falta explicar por
qué Jorge dejó de existir.
...al mismo lugar de siempre. Es un trabajo rutinario pero que le agrada. Su labor
transcurre en una empresa de publicidad. Dado su carácter tímido, este trabajo es
bueno para él, pues logra relacionarse socialmente con otras personas. Cuando se
encuentra solo en la oficina, y no tiene tareas muy importantes por hacer, saca de su
maletín un libro, una edición de bolsillo, y sigue devorando letras. Nueve horas luego,
vuelve a su hogar y se prepara para esta la noche. Sus planes son simples...
Gol del equipo visitante. La tribuna del equipo local estalló en gritos y comenzaron a
arrojar todo lo que sea posible al juez de línea por no haber cobrado el fuera de juego.
Hugo se encontraba en el tumulto y era uno de los miembros más bravos del grupo.
Empujó a los que no saltan y gritó obscenidades contra los policías. Es un acto que se
prolongó hasta momentos después, cuando el partido culmina. Un empate fue el
resultado final, pero dado que el tanto de los visitantes fue convertido sobre la hora, la
pelea venidera fue inevitable.
Jugadores incluidos, puñetazos por aquí y por allá fueron los actos del nuevo
espectáculo. Hugo no se quedó atrás, y siendo poseedor de un cuerpo descomunal, sus
golpes eran terribles, dejando sangre luego de lanzar su puño. Avanzó a zancadas hasta
la platea del equipo visitante, y se abalanzó contra un flaco que se encontraba
poniéndose el abrigo, dispuesto a marcharse de la batalla. Él fue a ver un partido de
fútbol, no boxeo. Pero Hugo lo tomó por los hombros y lo derribó de un rodillazo en su
estómago. Peor hubiera sido la suerte del pobre individuo sino fuera porque finalmente
la policía entró en acción. Gases y chorros de agua fría calmaron las fieras. Varios
detenidos, incluido el pobre infeliz golpeado por Hugo. Pero éste último corrió y logró
escapar.
Enojado con el resultado, Hugo volvió a su hogar, en donde los esperaban su esposa
y sus hijos junto con todos sus parientes para cenar. Entró riendo, y todos corrieron a su
encuentro. Un tipo fenomenal, mientras no se intentaba discutir de fútbol con él. En una
oportunidad llegó a golpear a su propio hermano. Luego de eso, nunca más se habló de
ese deporte en cuestión en las reuniones familiares, y Hugo iba a ver los partidos solo.
Charlaron mucho esa noche. Una cerveza tras otra acompañaron temas tales como el
ascenso de Hugo, su auto nuevo, y sobre todo la enseñanza en la escuela. Hugo no fue
para nada un estudiante destacado, pero sus hijos recibían bofetadas si no aprobaban
alguna materia, pues nunca llegarían a ser un abogado modelo como su padre.
Fin de la reunión, y tras abrazos, los parientes volvieron a sus respectivos hogares.
Los chicos se fueron a la cama y Raquel, la esposa de Hugo, pidió a éste que sacara la
basura.
Salió Hugo a la calle con la bolsa de desperdicios, pues a la mañana pasaban los
hombres de la basura, y luego de tantas cervezas dudaba poder levantarse temprano. En
realidad estaba un poco ebrio. Quizá eso fue lo que no le permitió ver la sombra que se
acercó por detrás de él, y lo pateó en la sien justo cuando se agachaba a dejar la bolsa.
Cayó pesadamente, y cuando logró reaccionar, el flaco que había golpeado en la cancha
esa tarde estaba sobre él sin dejarlo mover. Lágrimas caían por sus mejillas. De su
abrigo sacó un cuchillo en apariencia bastante afilado, formulando a continuación una
pregunta que Hugo, alcohol de por medio, no pudo escuchar del todo.
- ¿Cuál fue el último libro que leíste?
De nada hubiera servido que entendiera la pregunta pues no hubiera podido
responderla. No hace falta explicar por qué Hugo dejó de existir.
...y no necesita de valor especial para llevarlos a cabo. Sus libros, sus mejores
amigos, son la principal fuerza que precisa. Ya las lágrimas cubren sus ojos. Si bien no
tiene miedo, no le gusta matar. Pero es necesario. Debe acabar con cada una de las
personas que pueblan el mundo, según su opinión, aparentando una felicidad que no es
tal. Solo él sabe que la felicidad está en los libros. Su vida es grata gracias a las
historias que lee día a día, sean o no ficticias. Pero a veces, ciertas personas buscan
herir tu corazón, porque no está permitido que seas más feliz que ellos. Esa gente basa
su vida en cosas artificiales. Pero él sabe que los libros no son algo artificial. Emana
vida de ellos, y piensa terminar con cada una de las personas que intentan demostrar lo
contrario. Coge su cuchillo y sus guantes. Esta noche, su víctima es aquél anciano que
se burló de él en la biblioteca por pasar horas dedicado a la lectura. Le demostrará
que leer tiene sentido. Le demostrará que aunque sepa jugar muy bien a las cartas, hay
algo más importante. Le demostrará que si no pudo sacar nada en limpio del último
libro que leyó, si es que lo ha hecho, su vida no merece continuar. Y así actuará con
varias personas más. Derramar la sangre de quien no sabe apreciar las letras...
Está loco.
Está loco.
¿Está loco?
La noche de los espíritus
(Ariel Balsis)
En una casa de las afueras de la ciudad vivían la pareja de abuelos Angelina y Paul Collins. Transcurría el
año 1989 cuando el Sr. Paul fallece de un paro cardiaco, teniendo Angelina que solventarse sola debido a
las deudas que le quedaron de los altos tratamientos que se hacia el Sr. Collins. Es así que su nieto Alan
se muda a la pequeña casa que tenían en el fondo.
Una noche Alan llega pasadas las 2 de la mañana. Al pasar por la ventana de la habitación de su abuela
siente ruidos de cajones que se abren y se cierran, esto le resulta raro, ya que provenían de la mesa de luz
de su abuelo fallecido. Iba a entrar a ver si le sucedía algo a su abuela, pero, y debido a su cansancio, lo
dejó para el otro día, pensó también, que tal vez su abuela estaba buscando algún analgésico, y se fue a
dormir.
Al otro día mientras desayunaba le pregunta a su abuela.
- ¿Te sientes bien abuela?
- Sí, ¿ por qué?
- Es que ayer, cuando volvía de trabajar, pasé por la ventana de tu habitación y sentí ruidos del cajón
de la mesa de luz del abuelo, supuse que buscabas algún remedio, pero me extrañó, ya que tu nunca
tomaste nada, siquiera para el dolor de cabeza.
- Mira, te voy a contar lo que sucede. La noche posterior al fallecimiento de tu abuelo empecé a sentir
los mismos ruidos que tu escuchaste anoche. Las primeras noches me asusté terriblemente, pero lo
peor fue sentir la voz de tu abuelo que me preguntaba dónde estaban los remedios. Otras veces me
decía que me iba a llevar con él para que lo cuide porque se olvidaba las cosas.
- ¿Y cómo lo tratas de solucionar? Lo que es yo, ya me hubiera ido.
- Le digo que se quede quieto, que se deje de molestar. Y entonces todo se para, pero te puedo asegurar
que tengo bastante miedo.
Dos meses después su abuela falleció, según él medico, producto de un paro respiratorio, pero puedo
asegurar que yo, que la encontré junto con Alan, noté que parecía como si hubiera tratado de resistir algo.
Hasta ese momento yo no estaba enterado de nada de lo que sucedía, un día mi querido amigo, después
de una noche de copas, me invitó a que me quede en su casa, ya que por entonces vivía a más de 15 km.
de distancia.
Había algo raro en Alan a partir de la muerte de su abuela, pero lejos de mí estaba atormentarlo con
preguntas, fue esa noche que supe el motivo. Después de tratar de dormir durante una hora, soy de esas
personas que si no duerme en su cama no puede dormir, comencé a sentir ruidos provenientes de la casa
de la abuela. Lo desperté y le dije:
- Alan, hay ruidos en la casa de adelante, ¡quieren entrar a robar!.
- No – dijo paciente- Es mi abuela revisando los cajones.
- ¿Qué? ¿es una broma o algo así?
- No, para nada. Hay muchas cosas que no te conté y es largo para hacerlo . Así que duerme.
- Pero, ¿cómo quieres que duerma si tu abuela muerta anda dando vueltas por la casa?.
- Bueno, ok, ¿si yo hago que pare, me dejarás dormir?
- Ehh...Si, ¿pero que vas a hacer?
- Déjame a mi.
Entonces se levantó, y con un simple -¡Angelina ve a dormir!, todo quedó tranquilo, como cuando
llegamos.
Al mañana siguiente me contó todo lo relacionado con los espíritus de la casa, es por eso que estoy
contando esta historia.
Pero ahí no termina todo. Luego de varios meses negándome a ir a su casa- imagínense tan sólo como fue
esa noche- volví. Después de una noche de baile regresamos, junto con su novia. Yo, que ya casi me
había olvidado del tema, me fui a dormir a la casa del fondo. La novia de Alan durmió en la habitación
que era del matrimonio, según él le sugirió, en estos momentos me hace pensar que, y con las copas de
más que tenía, se había olvidado de lo que pasaba a diario en ese lugar de la casa. Fue entonces que, y
desde donde estábamos durmiendo, empezamos a sentir la voz de Ana pidiendo a gritos que la suelten,
que la estaban ahogando. Alan y yo despertamos de nuestro estado de embriaguez y corrimos en su
ayuda. Cuando tratamos de abrir la puerta nos fue imposible, fui en busca de un martillo para poder
romper la madera, y cuando al fin pudimos entrar, vimos, con nuestros propios ojos, como se estaban
manifestando esos espíritus. Fue terrible ver como trataban de asfixiar a la mujer, que en ese momento se
encontraba bordó y con una sábana enroscada en su cuello, y nosotros ahí parados, sin poder hacer nada,
ya que en el momento en que tratamos sentimos un verdadero escalofrío y una fuerza mayor a la humana
que nos arrastró y tiró contra el ropero, provocando la fractura de mi brazo y tres de mis costillas.
Hicimos lo posible por salvarla pero no pudimos. Ella murió ese 13 de noviembre de 1998. Desde luego
el informe del forense fue muerte accidental por asfixia.
Nunca más en los siguientes años me acerqué a la casa, no supe nada mas de mi querido amigo Alan.
Nada hasta hoy, 14 de noviembre del 2001, cuando en la televisión vi la noticia “Murió un joven en su
casa por asfixia”. Miré la fecha en el almanaque, y así es que hoy, y mediante este relato, recuerdo la
noche de los espíritus.
