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domingo, 29 de junio de 2008

ANGELES Y DEMONIOS -- " UNA TRILOGIA DE ASIMOV "

ANGELES Y DEMONIOS -- " UNA TRILOGIA DE ASIMOV "
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* FUEGO INFERNAL
* LA TROMPETA DEL JUICIO FINAL
* TRETA TRIDIMENSIONAL

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Fuego infernal
Isaac Asimov


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Hubo la agitación correspondiente a un muy cortés auditorio de primera noche. Sólo asistió un puñado de científicos, un escaso número de altos cargos, algunos congresistas y unos cuantos periodistas.
Alvin Horner, perteneciente a la delegación de Washington de la Continental Press, se hallaba próximo a Joseph Vincenzo, de Los Álamos.
-Ahora nos enteraremos de algo -comentó.
Vincenzo le miró a través de sus gafas bifocales y dijo:
-No de lo importante.
Horner frunció el entrecejo. Iban a proyectar la primera película a cámara superlenta de una explosión atómica. Mediante el empleo de lentes especiales, que cambiaban en ondulaciones la polarización direccional, el momento de la explosión se dividiría en instantáneas de mil millonésimas de segundo. Ayer, había explotado una bomba A. Y hoy, aquellas instantáneas mostrarían la explosión con increíble detalle.
-¿Cree que producirá efecto? -preguntó Horner.
-Sí que surtirá efecto -repuso Vincenzo con aspecto atormentado-. Hemos hecho pruebas piloto. Pero lo importante...
-¿Qué es lo importante?
-Que esas bombas significan la sentencia de muerte del hombre. Y que no parecemos capaces de comprenderlo... Mírelos. Están excitados y emocionados, pero no asustados.
-Conocen el peligro. Y sí que están asustados -dijo el periodista.
-No lo bastante -replicó el científico-. He visto a hombres contemplar cómo una bomba H hacía desaparecer una isla, convirtiéndola en un agujero, e irse después a casa, a dormir tranquilamente. Así es el ser humano. Por espacio de miles de años, le ha sido predicado el fuego del infierno. Nunca le causó una verdadera impresión.
-El fuego del infierno... ¿Es usted religioso, señor?
-Ayer vio usted el fuego del infierno. Una bomba atómica que explota significa el fuego infernal. Literalmente.
Aquello fue demasiado para Horner. Se levantó y cambió de sitio, aunque mirando intranquilo a la concurrencia. ¿Había alguien que sintiera temor? ¿Se preocupaba alguien por el fuego infernal? No se lo parecía.
Se apagaron las luces, y el proyector entró en funcionamiento. En la pantalla, apareció desvaída la torreta de disparo. La concurrencia permanecía atenta, llena de tensión.
Se encendió una mota de luz en la cúspide de la torreta, un punto brillante e incandescente, que aumentó lenta, perezosamente, formando recodos, cobrando desiguales formas luminosas y expandiéndose en un óvalo.
Alguien lanzó un grito sofocado y luego otro. Siguió un ronco y ruidoso balbuceo, al que sucedió un denso silencio. Horner olió el miedo, paladeó el terror en su propia boca y sintió que se le helaba la sangre.
De la ovalada pelota de fuego brotaron proyecciones. Hubo luego un instante de inmovilidad, como un éxtasis, antes de extenderse rápidamente en una brillante y uniforme esfera.
Y en aquel momento de éxtasis..., la bola de fuego había permitido ver dos negros lunares semejantes a ojos, con obscuras y tenues líneas a manera de cejas, el nacimiento del cabello en forma de «V», una boca contraída hacia arriba, en salvaje carcajada..., y unos cuernos.



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La trompeta del Juicio Final
Isaac Asimov


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El arcángel Gabriel se mostró despreocupado con respecto a aquella cuestión. Dejó indolente que la punta de una de sus alas rozara el planeta Marte, el cual, al estar compuesto de simple materia, no se vio afectado por el contacto.
-Asunto zanjado, Etheriel -dijo-. Ya no hay nada que hacer. El Día de la Resurrección está fijado.
Etheriel, un serafín muy joven, creado apenas mil años atrás, según el modo de contar el tiempo de los hombres, se estremeció de tal modo que se formaron vórtices bien definidos en el continuum. Desde su creación, había permanecido siempre al cuidado inmediato de la Tierra y sus aledaños. Como trabajo, suponía una sinecura, un lugar cómodo, un punto muerto. Sin embargo, a través de los siglos, había llegado a sentirse petulantemente orgulloso de su mundo.
-¿Vas a destruir mi mundo sin previo aviso? -protestó.
-En absoluto. Nada de eso. Hay ciertos pasajes en el Libro de Daniel y en el Apocalipsis de San Juan que resultan bastante explícitos.
-¿Lo son de verdad? ¿Después de haber sido copiados por escriba tras escriba? Me pregunto si quedarán sin cambiar dos palabras de una frase.
-Hay sugerencias en el Rig-Veda, en las Analectas confucianas...
-Que son propiedad de grupos culturales aislados, tan reducidos como una aristocracia.
-La Crónica de Gilgamesh habla de manera muy explícita.
-Gran parte de esa Crónica fue destruida con la Biblioteca de Assurbanipal hace mil seiscientos años según el cómputo terrestre, antes de mi creación.
-Hay ciertas características de la Gran Pirámide, y un motivo en las joyas taraceadas del Taj Mahal...
-Tan sutiles que ser humano alguno los ha interpretado jamás debidamente.
Gabriel dijo, cansado ya:
-Si vas a poner objeciones a todo, no es posible discusión alguna sobre el tema. De todos modos, tú deberías estar bien enterado. En los asuntos relativos a la Tierra, eres omnisciente.
-Sí, fui elegido para eso. Y te confieso que, entre las muchas preocupaciones que me causa, no se me ocurrió investigar las posibilidades de la resurrección.
-Pues tendrías que haberlo hecho. Todos los documentos implicados se encuentran en los archivos del Consejo de Ascendientes. Podrías haberlos consultado en cualquier momento.
-Pero el caso es que todo mi tiempo era necesario allí. No tienes la menor idea de la mortal eficiencia del Adversario en ese planeta. Requería todo mi esfuerzo doblegarlo. Y aun así...
-Sí, en efecto. -Gabriel acarició un cometa a su paso-. Parece que ha obtenido sus pequeñas victorias. Al fluir a través de mí la pauta factual entrelazada de ese miserable pequeño mundo, me he dado cuenta que se trata de una de esas estructuras con equivalencia de materia-energía.
-Así es -convino Etheriel.
-Y que están jugando con ella.
-Me temo que sí.
-Entonces, ¿qué mejor momento para acabar con el asunto?
-Soy capaz de manejarlo, te lo aseguro. Sus bombas nucleares no los destruirán.
-Lo dudo. Bien, supongo que ahora me dejarás continuar, Etheriel. Se aproxima el momento señalado.
-Me gustaría ver los documentos pertinentes -repuso tercamente el serafín.
-Si insistes...
Y al instante, sobre la profunda negrura del firmamento sin aire, apareció en signos el texto de un Acta de Ascendencia.
Etheriel leyó en voz alta:
-«Por orden del Consejo Superior, se dispone por la presente que el arcángel Gabriel, número de serie, etcétera, etcétera (bueno, ése eres tú), se aproximará al planeta de clase A, número G753990, posteriormente conocido con el nombre de Tierra, el 1 de enero de 1957, a las 12.01 del día, según el horario local...»
Terminó la lectura en melancólico silencio.
-¿Satisfecho?
-No, pero no tengo más remedio que aceptarlo.
Gabriel sonrió. Una trompeta apareció en el espacio. Su forma era semejante a las terrestres, pero su áureo pulido se extendía de la Tierra al Sol, con la boquilla dirigida hacia los bellos y brillantes labios de Gabriel.
-¿No puedes darme un poco de tiempo para defender mi causa ante el Consejo? -preguntó desesperado Etheriel.
-¿De qué te serviría? El acta está firmada por el Jefe, y ya sabes que un acta firmada por Él es totalmente irrevocable. Y ahora, si no te importa, ya casi ha llegado el segundo convenido. Quiero terminar con esto de una vez, pues tengo otros asuntos de mucha mayor importancia en que pensar. ¿Me haces el favor de apartarte un poco? Gracias.
Gabriel sopló, y todo el Universo, hasta la más lejana estrella, se colmó con el tenue sonido, de tono perfecto y la más cristalina delicadeza. Al sonar, hubo un leve momento estático, tan leve como la línea que separa el pasado del futuro. Y en el acto, la estructura de los mundos se derrumbó sobre sí misma, y la materia se acumuló de nuevo en el caos primitivo del cual surgiera una vez al conjuro del Verbo. Las estrellas y las nebulosas desaparecieron, y el polvo cósmico, el Sol, los planetas y la Luna. Todo, excepto la Tierra, la cual quedó donde estaba, suspendida en el Universo, ahora vacío por completo.
La trompeta del Juicio Final había sonado.

