INTRODUCCIÓN
Si
es cierto que el gran resurgimiento periódico de la popularidad del género
literario de terror se produce siempre en épocas de grandes crisis mundiales
(morales, políticas, económicas, etc.), entonces es indudable que en la
actualidad nos hallamos en un momento excelente. Tras la gran depresión
americana de 1929, se produjo efectivamente un gran renacimiento del género de
terror en todos sus aspectos. En cine vimos el nacimiento de mitos tales como
Frankenstein, King Kong... En literatura fue la edad dorada de la revista Weird Tales y de autores
como Lovecraft, Derleth y Howard. Ante los estremecimientos de la realidad,
afirman los sociólogos, el público deseaba evadirse con los estremecimientos
proporcionados por la ficción, comprobando a través de ella que podían existir
terrores más grandes y más terribles que aquellos que cercaban su vida
cotidiana.
Por
supuesto, es un absurdo intentar comparar la situación actual del mundo con la
existente tras la gran crisis de 1929. No se ha producido ningún crack
espectacular que haya hecho desmoronarse de golpe todo un modelo de sociedad.
Sin embargo, en el fondo, las condiciones son casi paralelas..Desde los inicios
de los años setenta, sobre todo desde que se desatara la gran crisis del
petróleo, el mundo vive en una época de progresiva depresión, de la cual está
intentando salir por todos los medios. Y en el proceso, como era de esperar,
los géneros que algunos llaman ya la «literatura de la desesperación», entre
ellos el terror, vuelven a estar de moda. En el campo que nos ocupa surgen
autores como Stephen King, que consiguen índices de venta jamás alcanzados hasta
ahora y crean verdaderas escuelas de seguidores. En cine, la plasmación en
imágenes de las propias obras de King, y otras películas de terror claramente
alegóricas de las angustias de nuestro tiempo como El exorcista. La profecía,
etc., deleitan con morbosos estremecimientos al espectador. En los Estados
Unidos, revistas como Cavalier,
incluso el propio Playboy, no dudan en ofrecer a menudo en sus páginas
relatos de terror. Se crean antologías de relatos terroríficos que reciben gran
aceptación: Charles L. Grant crea su serie Shadows, Ramsell Campbell
edita sus New Terrors, Kirby McCauley su Dark Forces, la
editorial Pan Book lleva ya veintiún volúmenes de su Pan Book of Horror,
y muy recientemente aparece una nueva revista periódica, The Twilight Zone Magazine,
que se pone a la cabeza de todas las revistas del género existentes con la
intención, que se está convirtiendo en realidad, de ser una resurrección de la
gran revista Weird Tales.
Y
también hay otro dato digno de hacer notar. Aunque siempre ha existido un
mercado mundial para el relato de terror, los años cincuenta, sesenta y parte
de los setenta se han caracterizado por una gran carestía de autores. Las
antologías publicadas durante esos años recogían invariablemente los relatos
clásicos de Poe, Wilkie Collins, Ambrose Bierce, Saki, Jacobs, M. R. James,
Blackwood, Machen, Lovecraft evidentemente... y algún que otro relato aislado
de un autor más moderno, de calidad a veces algo más que discutible. Esto, en
la segunda mitad de los años setenta y principios de los ochenta, ha cambiado
radicalmente. Respondiendo a las exigencias del mercado, han surgido nuevos y
excelentes autores del relato de terror. Stephen King puede que sea el más
notorio gracias a la popularidad que ha obtenido, pero no es ni con mucho el
único. Hay muchos más, y su relación aquí se haría interminable. Ya los irán
conociendo.
En
España, sin embargo, seguimos anclados todavía en los autores «clásicos» de
terror. Las antologías hasta ahora aparecidas en lengua castellana, aunque algunas
de ellas muy estimables ciertamente, se han limitado sin embargo a seguir los
esquemas de las antologías norteamericanas de los años cincuenta y sesenta, de
tal modo que los relatos que las componen casi son intercambiables de una a
otra, si no son en algunos casos los mismos. Las nuevas corrientes del terror,
ese «terror urbano» que está imponiéndose cada vez más sobre el «terror
sobrenatural» como otro imperativo de nuestras condiciones modernas de vida,
esos «nuevos terrores» de pesadillas tecnológicas o basados en las neurosis del
hombre actual y que han sustituido a los antiguos mitos terroríficos de honda
raigambre medieval, esos psicópatas que han ocupado claramente el lugar de los
viejos monstruos, el moderno terror cotidiano que ha usurpado su puesto al
viejo terror gótico, todo ello aún sigue siendo casi desconocido para los
lectores de habla hispana.
Cubrir
este hueco es lo que pretenden las series de antologías que se inician con
ésta, y que seguirán incluyéndose en sucesivos números de esta colección. A
través de las selecciones de los más importantes antologistas del género en
este momento (Kari Edward Wagner, Ramsell Campbell, Charles L. Grant, etc.), se
irá ofreciendo una muestra representativa y válida de los más importantes
relatos de terror que están apareciendo en nuestros días. Habrá, por supuesto,
relatos de corte clásico, otros kafkianos, muestras de fantasía pura, terror
macabro, terror psicológico... Las vertientes del terror son casi infinitas, y
ése es uno de sus mayores atractivos.
Para
este primer volumen de las antologías se ha escogido una de las más celebradas
de estos últimos años: la que preparó Karl Edward Wagner para DAW Books (Dónala
A. Woliheim es uno de los mayores especialistas norteamericanos de la ciencia
ficción, la fantasía y el terror, y es autor también de varios excelentes
relatos del género), reuniendo los mejores relatos de terror publicados en
lengua inglesa en 1980. Se trata, pues, de una antología a la vez moderna y
representativa. Contiene desde el más puro homenaje lovecraftiano (El hombre
negro con un cuerno), pasando por el terror que podríamos llamar clásico (Los
gatos de Pére Lachaise, Sin ton ni son. El hueco), gótico (La catacumba),
y las nuevas versiones de antiguos mitos (Pisadas), hasta ese otro terror
que podríamos llamar «experimental» (De guardia. El Rey). Sin olvidar,
por supuesto, el extenso y magnífico relato del indiscutido maestro del género
en la actualidad y que abre la antología: El mono, de Stephen King, un
auténtico best-seller del relato corto, muy en la línea de su autor. Y
recuérdenlo: este volumen es sólo un principio. Seguirán más: estén atentos a
ellos.
Mientras
los esperan, que ustedes se estremezcan bien.
DOMINGO SANTOS
El mono
Stephen King
Uno
de los hitos para los aficionados al terror durante los años sesenta fue una
serie de revistas editadas con ostentoso vulgaridad y seleccionadas por Robert
A. W. Lowndes para algo llamado Health Knowledge, Inc. Los títulos que tuvieron
una vida más prolongada de sus varias series fueron Magazine of Horror y Startling
Mystery Stories; en su mayor parte reeditaban historias de otro modo
inaccesibles de fuentes tales como las míticas Weird Tales y Strange Tales, con
alguna ocasional historia original, normalmente ilegible, firmada por alguien
de quien nadie nunca había oído hablar. Ramsey Campbell, que por aquel entonces
tenía ya un libro en su haber, era uno de tales oscuros escritores, y otro era
Stephen King, que vendió a esas revistas sus primeras dos historias (por un
precio conjunto de sesenta y cinco dólares).
Nacido
el 21 de septiembre de 1946 en Portland, Maine, King empezó a escribir a la
edad de doce años. El éxito no fue instantáneo. Tras graduarse en la
universidad, trabajó en una lavandería por sesenta dólares a la semana antes de
encontrar un trabajo docente en una escuela superior por seis mil cuatrocientos
dólares al año. Sus primeras novelas consiguieron tan sólo cartas de rechazo,
pero en las revistas para hombres, particularmente Cavalier, King
encontró un mercado dispuesto a recibir los relatos cortos de horror, y decidió
probar fortuna con la novela de horror popular. Allí King tuvo algo más de
suerte: su primera novela. Carrie, fue publicada en 1974, seguida por Salem's
Lot (La hora del vampiro), The Shining (El resplandor), la colección
de relatos Night Shift (En el umbral de la noche), The Stand (La
danza de la muerte), The Dead Zone (La zona muerta), y Firestarter
(Ojos de fuego). Su éxito fue tal que es muy poco probable que King tenga que
volver alguna vez a su trabajo en la lavandería. El mono se publicó como
una separata inserta en el número de Gallery de noviembre de 1980... uno
de los lugares más inusuales para que puedan perseguirlo los coleccionistas de
primeras ediciones. Mientras lo leía, he intentado recordar qué le ocurrió al
monito de cuerda que yo tenía cuando era un chiquillo. He intentado recordarlo
intensamente...
Cuando
Hal Shelbum lo vio, cuando su hijo Dennis lo sacó de una deteriorada caja de
Ralston-Purina que había sido arrinconada bajo un montón de trastos en una
buhardilla, brotó en él una sensación tan grande de horror y desánimo que por
un momento creyó que iba a lanzar un grito. Apretó un puño contra su boca, como
para empujarlo de vuelta y tragárselo... y entonces se limitó a toser tras su
puño. Ni Terry ni Dennis se dieron cuenta de aquello, pero Petey miró a su
alrededor, momentáneamente curioso.
—¡Eh,
qué bonito! —dijo Dennis con deferencia. Era un tono que Hal raramente obtenía
ya de su hijo. Dennis tenía doce años.
—¿Qué
es? —preguntó Petey, y miró de nuevo a su padre antes de que sus ojos fueran
atraídos otra vez hacia aquello que su hermano mayor había encontrado—. ¿De qué
se trata, papá?
—Es
un mono, chico listo —dijo Dennis—. ¿Nunca habías visto un mono antes?
—No
llames a tu hermano chico listo —dijo Terry automáticamente, y se puso a
examinar una caja llena de cortinas. Las cortinas estaban apolilladas, y las
dejó rápidamente—. Uf.
—¿Puedo
quedármelo, papá? —preguntó Petey. Tenía nueve años.
—¿Qué
quieres decir? —exclamó Dennis—. ¡Lo encontré yo!
—Chicos,
por favor —dijo Terry—. Me estáis dando dolor de cabeza.
Hal
apenas les oyó... a ninguno de ellos. El mono resplandecía imprecisamente entre
las manos de su hijo mayor, sonriendo con su vieja sonrisa familiar. La misma
sonrisa que había atormentado sus pesadillas cuando era niño, atormentado hasta
que él...
Afuera
sopló una repentina ráfaga de viento, y por un momento unos labios sin carne
hicieron sonar una larga nota a través del viejo y oxidado canalón. Petey se
acercó a su padre, los ojos fijos de modo intranquilo en las vigas de madera
del techo de la buhardilla, llenas de clavos.
—¿Qué
ha sido eso, papá? —preguntó cuando el silbido murió en un zumbido gutural.
—Sólo
el viento —dijo Hal, sin dejar de mirar al mono.
Sus
platillos, más bien medias lunas de latón que círculos completos, estaban
inmóviles a la débil luz de una bombilla desnuda, quizás a treinta centímetros
de distancia el uno del otro. Añadió automáticamente:
—El
viento puede silbar, pero no puede entonar una canción.
Entonces
se dio cuenta de que ésta era una de las frases de su tío Will, y un escalofrío
recorrió su espina dorsal.
La
larga nota llegó de nuevo con el viento procedente del Crystal Lake en un largo
y zumbante descenso y luego vibró en el canalón. Media docena de pequeñas
ráfagas lanzaron el frío aire de octubre contra el rostro de Hal... Dios, aquel
lugar era tan parecido al cuarto trastero de la casa en Hartford que parecía
como si todos ellos hubieran sido transportados a treinta años atrás en el
tiempo.
No
debo pensar en eso.
Pero
el pensamiento no podía ser rechazado.
En
el cuarto trastero donde encontré ese maldito mono en esa misma maldita caja.
Terry
se había apartado un poco para examinar una canasta de madera llena con
chucherías, y caminaba agachada debido a la fuerte inclinación del techo.
—No
me gusta —dijo Petey, y buscó la mano de Hal—. Dennis puede quedárselo si
quiere. ¿Nos vamos, papá?
—¿Tienes
miedo a los fantasmas, gallina? —inquirió Dennis.
—Dennis,
ya basta —dijo Terry ausentemente, mientras cogía una tacita de hojalata con un
dibujo chino—. Esto es bonito. Creo que...
Hal
vio que Dennis había encontrado la llave de la cuerda en la espalda del mono.
El terror aleteó con negras alas en su interior.
—¡No
hagas eso!
Sus
palabras brotaron más agudas de lo que hubiera deseado, y había arrancado el
mono de entre las manos de Dennis antes de darse cuenta de lo que hacía. Dennis
miró a su alrededor y luego a él, sorprendido. Terry miró también hacia atrás
por encima de su hombro. Y Petey alzó los ojos. Por un momento todos
permanecieron en silencio, y el viento silbó de nuevo, muy suavemente esta vez,
como una desagradable invitación.
—Quiero
decir que lo más probable es que esté roto —dijo Hal.
Solía
estar roto... excepto cuando deseaba estar arreglado.
—Bueno,
pero no hacía falta que me lo quitaras —dijo Dennis.
—Dennis,
cállate.
Dennis
parpadeó, y por un momento pareció casi inquieto. Hal no le había hablado de
forma tan cortante desde hada mucho tiempo. Desde que había perdido su trabajo
en la National Aerodyne en California hacía dos años y se habían mudado a
Texas. Dennis decidió no seguir adelante con aquello... por ahora. Se volvió de
espaldas a la caja de Ralston-Purina y de nuevo empezó a revolver trastos, pero
todo lo que había era pura basura. Juguetes rotos mostrando sus tripas de
relleno y muelles.
El
viento era más fuerte ahora, ululando en vez de silbar. La buhardilla empezó a
crujir suavemente, haciendo un ruido como de pasos.