EL HOMBRE DE LA LLUVIA
(Jordi Sala)
“Se trata de una simple página de Internet”.
Eso era lo que le había dicho el muchacho. Nada tan simple como una
página de Internet. Pero en el fondo él sabía que algún día podía llegar a
convertirse en algo más. Tal vez una especie de templo, una parada virtual de
culto para los seguidores del Hombre de la Lluvia.
El escritor, el amigo del muchacho, aceptó el reto. Le contestó que sí,
que escribiría algún relato con cierta periodicidad para que lo publicasen en
Internet. Las historias que escribiría tendrían dos características en común:
serían cortos y se centrarían en un personaje.
No habría impedimentos. Hacía ya tiempo que escribía sobre un
hombre.
Eran las tres de la madrugada y se hallaba sentado frente a la pantalla
de su ordenador. El cursor parpadeaba en el procesador de textos. Aquella
pantalla era la única fuente de luz de todo el piso, y el rostro del escritor
mostraba un aspecto enfermizo bajo el mortecino fulgor blanco.
Miró a través de la puerta abierta de la habitación y tan sólo vio sombras.
La vivienda se sumía en la oscuridad. Había apagado todas las lámparas
porque eran innecesarias y porque se sentía mucho más cómodo así.
Afuera llovía con fuerza. Podía oír las gotas golpeando la calle, las
paredes, las ventanas. De vez en cuando tronaba.
"La noche perfecta", pensó.
Se levantó y caminó a oscuras por el piso. Atravesó el salón y llegó
hasta las altas cortinas blancas, que ahora en tinieblas aparecían ante él sin un
color definido. Las apartó suavemente, con una mano, y contempló el exterior.
Por la ancha avenida un taxi solitario avanzaba perezosamente bajo el diluvio.
Su luz verde indicaba que estaba libre.
El escritor pensó que tal vez en aquel momento alguna persona se
estaría empapando en la otra punta de la ciudad mientras buscaba un taxi con
desesperación. Es más, podía recrear el pensamiento de aquella imaginaria
persona: "con lo que está cayendo y no podré encontrar ni un sólo taxi a estas
horas... ¿dónde se habrán metido?"
–Pero... ¿Por qué? –se preguntó en voz alta. De haber estado
acompañado por alguien, el oyente no le habría encontrado sentido alguno a
aquella pregunta.
Se apartó de la cortina y se dirigió al mueble bar. La claridad procedente
de las farolas de la calle fue suficiente para iluminarle. Se sirvió dos dedos de
whisky y fue a la cocina a buscar hielo. Buscó con los dedos el interruptor de la
luz, y mientras lo hacía rozó algo que pareció desprenderse de la pared y caer
al suelo. Retrocedió sobresaltado mientras el fluorescente parpadeaba un par
de veces antes de decidirse a bañar la cocina con su fría luz.
Miró al suelo y allí estaba el causante del drama. Una cucaracha corría a
refugiarse en algún rincón en que poder ocultarse a los ojos del humano. El
escritor hizo una mueca de asco. La había tocado con sus dedos...
Agarró una escoba y mató al insecto golpeándole con el cepillo. Los
golpes sonaron como disparos en el silencio de la noche.
Tras arrojar los restos del intruso al cubo de la basura, abrió el
congelador y buscó los cubitos de hielo. Echó un par en el whisky, apagó la luz
y regresó a su habitación. Se sentó de nuevo frente a la pantalla mientras un
trueno convertía en anécdotas los golpes de la escoba. Tomó un sorbo del
vaso, pero antes de que pudiese tragarlo sonó el teléfono.
Fue un sonido estridente, ensordecedor. Aún retumbaba el trueno en la
lejanía, pero la tormenta le había acompañado toda la noche. Los truenos eran
sonidos familiares en la madrugada de aquel jueves. Pero el timbre del teléfono
había llegado de forma totalmente impredecible, como un atentado a la
intimidad, como una desgracia irreparable. Su pulso se aceleró rápidamente, el
corazón le palpitó con tal fuerza que parecía que estaba a punto de estallar. El
sobresalto fue tal que parte del whisky se le escapó de la boca y resbaló por el
mentón hasta la barbilla, donde goteó mojándole la camisa. La atmósfera de la
noche había quedado fracturada momentáneamente.
Tragó con rapidez el resto de la bebida al tiempo que agarraba el
auricular para evitar oír de nuevo el timbre. Tosió un poco, y un par de
segundos después contestó la llamada.
–¿Sí? –dijo con voz ronca.
–¿Te refieres a "por qué es difícil encontrar un taxi a estas horas", o a
"por qué estoy a estas horas mojándome en la calle"?
La misteriosa pregunta parecía tener ahora cierto sentido.
El escritor respiró profundamente. Las aguas volverían poco a poco a su
cauce, y el ambiente nocturno sería de nuevo el adecuado. La herida se
cerraba con rapidez.
–Ed Tellewar –murmuró el escritor, haciendo caso omiso de la pregunta–
. Me has dado un susto de muerte. No esperaba que sonase el teléfono.
–Lo siento –se disculpó aquel hombre–. No era mi intención.
–No importa. Dime, ¿a qué se debe tu llamada?
–Eso dímelo tú. He sabido que querías hablar conmigo, y he decidido
darte la oportunidad.
Al escritor no le gustaba saberse observado. A nadie le gustaba que le
espiasen, pero sabía que Ed Tellewar no lo hacía con mala intención; y
también sabía que a menudo no lo podía evitar.
–Estaba lloviendo, cierto –dijo el escritor–. Me has visto apoyado en el
ventanal de mi sala de estar... Dime, ¿tengo buen aspecto?
No se encontraba muy bien. Estaba cansado y tenía sueño, pero la idea
que tenía en la cabeza tenía prioridad sobre su descanso.
–Tenías un aspecto inmejorable cuando te vi antes, al menos para una
gran noche como ésta. Pero no veo tu cara ahora. Supongo que sigues igual.
–Igual excepto por el susto que me has dado con tu llamada.
–Ya te he dicho que lo sentía.
–Olvidémoslo –sentenció el escritor. –Supongo que en estos momentos
estás en medio de una calle solitaria empapado por la lluvia, y llamándome
desde tu teléfono móvil.
–Bingo. Sigues siendo un chico listo. Déjame que añada que en mi caso
particular me será difícil encontrar un taxi por el simple motivo de que estoy en
el barrio de la Verneda, lejos del centro de la ciudad.
El escritor sintió como se le erizaba el vello. ¿Casualidad? ¿Conexión de
pensamientos? Quién sabía. Estaba dispuesto a creer cualquier cosa.
–¿Y qué te trae por ahí, amigo?
Tellewar no contestó inmediatamente. A través del teléfono, el escritor
pudo escuchar el sonido de unas sirenas que pasaban por alguna calle cercana
a su interlocutor.
–Está lloviendo mucho, así que puedes imaginártelo –repuso Tellewar–.
Creo que unos muchachos acaban de matarse por aquí cerca. Conducían un
coche a excesiva velocidad, y un muro se cruzó de repente en su camino.
–Ya veo... ¿Crees que el Hombre de la Lluvia ha tenido algo que ver?
–No lo creo. Lo sé. Tengo la certeza absoluta de que ha sido él.
–No me cabe duda de que lo sabes –dijo el escritor–. Tal vez tengas una
noche ocupada.
–Ya la estoy teniendo. Bien, cuéntame. ¿Qué querías preguntarme?
El escritor no contestó todavía a la pregunta. Tras unos momentos en
que consideró las palabras a pronunciar, optó por responder con otra pregunta.
–¿Te gusta tu trabajo, verdad?
–¿Era eso lo que querías saber?
–No, no se trataba de eso. Conozco la respuesta, pero me gusta oírla de
tu boca.
–Me encanta lo que hago –contestó Tellewar con serenidad. No se
percibía ningún matiz de teatralidad en su voz.
–Un amigo me ha pedido que escriba algunos relatos para publicarlos en
Internet –explicó el escritor, cambiando drásticamente de tema–. Y he pensado
en escribir sobre ti y el Hombre de la Lluvia.
–¿Lo comentas por hablar de algo?
–No, era eso lo que quería preguntarte.
–Hazlo –indicó Ed Tellewar–. Escribe sobre nosotros. Me divierte el
asunto.
–Yo pensaba más bien en darte a conocer. Creo que sería bueno que el
mundo te conociese. A ti y al Hombre de la Lluvia.
–Sería bueno que estuviesen prevenidos frente a él, pero seguramente
nadie irá más allá de considerarlo un personaje de ficción. En cuanto a mí, no
me importa en absoluto lo que hagas.
–¿No temes que la popularidad te cause problemas?
–El Hombre de la Lluvia ya sabe que existo. Y además, todo el mundo
seguirá pensando que soy un personaje de ficción.
–En ese caso, lo haré– sentenció el escritor.
Ambos quedaron en silencio, y puesto que parecía que no había nada
más qué decir, Ed Tellewar decidió despedirse.
–Ha sido una charla muy agradable. Breve, pero agradable. La
necesitaba. Sin embargo –añadió–, ahora debo dejarte.
–Suerte.
Tellewar no contestó. Había cortado la llamada antes de escuchar las
últimas palabras del escritor.
Ya no le prestaba atención. Ya no le observaba.
–––––––––––
La lluvia caía ahora con mucha insistencia.
El agua empapaba las ropas de los tres muchachos muertos. Junto a los
restos del vehículo, un hombre muy alto vestido de negro parecía intentar
guarecerse bajo un gran paraguas del mismo color.
Su mirada era fría, y el semblante de indiferencia ante la muerte le daba
el aspecto de alguien acostumbrado a toparse con ella.
Alzó una mano al aire, y la lluvia bajó de intensidad. Fue perdiendo
fuerza rápidamente, y a los pocos segundos el diluvio se convirtió en una suave
llovizna. Finalmente, las gotas desaparecieron por completo.
El hombre plegó su paraguas y lo sacudió un par de veces.
Se encasquetó el sombrero que sujetaba con la mano libre, enguantada
en piel negra, y suspiró.
Prestó atención a los sonidos de la noche. Una sirena se aproximaba a
gran velocidad.
–¿Quién puede haber alertado a nadie en un lugar como éste? –se
preguntó en voz alta el Hombre de la Lluvia.
El coche patrulla apareció ante él, a unas tres calles de distancia. Sin
embargo, no se inmutó por su presencia. Volvió a abrir el paraguas al tiempo
que la lluvia regresaba con insistencia.
