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miércoles, 24 de diciembre de 2008

OCULTISMO PRACTICO EN LA VIDA COTIDIANA

OCULTISMO PRACTICO EN LA VIDA COTIDIANA




Entre el gran número de cartas que llega a la Fraternidad de la Luz Interior , una buena parte de él contiene pedidos de ayuda y consejos respecto de los métodos de aplicación de las fuerzas ocultas a los problemas de la vida cotidiana.

Las obsesiones, encantamientos y ataques ocultos son relativamente escasos y cuando se los investiga resultan ser a menudo casos de insania; la mala suerte persistente, la salud quebrantada que resiste la terapéutica ordinaria y sobre la cual discurren los médicos o manifiestan en definitiva que no encuentran la causa de los males, se deben con exclusividad a tratamientos inadecuados para el logro de la evolución psíquica que se busca; también se mencionan influencias malignas del ambiente y del lugar. En suma, todo esto constituye el contenido que la mayoría de las cartas que se reciben.

Asimismo, se nos interroga con frecuencia sobre la interpretación de los sueños, visiones de símbolos y la manera de recuperar la memoria de reencarnaciones pasadas.

Conforme a la tradición oculta ortodoxa, la enseñanza de los Misterios debe estar reservada sólo para los que se hubieran entregado a ella con dedicación exclusiva y hubieran pasado durante largos años por determinadas disciplinas y pruebas. En otras palabras, en ocultismo es imprescindible estar iniciado. Pero con la difusión de los conocimientos ocultos que tiene lugar en nuestra época, se ha producido también un cambio en el espíritu del movimiento. Del mismo modo que se enseña a cada uno de los componentes de un coro que recree la totalidad de la partitura, así también se pide al peregrino que se capacite individualmente para aplicar los métodos a sus problemas cotidianos. El requerimiento es razonable.

Sea como fuere, no es fácil saber hasta qué punto una persona no iniciada puede comprender las teorías metafísicas y metapsíquicas, puesto que el individuo común tiende a tergiversar los hechos y con ello agudiza sus dificultades. Es preciso tener un punto de partida y una actitud especial para el manejo satisfactorio de las fuerzas ocultas en la vida individual; la persona que pretenda hacer uso de ellas debe estar libre de influencias emocionales y su actitud debe ser por entero imparcial y serena, pues en caso contrario pasará a una confusión mayor. Para el trabajo ocultista no es suficiente conocer tecnicismos; por el contrario, lo más importante es la actitud, la cual determinara la naturaleza de los resultados últimos. Sólo por la autodisciplina y la depuración del carácter puede lograrse esa actitud. Sin embargo, es posible explicar de manera bastante simple y práctica los requisitos necesarios para el aprendizaje íntegro de las doctrinas ocultistas y elucidar en justa medida los métodos de capacitación deseables, a cualquier persona equilibrada y de inteligencia media que aspire a aplicar estos conocimientos a los problemas de la vida cotidiana, aun cuando los más delicados deban dejarse al experto.

Por cierto que los métodos de gran ceremonial no son apropiados para el uso de todos, salvo que se trate de un iniciado con buena disciplina; pero hay ritos menores susceptibles de abordarse por quien logre una concentración estable. Además, la comprensión de los principios ocultistas, aplicados a los problemas de la vida diaria, es utilísima como método profiláctico, que capacita al afectado para superar y evitar toda clase de disgustos. Asimismo, nos muestra la manera de abordar mejor y dominar los problemas de la vida, enseñándonos que hay una maniobra estratégica para afrontar cada problema: el ataque de flanco que desvía, en vez del ataque frontal que es una simple fuerza ciega; de igual modo, hay fluios y reflujos en la vida del hombre en los que sabiendo cómo obrar en su oportunidad, actuarán a favor y no en contra. Todos éstos son conocimientos y aplicaciones prácticas del ocultismo en la vida cotidiana, cuyo dominio resulta beneficioso para el que se interesa en su estudio.

En todo lo que sea posible nos propondremos llevar estos conocimientos al estudioso, mas no como método rutinario, sino como aplicación de los principios ocultos en que están cimentados, de modo tal que aquellos que los pongan en práctica, puedan hacerlo sirviéndose de la inteligencia; el éxito dependerá de la capacidad de discernimiento que se tenga respecto de la naturaleza de los problemas a resolver. El diagnóstico debe preceder al tratamiento, de ahí que todo lo que se refiere a sutiles condiciones psíquicas, no es en absoluto un problema simple, porque en ese caso debe ser reconocido y tenido en cuenta el elemento subconsciente, y ello no es fácil cuando presionan con agudeza los mismos conflictos que requieren del que las padece un enfoque imparcial e impersonal. No obstante, deberemos hacer lo que podamos y a menudo tendremos éxito sólo en la medida que seamos más honestos con nosotros mismos que lo que somos cuando intentamos justificar nuestra posición ante los ojos de terceros. Asimismo, el éxito depende de nuestro poder de concentración que nos permite tener la mente fija en una idea; sin embargo, esto es un asunto de práctica y el uso regular de ciertos ejercicios, en general, desarrolla la capacidad requerida con bastante rapidez.

Al cumplirse las dos premisas: un recto juicio respecto de la naturaleza del problema y la necesaria habilidad para concentrarse, permiten lograr en gran parte lo que se persigue, aun por el que no esté adiestrado ni iniciado. Algunos problemas podrán ser resueltos en forma total y otros serán más llevaderos aunque temporariamente queden sin resolver.

No debe pensarse que enseñaremos cómo hacer sonar las trompetas de Jericó. Algunos conflictos, por supuesto, se aclararán en seguida cuando se trate la causa psíquica que en ellos subyace; otros requerirán un permanente y arduo trabajo hasta su solución y en algunos casos un diagnóstico erróneo hará abortar toda la obra.

El ocultista experimentado, que actúa sobre el terreno mismo, debe ser capaz de formular su diagnóstico y ver en perspectiva con un alto grado de exactitud; mas no estamos escribiendo para él, sino para aquellos que han comenzado a deletrear el alfabeto ocultista; y aunque es nuestro deber estar en amable disposición para aconsejar en todo cuanto dependa de nuestro saber y conocimiento, sólo por excepción nos resulta posible actuar sobre el terreno mismo. Por consiguiente, el lector deberá aprender sus lecciones con ayuda de su propia experiencia, siendo ésta una escuela dura, pero muy eficiente.



Principios Básicos
Existen algunos libros antiguos –y también otros modernos– que llevan el título genérico de El médico en casa o algo parecido. Allí se encuentran tabulados síntomas tales como: "Estómago: dolor en; sensación de lleno en", etc., etc., y remiten a una página en la que se consigna el remedio, generalmente en dosis como para la resistencia física de marineros y herreros. Se trata de compilaciones incompletas y es probable que si se lo sigue al pie de la letra, aumente en forma considerable la mortalidad por operaciones demoradas y cánceres no reconocidos a tiempo. Trataremos de no cometer errores semejantes en esta obra; por ello es que pedimos al lector el esfuerzo y la atención suficientes para captar ciertos principios básicos, de modo que pueda llegar, en primer término, al diagnóstico para aplicar con inteligencia los métodos ocultos.

Por sobre todo, debemos comprender que el plano material, tal como lo vemos, es el resultado final de una larga cadena de procesos evolutivos que tuvieron lugar en planos sutiles, en el reino del espíritu, de la mente y del éter astral. En consecuencia, cada problema que encontramos en el piano físico tiene una especie de alma compuesta por los factores de cada uno de esos niveles de manifestación; es importante que lo comprendamos, puesto que cada problema es compuesto, por lo cual tenemos que determinar la proporción relativa de los diferentes factores que lo integran y discernir cuál es el nivel en el que la perturbación tiene su raíz o núcleo. Es inútil tratar el problema por medio del simple exorcismo astral, si su raíz se halla en algún factor espiritual oculto en lo profundo del alma.

No obstante, siempre debemos tener presente que cada plano posee sus propias leyes particulares, las que no pueden ser subyugadas por ningún poder, por grande que éste sea, sino sólo dirigidas y usadas. Mas, por ser cada plano animado y dirigido por el superior, la dirección hasta la que sus fuerzas y mecanismos pueden ser dirigidos, es mayor de lo que puede suponerse. Sin embargo, hay límites bien definidos para este poder, límites que deben ser aceptados. En este sentido es en el que fracasa tan a menudo la curación espiritual, porque casi nunca admite limitaciones a lo que llama "poder de Dios", pero que con frecuencia sólo significa el deseo del paciente de verse libre de sus sufrimientos.

Luego, debemos comprender que hay muchas fuerzas y diversas formas de existencia que no descienden a planos tan inferiores como el físico; por ejemplo, pueden tener un aspecto espiritual y mental, o espiritual, mental y etérico astral, pero no forma física. Si sabemos cómo hacerlo, en muchos casos podremos extender esas fuerzas haciéndolas descender por los planos y darles expresión en lo físico. Empero, esto no significa que vamos a hacer milagros y materializaciones, porque en la mayoría de los casos el vehículo de la manifestación es la mente del operador y por tanto, la operación parece producirse de modo natural por una concurrencia de factores felices. En ciertos cases, es el poder sistematizado el que ordena esos "factores felices", lo cual muestra que ciertas operaciones definidas están siendo ejecutadas. Hay que tener en cuenta que debe discriminarse respecto del uso de estos métodos según sean los casos; no deben ni pueden ser usados de manera rutinaria por todo el que no se sienta bien, ya sea de su mente, su cuerpo, su espíritu o simplemente porque se hallen contrariados sus deseos.
Los casos en que estas fuerzas sutiles sean los factores predominantes, son los más apropiados para las operaciones ocultas. Mas, estas fuerzas sutiles, aunque en apariencia materiales, desempeñan en todos los casos un papel y pueden ser utilizadas si no para curar, por lo menos, como paliativo. En un hombre lesionado por un accidente. por ejemplo o atacado por una aguda infección neumónica. pareciera que todo su problema radica exclusivamente en el piano físico; sin embargo está muy lejos de ser así, porque sobrevivir a la operación en el caso del accidente, y la resistencia a la infección en el caso del neumónico, ambos eventos conciernen a los planos sutiles de la naturaleza, y su dependencia está condicionada a su vitalidad y temperamento.

Debemos recordar también que para estimar con precisión la naturaleza de muchos tipos de problemas, en especial aquellos relacionados con la "mala suerte" constante como asimismo ciertas patologías de carácter psíquico, debemos tomar en consideración el karma o influencia de arrastre de encarnaciones previas. Existen ciertos métodos para valorizarlos que describiremos a su debido tiempo. Además, el karma individual, o destino, debe ser liquidado de acuerdo con la influencia del largo ciclo del karma racial, el cual lo modifica o refuerza; y también esto debe tenerse en cuenta.

En resumen, cada problema es cuádruple: espiritual, mental, etérico-astral y físico, Cada uno de estos planos tiene sus propias leyes que no pueden ser abrogadas, sino dirigidas. La causal de la mayor parte de los problemas se proyecta hacia atrás en el tiempo, vinculada con encarnaciones anteriores y tales problemas son modificados en su liquidación por las influencias del karma racial, que prevalecen. Debemos procurar superar nuestros problemas relacionando todos estos factores y no computando sólo uno de ellos, y sin pasar por alto que las proporciones en las que están presentes estos factores, varían en cada caso.
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Hay facultades en el alma humana que corresponden a los planos sutiles de existencia, los que ejercen una influencia sobre ellas siendo a su vez éstas influidas por aquellos; facultades y planos cuya existencia ignoran la mayor parte de las personas. Sin embargo, si observamos bien, no dejaremos de sorprendernos ante el hecho de que existen flujos y reflujos en la existencia del hombre que no podrían explicarse por la secuencia: material de causa y efecto. El ocultista estudia estos sutiles procesos, y el resultado de su observación lo capacita para establecer la presencia de ciertas leyes definidas con respecto a ellos y que sirven para ser aplicadas en forma inmediata para solucionar problemas en la vida cotidiana. Estos diferentes planos no se hallan ubicados uno sobre otro como el estrato de las rocas; son diferentes modos de existencia y pueden ocupar el mismo espacio simultáneamente, como el sonido, la luz y el calor, Los diferentes aspectos de la conciencia se forman con estos distintos modos de existencia, de la misma manera que el calcio, básico en la formación de nuestros huesos, proviene del reino mineral, y el agua de nuestros tejidos deriva de fuentes y ríos. El calcio de nuestros huesos no es en manera alguna diferente del que se halla en el tejido de las plantas o en las rocas. Se comporta de la misma manera y obedece a las mismas leyes dondequiera que esté; igual ocurre con el agua. Nuestro corazón es una bomba similar a cualquiera y el agua en nuestra sangre no se comporta de manera diferente que el agua caliente de las cañerías. Vale decir, que las mismas condiciones prevalecen en el plano de la conciencia. La chispa de Espíritu Divino que reside en lo más recóndito del corazón y que es el núcleo del alma humana, es parte a su vez del Reino de los Cielos. Nuestro poder mental con sus fuerzas y su don creador de imágenes, es parte del reino de la mente; en cuanto a nuestra naturaleza emocional instintiva, es parte de lo que los ocultistas llaman Reino Astral y, por último, nuestro cuerpo y sus sutiles aspectos etérico y físico denso, forman parte del reino de la tierra, aunque debemos recordar que la Tierra tiene un aspecto sutil electromagnético, como asimismo otro denso. Nuestro cuerpo, que recibe impresiones del plano físico por medio de los cinco sentidos, no puede percibir el pensamiento, la emoción y las cosas del espíritu, a no ser por los efectos que resultan de éstos sobre él. Hay sentidos sutiles, rudimentarios en la mayor parte de las personas, más altamente desarrollados en la minoría, que corresponden a !os tres niveles sutiles de existencia.

Casi todos conocemos por instinto el estado emocional de los seres con los cuales estamos en estrecho contacto; sabemos cuando están disgustados, deprimidos o asustados, aún cuando no muestren signos exteriores de su estado y hagan lo posible por ocultarlo. El caballo sabe cuándo el jinete siente miedo; el recién nacido diferencia a la nurse que lo controla con esmero y a la madre que lo amamanta y lo asiste, y se comporta según el caso.

Pretender explicar estos fenómenos por medio de la interpretación subconsciente de las sutilezas del gesto y de la expresión, es antojadizo y no responde a nuestro raciocinio, que por otra parte, resulta innecesario. Una hipótesis mucho más sencilla y comprensiva aclara que estas cosas se deben a la percepción directa de los estados emocionales por el factor que en nuestra conciencia se corresponde con ellos. Observad cómo la persona deprimida deprime a las demás, cómo irrita el furibundo y cómo la actitud del tímido pareciera evitar a que no se lo moleste. Ocurre que recibimos influencias insospechadas según el estado mental de los que nos rodean; por ello lo más importante en toda organización humana es una buena moral. El mal empleador por lo general no comprende esto y piensa que un empleado malhumorado y resentido por la paga que recibe, le puede rendir lo mismo que el conforme y jovial. En una casa de comercio, una persona sujeta a un sentimiento de descontento desmoralizará al resto de los empleados aunque no manifieste su estado de manera franca. Si observamos las casas de comercio veremos que la actitud mental de la persona que dirige se hace sentir en todos los empleados, no importa cuál sea su categoría, y aunque no tengan contacto directo con ella.

La persona carente de armonía interior inspira resistencia a su paso y torna su vida ardua y penosa. Una actitud amable y equilibrada es un sedante efectivo que al reducir las tensiones, fortalece su autoridad. ¿Habrá que deducir de lo que antecede que debemos ceder sin oponer resistencia a las influencias de cualquier medio en que nos hallemos? Sería ingenuo si así lo hiciéramos; y aun cuando el medio nos resulte favorable, no es de cautos depender de él, pues puede suceder que nos tornemos tan pusilánimes que sucumbamos ante la menor aspereza que nos plantee un cambio del mundo externo.

Si la atmósfera nos es adversa, necesitaremos una definida armadura mental que nos proteja de sus influencias. Algunos preceptores podrán decir que debemos trabajar para transformar ]as condiciones adversas apelando al poder del pensamiento. Se han escrito muchas novelas y obras teatrales, por ejemplo The Passing of the Third Floor Back, en apoyo de esta tesis, mas esta es una meta demasiado ambiciosa por ahora; procederemos con mayor sabiduría si nos contentamos, para comenzar, con el dominio del Reino Interno. En todo caso, no podremos ejercer mucha influencia en nuestro medio ambiente, hasta tanto éste no haya dejado de influirnos.

Entretanto, tenemos que reconocer el potente efecto que ejerce sobre nosotros una determinada atmósfera mental, y recordar que todas ellas son creaciones de la mente humana, a las cuales no tenemos por qué entregarnos inermes, sin oponer resistencia, sino más bien hacer algo para defendernos. Si nos hallamos en un ambiente de disgusto o descontento, podemos comenzar la defensa y erigir un centro de serenidad e inmutabilidad en nuestra vecindad más próxima. Esto lo haremos actuando de adentro hacia afuera en tanto que controlamos nuestras reacciones hacia ese medio inarmónico. Tan pronto como la atmósfera mental deja de afectarnos, nosotros empezamos a gravitar sobre ella.

La estabilizada atmósfera interior desborda y el círculo de armonía se ensancha como las ondas de un lago; pronto el más sensible de nuestros vecinos comienza a sentir la nueva influencia introducida en la atmósfera mental, reacciona a su vez, y la influencia se refuerza con este nuevo aporte.

Empero, si con el objeto de recobrar nuestra paz mental intentamos reaccionar para alterar condiciones ambientales externas que nos ocasionan infelicidad, habremos fracasado en el intento; porque por mucho que queramos formar al mundo de acuerdo con nuestros deseos íntimos, habrá siempre, como en el cuento de hadas, el rumor de una hoja que turbe el sueño de la princesa. Pero si conseguimos dominar el reino interior y somos capaces de independizarlo de influencias externas de modo tal que podamos decir como San Pablo: “Nada me concierne", gravitaremos como factor importante en la atmósfera mental; al dejar de ser influidos nos transformaremos, por el contrario, en influencia.

Existe un antiguo relato de dos peregrinos que encontraban que el sendero era muy áspero para sus pies. Uno de ellos dijo: “matemos todas las vacas de la comarca y hagamos con sus cueros una alfombra que cubra todo el camino, así podremos andar cómodos”. Y su compañero le respondió: “Eso es imposible, porque el camino es mucho más largo que el cuero de todas las vacas juntas; mejor será que hagamos zapatos de la piel de un solo animal; será como llevar una alfombra blanda en nuestros pies durante todo el trayecto, donde quiera que vayamos”. La persona que pretenda alterar su medio ambiente antes de independizarse ella misma, será como el hombre del cuento que quería alfombrar todo el camino; pero quien haya logrado el control de sus propias reacciones y tenga dominio sobre su reino interior, será como el compañero que sugirió hacer zapatos para protegerse de las asperezas del camino.

Si queremos aprovechar lo que nos brinda la Sabiduría Antigua debemos comprender dos cosas: 1°) las condiciones mentales y emocionales tienen poder para
afectarnos sin acciones físicas evidentes; 2°) no debemos permitirnos reaccionar ante estas influencias de modo tal que nos hagan actuar como potros salvajes, sino más bien tenemos que obligarlas a tascar el freno y dominarlas. Percibir una influencia no significa reaccionar según ella. Existe una manera de contrarrestar cualquier influencia y esto es lo que nos puede enseñar el Conocimiento Oculto.



2
EL CONTROL DEL MEDIO AMBIENTE


Como hemos visto en el capitulo anterior, el control del medio ambiente debe comenzar con el dominio de uno mismo, y hasta tanto las condiciones ambientales que nos circundan hayan dejado de tener influencia en nosotros, no podremos ejercer ningún poder sobre ellas. Paradójicamente, sólo cuando nuestro medio ambiente deja de afectarnos, es cuando podemos cambiarlo por medios mentales.

Cuando se llega al punto de conseguir armonía interior, aunque sólo sea por breves períodos, estaremos en condiciones de emprender un trabajo mental práctico; consideremos, pues, cómo empezar esta importante tarea.

La meditación debe preceder a toda acción o decisión y por raro que parezca no debe efectuarse sobre el objeto del problema a resolver, sino más bien sobre el desarrollo espiritual, sobre la entrega generosa al más elevado ideal que pueda concebirse y sobre una formulación clara y concreta de este mismo ideal. Acto seguido, debemos elevarnos más aún en nuestra aspiración y meditar sobre la emanación ilimitada de vida espiritual de la cual surgen nuestras vidas individuales mientras repetimos una y otra vez, como un mantram: "Poder ilimitado, armonía absoluta, eterna duración”, imaginándonos al Absoluto como una radiación blanca volcándose sobre nosotros y en lo que nos rodea. Debemos vivir nuestra vida y realizar nuestras tareas acompañados por este estribillo durante días íntegros, hasta que percibamos que se apodera de nosotros. Que tiene vida propia y se repite automáticamente como una melodía o acorde que resuena en nuestra cabeza.

