INTRODUCCIÓN:
Caprichos y temores
Se comenta que la
popularidad de los relatos y películas de terror ha llegado ya a su cota más
alta y que los editores están buscando un nuevo género para atraer el voluble
interés de los lectores. Sin embargo, una aserción más ajustada sería decir que
el interés por los relatos modestos ya ha sido satisfecho y que los lectores desean
narraciones más sofisticadas. El público ha empezado a perder el interés en las
películas y las novelas de larvas gigantescas deglutiendo una ciudad o de
adolescentes poseídos, que pervertían a su vez a otros adolescentes. Los
lectores se han visto afrentados por tanta basura servida como terror; ahora
solicitan algo mejor.
Afortunadamente, la
presente antología supone una respuesta apropiada para toda esta demanda
continua de alta calidad en la narrativa de terror.
Ahora tiene en sus manos
catorce relatos representativos de lo más selecto que ha dado la cosecha en el
terreno del terror. Esta colección es el resultado de un año de trabajo,
leyendo cientos de relatos publicados en libros y revistas de todo tipo en los
Estados Unidos y en Europa, para poder seleccionar lo mejor entre lo mejor.
Muchos de los autores cumbre en el terreno del terror están aquí representados,
pero además se han incluido algunos trabajos excepcionales de autores noveles.
La mayoría de estos relatos aparecieron por primera vez en grandes colecciones
o en revistas especializadas y de gran tiraje; otros, en publicaciones
desconocidas o en fanzines de serie limitada. También se hallan aquí
representados todos los estilos de la narrativa de terror: tradicionales, new
wave, históricos, contemporáneos, psicológicos, de ciencia ficción, de la
tendencia dominante en la actualidad. Por encima de todo, el criterio selectivo
estuvo basado en destacar la excelencia del relato.
Por otra parte, la presente
antología ha sido elaborada pensando tanto en los lectores recién llegados al
género como en sus más sofisticados conocedores; se trata de la colección más
actual, acerca de lo mejor, para aquellos que esperan lo mejor.
De modo que acomódense y
disfruten LAS MEJORES HISTORIAS DE TERROR VI. Catorce relatos cuidadosamente
escogidos para proporcionarles las mejores pesadillas.
Y mientras los leen, yo
estaré ocupado investigando entre los relatos de última hornada, a fin de poder
presentarles la próxima antología. Será mejor que reserven algunos tranquilizantes
para la próxima vez.
KARL
EDWARD WAGNER
El camión del tío Otto
Stephen King
Stephen King es
probablemente el escritor del género más conocido, gracias a un
impresionante número de novelas de éxito: Carrie, Salem’s Lot, The Shining
(El resplandor), The Stand (La danza de la muerte), The Dead Zone
(La zona muerta), Firestarter (Ojos de fuego), Cujo, Christine, Pet
Sematary..., muchas de las cuales han sido llevadas al cine.
De todas formas, la suerte
tardó en llegarle; King empezó a escribir a los doce años, y ya por aquel
entonces intentaba vender sus relatos breves. En su época universitaria sus dos
primeras ventas le proporcionaron un total de 65 dólares. Mientras trabajaba en
una lavandería por 60 dólares a la semana —antes de su empleo como profesor en
una escuela superior por 6.400 dólares al año—, King vendía relatos a revistas
masculinas, sobre todo a Cavalier.
Los cheques eran de poco valor y espaciados, pero como King recuerda: «Un
cheque significaba la posibilidad de que mi esposa y yo pudiésemos comprar
antibióticos para el oído enfermo de nuestra hija». Determinación —y talento—
prevalecieron. Desde la publicación de Carrie en 1974 King puede
mantener a su familia, y a sí mismo, con la escritura.
Nacido el 21 de septiembre
de 1946 en Portland, Maine, King ha resistido todas las tentaciones de
abandonar el estado que más ama, y en el que vive habitualmente con su esposa
Tabitha —también escritora— y con sus hijos, en una enorme casa de estilo
Victoriano en Bangor. A los amantes de los relatos breves de King les alegrará
saber que está reuniendo una colección con sus relatos de terror más recientes,
y que se titulará Skeleton
Crew. El camión del tío Otto refleja una reciente historia que
aconteció a King en el condado de Maine. Y puntualiza asimismo el hecho de que
King se está convirtiendo en un importante narrador regionalista.
Para mí representa un gran
esfuerzo, y al mismo tiempo un desahogo, el poder transcribir todo esto.
Desde que encontré a mi tío
Otto muerto no he podido dormir, e incluso ha habido días en que creí que me
había vuelto loco. Y por otro lado, todo sería más agradable de no haber tenido
este objeto aquí, en mi estudio, donde puedo observarlo, cogerlo o estrujarlo,
si así lo deseo. No, no quiero hacerlo; no quiero tocarlo. Pero a veces uno
actúa en contra de su deseo.
Si no lo hubiese sacado de
aquella casita de una sola habitación al huir de allí, podría convencerme de
que todo había sido una alucinación, el reflejo de un cerebro agotado y
sobreexcitado. Pero está aquí. Interfiere la luz. Tiene peso. Puede ser
sostenido en la mano.
Todo sucedió de verdad,
¿sabéis?
La mayoría de los que leéis
estas memorias no os las creeréis, a no ser que os suceda algo parecido.
Todo cuento de intriga debe
tener un origen ignoto, o un secreto. Éste tiene ambos. Permitidme, ante todo,
que empiece relatándoos cómo mi tío Otto, que había sido distinguido con la
insignia Castle County, llegó a pasar los últimos veinte años de su vida en una
casita de una sola pieza, sin agua corriente, a las afueras de un pueblo
pequeño.
Otto nació en el año 1905,
y era el mayor de cinco hermanos. Mi padre era el más joven de los hijos de los
Schenk, y había nacido en 1920; por eso mi tío Otto siempre me pareció muy
viejo, especialmente porque yo era el más joven de los cuatro hijos de mis
padres; nací en 1955.
Al igual que muchos otros
industriales alemanes, mis abuelos llegaron a los Estados Unidos con algún
dinero. A mi abuelo, que se estableció en Derry a causa de la industria
maderera, de la cual entendía algo, le fue muy bien, y sus hijos nacieron en
circunstancias favorables.
Mi abuelo murió en 1925. El
tío Otto, que entonces tenía veinte años, fue el único heredero. Se mudó a
Castle Rock y empezó a especular a lo grande. En los cinco años siguientes hizo
una gran fortuna, negociando con las tierras y con la madera. Se compró una
gran casa en Castle Hill, tenía criados, y gozaba de la envidiable situación de
ser un joven relativamente atractivo (el calificativo de «relativamente» era a
causa de sus gafas) y además el soltero más solicitado del pueblo. Se conservó
soltero toda su vida.
La quiebra del mercado
maderero en 1929 le afectó muy seriamente. Conservó la casa en Castle Hill
hasta 1933, y luego la vendió; una gran extensión de terreno boscoso había
salido a la venta y él quería comprarla a toda costa. El terreno pertenecía a
la New England Paper Company.
La compañía New England
Paper todavía existe en la actualidad, y si deseaseis adquirir acciones de esta
empresa os diría: «¡Adelante!». Pero en 1933 la compañía ofrecía grandes
extensiones de terreno a precios de liquidación por incendio, en un último
intento para permanecer a flote.
¿Cuánto terreno quería mi
tío? El acuerdo original, el hecho fabuloso, se ha perdido, y las cuentas
difieren, pero en todos los documentos se habla de más de dieciséis millones de
metros cuadrados, la mayoría de los cuales se hallaban en Castle Road, pero en
su totalidad se extendían desde Waterford hasta Sweden. Cuando el trato fue
roto, la New England Paper ofrecía el terreno a seis dólares los mil metros
cuadrados si —y aquí estaba el truco— el comprador lo adquiría todo.
Eso suponía un total de
casi cien mil dólares. El tío Otto no los tenía, y aceptó un socio, un yanqui
llamado George McCutcheon. Hoy en día los apellidos Schenk y McCutcheon son
bien conocidos en las ciudades de Nueva Inglaterra, y la compañía Schenk and
McCutcheon extiende sus dominios desde Central Falls hasta Derry.
McCutcheon era un hombre
fornido, con una gran barba negra, y como mi tío, también llevaba gafas. Su
padre y mi abuelo habían sido grandes amigos; el tío Otto había conocido a
McCutcheon como resultado de esa amistad. Y al igual que mi tío, su socio había
heredado una gran fortuna. Debió de ser una respetable cantidad, puesto que él y
el tío Otto pudieron realizar juntos la compra de los dieciséis millones de
metros cuadrados, sin ningún problema. Su asociación duró veintidós años —hasta
el año en que yo nací—, y durante ese período todo lo que el negocio les deparó
fue prosperidad.
Sin embargo, todo empezó
con la compra de los dieciséis millones de metros cuadrados, que se extendían a
lo largo de tres municipios al oeste de Maine. Ambos se dedicaron a explorar
esa inmensidad en el camión de McCutcheon. Cruzaban las pistas forestales y los
senderos para los camiones madereros, avanzando en primera la mayor parte del
tiempo, superando vaguadas y remontando obstáculos. Ambos se turnaban al
volante. Dos hombres jóvenes se habían convertido en terratenientes, en las
oscuras simas de la gran depresión.
No estoy seguro de dónde
había conseguido McCutcheon su camión; tampoco importa demasiado. Era un
Cresswell, una marca que ya no existe. Tema una espaciosa cabina pintada de un
rojo chillón, anchos estribos y arranque eléctrico. Si fallaba el arranque
eléctrico se podía utilizar la manivela, aunque era muy fácil romperse un
hombro al intentarlo, si no se tenía mucho cuidado, pues la palanca solía
retroceder bruscamente. La plataforma del vehículo tenía ocho metros de largo,
y llevaba barras a ambos lados. Pero lo que recuerdo con mayor intensidad de
aquel camión era su morro, que al igual que la cabina era rojo como la sangre.
Para acceder al motor había que extraer dos paneles metálicos, uno a cada lado.
El radiador era tan grande como el pecho de un hombre vigoroso. Ciertamente, se
trataba de un objeto monstruoso y desagradable.
El camión de McCutcheon se
estropeaba, y era reparado; se averiaba de nuevo, y volvía a ser reparado. Pero
cuando el Cresswell se estropeó definitivamente, lo hizo de manera
espectacular. Sucumbió como aquella maravillosa calesa tirada por un caballo
del poema de Holmes, de golpe.
McCutcheon ascendía, junto
con el tío Otto, la carretera del Black Henry un día del año 1953. Según
admitió después mi tío, ambos estaban «absolutamente borrachos». El tío Otto,
que en aquel momento iba al volante, se dirigió hacia las colinas Trinity.
Ebrio como estaba, se olvidó de reducir la velocidad al descender por el lado
abrupto de la ladera. El viejo motor del Cresswell se sobrecalentó. Ni el tío
Otto ni McCutcheon vieron la aguja roja superar la zona amarilla a la derecha
del marcador. En la base de la colina hubo una explosión tal que elevó los
rojizos flancos del motor cual alas de dragón. El tapón del radiador voló en el
cielo estival. El vapor se elevaba en un potente chorro. El aceite bullía
empapando las juntas. Mi tío pisó el pedal del freno, pero el Cresswell había
desarrollado en el último año la mala costumbre de ir perdiendo líquido de
frenos, y el pedal se hundió hasta el suelo. No podía ver por dónde iban, y se
salió de la carretera. Al principio cayeron en una zanja, y después fuera de
ella. De haber estallado el Cresswell, todo habría estado bien. Pero el motor
siguió en marcha; primero explotó un pistón, y luego dos más, igual que
petardos el día de san Juan. Uno de ellos, según comentaba el tío Otto, perforó
la puerta de su lado, que se había abierto, dejando un agujero por el que
fácilmente podía pasar un puño. Acabaron en un campo de heno. De no haber
estado el parabrisas completamente cubierto de aceite, habrían disfrutado de
una espléndida vista de las White Mountains. Así acabó el Cresswell; nunca más
salió de aquel campo, por supuesto propiedad del tío Otto y de George
McCutcheon. Los dos hombres, considerablemente sobrios tras la experiencia,
salieron para examinar los desperfectos. Ninguno de ellos era mecánico, pero no
había necesidad de serlo para comprobar que la herida era mortal. El tío Otto
estaba consternado —o así se lo dijo a mi padre—, y se ofreció a pagar el
camión. George McCutcheon le contestó que no dijese tonterías. De hecho,
McCutcheon estaba en éxtasis. Había echado una mirada en torno, al campo y a
las montañas, y había decidido que aquél era el lugar apropiado para construir
su casa cuando se retirase. Así se lo contó al tío Otto, en un tono normalmente
reservado para las conversaciones religiosas. Regresaron juntos a la carretera
y de allí a Castle Rock en el camión de la panadería Cushman, que pasó por allí
casualmente.
McCutcheon le dijo a mi
padre que había sido la voluntad de Dios; había estado buscando un lugar
apropiado donde asentarse definitivamente, y allí había estado todo el tiempo,
en la pradera que cruzaban tres o cuatro veces por semana, sin echarle siquiera
una ojeada. La voluntad divina, repitió, ignorando que él mismo iba a morir en
ese campo dos años más tarde, chafado bajo el morro de su propio camión, que
pasó a ser del tío Otto cuando George murió.
McCutcheon pidió a Billy
Dodd que le ayudara con su camión grúa para mover el Cresswell y ponerlo de
cara a la carretera. Así podría verlo, decía, cada vez que pasase por allí. Y
cuando fuese definitivamente retirado, haría que el constructor excavase en el
lugar que había ocupado el camión la bodega de su futura casa. McCutcheon era
algo sentimental, pero no era un hombre que dejase que los sentimientos se
interpusieran en el camino del dinero. Cuando un especulador llamado Baker vino
un año más tarde y le ofreció la compra de las llantas y los neumáticos del
Cresswell, aduciendo que teman la medida correcta para reparar su vehículo,
McCutcheon tomó sus 20 dólares como un rayo. Y eso que, según recuerdo, tenía
por aquellos tiempos una fortuna cercana al millón de dólares. También le pidió
a Baker que antes de llevarse las ruedas construyera una plataforma elevada
para el Cresswell. Decía que no le agradaba la idea de pasar por allí y ver el
camión en el suelo, hundido y rodeado de heno, cual una ruina cualquiera. Baker
así lo hizo.
Un año más tarde, el
Cresswell se liberó de sus soportes y cayó, aplastando a McCutcheon. Los viejos
narradores cuentan la historia con cierto retintín. Siempre la concluyen
añadiendo que confían en que George McCutcheon disfrutase los 20 dólares que
recibió por aquellas ruedas.
Yo crecí en Castle Rock.
Cuando nací, mi padre trabajaba para Schenk and McCutcheon. El camión que había sido de
George McCutcheon y acabó siendo de mi tío Otto (al igual que el resto de sus
pertenencias) suponía un hito en mi vida. Mi madre era cliente de Warris, en
Bridgton, y la carretera de Black Henry era el camino para ir allí. Por lo
tanto, cada vez que íbamos, allí estaba el camión, con las White Mountains al
fondo. Ya no se elevaba sobre una plataforma —el tío Otto había dicho que con
un accidente había suficiente—, pero el simple recuerdo de lo acontecido
bastaba para que un chico como yo, de pantalones cortos, sintiese un
escalofrío.
El camión permanecía
siempre allí. En verano; en otoño, cuando los robles y los olmos llameaban en
los límites de los sembrados cual antorchas; en invierno, cuando ráfagas de
viento helado soplaban por la carretera y nubes de polvo lo envolvían, y con
sus faros como ojos saltones parecía un mastodonte forcejeando en arenas
movedizas; y en primavera, cuando los campos se empapaban con las lluvias de marzo,
y yo me preguntaba cómo no se hundía en el lodazal. De no haber sido por la
sólida base de roca que lo sustentaba, seguramente habría desaparecido. Sin
embargo, a lo largo de todas las estaciones del año, allí permanecía.
Una vez, incluso llegué a
subirme a él. Un día, mi padre se paró en el arcén, cuando íbamos a la feria de
Fryeburg, me tomó de la mano y me dejó en el campo junto al camión, sin saber
el mucho miedo que yo le tema. Yo había leído las historias que contaban de
cómo se había deslizado hacia delante cual una silenciosa y peligrosa bestia y
había aplastado al socio de mi tío. Había oído esos cuentos sentado allí, en la
barbería, callado como un ratón detrás de un ejemplar de Life; había oído a los
hombres narrar cómo había sido aplastado, y decir que confiaban en que el viejo
George hubiese disfrutado de aquellos 20 dólares que recibió por las ruedas.
Uno de ellos —debió de ser Billy Dodd, el viejo loco padre de Frank— dijo que
McCutcheon había quedado «como una calabaza chafada por una rueda de tractor».
Esta imagen frecuentó mis sueños durante meses. Pero mi padre, por supuesto, no
tenía ni idea de ello. El pensaba que me gustaría entrar en la cabina de aquel
viejo camión; había notado la manera en que yo lo observaba cada vez que
pasábamos por el lugar, y confundió, supongo, mi temor con una admiración que
yo estaba lejos de sentir.
Recuerdo los dorados tallos
del heno, su brillo pajizo al ser mecidos por las brisas del mes de octubre.
Recuerdo el sabor grisáceo del aire, un poco amargo, algo áspero; y el tono
plateado de la yerba muerta. Recuerdo el suisst suisst de nuestros
pasos. Pero lo que más recuerdo es su silueta creciendo y creciendo, el
radiador rugiendo feroz al mostrar los dientes, el color rojo sangre de la
pintura, la turbia mirada del parabrisas. También recuerdo aquel pánico hasta
entonces desconocido por mí, bañándome como una ola todavía más fría y gris que
el mismo aire, cuando mi padre, tomándome por las axilas, me introdujo en la
cabina, diciendo: «¡Condúcelo hasta Portland, Quentin! ¡Llévatelo!». Recuerdo
el aire golpeándome en la cara mientras subía cada vez más arriba; y entonces,
el nítido sabor fue reemplazado por el olor del aceite requemado, del cuero
viejo y —lo juro— de la sangre. Recuerdo que trataba de no llorar mientras mi
padre permanecía allí, observándome, con una amplia sonrisa cubriéndole el
rostro, convencido de que me estaba proporcionando un infierno de emoción (y
así era, mas no como él pensaba). Tuve la certeza de que si mi padre se
alejaba, o simplemente me daba la espalda, aquel camión me tragaría. ¡Me
comería vivo! Y sólo quedaría de mí una masa masticada y despedazada..., algo
así como una calabaza chafada por una rueda de tractor.
Empecé a llorar, y mi
padre, que era el mejor de los hombres, me bajó, me calmó, y me llevó de
regreso al coche. Me encaramó sobre sus hombros, y desde allí observé al
disminuido camión, rojo como la sangre, quieto, en el campo; la enorme silueta
del radiador; el oscuro agujero redondo donde el cigüeñal parecía observarlo todo
como un horripilante cuenco hueco, y quise decirle a mi padre que había olido a
sangre, que ésa era la razón de que hubiese llorado. No encontré la manera de
hacerlo. Supongo que, de todas formas, él no me hubiese creído.
Como un niño de cinco años
que todavía creía en Santa Claus, también creí que la sensación de pánico que
me había poseído cuando mi padre me introdujo en la cabina del camión provenía
del vehículo. Me llevó veinte años darme cuenta de que el Cresswell no fue
quien asesinó a George McCutcheon; mi tío Otto lo hizo.
El Cresswell fue un hito en
mi vida, pero no sólo en la mía. Estaba en la mente de todo el mundo. Si
explicabas a alguien cómo ir desde Bridgton hasta Castle Rock, añadías que
sabrían que iban por el camino apropiado si veían un enorme y viejo camión rojo
fuera de la carretera, en un campo de heno, a la izquierda, a unos cuatro
kilómetros más o menos después de dejar la nacional 302. Muy a menudo, se veían
turistas aparcados en los blandos arcenes (a veces, sus vehículos quedaban
atrapados; era una buena ocasión para reírse), tomando fotografías de las White
Mountains, con el camión del tío Otto en primer plano, como un detalle
pintoresco. Durante mucho tiempo mi padre llamó al lugar «La Colina del Camión
Turístico», pero luego dejó de hacerlo. Para entonces, la obsesión del tío Otto
por el lugar se había convertido en algo demasiado importante como para ser
divertido.
¿Qué le había sucedido al
tío Otto?
Hay muchas maneras de
responder a esa pregunta. Todas ellas son razonables; ninguna probable. Lo
mejor será, pienso, que lo cuente todo: lo que sospecho y lo que intuyo.
Que él mató a McCutcheon es
algo de lo cual estoy absolutamente seguro. «Lo aplastó como a una calabaza»,
habían dicho los enterados de la barbería. Uno de ellos había añadido: «Apuesto
a que estaba allí, a los pies del camión, rezando, como uno de esos moros
gordinflones que adoran a Alá. Me lo imagino muy bien. Estaban majaras, los
dos. Fijaros cómo ha acabado Otto Schenk, si no me creéis. Al otro lado de la carretera,
en aquella cabaña que él creía que la ciudad iba a usar como escuela, tan loco
como una rata chiflada».
Sus comentarios fueron
unánimemente aceptados con cabeceos afirmativos y miradas de reojo, pero ni uno
de los enterados de la barbería consideró que esa imagen —McCutcheon
arrodillado «como uno de esos moros gordinflones» a los pies del camión que se
elevaba sobre unos soportes podridos— era tan sospechosa como excéntrica.
Los chismorreos son siempre
objetos candentes en una población pequeña; cualquiera puede ser acusado de
ladrón, adúltero, cazador furtivo, o timador, con la más débil de las
evidencias y las más salvajes deducciones. Creo que lo que salva a este
comportamiento de ser algo asqueroso es que los comentarios en las barberías y
los cuchicheos en los comercios suelen ser obviamente ingenuos. Es como si la
gente desease creer en hechos sin importancia o faltos de entidad —los llegan a
inventar si no existen— para que la conciencia del mal quede más allá de sus
vidas, aunque ésta flote delante de ellos, bajo sus propias narices, como una
maligna y mágica alfombra sacada de uno de los bellos cuentos de esos moros
gordinflones.
¿Cómo sé que él lo hizo?
¿Porque estaba con McCutcheon aquel día? No, lo sé por el camión, por el
Cresswell. Cuando su obsesión empezó a superarlo, el tío Otto se fue a vivir
allí cerca, en aquella casita, aunque en los últimos años de su vida estuviese
mortalmente asustado por la creencia de que el camión cruzaría un día la
carretera.
Supongo que el tío Otto se
llevó a McCutcheon al campo donde el Cresswell estaba encaramado sobre sus
soportes, con la excusa de hablar sobre los planes para la nueva casa.
McCutcheon siempre estaba dispuesto a hablar de la casa y de su próximo retiro.
Una compañía muy importante —no menciono su nombre, pues de hacerlo la podríais
reconocer— había hecho a los socios la oferta del siglo, y McCutcheon estaba
muy interesado en aceptarla. Pero el tío Otto no tenía el más mínimo interés.
Se sabía que habían estado discutiendo continuamente acerca de ello desde la
primavera. Y pienso que este desacuerdo fue la motivación primordial que
impulsó al tío Otto a deshacerse de su socio.
Creo que el plan de mi tío
consistió en dos cosas: primero, debilitó la base de los soportes que sostenían
al camión; y segundo, depositó algo en el suelo, justo delante del vehículo, de
manera que McCutcheon pudiese verlo.
¿Qué clase de objeto? No lo
sé. Algo brillante. ¿Un diamante? ¿Nada más que un trozo de cristal roto? No
importa. Brillaba y relucía con el sol. McCutcheon debió de verlo. Si no,
seguro que el tío Otto se lo señaló.
—¿Qué es eso? —preguntó,
señalándolo.
—¡Cáspita! —dijo
McCutcheon, y se acercó a mirar.
McCutcheon se dejó caer
sobre las rodillas delante del Cresswell, «como uno de esos moros gordinflones
que adoran a Alá», intentando coger el objeto, mientras mi tío se deslizaba de
manera casual hacia la trasera del vehículo. Un buen empujón, y éste se vino
abajo, dejando a McCutcheon plano. Aplastado como una calabaza.
Sospecho que debía de haber
demasiado de pirata dentro de él para morir inmediatamente. En mi imaginación,
puedo verlo en el suelo, aprisionado bajo el morro del Cresswell. Hilos de
sangre le salen por la nariz, la boca y las orejas; su cara está blanca como el
papel; sus ojos negros le suplican a mi tío que le ayude, que le ayude con
urgencia. Lo imagino pidiéndole, suplicándole ayuda y, finalmente, acusando a
mi tío, prometiéndole que lo atraparía, que lo mataría, que acabaría con él...
Y mi tío permaneció allí, observando, hasta que todo terminó.
Pienso que el temor y la
angustia se apoderaron del tío Otto, un temor y una angustia que fueron minando
su salud.
Poco después de la muerte
de McCutcheon mi tío empezó a hacer cosas que en un principio fueron descritas,
por los enterados de la barbería, como poco comunes, luego como ridículas y,
más tarde, como «lamentablemente peculiares». Lo que por fin hizo que fuese
descrito, en el hiriente argot de la barbería, como «tan loco como una rata
chiflada» quedó sumido en el olvido. No obstante, entre los posibles motivos
destaca, por supuesto, el que construyese una casita frente al Cresswell, al
otro lado de la carretera, y después se fuese a vivir a ella. Sin embargo,
nadie dudaba que sus peculiaridades empezaron justo en la época en que George McCutcheon
murió.
En el año 1965 el tío Otto
construyó una casita de una sola habitación, frente al camión, al otro lado de
la carretera. En el pueblo se hablaba constantemente de los motivos que el
viejo Otto Schenk podía tener para querer asentarse allí, en el Black Henry,
pero la sorpresa fue total cuando el tío Otto remató su obra haciendo que
Chuckie Barger le diese una capa de brillante pintura roja y anunciando luego
que el edificio era una donación que él hacía al pueblo, «una bella y nueva
escuela», dijo, y añadió que sólo pedía que le pusiesen el nombre de su antiguo
socio.
Las altas esferas de Castle
Rock se quedaron estupefactas, al igual que el resto del pueblo. La mayoría de
ellos había ido a una escuela de ese tipo, de una sola habitación (o pensaban
que así había sido, lo que viene a ser lo mismo). Pero en 1965 todas las
escuelas de una sola habitación habían desaparecido de Castle Rock. La última
de ellas, la escuela Castle Ridge, había sido cerrada el año anterior. La
comunidad tenía ahora una escuela primaria de vidrio y cemento en las afueras
del pueblo y una bonita escuela superior en la calle Carbine. Como resultado de
su excéntrica oferta, el tío Otto pasó de ser «un individuo singular» a ser
«lamentablemente peculiar» de la noche a la mañana.
Las altas esferas le
hicieron llegar una carta (nadie se atrevía a visitarle en persona)
agradeciéndole amablemente el detalle, y deseando que tuviese presente al
pueblo en el futuro, pero declinaron el uso de la pequeña escuela, aduciendo
que las necesidades escolares de los niños del pueblo ya estaban
suficientemente cubiertas.
El tío Otto tuvo un ataque
de ira. ¿Recordar al pueblo en el futuro? Los recordaría —le comentó a mi
padre—, claro que sí, pero no tal como ellos creían. Él no se había caído de la
cuna el día anterior. Él era duro de pelar. Y si en el pueblo querían estar a
malas con él, iban a aprender que sabía mear como una mofeta que se hubiese
bebido un barril de cerveza.
—¿Qué vas a hacer? —le
preguntó mi padre.
Mi madre se había ido con
sus lanas a seguir haciendo punto en el piso de arriba. Solía decir que no le
gustaba el tío Otto; decía que olía como un hombre que no se daba un baño en
meses, aunque le hiciese buena falta, «y él, ¡un hombre rico!», solía añadir
arrugando la nariz. Creo que su olor no la ofendía en realidad, sino que le
tenía miedo. Por entonces el tío Otto había llegado a tener un aspecto
lamentablemente peculiar, al igual que su comportamiento. Llevaba unos
pantalones de trabajo color verde, con tirantes, una camiseta afelpada, y unas
enormes botas de trabajo amarillas. Sus ojos giraban en extrañas direcciones
mientras hablaba.
—Te preguntaba qué ibas a
hacer con la casita, ahora —le repitió mi padre.
—Vivir en la jodida casa
—le espetó.
Y así lo hizo.
La historia de sus últimos
años no necesita de muchas aclaraciones. Sufrió esa oscura clase de locura que
a menudo comentan las páginas de sucesos en los periódicos sensacionalistas:
«Millonario muerto de desnutrición en un apartamento de los suburbios». «La
mendiga poseía una fortuna, según revela su cuenta bancaria.» «Viejo
terrateniente muere recluido en su mansión.»
Se mudó a la casita roja
—en los últimos años se tornó pardusca, de un rosa aguado— a la semana
siguiente. Nada de lo que mi padre le dijo pudo hacerle cambiar de parecer. Un
año más tarde liquidó el negocio que, según creo, le había llevado a cometer un
homicidio para conservarlo. Sus excentricidades se habían multiplicado, pero su
sentido de los negocios no le había abandonado, y realizó la operación con muy
buenas —«sustanciosas» sería de hecho una expresión más adecuada— ganancias.
Así era mi tío Otto, con
una fortuna de unos siete millones de dólares y viviendo en aquella casita en
la carretera del Black Henry. Su casa en el pueblo fue cerrada. Por entonces
había progresado de «lamentablemente peculiar» a «tan loco como una rata
chiflada». Su próximo avance le llevó a una descripción más larga, menos
colorista pero mucho más ominosa: «quizá peligroso», que normalmente iba
seguida de sospechas.
A su manera, el tío Otto se
convirtió también en una referencia, como el camión al otro lado de la
carretera. Aunque dudo que ningún turista se parase a tomarle una fotografía.
Le había crecido una barba más amarilla que blanca, teñida por la nicotina y el
humo de los cigarrillos. Había engordado. Sus mejillas cedieron en forma de
colgajos de piel arrugada con grietas llenas de suciedad. Los campesinos solían
verlo de pie, en la puerta de su peculiar casita, quieto, sin noción del
tiempo, mirando a la carretera y al otro lado de ésta. Mirando a su camión.
Cuando el tío Otto dejó de ir al pueblo, mi padre fue el único que se preocupó
de que no se muriese de hambre. Le llevaba alimentos cada semana, y los pagaba
de su propio bolsillo, puesto que el tío Otto nunca le reembolsaba los gastos;
ni siquiera se le ocurrió, imagino. Papá murió dos años antes que el tío Otto,
cuyo dinero fue a parar a la universidad del Departamento Forestal de Maine.
Tengo entendido que quedaron encantados. Teniendo en cuenta la cantidad, debieron
de estarlo.
A partir de 1972, cuando
obtuve mi carnet de conducir, solía ser yo quien le llevase los alimentos. Al
principio el tío Otto desconfiaba, y me observaba detenidamente, pero con el
tiempo llegó a tomarme confianza. Fue tres años más tarde, en 1975, cuando me
comentó por primera vez que el camión se estaba arrastrando hacia la casa.
Por entonces yo iba a la
universidad de Maine, pero pasaba el verano en casa, y volví a adquirir el
viejo hábito de llevarle los alimentos al tío Otto cada semana. Él se sentaba
ante su mesa, fumando, y me observaba sin perder detalle mientras yo colocaba
los alimentos en su sitio. Pensé que debía de haber olvidado quién era yo; a
veces así me lo parecía... o así lo aparentaba él. Un día, incluso, me heló la
sangre al gritar por la ventana: «¿Eres tú, George?» cuando yo me acercaba a la
casa.
Aquel día en particular,
era el mes de junio de 1975, me interrumpió en mitad de una conversación sin
sentido y trivial, que yo estaba provocando, para preguntarme abruptamente:
—¿Qué tienes que ver con el
camión, Quentin?
Su actitud provocó una
respuesta honesta por mi parte.
—Me mojé los pantalones
dentro de la cabina cuando tenía cinco años —le dije—. Creo que, de subirme de
nuevo, volvería a mojármelos.
El tío Otto se rió con
fuerza durante largo rato. Me volví y lo miré con curiosidad. Era la primera
vez que lo oía reír. Acabó atragantándose, y tosiendo de tal manera que las
mejillas se le enrojecieron vivamente.
Luego me miró con
intensidad. Sus ojos relucían.
—Se está acercando, Quent
—dijo.
—¿Cómo, tío Otto? —le
pregunté.
Creí que se trataba de uno
de sus incongruentes cambios de conversación, de un tema a otro. Quizá se
refería a que la Navidad estaba próxima; o el fin del milenio; o el retomo de
Cristo.
—Ese espantoso camión
—dijo, mirándome con fijeza y de una manera confidencial que no me agradaba en
absoluto—. Más cerca cada año.
—¿De veras? —pregunté
cautelosamente, pensando que una nueva y desagradable idea le rondaba por la
cabeza.
Eché una mirada al
Cresswell, allí al otro lado de la carretera, rodeado de heno y con las White
Mountains detrás de él, a lo lejos, y por un instante de auténtica locura me
pareció que estaba más cerca. Entonces pestañeé y la ilusión se esfumó. El
camión, por supuesto, estaba donde siempre había estado.
—¡Sí, sí! —exclamó—. Se
acerca un poco más cada año.
—Ya. Quizá necesites otras
gafas, tío. Yo no noto ninguna diferencia.
—¡Por supuesto que no!
—siseó—. Tampoco puedes ver la manecilla horaria de tu reloj moviéndose. ¿O sí
puedes? Hay cosas que se desplazan demasiado despacio para que podamos apreciar
su movimiento, a no ser que se las observe detenidamente todo el tiempo. Tal
como yo observo a ese camión.
Me guiñó un ojo y yo
temblé.
—¿Por qué habría de
moverse? —pregunté.
—Viene a por mí, ésa es la
razón —dijo—. Me tiene entre ceja y ceja. Algún día se presentará aquí mismo, y
será el fin. Me chafará como hizo con George, y será el fin.
Sus últimas palabras me
atemorizaron; lo razonable de su tono fue lo que más me impresionó. Y la forma más
habitual de responder ante el terror, entre la gente joven, es tomárselo a la
ligera.
—Tienes que mudarte a tu
casa del pueblo si eso te preocupa, tío Otto —le aconsejé, y nadie habría dicho
por el tono descuidado de mi voz que incesantes escalofríos me recorrían la
espalda.
Me miró. Observó el camión
al otro lado de la carretera.
—No puedo, Quentin —me
dijo—. A veces un hombre debe permanecer de una pieza, y aguardar que venga
hacia él.
—¿Que venga qué, tío Otto?
—le pregunté, aunque sospechaba que debía de referirse al camión.
—El destino —dijo,
guiñándome de nuevo el ojo.
Pero esta vez parecía
asustado.
Mi padre cayó enfermo de
los riñones en 1979. La misma enfermedad que pocos días antes parecía que
estaba remitiendo acabó con él.
Entre visita y visita, de
las muchas que acudieron al hospital en el otoño de aquel año, mi padre y yo
hablamos del tío Otto. Papá me dijo que tenía ciertas sospechas acerca de lo
que realmente había ocurrido en 1955, sospechas leves, pero que fueron la base
de mis sospechas posteriores, bastante más serias.
Mi padre no tema idea de lo
intensa y profunda que había llegado a ser la obsesión del tío Otto por el
camión. Yo sí. Se pasaba todo el día allí, observándolo. Observándolo como lo
haría un hombre que mirase su reloj, esperando ver moverse la manecilla
horaria. Creía que se le estaba acercando.
¿Acaso estos detalles no
constituían una prueba de su sentimiento de culpabilidad?
En 1981 el tío Otto había
perdido lo poco que le quedaba de buenas maneras. Un hombre más pobre habría
sido desalojado tiempo atrás, pero los millones en el banco pueden hacer
olvidar muchas extravagancias en un pueblo pequeño, sobre todo si la suficiente
gente piensa que en el testamento del individuo chiflado puede haber algo de
provecho para el municipio. Aún así, en 1981 la gente empezó a comentar
insistentemente la posibilidad de sacar al tío Otto de sus pertenencias. La
escueta frase «quizá peligroso» había ya desbancado definitivamente a la
anterior: «tan loco como una rata chiflada».
Había tomado por costumbre
el ir a orinar al otro lado de la carretera, en lugar de dar la vuelta a la
casa e ir a la parte de atrás, donde tenía el excusado. Algunas veces sacudía
el puño ante el Cresswell mientras meaba, y en más de una ocasión, algunas
personas que pasaban en coche por la carretera pensaron que lo sacudía ante
ellas. El camión con las White Mountains al fondo era una cosa; el tío Otto
meando en el arcén, con los tirantes caídos hasta las rodillas, era algo
completamente diferente. Eso no era una atracción turística.
Dado que por aquel entonces
yo ya no iba a la universidad, seguía llevándole los alimentos cada semana.
Intenté convencerle para que dejase de hacer sus necesidades en la carretera,
al menos en el verano, cuando las gentes de Michigan, Missouri o Florida que
pasaban casualmente por allí podían verlo.
Nunca lo conseguí. Él no
podía prestar atención a cosas tan banales, cuando tema la preocupación que el
camión le causaba. Su relación con el Cresswell era ya obsesiva. Había llegado
a proclamar que se hallaba en su lado de la carretera, en su mismo terreno, de
hecho.
—Me levanté la pasada noche
alrededor de las tres y allí estaba, justo detrás de la ventana —me dijo—. Lo
vi, ahí mismo. La luna relucía sobre su parabrisas, a menos de tres metros de
donde yo me hallaba. Casi se me para el corazón. Casi se me para, Quentin.
Salí con él al exterior y
le señalé el Cresswell, diciéndole que seguía estando donde siempre había
estado, al otro lado de la carretera, donde McCutcheon tenía pensado edificar.
No me hizo caso.
—Así es como tú lo ves,
chico —dijo con salvaje e infinito desprecio, el cigarrillo temblándole entre
los dedos y sus ojos girando desbocados—. Así es como tú lo ves.
—Tío Otto —le dije—, uno ve
lo que quiere ver.
Como si no me hubiese oído,
añadió siseante:
—Casi me atrapa.
Sentí un escalofrío. No
parecía estar loco. Tenía un aspecto miserable, y aterrado también. Pero no
loco. Por un momento recordé a mi padre alzándome al interior de la cabina, el
olor del aceite, del cuero... y de la sangre.
—Casi me atrapa —repitió.
Murió tres semanas más
tarde. Yo fui quien lo encontró. Era un miércoles por la noche, y yo había
salido con dos bolsas llenas de alimentos en el asiento trasero, tal como hacía
cada miércoles al anochecer.
Era una noche caliente y
espesa. De vez en cuando se oía un trueno en la lejanía. Recuerdo que me sentía
muy nervioso mientras me deslizaba por la carretera de Black Henry al volante
de mi Pontiac. Una extraña sensación de que algo iba a ocurrir me oprimía el
pecho, y yo me empeñaba en convencerme de que todo se debía a la baja presión
atmosférica.
Giré el último recodo del
camino y, por un momento, justo cuando la casita del tío Otto apareció ante mi
vista, creí ver al maldito camión parado allí, ante la puerta de la casa,
enorme y desafiante con su pintura roja y sus carcomidos barrotes laterales.
Traté de frenar, pero antes de que hubiese puesto el pie sobre el pedal del
freno pestañeé, y la visión desapareció. Sin embargo, de alguna manera, supe
que el tío Otto había muerto.
Me detuve ante la puerta de
la casa y corrí hacia ella, olvidándome de los alimentos.
—¡Tío Otto! —grité—. ¿Estás
bien?
La puerta estaba abierta;
él no la cerraba nunca. Una vez le había preguntado el motivo de que no lo
hiciese, y me respondió, con el mismo tono paciente que se usa para explicar a
un simple un detalle obvio, que el tener la puerta cerrada no iba a mantener
alejado al Cresswell.
Estaba tumbado en su cama,
vestido con sus pantalones verdes y su camiseta afelpada. Sus ojos denotaban
calma. No creo que llevase muerto más de dos horas. No había moscas ni olores,
aunque había sido un día brutalmente caluroso.
—¿Tío Otto?
Esta vez hablé más calmado.
Ya no esperaba una respuesta. Uno no se queda quieto en la cama, boca arriba,
con los ojos abiertos, por el mero placer de despertar sospechas. Si sentí
algo, fue paz. Ya había acabado todo.
—¿Tío Otto? —Me acerqué a
él—. ¿Tío?
Me callé, observando por
primera vez cuan extrañamente desfigurada estaba la parte inferior de su
rostro, cuan hinchada y retorcida. También por primera vez me di cuenta de cómo
sus ojos miraban con ira desde sus cuencas. Pero no miraban al techo o a la
muerte, sino que estaban vueltos hacia la pequeña ventana que había sobre la
cama.
«Me levanté la pasada noche
alrededor de las tres, y allí estaba, justo detrás de la ventana, Quentin. Casi
me atrapa.»
«Aplastado como una
calabaza», había oído decir a uno de los enterados de la barbería, mientras me
refugiaba detrás de un ejemplar de Life, simulando leer, y oliendo, mezclado
con las voces, el aroma de las cremas y lociones.
«Casi me alcanza, Quentin.»
—¿Tío Otto? —susurré.
Y al acercarme lentamente a
la cama donde yacía, tuve la impresión de estar empequeñeciendo, no sólo en
tamaño, sino también en edad... Tenía de nuevo veinte años, quince, diez, ocho,
seis y..., finalmente, cinco. Vi más que noté mi manita temblorosa acercándose
a su cara. Al tocarlo, levanté la vista y la ventana se llenó con el
destellante parabrisas del Cresswell. Aunque sólo duró un instante, juraría con
la mano sobre la Biblia que no fue una alucinación. El Cresswell estaba allí,
en la ventana, a menos de dos metros de donde yo me hallaba.
Había cogido con la mano
las mejillas del tío Otto, supongo que tratando de examinar su extraña
hinchazón. Cuando vi el camión en la ventana, mi mano trató de cerrarse en un
puño, olvidando que con ella sujetaba la parte inferior del rostro del cadáver.
En ese preciso instante, el
camión desapareció de la ventana como el humo, o como el espíritu que supongo
que era. Entonces oí un terrible sonido silbante. Un líquido caliente me bañó
la mano. Miré hacia abajo, a mi mano, pues no sentía en ella precisamente el
tacto de la carne húmeda, sino que notaba algo duro y anguloso. Miré hacia
abajo, y lo vi. Entonces empecé a gritar. De la boca y la nariz de mi tío Otto
manaba aceite, al igual que de sus ojos, de donde fluía como lágrimas. Pero no
era simplemente aceite; había algo más brotando de su boca.
Seguía gritando, pero por
unos instantes fui incapaz de moverme, incapaz de apartar mi mano, llena de
aceite, de su rostro; incapaz de apartar mis ojos de aquella cosa enorme que
estaba brotando de su boca, deformando de tal manera el contorno de su rostro.
Por fin, mi agarrotamiento
cedió y salí volando de la casita, todavía gritando. Corrí hasta el Pontiac, me
lancé a su interior, y me largué de allí. Las bolsas de alimentos cayeron del
asiento al suelo. Se rompieron los huevos.
No entiendo cómo no me maté
en los primeros kilómetros; miré el cuentakilómetros y vi que iba a más de
cien. Aflojé la marcha y realicé unas cuantas inspiraciones profundas, para
poder recuperar algo el control. Empecé a darme cuenta de que no podía dejar al
tío Otto tal como lo había encontrado; eso habría suscitado demasiadas
preguntas. ¡Debía regresar!
Y también, tengo que
admitirlo, me había dominado una cierta curiosidad, algo malsana. Ahora
desearía que no hubiese sido así. Pienso que debería haber superado esa
curiosidad demoníaca; pero no lo hice. Ojalá los hubiese dejado solucionar sus
propios problemas. Seguramente habrían creído que el grotesco final del tío
Otto había sido un triste suicidio. Pero regresé, y me entretuve unos cinco
minutos en el marco de la puerta. Me quedé en el mismo sitio y en la misma
posición en que él había pasado tanto tiempo en los últimos años de su vida,
mirando al camión. Permanecí allí y llegué a la conclusión de que el camión,
aunque de manera casi imperceptible, había modificado su posición.
Entonces entré.
Había, ahora sí, un ligero
tufillo en la habitación, y las primeras moscas giraban y zumbaban sobre su
negruzco y oleoso rostro. Miré nerviosamente hacia la ventana donde había visto
aparecer al Cresswell y entonces avancé y abrí la boca del tío Otto.
Lo que había estado
vomitando era un pistón..., sucio, grasiento y muy, muy viejo.
Me lo llevé conmigo. Ahora
desearía no haberlo hecho pero, lamentablemente, estaba bajo los efectos de un shock.
Todo podía haber sido mucho más agradable si no tuviese ese objeto aquí, en mi
estudio, donde puedo mirarlo, tocarlo y sopesarlo si así lo deseo. El pistón
que saqué de su boca.
Si no lo hubiese sacado de
aquella pequeña habitación en la que entré por segunda vez, podría intentar
convencerme de que todo lo sucedido —no sólo el hecho de haber visto al
Cresswell pegado a la ventana como un gran mastín rojo, sino todo— había sido
una alucinación. Pero está aquí. Intercepta la luz. Es real. Tiene peso.
«El camión se está
acercando cada año», decía mi tío, y al parecer tenía razón. Pero ni siquiera
tenía idea de cuánto podía llegar a aproximarse.
El veredicto del pueblo fue
que el tío Otto se había suicidado tragando aceite. Fue la comidilla de Castle
Rock durante nueve días.
Carl Durkin, el enterrador,
y no precisamente el más discreto de los vecinos, comentó que cuando los forenses
lo abrieron para hacerle la autopsia encontraron más de tres cuartos de litro,
pero no en su estómago, no; estaban repartidos por todo su organismo.
Sin embargo, lo que más
intrigó a los ciudadanos fue el hecho de que no se pudo hallar ninguna lata. Ninguna.
Ni botes, ni botellas, ningún recipiente. Nada.
Tal como dije al principio,
la mayoría de vosotros no os creeréis esta historia..., al menos hasta que os
suceda algo parecido.