Rió con ganas y desapareció entre las sombras.
Parecía como si nunca hubiese estado allí.
1
Cuestión de lenguaje.
(Fernando Feliú)
La noche estaba húmeda. Fue poco después de las siete y media cuando lo vio
salir. Cerró su libro mientras se paraba del banco en el que, terriblemente incomodo,
había estado leyendo la última novela de Stephen King.
Los nervios que no había sentido hasta ese momento lo invadieron ahora de
súbito, y la transpiración comenzó a manarle de su frente, sus manos, sus axilas y su
entrepierna de una manera tan intensa que nunca había experimentado antes, con sus
otras víctimas.
<< ¿Podría ser porque está es la última? >>
No tuvo mucho tiempo de pensar en eso porque rápidamente el tipo de enfrente
comenzó a caminar. Lo dejo alejarse una distancia prudencial y luego comenzó a
seguirlo, esperando el momento oportuno para actuar.
La adrenalina que sentía al saber que ésta era su última víctima luchaba por
apoderarse completamente de él, y en un instante llegó a tal grado que estuvo a punto de
arrojársele encima y acabar con todo aquello de una buena vez.
<< No, no. No puedo con tanta gente alrededor. Por favor, tranquilo. >>
Cuando sus pulsaciones habían bajado un poco se percató de que su víctima
había desaparecido. La había perdido de vista sólo un instante nada más, pero fue
suficiente para perderle el rastro. Miró hacia todos lados y nada. Se m aldijo a si mismo,
a su madre, a la madre de su madre y a un sinfín de personas por haber sido tan estúpido
de dejar escapar una tan preciada oportunidad.
Se preguntaba cuando volvería a encontrar a su víctima sola para acabar con ella
de una vez por todas, pero decidió calmarse pensando que tal vez mañana tendría más
suerte. Fue entonces cuando se acercó a la vidriera de la librería junto a la cual había
cesado su persecución. Miró los libros que se encontraban allí y su decepción creció aún
más. Elevó su vista por encima de la vidriera y pudo leer un gran cartel que decía:
Stratford Books - Librería - Textos en ingles.
Parecía una broma de mal gusto.
Volvió a bajar la vista hacia la vidriera, resuelto a volver a su casa y completar
su trabajo otro día, pero fue en ese preciso instante cuando lo vio dentro de la librería.
Allí estaba aquel tipo, su última víctima.
Decidió esperar hasta que saliera, sin quitarle los ojos de encima. Vio como
luego de revisar un par de gruesos libros al fin se decidió por uno, se dirigió a la caja y
lo pagó.
Por segunda vez el observador apartó la vista de su objetivo, pero sólo para
volver a mirar el estante del cual el tipo había sacado su libro.
–Dictionaries –. Leyó en voz alta, como lo pronunciaría una persona que jamás
en la vida había dicho palabra alguna en ese idioma.
Para él era algo totalmente desconocido, y pensó como tantas otras veces que
saber ingles le habría ahorrado muchísimos disgustos y no le habría hecho derramar
tanta sangre.
<< Diccionarios. >>
Pensó por un instante y volvió a ver a su víctima saliendo del local, retomando el
camino por el cual había venido.
<< Ese diccionario te hubiera hecho mucha falta, lastima que no lo compraste
antes amigo mío>>
Lo dejó alejarse un poco y comenzó a perseguirlo nuevamente.
2
<< Si tan sólo hubieras hecho bien tu trabajo, me evitarías el mío ahora >>
Sus pulsaciones estaban a mil. La adrenalina hacía lo propio al ver que se
acercaban a un callejón por el cual habían pasado antes.
<< ¡Llegó tu hora! ¡Llegó tu hora! ¡Llegó tu hora! >>
Sus ojos parecían salirse de sus orbitas. Sus manos, quietas hasta ese momento,
ahora parecían buscar algo en los bolsillos de su abrigo. Comenzó a acortar la distancia
que los separaba con un paso ligero al principio, que rápidamente fue sustituido por una
carrera frenética.
Estaba corriendo. Corriendo hacía su última víctima.
<< Ya estoy cerca, muy cerca. >>
Su mano derecha salió del bolsillo y se alzó mostrando un cuchillo de cocina
común y corriente. Fue allí cuando el tipo del diccionario giró para ver quien tenía tanta
prisa y recibió una fuerte puntada en el hombro que lo hizo desplomarse en el suelo.
Ahora el agresor estaba encima de él, hablándole a dos centímetros de su cara.
–¿Porqué no hiciste tu trabajo? ¿Porqué cambiaste todo?
–Por favor... no... no me lastime –comenzó a sollozar la víctima – No sé a que se
refiere.
–¿Porqué no respetaste lo que él escribió? ¿Era tan difícil limitarte a hacer tu
trabajo? –le grito el asesino.
–No... no entiendo. Por favor, llévese mi dinero si quiere pero ya no me haga
daño.
–¿Tu dinero? ¿El que ganaste suciamente? No es lo que busco ¿No lo entiendes?
La víctima lloraba ahora como un niño.
–¿Nunca lo entendiste verdad? No entendiste que él era el escritor ¡NO TÚ!
Apretó su cuchillo con más fuerza y con un movimiento brusco lo clavó en el
costado izquierdo de la garganta del hombre que yacía en el piso, mientras con la otra
mano le tapaba la boca. El impacto produjo un desagradable sonido que ya era familiar
para él. Fue tan violenta la estocada que una buena parte del mango entró junto con el
dentado filo. Giró el cuchillo muy lentamente atravesándole la garganta de un lado al
otro y la sangre comenzó a salpicar en todas direcciones.
Los manotazos que habían estado tratando de apartarlo eran ahora parte del
cadáver postrado en el callejón.
El trabajo había terminado, y a diferencia de sus víctimas él lo había cumplido al
pie de la letra.
–Don José, un café por favor. –pidió mientras se sentaba en la mesa de siempre.
Don José asintió mientras seguía escuchando lo que le decía otro cliente.
–El cadáver fue encontrado por unos vecinos de la zona. Según dicen, el tipo
trabajaba en una editorial conocida de por aquí.
–¡Por Dios! –contesto Don José consternado – ya no se puede salir tranquilo a la
calle.
–Así es. La octava víctima en menos de tres meses y ni un rastro del asesino.
Don José le llevó el café que le había pedido y lo notó un tanto nervioso, pero
pensó que muchas otras veces lo había visto así y lo olvido fácilmente. Se volvió para
seguir charlando con el tipo de la barra.
–Una barbaridad realmente. Para colmo no pueden descifrar como escoge a sus
víctimas ya que mata tanto a hombres como a mujeres y además sus edades varían entre
3
los veinticinco y los sesenta y cinco años. Lo único que tenían en c omún las víctimas es
que todas ellas trabajaban, aunque algunas ya estaban retiradas, como traductores en
distintas casas editoras de la ciudad, pero nada más. No hay más pistas.
–Es verdad Don José. Bueno discúlpeme, pero lo tengo que dejar, se me hace
tarde.
–No se haga problema amigo. ¡Que tenga un buen día!
–Gracias. Igualmente.
Desde la mesa vio como el tipo de la barra se despedía de Don José con una
sonrisa. La charla que habían mantenido lo incomodó un poco, pero por fin había
terminado.
Tomó el diario que estaba sobre la mesa y buscó la sección de Cultura. Se puso a
ojearla sin mucho interés, hasta que por fin vio una pequeña nota que acaparó por
completo su atención. Comenzó a leerla mientras terminaba su café:
Nuevos traductores para el Rey del terror
Debido a los terribles sucesos que tuvieron lugar en estos últimos
tiempos, las principales editoriales han tenido que contratar nuevo personal
para que se encargue de la traducción de los futuros libros de Stephen King.
Las muertes recientes de ocho traductores obligaron a las empresas a buscar
nuevos ocupantes para esos puestos por el simple hecho de que ya no tenían a
nadie que se encargara del trabajo.
Cerro el diario y lo dejó sobre la mesa.
<< ¿Nuevos traductores? >>
–Espero que esta vez hagan bien su trabajo. –Dijo para si mismo mientras se
levantaba.
Tomó el libro junto al cual había dejado el diario y salió en busca de un banco
más cómodo que el de la noche anterior para poder leer.
1
SOMBRA DE MI
(Virginia Núñez Ochoa)
Tardamos más de cuatro horas en llegar, pero el espectáculo que por fin
se presentó ante mis ojos, hizo que me importase bien poco el cansancio. Una
enorme casa colonial, que en tiempos debió ser de un esplendor majestuoso, se
abría paso entre la creciente vegetación y los gigantescos robles que la
flanqueaban. A pesar de estar construida con piedra y, sobre todo, madera,
parecía estar perfectamente conservada, con su reciente instalación de agua
corriente y electricidad como única remodelación.
Nos acercamos lentamente con el coche mientras contemplábamos todo
lo que nuestros ojos eran capaces de captar. Mi amiga sólo estuvo allí una vez,
pero era tan pequeña que no recordaba nada excepto las extrañas estatuas
cubiertas de líquenes que más tarde encontraríamos en la parte posterior.
Tras sacar las maletas del calor infernal de aquel coche, nos dispusimos
a entrar, cámara de fotos en mano, al que sería nuestro hogar durante aquel
verano. Cuando mi amiga abrió la puerta, dejamos los bultos en la entrada y
nos dispusimos a explorarla con avidez: empezamos por abrir todas las
cortinas de los grandes ventanales que recorrían la primera planta y, de
inmediato, las habitaciones se inundaron de los cálidos rayos que el sol emitía
a esa hora de la tarde. Y a pesar de haberle devuelto la vida, la casa parecía
fría y distante.
No le comenté nada a mi amiga puesto que allí habían vivido gran parte
de sus antepasados, pero el hecho de retirar todas las telas que protegían del
polvo a los muebles y limpiar un poco por encima todo aquello, no le restó ese
aire inquietante.
Nuestro siguiente paso fue comprobar el correcto funcionamiento de las
instalaciones de agua y luz. En cuanto al agua no hubo ningún problema pues
salía fresca y clara tanto en la cocina como en los dos cuartos de baño; pero en
lo referente a la luz, nos llevamos una pequeña decepción al ver que no había
corriente en ninguna habitación, a pesar de haber accionado correctamente el
interruptor principal. Afortunadamente, la casa nunca había tenido luz
eléctrica, por lo que estaba perfectamente provista de velas, candelabros e
incluso viejas lámparas de gas de gran valor.