R. E. Mann (todos cuantos le trataban le llamaban simplemente por sus iniciales, R. E.) entró en las oficinas de la Billikan Bitsies Factory y se quedó mirando sombrío al hombre de elevada estatura (flaco, pero con cierta ajada elegancia, intensificada por su pulcro bigote gris) que se hallaba encorvado sobre un montón de papeles que había en su mesa.
R. E. consultó su reloj de pulsera, que marcaba aún las 7:01, por haberse parado en esa hora. Naturalmente, se trataba de la hora de Oriente, que correspondía a las 12:01 del mediodía según el meridiano de Greenwich. Sus obscuros ojos pardos, que miraban penetrantes sobre un par de pronunciados pómulos, se posaron en los del otro con fijeza.
Durante unos instantes, el hombre de elevada estatura le miró a su vez inexpresivo. Luego dijo:
-¿Puedo servirle en algo?
-¿Horatio J. Billikan, supongo? ¿El propietario de esta fábrica?
-Sí.
-Yo soy R. E. Mann, y no pude evitar detenerme al ver a alguien trabajando. ¿No sabe usted qué día es hoy?
-Es el Día de la Resurrección.
-¡Ah, ya sé! Oí el toque. Destinado a despertar a los muertos... Qué historia tan buena, ¿no cree? -Rió entre dientes unos instantes y prosiguió-: Me desperté a las siete de la mañana. Di un codazo a mi mujer, que dormía como un tronco, según su costumbre. «Es la trompeta del Juicio Final, querida», le dije. Hortensia, así se llama mi mujer, me contestó: «Muy bien», y siguió durmiendo. Me bañé, me afeité, me vestí y vine al trabajo.
-¿Pero por qué?
-¿Y por qué no?
-Ninguno de sus empleados se ha presentado hoy.
-No, pobre gente. Se han tomado el día libre. Era de esperar. Después de todo, no se acaba el mundo todos los días. Con franqueza, me alegro. Me proporciona una oportunidad para poner en orden mi correspondencia personal sin interrupciones. El teléfono no ha sonado hasta ahora ni una sola vez... -Se levantó, dirigiéndose a la ventana-. Supone una gran mejoría... Nada de sol cegador, y la nieve ha desaparecido. Una luz agradable y un grato calor. Muy buen arreglo... Ahora, si no le importa, estoy bastante ocupado, así que me dispensará...
Un ronco vozarrón le interrumpió diciendo: «Un minuto, Horatio». Y un caballero que se parecía en grado notable a Billikan, aunque de facciones más marcadas, introdujo su prominente nariz en el despacho, asumiendo una actitud de dignidad ofendida, apenas disminuida por el hecho de hallarse desnudo.
-¿Puedo preguntarte por qué has cerrado la fábrica?
Billikan pareció a punto de desmayarse.
-¡Cielo Santo! -balbuceó-. ¡Es mi padre! ¿De dónde sales?
-Del cementerio -respondió el recién llegado-. ¿De dónde diablos quieres que salga? Están saliendo de allí a docenas. Todos desnudos. También las mujeres.
Billikan hijo carraspeó:
-Te daré algo de ropa, padre. Iré a buscártela a casa.
-No tiene importancia. El negocio primero, el negocio primero.
R. E. salió de su ensimismamiento para decir:
-¿Está todo el mundo abandonando sus tumbas al mismo tiempo, señor?
Mientras hablaba miraba con curiosidad a Billikan padre. El viejo parecía hallarse en la fuerza de la edad. Sus mejillas, aunque surcadas de arrugas, resplandecían de salud. Su edad, decidió R. E., era la misma que tenía en el momento de su muerte, pero su cuerpo había retrocedido a la época de su vida en que se hallaba en su plenitud.
Billikan padre contestó:
-No, no. Los de las tumbas más recientes salen primero. Tottersby murió cinco años antes que yo y salió unos cinco minutos después de mí. Fue el verle lo que me decidió a marcharme de allí. Ya tuve bastante con él cuando... -dio un puñetazo sobre la mesa, con un sólido puño-. No hay taxis ni autobuses. No funcionan los teléfonos. He tenido que venir a pie. Treinta y cinco kilómetros a pie.
-¿Así? -preguntó su hijo con espantada voz.
Billikan padre bajó la mirada para contemplar su piel al descubierto con despreocupada aprobación.
-Hace calor. Y la mayoría van desnudos... De todos modos, hijo, no he venido aquí para charlar de fruslerías. ¿Por qué está cerrada la fábrica?
-No está cerrada. Es una ocasión especial.
-¡Qué ocasión especial ni qué diablos! Llama al sindicato y diles que el Día de la Resurrección no figura en el contrato de trabajo. Se les deducirá a todos del salario. Cada minuto que permanezcan ausentes de su labor.
La rasurada cara de Billikan hijo tomó un aire de obstinada decisión, mientras escudriñaba a su padre.
-No -dijo-. No lo haré. No olvides que no eres tú quien está al mando de esta factoría, sino yo.
-¿Ah, sí? ¿Y con qué derecho?
-Por tu voluntad expresada en tu testamento.
-Muy bien. Pues ahora que estoy de regreso, anulo mi testamento.
-No puedes, padre. Estás muerto. Tal vez no lo parezcas, pero tengo testigos. Guardo el certificado médico. He pagado las facturas del empresario de pompas fúnebres. Si lo necesito, obtendré el testimonio de los portadores del féretro.
Billikan padre miró con fijeza a su hijo, se sentó, colocó una mano sobre el respaldo de su butaca y cruzó las piernas.
-Si vamos a eso -dijo-, todos estamos muertos, ¿no es así? El mundo se ha acabado.
-Pero tú has sido declarado legalmente muerto y yo no.
-¡Bah! Ya cambiaremos eso. Va a haber más de los nuestros que de los vuestros, hijo. Y los votos cuentan.
Billikan hijo dio una firme palmada sobre su mesa. Enrojeció ligeramente.
-Padre, no desearía abordar este punto particular, pero ya que me obligas a ello... Debo recordarte que en estos momentos madre debe estar ya esperándote en casa y que sin duda alguna se habrá visto también obligada a caminar por las calles..., desnuda. No creo que se sienta de muy buen humor.
Billikan padre se puso ridículamente pálido.
-¡Cielo santo! -exclamó.
-Y ya sabes que siempre deseó que te retirases.
Billikan padre adoptó una decisión rápida.
-No pienso ir a casa. ¡Vaya, esto es una pesadilla! ¿No hay límite alguno para esta histeria de la resurrección? Es..., es..., pura anarquía. No hay que extremar tanto las cosas. No, he dicho que no iré a casa y no voy.
En aquel punto, un caballero un tanto rotundo, de rostro terso, suave y sonrosado y blancas patillas a lo Francisco José, entró en el despacho y saludó fríamente:
-Buenos días.
-¡Padre! -dijo el Billikan desnudo.
-¡Abuelo! -dijo el Billikan vestido.
El abuelo Billikan miró a su nieto con aire de desaprobación:
-Si eres mi nieto, parece que has envejecido mucho. El cambio no te ha mejorado.
Billikan nieto sonrió con dispépsica debilidad y no respondió.
Tampoco el abuelo Billikan parecía esperar respuesta alguna. Continuó:
-Bien, si me ponen al corriente de cómo va el negocio en la actualidad, reasumiré mis funciones de director.
Hubo dos respuestas simultáneas, y el encendido de las mejillas del abuelo se intensificó hasta un grado peligroso, en tanto golpeaba perentorio el suelo con un bastón imaginario y ladraba una réplica.
R. E. decidió intervenir.
-Caballeros -dijo. Alzó un poco la voz-. ¡Caballeros! -y acabó por gritar a pleno pulmón-: ¡CABALLEROS!
La conversación cesó de repente, y todos se volvieron hacia él. El rostro anguloso de R. E., sus ojos singularmente atractivos y su sardónica boca parecieron dominar de pronto la reunión.
-No comprendo esta discusión -dijo-. ¿Qué es lo que fabrican ustedes?
-Copos -respondió Billikan nieto.
-O sea, si no me equivoco, un desayuno empaquetado, a base de cereales...
-Lleno de energía en cada uno de sus áureos trocitos... -proclamó Billikan nieto.
-Recubiertos de cristalino azúcar, dulce como la miel. Elaboración y alimento que... -rezongó Billikan padre.
-Tienta al más inapetente... -rugió Billikan abuelo.
-A eso iba -interrumpió R. E.-. ¿Qué clase de inapetencia?
Todos le miraron con aire estólido.
-¿Perdón? -dijo Billikan nieto, creyendo no haber entendido bien.
-Sí, ¿alguno de ustedes tiene apetito? -volvió a preguntar R. E.-. Yo no.
-¿Qué es lo que farfulla este estúpido? -barbotó Billikan abuelo.
Su invisible bastón habría medido las costillas de R. E. de haber existido (el bastón, no las costillas, claro). R. E. prosiguió:
-Estoy tratando de poner en su conocimiento que nadie querrá volver a comer. Nos hallamos en el después, y el alimento resulta innecesario.
Las expresiones que se dibujaron en los rostros de los Billikan no necesitaban interpretación alguna. Se hizo evidente que habían intentado comprobar sus propios apetitos y los habían hallado nulos.
Billikan nieto exclamó con el rostro ceniciento:
-¡Arruinados!
Billikan abuelo aporreó enérgica y ruidosamente con la contera de su imaginario bastón.
-Esto es una confiscación de la propiedad sin el debido procedimiento legal. Entablaremos pleito, litigaremos...
-Totalmente anticonstitucional -le apoyó Billikan padre.
-Si encuentran a alguien para que presente la demanda, les deseo buena suerte -manifestó R. E. en tono afable-. Y ahora, si me lo permiten, creo que voy a darme una vuelta por el cementerio.
Y encasquetándose el sombrero, se dirigió a la puerta y salió.