—Por
favor, papá —pidió Petey, apenas lo suficientemente alto como para que su padre
le oyera.
—Sí
—dijo éste—. Terry, vámonos.
—No
he terminado con este...
—He
dicho vámonos.
Ahora
le tocó a ella mostrarse asombrada.
Habían
tomado dos habitaciones contiguas en un motel. Aquella noche a las diez, los
chicos estaban durmiendo en su habitación y Terry estaba dormida en la
habitación de los adultos. Había tomado dos Valium en el camino de vuelta desde
la vieja casa en Casco, para librarse de la migraña. Últimamente tomaba mucho
Valium. Había empezado aproximadamente en la época en que la National Aerodyne
había despedido a Hal. Durante los últimos dos años él había estado trabajando
para la Texas Instruments... Eran cuatro mil dólares menos al año, pero al
menos era un trabajo. Él le había dicho a Terry que tenían suerte. Ella había
asentido. Había muchos especialistas en software cobrando el desempleo, había
dicho él. Ella había asentido. El empleo en Amette era exactamente igual de
bueno que el puesto en Fresno, había dicho él. Ella había asentido, pero él
tuvo la impresión de que su asentimiento era una mentira.
Y
él estaba perdiendo a Dennis. Podía sentir al chico alejándose, alcanzando una
prematura velocidad de escape. Adiós, Dennis. Hasta otra, desconocido. Fue
bueno compartir este tren contigo. Terry deda que el chico fumaba marihuana.
Podía olerlo a veces. «Tienes que hablar con él, Hal.» Y él había asentido,
pero hasta ahora no lo había hecho.
Los
chicos estaban durmiendo. Terry estaba durmiendo. Hal se metió en el cuarto de
baño, cerró la puerta, se sentó en la tapa del inodoro y miró al mono.
Odiaba
su aspecto, su blando y lanudo pelaje marrón, pelado en algunos lados. Odiaba
su sonrisa... Ese mono sonríe exactamente igual que un negro, había dicho en
una ocasión el tío Will, pero no sonreía como un negro, no sonreía como nada
humano. Su sonrisa era todo dientes, y si se le daba cuerda, sus labios se
movían, sus dientes parecían hacerse más grandes, convertirse en los dientes de
un vampiro, los labios se contorsionaban y los platillos sonaban. Estúpido
mono, estúpido mono a cuerda, estúpido, estúpido...
Lo
dejó caer. Sus manos estaban temblando y lo dejó caer.
La
llave chasqueó contra las baldosas del cuarto de baño cuando golpeó el suelo.
El sonido pareció muy fuerte en el silencio y la quietud. Se quedó sonriendo
con sus lóbregos ojos ambarinos, ojos de muñeco, llenos con una alegría idiota,
sus platillos de latón preparados como para puntuar con sus golpes una marcha
interpretada por alguna sombría banda infernal, y en el fondo estampada la
frase Made in Hong Kong.
—No
puedes estar aquí —susurró—. Te tiré al pozo cuando yo tenía nueve años.
El
mono le sonrió desde el suelo.
Hal
Shelburn se estremeció.
Afuera,
en la noche, un negro soplo de viento sacudió el motel.
Bill,
el hermano de Hal, y Collette, la esposa de Bill, se encontraron con ellos en
la casa del tío Will y la tía Ida al día siguiente.
—¿Se
te ha ocurrido pensar alguna vez que una muerte en la familia es una forma
realmente asquerosa de renovar las relaciones familiares? —le preguntó Bill con
el principio de una sonrisa. Había sido bautizado así en honor al tío Will.
Will y Bill, campeones del rodayo, acostumbraba a decir el tío Will, y revolvía
el pelo de Bill. Era una de sus frases... como que el viento puede silbar pero
no puede entonar una canción. El tío Will había muerto hacía seis años, y la
tía Ida había vivido desde entonces allí sola, hasta que la semana anterior un
ataque al corazón se la había llevado. Todo muy repentino, había dicho Bill
cuando llamó desde larga distancia para darle a Hal la noticia. Como si él
pudiera saberlo, como si cualquiera pudiera saberlo. Había muerto sola.
—Sí
—dijo Hal—. He pensado en ello.
Miraron
juntos el lugar, la vieja casa donde habían terminado de crecer los dos. Su
padre, un marino mercante, había desaparecido como si hubiera sido borrado de
la faz de la Tierra cuando ellos eran pequeños; Bill decía que lo recordaba
vagamente, pero Hal no tenía ni el menor recuerdo de él. Su madre había muerto
cuando Bill tenía diez años y Hal ocho. Entonces se trasladaron a casa del tío
Will y de la tía Ida desde Hartford, y fueron criados allí, y fueron a la
universidad allí. Bill se había quedado y ahora era un rico abogado en
Portland.
Hal
observó que Petey se estaba alejando hacia las zarzamoras que crecían en el
lado oriental de la casa, formando una tupida maraña.
—Apártate
de ahí, Petey —dijo.
Petey
le devolvió una interrogadora mirada. Hal sintió que su sencillo amor hacia el
muchacho le inundaba... y entonces, repentinamente, pensó de nuevo en el mono.
—¿Por
qué, papá?
—El
viejo pozo está en algún lugar por aquí —dijo Bill—. Pero que me condene si
recuerdo exactamente dónde. Tu papá tiene razón, Petey... Esa maraña de
zarzamoras es un lugar del que es mejor permanecer alejado. Los pinchos harían
un buen trabajo contigo. ¿No es así, Hal?
—Exacto
—dijo Hal automáticamente.
Petey
se apartó del lugar, sin mirar hacia atrás, y luego bajó por el malecón hacia
la pequeña playa de guijarros donde Dennis estaba arrojando piedras al agua.
Hal sintió que algo en su pecho se aflojaba un poco.
Bill
podía haber olvidado dónde estaba el viejo pozo, pero a última hora de aquella
tarde, Hal se dirigió directamente hacia allá, abriéndose camino entre las
zarzas que desgarraron su vieja chaqueta de franela y buscaron sus ojos. Llegó
junto a él y se detuvo allí, respirando pesadamente, mientras contemplaba las
podridas y combadas planchas de madera que cubrían su boca. Tras un momento de
vacilación, se arrodilló (sus rodillas crujieron como dos secos disparos de
pistola) y apartó a un lado dos de las tablas.
Desde
el fondo de aquella húmeda garganta rodeada de piedra, un rostro se le quedó
mirando: los ojos muy abiertos, la boca distorsionada en una mueca, y un
lamento escapando por ella. No era fuerte, excepto en su corazón. Allí había
resonado con intensidad.
Era
su propio rostro, reflejado en la oscura agua.
No
era el rostro del mono. Por un momento había pensado que era el rostro del
mono.
Estaba
temblando. Temblando de arriba a abajo.
Lo
tiré al pozo. Lo tiré al pozo, por favor, Dios mío, no dejes que me vuelva
loco. Lo tiré al pozo.
El
pozo se había secado el verano que Johnny McCabe murió, el año después de que
Bill y Hal llegaron a la vieja casa para quedarse con el tío Will y la tía Ida.
El tío Will había pedido prestado dinero al banco para perforar un pozo
artesiano, y las zarzamoras habían crecido alrededor del viejo pozo. El pozo
seco.
Excepto
que el agua había vuelto. Como el mono.
Esta
vez no podía negar el recuerdo. Hal permaneció sentado allí, impotente, dejando
que acudiera a él, intentando ir con él, cabalgándolo como alguien que hace
surf cabalga la monstruosa ola que puede aplastarlo si cae de su tabla,
intentando simplemente seguir su paso de modo que desapareciera de nuevo por el
otro lado.
Se
había deslizado con el mono hasta allí afuera a finales de aquel verano, y las
zarzamoras estaban en sazón, con su olor denso y empalagoso. Nadie iba hasta
allí a cogerlas, aunque a veces tía Ida se detenía al borde de las zarzas y
tomaba un puñado de zarzamoras en su delantal. En el interior del zarzal, las
zarzamoras habían madurado en exceso; algunas se estaban pudriendo ya, rezumando
un espeso fluido blanco como pus, y los grillos cantaban enloquecedoramente en
la alta hierba, bajo sus pies su chirrido interminable: criiiiiiiiii...
Las
zarzas se clavaron en él, punteando bolitas de sangre en sus desnudos brazos.
No hizo ningún esfuerzo por evitar sus pinchazos. Había estado ciego de
terror... Tan ciego que por unos pocos centímetros estuvo a punto de tropezar
con las tablas que cubrían el pozo, quizá a unos centímetros de caer diez
metros hasta el lodoso fondo del pozo. Había agitado los brazos para mantener
el equilibrio, y más espinas habían ensartado sus antebrazos. Era ese recuerdo
lo que le había hecho llamar secamente a Petey para que volviera atrás.
Era
el día en que Johnny McCabe había muerto;, su mejor amigo... Johnny había estado
trepando por los travesaños de madera de la escalera de cuerda que conducía
hasta su casa en la copa del árbol, en el patio de atrás. Los dos habían pasado
muchas horas ahí arriba aquel verano, jugando a los piratas, viendo imaginarios
galeones allá afuera en el lago, disparando sus cañones, preparándose para el
abordaje. Johnny había estado trepando a su casa en la copa del árbol como
había hecho miles de veces antes, y el travesaño justo debajo de la puerta
trampilla en el fondo de la casa en el árbol se había partido bajo sus manos, y
Johnny había caído diez metros hasta el suelo y se había roto el cuello, y la
culpa era del mono, el mono, el maldito y odioso mono. Cuando sonó el teléfono,
cuando tía Ida abrió mucho la boca y luego formó una O de horror, cuando su
amiga Milly de más abajo de la calle le dio la noticia, cuando tía Ida dijo
«Sal al porche, Hal, tengo que darte una mala noticia...», había pensado con
mórbido horror: ¡El mono! ¿Qué ha hecho el mono ahora?
No
había habido ningún reflejo de su rostro atrapado en el fondo del pozo aquel
día. Únicamente los guijarros cayendo a la oscuridad y el olor del lodo húmedo.
Había mirado al mono tirado allá en la resistente hierba que crecía entre las
zarzas, sus platillos en suspenso, sus sonrientes y enormes dientes entre sus
entreabiertos labios, su pelaje, desgastado aquí y allá hasta formar manchas
peladas, sus inmóviles ojos.
—Te
odio —le había susurrado.
Rodeó
con su mano aquel detestable cuerpo, sintiendo crujir el lanudo pelaje. El mono
le sonrió mientras lo mantenía delante de su rostro.
—¡Adelante!
—le desafió, echándose a llorar por primera vez aquel día.
Lo
sacudió. Los inmóviles platillos se agitaron levemente. Destruía todo lo bueno.
Absolutamente todo.
—¡Adelante,
hazlos sonar! ¡Hazlos sonar!
El
mono simplemente sonreía.
—¡Vamos,
hazlos sonar! —Su voz se alzó histéricamente—. ¡Salta, salta y hazlos sonar!
¡Vamos, atrévete! ¡Te desafío a que lo hagas!
Sus
ojos amarillo amarronados. Sus enormes y regocijados dientes.
Entonces
lo arrojó al pozo, loco de pesar y de terror. Lo vio girar sobre sí mismo una
vez mientras caía, un simiesco acróbata haciendo un truco, y el sol se reflejó
por última vez en aquellos platillos. Golpeó el fondo con un golpe sordo, y eso
debió desencadenar su mecanismo, pues de repente los platillos empezaron a
sonar. Su rítmico, deliberado y cantarín sonido ascendió hasta sus oídos,
resonando con extraños ecos en la garganta de piedra del pozo muerto: jang-jang-jang-jang...
Hal
aplastó sus manos sobre su boca y, por un momento, pudo verle allí abajo, quizá
tan sólo con los ojos de la imaginación... Tendido allá en el lodo, los ojos
resplandeciendo hacia arriba, mirando al pequeño círculo de su rostro infantil
asomado sobre el borde del pozo (como si silueteara su forma para siempre), los
labios abriéndose y contrayéndose en torno a aquellos sonrientes dientes, los
platillos sonando, el alegre mono de cuerda.
Jang-jang-jang-jang, ¿quién ha muerto? Jang-jang-jang-jang,
¿es Johnny McCabe, cayendo con los ojos desorbitados, trazando su propia
pirueta acrobática mientras cae a través del brillante aire veraniego de
vacaciones con el roto peldaño aún sujeto en sus manos para golpear contra el
suelo con un único y amargo crujido de algo que se rompe? ¿Es
Johnny, Hal? ¿O
eres tú?
Gimiendo,
Hal había colocado las tablas sobre el agujero, clavándose astillas en las
manos, sin importarle, sin darse siquiera cuenta hasta más tarde. Y aún podía
oírlo, incluso a través de las tablas, ahora ahogado y, en cierto modo, peor
aún: estaba ahí abajo en aquella oscuridad de piedra, golpeando sus platillos y
contorsionando su repulsivo cuerpo, y el sonido ascendía como el sonido de un
hombre enterrado prematuramente, arañando en busca de una salida.
Jang-jang-jang-jang, ¿quién ha muerto esta
vez?
Tambaleante,
se abrió camino a través de las zarzas, de vuelta a casa. Los espinos trazaron
nuevos surcos de sangre en su rostro, los lampazos se aferraron a las vueltas
de sus téjanos, y en una ocasión cayó cuan largo era, sus oídos tintineando
aún, como si el mono le estuviera siguiendo. El tío Will lo encontró más tarde,
sentado en un neumático viejo en el garaje y sollozando, y pensó que Hal estaba
llorando por su amigo muerto. Así era, pero también lloraba como secuela de su
terror.