Pero el camión sigue
todavía allí, en su sitio... Y además es cierto: todo sucedió.
Las 3.47 de la madrugada
David Langford
David Langford es mejor
conocido, en los círculos de ciencia ficción, como editor de una revista: Ansible. Nacido el año
1953 en el sur de Gales, Langford se licenció en Física por el Brasenose College
de Oxford, y trabajó como físico, en el Atomic Weapons Research Establishment
de Aldermaston, hasta 1980. Desde entonces, y como autor free-lance, ha escrito
sobre ciencia ficción, divulgación científica, futurología, microcomputadores,
etc. Entre su variada obra destaca: War in 2080: A Book of Definitive
Mistakes & Misguided Predications (La guerra en 2080: Un libro sobre
errores decisivos y pronósticos desencaminados), escrito en colaboración con
Chris Morgan, The Necronomicon (con George Hay, Robert Turner y Colin
Wilson, la novela The Space Eater (El comedor de espacio) y una
narración satírica de próxima aparición, The Leaky Establishment (El
establecimiento agrietado).
Langford vive con su mujer,
Hazel, «en una enorme casa semiderruida, en Reading, rodeado de 7.000 libros y
de bastante carcoma». Langford, que no suele escribir relatos de terror, ha
conseguido con Las
3.47 de la madrugada la elaboración de una de sus mejores pesadillas. Fue
escrita para The Gruesome Book (El libro horripilante), una antología de
Ramsey Campbell, con cuentos aterradores que conmocionan a los lectores
jóvenes.
Dekker estaba soñando. En
su sueño había nebulosas de brillantes colores, una ladera de blanda hierba,
una mujer cuyos ojos y sonrisa eran lo más maravilloso del mundo... Pero el
sueño se agrió. Espirales de tinta mezclándose con agua clara; conocidos
matices oscuros desparramando sus tintes en el paisaje particular de Dekker.
Sin transición, Dekker se quedó de repente solo, mirando atónito el imprevisto
espectáculo que ofrecía su brazo desnudo. No sentía ningún tipo de dolor; sin
embargo, un agujero redondo y negro se le había abierto en la carne, y de él
salían delgadísimos pelos; pelos delgadísimos que eran antenas de insectos
tanteando el aire. Se aprestó a ponerse una venda, pero los bichos se
sumergieron, agitándose, y de repente, más agujeros pequeños se le fueron
abriendo por las carnes. Contrajo las mandíbulas y notó como sus dientes se
quebraban con una desagradable sensación: como si mascase barras de tiza o
estuviese arañando con el rastrillo la cazuela de barro que apareció un día en
él jardín. Al igual que desde una doble visión soñolienta, le parecía estar
observando el próximo paso desde el interior y el exterior de sus ojos al mismo
tiempo; sus ojos, incluso los globos oculares.
—¡No...!
De repente, el lejano
rincón de la conciencia que sabía que todo era un sueño tomó el control y su
infierno particular se colapsó, apareciendo en una negra y sofocante habitación
con las piernas y los brazos agarrotados, y con un sabor en la boca parecido al
que habría dejado un animal que hubiese anidado allí durante la noche, un
animal de costumbres sucias y desagradables. Se frotó los legañosos ojos y rodó
penosamente hasta el otro extremo de la cama, donde tenía el despertador.
De nuevo las 3.47 de la
madrugada.
El corazón le latía
desaforadamente; señales de terror recorrían sus venas. Los riñones le urgían a
realizar una excursión escalera abajo; pero Brian Dekker ya había pasado antes
por eso. A este tipo de sueños seguía siempre una secuencia de terror en la
cual la más terrible oscuridad le aguardaba en la escalera; los escalones
cubiertos con la blanda alfombra eran tan invitadores como los desmoronados y
legamosos peldaños que descienden hasta la cripta de un mausoleo. Encender la
luz no era una solución; eso simplemente alejaba la oscuridad más allá de las
puertas, al corredor y a la escalera, y en ese corredor podía estar esperando,
acechante, algo dispuesto a tirársele encima. Mejor se quedaba en la cama.
Las 3.47 de la madrugada.
Seguía temblando. Se quedó mirando los dígitos de color rojo, esperando que
saltase el 7. ¿Era la cuarta o la quinta vez?
El 3.47 no tenía nada de
milagroso. Sólo que cuando uno conectaba aquel reloj digital, algún mecanismo
interno seleccionaba dicha hora de inmediato; y si se quería ajustar
correctamente el tiempo, había que manipular los mandos, que estaban en la
parte trasera; y si se producía un corte del fluido eléctrico, al volver la luz
el reloj se fijaba de nuevo en las 3.47. Fuera como fuese, siempre la misma
hora.
Dekker había comprado el
nuevo despertador porque el ruido del viejo lo mantenía despierto hasta que lo
introducía dentro del cajón o lo ponía debajo de la almohada, en cuyo caso la
alarma sonaba demasiado débil como para despertarlo a la mañana siguiente. El
nuevo reloj electrónico tenía un zumbido penetrante que despertaba a Dekker de
inmediato, y además era bastante silencioso; el único problema era su
luminosidad roja: discreta durante el día, pero escandalosa por la noche; se la
podía ver incluso a través de los párpados cerrados. Solucionó el problema
durmiendo de espaldas al reloj; un triunfo genuino, una victoria del hombre
sobre la máquina. Ahora sólo le quedaba superar la costumbre de despertarse tan
temprano con un extraño jadeo asmático, un jadeo cuya única excepcionalidad
consistía en que lo despertaba por completo antes de que hubiese podido aspirar
el aire suficiente como para emitir un grito.
Cinco noches ya. Cinco, una
detrás de otra. Cinco veces, las cosas que más odiaba en el mundo: antenas de
insectos tocándole la piel, dientes quebrándose y cayendo; odiaba a los
dentistas. Y lo peor que podía sucederle a nadie: ceguera y malformación; sus
ojos podrían quedar...
No. Nada de pensarlo otra
vez, en aquella tétrica oscuridad. «Concéntrate en cosas reales —se dijo—,
eventos tranquilizadores, hechos concretos, como en las novelas de detectives.»
«Muy bien, inspector
—pensó—, le contaré todo lo que sé. Sueño el mismo sueño cada noche, desde hace
cinco. Cinco días seguidos. El sueño es, es... tal como ya se lo he descrito.
Cada noche me despierto aterrado a las 3.47 de la madrugada. Sí, demasiado
asustado para salir de la cama. Ridículo, ¿eh?... Por supuesto que lo he
intentado con somníferos. No estoy loco, ¿sabe? Cada noche, durante los últimos
cinco días, he sido machacado por ese temor, un temor millones de veces más
fuerte que cualquier pastilla, cinco noches, una detrás de otra...
»¿Cada noche desde que
compré el despertador? ¿Por qué?... Ah sí. Es un detalle importante. Estoy
seguro.»
Luego se quedó dormido; los
somníferos lo rescataron de la vigilia y lo sumieron en una suave y cálida
oscuridad, en la que no había ni sueños ni pensamientos, únicamente una imagen
fugaz de una mujer pálida y morena, cuyos rasgos no se parecían a los de las
indias o las pakistaníes que Dekker solía encontrar en la ciudad o en el
trabajo...
Por la mañana el reloj
zumbó muy eficientemente, y Dekker se deslizó escalera abajo tentando las
paredes; un dolor de cabeza, que intuía era del tipo provocado por una
hemorragia cerebral, le hacía gruñir de rabia. Se tomó una, dos, tres tabletas
de paracetamol con el café del desayuno, y dejó que la tercera se le deshiciese
en la lengua, dejándole un sabor recio, como si estuviese tragando chapas de
metal. La treta psicológica de intentar relajarse, cepillándose los dientes,
lavándose y afeitándose, no le aportó ninguna mejoría; pensó en el trabajo, en
las facturas que debía revisar y las declaraciones del impuesto sobre el valor
añadido que estaba preparando, y el estómago se le sacudió convulsivamente.
Optó por usar el teléfono.
—Hola, ¿el despacho de
Jenkins y Grey? Sí, bien. Soy Brian Dekker... ¿Podría decirle al señor Grey que
hoy no iré, que estoy enfermo? Gracias... Adiós.
El médico estuvo de
acuerdo.
—Necesita un descanso. Ha
estado trabajando en exceso.
—Tengo sueños terribles
—empezó a contarle Dekker.
—Ha estado trabajando
demasiado. Su ficha dice que no ha estado de baja en los últimos tres años.
Ridículo. Todos necesitamos un descanso de vez en cuando.
—Me desvelo cada noche, a
la misma hora...
—Le recetaré un tónico
reconfortante. Tenga. Y aquí la baja para una semana. Venga a verme dentro de
siete días si no se encuentra mejor. ¡El siguiente!
—Sí, pero... ¿qué me dice
de esas pesadillas?
—Tómeselo con calma. ¡El
siguiente!
A Dekker no le daba mucha
confianza el jarabe embotellado que le había suministrado el farmacéutico a
cambio de la receta. Y decidió tomar algunas precauciones suplementarias por su
cuenta. De vuelta a casa pasó por el supermercado para hacerse con una botella
de whisky, ni muy caro ni muy barato.
El resto del día se lo pasó
holgazaneando por la casa y leyendo novelas policíacas o periódicos.
«NUEVA HUELGA EN MARCHA.
CRISIS EN ORIENTE MEDIO. ESCÁNDALO EN UNA FÁBRICA MALAYA», proclamaban los
titulares, mientras en el piso de arriba el despertador iba pasando sus lentos
y luminosos dígitos de neón rojo.
Alrededor de las ocho de la
tarde Dekker calentó en el horno un pastel de verduras algo dudoso, y se lo
comió con alubias cocidas.
A las nueve ya había
limpiado los platos. Abrió la botella de whisky y se sirvió una buena medida en
un vaso alto. No tenía especial predilección por el whisky, pero pensó que
mejor si probaba a apurarlo con buen estilo. ¡Salud! Se levantó, llevando
consigo el vaso, llegó hasta la puerta de la sala y desde allí avanzó en una
oscuridad espesa y acechante.
Trató de recordar la letra
de una canción que tenía en la punta de la lengua. Intentaba emparejar las
palabras con la melodía. ¿Cómo era? Tum, tummity tum... Era divertido, no
lograba recordar la melodía; y sin embargo la letra estaba allí, danzando
incansable en su cabeza.
Por entonces, el nivel de
la botella de whisky había sufrido una seria mengua, y Dekker, en un alarde de
inmensa devoción, se fue en busca del tónico que le recetase el doctor aquella
misma mañana. Después de algunos intentos, poco exitosos, de llenar con el
jarabe una cucharilla de café, se largó un buen trago. El sabor de la pócima le
espoleó en busca de la botella de whisky.
A eso de las once tuvo de
repente la desagradable sensación de estar totalmente sobrio, y de que vientos
helados le silbaban en la cabeza, mientras que sus brazos y piernas no querían
moverse apropiadamente. Las imágenes afloraban a su cerebro con nítida
claridad. Recordaba la agonía que sentía al ver las antenas de los insectos
agitándose sobre su piel con movimientos intermitentes. Recordaba el doloroso
terror de sentir sus dientes cuarteándose y crujiendo como barras de tiza.
Recordaba, aunque intentaba olvidarlo, la sensación de notar su cabeza
inflándose como un balón, sus globos oculares hinchándose hasta que era incapaz
de cerrar los párpados, aunque lo intentase con todas sus fuerzas. Sus ojos
hinchándose hasta...
—¡No, no, nooooo! —gimió, tratando
de incorporarse y cayendo.
...estallar en pequeñas y
húmedas explosiones gelatinosas, al igual que una ebullición descontrolada;
aquello goteaba por sus mejillas cual lentas y enormes lágrimas, mientras
restos desgarrados de los globos oculares pendían de las cuencas...
Se las arregló para
intentar servirse más whisky. Y acabó vertiendo más sobre su regazo que en el
vaso. Inclinó el vaso sobre sus ateridos labios, y derramó el resto. Toda la
habitación zumbaba y le daba vueltas. El vaso se le escurrió de entre los
dedos.
A las doce estaba
inconsciente.
A las 3.47 de la madrugada
estaba inconsciente.
A las 10.45 de la mañana
siguiente se despertó.
Luego, tras haber vaciado
su estómago un par de veces y dominado su dolor de cabeza con algunas pastillas,
Dekker volvió a reflexionar sobre su problema con el sueño.
—No se trataba de una
prueba, ni siquiera de un experimento realizado bajo control —se dijo en voz
alta—, pero quizás estando ebrio pueda mantenerme alejado de las pesadillas...
Ahora bien, si ese maldito despertador tiene algo que ver con todo ello, puede
que no haya tenido los sueños simplemente porque ayer no llegué a subir al piso
de arriba para dormir...
»Lo mejor sería que me
desprendiera del despertador. Pero eso sería estúpido. Pura superstición. No es
la calavera de un ahorcado, ni un talismán diabólico de Transilvania. Es
únicamente un maldito despertador que sólo tiene un par de meses; un par de
semanas quizá...
Volvió a pasar otra
tranquila pero dolorosa velada. Una fotografía en The Times —otra vez
información sobre una fábrica de componentes electrónicos en Malaysia— captó su
atención. La mujer que empaquetaba los aparatos de radio por muy poco dinero al
día porque no había ningún otro trabajo..., la mujer de la fotografía, le resultó
familiar por unos instantes, y después, al mirarla de nuevo más cuidadosamente,
no encontró ninguna referencia que le resultase familiar. Ésa fue la única
sensación en todo el día que alteró su anodina monotonía.
Al anochecer todavía no se
sentía completamente bien, pero una noche sin pesadillas le había dado bastante
confianza. Le sacó la lengua al despertador cuando se introdujo en la cama,
estiró las sábanas y dejó que la oscuridad lo rodease amistosamente. Pronto se
sumergió en el sueño.
Sin embargo, después de
bastantes aventuras en extraños y ardientes países, volvió a ser atrapado por
el diabólico sueño. Vagaba delirante en la oscuridad, dentro del difuminado
espacio en el que cosas con patas brotaban de su piel, donde los dientes
mascaban arena y desaparecían, donde los ojos se hinchaban cual balones
horrendos...
Dekker se despertó jadeante
con las últimas imágenes de terror martilleándole en las sienes, para ver ante
sí los dígitos 3.47 llameando en la noche. Pulsó el interruptor de la luz
tratando de alejar de sí la oscuridad, y quedó tumbado sobre la cama, temblando
y sudando. Su mente era un mapa vacío lleno de temor, dentro del cual, sin que
supiese de dónde venía, le bailaba en la memoria la idea de que los sueños,
incluso los más complejos, se supone que sólo se desarrollan durante unos
escasos segundos de tiempo real. En tan poco espacio de tiempo se podían cebar
muchas locuras angustiantes, pensó mientras permanecía allí tumbado con un
pánico infantil hacia la oscuridad y trataba de contener su impulso de taparse
la cabeza con las sábanas y las mantas. Al igual que las imágenes de un
calidoscopio, girando lentamente, pasó del terror al agotamiento, y del
agotamiento a la soñolencia; alejado de su cuerpo, de la cama y de las 3.47,
Dekker se sumergió en las nebulosas márgenes de la duermevela. Allí, por un
instante, una pálida mujer morena lo miraba fijamente, con una sonrisa
incómoda.
—No es nada personal,
pero...
¿Había añadido algo más,
sin palabras? Sus manos estaban ocupadas con un reloj digital desmantelado.
Tenía la impresión de que
le habían puesto un enchufe en la cabeza. A través de la conexión le llegaba
una ducha de chispas brillantes que lo conmocionó hasta la rigidez. La noche se
tomó informe, vacía de miedos y de pesadillas, cuando conectó el familiar
rostro de sus sueños (tan familiar que estaba seguro de haberlo contemplado
cada una de las noches en que soñó) con la foto de The Times. Mujeres reunidas
en asamblea. «ESCÁNDALO EN UNA FÁBRICA MALAYA.»
Se sentó y alcanzó el
despertador, que ahora señalaba las 3.50. El aparato zumbó en su mano cuando lo
alzó, como una cosa viva y cálida que temblara de miedo y cuyo corazón latiera
tan fuertemente que dejase oír un leve zumbido. Lo había adquirido mediante uno
de esos anuncios en la prensa que promocionan aparatos a precios muy
económicos. Se lo mandaron por correo. No llevaba impresa ninguna marca. Pero
recordaba que en el reverso, al darle la vuelta, había visto, grabada en el
frágil plástico, la inscripción: MALAYSIA.
Estuvo a punto de echarse a
reír. Dejó el reloj sobre la mesita, apagó la luz, y se dispuso a volver a
conciliar el sueño.
Empezó a imaginarse una
mujer malaya, explotada en una fábrica de componentes electrónicos, que realiza
su propio sabotaje industrial al incluir, entre los circuitos que monta por tan
poco dinero, una maldición. Sólo pensarlo le causaba hilaridad, pero se le heló
la sonrisa en los labios ante la posibilidad de que su fantasía tuviese un
origen verídico.
«Podría ser —pensó—. Pero
¿qué le he hecho yo a ella?
»Bueno —se respondió—, uno
compra estas baratijas y con ello contribuye a que la fábrica prospere.
»Sin embargo..., es
ridículo. Quiero decir, ¿cómo se puede llegar a creer en una maldición por
motivaciones políticas? ¿Por el derecho al trabajo, por el derecho a la huelga,
por el derecho a clavar alfileres en figuras de cera?
»Y de todos modos, ¿por qué
no?»
A la mañana siguiente
alimentaba de nuevo otro dolor de cabeza. Dekker miró los periódicos y se
encontró con dos fotos de mujeres malayas oprimidas. Se sintió agitado por la
idea de que había cierta similitud entre las caras de la fotografía y el rostro
que veía en sus sueños; aunque ninguna de ellas tenía, en realidad, ningún
parecido con éste. Uno podría pensar que eso demostraba, precisamente, que no
era una imagen que se le había colado de rondón en la mente al estudiar las
fotos de The Times. Uno podría pensar, incluso, que eso demostraba que era
real.
Se comió el bacon
(grasiento) y los huevos (quemados), y subió al piso de arriba en busca del ajado
ejemplar del libro sobre magia y religión que había comprado hacía años. La
rama dorada. Ese era. Apareció entre pilas de antiguas revistas de ciencia
ficción, en lo que los agentes inmobiliarios denominaban el segundo dormitorio
y que Dekker conocía como habitación de los trastos.
En la versión abreviada de
La rama dorada (por todos los demonios, la obra completa llegaba a los doce
volúmenes) se hablaba de los malayos en numerosas ocasiones. Dekker las repasó
todas. La primera de ellas trataba sobre figuras de cera, y curiosamente
comentaba: «... perfora el ojo de la imagen, y tu enemigo quedará ciego».
Cerró el libro
convulsivamente. No quería ni oír hablar de ojos.
Bien, si desmantelaba el
reloj, ¿acaso iba a encontrar en su interior la imagen de un cadáver moldeada
en cera, acechándole entre los circuitos impresos? Desafortunadamente, el
objeto era una unidad precintada; abrirlo significaba destruirlo. Lo cual no
sería una mala idea; realmente era algo a tener presente. Volvió a abrir el
libro y en la página 105 encontró: «Los malayos tienen la creencia de que un
destello luminoso en el ocaso puede provocar fiebres a una persona débil».
Entonces, ¿qué pensarían de
los dígitos de neón, destellando fulgores rojizos durante toda la noche?
Más adelante se leía:
«Seguramente, en ningún otro lugar del mundo el arte de arrebatar por la fuerza
el alma a una persona es cultivado con mayor dedicación —o llevado al más alto
refinamiento— que en la península malaya».
Ningún comentario
específico, nada acerca de antenas o dientes, nada que indicase cómo una
maldición podía reptar entre los circuitos impresos. ¿Qué más se podía esperar
de un libro editado en 1922? No había nada sobre la significación esotérica de
las 3.47 de la madrugada... «Todo mental, querido Brian... No eres más que una
persona débil a la que han provocado unas fiebres. Los psicólogos farfullarían
algo así como neurosis compulsivas. Te despiertas con una pesadilla a las 3.47
y de algún modo eso hace que tu propio despertador interior se conecte a esa
hora, día tras día, pero sólo si duermes cerca de ese despertador, puesto que
el fondo psicológico de la cuestión está encadenado a esos dígitos de neón
rojo. Esos números que se pueden ver resplandeciendo en la oscuridad, incluso
con los ojos cerrados.
Durante el día Dekker se
tragó muy concienzudamente su dosis del tónico prescrito. Y por la tarde se le
ocurrió otra idea, algo que podía romper el maleficio y acabar de una vez por
todas con el asunto. Antes de acostarse, puso astutamente la alarma a las 3.30
de la madrugada.
Un zumbido gimiente le
apartó de sus vagos e inocuos devaneos oníricos, despertándolo con la misma
gentileza que si le hubiesen lanzado un cubo de agua helada sobre el estómago.
Las 3.30 le observaban concienzudamente. En la sorprendente oscuridad que le
rodeaba, no había ni el más mínimo indicio de amenaza u opresión. Dekker
encendió la luz de la mesita y luego se incorporó para encender la de la
habitación.
«He roto el maleficio —se
dijo con alivio—. Podré observar las 3.47 reluciendo en el despertador sin
ninguna pesadilla a la vista. ¡Y eso concierne, igualmente, a las larvas que
anidan en mi subconsciente!»
Aunque bien iluminada y
cálida, la habitación tenía algo extraño, como si las paredes fuesen meros
tabiques en un vestíbulo enorme de cemento húmedo y los ecos resonaran de un
lado a otro hasta apagarse. «Son las primeras horas de la madrugada las que
provocan esa sensación —pensó Dekker—. El espíritu humano está en su punto más
bajo justo antes del amanecer... ¿No dijo eso alguien?»
Las 3.42.
El único sonido en la
habitación era el discreto zumbido del despertador. Se sentó en la cama,
dominado por sus temores, deseando que el reloj dejara de avanzar.
Las 3.44.
Las 3.45.
Las 3.46.
La última cifra parecía
estática, sin moverse durante horas. El tiempo subjetivo se estiraba más y más,
como plastilina, al igual que esas pesadillas eternas contenidas en unos pocos
segundos de sueño.
«Entre la medianoche y el
alba, cuando el pasado es pura decepción...» ¿Dónde había leído esa frase?
Estaba con ese pensamiento
en la cabeza cuando notó un cosquilleo sobre los brazos, como si las antenas de
unos insectos le estuviesen tanteando la piel.
«¡Dios mío —pensó—. Esto es
histeria. No, no quiero mirarme debajo de las mangas. No quiero. Es como esas
beatas a las que les brotan llagas, como estigmas, en los lugares apropiados.
Sospecho que veré eso y los dientes y el resto.
»Son sólo imaginaciones.»
Sin embargo, tenía la
seguridad de que había algo bajo las mangas de su pijama. Se negó a mirar. Apretó
las mandíbulas y, con un crujido blando, se le deshicieron los dientes hasta
convertirse en polvo.
Sin embargo, esta vez la
sensación no fue indolora como en sus pesadillas; gritó salvajemente, y
fragmentos diminutos le volaron entre los labios. Quiso cerrar los ojos, pero
éstos se habían hinchado ya de tal manera que no pudo bajar los párpados; se le
estaban dilatando dolorosamente.
«¡Histeria! ¡Alucinación!
¡Tiene que ser eso! ¡Por favor!» Una parte de su mente sollozaba una y otra
vez. Y en alguna otra parte de su exacerbada conciencia, junto con sus llantos,
el pálido rostro de una mujer morena le sonreía amargamente.
La hinchazón de sus ojos
era increíble. Se le nubló y distorsionó la visión. Se postró sobre el lecho
cuando criaturas de largas patas aparecieron sobre el dorso de sus manos y más
dientes se le partieron cual trozos de tiza. Se dejó ir, ansiando
desesperadamente refugiarse en el sueño que tenía antes de...
...las 3.47 de la
madrugada.
Mistral
Jon
Wynne-Tyson
Jon
Wynne-Tyson nació en Gosport, Hampshire, en 1924. En sus primeros tiempos
trabajó como editor, vendedor de libros, periodista y en otras actividades no
tan vinculadas con la literatura, hasta que en 1954 fundó la Centaur
Press, en Sussex, y desde entonces ha seguido, siempre de forma individual,
al frente de la empresa. El mismo ha publicado ya siete libros, y ha colaborado
en los mejores periódicos y revistas de Inglaterra. Como detalle anecdótico
para los seguidores del notable autor M. P. Shiel, Wynne-Tyson (con el nombre de
Juan II) es el tercer monarca de una pequeña isla rocosa en el Caribe, llamada
Redonda, un lugar desolado e inhabitable que Shiel recibió de su padre hace un
siglo. En esta isla caribeña transcurre la acción de la última novela de
Wynne-Tyson: So Say Banana Bird (Eso dijo Banana Bird). Actualmente
Wynne-Tyson está buscando un productor para su obra Marvellous Party
(Fiesta maravillosa). Y aparte de su multifacético interés por los libros,
Wynne-Tyson es un gran practicante de todos los deportes de la raqueta, aunque
para sus momentos de tranquilidad prefiere una buena partida de ajedrez.
Si ustedes conocen, el sur
de Francia (lo que la mayor parte de la gente entiende por sur de Francia, es
decir la Costa Azul), deben conocer, seguramente, Saint-Tropez. Aunque puede
que no. Los habituales de la zona conocida como la Riviera son
extraordinariamente estrechos de miras. Incluso con la autopista —quizá
precisamente debido a ella—, la región al oeste de Esterel es tan desconocida
para los visitantes de la zona oriental como lo es Perth para Penzance.
Yo no puedo decir lo mismo;
he visto y recorrido todos los rincones que hay desde Marsella hasta Mentón a
lo largo de la costa francesa, y les doy Niza, Montecarlo y todo el resto a
cambio de una libra de té. No hay nada como Saint-Trop.
Naturalmente, yo estoy
influido en mi opinión; quizás, en parte, porque hoy día gozar de la Costa Azul
es un arte, y como tal no es algo que se pueda lograr con facilidad, por el
mero hecho de acercarse a una agencia de viajes. En ningún lugar de esta costa
tan cara resulta más esencial el dominio de este arte como en la zona de
Saint-Tropez. Si Cannes y Monaco tienen algo que ofrecer durante la mayor parte
del año, Saint-Trop requiere del visitante el aproximamiento, la reverencia de
un connoisseur.
En la alta temporada
estival, por ejemplo —el período más popular y el menos acogedor—, uno necesita
ser un rabioso bon vivant para enfrentarse a la masifícación humana, en una
región que no ofrece recursos para la sobreurbanifícación a la que ha sido
sometida. Por otro lado, en el invierno, sólo un masoquista misántropo
impregnado de un singular interés por ver el magnífico espectáculo de las
mimosas en flor sería capaz de enfrentarse a las inclemencias a que esta
desolada villa de calles vacías se ve expuesta de la mano del más desagradable
de los variados dones de la naturaleza: el mistral.
«Desagradable» es, para la
mayoría, una expresión suave. Algunos, los puristas —esos que sostienen que la
Riviera se extiende únicamente de Niza a Genova—, dicen que más allá del Cap
Ferrat resulta imposible permanecer en esa época del año; tan terrible es ese
frío viento que baja por los valles del Ródano para derramar su furia sobre la
Provenza, demostrando a los incondicionales de la dolce vita que sólo la
naturaleza es auténticamente igualitaria. Otros, no tan histéricos, eligen
invernar en Cannes y en Antibes. Pero más al oeste, pasado Esterel, uno tiene
que saber lo que está haciendo. Allí hay que tener alguna razón especial para
enfrentarse a la furia de los elementos que tan inadecuadamente repele el
Massif desMaures.
Una de esas razones es, por
supuesto, el extraordinario encanto de Saint-Trop. En ningún otro lugar de la
costa hay muchachas en vacaciones tan bellas y espléndidas, y afortunadamente,
sólo aquí las chicas adquieren ese aire de desinhibición tan agradable, sin
recurrir a los gestos de autosuficiencia que caracterizan a las qué recorren
los lugares de moda en Cannes y Niza. Ningún lugar como las limpias playas y
aguas en mar abierto de Saint-Trop. No en vano ha sido esta deliciosa villa,
durante tanto tiempo, refugio de escritores, artistas y de los menos pedantes
entre la clase media.
Incluso unos pocos
kilómetros más allá, a lo largo de la costa, en Port Grimaud —ese suburbio
marino seudoveneciano, lugar de retiro de funcionarios civiles y directivos
bancarios de Croydon y Saint-Cloud—, bellas adolescentes, todavía fácilmente
ensoñadoras, pasean sus pechos desnudos en yates y motoras.
Dada la temporada, si a
alguien no esperaba encontrarme allí, en pleno mes de junio, era a Ambrose. En
junio, uno de los meses para los connoisseur, en la antesala de la canícula,
uno puede sentarse en las terrazas de los cafés de la Place des Lices,
disfrutando del frescor a la sombra de los enormes plátanos, oyendo de vez en
cuando el sonido de la petanca, y contemplando en las horas tórridas del
mediodía a los paseantes que, rehuyendo los sofisticados y caros refrescos de
Senequiers, se entretienen explorando las tranquilas calles y plazas. En junio,
antes de que los franceses se desborden inquietos como ardillas hacia la costa,
el tiempo puede ser exquisito. Sin embargo, en ningún mes del año se puede
tener la seguridad de estar a salvo del mistral.
Ambrose no me había visto.
Iba cabizbajo, con la mirada perdida en el polvoriento suelo de tierra de la
plaza. Tenía los hombros mucho más caídos de lo que yo recordaba, y su
expresión denotaba cansancio y preocupación. Teniendo en cuenta el hecho de que
se hallaba acompañado por la más sexy de las mujeres que yo había visto hasta
entonces, su decaimiento no dejaba de ser un contraste entre ellos.
—¡Eh! ¡Ambrose!—grité.
Él levantó la cabeza.
—Ah, hola. Charles —dijo.
Su voz, carente de
animación, sólo demostró sorpresa. Nuestro último encuentro podía haber sido
tan sólo cinco días atrás, no cinco años.
—No sabía que ésta era tu
temporada —le dije.
Él apretó los labios y
contrajo el ceño. En verdad que parecía más viejo, pero excepto por una
cicatriz en el cuello que yo no recordaba, era el mismo hombre menudo y
apuesto, palmo y medio más bajo que yo.
—En realidad no lo es
—dijo—, pero Angelina prefiere el calor.
Sonreí. Había llegado el
momento de las presentaciones. En las esporádicas ocasiones en que nos habíamos
encontrado desde que saliéramos del colegio, Ambrose siempre había estado
acompañado de bellezas singulares; nunca se había casado con ninguna de ellas,
por lo que yo sabía. No lo conocía muy bien —era demasiado mujeriego para eso—,
y de no haber sido por la relación escolar, no se hallaría entre el grupo de
mis conocidos. Al igual que las novias, los compañeros de la época escolar no
siempre son las amistades que más perduran.
—Bueno, os invito a un
trago —dije.
Ambrose me presentó:
—Éste es Charles
Massingham. Charles, te presento a Angelina.
No añadió el apellido.
Angelina me tendió su mano,
suave y morena. Llevaba las muñecas adornadas con finos brazaletes de oro, y
sus uñas tenían el color oscuro de la sangre seca. No me apretó la mano y, sin
embargo, a través de sus dedos noté una llamada de urgencia, la misma sensación
que dejaban traslucir sus movimientos. Su figura era perfecta, y su cuerpo
extraordinariamente flexible. Me pregunté si sería una bailarina. Llevaba un
mono color oro viejo que se le ceñía a la perfección, de tal manera que aún resaltaba
más la incontenible, la alertante salvajidad de su cuerpo. Sus largas piernas
—pues al igual que yo, era varios centímetros más alta que Ambrose— eran
realzadas por unas delicadas sandalias doradas de tacón alto que debían de
haber costado una fortuna. Llevaba el negro cabello recogido sobre la nuca,
destacando los contornos de un rostro más felino que humano, aunque exquisito
en delicadeza y proporciones. La única imperfección, si bien no reducía en nada
su belleza, era un labio inferior excesivamente prominente, que añadía a su
manifiesta sensualidad un toque de desafío. Me recordaba a uno de esos grandes
felinos, un leopardo, quizá. Esta impresión se veía reforzada por el detalle de
una cadena con correa que llevaba atada en la muñeca izquierda y cuyo extremo
era sostenido por Ambrose, por todos los diablos, como si estuviese paseando un
afgano.
Me abstuve de echarle un
segundo vistazo a la correa. A Ambrose siempre le habían hecho gracia las
reacciones que la gente menos imaginativa y aguda que él mostraba ante sus
ideas u originalidades. Incluso en el colegio, cuando yo andaba mucho más
interesado en The Boys Own Paper (una revista estudiantil) y en los hábitos de
ciertos pájaros al desovar que en el helado filo de las relaciones humanas,
Ambrose ya era una leyenda viviente entre los chicos de los cursos superiores.
De hecho, su precocidad no aportó nada positivo a su educación formal, ya que
la mayor parte de su aprendizaje lo realizó entre los arbustos con la
singularmente bella ama de llaves del Saint Bartholomew, lo que motivó su
inmediata expulsión por el marido del ama de llaves, que además resultaba ser
el director. Así, jamás realizó los exámenes que le hubieran encaminado hacia
la universidad, un empleo solvente y, como remate, a un estilo de vida más
serio. Para empeorar las cosas, su padre murió por aquella época, más o menos,
dejándole propiedades y acciones tan saneadas que tuvo solucionado el porvenir
para el resto de su vida. Riqueza y lujuria: una combinación explosiva a la que
pocos pueden resistirse.
Por aquel entonces, yo
había alcanzado una etapa de la vida en la que, ante un encuentro con una mujer
bella, podía tomarla o dejarla ir, por decirlo de alguna manera. Bueno, más
bien dejarla ir, sin haberla tomado. Supongo que ya saben a qué me refiero.
Pero tengo que admitir que Angelina era algo especial. Estaba sentada
cautelosamente, como si no estuviese acostumbrada a las sillas; su postura me
hacía pensar que a la menor provocación podía saltar por encima de las ramas de
los sicómoros, de no ser, por supuesto, por la cadena de eslabones dorados. Sus
ojos estaban al acecho, nunca quietos; siempre alerta, intranquilos, buscando.
Sí, pero ¿buscando qué?
—Bien —dije sin mucha
imaginación—, esto es una auténtica sorpresa...
—La comparto —dijo
Ambrose—. No suponía que aún te dejaras caer por aquí.
—Me halaga el hecho de que
me hayas tenido presente —dije.
Compareció el camarero.
—¿Qué vais a tomar?
—pregunté.
—Angelina quiere zumo de
naranja natural. Y yo lo mismo.
Angelina dio la impresión
de estar de acuerdo con su elección.
—¿Qué quieres en el
zumo?—le pregunté a Ambrose.
—Nada. Lo tomaré tal cual.
Pestañeé. Jamás había visto
a Ambrose beber algo que no fuese alcohólico. Ya en el colegio era conocida su
debilidad por los buenos vinos.
«Un buen clarete del Médoc,
querido amigo —recuerdo que me dijo en una ocasión—, ayuda a hacer la
digestión.»
En aquellos tiempos estaba
convencido de que la sofisticación de Ambrose era innata.
—Muy bien —dije, y encargué
las bebidas.
Angelina sujetó el brazo de
Ambrose con su mano libre y le miró a los ojos. Excepto por el murmullo de su
«Hola» al ser presentados, no la había oído hablar todavía.
—Tengo que ir a Hawai un
momentito —dijo misteriosamente.
—De acuerdo —replicó
Ambrose—, pero regresa de inmediato.
Ya me había llamado la
atención la llavecita que Ambrose llevaba colgada del cuello, prendida de una
liviana cadena; ahora la usó para soltar el candado que cerraba la cadena
mediante la cual mantenía a Angelina unida a él. Ella se deslizó silenciosamente
de la silla y se desvaneció en las frescas sombras del interior del café.
—¿Italiana? —pregunté.
—Húngara con algo de
española.
—¡Menuda mezcla!
Apreté el puño, con el
antebrazo rígido, y golpeé el aire, en un gesto familiar entre hombres, pero
que no había usado desde hacía años. Ambrose asintió con la cabeza. Su antigua
animación se había desvanecido por completo.
—Sé lo que estás pensando.
Pero ella no es sólo cuerpo.
—¿No?
—No. Aunque no te lo creas,
tiene una naturaleza encantadora. Muy tierna. No le haría daño a una mosca. Ama
a los animales. Ayer estuvimos con Brigitte.
—¿Bardot?
Volvió a asentir con la
cabeza.
—También es inteligente.
Toda una pensadora. Angelina, quiero decir.
—Bueno, uno nunca sabe
—dije.
—Es extremadamente sensible
por lo que respecta al medio ambiente.
—¿De veras? ¿Baja
tecnología? ¿Energías alternativas?
—Control de la población,
en particular. Opina que deberíamos reducir nuestro número espectacularmente,
hasta formar pequeñas comunidades que viviesen en áreas climáticas adecuadas.
—No es el tipo de idea que
un político desearía poner en práctica —dije.
El camarero trajo las
bebidas.
—¿Estás seguro de no querer
algo más fuerte? —pregunté—. Antes de que regrese Angelina. ¿Un poco de
ginebra, quizá?
Meneó la cabeza.
—He hecho un trato.
—¿Con quién? ¿Alcohólicos
Anónimos?
—Con Angelina.
—No parece la clase de
persona que ejerce influencias reformadoras.
—Tal como tú mismo has
dicho, uno nunca sabe.
—De acuerdo —acepté—,
probablemente no sea una mala idea vigilarse un poco cuando uno tiene a la
vista la cincuentena.
—Eso es lo que dice
Angelina. Me quiere sano, o de ninguna manera.
—¿Y no te parece que en
este clima, con una chica como ésa, y a tu edad..., tu estilo de vida no es
demasiado sano?
Ambrose gesticuló con
impaciencia.
—Ante todo, se trata de una
actitud mental. Charles. Tú has abandonado demasiado pronto.
—Yo no diría que he
abandonado exactamente —repliqué—. Todavía sigo casado con Christine.
—Ahí lo tienes. Nosotros
nos hacemos cada cual su cama.
Cambié de tema.
—¿Sigues yendo a Londres?
—pregunté.
—Muy raramente. La última
vez fue en el mes de julio del año pasado. Estuve sólo dos semanas. Sin
embargo, viajamos bastante; a Angelina no le gusta pasar el invierno en Europa.
Tiene que ser en el Caribe, las Seychelles..., cosas así.
—Una chica cara.
—Pero vale la pena. Te lo
puedo asegurar...
—Ya. Puede que yo ya haya
abandonado, pero este calor le da a uno cierta inspiración.
—Me alegra oírtelo decir
—comentó Ambrose—. Angelina prospera con el calor. Suele decir que hemos sido
concebidos para temperaturas subtropicales. Lo cierto es que tiene una mente
muy observadora.
—Pero lo otro... —le
pregunté—. Sin duda...
—Por supuesto. Eso también.
Pero una moneda tiene dos caras, Charles. El sexo no lo es todo.
—No —dije—, ciertamente no
lo es todo.
La conversación estaba
languideciendo. El camarero, muy solícito, me alcanzó la carta. Miré mi reloj.
Ambrose miró el suyo, luego observó el interior del café.
—No la veo —dijo.
—Ya vendrá —repliqué—. Oye,
me encuentro a gusto aquí, ¿qué tal si almorzamos en este lugar?
Ambrose echó una ojeada a
la carta.
—No sé, no parece haber
mucho para nosotros en esta carta.
—Carne.
Un bistec de ternera. El
pescado no está mal —sugerí.
—Nosotros... yo... ya no
como así —dijo.
—¿Problemas?
Yo mismo había tenido
algunos. Parte del proceso de envejecimiento. Las setas y el maíz me sentaban
fatal.
—No exactamente. Digamos
una... reorientación.
—Podrías tomarte una
tortilla.
—¿Harán buenas ensaladas?
—Estoy seguro —dije—. ¿Qué
tal un plato combinado frío?
Ambrose fue explícito.
—No comemos carne.
Mi memoria me dijo que en
el pasado él apenas comía otra cosa.
—Parece que ha habido
algunos cambios —dije.
—Angelina opina que es lo
mejor para nosotros. La carne no le complace. Está a favor de los alimentos
naturales, cereales integrales, fruta, verdura, frutos secos... Dice que es tan
importante que nos alimentemos correctamente como que vivamos en climas
cálidos.
—¿A qué viene tanta
preocupación por el frío? ¿Os resfriáis fácilmente?
—No, pero Angelina está...,
¿cómo te diría?..., más aclimatada a los países cálidos. Lo que ella necesita
es calor y una dieta adecuada. El frío le hace comer cosas que le sientan mal.
Cuando sopla el mistral, nos quedamos en casa.
—Todo eso me suena bastante
restrictivo —dije.
Una sombra de preocupación
cruzó por su rostro.
—Bueno, de hecho puede ser
motivo de cierta tensión. Pero Angelina necesita un estímulo constante para...
ser ella misma.
—Un viento incómodo, el
mistral —corroboré, sin saber qué decir exactamente acerca de su último
comentario—; se mete en los huesos. El siroco puede ser desagradable también.
Me han dicho que la gente enloquece con ese viento que sopla en las cumbres de
los Alpes.
—El föhn —dijo
Ambrose—. Se enfría al alcanzar las cumbres, y luego, secándose al descender
por las laderas meridionales, va ganando temperatura.
—Nunca me lo habían
descrito tan bien —dije.
—Lo cierto es que es un
viento enfermizo. Angelina se sale de sus casillas cuando sopla el mistral.
—¿De veras? —pregunté.
—Pese a todo, puedo apañármelas
hasta que la temperatura se vuelve más adecuada.
—Ahí viene —dije.
El escote del mono de
Angelina estaba más abierto que antes, dejando a la vista una deliciosa
extensión de su piel morena, y lo justo de sus turgentes senos para que...,
bueno, dejémoslo; ya era la una, y hacía mucho calor. Se aproximó lentamente,
como un gato cauteloso que no quisiese llamar la atención. Al sentarse extendió
sumisamente el brazo ante Ambrose, quien ajustó la cadena a su muñeca. Me
pregunté qué pensarían de eso las feministas. Las aletas de su nariz se
dilataban y contraían visiblemente, como un animal husmeando su presa. Aunque
sólo había caminado unos pocos pasos, su respiración era jadeante, y el extremo
rosado de su lengua le asomaba entre los labios. Era salvajemente bella, a
pesar de su sumisión ante Ambrose. Viejos y olvidados temores turbaron la
tranquilidad de mi mente. Me moví inquieto en la silla.
—Así, ¿cuánto tiempo más
vas a permanecer aquí, Charles? —me preguntó Ambrose, jugando con las eruditos
que le había servido el camarero con una prontitud que evidenciaba una
preparación poco especial.
—Una semana. Julio y agosto
resultan insoportables aquí. Y aparte de eso, no quiero perderme el verano
inglés en nuestra casita de campo. Los Downs estarán pronto poblados de flores,
con los colores más bellos que se pueda imaginar. El maíz madurando, auténticos
bosques para pasear...
—Tú siempre has estado a
favor de la naturaleza —dijo Ambrose—, a tu modo.
—Bueno, aquí ya ha
finalizado la temporada. La naturaleza está en reposo. ¿No echas de menos las
primaveras y los veranos de Inglaterra? ¿Sus alondras? ¿Sus prímulas?
—Supongo que sí. Sobre todo
cuando veo prímulas...
—Me resulta imposible
imaginar lo que se puede hacer aquí —dije—, cuando todo se seca y los viajeros
vienen como plaga de langostas.
—Me dedico a leer —dijo
Ambrose.
—Pues eso es también un
cambio en ti —le dije—. Antes estabas siempre demasiado ocupado haciendo otras
cosas...
—Uno madura.
—¿Y qué lees? ¿Aventuras
de James Bond? ¿Agatha
Christie?
—No, suelo leer obras sobre
religiones orientales, la reencarnación...
—¡Válgame Dios! —exclamé.
Una repentina espiral de
viento flotó por la Place des Lices, una alteración agradable en la sólida
atmósfera que nos rodeaba, aunque presagiase cosas más desagradables. Levanté
la vista de mi plato para contemplar a Angelina, pues me había parecido oír un
agudo suspiro. Ella estaba contemplando las susurrantes hojas del sicómoro cuya
sombra nos bañaba; su tenedor estaba abandonado sobre el plato. Las aletas de
su nariz se contraían y dilataban una vez más, pero con más intensidad,
todavía, que la vez anterior. Su comida resultaba mísera: verduras crudas y un
poco de queso cremoso.
—¿Nunca comes carne? —le
pregunté.
Ella meneó la cabeza con
lentitud.
—No la ha comido desde hace
mucho tiempo —dijo Ambrose—. Probablemente ahora no podría ni tragarla.
—¿Es eso cierto? —le
pregunté a Angelina—. ¿Te daría náuseas?
Se encogió de hombros e
hizo una mueca, una media sonrisa que aún resaltó más su encanto.
—Toma —le dije—. Veamos si
Ambrose tiene razón...
Corté un trozo de mi bistec
y se lo ofrecí con la punta del tenedor. Estaba más crudo de lo que a mí me
gusta. Permitió que colocase el trocito entre sus labios abiertos, y me llamó
la atención lo agudos que eran sus dientes. Masticó obedientemente,
reflexivamente, y finalizó el bocado con más diligencia de lo que yo esperaba.
Le corté otro trozo.
—¿Más? —pregunté.
Lo tomó con premura. Luego
otro más. Al quinto Ambrose estaba alarmado.
—Tranquila, ya es
suficiente; sabes que no te sienta bien, Angelina.
Los ojos de ella fueron de
los míos a los suyos, y su sonrisa desapareció. Le increpó, rápido, en una
lengua que intuí como húngara; sus ojos llameaban, sus labios apenas se
movieron.
—Continúa siendo
apabullantemente tórrido el día —dije—. ¿Qué tal si nos acercamos a mi villa
para tomar café? Se está muy bien allá arriba, en Gassin. Tengo un compromiso
esta tarde en un palacete cerca del puerto, así os podré traer de vuelta más
tarde.
—De acuerdo —dijo Ambrose.