Etheriel, con sus vórtices estremecidos, se vio ante la gloria de un querubín de seis alas.
-Si te he entendido bien -dijo éste-, tu universo particular ha sido desmantelado.
-Exacto.
-Bueno, supongo que no esperarás que yo lo ajuste de nuevo...
-No espero que hagas nada, excepto conseguirme una entrevista con el Jefe.
Al oír este nombre, el querubín se apresuró a exponer su respeto. Las puntas de dos de sus alas le cubrieron los pies, otras dos los ojos y las dos últimas la boca. Volviendo a su estado normal, repuso:
-El Jefe está muy ocupado. Tiene una miríada de asuntos que resolver.
-¿Y quién lo niega? Me limito a señalar que, si las cosas continúan como hasta ahora, tendrá un universo en el cual Satán logrará la victoria final.
-Es el nombre hebreo del Adversario -explicó impaciente Etheriel-. Podría llamarle también Ahrimán, que es la palabra persa. En cualquier caso, me refiero al Adversario.
-¿Y a qué te conducirá una entrevista con el Jefe? -dijo el querubín-. Firmó el documento que autorizaba tocar la trompeta del Juicio Final, y ya sabes que su firma es irrevocable. El Jefe no contradiría nunca su propia omnipotencia revocando una palabra pronunciada en su facultad oficial.
-¿Es tu última decisión? ¿No quieres concertarme una entrevista?
-No puedo.
-En ese caso -decidió Etheriel- acudiré al Jefe sin que me sea concedida audiencia. Invadiré el Móvil Primero. Y si ello significa mi destrucción, que así sea.
E hizo acopio de todas sus energías...
-¡Sacrilegio! -murmuró horrorizado el querubín.
Se oyó como un trueno cuando Etheriel salió disparado hacia las alturas.