Había
arrojado al mono al fondo del pozo por la tarde, a primera hora. Aquel
anochecer, mientras el ocaso se arrastraba a través de un brillante manto de
nieblas bajas, un coche avanzando demasiado rápido para la reducida visibilidad
había arrollado en la carretera al gato de la isla de Man de tía Ida y luego
prosiguió su camino. Hubo intestinos esparcidos por todas partes y Bill vomitó,
pero Hal simplemente había vuelto su rostro, su pálido y crispado rostro,
mientras oía a tía Ida sollozar (esto, añadido a las noticias de la muerte del
chico McCabe, había ocasionado un ataque de llanto casi histérico, y pasaron
dos horas antes de que el tío Will consiguiera calmarla por completo) como si
estuviera a kilómetros de distancia. En su corazón había una fría y exultante
alegría. No había sido su tumo. Había sido el gato de tía Ida, no él, ni su
hermano Bill o su tío Will (dos campeones del rodayo). Y ahora el mono ya. No
estaba, permanecía en el fondo del pozo, y un zarrapastroso gato de la isla de
Man con sus orejas llenas de garrapatas no era un precio demasiado grande a
pagar. Si el mono deseaba tocar sus infernales platillos, que lo hiciera. Podía
tocarlos y tocarlos para los insectos y los escarabajos, todas las cosas
oscuras que tenían su hogar en la garganta de piedra del pozo. Se pudriría allá
abajo en la oscuridad, y sus repulsivos engranajes y ruedas y muelles se
oxidarían en las tinieblas. Moriría ahí abajo. En el lodo y la oscuridad. Las
arañas tejerían su sudario.
Pero...
había vuelto.
Lentamente,
Hal tapó de nuevo el pozo, como había hecho aquel otro día, y en sus oídos
resonó el eco fantasmal de los platillos del mono: Jang-jang-jang-jang,
¿quién ha muerto, Hal? ¿Es Terry? ¿Dennis? ¿Es Petey, Hal? ¿Es tu favorito, verdad? ¿Es él?
Jang-¡ang-jang...
—¡Deja
eso!
Petey
se echó hacia atrás y soltó el mono, y por un momento de pesadilla Hal pensó
que iba a ocurrir, que la sacudida iba a desencadenar la maquinaria y los
platillos iban a empezar a sonar y a tintinear.
—Papi,
me has asustado.
—Lo
siento. Sólo que... no quiero que juegues con eso.
Los
demás se habían ido a ver una película, y él había pensado que llegaría de
vuelta al motel antes que ellos, pero se había quedado en la vieja casa más
tiempo del que había supuesto. Los viejos y odiosos recuerdos parecían moverse
en su propia y eterna zona de tiempo...
Terry
estaba sentada cerca de Petey, mirando The Beverly Hillbillies.
Contemplaba la vieja y granulosa impresión con una concentración fija y absorta
que hablaba de una reciente toma de Valium. Dennis estaba leyendo una revista
de rock, con el grupo Styx en la portada. Petey había permanecido sentado con
las piernas cruzadas en la moqueta, jugueteando con el mono.
—No
funciona de ninguna de las maneras —dijo Petey.
Lo
cual explica por qué Dennis se lo ha dejado, pensó Hal, y entonces se sintió
avergonzado y furioso consigo mismo. Parecía incapaz de controlar la hostilidad
que sentía hacia Dennis cada vez más a menudo, pero luego se notaba rebajado y
vulgar..., impotente.
—No
—dijo—. Es viejo. Voy a tirarlo. Dámelo.
Tendió
su mano y Petey, con aspecto afligido, se lo entregó.
—Papi
se está volviendo un esquizofrénico asustado —dijo Dennis a su madre.
Hal
ya cruzaba la habitación incluso antes de darse cuenta de lo que estaba
haciendo, sonriendo como aprobadoramente con el mono en una mano. Sacó a Dennis
de su silla tirando de su camisa, y se produjo un sonido susurrante cuando una
de las costuras se rasgó en algún lugar. Dennis pareció casi cómicamente
impresionado. Su ejemplar de Tiger Beat cayó al suelo.
––¡Eh!
—Ven
conmigo —dijo Hal severamente, tirando de su hijo hacia la puerta que
comunicaba con la otra habitación.
—¡Hal!
—casi gritó Terry. Petey sólo abrió mucho los ojos.
Hal
sacó a Dennis fuera. Cerró la puerta de un golpe y luego empujó a Dennis contra
la puerta. Dennis empezaba a parecer asustado.
—Estás
convirtiéndote en un problema —dijo Hal.
—¡Suéltame!
Me has roto la camisa, me has...
Hal
aplastó de nuevo al muchacho contra la puerta.
—Sí
—dijo—. Un auténtico problema de descaro. ¿Te han enseñado eso en la escuela?
¿O allá en el fumadero?
Dennis
enrojeció, el rostro momentáneamente crispado por la culpabilidad.
—¡Yo
no estaría en esa mierda de escuela si a tí no te hubieran despedido! —estalló.
Hal
aplastó de nuevo al muchacho contra la puerta.
—No
fui despedido. Eliminaron mi puesto y tú lo sabes. Y no necesito tu mierda de
opinión al respecto. ¿Tienes problemas? Bienvenido al mundo, Dennis. Pero no
eches tus problemas sobre mí. Comes cada día. Tus posaderas están cubiertas.
Después de once años... no necesito... ni una mierda... de tí.
Puntuó
cada frase tirando del muchacho hacia delante, hasta que sus narices estuvieron
casi tocándose, y luego lo empujó contra la puerta. No lo hacía con la
suficiente violencia como para hacerle daño, pero Dennis estaba asustado... Su
padre no había alzado la mano sobre él desde que se habían mudado a Texas, y
ahora empezó a llorar con los fuertes, roncos y saludables sollozos de un
cuerpo joven.
—¡Adelante,
pégame! —le gritó a Hal, su rostro crispado y moteado por el flujo de la
sangre—. ¡Pégame si quieres! ¡Sé cuánto me odias!
—No
te odio. Te quiero mucho. Dennis. Pero soy tu padre y tienes que mostrarme
respeto o voy a tener que zurrarte para conseguirlo.
Dennis
intentó soltarse, pero Hal tiró del muchacho hacia sí y lo abrazó. Dennis luchó
por un momento, y luego apoyó su rostro contra el pecho de Hal y lloró como si
estuviera exhausto. Era la especie de llanto que Hal no había oído a ninguno de
sus hijos desde hacía años. Cerró los ojos, dándose cuenta de que él también se
sentía exhausto.
Terry
empezó a golpear al otro lado de la puerta.
—¡Ya
basta, Hal! ¡Sea lo que sea lo que le estás haciendo, ya basta!
—No
lo estoy matando —dijo Hal—. Tranquilízate, Terry.
—Pero
tú...
—Todo
va bien, mamá —dijo Dennis, la voz ahogada contra el pecho de Hal.
Pudo
sentir su perplejo silencio por un momento, y luego ella se apartó de la
puerta. Hal miró de nuevo a su hijo.
—Siento
lo que te dije, papá —dijo Dennis, a disgusto.
—Cuando
volvamos a casa, la próxima semana, aguardaré dos o tres días y luego voy a
registrar todos tus cajones, Dennis. Si hay en ellos algo que no quieras que yo
vea, será mejor que te desembaraces de ello.
De
nuevo el ramalazo de culpabilidad. Dermis bajó los ojos y se secó los mocos con
el dorso de la mano.
—¿Puedo
irme ahora? —dijo nuevamente hosco.
—Por
supuesto —dijo Hal, y le dejó marchar.
Tenemos
que ir de camping en la primavera, solos los dos. Pescar un poco, como el tío Will
acostumbraba a hacer con Bill y conmigo. Acercarme un poco a él. Intentarlo.
Se
sentó en la cama, en la vacía habitación, y miró al mono. Nunca te acercarás
de nuevo a él, Hal, parecía decir su sonrisa. Nunca más. Nunca más.
El
simple hecho de mirar al mono le hizo sentirse agotado. Lo dejó a un lado y se
puso una mano sobre los ojos.
Aquella
noche, en el cuarto de baño, Hal estaba limpiándose los dientes y pensando: Estaba
en la misma caja. ¿Cómo podía estar en la misma caja?
El
cepillo de dientes se desvió hacia arriba, lastimando sus encías. Dio un
respingo.
El
tenía cuatro años, y Bill seis, la primera vez que vio el mono. Su desaparecido
padre había comprado una casa en Hartford, había terminado de pagarla y era
completamente de ellos antes de que muriera o desapareciera o lo que fuese. Su
madre trabajaba como secretaria en la Holmes Aircraft, la fábrica de
helicópteros en las afueras de Westville, y una serie de muchachas habían
pasado por la casa para cuidar a los chicos, excepto que por aquel entonces tan
sólo era a Hal a quien tenían que cuidar durante el día... Bill estaba ya en la
escuela, en primer grado. Ninguna duraba mucho tiempo. O se quedaban
embarazadas y se casaban con sus amigos, o se iban a trabajar a Holmes, o la
señora Shelbum descubría que habían dado cuenta de su jerez para cocinar o de
la botella de coñac que guardaba en el aparador para las ocasiones especiales.
La mayoría eran chicas estúpidas que lo único que parecían desear era comer o
dormir. Ninguna deseaba leerle a Hal del modo que lo hada su madre.
Aquel
largo verano, la niñera fue una voluminosa y zalamera chica negra llamada
Beulah. Adulaba a Hal cuando la madre de Hal estaba por los alrededores, y a
veces le pellizcaba cuando su madre no estaba. Sin embargo, Hal sentía un
cierto aprecio hacia Beulah, que de vez en cuando le leía algún espeluznante
relato de una de sus revistas románticas o de detectives. («La muerte avanzaba
solapadamente hacia la voluptuosa pelirroja», entonaba Beulah amenazadoramente
en el soñoliento silencio de la sala de estar, y se metía otro cacahuete salado
en la boca, mientras Hal estudiaba solemnemente las mal impresas figuras de los
dibujos a página entera y bebía su leche.) Y ese aprecio hizo que las cosas
fueran peores.
Descubrió
el mono en un frío y nuboso día de marzo. Caía una esporádica aguanieve afuera
en las ventanas, y Beulah estaba dormida en el sofá, con un ejemplar de My
Story abierto boca abajo sobre su admirable seno.
De
modo que Hal se dirigió al cuarto trastero para echar una ojeada a las cosas de
su padre.
El
cuarto trastero era un lugar para guardar cosas que ocupaba toda la longitud
del segundo piso por el lado izquierdo, un espacio extra que nunca había sido
terminado. Uno entraba en el cuarto trastero utilizando una pequeña puerta —una
especie de puertecilla como de conejera— en el lado de Bill de la habitación de
los chicos. A ambos les gustaba meterse allí dentro, pese a que hacía frío en
invierno y demasiado calor en verano, tanto como para salir con un cubo lleno
del sudor brotado de sus poros. Largo y estrecho, y en cierto modo misterioso,
el cuarto trastero estaba lleno de fascinantes cosas viejas. No importaba
cuántas cosas mirara uno allí dentro, nunca parecía posible mirar todo lo que
había. Él y Bill habían pasado varias tardes de sábado enteras allí arriba,
apenas hablándose, sacando cosas de cajas, examinándolas, dándoles vueltas y
más vueltas hasta que sus manos pudieran absorber cada única realidad, luego
devolviéndolas a su sitio. Ahora Hal se preguntaba si él y Bill no habrían
estado intentando, de la mejor manera posible, ponerse en contacto con su
desvanecido padre.
Había
sido marino mercante y el lugar estaba lleno con fajos de mapas, algunos
señalados con precisos círculos (y el orificio de la punta del compás en el
centro de cada uno de ellos). Había veinte volúmenes de algo llamado Guía
para la Navegación Barron. Unos binoculares torcidos que hacían que los
ojos ardieran y que falseaban de forma curiosa las cosas si se miraba por ellos
demasiado rato. Había recuerdos turísticos de una docena de puertos de escala
—muñecas de hula-hula de caucho, un sombrero hongo de cartón negro con una
retorcida banda que decía PICA A UNA CHICA Y TE HAGO PICADILLY, una bola de
cristal con una pequeña Torre Eiffel dentro—, y había también sobres, con
sellos de muchos lugares dispuestos cuidadosamente en su interior, y monedas de
otros países; había muestras de roca de la isla hawaiana de Maui, un cristal
negro..., pesado y en cierto modo amenazador, y divertidos discos en idiomas
extranjeros.
Aquel
día, con el aguanieve cayendo hipnóticamente del techo justo encima de sus
cabezas, Hal se abrió camino hasta el extremo más alejado del cuarto trastero,
apartó a un lado una caja y debajo vio otra caja: una caja de Ralston-Purina.
Mirando desde su interior, un par de vidriosos ojos color avellana. Le dieron
un sobresalto y por un momento retrocedió, el corazón latiéndole fuertemente,
como si hubiera descubierto a un mortífero pigmeo. Luego vio su silencio, la
fija mirada de aquellos ojos, y se dio cuenta de que era algún tipo de juguete.
Avanzó de nuevo y lo sacó cuidadosamente de la caja.
Le
sonrió con su dentona sonrisa sin edad bajo la amarilla luz, sus platillos muy
separados.
Encantado,
Hal había dado la vuelta al juguete, sintiendo lo encrespado de su lanoso
pelaje. Su alegre sonrisa le agradaba. Sin embargo, ¿no había habido algo más
allí? ¿Una casi instintiva sensación de disgusto que había aparecido y
desaparecido incluso antes de que fuera consciente de ella? Quizá fuera así, pero
con un viejo recuerdo como aquél hay que procurar no creer demasiado. Los
viejos recuerdos pueden mentir, pero... ¿no había visto la misma expresión en
el rostro de Petey, en la buhardilla de la vieja casa?
Había
descubierto la llave inserta en la parte baja de su espalda y le dio cuerda. La
llave giró casi demasiado fácilmente y la cuerda no dejó oír el sonido del
engranaje. Por tanto, estaba rota. Rota, pero el juguete seguía siendo bonito.
Se
lo llevó afuera para jugar con él.
—¿Qué
es eso que trae, Hal? —preguntó Beulah, despertando de su siesta.