La inmediatez de su respuesta
me sorprendió. Como he dicho, nunca fuimos íntimos amigos, aunque ahora me daba
la impresión de que se había alegrado de nuestro encuentro. Angelina parecía
menos encantada. Le cogió el brazo con fuerza, mirándole a los ojos, hablándole
con ellos más que con la voz, aunque de su garganta surgió un extraño sonido
suplicante, como un ronroneo. Pero todo lo que él le dijo fue: «Sólo un
ratito».
En el coche él empezó a
hablar de la reencarnación, preguntándome sobre mis propios puntos de vista
acerca de la transmigración y el karma. Le contesté que no había pensado mucho
sobre ello, lo cual era verdad. Me llamó la atención que su cicatriz
enrojeciera cuando tocamos el tema.
La villa me la habían
prestado unos amigos que huían de la Costa Azul desde junio hasta septiembre.
Estaba espléndidamente situada, al oeste del pueblo, con una vista magnífica
sobre la mayor parte del Massif. La terraza era un masa de adelfas y geranios,
sin nada más detrás que las amplias laderas llenas de alcornoques, pinos y arbustos.
La brisa era más fresca y respirable que en el pueblo, pero no lo suficiente
como para resultar confortable. Acomodé a Ambrose y Angelina en los sillones
cubiertos con cómodos cojines y fui adentro para preparar el café.
Cuando reaparecí con la
bandeja, las cosas no parecían estar del todo bien. Estaban discutiendo en un
tono elevado, y Angelina tiraba de la correa; sus ojos volvían a llamear, y las
aletas de su nariz eran más explícitas que sus palabras, por otra parte
ininteligibles.
—Charles, lo siento pero
creo que nos tenemos que ir —dijo Ambrose—; Angelina no se siente a gusto con
este viento.
—Creí que os agradaría el
frescor —dije.
—Ese es el problema. Por
debajo de cierta temperatura, ella no se siente tranquila, y el mistral
requiere ciertas medidas... Creo que debemos regresar. Nuestra villa está muy
resguardada y la temperatura es cálida allí.
—Por supuesto —dije—,
lamento esta dificultad.
—Y nosotros lamentamos lo
de los cafés...
—Os diré qué podemos hacer
—dije—. Coged mi coche. Tengo amigos en Gassin que van a bajar a Saint-Trop
esta tarde; les pediré que me lleven. Tengo que hacer algunas compras antes de
la fiesta, y así me dará tiempo. Si aparcáis el coche en la Place des Lices, yo
podré recogerlo luego. Os mostraré dónde dejar las llaves.
Ambrose no soltó a Angelina
de su correa, ni siquiera en el asiento del coche. Dado que el volante de mi
coche se halla en el lado derecho del vehículo, tuvieron que cambiarse de mano
la correa. Ambrose se cercioró de que la puerta del pasajero estaba cerrada con
el seguro y entonces hizo pasar a Angelina por encima del asiento del
conductor. Ella estaba muy intranquila, casi furiosa, y hacía unos sonidos con
la garganta que eran aún más incomprensibles que los que realizase con
anterioridad. Pude ver que Ambrose estaba tenso y preocupado. Fue un alivio
cuando los vi partir por el caminito secundario hacia la nacional 98.
Tony y Janet Turner
estuvieron encantados de llevarme en su coche. Tenían sus propios problemas,
basados mayormente en el no muy exitoso intento de solucionar sus problemas
conyugales cambiando asiduamente de lugar. Tenían el suficiente dinero como
para mantener cuatro residencias diferentes en distintos lugares del planeta.
Se pasaban unos tres meses en cada una de ellas. La compañía de una tercera
persona contribuía a mitigar sus altercados. Mientras me conducían hacia
Saint-Tropez, con el coche enfrentándose al fuerte viento que ahora soplaba
entre las colinas, les hice un comentario acerca de Ambrose y Angelina.
—Creo que los conocemos
—dijo Janet—. Sí, estoy segura, coincidimos en Grimaud, en el Brothertons. Él
es bajito, muy cortés.
—Un tanto mujeriego —añadió
Tony—. Recuerdo a la chica que va con él. ¡Impresionante!
Janet resopló con desdén.
Lo hacía muy a menudo.
—Eso depende del gusto de
cada cual —dijo.
Yo estaba sentado detrás,
adelantado y con la cabeza entre ambos; la mueca de Tony me quedó muy cerca de
la cara.
—Pienso que puede ser una
buena compañía —dije.
—Mmmmm.
Tony dio su conformidad con
cierta lascivia, y apretando el volante con la suficiente energía como para que
la sangre se ausentase de sus dedos.
—Hay algo... indómito en
ella —continué.
Janet volvió a resoplar.
—Demasiado cercana a la
jungla, diría yo.
En ese momento volví la
cabeza y miré por la ventanilla.
—¡Dios mío! —exclamé—.
¡Pero si es mi coche!
La había sido, más bien. Lo
que quedaba parecía destinado al desguace. Estaba comprimido contra el muro de
cemento que corría paralelo a la carretera, en una curva desagradablemente
cerrada.
Janet palideció.
—Quizá todavía se
encuentren dentro del vehículo. Puede que nadie los haya visto.
—Entonces debemos hacer
algo —dijo Tony.
El coche estaba vacío, el
volante doblado, el parabrisas astillado, la capota arrugada. En el salpicadero
y sobre los asientos aún se podían ver algunas gotas de sangre fresca.
—De haber venido la policía
o una ambulancia habrían dejado indicadores —dije—. O alguien de guardia para
prevenir cualquier eventualidad, antes de que llegase la grúa.
—¿Y dónde están ellos?
—preguntó Janet.
—¿Quién sabe? —dije—.
Partieron hace sólo tres cuartos de hora. Lo siento, pero creo que será mejor
que continuéis sin mí. Debo ir a echar una ojeada. Pueden estar heridos y
deambulando ofuscados.
—Te ayudamos, por supuesto
—dijo Tony.
—En ese caso, Janet debería
quedarse en el coche; así, si alguien viene podría pedirle que avisase —dije.
Los laterales de la
carretera eran muy empinados, llenos de arbustos y vegetación silvestre, con
algún pino esparcido aquí y allá.
—No hay ningún lugar donde
pueda tumbarse una persona herida —dijo Tony—. Y menos con este maldito viento.
—Si tú recorres la zona
hacia el sur —dije—, yo lo haré hacia el norte. Quizá si recorremos el terreno
en tiras paralelas...
Veinte minutos después
encontré un trozo de camisa de Ambrose. Un poco más allá se hallaba Ambrose. Lo
reconocí por sus zapatos; eran de un precio similar a los de Angelina. En el
lugar que había ocupado su nariz sólo quedaba una ciénaga de sangre y jirones
de piel. La faltaba una oreja, y del orificio había manado una abundante cantidad
de sangre, que había teñido la pizarra del hoyo donde se hallaba su cuerpo. Sus
cortas extremidades habían desaparecido. Su garganta no estaba donde hubiera
debido estar; en su lugar había una hendedura de carne rasgada junto a una
protuberancia cartilaginosa, que supuse era su nuez de Adán. No soy una persona
remilgada, pero el almuerzo inacabado que había tomado en la Places des Lices
acabó al lado izquierdo del cadáver. De Angelina y la correa no había ni
rastro.
Nunca más se supo de ella.
Desde entonces he pensado en aquel encuentro muy a menudo, en lo que hubiese
podido llegar a contarme Ambrose de haber tenido la oportunidad de estar más
tiempo juntos. Su conocimiento de las filosofías orientales parecía profundo.
Al igual que sus palabras acerca de los extraños vientos que pueden trastornar
a las personas. Y además estaba la sospechosa animalidad de Angelina, ciertas
apreciaciones que no son susceptibles de ser explicadas con palabras.
Pero mi naturaleza no es
amante de las complicaciones. Prefiero las explicaciones racionales a la
especulación imaginativa. Sin embargo, cuando sopla el viento y me encuentro
solo, lo que sucede muy a menudo ahora que Christine ha muerto y vengo más a
menudo a Gassin, salgo a la terraza y escudriño las lejanas laderas del Massif
des Maures. Algo me dice que salga y recorra la vegetación en busca de
Angelina, aunque sé muy bien que no es posible que todavía permanezca allí. Y
otra fuerza también interna, que siempre gana, me insta a que entre, cierre las
ventanas y eche los pestillos, y me abstraiga en la lectura de mis libros,
hasta que el mistral haya agotado sus energías. Las ideas y pensamientos
orientales me han absorbido, y ocasionalmente, la reencarnación, el karma y
cosas similares acaparan mi atención. Por supuesto, desde un punto de vista
puramente intelectual.
Allá en África
David Drake
David Drake es otro de los
muchos autores que dio a conocer y promocionó el desaparecido August Derleth,
escritor él mismo así como editor de Arkham House. Drake nació el 24 de
septiembre de 1945 en Dubuque, lowa. Siendo todavía un adolescente, fue atraído
por los trabajos de Lovecraft, y empezó a remitir relatos inspirados en este
autor a Derleth, hasta que en 1967 consiguió publicar el primero. En la década
de los setenta sólo escribió narraciones breves de terror —ahora ya lejos de la
influencia lovecraftiana— y relatos sangrientos de guerras galácticas,
recogidos en el mejor conocido de sus libros: Hammer's Slammers. En su narrativa,
Drake hace un buen uso de su doble especialización en historia y en literatura
clásica, así como de su experiencia en el Eleventh Armored Cavalry Regirnent en
Vietnam, lo cual también explica por qué sus últimos libros van de la realista
novela artúrica, The Dragón Lord (El señor del dragón), a una fría
guerra entre espías narrada con genuinos elementos de ciencia ficción, Skyripper,
hasta una trama interplanetaria con mercenarios espaciales, The Forlorn
Hope (Destacamento de asalto), incluyendo una colección con sus más
recientes relatos de terror, From the Heart of Darkness (Desde el fondo
de la oscuridad). Graduado en leyes por la Duke Law School, Drake trabajó
durante algunos años como auxiliar de justicia en Chapel Hill, Carolina del
Norte. En 1980 abandonó la carrera jurídica a fin de tener más tiempo para
escribir, y tomó un empleo de media jornada como conductor de autobuses. Desde
1981 escribe con plena dedicación en su casa de Chapel Hill. Allá en África
es uno de los relatos más recientes de Drake; lo escribió a principios de los años
setenta, y aparecía publicado por vez primera en From the Heart of Darkness.
Cuarenta años de sol
africano reluciendo sobre los cañones de la escopeta de sir John Holbom habían
decolorado sus ojos de tal manera que, incluso mucho tiempo después de haberse
retirado de la caza, tomaban el áspero tono gris de las balas de plomo cuando
la conversación lo sacaba de sus casillas. Pero el frío de sus ojos se suavizó
cuando, apartando la vista del rifle que había estado sosteniendo entre sus
manos, la posó sobre la figura de su sobrino nieto.
—¡Adelante! —exclamó
perentorio sir John—. ¡Tómalo! Yo no era mucho mayor que tú cuando cobré mi
primer elefante.
Randall tomó cautelosamente
el rifle de dos cañones, sacándolo de sus soportes en la pared y, sosteniéndolo,
exclamó a su vez:
—¡Es enorme!
Su tono de voz mostraba el
alcance de su asombro.
Holbom rió entre dientes,
tomando él mismo el arma.
—Tiene que ser grande,
chico, si no el retroceso del rifle te rompería el hombro.
Mientras sus pensamientos
retrocedían al pasado, el viejo cazador deslizó su mirada por la sala de
trofeos. En la pared más lejana, una enorme cabeza de elefante elevaba su
trompa como si estuviese bramando enfurecido ante el cazador. Holborn se acercó
a ella y con aire ausente pero con decisión introdujo la boca del arma en la
del animal, allí donde un tiro alcanzaría directamente el cerebro de la pieza.
Riendo de nuevo, se volvió hacia el muchacho, abriendo el doble cañón del
rifle.
—Mira, chico —dijo—, es un
agujero del ocho. Una bala redonda de plomo para este cañón debe de pesar unos
sesenta gramos. Y las balas cilíndricas que yo solía usar eran bastante más
pesadas. No se puede usar un rifle pequeño con tamaña potencia.
—Pues mi padre caza
elefantes —dijo Randall, dubitativo—, y su rifle no es tan grande como éste.
—Sí, ya, tu padre dice que
no hay ningún motivo para usar estos viejos cañones desde que en mil
ochocientos noventa se empezó a usar la nueva pólvora nitrogenada —aceptó
Holborn—. De acuerdo, quizá paso de moda hace unos quince años; pero si tuviese
que ir de nuevo a África, éste es el rifle que llevaría conmigo. Puede que tu
padre tenga razón al decir que su carabina calibre 450 acabaría con cualquier
bicho del continente. Sin embargo, yo me pregunto si sería capaz de parar cualquier
cosa, ésa es la auténtica cuestión. Tu latín está más fresco que el mío.
¿Recuerdas aquel dicho acerca de África...?
—«Siempre algo nuevo allá
en África» —recordó el muchacho, traduciendo las palabras de Plinio para el
anciano.
—¡Exacto! —exclamó Holborn—.
Y también es cierto que quien caza en África no debe creer nunca que ya lo sabe
todo acerca de ella. África acaba matando a quien lo olvida.
—¿Por qué dejaste de cazar,
tío John? —preguntó Randall con curiosidad, contemplando maravillado los
trofeos conseguidos en los cinco continentes, y que pendían de las paredes a su
alrededor.
—Hum —gruñó el viejo
cazador, sosteniendo con naturalidad el rifle abierto en el ángulo de su brazo
izquierdo—. A algunos cazadores se les presenta una vez en la vida la oportunidad
de abatir una pieza única; después de esa oportunidad, da lo mismo si se cobra
la pieza o si ésta se escapa. Gordon-Cummings tuvo la suya cuando abatió aquel
rinoceronte cuyo cuerno medía un metro y medio desde la base hasta la afilada
punta. Meyerling falló un tiro fácil a un elefante que, según juraba, llevaba
en sus colmillos un cuarto de tonelada de marfil. Una vez que has tenido la
oportunidad de ese tiro, fallido o no, la llama de la pasión por la caza se
extingue, y ya nunca vuelve a ser lo mismo. Yo la tuve; tuve esa oportunidad...
Randall notó cómo los
pensamientos de su tío se remontaban al pasado.
—Cuéntamelo, tío John —le
rogó.
—Quizá debería hacerlo,
muchacho —le respondió Holbom—. No creo que me queden muchos años más de vida,
y no vale la pena seguir conservando esa historia en secreto. Mi última cacería
fue en el río Kagara, al noroeste del lago Victoria. Aquella región es una
inmensa ciénaga poblada de papiros.
—Pero ¿qué podías estar
haciendo en una zona como ésa? —preguntó el chico, intrigado.
—Cazar hipopótamos,
muchacho —le respondió Holbom con una sonrisa—. Hipopótamos un tanto
politizados, no obstante. Era el año mil ochocientos noventa y dos, ¿sabes?,
y..., bueno, es una historia muy vieja, y no creo que pueda importarle ya a nadie.
Por aquel entonces nuestras relaciones con el Kaiser eran bastante
satisfactorias, y dado que en Londres y Berlín se pensaba..., ciertas
personalidades así lo creían, que el rey Leopoldo no se estaba mostrando como
una persona capacitada para controlar el Congo, Inglaterra y Alemania creyeron
conveniente tomar cartas en el asunto. De las conversaciones que se mantuvieron
sobre dicho tema no se sacó nada en claro, por supuesto, pero las negociaciones
llegaron a un punto en que el Foreign Office pensó que lo mejor sería destinar
un observador a la zona. Se pusieron en contacto conmigo, puesto que sabían con
certeza que nadie pondría reparos al hecho de que sir John Holborn regresara a
las sabanas. Y allí me fui, al este de la zona alemana de África, donde
convergían las fronteras del Congo y Uganda.
»El río estaba lleno de
hipopótamos. Y aunque no tuviese intención de cazarlos, debía cubrir las
apariencias que me presentaban, exclusivamente, como cazador en la zona. La
situación era difícil; ninguno de los hombres de las aldeas de los alrededores
tenía ni la más mínima intención de acompañarme de cacería por los pantanos.
Decían que le tenían miedo a los jimpegwes que allí viven.
»Nunca antes había oído ese
nombre, pero por la descripción que daban los nativos, debía de ser un animal
muy grande. Y por otro lado, en los pantanos sólo vivían dos animales de gran
tamaño: los jorobados y rápidos antílopes, capaces de moverse por los márgenes
de las aguas con sus anchas pezuñas; y los hipopótamos que ramonean los tallos
tiernos de las cañas, manteniendo senderos abiertos entre la vegetación. Cuando
los nativos me dijeron que el jimpegwe era un animal de gran tamaño que comía
cañas y se caracterizaba por un comportamiento muy agresivo, tenían que estar
refiriéndose a alguna especie de hipopótamo.
»Alguna especie, ahí estaba
la clave. Todos los nativos estaban de acuerdo en que el jimpegwe era más
grande que el imkoko, que es como ellos denominan al hipopótamo. De
hecho, me comentaron que llegaba a matar a los hipopótamos que merodeaban por
sus territorios. Cuando supe lo grande y terrible que era el jimpegwe, empecé a
acariciar la idea de sorprender al mundo con una raza de hipopótamo mucho más
grande que la conocida; igual que el rinoceronte blanco es más grande que el
negro. Estaría situado cerca de los elefantes, dado su tamaño. Tras escuchar
todas esas historias durante días, mientras buscaba guías y porteadores, me fui
haciendo a la idea de lo que representaría introducirme en los pantanos
acarreando mi propio equipo.
»Lo cual no estaba muy
lejos de lo que iba a suceder al día siguiente. Los nativos de la zona me
acompañaron muy solícitamente hasta el extremo de los pantanos, pero una vez
allí, nada de lo que les ofrecí consiguió que aceptasen dar un paso más allá.
No podía censurarlos abiertamente. Ellos no tenían ninguna razón para confiar
en mi cañón del ocho, y los hipopótamos pueden ser, en efecto, muy peligrosos.
Yo había visto en una ocasión a un aborigen partido en dos por uno de ellos que
el nativo había alanceado. El hipopótamo esparció por el terreno los restos del
pobre cazador; su carne no entraba en la dieta del animal.
»En definitiva, sólo los
tres hombres que habían venido conmigo desde la costa me acompañaron; me eran
imprescindibles para abrir un sendero.
»Partí tan ligero de
equipaje como la ocasión me permitía, llevando sólo algunas galletas, botellas
de agua, la brújula y los rifles. Pero aun así nos llevó más de una hora el
avanzar a través de las cañas hasta un claro junto a un canal que zigzagueaba
entre los cañaverales.
»El aspecto de aquella zona
pantanosa era aterrador. Los papiros se elevaban casi dos metros en el aire;
sus tallos rectilíneos sostenían en lo alto cúmulos de finas hojas. En los
alrededores no había ningún árbol cuya altura sobrepasara a la de las cañas y
que nos pudiese servir de referencia; la vegetación de recias varas crecía
sobre las mismas aguas por todas partes. Con el paso de los siglos habían
creado un grueso piso de vegetación, debajo del cual el agua podía tener hasta
tres metros de profundidad. El temblor que sacudía a la base fangosa en que nos
asentábamos cada vez que la brisa mecía los tallos de los papiros me hacía
tener presente ese hecho. Incluso el canal estaba cubierto por una tupida capa
de la venenosa berza de los pantanos, tan amarga que hasta los hipopótamos se
negaban a comerla. El calor y los insectos eran igual de molestos que en
cualquier otro lugar de África, pero ese pantano tenía además unas miasmas
seculares que superaban con creces todo lo que hasta entonces había conocido
como molestias en la naturaleza africana. Después de estar aguardando durante
una hora, larga y monótona, tuve la impresión de que aquellos pantanos habían
permanecido igual desde que Keops hiciese construir su pirámide. Incluso un
millón de años antes de eso, la misma ciénaga asentada allí como un cáncer en
el corazón de África.
»No disimulaba su
malignidad. También en el Nilo, las aguas donde crecen los papiros se cobran
sus víctimas, atrapándolas hasta que perecen ahogadas o muertas de hambre...
Pero el Nilo era una serpentina de colores comparado con el Kagera.
»Aun así, ni a los
porteadores ni a mí nos preocupaba en exceso el pantano en sí. En el interior
de la enmarañada trama de vegetación se oían gritos y chasquidos, y era
imposible adivinar a qué distancia se hallaba el animal que los producía. Pero
por el momento nada había aparecido al alcance de nuestra vista. Los tallos de
caña limitaban la visión más allá de donde nos hallábamos; exceptuando el claro
que se extendía sobre las aguas del canal, todo lo que nos rodeaba era un
enigma para nosotros. La misma sensación que había sentido años atrás cuando
perseguía a un búfalo herido por una pradera de alta vegetación me dominó otra
vez. A media tarde empecé a arrepentirme de aquella expedición, y tomé la
decisión de ocuparme de los asuntos políticos a partir del día siguiente,
olvidándome del maldito pantano.
»Uno de los hombres me tocó
para atraer mi atención, pero yo ya había oído los ruidos. Habíamos encontrado
a nuestro jimpegwe; o él nos había encontrado a nosotros. Algo realmente grande
estaba ramoneando cerca del sendero que habíamos abierto por la mañana,
haciendo temblar el islote donde nos hallábamos. Sus chapoteos nos llegaban muy
cercanos, a sólo unos pocos centenares de metros, y estábamos con el viento en
contra. Todavía no me sentía preocupado en exceso; ningún hipopótamo podía
acercársenos atravesando las matas de papiros. No importaba cuan irascible
pudiera ser el jimpegwe, tenía que aproximarse a través del claro abierto por
el canal, donde me sería fácil pegarle un tiro.
»El jimpegwe nos había
olido, estaba claro. Se oyeron unos chapoteos nerviosos y por encima de ellos
un bramido como nunca antes escuchase. Para mi espanto, me di cuenta de que un
animal de cuerpo muy pesado se nos estaba aproximando a través del estrecho
margen, apenas un metro, de vegetación entrelazada que llegaba hasta el claro,
sin la menor opción de visibilidad para apuntar con posibilidades de éxito. Los
hombres y yo mismo constatamos que, fuera lo que fuese un jimpegwe, no se
trataba de un hipopótamo.
»El pánico se apoderó de
los porteadores e intentaron huir por el sendero abierto aquella mañana.
Cegados por el miedo, tropezaron entre la vegetación y acabaron sumergidos en
el fango hasta las caderas; se liberaban de él, cubiertos de rojizas
sanguijuelas que culebreaban sobre su piel, y de nuevo volvían a hundirse.
»Me mantuve firme, aunque
todo lo que podía ver eran los ondulantes tallos meciéndose ante mí, a un palmo
de mis narices. Sesenta años no es una buena edad para huir por los pantanos. Y
por otro lado, el intenso ruido que producía el jimpegwe al aproximarse me
confirmaba que la bestia sería mucho más rápida que yo y me alcanzaría en mi
huida.
»Los papiros se abrieron y
entre sus penachos alcancé a vislumbrar al jimpegwe: una enorme y ancha cabeza
de un verde grisáceo se elevó y un ojo inyectado en sangre se posó sobre mí. Al
instante siguiente la bestia retrocedió con una brutal sacudida, que volvió a
agitar el barro bajo mis pies. El animal se las había arreglado para
encaramarse unos segundos sobre el inestable sendero antes de ser vencido por
su propio peso. El vistazo que le había dado sirvió para confirmarme un detalle
sobre los jimpegwes: la bestia se había elevado por encima de los papiros; unos
dos metros de vegetación no le habían impedido observarme.
»Aunque ya no me quedaba
tiempo para salir corriendo, tampoco podía permanecer más a la espera. Mis
cañones del ocho estaban preparados; lo habían estado todo el día. Después de
acariciar con mis dedos, en la mano izquierda, las dos balas de repuesto, no me
quedaba nada más que hacer. Tenía el arma a punto, aguardando que el animal se
dejara ver de nuevo lo suficiente como para aventurar un buen tiro. Pero si se
le ocurría venir directo hacia mí a través de los tallos, no tendría la menor
posibilidad de hacer un buen disparo.
»A la escasa distancia de
cinco metros, el jimpegwe mostró de nuevo su cabezota. Apunté al centro de su
ancha frente, pero de nuevo la aparición duró sólo un instante. La pétrea
corteza de su piel resultaba impenetrable desde ese ángulo. No obstante, pude
darme cuenta de que el jimpegwe tenía aspecto de reptil. Su cabeza era similar
a la de un varano, salvo en el tamaño, aunque se unía al cuello en un ángulo
recto, como si el animal anduviese a dos patas la mayor parte del tiempo.
»Las cañas fueron sacudidas
como un bote en una tormenta mientras el jimpegwe cargaba hacia mí en los pocos
metros que aún nos separaban. La vegetación nos hacía invisibles el uno para el
otro. El grito de espanto de los porteadores fue silenciado por el crujido de
la vegetación y el chapoteo violento de la bestia aproximándose. Mi vista
estaba fija en las cimbreantes cañas, a la espera de vislumbrar un trozo de
cuero verdegrisáceo entre ellas. Tenía miedo de fallar el tiro; pánico de ser
despedazado sin luchar. Llegué incluso a pensar en la posibilidad de no dar en
el blanco de la enorme masa oscilante y salir volando tras mis hombres.
»Cuando estaba a tres
metros, y yo todavía no tenía a la vista su cuerpo, el jimpegwe lanzó un rugido
silbante y apareció ante mí. Sus patas delanteras levantadas mostraban un
espolón córneo en el lugar que ocuparía el pulgar en una mano humana. Tiré del
gatillo derecho cuando la boca de mi arma se hallaba a un palmo de su ojo
rojizo y reluciente de ira, y a continuación descargué el cañón izquierdo sobre
la arrugada pulpa de su garganta.
»Aunque pude ver cómo su
cabeza era despedida hacia atrás por la sacudida de los impactos, abrí el arma
y cargué. Curiosamente, recuerdo que mientras la primera vaina cayó con un
chasquido metálico entre las cañas, la segunda lo hizo silenciosamente. La
ciénaga se había silenciado momentáneamente bajo el estampido de mis disparos.
Y luego reverberó su sonoridad como un trueno lejano, mientras el jimpegwe se
estremecía fuera de mi vista. Cuando reapareció por mi flanco derecho,
vomitando rabia y sangre negruzca, le metí los dos tiros en el cuello. Una de
las balas debió de partirle el espinazo, pues el jimpegwe se curvó como un arco
y se dejó caer de espaldas sobre las aguas. Sus enormes cuartos traseros se
sacudieron en el aire, pero el animal ya había sido abatido.
Randall había permanecido
hechizado, de pie junto a la chimenea, durante toda la narración del anciano.
Entonces le dijo:
—¡Es maravilloso, tío John!
Pero ¿por qué lo has mantenido todo este tiempo en secreto? Han pasado casi
quince años.
Los labios del cazador se
contrajeron.
—Los científicos tienen sus
propias creencias acerca de lo que es real y lo que no lo es cuando se habla de
África, muchacho —dijo—. Recuerda cuántas barbaridades tuvo que oír Harry
Johnston cuando intentaba hacerles creer la existencia del okapi, una especie
de jirafa que había en la selva Ituri y que por entonces se consideraba extinguida.
¿Y qué clase de prueba podía haber traído yo solo, de aquellos pantanos?
Resoplando, sir John se
aproximó a un escritorio que había a sus espaldas y, después de mirar entre una
pila de papeles que había en una gaveta, alzó un objeto en la mano.
—Mira, ¿sabes qué es esto?
Randall tomó el objeto con
precaución. Era un cuerno negro de unos treinta centímetros de largo. Tenía
adheridos a su base colgajos secos de una carne que pudo ser de un reptil.
—¡El espolón! —exclamó el
muchacho—. ¡Se lo cortaste al jimpegwe!
—Que quede entre nosotros,
muchacho, pero sí, eso es lo que hice —dijo el anciano—. Sin embargo, cuando se
lo mostré a un tipo muy culto de Cambridge, todo lo que aceptó fue que podía
tratarse de un cuerno malformado de antílope; y es a él a quien creerían,
¿sabes?
No obstante, a pesar de la
amargura de su voz, el rostro del cazador mostraba esa expresión que
caracteriza a los hombres que se han realizado en la vida.
El mural
Roger
Jonson
Una vez, más se pone de
manifiesto la personalidad de August Derleth, al hablar de Roger Johnson, quien
(al igual que David Drake) publicó algunos trabajos en The Arkham Collector,
una pequeña revista que Derleth editó en los últimos años de su vida. Al
contrario que la mayoría de los escritores descubiertos por Derleth, Johnson no
siguió el camino de los relatos de terror, y es lamentable, porque El mural,
el primer relato que Johnson publicó, supone una esperanzante incursión en la
tradición clásica de las historias inglesas de fantasmas.
Nacido en 1947, Johnson ha
pasado toda su vida en Chelmsford, Essex. Apasionado seguidor del Gran
Detective, escribe regularmente una columna en el periódico de la London
Sherlock Holmes Society.
El mural se publicó por
vez primera en Saints and Relies (Santos y reliquias), editado por Rosemary
Pardoe, un libro de bolsillo navideño con cuentos sobre fantasmas y que salió
como complemento de su publicación anual estilo M. R. James Ghosts &
Scholars. Pardoe debería ser felicitada por haber recuperado a Roger Johnson
para el género, y sólo me resta desear que Roger no nos haga esperar otra
docena de años antes de dar a conocer otro de sus relatos.
—Deben entender que ésta no
es mi propia historia —dijo Harry Foster, mirándonos un tanto preocupado—.
Quiero decir que espero que no piensen que estoy aquí con falsas
pretensiones...
Era un hombre corpulento,
de rostro colorado, y todo él daba la impresión de ser un zorro grande y
amistoso. Me había sorprendido enormemente el saber que era —y de hecho sigue
siéndolo— un librero especializado en libros antiguos, con locales en el West
End y una casa en Upper Norwood.
—De acuerdo —dijo George
Cobett—. Es la historia en sí misma lo que nos interesa.
Y empezó a llenar su pipa a
la espera de que nuestro visitante justificase su viaje a Essex.
—Bien, bien. Llegó a mis
manos al realizar el inventario de una casona. Como ya sabrán, estoy
especializado en libros deportivos; no obstante, guardo en las estanterías una
amplia variedad de materias, que normalmente llegan a mis manos con ocasión de
subastas o embargos. Este libro en particular llegó junto con un lote que
perteneció al propietario de una casa en Surrey. El dueño había muerto, y sus
herederos —parientes lejanos todos— vendieron la casa con todas sus
pertenencias. Les fue imposible añadir dato alguno sobre el libro, y no logré
averiguar cómo llegó a manos del anciano. Quizá nunca lo sepamos. Sea como
fuere, aquí está.
Depositó sobre la mesa un
libro grande y con aspecto de ser un diario o un libro de notas. Su estado de
conservación era bastante lamentable, y sus cubiertas azules se habían tomado
grisáceas. Era posible que hubiese pasado por las manos de un librero de viejo
setenta u ochenta años atrás.
—El nombre que hay en el
interior de la cubierta es el del reverendo Stephen Gifford, vicario de Welford
Saint Paúl, en Essex —dijo Harry—. El lugar me es muy conocido, ya que un amigo
mío posee una casita de campo cerca de allí, y por esa razón sentí curiosidad
de leerlo. Es algo, digamos, inusitado.
Se ajustó unas gafas con
montura de concha y empezó a leer con voz ligeramente ronca, pero rica.
La parroquia de Welford
Saint Paúl es grande en extensión y pequeña en parroquianos. A menudo, los
visitantes se sorprenden de que la iglesia esté dedicada a san Lorenzo, y me
siento en la obligación de contarles que el pueblo, al igual que muchos otros
en Essex. obtuvo su nombre de los señores de Manor —en este caso, del deán y
capítulo de la catedral de Saint Paúl—, quienes poseían, y siguen poseyendo, un
buen trozo de tierra en este condado. De hecho, muy bien pudiera ser la familia
de terratenientes más antigua de Inglaterra.
La iglesia es muy vieja. La
mayoría de los edificios son normandos, pero las paredes de la capilla y la
pared norte del santuario fueron, evidentemente, obra de los anglosajones, y
como mínimo deben de tener unos mil años de antigüedad. Lo cual es una edad muy
respetable, incluso en este condado tan antiguo. El edificio es pequeño y
sencillo, sin ningún rasgo característico, y está compuesto de capilla, nave y
santuario, junto con una torre diminuta en su lado oeste. No tiene naves
laterales y, carente de toda pretenciosidad, el porche de la cara sur fue
construido por uno de mis predecesores, a principios del siglo pasado. En el
interior, las paredes están encaladas, y su blancura da al edificio un aspecto
sorprendentemente luminoso y espacioso.
En una de mis primeras
inspecciones, no obstante, me di cuenta de que se habían formado algunas
grietas en las blancas paredes, y dado que mis anteriores experiencias me
sugerían que llamase a un técnico, así lo hice. Como resultado de su visita, me
comunicó lo que ya me temía: las dos paredes norte, la de la nave y la de la
capilla, estaban en muy mal estado. Con la consiguiente llegada de los
restauradores, empezó un período de actividad y escándalo como esta pequeña
iglesia no había conocido desde hacía siglos.
Al atardecer del cuarto día
de obras, el cauto y paciente trabajo de los restauradores descubrió, bajo la
capa de cal que cubría toda esa pared del ala norte del santuario, un pedazo de
pared sobre el que se podía ver una capa de brillante colorido. Me tomé la
responsabilidad de cubrir esa pared y de llamar a un especialista.
Afortunadamente, conocía al hombre. Su nombre era Howard Faragher, y había
coincidido con él pocos meses atrás en la biblioteca de Londres, cuando me
hallaba allí visitando a mi amigo el auxiliar de bibliotecario. No tenía su
dirección, pero mi amigo nos podía poner en contacto. Llegó a Welford Saint
Paúl dos días más tarde. Era un hombre alto y correcto, mediados los treinta,
con el cabello totalmente desordenado y una amistosa y anhelante expresión en
el rostro.
—Bueno —dijo, después de
haber examinado el fragmento de pintura verde y roja—, ciertamente es una
pintura medieval, y por los colores y la manera en que han sido aplicados diría
que se trata de una obra muy antigua, posiblemente de finales del siglo doce.
—Pero ¡si está muy fresca!
—protesté—. Yo creía que en los frescos...
Él me interrumpió.
—No todos los murales son
frescos, como usted sabe, aunque todos los frescos son murales. Esa técnica
sólo es realmente posible en países con un clima cálido y seco, lo que no es
nuestro caso. No, esto es lo que llamamos secco. Las pinturas solían
estar compuestas de óxidos, y eran fijadas con caseína, simple leche desnatada,
a las paredes previamente encaladas. De ese modo los colores se conservaban muy
brillantes. Pero ahora, Gifford, voy a necesitar varios días para descubrir el
resto de esta pintura, que sin duda fue cubierta durante la Reforma, y no
pienso de ninguna manera esforzarme en averiguar de qué se trata con exactitud
hasta que haya finalizado, así que, por favor, deje todas sus preguntas para
entonces.
Estuvo trabajando durante
una semana con cuidadosa meticulosidad, conteniendo con suavidad y paciencia mi
inquietud y curiosidad. Cada tarde cubría la pintura con un trozo de tela y
regresaba conmigo a la vicaría. Mis impaciencias tropezaban siempre con una
reserva gentil pero firme, y nuestras conversaciones durante la cena solían
versar sobre historia o música.
Sin embargo, al quinto día,
después de cenar, retiró la servilleta de su cuello y dijo abruptamente:
—He terminado. No, no vaya
corriendo a verlo ahora. Es mejor que espere a mañana y lo contemple a la luz
del día; por otro lado, desearía tener un cambio de impresiones con usted antes
de que lo vea. Sugiero que nos acerquemos al Axe and Compasses y charlemos con
una jarra de cerveza en la mano. Me parece que me merezco una cerveza.
No añadió palabra hasta que
nos hallamos confortablemente sentados en nuestra posada local. Entonces,
después de un buen trago de cerveza, me miró con expresión burlona y dijo:
—Creo que hemos encontrado
a san Tosti.
Francamente, al principio
no sabía de qué me estaba hablando. El nombre me era absolutamente desconocido.
—¿Tosti? —dije—. ¿Un
italiano?
—Está pensando en el
compositor —dijo, acompañando sus palabras con una risita—. No, no, el santo
era inglés como usted y como yo, supongo. Al menos seguro que era anglosajón;
sin sangre normanda en sus venas. Creo que nunca fue muy conocido, pero destacó
en las primeras décadas del siglo once.
Empezaba a entender.
—Entonces vivió en una
época demasiado tardía como para ser mencionado en la Historia de Beda
el Venerable...
—Exacto. Y demasiado pronto
para haber conocido a los invasores normandos. Pero es usted quien debería
explicarme algo de él —dijo, otra vez con su sonrisa irónica.
—¿Yo? Pero...
Me había quedado sin habla.
—No tiene ni idea, ¿no es
así? Bien, el hecho es que su iglesia estuvo una vez dedicada a san Tosti. No hay
ninguna duda al respecto. De hecho, cuando nos conocimos en la biblioteca de
Londres me hallaba investigando la historia eclesiástica de Tendring Hundred
para un cliente, y ése fue precisamente uno de los detalles que me llamó la
atención. No obstante, la información relativa a Tosti es escasa; algunos
fragmentos en la biblioteca, un poco más en los Archivos Diocesanos de
Londres... y eso es todo. El nombre es ciertamente anglosajón. Quizá recuerde
que el rey Harold Godwinson tuvo un hermano llamado Tosti o Tostig, que lo
traicionó aliándose con Harold Hardrada.
—¡Pero es extraordinario!
—exclamé—. No hay ninguna mención de ello en el registro parroquial. Yo suponía
que el tal Tosti era lo que podíamos llamar un santo local, que no era
reconocido por el Vaticano.
También era cierto que
hasta el siglo trece el pontífice no se reservó el derecho de canonizar. Antes
de esa época hubo algunas irregularidades, que fueron velozmente extirpadas con
el nuevo decreto. El culto a san Tosti, al igual que muchos otros, debió de ser
visto desde un principio como superfluo y poco ortodoxo dentro del cuerpo de la
Iglesia.
—Esto explicaría por qué
nunca había oído hablar de él. Además, muchos de estos santos locales fueron
posteriormente aceptados y gradualmente canonizados. ¿Qué sucedió con este
hombre?
—No lo sé realmente —dijo
Faragher, encogiéndose de hombros—. Parece que todo fue algo, digamos, dudoso.
Las citas son escasas, como ya le he dicho, y no tomé ningún apunte de ellas en
particular, pero sí recuerdo que no pude encontrar nada en la vida de ese
hombre que me sugiriese santidad. Un comentario escrito a finales del siglo
doce, creo, ponía mucho énfasis sobre el supuesto celibato que mantuvo a lo
largo de su vida, pero allí donde uno espera encontrar detalles confirmando el
hecho de que el santo estaba siguiendo el camino de Nuestro Señor, o de que se
hallaba dentro del cuerpo de la Iglesia, nada de nada. En realidad, más bien me
dio la impresión de que no tuvo mucho que ver con ella.
—Muy interesante en verdad.
Pero entonces, ¿cuáles son las causas que hicieron a la gente considerarlo como
un santo?
—Hay algunas vagas
referencias a ciertos milagros. Pero por ahora, Gifford, tendrá que contentarse
con eso. Ya sabe, la mayoría de las citas que he encontrado hasta ahora son muy
posteriores a la supuesta muerte de Tosti.
El alargado rostro de
Faragher se iluminó de repente.
—Ah, sí —añadió—. Hay un
detalle muy importante. Un cronista que escribió alrededor del año mil ciento
veinte dice que Tosti estaba dando directrices a sus hermanos, ésa es la
palabra que usa, cuando en medio del sermón, simplemente, desapareció. La frase
es inequívoca: no murió, sino que desapareció. Ése es el único dato de que se
dispone acerca del final de san Tosti, y el cronista dice que lo obtuvo de un
testigo presencial. Curioso, ¿eh?
—Mucho. ¿Y qué le hace
pensar que el mural representa a este, más bien dudoso, santo?
Mi compañero amagó un
bostezo, y de repente me di cuenta de cuan cansado se le veía.
—Prefiero responderle a esa
pregunta mañana, cuando vea el mural. Luego, quizá podríamos ir los dos a
investigar más detalles en los Archivos de la Archidiócesis. Pero ahora, si no
le importa, cambiemos de tema. Me tomaría gustoso otra cerveza, y entonces sí
que estaré dispuesto para echar un buen sueño nocturno.
Al día siguiente mi primera
obligación era la de dirigir una breve eucaristía. El servicio, en aquel día de
la semana, era habitualmente muy poco concurrido. Y me sentí muy gratificado
por el hecho de ver a Faragher entre los asistentes. En efecto, su presencia
había incrementado el número de los congregados en un cincuenta por ciento. Las
sencillas y variadas frases del ritual, concebidas por el espíritu de Dios y el
espíritu de nuestros padres, absorbieron por completo mi atención, y no fue
hasta el final, tras pronunciar la bendición, cuando mi curiosidad sobre aquel
retrato volvió a despertarse. Howard Faragher me estaba aguardando a la salida
de la sacristía. Su inquietud por mostrarme la pintura era tan grande como la
mía por verla. Cruzamos el santuario hasta donde se hallaba el trozo de tela
colgada que tapaba el mural, y cuyas dimensiones eran aproximadamente dos
metros por uno veinte. Faragher alzó la mano y, con gesto teatral, arrancó la
tela de la pared.
Estoy seguro de que di un respingo.
Me quedé atónito, en un principio ante la pura belleza de aquella ignorada joya
de la iglesia, pero acto seguido me dominó otro sentimiento, de intranquilidad,
engendrado por algo demasiado sutil como para ser definido. ¿Era la impresión
de orgullo que proporcionaba la ascética expresión del hombre que teníamos, de
tamaño natural, ante nosotros? ¿Era el brillo extraordinario de aquellos ojos
que nos contemplaban? ¿O más bien la extraña e incierta figura, como si fuese
la sombra de un perro o de un lobo, postrada a sus pies y medio camuflada entre
sus ropas?
Todo el dibujo hacía unos
noventa centímetros de ancho por casi dos metros de alto. Los extremos estaban
pintados con una imitación muy exacta y detallista de los arcos románicos; las
columnas no tenían más que unos cinco centímetros. Entre ellas, sobre un fondo
gris y por encima de un suelo verdoso, estaba el santo. No cabía duda de que
era considerado un santo; ¿qué otra razón podía haber para que su imagen fuese
guardada como un tesoro en una iglesia cristiana? Sin embargo, había algo en su
plácida y arrogante expresión que sugería otra cosa. La figura era alta y
delgada, desprovista de cabello y con unas mandíbulas como de cascanueces; y
sobre todo, tenía unos ojos absolutamente llamativos. Al principio creí que los
penetrantes iris eran de color azul, pero una contemplación más detallada me
hizo ver que eran más bien de un gris indeterminado. Me hallaba divagando sobre
ese detalle cuando Faragher dijo:
—¿Se ha fijado en sus ojos?
No hay ninguna duda de que eran azules, cosa común entre los anglosajones...
—Se tomó un respiro y resumió—: En los tiempos de Tosti las diversas razas de
los invasores, incluyendo a los escandinavos, se mezclaron con los auténticos
ingleses, por cuyas venas también corría mucha sangre celta. Además, esta parte
al noreste de Essex fue siempre reclamada por los anglos y por los sajones
asentados al este del país, y no se puede decir con seguridad a cuál de ellos
pertenecía el santo.
Hubo una larga pausa, en la
que pareció que ponía en orden sus ideas.
—¡Ah! Sí, ojos azules
—añadió—. Bien, azules del todo resulta difícil encontrarlos en las pinturas
medievales. Normalmente lo conseguían usando azulita, cosa nada fácil. Por lo
general, los artistas usaban, como en este caso, una compleja mezcla de negro y
cal, con un toque de rojo ocre. Cabe suponer que el resultado sería una especie
de marrón parduzco, pero no hay duda de que lo que estamos observando intenta
ser un azul. No hay ninguna duda.
Su voz perdió intensidad, y
yo aparté con renuencia la vista de la figura dibujada sobre la pared.
Su mano izquierda estaba
alzada, como si estuviese bendiciendo, pero en lugar de tener los dos dedos, el
índice y el medio, elevados, como siempre había visto hasta entonces, sólo
tenía levantado el dedo índice, que señalaba directamente a las alturas. Le
comenté este detalle a mi compañero y éste, retornando de sus propias
ensoñaciones, replicó:
—Sí, muy interesante, en
efecto. Y da credibilidad a la idea de que había algo no del todo claro en la
pretendida santidad de este hombre. Normalmente el dedo índice extendido suele
ser en este tipo de murales signo de condenación... Y por otro lado, me llama
igualmente la atención el hecho de que sea la mano izquierda y no la derecha.
Por cierto, ¿se ha fijado en lo que sostiene con su mano derecha? Algo poco
común, una especie de látigo de nueve colas, ¿no es así? Este detalle en
particular es el que me ha confirmado que nuestro personaje debe de ser san
Tosti. Pues en la mayoría de los registros se menciona que llevó a sus enemigos
ante sí con la ayuda de un látigo. «Sus» enemigos, ¿Se da cuenta?, no los
enemigos de Cristo.
—Entonces, ¿no es un
símbolo de martirio?
—Ah, eso sólo se le podía
ocurrir a usted. Está pensando en la parrilla asociada a san Lorenzo. No,
parece que no hay ninguna duda de que era Tosti quien manejaba el látigo.
Además, incluso Nuestro Señor expulsó a los prestamistas del templo con la
ayuda de un látigo, así que no deberíamos pararnos en ese detalle mucho tiempo.
Pero ahora dígame, ¿qué opina de esto?
Y señaló a la curiosa
figura semidifuminada a que me he referido anteriormente. Se hallaba justo al
lado del pie izquierdo del santo, y parcialmente cubierta por el vuelo de su
manto rojizo. Podía estar tendida en cuclillas y alcanzaba más o menos la mitad
de la altura del hombre. No se podían distinguir sus rasgos y en realidad,
cuando más la miraba, menos seguro estaba de que la figura estuviese allí.