Después de acondicionar las habitaciones que íbamos a ocupar, la mía
en el piso inferior, la de mi amiga en el superior, me sentí más tranquila, ya
fuese por el cansancio acumulado durante tantas horas de trabajo o por el
hecho de que nos esperaba una suculenta comida hecha a base de los
bocadillos que habíamos comprado en una gasolinera del camino.
2
Durante la cena, aproveché para interrogar a mi amiga acerca de la casa
y su familia, pero lo que me contó no me aportó demasiada información,
puesto que lo único que sabía era que había pertenecido hasta el día de su
muerte a su tía-abuela, y que ahora le había correspondido en herencia directa
no sabiendo muy bien porqué. Eso y una larga lista a modo de inventario de
las habitaciones y objetos que la casa contenía, y la extraña advertencia de
cerrar todas las noches puertas y ventanas a cal y canto. Una petición cuando
menos extraña, teniendo en cuenta el clima reinante en aquella región y a la
que no presté mucha atención, cosa de la que más tarde me arrepentiría
enormemente.
Dimos un pequeño paseo, antes de irnos a dormir, por los parcialmente
abandonados jardines, aunque más que de jardines debería hablar de bosques
pues la vegetación lo ocupaba todo. Mientras el sol se ponía fuimos a echar un
vistazo a las estatuas que mi amiga recordaba vagamente por el miedo que le
produjeron en su día. Y no era para menos, pues a pesar de ser réplicas
prácticamente exactas de esculturas clásicas como la Venus de Milo o el
Hermes de Praxiteles y a pesar de la oscuridad creciente y las hierbas, hongos
y ramas que las cubrían en gran parte, destacaba claramente la ausencia de sus
ojos. No era que no se los hubieran hecho o que no tuvieran pupilas y
pareciesen ojos ciegos, sino que habían sido arrancados sin ningún cuidado de
sus fríos rostros y ahora esa no-mirada producía un horror fuera de mi propio
conocimiento.
Con esta imagen cuando menos desconcertante y la curiosa presencia de
un único y enorme árbol muerto en toda la propiedad nos fuimos a acostar,
cumpliendo debidamente con la advertencia, más que nada porque aún hacía
algo más de fresco en la casa que fuera.
No dormí bien. Tuve un sueño muy inquieto y vívido en el que las
estatuas de piedra me miraban con sus cuencas vacías y avanzaban casi de
forma imperceptible hacia mí. Lo achaqué al cambio de cama que nunca me
había sentado bien y al tremendo cansancio que hacía palpitar mis músculos,
unido todo ello a aquella fea visión.
A la mañana siguiente, terminamos de instalarnos y fuimos al pueblo
más cercano, a unos veinte kilómetros, para un conveniente aprovisionamiento
e intentar localizar a un buen electricista que nos solucionase el problema. Nos
prometieron que localizarían a uno que solía trabajar en un pueblo cercano,
algo más grande que este, aunque tardaría varios días en venir debido a la
acumulación de trabajo que tenía. Así que resignadas volvimos a casa.
Desde luego aquel rincón del mundo era un lugar fabuloso para
descansar y, sobre todo, para intentar acabar mi tesis con la máxima
3
tranquilidad posible y por suerte mi amiga nunca había sido muy habladora,
siempre parecía estar en su mundo y nunca me molestaba mientras yo
trabajaba. Repartimos los turnos para ocuparnos de las tareas domésticas y la
comida, aunque hasta que el electricista no pudiese venir, no podríamos
preparar nada caliente.
Unos días después, la casa se aclimató por completo al exterior y hacía
tanto calor en ella como fuera, con lo que pasábamos mucho tiempo bajo
reparadoras duchas de agua fría. Mi tesis iba viento en popa y mi amiga
ocupaba su tiempo intentando crear un pequeño nuevo jardín frente a la casa
aprovechando la sombra de los robles y quitando maleza y malas hierbas de
todas partes. Realmente iba a ser un buen verano y aunque no dormía muy
bien por las noches con las siempre presentes e inquietantes estatuas, una
buena siesta solucionaba el problema en el acto.
Había pasado una semana desde que llegamos y permanecía en mi
enorme cama con los ojos como platos sin parar de dar vueltas entre el sudor,
por lo que me levanté varias veces para darme una rápida ducha y así
refrescarme. El calor era tan insoportable que tuve que levantarme una vez
más para abrir de par en par la ventana por si entraba algo de aire. Me quedé
escrutando la noche hasta que me acostumbré a la oscuridad y pude ver casi
claramente lo que me rodeaba: allí se elevaba el viejo roble muerto y fue una
suerte que desde mi habitación no se viesen aquellas siniestras estatuas.
Cuando empecé a distinguir la mayoría de las estrellas que conocía volví a la
cama y, por primera vez desde que llegué, pude dormir profundamente.
Al anochecer del día siguiente cayó un pequeño chaparrón, típico de los
días de bochorno veraniego, arruinando la preparación del terreno que mi
amiga había estado realizando para su jardín, lo que hizo que nos
recluyéramos en casa a la luz de la lámpara de gas de la cocina. El electricista
no aparecía y ya no soportábamos más los fiambres, el pan de molde ni las
galletitas saladas.
Nos fuimos a dormir de bastante mal humor y, gracias al ligero frescor
que la lluvia había dejado me quedé dormida en seguida. No tardé en despertar
ante la agobiante sensación de ser observada y al mirar por la ventana vi, o
creí ver, una horrenda figura alargada totalmente negra: no oscura, sino
completamente negra. Una figura de más de dos metros que parecía estar
cubierta como por un hábito que le daba un a forma indefinible, como una
sombra de aspecto semihumano tremendamente alargada, siendo yo incapaz
de diferenciar si tenía brazos o piernas, me miraba fijamente a los ojos bajo el
cobijo del enorme roble. No veía sus ojos, pero sentía como su frío brillo de
hielo me atravesaba.
4
Por tener una mente racional y confiar en ella, me autoconvencí de que
aquello no estaba ocurriendo y a pesar del temblor de mi cuerpo y el calor,
cerré la ventana completamente.
Ya por la mañana y tras una larga noche en vela, un absurdo impulso
me llevó a comprobar sobre el terreno si en las cercanías del árbol alguien (o
algo) había dejado sus huellas en el barro. Naturalmente las únicas huellas que
encontré eran las que yo misma iba dejando, así que me di una palmada en la
frente para recordarme lo tonta que era y entré a la casa para proseguir con mi
trabajo.
Así transcurrieron algunos días: con mucho calor, sin electricidad, sin
electricista, sin hablarnos apenas, sin comida decente, sin dormir...
Una noche en la que yo, como tantas anteriores, no conseguía conciliar
el sueño, encendí mi lámpara de gas y empecé a leer una vieja novela que
había encontrado en mi equipaje. Se llamaba It y era de un prolífico escritor
americano cuyo nombre al igual que otros tantos no logro recordar. Mientras
estaba enfrascada en su apasionante trama, volví a sentir la aplastante
sensación de estar siendo observada. Aparté la mirada del libro y la posé en la
ventana abierta. Al principio no vi nada un poco deslumbrada por la pequeña
llama de mi lámpara, pero luego pude distinguir para mi tormento esa
abominable figura al pie de la ventana. Mirándome.
A pesar de la parálisis de mi mente, mi cuerpo reaccionó como si le
hubiese caído aceite hirviendo y, de forma instintiva, lancé la lámpara hacia el
extraño sin ser consciente de que podría provocar un nefasto incendio. Una
vez segura de que allí fuera no había nada, me armé de valor y me asomé para
ver los daños causados, pero por fortuna la lámpara estaba rota y apagada;
nada de fuego y ni rastro de la que la que sin duda alguna era una alucinación.
Sin comentar nada de esto a mi amiga por temor a que se riese de mí y
haciendo honor de mi científica y, sobre todo, escéptica mente, transcurrieron
los últimos días del verano. En vista de que el electricista no aparecería nunca
por allí, nos habíamos hecho con un hornillo de gas (idea que tardó más de la
cuenta en ocurrírsenos), lo que permitió que nuestra estancia en aquella
enorme finca resultase más agradable, seguramente gracias a poder llenar
nuestros estómagos con comida de verdad y a que mi amiga estaba de un
excelente humor al empezar a dar sus frutos su dura afición.
Nunca me recuperé de lo que me sucedió una de las últimas noches de
aquel maldito verano.
Soplaba ligeramente el aire en aquellos días finales de agosto y el
sonido de las hojas bailando al son de su compás me mecía hacia un profundo
5
y plácido sueño. En cierto momento de la noche noté de nuevo la espeluznante
presencia, esta vez acompañada de una cercana y pausada respiración que no
me pertenecía, puesto que la mía era acelerada hasta alcanzar un ritmo
insoportable. Sabía que estaba allí conmigo y me estaba volviendo loca la idea
de abrir los ojos y descubrir de nuevo a ese espanto que me observaba y se
introducía en mí a través de ellos. Pero no pude más y los abrí.
Intenté gritar con todas mis fuerzas, intenté moverme, intenté pensar,
intenté morir... pero mi cuerpo no me respondía porque ya no era mi cuerpo.
Un hilillo de saliva caía por la comisura de mis labios mientras los ojos
verdes que en su día fueron míos intentaban salirse de sus órbitas. La boca
abierta en su máxima capacidad dejaba escapar un penoso y débil sonido que
no era otro que el de mi dolorosa e inútil respiración. Mi cuerpo estaba
totalmente agarrotado por la tensión... Eso estaba frente a mí, a los pies de mi
cama y casi rozaba el techo con lo que supuse era su negra cabeza
indiferenciable de su negro cuerpo.
Yo ya no era yo, mi mente ya no funcionaba, mi cuerpo no reaccionaba
los estímulos y cuando el horror absoluto se inclinó sobre mí...
Oscuridad.
La siguiente vez que fui consciente de la que creía era mi existencia fue
en la cama de un centro psiquiátrico. Yo lo llamo manicomio.
Ahora estoy sentada en una silla con correas. Me permiten escribir con
una cera de color verde. Dicen que de otra forma podría hacerme daño a mi
misma. Dicen que estuve más de diez años en coma. Dicen que no soy dueña
de mi mente ni de mi cuerpo, y sé que es verdad. Dicen que ya no saldré de
allí. Dicen que estoy loca.
A veces intento pensar en mi vida anterior, en la gente que conocía...
pero como ya he dicho antes no recuerdo los nombres de nadie, tampoco el de
mi amiga ni el de aquel escritor que en su día supe que era tan bueno. Todo
eso es oscuridad para mí, al igual que los recuerdos que una vez tuve. Sólo
aparece en mi mente todo lo que ocurrió desde el día que llegué a esa maldita
casa. (No hice caso de la estúpida advertencia de una estúpida vieja
moribunda.)