Cuando esto suceda advertiremos que el mamtram se esta repitiendo en forma automática, sabremos que ha descendido a la subconciencia y de nuevo sale a la superficie. Ya estamos entonces en condiciones de realizar una tarea mental práctica porque hemos tomado contacto subconsciente con el Infinito, y antes de que planifiquemos o efectuemos cualquier tarea mental, debemos tomar conciencia de nuestro cambio interno por un sentimiento de expansión de vida, de poder y libertad mediante la obtención de ese contacto. Es muy grande el efecto de estas repeticiones rítmicas de frases significativas, tal como Coué lo ha expuesto en su sistema de autosugestión, y como la Iglesia católica lo sabe y lo enseña a través de la repetición de plegarias en el desgranar de las cuentas del rosario.

Tan pronto como este cambio interno comienza a hacerse sentir y sólo entonces estamos en condiciones de ocuparnos mágicamente de nuestro medio ambiente, pero no antes. No es menester que hayamos alcanzado ya equilibrio permanente, pues no es fácil lograrlo mientras estemos encarnados; baste con tener momentos exaltación cuando nos hayamos elevado por sobre nuestro medio ambiente y podamos, como San Pablo: "Nada de esto nos concierne".

Sin embargo. el diagnóstico debe siempre preceder al tratamiento; y antes que podamos decir qué remedio es necesario, tenemos que clasificar las condiciones de que nos valdremos. Esta clasificación debe comenzar siempre con nuestras convicciones subjetivas, para luego preguntarnos qué debilidad en nuestra naturaleza nos condujo al estado que padecemos y veremos que, en el fondo. encontraremos falta de juicio, de paciencia, dc coraje, de previsión, de energía y muchas otras plagas que echan a perder la buena fruta.

Si observamos nuestra vida retrospectivamente, hallaremos que hay muchas cosas con las que hubiéramos procedido de otra manera de haber sido más sabios y fuertes. En este estado del proceso no podemos permitirnos hacer responsable de nada a nadie, ni tampoco a ninguna circunstancia; si alguien se comportó mal con nosotros no debemos pensar ni decir que esa persona tuvo toda la culpa y nosotros fuimos inocentes. sino pensar y comprender que los responsables fuimos nosotros por confiar en esa persona o por haber sido débiles y no haberla resistido.

Una vez descubierta nuestra debilidad, la tarea siguiente consiste en meditar sobre las cualidades compensadoras. Es bastante fácil hallar cualidades opuestas que compensen un déficit o un superávit, pero, a muchos les resultará difícil comprender cómo se puede compensar la falta de sabiduría o de discernimiento. Empero, si meditamos sobre la humildad, sobre la honestidad para con nosotros mismos y enfrentamos los hechos desagradables, hallaremos que la sabiduría y el discernimiento no deberán buscarse muy lejos de los problemas prácticos de la vida.

Nuestra próxima tarea consistirá en aceptar las condiciones en que nos hallamos como resultado de nuestro karma, sin resentirnos ni tenernos lástima, porque estas condiciones son imprescindibles para aprender las lecciones de desarrollo espiritual; de ahí que debamos aceptarlas como justas tratando de asimilar las enseñanzas que de ellas se desprenden a lo largo de la experiencia y nuestro desenvolvimiento espiritual. Éste es un paso muy importante y una vez dado, habremos anulado la conmiseración por nosotros y el resentimiento para con el destino; de manera que habremos roto los lazos kármicos que nos unen a nuestra condición actual, pues ya estaremos preparados para liquidar nuestro karma por medio de una consciente acción mental, como corresponde a un Adepto.

Pero ello no supone que escaparemos a nuestra condición a menos que, por medio de la comprensión, destruyamos los vínculos kármicos que nos unen a aquélla y aprendamos sus lecciones. Ésta es la razón por la cual no valen los talismanes, a menos que estén hechos por la persona que los va a usar y de ahí también por qué las operaciones del ceremonial mágico dirigidas a fines mundanos sólo producen reacciones caóticas y contrarias a las esperadas. Cuando el iniciado se vale de métodos mágicos, en primer lugar diagnostica el estado del caso kármico y actúa de acuerdo con ese conocimiento; pero el principiante en ocultismo, y especialmente el desdichado iluso que compra talismanes en las casas que se dedican a esta clase de negocios delictuosos, si no inmorales, y promociona su mercancía, sólo da un paliativo, pues pone en movimiento causas que permanecían quietas, causas que a menudo se hallan en las antípodas de sus efectos, y que algunas veces responden de manera insospechada cuando son manipuladas con torpeza.

No obstante, quien desee intentar resolver sus problemas reduciéndolos a términos de principios espirituales primordiales se encuentra sobre la ruta exacta y se pondrá en armonía con esas fuerzas que el ocultista llama "Los Señores del Karma", de modo que ellos cooperarán con él; y cuando esto suceda, los problemas se aclararán en una forma realmente sorprendente.

Cada una de las operaciones expuestas con precedencia, es ejecutable en un término de varias días, ya que se trata de prácticas que no pueden llevarse a cabo una tras otra, en una sola sesión; debe perseverarse en el ejercicio de cada una de ellas hasta que se sienta m cambio interior y una respuesta, y únicamente después –hay que subrayar este después– precede ejecutar la fase que sigue.

Una vez que se haya logrado nuestra paz con los señores del karma, estaremos en condiciones de volvernos de adentro hacia afuera, es decir contemplar nuestro medio ambiente y comprobar que existen ciertas premisas que, a menos que podamos alterarlas por la magia, deben aceptarse, puesto que lo que no es posible curar debe tornárselo soportable. También verificaremos que subsisten otras condiciones que, por el ejercicio del coraje, de la determinación y de la energía, son susceptibles de ser modificadas.

Veamos, primero, aquellas pautas o condiciones que deben ser aceptadas como inevitables, salvo que puedan modificarse por una alteración mágica; y aún cuando no consideremos por el momento nada desde el punto de vista mágico, adoptemos la firme resolución de alcanzar tal grado de autodisciplina y autocontrol mental hasta ser capaces de prevenir por complete cualquier reacción emocional contra esas pautas o condiciones, porque éste es el paso preliminar esencial para asumir el dominio mágico. Con este fin debemos elevarnos por sobre la irritabilidad por medio de la meditación, la compasión y la serenidad; asimismo, debemos ascender por encima del temor y la nerviosidad, controlando con rigidez nuestra imaginación, ya que el temor es por entero producto de ésta (no sentimos miedo de las cosas que estamos sufriendo en el presente inmediato) pues cuando recordamos lo mucho que hemos sufrido a causa de nuestro temor por hechos que nunca sucedieron, y cómo nuestro más agudo sufrimiento provino de acontecimientos que no anticipamos y por los cuales no hemos temido, veremos que, aunque el temor tiene su importancia como mecanismo de alarma. puede ir más allá de sus límites convenientes y convertirse en una dificultad intolerable, como cualquier otro hábito inadecuado; por esta razón el temor, como tal, debe ser vencido. Por ello debemos disciplinar nuestra imaginación a fin de que no se detenga ante las cosas que nos causan reacciones de temor; antes bien, debemos visualizar un cuadro feliz del término de nuestras aflicciones donde nos veamos anclando dichosos en el puerto de nuestros sanos deseos. Estos ensueños felices y luminosos desempeñan un papel mucho más importante de lo que se cree en la vida exitosa de hombres y mujeres que triunfaron.

Se puede decir con certeza que nadie que tenga el hábito de representarse cuadros imaginativos angustiosos o lúgubres podrá alcanzar una meta clara y amplia. Quien tiene la costumbre de dar rienda suelta a ensueños placenteros, despliega en torno de sí una atmósfera mental peculiar, que bien se la puede calificar de "fascinadora", y el ser sensitivo que tome contacto con este tipo peculiar de hombre experimentará la influencia de éste y lo verá no como es, sino como aquella persona que ha visualizado en sus ensoñaciones. He aquí por qué cierto tipo de financistas ganan tanto dinero en operaciones arriesgadas, profetas que reúnen discípulos y curanderos que logran conquistar la confianza de sus pacientes. Hay un hechizo efectivo en esos visionarios que se transmite a las personas con las cuales toman contacto; y como la fe de los que nos acompañan o rodean crea en nosotros una auto confianza de modo tan cierto como que su desconfianza nos desalienta, se establece entonces, un circuito de acción, que en lenguaje popular llamamos “círculo vicioso”; que se intensifica cuanto más se extiende. De ahí que resulte tan exacto aquello que dice “nada tiene tanto éxito como el éxito mismo”.

Lo que la psicología moderna llama el "lenguaje del gesto inconsciente" posee extraordinaria elocuencia y lo interpreta la mente subconsciente de los demás reaccionando de una manera que ni ellos ni nosotros comprendemos en lo más mínimo. Cuando nuestro gesto o actitud subconsciente nos induce a esperar un buen recibimiento, una aquiescencia incuestionable, nueve de cada diez personas responderán a ello dándonos lo que esperábamos subconscientemente. En cambio, cuando dudamos se nos ve desconfiados y sin duda nos estamos acarreando disgustos. Por otra parte, si nuestras ensoñaciones responden a nuestro éxito, nueve de cada diez personas armonizarán con nosotros, a menos que nuestra falta de tino nos haya hecho elegir un sendero equivocado.



3
EL RECUERDO DE ENCARNACIONES PASADAS


Tan pronto como la gente conoce algo sobre los principios de la reencarnación, desea (y es muy, natural por cierto) configurar sus propios anales kármicos del pasado en su mente actual. No debemos suponer que esta aspiración se inspire en mera curiosidad malsana o que sea tonta vanidad, si bien es cierto que puede contener en proporción variable ambos elementos.

Es muy útil tener idea de una vida anterior, mas para que el conocimiento rinda amplios beneficios acordes con su pleno valor, es menester que sea de primera mano. En otras palabras, la verdadera recordación de encarnaciones pasadas es una experiencia bien diferente de la lectura que podría hacernos un clarividente. por muy exacto que éste fuera. Sin embargo, no deja de ser útil verificar esto con un verdadero clarividente, pero el más ínfimo fragmento que podamos recordar por nuestra cuenta resulta de muchísimo mayor valor que la más prolija y completa descripción efectuada en el éter reflector por otra persona. El aguijón de la muerte desaparece desde el momento en que vislumbramos algún recuerdo auténtico de nuestro pasado, puesto que por nuestra propia experiencia comprobamos la inmortalidad del alma y su independencia de la existencia corporal. Bien vale la pena esperar con paciencia hasta que nuestras propias manos puedan descorrer el velo, en vez. de recurrir a la clarividencia ajena que anula nuestro descubrimiento. Para develar el pasado con certeza y tener la seguridad de no sufrir una ilusión es necesario comprender los principios básicos de la doctrina de la reencarnación.

El ocultista reconoce dos principios en el hombre: el Yo Superior y el yo inferior. El Yo Superior es un todo unificado que se forma en torno de la Chispa Divina, la cual constituye el núcleo de toda manifestación humana. El yo inferior no es un todo unificado sino una serie siempre cambiante de manifestaciones parciales del Yo Superior que se proyecta en el plano de la forma y se reviste con materia. Al Yo Superior se lo denomina Individualidad y al yo inferior Personalidad.

La palabra “Individualidad” significa "lo que no puede ser dividido", vale decir, es una unidad. Y la palabra "personalidad" deriva del latín "persona" o máscara. En la antigua Grecia, los actores de los dramas sagrados que participaban de los Misterios Dionisíacos, usaban máscaras que eran reproducciones convencionales de los personajes que representaban. Podemos imaginarlos en el curso del ciclo de dramas que formaban parte de las celebraciones de los Misterios colocándose una y otra máscara de acuerdo con el desarrollo de la obra. Esto es lo que nos hace pensar en el alma inmortal y su relación con los Misterios. La imaginación primero asume una personalidad, persona o máscara, luego otra, de acuerdo con el papel asignado en los sucesivos Misterios que forman el cambiante ciclo de experiencia espiritual del hombre.

Al final de cada reencarnación se desintegra el aspecto-forma de la persona y como polvo que era, retorna al polvo, y conforme a sus planos, porque la vida animada que los mantuvo en cohesión ha desaparecido.

En primer término el cuerpo físico, luego el etérico, después la forma astral y por último la mente concreta, al cumplir su ciclo vuelve al polvo, a los abismos de la materia primordial de donde fueron traídos a la sustancia viviente por el soplo de vida que los animó. Nada queda de ellos, salvo los trazos en el espacio producidos por las reacciones habituales de su naturaleza, trazos que suelen llamarse "sombras del éter reflector". No es fácil para nuestra experiencia mundana ingresar en una idea tan extraña, pero si imaginamos el Éter Reflector o Akasha, como una placa sensible en la que se imprime todo reflejo que llegue a ella, y de la cual es posible por medios apropiados –que describiremos oportunamente– escoger y revelar las impresiones a voluntad, nos aproximaremos a una comprensión somera del proceso.

La lectura de los anales akáshicos corresponde a los adivinos cuando describen el pasado del que los consulta, y es por cierto muy diferente de lo que hacemos por nuestra cuenta cuando recordamos nuestras encarnaciones y cumplimos un proceso que para nosotros es de inestimable valor. Es muy posible que sean esos reflejos akáshicos los que dramatiza la mente subconsciente del médium y no un verdadero retorno de la muerte “in propia persona”, cuando tienen lugar esas comunicaciones con el que “ya partió”.

Éste es el punto débil del espiritismo que explica la trivial y fragmentaria naturaleza de mucho de lo que comunican los llamados "espíritus de los difuntos". Empero, cuando rememoramos la actividad de nuestros recuerdos, tiene lugar un proceso diferente que se comprenderá mejor si conducimos nuestra investigación un paso más allá del conocimiento de los procesos de la muerte. Esta absorción –retirados ya los principios superiores– es la que de hecho causa la disolución de los cuerpos sutiles, después que su vehículo físico, su instrumento esencial de manifestación y medio de experiencia se inutilizó, ya sea por la edad, accidente o enfermedad.

Por lo expuesto se advierte que la etapa formal de cada encarnación se disuelve y concluye después de cada vida, pero su esencia primordial, el fruto maduro de la experiencia lo absorbe el Yo Superior que lo acrece y hace evolucionar. Bien podría decirse que el alma toma su alimento en la tierra, y luego. en la serenidad del cielo, junto a sus tranquilas aguas, lo asimila. Por consiguiente, lo único que persiste, encarnación tras encarnación, es el principio espiritual, la esencia ética, extractada de la suma total de experiencias de cada vida terrena; la vida en sí misma y sus recuerdos es descartada, después de haber sido como succionada por el alma: que requiere sólo de ella para nutrirse su esencia espiritual.

Estudiemos ahora la manera de evocar la memoria. Podremos aprender mucho sobre este particular si observamos lo que sucede cuando intentamos recitar un poema que no se fijó del todo en nuestra memoria, Sabemos qué difícil es comenzar, a no ser que alguien nos diga la primera línea, y una vez que la tenemos todo el poema se desgrana espontáneamente dictado por nuestra memoria subconsciente, hasta que el lazo de asociación se rompe y una vez más necesitamos de la ayuda indispensable del apuntador para poder continuar.

Como hemos explicado con anterioridad, en el Akasha o Éter Reflector se hallan los anales de todo lo sucedido en la esfera terrestre, Si como en el teatro, disponemos de un "apuntador", cualquier memoria particular puede obtenerse del aspecto de subconsciencia que corresponde al Akasha. Se sobreentiende que tenemos un eslabón natural para cada acontecimiento ocurrido en una encarnación anterior; sin embargo, no podemos localizarlo en el plano de la forma, esto es, en la mente concreta, para pensarlo concretamente, porque en los
planos de la forma no existe un concatenamiento directo entre una encarnación y otra; pero en cambio podemos hacerlo por vía del Yo Superior, si logramos la capacidad de pensar de manera altamente sutil aunque sea por un brevísimo instante. Para lograr esto debemos considerar nuestra vida presente como un todo y ver si podemos discernir en ella algún problema persistente; si así ocurre quizá se deba a causas kármicas y por consiguiente buscaremos sus raíces en una vida anterior; usaremos el problema como hilo conductor que nos permita atravesar el golfo fijado en la continuidad de conciencia por cada experiencia de muerte que hayamos pasado.

De tal modo, siguiendo este hilo conductor llegaremos hasta el nivel del Yo Superior si meditamos sobre la esencia abstracta de las experiencias que hemos reconocido como kármicas, esto es, que vienen de vidas pasadas. Nuestra próxima meta consiste en seguir nuestro hilo conductor hasta los planos de la forma, en un ángulo divergente de la conciencia normal.

Se logrará mejor la traslación de conciencia de un plano a otro, aprovechando los recursos puestos a nuestra disposición por la simple y universal experiencia del sueño, cuando la conciencia concreta normal se halla inactiva, los cinco sentidos físicos clausurados y la subconciencia, con todo su contenido, se encuentra des-
guarnecida por unas horas.

Después que se apague la luz, sumerjámonos profundamente en la meditación sobre la esencia espiritual que se insinúa como existente en la raíz de esas experiencias kármicas seleccionadas por nosotros para su examen, pero cuidémonos de no detenernos en tales experiencias; asimismo, eliminemos todo juicio moral que pueda plantearse a nuestra mente cotidiana a raíz de lo que hemos experimentado: así como también debemos evitar plantearnos ninguna resolución por buena que ésta sea. Debemos reflexionar sobre esas experiencias como simple alimento del alma y sólo como una lección propuesta a nuestra vida.

Continuemos así entre sueño y vigilia, sin hacer ningún movimiento voluntario por mantenernos despiertos, hasta que comiencen a surgir a la imaginación fragmentos y destellos de imágenes. Los sabios ortodoxos llaman a estas imágenes “hipnogógicas” con muy poca idea de su significación, así como del uso que pueda hacerse de ellas. No debemos forzar jamás la evocación de estas imágenes ni tampoco hacer ningún esfuerzo consciente para configurarlas, pues, para que sean útiles deben surgir espontáneamente. Recordemos que la habilidad en el uso de este método consiste en asir las impresiones que nos resultan asequibles mientras la mente pasa de un estado de conciencia a otro estado y los dos niveles por un momento se interabsorben. Así es como, en lenguaje astrológico, nos hallamos en la "cúspide" de la conciencia y la subconciencia.

No olvidemos que las únicas impresiones de valor son las espontáneas, porque sólo éstas brotan del subconsciente; las voluntarias y dirigidas obedecen a la mente consciente, son impresiones que no tienen interés particular para nosotros porque podemos evocarlas según nuestra voluntad. Por consiguiente, tengamos paciencia y recordemos que en la recuperación de estas impresiones, existe algo así como un ardid que debe ponerse en práctica cuando acontece que las dos puertas opuestas de la cámara que constituye la mente se abren con simultaneidad.

El ardid consiste en deslizarse con suavidad y sin esfuerzo de un estado de conciencia a otro estado, con los ojos de la mente abiertos, ardid que debe aprenderse como el arte de conservar el equilibrio en una bicicleta; por ello es que debemos contentarnos con intentos reiterados aun cuando sus resultados sean fragmentarios antes de dar con algo que valga la pena, aunque en ciertos cases se obtienen resultados inmediatos debido a que los recuerdos se encuentran cerca de la superficie; mas es raro que esto ocurra. Cuando se obtiene el recuerdo de una reencarnación definida, por lo general se la reconoce a causa de la emoción que despierta. Otras veces es posible que veamos sólo fantasmagorías flotando ante los ojos de nuestra mente entre sueño y vigilia, pero no tendrá otro significado especial para nosotros que el de un cuadro bello y atractivo.

Mas cuando aflora un fragmento auténtico de nuestras propias memorias, traerá consigo todo un séquito de asociaciones emocionales, aun en el caso de que lo entrevisto no sea más que la sombra fugaz del muro de una casa que otrora fue nuestra morada física; será el efluvio de la emoción que provoca el hecho lo que nos dará la evidencia de hallarnos en el justo camino.