R. E. Mann recorrió las atestadas calles, acostumbrándose poco a poco a la visión de toda aquella gente aturdida, incrédula, apática, vestida sucintamente o, con mayor frecuencia, sin nada encima.
Una chiquilla que aparentaba unos doce años, colgada de una puerta de hierro, con un pie posado sobre un barrote y balanceándose adelante y atrás, le saludó al pasar:
-¡Hola!
-¡Hola! -correspondió R. E.
La niña estaba vestida. No era uno de los... retornados.
-Tenemos un nuevo bebé en casa. Es una hermanita. Mamá no hace más que quejarse y me ha mandado aquí.
-Me parece muy bien -dijo R. E.
Cruzó la verja y se dirigió a la casa, de modesto aspecto. Tocó el timbre y, al no obtener respuesta, abrió la puerta y penetró en el interior. Siguiendo el sonido de los sollozos, llamó con los nudillos a una segunda puerta. Un hombre vigoroso, de unos cincuenta años, de escaso pelo, gruesas mejillas y prominente mandíbula, abrió y le dirigió una mirada, mezcla de asombro y enfado.
-¿Quién es usted?
R. E. se quitó el sombrero.
-Pensé que podría servir de alguna ayuda. Su pequeña, que está fuera...
Una mujer, sentada en una silla junto a una cama de matrimonio, alzó la vista hacia él con aire desvalido. Su cabello comenzaba a encanecer. Tenía el rostro abotargado por el llanto, y las venas de las manos amoratadas e hinchadas. Una criatura se hallaba sobre la cama, gordezuela y desnuda, agitando lánguidamente los pies y dirigiendo acá y allá sus ojos sin vista aún.
-Es mi pequeña -dijo la mujer-. Nació hace veintitrés años, en esta casa, y murió a los diez días, también aquí. ¡Deseé tanto que volviera!
-Bueno, pues ya la tiene -la animó R. E.
-¡Pero es demasiado tarde! -clamó la mujer, en una especie de vehemente sollozo-. Tuve otros tres hijos. Mi hija mayor está casada, mi hijo cumpliendo el servicio militar. Y ya soy demasiado vieja para criar a otro. Si por lo menos..., si por lo menos...
Sus facciones se contrajeron en un esfuerzo por reprimir las lágrimas. No lo consiguió.
Su marido intervino, diciendo con voz átona:
-No es una criatura real. No llora. No se ensucia. No quiere tomar leche. ¿Qué vamos a hacer con ella? Jamás crecerá. Siempre seguirá siendo un bebé.
R. E. meneó la cabeza.
-No lo sé. Siento no poder hacer nada para ayudarles.
Y se marchó sosegadamente. Pensó sin perder la calma en los hospitales y las clínicas. Miles de criaturas debían estar apareciendo en ellos.
«Que las cuelguen en perchas -pensó sardónico-. Que las hacinen como leños, en atados. No necesitan cuidados. Sus cuerpecillos no son más que el recipiente de una indestructible chispa vital.»
Pasó ante dos chiquillos al parecer de la misma edad, tal vez unos diez años. Sus voces eran agudas. El cuerpo de uno de ellos brillaba bajo la luz no solar, de manera que se trataba de un retornado. El otro no. R. E. se detuvo a escucharles.
-Tuve la escarlatina -decía el desnudo.
-¡Sí, claro! -exclamó el vestido, con una chispa de envidia en la voz.
-Por eso morí.
-¿Ah, sí? ¿Qué te dieron, penicilina o aureomicina?
-¿De qué hablas?
-Son medicinas.
-Nunca oí hablar de ellas.
-Chico, pues no has oído hablar de mucho.
-Sé tanto como tú.
-Conque sí, ¿eh?
-A ver, ¿quién es el presidente de Estados Unidos?
-Warren Harding.
-Estás chiflado. Es Eisenhower.
-¿Quién es ése?
-¿No lo has visto nunca en la televisión?
-¿Qué es la televisión?
El chico vestido gritó como para romperle los tímpanos a cualquiera:
-Algo que, moviendo un botón, se ven artistas, películas, vaqueros, lanzamientos de cohetes y todo lo que se quiera.
-A ver, enséñamelo.
-No funciona en este momento -confesó tras una pausa el niño del presente.
El otro manifestó su enojo, gritando a su vez:
-Lo que pasa es que no ha funcionado nunca. Eres un embustero.
R. E. se encogió de hombros y siguió adelante.
Los grupos escaseaban al acercarse al cementerio. Todos se encaminaban a la ciudad, desnudos.
Un hombre le detuvo. De aspecto jovial, con la piel sonrosada y el cabello blanco, se le veían las marcas de los lentes a ambos lados del puente de la nariz, aunque no los llevaba.
-Se le saluda, amigo -dijo.
-¡Hola! -respondió R. E.
-Usted es el primer hombre vestido que veo. Supongo que estaba vivo cuando sonó la trompeta.
-En efecto.
-Bien, ¿no le parece grande todo esto? ¿No lo encuentra maravilloso y extraordinario? Venga, regocíjese conmigo.
-Le gusta a usted esto, ¿verdad?
-¿Gustar? Una alegría pura y radiante me colma. Estamos rodeados por la luz del primer día, la luz que resplandecía suave y serenamente antes que fueran creados el Sol, la Luna y las estrellas. Usted debe conocer el Génesis, claro. Hay el dulce calor que debió ser uno de los mayores deleites del Edén, no el enervante de un sol implacable, ni el asalto del frío en su ausencia. Hombres y mujeres andan por las calles sin ropa alguna y no se avergüenzan. Todo está bien, amigo, todo está bien.
-Desde luego, es un hecho que no me ha impresionado el despliegue femenino.
-Pues claro que no -corroboró el otro-. El deseo y el pecado, tal como lo recordamos de nuestra existencia terrenal, ya no existen. Permítame que me presente, amigo, tal como fui en otros tiempos. Mi nombre en la Tierra fue Winthrop Hester. Nací en 1812 y morí en 1884, tal como entonces contábamos el tiempo. A lo largo de los últimos cuarenta años de mi vida, laboré para conducir mi pequeño rebaño hasta el Reino. Ahora podré contar los que gané para él.
R. E. contempló con solemnidad al ministro de la Iglesia.
-Lo más probable es que no haya habido ningún Juicio todavía.
-¿Por qué no? El Señor ve en el interior de cada hombre, y en el mismo instante en que todas las cosas del mundo cesaron, todos fueron juzgados. Nosotros somos los salvos.
-Pues deben haberse salvado muchos.
-Por el contrario, hijo mío, los salvos no son sino un resto.
-Un resto muy nutrido... Por lo que puedo colegir, todo el mundo vuelve a la vida. Y he visto en la ciudad algunos personajes muy desagradables tan vivos como usted.
-Un arrepentimiento de último momento...
-Yo nunca me he arrepentido.
-¿De qué, hijo mío?
-Del hecho de no haber asistido nunca a la iglesia.
Winthrop Hester se echó atrás presuroso.
-¿Fue usted bautizado alguna vez?
-No, que yo sepa.
Winthrop Hester tembló.
-Pero seguro que creyó en Dios.
-Bueno. Creí una serie de cosas sobre Él que probablemente le espantarían si se las dijera.
Whinthrop Hester se dio la vuelta y se marchó presa de gran agitación.
En lo que quedaba de camino hasta el cementerio (R. E. no tenía medios de calcular el tiempo ni se le ocurrió intentarlo), nadie más le detuvo. Halló el cementerio casi vacío, sin árboles ni hierba. Pensó que no quedaba ya verdor en el mundo; el mismo suelo presentaba un gris duro e informe, sin granulación; el firmamento, una blancura luminosa. Sin embargo, las lápidas subsistían.
Sobre una de ellas se hallaba sentado un hombre flaco y con arrugas, de largo cabello negro y una mata de pelo, más corto, aunque más impresionante, en el pecho y la parte superior de los brazos. Le llamó con profunda voz:
-¡Eh, usted!
-Hola -dijo R. E., sentándose en otra lápida vecina.
El del pelo negro dijo:
-Su indumentaria tiene un aspecto muy raro. ¿En qué año ha sucedido esto?
-En 1957.
-Yo morí en 1807. ¡Curioso! Esperaba que a estas alturas me habría convertido en un buen churrasco, con las llamas eternas brotando de mis entrañas.
-¿No piensa venir a la ciudad?
-Me llamo Zeb -dijo el otro-. Abreviatura de Zebulón, pero con Zeb basta. ¿Qué tal la ciudad? ¿Habrá cambiado un poco, supongo?
-Ha llegado a los cien mil habitantes.
La boca de Zeb dibujó algo semejante a un bostezo.
-¡Vaya! ¿Más que Filadelfia...? Usted bromea.
-Filadelfia tiene... -R. E. se detuvo. Exponer la cifra no serviría de nada. En vez de ello, dijo-: Ha crecido lo normal en una ciudad durante ciento cincuenta años...
-¿El país también?
-Ahora tenemos cuarenta y ocho estados. Lo ocupamos todo hasta el Pacífico.
-¡No me diga! -Zeb se dio una fuerte palmada de contento en el muslo y respingó ante la ausencia de tela que hubiera atenuado el golpe-. Me iría al oeste si no se me necesitara aquí. Sí, señor -su cara se ensombreció, y sus delgados labios tomaron un rictus de definida inflexibilidad-. Sí, me quedaré aquí, donde soy necesario.
-¿Por qué es necesario?
La explicación surgió con breve y duro laconismo.
-¡Indios!
-¿Indios?
-Millones de ellos. Primero las tribus que combatimos y liquidamos, y encima las que nunca vieron a un hombre blanco. Todos ellos están volviendo a la vida. Necesitaré a mis viejos camaradas. Ustedes, los tipos de la ciudad, no valen para eso... ¿Ha visto alguna vez a un indio?
-Últimamente no.
Zeb esbozó un gesto de desprecio e intentó escupir a un lado, pero no encontró saliva para ello.
-Más vale que regrese a la ciudad -dijo-. Dentro de poco, no habrá la menor seguridad por estos parajes. Desearía tener mi mosquetón.
R. E. se puso en pie, meditó un momento, se encogió de hombros y se dirigió a la ciudad. La lápida sobre la que había estado sentado se desplomó al levantarse, convirtiéndose en polvo de piedra gris, que se amalgamó con la tierra informe. Miró en derredor. La mayoría de las lápidas habían desaparecido. El resto no tardaría en hacerlo. Sólo la que estaba bajo Zeb parecía aún firme y fuerte.
R. E. echó a andar. Zeb ni siquiera se volvió para mirarle. Seguía inmóvil y en calma, en espera... de los indios.

Etheriel se zambulló a través de los cielos con temeraria celeridad. Los ojos de los Ascendientes se hallaban posados sobre él, lo sabía. Desde el serafín creado en último lugar, pasando por los querubines y los ángeles, hasta el más elevado de los arcángeles, todos debían estar contemplándole.
Había llegado ya más arriba que ningún Ascendiente estuviera nunca sin ser invitado, y esperaba el palpitar del Verbo que reduciría sus vórtices a la nada.
Mas no vaciló. A través del no-espacio y el no-tiempo se precipitó hacia la unión con el Móvil Primero, la sede que circundaba todo lo que Es, Fue, Sería, Había Sido, Podía Ser y Debía Ser.
Y al pensarlo, irrumpió y se fundió con él, expandiéndose su ser de manera que, por un instante, formó parte del Todo. Sin embargo, de un modo misericorde, sus sentidos se velaron, y el Jefe se convirtió en una queda voz en su interior, tenue pero tanto más impresionante en su infinita plenitud.
-Hijo mío -dijo la voz-, ya sé por qué has venido.
-Entonces ayúdame, si tal es tu voluntad.
-Por mi propia voluntad, un acto mío es irrevocable. Todo tu género humano, hijo mío, anhelaba vivir. Todos temían la muerte. Todos albergaban y desarrollaban pensamientos y sueños de vida ilimitada. No dos grupos de hombres, no dos hombres aislados. Todos desarrollaban la misma idea de la vida futura, todos deseaban vivir. Se pedía que fuese el común denominador de todos esos deseos... de vida eterna. Y accedí.
-Ningún servidor tuyo presentó la solicitud.
-La presentó el Adversario, hijo mío.
La débil gloria de Etheriel desfalleció. Murmuró en voz baja:
-Soy polvo a tu vista e inmerecedor de estar en tu presencia, pero debo hacerte una pregunta. ¿También el Adversario es tu servidor?
-Sin él, no podría tener ningún otro -repuso el Jefe-. ¿Pues qué es el Bien sino la lucha eterna contra el Mal?
«Y en esa lucha -pensó Etheriel-, yo he perdido.»