Y ahora sólo puedo pensar en ello. Una y otra vez.
6
Pero no estoy loca. Porque ya no soy yo.
No me dejan morir.
Tardamos más de cuatro horas en llegar, pero el espectáculo que por fin
se presentó ante mis ojos, hizo que me importase bien poco el cansancio. Una
enorme casa colonial, que en tiempos debió ser de un esplendor majestuoso, se
abría paso entre la creciente vegetación y los gigantescos robles que la
flanqueaban. A pesar de estar construida con piedra y, sobre todo, madera,
parecía estar perfectamente conservada...
Una y otra vez.
No me dejan morir.
FIN.
LA FUENTE
Por: Sue Delgado
Me despierto empapada de sudor, sobresaltada, y con un solo pensamiento en
la mente: ¡La fuente! Me incorporo, aturdida. Es la cuarta noche que tengo el
mismo sueño.
Soy de nuevo una niña de 6 años, y estoy en el pueblo, en casa de mis abuelos.
Voy de camino a la fuente -la que tanto me atormenta estos días- con mi madre
y mi tía, a hacer la colada. Es una fuente de piedra, con 3 lavaderos, y ubicada
en una construcción con tejado de Uralita, que hace que el ruido del manantial
sea ensordecedor en el interior del recinto. Al final del tercer lavadero hay unas
maderas clavadas de tal forma que impiden tanto la visión como el paso a un
pequeño pozo, clausurado desde tiempos inmemoriales por
(cuentos de viejas)
la muerte de una mujer, un ahogo
(en extrañas circunstancias)
accidental, tras resbalar y caerse al fondo. Leyendas sin sentido, pero por si
acaso, nadie se acerca a esa parte de la fuente desde entonces.
* * * * * * *
Siempre me ha fascinado la fuente, desde pequeña. Me parecía un lugar
mágico: el brillo del agua cuando le daba el sol, el ruido del manantial, el olor
del jabón y la ropa recién lavada,...
Necesito ir. No sé por qué ni para qué, pero siento que es algo importante. Dios
mío, ¿me estaré volviendo paranoica? No es la primera vez, aparte de en mis
sueños, que siento que debo ir allí. A veces lo deseo con tanta urgencia y tanta
desesperación que la necesidad se convierte en dolor físico. Al mismo tiempo,
siempre me acompaña una curiosa sensación de irrealidad, como de estar fuera
de mi cuerpo, observando mis acciones desde otro lugar.
No puedo seguir así, estas dos últimas semanas han sido muy extrañas; debo
tomarme unas vacaciones e irme unos días. Todo esto es por culpa del estrés; sí,
es eso. Tiene que ser eso, no puedo estar volviéndome loca. Ahora mismo meto
algo de ropa en la maleta, aviso a mi jefe, y me voy. Pero, .... ¿dónde?, vaya
donde vaya no estaré tranquila hasta que no visite la fuente y vea que no hay
nada. Es hora de enfrentarme a ello, sólo son tonterías y cuando le vea con mis
propios ojos desaparecerán esos sueños tan estúpidos y esa sensación de
ansiedad. Tal vez sea que hace demasiado tiempo que no visito a la familia.
* * * * * * *
Después de llegar, y tras la comida familiar de rigor, por fin puedo escaparme
para dar un paseo. Sigo sin sentirme mejor. Quiero ir a la fuente, pero ,
sinceramente, me da miedo. No sé qué es mejor, si descubrir que hay algo (pero
¿el qué?), o no. Lentamente me encamino hacia allá, queriendo ir pero sin
querer llegar. Vuelve a sacudirme la irrealidad que me acomete en las últimas
semanas. No entiendo nada.
Tengo que ir, ellos me necesitan. Él me espera. En cuanto esas palabras pasan por mi
mente, desesperadas, me desmorono. Dios, es verdad, me estoy volviendo loca.
¿Quién demonios son ellos? ¿Quién me espera?¿Qué me está pasando? ¿Por qué
yo? Ahora no puedo apartar la vista de la fuente, me atrapa, camino hacia ella
sin darme cuenta, hasta que entro en la pequeña construcción y me envuelve el
sonido del agua. Quiero irme y no puedo, no paro de avanzar hacia las maderas
que bloquean la entrada al recinto donde se halla el pozo, ya no domino mi
cuerpo. La madera esta podrida, y puedo atravesarla sin demasiados
problemas. Por fin estoy aquí. Por fin he llegado.
* * * * * * *
Decepción. Irritación. Alivio. Vacío. Alivio de nuevo. Sensaciones que se
agolpan una tras otra al descubrir que no hay nada. Nada. Tanta preocupación
estos días para nada. Me sorprendo riéndome ¿Qué esperaba encontrar, acaso?
Y tanto que estoy estresada, madre mía; ya lo creo que sí. Lo mejor será que
vuelva a casa y duerma un poco.
Antes de irme, echo una mirada al pozo, simplemente por curiosidad. ¿Será
verdad la leyenda de que una vez se ahogó aquí una mujer? Parece mentira, no
tiene más de un metro de profundidad. Que sitio más extraño. En fin, hora de
irse. Sin embargo, una última mirada al pozo me descubre algo nuevo. ¿Eso
estaba ahí antes? Otra vez la sensación de irrealidad. ¿Qué es? Doblo mi cintura
y meto la cabeza dentro del pozo. Que extraño, parece una rosa. Pero ¿cómo va
a haber una rosa en el fondo de un pozo oscuro, y cubierta de agua? Es una rosa
de extraordinaria belleza, y me esfuerzo para verla más de cerca. Tengo que
meter la cabeza en el agua, pero aún así lo hago; la flor me obsesiona, y de
repente se me antoja de vital importancia. Debo alcanzarla.
Sé que tengo que subir a respirar, pero no puedo, no hasta que logre alcanzar la
rosa. ¿Cómo demonios he podido ser tan tonta, tan cerrada de mente? Por fin lo
veo todo claro; ya sé quién me espera y dónde. No sé cómo no me he dado
cuenta antes, si he nacido para ello. Es mi ka. La necesidad de respirar se va
quedando lejos, ya no importa. Nada importa, sólo alcanzar la rosa.
Estoy llegando Roland, amor mío. Espérame.
* * * * * * *
LA VOZ DE OCCIDENTE
1 de noviembre de 2001
Aparece el cadáver de una joven
dentro de un pozo, en el Concejo de
Trelles. Según la policía, parece ser
que la joven se habría asfixiado anoche
tras caer al pozo para intentar alcanzar
una rosa, que asía fuertemente en la
mano izquierda cuando fue rescatada
sin vida...
Son las doce de la noche. La fiesta acaba de terminar y Juan Corp vuelve a su casa por
la carretera. Su coche es un viejo Ford que suele fallar en los peores momentos. Suda y
está medio dormido, tiene suerte de que la carretera esté vacía. Se aferra al volante y
mira perdido hacia el horizonte. Entonces el coche se para. Y el duerme.
Mira su reloj. Está estropeado, pero siempre ha sabido calcular bien la hora. Cree que
son alrededor de las tres. Ahora mismo se encuentra en un estado bastante aceptable.
Sale un momento del coche a echar una meada y cuando abre la puerta se cae al suelo
golpeándose la cara. Eco. Hay eco. ¿Dónde está?. Le duele la tripa mucho y piensa en
echar la pota. Se arrima al campo (¿campo?) que rodea la carretera y vomita. El vómito
es de color azul y rojo. Las pastilla, piensa, las pastillas. Se limpia la boca con la corbata
y vuelve a entrar en el coche. Ya dentro, mira al cielo. El no conoce esas constelaciones.
Son muy extrañas, y la Luna, su tono rojizo... . No importa. Nada importa. Solo que su
mujer le va a matar como llegue tarde a casa. Y parece que va encaminado a eso. Saca
de su bolsillo el mapa de carreteras. Puede estar en tres lugares posibles. Pero... no hay
campos. No, no puede ser. Y aquí si que los hay. Conduciendo borracho y drogado debe
haberse ido a un lugar que está mucho mas lejos. Busca en el salpicadero la brújula que
le regaló su abuelo y la observa. La aguja solo da vueltas y como consecuencia su pulso
se acelera. Está muy asustado. Sale de nuevo del coche y saca la escopeta del maletero.
No se siente seguro y cada vez suda mas. Se vuelve a meter e intenta arrancar. Nada. Y
para colmo la llave se parte. Bueno, caminaré un poco, piensa, debe haber un hotel
cerca.
Sale con la escopeta y comienza a caminar. Luego a correr. Corre durante una hora y al
final cae al suelo, exhausto. La caída es brusca. Cierra los ojos y vuelve a dormirse.
Cuando abre los ojos ve todo lejano. Parpadea y las cosas se aclaran. Tiene la sensación
de haber dormido como diez horas. Pero la Luna sigue ahí y aquellas constelaciones
también Se levanta pero cae al suelo de inmediato con un gesto de ácido dolor en la
cara. Es la rodilla. Le duele a morir. Mira hacia atrás. Ni siquiera ve el coche, ha corrido
tanto... .Intenta levantarse nuevamente varias veces, pero en vano. Siempre vuelve a
caer con los ojos llenos de lágrimas de dolor. Mira hacia delante. Entonces ve algo.
Parece lejano. Un agujero en la carretera, ¿quién habrá hecho eso?. De pronto siente
mucho calor. Se quita los pantalones y horrorizado ve sus piernas. Mas que piernas
parecen ramas de un árbol. Están llenas de médanos irregulares. Están rotas, muy rotas.
Solo le queda arrastrarse junto a la escopeta Es lo que hace. Al rato le duelen los brazos.
Pero cada vez está mas cerca del agujero. Ahora esa palabra, agujero, le suena a
liberación, a salvación. Sigue arrastrándose a pesar del dolor. Solo quedan unos cuantos
kilómetros...
El agujero está mas cerca. Y también está cerca el fin de esta situación, piensa. De
pronto comienza a llorar sobre el suelo. ¿Por qué? Se siente muy triste de que llegue el
final (¿qué final?) se siente muy triste de que termine así (¿estás loco?). Cada vez está
menos seguro de querer llegar al agujero. Pero debe hacerlo, no ve otra salida. Sigue,
sigue, sigue. Tiene la camisa desgarrada y las piernas sangrando. Se olvidó de volver a
ponerse los pantalones, y no se ha dado cuenta. Vuelve a llorar como loco y se pone
poca arriba. Comienza a disparar al cielo. Solo que no hay balas. O al menos no salen.