En el momento que así ocurra, nos levantaremos y nos concentraremos sobre este fragmento, de modo que no se sumerja otra vez en la subconciencia. Es aconsejable tener a mano lápiz y papel para bosquejar lo que hemos visto. Es probable que para actuar así sacrifiquemos una noche de sueño, porque estas recordaciones, cuando reaparecen, son algo muy emocionante; no es que sean necesariamente penosas, sino que la fascinación que causan aleja el sueño durante algunas horas. Además de los elementos para anotar la experiencia será menester que dispongamos de una comida liviana, por ejemplo, bizcochos y leche, de modo que puedan cerrarse de nuevo los portales cuando se haya vislumbrado la apertura; y si aconsejamos esto, es porque no hay fórmula más efectiva para cerrar las puertas de la conciencia que una comida, sobre todo si es caliente.

Al día siguiente intentaremos determinar a qué período de la historia y a qué país pertenece el fragmento que hemos captado y luego nos empaparemos de la literatura de esa época y lugar. A veces las novelas históricas son muy útiles para este fin porque ayudan con eficacia a incursionar en el pasado como una experiencia humana viviente y no son como un polvoriento archivo de museo. Asimismo, procuraremos conseguir ilustraciones de la época y del lugar.

Además, si por verdadera suerte resulta que nos reunimos con alguna reliquia auténtica perteneciente a ese pasado, habremos logrado un eslabón magnético que simplificará muchísimo nuestra experiencia, ya que merced a su magnetismo, será mucho más vívido lo que se logre en materia de recordaciones. La imaginación construirá un cuadro en progresión de ese tiempo y lugar y si somos prudentes, nos limitaremos a dilucidar una sola encarnación a la vez: de otro modo, no sólo nos confundiríamos sino que caeríamos en un pésimo hábito psíquico al permitir que las imágenes de dos o más encarnaciones se confundan o superpongan como dos exposiciones de una única placa fotográfica.

Cuando la mente consciente se ha provisto del material necesario veremos que los fragmentos recordados comienzan a valerse de esos símbolos y cuadros para animarse y cobrar vida en nosotros. En otras palabras, la mente consciente los usará para dar forma a las impresiones intangibles que se elevan en la periferia de la subconciencia convocadas por nuestro interés y deseo. Siempre reconoceremos toda memoria genuina por la emoción que suscita.

Cuando un cierto número de fragmentos recordados comienza a configurar algo coherente, no hallaremos demasiada dificultad en aplicar el método que hemos usado, para otra encarnación; si bien será siempre más fácil obtener los recuerdos de encarnaciones en que el cuerpo fue del mismo sexo que el actual, no será así cuando hubiera ocurrido lo contrario. Sin embargo una vez que hayamos conseguido aplicar con habilidad el método, será una experiencia de real valor forzar la mente para evocar recuerdos de vidas en un cuerpo del sexo opuesto al que hoy poseemos, pues esto da una gran apertura de conciencia y comprensión, y constituirá una experiencia imposible de olvidar.



4
DISOLUCIÓN DEL KARMA


La palabra karma proviene de la tradición oriental, pero se ha difundido tanto que ha sido incorporada a muchos idiomas. El término que se usa en la tradición occidental para describir la misma influencia es destino; empero, por ser más familiar la palabra oriental, la usaremos con preferencia en esta obra.

El karma o destino es la influencia de vidas pasadas tal como afectan nuestra vida presente y se manifiesta de dos maneras: en el medio ambiente y en el carácter.

El karma o destino es la influencia de vidas pasadas las cuales hemos nacido y las disposiciones congénitas de nuestro cuerpo, Porque tanto es éste el medio ambiente del alma como el cuerpo es su hogar. Temperamento no es lo mismo que carácter, porque el primero está determinado por la influencia del Rayo que prevaleció en la atmósfera cósmica cuando la Chispa Divina se separó de la informe masa de oleada de vida. El temperamento fundamental es constante a través de la evolución total de la Chispa Divina, pero el carácter cambia en cada encarnación, y hasta en el curso de una sola, según actúe la experiencia sobre la personalidad.

El carácter puede ser definido como temperamento modificado por la experiencia. Por tanto llegamos a una encarnación con un tipo particular de temperamento básico, el cual no puede alterarse. sino sólo desarrollarse y armonizarse. En otras palabras, podemos ser un espécimen pobre o rico de nuestro tipo. El carácter fundamental de la personalidad en cada encarnación, es el resultado de la tendencia que el temperamento básico ha adquirido en el curso de sus experiencias en vidas previas.

La mayor parte del karma se disuelve por el carácter y no por hechos drásticos que se desprenden del cielo especialmente para nosotros. Si nos detenemos en la vida de otras personas podremos verlo con claridad, pero no así cuando se trata de la nuestra, porque la cercanía nos impide ver con equidistancia e imparcialidad.

Si tenemos en cuenta la influencia del medio ambiente en que hemos nacido y nuestra salud congénita, el carácter ejerce predominante influencia selectiva en determinar el curso de nuestras vidas. Reaccionamos a las diferentes condiciones según el carácter que poseemos; elegimos cuando se nos presenta la oportunidad, dominamos o nos sometemos, dirigimos o nos dirigen. Para la disyuntiva de un par de alternativas existe un largo séquito de consecuencias. Sin embargo, se verá que el curse de nuestra vida de continuo sigue en la misma dirección acorde con nuestro temperamento y carácter.

Permítasenos ilustrar lo dicho con un ejemplo. Una persona puede ser del tipo dinámico, dirigente, poderoso; es su temperamento básico determinada por la influencia del Rayo que prevaleció cuando su alma se puso en marcha en su jornada evolutiva. Sin embargo, en esta encarnación hay un atisbo de pereza en ella; como consecuencia de esa falla, dejará perder unas tras otras las oportunidades que se le presenten cuando pasan por su lado ya sea porque no está inclinada a esforzarse, o porque no se ha preparado para sacar provecho de una situación. La vida de esta persona será una trágica concatenación de fracasos: capacidades que nunca tendrá oportunidad de poner de manifiesto, falta de adecuación y de discernimiento. Bien podría decirse que sus desgracias se deben a causas puramente kármicas y sin duda que así lo manifestará su horóscopo; entonces nos preguntaremos si las circunstancias son las que han desarrollado su karma o si fue su carácter el que actuó en él. El examen siguiente nos mostrará lo que en verdad es. Si cambia su carácter, se modificará su karma; si se vuelve diligente en vez de perezoso, no desperdiciará la próxima oportunidad que se le presente y de esa manera su suerte habrá cambiado.

La extensión en que el carácter interviene en el karma no se aprecia en su debida magnitud porque lo hace con gran sutileza; es como los pequeños insectos que corrompen la fruta. A los defectos del carácter debemos considerarlos como insectos: el discernimiento desempeña casi la parte más importante en la determinación del curso del destino, porque es muy posible que un hombre con un carácter defectuosísimo tenga un excelente discernimiento que le permitirá triunfar en diferentes aspectos de su vida. Por consiguiente, lo que en realidad es básico en todo defecto del carácter, es la falta de discernimiento.

Hay fallas de discernimiento debidas a la impulsividad, ya que no nos tomamos la molestia de averiguar los hechos para reflexionar acerca de ellos; otras fallas se deben al disgusto que nos causa afrontar hechos desagradables por lo cual no los computamos; la vanidad puede conducirnos a sobreestimar nuestras propias capacidades y subestimar las fuerzas que se erigen en nuestra contra; la falta de simpatía o de imaginación puede cegarnos hasta el punto de no comprender la clase de reacción que despertamos en los demás por las cosas que hacemos y la manera cómo las hacemos; la pereza nos conduce al descuido y nos hace correr el riesgo de perder nuestros empleos; el descuido y la falta de atención del detalle, la crueldad y la inescrupulosidad pueden despertar toda clase de resentimientos en contra de nosotros hasta el extremo que habrá quien desvíe su camino para tratar de hacernos algún mal. Todas estas cosas actúan como causas puestas por nosotros en movimiento, pero cuyos resultados aparecen como si se debieran a nuestro medio ambiente y que no obstante obedecen a la manera en que éste reacciona, lo cual no tomamos en cuenta cuando culpamos a otros de casi todas las circunstancias enojosas que nos acosan. Por ejemplo, una mujer se queja, y con razón, de su mal marido; pero no advierte que debió existir algo indigno en ella para que se haya sentido atraída por ese hombre. Si hay gente que prefiere la imitación del oro en vez del modesto cobre, no debe sentirse sorprendida si los demás rompen su falsa moneda y le arrojan los trozos a la cara.

Aceptemos como un hecho básico que el 90% del karma es consecuencia de la reacción de nuestro medio ambiente. Cuando nos proponemos disolver nuestro karma, trabajamos con exclusividad sobre nuestro carácter. Si así lo hacemos, también nuestro karma cambiará, en consecuencia, ya que la predisposición selectiva altera su trayectoria y el medio reacciona de manera diferente. La predisposición de un carácter determinado está condicionada a lo que se dejó en suspenso después que las distintas influencias de la vida pasada cancelaron las anteriores en el purgatorio. Nuestras buenas intenciones pesarán, como es natural, en la balanza, en contra de nuestros propósitos quebrantados; la indulgencia para con nosotros mismos hará desmerecer nuestras capacidades reales. Por fin, la lucha contra nuestras debilidades inclinará el platillo de la balanza contra la influencia de las mismas y determinará que éstas tengan menos poder sobre nosotros cuando volvamos a reencarnarnos. La depuración que haya tenido lugar en este proceso del purgatorio determinará nuestra disposición para la próxima vida.

El designio de la evolución es desarrollar especímenes perfectos de cada tipo; por ello no se nos pide que cambiemos nuestro tipo sino que lo armonicemos. Un hombre puede ser administrador, artista o sacerdote perfecto, pero sería insensato esperar del artista capacidades administrativas, o del administrador comercial dotes sacerdotales, pues los resultados serán desastrosos: cada cual debe quedar en el lugar que corresponde a su tipo y mientras más lo perfeccione, mejor será.

Todo cuanto en realidad es bueno en nosotros se debe al temperamento básico como expresión de armónico equilibrio y cuanto es malo constituye una desarmonía, una falla del carácter nuestro karma nos es dado a través de nuestro temperamento, el cual armoniza con el tipo de fuerza cósmica que le es propio; en cambio nuestro mal karma nos viene a través de una maraña de energías que entablan conflictos cuando no armonizamos con las fuerzas cósmicas. Por ello, no se puede permitir que otra persona determine por nosotros respecto de nuestros ideales, porque está expuesta a cometer un grave error. Debemos buscar el sendero hacia la Virtud por medio de la Sabiduría. No existe ninguna cualidad que sea una virtud en sí misma; si así lo creyéramos seria como sostener que puesto que una cucharadita de determinado medicamento nos mejora, una copa nos curaría por completo, y esto es un absurdo.

La paciencia y la mansedumbre robustecen los vicios del pusilánime; el coraje y la energía hacen más peligrosos los del bravucón. Hasta el propio amor puede extralimitarse y degenerar en exceso de indulgencia emocional y necedad.

Ante un panorama semejante: ¿que podemos hacer para agotar o disolver nuestro karma desde el punto e vista práctico e inmediato? Si nuestro mal karma responde a un defecto parcial del carácter se deduce que al corregir esta falla parcial corregiremos simultáneamente el karma. Un defecto puede corregirse. primero, por una neutralización constante, mientras por medio de la meditación generamos las cualidades opuestas de las cuales carecemos; y segundo, por iguales medios podemos alterar nuestra actitud frente a la vida y lograr así armonía con las fuerzas de nuestro Rayo en vez de oponernos a ellas, aposición que conduce a la atracción absorbente del remolino de fuerzas contendientes.
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Ya hemos visto de qué modo el karma configura el carácter; y éste, al delinear la manera en que actuamos en nuestro medio influye profundamente sobre la respuesta que el ambiente nos brindará. En otros términos, nuestra buena o mala suerte depende, en gran medida, de la reacción que nuestro medio opone a nuestra conducta.

Sin embargo existe otro factor en el karma digno de tenerse en cuenta y que mucha gente confunde con la totalidad del karma, a pesar de que hayamos intentado demostrar lo contrario. Este elemento, sirviéndonos de una expresión amplia, puede llamarse predestinación en el buen sentido de la palabra. Nuestro camino en la vida es un sendero que conduce a través de un desierto, montaña o pradera, según sea el caso, y el ánimo con que lo transitemos determinará nuestra felicidad o nuestra desdicha y hasta nuestra salud –puesto que tanto podemos andar por la montaña con el espíritu de un montañés, como con el de una mula agobiada por su carga– mas no tenemos derecho a elegir el camino por el que debemos marchar y debemos aceptarlo tal como es y hacer lo mejor o lo peor de acuerdo con nuestra naturaleza.

Ya sabemos que es posible cambiar nuestra actitud con respecto a la vida y con ello modificar nuestro karma; pero cabe la pregunta: ¿Cómo puede hacerse soportable un karma duro, si por ser predestinado no admite modificación? Con esta pregunta casi tocamos la raíz del problema, es decir, la única manera de acercarse a la disolución o liquidación del karma. Quizás parezca cruel, pero debemos afrontar el hecho de que el karma debe ser aceptado y no eludido.
He aquí la clave de todo el problema. El karma no debe aceptarse como inevitable, sino como un saber de la escuela de la vida; cuando respondemos con esta actitud vital frente a él comienza su liquidación. Sin embargo, esto no viene a significar que desaparezcan por entero los conflictos, ni tampoco que dejemos de estar sometidos a nuevas pruebas, pues no se evita el karma liquidándolo; se llega hasta el final del sendero sólo marchando por él. Aplicar ese criterio sería como pretender que por hacer bien una suma, está de más conocer en profundidad la aritmética.

Cuando un iniciado empieza a liquidar su karma, deliberadamente lo invoca y acelera. El resultado inmediato es doble: por una parte, una crisis en todos los asuntos de su vida, y por otra, un repentino aumento de su poder para superarla. Después que ha pasado ese período crítico no se presenta mas karma para liquidar y puede decirse en verdad que todas las cosas funcionan bien para quien ama a Dios, porque su buen karma comienza a obrar sin impedimentos, ya que está en posesión de los poderes ganados en ese período en que ha vencido toda resistencia. Sólo entonces experimenta cómo el sendero se ensancha ante sí, en donde se encuentra con aquellos que han hecho voto de dedicación absoluta. Cuando nos encontramos con nuestro karma predestinado, debemos hacer de la necesidad una virtud y aceptarla con júbilo, a la vez que intentamos descubrir qué lecciones encierra, qué características entraña para que las desarrollemos. De este modo participamos con inteligencia y destreza en la disciplina que impone la vida, aprendiendo esas lecciones y desarrollando tales características.

Debemos alzar nuestra mirada por sobre el mar de inquietudes y contemplar el ideal del carácter perfecto. Imaginémonos tal como seremos cuando estemos perfeccionados por vidas y vidas de dedicación constante; veámonos fuertes, sabios, armónicos, en perfecto equilibrio en medio de los altibajos de la vida, así como el jinete diestro domina su caballo brioso, aflojando o tirando de las riendas de su cabalgadura. Con este ideal impreso en la mente, consideremos de manera impersonal las dificultades que nos rodean, y observemos cómo la sabiduría perfecta, la fuerza y el amor nos capacitan para elevarnos sobre ellas y solucionarlas; y luego veamos cómo esas dificultades desarrollan en nosotros esas cualidades necesarias para nuestro perfeccionamiento.

Si considerásemos la vida como una escuela e intentásemos comprender sus lecciones. ¡qué distinta nos parecería en relación con la que identificamos como angustia constante y cuán diferente sería la manera de encararla!

El que sea capaz de sobreponerse a su actitud egocéntrica puede hacer lo que el iniciado, e invocar a los señores del karma. Empero, antes de aventurarse a ello ha de haber alcanzado un desarrollo de espíritu tal, que prefiera lo mejo a lo placentero, el ideal del carácter perfecto en oposición a lo agradable que, a la postre, es causa de dolor. Cuando en verdad su corazón se entrega a ese ideal, el Ángel Oscuro –que de acuerdo a la tradición cabalística está detrás de nuestro hombro izquierdo– se convierte en su Iniciador y le muestra el sendero. En el lenguaje de los misterios, la iniciación por el Ángel Oscuro sigue a la invocación hecha a los señores del karma, y es la manera más segura y rápida de hallar la senda. Aquellos que han pasado por esta iniciación entran en el sendero del libre karma.

De acuerdo con la tradición de los misterios, el iniciador siempre se hace presente cuando es llamado y nos pide la "palabra de acceso" y si la pronunciamos correctamente somos admitidos en el Templo de los Misterios. Mas, hora es que comprendamos que la vida misma es el gran iniciador y que las ceremonias físicas solo ratifican las experiencias espirituales.

Cuando sentimos un anhelo incontenible de hollar el sendero de la perfección, invariablemente la vida nos somete a una prueba. Todos los que han transitado el sendero nos dicen que, en el instante de formular nuestro deseo, se presenta a nuestra vida una experiencia probatoria. Si hemos adquirido la capacidad de aplicar principios espirituales para la solución de esta experiencia, la prueba será victoriosa y habremos traspuesto el umbral interior del velo; de ahí en adelante toda la vida se nos presentará en términos de principios espirituales, y no como sensaciones físicas.

No hay misterio alguno respecto de la palabra de acceso que debemos dar al Ángel de Aflicción que viene hacia nosotros en nombre del Señor, pues todo Gran Maestro espiritual que vino al mundo nos ha hecho saber en qué consiste esa palabra de acceso; no es otra que la que pronunció nuestro Señor en la suprema prueba del jardín de Getsemaní: "Hágase tu voluntad y no la mía". Cuando hayamos llegado al punto en que podamos decir lo mismo en respuesta al Oscuro Mensajero de Aflicción, que nos enviarán los señores del karma al ser invocados, escucharemos las palabras esperadas: "Buen y fiel servidor, entra ahora en la Gloria de Nuestro Señor".

La aceptación sin reservas de nuestro destino como si fuera la lección particular que necesitamos para nuestro desarrollo espiritual, es la llave que abre el portal de nuestro cautiverio kármico. Cuando hemos aceptado el karma, se ha hecho más de la mitad del camino. Nuestro ideal debe tender al logro de la serenidad y aun de la felicidad en cualquier circunstancia que los señores del karma nos impongan. Cuando ellos vean lo que hemos alcanzado, dirán: "Esta lección ya ha sido aprendida y no ha menester que se repita". Mientras una experiencia nos perturbe, estará claro que no la hemos dominado, y deberá repetirse vida tras vida, hasta que hayamos aprendido perfectamente la lección que contiene.

El designio del karma no es destruirnos, sino formarnos. No temamos nunca que sobre nosotros se acumule karma y más karma hasta sucumbir bajo su peso. El karma jamás nos destruye y si perecemos es por nuestra única y exclusiva culpa. Quien haya visto encabritarse a los caballos cuando se los intenta domar, deducirá, por asociación de ideas, algo respecto del punto de vista de los señores del karma. Del mismo modo que el caballo nos parece indócil y mañero, así nosotros aparecemos ante ellos.

La mayoría de los seres humanos son bien intencionados. El designio de los señores del karma no consiste tanto en extirpar la actividad del mal, como dar a entender a sus discípulos lo que de ellos se requiere, pues nuestro grado de evolución tan inferior con respecto a ellos es similar al de los animales comparado con el del hombre. Consideremos los golpes que nos da el destino como mordiscos y ladridos del perro ovejero, y los esfuerzos del pastor para inducirnos a ingresar en las verdes praderas que nos esperan, y dejemos de considerar los dolores de la vida como impedimentos ciegos de un destino despiadado que contradice nuestros legítimos deseos.

Cuando pronunciamos las poderosísimas palabras "Hágase tu voluntad y no la mía", automáticamente entramos en armonía con las fuerzas cósmicas y esa voluntad nueva en nosotros no se frustrará sino que con rapidez será llevada a su meta por las ondas del universo espiritual. Esta voluntad, empero, es la perfección espiritual y por cierto no gratificará nuestra vanidad y codicia, como no amparará tampoco nuestra cobardía o pereza. El sendero por el cual nos guía será duro y difícil . la azotarán fuertes vientos; mas luego brillará el sol y no nos faltará dónde cobijarnos cuando la noche llegue.-



5
LA ADIVINACIÓN:
SUS USOS Y LIMITACIONES


La adivinación es en verdad un diagnóstico espiritual por medio del cual intentamos descubrir cuáles son las influencias sutiles que gravitan en nuestra actividad. Si se la efectúa en forma correcta puede ser de gran ayuda, pero muy dañina si se la practica de manera deficiente por el efecto depresivo que puede provocar la sugestión y las imágenes imprecisas e incontroladas que puede despertar.