R. E. se detuvo a la vista de la ciudad. Los edificios se estaban derrumbando. Los de madera eran ya montones de astillas. Se dirigió al más próximo de tales hacinamientos y halló las astillas polvorientas y secas.
Penetró más profundamente en la ciudad y vio que las casas de ladrillo se mantenían aún en pie, si bien los ladrillos presentaban una siniestra redondez en los bordes, un amenazador descascarillamiento.
-No durarán mucho -dijo una voz profunda-, pero hasta cierto punto supone un consuelo saber que al derrumbarse no matarán a nadie.
R. E. alzó la vista sorprendido y se halló cara a cara con un cadavérico Don Quijote de deprimidas mandíbulas y hundidas mejillas. Sus ojos eran tristes; su cabello, castaño y lacio. La ropa le colgaba flojamente, y la piel asomaba a través de varios desgarrones.
-Mi nombre es Richard Levine -dijo el individuo-. Era profesor de historia..., antes que esto ocurriera.
-Va usted vestido -observó R. E.-. Así que no es uno de los resucitados.
-No, pero esa señal que me diferencia va desapareciendo. La ropa se cae a jirones.
R. E. observó a la muchedumbre que pasaba, moviéndose lentamente y sin meta, como polillas bajo un rayo de sol. En efecto, pocos llevaban ropa. Se miró la suya y por primera vez reparó en que se había desprendido ya la costura lateral de las perneras de sus pantalones. Tomó entre pulgar e índice la tela de su chaqueta, y la lana se desmenuzó con facilidad.
-Me parece que tiene usted razón -dijo a Levine.
-Y si se fija, verá también que Mellon's Hill está quedando raso -prosiguió el profesor de historia.
R. E. dirigió la mirada al norte, donde las mansiones de la aristocracia -toda la aristocracia que había en la ciudad- festoneaban las laderas de Mellon's Hill, y halló casi liso el horizonte.
-Al final -anunció Levine-, todo se reducirá a una planicie, sin ningún rasgo característico. La nada..., y nosotros.
-Y los indios -añadió R. E.-. Hay un hombre al exterior de la ciudad que los espera. No hace más que clamar por un mosquetón.
-Imagino que los indios no nos causarán ninguna desazón. No hay placer alguno en combatir a un enemigo al que no se puede matar o herir. Y aunque se pudiera, el anhelo de batalla habría desaparecido, como todos los anhelos.
-¿Está usted seguro?
-Segurísimo. Aunque no se lo imagine al mirarme, antes que todo esto aconteciera, me causaba un gran e inofensivo placer la contemplación de una figura femenina. Ahora, pese a las oportunidades sin par a mi disposición, me siento irritantemente falto de interés. No, no es cierto... Ni siquiera me causa irritación mi desinterés.
R. E. lanzó una breve ojeada a los transeúntes.
-Ya sé lo que quiere decir.
-La venida de los indios aquí no significa nada comparada con lo que debe ser la situación en el Viejo Mundo -prosiguió Levine-. Ya en las primeras horas de la Resurrección, sin duda volvieron a la vida Hitler y su Wehrmacht. Ahora deben hallarse en compañía y mezcolanza con Stalin y el Ejército Rojo, en todo el camino que va desde Berlín a Stalingrado. Para complicar la situación, llegarán los káiseres y los zares. Los hombres de Verdún y el Some volverán a los antiguos campos de batalla. Napoleón y sus mariscales se desparramarán por la Europa occidental. Y Mahoma habrá vuelto para ver lo que épocas posteriores han hecho del Islam, mientras que los santos y los apóstoles estudiarán las sendas de la cristiandad. Y hasta los mongoles, pobrecillos, los Kanes de Temujin a Aurangzeb, recorrerán desamparados las estepas, en anhelante búsqueda de caballos.
-Como profesor de historia, lo lógico es que anhele también estar allí para observar.
-¿Cómo podría estar allí? La posición de todo hombre en la Tierra queda limitada ahora a la distancia que puede recorrer caminando. No hay máquinas de ninguna especie y, como he mencionado ya, tampoco caballos ni cabalgadura alguna. Y al fin y al cabo, ¿qué cree que encontraría en Europa de todos modos? Apatía, igual que aquí.
El sordo ruido de una caída hizo que R. E. girase en redondo. El ala de un edificio de ladrillo próximo a ellos se había derrumbado. A ambos lados, entre el polvo, había cascotes. Sin duda, alguno de ellos le había golpeado sin que se diera cuenta.
-Encontré a un hombre que pensaba que todos habíamos sido ya juzgados y estábamos en el cielo -dijo.
-¿Juzgados? Sí, me imagino que lo estamos. Nos enfrentamos ahora a la eternidad. No nos queda ningún universo, ni fenómenos exteriores, ni emociones, ni pasiones. Nada, sino nosotros mismos y el pensamiento. Nos enfrentamos a una eternidad de introspección, cuando nunca, a lo largo de la historia, hemos sabido qué hacer de nosotros mismos en un domingo lluvioso.
-Parece como si la situación le molestara.
-Mucho más que eso. Las concepciones dantescas del infierno eran pueriles e indignas de la imaginación divina. Fuego y tortura... El hastío es mucho más sutil. La tortura interior de una mente incapaz de escapar de sí misma en modo alguno, condenada a pudrirse en la exudación de su propio pus mental por toda la eternidad resulta mucho más refinada. Sí, amigo mío, hemos sido juzgados..., y condenados. Y esto no es el cielo, sino el infierno.
Levine se levantó, con los hombros abrumados por el decaimiento, y se marchó.
R. E. miró pensativo en derredor y asintió con la cabeza. Estaba convencido.

El reconocimiento del propio fracaso duró sólo un instante en Etheriel. De pronto, alzó su ser tan brillante y elevadamente como osó en presencia del Jefe, y su gloria fue una pequeña mota de luz en el infinito Móvil Primero.
-Si debe cumplirse tu voluntad -dijo-, no pido que renuncies a ella, sino que la colmes.
-¿De qué modo, hijo mío?
-El documento aprobado por el Consejo de Ascendientes y firmado por Ti señala el Día de la Resurrección para una hora específica de un día determinado del año 1957, según el cómputo del tiempo de los terrestres.
-Así es.
-Pero la fijación de la fecha es impropia. En efecto, ¿qué significa 1957? Para la cultura dominante en la Tierra, significa que transcurrieron mil novecientos cincuenta y siete años después del nacimiento de Jesucristo, cosa muy cierta. Sin embargo, desde el instante en que insuflaste la existencia a la Tierra y al Universo, han pasado 5.960 años. Y basándose en la evidencia interna de tu creación dentro de este universo, han pasado cerca de cuatro billones de años. ¿Cuál es por lo tanto el año impropio, el 1957, el 5960 o el 4000000000000? Y no es eso todo. El año 1957 después de Jesucristo coincide con el 7474 de la era bizantina y con el 5716 según el calendario judío. Igualmente, corresponde al año 2708 desde la fundación de Roma, en caso que adoptemos el calendario romano, y al 1375 en el calendario mahometano, y al 180 de la independencia de Estados Unidos... Así que te pregunto humildemente: ¿no te parece que un año mencionado como 1957, sin especificar más, resulta impropio y sin significado alguno?
La voz profunda, sosegada y tenue, a la par que intensa, del Jefe repuso:
-Siempre supe eso, hijo mío. Eras tú quien tenías que aprenderlo.
-Entonces -rogó Etheriel, con un luminoso temblor de alegría-, haz que se cumpla tu designio al pie de la letra y, en consecuencia, que el Día de la Resurrección recaiga, en efecto, en el 1957 prescripto, pero sólo cuando todos los habitantes de la Tierra acuerden por unanimidad que un año determinado, y ningún otro, corresponde a 1957.
-Así sea -asintió el Jefe.
Y su Verbo recreó la Tierra y todo cuanto contenía, junto con el Sol, la Luna y todos los demás huéspedes del cielo.

Eran las siete de la mañana del 1 de enero de 1957 cuando R. E. Mann se despertó sobresaltado. El comienzo de la melodiosa nota que debía haber llenado el Universo había sonado y sin embargo no había sonado.
Por un instante, enderezó la cabeza, como si quisiera hacer penetrar en ella la comprensión. Luego, cruzó por su rostro un leve gesto de rabia, que se desvaneció muy pronto. No había sido más que otra batalla.
Se sentó ante su escritorio para componer el siguiente plan de acción. La gente hablaba ya de la reforma del calendario y había que apoyarla. Una nueva era debía comenzar el 2 de diciembre de 1944. Algún día llegaría el nuevo año 1957. El 1957 de la era atómica, reconocido como tal por todo el mundo.
Una extraña luz fulguró en su cerebro, mientras los pensamientos se sucedían en su mente más que humana. Y dos pequeños cuernos, uno en cada sien, parecieron dibujarse en la sombra de Ahrimán proyectada en la pared *.
*_ En inglés, R. E. Mann se pronuncia de manera muy semejante a Ahrimán (N. del T.).