Podía haber sido, meramente, una mancha oscura sobre el fondo gris de la pintura.
Sin embargo, era tal la meticulosidad con que había sido representado el santo
que me inclinaba a pensar que no se trataba de una mancha.
—¿Puede ser un animal...,
un perro o un lobo, quizás asociado a la leyenda de san Tosti? —le pregunté a
Faragher.
Su respuesta fue negativa.
—Y es más —añadió, tras
pensarlo durante unos instantes—, un hecho, una sugerencia me baila por la
cabeza. —Hizo una áspera mueca—. Quizá lo averigüemos al visitar los Archivos
de la Archidiócesis. Y eso me recuerda que el tiempo pasa. Si queremos hacer un
buen trabajo en Colchester deberíamos partir de inmediato.
Abandoné con renuencia la
presencia del dubitativo y enigmático santo y me escurrí hasta la sacristía
para recoger mi abrigo y mi sombrero. Mientras me alejaba, pude ver a Faragher
observando intensamente una porción del retrato y murmurando, casi para sus
adentros: «¿Qué eres en realidad?; desearía que te mostrases para saberlo con
certeza».
El viaje hasta Colchester
no es muy largo, y, normalmente, hecho por la mañana a principios de la
primavera, resulta particularmente agradable. No obstante, mi impaciencia hizo
que me pareciese bastante largo y tedioso. Por fin, llegamos a la ciudad y nos
dirigimos a los Archivos de la Archidiócesis. Nuestra inquietud no fue cumplidamente
satisfecha, pues la información sobre san Tosti y los orígenes de Welford Saint
Paúl era más bien escasa, tal como suponía Faragher. Después de cerca de tres
horas, sólo habíamos encontrado unas pocas e inciertas referencias de
acontecimientos milagrosos, y una versión tardía —datada a mediados del siglo
XIII—, comentando que san Tosti había llevado ante sí a sus enemigos con la
ayuda de un látigo. Aunque también allí se podía leer la frase: «Los Hermanos
de Tosti habían proclamado en voz alta la magnificencia de Cristo», si bien
probablemente se trataba de una interpolación piadosa.
A las dos en punto el
encargado de la Archidiócesis declaró con exacerbante puntualidad que los
Archivos estaban a nuestra entera disposición cualquier otro día, por supuesto,
pero que ahora tenía que cerrar. Y, la verdad, yo ya empezaba a descartar la
posibilidad de hallar alguna información válida, cuando Howard Faragher lanzó
un grito de alegría.
—¡Gifford!, escuche esto.
Forma parte de un panfleto editado el año mil seiscientos doce por el puritano
Richard Fine. Se titula England, Rome and Babylon, y me consta que
Richard Fine fue un elemento importante en aquellos tiempos tan intolerantes.
Todas las copias fueron destruidas, exceptuando esta página, que no obstante,
tiene los bordes requemados...
—Pero ¿qué dice? —le
apremié.
—Empieza en mitad de una
frase: «... a su Señor mientras en Conversación con sus Hermanos»; una
referencia a la desaparición, creo. Y continúa: «Dicho Tosti era conocido como
asociado con un Ángel, como algunos dicen, u otros que lo llaman un Espíritu y
otras diferentes concepciones, no siendo una Criatura Divina sino Diabólica». Y
luego hay otro apartado, despotricando en términos generales de la superstición
papal.
El empleado, nada
comprensivo, nos interrumpió con una discreta tos, y Faragher se apresuró a
devolver el viejo papel a su lugar.
—Le ruego nos disculpe
—dijo—. No pretendíamos retrasarle. —Y mirando su reloj añadió—: De todos
modos, tenemos que partir ahora, si queremos encontrar algún sitio donde
almorzar.
Educada pero triunfalmente,
me acompañó hasta la salida. Permaneció callado durante unos instantes, pero en
cuanto estuvimos alejados del acoso del funcionario dijo con claridad:
—¿Qué piensa de todo esto,
querido amigo?
Sólo tenía un pensamiento
en la mente: la mortecina sombra que acompañaba a la figura pintada del santo,
tenía muy poco de angélica.
—Si no le importa —dijo
Faragher, así que llegamos a Welford Saint Paúl—, desearía permanecer aquí uno
o dos días más. Este asunto se está volviendo cada vez más interesante, y
preferiría volver a tapar el mural, hasta que estemos completamente seguros de
qué se trata. Supongo que los restauradores...
—No tiene de qué
preocuparse —contesté—. Los restauradores sólo saben que se ha descubierto una
pintura y que está siendo examinada por un experto.
—¡Espléndido! Bien, ¿vamos
a echarle otra ojeada, mientras queda algo de luz?
La sombra que yacía a los
pies de san Tosti seguía siendo tan enigmática e indefinible como siempre. Tras
contemplarla con detenimiento, Faragher dijo:
—Por favor, puede retirarse
si así lo desea, Gifford. Voy a quedarme a ver si puedo calcular con exactitud
la antigüedad de esto. ¿Quién sabe? Quizá pueda decirle incluso el nombre del
artista que lo pintó —concluyó, mirándome con una sonrisa.
Lo dejé solo, aunque
dominado por unas sospechas imprecisas; fuera cual fuese la verdad acerca de
san Tosti, estaba seguro de que la pintura en sí misma era impura. El orgullo
en la cara del asceta, el perezoso y arrogante gesto con que sostenía el látigo
de maligna apariencia, la siniestra, casi difuminada figura de su ignoto
acompañante... ¡El acompañante! No hubiera podido confirmarlo, pero estaba
seguro de que la sombra se había desplazado desde la última vez que la
viéramos.
La luz casi se había ido ya
cuando Faragher volvió a la vicaría. Parecía preocupado. Dándose golpecitos en
los labios con su largo índice en respuesta a mi pregunta dijo:
—Pues no he avanzado mucho,
me temo Mi apreciación original acerca de la antigüedad del dibujo puede estar
equivocada, ser demasiado tardía; puede que corresponda a finales del siglo
once. ¿Se ha fijado en los vuelos de las vestiduras del santo? La meticulosidad
con que están moldeados es un signo inequívoco de antigüedad en este país. En
efecto, los artistas posteriores abandonaron las influencias que llegaban del
continente y se concentraron mucho más en la pureza esencial de sus obras.
Incluso dudo que podamos nunca llegar a averiguar quien pintó a Tosti para
nosotros; simplemente, es demasiado antiguo.
—Mañana —dijo más tarde,
tras haber permanecido callado durante toda la cena— creo que me acercaré a las
Oficinas Diocesanas en Londres. No vale la pena ir a Rochester o a St. Albans
para consultar sus archivos y tratar de encontrar más información; poca cosa
más podrían aportarnos. Traeré mi cámara a la vuelta y una bengala de magnesio.
Trataré de tomarle algunas fotografías decentes a nuestro misterioso santo.
Aquella noche me retiré
pronto, dejando a Faragher con sus meditaciones. Estaba muy cansado, pero no
logré dormir nada bien; tuve unos sueños muy inquietos. No fueron pesadillas,
en el sentido de que no me produjeron terror, aunque instintivamente sentí
aislamiento y amenaza. Me hallaba en el patio de la iglesia de Welford Saint
Paúl, y a mi alrededor sólo se extendía una vaga oscuridad grisácea. Ante mí
estaba la iglesia; sus ventanales eran iluminados a intervalos por las débiles
llamas de las velas. Desde el edificio me llegaban los sonidos de unos
cánticos, aunque me era imposible, dada su suavidad —casi etérea—,
identificarlos e intentar recordar si la letra o la música me eran conocidas.
Caminé con desasosiego hasta el pórtico. Abrí las puertas y al entrar en el
edificio éste se oscureció repentinamente, aunque los cánticos continuaron, tan
débiles y atenuados como me sonasen con anterioridad. No fui consciente de ello
hasta que recordé el sueño por la mañana, pero el interior de aquel edificio no
tenía nada que ver con el de la iglesia de Welford. Tuve la impresión de un
vasto y casi infinito espacio; inmenso, oscuro y frío, sensación que se veía
reforzada, quizá, por la singular y distante cualidad de los cánticos
incorpóreos. Y según avanzaba, fui dominado por la sensación de que no era bien
recibido allí, ni nunca lo sería, aunque no podía decir el motivo. Algo
gigantesco, quizá el propio edificio, me era hostil, intranquilizadora y
sutilmente hostil. Es todo lo que recuerdo, pero es suficiente.
En el desayuno, Faragher,
aunque continuaba abstraído, estuvo más extravertido, y me saludó con una
pregunta:
—¿Ha dormido bien? —Y sin
esperar respuesta, continuó—: Yo no; he tenido un sueño muy intranquilo.
Dejando a un lado mis
propios recuerdos le dije:
—¡Cuéntemelo!
—Me hallaba caminando solo
—dijo—, por un bosque o algo parecido. El cielo estaba oscureciendo y sabía que
debía alcanzar mi destino antes de que anocheciera... No, no tengo idea de cuál
era ese destino, ni siquiera el porqué de tanta premura. Caminaba muy de prisa,
y al hacerlo, me apercibí de que algo me estaba acechando. No podía verlo, ni
saber exactamente dónde se hallaba, pero podía oír cómo se desplazaba, con
espeluznante tranquilidad, muy cerca de mí.
—Entonces, ¿era algo, y no
alguien?
—No puedo estar seguro.
¡Ahí está el detalle malévolo! Yo sólo podía notar el susurro de sus pasos al
desplazarse casi a mi lado; oía las pisadas de sus patas, muy largas. Creo que
estuvo jugando conmigo, como el gato con el ratón. Sí, tenía unas patas muy
largas pero... me es imposible decirle cuántas...
Antes de que Faragher
saliese hacia Colchester para coger el tren de Londres, fuimos a mirar, una vez
más, el dibujo del mural. Mi amigo permaneció callado, aunque me observaba con
inquietud, y de nuevo me dio la impresión de que la difuminada figura que
acompañaba a Tosti se había desplazado.
Estaba cruzando el patio de
la iglesia después de los cantos de la tarde cuando Faragher regresó de
Londres. Sonriendo con tristeza me saludó con la mano y luego empezó a
descargar dos voluminosos paquetes del portaequipajes: uno cuadrado y muy
grande, que contenía su cámara y las placas; y una bolsa alargada, como la de
los jugadores de golf. Esta última contenía el trípode. Me acerqué para
ayudarle a transportarlo todo hasta la vicaría.
—Ante todo, vamos a cenar
—dije—, luego me podrá contar todo lo que sepa.
—Hay poco que contar
—contestó—. Un documento del siglo trece, escrito por un clérigo de Saint Paúl,
que se refiere crípticamente a reliqua Sancti Tostigii, y un mandato
episcopal del rey Eduardo VI dictaminando que un relicario fuese destruido en la
iglesia de Welford. Eso es todo. Nada que identificase a la reliquia, y sólo la
ausencia de otras pruebas me hace pensar que el relicario estaba en relación
con nuestro santo. Debió de haber contenido algún tipo de reliquia, y muy bien
pudo haber sido de Tosti.
Después de la cena llevamos
el equipo fotográfico hasta el interior de la oscura iglesia. Con la bengala de
magnesio no era necesaria ninguna otra iluminación, y media docena de velas
fueron suficientes para alumbramos mientras colocábamos el trípode y
asegurábamos la cámara sobre él. Sólo entonces volvimos a observar
detalladamente la pintura. Al oír las siguientes palabras de Faragher me dio un
vuelco el corazón.
—La primera vez que
examinamos esto ¿no estaba el acompañante de Tosti parcialmente cubierto por
las vestiduras de éste? —preguntó.
—En efecto —contesté
vacilante—. Pero ahora hay un claro espacio entre ambos. La sombra,
definitivamente, se ha desplazado hacia un extremo del mural.
El malsano pensamiento de
que trataba de salirse de la pintura me sacudió. Pero este detalle
absolutamente imposible no hizo más que reforzar el interés de mi amigo. Con
premeditada calma, tomó tres fotografías del dibujo y luego empezó a recoger su
equipo, diciendo:
—Las revelaré por la
mañana, y veremos qué secretos nos revelan.
Yo cargué con el trípode y
Faragher tomó la cámara y las placas. Todavía no había salido la luna, y unas
gruesas nubes oscurecían el cielo. La oscuridad en el patio de la iglesia era
casi sobrenatural. No se veía ninguna luz en la vicaría; el ama de llaves hacía
tiempo que se había ido. Afortunadamente, el recorrido era breve y en línea
recta, así que no tuvimos dificultad en alcanzar la entrada de la vicaría. Sin
embargo, una vez allí, como hecho adrede, tropecé con el escalón y me caí,
torciéndome seriamente el tobillo. Dejé caer el pesado fardo, pero Faragher lo
recuperó ileso. Luego, cargando con los dos bultos, y ayudándome mientras yo
avanzaba a saltitos, alcanzamos la puerta de entrada a la casa.
Tomé la llave y abrí la
puerta, para que él pudiese entrar y encender las luces antes de socorrerme.
Noté, mejor que vi, cómo entraba palpando las paredes en busca del interruptor
eléctrico, que está al lado izquierdo de la puerta, apenas se entra. Se oyó un
apagado «clic», pero las luces no se encendieron. Oí la voz de Faragher
diciendo:
—Lo siento, pero parece que
se ha fundido la bombilla. ¿Lo intento con la luz del estudio?
—De acuerdo —le contesté—,
hágalo, por favor. La puerta se halla a sólo unos pocos metros más allá, en la
misma dirección.
Poco después oí cómo se
abría la puerta del estudio, y de nuevo sonó el amortiguado «clic» en la
oscuridad.
—Esto es irritante —dijo—.
Tengo la impresión de que nos las tendremos que apañar con velas por esta
noche. Mañana ya intentaremos arreglar la instalación.
Suspiré, por qué negarlo,
con cierto mal humor.
—Muy bien. Las velas están
en la cocina, en una bandeja debajo de la alacena. La segunda puerta, seis
metros a la derecha.
Oí cómo palpaba su
itinerario a lo largo de la pared. El tiempo parecía estar inmovilizado y,
cuando me llegó de nuevo su voz, ésta parecía extrañamente distante.
—¡Gifford! Ha dicho la
segunda puerta a la derecha, ¿no? Pues ya he recorrido los seis metros y
todavía no he hallado la puerta.
Algo parecido al miedo me
sacudió. No hacía mucho que vivía en la vicaría, pero sí lo suficiente como
para saber dónde se encontraban todas las habitaciones.
De nuevo se oyó su voz,
clara pero muy débil.
—Parece que hay un recodo
en el pasillo. No recordaba ese detalle.
Tampoco lo recordaba yo;
sabía que el pasillo cruzaba la casa en línea recta, de un lado a otro, hasta
llegar a la puerta que daba al jardín.
De repente, noté una nota
histérica en la voz de Faragher cuando dijo:
—Lo intentaré por aquí;
quizás encuentre la puerta por este lado.
Su débil voz me llegó de
nuevo poco después.
—Aquí no hay ninguna
puerta.
Hubo un silencio
terriblemente largo, y cuando volví a oír la voz de mi amigo, ésta parecía
venir del infinito. Sus palabras fueron sencillas y, dadas las circunstancias,
terroríficas.
—¡Dios mío!
Su voz parecía percutir,
como un eco, desde el vacío, como si reverberase en el abismo; la oí durante
varios minutos hasta que finalmente cesó.
Desesperado, me incorporé
en la entrada, olvidando el dolor de mi tobillo, y busqué a tientas el
interruptor eléctrico. Lo hallé, lo accioné, y la luz brotó en la oscuridad,
para revelarme el recibidor, tal como siempre había estado. Corrí de la entrada
al otro extremo de la casa.
—Faragher —gritaba. Y de
nuevo—: ¡Faragher!
Luego el dolor y la confusión
me vencieron y caí al suelo desvanecido.
Me desperté en un alba
grisácea. Me temblaba el cuerpo de frío y la cabeza parecía que iba a
estallarme. Desesperado y desesperanzado, me arrastré cojeando a través de la
casa, en busca de alguna señal de mi amigo. No encontré nada. La puerta trasera
estaba cerrada. También lo estaban las ventanas, previsoramente, dado el
relente nocturno, y aunque no podía jurar que él no hubiera vuelto del interior
de la casa en la oscuridad, pasando por encima de mi cuerpo tendido en el
suelo, sabía que no había sucedido así. La respuesta no se hallaba en el
exterior de la casa, ni tampoco dentro de ella. Permanecí tumbado en el sofá de
mi estudio por espacio de dos horas, con la cabeza y el tobillo palpitándome
incontenibles, y por fin concluí, tal como había pensado desde el principio,
que la respuesta se hallaba en el maldito mural, con el falso santo y su
infernal acompañante. Era una respuesta, pensé, que ellos se guardarían para
siempre.
En eso me equivocaba. Con
la ayuda de un grueso bastón, crucé vacilando el patio y entré en la iglesia,
sin saber lo que iba a encontrar, pero lleno de temor. En el santuario, el
trozo de tela continuaba cubriendo la pintura, pero antes de descubrirla, me
arrodillé ante el altar, orando para comprender lo que debía hacer, y pidiendo
fortaleza para hacerlo. Fortalecido, pero no menos tranquilo, avancé hasta la
pared norte y tiré con energía del paño. Había suficiente luz para poder ver la
pintura con claridad, y cada detalle de ella se me quedó grabado en la memoria.
Quedé contemplándola durante varios minutos; una sensación de malestar me fue
empapando el espíritu, y entonces hice lo que tenía que hacer. Bendiciendo la
precaución que había tomado, al evitar que los restauradores contemplasen la
pintura, alcé el bastón y martillé con él la pared, trozo a trozo, hasta que
todas las partículas de yeso saltaron al suelo. Luego pisoteé los trozos de
yeso bajo mis pies; pronto sólo quedó una capa de polvo sobre el suelo. No me
iba a ser difícil idear alguna historia para satisfacer la curiosidad de los
restauradores. Por fin, sofocado y sollozando, me arrodillé de nuevo ante el
altar y oré por el alma de Howard Faragher.
El mural, en su último día,
estaba tal como lo habíamos visto por primera vez, excepto por un detalle. La
delgada figura de san Tosti seguía de pie, sujetando su látigo y apuntando con
el dedo a las alturas, y la difuminada forma de su acompañante volvía a estar
semioculta bajo su manto, junto al pie izquierdo. Pero ahora, los rasgos de la
sombra eran distinguibles; débiles, pero muy claros. Eran los rasgos de Howard
Faragher.
Harry Foster dejó a un lado
el libro y se quitó las gafas.
—Sólo hay que añadir un
detalle —dijo—. Gifford dice que cuando reveló las fotografías, sólo encontró
la imagen de san Tosti. Ni rastro de una sombra o de algún tipo de acompañante.
Quemó las copias y las redujo a polvo.
Harry nos observó uno a uno
con una sonrisa irónica y dijo:
—¿Y bien? ¿Qué conclusión
sacan de todo ello, amigos?
—¿Ha hecho usted alguna
averiguación en los archivos parroquiales, por ejemplo? —pregunté
dubitativamente—. ¿Y qué hay del tal Tosti?
Harry encendió un puro y le
dio un par de chupadas antes de contestar.
—No he vuelto a ir a
Welford Saint Paúl —dijo—, ni tengo intención de hacerlo. Quizá porque temo que
la historia pueda ser verdadera, y quizá porque temo que no lo sea. Todo lo que
puedo decirles es esto: hace un par de semanas adquirí un directorio clerical
de Crockford, una copia del año mil novecientos diez, y hallé que un tal
Stephen Gifford había sido el vicario de Welford Saint Paúl desde el mes de
febrero del año mil novecientos siete. —Se encogió de hombros—. Dejémoslo así,
¿no les parece?
Dirigí una fugaz mirada a
George Cobbett, que tenía los ojos fijos en la mesa ante sí. Tenía la mandíbula
contraída y los labios apretados. Y pude ver que estaba pensando, al igual que
yo: «¿Lo dejamos?».
El recuerdo
Vincent
McHardy
Nacido el 26
de abril de 1955, el escritor canadiense Vincent McHardy reside normalmente en
Agincourt, Ontario. Después de tres años de estudios de antropología en la
universidad de York, McHardy estuvo viajando algún tiempo, hasta que,
recientemente, se decidió a escribir. Su entusiasmo desde adolescente por la
literatura fantástica (siendo joven leyó 35 libros Dark Shadows
y 76 Doc Savage, en un período de cuatro años, y dice haber leído hasta
quince veces desde que lo tuviese en sus manos por vez primera Something
Wicked This Way Comes [Algo perverso viene de allí], de Ray Bradbury) ha
dirigido sus pasos como escritor hacia la fantasía y el terror. Sus relatos
breves han aparecido en varias publicaciones: Reader's Choice, The Horror
Show, Moonscape, Damnations, y otras. El recuerdo fue publicado por
primera vez en una pequeña revista canadiense, Quarry, y también ha sido
vendido para su emisión por la radio canadiense. McHardy está ahora buscando un
editor para que le publique una colección de sus relatos de terror. Si tiene
muchos más tan espeluznantes como El recuerdo, seguro que recibirá
varías propuestas.
La señorita Brock tiró
enérgicamente del cajón de su mesa. En su interior se apilaban los tesoros
confiscados entre los alumnos de la clase 402. Gomas de mascar. Pistolas de
agua vacías. Cómics. No era nada fácil enseñar a 32 estudiantes, pensó la
señorita Brock. Era difícil que pasase un día sin que el apetito del cajón de
su mesa fuese saciado con algún nuevo juguete.
—William, trae eso aquí
inmediatamente.
Will se enderezó en su
silla. Cogido en falta, se quedó silencioso, esperando que ella no hubiese
visto lo que él sabía que sí había sido captado por su mirada acechante.
—William, he dicho ahora.
«¿Por qué ahora? —pensó
Will mientras se acercaba a la mesa—. ¿Por qué, como siempre, todo tiene que
ser ahora?»
—Venga, abre la mano.
Veamos lo que escondes.
Conteniendo las lágrimas,
Will mostró su mano abierta. Biffle, el payaso en forma de laberinto, mostró
sus ojos ciegos y huecos. Su boca abierta trataba de captar las bolitas que
iban de un lado a otro en el fondo del estuche.
—Vaya, un laberinto. Te
buscas problemas por una baratija como ésta...
—Señorita Brock... —dijo.
—No creo que valga la pena
castigarte. Pero no puedo hacer una excepción, ni siquiera con un alumno
favorito. Te quedas castigado hasta las cuatro. Siéntate.
Mientras regresaba a su
sitio, Will pudo oír el gemido sollozante de Biffle desde el interior de la
mesa de la maestra. Había quedado semicubierto por los tebeos de Tommy Huspens
sobre monstruos del cine. No tenía ninguna oportunidad allí encerrado. Dentro,
en la oscuridad. Ellos podrían...
—William, deja de sollozar
—dijo la señorita Brock—. Ya conoces las normas. No estáis aquí para jugar,
sino para aprender. Todos los juguetes van al cajón. —Luego añadió—: Ahora,
chicos, sacad vuestros libros de geografía.
Will no se enteró de lo que
la profesora había dicho; estaba preocupado a causa de las serpientes que se
estaban acercando a su pupitre. Habían empezado a aparecer en el momento en que
ella encerró a Biffle. Se habían colado por la ventana en grupo compacto,
atraídas por el olor de su miedo. Solo, lejos de la protección de Biffle, tenía
que actuar con diligencia.
Temblando, Will extrajo del
bolsillo trasero de su pantalón cuatro plumas de paloma y cuatro de estornino.
Sin apartar la vista de la maestra, las dejó en el suelo, suavemente,
colocándolas alrededor de su silla. Una vez a salvo del peligro que culebreaba
por el suelo, se enderezó. Las serpientes trazaban círculos alrededor del
pupitre. Contenidas por el momento, buscaban un resquicio para avanzar.
La señorita Brock
permaneció de cara a la pizarra, dando a Will la oportunidad de formular un
último conjuro. Sacó del bolsillo de su camisa la piel seca de una serpiente.
Desmenuzándola hasta convertirla en un fino polvo, la esparció por encima del
pupitre. Humedeciéndose los dedos, escribió ocho veces la palabra FUERA. Luego,
hizo una pelotita con los residuos. Las serpientes dejaron de moverse
acechando. Sus lenguas colgaban lánguidas. Will se volvió hacia la ventana y
lanzó afuera la pelotita.
Estaba a salvo, pero ¿por
cuánto tiempo? ¿Qué podía pasarle sin la protección de Biffie? Él debía
regresar. Era su única oportunidad. Biffle ya le había demostrado su magia,
desde la primera vez que apareció en la vida de Will.
Éste tenía cuatro años, y
había ido a la ciudad a realizar las compras navideñas con su hermano mayor. La
luz del semáforo estaba en ámbar, y John gritó: «Corre, lo conseguiremos». Fue
entonces cuando Will vio a Biffle sentado sobre un banco lleno de nieve. Él se
paró y Biffie sonrió. John cruzó y lo atropellaron. Biffie había salvado a Will
y condenado a su hermano.
Su amistad había sido
sellada con sangre. Nacida entre la sangre, debía concluir con sangre.
¿Por qué había permitido
que ella viese a Biffle? Falta de precaución era todo lo que se le ocurría.
Ella siempre se había portado muy bien con él. Nunca le regañaba. Jamás le
pegó, como hacían sus padres. Se había sentido seguro en la escuela, y había
bajado la guardia.
Tantos años de rapiña la
habían vuelto avariciosa. No tenía suficiente con las chucherías de los otros.
Buscaba con avidez algo grande como postre. Lo había olido. Lo había cogido,
masticado y tragado. Biffle pudriéndose en la oscuridad... Ella no estaría
dispuesta a devolvérselo por las buenas, y él no tema fuerza para obligarla.
Podía intentar hacer un trato con ella, pero no poseía nada factible para
realizar un intercambio. ¿Qué hacer? Estaba perdido. Había gastado todos sus
recursos en mantener alejadas a las serpientes; ellas no se habrían atrevido a
sacar las cabezas si Biffle hubiese permanecido con él. Solo, era débil, una
hoja seca sacudida por la brisa más suave.
Desde su solitario
observatorio, contempló a la señorita Brock desplegando su magia. Su poder como
bruja era incomprensible. Nunca la había visto usando conjuros, marcas o
movimientos con las manos. Pero sabía en cada momento lo que estaba haciendo
cada uno de ellos. Estando de espaldas, cogía en falta a los truhanes y los
castigaba con fría determinación. Nadie cuestionaba su autoridad.
Will observó como una gota
de sudor se le formaba a la maestra en la barbilla, resbalaba y se le deslizaba
por el cuello hasta perderse en las profundidades del vestido.
La campana del recreo
rescató a los alumnos de los misterios de la geografía. Al igual que las
cuentas de un collar roto, se desparramaron por el ardiente asfalto del patio.
Los juegos y charlas acapararon la actividad de los chicos. Se formaron grupos.
Algunos continuaban los debates interrumpidos el día anterior. La actividad se
adueñó de todos y cada uno de los muchachos, excepto de Will. Observando y a la
espera, se sentó a la sombra, apoyándose en el muro de ladrillos opuesto al
edificio del vigilante.
Podía llegar en cualquier
instante, desde cualquier punto. Pero él estaba preparado. Sin la protección de
Biffle no se atrevía a darles alguna oportunidad jugando como los otros
muchachos. Su método de defensa era burdo; una última solución a la
desesperada. Se sentó dentro de un círculo trazado con tiza, media
circunferencia sobre el suelo y la otra media sobre la pared. Marcó los cuatro
puntos cardinales con las siglas B-I-F-F. Entre sus piernas abiertas dibujó a
Biffle. Puso color en sus tristes ojos vacíos, y le cerró la boca abierta por
el miedo. Norte, sur, este y oeste alrededor del dibujo: depositó cuatro
canicas transparentes. Por el momento, era todo lo que podía hacer.
Un nubarrón tapó el sol, y
la temperatura descendió. Hojas de yerba seca corrieron por el patio,
confundiéndose con el alquitrán. Will se apercibió del cambio y cerró las
piernas. Henry Kenner y su banda dieron la vuelta a la esquina y lo vieron.
Will conocía a Henry, quien se había proclamado a sí mismo cabecilla del
recreo, y sabía que iba a tratar de sacar partido de esa oportunidad.
—Vaya, vaya, mira a quién
tenemos aquí —dijo Henry cuando se hubo aproximado—. Pero si es el favorito de
la profesora... ¿Qué te pasa? Pareces enfermo. Deberías visitar al veterinario.
—Oye, éste puede servir
—dijo Fred Bollo, el compinche de Henry—. ¿Por qué no le muestras a él la
fotografía? Quizá le levante la moral.
—Acabas de leerme los
pensamientos, Fred. Toma, favorito, échale un vistazo a tu señorita.
Henry se sacó del bolsillo
de la chaqueta una fotografía arrugada y con un gesto lleno de arrogancia se la
plantó a Will delante de los ojos.
Will intentó mantenerlos
cerrados, pero le fue imposible. Justo en el momento en que lo intentó, supo
que el círculo había sido violado. La intriga del mal había derrumbado su única
defensa. La húmeda mano de Henry sostenía un retrato de la señorita Brock
desnuda, abierta como un pez destripado. La fotografía era una burda
falsificación; la cabeza la habían recortado de un panfleto de la Asociación de
Padres y Maestros, y el cuerpo de una revista para hombres. Sin embargo, el
efecto sobre Will fue auténtico.
Will trató de apoderarse de
la fotografía, incorporándose enérgicamente.
—¿Cómo os habéis atrevido,
ignorantes? ¿Cómo osáis intentar arrebatarle el alma? ¡Dadme eso!
Pero, anticipándose a sus
movimientos, Henry le dio un empujón y lo aprisionó contra la pared. Sus
secuaces se adelantaron y sujetaron a Will, cogiéndolo por los brazos.
—Eh, tú, no te lo tomes
así. Te estoy haciendo un favor. Estás aquí para ser educado, ¿no? Bien, ellos
no te van a enseñar este tipo de cosas. Te estoy mostrando lo que ellos no
quieren que sepas, ¿entiendes? Estás en deuda conmigo.
Henry alzó la arrugada
fotografía y la pasó ante los rostros de su pandilla.
—Os digo que el favorito va
a empezar a comprender quién manda aquí.
Risas de burla brotaron del
corrillo.
Fred fue el primero en
dejar de reír, apercibiéndose de lo que había en el lugar donde Will había
estado sentado.
—Will, mira esto. Alguien
ha perdido sus canicas —dijo.
—Aja —rugió Henry—. Es una
lástima lo poco que se preocupa la gente de sus pertenencias. Las dejan por ahí
tiradas, haciendo que se extravíen. Bueno, deben aprender por el camino
difícil.
De un violento puntapié,
las mandó lejos de sus disposiciones alrededor de la órbita.
—¡Pandilla! —gritó,
abriéndose paso.
El grupo se alejó
remoloneando; dudaban si debían darle a Will un toque definitivo.
Relajándose, Will se dejó
caer y empezó a llorar. A través de sus irritados ojos pudo ver el rostro de
Biffle pateado. Indagando en lo hondo de sus bolsillos, Will extrajo dos
monedas de plata. Se las colocó bajo la lengua, y se concentró en sus lágrimas.
Pestañeando, provocó que dos gruesos lagrimones se deslizasen por sus mejillas.
Cayeron sobre el rostro de Biffle, y éste pudo ver. Tocándose la cara con un
dedo, Will trasladó otra lágrima, y Biffle pudo hablar.
—Por ahora estamos a salvo.
Esperemos y veamos. Tenemos tiempo —dijo.
Las clases de la tarde se
convirtieron en una pesadilla. Will esperaba que Henry fuese descubierto, su
imagen vudú destruida, su maldición exterminada. Pero la señorita Brock ignoró
tal posibilidad. El poder de Henry había acabado con la clarividencia interior
de la maestra. El silencio se hizo en el aula, y empezó la lección. Pronto se
haría evidente que la señorita Brock estaba en peligro.
La primera evidencia no
tardó en acontecer. A los diez minutos de empezada la clase, el trozo de tiza
que ella estaba usando se partió en dos. Los trozos que quedaron eran demasiado
pequeños para escribir con comodidad. Cuando se aproximaba a un armario próximo
a su mesa en busca de otra barra, patinó, se rompió el tacón del zapato y se
dio un fuerte golpe en la espalda. Pasó el resto de la jornada con constantes
dolores.
Desde su posición, dos
hileras más atrás, Will podía ver como Henry estaba contemplando el retrato de
ella. La señorita Brock estaba perdida; confundida, iba de un desastre a otro.
Ella debería tomar precauciones, formar una defensa, lanzar un conjuro, incluso
podía usar los tesoros que guardaba en su mesa. Ni lo intentó. Se sentó y quedó
prendida del mágico magnetismo que la sonrisa de Henry tema.
El ataque final se produjo
a las tres menos diez. La señorita Brock se acercó al armario en busca de un
mapa. Pasaron unos instantes y luego ella lanzó un grito. Todos los ojos
confluyeron sobre ella, que apareció totalmente cubierta de pintura. Azul, rojo
y amarillo, los colores le goteaban por el lado izquierdo de su cara, y se
esparcían sobre su frente. El estante que soportaba los potes de pintura se
había caído de sus soportes cuando ella intentó tirar del mapa.
Henry la tenía en la palma
de la mano, pensó Will. Podía cerrar el puño y estrujarla cuando él quisiese.
Pero decidió aguardar y seguir jugando por un rato. La muerte sería lenta y
dolorosa.
No había nada que hacer. La
señorita Brock dio por finalizada la clase antes de la hora, y le dijo a Will
que viniese una hora antes el día siguiente, para cumplir con su castigo. Nunca
antes había hecho esto. Su sentido del orden se había debilitado. Estaba
perdida. Y no tenía nadie en quien confiar.
Will se acordó de un roedor
que había matado a tiros tiempo atrás. El animal se quedó sentado tras recibir
los tres impactos. Vomitaba sangre. Tenía la muerte encima. Y enfrentándose al
hecho de ser contemplado por la mirada llena de satisfacción de Will y morir
humillado ante él, el roedor usó sus últimas energías para deslizarse debajo de
unas piedras. Allí murió, comprimido entre la fría tierra, solo.
La señorita Brock se iba a
ir a su casa a morir. La gracia y la belleza de sus enseñanzas se acabarían
para siempre. El recuerdo de una gloria pasada, el aula, una tumba era un lugar
demasiado cruel para su memoria. La muerte era una comunión privada. Y podía
acontecerle esa noche, en su casa, a solas.
—Bien patanes. Fútbol
—gritó Henry, abriéndose paso entre los muchachos.
La mayoría de ellos fue
detrás de su líder hasta el campo. Will fue el último en salir. Luego se quedó
mirando cómo empezaba el partido.
—Mejor. Estará ocupado
durante el encuentro. Me está otorgando el tiempo suficiente —masculló Will.
Will cruzó el campo
pensando en su historia favorita. En las horas de lectura siempre se entretenía
con la historia de David y Goliat. Le maravillaba cómo David había vencido al
gigante. En contra de todas las previsiones, intentó lo imposible y lo
consiguió. Will lo intentaría también.
El campo finalizaba en una
torrentera que lo separaba de unos sembrados. Will escogió una piedra del
tamaño de su mano, y se escondió en la torrentera a la espera de Henry. Éste
nunca dejaba de coger ese atajo para ir a su casa. De repente, empezó a llover.
Will se escondió más todavía. El partido sería interrumpido. Sobre la cresta de
la ladera apareció la cabeza de Henry. Medio deslizándose, medio tropezando,
alcanzó el fondo. Empezó a trepar por la pendiente opuesta, y estaba a medio
camino cuando Will, saltando de su escondite, le lanzó la piedra. Henry cayó de
espaldas. Sus ojos quedaron en blanco, vidriosos.
—Te han abandonado tus
ejércitos. Goliat. Han salido corriendo. Y yo me voy a asegurar de que nunca
más te levantes. Will abrió su cuchillo de monte y empezó su trabajo.
La señorita había pensado
llamar al día siguiente por la mañana, excusando su presencia por el resfriado
que había cogido la tarde anterior. Aquel maldito coche se negó a que le
cerrasen la ventanilla, que permaneció abierta durante todo el largo trayecto
desde la escuela hasta su casa. Cuarenta kilómetros bajo la lluvia y con el
frío viento entrando con toda libertad en el coche. Honestamente, el día
anterior había sido el peor de toda su carrera como profesora. Había estado a
punto de tirar la toalla. Pero la devoción y su optimismo la hicieron
reconsiderar sus ideas. Si un caballo te tira, vuelve a montarlo de inmediato,
si no tendrás miedo el resto de tu vida, solía decir. Hoy todo iría mejor.
Al entrar en el aula a las
ocho menos cuarto se alegró de ver que Will ya estaba allí, sentado en su
pupitre, y a la espera de su castigo.
—William, ¿por qué has
venido un cuarto de hora antes?
—Ya lo sé, pero estoy aquí
desde mucho antes —le contestó Will, enderezándose sobre su silla.
—¿De verdad? ¿Es eso
cierto? ¿Qué razones tienes? La mayoría de muchachos odian el venir y no pueden
aguardar al momento de salir. ¿Qué hace que tú seas diferente?
—Quería arreglar todo lo
que ocurrió ayer, todas aquellas cosas terribles.
La señorita Brock sonrió
burlonamente mientras ascendía el escalón de la tarima. Sí, esa era la razón
por la que no había tomado la baja.
—Oh,
venga, William. Tampoco
fui tan dura contigo. No quise serlo. Era la primera vez que tenías un
patinazo. Todos nos equivocamos alguna vez, y tarde o temprano siempre pagamos
por nuestros errores. No quería imponerte ningún castigo. Pero tengo que dar
ejemplo ante los otros muchachos. Si paso por alto tus faltas, ¡Dios sabe qué
acabarían haciendo los otros!
—Yo...
—¿Qué fue eso?
—¿Qué fue qué, señorita
Brock?
—He oído un zumbido. Igual
que... William, ¿qué fue eso?
Will bajó la vista hacia
Biffle y lo sacudió un poco más.
—Oh, es tan sólo un amigo.
La hemos estado esperando.
Sonrojándose de ira, tomó a
Biffle. Will se quedó sentado.
—Pero si es igual que el de
ayer. Has tenido la desvergüenza de traer otro juguete estando castigado.
La señorita Brock pateó el
suelo con sus tacones. Luego, arrepentida de su debilidad, tomó a la mesa
haciendo sonar fuertemente sus pasos.
—De acuerdo, William, te
voy a dar la oportunidad de mostrarme cuántos juguetes más tienes guardados. Te
has ganado dos semanas de castigo.
—Está equivocada, señorita
Brock —dijo Will levantándose—; sólo tengo un Biffle. No existen más.
—¿Biffle? ¿Quién es Biffle?
Te estoy hablando de ese pasatiempo. Yo...
A mitad de la frase se dio
cuenta de que el cajón de su mesa había sido forzado. La cerradura estaba rota,
y trozos de astillas rasgadas emergían del borde de la mesa.
—Pequeño vándalo. Lo has
roto tú. Me has estado robando en el cajón.
Levantando su puño, lanzó
con fuerza a Biffle por encima del pupitre de Will, hasta que cayó al suelo
despachurrándose. El zumbido finalizó. Las bolitas se habían introducido en los
agujeros de los ojos.
—Sucio ladrón. ¿Qué más has
cogido?
Abrió el cajón con un tirón
violento, y miró en él. Había cinco objetos. El retrato estaba en el centro.
Emplazados a su alrededor se hallaban dos ojos, una lengua y una mano derecha.
Will la miró compasivo,
tratando de hablar por encima de los alaridos de la señorita Brock.
—Sabía que la estaban
martirizando. Tenía que intentarlo. No quería que muriese. Y estoy contento de
haberlo cazado a tiempo. Tuve suerte de que no me viese; era demasiado fuerte.
Pero no se dio cuenta de que yo, un niño pequeño, lo estaba aguardando, hasta
que fue demasiado tarde para él.
»No se vaya. Ya no tiene
nada que temer. Yo se lo he capturado. Se lo he ofrecido junto con sus ojos que
la contemplaban, junto con su lengua que hablaba mal de usted, y con su mano
que la tocaba. Usted está en el centro. Le he devuelto el control.
»Señorita Brock, levántese.
No se preocupe. Biffle dice que ahora está bien. Él no es celoso. Puede
quedarse con nosotros. A él le gusta usted.
»No se preocupe más.
Nosotros la protegeremos.
Ecos
Lawrence
C. Connoly
Escribir una historia completa
en dos mil palabras o menos constituye una de las metas más difíciles de
conseguir para un escritor. Por otra parte, este tipo de relatos son un
subgénero dentro de la narrativa; debido a su brevedad, suelen tener mayor
difusión como poemas en prosa o chistes largos. Teniendo en cuenta que los
escritores suelen ser pagados por palabras, sólo los más dedicados se toman la
molestia de comprimir un relato en unas mil quinientas palabras, ya que con el
mismo esfuerzo podrían conseguir mejores ingresos, dando al relato una mayor
longitud. En Ecos,
Lawrence C. Connolly nos da una muestra de su capacidad de comunicarse en
apenas mil palabras.
Connolly, que vive en
Pittsburgh, ha trabajado como reportero, gerente de una estampería, cantante
folk y músico de estudio. Apareció en The Year's Best Horror Stories: Series
XI con la escalofriante narración Mrs. Halfbooger's Basement (El
sótano de la señora Halfhooger). También es poeta, y su novela Circle of
Friends (Círculo de amigos) estará pronto a la venta.
Marie se quedó de pie en la
cocina, con la mirada fija en los pájaros imantados que había sobre la puerta
de la nevera. Poco después, Billy gritó desde la sala reclamando leche para su
hermano Paúl. Ella no contestó.
Paúl hacía tres meses que
había muerto.
—¿Mami?
Miró a su alrededor,
intentando recordar para qué había ido a la cocina.
—¡Mami! Paúl quiere leche.
¿Puedes traérsela?
El juego no podía
continuar. Empezaba a ser aburrido. Billy ya era lo suficientemente mayor como
para comprender la muerte, para poder comprender que era imposible que Paúl
estuviese en la sala mirando la televisión. Billy tenía seis años.
Paúl, de no haberse ido,
tendría cinco.
Dio la vuelta para regresar
a la sala y sintió el agudo e hiriente dolor en su espalda, que el médico le
había dicho que sentiría el resto de su vida. Marie tenía veintinueve años. El
resto de su vida... Eso era mucho tiempo si moría de vieja y no de otro
accidente. Se preguntó si alguna vez podría considerar el dolor como algo
normal.
La sala estaba a oscuras.
Antes del desayuno había intentado correr las pesadas cortinas azules pero
Billy no le había dejado. Se había vuelto un chico casero, y prefería las
habitaciones oscuras antes que el mundo exterior. Prefería la compañía de su
hermano muerto antes que la de los niños vivos. Se sentaba solo, apoyándose en
el brazo del diván, con el cuerpo grácilmente lacio. Era sorprendente la
rapidez con que su joven cuerpo se había recuperado. Los miedos habían
desaparecido. Sus huesos rotos ya estaban soldados. Observándolo, era difícil
pensar que también él resultó afectado.
Un donut entero estaba
sobre la mesita. Ella lo señaló y dijo:
—¿No te lo vas a comer?
Él negó con la cabeza.
—Se lo he dejado a Paúl,
pero no se lo comerá si no le traes leche. Está enfadado porque no le has
preparado el desayuno.
Ella miró a la televisión y
preguntó:
—¿Qué están dando?
—Edge
of Night. Paúl
quiere saber si...
—¿No hay ningún programa
infantil?
—Sí, pero tú pusiste este
canal. ¿Te acuerdas? Lo pusiste, y luego te fuiste a la cocina. Paúl dice...
—Bueno, mejor lo quitamos.
Tengo dolor de cabeza y...
—¿Por qué haces esto?
—¿Qué cosa?
—Hablar de otras cosas
cuando yo hablo de Paúl.
—¿Qué quieres para
almorzar?
—¿Mami?
Estaba a punto de llorar, y
ella estuvo a punto de ceder, a punto de decirle ¡hola! al espacio vacío junto
a Billy, a punto de ir a la cocina a por leche. Sería fácil seguir el juego.
Ella lo sabía. Ya lo había hecho antes. Y algunas veces se había convencido a
sí misma de que Paúl estaba allí...
—¿Mami?
Ella se dio la vuelta, conocedora
de que, si la discusión continuaba, Billy saldría ganando. Y ella no lo podía
permitir. La noche pasada, Roger había regresado pronto a casa y los había
encontrado a los dos habiéndole a Paúl. Roger entonces impuso su ley. Le había
dicho que no era adecuada tal farsa. No lo era para nadie.
Volvió a mirar hacia el
diván, a su hijo mayor que volvía a ser un niño solitario, y le dijo:
—Luego quiero que vayas al
colmado. Nos estamos quedando sin mantequilla.
Billy empezó a mordisquear
el donut intacto.
Marie se preguntó si lo
estaba consiguiendo.
Más tarde, cuando la hueca
tarde empezó a tomarse oscura, Roger se sirvió un martini y le preguntó qué tal
había ido el día. Ella le contestó que bien, y él, tomando una silla, se sentó
frente a ella, al otro extremo de la mesa de la cocina. El ya no llevaba la
escayola en el cuello, pero ella podía ver que el dolor no mejoraba. El médico
no quería que él trabajase la jornada completa, pero Roger no era de los que
aceptan órdenes. Seguramente se serviría dos martinis más antes de cenar.
La televisión seguía
conectada en la sala. Billy se había pasado todo el día frente al aparato,
mirando todo lo que habían puesto en el canal 4. El sonido seguía estando
demasiado alto. Roger miró por encima del hombro de Marie hacia la sala, y algo
en su expresión inquietó a su esposa.
Se temía lo que iba a
venir.
—Marie —dijo él—. ¿Por qué
está encendido el televisor?
—Por favor, Roger, deja al
niño.
Ella se lo había insinuado.
Seguro que sería suficiente. Pero miró hacia otro lado cuando él se levantó de
la mesa.
Él se acercó a la sala. La
televisión quedó en silencio.
—No quiero que hagas esto
—dijo él, regresando a la cocina—. No quiero que sigas con ese juego en una
sala vacía.