Un adivinatorio concreto debe mirarse como si fuera una veleta que señala la dirección en que soplan los vientos de las fuerzas invisibles; mas ha de recordarse que la veleta no es un medio para determinar el curso que ha de tomar el barco, sino sólo hacia dónde conviene enfilar las velas.

Hay dos tipos de adivinación: una, puramente psíquica que confía en la visión de los espíritus y que emplea, en general, la bola de cristal: la que usa símbolos determinados, tales como las barajas, o las figuras de la geomancia y lee el significado de acuerdo con un código predeterminado reduciendo así el factor personal, aunque sin eliminarlo del todo.

Todo el que tenga alguna experiencia videncial, sabe que es raro el intento de obtener alguna luz por medios psíquicos, pues el influjo del estado emocional vicia el resultado en grado tal, que puede inducir a engaños.

Por otra parte es bien sabido que ningún vidente puede actuar para sí en ningún problema en que esté íntimamente involucrado. Esto es verdad aún cuando se recurra a otro vidente psíquico, pues la fuerte emoción en la mente del que inquiere puede influir subconscientemente al actuante, de modo que los resultados pueden llevar la coloración de los deseos de aquél o si éste resiste inconscientemente, puede inclinarse hacia el otro extremo.

En circunstancias semejantes lo más atinado es emplear uno de los métodos de adivinación en el que los símbolos se mezclan y aparecen por azar. Uno de estos métodos –y en verdad el mejor– es el Tarot, porque es el más sutil y comprensivo y con el cual los poseedores de visión obtienen una buena perspectiva de los factores espirituales del caso que se investiga. Para usar como corresponde el Tarot se requiere un buen grado de preparación que no consiste en un somero conocimiento del significado de las cartas, sino que implica ponerse en contacto con las fuerzas que están implícitas en ellas. Sin embargo, su utilización empírica no está contraindicada para cualquier persona sincera, aunque es dudoso que pueda ser eficiente para un tercero.

Para comenzar, habrá que adquirir un juego nuevo de Tarot, porque los usados están demasiado impregnados del magnetismo de otras personas y ello resulta contraproducente; además, hay que llevarlo consigo en forma permanente, hasta donde sea posible, dormir con las cartas debajo de la almohada, barajarlas y tenerlas largo tiempo entre las manos en tanto que se observa y aprecia el significado de las figuras de acuerdo con el libro de instrucciones, a fin de que se asimile el significado de cada una de las cartas. No tiene mayor importancia el tipo de naipes que se use; lo mismo da el juego arcaico o el hermoso que pintó A. E. Waite; no son los detalles lo que interesa en las cartas sino que su contenido sirva de inducción recordatoria de las ideas ocultas en las figuras. Tan pronto como se percibe algún tipo especial de significado en la imagen del naipe, ya se ha establecido un enlace con él y cuando aparece en una adivinación vendrá a significar algo preciso.

Una vez logrado el contacto con el mazo de cartas elegido, el paso que sigue consiste en proyectar una adivinación según el sistema que se practique y resolverla de acuerdo con las instrucciones del libro; anotar los resultados y la posición en que caen las cartas. Se repite el proceso dos veces más, en las que también habrá que consignar con cuidado las posiciones de las figuras, y por supuesto, barajar bien en cada oportunidad. Si algunas cartas se repiten, y en especial, si la posición es semejante, o si las del mismo tipo predominan en los tres pasos, se deducirá que el sistema funciona de modo satisfactorio y se podrá adivinar tomando por base las cartas que se repitieron; pero si en los tres casos no se observa parecido alguno o si el equilibrio de los cuatro palos no es constante, por lo menos en dos de los tres casos, y si ninguno de los triunfos mayores sale más de una vez, habrá que interpretar que el Tarot no es operante para el que consulta, por lo que habrá de abandonarse la adivinación.

El mismo principio se aplica cuando se quiere tirar las cartas con el juego de figuras españolas o francesas, aunque este método es mucho menos sensitivo y elocuente que el que se practica con el Tarot. La adivinación es un arte que no se adquiere con el estudio de textos, sino que se forma paso a paso a través de un sistema de asociaciones que tiene lugar en la mente del operador. Además, mucho depende de la capacidad de inspiración de éste que puede lograr en casos especiales que las cartas se repitan sin cesar, armónicamente y que consigue leer con perspectiva extraordinaria sucesos concatenados; en cambio, otras veces es menester casi deletrear el significado de cada carta. De todas maneras no se aconseja forzar la adivinación; si la investigación no surge con espontaneidad de la mente, seguro que es porque carece de significado.

De todos modos, con estas instrucciones se obtendrán mejores resultados que si se consulta a dudosos profesionales. La única persona en condiciones de hacer algo al respecto es un Iniciado especialista en Tarot y que por supuesto, no exigirá ni aceptará jamás un solo centavo por su trabajo; por ello, únicamente en circunstancias muy especiales se conseguirá que un Iniciado lea a otra persona lo que dicen las cartas.

Deberá estarse en guardia cada vez que se cruce una visión o se escuche una voz cuando se esté concentrado o meditando, porque aun en el caso de que esas voces encierren la verdad, es evidente que la mente corre el riesgo de apartarse o disociarse por el esfuerzo. Todo ocultista con experiencia interrumpe las facultades supranormales cuando las condiciones son adversas, pues sabe que un susurro nunca se escucha cuando ruge un huracán, sino sólo en el silencio. Los contactos con lo superior no se manifiestan por medio de voces; inspiran un sentimiento de poder, de protección y de paz. Nunca se repetirá lo suficiente que cuando lo Invisible se hace visible para el ojo físico o audible, algo marcha mal en el proceso, porque los planos se impregnan recíprocamente, y a menos que esta impregnación se detenga, será inevitable un desequilibrio en la mente del operador.

Es necesario suma cautela para ver y oír en lo interno sin dejar de tener en cuenta que las impresiones son subjetivas. En el uso de cualquier poder psíquico la mayor prudencia radica en comprender el carácter psicológico del mismo y en tener presente de continuo que lo que se percibe no es la cosa en sí, sino algo que semeja a un boceto soñado y dramatizado por nuestra mente subconsciente.

Mientras más avancemos en nuestro desarrollo espiritual, habrá menos diferencia entre el funcionamiento de nuestra conciencia superior y nuestra mentalidad normal. La clarividencia es un estado de mente normal iluminada en el cual el discernimiento se eleva a un alto nivel; y por el contrario, mientras más primaria y poco evolucionada sea la mente de un individuo, el fenómeno será más espantoso y anormal.

Con referencia al problema del horóscopo, su estudio y los resultados que se obtienen, en realidad, son sorprendentes. El horóscopo puede ser una gran ayuda como también una influencia sumamente perniciosa, plagada de sugestiones malignas, todo dependerá de la sabiduría y cualidades espirituales del astrólogo. Un verdadero astrólogo puede prodigar tanta ayuda espiritual, como un sacerdote con vocación. Sin embargo, tengamos presente que el astrólogo profesional que se anuncia en periódicos y revistas, realiza gran cantidad de trabajo mercenario, por lo que le resultará casi imposible conservar su integridad espiritual. Además ningún astrólogo publicitado, aunque tenga gran práctica, puede hacer en persona todos los horóscopos que le solicitan, viéndose así obligado a derivar el trabajo a otros. Mucho más prudente será recurrir a algún amigo estudiante de astrología, que acudir a un profesional que se pasa la vida “fabricando” horóscopos.

Por violar todas las normas básicas de la Ciencia Espiritual, el ocultismo profesional es un negocio sórdido e indigno que no bendice al que lo hace ni al que a él recurre. Nunca hemos comprobado otra cosa que daños en quienes se dieron a peregrinar de un adivino a otro; tampoco conocemos a nadie que haga de la adivinación un medio de vida y conserve incólumes sus poderes espirituales.–


6
USO Y ABUSO DEL PODER MENTAL


No es fácil hallar un cartabón por el cual juzgar los límites del uso justificable del poder oculto. Hay una frontera entre el uso y el abuso, un hilo demarcatorio entre lo honesto y lo deshonesto, en el que el sentido común y la honestidad se constituyen en piedra de toque; pero si es posible establecer ciertas reglas para llegar a un juicio equilibrado en casos individuales. Por lo menos podemos tener la esperanza de hallar un camino intermedio entre los extremos que conocemos por los anuncios periodísticos de ciertas organizaciones transatlánticas por una parte, y por la otra, la doctrina de un iniciado que sabe que no debe nunca hacer uso del poder oculto con fines de lucro o éxito personal.

Los más promocionados de esos cursos –“¡Obtenga usted lo que quiera!”– son de naturaleza tal que, aun los anuncios en publicaciones, se ven en figurillas para justificarlos y uno se maravilla de que haya tanta gente incauta que pague por ellos. Asimismo, es asombroso que esos llamados "adeptos" puedan reunir personas que les crean, cuanto que evidencian su incapacidad para poder hacer uso de poderes en su propio auxilio, por cuestiones de "austeridad" y de "principios". La lógica irrebatible de: “Médico, cúrate a ti mismo”, sería una prueba insalvable para semejantes “pastores” y “maestros” espirituales.

La suposición de que tanto más espiritual es una persona cuanto más anda por la pobreza, deriva del Oriente, como buena parte de nuestra ética religiosa; y aduciendo causas como el temperamento, las condiciones físicas y el clima en la India y Palestina –fuente y madre de nuestra inspiración espiritual– difieren por completo de las nuestras; no se concede más que un valor secundario a algunos de los preceptos aceptados por el consenso general, pues se los considera impracticables para el hombre de Occidente, en especial para los de raza nórdica. A todas luces esto no es recomendable para la moral espiritual de una raza.

Si con tanta soltura se consiente en ignorar ciertos mandamientos porque son impracticables y no por ello se está incurso en odios raciales, se atenta contra la base de toda la moralidad dogmática y sus normas no trascienden el círculo cerrado de los ascéticos o metodizantes especializados. Lo que en verdad necesitamos es un modelo ético que haga justicia entre hombre y hombre y acucie al alma para que transite su sendero de evolución.

Ante todo comprendamos que en el conocimiento esotérico existen dos caminos utilizables para “mejorarnos”. Es posible influenciar la mente y la voluntad de nuestro prójimo de manera que nos dé lo que queremos y, asimismo, también es posible atraer directamente lo deseado desde los grandes receptáculos cósmicos de fuerza indiferenciada. El primer camino es el de la Magia Negra; el segundo, el de la Magia Blanca. Por tanto, una operación pasa por la primera prueba cuando no perjudica a ninguna criatura; porque si es axiomático que no tenemos derecho a interferir en el libre albedrío y responsabilidad de un alma ni aun para su bien –salvo una emergencia o por deber humanitario ineludible– ¿por qué habríamos de tener derecho de influenciar a otros seres con miras a nuestro propio bien?.

Cristo dijo: “He venido para que tengáis vida, y para que la tengáis con más abundancia”. Ésta debe ser la clave de nuestra conducta para asegurarnos las mejores condiciones materiales por medios mentales y espirituales. Debemos forzarnos por hallar la fuente espiritual de vida y beber de sus aguas y la lograremos meditando sobre el Gran Inmanifestado, la Fuente de Todo Ser, comprendiendo su Omnipotencia, Infinitud y eterna duración. La fuente de nuestro ser está en esa siempre fluyente e infinita energía y el caudal que de ella recibamos está limitado sólo por nuestra capacidad para comprender que si la aumentarnos como para desembarazarnos de nuestras inhibiciones, correlativamente aumentaremos nuestro benéfico caudal de energía Cósmica, la que se transmuta dentro de nuestro ser en todas las diferentes formas de actividad que constituyen la vida humana.

Si nuestra energía vital aumenta, todos los factores que componen nuestra naturaleza se aceleran e intensifican; el que es artista produce con nuevo poder e inspiración; la perspectiva del hombre de ciencia se amplía; aumenta la fuerza y habilidad del obrero; la inteligencia y la alegría en el niño; la belleza y el encanto en la mujer; todo se torna magnífico, intensificándose. De hecho, ésta es la base real para la curación espiritual, la verdadera y única curación espiritual y no la que se lleva a cabo por pura sugestión; la vis medicatrix Naturae (fuerza curadora de la Naturaleza), que es el único agente curativo real que aumenta enormemente y por ello, a menudo, puede hacer mejorar y hasta en algunos casos curar por completo ciertas condiciones que antes se resistían.

Debemos comprender que la acción de estas fuerzas cósmicas no es selectiva, pues todos los aspectos de nuestra naturaleza se intensifican por su influencia; por consiguiente, todo lo que se halle sin depurar surge de inmediato en forma aguda, y a menos que podamos superar la crisis espiritual que siempre sobreviene de una manera o de otra cuando los poderes espirituales descienden después de ser invocados, nuestro nuevo estado será peor que el anterior.

Los que practican la “Christian Science” (ciencia cristiana) y que tienen mayor experiencia que otros en la curación por la mente, llaman a esta crisis “quimicalización” y están pendientes de ella, pues cuando se manifiesta ese estado deducen que el tratamiento actúa con eficacia. No obstante, si se trabaja con cuidado, la crisis se atempera, porque la verdadera forma de abordar la fuente de poder espiritual subyace en la esencia de las palabras: “Hágase tu voluntad y no la mía”.

Hay dos métodos para atraer ese poder: el ceremonial y el meditativo. El método ceremonial solo debe usarse para concentrar el poder con el que ya se ha establecido contacto por la meditación; se trata de un método apropiado únicamente para discípulos avanzados, con exclusividad, disciplinados y purificados; por ello nos abstendremos de hablar al respecto y lo hacemos de paso para prevenir a los lectores que se abstengan de usarlo, pues en manos inexpertas suele producir resultados desastrosos.

El método meditativo consiste en el aumento de conocimiento por medio de la contemplación de símbolos de: Infinito, Eternidad y Omnipotencia, afirmando y reafirmando la armonía perfecta de la Ley Cósmica, e imaginando nuestra propia relación con lo que estamos contemplando. Con el aumento de la comprensión, aumenta la vitalidad, la capacidad mental y el equilibrio. Sobre esta base bien sólida de capacidad y equilibrio se conforma todo lo demás. Por ejemplo, si lo que necesitamos es más dinero, pronto se nos presentarán ocasiones de ganar más porque habrá aumentado nuestra jerarquía como seres humanos. Si lo que queremos es trabajo, no tendremos dificultad para hallar un empleo, porque todo el que se ponga en contacto con nosotros, inconscientemente sentirá la vitalidad y serenidad que trasuntamos y eso lo predispondrá a nuestro favor. Si en nuestra vida tenemos problemas por resolver, veremos que nuestra serenidad creciente atempera nuestras reacciones y por consiguiente dejamos de excitar a otros y desarmamos su hostilidad; nuestra vitalidad nos dará más energía y coraje para afrontar todos los conflictos; nuestra creciente capacidad mental aumentará nuestro discernimiento para solucionarlos, y como una cosa conduce a otra “todo trabaja armónicamente en pro de aquel que ama a Dios”.

Éste es el único método justo y verdadero para hacer uso de los poderes ocultos con referencia a propósitos personales y es muy difícil hallar objeción ética en contra de este uso de finalidades sanas, porque no sólo no defrauda a nadie, sino que aumenta nuestra estatura espiritual y nos hace avanzar en nuestro sendero de evolución.

Nuestro próximo tópico consiste en distinguir cuáles son finalidades legítimas y sanas. Podríamos decir que todo cuanto nos procure armonía en vez de desasosiego conduce a una finalidad legítima, Esto parece una solución simple y satisfactoria para todos nuestros problemas y que lo único que debemos hacer es concentrar nuestra mente en lo que queremos y conseguirlo; sin embargo no es tan sencillo. Para ser feliz no es necesario más dinero, ni tampoco el amor de ninguna persona en particular, sino un completo cambio de actitud con respecto a la vida, pues si es por demás errónea, revertiremos el proceso del poder de Midas* y convertiremos en escoria todo lo que toquemos.

Lo único sano para superar conflictos es que nos rindamos sin reservas a las leyes cósmicas, resueltos a llevar a cabo lo justo sin reservas. Siempre que así se procede, se horada hondo en la roca firme y lo que se edifique será sobre cimientos sólidos. Nunca debemos dudar de la aptitud cuando trabajamos por medio de las fuerzas cósmicas; hay que aprender a confiar en su infinitud y omnipotencia para ser capaces de atraer la fuerza necesaria que nos permita conducir todos los elementos, por dispares y opuestos que éstos sean, hasta llegar a una justa y armoniosa conclusión.

Hay un aspecto sobre el cual coinciden las preguntas de los estudiosos y que nos parece oportuno considerar en detalle. Trátase de determinar si se justifica desde el punto de vista moral el uso de este método para obtener dinero. Una vez más la respuesta debe llegar de la propia conciencia iluminada por el sentido común. Sin embargo, podríamos decir que no conviene trabajar por una suma determinada de dinero, pues con ello limitamos el alcance de lo que hubiéramos podido conseguir de otra manera. Por vía de ejemplo, supongamos que concentramos nuestras fuerzas para obtener cien libras esterlinas, suma que consideramos necesaria para la solución de problemas inmediatos y al obtener este contacto cósmico, llega esa cantidad de dinero a nuestras manes (es sorprendente la exactitud con que se pueden obtener sumas determinadas, hasta con precisión de centavos); podría acontecer que nuestra realización e invocación hubieran alcanzado no sólo para cubrir la urgencia del momento, sino para modificar todo el curso de nuestra vida. Obtuvimos la suma deseada, pero, ¿y las oportunidades que anulamos por el límite que impusimos a la acción del infinito? Si fuimos capaces de poner en movimiento un poder cósmico capaz de producir cien libras esterlinas, será porque movimos una cadena de causas que podrían haber conducido quién sabe dónde si no la hubiésemos frenado con el límite de una cantidad exacta.

Procederemos con poca sabiduría si limitamos y delineamos nuestras aspiraciones cuando nos acercamos a la Fuente de toda Vida. Más sabio es pedir armonía y creciente plenitud de vida, y dejar que la Sabiduría Infinita cumplimente nuestras verdaderas necesidades, porque necesidades y deseos no son siempre la misma cosa. En nueve casos sobre diez hace tanta falta un cambio de sentimientos como uno de circunstancia, antes que la armonía pueda expresarse; y en una buena proporción de estos casos, lo único que hace falta es un cambio de sentimientos y las circunstancias serán favorables cuando sepamos abordarlas correctamente.

Nos equivocamos de plano cuando intentamos alcanzar la felicidad mediante la posesión de bienes materiales. Primero busquemos en nosotros mismos el Reino de los Cielos y todo lo que hace la felicidad nos será dado por añadidura a través de mil conductos inesperados y más de lo que podamos pedir o soñar.

Empero, así como es obvio que el dinero es la solución para muchos problemas en este mundo material y que aun, a veces, poseyéndolo, no nos da felicidad, su carencia puede interferir nuestra dicha; debemos discutir con honradez el tema de la plenitud de vida que se funda en la mayor abundancia de dinero. Bien sabemos todo lo que los grandes Instructores religiosos han dicho respecto del dinero y qué exiguos eran sus bienes materiales; también sabemos que nuestro Señor dijo que era más fácil que pasara un camello por el ojo de una aguja, que un rico entrase en el Reino de los Cielos. Al considerar todo lo dicho ¿pretendemos que el dinero sea una necesidad legítima para la cual usamos fuerzas espirituales sin lesionar nuestro espíritu?

La clave del problema consiste –al menos así lo creemos– en comprender que la sencillez de vida es lo único que en realidad nos permite discriminar lo esencial de lo que no lo es; y para llenar las necesidades de esa sencillez esencial, es claro que se justifica invocar la ayuda espiritual, pues ella incluye orden, decoro, belleza y la recreación que mantiene intacto el equilibrio de nuestra naturaleza, e incluye, asimismo, el ambiente para el desarrollo de nuestras capacidades.

Por otra parte, no concebimos que se haga lugar a la lujuria, a la ostentación o se defraude al prójimo con subterfugios. Si damos valor a lo espiritual, tal será nuestra forma natural de vivir. Si no estamos dispuestos, a llegar a las raíces mismas de nuestra realización espiritual mejor será abandonar los poderes espirituales, porque cuando estos lleguen a nosotros lo primero que harán será quemar la escoria que exista en nuestra naturaleza y si la proporción de ésta es mayor que la del oro puro, las consecuencias serán otras que las que habíamos pensado. Es menester alentar deseos muy puros antes que una persona confíe en su realización por las fuerzas espirituales. En todo caso debemos estar siempre preparados para ofrendar un cambio de sentimientos en holocausto a la labor.–



7
MAGNETISMO ETÉRICO


Nuestro conocimiento de la electricidad es más o menos reciente y aunque se han llegado a hacer amplias aplicaciones de esta energía inasible, ignoramos aún su naturaleza intrínseca. Empero, avances recientes en su conocimiento, demostraron que su distribución es mucho más extensa que lo que se había supuesto; es más, hoy puede decirse que la electricidad es omnipenetrante y para probarlo sólo se requieren instrumentos suficientemente sensibles.