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Treta tridimensional
Isaac Asimov


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-Vamos, vamos -dijo Shapur con bastante cortesía, considerando que se trataba de un demonio-. Está usted desperdiciando mi tiempo. Y el suyo propio también, podría añadir, puesto que sólo le queda media hora.
Y su rabo se enroscó.
-¿No es desmaterialización? -preguntó caviloso Isidore Wellby.
-Ya le he dicho que no.
Por centésima vez, Wellby miró el bronce que le rodeaba por todas partes sin solución de continuidad. El demonio se había permitido el impío placer (¿de qué otra clase iba a ser?) de señalar que el piso, el techo y las cuatro paredes carecían de rasgos diferenciales, y estaban formados todos ellos por planchas de bronce de sesenta centímetros soldadas sin unión.
Era la última estancia cerrada, y Wellby disponía sólo de otra media hora para salir de ella. El demonio le contemplaba con expresión de concentrada anticipación.

Isidore Wellby había firmado diez años antes, que se cumplían aquel día.
-Pagamos de antemano -insistió Shapur en tono persuasivo-. Diez años de todo cuanto desee, dentro de lo razonable. Al final, pasará a ser un demonio. Uno de los nuestros, con un nuevo nombre de demoníaca potencia y todos los privilegios que eso incluye. Apenas se dará cuenta que está condenado. De todos modos, aunque no firme, tal vez acabe igual en el fuego, por el simple curso de los acontecimientos. Nunca se sabe... Fíjese en mí. No lo hago tan mal. Firmé, disfruté de mis diez años, y aquí estoy. No lo hago tan mal.
-En ese caso, si puedo terminar por condenarme, ¿por qué se muestra tan ansioso para que firme? -preguntó Wellby.
-No resulta fácil reclutar directivos para el infierno -respondió el demonio con un franco encogimiento de hombros, que intensificó el débil olor a bióxido sulfúrico que se advertía en el aire-. Todo el mundo especula para llegar al cielo. Una pobre especulación, pero así es. Yo creo que usted es demasiado sensible para eso. Pero entretanto nos encontramos con más almas condenadas de las que somos capaces de atender y una creciente penuria en el plano administrativo.
Wellby, que acababa de ser licenciado del ejército con muy poco entre las manos, a excepción de una cojera y la carta de despedida de una muchacha a la que en cierto modo amaba aún, se pinchó el dedo y suspiró.
Lógicamente, leyó primero el pequeño impreso. Tras la firma con su sangre, se depositaría en su cuenta cierta cantidad de poder demoníaco. No sabía en detalle cómo se manejaban aquellos poderes, ni siquiera la naturaleza de los mismos. Sin embargo, vería colmados sus deseos de tal modo que parecerían el producto de mecanismos perfectamente normales.
Desde luego, no se cumpliría ningún deseo que interfiriese con los designios superiores y con los propósitos de la historia humana. Wellby enarcó las cejas ante esta cláusula.
Shapur carraspeó.
-Una precaución que nos ha sido impuesta por..., ¡ejem!..., Arriba. Sea razonable. La limitación no le supondrá obstáculo alguno.
-Parece también una cláusula trampa.
-Algo de eso, sí. Después de todo, debemos comprobar sus aptitudes para el puesto. Como ve, se establece que, al finalizar sus diez años, deberá ejecutar una tarea para nosotros, una labor que sus poderes demoníacos le harán perfectamente posible realizar. No le diremos aún la naturaleza de esa tarea, pero dispondrá de diez años para estudiar sus poderes. Considere toda la cuestión como un examen de ingreso.
-Y si no paso la prueba, ¿qué?
-En tal caso -respondió el demonio-, será usted una vulgar alma condenada. .-Y como al fin y al cabo era demonio, sus ojos fulguraron humeantes ante la idea, y sus ganchudos dedos se retorcieron como si los sintiera ya profundamente clavados en las partes vitales de su interlocutor. No obstante, añadió con suavidad-: ¡Oh, vamos! La prueba será sencilla. Preferimos tenerle como directivo que como un alma más en nuestras manos.
A Wellby, sumido en melancólicos pensamientos sobre su inasequible amada, le importaba muy poco por el momento lo que sucedería al cabo de diez años. Firmó.
Los diez años pasaron rápidamente. Como el demonio había predicho, Isidore Wellby se mostró razonable y las cosas marcharon bien. Aceptó un trabajo y, como aparecía siempre en el momento adecuado y en el lugar oportuno y siempre decía la palabra apropiada al hombre apropiado, alcanzó pronto un puesto de gran autoridad.
Las inversiones que hacía resultaban invariablemente beneficiosas. Y lo más gratificante fue que su chica volvió a él con el arrepentimiento más sincero y la más satisfactoria adoración.
Su casamiento fue feliz y bendecido con cuatro criaturas, dos varones y dos hembras, todos ellos inteligentes y con un comportamiento razonable. Al final de los diez años, se hallaba en la cúspide de su autoridad, reputación y riqueza, en tanto que su mujer, al madurar, se había vuelto todavía más bella.
Y a los diez años (en el día justo, naturalmente) de establecer el pacto, se despertó para encontrarse, no en su dormitorio, sino en una horrible cámara de bronce de la más espantosa solidez, sin más compañía que la de un ávido demonio.
-Todo lo que tiene que hacer es salir de aquí y se convertirá en uno de los nuestros -le explicó Shapur-. Lo conseguirá con facilidad empleando con lógica sus poderes demoníacos, siempre que sepa cómo manejarlos. A estas alturas, debería saberlo.
-Mi mujer y mis pequeños se inquietarán mucho por mi desaparición -dijo Wellby, con un comienzo de arrepentimiento.
-Hallarán su cadáver -manifestó el demonio en tono de consuelo-. Habrá muerto al parecer de un ataque al corazón. Celebrarán unos funerales magníficos. El sacerdote anunciará su subida al cielo, y nosotros no le desilusionaremos, como tampoco a quienes le estén escuchando. Vamos, Wellby, dispone usted de tiempo hasta el mediodía.
Wellby, que se había acorazado en su inconsciente durante los diez años para este momento, se sintió menos asaltado por el pánico de lo que podía haberlo estado. Miró inquisitivo a su alrededor.
-¿Está herméticamente cerrada esta habitación? ¿No hay aberturas secretas?
-Ninguna en paredes, piso o techo -dijo el demonio con deleite profesional ante su obra-. Ni tampoco en las intersecciones de cualquiera de las superficies. ¿Va a renunciar?
-No, no. Deme tan sólo tiempo.
Wellby meditó intensamente. No había señal alguna de cierre en la estancia. Sin embargo, se notaba como una corriente de aire. Tal vez penetrase por desmaterialización a través de las paredes. Quizá también el demonio había entrado así. Estaba en lo posible que él, Wellby, pudiera desmaterializarse para salir. Lo preguntó.
El demonio le respondió con una risita entre sus dientes afilados.
-La desmaterialización no forma parte de sus poderes. Ni tampoco la empleé yo para entrar.
-¿Está seguro?
-La cámara es de mi propia creación -manifestó petulante el demonio-. La construí especialmente para usted.
-¿Y penetró desde el exterior?
-Así fue.
-¿Y yo también podría hacerlo con los poderes demoníacos que poseo?
-En efecto. Mire, seamos precisos. No puede moverse a través de la materia, pero sí en cualquier dimensión, por un simple esfuerzo de su voluntad. Arriba y abajo, a derecha e izquierda, oblicuamente, etcétera, mas no atravesar la materia en modo alguno.
Wellby siguió cavilando, mientras Shapur le señalaba la suma e inconmovible solidez de las paredes de bronce, del piso y del techo, y su inquebrantable acabado.
A Wellby le pareció obvio que Shapur, por mucho que creyera en la necesidad de reclutar directivos, estaba pura y simplemente conteniendo su demoníaco placer ante la posibilidad de ver en sus garras una vulgar alma condenada, para jugar con ella al gato y al ratón.
-Cuando menos -dijo Wellby, con afligido intento de aferrarse a la filosofía-, me quedará el consuelo de pensar en los diez felices años que disfruté. Seguro que eso significará un alivio y un consuelo hasta para un alma condenada en el infierno.
-En absoluto -denegó el demonio-. ¿Qué clase de infierno sería si se permitiesen consuelos? Todo cuanto uno obtiene en la Tierra por pacto con el diablo, como en su caso (o el mío), es punto por punto lo mismo que se habría logrado sin tal pacto, de haber trabajado con laboriosidad y plena confianza en... Arriba. Eso es lo que transforma tales convenios en algo tan auténticamente demoníaco.
Y el demonio rió con una especie de regocijado aullido.
Wellby exclamó lleno de indignación:
-¿Quiere decir que mi mujer hubiese vuelto a mí aunque no hubiese firmado el contrato?
-Está en lo posible -respondió Shapur-. Todo cuanto sucede es por voluntad de... Arriba. Ni siquiera nosotros podemos cambiar eso.
El pesar de aquel momento debió agudizar los sentidos de Wellby, pues fue entonces cuando se desvaneció, dejando la habitación vacía, excepto por la presencia de un sorprendido demonio. Y la sorpresa de éste se tornó furia cuando reparó en el contrato con Wellby que había estado sosteniendo en su mano hasta aquel momento para la acción final, en un sentido o en otro.