—Nada
—dijo Hal—. Lo encontré.
Lo
colocó en la estantería de su lado en el dormitorio. Estaba encima de sus
cuadernos Lassie para colorear, sonriente, mirando al espacio, los platillos en
equilibrio. Estaba roto, pero pese a todo sonreía. Aquella noche, Hal se
despertó de algún sueño intranquilo, la vejiga llena, y salió para utilizar el
cuarto de baño del vestíbulo. Bill era un montón de sábanas respirando
regularmente al otro lado de la habitación.
Hal
volvió del cuarto de baño, casi dormido de nuevo... y repentinamente el mono
empezó a golpear sus platillos, uno contra el otro, en la oscuridad.
Jang-jang-jang-jang...
Se
despertó por completo, como si le hubiesen golpeado en pleno rostro con una
toalla fría y mojada. Su corazón dio un brinco de sorpresa, y un agudo
chillido, casi de ratón, escapó de su garganta. Miró al mono, los ojos muy
abiertos, los labios temblando.
Jang-jang-jang-jang...
Su
cuerpo se agitaba y saltaba en el estante, mientras sus labios se abrían y
cerraban, se abrían y cerraban, odiosamente alegres, revelando unos dientes
enormes y carnívoros.
—Para
—susurró Hal.
Su
hermano se dio la vuelta en la cama y emitió un único y fuerte ronquido. Todo
lo demás permaneció en silencio... excepto el mono. Los platillos resonaban y
tintineaban, y seguramente iban a despertar a su hermano, a su madre, a todo el
mundo. Iban a despertar incluso a los muertos.
Jang-jang-jang-jang...
Hal
avanzó hacia él, dispuesto a pararlo como fuera, quizá poniendo su mano entre
los platillos hasta que se acabara la cuerda (pero estaba rota, ¿no?) y
se detuviera por sí mismo. Los platillos entrechocaron una última vez —¡jang!—
y luego se separaron lentamente hasta su posición original. El latón relucía en
las sombras. Los sucios y amarillentos dientes del mono sonreían en su
improbable sonrisa.
La
casa estaba de nuevo silenciosa. Su madre se dio la vuelta en su cama e hizo
eco al ronquido de Bill. Hal volvió a su cama y se tapó con las sábanas, su
corazón latiendo aún apresuradamente, y pensó: Mañana lo devolveré al cuarto
trastero. No lo quiero.
Pero
a la mañana siguiente olvidó por completo devolver el mono a su lugar original,
debido a que su madre no fue a trabajar: Beulah había muerto. Su madre no quiso
decirles exactamente lo ocurrido.
—Fue
un accidente. Sólo un terrible accidente —fue todo cuanto dijo.
Pero
aquella tarde Bill compró un periódico, camino de vuelta a casa desde la
escuela, y llevó hasta su habitación, escondida bajo su camisa, la página
cuatro. (Dos muertos a tiros en un apartamento, decían los titulares.)
Leyó vacilantemente el artículo a Hal, siguiéndolo con el dedo, mientras su
madre preparaba la cena en la cocina, Beulah McCaffery, de 19 años, y Sally
Tremont, de 20, fueron muertas a tiros por el amigo de la señorita McCaffery,
Leonard White, de 25 años, a resultas de una discusión sobre quién iba a salir
a recoger el encargo que habían hecho de un menú chino. La señorita Tremont
murió en el Hartford, donde había sido trasladada urgentemente; Beulah McCaffery
murió en el acto.
Era
como si Beulah hubiera desaparecido dentro de una de sus propias revistas de
detectives, pensó Hal Shelbum, y sintió que un frío estremecimiento recorría su
espina dorsal y luego rodeaba su corazón. Entonces se dio cuenta de que los
disparos se habían producido aproximadamente al mismo tiempo que el mono...
—¿Hal?
—Era la voz de Terry, soñolienta—. ¿Vienes a la cama?
Escupió
la pasta dentífrica al lavabo y se enjuagó la boca.
—Sí
—dijo.
Antes
había puesto el mono en su maleta y la había cerrado con llave. Iban a volar de
vuelta a Texas dentro de dos o tres días, pero antes quería librarse
definitivamente de aquella maldita cosa. Fuera como fuese.
—Fuiste
muy duro con Dennis esta tarde —dijo Terry, en la oscuridad.
—Dennis
necesita que alguien empiece a mostrarse un poco duro con él, creo. Está
deslizándose. Simplemente, no quiero que empiece a caer.
—Psicológicamente,
pegar al chico no es la forma...
—¡Por
el amor de Dios, Terry! ¡No le pegué!
—...
más productiva de afirmar la autoridad paterna.
—No
empieces de nuevo con la mierda esa de las sesiones de grupo —dijo Hal,
furioso.
—No
comprendo por qué no deseas discutir eso —su voz era fría.
—También
le dije que quería ver todas esas drogas fuera de casa.
—¿Has
hecho eso? —Ahora sonaba aprensiva—. ¿Cómo se lo tomó? ¿Qué dijo?
—¡Vamos,
Terry! ¿Qué podía decir? ¿«Lárgate y déjame en paz»?
—Hal,
¿qué ocurre contigo? Tú no eres así... ¿Qué es lo que va mal?
—Nada
—dijo, mientras pensaba en el mono encerrado en su Samsonite.
¿Lo
oiría si empezaba a hacer sonar sus platillos? Sí, seguro que lo oiría.
Apagado, pero audible. Haciendo sonar el sino de alguien, como lo había hecho
para Beulah, Johnny McCabe, Daisy la perra del tío Will, Jang-jang-jang,
¿eres tú, Hal?
—Lo
que ocurre es que he estado un poco tenso últimamente.
—Espero
que sólo sea eso, porque no me gustas así.
—¿No?
—Y las palabras escaparon antes de que pudiera detenerlas; ni siquiera lo
deseó—. Entonces es mejor engullir unos cuantos Valiums y todo vuelve a estar
bien, ¿eh?
Oyó
que contenía la respiración y luego exhalaba su aliento temblorosamente.
Entonces se echó a llorar. Hal hubiera podido consolarla (quizá), pero no
parecía haber consuelo en él. Había demasiado terror. Todo iría mejor cuando el
mono hubiera desaparecido de nuevo, desaparecido definitivamente. Por Dios,
desaparecido definitivamente.
Permaneció
tendido en la cama, despierto hasta muy tarde, hasta que el amanecer empezó a
teñir el aire de gris allá afuera. Pero pensó que sabía lo que tenía que hacer.
Fue
Bill quien encontró el mono la segunda vez.
Aproximadamente
un año y medio después de que Beulah McCaffery resultara muerta en el acto. Era
verano. Hal acababa de terminar su jardín de infancia.
Volvía
de jugar con Stevie Arlingen y su madre le dijo:
—Lávate
las manos, Hal. Vas sucio como un cerdo.
Estaba
en el porche, tomando un té helado y leyendo un libro. Eran sus vacaciones;
tenía dos semanas.
Hal
metió sus manos bajo el chorro de agua fría y dejó sus huellas de suciedad en
la toalla.
—¿Dónde
está Bill?
—Arriba.
Dile que ordene su lado de la habitación. Parece una pocilga.
Hal,
que gozaba siendo el mensajero de noticias desagradables en tales cuestiones,
se apresuró escaleras arriba. Bill estaba sentado en el suelo. La pequeña
puerta conejera que conducía al cuarto trastero estaba abierta de par en par.
Tenía el mono entre sus manos.
—No
funciona —dijo Hal inmediatamente—. Está roto.
Se
sentía aprensivo, aunque apenas recordaba su vuelta del cuarto de baño aquella
noche, y al mono empezando a tocar repentinamente sus platillos.
Aproximadamente una semana después de aquello, había tenido un mal sueño acerca
del mono y de Beulah —no podía recordar exactamente cuál había sido— y se había
despertado gritando, creyendo por un momento que el suave peso sobre su pecho
era el mono, que iba a abrir los ojos y lo vería sonriéndole ante él. Por
supuesto, el suave peso era tan sólo su almohada, que él mantenía aferrada en
su pánico. Su madre acudió rápidamente con un vaso de agua y dos
tranquilizantes infantiles con ligero sabor a naranja. Ella pensaba que era la
muerte de Beulah lo que había ocasionado la pesadilla. Así era, pero no en la
forma que ella creía.
Apenas
recordaba nada de aquello ahora, pero el mono seguía asustándole,
particularmente sus platillos. Y sus dientes.
—Lo
sé —dijo Bill, y tiró el mono a un lado—. Es estúpido.
El
mono aterrizó sobre la cama de Bill y se quedó mirando al techo, los platillos
abiertos. A Hal no le gustaba verlo así.
—¿Quieres
que vayamos a lo de Teddy y nos compremos unos polos?
—Ya
me he gastado mi asignación —dijo Hal—. Además, mamá quiere que arregles tu
parte de la habitación.
—Puedo
hacerlo luego —dijo Bill—. Y te prestaré cinco centavos, si quieres.
Bil
acostumbraba a gastarle malas pasadas a Hal, y ocasionalmente se enfadaba con
él y le pegaba unos cuantos puñetazos sin razón aparente, pero normalmente se
llevaban bien.
—Estupendo
—dijo Hal, agradecido—. Pero primero voy a llevar ese mono roto al cuarto
trastero, ¿eh?
—No
—dijo Bill, tomándolo—. Déjalo.
Hal
cedió. El humor de Bill era cambiable, y si se entretenían para devolver el
mono a su lugar, podía perder su polo. Fueron a lo de Teddy y los compraron, y
luego bajaron al descampado donde algunos chicos estaban jugando un partido de
béisbol. Hal era demasiado pequeño para jugar, pero se sentó fuera del
cuadrado, chupando su polo y persiguiendo lo que los chicos mayores llamaban
«las pelotas que se van a la China». No volvieron a casa hasta que casi
oscurecía, y su madre riñó a Hal por haber ensuciado la toalla del cuarto de
baño. Al terminar de cenar vieron la televisión, y después de todo aquello Hal
había olvidado por completo el mono. Este encontró en cierto modo su lugar en
la estantería de Bill, donde se estableció al lado de la foto autografiada de
Bill Boyd. Y allí se quedó durante casi dos años.
Cuando
Hal cumplió los siete años, las niñeras se habían convertido en una
extravagancia, y la última palabra de la señora Shelbum a los dos antes de irse
cada mañana era: «Bill, cuida de tu hermano».
Ese
día, sin embargo, Bill tenía que quedarse en la escuela después de las clases
para una reunión de la Patrulla de Seguridad Infantil y Hal regresó solo a
casa, deteniéndose en cada cruce hasta asegurarse de que no venía absolutamente
ningún vehículo en ninguna de las dos direcciones. Entonces cruzaba a la
carrera, los hombros hundidos hacia delante, como un soldado de infantería
atravesando la tierra de nadie.
Cuando
entró en la casa, con la llave que había debajo del felpudo, se dirigió
inmediatamente a la nevera para tomar un vaso de leche. Nada más coger la
botella, ésta se deslizó entre sus dedos, se estrelló contra el suelo
haciéndose añicos, y los trozos de cristal volaron por todas partes, mientras
el mono empezaba a batir sus platillos repentinamente, allá arriba en las
escaleras.
Jang-jang-jang-jang, una y otra vez.
Hal
se quedó inmóvil mirando hacia los trozos de cristal y el charco de leche,
lleno de un terror que no podía nombrar ni comprender. Estaba simplemente ahí,
fluyendo al parecer de todos sus poros.
Dio
media vuelta y echó a correr escaleras arriba, hacia su habitación. El mono
permanecía erguido en el estante de Bill, y parecía mirarle fijamente. Había
derribado la foto autografiada de Bill Boyd, boca abajo sobre la cama de Bill.
El mono saltaba y sonreía y hacía sonar sus platillos a la vez. Hal se le
acercó lentamente. No deseaba hacerlo, pero era incapaz de permanecer alejado.
Los platillos se apartaban y luego volvían a juntarse con un estruendoso
tintineo, para apartarse de nuevo. Cuando se acercó, pudo oír el mecanismo
girando en las entrañas del mono.
Bruscamente,
soltando un grito de revulsión y terror, lo barrió del estante del mismo modo
que uno barrería un enorme y asqueroso bicho. El mono golpeó contra la almohada
de Bill y luego cayó al suelo, los platillos golpeando uno contra el otro, jang-jang-jang,
los labios abriéndose y cerrándose mientras permanecía allí tendido sobre su
espalda, en un cuadrado de luz de un sol de finales de abril.
Entonces,
repentinamente, Hal recordó a Beulah. Aquella noche, el mono también había
hecho sonar sus platillos.
Le
dio un puntapié con su zapato Buster Brown, tan fuerte como pudo, y esta vez el
grito que escapó de sus labios era un grito de furia. El mono de cuerda se
deslizó por el suelo, golpeó contra la pared, y se quedó allá inmóvil. Hal
permaneció de pie, mirándolo, los puños apretados y el corazón saltando en su
pecho. El mono le sonreía insolentemente, con el sol reflejándose en un
destello en uno de sus ojos de cristal. Patéame cuanto quieras, parecía
decirle. No soy más que ruedas dentadas y engranajes y un tomillo sin fin o
dos. Patéame cuanto gustes. No soy real, únicamente un divertido mono de
cuerda, eso es todo lo que soy. ¿Y quién está muerto? ¡Ha habido una explosión
en la fábrica de helicópteros! ¿Qué es lo que ha subido volando hacia el cielo
como una enorme y ensangrentada pelota, con los ojos allá donde no deberían en
absoluto estar? ¿Es la cabeza de tu madre, Hal? ¡Allá abajo, en la esquina de
Brook Street! ¡El coche iba demasiado rápido! ¡El conductor estaba borracho! ¡Y
ahora hay un chico de la Patrulla menos! ¿Puedes oír el sonido crujiente cuando
las ruedas pasan por encima del cráneo de Bill y sus sesos brotan por sus
orejas? ¿Sí? ¿No? ¿Quizá? A mí no me lo preguntes, yo no lo sé. No puedo
saberlo. Todo lo que sé es golpear esos platillos entre sí: jang-jang-jang. ¿Y
quién está muerto, Hal? ¿Tu madre? ¿Tu hermano? ¿O eres tú, Hal? ¿Eres tú?