Desde hace tiempo se sabe que el cuerpo humane es semejante a una batería, que las reacciones nerviosas transmiten por medio de débiles corrientes eléctricas que recorren las fibras nerviosas y que la conductividad eléctrica del cuerpo varía en relación con los estados emocionales del sujeto. En fecha reciente se ha hecho conocer un instrumento tan sensible que no sólo demuestra que el cuerpo humano emite energía eléctrica, sino que llega a medir la cantidad existente en diferentes individuos, encontrándose que es mayor en los jóvenes y viriles y menor en los ancianos y en los que tienen salud endeble.

En este sentido se abre un amplio horizonte para el trabajo experimental y es del caso advertir la estrecha concordancia que revela con las tradiciones de la Ciencia Oculta, porque esta energía eléctrica del cuerpo humano es aceptada por los Iniciados desde antiguo aunque se la conocía con otros nombres que los que adoptó la Ciencia Moderna para los nuevos hechos, y que, como bien se sabe, constituyen la base de muchos de los fenómenos ocultos.

Las aplicaciones de la energía eléctrica en nuestra vida diaria son más que conocidas, pero es lamentable que el valor de este conocimiento esté viciado por un cúmulo de supersticiones y por la autosugestión. Es menester determinar el término medio entre un obstinado desprecio por todo lo que implique influencias sutiles, aunque nos exponga a diversos malestares innecesarios y una sensibilidad enfermiza que desemboca en la hipocondría.

Reconocer la realidad de una influencia no significa someterse a ella. Hay dos maneras inteligentes de reaccionar: una, aprendiendo cuanto podamos respecto de ella y utilizarla como si se tratara de una medicina que necesita el control de sus indicaciones y dosis; otra, aprendiendo la manera de neutralizarla o desviarla si es que en determinadas condiciones resultara deletérea.

En tanto que la ciencia experimental fue evolucionando posibilitó un acuerdo con la tradición esotérica al sostener que toda criatura viviente es una batería eléctrica y ha aprendido a medir cuantitativamente ésta energía; su próximo paso consistirá en demostrar los cambios cualitativos de esta batería viviente. Esta diversidad de cualidades es reconocida con claridad por la ciencia esotérica que las clasifica según las siete influencias planetarias a través del uso de varios métodos adivinatorios que sirven como pruebas indicadoras. Por dichos medios se llega a una rudimentaria aproximación, aunque cabe esperar que la ciencia experimental provea los métodos de prueba y medición que se requieren.

En tanto, tomaremos las doctrinas esotéricas como hipótesis para nuestro trabajo que tiende a mostrar sus aplicaciones prácticas en la vida cotidiana y aunque los experimentos al respecto sean modestos, pronto nos convencerán de la realidad de las influencias a que nos referimos.

Primero y ante todo corresponde concebir a toda forma animada o inanimada como generadora de un campo magnético. Luego concibamos el cambio de magnetismo entre todos los objetos que entran dentro del campo eléctrico de otros. Recordemos, asimismo, que ese magnetismo varía tanto cualitativa como cuantitativamente y que esa variación depende de la naturaleza del ritmo de su pulsante energía. Por consiguiente, se deduce que recibimos de continuo influencias electromagnéticas de una sutil naturaleza, por parte de todo lo que toma contacto con nosotros, en lo que se incluye a toda persona con la que tenemos alguna relación. También se desprende que cada una de ellas tomará energía eléctrica nuestra de acuerdo a sus naturalezas individuales.

Sin embargo, no debe considerarse que todo intercambio de energía magnética sea o se parezca al vampirismo, pues está lejos de ser éste el caso. Dar y recibir magnetismo es lo normal en la vida humana, tanto, que su carencia nos daña como si se tratara de la falta de vitaminas, las cuales igualmente constituyen factores sutiles y no siempre bien comprendidos en la economía física de las criaturas vivientes.

Hay un intercambio de magnetismo que es por demás estimulante tanto como para el que lo da como para el que lo recibe y la interrupción del circuito origina distintas patologías nerviosas que sólo pueden curarse cuando se lo restablece. Sin embargo, este intercambio puede estar sujeto a ciertas patologías que consideraremos más adelante.

Puede observarse sin esfuerzo la reciprocidad de la influencia magnética en la relación madre-hijo. Un infante no puede crecer con vigor integral sin el íntimo amor personal y contacto de alguien que se ocupe de él en calidad de madre. De lo dicho no cabe duda; por eso hoy ya no se reúne a los niños como en rebaños, en grandes orfelinatos, sino en pequeñas casas individuales, en grupos poco numerosos, porque se ha probado que la mortalidad era mucho más alta en aquellos y el índice de inteligencia notoriamente bajo. Es tan evidente la influencia del magnetismo materno que un médico muy conocido recomienda a las madres muy nerviosas que no tengan sus hijitos en brazos a no ser que usen un almohadón que aísle al niño de su perturbadora influencia magnética.

La influencia del padre es tan importante como la de la madre, sólo que llega al niño por la mediación de ésta; de ahí que se observe la diferencia entre la influencia que transmite al hijo una mujer feliz y segura en su matrimonio y la que traslada una esposa insegura y desdichada. Sin embargo, cuando el niño crece, se desprende poco a poco de la influencia materna y se torna cada vez más receptivo al magnetismo paterno que lo introduce en la mente grupal de la raza y lo convierte en un miembro de ella. Porque de la misma manera que la madre da a luz al infante como individuo físico separado, el padre lo alumbra como individuo social. Quizás en general se subestime el papel que desempeña la vida racial en nuestra individualidad y no reconocemos lo suficiente que el hombre es un animal social y que el grupo de sus relaciones es parte de su ser mental como cualquier otro instinto.

En esta relación social, sea mundana o psicológica, el padre es lo mas importante. Es un error dejar al niño bajo la dirección de la madre después que haya pasado e1 período infantil. El hijo estará muchísimo mejor con la disciplina masculina, que aunque más ruda que la de la madre, no dará tanta importancia a las menudencias ni picardías y actuará con rigor cuando los hechos lo exigen. El trato severo es mejor que el blando y cariñoso de la madre. Más libertad y menos ternura es mejor preparación para la vida que el “amor materno” cuando se dispensa de manera poco sabia. Los especialistas mentales conocen bien el resultado producido por la prolongación excesiva del sensibilizante magnetismo femenino y la carencia consecuente del vigorizante magnetismo masculino. Por esta razón debe ser la familia y no el individuo la unidad social principal de lo que se desprende que los experimentos de pedagogía infantil al respecto, emprendidos en la Rusia Soviética, deberán modificarse, como también, y por la misma causa el amor libre resulta inconducente desde el punto de vista moral y social, puesto que anula la posibilidad de que el niño crezca lozano y fuerte en el ambiente hogareño; la tierna criatura necesita del hogar como el ave del nido. Es solo el hogar, en efecto, el que prodiga al niño las condiciones magnéticas para su normal y feliz desarrollo.

En el magnetismo inmediato del regazo materno el infante recibe durante los primeros años las esenciales vitaminas espirituales. Luego, en la atmósfera vigorosa y protectora que genera el padre recibe las influencias esenciales para su desarrollo como ser social. Es difícil hallar sustitutos adecuados para estas dos relaciones personales. La materna es quizá la que tiene más posibilidad de reemplazarse, porque casi todas las mujeres se encariñan instintivamente con cualquier criatura que esté a su cuidado; pero el hombre común es raro que experimente orgullo por el hijo ajeno. Este orgullo familiar, que está tras él, es un inestimable soporte para el adolescente que le ayudará a encontrar su camino en el gran mundo que se abre a su mirada.

No existe reemplazante para el magnetismo que emite el afecto, la felicidad, el orgullo y la fidelidad de un seguro círculo familiar, y los niños que forman parte de él se lanzan a la vida con incalculables ventajas respecto de los que nacieron en hogares mal avenidos, inarmónicos. Además tenderán a reproducir, por gravitación, las condiciones ambientales de la casa paterna, cuando les llegue el turno de formar hogar y tener hijos.

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El magnetismo etérico desempeña una parte muy importante en la relación de los sexos. Por lo general pensamos que es sólo física y emocional, no entendemos que también es etérica, y que éste es un factor en extremo valioso y que explica mucho de lo que no puede aclararse de otra manera.

Quien observe la vida de hombres y mujeres verá que si un grupo es femenino por numeroso que éste sea, se aísla de toda asociación masculina, desarrolla una peculiar atmósfera mental y toda suerte de rasgos neuróticos. Esta degeneración no se produce en el caso de los hombres; en efecto, cada tanto tratan de aislarse de la sociedad femenina de manera que puedan “volver a ser sí mismos”, sin restricción alguna. También hay que hacer notar, que en un grupo femenino, aunque incluya solteras, si trabajan y tienen relaciones sociales con hombres, no se produce esa atmósfera peculiar ni las condiciones neuróticas antedichas.

La explicación radica en que la mujer recibe magnetismo etérico del hombre, ante cualquier grado de simpatía mutua, ya se trate de la camaradería en el trabajo, o las comunes relaciones sociales de baile o de recreaciones. La dosis de magnetismo que ella recibe de él, es proporcional al grado de simpatía que se tengan, el cual va desde la simple amistad, todos los grades del festejo, amoríos y noviazgos, hasta la consumación de la unión física. Lo mismo que con las vitaminas, cuando el magnetismo es defectuoso, produce síndromes de carácter enfermizo en el curso del tiempo; sólo se requiere una pequeña cantidad de magnetismo esencial para mantenerse sano.

El hombre, por su parte, emana de continuo ese magnetismo; por eso el aislamiento de la compañía femenina no le plantea problemas. Por el contrario, si constantemente se rodea de mujeres que absorben su magnetismo –en especial si es el único hombre del grupo– consume mayor cantidad del que produce, de modo que instintivamente busca la camaradería de círculos masculinos con exclusividad para utilizar su magnetismo con fines personales y readaptar su personalidad sin interferencias. El hombre que está siempre en compañía de mujeres y no tiene compañeros masculinos, tiende a perder su personalidad y a volverse negativo. Es conocido el ejemplo del hijo de la familia compuesta por hermanas solamente y cuyo padre ha desaparecido.

Con frecuencia se hace notar que hay una curiosa discrepancia en las relaciones sexuales en la que mientras el varón tiene una definida necesidad física de la mujer, ésta no la siente en igual medida, pero la diferencia es más aparente que real, porque la mujer tiene justamente una definida necesidad etérica del hombre como la necesidad física de éste por ella. Éstos son los caracteres que mantienen unidas a parejas de rasgos por completo incompatibles, de las que podría pensarse que serían más felices separadas, pues parece que la unión sólo sirve para desavenencias y riñas; sin embargo –es curioso– sienten una extraña necesidad mutua y no están bien cuando uno se aleja del otro. Este lazo perdura y une, aun cuando haya divorcio, hasta que llega el tiempo en que cada uno por su parte forma otro hogar. Es notable el profundo conocimiento de la psicología sexual que revela la antigua ley inglesa de divorcio, que como todas las leyes comunes, surgió ajena a todo precedente y experiencia. Esta ley establecía que si el adulterio se perdonaba, si el culpable volvía a ser aceptado en la vida conyugal, la ofensa no justificaba el divorcio. Esto parece psicología esotérica, pues el restablecimiento de las relaciones maritales renueva el vínculo magnético que se interrumpe con el adulterio.

En un matrimonio feliz, donde exista afecto y la natural relación física sexual –y ningún matrimonio puede sostenerse sin estos dos elementos–, se forma gradualmente un cuerpo magnético que incluye a ambas personalidades en un aura común. Ésta es el aura del que son copartícipes y en esto consiste el significado real del matrimonio, bien diferente, por cierto, de las relaciones irregulares. Es digno de destacarse el hecho de que durante el período en que solicitaban pensiones gubernamentales las compañeras de los combatientes en la guerra 1914-1918, se reveló un número tan grande de uniones ilegales que funcionaban normalmente como matrimonios, que debió llegarse a un nuevo criterio en el otorgamiento de pensiones, según la situación real, pues la mujer que había vivido de modo regular como esposa, tuvo, gracias a ese reajuste, derecho a pensión en caso de separación o fallecimiento de su pareja. Estas uniones extralegales poseen, en esencia, las mismas cualidades que las reconocidas por la Iglesia y el Estado.

Esta aura es lo que en realidad constituye el hogar. Una pareja puede constituir su hogar en una simple habitación, sin desmedro de éste; puede formarlo en una caravana que se desplace de un lado a otro, siempre que exista continuidad de permanencia, porque el magnetismo incluye los objetos de uso diario. Este hecho descubre la elocuencia de la expresión popular: “Formemos un hogar”, que incluye los avíos y utensilios que se utilizan en la vida cotidiana.

Fuera de este aura la vida es por entero diferente de como lo es dentro de ella, pues de ahí surge un poder peculiar que neutraliza influencias externas; la prueba está a la vista si se observa a cualquier persona dentro de un aura marital bien establecida; está a salvo y resiste las influencias externas. Esta aura tiene la propiedad de restablecer el equilibrio de cualquiera de los cónyuges cuando ha sido sacudido por el roce de la vida; cuando hay mutuo afecto y respeto, hasta la confianza herida por los impactos del mundo se restaura con rapidez. Ésta es una de las mayores ventajas del matrimonio, porque nada es más difícil que manejarse con éxito cuando se ha lesionado gravemente la confianza.

Cuando un matrimonio se destruye lo que más tarda en desaparecer es la capacidad de resistir interferencias externas, pues ambas partes detendrán su querella para unirse en contra de la agresión, y quien haya intentado interferir entre marido y mujer lo sabrá por experiencia.

Desde el memento en que el aura matrimonial se establece, los dos son uno y recíprocamente se sentirán la prolongación del otro, al extremo de que cualquier ofensa o desprecio inferido a uno, lo sentirá el otro como una injuria directa; es curioso que esto rija aun en los matrimonies mal avenidos. Una vez firme el aura marital, se establece entre ellos una fuerza y resistencia indescriptibles; éste es el factor que complica de modo tan extraño el problema del divorcio, pues a menos que haya adulterio, es muy difícil disolver el aura matrimonial. El adúltero es expulsado de ella y a menos que se reintegre aunque más no sea para comer y dormir, permanecerá fuera, pues ha cesado automáticamente la función del matrimonio. Y otra vez aquí la ley común convalida una antigua verdad esotérica cuando se dicta el divorcio, “de lecho y mesa”, ya que es un hecho común, y por igual curioso, que al comer con una persona se establece con ella un lazo de carácter psíquico. Esto se reconoce aun en las costumbres de pueblos primitivos, especialmente cuando confieren a la hospitalidad categoría de deber sagrado. En estos pueblos la persona con la que se ha comido está a salvo de cualquier ataque aun varias horas después que haya abandonado el campamento, esto es, hasta que haya digerido la comida.

Cuando un matrimonio ha llegado al extremo de comer por separado y dormir en habitaciones diferentes, queda muy poco del aura matrimonial. El magnetismo que se crea por la comida en común es muy potente; con frecuencia cuando alguien se reconcilia con un ser del que estuvo distanciado, beben juntos. Cuando se llega a un punto de tensión en que una persona diga: “No quiero comer contigo”, la ruptura es definitiva e incurable. Al pasar, y sin comentarios, recordemos el efecto extraño y desagradable que produce una persona que rehúsa participar de un brindis.

El pernicioso efecto que causan las relaciones promiscuas y clandestinas tiene su raíz en el daño que causan al magnetismo etérico de ambas partes, puesto que no puede formarse aura matrimonial alguna. Por consiguiente, no tiene lugar el peculiar efecto protector del matrimonio. Las relaciones irregulares son un estimulante, mas no un alimento; crean apetito y nunca lo satisfacen por completo; porque el significado de1 sexo no sólo radica en las relaciones físicas y cuando aquél se limita a esto, faltan ciertas vitaminas esenciales de carácter espiritual. El aura matrimonial lleva tiempo para que se establezca; por eso las parejas noveles pasan por periodos de inestabilidad como si el matrimonio no cumpliera sus propósitos ni sus fines, pero ello se debe a que aún no se ha consumado ya que éste consiste en algo más que la firma en el Registro Civil. Por lo común, cuando el matrimonio se sustenta en el amor recíproco este primer ímpetu emocional los pone por encima de las alternativas de ese período, y cuando después las emociones se atemperan, comienza a formarse el aura del matrimonio de modo que las primeras querellas terminan en reconciliación y no en separación porque subconscientemente han descubierto que tienen necesidad indefectible uno del otro.

El conocimiento del proceso que se cumple explica el choque, a veces de consecuencias imprevisibles, cuando fallece uno de los cónyuges aun cuando hayan constituido en apariencia un matrimonio infeliz. Mucha gente se mofa de la aflicción de los viudos y viudas cuyas reyertas continuas eran conocidas; no obstante, el sentimiento de la pérdida puede ser por complete genuino.

Un viejo refrán dice: “Todos los difuntos eran buenos esposos”, y otro que expresa: “Un mal marido es mejor que ninguno”. Esto indica que la mujer depende del magnetismo del marido en mayor medida que lo que se está dispuesto a aceptar y aquélla sufre una pérdida seria cuando al desaparecer su compañero, este magnetismo también desaparece.

Por su parte, el hombre es polígamo por naturaleza, y no depende de la misma manera que la mujer, del magnetismo contrario; su dependencia del matrimonio –que es menester distinguir de sus relaciones clandestinas, con exclusividad físicas– es social en su más alto y superior sentido pues llega a lo espiritual. Necesita de su hogar para refugiarse del mundo y esto sólo lo consigue con el aura del matrimonio. Pero también necesita salir de su hogar con intervalos regulares y frecuentes, pues de lo contrario verá disminuir su magnetismo lo mismo que la integridad de su personalidad.–


8
EL PROBLEMA DE LOS IMPOLARIZADOS


Después de puntualizar la importancia del intercambio de magnetismo entre los sexos, se nos podría preguntar, y es muy natural, algo sobre el problema concerniente a los solteros y por tanto impolarizados. Ya hemos tratado en detalle algunos aspectos psicológicos y fisiológicos de este problema, como asimismo sus derivaciones prácticas, en nuestro libro El problema dela pureza, por lo cual consideramos que de acuerdo con el carácter de la obra presente, no corresponde abordarlos en sus detalles. Sin embargo, creemos que puede resultar de interés exponer los principios que deben aplicarse en la búsqueda de soluciones para este problema.

Vivirnos una época de cambios vertiginosos en la opinión pública y como es lógico, en la conciencia privada. Ya hace tiempo que desaparecieron las condiciones que prevalecían en la época que fue escrita la obra citada; y aunque su consejo práctico aun es válido, algunas de las dificultades allí expuestas ya se solucionaron. Ya ha dejado de ser “tabú” la discusión o el estudio privado de lo que los norteamericanos llaman “sexología”. En nuestra época es difícil que alguien ignore los hechos de la vida sexual; no existe, por neurótico que éste sea, alguien que se horrorice por el tema; la sexología ya tiene un lugar en asuntos más generales como la sanidad y la eugenesia aunque no sea uno de los tópicos más frecuentados en la conversación corriente sobre todo ante personas extrañas, pero aun así el tema puede abordarse con naturalidad sí llega la ocasión. Nuestra actitud respecto del sexo no tiene la connotación restringida de otros tiempos; es decir, no lo encaramos con el estado de ánimo de quien a media noche debe atravesar un cementerio.

La experiencia demuestra que la persona normal, sana que haya llevado una vida razonablemente equilibrada y no sea un reprimido ni lo sobreexcite el sexo, puede sufrir no obstante alguna dificultad en dos períodos importantes: la pubertad y en la época en que las glándulas endocrinas temporariamente sufren un desequilibrio que se manifiesta como alejamiento de la vida sexual, lo cual bien puede ser un mecanismo autorregulador. Si no fuera así resultaría un simple caso de medicina hormonal. Lo que en la antigüedad era tratado por los sacerdotes, hoy puede curarse mejor con un especialista.