Lanza enfurecido el rifle al campo. De nada sirve. Comienza a sentir sueño de nuevo.
Pero no quiere dormirse. No por su mujer (¿qué mujer?) ni por sus hijos (¿hijos?). Se
arrastra, emitiendo gruñidos de dolor. No sabe durante cuanto tiempo, pero se mueve.
Entonces, cuando va a continuar abre los ojos. Está en el agujero. Cerca de el. Entonces
comienza a hablar.
Ven a mi soy el agujero y debes entrar en el agujero dentro del agujero entra yo quito
todas las penas y soy el agujero dentro del agujero está la salvación y soy el agujero
del fin el agujero de la verdad.
Juan se acerca un poco mas. Oh, si, el agujero. Escucha su voz en la cabeza. Y entonces
intenta hablar. Pero no puede. No con su voz. Se da cuenta de que el puede hablar con la
mente. (¿Dónde estoy, agujero?¿quién soy?¿por qué?¿dolor vida
muerte?¿Asesinos?¿almas?¿humanos?) entonces el agujero vuelve a hablar.
Tu no eres. Tu no estás. Tu no sientes. Nunca has existido, no tienes mujer, no tienes
hijos, eres solo una ilusión, una ilusión de alguien que imagina estupideces. No existes,
no existes no existes no existes no existes no existes no existes.
Entonces comienza a aclarar. No tiene mujer. Tampoco hijos. No viene de ninguna
fiesta ni va a ninguna casa. No tiene ropa (se mira y está desnudo) ni tampoco cuerpo
(no se ve). No hay ninguna carretera. Solo un agujero. Su mente y un agujero.
Pero yo existo yo estoy yo siento, dios mío, por favor, yo se que estoy, estoy seguro de
que existo lo se existo existo existo existo existo grita con su mente.
No existes no crees que existes no eres nada como el resto de los humanos no eres mas
que un sueño una ilusión pasada no sirves. Salta al agujero.
Entonces todo comienza a oscurecerse. Hasta el oscuro agujero. Se da cuenta de que no
tiene no piensa no siente no existe y nunca ha estado ahí. Es un sueño, como el resto de
los humanos. Ya no hay nada. Entonces se abalanza sobre el agujero... .
AHORA LAS NOTICIAS:
“Y ahora noticias nacionales. Han encontrado el cadáver de Juan Corp, el gran
empresario desaparecido. Al parecer, se lanzó por un precipicio. Aun se están
investigando las razones del supuesto suicidio...”
FIN
SOMBRA
(Beater)
1
¡Vaya, al fin llegas! ¡Bienvenido! Pasa, pasa por aquí por favor, te hemos estado esperando. A
decir verdad, estábamos muy ansiosos porque te has retrasado un poco.
¿Pero qué te ocurre? Aún no has despertado del todo, ¿no es eso? Vamos tío, no te pongas triste,
no llores, que tú eres nuestro invitado especial de esta noche. Anda, sécate esas lágrimas y
siéntate por acá.
Eso es, así está mejor ¿verdad? Toma un poco de agua y tranquilízate. ¿tienes calor? Sí, lo sé.
Este calor es una joda al principio, pero con el tiempo llegas a acostumbrarte. Aunque yo no
puedo decir que me guste demasiado, eso es.
Sí, supongo que no recuerdas cómo llegaste, pero mira, voltea hacia aquel corredor. ¿ves a ese
hombre alto que nos da la espalda? Sí, el de negro, ese mismo. Bueno pues ese es Sombra, el que
te ha traído aquí. ¿Que no te parece conocido? Bueno, no hay por qué preocuparse, Sombra nunca
trae cualquier gente con nosotros; seguramente tú debes ser muy especial para él, he-he.
Bien pues, ahora que lo mencionas, yo sí que recuerdo la noche que llegué aquí. Y si he de serte
franco... eh, ... ¿cómo dices que te llamas? Ah si, Brian. Pues como iba diciéndote Brian, yo sí
que recuerdo cómo fue que llegué aquí.
Se me ocurre algo, ¿qué te parece si te cuento la historia para que te calmes y entremos en
confianza? Está bien.
Y ahora que lo preguntas, yo me llamo... me llamo... bueno, creo que no importa mucho cómo me
llamo; aquí todos me llaman aprendiz, y supongo que ese nombre me va bien.
2
Aquella noche fue el final de toda mi vida en la superficie. Sinceramente, no tengo memoria de la
mayor parte de ella allá arriba, pero la última noche que pasé ahí la recuerdo como si hubiese sido
ayer. Quizá lo fue, y quizá sea mejor que no piense en ello.
Esa noche en particular recuerdo que había ido a visitar a mi novia. Le había llamado por
teléfono y me dijo que sus padres estarían en una reunión, insinuándome que si no tenía algo
mejor que hacer, podía pasarme por su casa y magrearnos un poco. Y pues, chico, ¡a quíen le dan
pan que llore! Me pareció buena idea y me encaminé hacia allá.
Recuerdo que estrenaba unos nuevos zapatos, de esos tipo botín militar, pero con suela de
caucho, que son muy ligeros y silenciosos. Y para un tipo como yo, resulta muy conveniente ser
silencioso. Pero bueno, como decía, me encaminé hacia su casa y ahí estaba ella esperándome.
Sola y ansiosa, pura y virginal Ja-ja.
Pura y virginal mis narices, la tía era una zorra, pero me gustaba. Así que me la follé. Pero me
fastidiaba demasiado diciéndome que si la quería, que si nos casaríamos y cosas por el estilo. A
decir verdad, ella fue responsable de que mi lujuria se convirtiera en enojo. Y comencé a
golpearla.
Supongo que ella pensó que estaba muy cachondo o que me gustaba el asunto sádico, porque
seguía fastidiando con lo mismo sobre casarnos, y hablaba, y hablaba como una cotorra.
Finalmente, su voz se convirtió en un martirio, y le apreté la garganta. Por supuesto que seguía
follándola, y sus movimientos se hicieron más frenéticos. Aquello me devolvió las ansias, y la
apreté más fuerte, hasta que tuve un orgasmo como pocos.
Cuando la solté, ella ya no se movía; y yo francamente no quería volver a verla, así que me
dispuse a marcharme. Antes de salir me volví a mirar el sillón donde se había quedado, y
¡diablos, se veía graciosísima! Con las bragas a medio bajar, aún recargada sobre el respaldo del
sillón y la falda de tablas subida hasta la cabeza. El respaldo estaba manchado con su lápiz de
labios y ella tenía el rostro vuelto de lado. Decidí que antes de irme debía un vistazo a la casa,
para llevarme algún recuerdo de aquel muerto amor. Ja-ja. Subí a la planta alta y encontré una
ridícula alcancía en el dormitorio de ella y unos cuantos dólares más en el cuarto de los padres;
también encontré una botella de Seagram´s en el armario de la cocina y la metí en el bolsillo
interior de mi chaqueta de cuero. Entonces me fui.
Me encaminé al centro de la ciudad a buscar al grupo de amigos con quienes solía reunirme,
curiosamente, tampoco recuerdo sus nombres. El caso es que tenía que pasar por un conjunto
habitacional bastante largo antes de llegar al centro, eso lo recuerdo bien.
Caminaba por el lado izquierdo de la calle, percatándome que la afluencia de gente era escasa, en
ocasiones nula, pero sin importarme realmente. Estaba pensando en beberme unos tragos con mis
colegas y planear algo de diversión. Le habíamos echado el ojo a una casa de los suburbios, y por
alguna razón, pensé que aquella noche podríamos intentar meternos.
Llevaba la mano metida en la chaqueta y ocasionalmente bebía unos tragos de whisky, pero no
puedo decir que estuviera borracho, así que lo que sucedió a continuación me sigue pareciendo
algo irreal.
Mientras caminaba me percataba de que apenas podía oír mis propios pasos. Aquellos zapatos
eran la hostia. De pronto, sin más, levanté la cabeza y ahí estaba. Sombra.
Recuerdo que me asusté porque la calle había estado vacía desde hacía algunos minutos, además
de que era muy larga. Yo sabía que él no había salido de ninguno de los edificios, ni de los pocos
vehículos que estaban aparcados en las aceras; yo me habría percatado.
Sombra estaba caminando delante de mí por la acera del frente. Me llevaba unos cuantos metros
de ventaja, pero había en él algo curioso. Además de su impresionante estatura y su delgadez, me
llamó la atención el modo en que su sombra se proyectaba sobre las fachadas de los edificios.
Parecía como si creciera.
La luz de las farolas alumbraba lo bastante como para alargar las siluetas de los autos sobre la
acera, pero la de él se alargaba demasiado. Era algo muy extraño.
Entonces sentí algo; me detuve y observé.
Sombra se había detenido algunos metros más adelante, como si le hubiese llamado la atención
algo pintado o pegado en el muro de un mugriento edificio. Poco después siguió su camino, y yo
escuché unas voces asustadas.
‘¡Hey! ¿Qué ha sido eso?’
‘¿Cómo?’
‘He visto a alguien pasar por la ventana’
‘¿estas loco?’
‘Te digo que he visto a alguien detenerse y volverse a mirarme.’
‘Pero por Dios, si estamos en el tercer piso, ¿cómo diablos crees que alguien puede pasar
caminando y volverse a mirarte?’
Yo seguí a Sombra.
Por la acera opuesta de la calle sería fácil que el tipo se percatara de mí, así que crucé la calle y
seguí su rumbo por entre los autos aparcados, medio agazapado para que no me viera. Sombra
ahora caminaba con mucha determinación. Yo no podía escuchar sus pasos así que tenía que
asomarme ocasionalmente por sobre los autos para saber que seguía ahí. Finalmente, me percaté
que había entrado en un edificio, pero no escuché cerrarse la puerta de la entrada, ni tampoco que
él hubiese metido una llave en la cerradura para abrirla; simplemente entró.
Yo me quedé afuera esperando. Mi corazón latía muy rápidamente y me daba cuenta que aquel
tipo era demasiado bizarro, pero por alguna razón yo no podía dejar de seguirlo. Aquello era algo
muy emocionante.
A los pocos minutos, Sombra salió llevando algo en brazos. Me percaté que era una pequeña niña
rubia. Tendría quizá unos diez años, y llevaba un pijama de osos rosas y azules. Supongo que
dormía, por la forma tan tranquila en que descansaba su cabeza entre los brazos de Sombra.