Diez años (día por día, claro) después que Isidore Wellby hubiera firmado su pacto con Shapur, el demonio penetró en su despacho y le dijo con el mayor enojo:
-¡Mire aquí...!
Wellby alzó la vista de su trabajo, asombrado.
-¿Quién es usted?
-Sabe demasiado bien quién soy.
Y miró al hombre con ojos duros y penetrantes.
-En absoluto -respondió Wellby.
-Creo que dice la verdad, pero le refrescaré la memoria.
Y así lo hizo en el acto, detallando los acontecimientos de los últimos diez años.
-¡Ah, sí! -dijo Wellby-. Puedo explicarlo, desde luego, ¿pero está seguro que no seremos interrumpidos?
-No, no lo seremos -respondió ceñudo el demonio.
-Bueno, pues me hallaba en aquella cámara cerrada de bronce y...
-No me interesa eso. Lo que quiero es saber...
-¡Por favor! Déjeme que lo cuente a mi modo.
El demonio contrajo las mandíbulas y exhaló tal cantidad de bióxido sulfúrico que Wellby tosió y adoptó una expresión de sufrimiento.
-Si quisiera apartarse un poco... –rogó-. Gracias... Así, pues, me hallaba en aquella cámara cerrada de bronce y recuerdo que usted me exponía la ausencia de toda solución de continuidad en las cuatro pareces, el piso y el techo. Y se me ocurrió preguntarme por qué especificaba eso. ¿Qué más había, aparte de las paredes, el piso y el techo? Definía usted un espacio tridimensional, completamente circunscrito. Y eso era, en efecto. Tridimensional. La habitación no estaba incluida en la cuarta dimensión. No existía de forma indefinida en el pasado. Dijo que la había creado para mí. Pensé entonces que, si uno se trasladaba al pasado, llegaría a un punto en el tiempo, en el que no existía la cámara y, por lo tanto, se hallaría fuera de la misma. Más aún, usted había dicho que podía moverme en cualquier dimensión, y el tiempo se considera sin la menor duda una dimensión. En todo caso, tan pronto como decidí moverme hacia el pasado, me retrotraje a tremenda velocidad, y de repente el bronce desapareció.
Shapur clamó acongojado.
-Ya me lo imagino. No podría haber escapado de otra manera. Es ese contrato suyo lo que me preocupa. No se ha convertido en una vulgar alma condenada. De acuerdo, eso forma parte del juego. Pero al menos debe ser uno de los nuestros, un ejecutivo. Para eso se le pagó. Si no lo entrego abajo, me veré en un enorme lío.
Wellby se encogió de hombros.
-Lo siento por usted, desde luego, pero no puedo ayudarle. Debió haber creado la cámara de bronce inmediatamente después que yo estampara mi firma en el documento. Como no fue así, al salir de ella me encontré justo en el momento en que establecíamos nuestro convenio. Allí estaba usted de nuevo y allí estaba yo. Usted empujando el contrato hacia mí, y una pluma con la que me había de pinchar el dedo. Sin duda, al retroceder en el tiempo, el futuro se borró de mi recuerdo, pero no del todo al parecer. Al tenderme usted el contrato, me sentí inquieto. No recordé el futuro, pero me sentí inquieto. Por lo tanto, no firmé. Le devolví el contrato en blanco.
Shapur rechinó los dientes.
-Debí darme cuenta. Si las reglas de la probabilidad afectasen a los demonios, debiera haberme desplazado con usted a este nuevo mundo supuesto. Tal como han sucedido las cosas, todo cuanto me queda por decir es que ha perdido los diez años felices que le abonamos. Es un consuelo. Y ya le atraparemos al final. Otro consuelo.
-¿Ah, sí? -replicó Wellby-. ¿De modo que hay consuelos en el infierno? A través de los diez años que he vivido realmente, ignoré lo que quizá hubiera obtenido. Pero ahora que me trae usted a la memoria el recuerdo de «los diez años que pudieron haber sido», recuerdo también que en la cámara de bronce me dijo que los convenios demoníacos no daban nada que no se obtuviera mediante la laboriosidad y la confianza en... Arriba. He sido laborioso y he confiado.
Los ojos de Wellby se posaron sobre la fotografía de su bella esposa y los cuatro hermosos hijos. Luego, paseó la vista por el lujoso despacho, decorado con el mejor gusto.
-Puedo muy bien escapar por completo al infierno. También el decidir esto se halla fuera de su poder -añadió.
Y el demonio, lanzando un horrible chillido, se desvaneció para siempre
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ANGELES Y DEMONIOS -- ARMAGEDON -- FREDRIC BROWN

ANGELES Y DEMONIOS
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Armagedón
Fredric Brown



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Tuvo lugar, entre todos los lugares del mundo, en Cincinnati. No es que tenga nada en contra de Cincinnati, pero no es precisamente el centro del universo, ni siquiera del estado de Ohio. Es una bonita y antigua ciudad y, a su manera, no tiene par. Pero incluso su cámara de comercio admitiría que carece de significación cósmica. Debió de ser una simple coincidencia que Gerber el Grande -¡vaya nombre!- se encontrara entonces en Cincinnati.
Naturalmente, si el episodio hubiera llegado a conocerse, Cincinnati se habría convertido en la ciudad más famosa del mundo, y el pequeño Herbie sería aclamado como un moderno San Jorge y más celebrado que un niño bromista. Pero ni uno solo de los espectadores que llenaban el teatro Bijou recuerda nada acerca de lo ocurrido. Ni siquiera el pequeño Herbie Westerman, a pesar de tener la pistola de agua que tan importante papel jugó en el suceso.
No pensaba en la pistola de agua que tenía en un bolsillo mientras contemplaba al prestidigitador que ejecutaba su número en el escenario. Era una pistola de agua nueva, comprada en el camino hacia el teatro cuando engatusó a sus padres para que entraran en la juguetería de la calle Vine; pero, en aquel momento, Herbie estaba mucho más interesado por lo que ocurría en el escenario.
Su expresión revelaba la más completa aprobación. Los juegos de manos a base de cartas no suponían ningún misterio para Herbie. El mismo sabía hacerlos. Eso sí, debía utilizar una baraja pequeña que iba en la caja de magia y era del tamaño adecuado para sus nueve años de edad. Y la verdad es que cualquiera que le observase podía ver el paso de la carta de un lado a otro de la mano. Pero eso no era más que un detalle.
Sin embargo, sabía que pasar siete cartas a la vez requería una gran fuerza digital así como una habilidad sin límites, y eso era lo que Gerber el Grande estaba haciendo. Durante el cambio no se oía ningún chasquido revelador, y Herbie hizo un gesto de aprobación. Entonces recordó el siguiente número.
Dio un codazo a su madre y le dijo:
-Mamá, pregunta a papá si tiene un pañuelo para dejarme.
Por el rabillo del ojo, Herbie vio que su madre volvía la cabeza y en menos tiempo del necesario para decir «Presto», Herbie había abandonado su asiento y corría por el pasillo. Se sentía satisfecho de su hábil maniobra de despiste y su rapidez de reflejos.
En aquel preciso momento de la actuación -que Herbie ya había visto en otras ocasiones, solo- era cuando Gerber el Grande pedía que algún niño subiera al escenario. Lo estaba haciendo en aquel preciso instante.
Herbie Westerman se le adelantó. Se puso en movimiento mucho antes de que el mago formulara la solicitud. En la actuación precedente, fue el décimo en llegar a las escaleras que unían el pasillo y el escenario. Esta vez había estado preparado, y poco se había arriesgado a que sus padres se lo prohibieran. Quizá su madre le hubiera dejado y quizá no; le pareció mejor esperar a que mirase hacia otro lado. No se podía confiar en los padres en cosas como ésa. A veces, tenían ideas muy raras.
«...tan amable de subir al escenario?» Los pies de Herbie se posaron en el primer escalón antes de que el mago terminara la frase. Oyó un decepcionado arrastrar de pies a su espaldas, y sonrió vanidosamente mientras atravesaba el escenario.
Herbie sabía, por anteriores representaciones, que el truco de las tres palomas era el que necesitaba un ayudante escogido entre el público. Era el único truco que no conseguía descubrir. Sabía que en aquella caja tenía que haber un compartimiento oculto, pero ni siquiera podía imaginarse dónde. Sin embargo, esta vez sería él quien aguantara la caja. Si a esa distancia no era capaz de descubrir el truco, lo mejor que podía hacer era dedicarse a coleccionar sellos.
Sonrió abiertamente al mago. No es que él, Herbie, pensara delatarle. Él también era mago; por eso comprendía qué entre todos los magos debía existir un gran compañerismo y que uno jamás debía revelar los trucos de otro.
No obstante, se estremeció y la sonrisa se borró de su cara en cuanto observó los ojos del mago. Gerber el Grande, desde tan cerca, parecía mucho más viejo que desde el otro lado del escenario. Y además, distinto. Mucho más alto, por ejemplo.
Sea como fuere, aquí llegaba la caja para el truco de las palomas. El ayudante habitual de Gerber la traía en una bandeja. Herbie desvió la mirada de los ojos del mago y se sintió mejor. Incluso recordó la razón por la que se encontraba en el escenario. El criado cojeaba. Herbie agachó la cabeza para ver la parte inferior de la bandeja por si acaso. No vio nada.
Gerber cogió la caja. El criado se alejó cojeando y Herbie lo siguió con la mirada. ¿Era realmente cojo o se trataba únicamente de un truco más?
La caja se dobló hasta quedar totalmente plana. Los cuatro lados reposaron sobre el fondo, la superficie reposó sobre uno de los lados. Había pequeñas bisagras de latón.
Herbie dio rápidamente un paso atrás para ver la zona posterior mientras la anterior era mostrada a los espectadores. Sí, entonces lo vio. Un compartimiento triangular adosado a un lado de la tapa, cubierta por un espejo, y unos ángulos destinados a lograr su invisibilidad. Un truco muy gastado. Herbie se sintió un poco decepcionado.
El prestidigitador dobló la caja y el compartimiento oculto por el espejo quedó en su interior. Se volvió ligeramente.
-Y ahora, jovencito...