El problema de los impolarizados no surge y se limita sólo al plano físico. Ocurre también en el matrimonio y fuera de él; en efecto, el matrimonio se destruye mucho más a menudo por impolaridad que por cualquier otra causa, y no sólo el matrimonio sin hijos, sino que cualquiera puede tropezar con este escollo.

Como se vio con anterioridad, el magnetismo etérico que irradia el hombre no se halla limitado en su manifestación a las verdaderas relaciones físicas; es indudable que allí se encuentra, pero también es irradiado sin intermitencia a baja tensión o frecuencia. No obstante, si la persona soltera tiene oportunidad de establecer camaradería y alternar socialmente entre hombres con los cuales congenie o simpatice, obtendrá el necesario magnetismo masculino como para prevenirla de los sufrimientos emergentes de una deficiencia patológica análoga a la que se experimenta cuando la dieta carece de frutas frescas y hortalizas. Las deformaciones del carácter y la conducta de la mujer impolarizada constituyen una enfermedad tan seria como, por ejemplo, el escorbuto o la malaria. Además, existe otro factor, que desempeña su papel al provocar los síntomas mencionados, síntomas que comienzan por una marcada afectación y que, llevados a los extremos se convierten en manías de solterona. Só1o hay tres medios mediante los cuales una mujer puede lograr independencia y, por tanto, el pleno desarrollo de su personalidad adulta: tener medios propios de subsistencia, condiciones adecuadas para ganarse la vida, o de lo contrario, debe casarse. Muchas afecciones, consideradas por los psicoanalistas como represiones sexuales, son, en verdad, represiones de la individualidad, pues no pocas mujeres dependientes de los caprichos de los padres, que las someten a cambio de la subsistencia, han sido condenadas a soportar una vida mezquina y frustrada en su hogar. Es raro encontrar este tipo de patología en mujeres solteras independientes, aunque su hogar sólo lo constituya una habitación, pues por humilde que sea esa persona y a pesar de sus reducidos medios económicos, al menos puede ser dueña de sí misma, de su vida, sin represiones de su personalidad y libre de toda clase de frustraciones. En esta tesitura reside la diferencia entre un capricho de las circunstancias exteriores y la voluntad de los impulsos interiores, a causa de un equivocado sentido del deber, o la falta de coraje necesario para realizar lo que se desea.

Debemos recordar que existe una extensa gama en las exigencias individuales con respecto a su naturaleza sexual, según acontece en las preferencias de las comidas. Hay personas para quienes el celibato es insatisfactorio, y hasta incompatible con su salud y paz mental, mientras que se dan otras, en cambio, que no sólo no necesitan del matrimonio, sino que tampoco serían buenos compañeros si se casaran. Ambos extremos caben dentro de los límites de la normalidad, la felicidad y la buena salud moral, con tal que no se cometan abusos o extravíos. Si una persona del primer tipo mencionada se casa con otra del segundo es natural que se produzca un conflicto, aunque tomadas por separado podrían haber sido excelentes camaradas para individuos de su propia idiosincrasia.

Ya es tiempo de que dejemos de pensar en el sexo como un pecado, según lo consideran algunos católicos, o una virtud a la manera de los habitantes de la India, sino como lo que en realidad es: una función, porque esto es lo correcto, y una función que debe ser ejecutada de acuerdo con los derechos y necesidades de cada uno, y no como un fin en sí mismo, salvo que se trate de un disoluto. Este aspecto social del problema del sexo es el que lo complica tanto, y es, en efecto, el que impide que se lo considere tal cual es: un acto fisiológico semejante, digamos, a la nutrición. Empero, obtendremos alguna luz al respecto si advertimos que hubo una época en que la cantidad de bebida alcohólica que podía ingerir un hombre, constituía un tema “indiscutible”. casi tan riguroso como el de la pureza de una mujer en nuestros días. El abstemio que por casualidad caía en un regimiento en fecha no muy lejana, tenía que soportar tribulaciones tan desagradables e ingratas como las que ahora tolera una mujer que ha perdido la virtud. Este hecho debe ser motivo para que meditemos y humillemos nuestro orgullo espiritual.

Una generación tras otra la opinión pública se acerca cada vez más a la realidad de las funciones fisiológicas en cuanto se refiere a la moralidad sexual. y lenta, pero firmemente las leyes naturales se imponen en el ánimo de la mayoría. Ya resulta difícil hallar problemas desesperados en verdad concernientes al matrimonio o al celibato. Un matrimonio que haya sido un error puede disolverse sin arruinar la vida de ninguno de los cónyuges, siempre que sea factible resolver el aspecto económico, El problema más grave del divorcio consiste en dejar abandonada a una mujer, más o menos madura, e incapaz de ganarse su subsistencia. En cuanto al hombre, es sabido que se le permite mantener tantos hogares clandestinos como el dinero de que disponga, sobre todo en la así llamada gran sociedad, y parece que nadie se inquietara mayormente por estos hechos.

Los problemas sexuales más agudos no se presentan en las altas esferas sociales, en las que existe dinero suficiente para solventar la libre expansión del propio temperamento, ni tampoco en el fondo mismo de la escala de la comunidad, donde la mujer tiene que realizar todo el trabajo del hogar, fuera del que le exige la educación de sus hijos, sin ayuda alguna. El conflicto se torna muy serio en el ámbito de la clase media, dentro de la cual no abunda el dinero para complacer ]a plena libertad o el exceso de cada uno, ni suficiente trabajo para emplear a todos los que necesitan ocupación; y esta circunstancia impulsa a muchos a cometer actos que después habrán de lamentar.-



ÍNDICE



1. Ocultismo práctico en la vida cotidiana
Principios básicos
2. El control de medio ambiente
3. El recuerdo de encarnaciones pasadas
4. Disolución del Karma
5. La adivinación: sus usos y limitaciones
6. Uso y abuso del poder mental
7. Magnetismo etérico
8. El problema de los impolarizados


domingo, 2 de noviembre de 2008

EL PLACER DEL CLERIGO -- ROAL DAHL


Placer de Clérigo
Roald Dahl


“Relatos de lo inesperado”



El señor Boggis conducía despacio, cómodamente reclinado en el asiento, el codo apoyado en la parte baja de la ventanilla abierta. Qué hermosa estaba la campiña, pensó; y qué agradable percibir de nuevo indicios de verano. Sobre todo las prímulas. Y el oxiacanto. El oxiacanto estallaba en blanco, rosa y rojo por los setos, y las prímulas crecían debajo en pequeños macizos, y resultaba maravilloso.
Retiró una mano del volante y encendió un pitillo. Ahora, lo mejor sería, se dijo, poner rumbo a la cima del Brill Hill, visible a menos de un kilómetro al frente. Y lo que distinguía allí, aquel puñado de casitas entre árboles, en la misma cumbre, había de ser el pueblo de Brill. Magnífico. No todos sus sectores dominicales ofrecían una elevación como aquélla, tan bonita, desde donde trabajar.
Se dirigió a lo alto y detuvo el coche cerca de la cima, a las afueras del pueblo. Hecho eso, se apeó y echó un vistazo alrededor. Abajo, a sus pies, la campiña se extendía como una inmensa alfombra verde hasta donde le llegaba la vista, a kilómetros de distancia. Era perfecto. Se sacó del bolsillo libreta y lápiz, y, apoyado en la parte trasera del coche, dejó que su experimentado ojo recorriese lentamente el paisaje.
A la derecha, al fondo de los campos, advirtió una granja mediana a la cual daba acceso una senda que partía de la carretera. Más allá, una alquería mayor. Y una casa rodeada de altos olmos, con aspecto de remontarse al período de la reina Ana. Luego, más lejos y a la izquierda, dos casas que parecían granjas. En total, cinco casas. Eso era, más o menos, cuanto había de aquel lado.
El señor Boggis dibujó en la libreta un bosquejo que le permitiera situar fácilmente las fincas una vez al pie del terreno, tras lo cual volvió al coche y atravesó el pueblo hacia el otro extremo de la colina. Desde allí localizó otras seis posibilidades: cinco granjas y un caserón blanco, de finales del siglo XVIII o principios del XIX. Estudiado con ayuda de los prismáticos, resultó ofrecer una aspecto de prosperidad y un jardín bien cuidado. Una pena. Lo excluyó de inmediato. Caer sobre los prósperos no tenía el menor sentido.
Así pues, en total había en aquel cuadrado, en aquel sector, diez posibilidades. El diez era un número bonito, se dijo el señor Boggis. Justo la cantidad indicada para una tarde de trabajo pausado. ¿Qué hora era? Las doce. Le hubiera gustado, antes de poner manos a la obra, tomar una jarra en la taberna. Pero los domingos no abrían hasta la una. Pues nada: la tomaría más tarde. Tras una ojeada a los apuntes de su libreta, decidió comenzar por la casa del período de la reina Ana, la de los olmos. Los prismáticos se la habían mostrado gratamente ruinosa. Seguro que a sus habitantes no les vendría mal un poco de dinero. Cuando menos, siempre había tenido suerte con las casas de aquel estilo. El señor Boggis subió de nuevo al coche, soltó el freno de mano y atacó el descenso sin poner en marcha el motor, lentamente'.
Aparte el hecho de que en esos momentos fuera disfrazado de clérigo, no había en el señor Cyril Boggis nada demasiado siniestro. Anticuario de oficio, con tienda y sala de exposición propias, en el King's Road de Chelsea, aunque ni sus locales eran grandes ni su cifra de negocios cuantiosa por lo general, como siempre compraba barato, baratísimo, y vendía caro, muy caro, todos los años conseguía unos ingresos apañados. Vendedor inteligente, sabía adoptar, con habilidad, vendiera o comprara, el talante que mejor conviniese a su cliente. Circunspecto y amable con los viejos, obsequioso con los ricos, comedido con los piadosos, dominante con los débiles, pícaro para con las viudas y socarrón y desenvuelto frente a las solteras, consciente siempre cíe sus dotes, las empleaba con todo descaro y tanta frecuencia como le era posible; y a menudo, culminada una actuación de singular calidad, le costaba un auténtico esfuerzo no volverse a hacer unas reverencias conforme la atronadora ovación recorría el teatro.
A pesar de esa condición suya, un tanto apayasada, el señor Boggis no era un necio. Es más: algunos decían de él que a buen seguro nadie excedía en Londres sus conocimientos en cuanto a muebles franceses, ingleses e italianos. Dueño, además, de un gusto que sorprendía por su refinamiento, al momento reconocía y rechazaba, por más auténtica que pudiera ser la pieza, un diseño desgraciado. Su verdadera pasión, como es natural, era la obra de los grandes ebanistas ingleses del siglo XVIII: Ince, Mayhew, Chippendale, Robert Adam, Manwaring, Iñigo Jones, Hepplewhite, Kent, Johnson, George Smith, Lock, Sheraton y todos los demás, si bien incluso con éstos se mostraba en ocasiones puntilloso. Por ejemplo, se negaba a incluir en su exposición ni una sola pieza de los períodos chino y gótico de Chippendale, y lo mismo cabía decir respecto de algunos de los recargados diseños italianos de Robert Adam.
En años recientes, el señor Boggis había adquirido considerable fama entre sus amigos del ramo por el hecho de que consiguiese exhibir con una regularidad pasmosa piezas excepcionales y a menudo de gran rareza. Al parecer, el hombre disponía de una fuente de abastecimiento casi inagotable, una especie de almacén particular, y, por las trazas, visitarlo una vez por semana era cuanto precisaba para servirse a su antojo. Cuando quiera que le preguntaban de dónde sacaba el material, componía una sonrisa de complicidad, guiñaba un ojo y murmuraba algo a propósito de un pequeño secreto.
La idea que ocultaba el pequeño secreto del señor Boggis era sencilla y se le había ocurrido a consecuencia de un suceso que se produjo cierta tarde de domingo., casi nueve años atrás, yendo él en coche por, el-campo.
Salió por la mañana con ánimo de visitar a su anciana madre, que vivía en Sevenoaks. En el camino de regreso se le había roto la correa del ventilador, con lo cual, recalentado el motor, el agua se evaporó. Apeóse entonces y se encaminó a la casa más próxima, un edificio más bien pequeño, estilo granja, distante de la carretera cosa de cincuenta metros, donde cortésmente pidió un jarro de agua a la mujer que salió a abrir.
A la espera de que la desconocida fuera a buscar el agua, y como acertase a lanzar una ojeada por la puerta que daba a la salita, descubrió allí, a menos de cinco metros de donde aguardaba, algo que, de pura excitación, hizo que toda la parte superior de la cabeza le empezara a sudar. Era un gran sillón, de roble y de un modelo del que sólo había visto otro ejemplar en toda su vida. Ambos brazos, al igual que el panel del respaldo, estaban reforzados por series de ocho finas columnitas bellamente torneadas. El panel, por su parte, tenía por decoración un exquisito dibujo floral, de taracea, y sendas cabezas de pato realzaban, talladas, una mitad de cada brazo. ¡Santo Dios!, pensó, ¡si esto es de finales del siglo xv!
Asomóse más a la puerta y allí, al otro lado de la chimenea, distinguió, ¡cielos!, la pareja.
Aunque no podía afirmarlo con certeza, dos sillones como aquéllos tenían que valer en Londres un mínimo de mil libras. Y ¡ah, qué par de maravillas eran!
Al regresar la mujer, el señor Boggis se presentó y le preguntó a bocajarro si querría vender los sillones.
¡Válgame Dios!, fue su respuesta, ¿por qué iba ella a querer vender sus sillones?
Por ningún motivo, salvo que él podría estar dispuesto a pagárselos bien.
¿Pues cuánto podría darle? No los tenía, ni mucho menos, en venta; pero sólo por curiosidad, por tontear, ya sabe, ¿cuánto estaría dispuesto a pagar?
Treinta y cinco libras.
¿Cuánto?
Treinta y cinco libras.
¡Válgame Dios, treinta y cinco libras! Vaya, vaya, muy interesante. Siempre los había tenido por valiosos. Eran muy antiguos. Y también muy cómodos. No podría pasar sin ellos, de ninguna manera. No, no estaban en venta; pero agradecidísima, de todas formas.
En realidad no eran tan antiguos, le dijo el señor Boggis, ni nada fáciles de vender; sólo que él, casualmente, tenía un cliente bastante aficionado a aquella clase de artículos. Quizá pudiera subir otras dos libras... que fuesen treinta y siete. ¿Qué decía a eso?
Regatearon durante media hora y, claro está, el señor Boggis consiguió por fin los sillones habiendo convenido pagar algo menos del veinteavo de su valor.
Aquella noche, de regreso a Londres en su viejo coche tipo ranchera y con los dos fabulosos sillones cuidadosamente acomodados en la parte posterior, el señor Boggis se vio asaltado por lo que le pareció una idea singular en extremo.
Veamos, se dijo, si en una granja hay material de calidad, ¿por qué no habría de ocurrir lo mismo en otras? ¿Por qué no salir en su busca? ¿Por qué no batir las zonas rurales? Lo podría hacer los domingos, con lo cual no interferiría para nada su trabajo. Nunca sabía qué hacer los domingos.
Así pues, el señor Boggis se compró mapas, detalladísimos mapas de todos los condados de los alrededores de Londres, que dividió, con ayuda de una pluma de punta fina, en una serie de cuadrados, cada uno de los cuales representaba una zona de ocho por ocho kilómetros, que era, consideró, lo máximo que podía cubrir concienzudamente en un domingo. Las pequeñas ciudades y los pueblos no le interesaban. Su objetivo eran los lugares relativamente aislados: grandes alquerías y casas solariegas en estado más o menos ruinoso; de esa forma, y a razón de un cuadrado por domingo, o sea cincuenta y dos al año, poco a poco iría cubriendo todas las granjas y casas de campo de los condados vecinos.
Pero la cosa, a todas luces, no se reduciría a eso. La gente del campo es recelosa. Y asimismo lo son los ricos venidos a menos. No es cuestión de salir por ahí y llamar a la puerta con la pretensión de que así, sin más ni más, le enseñen a uno la casa, porque sería en vano. Por ese sistema jamás conseguiría pasar de la puerta. ¿Qué hacer, pues, para franquearse la entrada? Lo mejor sería, tal vez, ocultarles su condición de anticuario. Podría presentarse como reparador de teléfonos, como inspector del gas, incluso como cura...
A partir de ese punto, el proyecto comenzó a cobrar un cariz más práctico. El señor Boggis encargó un gran número de tarjetas de óptima calidad con el siguiente texto impreso:

EL REVERENDO
CYRIL WINNINGTON BOGGI

Presidente de la Sociedad En colaboración con el
Protectora de Muebles Raros Victoria and Albert Museum