Entonces él siguió su camino y yo tuve que correr un poco para alcanzarlo. Caminaba como si
llevara un ramo de flores en las manos y no una persona, no cambiaba el peso de un brazo al otro,
y tampoco aminoraba la marcha. En algún momento, sin percatarme, me había subido a la acera y
me dediqué casi a ir al trote detrás de él. Sentía que aquella era la emoción que estaba buscando
para esa noche.
No puedo decir cuánto caminamos, pero me pareció que fueron calles y calles, siempre en línea
recta, y el paisaje apenas cambiaba. Los edificios seguían siendo iguales, y yo, que había pensado
que la unidad habitacional era larga, ahora comenzaba a preguntarme si aquello no era una
alucinación mía.
Un rato después, Sombra dio vuelta en una esquina; de forma tan súbita, que yo aceleré mis pasos
para no perderle de vista. El corazón me martillaba enloquecido en el pecho, y mi cuerpo
transpiraba adrenalina. Sentía que se acercaba algo importante, y también tenía mucha curiosidad
de saber qué haría el tipo con la pequeña niña. La excitación estaba volviendo, y la sentía en el
bulto de mi entrepierna.
3
Al final de esa calle había un cruce en T, y la única construcción era una cerca de alambre. Del
otro lado de la cerca parecía haber un basurero, pues se veían montañas de desperdicios y bolsas
de plástico; también se distinguían estelas de humo que salían a la superficie por algún rescoldo,
y el olor era horrible.
Antes de llegar al cruce y a la cerca propiamente dicha, Sombra se detuvo repentinamente, y yo
hice tracción con un pie, girando los brazos como un loco para detenerme también. Entonces se
volvió a mirarme. Fue algo increíble, porque nunca giró el torso; simplemente en un momento me
daba la espalda, y al siguiente estaba frente a mi.
Yo no distinguí un rostro, sino únicamente un par de llamas de color rojo incandescente donde
debían estar los ojos. Y sentí literalmente cómo el corazón dejó de latirme en el pecho por un
momento. Entonces me sonrió, y aunque nunca distinguí ni una boca, ni nariz, ni cara, pude ver
los filos acerados de unos dientes que parecían una sierra. Él me miraba, me perforaba, de hecho,
con los ojos, y pareció que las piernas se me convertían en gelatina.
Con el mismo repentino movimiento, me dio la espalda y le vi bajar la cabeza. Del suelo, se abrió
una puerta que parecía más una alcantarilla de unos dos metros de diámetro. Sombra bajó por ahí,
aún cargando a la pequeña rubia.
Aquel fue el momento en que experimenté el mayor miedo de mi vida, pues sabía que debía
marcharme de ahí, que aquel sujeto era demasiado siniestro como para ser hombre, pero mis
piernas no me respondieron. Por el contrario, me vi con horror siguiendo sus pasos.
Yo quería volverme, de hecho mi cabeza estaba volviéndose, cuando mis piernas comenzaron a
caminar hacia delante sin mi permiso. Nunca he sentido algo igual, y tuve que gritar. Gritar en
aquel aire nocturno pestilente y humeante, mientras mis pies caminaban, bajando por una suerte
de escalerilla. Cuando mi cabeza entró por aquella madriguera, la puerta se cerró, y el mundo de
la superficie dejó de oír mis gritos.
Desde entonces he estado aquí, en el sub-nivel dos, viviendo y aprendiendo lo que me enseñan
los maestros que ha instruido el propio Sombra. Ellos viven en el sub-nivel siete, pero dicen que
nadie sabe dónde vive Sombra.
Él solo baja por la escalerilla hasta que se pierde de vista, tal vez algún día me decida, y vuelva a
seguirlo. Podría preguntarle, pero Sombra es un tipo silencioso, nunca lo he oído hablar, aunque
tengo la certeza que me habla en mi mente.
Ahora que lo mencionas, he-he, no sé realmente cómo hace lo que hace, pero sí se por qué sale.
Sombra solo sale al mundo cuando nos trae comida. Bueno, ahora veo que ya estás bien
despierto. Pues entonces vamos, chico.
... Se hace tarde para la cena, y todos tenemos hambre.
Post – Mortem
Escrito por Mariano Bertello
I
El hombre enfundado en el guardapolvo blanco levantó suavemente la funda
plástica que cubría el cuerpo inerte del muchacho. Lo miró fijamente, con un poco de
lástima, y corrió un mechón de cabello negro de su frente con suma delicadeza. Observó
las cuencas oculares, donde la sangre comenzaba su proceso de coagulación. Donde una
vez habían reinado dos ojos azules llenos de vida ahora no había nada, solo oscuridad.
Alguien los había quitado.
Un escalofrío recorrió su espalda como un río helado. A pesar de que hacía más
de veinte años que era médico forense, la vacuidad de las órbitas lo hacían sentir
incómodo. Decidió bajar su mirada lentamente hacia la herida sangrante ubicada en el
tronco del chico, era un tajo largo y profundo, en forma de Y invertida que abarcaba
todo el pecho y el abdomen.
Con un leve temblor de manos recogió un par de pinzas que descansaban sobre
una pequeña bandeja de acero resplandeciente. Con ellas tomó cada uno de los colgajos
de piel y los retiró hacia los costados, dejando al descubierto la parrilla costal y los
órganos internos del cuerpo.
Hizo un leve recorrido superficial con la mirada y confirmó sus sospechas.
El esternón había sido abierto con una sierra y separado para tener un mejor
acceso al corazón, el cual ya no estaba en su lugar. Lo mismo había ocurrido con ambos
riñones, los cuales habían sido seccionados con precisión quirúrgica. Al cabo de unos
segundos retomó las pinzas y volvió a dejar todo como lo había encontrado.
Dirigió la vista una vez más a la cara del muchacho y suspiró. Le abrió la boca
con un movimiento rápido pero carente de violencia alguna, y acercó su nariz a la
misma.
Reconoció el aroma al instante:
- Cloroformo- musitó entre dientes.
Se acercó a la bandeja metálica y retiró un extraño aparato, mezcla de lupa y
linterna, y una pinza semejante a una de depilación. Introdujo el aparato en la boca e
investigó durante unos segundos. Acto seguido introdujo la pinza, y con ella retiro un
delgadísimo hilo blanco, el cual fue a parar directo a una bolsa de polietileno rotulada
“EVIDENCIA”.
Acabado esto, cerró la boca y ésta emitió un chasquido desagradable. Luego
meneó un poco la cabeza y decidió dar por concluida la autopsia. Cubrió nuevamente el
cuerpo con la mortaja plástica e hizo una pausa para respirar (si es que eso aún era
posible) y aclarar su mente.
Sabía lo que debía hacer, sin embargo había muchas cosas que no entendía, y que
seguramente nadie entendería tampoco. ¿Por qué había muerto el niño y no él?. Espero
unos breves instantes, pero no hubo respuesta. Su mente le aventuró la posibilidad de
que Dios o “alguien” le había dado algo así como una oportunidad única para corregir
las cosas, una última chance para hacer justicia, y aunque ésta era una teoría un poco
descabellada, se abrazó a ella, al no surgir otra opción.
Decidió que ya no podía perder más tiempo, y se encaminó con pasos lentos hacia
el armario que reposaba tranquilamente contra la pared. Abrió uno de sus chirriantes
cajones y retiró unas hojas de papel que tenían el membrete del hospital.
Se dirigió al pequeño escritorio y apoyó las hojas sobre el mismo. Tuvo que
desechar la primera porque al parecer había rozado su guardapolvo y ahora lucía un
extraño garabato de sangre.
Retiró un bolígrafo azul del portalápices y comenzó a escribir.
Con el correr de los minutos notó cómo su escritura se iba deformando, las letras
se alargaban y estiraban ante sus ojos. Era claro que sus tendones se estaban
endureciendo y sus manos adoptaban la forma de una garra animal.
- Me queda poco tiempo- pensó para sí mismo.
Al cabo de un rato logró terminar su cometido. Tomó el papel con las palmas de
ambas manos y lo depositó lentamente sobre el cuerpo del chico. Giró torpemente sobre
sus talones y avanzó trastabillando en su intento de llegar a la otra mesada de mármol
disponible en la morgue. A ese punto ya no lograba pensar con claridad. Se sentía
mareado y confundido, perdido en un mar de incógnitas que ya no serían respondidas.
Se tomó un pequeño descanso para recuperar el aire, pero su pecho ya no se inflaba
como de costumbre. Sus músculos estaban cada vez más rígidos.
Lastimosamente consiguió sentarse sobre la mesada, se agachó con extrema
dificultad y pudo escuchar cómo las vértebras de su espalda crujían como ramas secas.
Tomó el cartón identificatorio y volvió a colgarlo en el dedo gordo de su pie
derecho. Luego se recostó en la mesada. No sintió el frío abrazo del mármol, pero eso
no le extrañó, los nervios estaban muriendo, y con ellos la percepción de las cosas.
Con el único ojo que le quedaba (el otro y la parte izquierda de su cara habían
desaparecido luego de que la bala impactara su rostro), pudo ver como se acercaba el
Dr. Santos, el otro patólogo forense encargado de las autopsias, caminando
enérgicamente por el pasillo.
- Bien... él sabrá qué hacer.- pensó.
Cubrió su cuerpo con una funda similar a la del muchacho, tuvo tiempo para una
última sonrisa y luego todo fue oscuridad...
II
El Dr. Santos entró como una tromba a la sala de autopsias, tal era su costumbre,
pero inmediatamente amainó su paso al encontrar la hoja de papel sobre el cuerpo tieso
del joven Andrés Valencia. Eran las 2:30 de la madrugada, y en teoría sólo dos personas
tenían acceso a la morgue después de las doce de la noche. Una de ellas era él, y la otra
yacía muerta en la mesada contigua desde hacía ya más de cuatro horas.
Según los informes policiales, Valencia, el muchacho asesinado, había sido
atacado mientras se recuperaba de una deshidratación en una sala intermedia en el ala
Este. De acuerdo a los primeros peritajes, el asesino fue sorprendido en el momento del
crimen por David Azconzábal, médico forense encargado de la morgue del hospital y
compañero de Santos, quien al tratar de detener al asesino fue baleado con
consecuencias nefastas, muriendo en el acto. Tres disparos, uno al corazón, uno al
cuello y el último al rostro. Tres disparos, cada uno de ellos mortífero por sí solo.
Con ojos vidriosos y al borde de las lágrimas, Santos contempló desde lejos los
restos de su colega con inmensa amargura.
Su mirada volvió a posarse sobre el chico, más exactamente sobre la nota que
descansaba sobre su pecho. Estiró su brazo izquierdo y la recogió, leyó sus líneas en
silencio y muy cuidadosamente. Cuando terminó, se tomó un breve segundo para
releerla y observar el cuerpo sin vida de su colega en la mesa de autopsias. Estaba
confundido.