Ella gritó. Luego intentó
contarle la conversación que había tenido con Billy aquella mañana. Pero cada
vez que ella empezaba, él le preguntaba por la cena, o por sus labores, o por
la señora Burke, su vecina.
Poco después, cuando
pareció inútil insistir, ella se puso el abrigo y se acercó al colmado a por
mantequilla. Quedaba a cinco manzanas. El paseo era doloroso, pero ella no
quería conducir. Ya no se sentía segura en un coche.
Roger quedó atrás en la
casa vacía. Se sirvió el segundo martini, preguntándose si lo estaba
consiguiendo.
La hija del ventrílocuo
Juleen
Brantingham
Juleen Brantingham es algo
reticente cuando se le pide alguna información retrospectiva: «Nací en Ohio en
1942, y no hice nada interesante hasta 1977, cuando llevé una primera entrega
personal a Terry Carr para Universe
9. Había publicado relatos en TZ, Asimov's y Shadows. Me
agrada el horror a la fantasía, especialmente los relatos breves —creo que las
narraciones extensas no producen el mismo tipo de impacto—, pero a pesar de mis
preferencias me hallo en la actualidad trabajando en lo que puede ser una
novela de misterio y suspense».
Brantingham
podría haber añadido que ha publicado en gran cantidad fuera del campo de la
ciencia ficción/fantasía y que suele realizar una aportación regular a las
series antológicas de Charles L. Grant en Shadows.
Igualmente confiesa que la mayor parte de su trabajo es manuscrita, una
práctica secreta en la mayoría de los mejores escritores del género.
Brantingham suele vivir en Louisiana.
La hija del ventrílocuo
sale del vehículo con dificultad, a cada movimiento sus huesos protestan de
dolor. Pronto pasará, se dice a sí misma. Todo su desatino psicosomático
desaparecerá ahora que el viejo bastardo se está muriendo. Este es mi día más
feliz, da un respingo al elevar la cabeza para observar las polvorientas
ventanas del piso superior. Por un instante las lágrimas la ciegan.
El taxista no ha hablado
desde que la recogió en la terminal de autobuses. Si hubiese adivinado de quién
se trataba, si la gente del lugar recordase todavía quién solía vivir allí, él
no tenía ni idea de ello. Pero cuando ella le hubo pagado, miró a la casa y le
dijo con el ceño fruncido:
—Señorita, ¿desea que la
espere?
El no se atrevió a decir
que probablemente no habría ningún teléfono por allí. No era necesario. La
abandonada imagen de la casa demostraba pobreza y negligencia.
Ella negó con la cabeza y
se alejó, esperando que él se apercibiese de la insinuación y se fuera. Era un
momento para la intimidad, y deseaba saborear cada instante. No le importaba el
hecho de que cuando hubiese finalizado lo que había ido a hacer allí, ella
tendría un largo paseo por delante. Por alguna razón no podía verse haciendo
ese camino, no podía imaginar ningún «después». Había estado tramando su
revancha durante años. A veces esa había sido la única razón que la mantuvo
viva, y había llegado a pensar en «después» como pensaba en el cielo —una
agradable hipótesis, pero sólo una hipótesis, no teniendo absolutamente ninguna
idea en relación con la vida, como la que tenía que ser vivida.
Esperó, mirando a la casa,
hasta que el sonido del vehículo se esfumó y se fundió con el zumbido de los
insectos en el atardecer veraniego. Luego, dejando la maleta que había traído
en el polvo del camino, anduvo el sendero y subió los peldaños de la entrada.
Su mano tanteó en busca del pomo de la puerta, finalmente lo encontró un pie
más bajo de donde su memoria lo tenía emplazado. Era duro ver la casa como
estaba ahora, cuando lo que fue había sido mucho más real e importante.
El interior lucía algo
mejor que el exterior. Él debía de haber pagado a alguien para que entrase y
limpiase la casa de vez en cuando. Quizás había estado planeando regresar para
una visita, antes de que esa última enfermedad le hubiese hecho imposible el
pensamiento de desplazarse más allá de unas pocas manzanas.
Se paró en el recibidor,
mirando a través del arco a la sala de estar. No había pensado que esa parte de
su idea iba a resultar tan difícil. Cuando partieron, hacía 25 años, no se
había llevado nada que no se pudiese llevar en las maletas. De poder ignorar el
dolor y que era algo más alta, todo estaría igual a cuando solía correr a casa
desde el autobús escolar para hallarlo a él aguardándola, allí en aquel gran
sillón a la sombra.
—¡Papi, estás en casa!
—Hola, Sookie. ¿Cómo fue
hoy la escuela?
La escuela había sido
terrible, como siempre, primero porque los había separado y segundo porque los
profesores y los otros niños eran extraños y escandalosos, y a menudo hostiles.
La gentil dulzura de su padre no la había preparado para nada de eso. Se le
mofaban de sus diferencias. Peor, ellos decían cosas crueles acerca de él
porque no trabajaba como otros padres y permanecía en casa para cuidarla,
viviendo de la herencia de la madre.
—Papi, hoy se han reído de
mí.
Casi había tenido miedo de
decírselo, temerosa de que se riese él también. Pero entonces extendió sus
brazos para auparla sobre sus rodillas y ella supo que en ese lugar estaban a
salvo de burlas, protegida por su amor.
—Ahora, ¿quién se reirá de
mi Sookie?
—Estábamos estudiando el Middle
East y la señorita Fredericks me dijo que leyese parte de la lección. Tú sabes
esas cosas, ¿ellos provocaban incendios?
El pensó unos instantes.
—Braziers.
—Sí, eso es. Bien.
La mujer sacudió la cabeza
y abrió los ojos, alejando los recuerdos.
El no está aquí ahora. Está
en el hospital y se está muriendo, Esto es lo más divertido. El áspero sonido
de su propia voz la asustó.
Se giró para cerrar la
puerta de la calle y mientras lo hacía captó un reflejo de aquel odiado rostro
en el espejo. Rayos de sol relucían en el cabello rubio platino de ella. Había
dejado de teñírselo años atrás. De todas formas no habría atraído a nadie.
¿Por qué? ¿No eres tú
Sookie Nichols? Vi a tu padre en la televisión la otra noche. No había reído
tanto en años. ¡Ese hombre es un genio!
Este lugar no tiene buenos
recuerdos para ella ahora. Él lo había arruinado todo. Ella deseaba realizar lo
que había ido a hacer allí, entonces podría irse adonde no tuviese que verlo
nunca más.
Moviéndose con lentitud
para no agravar el dolor, se fue hacia el interior, pasó por el recibidor y a
través de la cocina. En el soportal que comunicaba la casa con el taller donde
nunca se le había permitido entrar, encontró algunos troncos y el hacha que su
padre usaba para partirlos. Hizo dos viajes, no sólo porque el doctor le había
prevenido contra los esfuerzos. Lo había planeado todo durante mucho tiempo. No
iba a permitir que se le precipitasen los momentos finales.
Cuando volvió a por el
hacha, vaciló unos instantes ante la puerta del taller. El lugar le había
fascinado de niña. Deliciosas sorpresas habían salido de allí —muñecas que
golpeaban tambores de madera, un scooter, una flota de botes, una casa de
muñecas con un mobiliario que podía haber sido confeccionado por duendes. Ella
solía fastidiarlo o adularlo para que le dejase echar una ojeada dentro; seguro
que había algún tipo de magia dentro de aquellas paredes.
Abandonó sin esfuerzo el
marco de la puerta, despectiva ante los deslucidos secretos del taller. Prendió
un fuego en la enorme chimenea de la sala. La madera estaba tan seca que
prendió a la primera. Mientras lo hacía, fue invadida por una sensación de
premura. Él estaba muy lejos, en un hospital, casi en estado de coma, pero
podía recuperarse y preguntar por Sookie. Y de hacerlo averiguaría lo que
estaba haciendo, enviaría a alguien tras ella para detenerla. Corrió afuera en
busca de la maleta y para asegurarse de que no había nadie subiendo por la
carretera desde la ciudad. Por el momento la carretera estaba vacía. Mas ¿por
cuánto tiempo continuaría así? ¿Por cuánto tiempo debería ella hacer lo que
tenía que hacer?
El corazón le golpeaba
intranquilo en el pecho. Siempre le sucedía en momentos como ése. El
especialista decía que no era un problema orgánico, pero ¿cómo lo sabía? ¿Cómo
podía nadie saber eso sin ninguna posibilidad de error?
Hubo tiempos —cuando su
marido la abandonase, cuando su hijo fue arrestado—, tiempos en los que se
había preguntado si era ella, también, un producto del taller mágico de su
padre, si tenía un corazón o no. Se sentía irreal, manipulada por fuerzas
externas pero que no la afectaban profundamente. De alguna manera agradecía la
intranquilidad, como una prueba.
Dejó la maleta en la sala,
se arrodilló a su lado para abrir los seguros. Le temblaban las manos. Tenía
que detenerse un momento para serenarse. Esa era la parte más ardua. Pensó en
lanzarla al fuego sin abrir, pero de hacerlo nunca podría estar segura de que
Sookie no regresaría para obsesionarla.
No, tenía que hacerlo de la
forma correcta. Tenía que ser fuerte. Tenía que ignorar el leve dolor que
palpitaba en su pecho.
El cambio había empezado
con Alfred. Dumb Alfred con la nariz gruesa, sonrisa necia y el cabello
pintado. La magia de papi había estado en sus manos —sólo en sus manos,
entonces— y con Alfred siempre había podido ver sus labios moverse. Había hecho
a Alfred como una sorpresa de cumpleaños, aprendiendo ventriloquismo por sí
mismo en los libros. Había estado encantado con su propio regalo. Pero entonces
era ya lo bastante mayor como para sentirse protectora de ese gentil
niño-hombre. Nunca se lo había dicho.
Quizá debería haberlo
hecho. A lo mejor todo habría acabado allí.
Ella recordaba un día de
febrero en el que había llegado a casa ansiosa por hablarle de las fiestas y de
los adornos; una tarjeta anónima, de enamorado, había sido depositada sobre su
escritorio. Al principio —¿había sido la primera o simplemente se lo parecía?—,
él no prestó atención, estaba demasiado impaciente por subirla a su regazo. Se
hallaba excitado por algún secreto propio.
—He hecho una hermana para
Alfred. He trabajado en ella durante meses para conseguir hacerla. No puedo
aguardar más para mostrártela. Siéntate aquí.
La empujó al pie de la
silla, y corrió a través del recibidor hacia el taller.
Era molesto pero no dañino
—no demasiado—. Estaba siempre excitado cuando tenía una nueva sorpresa para
mostrarle. Pero entonces la trajo, a ella, a la otra.
Fue un shock el
verse su propia cara tallada en un trozo de madera, los mismos ojos azules con
lo que él definió como un toque élfico, la nariz breve, e incluso con un mechón
de pelo auténtico, rubio platino como el suyo propio. Luego se sentó y puso la
muñeca sobre sus rodillas —en su sitio—, le giró la cabeza y la observó.
—Hola. Me llamo Sookie.
Sus labios se movieron.
No era su nombre, no el
auténtico, únicamente era uno de los apodos cariñosos con los que él la
llamaba. Esto lo empeoró, el que no pudiera descartar un nombre cariñoso. Su
cara. Su sitio próximo a él.
Intentó llorar, pero no
pudo pues tenía un peso en el pecho que le impedía respirar. Él vio sus
lágrimas a punto de desbordarse de sus ojos y apartó la muñeca, la tomó y le
dijo:
—Encanto, ¿por qué estás
tan disgustada? Mira. La hice porque te quiero mucho.
Anonadada por la enormidad
de su traición, no pudo hablar. Intentó con esfuerzo creerse lo que le estaba
diciendo. Ella quería creerle puesto que no creerlo significaría que lo más
importante de su vida había sido una mentira.
—Las niñas pequeñas tienen
que crecer, y así puedo conservar una parte de tí, siendo pequeña, para
siempre; acércate.
Una insinuación de risa
jocosa en su voz. ¿Siempre había permanecido allí? ¿Fue tan sencillo la primera
vez que lo oyó?
Intentó creérselo,
pretendiéndolo, forzó una sonrisa y notó como se congestionaba su rostro cuando
él tomó de nuevo la muñeca y reanudó su estúpido jueguecito. Algo le había sido
robado y algo muy distinto había tomado su lugar. Dolor.
Aflojó los cordeles y sacó
a Sookie de la caja. Sus labios se crisparon con disgusto. La muñeca no parecía
viva sin la magia de su papi para animarla. Le colgaban los labios y las juntas
crujían. Ahora se parecía más a un trasgo que a un ser humano, pero parte de la
culpa la podía tener la edad. Veinticinco años era mucho tiempo para algo hecho
de madera, para algo que había sido llevado alrededor del mundo y tratado tan
duramente.
Él había encontrado un
nuevo oficio con Sookie. O sería más acertado decir que él había encontrado un
oficio, porque nadie excepto una niña podría pensar que ser simplemente padre
podía ser una ocupación para un hombre. Al principio fue algo que él hizo para
sorprenderla —o más bien a él mismo, ya que ella se lo tomó muy mal. Así debía
de ser un hobby, un entretenimiento para los picnics en la iglesia y para las
actividades navideñas de la escuela. Más tarde descubrió que la gente quería
pagarle para que trabajase en teatros, y luego en la televisión.
En aquel entonces ella
difícilmente se preocupaba por ello. Finalmente le había visto ante audiencias
y sus sentimientos para con él no pudieron ser ya los mismos. Era un giro
curioso. Sookie lo había manipulado, haciéndole mostrar cuáles eran sus
sentimientos con la hija de su propia carne y de su misma sangre.
¿Carne y sangre? ¿De
verdad? Debía ser cierto. ¿Podía un trozo de madera sentir ese tipo de dolor?
Alcanzó el hacha, liberando
su furia, sintiéndola crecer desde el oprimido nudo que había conservado todos
esos años en su interior. El se estaba muriendo, sin ninguna ayuda. Esta vez no
podría detenerla.
Al primer golpe, el primer
hueso se astilló al golpear la odiada carne, y ella estaba de nuevo allí en el
teatro, la primera vez que ella había podido contener sus nervios para poder
verlo ante los espectadores. Le crecieron alas.
El dolor le hacía encogerse
cada vez que levantaba los brazos, pero no podía contenerse.
Lo vio sentado, poniendo a
Sookie sobre sus rodillas, y alisándole el vestido. Descendió el telón. La
audiencia aplaudió. Papi sonreía y Sookie sonreía —por supuesto, ella sonreía.
Su expresión era permanente, pintada. ¿Cómo podía decir la gente que parecía
una niña de verdad?
Un fragmento azul rodó por
el suelo.
—¡Hola, papi!
—Hola, Sookie. ¿Cómo fue
hoy la escuela?
Trozos de cabello rubio
volaron como plumas. Ella vislumbró la maldad en esa sonrisa, la insinuación de
una sonrisa reprimida. Él hizo hablar al mudo. Sonó incluso como una niña de
verdad, con su risa cantarina. Pero le hada decir cosas estúpidas.
El dolor, el agudo dolor
rojo en el pecho.
Provocan incendios...
Pareció que él pensaba por
un instante.
—Tú quieres decir braziers.
—Creo que sí —dijo el
mudo—. Pero creía que hablabas de sostenes.
Las risas fueron
simplemente una ola posterior. No fue una explosión, una aguda explosión roja.
Cómo se había reído...
«Reído.»
Cómo se debía de haber
reído él a cuenta de ella; secretamente, cuando se sentaba sobre sus rodillas y
le contaba sus problemas infantiles. Cómo la debía de haber odiado,
censurándole que lo requiriese cuando él deseaba salir. Cómo mintió él más
tarde.
—Cariño. Juro que no lo
recuerdo. Simplemente fue algo que ideé para hacer reír a la gente.
Sollozando, reunió los
fragmentos y empezó a tirarlos al fuego. Astillas y pedazos, un dedo, una
rodilla, un zapato. El pelo era lo peor. Partes de él por el suelo y por su
boca. Tanto pelo. ¿De dónde habría sacado el pelo para la peluca? ¿Dónde habría
encontrado el tono exacto de su propio pelo?
—Nunca me reí de ti. Te
quiero. Cuando hice a Sookie, puse algo de ese amor dentro de ella, así podía
tener una parte de mi propia niña cerca de mí. Ésa es la razón por la que la gente
lo disfruta tanto, por el amor. Las niñas tienen que crecer.
Las llamas lamían los
fragmentos cual lenguas, saboreándolos y ennegreciéndolos. El dolor en su pecho
se había tornado en llamas que se extendían, lamiéndole los brazos, sus
piernas, su cabeza. Había un rugido en sus oídos.
Las niñas tienen que
crecer.
—Pero papi, no puedo
crecer. Tú también me quitaste eso cuando hiciste a Sookie. Le diste mi cara y
mi nombre. Le diste mi alma. Ésa es la razón por la que he hecho tal
barbaridad. Nadie se preocupa de mí, nada hay en mi vida, sólo me quedaba esto.
Agudo, rojo, dolor
ardiente.
Unos ojos muy viejos, unos
ojos muy sabios y azules la miraban a través de la cortina de llamas.
—¡Papi! ¡Papi!
Sookie no estaba segura de
cuál de ellos había gritado. Ella sólo sabía que ambos se estaban muriendo.
Ven a la fiesta
Frances
Garfield
No estoy seguro de si los
que tratan de ser escritores tienden a casarse con gente que también escribe, o
si el convivir con alguien que escribe hace que uno adquiera la misma manía,
quizá como medida preventiva; Francés Garfield, cuyo marido también es
escritor, constituye un ejemplo. Francés Marita Obrist nació en Deaf Smith
County, Texas, el día uno de diciembre de 1908. Siendo estudiante de música en
la Universidad de Wichita, conoció a un prometedor y joven escritor de ciencia
ficción llamado Manly Wade Wellman. Se casaron en 1930 y se mudaron a Nueva
York, donde Wellman pronto empezó a ser un colaborador asiduo de Weird Tales y de otras
publicaciones similares. La propia Francés publicó tres relatos en Weird
Tales y uno más en Amazing Stories en 1939 y 1940, pero el nacimiento
de su hijo puso fin a su breve carrera como escritora. Treinta años después,
Francés Garfield volvió a la literatura. En los últimos años ha publicado
relatos breves en Whispers, Fantasy Tales, Fantasy Book,
Kadath, y ha colaborado en diversas antologías. Desde 1951 ella y Wellman
viven en Chapel Hill, Carolina del Norte, donde siguen manteniendo ocupadas dos
máquinas de escribir. Chapel Hill es asimismo el lugar que inspiró la historia
que nos narra en Ven a la fiesta.
El breve atardecer otoñal
estaba dando rápidamente paso a la luz crepuscular. Y Nora no sentía que
estuviesen más cerca de la casa de campo de Steve Thomas, de lo que estuvieran
media hora antes. Se apretujó a Jeff en el asiento trasero del coche, y trató
de observar la ruta ante ellos. Las luces de larga distancia luchaban por
iluminar el camino, pero la oscuridad parecía rodearlos por todas partes.
Willie, sentado en el
asiento delantero al lado de Sam, tenía su cabeza inclinada sobre un rústico
mapa marcado con lápices de color, y que, los cuatro, empezaban a pensar que
estaba equivocado.
—Steve no tiene ni idea de
cómo dibujar un mapa —Willie asintió a medias—. Y nos prometió que pondría
señales en el camino, indicándonos la entrada del sendero privado que lleva a
su casa. ¿Por qué se me ocurrió aceptar como editor a un hombre que da sus
fiestas en el último rincón del mundo?
—Pero, querida, ese editor
se te ofreció —le recordó Sam al volante— cuando al menos una docena habían
rechazado tus ofertas...
—Por favor, ¡no me lo
recuerdes! —le replicó Willie.
Pero él continuó.
—Ahí estaba Steve con su
pequeña editorial de provincias, bastante alejada de cualquier parte, en los
confines del condado. Provinciano, y a la busca de un relato rural para una
novela provinciana que quiere colocar en el mercado navideño. El tuyo le gustó
muchísimo. Y aquí estamos, en el camino y dispuestos a acompañarte,
compartiendo tu alegría mientras firmas miles de autógrafos.
Sam estaba muy enamorado de
su mujer escritora, y lo daba a ver con sus chanzas. Nora supo que él tenía en
el rostro esa sonrisa suya tan especial: los ojos azules casi cerrados y
relucientes.
—Dijo que habría al menos
una docena de invitados —protestó Willie—. Dijo que invitaría a algunos amigos
suyos muy especiales que gustarían de comprarme algunos ejemplares del libro. Y
que se lo dirían a sus amigos —que también los comprarían para hacer sus
regalos navideños. Un anuncio boca-a-boca lo llamó Steve.
—Sí, y más barato que hacer
publicidad —remarcó Sam.
—Ahí está otra vez esa
pequeña iglesia —dijo Jeff, tratando de parecer despreocupado—. ¿Cuántas veces
hemos pasado por aquí? ¿Tres? ¿O quizá cuatro?
—Cuatro, estoy segura
—puntualizó Nora—. Y ahí está la pequeña casa gris que parece que nos venga
siguiendo.
—Maldición —dijo Sam—. Esa
curva de ahí enfrente me resulta terriblemente familiar. Parece que estemos en
órbita...
Un camión cargado hasta los
topes y pintado grotescamente, apareció de repente bajo el haz de luz de las
largas de su coche, cruzando en el medio de la ruta. Sam frenó y los neumáticos
chirriaron. Dio un golpe de volante. El coche continuó por el arcén de hierba,
y adelantaron al impresionante camión. Su conductor reía a carcajadas,
mostrando su blanca dentadura rodeada de una espesa barba negra. Cuando lo
hubieron pasado, Sam volvió a la carretera.
—Uauh
—suspiró Willie—. Gracias
a Dios que conduces tú. Sam, y no yo.
Nora se retiró la espesa
mata de sus cabellos negros de delante de los ojos. Le escocía la mano, allí
donde Jeff la había estrujado con fuerza. Todavía tenía presente aquel rostro
obsesivo y áspero.
—Si alguna vez llegamos,
puede ser una gran fiesta —dijo ella en un pobre intento de resultar graciosa—.
¡Mirad! De nuevo esa iglesia.
—Me pregunto si alguien
habrá encontrado el lugar —aventuró Willie.
—Pesimista —cloqueó Sam.
Le gustaba todo lo de
Willie, incluida su novela que narraba la pasión de una mujer por dos hombres:
el marido y su cuñado. Nora había oído cómo una vecina le preguntaba a Sam cuál
de los dos personajes se suponía que era él. «Un poco de ambos», le respondió
él con su sonrisa característica, diminutos ojos azules resplandeciendo como
siempre.
—Habrá gente importante en
la fiesta —prometió Jeff burlonamente—. Y Nora y yo estamos aquí para darte
apoyo moral, Willie.
Él también estaba orgulloso
del libro, y había ayudado a Willie a corregir las pruebas. Los cuatro eran
amigos íntimos, siempre habían estado bien juntos; jamás se habían disgustado.
—Ese camión está mejor
detrás que delante nuestro —dijo Sam—. Quizá esté perdido también él, dando
vueltas y más vueltas. Lo que faltaba, se está levantando la niebla.
Una lechuza ululó en la
distancia, extrañamente diáfana por sobre el ruido del motor. No había ninguna
casa a la vista, sólo los retorcidos troncos de los árboles que se apilaban a
lo largo de la carretera.
Willie dio un repentino
chillido de alegría.
—¡Mirad! Una mancha de
pintura sobre ese tronco —gritó—. Ésa debe de ser la señal de Steve.
—Y hay un sendero un poco
más allá —dijo Sam, torciendo anhelante—. Otro camino sin fin, parece.
Pasaron curvas, repechones
y bajadas hasta dar de nuevo en la carretera. Una impenetrable oscuridad los
rodeaba. No se oía nada, solo el sonido del motor. Nora se fijó en un extraño
árbol que le recordaba un cedro del Líbano que había visto en la Catedral de
Winchester. Sobrenatural.
—Gira ahí —indicó Willie,
señalando al frente.
Sam giró.
—Vaya, qué bien obedeces a
Willie —rió Nora—. Algo que yo diga y Jeff que hace lo contrario.
Jeff permaneció callado.
Estaba indagando la oscuridad por la ventanilla, sus labios aparecían
fruncidos; sus mejillas mostraban una tensa arruga, allí donde debería haber un
hoyuelo.
El coche botó sobre las
gruesas raíces de un enorme roble que sobresalían de la tierra, y Sam lo detuvo
entre la alta yerba. Ante ellos se elevaba una gran casa, desolada y de color
parduzco. Desde las altas ventanas, cimbreantes haces de luz horadaban la
oscuridad. Una enorme chimenea se elevaba sobre el muro lateral. Altas columnas
enmarcaban el amplio porche.
—Okay. —Jeff tomó a Nora
por el hombro, y ella notó que su mano estaba temblando—. ¿Entramos?
Willie atusó sus rubios
bucles y se repasó los labios. Nora sacudió su larga melena negra y salió tras
Jeff.
—Curioso —dijo Nora—. No
veo ningún otro coche.
—Se habrán ido todos ya
—bromeó Sam, acercándose acompañado de Willie—. Nos ha costado bastante
encontrar el lugar.
Subieron los escalones.
Ante ellos una oscura y pesada puerta. Sam golpeó el pesado picaporte y la
puerta se abrió.
—Adelante. Entren —dijo una
voz lejana.
Entraron.
Tras la puerta había un
hombre extraordinariamente atractivo, rubio y estilizado, que vistiendo un
esmoquin y una camisa prolíficamente bordada, rezumaba confianza y cordialidad.
—Encantado de que hayan
venido —les dijo.
—Tuvimos algunos problemas
—dijo Nora—. ¿Dónde está Steve?
—Oh, no se preocupen de
Steve. Mi nombre es Patrick. Entren y únanse a la fiesta.
El tumulto en el interior
era increíble. Nora tomó el abrigo de Jeff, buscando dónde dejarlo. Aunque sin
saber por qué lo hacía. Se hallaban en una enorme sala completamente llena de
gente. Había todo tipo de individuos: altos, delgados, gordos; todos le eran
absolutamente desconocidos. Quizá Willie conociese a alguno de ellos, pensó
Nora. Debían de formar parte de la editora de Steve. Se quedó atrás, dejando
que Willie tomase la iniciativa.
—Sigan recto —les dijo
Patrick desde atrás. Era desvanecedoramente atractivo, y Nora se preguntó por
un momento si se habría hecho la permanente—. La comida y las bebidas allá al
fondo —dijo con una sonrisa—. Seguramente encontrarán allí a algunos amigos.
—Sí, la clase de amigos que
a mí me gustan. Ese es el lugar apropiado para encontrarlos —dijo Jeff, riendo
forzadamente.
Los cuatro se fueron introduciendo
entre medio de compactos grupos de personas. Todo el mundo estaba pendiente de
las palabras de su interlocutor y nadie reparó en ellos. Había un raquítico
fuego sobre una plataforma al nivel del suelo, que sin embargo, no parecía
despedir ningún tipo de calor. Varios hombres extremadamente delgados se
hallaban en aquel lugar, prestando atención a las palabras de un hombre
groseramente obeso. Su cara estaba cubierta de una espesa barba. Nora recordó
el rostro de aquel conductor suicida y su camión. Al otro lado, y tras una gran
vidriera, se veía un balcón. Desde el otro lado unas caras observaban el
interior; probablemente eran caras de niños. Había uno que raía lo que debió
haber sido el ala de un pollo.
—Todo parece absolutamente
irreal —le susurró Nora a Jeff.
Y así era; parecía que
caminaban a través de la gente, o que la gente se disolvía ante ellos.
—Mi imaginación está
enloqueciendo —dijo ella, y apretó la mano de Jeff, buscando confianza.
La brillante y rizada
cabeza de Willie los orientó hasta un buffet frío. También estaba rebosante de
gente que llenaba sus platos con pollo asado, embutidos, lonchas de queso. Por
todas partes se veían bandejas llenas de frutos y pasteles. Y en medio de todo
ello, un gigantesco tazón de vidrio lleno de un líquido rosa.
—Vino rosado —advirtió Sam,
arrugando su nariz—. Del más barato.
Por un instante, les
pareció que habían visto a la bellísima mujer de Steve Thomas llevándose una
bandeja vacía a través de una puerta, que supusieron daba a la cocina.
—¡Eh, Florence! —gritó
Willie. Pero quienquiera que fuese no se volvió. Se desvaneció abruptamente, y
les fue imposible asegurar si la habían visto o no.
Sam tomó un plato y lo
llenó con ensalada y carne.
—Bueno, vamos a empezar
—dijo—. Ese viaje le hubiese dado hambre a un muerto. Incluso me atreveré con
este lamentable vino, lo que por otra parte me extraña de Steve; creo que en
esto se ha equivocado.
Allí está Em Selden, cerca
del fuego —dijo Nora a Jeff.
—¿Dónde?
—Nada, se ha ido. Quizá no
era Em. De todas maneras permanezcamos juntos. Vaya grupo de gente más rara.
Al hablar, le pareció que
oía como si en algún lugar estuvieran cantando. Podía ser la radio, o un disco.
Pero el sonido se desvaneció y Nora se quedó pensativa.
—Mirad —dijo Willie,
dejando su píate—. Al final de la sala. Parece que es Patrick llamándome. Me
voy a acercar; tal vez ha llegado el momento de que empiece a firmar algunos
libros.
Vivamente se encaminó hacia
el otro extremo de la sala. Sus pies se desplazaban ágiles, calzados con sus
sandalias de largas tiras anudadas por encima de los tobillos, y su amplio
vestido estampado ondeó tras ella.
Más allá se veía un pasillo
lleno de sillas alineadas. Todas estaban cubiertas de gruesos abrigos de
pieles.
—Mmm —murmuró Willie al
alejarse—. Ninguno de los autores de Steve puede comprarse esas maravillas.
—Espero que venda
suficientes libros como para que este viaje haya merecido la pena —dijo Nora,
masticando un trozo de salchicha con un sabor indefinido. Su vista se posó en
la figura de Willie a punto de ser absorbida por el largo pasillo.
—¿Acaso no te estás
divirtiendo? —preguntó Sam, preocupado.
—Lo cual significa que tú
tampoco estás contento.
Nora fue mirando los platos
uno a uno.
—¿Qué sucedió con las alas
de pollo? Son mi bocado preferido.
—Si tuviese un par de alas
de pollo, volaría de aquí —dijo Jeff.
Nora rió su broma, pero él
no la acompañó.
La multitud había crecido
en número; el tumulto también. La atmósfera se había tornado húmeda y muy
cargada; tenía un olor como a habitación llena de ropas viejas.
Sam frunció el ceño y se
alisó los blancos cabellos.
—Vamos a algún lado —dijo.
—¿Qué tal al balcón con los
niños? —sugirió Nora.
Pero el balcón parecía
vacío, como perdido en las sombras. Quizá se podían ver unos movimientos, pero
era difícil asegurarlo.
—¿Cuánto de este vinacho
has bebido, Jeff? —preguntó Sam.
—Mucho menos de lo que
podría. Sólo espero que Willie esté en su ambiente, firmando libros.
—Me voy a echar un vistazo
—dijo Sam.
Se encaminó hacia el
pasillo por donde se había introducido Willie. La multitud lo dejó pasar, pero
no aparentaba apartarse;
—Al menos Steve ha tenido
el sentido común de mantenerse alejado de su propia fiesta —dijo Jeff—. Mira,
allí en la esquina. ¿No son Genevieve y Joe?
—Acerquémonos —asintió
Nora.
Se abrieron paso entre un
grupo de gente que les dejó un pasillo por donde pasar. Todos les eran
desconocidos. Excepto alguien apoyado en la pared, allá al fondo. ¿El barbudo
conductor del camión? Las voces, todas siseantes y todas muy altas, les dolían
en los oídos. El aire se espesó, y les costaba respirar.
—Ya hemos llegado —dijo
Jeff, al llegar a la esquina.
Pero en el lugar no había
nadie. Nadie. Sólo el resplandor de la chimenea, que parecía no calentar.
—Voy a enloquecer —murmuró
Jeff—. ¿Tenemos algún conocido en esta fiesta?
Miraron alrededor. En el
centro de la habitación vieron un rostro amarillento atisbando por debajo del
ala de un ajado sombrero de fieltro. El cuerpo parecía difuminado en una niebla
negruzca —se les ocurrió que parecía un largo caftán negro—. Tras la figura, se
veía el conductor barbudo.
—Jeff —dijo Nora—, esto no
me gusta.
—Lo que te pasa es que no
conoces a nadie —dijo Jeff. Pero no se le formó el hoyuelo en las mejillas—.
Pero tienes razón, todo esto resulta bastante aburrido. Déjame ir en busca de
Willie y Sam. Si nos reunimos, podremos largamos pronto.
—De acuerdo —dijo Nora—. Ve
en su busca.
—En seguida regreso.
El se alejó. Se le veía
enorme entre los otros. Nora observó como se introducía en el pasillo de las
pieles. Vio como su negro pelo desaparecía. Y luego se quedó sola. Nadie le
prestaba atención, nadie le hablaba. Se sintió torpe y confundida, igual que si
flotase en una masa de gelatina caliente.
Una espesa bruma se
extendía por la habitación. No olía a tabaco, ni tampoco al familiar olor de la
marihuana. Nora no pertenecía a ese ambiente. Y lo sabía. No había sido
invitada en realidad; ella y Jeff tan sólo habían venido acompañando a los
otros dos. Para darle un apoyo moral a Willie. Pero ahora deseaba haberse
quedado en casa. O haberse ido con Jeff en busca de Willie y Sam.
«Voy tras ellos», se dijo a
sí misma. Quizá ya estén listos para partir.
El pasillo le pareció muy
estrecho al entrar en él. Lleno de aquellos abrigos de pieles alrededor suyo.
El pequeño conejo blanco del cuento de Alicia debía de haberse sentido como
ella ahora. Las sombras del pasillo eran cercenadas por haces de luz que salían
de las entreabiertas puertas que había a ambos lados.
Nora miró dentro de una de
las habitaciones. Surgió una música. El sonido parecía provenir de un antiguo
órgano. Sin embargo, parecía que sonaba por sí solo, algo como un himno, aunque
disonante, desagradable.
Un eco de voces salía de la
siguiente puerta. Nora entró.
—Entre —dijo alguien—. La
hemos estado esperando.
Un hombre vestido con un
traje muy negro le pasó la mano sobre el brazo. En su blanco y polvoriento
rostro destacaban unos dientes negros y estrechos. Su mano era pegajosa sobre
la piel de Nora.
—Adelante —repitió.
Mirando por encima del
hombre, vio unos paneles al fondo. En el centro colgaba una lámpara, derramando
una luz vacilante sobre un compacto grupo de personas. Ellos también llevaban
trajes negros, muy ajustados a sus cuerpos delgados. Sus rostros parecían de
arcilla blanca. Sus ojos eran pequeños y como de abalorios. Hablaban a través
de labios rojos, muy finos; ininteligiblemente.
En el suelo, bajo la
lámpara, había tres cuerpos tumbados, fácilmente reconocibles. Un trozo de
vestido estampado. El corpachón de Jeff. Los rizos de Willie, el cabello blanco
de Sam. Todos estaban inmóviles.
—Entre —la invitaban unos
coros de voces.
Todas las manos se elevaron
hacia ella, señalándola.
Nora dio un alarido y se
volvió violentamente.
Salir corriendo. Huir,
tenía que huir de aquella habitación, a algún lugar fuera de allí. Una puerta
se elevaba al final del pasillo. Escapar, era todo lo que podía pensar. Se
ahogaba, y trataba de boquear aire frenéticamente. Ante la puerta, arañó el
pomo. Empujó la hoja con violencia, y ésta se abrió.
Llenó sus pulmones de aire
fresco. De alguna manera, casi milagrosamente, había conseguido salir. ¿Adonde
ir? No importaba. Tenía que alejarse de aquel lugar.
Corrió a través de la
oscura noche, tropezando con las gruesas raíces de los árboles, desgarrándose
las medias. Ante ella un profundo terraplén. Desesperada buscó otro camino.
Seguía corriendo. Las piedras le herían sus pies desnudos, golpeándole
dolorosamente en los tobillos. Un pájaro nocturno cantó; su canto le resultó
agradablemente confortable. Lo estaba consiguiendo. Se alejaba de aquella casa.
Un amplio espacio de campo
abierto se extendió ante ella. Una magnífica casa se elevaba orgullosa entre
grandes pinos a modo de centinelas. Tropezó y cayó de rodillas. Se levantó de
nuevo, y alcanzó la puerta de la casa, golpeándola con sus puños.
—¿Qué pasa, Nora?
Allí estaba Steve Thomas,
abriéndole la puerta. Steve tenía un aspecto impecable. Su pelo rizado estaba
cuidadosamente peinado, y una sonrisa le iluminaba el rostro.
—Por el amor de Dios,
¿dónde has estado? ¿Y dónde están los otros?
Ella se dejó caer entre sus
brazos. Él la apretó contra sí, tratando de contener sus temblores.
—¿Dónde están? —preguntó de
nuevo.
—No lo sé —respondió—. Los
vi en el suelo, allí en tu fiesta.
—¿De qué estás hablando?
—Allá, en aquella casa
enorme —dijo, tratando de contener sus sollozos—, un poco más allá...
—¡Por Dios, Nora! Allí no
ha habido una casa desde hace años. —Steve la apretó más contra sí—. Has estado
imaginando cosas. No hay ninguna casa. Ardió, mucho antes de que yo me mudase
aquí...
—¿In... incendiada?
—Me contaron una historia
increíble. Había un grupo de gente ida, que practicaban cierto tipo de
sacrificios humanos. Una noche, en medio de una celebración, cayó un rayo y la
casa ardió hasta los cimientos, con todos dentro.
—Pero...
—Nora. Allí no hay nada.
Nunca lo hubo.
Nora se forzó a mirar.
Allí no había nada.
Nunca lo hubo.
A la espera
Ramsey
Campbell
Ramsey Campbell ka
aparecido en todas y cada una de las doce antologías publicadas por DAW con el título The
Year's Best Horror Stories —y por dos veces en tres de ellas—, y con tres
editores distintos. Sin embargo, esto no debería sorprender a los lectores
habituales del género, pues Campbell es, sin lugar a dudas, uno de los mejores
escritores de terror que ha dado la literatura. Nacido en Liverpool en enero de
1946, Campbell escribió su primer libro a la edad de 16 años, The
Inhabitant of the Lake & Less Welcome Tenants (El habitante del
lago y los menos bienvenidos inquilinos), publicado en 1964 por August
Derleth, de Arkham House; de hecho, Campbell es otro de los escritores que debe
su introducción a la ayuda de Derleth. Sus primeros trabajos fueron una poco
corriente imitación de H. P. Lovecraft. Pronto Campbell dejó de seguir esta
influencia, y dos décadas después se ha convertido en especialista de las
narraciones breves, novelista y editor de sus propios y muy personales
escritos, de estilo tenso y corrosivo.
Entre sus obras más
recientes se halla una colección de sus propias historias, Dark Companions
(Oscuros compañeros), una antología de relatos tenebrosos para
lectores jóvenes, The Gruesome Book (El libro horripilante),
una novela, Incarnate (Encarnado), una reedición revisada de una
importante novela, The Face That Must Die (El rostro que debe morir), y
una novela bajo seudónimo, Night of the Claw (La noche de la garra),
firmada como Jay Ramsey. Suele vivir en Merseyside —quizá huyendo de los
horrores que evoca asiduamente Liverpool—, y en la actualidad está trabajando
en una nueva novela, For the Rest of Their Lives (Durante el resto de su
vida), junto con una colección de sus primeros relatos lovecraftianos, The
Revelations of Glaaki (Las revelaciones de Glaaki). El próximo proyecto de
Campbell consiste en «una novela sobrenatural de terror, provisionalmente
titulada Blind Dark (Ciega oscuridad)».
Cincuenta años después,
volvió. Había estado en el colegio y en la Universidad; tras un año de buscar
empleo sin ningún resultado, empezó a escribir una novela: rápidamente destacó
como uno de los mejores libros que se había escrito hablando de la infancia;
nunca dejó de reeditarse. Antes de que lo llamasen de Hollywood para que
escribiese el guión cinematográfico de su novela, había estado casado y se
había divorciado; tuvo un asuntillo con una actriz, antes de que el novio de ella
le enviase una limusina, con dos fornidos individuos monosilábicos embutidos en
unos impecables trajes grises, y que se aseguraron de su partida hacia
Inglaterra, después de que hubo entregado el original de su adaptación al
Gremio de Escritores. Escribió un par de libros más, que fueron recibidos con
expectación, y cuyas ventas resultaron moderadamente interesantes; pasó una
noche en la habitación de un hotel con dos mellizas adolescentes. Pero nada de
todo ello consiguió incrementar el bagaje de sus recuerdos; nada permanecía,
excepto, cada vez más intensamente revivido, aquel día en el bosque cincuenta
años atrás.
Había algunos coches
aparcados en el camino forestal; ninguno en los aparcamientos al lado de la
ruta. Paró junto al poste indicador del sendero, y se quedó sentado dentro del
vehículo. Era la primera vez que tomaba en consideración una carretera: nunca
había observado lo mucho que se retorcía; parecía una enorme manguera
semienterrada en la tierra, con su superficie desnuda como los árboles a su
alrededor. No había ningún coche al alcance de los ojos. El viento helado
entraba por la ventanilla del coche, haciéndole temblar de frío. Se forzó a
salir, el oro se hundió pesadamente en los bolsillos de su grueso abrigo, y se
adentró por el sendero de cantos rodados.
Quedó empapado en unos
instantes. Un pájaro pasó volando ruidosamente; luego, el silencio. Las ramas
de los árboles relucían bajo el pálido cielo, panzudo de nubes. Tenues gotas de
lluvia titilaban sobre la yerba que bordeaba el sendero. Un camión roncó en la
lejanía. Cuando se dio la vuelta, ya no pudo ver su coche.
El sendero culebreaba una y
otra vez. Los lingotes ahondaban en sus bolsillos, golpeándole las caderas. No
pensaba que el oro pudiera pesar tanto, o, pensó retorcidamente, que fuese tan
difícil de conseguir.
Le dolían los pies y las
piernas. Hollywood y sus «noches» le parecía tan lejano como las estrellas.
Rayos de sol derramaban su luz, cual haces blanquinosos, por entre la brillante
enramada, desmenuzando su luminosidad en minúsculos arcos iris al incidir sobre
las gotitas de lluvia; y relucían sobre el fango de unas pistas que asemejaban
senderos entre los árboles. Pero ¿cómo podía seguir caminando sin perder el
equilibrio entre tanto fango? Se dedicó a observar los alrededores en busca de
alguna señal.
Sin darse cuenta se hallaba
en las profundidades del bosque. Si pasaba algún coche por la carretera, el
sonido de sus motores quedaba lejos de su oído. Por todas partes se veían
pistas que conducían a oscuras e impenetrables masas de vegetación. Agotado,
andaba buscando un lugar donde sentarse, y casi se le pasó por alto aquel árbol
que parecía un arco.
Cuando sólo tenía diez años
debía ser mucho más parecido a un arco; recordaba cómo se escondió en el
agujero curvo de su tronco. Por unos instantes, tuvo la impresión de que tal
reconocimiento iba a ser demasiado para su corazón. Se detuvo, y con un crujido
de sus huesos se introdujo, agachándose, en el agujero.
El tacto del suelo, bajo
sus manos, era viscoso, olía a musgo y madera en descomposición. Los lingotes
giraron dentro de sus bolsillos golpeando la corteza del árbol. No podía
incorporarse ni tampoco darse la vuelta. Tampoco se había girado entonces. Se
quedó escondido con el rostro acariciando la húmeda oscuridad leñosa y oyendo a
sus padres, caminando por el sendero. Él no deseó nada entonces, se repetía con
firmeza; él sólo se había querido hacer a la idea de estar solo en el bosque,
con el mero propósito de convertir la excursión en una aventura, aunque sólo
fuese por unos instantes.
Y ahora, mientras se
esforzaba en salir del agujero, podía oír a sus padres llamándole.
—Ian, no te rezagues —gritó
su padre, con tanto ímpetu que alguien contestó desde algún extremo del bosque:
—¿Hola?
Su madre lo hizo con más
suavidad.
—No queremos que te
pierdas...
Era a mediados del verano.
El sol caía a plomo sobre el sendero; por mucho que se curvase la senda, podía
seguir oliendo cómo los cantos rodados se cocían. Las masas de vegetación
brillaban con tal intensidad que, dondequiera que creciesen árboles, parecían
una única e incandescente umbría verdosa. Le dolían los pies, entonces y ahora.
—¿Todavía no podemos
merendar? —preguntó, alcanzando a sus padres en una corta carrera y
deslizándose sobre las suelas de los zapatos—. ¿Puedo tomar un refresco?
—Todos estamos sedientos,
no eres el único —dijo su padre, frunciendo el ceño en señal de aviso: nada de
posturas respondonas.
Una gota de sudor brillaba
sobre su hirsuto bigote.
—No voy a sacar las cosas
hasta que lleguemos al merendero. Tu madre quiere sentarse.
La madre de Ian hizo ondear
la falda de su vestido veraniego, a través del cual se podía distinguir el
encaje que perfilaba su ropa interior, para refrescarse un poco.
—Si necesitas un descanso,
por mí nos podemos sentar en la yerba —dijo ella.
—Bueno, bueno, ¡pero creéis
que hemos estado andando todo el día! —dijo su padre, en lo cual Ian estaba de
acuerdo—. Descanso y bebidas cuando lleguemos a las mesas. Yo nunca pedí un
descanso cuando tenía su edad, y de haberlo hecho sabía muy bien lo que
recibiría.
—Son sus vacaciones
escolares —dijo ella, con un hilo de voz negándose a salir por su garganta
reseca—. Ahora no estás enseñando.
—Siempre estoy enseñando,
no lo olvides.
Ian no estuvo seguro de a
cuál de los dos iba dirigido el último comentario, especialmente cuando su
madre dijo, con la respiración entrecortada:
—Desearía que pudiese
crecer con normalidad, desearía...