Domingo a domingo, de ahora en adelante, se convertiría en un viejo y simpático clérigo que consagraba sus domingos a viajar de un lado para otro, entregado, por amor a la «Sociedad», a la confección de un repertorio de los tesoros ocultos en las casas campestres inglesas. Y, engatusando con esa historia, ¿a quién se le ocurriría ponerle de patitas en la calle?
A nadie.
Luego, ya en el interior de las casas, y si acertase a descubrir algo que de veras le interesara..., bueno, conocía cien formas distintas de hacer frente a la situación.
No sin cierta sorpresa, el señor Boggis descubrió que el plan resultaba. Lo que es más: la cordialidad con que fue recibido de casa en casa por todos los distritos rurales le resultó, incluso a él, harto embarazosa al principio. Constantemente le fueron ofrecidas con insistencia cosas tales como porciones de empanada fría, copas de oporto, tazas de té, canastillos de ciruelas e incluso comidas dominicales con la familia, sobremesa incluida. Con el tiempo, claro está, se habían presentado momentos de apuro, y una serie de incidentes desagradables; pero hay que tener en cuenta que nueve años representan más de cuatrocientos domingos, y eso había supuesto una gran cantidad de casas visitadas. El asunto, en resumidas cuentas, había resultado interesante, emocionante y lucrativo.
Y ahora, en aquel nuevo domingo, el señor Boggis estaba operando en el condado de Buckinghamshire, uno de los cuadrados más septentrionales de su mapa, a cosa de quince kilómetros de Oxford, y, conforme descendía en el coche camino de la primera casa, una ruinosa mansión estilo reina Ana, empezó a presentir que aquél iba a ser uno de sus días de suerte.
Estacionó el coche a cosa de cien metros de la puerta y cubrió a pie esa distancia. No era partidario de que le viesen el coche antes de cerrado el trato. Un viejo y venerable cura y un voluminoso vehículo estilo ranchera eran cosas que, por algún motivo, no acababan de acoplarse bien. Y, por otra parte, el pequeño paseo le daba ocasión de examinar atentamente el exterior de la propiedad y adoptar el talante que más conviniera al caso.
El señor Boggis ascendió aprisa por el sendero de acceso para coches. Hombrecillo barrigudo y de gruesas piernas, de cara redonda y sonrosada, ideal para su papel, tenía unos ojos grandes, castaños y saltones que le miraban a uno desde aquel semblante rubicundo y creaban una impresión de dulce imbecilidad. Vestía un traje negro con el alzacuellos, propio de los clérigos, y se cubría con un sombrero flexible, también negro. Llevaba un viejo bastón de roble, que, a su forma de ver, le prestaba cierto aire de rústica campechanía.
Se acercó a la puerta principal y llamó al timbre. Oyó ruido de pasos en el zaguán, se abrió la puerta y súbitamente apareció ante él, o, mejor dicho, sobre él, una giganta con pantalones de montar. Pese al humo del cigarrillo que fumaba la mujer, percibió el fuerte olor que la envolvía, a cuadra y a excrementos de caballo.
—¿Sí? —le preguntó con una mirada recelosa—. ¿Qué quiere usted?
No del todo seguro de que no fuera a relincharle en cualquier momento, el señor Boggis se descubrió, hizo una pequeña reverencia y le tendió su tarjeta.
—Disculpe la molestia —dijo aguardando a que leyera el mensaje, con la mirada fija en el rostro de la mujer.
—No entiendo —dijo ella al tiempo que le devolvía la tarjeta—. ¿Qué quiere usted?
El señor Boggis le habló de la Sociedad Protectora de Muebles Raros.
—¿Esto no tendrá nada que ver, por casualidad, con el Partido Socialista? —preguntó ella mirándole con fiera fijeza bajo unas cejas pobladas y descoloridas.
A partir de ahí fue fácil. Hembras o varones, los conservadores en pantalones de montar eran, para el señor Boggis, coser y cantar. Consagró dos minutos a una acalorada apología del ala ultraderechista del Partido Conservador y luego otros dos a denunciar a los socialistas. Hábil discutidor, hizo particular hincapié en el proyecto de ley que en cierto momento habían presentado los socialistas para la abolición a escala nacional de los deportes que implicasen uso o caza de animales, tras lo cual pasó a informar a su interlocutora —«aunque, amiga mía, mejor que no se entere de ello el obispo»— que su idea del cielo era un lugar donde uno pudiese cazar liebres, zorros y ciervos con grandes jaurías de infatigables sabuesos, eso todos los días de la semana, incluso el domingo, y de la mañana a la noche.
Mirándola conforme hablaba se dio cuenta de que su magia empezaba a surtir efecto: la mujer le sonreía ampliamente exhibiendo una hilera de dientes descomunales y algo amarillentos.
—Señora, por favor se lo pido —exclamó—, no me tire usted de la lengua en lo tocante al socialismo.
Ahí soltó ella una carcajada, alzó una enorme manaza roja y le descargó en el hombro una palmada que estuvo a punto de derribarle.
—¡Entre! —gritó—. No sé qué demonios quiere ¡pero entre!
Para su contrariedad y no poca sorpresa, no había en toda la casa nada del menor valor, y el señor Boggis, que jamás malgastaba tiempo en terreno baldío, apresuróse a ofrecer disculpas y despedirse. De principio a fin, la visita le había llevado menos de quince minutos, que era, se dijo mientras montaba en el coche y salía hacia su próximo objetivo, exactamente como debía ser.
A partir de ahí no le esperaban más que granjas, la más cercana a cosa de ochocientos metros camino arriba. Resultó ser un edificio de ladrillo, grande, parcialmente enmaderado y bastante vetusto, con un magnífico peral, todavía en flor, que cubría casi todo su muro sur.
El señor Boggis llamó a la puerta. Se quedó esperando, pero, como no acudía nadie, volvió a llamar. En vista de que seguía sin obtener respuesta, se aventuró hacia la trasera de la casa, con ánimo de buscar al granjero por los establos. Tampoco allí había nadie. Conjeturando que la gente de la casa debía de estar todavía en la iglesia empezó a espiar por las ventanas, por si divisaba algo de interés. No lo halló en el comedor, ni tampoco en la biblioteca. Probó en la próxima ventana, la del cuarto de estar, y allí, ante sus propias narices, en el pequeño nicho que formaba el quicio, vio una bella pieza: una mesa de juego, semicircular, de caoba ricamente chapeada y que, estilo Hepplewhite, dataría de alrededores de 1780.
—¡Aja! —exclamó en voz alta, la cara aplastada contra el cristal—. Te felicito, Boggis.
Pero eso no era todo. Había en la estancia, además, una silla, una única silla, y, a menos que se equivocara, todavía de mejor calidad que la mesa. Otra Hepplewhite, ¿verdad? Y ¡oh, qué belleza! Los travesanos del respaldo tenían finamente tallado un dibujo de madreselvas, vainas y rosetas; el asiento guardaba su enrejillado original; las patas eran de gracioso torneado, y las dos traseras tenían aquel peculiar ensanchamiento, tan significativo. Era una silla exquisita.
—No concluirá este día —dijo el señor Boggis por lo bajo— sin que haya tenido el placer de sentarme en ese adorable asiento.
Jamás compraba una silla sin someterla a su prueba favorita, y siempre resultaba intrigante verle acomodarse con gran cuidado en el asiento, esperar el «movimiento» y calibrar con pericia el grado de contracción, infinitesimal pero preciso, que el paso de los años había producido en las juntas de espiga y de cola de milano.
Pero no había prisa, se dijo. Volvería después. Tenía toda la tarde por delante.
La granja siguiente quedaba un poco al fondo de un campo y, para ocultarlo a la vista, el señor Boggis hubo de dejar el coche en la carretera y caminar unos seiscientos metros por una senda recta que conducía al mismo traspatio de la granja. Esta, advirtió según se acercaba, era mucho más pequeña que la anterior, y no alentó muchas esperanzas respecto a ella. Se veía desparramada y sucia, y algunos de los cobertizos estaban claramente deteriorados.
Había tres hombres en cerrado grupo en una esquina del patio, en pie, uno de ellos con dos grandes galgos negros atraillados. Al verle con su traje negro y su alzacuellos, los hombres interrumpieron su conversación, y súbitamente rígidos y como helados, se quedaron quietos, totalmente inmóviles, las tres caras vueltas hacia él con suspicacia según se acercaba.
El más viejo de los tres era un tipo rechoncho, con una ancha boca de rana y ojos pequeños e inquietos. Aunque lo ignorase el señor Boggis, se llamaba Rummins y era el propietario de la granja.
El joven de elevada estatura que se encontraba a su lado y parecía tener algún defecto en un ojo era Bert, el hijo de Rummins.
El tipo bajito y carigordo, de estrecha frente llena de surcos y desmesuradamente ancho de hombros era Claud. Claud había pasado a visitar a Rummins con la esperanza de sacarle un pedazo de carne o de jamón del cerdo que habían matado la víspera. Claud tenía noticia de la matanza —sus ecos se habían difundido a buena distancia a través de los campos— y sabía que para llevar a cabo una cosa así se necesitaba un permiso del Gobierno, y que Rummins carecía de él.
—Buenas tardes —dijo el señor Boggis—. Un día maravilloso, ¿verdad?
Ninguno de los tres hombres se movió. En aquel momento pensaban, todos, exactamente la misma cosa: que, por una razón u otra, aquel cura, que desde luego no era el del lugar, venía con el encargo de meter las narices en sus asuntos e informar a las autoridades sobre sus hallazgos.
—¡Qué hermosos perros! —añadió el señor Boggis—. Debo confesar que nunca he cazado con galgos, pero me aseguran que se trata de un deporte apasionante.
Ante el nuevo silencio, el señor Boggis paseó una rápida mirada de Rummins a Claud pasando por Bert, y luego regresó de nuevo a Rummins, y advirtió que los tres tenían la misma curiosa expresión, mezcla de befa y reto, que les ponía en la boca una contracción displicente y les arrugaba de desdén la zona de la nariz.
—Permítame la pregunta, ¿es usted el dueño? —inquirió impertérrito el señor Boggis dirigiéndose a Rummins.
—¿Qué quiere?
—Mil perdones por la molestia, sobre todo siendo domingo.
Y le ofreció la tarjeta, que el otro tomó y se acercó mucho al rostro. Sus acompañantes no se movieron, pero la mirada se les desvió en su intento de atisbar.
—Sí, pero ¿qué es, exactamente, lo que quiere? —dijo Rummins.
Por segunda vez aquel día, el señor Boggis explicó con cierto detalle los objetivos e ideales de la Sociedad Protectora de Muebles Raros.
—Pues pierde usted el tiempo —repuso Rummins concluida la exposición—, porque no tenemos ninguno.
—Un momentito, caballero —dijo el señor Boggis alzando un dedo—. La última persona que me dijo eso fue un anciano granjero, allá en Sussex, y ello no obstante, cuando terminó por dejarme entrar en su casa, ¿sabe usted qué encontré? Una silla vieja y de aspecto mugriento que, arrinconada en la cocina, resultó valer... ¡cuatrocientas libras! Yo le asesoré en la venta, y con el dinero se compró un tractor nuevo.
—¡Pero qué dice usted! —intervino Claud—. No hay ninguna silla en el mundo que valga cuatrocientas libras.
—Perdóneme —replicó el señor Boggis, remilgado—, pero en Inglaterra las hay, y muchas, que valen más del doble de esa cifra. ¿Y sabe usted dónde están? Pues arrinconadas por granjas y casas de campo de todo el país, donde sus dueños las utilizan a modo de gradillas o improvisadas escaleras donde subirse con botas de clavos, para alcanzar un pote de mermelada en lo alto de la alacena, o colgar un cuadro. Les estoy diciendo la pura verdad, amigos míos.
Rummins, inquieto, mudó de uno a otro pie el peso del cuerpo.
—¿Trata de decirme que lo único que quiere es entrar, plantarse ahí en medio y echar un vistazo?
—Exactamente —repuso el señor Boggis, que por fin comenzaba a intuir por dónde iban los tiros—. No pretendo fisgar en sus armarios ni en su despensa. Sólo deseo ver los muebles, para poder referirme a ellos, caso de que tuviera usted algún tesoro aquí, en la revista de nuestra sociedad.
—¿Sabe qué pienso yo? —repuso Rummins fijando en él la mirada de sus ojillos malignos—. Pues pienso que lo que busca es comprar esas cosas por su cuenta. ¿Por qué, si no, iba a darse tantas molestias?
—¡Señor! ¡Ojalá tuviera yo dinero para eso! Claro está que, si algo viese que tanto me gustara, y que no estuviera fuera de mi alcance, podría sentir la tentación de hacerle una oferta. Pero eso, ay, ocurre muy raras veces.
—Bueno —dijo Rummins—, no veo mal alguno en que eche un vistazo por la casa, si sólo se trata de eso.
Y cruzó el patio hacia la puerta trasera de la granja mostrando el camino al señor Boggis, a quien seguían Bert, el hijo, y Claud con sus dos perros. Cruzaron la cocina, cuyo único moblaje consistía en una mesa de tablas, barata, donde se ofrecía a la vista un pollo muerto, y penetraron en un cuarto de estar bastante grande y sobremanera sucio.
¡Y allí estaba! El señor Boggis, que lo vio de inmediato, se paró en seco y, en su sobresalto, contuvo audiblemente el aliento, tras lo cual se quedó plantado allí cinco, diez, quince segundos por lo menos, mirando como un idiota y sin poder, sin atreverse a dar crédito a lo que veía. ¡No podía, no podía ser verdad! Pero, cuanto más la miraba, más verdad le parecía. ¿O acaso no la tenía delante, pegada a la pared, tan real y tangible corno la propia casa? ¿Y quién, quién en el mundo podría confundirse sobre algo semejante? Claro que estaba pintada de blanco, pero eso en nada cambiaba las cosas. Obra, sin duda, de un imbécil, el embadurnado podía retirarse fácilmente. ¡Pero... bendito sea Dios! ¡Menuda joya! ¡Y en un lugar como aquél! Entonces el señor Boggis cobró conciencia de los tres hombres, Rummins, Bert y Claud, que, agrupados al otro extremo de la sala, junto a la chimenea, le miraban con descaro. Le habían visto pararse, boquear, fijar la vista y ponerse como la grana, o a lo mejor como la cera; lo cierto, sin embargo, es que habían visto lo suficiente como para dar al traste con el asunto, a menos que encontrara rápidamente la manera de arreglarlo. En un restallido de lucidez, se llevó una mano al corazón, alcanzó a tumbos la silla más cercana y en ella se desmoronó respirando con ahogo.
—¿Qué le pasa? —preguntó Claud.
—No es nada —dijo sin resuello—. Se me pasará en seguida. Un vaso de agua, por favor. Es el corazón.
Bert fue a buscar el agua, le tendió el vaso y se quedó a su lado mirándole de través y con impertinencia.
—Me ha parecido como si mirase algo —dijo Rummins, su boca de rana ahora dilatada un punto, para componer una sonrisa artera que dejaba al descubierto los muñones de varios dientes rotos.
—No, no —contestó el señor Boggis—. ¡Qué va! No: es el corazón. Lo siento. Me ocurre de vez en cuando. Pero se me pasa en seguida. Un par de minutos, y como si nada.
Tenía que ganar tiempo, se dijo. Para pensar y, sobre todo, para calmarse por completo antes de soltar una palabra más. Cal-rna, Boggis. Lo que hagas, hazlo con serenidad. Esta gente será ignorante, pero no estúpida. Son suspicaces, desconfiados y ladinos. Y si es cierto lo que has visto..., pero no, no puede, no puede serlo...
Se había cubierto los ojos con una mano, en ademán de dolor, y ahí, con extremo cuidado, secretamente, dejó entre dos dedos una ranura por donde 'mirar.
Pues sí: el objeto continuaba en su sitio, y aprovechó para echarle un buen vistazo. Sí... ¡no se había equivocado antes! ¡No había la menor duda al respecto! ¡Era verdaderamente increíble!
Lo que estaba mirando era un mueble por cuya posesión cualquier experto hubiera dado lo que fuese. A un profano no le hubiera parecido, quizá, nada del otro jueves, sobre todo pintado así, de blanco sucio; pero para el señor Boggis representaba el sueño de un anticuario. Como a cualquier profesional de Europa o América, le constaba que entre las más famosas y codiciadas muestras subsistentes del mueble inglés del siglo xvm se encontraban los tres célebres ejemplares conocidos como «Las Cómodas Chippendale». Sabía su historia al dedillo: la primera, «descubierta» en 1920 en una casa de Moreton-in-Marsh, había sido vendida en Sotheby's ese mismo año; las dos restantes habían aparecido en el mismo establecimiento un año más tarde, ambas procedentes de Raynham Hall, Norfolk. Todas ellas habían alcanzado cotizaciones fabulosas. Aunque no recordaba con exactitud los precios obtenidos por la primera y la segunda, sabía de cierto que la última fue adjudicada en tres mil novecientas guineas. ¡Y eso en 1921! En la actualidad, la misma pieza valdría, sin lugar a dudas, diez mil libras. Alguien, el señor Boggis no conseguía recordar el nombre, había hecho en fechas muy recientes un estudio que demostraba que las tres habían salido forzosamente del mismo taller, pues el chapeado procedía del mismo tronco y en su elaboración se había utilizado idéntico juego de plantillas. Aunque de ninguna de ellas se había encontrado factura, todos los expertos coincidían en que las tres cómodas sólo podían haber sido ejecutadas por el mismo Thomas Chippendale, de propia mano, en el pináculo de su carrera.
Y allí, justo allí, repetíase el señor Boggis conforme espiaba con cautela por entre la separación de dos dedos, estaba... ¡la cuarta Cómoda Chippendale! ¡Y descubierta por él! ¡Se haría rico! ¡Y también famoso! Los tres restantes ejemplares eran conocidos en todo el mundo del mueble cada uno por un nombre especial: la Cómoda Chastleton, la Primera Cómoda Raynham y la Segunda Cómoda Raynham. Y aquélla pasaría a la historia como la Cómoda Boggis. ¡Cuando imaginaba la cara que pondrían sus colegas de Londres cuando se la vieran delante a la mañana siguiente! ¡Y las suculentas ofertas que le llegarían de los figurones del West End: Frank Partridge, Mallett, Jetley y todos los demás! En el Times aparecería una foto y, al pie: «La exquisita Cómoda Chippendale recientemente descubierta por el señor Cyril Boggis, un anticuario londinense...» ¡Cielo santo!, ¡el campanazo que iba a dar!
La que allí se encontraba, pensó el señor Boggis, era casi idéntica a la Segunda Cómoda Raynham. (Las tres, la de Chastleton y las dos Raynham, se diferenciaban una de otra en una serie de pequeños detalles.) Era una. obra grandiosa, bellísima, realizada en el estilo rococó francés del período Directoire de Chippendale: a diferencia de la cómoda común, ésta era compacta, amplia, y tenía sus cajones montados sobre cuatro patas talladas y acanaladas de unos treinta centímetros de altura. En total tenía seis cajones: dos más largos, en la parte central y otros dos encima y debajo de los centrales. El ondulado frontal presentaba un soberbio trabajo de talla en su parte superior, laterales y base, y también en vertical, entre cada grupo de cajones, a base de intrincados festones, volutas y ramilletes; y los herrajes de latón, aunque deslucidos en parte por la pintura blanca, parecían magníficos. Era, a buen seguro, una pieza un tanto «pesada»; pero el diseño había sido realizado con tanta elegancia y gracia, que su pesadez no ofendía en lo más mínimo.
—¿Qué tal se va encontrando? —oyó el señor Boggis que le preguntaba alguien.
—Mucho mejor ya. Gracias, mil gracias. Se me pasa al momento. Mi médico asegura que no es cosa de cuidado, a condición de que repose unos minutos cuando se me presente. Ah, sí —añadió conforme se levantaba despacio—: esto va mejor. Ya me siento bien.
El paso un tanto inseguro, comenzó a recorrer la habitación examinando uno por uno sus muebles y haciendo breves comentarios al respecto. En seguida se dio cuenta de que, aparte de la cómoda, constituían un lote muy pobre.
—Bonita mesa de roble. Aunque, me temo, no lo bastante antigua para resultar de interés. Las sillas son cómodas y de calidad; pero muy modernas, sí: muy modernas. En cuanto a este aparador..., bueno, pues tiene su gracia; pero lo de antes carece de valor. Y esta cómoda... —cruzó indiferente ante la Cómoda Chippendale, a la cual largó un desdeñoso papirotazo—, pues yo diría que puede valer unas cuantas libras, pero no gran cosa. Es, me temo, una reproducción bastante tosca. Probablemente realizada en la época victoriana. ¿Ustedes la pintaron de blanco?
—Sí —respondió Rummins—. Lo hizo Bert.
—Un paso muy atinado. Blanca resulta mucho menos ofensiva.
—Un mueble sólido —observó Rummins—. Y el tallado tampoco está mal.
—Es talla mecánica —replicó el señor Boggis despreciativo mientras se inclinaba para examinar la exquisita artesanía—. Se ve a un kilómetro de distancia. Pero, aun así, creo que no deja de ser bonita. Tiene un no sé qué.
Comenzó a alejarse con lentitud; pero luego, dominándose, retrocedió despacio con la punta de un dedo en el hoyuelo de la barbilla y la cabeza ladeada, frunció el ceño, como sumido en profunda reflexión.
—¿Sabe qué? —dijo sin apartar la mirada del mueble y hablando con tanta indolencia, que la voz se le iba—. Acabo de recordar que... llevo tiempo buscando un juego de patas como ése. Tengo en mi modesta casa una mesa bastante curiosa, uno de esos muebles alargados que la gente pone delante del sofá, una especie de mesita baja, y el año pasado, para la sanmiguelada, cuando me mudé, los zoquetes de los transportistas me desgraciaron las patas totalmente. Le tengo mucho apego a esa 'mesa. Es donde siempre pongo mi Biblia y los apuntes para mis sermones.
Después de una pausa, y dándose golpecitos con el dedo eri la barbilla, agregó:
—Y, mira por dónde, se me ha ocurrido que esas patas de su cómoda podrían venirme muy bien. Sí, no hay duda de ello: sería fácil cortarlas y aplicarlas a mi mesa.
Volvió la cara y vio a los tres hombres que, absolutamente inmóviles, le miraban con desconfianza; tres pares de ojos, distintos todos ellos, pero igualados por el recelo: pequeños y porcinos los de 'Rummins, grandes y sin movilidad los de Claud, y los de Bert, singulares, uno de ellos muy raro, descolorido y como nublado, con un pequeño punto negro en su centro, como el de un pescado en una bandeja.
El señor Boggis sonrióse y sacudió la cabeza.
—Pero vamos, vamos, ¿qué digo yo? Estoy hablando como si el mueble me perteneciera. Les presento mis excusas.
—Lo que quiere decir —intervino Rummins— es que le gustaría comprarlo.
—Bueno... —el señor Boggis miró de nuevo la cómoda, ceñudo—, no estoy seguro. Quizá... aunque, por otra parte, si bien se mira, no... me parece que sería demasiado jaleo. No vale la pena. Mejor dejarlo.
—¿Cuánto tenía pensado ofrecer? —preguntó Rummins.
—La verdad, no mucho. No se trata de una verdadera antigüedad, ¿sabe? Es una simple reproducción.
—Yo no estoy tan seguro de eso —dijo Rummins—. Aquí lleva más de veinte años, y antes estuvo allí, en la casa solariega, donde yo mismo la compré en subasta, cuando murió el viejo hacendado. No irá usted a decirme que esa cosa es moderna...
—Moderna, precisamente, no; pero desde luego no tiene más de sesenta años.
—Sí que los tiene —dijo Rummins—. Bert, ¿dónde está ese papelito que encontraste en el fondo de uno de los cajones? Aquella vieja factura...
El joven miró sin expresión a su padre.
El señor Boggis abrió la boca, pero volvió a cerrarla en seguida sin proferir el menor sonido. Estaba empezando a temblar, literalmente, de excitación, y, para calmarse, se acercó a la ventana y fijó la mirada en una espléndida gallina color castaño que picoteaba granos de maíz en el patio.
—Estaba en el fondo de aquel cajón, debajo de todas las trampas para conejos —insistía Rummins—. Ve a buscarla y enséñasela al señor cura.
Al acercarse Bert a la cómoda, el señor Boggis se volvió. Incapaz de apartar de él la mirada, le vio abrir uno de los grandes cajones centrales y no le pasó por alto la maravillosa suavidad con que se deslizaba. Bert hundió en él la mano y se puso a revolver entre un montón de alambres y cordeles.
—¿De esto hablas? —dijo al tiempo que extraía un papel doblado y amarillento, que llevó a su padre, el cual, habiéndolo desplegado, se lo acercó mucho a la cara.
—No m° irá usted a decir que esta escritura no es condenadamente antigua —exclamó Rummins conforme tendía el documento al señor Boggis, al cual le temblaba todo el brazo cuando lo tomó. Quebradizo, crujió levemente entre sus dedos. La caligrafía era estirada y oblicua, del estilo que habían popularizado los grabados en cobre.