Se llevó la mano izquierda a la boca y comprimió su labio inferior con un gesto
pensativo.
“Esto no puede ser”- dijo para sus adentros, y sintió como se le aflojaban las
rodillas. Miró nuevamente el cuerpo del Dr. Azconzábal, implorando por una
explicación que no llegaría nunca.
A continuación cruzó la habitación primero con pasos vacilantes y luego casi
corriendo para abalanzarse sobre el teléfono.
El número que marcaba era el 911.
III
Nota encontrada sobre el cadáver de Andrés Valencia por el Dr. Claudio Santos:
A quien corresponda:
Realmente no sé cómo comenzar, ni cuánto tiempo me queda, así
que iré directo al grano.
Mientras realizaba un último recorrido por el ala Este antes de marcharme a casa,
escuché unos sonidos extraños que salían de la habitación 217, algo así como ruidos de pelea. El
sector estaba en completo silencio y no había un alma. Lo primero que pensé es que el paciente
de ese cuarto se había caído de su cama o que alguien necesitaba atención urgente. Entré
rápidamente en la habitación, y lo que observé me dejó sin aliento.
El Dr. Julio Minelli estaba cabalgado sobre el cuerpo de un paciente (un muchacho joven y
delgado), con un bisturí ensangrentado en su mano derecha y un pañuelo en la otra. Al notar mi
intromisión se sobresaltó, me miró con ojos enloquecidos y velozmente extrajo un revólver
calibre .45 de su cinturón.
Mi último recuerdo consciente es la detonación del arma.
Después de eso y por un breve período de tiempo no hubo nada, absolutamente nada.
Luego llegó el dolor, un dolor terrible y lacerante, como si alguien arrancara toda la piel de
mi cuerpo de un solo tirón, como si me estuviera quemando vivo, el dolor de volver a nacer.
No sabía dónde estaba, ni en qué posición me encontraba, hasta que giré la cabeza y vi a mi
lado el cuerpo del joven paciente de la 217.
Una voz desconocida tronó en mi cabeza:
- “Tienes poco tiempo, así que ponte a trabajar rápido, haz lo tuyo.”
Sin detenerme a pensarlo dos veces comencé con la autopsia del chico.
El examen post mortem revela la extirpación de corazón, riñones y globos oculares, el
nivel de las secciones vasculares es compatible con el protocolo de transplantes, por lo que no
sería extraño que la intención de Minelli sea el comercio de los mismos en el mercado negro.
En su boca hay restos de paño con esencia de cloroformo (ver evidencia).
Minelli guarda un arma en la cajonera de su oficina, la investigación determinará que
se trata del mismo calibre que las balas que se alojan en mi cuerpo.
Esos son los hallazgos más significativos, los cuales pueden conducir a la policía a la
detención del criminal. Por favor, vea los medios necesarios para que esto ocurra lo más
pronto posible. La justicia debe ser servida, y ahora queda en sus manos.
Es todo, el tiempo se agota rápidamente.
Cuiden a mi familia y envíenle todo mi amor.
“La vida encierra muchos misterios, y la muerte es quizá el más grande de todos ellos.”
D. Azconzábal
Médico Forense.
Hospital Santa Helena.
El disfraz
(Ariel Darkness)
Ese día era el esperado. Cuando anocheciera, acompañaría a su hermano
a pedir golosinas en su primer Halloween. Por supuesto, el no lo sabía, nunca
sabía nada.
Hacía dos años sus padres, Tomás y Rosana, habían recibido la
desagradable noticia instantes después de su nacimiento, la noticia que ningún
padre quiere escuchar. Su segundo hijo, Gabriel, sufría de síndrome de dawn.
Fue un golpe duro, muy duro para un matrimonio joven como eran los
Domóras. La tristeza los acosaba cada vez que pensaban en la vida del
muchacho, en las escasas posibilidades que el futuro le depararía, en el
aislamiento que tarde o temprano sentiría. Mas se empeñaron en hacerlo feliz
todo el tiempo que pudiesen. Además de los padres, David, su hermano
mayor, pasaba muchas horas al día junto a el. Le jugaba, le peleaba, lo hacía
reir a carcajadas. Los padres trabajaban muchas horas al día y sus ingresos no
permitian costearse una niñera. Pero el era un excelente hijo, a pesar que solo
tenía 6 años, y sus padres estaban orgullosos de el. Ninguna niñera podría
llegar a hacer por el desafortunado lo que el con su escasa experiencia había
logrado.
Además estaba la atención. A Gabriel siempre alguien estaba atendiéndolo,
jugando con el, mientras que David siempre tuvo que apañerselas solo.
Su etapa de malcriado había sido superada a los tres años y medio cuando su
padre le conto que iba a tener un hermanito con quien jugar. Esto no había
sido así (ningun juguete sobrevivía a las manos de Gabriel), mas David nunca
se había enojado. Su madre le había dicho que había que tener paciencia y eso
a el le sobraba.
Pero era dificil convivir con Gabriel. Había que estar pendiente de que
no se llevara nada peligroso a la boca, que no rompiera nada, que no metiera
los dedos en los tomacorriente. Los recaudos no eran pocos (practicamente no
había cosas fragiles, manteles ni adornos al alcance de la criatura), pero había
algunos adornos mínimos, resultado de una acalorada discusión entre la madre
y el padre. Al final, el “no podemos sacrificar todo” de la madre le ganó al
“puede ser peligroso del padre”.
Dos semanas atrás, su madre había tenido su primera crisis nerviosa al
ver destrozada una fotografía de su casamiento. Gabriel había transformado la
instantanea en papel picado y lo tiraba alegremente sobre su cabeza.
Casos así había a montones, casi todos los días, mas este afectó
fuertemente a la madre.
- Ya no aguanto más, no aguanto más nada. – Luego del hallazgo de la
fotografía rota, Rosana le gritaba a Tomás en la habitación que ambos
compartían. - Hoy rompió la foto de nuestro casamiento, y si no comenzamos
a ponerle un freno va a terminar destruyendo lo poco que queda en esta casa.
- ¿No comprendes que no te entiende? Su inteligencia es demasiado limitada
para comprender lo que significaba la fotografía. El no sabe que hizo algo
malo, y tampoco lo va a saber por mucho tiempo. El médico nos dijo que nos
va a costar adaptarnos, pero debemos hacerlo.
- Ya estoy harta de que su inteligencia no le permita comprender nada de
nada.
- ¿¡Cómo podés decir eso!? ¡ES NUESTRO HIJO!. – Tomás ya estaba furioso
con su mujer, mientras esta derramaba copiosas lágrimas por sus mejillas.
- Perdoname, pero a veces deseo que no estuviese con nosotros. Todo es tan
dificil. Ya me cuesta demasiado criar a David, a veces creo que lo descuido
demasiado, y solo tiene seis años. Mis vecinas y amigas ya no me visitan, ni
siquiera me llaman por teléfono, es como si el hecho que tenga un hijo
mogolico les infundiera miedo. Y si, dije un hijo mogolico. Lo menos que
podrías hacer es aceptar la verdad. Tenemos un hijo que es retrasado mental.
Al oir esto la mano del marido se transformó en un puño y golpeó
violentamente el rostro de su mujer, que cayó al suelo como una muñeca de
trapo. La rapidez y la sorpresa no dejaron lugar a más lágrimas, sino a
perplejidad. Rosana abrió dos veces la boca para decir algo, pero finalmente
lanzó una peligrosa carcajada y salió corriendo hacia el baño, mientras el
padre clavaba la mirada en su puño, como preguntandole a este como podía
haber hecho eso. Lo que ninguno de los adultos vio fue a David espiando
desde el pasillo. Por supuesto, el no dijo absolutamente nada.
Esto había tenido lugar dos semanas atrás y desde entonces las cosas
aparentaban haberse calmado. Gabriel no había roto nada más, David lo
llevaba a pasear todos los días a la plaza y lo dejaba jugar con sus lápices
mientras el hacía los deberes escolares. Tomás y Rosana habían accedido al
pedido de David de llevar a su hermano con el la noche de Halloween, cuando
todos los niños del pueblo salieran disfrazados a pedir golosinas. Lo único
complicado había sido encontrar un disfraz para Gabriel, ya que todos lo
asustaban y hacían llorar. Cuando la empleada del local de disfraces le mostró
una máscara de Bart Simpson y el niño sonrió, el problema más difícil de esas
dos semanas quedó resuelto.
Ahora eran casi las ocho de la noche, y el padre hacía morir de risa a
Gabriel con expresiones exageradas de susto cada vez que este se ponía la
máscara. David estaba en su habitación armando su disfraz (la máscara de
“Jason” de “Friday the 13th”, junto con un hacha lo conformaban). Y ya
disfrazado fue a mostrarles a sus padres como pensaba “intimidar” a los
vecinos para recibir los dulces.
- Esta estupendo, David, aunque le falta algo para parecer real. ¡Ya se! Ponle
un poco de salsa de tomate, para que parezca sangre, y ya eres un asesino de
película. – Le dijo el padre apenas lo vio, mientras la madre lo felicitaba
desde la cocina sin levantar la vista del estofado.
- Quizas tengas razón. ¿Me acompañás, Gabriel? – Contestó David
Gabriel se levanto y siguió a su hermano escaleras arriba, mientras
Tomás le comentaba a Rosana cuan serio era su hijo mayor. Lo imaginó
médico en un par de años, un gran cirujano. Esbozó una sonrisa para si
mismo al cruzar esta idea por su cabeza.
Cinco minutos después David llamó a sus padres para que vean el
trabajo terminado. Cuando el padre vio el enchastre de salsa en el piso de la
habitación de David abrió la boca para regañarlo, mas su mente no le dejó
emitir sonido alguno. La salsa de tomate era demasiado morada para ser salsa,
era demasiado pegajosa y era demasiada. Con el corazón desbocado en su
pecho levantó la vista para ver a su hijo mayor disfrazado, manchado de
sangre real desde la máscara hasta los pies, mientras sostenía la cabeza
cercenada de Gabriel en su mano derecha. Con la seria mirada de siempre,
miró a su madre que acababa de subir las escaleras y contemplaba el macabro
espectáculo desde las espaldas de su marido, y le habló.
- No te preocupes, mami. Gabriel ya no va a romper más fotos, y entonces
papi no volverá a pegarte.
Afuera, en la puerta de la casa, un niño disfrazado de policía golpeaba la
puerta y esperaba las golosinas caseras de Rosana.
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