Corrió
de nuevo hacia él, con la intención de saltar sobre él, de aplastar su
asqueroso cuerpo, de patearlo hasta que ruedas y engranajes saltaran por todos
lados y sus horribles ojos de cristal rodaran por el suelo. Pero justo cuando
lo alcanzaba, sus platillos empezaron a sonar de nuevo, muy suavemente... (jang),
cuando, en algún lugar dentro de él, un muelle se expandió una última y
minúscula vez... y una astilla de hielo pareció abrirse camino a través de las
paredes de su corazón, empalándolo, congelando su furia y dejándole de nuevo
enfermo de terror. El mono casi pareció darse cuenta de ello... ¡Cuan jubilosa
parecía su sonrisa!
Lo
cogió sujetando uno de sus brazos entre el índice y el pulgar de su mano
derecha como si fueran unas pinzas, la boca crispada en un gesto de asco, como
si estuviera recogiendo un cadáver. Su sarnoso pelaje de imitación parecía
caliente, casi febril, contra su piel. Abrió de un golpe la puertecilla que
conducía al cuarto trastero y encendió la bombilla. El mono le sonreía mientras
Hal se arrastraba hasta el fondo del área de almacenamiento entre cajas
apiladas sobre cajas, pasado el montón de libros de navegación, los álbumes de
fotografías con sus emanaciones de viejos productos químicos y los recuerdos y
los trajes viejos, y Hal pensó: Si empieza a tocar sus platillos ahora y se
mueve en mi mano, gritaré, y si grito, hará algo más que sonreír, empezará a
reír, a reírse de mí, y entonces me volveré loco y me encontrarán aquí,
babeando y riendo, loco, me volveré loco, oh por favor querido Dios, por favor
querido Jesús, no dejéis que me vuelva loco...
Llegó
al fondo del cuarto trastero y echó dos cajas a un lado, volcando una de ellas.
Arrojó el mono de vuelta a su caja de Ralston-Purina en el rincón, y el mono se
acurrucó allí, confortablemente, como si estuviera finalmente en casa, los
platillos separados, sonriendo con su sonrisa simiesca, como si el chiste
estuviera aún en Hal. Hal reptó hacia atrás, sudando, sintiendo a la vez frió y
calor, todo él fuego y hielo, esperando que los platillos empezaran a sonar de
nuevo y que, cuando sonaran, el mono saltara de su caja y se deslizara como un
escarabajo hacia él, su cuerda zumbando, sus platillos resonando alocadamente
y...
...y
nada de aquello ocurrió. Apagó la luz y cerró de golpe la pequeña puerta
conejera y se apoyó contra ella, jadeando. Finalmente empezaba a sentirse un
poco mejor. Se dirigió escaleras abajo sobre piernas de caucho, buscó una bolsa
vacía, y empezó a recoger cuidadosamente todos los trozos de cristal de la rota
botella de leche, preguntándose si iba a cortarse con ellos y desangrarse hasta
morir, si era eso lo que los resonantes platillos habían proclamado. Pero
tampoco ocurrió aquello. Encontró un trapo y secó toda la leche, luego se sentó
a la espera de que su madre y su hermano regresaran a casa.
Su
madre llegó primero, preguntando:
—¿Dónde
está Bill?
Con
una voz pálida y lenta, seguro ahora de que Bill debía estar muerto, Hal empezó
a explicar lo de la reunión de la Patrulla, sabiendo que, por muy larga que
hubiera sido la reunión, Bill debería haber llegado a casa hada al menos media
hora.
Su
madre se le quedó mirando con curiosidad y empezó a preguntar qué era lo que
iba mal, entonces la puerta se abrió y entró Bill... sólo que no era en
absoluto Bill, no realmente. Era el fantasma de Bill, pálido y silencioso.
—¿Qué
ocurre? —exclamó la señora Shelburn—. Bill, ¿qué ocurre?
Bill
se echó a llorar, y supieron la historia a través de sus lágrimas. Había sido
un coche, dijo. Él y su amigo Charlie Silverman volvían juntos a casa después
de la reunión, y el coche apareció por la esquina de Brook Street demasiado
rápido, y Charlie se había quedado como helado, y Bill había tirado de la mano
de Charlie una vez, pero ésta se le había escapado de entre los dedos y el
coche...
Bill
empezó a gemir muy fuerte, entre histéricos sollozos, y su madre lo apretó
contra ella, acunándolo, y Hal miró afuera, al porche, y vio a dos policías de
pie allí. El coche patrulla en el que habían traído a Bill a casa estaba junto
al bordillo. Entonces empezó a llorar él también... pero sus lágrimas eran
lágrimas de alivio.
Ahora
le tocó a Bill tener pesadillas..., sueños en los cuales Charlie Silverman
moría una y otra vez. y sus botas de cowboy Red Ryder saltaban de sus pies, y
él se empotraba contra el capó del viejo Hudson Homet que el borracho conducía.
La cabeza de Charlie Silverman y el parabrisas del Hudson se encontraban con un
ruido explosivo, y ambos reventaban al unísono. El conductor borracho, que era
propietario de una tienda de dulces en Milford, sufría un ataque al corazón
poco después de haber sido llevado a la cárcel (quizá fuera la visión de los
sesos de Charlie Silverman secándose en sus pantalones), y su abogado obtenía
un gran éxito en el juicio con su «este hombre ya ha sido suficientemente
castigado». El borracho había recibido una condena de sesenta días (aplazada) y
se le había retirado la licencia de conducir en el estado de Connecticut
durante cinco años... Casi el mismo período de tiempo que duraron las
pesadillas de Bill Shelbum. El mono estaba oculto de nuevo en el cuarto
trastero. Bill nunca se dio cuenta de que faltaba de su estante... o, si se dio
cuenta, nunca hizo mención de ello.
Hal
se sintió seguro por un tiempo. Y de nuevo empezó a olvidar al mono, o a creer
que todo aquello no había sido más que un mal sueño. Pero cuando llegó a casa
procedente de la escuela, la tarde en que su madre murió, el mono estaba de
vuelta en su estante, los platillos separados e inmóviles, sonriéndole.
Se
acercó lentamente a él, como si estuviera fuera de su cuerpo..., como si él
también se hubiera convertido en un juguete de cuerda a la vista del mono. Vio
su propia mano tenderse y cogerlo. Sintió el lanudo pelaje crujir bajo su mano,
pero la sensación parecía como embotada; una simple presión, como si alguien le
hubiera inyectado una dosis entera de novocaína. Podía oír su respiración,
rápida y seca, como el resonar del viento entre la paja.
Le
dio la vuelta y sujetó la llave. Años más tarde pensaría que su drogada
fascinación era como la de un hombre que toma un seis tiros con una cámara
cargada, hace girar el tambor, lo apoya contra su cerrado y tembloroso párpado
y aprieta el gatillo.
No
lo hagas... Déjalo, tíralo lejos. No lo toques...
Hizo
girar la llave, y en el silencio oyó una perfecta sucesión de ligeros clics a
medida que la cuerda se remontaba. Cuando soltó la llave, el mono empezó a
hacer sonar sus platillos y pudo sentir su cuerpo contorsionarse,
distenderse-y-contorsionarse, distenderse-y-contorsionarse, como
si estuviera vivo. Estaba vivo, agitándose en su mano como un repugnante
pigmeo, y la vibración que sentía a través de su pelaje marrón con grandes
manchas peladas no era el de engranajes girando, sino el latido de su negro y
ceniciento corazón.
Con
un gruñido, Hal dejó caer el mono y retrocedió, sus uñas clavándose en la carne
bajo sus ojos, su palma apretada contra su boca. Tropezó con algo y casi perdió
el equilibrio (entonces hubiera caído al suelo junto a él, sus desorbitados
ojos azules mirando directamente a los ojos de cristal color avellana del
mono). Se tambaleó hacia la puerta, la cerró de golpe a sus espaldas y se apoyó
contra ella. Repentinamente, echó a correr hacia el cuarto de baño y vomitó.
Fue
la señora Stukey de la fábrica de helicópteros quien trajo la noticia y se
quedó con ellos aquellas dos primeras e interminables noches, hasta que tía Ida
llegó de Maine. Su madre había muerto de una embolia cerebral a media tarde.
Estaba de pie junto al distribuidor del agua fría con un vaso de agua en una
mano y se había derrumbado de pronto como si hubiera recibido un tiro,
sujetando aún el vaso de papel en una mano. Con la otra había intentado
agarrarse al depósito de cristal del aparato y lo había derribado junto con
ella. Se había hecho añicos... Pero el doctor de la fábrica, que llegó a toda
prisa, dijo más tarde que creía que la señora Shelburn estaba muerta antes de
que el agua la empapara a través de su traje y su ropa interior. A los chicos
no les dijeron nada de esto, pero Hal lo supo de todos modos. Soñó de nuevo,
una y otra vez en las largas noches que siguieron a la muerte de su madre. ¿Sigues
teniendo problemas para conciliar el sueño, hermanito?, le había preguntado
Bill, y Hal supuso que Bill pensaba que todas sus inquietudes y malos sueños
tenían que ver con la repentina muerte de su madre. Y tenía razón..., pero sólo
en parte. Se trataba de la culpabilidad; la certeza, el absoluto convencimiento
de que él había matado a su madre dándole cuerda al mono en aquel soleado
atardecer después de la escuela.
Cuando
finalmente Hal se quedó dormido, su sueño debió de ser profundo. Cuando despertó,
era casi mediodía. Petey estaba sentado en una silla, con las piernas cruzadas,
al otro lado de la habitación. Comía metódicamente una naranja gajo a gajo y
observaba un concurso en la televisión.
Hal
sacó las piernas de la cama, sintiendo como si alguien le hubiera sumido en
aquel sueño... y luego le hubiera despertado sacándole de él. La cabeza le
palpitaba.
—¿Dónde
está mamá, Petey?
Petey
miró a su alrededor.
—Ella
y Dennis se fueron de compras. Yo dije que me quedaba contigo. ¿Siempre hablas
en sueños, papá?
Hal
miró cautelosamente a su hijo.
—No,
no lo creo. ¿Qué es lo que he dicho?
—No
eran más que murmullos. No he podido entender nada. Me asusté un poco.
—Bueno,
aquí estoy, dispuesto y cuerdo otra vez —dijo Hal, y consiguió esbozar una
sonrisita.
Petey
se la devolvió, y Hal sintió de nuevo aquel sencillo amor hacia el chiquillo,
una emoción que era clara e intensa, sin complicaciones. Se preguntó por qué
siempre había sido capaz de sentir aquello hacia Petey, que le comprendía y que
podía ayudarle, y por qué Dennis parecía una ventana demasiado oscura como para
mirar a su través, un misterio en su forma de actuar y en sus hábitos, el tipo
de chico que él no podía comprender porque nunca había sido ese tipo de chico.
Era demasiado fácil decir que el traslado desde California había cambiado a
Dennis, o que...
Sus
pensamientos se congelaron. El mono. El mono estaba sentado en el antepecho de
la ventana, los platillos separados e inmóviles. Hal sintió que su corazón se
paraba bruscamente en su pecho y luego, de repente, se lanzaba al galope. Su
visión osciló, y su palpitante cabeza empezó a dolerle ferozmente.
Había
escapado de la maleta y ahora estaba apoyado en el antepecho de la ventana,
sonriéndole. Pensaste que te habías librado de mí, ¿eh? Pero ya habías
pensado lo mismo antes, ¿no?
Sí,
pensó de modo enfermizo. Sí, lo había pensado.
—Petey,
¿has sacado tú ese mono de mi maleta? —preguntó, conociendo ya la respuesta:
había cerrado la maleta con llave y se había metido la llave en el bolsillo de
su abrigo.
Petey
miró al mono, y algo —Hal pensó que era inquietud— pasó por su rostro.
—No
—dijo—. Mamá lo puso ahí.
—¿Mamá
lo hizo?
—Sí.
Lo sacó de tu lado. Se rió de ello.
—¿Lo
sacó de mi lado? ¿De qué estás hablando?
—Lo
tenías en la cama contigo. Yo estaba lavándome los dientes, pero Dennis lo vio.
Él también se rió. Dijo que parecías un bebé con su osito de felpa.
Hal
miró al mono. Su boca estaba demasiado seca como para tragar saliva. ¿Había
estado en la cama con él? ¿En la cama? ¿Aquel asqueroso pelaje contra su
mejilla, quizá contra su boca, aquellos ojos de cristal mirando su rostro
dormido, aquellos sonrientes dientes cerca de su cuello? ¡Dios mío!
Se
volvió bruscamente y se dirigió hacia el armario empotrado. La Samsonite estaba
allí, aún cerrada con llave. La llave seguía todavía en el bolsillo de su
abrigo.
Tras
él, la televisión se apagó. Cerró lentamente el armario empotrado. Petey estaba
mirándole seriamente.
—Papá,
no me gusta ese mono —dijo, con una voz tan baja que casi no se oía.
—A
mí tampoco —dijo Hal.
Petey
lo miró fijamente para ver si estaba bromeando, y vio que no lo estaba. Avanzó
hacia su padre y lo abrazó fuertemente. Hal se dio cuenta de que temblaba.
Petey
habló entonces en su oído, muy rápidamente, como si tuviera miedo de no tener
el suficiente valor para decirlo de nuevo... o de que el mono pudiera oírle..
—Parece
que te mira. Que te mira no importa donde tú estés en la habitación. Y si vas a
la otra habitación, parece que sigue mirándote a través de la pared. No puedo
evitar sentir como si... como si me deseara para algo.