Lo que ocurrió en el Tibet no fue el único factor; fue el último eslabón de una cadena.
El clima tibetano había sido insólito durante esa semana, realmente insólito. Hizo un relativo calor. La nieve sucumbió a las elevadas temperaturas en cantidad superior a la que se había fundido a lo largo de los últimos años. Los riachuelos crecieron, y todos los ríos aumentaron de caudal.
A lo largo de los ríos, los molinillos de oraciones giraban a más velocidad de la que habían alcanzado jamás. Otros, sumergidos, se detuvieron. Los sacerdotes, con el agua hasta las rodillas, trabajaban frenéticamente, acercando los molinillos a la ribera, donde el veloz torrente no tardaría en volver a cubrirlos.
Había un pequeño molinillo, uno muy antiguo que había girado sin cesar durante más tiempo del que ningún hombre podía recordar. Hacía tanto tiempo que se encontraba allí que ningún lama recordaba la inscripción que ostentaba, ni cuál era el propósito de aquella oración.
Las turbulentas aguas rozaban su eje cuando el lama Klarath se acercó para trasladarlo a un lugar más seguro. Demasiado tarde. Sus pies resbalaron sobre el barro y la palma de su mano tocó el molinillo mientras caía. Liberado de sus amarras, se alejó con la corriente, rodando por el fondo del río, hacia aguas cada vez más profundas.
Mientras rodó, todo fue bien.
El lama se levantó, tiritando a causa de la momentánea inmersión, y se dirigió hacia otro de los molinillos. ¿Qué importancia podía tener un pequeño molinillo?, pensó. No sabía que -ahora que otros eslabones se habían roto- sólo aquel diminuto objeto se interponía entre la Tierra y Armagedón.
El molinillo de Wangur Ul siguió rodando y rodando hasta que, a dos kilómetros río abajo, chocó con un saliente y se detuvo. Ese fue el momento.

«Y ahora, jovencito...»
Estamos nuevamente en Cincinnati, Herbie Westerman levantó la vista, preguntándose por qué se habría interrumpido el prestidigitador a mitad de la frase. Vio que el rostro de Gerber el Grande estaba contorsionado por una gran impresión. Sin moverse, sin cambiar, su rostro empezó a cambiar. Sin transformarse, se transformó.
Después, lentamente, el mago se echó a reír. En aquellas suaves carcajadas se reflejaba todo el mal del mundo. Ninguno de los que las oyeron pudieron dudar de su personalidad. Ninguno dudó. Los espectadores, todos y cada uno de ellos, supieron en aquel horrible momento quién se encontraba ante ellos, lo supieron -incluso los más escépticos- sin ninguna sombra de duda.
Nadie se movió, nadie habló, nadie contuvo el aliento. Hay otras cosas aparte del miedo. Sólo la incertidumbre causa miedo y, en aquel momento, el teatro Bijou estaba lleno de una espantosa certidumbre.
La risa se hizo más fuerte. Alcanzó un crescendo, resonó en los rincones más polvorientos de la galería. Nada -ni una mosca del techo- se movió.
Satanás habló.
-Agradezco la atención que han prestado a un pobre mago -hizo una exagerada reverencia-. La representación ha concluido.
Sonrió.
-Todas las representaciones han concluido.
El teatro pareció obscurecerse, a pesar de que las luces siguieran encendidas. En medio de un silencio mortal, pareció oírse el ruido de unas alas, unas alas correosas, como si invisibles criaturas se estuvieran reuniendo.
En el escenario reinaba un mortecino resplandor rojo. De la cabeza y cada uno de los hombros de la alta figura del mago surgió una minúscula llama.
Aparecieron otras llamas. Surgieron a lo largo del proscenio, a lo largo del escenario. Una de ellas surgió de la tapa de la caja doblada que el pequeño Herbie Westerman seguía teniendo en las manos.
Herbie dejó caer la caja.
¿He mencionado que Herbie era cadete de salvamento? Fue una acción puramente refleja. Un niño de nueve años no sabe gran cosa acerca de temas como Armagedón, pero Herbie Westerman debería haber sabido que el agua jamás habría podido apagar aquel fuego.
Pero, como ya he dicho, fue una acción puramente refleja. Sacó su nueva pistola de agua y lanzó un chorro de líquido sobre la caja destinada a ejecutar el truco de las palomas. Y el fuego se apagó, mientras gotas del chorro de agua mojaban la pernera de los pantalones de Gerber el Grande, que se encontraba de espaldas a él.
Se produjo un ruido sibilante, repentino. Las luces brillaron nuevamente con toda su fuerza, y todas las demás llamas se apagaron, el ruido de alas se desvaneció, ahogado por otro ruido, el murmullo de los espectadores.
El prestidigitador tenía los ojos cerrados. Su voz sonó extrañamente forzada cuando dijo:
-Conservo todo mi poder; ninguno de ustedes recordará lo sucedido.
Después, muy lentamente, se volvió y recogió la caja del suelo. Se la dio a Herbie Westerman.
-Debes tener más cuidado, niño -dijo- sujétala así.
Dio un ligero golpecito en la tapa con su varita mágica. La puerta se abrió. Tres palomas blancas se escaparon de la caja. El susurro de sus alas no era correoso.

El padre de Herbie Westerman bajó las escaleras con semblante pensativo, descolgó el suavizador de la navaja de afeitar de un clavo de la pared de la cocina.
La señora Westerman levantó la mirada y dejó de remover la sopa que estaba haciendo.
-Pero, Henry -dijo-, no irás a castigarle por lanzar un poco de agua por la ventanilla del coche mientras volvíamos a casa, ¿verdad?
Su marido meneó la cabeza.
-Claro que no, Marge. Pero ¿no recuerdas que compramos esa pistola de camino al teatro, y que no nos acercamos para nada a un grifo? ¿Dónde crees que la llenó?
No aguardó la respuesta.
-Cuando nos detuvimos en la catedral para hablar con el padre Ryan acerca de su confirmación, ¡entonces fue cuando la llenó! ¡En la pila bautismal! ¡Poner agua bendita en la pistola de agua!
Subió pesadamente las escaleras, con el suavizador en la mano.
Rítmicos golpes y gemidos de dolor se escaparon hacia el piso inferior. Herbie, que había salvado al mundo estaba recibiendo su recompensa.

l

.

QUE SE PUEDE ENCONTRAR...?

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EL MUNDO AVATAR

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