Él los tomó a ambos de las
manos y avanzó unos centenares de metros. ¿Fue en ese momento que se preocupó,
o fue la tensión que pasaba del uno al otro lo que sintió? Sólo recordaba que
anduvieron apresuradamente hasta que su padre se detuvo exclamando:
—Aguarda, compañero.
Busquemos una sombra para tu madre.
Ian se salió del sendero
que parecía girar indefinidamente en la dirección equivocada. Su padre estaba
señalando hacia los árboles.
—Las mesas deberían estar
por aquí —dijo.
—No me digas que nos hemos
perdido por culpa mía —protestó la madre de Ian.
Su padre zarandeó la
mochila con brusquedad, echándole una mirada de reojo por encima del hombro.
—Un poco de sombra no me
iría nada mal —dijo.
—Si quieres te puedo ayudar
a llevar algo. Ya sabes que yo preparé la merienda...
Su padre se dio la vuelta
ante ese comentario y se introdujo en el sendero entre los árboles, sus shorts
ondeando al viento; el negro vello de sus piernas relució alcanzado por un rayo
de sol justo al borde de la sombra. Así que Ian se hubo introducido bajo los
árboles siguiendo a su madre, se apercibió de que había estado oyendo el sonido
de la corriente.
Ahora podía oírlo de nuevo.
El sendero de cantos rodados que debía regresar hacia su punto de partida,
volvía, una vez más, a torcer en la dirección opuesta; no indefinidamente, pero
sí hasta donde la vista alcanzaba. Allí, a la izquierda, estaba el sendero que
su padre tomase. Se lo veía oscuro, frío y traicionero. Permaneció a la escucha
mientras el viento y los árboles se acallaban. No se oía nada en el bosque, ni
pájaros ni pisadas. Tuvo que inspirar profundamente para aclarar su mente,
antes de introducirse entre los árboles.
—Mientras oigamos la
corriente, no nos podemos extraviar —dijo su padre, como si tal cosa fuese
obvia.
El sendero que habían
tomado fue siguiendo el sonido de la corriente, hasta que el de los cantos
rodados se perdió de vista y entonces, se bifurcó en un conglomerado de pistas:
todas ellas tenían la suficiente apariencia de caminos como para crear
confusión. Ian notó la inquietud de su madre cuando se empezaron a separar de
la corriente, entre una arbolada que difuminaba cualquier conato de sendero.
—¿No es el merendero? —dijo
él de repente.
Empezó a correr
alocadamente, derribando matas y arbustos. La débil luz bajo la hojarasca
empezó a palidecer. Cuando llegaron al claro en el bosque, comprobaron que la
elevada silueta no era una mesa.
—¡Ten cuidado, Ian! —gritó
su madre.
Podía oír de nuevo su voz,
elevándose por encima de sus jadeos. Estaba seguro de que se trataba del mismo
claro. A pesar de la desnudez de los árboles, el lugar seguía siendo umbrío.
Salió al espacio abierto bajo un pedazo de cielo azul. Le temblaba todo el
cuerpo violentamente, a pesar de que el lugar se asemejaba a cualquier otro:
una depresión del terreno llena de hojas secas y de piedra de forma irregular;
algo bullía inquieto en su interior y, entonces, lo vio..., aquella palabra
grabada en una de las piedras: ALIMÉNTAME.
Ya era suficiente.
Excesivo. Las otras palabras deberían estar en las piedras que habían sido
usadas para tapar el agujero. Buscó con apremio en sus bolsillos y tiró los
lingotes junto a la palabra; luego, entornó sus ojos y formuló un deseo, los
mantuvo cerrados tanto tiempo como le fue posible, hasta que tuvo que echar un
vistazo a los árboles. Parecían aún más delgados de lo que él recordaba: ¿cómo
podían proteger el secreto? Bajó la vista, esperando, casi deseando la
posibilidad de formular un segundo deseo. Los lingotes seguían a la vista.
Había hecho todo lo
posible. Quizás no debería haber tenido que imaginarse una confirmación, no
mientras permaneciese vivo. Una rama crujió, una entre miles; la única que
había producido un sonido. Echó una rápida y violenta mirada a su alrededor,
hacia el camino por el que había venido, mientras aún recordaba cuál era. No
debía apresurarse. No debía pensar hasta que hubiese alcanzado el sendero de
cantos rodados.
Sin saber por qué motivo,
al llegar al extremo del claro, se volvió a mirar; no había oído nada.
Pestañeó. Lanzó un suspiro ahogado y se agarró a un tronco que hacía dos veces
el grosor de su palma. Se quedó con la vista fija en el lugar hasta que le
escocieron los ojos. Podía ver las piedras, la palabra rodeada de musgo e,
incluso, las gotas de humedad que brillaban a su alrededor. Pero el oro había
desaparecido.
Se apoyó en el tronco,
cogiéndolo con ambas manos. Así que era cierto: todo lo que había estado
tratando de ignorar considerándolo una pesadilla, una interpretación infantil
de lo que él había estado alimentando como un acontecimiento real, al final
había resultado ser absolutamente cierto. Se esforzó en no pensar, esperando
que le fuese posible retirarse; luchó por tratar de no preguntarse qué había
allí bajo las hojas, sumergido en la oscuridad.
Era un pozo. Antes de que
su madre le cogiera del brazo para evitar que cayese, ya se había dado cuenta.
Leyó las palabras que estaban grabadas en las piedras desmenuzadas que hubieran
conformado la periferia del brocal: ALIMÉNTAME UN DESEO.
—Debió poner «aliméntame y
piensa un deseo» —dijo su madre, aunque Ian pensó que no había espacio para
tantas letras—. Se supone que debes tirar algunas monedas.
Acogido entre sus brazos se
apoyó sobre el brocal. Alguien debía de haber formulado un deseo con
anterioridad; se veían los resplandores de algunas monedas allá en lo hondo, de
donde provenía un fuerte olor a humedad y podredumbre; demasiado alejado para
que el sol que pugnaba entre la arboleda llegase a alcanzarlo. Su madre lo bajó
al suelo y sacó su monedero del bolso.
—Toma —dijo, alcanzándole
una moneda—. Piensa un deseo y no lo digas.
—Te lo reembolsaré cuando
volvamos al coche —dijo su padre uniéndoseles, cuando Ian se abocó sobre el
pozo. Esa vez no pudo ver los resplandores circulares. Su madre lo sujetó por
los hombros mientras él alargaba la mano y dejaba caer la moneda. Luego cerró
los ojos de inmediato.
No quiso nada para sí,
excepto que sus padres dejaran de pelearse. Pero no supo cómo exteriorizar su
deseo, para que tal cosa sucediese. Pensó que podía desear que se cumplieran
los deseos más ansiados por ellos dos; sin embargo, ¿eso haría un par de
deseos? Trató de rectificar sus ideas a la busca de algún otro deseo, para a
continuación pensar cuál le podía ser de más utilidad. Y entonces se dio cuenta
que quizás el deseo había sido formulado mientras pensaba. Abrió los ojos, como
si ese gesto pudiese ayudarle, y creyó ver la moneda todavía descendiendo junto
con el brotar de la idea que le sugería que de abalanzarse tras ella, todavía
estaría a tiempo de recuperarla. Su madre tiró de él, y la moneda desapareció.
Pudo oír un sonido hueco, como el de una burbuja al salir a la superficie en un
charco de agua o fango.
—Sigamos caminando; debemos
estar cerca —dijo su padre, tomando del brazo a su madre, y mirando ceñudamente
a Ian—. Ya te advertí que no te retrasaras. No me colmes la paciencia, te
prevengo.
Ian corrió tras ellos,
antes de tener tiempo de ratificar si las piedras estaban tan sueltas como
parecían, o si podían ser emplazadas en un orden diferente. Ahora, mientras se
apartaba del claro donde los lingotes habían desaparecido, no estaba seguro; no
quería estarlo.
De repente se aterró ante
la idea de haberse perdido, y tener que vagar por el bosque invernal hasta
hallar el sendero que recorriese aquel día lejano con sus padres, y que lo
podía llevar a su lugar de partida antes de que el corto día se oscureciese. No
se pudo sacudir el terror del cuerpo ni incluso cuando llegó al sendero de
cantos rodados; no, hasta que estuvo dentro de su coche, aferrado al volante
que sus manos iban sacudiendo, sentado y rezando por recuperar su autodominio
para poder conducir y alejarse del bosque, antes de que cayese la noche.
No quería pensar si el oro
había hecho que se cumpliese su deseo. No lo podría saber hasta que muriese y,
quizás, ni siquiera entonces.
Su padre nunca miró atrás,
ni siquiera cuando la pista que estaba siguiendo se bifurcó poco después de que
abandonasen el claro en el bosque. Se decidió por el de la izquierda, que era
más ancho. Continuó ensanchándose hasta que la madre de Ian empezó a otear,
tratando de ver más allá de los árboles; deseando ver algo o a alguien.
—Sigue firme —le dijo a Ian
con energía, y a su padre—: Tengo frío.
—Debemos estar cerca de la
corriente, es todo lo que sé —dijo su padre, como si pudiese verla a través de
la compacta arboleda, tan tupida que parecía, al avanzar, que alguien fuese de
árbol en árbol al mismo tiempo.
Cuando Ian se volvió, ya no
pudo ver dónde se había ensanchado el sendero. No quería que su madre se diese
cuenta, eso sólo la haría estar más nerviosa y provocaría otro altercado
verbal. Superó con dificultad una mata de zarzas y corrió tras ellos.
—¿Dónde estabas? —preguntó
su padre—. Bien, permanece aquí.
El cambio en el tono de su
voz hizo que Ian mirase ante ellos. Casi habían alcanzado otro claro, pero esa
no era suficiente razón para que la voz de su padre sonase como si hubiesen
recorrido todo aquel camino intencionadamente; en el claro no había nada más
que algunos montones de leña seca. Avanzó unos pasos para proteger sus ojos del
resplandor solar, y vio que su apreciación anterior había sido equívoca. En el
claro se hallaban varias mesas y bancos, cual un merendero; de la leña no había
ni rastro.
Ian gritó; su padre lo
había alcanzado silenciosamente, y le estaba comprimiendo el hombro con sus
dedos.
—Te dije que permanecieras
donde estabas.
Su madre retrocedió y,
tomándole de una mano, le acompañó hasta una de las mesas.
—No le permitiré que vuelva
a hacerlo —murmuró—. Puede tratar así a sus alumnos en la escuela pero no
dejaré que se comporte de esa manera contigo.
Ian no estaba muy
convencido de sus posibilidades para enmendar las maneras de su padre. En
especial cuando él dejó caer con estruendo la mochila sobre la mesa y tomó
asiento ante ella, cruzándose de brazos. Se avecinaba un altercado. Ian optó
por alejarse para ver qué había más allá del claro.
Había otro merendero. Pudo
ver a una familia sentada a una mesa en la lejanía: un chico y una chica con
sus padres, pensó. Quizá podría jugar con ellos más tarde. Se estaba
preguntando por qué aquella mesa tenía una apariencia más de merendero que la
suya, cuando su padre le gritó:
—Regresa aquí y toma
asiento. Ya has incordiado bastante con tu sed.
Ian se aproximó con
lentitud a la mesa, pues la discusión ya había empezado; con ella el claro
pareció empequeñecerse.
—¿No estarás esperando a
que te sirva? —estaba diciendo su madre.
—¿Acaso no hice yo el
transporte? —replicó su padre.
Ambos se quedaron
contemplando la mochila, hasta que su madre optó por alcanzarla, y liberando
las correas, extrajo de su interior los vasos y la limonada.
Ella bebió su refresco a
sorbitos mientras su padre apuraba su vaso de cuatro tragos acompañados de
profundos suspiros. Ian se bebió el suyo sin parar y medio atragantado jadeó.
—¿Puedo beber otro vaso,
por favor?
Su madre repartió el resto
de la bebida entre los tres vasos y alcanzando de nuevo la mochila, miró dentro
de ella.
—Me temo que esa es toda la
bebida que nos queda —dijo, como si le costase creerse a sí misma.
—¿Quieres volverme loco?
—dijo su padre elevando sus hombros ostentosamente—. ¿Se puede saber qué
demonios he estado yo cargando?
Ella empezó a sacar los
recipientes con la comida, el pollo frío y la ensaladilla de remolacha.
Ian se dio cuenta entonces
de la peculiaridad de aquella mesa, en contraste con el otro merendero. Estaba
demasiado limpia para ser una mesa expuesta a la intemperie, parecía una...
Su madre estaba indagando
dentro de la mochila..
—Tendremos que comer con
los dedos —dijo ella—. Olvidé los platos y los cubiertos.
—¿Qué crees que somos,
salvajes? —Su padre miró con fiereza a los alrededores, como si alguien pudiera
observarlo comiendo de esa manera—. ¿Cómo quieres que comamos la ensaladilla
con los dedos? No he oído tal absurdo en mi vida.
—Estoy sorprendida, no puse
nada de lo necesario —gritó ella—. Tú haces que me distraiga.
Ian pensó que parecía la
mesa de un café y levantó la vista cuando notó que alguien se aproximaba. Al
menos así sus padres dejarían de discutir; nunca lo hacían delante de extraños.
Por un momento, y hasta que parpadeó apartándose de la claridad, tuvo la
impresión de que los ojos de los dos personajes eran completamente circulares.
Los dos hombres se
dirigieron directamente hacia la mesa. Iban vestidos de negro, de los pies a la
cabeza. Al principio pensó que podían ser policías, que venían a decirles que
allí no se podían sentar, y entonces estuvo a punto de echarse a reír al
constatar el significado de sus uniformes negros. Su padre también se había
dado cuenta.
—Ya hemos traído nuestras
cosas —dijo abruptamente.
El primero de los camareros
se encogió de hombros sonriendo. Los labios en su pálido rostro eran casi
blancos, y muy anchos. Hizo un gesto señalando la mesa y el otro camarero se
alejó, para volver casi de inmediato con platos y cubiertos. Venía de donde
estaba el pozo, por un lugar de espesa enramada y en una dirección que
provocaba que el sol deslumbrase a Ian.
El camarero que se había
encogido de hombros abrió los contenedores de la comida y la sirvió en los
platos. Ian vislumbró unos dibujos pintados en la porcelana, pero los platos
fueron colmados con rapidez y le fue imposible constatar los detalles.
—Esto está mucho mejor
—dijo su padre.
Su madre permaneció
callada.
Cuando Ian se incorporó
para alcanzar una pata de pollo, su padre le golpeó la mano.
—Tienes tenedor y cuchillo.
Úsalos.
—Oh, ¿de verdad? —preguntó
irónicamente la madre de Ian.
—Sí —respondió el padre,
como si estuviese hablando a un niño de la escuela.
Se quedó mirándole con
fijeza, hasta que él bajó la vista hacia la comida que blandía su tenedor. No
podían discutir delante de extraños, pero las disputas silenciosas eran aún
peor. lan permaneció sentado, trinchando su pata de pollo. El cuchillo atravesó
con facilidad la carne y arañó el hueso.
—Está demasiado afilado
para él —dijo su madre—. ¿Tienen otro cuchillo?
El camarero sacudió la
cabeza y mostró las palmas de las manos. Éstas eran muy finas y pálidas.
—Entonces ten cuidado, Ian
—dijo ella ansiosamente.
Su padre inclinó la cabeza
hacia atrás, apurando los últimos restos de su limonada. De nuevo apareció el
otro camarero. Ian no se había dado cuenta de su partida, ni podía saber dónde
había ido. Pero regresó con una botella de vino ya descorchada, con la cual
llenó el vaso de su padre sin que nadie se lo indicase y sin preguntar siquiera
al interesado.
—De acuerdo, ya que está
abierta —dijo el padre de Ian, dando la impresión de estar dispuesto para
objetar el precio.
El camarero llenó el vaso
de su madre y se lo acercó.
—A él no le ponga mucho
—dijo ella.
—Ni tampoco a ella —dijo su
padre, tomando un sorbo y dando su conformidad con un gesto—, pues tiene que
conducir.
Ian tomó un trago para
distraerse. El vino era atrayente: sabía seco y espeso. Pero no pudo tragarlo.
Se volvió al lado opuesto de su padre y lo escupió sobre la hierba, viendo que
ambos camareros tenían sus pies desnudos.
—Pequeño salvaje —dijo su
padre en voz baja y llena de odio.
—Déjalo tranquilo. No le
deberían haber servido nada.
Incrementando la confusión
de Ian, los dos camareros asintieron con sus cabezas. Sus pies eran finos como
ramas, y parecían estar unidos al suelo; podían ser yerba y tierra apretujadas
entre los largos nudillos de sus dedos. No quería permanecer por más tiempo
cerca de ellos ni junto a sus padres, cuyos denuestos caían sobre él cual
truenos.
—Quiero ir a un auténtico
merendero —se quejó—. Quiero poder comer como solía hacerlo.
—Ve, pero no te pierdas
—dijo su madre, apenas unos instantes antes de que su padre la interrumpiese.
—Permanece donde estás y
compórtate como es debido.
Su madre se dirigió a los
camareros.
—¿No les importa que estire
un poco las piernas, verdad?
Ellos sonrieron y mostraron
otra vez las palmas de sus manos.
—Muévete de esta mesa antes
de que te lo digan —dijo su padre—, y veremos que tal te sienta la correa
cuando lleguemos a casa.
Podía levantarse, su madre
lo había dicho. Se tragó la ensaladilla, ya que no le era posible comer fuera
de la mesa, y se quedó contemplando el fragmento del dibujo que había
descubierto en el plato.
—No le pondrás un dedo
encima —murmuró su madre.
Su padre tomó un bocado de
ensaladilla, que le enrojeció los labios, y golpeó la mesa con el vaso. Su
brazo desnudo quedó próximo a un cuchillo bajo la claridad solar. Tanto la hoja
como el vello de su brazo relucieron.
—No has hecho más que
conseguirle una propina con la correa, si no hace lo que le tengo dicho.
—Mami dijo que podía —replicó
Ian, cogiendo la pata de pollo de su plato e incorporándose.
Su padre trató de
atraparlo, pero la bebida debía de haberlo adormecido, pues quedó tendido sobre
la mesa sacudiendo su cabeza.
—Ven aquí —dijo con voz
pastosa, mientras Ian se alejaba fuera de su alcance, después de haber tenido
tiempo de echar una última mirada al dibujo en el plato. Parecía algo que
quisiese escapar al tiempo de ser descubierto. No quena permanecer cerca de
aquello, ni cerca de sus padres, ni tampoco cerca de esos camareros con sus
sonrisas silenciosas. Quizás los camareros no hablasen su mismo idioma. Al
tiempo que corría hacia donde se hallaban los otros niños, le dio un bocado a
la pata de pollo. Ellos se habían levantado de la lejana mesa y estaban jugando
con una pelota de trapo.
Por un momento miró tras de
sí. Cada uno de los camareros se hallaba tras uno de sus padres (¿esperando que
les pagasen, o para limpiar la mesa?). Debían de ser muy pacientes para que sus
pies se hubiesen adherido al suelo de tal manera. Su padre se sostenía la
barbilla en el cuenco de ambas manos, mientras la madre de lan lo contemplaba
fijamente desde el otro extremo de la mesa, que ahora le parecía extrañamente
desvencijada: mucho más parecida a un montón de leña seca.
Ian llegó corriendo al claro
donde estaban los niños.
—¿Puedo jugar con vosotros?
La niña dio un grito de
sorpresa.
—¿De dónde has salido tú?
—le preguntó al chico.
—Pues de allí.
Ian se volvió señalando con
la mano, y vio que no podía situar a sus padres. Al principio se quiso tomar a
broma la forma en que había sorprendido a los niños, pero de repente se sintió
solo y abandonado, aunque también temeroso de su padre y de su madre. Se volvió
de espaldas cuando los niños lo contemplaron con insistencia, y luego salió
corriendo.
El nombre del chico era
Neville; su hermana se llamaba Annette. Sus padres eran las personas más
encantadoras que nunca hubiese conocido..., aunque su deseo no había sido para
ellos, se dijo a sí mismo con firmeza cuando hubo puesto en marcha el coche, una
vez tranquilizado; no sabía cuál había sido su deseo junto al pozo.
Seguramente su madre se
había embriagado. Ella y su padre debieron de extraviarse, y regresaron al
coche estacionado en la carretera del bosque para pedir ayuda en la búsqueda de
Ian. Pero su madre perdió el dominio del vehículo apenas empezó a conducir. ¡Si
al menos el coche con sus ocupantes dentro no hubiese ardido tan rápidamente!
Ian no se habría visto forzado a desear con el oro que lo que creyó haber visto
no hubiese sucedido nunca: los árboles separándose ante él mientras corría,
mostrándole una última visión de su madre escudriñando el plato, cada vez con
más rapidez, contemplando el dibujo que había descubierto y poniéndose en pie,
una mano tapándole la boca mientras con la otra sacudía a su padre, sacudía sus
hombros desesperadamente para despertarlo, mientras las delgadas figuras abrían
sus enormes fauces y las cerraban sobre ellos.
Elle est trois (la mort)
Tanith Lee
Tanith Lee se ha convertido
en uno de los autores de fantasía más populares entre los surgidos en los
últimos diez años. Nacida en la zona norte de Londres en septiembre de 1947,
estuvo en la escuela secundaria y luego desempeñó esa gran variedad de empleos
que parecen formar parte del aprendizaje de un escritor:
bibliotecario, dependienta, camarera. «Tras estos y algunos otros desastres
subsidiarios», en palabras de Lee, acudió durante un año a una escuela de arte,
a los veinticinco años. Su primer libro, The Dragón Hoard
(El tesoro del dragón), fue publicado en 1971, y a él siguieron varios libros
más para niños y jóvenes. En 1975 DAW Books publicó The Birthgrave
(Tumba de nacimiento), con el que Lee captó la atención de los lectores
estadounidenses y que le permitió la posibilidad de dedicarse a escribir
exclusivamente.
Hasta el
momento ha publicado veintiún libros de ciencia ficción para adultos, nueve
para jóvenes y ocho narraciones breves, además de cuatro obras de teatro para
la BBC radiofónica y dos guiones televisivos para Blake's Seven.
Lee, que sigue viviendo en Londres. tiene como proyecto más reciente la
conclusión de una novela histórica, «una extensa y sanguinolenta obra acerca de
la Revolución francesa». El siguiente relato supone una buena muestra de la
facilidad de Lee para recrear atmósferas históricas.
Al otro lado del río, el
reloj de Notre Dame aux Luminères marcaba las siete. Cuan profundo el río, y
cuan oscuro, y cuantos huesos yacían bajo su superficie que las campanadas del
gran reloj dorado de la torre gótica no conseguían despertar. Sumergidos allí,
todos aquellos que se tiraron desde los puentes, desde los embarcaderos de la
ciudad: los muertos de hambre, los enfermos y los drogados, los desesperados y
los dementes.
Armand
miró las aguas negras como la noche, miró en busca de aquellos... Y allí, una
mano pálida emergió del oscuro caudal, una mata de pelo empapado pasó bajo el
pretil. Una chica se había tirado al río, ¿debía él rescatarla? ¿Era moralmente
correcto que él la rescatase de cualquiera que fuese el horror que la había
abocado a aquello?
El hombre
joven, un poeta, cruzó el puente corriendo y se acodó en el otro pretil. Esa
vez hubo ayuda. Un globo de luz en el extremo más alejado del puente cogió a la
suicida cuando emergió de nuevo. El poeta, Armand, lo observó con alivio y
extraña desazón. Aquello en el agua no era más que una ristra de harapos y
basura entrelazados por la corriente.
Enderezándose,
Armand se caló el capote. Era primavera, pero la primavera era fría en la
ciudad. No había excitación en sus piedras, ni en su sangre. Echó una ojeada,
con su acostumbrado abatimiento, a las torres de la catedral sobre el lejano
cauce del río, a las viviendas junto a los márgenes cercanos donde, de regreso,
se había asomado. Arriba estaban las estrellas, y aquí y allí luces macilentas.
Pequeños puntos de luz entre tanta oscuridad.
No había
comido en dos días, pero había conseguido suficiente dinero para hacerse con
una botella de vino barato en el café de la Rué Mort. Y para las otras cosas,
las compras... ¿Fue ayer?
Había
estado paseando toda la tarde, hasta que su propósito se esfumó con el ocaso.
Cual copos del día hundiéndose en el río. Notre Dame aux Luminères elevaba sus
torres ante él, como si se elevara desde las mismas aguas, un edificio salido
de una fábula. Compuesto cual caballero, entró bajo la cúpula de incienso y
sombras. De pie bajo las etéreas burbujas multicolores que eran derramadas en
el suelo por las vidrieras emplomadas, prendió una vela.
(Mi
nombre es Armand Valier. Me presento, pues creo que ya no te acuerdas de mí.
Señor. ¿Y por qué deberías acordarte? ¿Por qué enciendo una vela? Por un
trabajo fenecido, una poesía muerta. Murió en mis manos. La quemé.)
Cuando la
noche hubo difuminado las luces de los ventanales, Armand salió y empezó a
cruzar el puente.
Caminaba
lentamente, perdido no en sus pensamientos, sino en un país que se asemejaba
débilmente al puente, al río, a los oscuros bancos —uno que se alejaba, otro
que se aproximaba, ambos igual de irreales—, un país nutrido de los hechos y la
atmósfera que le rodeaban, aunque los negara. A medio camino sobre el puente,
el joven se apoyó en el frío pretil, balanceando su negra cabeza. (¿Dónde
estoy, entonces, si no aquí? ¿Es éste un lugar que rememoro de un sueño? ¿Habré
cruzado alguna barrera en el tiempo y en el espacio? ¿Y será este mundo como el
que acabo de abandonar, engañado por unos instantes como si hubiese traspasado
la superficie de un espejo?)
La
impresión de cambio, de extrañeza, se tomó tan aguda que una sensación
galvánica recorrió sus nervios. En ese instante, sin ninguna alteración
aparente, miró por encima del pretil y observó a la chica muerta en el agua;
aquella que un momento después, desde el otro parapeto, se convirtió en un
cúmulo de objetos flotantes. Eso convenció a Armand, el poeta, de que, sólo
cruzando el puente de uno a otro parapeto, él había traspasado los contornos de
la realidad. Hada mucho frío. Temblando dentro de la poco apropiada capa,
empezó a aproximarse con vivacidad hacia el pálido globo de la lámpara que
bailoteaba allí, junto a su poco confortable banco que le servía de hogar.
La niebla
se estaba elevando del río, debilitando la pobre luz misteriosa como un telón
de gasa. Mientras Armand se aproximaba con rapidez, le vino el impulso de que
debía cruzar una vez más hasta el otro pretil, dejando allí, tal y como estaba,
la misteriosa lámpara, en otro mundo parcialmente distinto, donde los harapos
se convertían en muchachas ahogadas.
En el
presente, obedeció aquel impulso; era suficientemente sencillo acomodarse sobre
la simple diagonal. Se apercibió, inexplicablemente, de que su corazón —aunque
podía ser sólo la falta de alimento y el cansancio— le batía con urgencia.
Acercóse aún más, contemplando con fijeza el nebuloso ambiente que rodeaba la
lámpara.
Hasta
que, de repente, una figura cobró forma bajo la lámpara en el extremo del
puente.
Armand lo
constató, continuando su marcha, aunque con mucha mayor lentitud. Oía sus pasos
resonando agudos sobre el pavimento, por encima de los susurros remotos de la
ciudad. Y, más alto aún, el jadeo de su propia respiración. Ahora podía incluso
ver con claridad que la figura era la de una mujer.
Estaba
envuelta en una capa de terciopelo negro. Era una prenda como la que usaban los
ricos y los aficionados a la ópera. Pero la arropaba por sí misma, como si ella
misma estuviese viva, una criatura orgánica arropándola cual pétalos de
orquídea negra. Detrás de su cabeza se elevaba un pétalo, una capucha como la
cabeza erguida de una cobra enmarcando un rostro difuminado por la niebla. Se
formó la impresión de sus rasgos. Eran aristocráticos y muy rígidos, quizá
pobres de expresión. Excepto los ojos, que eran remarcados por unas largas e
inclinadas cejas negras, y que mostraban un indescifrable azul en el párpado
superior, el cual no estaba pintado ni sombreado, pero que sugería las
traslúcidas alas de unos insectos cual iris, estampadas allí... Su boca era
extremadamente generosa, aunque suave, y parecía dispuesta a sonreír. Aunque
aquello debía tratarse, al igual que lo demás, de un espejismo de la niebla.
Pero ahora toda la cabeza giró. Tras el camafeo, una melena nocturna orlaba la
capa como gotas diamantinas que refulgían cual chispas. Una mano enguantada
horadaba la capa cual cuchillo. El guante era de un curioso malva azulado,
perlado y fosforescente, insustancial como la primera llamarada del gas. La
mano enguantada realizó el inequívoco movimiento de correr una cortina.
Comprensión
tras comprensión se apoderaron de él... Armand aceleró de nuevo el paso,
reincrementando sus palpitaciones, pero ya era demasiado tarde. La aparición se
había desvanecido.
Alcanzando
la lámpara, la elevó, tratando de penetrar el oscuro manto nocturno. No lo
consiguió. Incluso llegó a llamarla una vez:
—Mademoiselle
Fantôme...
Su voz
repercutió con un eco lejano en la noche.
No estuvo
buscando por mucho tiempo. La náusea del hambre se le hizo presente,
impeliéndole a buscar, no comida, sino vino, calor, compañía humana.
Se apartó
diez pasos de la lámpara y miró tras de sí: sólo la niebla, la irrevelante
mancha de luz, la oscuridad vaciándose sobre las aguas.
El café
Vule en la Rué Mort estaba repleto, una caverna estentórea, sus paredes
cubiertas de negras telarañas oscilantes, las mesas repletas de cartas,
papeles, dados y vino tinto. Los bebedores, sentados con laxitud, hablaban, se
insultaban, bajo una iluminación fría y mezquina.
En unos
de los crepúsculos luminosos, Etiens Corbeau-Marc, medio cegado por su melena y
por el resplandor de una vela, bosquejaba algo del lugar. Los trazos del
carboncillo eran concisos y penetrantes, con una ligera distorsión que tendía a
añadir, más que a disminuir, realidad.
(Un día,
tales bosquejos se venderían por cientos de dólares americanos, aunque por
aquel entonces Corbeau-Marc estaría cómodamente aposentado bajo tierra.)
—Recibo
tu sombra en el papel, Armand, y sin agrado. Por favor, siéntate o lárgate.
Simplemente sal de mi luz.
—Mi
sombra y la sombra de una botella de vino. ¿Alguna mejora?
—Oh.
¿Somos ricos esta noche?
—Oh.
Somos pobres. Pero podemos beber. Y aquí llega la botella.
—Pero
bueno, toma asiento, mi generoso amigo. ¿Ves a esa mujer? Tiene el rostro de un
caballo alado. ¿Crees que aceptará pasar a mi habitación?
—¿Por qué
no? Todas las demás mariposas lo han hecho.
Armand
vertió el vino en dos vasos lóbregos y bebió de uno con avidez de sediento,
cerrando los ojos. Pareció esperar unos instantes, como si la inspiración no le
llegara. Cuando habló, su voz sonó lejana y melancólica.
—Vi a una
mujer junto al río, esta noche, a la cual deberías dibujar, Etiens.
—Dale mi
dirección, previniéndola de que no le puedo pagar.
—Pienso...
—Armand comprimió sus labios, hallada la palabra, pero tomó el vaso y bebió de
nuevo—... que querría que se le pagara con sangre.
—Un
vampiro... Excelente.
Etiens
dejó su bosquejo y bebió.
—Armand,
eres irritante. ¿Piensas trabajar o no? ¿Acaso me estás contando un sueño
que tuviste? ¿Cuándo comiste por última vez?
—Ayer,
creo. O el día anterior... ¿Soñar? Ya no sueño, ni dormido ni despierto.
Armand
apoyó sus brazos sobre la mesa y acomodó su cabeza entre ellos. Dijo algo
inaudible.
—No te
oigo. Has interrumpido mi trabajo, así que al menos podrías darme conversación.
—Decía
que he consumado mi último desastre esta mañana. Un instante antes del
mediodía. El reloj dio las campanadas poco después, y entonces salí a pasear
por el río. Cuando regresé, había anochecido. Había una lámpara encendida al
final del puente, y allí se hallaba una mujer envuelta en terciopelo negro y
guantes fosforescentes, con el rostro de la virgen madre de Monsieur.
—¿Cómo?
Ah, te refieres al Diablo. ¿Le hablaste?
—No.
—¿Temiste
una desilusión? Sin duda fuiste juicioso. Probablemente fuera alguna prostituta
sin fortuna.
Armand
rellenó su vaso por rutina. Parecía como si para él fuera igual que beber agua.
Sólo un ligero temblor en sus gestos conllevaba la idea de que era vino.
—Es
extraño. Al principio me sorprendió. Pero entonces... tuve la impresión de
haberla visto una o dos veces con anterioridad. Se desvaneció, Etiens. Como una
llama al consumirse.
—Quizá
fuera una bruma...
—No entre
la niebla...
—Esta
noche compraré queso y embutido —dijo Etiens—. Me sentaré severo ante ti, hasta
que lo acabes.
—La
comida me enferma —dijo Armand.
—Por
supuesto que te enferma. Tu estómago ha olvidado lo que es comida. Comes cada
diez días, y tu cuerpo grita: «¡Socorro! ¿Qué es esta sustancia extraña? Estoy
siendo envenenado».
—La mujer
—dijo Armand—. Sé quién puede ser.
Etiens
Corbeau-Marc consiguió otro recorte de papel y empezó a dibujar de nuevo. Esta
vez no era nada del Café Vule. Armand se contorsionó abruptamente, angustiado.
Una
pilluela apareció sobre el papel, escueta como un lápiz, su pelo rubio flotaba,
parecido al de Etiens, quizás algo más rubio. Sus ojos se convirtieron en
blancas estrías sobre la cuartilla, la de papel de estraza, cuando él los rasgó
delicadamente con la uña de su meñique, como si quisiera cegarla, o encubrir
sus verdaderos ojos.
—¿Quién
es ésta?
—Querido
Armand, tengo un vago recuerdo. Un retazo de mi infancia. Por alguna razón,
ahora me ha venido a la memoria.
—Algún
día, estos bosquejos valdrán montones de francos, cajas llenas de dólares.
Cuando tú estés salvaguardadamente muerto, Etiens, en una fosa común.
Armand
elevó su cabeza, aunque la de Etiens permaneció sobre su dibujo, y halló entre
ambos, rojiza cabellera en la rojiza penumbra, cual crepúsculo de marzo, el
ocasional tercer miembro de aquella mesa en el Café Vule.
—Pajarillo
—dijo Etiens—, dulce France, estás ante mi luz. Mueve la vela, muévete tú, o
mueve la tierra, pero hazlo con prontitud.
—La
tierra se ha desplazado —dijo France, sentándose ante la mesa y sirviéndose un
vaso de vino.
Ya había
estado bebiendo y sus amplios párpados superiores estaban parcialmente abatidos
cual blancos velos.
—Vaya,
vaya, estoy aquí para refugiarme, nada de terremotos. Ya tuve suficiente en mi
habitación.
—¿En qué
problema te has metido ahora, ángel caído? ¿No será que Jeannette por fin ha
entrado en razón y te ha abandonado?
—Jeannette
hace un mes que se fue. Se estaba convirtiendo en una esposa, en una madre...
Come esto, siéntate aquí, quédate en casa. Todo enmendado, el hábitat
horriblemente limpio y mostrando las desafortunadas características de su
necedad, y ragoút. Todo lo que me sabía cocinar era ragoût. Y dos vasos de
vino, ni uno más. Y lágrimas. ¿Con quién has estado? ¿Dónde has ido? Dime que
me amas. ¿Por qué no me amas? Y mi piano... Oh Dios, Dios, Dios. ¿Sabes
qué llegó a hacer?
—Bien,
¿qué? —exclamó Etiens.
—Armand,
no estás escuchándome.
—Sí, te
escucho.
—Mi
piano... Trajo un hombre para que lo tasara.
Etiens
palmeó la mesa con su mano. Armand soltó un altisonante gruñido de asombro.
—Bueno,
supongo que te proporcionaría algún dinero.
—Palabras
textuales. «Nunca lo tocas», me dijo. «¿Dónde están los conciertos, los
preludios...? Sólo haces música en la cama con otras mujeres. Mientras, nos
morimos de hambre.»
France
bebió del vino, esta vez directamente de la botella. Se quedó observándoles.
—Tiré sus
ropas por la ventana y sus malditas flores en tiestos. Estuve a punto de
tirarla a ella también, pero huyó gritando.
—Pobre
niña —dijo Etiens—. Pero entonces estaba loca para vivir contigo. Usas las
mujeres como si fuesen harapos.
—Tengo
otro harapo ahora.
Armand
recuperó la botella: el vino había desaparecido. Volvió a cerrar los ojos. Las
profundas ojeras sobre sus mejillas le hacían parecer un niño exhausto.
—Esta
última parecía entender —dijo France—, y tenía algo de dinero. Pero va hoy y me
dice: «No estoy celosa de tus mujeres, tengo celos de la música que tienes en
la cabeza. Estoy celosa de la Dama Negra, el piano. Te sientas y lo acaricias,
pero estás cansado de mí». Lo cual es cierto. Es sombría. La he echado.
—¿Defenestrada?
—dijo Etiens—. Espero que no.
—No, no,
por Dios. ¿Quién tiene dinero para más vino?
—Pan y
vino —dijo Etiens.
—¿Eres
rico hoy? —preguntó France.
—Alguien
me compró un dibujo. Oh, una venta modesta. Algunos francos.
France se
dirigió a Armand.
—Bebida,
comida. Despierta. ¡Alégrate! Baila sobre la mesa.
—¿Alegrarme?
¿Cuando no puedo escribir más?
—Vaya
porquería.
—No
puedo, de verdad.
—Ni yo
puedo escribir una nota —dijo France—. Jeannette y sus lamentos me lo
impidieron. Y Clairisse, con sus locuras. Surge una melodía... es la melodía de
otro hombre. El desarrollo se desvanece, cae, expira. ¿Pero puedes verme? Mira.
Continúo. Ya regresará.
—El vino
solía ayudarme —murmuró Armand—. Antes de aquello... Me parece imposible cuando
lo recuerdo... Simplemente estar solo, pasear hacia algún lugar..., cualquier
parte. Las visiones florecían, como suspiros. Me era casi imposible contener
las ideas, casi imposible controlarme para no empezar a gritar en la calle de
puro éxtasis. Y ahora, nada. El vacío. Necesito algo más que bebida, o soledad.
Necesito algo, un ácido cauterizante, para liberar lo que llevo dentro. Está
ahí. Puedo sentirlo, aleteando en el interior de mi mente como un pájaro en una
caja. Dios mío, ¿qué será de mí?
—Tranquilízate
—gruñó France—. Me estás turbando. Estás empezando a parecerte a Jeannette.
Llegó el
vino, el pan y el queso.
Etiens
apartó sus bosquejos. El de aquella extraña muchacha cayó al suelo bajo la
mesa, donde algunos pies, ignorantemente, lo estrujaron.
El mismo
grupo se había convertido en uno de los dibujos de Etiens. Teatralmente
difuminados por luces y sombras, empapados de la luminosidad amarillenta de la
vela campeando sobre una botella de vino, los tres jóvenes desmenuzaban
salvajemente el pan.
Cuan
semejantes eran entre sí de una manera incoordinada, más extraordinaria.
Ninguna similitud de los cuerpos; aunque en cierta manera eran semejantes:
escuálidos en sus raídas prendas, que en France eran además chillonas, al igual
que su pelo, y con sus rostros demacrados y desesperados; en ellos, también
confluían tres aspectos de un todo unitario. Pobreza, hambre, tenacidad,
desesperación, y posiblemente genialidad. ¿Pero quién, a esa hora, podía estar
seguro de ello? El Artista, el Compositor, el Poeta. Rubio, pelirrojo, negro,
cual piezas de ajedrez de un juego a tres manos.
—¿Dónde
está tu bosquejo?—preguntó France de repente.
Se
pusieron a buscarlo, el ojo blanquecino y picaruelo... Alguna bota lo había
pisoteado sobre el suelo. France soltó un juramento. Armand propuso poner patas
arriba el abarrotado café.
—No
importa —los apaciguó Etiens—. Estoy contento de que se haya ido. No era como
yo lo quise. O aún más, demasiado como yo lo quería.
—Me había
traído a la memoria aquel viejo verso —dijo France, bebiendo de la segunda
botella—. Y no sé por qué. Pero ¿os acordáis a cuál me refiero? Una clase de
adivinanza. Un círculo y tres figuras, tenías que unificarlas al final pero
permanecer fuera del juego. ¿Cómo era? Elle est trois —Soit! Soit! Soit!
Armand lo
observó:
—Mais
La Voleuse, La Séductrice...
—Eso es
—gritó France. Un cerco pálido surgió sobre sus blancos pómulos—. La
Séductrice et Madame Tueuse...
—Ne
cherchez pas —finalizó Etiens.
France se elevó, elegante y
violento, elevando la botella, ahora él solo. Se deslizó por el café,
esporádicamente colapsado, mientras aquí y allí alguna mujer reía con sorna, o
alguna voz se le unía.
Elle est
trois.
Soit!
Soit! Soit!
Mais La
Voleuse,
La Séductrice
Et Madame
Tueuse
Ne
cherchez pas!
Ne
cherchez pas!
France se
abatió sobre su silla de nuevo. Y le pasó amorosamente la botella vacía a
Armand.
—¿Qué
demonios significa?
Etiens,
que no estaba borracho, dijo tristemente:
—Significa
muerte.
Elle est
trois... Ella es tres.
¡Bien!
(Uno.) ¡Bien! (Dos.) ¡Bien! (Tres.)
Pero la
Ladrona...
La
Ladrona.
La lluvia
primaveral, fría como el hielo, caía espesa sobre las calles y Etiens iba
andando hacia su morada. Su bella melena se le aplastaba sobre los ojos; sus
zapatos rebosaban agua. Era media noche, el reloj de la Catedral desgranaba sus
tañidos, un lobo aullaba al otro lado del río. Nuestra Señora de las Luces, con
las velas consumiéndose y muriendo en sus pétreas entrañas.
Lo de la
venta del dibujo había sido una patraña. Pero había creído oportuno colaborar
con la comida. ¿Acaso importaba? Etiens consideró la belleza de las palabras
tras las que se ocultaba la dama que tenía aterrorizado a Armand, las sonatas
abortadas por los apetitos y la falta de sentimientos en France. Pero, aun así,
Armand había tenido sus visiones en el puente. France tocaba el aporreado piano
y las notas flotaban en el aire.
(Y yo,
puedo crear pinturas en hojas de papel y lienzos: pinturas buenas o malas, pero
incesantes, correspondientes, nutritivas. Vida. Vida.)
Sí, pero
aún recordaba La Voleuse.
¿Cuántos años tenía
entonces? Seis o siete. Probablemente siete. Había estado enfermo; esa era una
experiencia, aunque vivida, curiosamente desperdigada en su memoria —una fiebre
infantil—. Un grotesco desinterés en todo lo concerniente a su persona y una
desconcertante falta de comprensión ante sí mismo y en lo que debía ser. Luego
había unos retazos monocromos; sombras perfiladas por una luz, una luz
excesivamente brillante para nacer; murmullos de voces, y su madre alimentando
una irritabilidad que, en medio de su penuria, abandono y desesperanzamiento,
le provocaba el tener casi que amamantar a una criatura enfermiza. Estaba, por
alguna razón, recuperando el incidente más definitorio de todo ello: el de
tener que serle dada el agua a cucharillas porque su debilidad le impedía
incorporar la cabeza. Por supuesto, no había tenido miedo. La propia absorción
de la infancia, su ciega confianza, obviaban todos los temores. No había tomado
conciencia de la muerte, aunque ésta, de alguna manera, debía haber estado
aleteando sobre él, con los hedores del ajo y la madera podrida. La muerte
aquella vez quizá lo visitó una noche en la forma de una enorme polilla
parduzca, observándolo en su inconsciencia con sus ojos resplandecientes.
Más allá
de las pequeñas ventanas de la buhardilla, en los traseros de la casa había un
detalle inusual, una balconada cuya balaustrada de hierro forjado semejaba una
tela de araña. Un par de macetas rotas con geranios muertos colgaban en la
penumbra atadas a la baranda. La suciedad, marchitos tejados, y diminutos
retazos de claridad solar, y, cinco pisos más abajo, se contemplaba un patio de
guijarros de una cruda e incomprensible falta de belleza.
Su
primera toma de contacto con otros niños llegó, un día, desde ese mugriento
balcón al otro lado de la ventana.
¿Quién es
ella? ¿Cómo se introducía? Se sentaba en el marco de luz lunar que a veces
bañaba el suelo entre su cama y la ventana. La estufa estaba encendida, pero
ahora se había apagado. Detrás de un biombo cruzado en medio de la habitación
la madre y el padre roncaban u observaban.
La niña
se sentaba sin pestañear en la mancha de luz, observándolo.
La vio
unos instantes. Luego se durmió de nuevo.
Por la
mañana se había ido y cuando habló de ella le comentaron que había estado
soñando.
El ático
solía también estar impregnado del aroma de la sopa de berzas, que Etiens
recordaba con una ligera aversión, dado que como niño de siete años no le ofendía.
El adulto
seguía bajo la lluvia y cruzó una plaza. Pensaba en la Voleuse, la Ladrona.
La había
vuelto a ver muchas veces después de aquello.
Al
principio permanecía cerca de la ventana, carente de expresividad. Luego se
tomó más familiar y empezó a cobrar emotividad. De repente le sonrió, y él se
hizo un retrato de sus rasgos. Su tez era morena, su cabello un despojo
blancuzco. Sus ropas también estaban descoloridas y eran harapientas, pero de
una manera más concisa cual si unos agujeros hubiesen sido premeditadamente
cortados sobre ellas, en vez de ser rasgaduras o desgastes por el uso continuo
de las prendas. De alguna forma era como una diminuta y escandalosa versión de
Pierrette y, en efecto, empezó a hacer payasadas. Se paseó por la buhardilla
ruidosamente, balanceándose sobre las manos, haciendo volteretas, dando saltos
mortales, todo ello con una facilidad inusitada tal, que él tuvo que contener
su risa tapándose el rostro con un extremo de la sábana. Sólo cuando se
aproximó, pudo percibir la blancura de sus ojos, exceptuando dos diminutas
manchas oscuras en las pupilas. Su mirada lo aterrorizó por unos instantes,
haciéndole recordar la de un perro ciego en la Rué Dantine. Pero, dada la
evidencia de que ella podía ver a la perfección, su terror se esfumó.