Petey
se estremeció y Hal lo abrazó más fuerte.
—Como
si deseara que le dieras cuerda —dijo Hal.
Petey
asintió violentamente.
—No
está realmente roto, ¿verdad, papá?
—A
veces lo está —dijo Hal, mirando al mono por encima del hombro de su hijo—.
Pero a veces vuelve a funcionar.
—No
dejo de sentir deseos de ir hasta allá y darle cuerda. Estaba todo tan
tranquilo, y pensé: «No puedo, despertaré a papá». Pero seguía deseándolo, y me
dirigí hacia allá y... lo toqué, y odié aquel contacto... Pero me gustó
también... Era como si me estuviera diciendo: «Dame cuerda, Petey; jugaremos.
Tu padre no va a despertarse, nunca más volverá a despertarse. Dame cuerda,
dame cuerda...»
El
chiquillo estalló repentinamente en lágrimas.
—Es
malo, sé que lo es. Hay algo malo en él. ¿Podemos tirarlo, papá? ¿Por favor?
El
mono sonreía a Hal con su eterna sonrisa. Podía sentir las lágrimas de Petey
entre ellos. El sol del mediodía destellaba en los platillos de latón del
mono... la luz se reflejaba hacia arriba y ponía franjas de luz solar en el
liso estuco blanco del techo de la habitación del motel.
—¿Cuándo
dijo tu madre que ella y Dennis iban a estar de vuelta, Petey?
—Hacia
la una. —Se secó sus enrojecidos ojos con la manga de su camisa, como si se
sintiera embarazado por sus lágrimas; pero se negó a mirar al mono—. Puse la
televisión —susurró—. Y la puse muy alta.
—Eso
estuvo bien, Petey.
—Tuve
una extraña idea —dijo Petey—. Tuve la idea de que si le daba cuerda a ese
mono, tú... Tú simplemente morirías, aquí en la cama. Durmiendo. ¿No fue una
extraña idea, papá? —Su voz había bajado nuevamente de tono, y temblaba sin
poder controlarse.
¿Cómo
hubiera ocurrido? ¿Un ataque al corazón? ¿Una embolia, como mi madre? ¿Qué?
Realmente no importa, ¿verdad? Y, pisándole los talones a esa idea, otro
pensamiento, más estremecedor aún: Librémonos de él, dice. Tirémoslo. Pero,
¿puede alguien librarse realmente de él? ¿Para siempre?
El
mono le sonreía-burlonamente, sus platillos bien separados. ¿Había cobrado
repentinamente vida la noche en que tía Ida murió?, se preguntó de pronto. ¿Fue
ese el último sonido que ella oyó, el ahogado jang-jang-jang del mono
golpeando sus platillos allá arriba, en la oscura buhardilla, mientras el
viento silbaba por el canalón?
—Quizá
no tan extraña —dijo Hal lentamente a su hijo—. Ve a buscar tu bolsa de viaje,
Petey.
Petey
le miró sin comprender.
—¿Qué
es lo que vamos a hacer?
Quizá
podamos librarnos de él. Quizá permanentemente, quizá tan sólo por un tiempo...
Mucho o poco tiempo. Quizá simplemente vuelva y vuelva y vuelva otra vez y es
así como ocurren las cosas... Pero quizá yo —nosotros— podamos decirle adiós
por un largo tiempo. Ha necesitado veinte años para volver esta vez. Ha
necesitado veinte años para salir del pozo...
—Vamos
a dar una vuelta —dijo Hal.
Se
sentía completamente tranquilo, pero de algún modo había como un peso demasiado
grande debajo de su piel. Incluso los globos de sus ojos parecían haber
aumentado de peso.
Pero
antes quiero que vayas a buscar tu bolsa de viaje y la lleves ahí, al final del
aparcamiento, y encuentres tres o cuatro piedras de buen tamaño. Ponías dentro
de la bolsa y tráemelo todo. ¿De acuerdo?
La
comprensión parpadeó en los ojos de Petey.
—De
acuerdo, papi.
Hal
miró su reloj. Eran las 12.15.
—Apresúrate.
Quiero haberme ido antes de que vuelva tu madre.
—¿Adonde
vamos?
—A
la casa de tío Will y tía Ida —dijo Hal—. A la vieja casa.
Hal
se dirigió al cuarto de baño, miró tras la taza del inodoro y cogió la
escobilla que había apoyada contra la pared. Regresó junto a la ventana y se
detuvo allí con la escobilla en la mano, como si fuera una varita mágica de
ocasión. Miró afuera, a Petey con su chaqueta de meltón, cruzando el aparcamiento
con su bolsa de viaje, con la palabra DELTA escrita en grandes letras blancas
en su costado sobre fondo azul. Una mosca golpeó contra la esquina superior de
la ventana, lenta y estúpida en el final de la estación cálida. Hal sabía cómo
se sentía.
Observó
cómo Petey recogía tres piedras de buen tamaño y luego regresaba cruzando el
aparcamiento. De pronto, un coche apareció girando la esquina del motel, un
coche que avanzaba demasiado rápido, indudablemente demasiado rápido. Y, sin
pensarlo, reaccionando con el tipo de reflejo de un buen boxeador parando un
golpe de su oponente, su mano se lanzó hacia adelante, como si fuera a dar un
golpe de karate..., y se detuvo.
Los
platillos se cerraron silenciosamente sobre su mano interpuesta y Hal sintió algo
en el aire: algo parecido a la cólera.
Los
frenos del coche chirriaron. Petey retrocedió rápidamente. El conductor le hizo
impacientemente un gesto, como si lo que había estado a punto de ocurrir fuera
culpa de Petey, y Petey corrió, cruzando el aparcamiento con el cuello de su
chaqueta aleteando, y penetró en la entrada trasera del motel.
El
sudor resbalaba por el pecho de Hal; lo sintió en su frente como un goteo de
oleosa lluvia. Los platillos se apretaban fríamente contra su mano,
entumeciéndola.
Sigue
adelante,
pensó obstinadamente. Sigue adelante, puedo esperar todo el día. Hasta que
el infierno se congele, si se necesita tanto tiempo.
Los
platillos se separaron y volvieron a su posición de reposo. Hal oyó un débil ¡clic!
en el interior del mono. Retiró su mano y la miró. Tanto en el dorso como en la
palma había unos semicírculos grisáceos marcados en la piel, como si ésta se
hubiera helado allí.
La
mosca zumbó incierta, intentando encontrar el frío sol de octubre que parecía
tan cercano.
Petey
entró en tromba, respirando rápidamente, las mejillas encendidas.
—He
encontrado tres buenas piedras, papá, yo... —se interrumpió—. ¿Te encuentras
bien, papá?
—Estupendamente
—dijo Hal—. Trae la bolsa.
Con
el pie, Hal arrastró la mesa cercana al sofá hacia la ventana, de modo que
quedara debajo del antepecho, y colocó la bolsa de viaje en ella. La abrió como
uno abre una boca. Podía ver las piedras que Petey había recogido en el fondo.
Utilizó la escobilla del water para echar el mono dentro. Vaciló por un momento
en el antepecho y luego cayó dentro de la bolsa. Hubo un débil ¡jing! cuando
uno de los platillos golpeó contra una de las piedras.
—¡Papá!
¡Papá!
La
voz de Petey sonaba asustada. Hal lo miró. Algo era diferente; algo había
cambiado. ¿Qué era?
Entonces
vio la dirección de la mirada de Petey y lo supo. El zumbido de la mosca se
había detenido: yacía muerta en el antepecho de la ventana.
—¿Ha
hecho eso el mono? —susurró Petey.
—Vamonos
—dijo Hal, cerrando la cremallera de la bolsa—. Te lo diré mientras conducimos
hacia la vieja casa.
—¿Y
cómo vamos a hacerlo? Mamá y Dennis se llevaron el coche.
—Iremos
allá, no te preocupes —dijo Hal, y revolvió el pelo de Petey.
Mostró
al empleado de la recepción su permiso de conducir y un billete de veinte
dólares. Tras recibir el reloj digital de Texas Instruments como garantía
adicional, el empleado del motel le tendió a Hal las llaves de su propio coche:
un deteriorado AMC Gremlin. Mientras conducían hacia el este por la carretera
302 hacia Casco, Hal empezó a hablar, vacilantemente al principio, luego un
poco más rápido. Empezó contándole a Petey que su padre probablemente había
comprado el mono en ultramar, como un regalo para sus hijos. No era un juguete
particularmente único, no había nada de extraño o valioso en él. Debían de
haber centenares de miles de monos de cuerda como aquél en el mundo, algunos
hechos en Hong Kong, algunos en Taiwan, algunos en Corea. Pero en algún lugar a
lo largo de su periplo —quizá incluso en el oscuro cuarto trastero de la casa
en Connecticut donde los dos muchachos habían crecido al principio—, algo le
había ocurrido al mono. Algo terrible, maligno. Podía ser, le dijo Hal a Petey
mientras intentaba hacer que el Gremlin del empleado pasara de los sesenta (era
muy consciente de la cerrada bolsa de viaje que había en el asiento de atrás, y
Petey no dejaba de mirarla), que algo del mal que había en el mundo —quizá
incluso la mayor parte del mal que había en el mundo— ni siquiera fuese
consciente de que lo era. Podía ser que la mayor parte del mal que había en el
mundo fuera algo muy parecido a un mono con un mecanismo al que uno puede darle
cuerda; entonces el mecanismo gira, los platillos empiezan a sonar, los dientes
sonríen, los estúpidos ojos de cristal ríen... o parecen reír...
Le
habló a Petey de cómo había encontrado el mono, pero se descubrió pasando por
encima de grandes aspectos de la historia, evitando aterrorizar al ya asustado
muchacho más de lo que estaba. Así la historia resultó deslavazada, no
demasiado clara, pero Petey no hizo preguntas. Quizá estaba llenando por sí
mismo las lagunas, pensó Hal, del mismo modo que él había soñado la muerte de
su madre una y otra vez, aunque no estuvo allí.
Tío
Will y tía Ida sí habían estado allí para el funeral. Después, el tío Will
había regresado a Maine —era la época de la cosecha— y tía Ida se había quedado
durante un par de semanas con los niños para arreglar los asuntos de su
hermana. Pero más que eso había pasado el tiempo haciéndose querer por los
chiquillos, tan desconcertados por la repentina muerte de su madre que casi
parecían sonámbulos. Cuando no podían dormir, ella estaba allí con un vaso de
leche caliente, cuando Hal se despertaba a las tres de la madrugada con sus
pesadillas (pesadillas en las cuales su madre se acercaba al distribuidor del
agua sin ver al mono que flotaba y se agitaba en sus frías profundidades color
zafiro, sonriendo y haciendo sonar sus platillos, que a cada contacto dejaban
escapar una hilera de burbujas) estaba allí, cuando Bill cayó enfermo primero
con fiebre y luego con un acceso de dolorosas llagas en la boca y luego con
urticaria tres días después del funeral estaba allí. Se hizo conocer y querer
por los muchachos, y antes de que tomaran el avión desde Hartford hasta
Portland con ella, tanto Bill como Hal habían ido a ella separadamente y habían
llorado en su regazo mientras ella los abrazaba y los acunaba, y los lazos se
establecieron.
El
día antes de que abandonaran Connecticut definitivamente para ir «allá abajo en
Maine» (como se decía en aquellos días), el trapero llegó con su enorme y viejo
camión traqueteante y cargó la enorme pila de trastos inútiles que Bill y Hal
habían transportado hasta la acera desde el cuarto trastero. Cuando todos los
trastos habían sido apilados junto al bordillo para ser recogidos, tía Ida les
había dicho que fueran al cuarto trastero y cogieran todos los recuerdos que
desearan conservar especialmente. «No tenemos espacio para todo lo que hay ahí,
muchachos», les dijo, y Hal supuso que Bill había tomado sus palabras al pie de
la letra y había hecho caso omiso de todas aquellas fascinantes cajas que su
padre había dejado atrás la última vez. Hal no siguió a su hermano mayor. Hal
había perdido su afición hacia el cuarto trastero. Una terrible idea se le
había ocurrido durante aquellas dos primeras semanas de luto: quizá su padre no
hubiera simplemente desaparecido, ni se hubiese ido porque tenía la pasión por
la aventura y había descubierto que no estaba hecho para el matrimonio.
Quizá
el mono se había encargado de él.
Cuando
oyó el camión del trapero rugir, traquetear y petardear acercándose calle
abajo, Hal se decidió. Agarró el deteriorado mono de cuerda de su estante,
donde había permanecido desde el día en que murió su madre (no se había
atrevido a tocarlo desde entonces, ni siquiera a arrastrarlo de vuelta al
cuarto trastero), y corrió escaleras abajo con él. Ni Bill ni tía Ida lo
vieron. Aposentada sobre un barril lleno de recuerdos rotos y libros
enmohecidos estaba la caja de Ralston-Purina, llena con trastos similares. Hal
lanzó al mono de vuelta a la caja de donde había salido originalmente,
desafiándole histéricamente a que empezara a tocar sus platillos (adelante,
adelante, te desafío, te desafío, TE DESAFÍO), pero el mono se quedó allí,
recostado tranquilamente de espaldas, como si estuviera esperando el autobús,
sonriendo con su horrible sonrisa de complicidad.