Edward Montagu Esq
Adeuda a
Thomas Chippendale,

Por una gran Mesa Cómoda de la más fina caoba, ricamente tallada, sobre patas acanaladas, con dos cajones largos y de pulcra factura en su parte media, y dos ídem ídem a uno y otro lado de aquéllos, con Herrajes y Ornamentos de rico repujado, todo ello enteramente acabado al gusto más exquisito .................................................... £ 87


El señor Boggis se aferraba a sí mismo con todas sus fuerzas al tiempo que pugnaba por suprimir la excitación que, a fuerza de voltear en sus adentros, estaba mareándole. ¡Santo Dios, era portentoso! Con aquella factura en mano, el valor aumentaba de golpe. ¿En cuánto, bondad divina, lo pondría aquello? ¿En doce, en catorce, en quince mil libras; en veinte mil, tal vez? ¿Quién podía decirlo?
Con ademán de menosprecio, arrojó el papel sobre la mesa y dijo tranquilamente:
—Ni más ni menos lo que le anticipé: una reproducción victoriana. Esto no es más que la factura que el vendedor, el hombre que fabricó la cómoda y la hizo pasar por antigua, libró a su cliente. Las he visto así por docenas. Advertirá que no había de haberla hecho con sus manos. Eso habría sido levantar la liebre.
—Usted dirá lo que quiera —replicó Rummins—, pero ese papel es antiguo.
—Claro está que lo es, mi buen amigo. Se remonta a la época victoriana, a sus últimos años. Alrededor de 1890. Tendrá sesenta o setenta años. He visto centenares. Fue esa una época en la que incontables ebanistas no sabían hacer otra cosa que consagrarse a falsificar los espléndidos muebles del siglo anterior.
—Mire, señor cura —respondió Rummins señalándole con un dedo grueso y sucio—, no voy a discutirle que sepa usted lo suyo sobre esa cosa de los muebles, pero sí le diré esto: ¿corno puede estar tan seguro de que es una falsificación, sin tan siquiera haber visto qué es lo que hay bajo toda esa pintura?
—Venga aquí —dijo el señor Boggis—. Venga usted aquí y se lo -mostraré. —Y, plantado junto a la cómoda, aguardó a que los tres se acercasen—. Veamos, ¿tiene alguien una navaja?
Claud sacó una, con mango de asta, y el señor Boggis la tomó y desdobló la menor de sus hojas. A continuación, y con aparente descuido que en realidad era extrema cautela, comenzó a rascar la pintura en una pequeña zona de la parte superior. El embadurnado se desprendió limpiamente del viejo y duro barniz que escondía, y, cuando tuvo descubierto un cuadrado de unos ocho centímetros de lado, se hizo atrás y dijo:
—¡Ahí tiene: mire eso!
Era una belleza: una cálida parcelita de caoba, fulgente como un topacio, con el rico y auténtico color oscuro de sus doscientos años.
—¿Pues qué le pasa? —quiso saber Rummins.
—¡Que es industrial! ¡Cualquiera lo vería!
—¿Y usted en qué lo nota? A ver, explíquenoslo.
—Bueno, debo confesar que es un poco complicado hacerlo. Es, más que nada, cuestión de experiencia. La mía me dice, sin lugar a dudas, que esta madera ha sido tratada con cal, que es lo que usan para conseguir el color viejo y oscuro de la caoba. Para el roble usan sales de potasa, y para el castaño, ácido nítrico; pero en la caoba es siempre cal.
Los tres hombres se acercaron un poco más a fin de examinar la madera. Se les había avivado, de pronto, el interés: siempre resultaba apasionante descubrir nuevas modalidades de la trampa, del engaño.
—Observen atentamente la textura. ¿Ven ese tono anaranjado entre el granate oscuro? Pues eso es el rastro de la cal.
Se inclinaron, primero Rummins, luego Claud y después Bert, hasta casi tocar la madera con la nariz.
—Eso sin contar con la pátina...
—¿La qué?
Les explicó lo que esa palabra significaba en términos de ebanistería.
—No pueden ustedes hacerse una idea, mis buenos amigos, de lo que son capaces esos pillos para conseguir el hermoso viso bronceado de la auténtica pátina. ¡Espantoso, verdaderamente espantoso! ¡Hablar de ello me revuelve el estómago!
Lo dijo escupiendo las palabras una a una, con una mueca de acritud que diese cuenta de su profunda repugnancia. Sus interlocutores se quedaron a la espera de nuevas revelaciones.
'—¡La cantidad de tiempo y desvelos que algunos mortales emplean en engañar a los ingenuos! —exclamó el señor Boggis—. ¡Es algo que da verdadero asco! ¿Saben ustedes qué hicieron en este caso, amigos míos? Lo veo claramente, casi como si lo presenciase: el largo y complicado proceso de untar la madera con aceite de linaza, de darle una capa de pulimento francés astutamente coloreado, de rebajarlo con piedra pómez y aceite, de aplicarle una cera de abeja que en realidad contiene polvo y tierra, y, por último, tratar la madera al fuego, a fin de que el pulimento se cuartee en forma que parezca barniz de hace doscientos años... ¡El espectáculo de esa picaresca me trastorna verdaderamente!
Los tres hombres continuaban estudiando el pequeño recuadro de madera oscura.
—¡Pálpenla! —ordenó el señor Boggis—. ¡Pongan sus dedos en ella! A ver, ¿cómo la nota, fría o caliente?
—Yo la noto fría —dijo Rummins.
—¡Ahí está, amigo mío! Es cosa demostrada que las imitaciones de pátina siempre resultan frías al tacto. La pátina auténtica transmite una curiosa sensación de calor.
—Yo, ésta, la noto normal —dijo Rummins, dispuesto a discutir.
—No, señor: es fría. Aunque, claro está, se requieren dedos expertos y sensibles para emitir un juicio válido. A usted no se le puede exigir un dictamen sobre el particular, como no se me podría exigir a mí sobre la calidad de su cebada. Todo en esta vida, amigo mío, es cuestión de experiencia.
Los tres hombres miraban de hito en hito a aquel extraño cura con cara de luna y ojos saltones. Lo hacían ahora con menos suspicacia, puesto que en verdad parecía saber de qué hablaba; pero todavía estaban lejos de confiar en él.
El señor Boggis se inclinó y señaló el herraje de uno de los cajones de la cómoda.
—Este —dijo— es otro de los puntos donde los falsificadores se emplean a fondo. El latón antiguo tiene, por lo regular, un color y una naturaleza propios. ¿Lo sabían ustedes?
Los otros le miraron con intensidad, en la esperanza de descubrir nuevos secretos.
—El problema, sin embargo, está en que se han vuelto habilísimos en las imitaciones. Lo cierto es que resulta casi imposible distinguir entre «antiguo auténtico» y «falso antiguo». No me importa reconocer que me hace dudar a mí mismo. De manera que no tiene sentido rascar la pintura de estas asas. Nos quedaríamos como antes.
—¿Cómo pueden hacer pasar por viejo el latón nuevo? —indagó Claud—. Ya sabe usted que el latón no se oxida...
—Le sobra a usted razón, amigo mío. Pero esos granujas tienen sus propios métodos secretos.
—^-¿Por ejemplo? —insistió Claud, a quien cualquier información de esa índole parecía valiosa: ¿cómo saber que no iba a serle útil en algún momento?
—Para ellos la cosa se reduce —dijo el señor Boggis— a dejar los herrajes por espacio de una noche en una caja que contenga virutas de caoba con sal amoníaco. La sal amoníaco vuelve verde el metal pero, si le raspa usted el verde, debajo encontrará un viso de calidad plateada y suave, el mismo que adquiere el latón muy antiguo. ¡Oh, hacen unas atrocidades...! Con el hierro utilizan otra triquiñuela.
—¿Qué hacen con el hierro? —inquirió Claud fascinado.
—El hierro no presenta problemas —dijo el señor Boggis—. Cerraduras, placas y bisagras de hierro las entierran, sin más, en sal común, de donde salen, al cabo de nada, oxidadas y llenas de picaduras.
—Está bien —intervino Rummins—. Usted mismo reconoce que los herrajes le despistan. Podrían tener cientos y cientos de años, y usted no lo advertiría, ¿no es eso?
—Ah —susurró el señor Boggis fijando en Rummins sus protuberantes ojos castaños—, ahí es donde se equivoca usted. Fíjese en esto.
Sacó del bolsillo de la chaqueta un pequeño destornillador y, al mismo tiempo, de forma que esto les pasara a todos por alto, un tornillo de latón, que ocultó bien en la palma de la mano. A continuación, y eligiendo uno de los tornillos de la cómoda —había cuatro en cada asa—, se dedicó a rascar de su cabeza hasta el último vestigio de pintura blanca. Hecho eso, se puso a destornillarlo lentamente.
—Si éste es un tornillo de auténtico latón viejo, siglo XVIII —decía entretanto—, su espiral será ligeramente irregular y se darán cuenta en seguida de que el tallado es manual, a lima. Pero si estos herrajes fueran una falsificación de la era victoriana o de fechas más recientes, el tornillo será, como es natural, de la misma época: un artículo mecanizado y producido en masa. Cualquiera es capaz de reconocer un tornillo hecho a máquina. En fin, vamos a ver.
No le resultó difícil al señor Boggis, al poner las manos sobre el tornillo antiguo, sustituirlo por el nuevo, oculto en la palma. Era ése otro de los pequeños trucos que al correr de los años le había resultado remunerador en extremo. Los bolsillos de su chaqueta de clérigo contenían siempre una amplia provisión de tornillos de latón corrientes y de diversos tamaños.
—Ahí lo tiene —proclamó al tiempo que entregaba a Rummins el moderno—. Échele una ojeada a eso. ¿Advierte usted la perfecta regularidad del espiral? ¿La ve? No faltaría más. Es un tornillo corriente y vulgar, como lo podría adquirir hoy en cualquier ferretería rural.
El tornillo pasó de mano en mano conforme los tres lo examinaban con esmero. El mismo Rummins se sentía ahora impresionado.
El señor Boggis volvió a guardarse en el bolsillo el destornillador, junto con el fino tornillo hecho a mano que había extraído de la cómoda, y, dando media vuelta, cruzó despacio ante los tres hombres, camino de la puerta.
—Mis queridos amigos —dijo según se detenía a la entrada de la cocina—, han sido muy amables permitiéndome echar una ojeada al interior de su agradable casa, muy amables. Espero no haberles resultado un pelmazo.
Rummins abandonó su examen del tornillo y, alzando la mirada, contestó:
—No nos ha dicho usted cuánto pensaba ofrecer.
—Ah, muy cierto —repuso el señor Boggis—. No lo he dicho, ¿verdad? Bueno, para ser enteramente sincero, creo que sería demasiada complicación. Mejor dejarlo.
—¿Cuánto estaría dispuesto a dar?
—¿O sea que de veras quiere desprenderse de la cómoda?
—No he dicho que quisiera desprenderme de ella. He preguntado que cuánto daría.
El señor Boggis volvió la mirada hacia el mueble, ladeó la cabeza primero a un lado y luego a otro, frunció el ceño, formó un hociquillo con los labios, se estrechó de hombros y agitó una mano en breve desgaire, como dando a entender que apenas valía la pena parar mientes en el asunto.
—Digamos... diez libras. Creo que es lo justo.
—¡Diez libras! —exclamó Rummins—. Señor cura, por favor, ¡no sea usted ridículo!
—¡En leña valdría más! —apuntó Claud ofendido.
—¡Mire esta factura! —prosiguió Rummins al tiempo que maltrataba el precioso documento con su sucio índice, y tan brutalmente, que el señor Boggis se alarmó—. ¡Bien claro dice lo que costó! ¡Ochenta y siete libras! Y eso, nueva. Ahora es una antigüedad: ¡vale el doble!
—Con su permiso, le diré que no es así. Se trata de una reproducción de segunda mano. Pero en fin, amigo mío, cediendo a mi espíritu derrochador, le subiré hasta las quince libras. ¿Qué me dice?
—Que sean cincuenta —replicó Rummins.
El señor Boggis sintió recorridos primero el dorso de las piernas y luego las plantas de los pies por un delicioso temblorcillo que algo tenía de hormigueo. La había conseguido. Ya era suya. Era incuestionable. Pero la costumbre de comprar barato, tanto como fuera humanamente posible, adquirida a fuerza de años de necesidad y de práctica, estaba ya demasiado arraigada en él para consentirle una capitulación tan fácil.
—Mi querido amigo —susurró sin pasión—, yo sólo quiero las patas. Es posible que más adelante también les encuentre alguna aplicación a los cajones; pero el resto, el armazón en sí, es, como muy bien ha señalado el amigo de ustedes, leña y nada más que leña.
—Déme usted treinta y cinco —dijo Rummins.
—No puedo, amigo, ¡no puedo! No lo vale. Ni yo debería meterme en esta clase de regateos. No está bien. Mi última oferta y me marcho. Veinte libras.
—Acepto —retrucó Rummins—. Es suya.
—Válgame Dios —exclamó el señor Boggis enlazando las manos—. Nunca aprenderé. No debía haber dado lugar a todo esto.
—Ya no puede desdecirse, señor cura. Un trato es un trato.
—Sí, sí, lo sé.
—¿Y cómo va a llevársela?
—Pues, veamos... Si yo trajese el coche hasta el patio, ustedes, a lo mejor, serían tan amables de ayudarme a cargarla.
—¿En un coche? ¡Eso no entra de ninguna manera en un coche! ¡Necesitará usted un camión!
—No lo creo. En fin, ya veremos. Tengo el coche en la carretera. Vuelvo en un periquete. Seguro que algo ingeniaremos.
El señor Boggis salió al patio, atravesó la cancela y enfiló el largo camino que a través de los campos llevaba a la carretera. Se dio cuenta de que estaba riendo convulsa, irrefrenablemente, y en sus adentros tenía la sensación de que centenares de minúsculas burbujas, como de gaseosa, le subían del estómago y le estallaban alegres en lo alto de la cabeza. De pronto, todos los ranúnculos del campo comenzaron a convertirse en monedas de oro que centelleaban al sol. Todo el suelo estaba sembrado de ellas; y, a fin de poder caminar entre las monedas, pisarlas, oír su tintineo al darles puntapiés, apartóse del camino y se internó en la hierba. Se le hacía difícil no echar a correr. Pero los clérigos no corren: caminan con reposo. Camina con reposo, Boggis. Guarda la calma, Boggis. Ya no hay prisa. La cómoda es tuya. ¡Tuya por veinte libras! ¡Y vale quince o veinte mil! ¡La Cómoda Boggis! Dentro de diez minutos la tendrás cargada en el coche —entrará sin dificultad— y tú estarás camino de Londres, cantando sin parar. ¡El señor Boggis conduciendo a su destino la Cómoda Boggis en el coche Boggis! Un momento histórico. ¿Qué no daría un periodista por conseguir una foto que lo perpetuara? ¿No debería arreglar eso? Quizá sí. Esperemos a ver. ¡Oh, día magnífico! ¡Oh, maravilloso, soleado día estival! ¡Oh, gloria!
Entretanto, en la granja, Rummins comentaba:
—¡Mira que dar veinte libras por ese montón de basura, el zopenco del viejo!
—Se las ha ingeniado usted la mar de bien, señor Rummins—le dijo Claud—. ¿Está seguro de que le pagará?
—r-Como que no se la cargamos mientras no lo haga.
—¿Y si no entra en el coche? —continuó Claud—. ¿Sabe qué pienso, señor Rummins? ¿Quiere que le dé mi sincera opinión? Pues pienso que ese condenado trasto es demasiado grande para entrar en el coche. ¿Y qué pasará entonces? Pues que lo mandará al demonio, se lo dejará en tierra, se le largará en el coche y usted no volverá a verle el pelo. Ni verá el dinero. Para mí que no tenía demasiadas ganas de quedarse con el mueble, ¿sabe?
Rummins se detuvo a considerar esa nueva y no poco alarmante perspectiva.
—¿Cómo puede un armatoste como ése entrar en un coche?
—prosiguió Claud, implacable—. Y que los curas, además, no llevan coches grandes. ¿O es que ha visto algún cura con un coche grande, señor Rummins?
—Me parece que no.
—¡Pues ahí está! Escúcheme bien. Se me ocurre una idea. Nos dijo, ¿o no es así?, que lo único que quiere son las patas. Pues nada: se las cortamos nosotros aquí mismo, de prisa, antes de que vuelva y seguro que entonces sí entra en el coche. Encima le ahorramos el trabajo de cortarlas él cuando llegue a casa. ¿Qué me dice a eso, señor Rummins?
La cara de Claud, chata y bovina, irradiaba una untuosa ufanía.
—Pues no es tan mala la idea —respondió Rummins al tiempo que miraba la cómoda—. Como que es buena, buena de verdad. Andando, pues. Habremos de darnos prisa. Tú y Bert la sacáis al patio mientras yo voy a buscar la sierra. Empezad por quitarle los cajones.
Dos minutos más tarde, Claud y Bert habían trasladado la cómoda al exterior, donde la pusieron patas arriba en medio del polvo, las cagadas de gallina y las boñigas. A lo lejos, a medio camino de la carretera, distinguieron una pequeña figura que avanzaba a trancos sendero abajo. Se detuvieron a mirar. Había algo un tanto cómico en su porte: lo mismo emprendía un trotecillo que ejecutaba una especie de cabriola o saltaba primero sobre un pie y luego sobre ambos, e incluso les pareció oír, en un momento dado, el eco de una animada cancioncilla que hasta ellos llegaba a través del prado.
—Yo creo que está chiflado —dijo Claud.
Y Bert produjo una sonrisa tétrica mientras su ojo nublado oscilaba lentamente en su cuenca.
Achaparrado, batracial, anadeando, Rummins llegó del cobertizo, provisto de una larga sierra. Claud le descargó de ella y puso manos a la obra.
—Córtalas bien a ras —le recomendó Rummins—. No olvides que las quiere para ponérselas a una mesa.
La caoba era dura y estaba muy seca, y conforme Claud ejecutaba el trabajo, un fino polvillo rojo saltaba de los dientes de la sierra y caía, leve, al suelo. Una tras otra fueron desapareciendo las patas, y, cercenadas todas, Bert se agachó y agrupólas en esmerada fila.
Claud retrocedió a fin de apreciar el resultado de su trabajo. Siguió un silencio de cierta duración.
—Sólo le preguntaré una cosa, señor Rummins —dijo cachazudo—: aun así, ¿podría usted meter en un coche ese armatoste?
—Como no fuera una furgoneta, no.
—¡Usted lo ha dicho! —exclamó Claud—. Y los curas, ¿sabe usted?, no llevan furgonetas; cuando más, mierdecillas de Morris-ocho y de Austins-siete.
—El no quiere más que las patas —repitió Rummins—. Si el resto no entra, pues que lo deje. No puede quejarse: las patas se las lleva.
—Vamos, señor Rummins, que no es usted tan tonto —replicó Claud paciente—. Sabe de sobras que, como no consiga meterlo todo en el coche, le saldrá con rebajas. En cuestión de dinero, los curas son tan zorros como el que más, no se engañe usted. Y si es ese viejo cuco, ya no hablemos. Total, ¿por qué no darle la leña y acabar de una vez? ¿Dónde tiene el hacha?
—Sí, no me parece mal —dijo Rummins—. Bert, ve por el hacha.
Bert entró en el cobertizo y volvió con un hacha de gran tamaño, de leñador, que entregó a Claud. Este se escupió en las manos, se las frotó y acto seguido empezó a atacar brutalmente, con los brazos tendidos a todo su largo en un vaivén pendular, el despernado armazón de la cómoda.
Fue una ardua tarea y le llevó su tiempo reducir el mueble a pedazos más o menos astillados.
—Una cosa tengo que reconocer —manifestó conforme se enderezaba para enjugarse el sudor de la frente—: diga el cura lo que quiera, el tipo que montó este trasto era un carpintero condenadamente bueno.
—¡El tiempo nos ha llegado por los pelos! —proclamó Rummins—. ¡Ahí .viene!

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