Luego de
estar actuando un largo tiempo para él, ella se rió silenciosamente y saliendo
con premura, directamente a través de la ventana, desapareció. Eso no parecía
peculiar. Pudo asumir, si es que había algo esencial que asumir, que ella tenía
una cuerda, y que usándola se había descolgado del balcón. Era tan ágil que,
incluso en sus pensamientos de adulto, le pareció medianamente factible.
El niño
convaleciente estaba disgustado. Habría deseado unirse a sus juegos. ¿Iba ella
a regresar?
Cual si
quisiera exasperarlo, se dejó caer por allí algunas noches. Se hallaba él en
ese período de la convalecencia en el que todo se le estaba volviendo
tremendamente aburrido; estaba todavía demasiado debilitado como para poder
entretenerse jugando, pero mentalmente inquieto, ansiaba divertirse.
Esa noche
sus padres lo habían dejado solo, pues ya estaba lo suficientemente recuperado
como para valerse por sí mismo. Se habían ido a una boda. Habría dulces y
licores. Su madre le había prometido traerle una caja llena de pastelillos,
pero él estaba empezando a dudar de su promesa.
Se había
adormecido cuando oyó las campanadas del reloj al otro lado del no: las nueve
en punto. La estufa estaba apagada y hacía tanto frío como oscura estaba la
habitación. El Etiens niño se aprestó para acurrucarse más profundamente entre
las mantas, y fue entonces cuando vio a la otra niña, la pálida Pierrette,
entrar por la ventana. Y por primera vez se dio cuenta que ahora, al igual que
en las ocasiones anteriores, la ventana había estado, estaba, cerrada.
Quería
preguntarle el significado de aquello, pero ella se lo anticipó, bailando ante
él con sus peculiares harapos. Estaba tan sorprendido, tan cautivado, que
permaneció callado. La gratificación fue inmediata. Ella empezó a realizar malabarismos
increíbles. De un gran salto, dio un mortal hacia atrás, acompañado de un
¡hoop!, luego haciendo la vertical, se balanceó sobre sus manos: casi sobre las
extremidades de sus dedos. Volviendo a ponerse de pie saltó —sus saltos eran
como los de un gato—, para ir a aterrizar encima de la mesa. Giró sobre sí
misma hasta llegar al extremo, se desplazó al respaldo de una silla y caminó
por él. Saltó de nuevo, y se detuvo a descansar sobre la punta de un pie,
permaneciendo inmóvil cual estatua en un pedestal, sus brazos extendidos
grácilmente. Desde esa posición, ingrávida y en total equilibrio, haciendo
señas, le ofreció la segunda sorpresa.
No se lo
podía creer, le estaba invitando para que se uniese a la diversión. Estuvo
seguro de que ella le mostraría sus trucos. Los realizaba con tal facilidad
que, aun en el tiempo, preveía no obstante la certeza de que bajo sus
indicaciones —cosa que a él solo y trabajando en un rincón, le sería
imposible—, con su mera aprobación, le sería dable el aprenderlos.
Así que
salió de la cama, poniéndose en pie, su amiga le sonrió arrebatadoramente.
Luego, cuando empezó a aproximársele, descompuso su inmovilidad y volvió a
desvanecerse a través de la ventana.
Tuvo un
desvanecimiento. Ahora, en el preciso instante en que había decidido tomarle
confianza. ¿Iba ella a romper el hechizo?
Para
entonces se dio cuenta que se había quedado en el balcón, al otro lado del
sucio cristal. Su blancura contrastaba, cual una lámpara, contra el oscuro
cielo invernal y la ringlera de oscuros tejados, que iban geométricamente
disminuyendo en la perspectiva que enmarcaba el desconchado marco de la
ventana. Y de nuevo, ella lo llamó haciéndole señas.
Se las
apañó para abrir la ventana y salió tras ella. El frío lo sacudió como una
mano, la mano de su padre furioso. Pierrette le sonrió silenciosamente, brincó
y de repente apareció encima del pasamanos de la baranda. Riendo sin ningún
sonido, ella empezó a correr de uno a otro lado del breve perfil metálico y, a
pesar del frío, él permaneció en trance. Sobre su cabello cual estropajo
metálico, las estrellas titilaban con gélido resplandor. Parecían adornar su
pelo atrapadas por él y, dos de ellas, tornáronse sus ojos.
Al final
del balcón, donde colgaba una olvidada prenda de ropa, ella se detuvo. Con su
mano alzada le mostró lo que quería que hiciese.
Salta,
salta, sígueme a lo largo de la balaustrada. Eso era lo que su mano, su cara
—tensa y oscilando—, las chispas de sus ojos, la postura de su cuerpo, le
incitaban a hacer. Incluso sus harapos oscilaban ante él, indicándole,
mostrándole cuan sencillo era.
Dudaba.
No por preocupación, exactamente, sino de asombro. Como si de un sueño
milagroso se tratara, nunca se le había ocurrido anteriormente pensar cuan
sencillo podía resultar un acto de esas características. Por supuesto que era
sencillo, simple.
Como para
acabar de decidirlo, ella recorrió de nuevo la balaustrada. El pasamanos debía
tener una pulgada de ancho y allá donde se curvaba, aún menos. Sus pies se
deslizaban sobre ella con seguridad, y él supo que, fuera lo que fuera lo que
ella hiciese, él estaría, en aquel momento, capacitado para hacerlo.
Aun así,
tomó precauciones al encaramarse encima de los tiestos y de ahí a la baranda,
cuidando, no de no precipitarse cinco pisos más abajo, sino de no caer de
espaldas en el balcón.
Con la
misma delicadeza se irguió sobre el metal y sus pies lo abrazaron. Su desnudez
fue quemada por aquella helada frialdad que le hirió las plantas, pero eso no
le preocupó. Pierrette estaba en éxtasis. Aplaudió, deslumbrante. Vamos, haz
como yo.
Oyó, muy
lejano, un jadeo ahogado en la habitación tras él. En un principio no le
preocupó, pero luego se dio cuenta, con sorpresa, que estaba perdiendo el
equilibrio.
Miró a
Pierrette esperando que le indicase lo que debía hacer, pero Pierrette se
estaba riendo, riendo de él. ¿Podía ser que no se diese cuenta de lo que le
sucedía?
Siguió un
largo, un largo e inexplicable segundo mientras caía de la balaustrada sobre
sus pies, y todo el mundo le bailaba alrededor. Instantáneamente, todo él se
derrumbó. Sus manos dieron en el suelo, pero eso no fue un acto reflejo. De
hecho, todavía no había tomado conciencia de lo ocurrido.
Incluso
las estrellas cayeron con él, y con ellas se esfumó Pierrette.
En su
lugar un estallido de terror, una conclusión espantosa. Atontado, se halló a sí
mismo en medio de una tormenta de golpes y gritos.
Su padre,
excesivamente borracho para razonar —de razonar habría entendido que le era
imposible alcanzar a tiempo al niño en su caída—, se abalanzó hacia la ventana
quedando semiinclinado sobre el vacío, y tiró de su hijo hacia atrás. A
continuación, ambos quedaron tendidos sobre el balcón entre una conmoción de
macetas.
El
penetrante vaho etílico que desprendía el aliento de su padre y los aullidos de
su madre, entonces ya relajada, desmoronaron al muchacho, que empezó a llorar.
—No
deberíamos haberlo dejado solo. Nunca, nunca. Estaba caminando en sueños...
Etiens
vio, entre sus lágrimas, que ella se había olvidado de traerle los pasteles. Se
atrevió a echar una ojeada al balcón, para constatar que la pálida criatura
había desaparecido.
Se fue
para siempre. Nunca más la vio. ¿Pero qué —podía preguntarse, y de hecho lo
hacía de vez en cuando— fue aquello, esa aparición? ¿Algún desvarío provocado
por la fiebre? ¿Algún espíritu que habitaba en el ático, quizá un niño que
había muerto allí en circunstancias similares, y ansioso de ver otro evento
como el sufrido por él? ¿O una conjuración del Diablo, de Monsieur le Prince?
La
estrofa se lo había dicho. El verso, aparentemente, lo conocía. Sabía de Lady
Muerte, en sus tres aspectos —Elle est trois. Soit! Soit! Soit!
Mais La Voleuse—. Sí, qué otra cosa había sido Pierrette si no una ladrona,
vestida como uno de ellos además, o disfrazada, caracterizando a uno. Un ladrón
de vida que le hubiese robado la existencia con alguno de sus trucos.
Etiens, girando por una
esquina, se escuchó a sí mismo recitando el verso una vez más, en voz alta. A
cada estrofa la lluvia le entraba en la boca.
Ella era
tres ¡Bien! ¡Bien! ¡Bien! Así la Ladrona, la Seductora, y Madame Carnicera. Ne
cherchez pas.
—No los
busques —dijo de nuevo. ¿Por qué nunca le había contado a Armand su macabra
historia?—. Una vez, cuando tenía siete años...
Armand,
aunque desvirtuándola, podría usar la idea. Incluso él mismo, el pintor, ¿por
qué no había, hasta entonces, tenido el coraje para detallar la terrorífica
muchacha con ojos de nieve? Sólo un boceto, esa misma noche, y aun así había
desaparecido.
Etiens se
orientó, elevando su cabeza ante la tumultuosa cortina de lluvia. Juró, aunque
ritualmente. Había tomado un camino equivocado y se había dirigido, en vez de a
su morada, al lóbrego barrio de escaleras y tiendas sombrías en el que vivía
France con su piano y con cualquier mujer lo suficientemente loca como para
soportar su parasitismo. Mirando ante él, Etiens observó un callejón, y a lo
largo de su calzada de anchos escalones, el derruido almacén sobre el cual se
había instalado el compositor. Habían luces resplandecientes allí arriba.
(¿Por qué
estoy aquí? ¿Qué hago aquí? No entiendo qué razón me ha hecho venir aquí.
¿Acaso pretendo visitarle a estas horas de la noche? Puede ser que ni siquiera
se encuentre allí. En verdad, dejó el café antes que yo. Lo más probable es que
esté bebiendo en alguna parte, o con alguna mujer que no sea la que está ahí
arriba ahora, lamentándose por su desinterés.)
Desde el
alma de la lluvia y de la noche, circunstancialmente del derruido almacén que
apuntaba el hábitat de France, una mujer empezó a llorar frenéticamente.
Habiendo
dejado el café antes que los otros, France no había retornado de inmediato a su
habitación sobre el callejón. Estuvo tomándose un par de copas con una mujer
que conocía, la trapera viuda, que vivía detrás del mercado. Manteniendo un
romance ficticio, con la pretensión de desear acostarse con ella —era una mujer
plana e inapetecible—, France había conseguido bastantes cosas a cambio de
nada, incluyendo una selección de espectaculares corbatas.
Unos
minutos antes de la medianoche, de cualquier forma antes de que el reloj dorado
de Notre Dame aux Luminères diese las doce, empezó a ascender los escalones de
piedra dirigiéndose hacia la habitación que Jeannette tratase, de una manera
enfermiza y desesperada, de conservar. Estaba muy borracho. En una neblina
alcohólica que, francamente, no le permitía ver más allá de su propia nebulosa.
Así que, cuando halló la puerta abierta, no se preocupó mucho. Seguramente,
disgustado como había estado, la había dejado así él mismo. De todas formas,
nadie se iba a hacer rico robándole. Excepto el piano, demasiado largo y pesado
para interesar a un ladrón normal. ¿Qué poseía? Nada.
El piano.
Su «Negro Mistress».
Una
sonrisa burlona le brotó de su interior. Exacto. Su Dama Negra. Su frío
corpachón dispuesto a entregarle sólo la música de otros.
No se
detuvo para encender una lámpara. Cerrando de un portazo se dirigió, tanteando
su camino, al otro extremo de la habitación. Allí depositó sus manos sobre el
teclado, a ciegas. La disonancia le chirrió en los oídos, contusionándole el
mismísimo cerebro, y le soltó una retahíla de improperios. A ella, ¿por qué no?
¿Por qué no? Era ésa la única hembra cuya identidad le era ignota e
incortejable, y no le era posible abandonarle, al igual que había hecho con
legiones de mujeres, incluida la sumisa Jeannette, que se le adhería como un
desdichado reptil. Hasta aquella puta de Clairisse, quien le entendió tan bien
que trató de utilizar su conocimiento para dominarlo. A ella también le mostró
la puerta, y la cruzó llorando y amenazándole. Pero allí, solitario, permanecía
su único demonio, sobre sus cuatro piernas, mostrando sus descoloridos dientes
en una mofa animaloide.
France se
sentó ante él, cual un furioso penitente en medio de la oscuridad. Había tan
sólo un ligero resplandor, colándose en la pieza desde una ventana iluminada al
otro lado del callejón, suficiente para hallar su camino sobre las teclas. Así
que una pieza del temperamental Monsieur Beethoven sena adecuada para la
ocasión.
Cuando
las notas se elevaron, pensó con malicia en los vecinos despertándose aquí y
allí, y gruñó divertido.
—¡Despierten,
despierten, mes enfants! Es el fin del mundo.
Luego, a
mitad de la pieza, se cansó y lo dejó.
Miró de soslayo al teclado.
Sus manos se depositaron sobre las teclas y una cascada de notas pasó por su
cabeza. Se incorporó prestando atención a la melodía, ávido de seguir el
insistente impulso, pero algo lo distrajo, algo ante lo cual tuvo que echar un
vistazo, confundido, y que le hizo perder el hilo de la melodía harmónica; al
tratar de conservarlo e intentar darle un sentido a lo que estaba viendo, falló
ambos objetivos.
La
inapropiada iluminación que entrando por la ventana había clareado una parte
del piano, una tenue claridad que él mismo había, esporádicamente, ocultado con
el movimiento de su cuerpo, ahora, una vez modificada su postura interferente,
se dividía sobre el piano curiosamente en dos campos de oscuridad.
Era una
oscuridad singular, abstracta, como una jiba incongruente que lentamente
—informe en un principio— fue engrandeciéndose...
France se
giró y se puso en pie inquieto, derribando la silla al hacerlo.
Había
algo allí, al otro lado de la habitación; una oscuridad más oscura que la
oscuridad. Y la ventana abierta tras de sí aún la oscurecía más. Siguió
levantándose; tuvo la peculiar sensación de la masa creciendo en el horno.
—¿Quién
es? —preguntó France.
Las
posibilidades surgieron jocosas y desagradables. En lugar de aproximarse para
encarar al intruso, se aprestó para pelear. Consideró que quizás Jeannette
había regresado para congratularse de nuevo con él, o podía ser que algún
acreedor estuviese allí agazapado a la espera.
La figura
que había alcanzado su tamaño natural y ahora permanecía en éxtasis, ¿qué era?
Se vio un tenue resplandor, una luz de una vivienda reflejándose sobre la
empañada ventana.
France
tomó una cerilla y la encendió salvajemente.
La llama
estalló como la detonación de una bomba, voló por el aire, una hojita luminosa,
y desapareció. France se quedó mudo. Había visto algo que le resultó inconcebible
y su terror le dejó paralizado. No obstante, empezó a retroceder, tratando de
alcanzar la puerta.
No llegó
a alcanzarla.
El grito
había finalizado casi tan pronto como empezó, pero, aun así, se abrieron las
ventanas y desde ellas había gente observando. Al fondo del callejón se podía
ver un vehículo, semidifuminado entre la lluvia. A los pies de la escalera que
conducía a la habitación de France se hallaban dos policías, que no permitieron
que Etiens entrase. Una pequeña multitud se había congregado. Algunos eran
vecinos de la misma finca, e intentaban echar un vistazo al piso superior. De
entre el grupo, Etiens pudo oír un sonido desagradable y quejumbroso; luego los
individuos fueron retirándose.
Mientras
permanecía allí, con las tripas revueltas de aprensión y malestar, Etiens pudo
ver el pálido rostro de una mujer joven. Rígida, en una postura maniática y
artificiosa, era escoltada por dos policías bajo la lluvia. Al día siguiente
podría leer en los periódicos que era Clairisse Gabrol, la primera mujer de un
empobrecido compositor que había cesado de pasarle para su despecho sus
presentes monetarios y que, consecuentemente, lo había asesinado. El tipo de
arma usado era una incógnita. En la penumbra de la escalera Etiens no pudo
darse cuenta de los desgarros que había en sus vestidos y abrigo. Poco después
descendieron el cuerpo desde el primer piso camino al depósito. A pesar de
estar cubierto, Etiens no pudo menos que constatar la enorme cantidad de
sangre. En el portal, uno de los policías que había estado en el piso superior
se arqueó y vomitó convulsivamente dentro de un cubo.
La escena
de la habitación fue más tarde descrita como una carnicería. Etiens leyó esa
frase con frialdad.
Et Madame
Tueuse
La
vecina, cuyo grito había alertado a Etiens, fue la primera en entrar en la
habitación de France y llamar a la policía. El enfermizo recital de piano la
había despertado, y se quedó ante la puerta del pianista, reuniendo fuerzas
para llamar y enfrentarse con él, cuando una sucesión de inidentificables, extraños
y alarmantes ruidos la paralizaron en lugar de hacerle ir en busca de ayuda. No
le fue posible dar una explicación de por qué tuvo la convicción de que allí
estaba ocurriendo algo diabólico. Fue su memoria retentiva pero inconsciente la
que le había informado. La analogía con una carnicería no había sido gratuita,
y ella, que visitaba con asiduidad dichos establecimientos, reconoció,
inequívocamente, el familiar e inconfundible sonido que obviamente nada
representaba en la vivienda de un hombre entrada la noche.
Sólo
había una incógnita. France no había gritado, ni siquiera cuando el cuchillo de
carnicero, que Clairisse había premeditadamente robado unas horas antes, le
seccionó su mano izquierda a la altura de la muñeca y la derecha a medio camino
entre los nudillos y la muñeca. Probablemente se habría quedado contemplando
sus manos de pianista, allí en la oscuridad, anonadado ante una pérdida tan
repentina y absoluta. Pero entonces, el cuchillo le separó el cuello,
eficientemente, cual una gillotina, y todas sus preocupaciones concluyeron.
Así que
había sido Clairisse únicamente, una de las muchas absurdas y estúpidas mujeres
que habían amado o pensaron que amaban, y sufrieron por ello. Una, no obstante,
fue distinta, y quiso que France sufriese también. Sólo Clairisse, entonces,
quien con la colosal fuerza de su locura había descuartizado a su amante a
pedazos y los había esparcido por la habitación. Sólo Clairisse, quien había
sido por unos minutos Madame Tueuse, la Carnicera.
Pero no
fue a ella a quien vislumbró France con el resplandor del fósforo. No había
sido Clairisse quien France vio posada ante él.
Era muy
alta, al menos hacía pensar en los dos metros. En la mejor tradición de su
profesión, una tradición adoptada más por los militares que por la rama civil
de su fraternidad, vestía de naranja. Salpicada por sangre fresca, justo tras
el acontecimiento, podía volver a parecer inmaculada. Daba la impresión de que
hubiese bañado su toga de largas mangas en sangre, antes de empezar. Su cabeza,
también cubierta de un extraño tocado, daba la impresión de ser, con sus dobles
alas extendidas, la de una monja perteneciente a una extraña comunidad.
Encuadrada por ese marco, su cara parecía arrugada, blanquecina y oculta.
Genuinamente oculta, pues los párpados estaban firmemente cerrados, cerrados de
una manera que daba la impresión de que, por alguna razón, sería imposible
elevarlos. Las manos también estaban pálidas; debieron resaltar la sangre al
ser salpicadas. Eran sensitivas, de largos y finos dedos de artista. Por el
instrumental que le colgaba de la cintura, se adivinaba que sus métodos no
debían ser siempre tan rústicos como en esa ocasión. Había varios cuchillos de
diferentes tamaños; algunas dagas; un puñal; incluso una solitaria, aunque de
considerable tamaño, aguja de punto; una navaja de afeitar; tijeras; un trozo
de vidrio; un alfiler de sombrero y algunos objetos más, no todos fácilmente
reconocibles. Todo se veía cuidado y abrillantado. Mantenido, listo para ser
usado.
Vio cómo
se le acercaba, pero sólo fue una sombra. Tras la llama del fósforo quedó poca
luz en la habitación. Tras el primer tajo, los ojos de la mujer se abrieron en
toda su amplitud. Cada uno de ellos era un vacío transparente, configurado como
un cuenco diminuto; y como un cuenco, cada ojo se fue llenando de un rojo puro
y resplandeciente.
Y de
alguna manera, a pesar de la deficiente iluminación, él vio, vio...
Hasta que
todo desapareció de su vista.
Cuando el
reloj de Notre Dame aux Luminères dio las campanadas, dando comienzo a un nuevo
día en medio de la oscuridad, Armand se despertó de un sueño intranquilo. La
habitación, la suya propia, estaba más velada que iluminada por el débil
resplandor de una lámpara. La cama, una añeja tabla de matadero sobre la que se
había echado, ahora lo repetía, le forzaba a sentarse y le predisponía a
incorporarse. Sobre la mesa, ningún manuscrito que le llamara la atención.
Había, no obstante, algo.
Armand
echó un vistazo. Sus ojos se abrieron desmesuradamente, como si nunca antes
hubiese visto tales adornos, aunque él mismo los hubiese comprado y acumulado
el día anterior o cualquier otro.
Por lo
tanto era estúpido que lo contemplase ahora con tal sorpresa. Y en efecto, la
disposición tenía su atractivo, algo que Etiens hubiese gustado pintar. Los
utensilios eran bellos por sí mismos.
La
preparación no era muy compleja. Para conseguir su objetivo le sería necesario
muy poco tiempo.
Armand se
acercó a la ventana y la abrió de par en par ante la oscura y lluviosa noche.
En la lluvia, toda la ciudad parecía que estuviese sumergida bajo el río.
(Entonces, somos nosotros los inundados, los extraviados, los que todavía
mesuramos nuestros esquemas, nuestros rezos, como si ahora eso tuviese
importancia.)
Al otro
lado de la ciudad, el sanguinolento cuerpo que había pertenecido a France
estaba siendo conducido hacia la morgue. Armand desconocía esto, y aquello,
cuando minutos antes, pasmado y calado hasta los huesos, Etiens había pasado
por debajo de la débilmente iluminada ventana del estudio del poeta, y dándose
cuenta de su total incapacidad para llamar a la puerta de Armand, se alejó de
nuevo.
El poeta
contempló la oscuridad exterior. Tejados y chimeneas se perfilaban contra el
cielo. Aquí y allí un resplandor evidenciaba, como la claridad de una visión,
la vigilia de otras personas; pero sus motivos quedaban encubiertos.
Armand no
supo de la muerte de France ni de la pálida muchacha de Etiens. En posesión de
estos acontecimientos, recopilándolos bajo su propia perspectiva, bajo su
propio conocimiento de adonde la noche lo había llevado cual barco fantasma, el
poeta podía haber representado esta historia de manera distinta. Habría, por
ejemplo, prestado meticulosa atención a la causa, cual romántico matemático,
por la cual tales elementos se habían configurado uniformes, envueltos por las
horas que el gran reloj había ido proclamando a campanazos desde las siete de
la tarde hasta las cercanas tres de la madrugada. ¿Cómo habría podido ser? Una
señal, posiblemente con la enfermedad como trasfondo, que habría dado a Etiens,
durante su infancia, la primera imagen de la muerte: los blancos ojos de
Pierrette, y que una vez pasada a France por ignorancia o dejadez, habría
sugerido en éste la segunda conformación, la monstruosa monja con su hábito de
sangre. Mientras, Armand, haciendo un retrato del destrozado cuerpo de France,
podría, ingeniosa o desesperadamente, llegar al aspecto definitivo de la
llamativa tríada.
Pero
Armand, un temperamento zarandeado por los acontecimientos, y no por sus
mensajes, no había dado a la estructura aparentemente fortuita —aunque
inmensamente terrible— la suficiente información como para poder saber lo que
estaba ocurriendo.
¿Y qué se
podría decir? Meramente quizá, que la mayoría de los niños, en algún momento,
se comportan con peligrosa carencia de cordura, pero que el motivo es que no lo
saben hacer mejor. Y que aquella Pierrette era una analogía de lo que Etiens se
habría imaginado en su sueño enfebrecido, con un charco de luz lunar caído a
través de la sucia ventana. Y luego, que France habría sufrido una alucinación
provocada por la borrachera de terror —suponiendo que hubiese llegado a ver
aquello que se ha descrito; no hay ninguna prueba de ello—. Quizá sólo vio a
Clairesse, con el cuchillo robado entre las manos. Era un asesinato grotesco,
un crimen pasional. Eso era suficiente. En cuanto a Armand, el poeta, habría
percibido una sombra entre la neblina al final del puente, una sombra de
malnutrición, de tormento interno, y de falta de autoconfianza. Y por unos
instantes tuvo la posibilidad de verla de nuevo, al igual que en esas
circunstancias hubiese podido ver cualquier cosa: torrentes llenos de joyas que
fluían, inextinguibles, profundos, terribles, y poblando los contornos de su
propio naufragio.
La Mort,
La Voleuse, La Tueuse. El truco, el arma violenta. Luego el tercer significado
de la destrucción, la seductora muerte que visita a los poetas en su
irresistible y despreocupado silencio, con los pétalos de las flores azules o
de las alas azules de insectos empastadas sobre los párpados. Y observad
vuestras carnes, también, que unidas a la mía, jamás decaerán. Y será verdad,
pues las carnes de Armand, transformadas en papel escrito a través de las
palabras, permanecerán mientras el hombre sepa leer.
Pensado
lo cual se separó de la ventana. Preparó cuidadosamente el opio que difuminaría
la barrera metálica que ya no le podría abocar nunca más hacia los pensamientos
de soledad o de vino. Cuando la droga empezó a cobrar vida dentro del vaso, por
unos instantes vio una muchacha ahogada flotando ahí. Su pelo se contorneaba
con el humo... Mucho más lejos, en otro universo, el reloj de Notre Dame aux
Luminères sonó por dos veces.
Tras unos
instantes, abrió la puerta y miró el pasillo exterior. Allí, en el vacío de la
oscuridad, la percibió; y apartó, dándole la bienvenida a su habitación con
irónica cortesía, sus huesos.
Ella era
aún más bella. Ahora la pudo observar con detenimiento, mejor que cuando la
viera al final del puente.
La piel
era tan suave que a través de ella pudo presentir su tibieza y ternura radiando
con suavidad floreciente. Sus ojos estaban misteriosamente sombreados, y cuando
deslizó su capa pudo contemplar las frías flores azuladas sobre su pecho y el
ceñido corpiño en el que La Danse Macabre había sido representada en un
bordado de seda negra.
Ella se detuvo ante él con
una sonrisa, y él, su mano moviéndose con vida propia, como poseído, empezó a
escribir.
La Séductrice
era su muerte. La droga lo consumiría en un año, tras haber destruido su
cerebro, su sistema nervioso y su médula. Pero su espíritu permanecería tras
él, en las palabras que había empezado a hallar. La vida no nos ha sido dada
para vivir ignorándola, pero tampoco es vida el vivir exclusivamente por amor a
la vida. A eso que grita con fuerza en nuestro interior debe serle permitido
exteriorizarse. O así se lo parecía a él, lejanamente, mientras las marinas del
opio lo envolvían y las cavernas de estrellas, junto con ciudades de torres
cristalinas, se elevaban más allá de los cielos.
Ella es
tres: Ladrona, Carnicera, Seductora. No trates de buscarla más allá. Ella está
muy cerca de tí, en las hojas secas volando, en las nubes cruzando ante la
luna, en ese dulce sonido tras tu oreja, en el aroma de la tierra, en el
susurro de un vestido. Si tiene que ser tuya, ella vendrá a ti.
Al otro
lado del río, el reloj sonó de nuevo.
Un, deux,
trois.
El videojuego
Susan
Casper
Susan Casper escribe: «Soy
nativa de Filadelfia, donde suelo residir con mi hijo adolescente, Christopher,
y dos gatos. Estuve en la Temple University, en la especialidad de Patología del Habla
—aunque no me gradué—, y luego realicé toda esa serie de empleos que se supone
han de hacer los futuros escritores. Ahora trabajo como asistenta social para
el Pennsylvania County Board of Assistance».
Casper asistió a su primera
convención sobre ciencia ficción en 1970, y desde entonces la mayor parte de
sus amigos íntimos son escritores. Tras haber contenido sus deseos de escribir
durante años, Casper cedió a la tentación en 1982. El videojuego refleja su entusiasmo
por los juegos electrónicos, y es su primera historia publicada. Pronto
aparecerán otras en Whispers, Shadows 7, Imago y The Magazine of Fantasy
and Science Fiction.
Tan pronto como hubo
traspasado la arcada, supo adonde se estaba dirigiendo. Se desplazó a través de
los grupos de niños enfaenados, de las voces de trompeta de las computadoras,
de los flashes de luz y de los vibrantes timbres. Cruzó delante del lugar donde
se acumulaban algunas anticuadas máquinas de millón, todas vacías; sus
reclamos, cual agujeros mecánicos obsoletos, trataban de acaparar la atención
de los transeúntes.
La máquina que andaba
buscando se hallaba al fondo, en un rincón débilmente iluminado, y él suspiró
como muestra de alivio al comprobar que no estaba siendo usada. Su silenciosa
pantalla fija estaba emplazada en un armazón amarillo, sobre una hilera de
palancas y botones. A un lado, por debajo de la ranura de las monedas, tenía el
chillón dibujo púrpura de una mujer vestida a la moda victoriana. Un gran ornamentado
sombrero se apoyaba, ligeramente sesgado, en lo alto de su cabeza. Su amplia
mata de pelo caía artísticamente a ambos lados. Estaba gritando, sus ojos muy
abiertos, y con el dorso de la mano semicubriendo su preciosa boca. Tras ella,
representada en un blanco suave, se veía la mera sugestión de una figura al
acecho.
Dejó su maletín en el
suelo, junto a la máquina. Con dedos inquietos buscó una moneda en sus
bolsillos y la introdujo en la ranura. La pantalla se iluminó. Un hombre de
apariencia siniestra, cual cazador al acecho, ostentaba enarbolado un cuchillo.
Se deslizó entre bloques de edificios y desapareció. Los dibujos eran
excelentes y extremadamente realistas. La pantalla se llenó con bloques de
letras azules, dando las instrucciones sobre un fondo azul celeste. Las
escudriñó someramente, ansioso de que el juego empezase.
Presionó un botón y la
imagen cambió, convirtiéndose en un grupo de escuálidas calles estrechas con
edificios lúgubres alineándose en sus contornos. Una figura solitaria, la suya,
se paró en el centro cuadrado de la pantalla. Una mujer con vestido Victoriano
denominada Polly avanzó hacia él. Presionó la palanca hacia delante, y su
hombre empezó a moverse. Recordaba que el hombre debía despojarse de su gorra;
de no hacerlo, la mujer no iría con él. Ambos unidos alcanzaron el primer
escalón y él dejó cuidadosamente que ella superase la primera intersección. Ols
Montague Street era una trampa para principiantes, y hacía mucho que él no
picaba. La primera lo debía llevar a Buck's Row.
Un bobby estaba separando,
en un extremo, a dos vociferantes y harapientas mujeres. Tenía que actuar con
cuidado ahí, pues le costaría algunos puntos si era descalificado. Consiguió
conducir a la pareja dentro del callejón apropiado, dándose cuenta con satisfacción
de que se hallaba desierto.
Los latidos de su corazón
se tornaron más altos cuando empezó a maniobrar su figura junto a la de la
mujer, y a ellos se unió el sonido de una agitada y laboriosa respiración. Esta
parte del juego estaba cronometrada, y debería jugar contra reloj. Se sacó un
cuchillo del interior de su abrigo. Tapándole la boca a Polly, le rebanó el
cuello de oreja a oreja. Líneas de un brillante color rojo palpitaron a través
de la pantalla, pero sin tocarlo. Bien. No había sido señalado por la sangre.
Ahora venía lo difícil. La depositó en el suelo y empezó a sacarle las
entrañas, cortándole el abdomen y abriéndolo a la altura del diafragma, siempre
con un ojo en el reloj. Finalizó con veinte segundos de adelanto y movió su
hombro triunfalmente, antes de que lo alcanzase el bobby que se estaba
acercando con lentitud. Una vez que hubo hallado la fuente pública para
lavarse, ya había completado una vuelta.
De nuevo su figura se
hallaba en el centro de la pantalla. Ahora la figura que se aproximaba era Dark
Annie, y él la acompañó hasta Hanbury Street. Pero esta vez se olvidó de
taparle la boca y ella gritó, lanzando un alarido terrorífico. Inmediatamente
la pantalla empezó a llenarse de agudos resplandores rojizos que se unieron al
hiriente silbido de los pitos de la policía. Dos bobbies se materializaron a
ambos lados de la figura, y la sujetaron fuertemente por los brazos. La cuerda
de un ahorcado centelleó en la pantalla, mientras los altavoces emitían una
ronca marcha fúnebre. La pantalla se oscureció.
Se quedó contemplando
fijamente la burlona pantalla, temblando, sintiéndose sacudido y enfermo,
acusándose con amargura. ¡Un auténtico error de principiante! Había estado
demasiado ansioso. Con rabia, introdujo otra moneda en la ranura.
Esta vez, avanzó muy
cuidadosamente hasta alcanzar a Kate, acumulando puntos de bonificación y sin
cometer ningún error fatal. Empezó a sudar; tenía la boca seca, le dolían las
mandíbulas comprimidas por la tensión. En esa oportunidad era realmente difícil
superar al cronómetro, y se concentró intensamente. Tenía que seccionar los
párpados, eso era esencial, pero el sacar los intestinos y colgárselos del
hombro derecho no era muy difícil. Ahora, extraer un riñón ya era otra cosa. Al
final el reloj fue más rápido que él, y tuvo que alejarse sin el riñón, lo cual
le costó una buena cantidad de puntos. Era casi suficiente para lanzarlo en los
brazos de un bobby mientras alcanzaba los callejones que lo apartarían de Mitre
Square. Los obstáculos se tomaban más complejos conforme iba cubriendo y
completando las vueltas. Pero a partir de ese punto era cuando empezaban a ser
particularmente delicados, con el cronómetro recortando el tiempo, los
enjambres de curiosos, los periodistas y los Comités de Vigilancia... Sin
contar con la presencia, redoblada en número, de la policía, le iba a ser casi
imposible alcanzar por primera vez las calles adecuadas y que le trasladarían
hasta BlackMary...
Una voz gritó: «último
juego», y poco después su hombre fue de nuevo atrapado. Golpeó la máquina
frustrado; luego se ajustó el traje y la corbata y tomó su maletín. Echó un
vistazo a su Rollaflex. Diez para las cinco: todavía era pronto.
Una vez fuera, en la cálida
temperatura del atardecer, empezó a pensar en el juego para planificar su
estrategia cara al próximo día. Con sólo cuidar de los tipos gritones de los
portales y los escasamente disfrazados anzuelos de las esquinas, lo podía
lograr. Luces chillonas brotaban de los cines pomo, librerías para adultos y
hoteles equívocos pasaban ante sus ojos como imágenes de video. Sus dedos
presionaban botones imaginarios y palancas, mientras se deslizaba a través de
la muchedumbre.
Torció por un callejón
oscuro y se introdujo en su oscuridad. Luego se apoyó sobre los húmedos y fríos
ladrillos. Ajustó la clave en el dial de su maletín y lo abrió.
La máquina: había pensado
en ella durante todo el día en el trabajo, había pensado casi cada segundo en
ella, mientras aguardaba inquieto que fueran las cinco en punto, pero había
consumido otra oportunidad, y todavía no había conseguido vencerla. Rebuscó
entre sus papeles dentro del maletín, y extrajo un enorme y pesado cuchillo.
Esa noche practicaría un
poco, y al día siguiente podría vencer a la máquina.
El flash
Scott Bradfield
El flash apareció por
primera vez. en Interzone, una revista británica de ciencia ficción que
ha supuesto una revitalización de la narrativa new wave de los años
sesenta. Scott Bradfield, no obstante, es californiano, y presumiblemente
demasiado joven como para haber leído en la época de New Worids e Impulse,
todo lo cual prueba que el tener nuevas ideas y conceptos de escritura no está
necesariamente circunscrito a ciertos clichés o tendencias literarias.
Bradfield dice de sí mismo:
«En lo concerniente a mi biografía, no le dará mucho que pensar a nadie. Tengo
28 años, y soy graduado por la UC Irvine. Cuando estaba en la escuela superior
vendí algunos relatos, la mayoría de ellos terribles. Luego desistí de escribir
por algún tiempo, mas continué leyendo y estudiando el género, y en los últimos
años he vuelto a escribir y publicar». Interzone y Twilight Zone
Magazine han publicado sus relatos más recientes, y Bradfield tendrá en
breve otros editores para su obra.
El cerco del nido de las
termitas había sido inspirado a Rudy McDermott por la curiosa acepción
«atricción», descubierta por él mismo en el libro que le habían regalado por su
cumpleaños Estábamos en la Guerra de los Cien Años.
Con una pala, hizo un foso
alrededor del roble infestado y lo llenó con el Pennzoil saqueado de la fuera
borda del Padre. Las termitas, atareadas dentro de sus moldeados apartamentos,
no se dieron, en un principio, por enteradas, y Rudy se largó a casa para
almorzar. Regresó media hora después y halló que los insectos habían construido
un puente por encima del foso acumulando cadáveres ahogados, agitándose en el
cieno en una especie de consciente frenesí. Rudy rascó una cerilla y prendió el
carburante, inflamando el foso. El cerco de fuego llameó violento, quemándole
las pestañas. Los insectos fritos olían como palomitas de maíz quemadas. Un
humo negruzco y pegajoso se elevó en el nítido cielo de la montaña; las llamas
lamían la chamuscada tierra. Rudy rellenó la fosa y se acostó en la cálida
ladera de la colina, contemplando la agonía de los insectos reptando y
correteando en círculos por el carbonizado lodo. Luego les estuvo tirando
piedras mientras acarreaban los carbonizados cuerpos de sus hermanas,
conformando tumbas. Rudy volvió a prender el foso y se fue a casa para tomarse
un helado y tener una breve charla con el Padre.
El Padre estaba fuera bajo
la extendida sombrilla, sentado junto a la Madre.
—«¡Bushwah!» —gruñó
lanzando el periódico sobre la baranda.
Algunas hojas sueltas se
deslizaron de la superficie y volaron perezosas como peces raya.
—¿Qué es esto que he leído?
¡Mis donativos, deducibles de impuestos, dados por motivos religiosos, son
usados para proveer de defensa antiaérea al ejército guerrillero Hermana María
Teresa de Uruguay! ¿Y para qué está luchando la Hermana Mana? ¡Subversivos, eso
es lo que son! ¿Y a quién odian con mayor intensidad los subversivos? ¡A los
hombres de éxito como vo, eso es!
—Por Dios —gruñó la Madre
tendida en bikini sobre su tumbona, morena y reluciente de aceite como una
ensalada ya pasada—. Si hay algo en lo que suenas estúpido es cuando hablas de
política.
El Padre cabeceó y su
rostro se sonrojó. Una vena negruzca palpitó violenta sobre su frente. Se
sirvió otro Margarita sobre los cubitos de hielo, y lo espolvoreó con sal.
—Termitas, ¿eh? —dijo el Padre
algo después, jugando ahora con su caña de pescar. Lanzó la línea y ésta empezó
a estirarse desde un carrete que se hallaba sobre la mesa, hasta que cayó al
suelo, y Rudy echó un rápido vistazo a su helado que ya goteaba por el
cucurucho—. Mi viejo amigo Bob Probosky y yo sabemos todo lo que hay que saber
sobre las termitas. Al menos yo sí lo sé, sí señor.
»Cuando tenía su edad
despachurré un termitero, eso es lo que hice. Bob se comportó como un gallina,
asustado de que las termitas pudiesen picarle. Yo no, aunque me encaramé a él y
desmenucé ese termitero con mis manos desnudas. Y las introduje en un cubilete
para cebo. Atraían a las truchas cual una goma magnética. Sí señor, ¡eso
hacían! Por supuesto que me picaron. Pero yo sabía lo que tenía que hacer y lo
hice. Y mantengo el recuerdo. Este mundo es una jungla, muchacho. Sólo
sobreviven los listos. Si quieres conseguirte un lugar en el mundo, debes
actuar con rapidez. Tienes que ser listo si quieres llegar a ser un hombre de
éxito como tu Padre...
—Por Dios —exclamó la
Madre, alcanzando sus gafas de sol—. Si hay algo en lo que resultas todavía más
estúpido que cuando hablas de política, es cuando rememoras tus aventuras
infantiles.
Utilizando una maza de
forja, Rudy volvió al termitero y empezó a destruirlo, haciendo saltar pedazos
de madera podrida. La termita reina era enorme. Rudy se espantó. Grave y
brillante, era tan larga y ancha como el antebrazo del Padre. La convulsionante
cobertura de la reina se ajustaba cómodamente en el interior del tronco cual la
pulpa de una nuez gigantesca. ¿Tomarla y arrancarla de un tirón? Necesitaría un
cubo. Rudy improvisó, utilizó de nuevo la maza. Pulpa y cieno le salpicaron los
brazos y la cara. El hedor era insoportable, y lamió el agrio sabor sobre sus
labios. Salió corriendo, tropezando con matas y arbustos. Grupos de árboles se
elevaban a su alrededor conformando sombras. Los pájaros gorjeaban en las
hojas. Rudy se esforzó en no temblar, espoleado por el coraje nostálgico del
Padre. Volvió solemnemente al derruido nido. Las termitas se alejaban de su
despanzurrado reino, acarreando pedazos de su carne. Rudy aflojó la tapa de su
pote de conservas vacío, y una vez abierto cerró los ojos. Se aproximó sin
mirar al termitero y el pote hizo un sonido áspero. Volvió a cerrar el pote y
lo lanzó sobre la suave colina, donde cayó con un sonido seco. Las manos de
Rudy estaban pegajosas y las refregó contra el suelo. La tierra estaba reseca y
se desmenuzó en láminas. Rudy tiró parte de la hojarasca que lo rodeaba sobre el
nido, y empezó a cortar más hierba con su cuchillo de monte. Tropezó con algo
metálico, y el cuchillo vibró en su mano. Apartó la hojarasca con cuidado. El
metal relució. Poco a poco fue clareando un trozo del negro metal de un arma.
El negro era asombrosamente brillante, como la superficie de un globo ocular. Y
en su mente presintió una gran pesadez en aquel objeto una vez lo hubo tocado.
Cual déja vu, abstracto pero firme. Pacientemente fue descubriendo toda
la superficie. Sesenta centímetros de largo, tubular, negra y pulida, sin
ninguna señal o marca que alterase su uniformidad, similar a la cáscara de un
huevo. Lo golpeó con la punta de su cuchillo, y ésta se quebró. Sus dedos
tentaron una y otra vez la pulimentada superficie, como si en ella se concentrase
la enigmática esencia del universo. Apretó sus dientes. Sobre él, la luna era
tamizada por vagas nubes y Rudy aventuró:
—¿Qué será?
—Por supuesto que le
echaremos un vistazo —afirmó el Padre—. Algún día; pronto, algún día. Pero no
hoy, no en este preciso instante. Justo ahora hay algunos peces que pescar,
algunas cervezas que beber, y Mami para discutir neciamente con ella.
Aquella tarde la Madre se
acercó con el coche a Tahoe y regresó a la hora de la cena. Llevaba el pelo
sujeto en lo alto, sobre su rojiza y austera cara, y venía acompañada de una
ruidosa pareja de extraños. El hombre era del mercado de abastos, la mujer del
club del libro del mes. La mujer sonrió viciosamente a Rudy. Y el hombre dijo:
—Ha, ha, ha, ¿qué es eso,
jovenzuelo? ¿Una termita, cómo de grande? Ya vi esa película. Jon Agar salva el
mundo, ¿no es cierto?
La imagen de la estatua
sumergida se infiltró en los sueños de Rudy. Tenía profundos sueños negros sin
rostros, un efluvio de arenisca que llenaba su mente como metal fundido, al
igual que si su entidad y la de la estatua estuviesen siendo invertidas. Los
sueños cobijaban a Rudy. En la oscuridad se sentía arropado, seguro; su cuerpo
era una vasija, firme e inmutable, como algo cocido en un horno, como el
corazón de un planeta, al igual que el fino polvillo negro que halló en el
interior del pote al día siguiente. El polvillo dinámico resonó silbante,
cuando lo hizo girar en el pote de vidrio, agudo, fantástico, celestial, como
la percusiva música de las esferas.
La primera persona a la que
Rudy permitió contemplar la estatua se la llevó, apartándola de él. Un joven
perito había estado merodeando por los bosques durante varios días,
desafeitado, refunfuñando, arañándose, transportando con él un pequeño e
intrincado telescopio y una pizarra. El que coincidiese con Rudy, fue
totalmente casual. Estaba empezando a aprender que el entusiasmo de un niño es
inversamente proporcional a la escala de valores de los adultos.
—¡Hey, señor! ¿Quiere ver
algo único? ¡Hey, señor! Está justo aquí. Quizá lo extravió alguien. ¡Hey,
señor! Puede incluso ser un recuerdo.
—De acuerdo —accedió el
joven finalmente—. Muéstrame esa singularidad. Pero luego, prométeme que te
irás a tu casa, ¿de acuerdo? ¿Harás eso por mí? ¿Lo prometes? Mmmmmmmm. Muy
interesante... —El perito acarició la estatua con suavidad, como si estuviese
tocando hierro al rojo. Cautelosamente, depositó su palma plana sobre la pulida
superficie, silbando lentamente a través de sus dientes—. Tan pesado... —dijo.
Y comprimió sus mandíbulas.
Con la atención del perito,
el sancionado entusiasmo de Rudy estalló libremente. Empezó a palabrear
inconteniblemente acerca de su descubrimiento: las malditas termitas, el
Pennzoil, las nostálgicas carnadas del Padre, el nuevo estilo de la Madre, la
grávida reina, los sueños posesivos y el fino polvo negro.