Hal,
un chiquillo con unos viejos pantalones de pana y unas deterioradas Buster
Browns, se quedó parado allí mientras el trapero, un tipo italiano que llevaba
un crucifijo y silbaba entre los dientes, empezaba a cargar cajas y barriles en
su viejo camión de altos costados de madera. Hal lo observó mientras alzaba el
barril y la caja de Ralston-Purina en equilibrio sobre él; observó cómo el mono
desaparecía en las fauces del camión; observó mientras el hombre trepaba de
nuevo a su cabina, se sonaba ruidosamente en la palma de su mano, secaba ésta
con un enorme pañuelo rojo, y poma en marcha el motor del camión con un
ensordecedor rugido y un apestoso petardeo de aceitoso humo azul; observó cómo
el camión se alejaba. Y un gran peso desapareció de su corazón... Realmente lo
sintió marcharse. Dio un par de saltos, tan altos como le fue posible, los
brazos abiertos, las palmas hacia arriba, y si alguno de los vecinos le vio,
debió de pensar que aquella actitud era extraña hasta el punto de la blasfemia,
quizá... ¿Por qué estará ese chiquillo saltando de alegría (porque eso
era indudablemente; un salto de alegría difícilmente puede ser disimulado) cuando
su madre ni siquiera lleva un mes en la tumba?
Estaba
saltando de alegría porque el mono había desaparecido, para siempre.
Desaparecido para siempre, pero no tres meses más tarde, cuando tía Ida le
envió a la buhardilla a buscar las cajas de adornos de Navidad, y mientras iba
de un lado para otro buscándolas, llenando de polvo las rodillas de sus
pantalones, se había encontrado de pronto cara a cara con él, y su sorpresa y
su terror habían sido tan grandes que había tenido que morderse fuertemente el
canto de su mano para no gritar... o perder completamente el sentido. Allí
estaba, sonriendo con su dentona sonrisa, los platillos separados e inmóviles
pero dispuestos a golpear, echado tranquilamente sobre su espalda contra un
rincón de una caja de Ralston-Purina, como si estuviera aguardando el autobús,
como si dijera: Creíste haberte librado de mí, ¿eh? Pero no es tan fácil
librarse de mí, Hal. Me gustas, Hal. Estamos hechos el uno para el otro, como
un chico y su monito preferido, un par de buenos amigos. Y en algún lugar al
sur hay un estúpido viejo trapero italiano tendido en su bañera, con los ojos
desorbitados y la dentadura postiza medio salida de su boca, su gritante boca,
un trapero que huele como una vieja batería quemada. Me había apartado para su
nieto, Hal, y me puso en el estante con su jabón y su navaja y su crema de
afeitar y la radio que estaba escuchando mientras se bañaba, y yo empecé a
tocar los platillos, y uno de mis platillos golpeó esa vieja radio y cayó
dentro de la bañera. Y entonces vine de nuevo a tí, Hal. Hice todo el camino
por carreteras comarcales, de noche, y la luz de la luna se reflejaba en mis
dientes a las tres de la madrugada, y dejé muerte en mi despertar, Hal. Vine
hasta tí. Soy tu regalo de Navidad, Hal, dame cuerda. ¿Quién está muerto? ¿Es
Bill? ¿Es el tío Will? ¿Eres tú, Hal? ¿Eres tú?
Hal
había retrocedido, su boca locamente crispada, los ojos desorbitados, y estuvo
a punto de caer escaleras abajo. Le dijo a tía Ida que no había podido encontrar
los adornos de Navidad —era la primera mentira que le decía, y ella vio la
mentira en su rostro, pero no le preguntó por qué se la decía, gracias a Dios—,
y más tarde cuando vino Bill, le pidió que los buscara él, y Bill regresó con
los adornos de Navidad. Más tarde, cuando estuvieron solos, Bill le susurró que
era un tonto incapaz de encontrar su propio culo con las dos manos y una
linterna. Hal no dijo nada. Hal estaba pálido y silencioso, tomando
ausentemente su cena. Y aquella noche soñó de nuevo con el mono, uno de sus
platillos golpeando la vieja radio mientras desgranaba las notas de una canción
de Deán Martín, y la radio caía dentro de la bañera mientras el mono sonreía y
golpeaba sus platillos con un JANG y un JANG y un JANG.
Sólo que no era el trapero italiano quien estaba en la bañera cuando el agua se
volvía eléctrica.
Era
él.
Hal
y su hijo bajaron al embarcadero que había detrás de la vieja casa y se
dirigieron hacia la caseta de botes que se proyectaba sobre el agua encaramada
a sus viejos pilotes. Hal llevaba la bolsa de viaje en su mano derecha. Su
garganta estaba seca, sus oídos eran anormalmente sensibles a todos los sonidos
agudos. La bolsa parecía terriblemente pesada.
—¿Qué
hay ahí abajo, papá? —preguntó Petey.
Hal
no respondió. Depositó en el suelo la bolsa de viaje.
—No
toques eso —dijo, y Petey retrocedió unos pasos.
Hal
rebuscó en sus bolsillos el manojo de llaves que Bill le había dado y encontró
una claramente etiquetada C-BOTES con una tira de cinta adhesiva.
El
día era claro y frío, ventoso, el cielo de un azul brillante. Las hojas de los
árboles que llenaban la orilla del lago habían cambiado sus deslumbrantes
tonalidades del rojo sangre al burlón amarillo. Susurraban y hablaban en el
viento. Las hojas revoloteaban en torno a los zapatos de lona de Petey mientras
éste permanecía ansiosamente de pie junto a él, y Hal podía oler el noviembre
en el viento, con el invierno empujando detrás.
La
llave giró en el candado, y Hal empujó las puertas batientes, abriéndolas por
completo. La memoria era buena; Ni siquiera tuvo que mirar para colocar con el
pie el bloque de madera que mantenía abierta la puerta. El olor allí dentro era
todo verano: lonas y madera barnizada, un persistente olor a humedad.
El
bote de remos del tío Will estaba aún allí, los remos cuidadosamente
preparados, como si hubiera sido cargado con el equipo de pesca y las dos cajas
de seis latas de cerveza heladas la tarde anterior. Bill y Hal habían ido a
pescar con el tío Will muchas veces, pero nunca juntos; el tío Will sostenía
que el bote era demasiado pequeño para tres. El asiento rojo, que el tío Will
repintaba cada primavera, estaba ahora con la pintura rayada y desgastada, y
las arañas habían tejido sus telas en la proa del bote.
Hal
soltó las sujeciones y tiró del bote rampa abajo hacia la pequeña imitación de
playa. Las excursiones de pesca habían sido uno de los mejores momentos de su
infancia con el tío Will y la tía Ida. Tenía la sensación de que para Bill
había significado lo mismo. El tío Will era normalmente el más taciturno de los
hombres, pero una vez tenía el bote en la posición que él quería, unos sesenta
o setenta metros lejos de la orilla, los sedales echados y los flotadores
meciéndose en el agua, abría una cerveza para él y otra para Hal (que raramente
bebía más de la mitad de la única que el tío Will le permitía, siempre con la
advertencia ritual de que tía Ida nunca debía enterarse porque «me pegaría un
tiro si supiera que os doy cerveza a vosotros los chicos, ¿sabéis?»), y se
convertía en el más expansivo de los hombres. Contaba historias, respondía a
preguntas, volvía a cebar el anzuelo de Hal si era necesario; y el bote podía
ir derivando allá donde el viento y la débil corriente lo quisieran llevar.
—¿Por
qué nunca vas directamente al centro del lago, tío Will? —había preguntado Hal
en una ocasión.
—Mira
por este lado de aquí, Hal —le había respondido el tío Will.
Hal
lo había hecho. Vio agua azul y su sedal hundiéndose en la oscuridad.
—Estás
mirando a la parte más profunda del Crystal Lake —dijo tío Will, aplastando una
lata de cerveza vacía con una mano y seleccionando una fresca con la otra—.
Unos treinta metros, centímetro más, centímetro menos. El viejo Studebaker de
Amos Culligan está ahí abajo en algún lugar. El maldito estúpido lo metió en el
lago a principios de un diciembre, antes de que se formara del todo la capa de
hielo. Tuvo suerte pudiendo salir con vida. Nunca lo podrán sacar, ni verlo
hasta que suenen las trompetas del día del Juicio Final. Las cosas más grandes
están precisamente ahí, Hal. No es necesario ir más lejos. Déjame ver cómo está
tu gusano. Enrolla ese cabrón de sedal.
Hal
lo hizo, y mientras el tío Will colocaba en su anzuelo un gusano fresco de la
vieja lata de Crisco que le servía de caja para los cebos, miró al agua,
fascinado, intentando ver el viejo Studebaker de Amos Culligan. Todo oxidado y
con algas surgiendo flotantes por la abierta ventanilla del lado de conductor a
través de la cual había escapado Amos en el último momento, algas festoneando
el volante como una corona mortuoria, algas colgando del espejo retrovisor y
agitándose hacia delante y hacia atrás como una extraña rosaleda. Pero sólo
podía ver el agua azul oscureciéndose hasta el negro, y allí estaba la silueta
de la lombriz del tío Will, el anzuelo oculto en sus nudos, colgando allí
arriba, en medio de muchas cosas, su propia versión de la realidad inundada de
sol. Hal tuvo una breve y mareante visión de hallarse suspendido sobre un
inmenso abismo, y tuvo que cerrar los ojos por un momento hasta que el vértigo
pasó. Ese día, creía recordar, se había bebido toda la lata de cerveza.
...La
parte más profunda del Crystal Lake... Unos treinta metros, centímetro más,
centímetro menos.
Hizo
una momentánea pausa, jadeando, y alzó la vista hacia Petey, que aún le
observaba ansiosamente.
—¿Quieres
que te ayude, papá?
—Dentro
de un momento.
Recuperó
de nuevo el aliento, y ahora tiró de la barca de remos cruzando la estrecha
franja de pedregosa arena hasta el agua, dejando un profundo surco. La pintura
se había desconchado, pero la barca había sido mantenida bajo cubierto y
parecía segura.
Cuando
él y el tío Will salían, era el tío Will quien tiraba de la barca rampa abajo,
y cuando la proa estaba a flote, trepaba en ella, agarraba un remo para empujar
con él, y decía: «Empújame fuerte, Hal... ¡Así fortalecerás tus piernas!»
—Trae
la bolsa hasta aquí, Petey, y luego dame un empujón —dijo Hal a su hijo. Y,
sonriendo un poco, añadió—: Así fortalecerás tus piernas.
Petey
no le devolvió la sonrisa.
—¿Voy
a venir contigo, papá?
—Esta
vez, no. En otra ocasión te llevaré conmigo a pescar, pero... no esta vez.
Petey
vaciló. El viento agitaba su cabello marrón, y unas cuantas hojas amarillentas,
crujientes y secas, remolinearon en torno a sus hombros y aterrizaron en el
borde del agua, balanceándose como otros tantos botes.
—Deberías
haberlos amortiguado —dijo Petey en voz muy baja.
—¿Qué?
—preguntó, aunque creyó comprender lo que quería decir Petey.
—Haber
puesto algodón en los platillos. Haberlos almohadillado. Así no podrían...
hacer ese ruido.
Hal
recordó repentinamente a Daisy acercándosele —no andando, sino bamboleándose— y
cómo, de pronto, la sangre empezaba a manar de ambos ojos de Daisy en un flujo
que empapaba el pelaje de su cuello y goteaba hasta el suelo del granero, cómo
se derrumbaba sobre sus patas delanteras... y cómo, en el quieto y lluvioso
aire de primavera de aquel día, escuchó el sonido, no amortiguado, sino
curiosamente claro, procedente de la buhardilla de la casa, a veinte metros de distancia:
¡Jang-jang-jang-jang!
Se
había puesto a gritar histéricamente, dejando caer la brazada de madera que
llevaba para el fuego. Echó a correr hacia la cocina en busca del tío Will, que
estaba comiendo huevos revueltos y tostadas, antes incluso de haberse puesto
los tirantes sobre los hombros.
Era
una perra vieja,
Hal, había dicho el tío Will, su rostro ojeroso y triste... Él también parecía
viejo. Tenía doce años, y eso son muchos años para un perro. No deberías
tomártelo así, muchacho... A la vieja Daisy no le hubiera gustado.
Vieja, había hecho eco el
veterinario, pero, pese a todo, pareció desconcertado, porque los perros no
mueren de una hemorragia ce- rebral explosiva, ni siquiera a los doce años
(«como si alguien hubiera hecho estallar un petardo en su cabeza», había oído
Hal que el veterinario le decía al tío Will, mientras el tío Will cavaba un
hoyo detrás del granero, no lejos del lugar donde había enterrado a la madre de
Daisy en 1950: «Nunca he visto nada así, Will»).
Y
más tarde, aterrado hasta casi perder el control, pero incapaz de resistirse,
Hal había subido hasta la buhardilla.
Hola,
Hal, ¿cómo te encuentras?,
había sonreído el mono desde su oscuro rincón. Sus platillos estaban inmóviles,
separados entre sí unos treinta centímetros. El cojín del sofá que Hal había
colocado entre ellos estaba ahora al otro lado de la buhardilla. Algo —alguna
fuerza— lo había arrojado hasta allí, con tanto impulso como para rasgar su
cubierta, y el relleno brotaba del desgarrón. No te preocupes por Daisy, susurró
el mono dentro de su cabeza, sus cristalinos ojos color avellana fijos en los
azules y muy abiertos de Hal Shelburn. No te preocupes por Daisy, era vieja.
Vieja, Hal. Incluso el veterinario lo ha dicho. Además, ¿viste la sangre brotar
por sus ojos, Hal? Dame cuerda, Hal. Dame cuerda y juguemos. ¿Y quien está
muerto, Hal? ¿Eres tú?
Cuando
recuperó la cordura se dio cuenta de que había estado arrastrándose hacia el
mono como si estuviera hipnotizado, y que tenía una mano tendida para coger la
llave. Entonces retrocedió bruscamente y casi estuvo a punto de caerse por las
escaleras de la buhardilla en su apresuramiento... Probablemente se hubiera
caído si la caja de la escalera no hubiera sido tan estrecha. Un leve gemido
escapó de su garganta.
Ahora
se sentó en el bote, mirando a Petey.
—Amortiguar
los platillos no sirve de nada —dijo—. Ya lo intenté una vez.
Petey
lanzo una nerviosa mirada a la bolsa de viaje.
—¿Qué
ocurrió, papá?