El perito gruñó, rascándose
su grasosa cabeza, garabateó algo en su pizarra y se acercó a la cabaña de
pesca.
—¡Hey, señor!... ¿Puedo
venir? —preguntó Rudy sin ser rechazado.
Rudy presionó su cara
contra la ventana de la cabaña, expulsando su aliento sobre ella e imaginándose
que era un pez en una pecera.
—¿Andy? —dijo el perito—.
Soy Steve. Sí, las conexiones son terribles. Estoy en Caple's Lake... ¿Cómo? Dunnigan,
Steve Dunnigan. No,
no tengo ninguna hermana. Estuvimos juntos en un seminario del doctor Tennyson,
¿recuerdas? Bien, bien..., olvídalo. He encontrado algo a lo que te gustaría
echar un vistazo...
—Toma —dijo Dunnigan,
golpeando el cristal de la cabaña tras de sí—. Consíguete unas entradas para el
béisbol.
Rudy aceptó encantado la
moneda, la deslizó en su bolsillo y, con uno de los billetes que sacó de su
cartera de genuina piel de becerro, fue a comprarse un bocadillo de jamón. Se
sentó en la escalera y empezó a masticar mientras observaba a Dunnigan
trasladando bolsas y equipo desde su cabaña a un abollado Toyota rojo. Cuando
Dunnigan arrancó, el embrague del coche percutió como una batidora.
Rudy se fue a casa para
comer. Se zampó presurosamente dos bistecs, una patata, pasó del brocoli, tres
rebanadas de pastel caliente de cerezas y una barra helada de Snicker. Una vez
arriba, en su habitación, se sintió empachado y se quedó contemplando su
televisor portátil tapado por el cobertor. Pronto se quedó dormido y, captado
de nuevo por sus sueños, se despertó con un sudor frío. Su estómago, hinchado,
rugía. Se fue escalera abajo y se consiguió un par de bombones helados. Volvió
a la cama y continuó soñando. Le parecía como si su mente estuviese siendo
alimentada a través de una estrecha ranura. Huevos para desayunar, cuatro o
cinco salteados. La Madre estaba satisfecha, y le ofrecía más alentadoramente:
«¿Otro bocadillo? ¿Más galletas? ¿Quieres más leche, Rudy? Come, come.
María y las otras niñas siempre están hablando de lo delgados que tienes los
brazos...».
El Padre dice: «¡así me
gusta, muchacho! Fortalece tus músculos... Venga... No querrás parecer toda tu
vida un espantapájaros raquítico. Tienes que ser enseñado. Tienes que aprender
a cuidar de ti mismo en este mundo en el que vives, muchacho. ¿Acaso crees que
yo no fui entrenado, eh? Vamos; ponme a prueba. Golpéame el estómago. Adelante,
golpéame. Más fuerte. ¡Más fuerte, así! Muéstrame tu musculatura,
muchacho. ¡Yo he aplastado mosquitos más fuertes que eso!».
Dunnigan regresó al día
siguiente con un hombre circunspecto y con perilla. Se arrodillaron junto a la
estatua enterrada, consultaron calculadoras portátiles, y se alejaron en un
jeep. Dunnigan regresó al día siguiente con más equipo, más hombres, y más
jeeps. Rudy visitaba el campamento a diario, y vio grúas elevándose como
castillos, martillos neumáticos perforando, hombres fornidos con fuertes
músculos herniándose en coro, carretillas esparcidas por doquier. Los
helicópteros batían con sus palas la casa frente al lago y su superficie, y antenas
de la emisora CB tomaron posición en los puntos elevados de la montaña. Pero el
objeto permanecía escondido. No aparecería. Era hermético, heroico e
invulnerable, pensó Rudy. Igual que Superman.
El Padre y la Madre sí que
aparecieron con notable rapidez, empaquetaron casi a Rudy con el resto de sus
pertenencias y se retiraron al relativamente pacífico santuario de su mansión
en San Francisco, donde Rudy empezó a consultar los periódicos con regularidad.
Las primeras noticias aparecieron en la contraportada del Chronicle, entre
anuncios de lencería y de clínicas para perder peso con rapidez y seguridad. El
suelto incluía el nombre de Rudy, de Dunnigan, la fecha y el lugar de la
localización, y comentaba las dificultades encontradas. Una mera semilla periodística
que pronto dio, perseverante, sus frutos. Echó raíces y avanzó hasta la segunda
página como «¿Vida Enterrada en un Objeto Extraño?». Hasta que floreció por fin
en los titulares de primera página:
VIDA ENTERRADA EN UN OBJETO
EXTRAÑO
Un Niño Descubre un Tesoro
Cósmico
El Padre y la Madre
empezaron presentando a Rudy entre sus amigos como «el pequeño arqueólogo de la
familia» antes de mandarlo a la cama cuando descubrieron otro reportero
infiltrado en la fiesta. El teléfono sonaba sin parar, y la Madre consiguió que
les cambiasen el número. Periodistas y fotógrafos poblaban el porche; algunos
lunáticos se colgaban de las rejas exteriores. En las calles resonaban los
tambores. Los altavoces proclamaban la soberanía del reino de Jesús. The
Flying Saucer Gazette acusó a Rudy de conspirar con proteínas vegetales muy
sensitivas de Betelgeuse. Los satanistas se dejaban caer los atardeceres para
tomar café, y pintaban con sangre de cordero los parterres, las aceras y los
lujosos Mercedes convertibles. Un barullo de panfletos Dianéticos llegaba
cotidianamente con el presuroso cartero. Periodismo rojo completaba la histeria
sobre el tópico. Estatua Cósmica Predice Terremotos. Jeanne Dixon se Comunica
Telepáticamente con la Estatua en Esperanto. Dádiva Cósmica para los Problemas
del Acné. Rudy charló encantado con lunáticos y periodistas hasta que la
tolerancia paterna fue «sobreexprimida», declaró el Padre a la prensa.
—Todo lo que les puedo
decir —la Madre les gritó un día. haciendo entrar a Rudy— es que él encontró el
objeto, lo dejó allí, y luego se vino directo a casa.
Avergonzado, Rudy no obtuvo
permiso para posar en las cubiertas de Jack and Jill Monthly e Isaac
Asimov's Science Fiction Magazine. Por el resto del verano, Rudy fue
relegado —confinado— en su habitación y sometido al único consuelo de los
entretenimientos del video.
Dunnigan, siguiendo con el
«tesoro cósmico», fue reclamado por UC Regents Berkeley. Empezó a aparecer con
frecuencia en programas de actualidad y en el Tonight Show, Staving Johnny
Carson.
—Frankly, Johnny, estamos
desconcertados —aceptó—. No podemos penetrar el objeto, pero las ondas
ultrasónicas han detectado proteínas, minerales, encimas rudimentarias; todos
materiales intrínsecos en el génesis de la vida. Tal como os dije en la cena,
el caparazón de la estatua es tan denso que sus moléculas están virtualmente
ensambladas juntas. Lo concebimos hace billones de años; quizá sea la
biproducción —o así lo asumen las últimas teorías— de alguna explosión
titánica, una fuerza devastadora que, incluso en nuestra era nuclear, nos es
absolutamente desconocida.
En este punto, Dunnigan
regaló a la inconcienciable audiencia una sabia y aséptica sonrisa, al igual
que un Premio Nobel recién laureado ante una beldad universitaria, y Johnny
sugirió que deberían jugar en breve un partido de tenis.
Rudy apagó la televisión.
Era ya tarde. No podía dormir. La resurrección de la escuela primaria aleteaba
por encima del desvanecido verano como una formidable hipoteca.
Se despertó al día
siguiente en una casa vacía. Papi en Río, Mami en la cama. El desayuno,
preparado por la doncella, estaba dentro de una bolsa doble encima de la mesa
de la cocina. Rudy abrió las páginas del Chronicle's y devoró una bolsa
entera de Rice Ruffus. El interés del público por la estatua había decaído, y
ahora se centraba en las escaramuzas renovadas en el Medio Oriente. Rudy fue al
baño, vomitó angustiado, se cepilló los dientes, se consiguió del congelador
una barra helada de Snicker, y se la fue comiendo mientras iba en busca del
autobús. El Padre había ganado el debate del año sobre la educación de Rudy:
—Irá a una escuela pública,
nada de cursiladas, tal como yo fui.
En la esquina de la calle,
Kent Crapps y Marty Femester se estaban pasando un cigarrillo mal liado, con
inexperiencia: se estaba abriendo por el extremo de la pega. Rudy se sentó en
el bordillo y empezó a comerse su merienda.
—¡Hey! Pero si es el niño
rico.
—¡Hey!, Crapps. ¿No es ése
el pobrecito niño rico?
—Si que lo es —dijo
Crapps—. Da la impresión de ser dos niños ricos, si te digo la verdad. ¡Hey
niño gordo! Mejor dejas de comer de esa manera. ¡Parece que estés a punto de
explotar!
Rudy se sentó rígidamente
así que oyó que se aproximaban. La colilla cayó sobre su rodilla y se desmenuzó
con chisporroteos.
—Hey, quizás el niño gordo
tenga hambre. ¿Tú qué piensas, Crapps? ¿Crees que querrá un malvavisco? Allá en
el canalón hay un malvavisco. Es un poco asqueroso, pero quizás el niño gordo
esté hambriento de verdad.
Rudy se encogió,
anticipándose al habitual ridículo.
—¡Hey, niño gordo! Mira lo
que te hemos conseguido para comer...
Así que aquella mano llena
se estrujó contra la boca de Rudy, algo extraño surgió repentinamente en su
mente. Algo, como una sensación de alerta, de prudencia; algo incomprensible.
Marty seguía apretando con
fuerza. Pero Rudy pensó: «Su brazo no tiene tanta fuerza como pretende. Esta
vez te vas a tragar esta porquería.»
A una discreta distancia
Kent Crapps atisbaba arriba y abajo, cuidando de que no apareciese ningún
policía.
Rudy ni siquiera estaba
enfadado. Simplemente quería que se diesen cuenta de que a partir de ese
momento, él podía defenderse a sí mismo. Ahora tenía nuevas responsabilidades;
con el descubrimiento de la estatua había adquirido una cierta integridad. El
peso de aquella estatua enterrada le llenaba la parte más profunda de su mente.
«Nada puede herirte», le confirmaba la profunda voz resonando en la inmensidad
de unos sueños familiares que giraban en él, pacientes e inalterables,
impenetrables y eternos.
—La gente joven tiene
responsabilidades, y no me importa quién empezó; no puedes continuar
comportándote como un estúpido. Espero que te des cuenta de que esto lo digo
por tu bien —dijo el director.
Su agitación se calmó.
El secretario cerró la
puerta de la oficina.
Rudy ni se quejó ni se
lamentó. Se sentía completamente seguro de sí mismo, mientras seguía escuchando
la profunda y monótona voz que surgía de las profundidades de su ser.
Cuando entró de nuevo en el
aula, se encontró con muchas miradas y cuchicheos.
Se comió un muy completo
almuerzo en la cafetería, y se consiguió algunas golosinas para comérselas
luego, en clase, cuando se aburriese.
Aquella escuela era todo
excitación.
—Ja, ja, ja —se rieron
todos, rodeándolo en el patio del colegio.
Rudy atrapó casualmente a
uno de ellos —un apocado y jadeante asmático— y le retorció los brazos contra
su propia espalda. Obligó al asmático a confesar detalladamente los crímenes
sexuales de su madre, de su padre, de su perro. Todos se rieron; incluso el
asmático se tuvo que reír forzadamente.
—Eres como una marabunta,
Rudy. Eres..., eres el tipo más divertido que conozco. Deberías hacerte cómico.
Rudy nunca pensó en
amedrentar a nadie. Simplemente había querido divertir a sus amigos. Para él la
popularidad era como una obligación social, como el votar.
Cuando sonó la campana, la
tímida órbita de muchachos se dispersó dispuesta para asistir a clase y Rudy,
dueño de sí mismo, caminó lentamente tras ellos.
Trece años, ochenta kilos
de peso, y nunca nadie más le iba a decir lo que tenía que hacer. Ni siquiera
sus padres.
—¡Rudy! ¡Rudy, detente! ¿Me
oyes, hombrecito? Suelta a tu madre, ¡ahora mismo! —bramó su padre
enérgicamente.
«Maldición», pensó Rudy,
soltando el perfumado y rojizo brazo de su madre. «Maldito, si alguien intenta mandarme
a la Academia Militar», y tiró el diploma escolar a la basura. «No soy un
fracaso. Tendré éxito. Yo también soy inteligente, y conseguiré mi lugar en el
mundo. Esperad.»
El Padre y la Madre se
fueron a la Riviera, y dejaron a Rudy bajo los cuidados de una titubeante
niñera.
«Estoy feliz de ser yo
mismo, tal y como dicen en los programas televisivos.»
Se sentó ante la mesa de la
cocina y fue avanzando entre un tropel de bocadillos calientes de queso.
Rudy salió de la escuela a
los dieciséis años. Y el Padre le alquiló un apartamento de dos habitaciones en
el Financial District, para partir en breve con su Madre hacia Río donde, se
rumoreaba, habían desarrollado una afortunada asociación con dos rubias mujeres
que la Madre había conocido en Toronto el año anterior. Rudy, entre tanto,
comía.
Montañas de tostadas,
paisajes de mermelada y confitura, hectáreas de galletas y pasteles, helados y
golosinas. Arrugados envoltorios de cereales poblaban el suelo de su
apartamento.
Unas perspectivas ignotas
le rodeaban; Rudy gustaba de vagabundear por el vecindario contemplando los
altos edificios de oficinas. Visitó la Taco Heaven, Mrs. Mary's Candy House,
Happy Jack's Ice Cream Palace, para retornar a casa masticando pasteles de
manzana, pinchos de ternera, hamburguesas extraespeciales.
Se apretujaba entre
multitudes de delgadas y atractivas secretarias, sin nunca mirar por dos veces
sus finas camisas, altos tacones, pintadas uñas. El deseo nunca lo alteraba; su
libido permanecía dormida, inocente. El médico de cabecera sugirió un
tratamiento hormonal suplementario. Molesto, Rudy rehusó la idea. El no estaba
enfermo. Él estaba absolutamente sano. Su vida tenía un propósito, una
determinación coherente: comía, dormía y esperaba.
Steve Dunnigan se presentó
ante la puerta de Rudy una tarde de verano. Rudy no estaba seguro del año. Las
estaciones se le asemejaban meses. Rudy apartó su masa de la entrada y Dunnigan
se introdujo en el abarrotado apartamento. Steve llevaba una ajada camiseta de
Grateful Dead, téjanos descoloridos y zapatillas de deporte algo depauperadas.
—¡Vaya, cómo has crecido!
—dijo.
Rudy se sentó sobre una
bolsa de plástico llena de garbanzos tostados, la bolsa estalló bajo el peso y
los garbanzos salieron despedidos por toda la pieza. Rudy se quedó con aspecto
embobado contemplando a la silla bajo él, y escuchó la familiar voz de Dunnigan
a través de su embotado cerebro.
—He venido para prevenirte
—dijo Dunnigan.
Rudy gruñó. Dunnigan
sacudió su cabeza y copos de caspa cayeron al suelo.
—¿Has oído hablar de MIL,
Rudy?.
—No —cloqueó Rudy,
acariciándose la nuez de Adán.
—Mecanismo Innato de
Liberación. Prácticas genéticas, codificación experta sobre el DNA. Instintivo,
auténtico. Más instantáneo, mecánico, debe ser computado por una clave de
comportamiento, ¿entiendes?
»La madre de los pájaros
realiza una danza, y con ello estimula el programa migratorio de los pichones.
Luego, éstos parten hacia Tehachapi, Capistrano, Guam.
Rudy alcanzó una bolsa
chafada de galletitas saladas y se llenó la boca con ellas.
—El código táctil, Rudy.
Rudy mantuvo abierta la
bolsa, extrayendo más pasta amarillenta mezclada con papel encerado.
—Hace algunos años,
postgraduados de la UC Research se pusieron en contacto con la estatua. Hoy en
día esos estudiantes están retirados, son antisociales, irrespetuosos con la
autoridad, obesos, y bajo estricto control en la UC Medical. El veredicto es
catastrófico... Rudy, ¿me estás escuchando?
Rudy tomó el teléfono y
marcó el número de Pollos Asados. Tres pechugas, pensó, y una libra de col
ácida. Comunicaban.
—Las estatuas son
contenedores, Rudy, que distribuyen ingredientes esenciales de vida a través
del Universo. Pero las moléculas de los contenedores deben ser fundidas, los
contenedores destrozados. Piensa simplemente en una reacción nuclear. Un solo
átomo es partido, y la devastación que produce es bien conocida. ¿De cuántos
trillones de átomos está compuesto tu cuerpo, Rudy?
Rudy colgó el teléfono. Su
cabeza se apoyó contra la pared. Unos últimos garbanzos rodaron del exhausto
sobre.
—Evolución cósmica. Piensa
en eso, Rudy. La vida está fraguada entre calamidades, catástrofes,
aniquilaciones. El último propósito de la vida, mera perseverancia. ¿Y la ley
de la evolución? Sobrevivencia del más hábil...
—Padre —dijo Rudy.
Hipnotizado, se quedó
mirando el techo.
—¡Rudy, despierta!
Rudy empezó a enderezarse.
—¿Pollos Asados? —preguntó.
—¿Te gustaría volver a ver
la estatua, Rudy? ¿Eh, te gustaría?
«Sí», pensó Rudy. «Sí, sí».
Se elevó con energía sobre sus pies. Los garbanzos tostados crujieron bajo su
peso.
—Hay comida en mi coche.
¿Tienes hambre, Rudy? Venga, vamos...
Dunnigan acompañó a Rudy
hasta la puerta de su camioneta, la abrió, y le ayudó a entrar.
Rudy se encaramó adentro,
atraído por el aroma de unas pizzas. Tres cajas grandes rezumaban aceite. Abrió
la que estaba sobre las otras. La pizza todavía estaba caliente y el queso olía
bien, fundido sobre la pasta. Separó las raciones y las fue introduciendo, una
a una, en su boca. La puerta de la camioneta se cerró de golpe. Rudy masticaba
champiñones, mozzarella, anchoas saladas.
El motor del vehículo
eruptó, y su sonido se unió al de las tripas de Rudy.
La camioneta empezó a
moverse.
—Todo irá bien, Rudy. Te
sacarán una pequeña porción de tu cerebro no mayor que una salchicha. Serás feliz,
entonces. Le caerás bien a la gente; te agradarán ellos. Empezarás un régimen
de adelgazamiento, una dieta. Con el dinero que tú tienes, las chicas harán
cola ante tu puerta. No volverás a estar solo nunca más. Serás como todo el
mundo.
—Pero yo no soy como todo
el mundo —dijo Rudy reafirmándose y poniendo sus manos sobre su estómago.
Algo se revolvió en su
interior, su estómago se contrajo. Trató de contenerse. El Padre se enfadaría.
El Padre odiaba que Rudy vomitase en el coche, y bajó las ventanillas
automáticas.
—Aguarda y verás, Rudy.
Podemos conseguir el apoyo de la universidad cuando les informe del caso. Deja
que yo me encargue. ¿Sabes que me echaron? Yo conocía a Johnny Carson y a su
mujer personalmente. ¿Pero ahora dónde queda mi trabajo de doctorado? Toda la
noche repartiendo pizzas a los jonkies, a las fiestas de los estudiantes, a los
pervertidos. Pero esta vez exigiré mi parte...
El dolor aumentó en el
estómago de Rudy. Gritó.
—¿Qué es eso? Contrólate.
No quiero que termines como los otros en el UC Medical. Brazos sujetos y
toracina. Muy cómodo. Y sobre todo, Rudy, yo quiero tu comodidad. La nevera de
nuestro motel está llena de pasteles, cocas, bizcochos, y rebosa alimentos de
alma blanca: mayonesa y pan francés.
Rudy devolvió la última
porción de pizza a la caja. Había perdido el apetito.
—¿Hice mención de la
televisión en color?
Rudy yacía sobre su
asiento, sujetándose la barriga con ambas manos. Cuando el dolor se tomó
insoportable, la voz profunda se interpuso. «La vida es luz. La vida es
calamidad, catástrofe, aniquilación. Tú eres vida, Rudy. Aniquila. Aniquila las
televisiones en color, los dulces, el UC Medical, el IRC, el Financial
District, la Academia Militar, el asmático hogareño, el aburrido director,
Johnny Carson, la Hermana María Teresa, Uruguay, el Padre y la Madre, los
malvaviscos.»
—¿Me verán en Río?
—barruntó Rudy.
«Antes de que sientan el
impacto de tu prestigio cósmico», le respondió la voz.
Rudy evacuó
incontroladamente. Su colon se había aflojado.
¿Estarán orgullosos? ¿Qué
pensaran cuando me vean?
¿Qué piensan las termitas
cuando la maza cae sobre su nido? La vida es luz.
Cada uno de los músculos de
Rudy se contrajo abruptamente. Y luego, justo antes del flash, Rudy tuvo
conciencia de que por fin había alcanzado su cumbre en el mundo.
El hombre con piernas
Al
Sarrantonio
Nacido en Nueva York el 25
de mayo de 1952, Al Sarrantonio se graduó en Filología Inglesa por el Manhattan
College en Riverdale el año 1974, y durante ese mismo verano asistió a los
talleres del Clarión Science Fiction Writers. Tras tomar la decisión de ser
fiel a sus ilusiones, trabajó como ordenanza en una biblioteca durante algunos
años, y luego pasó seis editando ciencia ficción, relatos breves y novelas de
horror en Doubleday. Hasta que últimamente se ha dedicado a escribir relatos,
trabajando tan sólo como escritor. Ha publicado sus trabajos en Heavy Metal, Weirdbook,
Twilight Zones Magazine, Fantasy Book, Whispers, Analog, Amazing, y otros;
asimismo, ha visto su obra incluida en algunas antologías, como Shadows,
Fears, Terrors, Ghosts y Death. Su última novela de terror, The
Worms (Los gusanos), será publicada por Doubleday próximamente. Y en la
actualidad está completando su tercera novela, Totentanz. Antiguo
habitual del Bronx neoyorquino, Sarrantonio tiene fijada en la actualidad su
residencia en Putnam Valley, Nueva York, donde lleva la vida de un gentleman.
—No te creo.
—Pues debes.
—No.
—Lo harás —insistió
Nellie—. La prueba será un viaje en autobús.
—Yo tengo la lista de
precios —dijo Willie. Sus ojos relucían—, y pagaré nuestro viaje, pues no te
creo, y haré que digas que no está allí.
—Está.
—Demuéstralo.
—Sólo hay una manera.
—Una manera —canturreó
Willie—. Una manera —repitió, haciendo rodar las palabras por su lengua, sobre
sus labios, y lanzándolas por último a la atmósfera.
Los ojos de Nellie estaban
ensombrecidos en contraste con los suyos jóvenes.
—Lo demostraré —dijo ella,
con frialdad.
—Lo harás —coreó Willie.
Después de que Willie fuese
al baño (él siempre tenía que ir al baño), salieron de la casa. Se pusieron
gruesos abrigos de invierno, espesas manoplas y negras botas brillantes, y se
escurrieron de la casa por la puerta trasera, sigilosamente. La madre debía de
estar en la parte delantera, junto a la cálida luz del televisor, contemplando
sus soporíferas óperas.
—Tenemos dos horas —dijo
Willie, en un tono que en realidad no daba a entender de cuánto tiempo
disponían.
—Nos sobra tiempo —añadió
Nellie.
El autobús del sábado
llegaba tarde. Se detuvieron ante la segunda parada para que ni la madre ni
ninguna de sus amigas los pudiesen reconocer. Willie palpó con sus dedos el
monedero dentro de su bolsillo, corrió la cremallera que liberaba el dinero, y
la volvió a cerrar. Pateó el suelo debido al frío. Nellie permanecía rígida, su
anorak de un azul vivo le daba las dimensiones de un hombre de las nieves. Sus
ojos estaban semiocultos por el gorro, que se había calado hasta las orejas, y
evitaba la mirada de Willie.
—Él no está allí —dijo
Willie en un tono de voz lento e irritante.
—Sí que está —le replicó
Nellie entre sus dientes, que le castañeteaban violentamente.
—Todo fue un sueño.
—Lo vi ayer, cuando pasamos
con el autobús escolar —le contestó Nellie con rudeza—. Lo vi con tanta
claridad como tus labios. Él estaba allí, parado en el porche de su casa, y me
vio cuando el autobús pasó por delante.
—Lo soñaste.
—No.
—Nunca encontrarás la casa.
—La grabé en mi mente.
—¡Bah! —dijo.
Ella se volvió para
golpearle, pero él evitó con agilidad su acometida, haciendo que todavía se
enfureciese más.
—No existe —dijo él,
sacudiendo su mano ante ella en un gesto de negación.
Ella tomó un puñado de
nieve y se lo tiró a él con rabia.
—Ya lo verás todo enterito.
Permanecieron callados
sobre la nieve, esperando el autobús, golpeándose los cuerpos para ahuyentar el
frío. La temperatura había descendido. La luz relucía brillante sobre la nieve.
De no haber estado tan habituados a ella, el resplandor les hubiese dañado los
ojos.
—No te creo —dijo Willie.
En aquel momento llegó el
autobús.
Subieron resoplando, y
Willie sacó su monedero, depositando el dinero sobre la palma de su mano. Tenía
lo justo. Por unos instantes, retuvo una moneda, esperando que fuese
suficiente, y luego la depositó en la bandeja, sonriendo al conductor. Éste no
le devolvió la sonrisa. Se desplazaron hasta el centro del vehículo, eligiendo
dos asientos en el lado que Nellie dijo que era el adecuado.
—¿Y por qué no en el otro
lado? De todas maneras, tampoco vamos a ver la casa.
—Siéntate —dijo Nellie.
El autobús era cálido. Se
distrajeron contemplando las formas de la nieve en el exterior. Willie observó
las casas conforme iban pasando. Parecían sueños envueltos en la niebla. Lo que
más le atraía eran los conos de agua helada que pendían de los alerones de los
tejados. Algunos colgaban de tal manera que casi tocaban a sus simétricos que
se elevaban desde el suelo.
—Brrr —gruñó Nellie,
contemplando la misma escena a través del círculo que había abierto en el
entelado cristal de la ventanilla.
—Es precioso —dijo Willie,
volviéndose hacia ella.
—Brrr —dijo ella de nuevo,
provocándolo—. Eres demasiado joven para entender lo que el frío significa.
Él se encogió de hombros y
se volvió, admirando el multicolor resplandor del hielo sobre un grupo de
casas. En su mente, todo el mundo se convirtió en una bola de nieve.
—Ahí está —gritó Nellie de
repente, dándole una enérgica sacudida—. Eso es.
Willie siguió con su mirada
el dedo de ella, allá donde éste le indicaba a través del espacio abierto en el
vaho que empañaba la ventanilla.
—Sigo sin creérmelo —dijo,
pero su voz era un susurro y sabía que estaba mintiendo.
Allí había una casa
distinta de las otras; se elevaba solitaria, con un espacio abierto a ambos
lados. Aunque rodeada de bloques de viviendas, se vislumbraba con singularidad.
Parecía una casa encantada; sus ventanas conformaban un rostro, y la entrada,
amplia de extremo a extremo, era la boca. La casa permanecía enigmática y
solitaria y, allí, cubierta de nieve, daba una sensación de respeto, cual si
fuera una gran araña blanca.
—Haré que me creas —dijo
Nellie.
Estaba tratando de alcanzar
el tirador que daba la señal de parada al autobús, cuando la mano de Willie
tomó la suya. Él quería detenerla. Deseaba permanecer allí, dentro del cálido
autobús, contemplando el mundo exterior hasta que éste cumpliese todo su
itinerario y lo dejase de nuevo ante la puerta de su hogar. Luego haría
rápidamente un castillo con la nieve y entraría a tiempo de cenar.
—Te creo, vamos a casa
—dijo.
Nellie se plantó ante él,
sonriendo.
—Ya te dije que era verdad.
—Tú eres mayor que yo —dijo
Willie por toda respuesta.
—Ya lo sé —dijo ella,
tirando de la cuerda y empezando a caminar hacia la salida, así que el autobús
hubo parado en una parada que había junto a la curva.
Él se ajustó las manoplas,
que se había quitado para vaciar sus bolsillos y le habían quedado prendidas de
su abrigo invernal, sujetas por unos cordoncillos, y corrió tras ella cuando su
cabeza ya se perdía de vista entre los escalones de la salida.
Permanecieron plantados,
solos, en la parada, mientras el autobús se alejaba.
La tarde empezaba a
declinar y estaba todo sumido en el más absoluto silencio. En aquellos
momentos, el mero sonido de las cadenas que para la nieve llevaban ajustadas a
sus ruedas los vehículos habría perturbado al universo, y en lo hondo de su
corazón, ambos sabían que tal coche no pasaría por allí. Hasta los hilos
telefónicos permanecían inmóviles; la brisa que los había estado sacudiendo
durante el día también se había apaciguado.
—Vamos —dijo Nellie,
avanzando sobre la nieve de la calle.
Willie se desplazó inquieto
tras ella.
Cruzaron la calle cogidos
de la mano, y sólo entonces, cuando llegaron al lado opuesto de la curva frente
a la casa, el mundo empezó a girar de nuevo.
Un coche con cadenas sobre
sus neumáticos cruzó ante ellos.
—Ya te dije que te creía
—dijo Willie, tratando de tomar una vez más su mano.
Ella no le correspondió.
—Pero no sé si me creo a mí
misma —dijo ella.
Ascendieron los escalones
del porche, los cuales crujieron suavemente, incluso bajo el níveo manto. Alguien
había tirado sal sobre los peldaños intencionadamente, y sus botas se aferraban
tan bien que Willie pensó en unas manos emergiendo de la madera y anclando allí
sus botas, escalón a escalón.
Una vez alcanzado el
peldaño superior, Nellie señaló.
—Fue aquí donde lo vi
—dijo—, Justo al lado de esta ventana junto a la puerta.
—Yo... no sé —dijo Willie.
Ella se elevó para alcanzar
el timbre, pero esa vez las manos de Willie alcanzaron las de ella y las
mantuvieron sujetas.
—Por favor.
Ella volvió los ojos hacia
él, y su mirada le dijo: «Dime por qué, sólo una razón por la cual debería
detenerme».
—Porque no quiero saber
—dijo Willie conteniendo un sollozo.
—Tú no quieres saber —dijo
ella—, pero yo sí quiero.
Su mano se liberó de la
presión de las suyas y presionó el timbre con firmeza.
En alguna parte, muy al
interior de la casa, sonó una armonía musical.
Luego silencio.
Nellie pulsó el timbre de
nuevo; esta vez por más tiempo, manteniendo su manopla sobre él.
Dong.
Dong. Dong. Dong.
Ahora, desde el interior,
les llegó el sonido de unos pasos.
Al principio dudosos, pasos
de alguien inseguro, y a continuación firmes y resueltos.
Tardaron bastante en llegar
hasta la puerta, pero Nellie y Willie aguardaron.
Dong. Dong.
Nellie apartó su mano del
timbre.
La puerta, una estrecha
apertura en la boca de la araña —de la casa-araña—, se abrió.
Alguien se quedó mirándolos
fijamente y dijo:
—¿Sí?
Nellie dio un paso atrás,
con los ojos muy abiertos.
—Pa... —empezó a decir.
—...dre —concluyó Willie,
con la boca completamente abierta.
Ante ellos se alzaba un
hombre con su negro pelo enmarañado y una expresión infantil en su ancho
rostro. Su boca esbozaba una media sonrisa, como predispuesta a decir algo. Un
tenue aroma a tabaco emanaba de su camisa de franela y de él mismo. Llevaba
tirantes.
—Disculpadme, ¿de qué se
trata? —dijo, con un aire de pasmo cruzando sus facciones.
—Yo..., usted... —empezó a
decir Willie.
—Padre —dijo Nellie
simplemente desde el suelo.
Las cejas del hombre se
contrajeron, pero no perdieron su sonrisa.
—Lo que ella quiere decir
es que pensó que usted era nuestro padre —dijo Willie.
Y tomó a su hermana de la
mano empezando a descender los escalones del porche.
Nellie clavó sus pies en la
nieve.
—No —gritó—, yo tengo
razón. —Y volviéndose hacia el hombre en la puerta le dijo—: Usted es nuestro
padre.
—¿Eh?... Sí, puede ser.
El hombre los observó de
arriba abajo, deteniendo su vista sobre las botas de goma de los muchachos.
—¿Puede ser? —dijo Nellie
balbuceando.
Luego se quedó con los
brazos colgándole a ambos costados, hasta que tomó conciencia de que eran sus
manos, y sin saber qué hacer con ellas, las introdujo en sus bolsillos.
—Mamá nos dijo que habías
muerto —le espetó Willie inconscientemente.
El hombre pareció meditar,
y luego abrió las puertas de par en par.
—Entrad y protegeos del
frío —dijo.
Nellie empezó a
adelantarse, pero Willie no se movió.
—No creí que pudieses ser
tú —dijo casi para sí mismo.
—Entrad —dijo el hombre con
suavidad.
Tras ellos quedó el tenue
chasquido de la puerta al cerrarse, y luego la tibieza de la casa los embargó.
Casi hacía demasiado calor allí dentro.
—Vamos a la sala —dijo él,
avanzando ante ellos.
Fue entonces cuando Willie
se dio cuenta de su cojera. Se movía con rigidez, al igual que un hombre sobre
unos zancos. Y aunque la expresión de su cara no parecía alterarse, Willie
podía intuir el esfuerzo tras su inexpresividad: un gruñido que acompañaba a
cada uno de sus pasos.
—Sentaos —les indicó el
hombre.
Tomaron asiento en un
enorme sofá verde que los engulló a medias envueltos en mullidos cojines.
—Quitaos los abrigos.
El hombre se sentó en una
silla de rígido respaldo, arrastrándola hasta el extremo de la pieza, ante
ellos. Le costó bastante esfuerzo acomodarse en ella.
A la derecha de los niños
ardía un fuego, una gran fogata; la habitación estaba a oscuras, pero debido al
resplandor ambarino del fuego y al reflejo que la nieve aportaba desde el
exterior a través de los amplios ventanales, en la habitación reinaba una
confortable y cálida claridad.
Ninguno de los dos se movió
para quitarse los abrigos.
—Tenemos que regresar
pronto con el autobús —se explicó Nellie, sin apartar su mirada del hombre—.
Ella nos dijo que habías muerto.
—¿Eso hizo? —dijo el
hombre, buscando su mirada y sosteniéndola—. Qué interesante.
La sonrisa suavizó su
rostro, haciéndole parecer más niño aún.
—¿Fuiste herido en un
choque de trenes? —dijo Willie cuidadosamente—, ¿esa es la razón de tu cojera?
Los ojos del hombre se
posaron en el suelo, antes de elevarse y encontrarse con los suyos.
—No —dijo simplemente.
Sus ojos se posaron en las
piernas de Willie, antes de volver a mirar a Nellie.
—Él era muy pequeño para
acordarse —dijo ella—. Pero yo lo recuerdo todo muy bien. Dijeron que moriste
cuando el tren en el que viajabas se saltó una señal y chocó con los vagones de
cola de otro convoy. Ellos dijeron que perdiste ambas piernas...
—¿Es lo que dijeron?
—Sí.
—Entonces, creo que estaban
equivocados.
—Padre —musitó Nellie, como
acostumbrándose a la palabra.
El hombre, por toda
respuesta, asintió lentamente con la cabeza.
—¿Cuánto tiempo te has
estado escondiendo? —preguntó Willie.
Empezaba a sentirse
incómodo en aquel sofá, y se semidesabrochó el anorak.
—No podemos quedarnos más
—interrumpió Nellie—, no, al menos esta vez.
El hombre sonrió.
—¿Cuánto tiempo
escondiéndote? —insistió Willie.
El hombre inspiró
profundamente y reflexionó.
—Veamos —dijo—. Debió de
ser... —Contó con sus dedos—. Cinco años.
Cuando lo hubo dicho, sus
manos se depositaron con suavidad sobre sus piernas.
—¿Por qué? —preguntó Nellie—.
¿Por qué tuviste que esconderte?
—Tuve que irme. —Se sujetó
las piernas de repente, como si se fuese a incorporar—. ¿Qué tal si os hago un
poco de chocolate? Todavía debéis de tener frió. Luego podemos continuar
charlando.
—En realidad nos tendríamos
que ir en seguida.
—Por favor... —La súplica
en su voz era temblorosa; había brotado imprevista.
—De acuerdo —dijo Nellie
con rapidez—. Lo que pasa es que todavía... no te conocemos lo suficiente.
—Eso es cierto.
Se elevó con gestos
forzados, y suspiró cuando por fin consiguió ponerse en pie, ayudándose del
respaldo de la silla.
—¿Te encuentras bien?
—preguntó Nellie.
—Sí —dijo él. Sus ojos no
se apartaron de los pies de ella, y se estiró como lo hubiese hecho un tipo
duro—. Volveré en unos instantes.
Desapareció en la parte
trasera de la casa y ellos permanecieron unos instantes siguiéndole con la
vista.
—¿Me crees ahora? —dijo
Nellie.
—Es igual que el retrato
que hay en el dormitorio de mamá —admitió Willie, huraño—. Pero no me gusta.
—A mí sí —dijo ella con
énfasis—. Lo que le pasa es que hace demasiado tiempo que no nos ve.
Willie se levantó.
—No me gusta la forma que
tiene de caminar.
—¿Adonde vas?
—Al baño —respondió Willie
en un susurro.
—Espera hasta que él
regrese.
—Si en efecto es papá,
puedo ir al baño ahora.
—Tiene que serlo.
Willie se alejó, sacudiendo
su cabeza.
Pronto se extravió.
Siguiendo el camino que tomase el hombre, saliendo por la misma puerta,
apareció en un corredor que parecía formar parte de un laberinto. Era
completamente distinto al resto de la casa. Los azulejos del suelo, blancos y
verdes, estaban destrozados y de las paredes colgaban desconchadas capas de
pintura. El primer corredor desembocaba en otro, y en otro, y éste en otro más.
Willie se vio pronto rodeado de pasadizos que se bifurcaban ante él en una
oscuridad cada vez más creciente; diminutas bombillas sobre su cabeza despedían
macilentos haces de luz.
Willie avanzó con suavidad,
tanteando las paredes, hasta que un sonido percutiendo al fondo de uno de los
corredores hizo que se adentrase en él.
Un sonido agudo, un canto,
y tras él el sonido del metal chocando entre sí.
Willie se detuvo ante una
puerta, la entreabrió y echó un vistazo. Se veían unos escalones descendiendo
entre la oscuridad hacia una zona que se adivinaba mejor iluminada.
Allá abajo, alguien estaba
canturreando.
Una voz dichosa, aunque de
una tonalidad similar al gemido de un gato cuando alguien le pisa la cola
inesperadamente.
Los metales dejaron de
chocar entre sí.
El canto se detuvo.
Se oyó un gruñido y el
sonido de algo al ser golpeado y cerrado, luego un susurro de ropas, y poco
después, pasos.
Diminutos pasos de danza,
más gruñidos, y de repente, fuertes pisadas.
Alguien subía por la
escalera.
Willie retrocedió y se
quedó encogido en la oscuridad.
Tras una larga espera,
durante la cual Willie contó veinte pasos, la puerta se abrió ante él, y vio
ante sí al hombre que era su padre. Su camisa de franela estaba desabrochada y
Willie pudo ver finas correas y hebillas cruzadas sobre su piel.
El hombre avanzó al
interior de la casa.
Willie contó hasta
cincuenta y luego emergió de entre las sombras. Conteniendo su respiración,
abrió la puerta de la bodega y observó hacia abajo. La luz seguía encendida.
Descendió dos peldaños y atisbo, estirando su cuello. De la bodega no subía
ningún sonido.
Bajó hasta abajo.
Suspiró.
Aunque sabía que no se
hallaba allí, la llamó involuntariamente:
—Nellie...
En todas las paredes de la
habitación, en todas y cada una de las paredes de la pieza, se veían, colgando
en racimos, agrupadas, apiladas sobre cajas, apoyadas en las esquinas,
piernas...
...piernas.
Las había a cientos, quizá
mil pares de piernas. De todas las tallas y tamaños. Cada una de ellas estaba
apropiadamente vestida, con medias o calcetines, zapatillas o zapatos, botas o
babuchas. Willie pudo casi imaginarse el resto de la gente que debería estar
unida a esas extremidades: banqueros y aprendices; chicos de reparto y
mensajeros; vendedores, ejecutivos... Había un par de gruesas piernas que
parecían de un carnicero, y algunos pares estilizados que debían ser de
bailarines; de un conductor de autobuses, o de un deportista. Todas ellas
tenían tirantes en la parte superior, un marco de cuero, una almohadilla y unas
hebillas.
Había un par de piernas
para cada personaje que uno pudiese imaginar.
—Oh, Nellie —suspiró
Willie, deseando que su hermana estuviese allí, para sujetarle fuertemente la
mano.
Aparte de las piernas, el
único objeto que había en la habitación era una pequeña mesa en el rincón más
alejado y, sobre ella, un potente fluorescente iluminaba con crudeza los
instrumentos de tortura que se encontraban sobre ella.
Sierras, cuchillos y
navajas; brillantes sierras dispuestas para hacer su trabajo.
—Oh, Nellie, Nellie
—suspiró Willie de nuevo.
Un ruido le llegó desde la
parte alta.
Una luz se encendió en la
escalera.
Fuertes pisadas.
Conteniendo la respiración,
Willie se volvió.
Un rostro le contemplaba,
mirándolo de arriba abajo.
—¡Nellie!
—¡Shhh!
Ella volvió a desaparecer
en lo alto de la escalera. Willie oyó el ruido de la puerta al ser cerrada y
luego ella volvió a estar junto a él. Willie empezó a empujarla, mostrándole
los centenares de piernas colgando de las paredes.
—Nellie, él...
—Él me lo contó todo —dijo
ella interrumpiéndole.
—¿Dónde está él? —preguntó
Willie.
—Arriba. —Sus ojos se
contrajeron—. Le conté que el conductor del autobús es el novio de mamá y que
si no nos veía en la parada, vendría a por nosotros. Evidentemente y porque no
tenía por qué no hacerlo, me creyó.
—¿Qué vamos a hacer? —dijo
Willie lleno de temor.
—El quiere que nos quedemos
—contestó Nellie.
—¡No!
—Él no es malo, Willie. La
mayoría de estas piernas son de gente que ya había muerto cuando él las
consiguió.
—Pero...
—Si nos quedamos, dice que
será nuestro padre la mayor parte del tiempo. Y yo quiero que él lo sea.
—Pero Nellie...
—Lo necesito, Willie. Al
igual que él necesita ser la gente cuyas piernas va usando.
—¡Quiero irme a casa! ¡Él
no me gusta!
Temblando, Willie se aferró
a su hermana, abrazándola junto a su pecho.
En su espalda, sobre la
blusa y bajo el anorak, Willie notó correas y hebillas.
—¡Tú! —gritó, apartándola
con energía.
—Sí —contestó Nellie con
frialdad.
Willie se dio cuenta
entonces de con cuanta lentitud y rigidez se movía ella.
—¡Nellie!
—sollozó Willie.
—En esta habitación puedo
ser cualquier cosa —dijo Nellie, volviéndose con rigidez y señalando las
paredes con el dedo—. Puedo ser el hombre que reparte flores, o la mujer que da
clases de piano. Una mañana puedo ser el cartero, o el cobrador de seguros.
Maestra, sacerdote, o dentista. Puedo ser —dijo agitando una sierra de acero
azulado en el aire— una niña o un niño pequeño.
Willie se lanzó escalera
arriba pero tropezó y cayó de rodillas sobre los primeros escalones. Reptando
sobre los peldaños, logró alcanzar la puerta superior.
No pudo abrirla.
Nellie subió lentamente
tras él. En su rostro había una sonrisa que la auténtica Nellie nunca antes
había tenido; una sonrisa de vieja, nada parecida a la que mostrase cuando,
haciéndose la hermana mayor, trató de convencerle.
Cuando ella se hallaba a
dos pasos de él, Willie le dio un puntapié en las piernas.
—¡Nooo! —gritó ella,
cayendo de espaldas.
Como en un sueño, el cuerpo
de Nellie se partió en dos. La parte inferior, dos apéndices rodeados de
correas y hebillas, golpeó insonoramente los peldaños hasta quedar inmóvil al
fondo de la escalera.
La parte superior se
transformó en algo distinto. Ya no era Nellie. Ya no era algo humano: cartero,
sacerdote, o dentista, sino que se tornó en una blancuzca y chillona criatura,
una forma encogida que rodó escaleras abajo cual un insecto albino sobre dos
manos deformadas.
—¡Noooooo! —gimió,
desplazándose más allá de las dos piernas al fondo de la escalera en dirección
a la parte interior de la habitación.
Willie empujó desesperado
la puerta de la bodega, y de repente, con un quejido apagado, ésta se abrió.
Una vez más estaba en el laberinto. Mosaicos verdiblancos salían despedidos,
mientras sus pies trataban de avanzar. Giró una y otra vez hasta acabar frente
a la puerta de la bodega. Desde el interior le llegó un alarido gimiente que le
hizo temblar hasta los huesos. Lo intentó de nuevo: tanteando las paredes,
trató de hallar la salida.
Sin saber cómo, apareció en
la sala. El mismo fuego ardía en el hogar; los mismos muebles de madera de
olivo le rodeaban.
Cruzó la sala corriendo en
busca de la salida. Ahí estaba, junto a la puerta, el gran ventanal; tras él el
muro exterior, donde le esperaban fuertes nevadas, la televisión, la cena, su
madre.
Milagrosamente, cuando miró
afuera vio junto a la parada detenido el autobús, esperando.
Su mano estaba sobre el
pomo de la puerta.
Tiró para abrirla.
Un pie presionó la hoja
para mantenerla cerrada.
Una voz, una voz ahogada,
como la de alguien que ha tenido que correr con rapidez, la voz de alguien que
él podía haber conocido, dijo:
—Acompáñame, ¿quieres?
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