—Nada
de lo que desee hablar ahora —dijo Hal—, y nada que tú desees oír. Ven y dame
un empujón.
Petey
se inclinó hacia la barca, y la popa de la embarcación rascó contra la arena.
Hal empujó con un remo, y de pronto aquella sensación de estar ligado a la
tierra desapareció. El bote estaba avanzando ligeramente, de nuevo en su elemento
tras varios años en la oscuridad del cobertizo para los botes, balanceándose en
el ligero oleaje. Hal colocó los remos en sus toletes, primero uno, luego el
otro, y luego cerró las chumaceras.
—Ven
con cuidado, papá —dijo Petey. Su rostro estaba pálido.
—No
voy a estar mucho rato —prometió Hal, pero miró hacia la bolsa de viaje y se
interrogó a sí mismo.
Empezó
a remar, inclinándose ligeramente para hacerlo. El viejo y familiar dolor en la
parte baja de su espalda y entre sus omoplatos empezó. La orilla fue
alejándose. Petey tenía mágicamente ocho años de nuevo, seis, un niño de cuatro
años de pie en el borde del agua. Se protegió los ojos con una mano infantil.
Hal
miró casualmente a la orilla, pero no se permitió estudiarla realmente. Habían
pasado cerca de quince años, y si estudiaba atentamente la línea de la costa
vería los cambios más que las similitudes y se encontraría perdido. El sol
golpeaba contra su cuello, y empezó a sudar. Miró la bolsa de viaje, y por un
momento perdió el ritmo de empuja-y-tira. La bolsa de viaje parecía... parecía
estar agitándose. Empezó a remar más aprisa.
El
viento soplaba ahora, secando el sudor y enfriando su piel. El bote se alzó y
la proa hendió el agua hacia uno y otro lado cuando volvió a caer. ¿Había
refrescado el viento, justo en el último minuto o así? ¿No estaba Petey
gritando algo? Sí. Hal no podía entender lo que decía por encima del viento. No
importaba. Librarse del mono por otros veinte años —o quizá para siempre (por
favor. Dios, para siempre)—, eso era lo que importaba.
El
bote se alzó y volvió a caer. Miró hacia la izquierda y vio pequeñas cabrillas.
Miró hacia la orilla de nuevo y vio la Punta del Cazador y un edificio en
ruinas que debía haber sido el cobertizo para botes de Burdon cuando él y Bill
eran niños. Ya casi había llegado, pues. Casi estaba encima del lugar donde el
Studebaker de Amos Culligan se había hundido entre el hielo un diciembre de
hacía muchos años. Casi encima de la parte más profunda del lago.
Petey
estaba gritando algo; gritando y señalando. Hal seguía sin poder oír. El bote
de remos se alzaba y caía, lanzando nubecillas de espuma a ambos lados de su
desconchada proa. Un pequeño arcoiris brilló en uno de los lados, se deshizo en
una miríada de puntos. La luz del sol y las sombras se perseguían cruzando el
lago, y las olas no eran suaves ahora; las cabrillas habían crecido. Su sudor
se había secado poniendo carne de gallina en su piel, y la espuma había
empapado la parte de atrás de su chaqueta. Remó tercamente, los ojos yendo alternativamente
de la orilla a la bolsa de viaje. El bote se alzó de nuevo, esta vez tanto que
por un momento el remo izquierdo palmeó el aire en vez del agua.
Petey
estaba señalando hacia el cielo, sus gritos ahora reducidos a un débil asomo de
sonido.
Hal
miró por encima de su hombro.
El
lago era un frenesí de olas. Se había convertido en una masa de azul oscuro
lleno de costurones blancos. Una sombra cruzaba la superficie del agua hacia el
bote y algo en su forma era familiar, tan terriblemente familiar, que Hal alzó
la vista, y entonces el grito estuvo allí, debatiéndose en su congestionada
garganta.
El
sol estaba detrás de la nube, convirtiéndola en una forma claramente
identificable, con dos crecientes dorados mantenidos aparte. Había dos agujeros
en un extremo de la nube, y el sol brotaba a través de ellos formando como dos
pozos de luz.
Cuando
la nube cruzó por encima del bote, los platillos del mono, apenas ahogados por
la bolsa de viaje, empezaron a sonar. Jang-jang-jang-jang,
eres tú, Hal. Finalmente
eres tú. Estás encima de la parte más profunda del lago ahora y es tu turno, tu
turno, tu turno...
Todos
los elementos necesarios de la línea de la costa habían encajado en su lugar.
Los carcomidos huesos del Studebaker de Amos Culligan estaban en algún lugar
allá abajo, allí era donde estaban las cosas grandes, aquél era el lugar.
Hal
metió los remos en un rápido movimiento, se inclinó hacia delante sin darse
cuenta de los alocados bandazos del bote, y aferró la bolsa de viaje. Los
platillos seguían lanzando su loca música pagana; los costados de la bolsa se
hincharon como impelidos por una tenebrosa respiración.
—¡Exactamente
aquí, hijo de puta! —gritó Hal—. ¡EXACTAMENTE AQUÍ!
Arrojó
la bolsa por encima de la borda.
Se
hundió rápidamente. Por un momento pudo verla descender, sus costados agitándose,
y durante aquel interminable momento pudo oír aún los platillos sonando.
Y por un momento las negras aguas parecieron aclararse y pudo ver hacia abajo
hasta aquel terrible abismo de agua lleno de cosas enormes; allí estaba el
Studebaker de Amos Culligan, y la madre de Hal estaba detrás de su legamoso
volante, un sonriente esqueleto con una perca asomándose y escrutando fríamente
desde la cavidad nasal de su calavera. El tío Will y la tía Ida estaban
recostados a su lado, y el pelo gris de la tía Ida flotaba hacia arriba
mientras la bolsa iba cayendo, girando y girando sobre sí misma, con unas
cuantas burbujas plateadas ascendiendo hacia la superficie: Jang-jang-jang-jang...
Hal
volvió a meter bruscamente los remos en el agua, rascándose los nudillos hasta
hacerse sangre (¡Oh Dios! ¡El asiento de atrás del Studebaker de Amos
Culligan estaba lleno de niños muertos! Charlie Silverman... Johnny McCabe...),
y empezó a impulsar el bote.
Hubo
un crujido como el seco disparo de una pistola entre sus pies, y de repente un
chorro de limpia agua empezó a brotar entre dos tablas. El bote era viejo: la
madera se había contraído ligeramente, sin la menor duda. Se trataba tan sólo
de una pequeña fisura. Pero no había ninguna cuando remaba hacia el centro del
lago. Podía jurarlo.
La
orilla y el lago cambiaron de orientación con respecto a él. Petey estaba a sus
espaldas ahora. Por encima de su cabeza, aquella horrible nube simiesca estaba
desgarrándose. Hal siguió remando. Veinte segundos fueron suficientes para
convencerle de que estaba remando para salvar su vida. Era tan sólo un nadador
mediocre, y ni siquiera uno excelente se pondría a prueba en aquellas
repentinamente agitadas aguas.
Otras
dos tablas se agrietaron bruscamente con aquel sonido parecido a un disparo.
Más agua penetró en el bote, empapando sus zapatos. Hubo pequeños sonidos
metálicos restallantes, que supuso eran clavos partiéndose. Una de las
chumaceras de los remos crujió, se rompió y cayó al agua... ¿Iba a seguirle el
tolete?
El
viento soplaba ahora desde su espalda, como si intentara frenarle o incluso
empujarle hasta el centro del lago. Se sentía aterrorizado, pero al mismo
tiempo sentía una especie de loca alegría a través del terror. El mono había
desaparecido definitivamente esta vez. Lo sabía de algún modo. Ocurriera lo que
le ocurriese a él, el mono no volvería a arrojar sombras sobre la vida de
Dennis o de Petey. El mono había desaparecido, y ahora yacía quizá sobre el
techo, quizá sobre el capó del Studebaker de Amos Culligan, en el fondo del
Crystal Lake. Había desaparecido para siempre.
Remó,
inclinándose hacia delante y tirando hacia atrás. Aquel sonido crujiente de la
madera llegó de nuevo, y ahora la vieja lata de cebos oxidada que había estado
en el fondo del bote flotaba en un palmo de agua. La espuma azotaba el rostro
de Hal. Hubo un fuerte sonido restallante, y el asiento de proa se partió en
dos trozos y quedó flotando cerca de la caja de cebos. Una tabla se partió en
el lado izquierdo del bote, y luego otra, ésta en la línea de flotación, en el
lado derecho. Hal siguió remando. La respiración raspaba en su boca, caliente y
seca, y su garganta le dolía con el sabor metálico del agotamiento. Sus
empapados cabellos se agitaban.
Ahora
el crujido llegó directamente del fondo del bote, zigzagueó entre sus pies y
avanzó hacia proa. El agua penetró en tromba; se encontró con agua hasta los
tobillos, luego hasta las pantorrillas. Siguió remando, pero el avance del bote
hacia la orilla era ahora fangoso. No se atrevía a mirar hacia atrás para ver a
qué distancia se hallaba.
Otra
tabla se soltó. El crujido que recoma el centro del bote se ramificó, como un
árbol, y el agua lo inundó.
Hal
empezó a manejar los remos a toda la velocidad que le fue posible, respirando
entrecortadamente, jadeando. Empujó una vez..., dos veces..., y al tercer
empujón ambos toletes se partieron. Perdió un remo, aferró desesperadamente el
otro, se puso en pie y empezó a sacudir el agua con él. El bote se inclinó de
costado hasta casi volcar y le arrojó hacia atrás, contra su asiento, con un
fuerte golpe.
Segundos
más tarde otras tablas se soltaron, el asiento se hundió, y se encontró tendido
en el agua que llenaba el fondo del bote, sorprendido ante su frialdad. Intentó
ponerse de rodillas, pensando desesperadamente: Petey no debe ver esto, no
debe ver a su padre ahogándose delante de sus ojos. Vas a nadar, chapotearás
como un perro si es necesario, pero lo harás. Tienes que hacer algo...
Hubo
otro chasquido desgarrante —casi un crujido—, y se encontró en el agua, nadando
hacia la orilla como nunca había nadado en su vida... y la orilla estaba
sorprendentemente cerca. Un minuto más tarde estaba de pie en el agua, que le
cubría hasta el pecho, a menos de cinco metros de la playa.
Petey
chapoteó hacia él, los brazos extendidos, gritando, llorando y riendo. Hal
avanzó hacia él, forcejeando. Petey, con el agua hasta el pecho, forcejeó
también.
Se
abrazaron fuertemente.
Hal
inspiró profundamente, jadeando, apretando con fuerza al muchacho entre sus
brazos y llevándolo hasta la playa, donde ambos se dejaron caer sobre la arena,
agotados.
—Papá,
¿se ha ido realmente ese mono?
—Sí.
Creo que se ha ido realmente.
—El
bote se hizo pedazos. Así, sencillamente, se hizo pedazos a tu alrededor...
Desintegrado, pensó Hal, y miró las
tablas que flotaban a la deriva en el agua, a quince metros de distancia. No
tenían el menor parecido con el resistente bote de remos hecho a mano que había
sacado del cobertizo de botes.
—Todo
está bien ahora —dijo Hal, echándose hacia atrás y apoyándose sobre sus codos.
Cerró
los ojos y dejó que el sol calentara su rostro.
—¿Viste
la nube? —susurró Petey.
—Sí.
Pero ahora no la veo... ¿Y tú?
Miraron
al cielo. Había algunos jirones de nubes aquí y allá, pero ninguna nube grande
y oscura. No se la veía... como acababa de decir.
Hal
ayudó a Petey a ponerse en pie.
—Debe
de haber toallas ahí arriba en la casa. Vamos. —Pero hizo una pausa, mirando a
su hijo—. ¿Estás loco, correr como lo has hecho?
Petey
le miró solemnemente.
—Has
sido un valiente, papá.
—¿Lo
he sido?
El
pensamiento del valor jamás había cruzado por su mente. Sólo el del miedo. El
miedo había sido demasiado grande como para ver ninguna otra cosa. Si es que
realmente había habido alguna otra cosa.
—Vamos,
Petey.
—¿Qué
vamos a decirle a mamá?
Hal
sonrió.
—No
vamos a contarle nada de esto, gran muchacho. Ya se nos ocurrirá algo.
Hizo
una pausa, mirando las tablas que flotaban en el agua. El lago estaba
nuevamente en calma, con pequeñas olitas chispeantes. Hal pensó en los
veraneantes que nunca llegaría a conocer... quizá un hombre y su hijo, pescando
en busca de peces grandes. ¡He cogido algo, papi!, grita el niño. ¡Sácalo
y veamos lo que es!, dice el padre. Y surgiendo de las profundidades, con
algas colgando de sus platillos, sonriendo son su terrible sonrisa de
bienvenida... el mono.
Se
estremeció... pero aquellas eran tan sólo cosas que podían ocurrir.
—Vamos
—le dijo de nuevo a Petey, y caminaron hacia el sendero que subía por entre los
resplandecientes árboles otoñales hacia la vieja casa.
Del
Bridgton News
24 de octubre de 1980:
EL MISTERIO DE LOS PECES
MUERTOS
por Betsy Moriarty
Centenares de peces muertos fueron
hallados flotando panza arriba en el Crystal Lake, en las inmediaciones del
municipio de Casco, a finales de la semana pasada. La mayoría de ellos parecían
haber muerto en las inmediaciones de la Punta del Cazador, aunque las
corrientes del lago hacen que eso sea un poco difícil de determinar. Los peces
muertos incluyen todos los tipos que comúnmente se encuentran en esas aguas:
lucios, carpas, truchas marrones y arcoiris, incluso un salmón de agua dulce.
Las autoridades del departamento de Caza y Pesca afirman estar desconcertadas,
y recomiendan a los pescadores y a las mujeres que no coman ningún tipo de
pescado procedente del Crystal Lake hasta que se hayan efectuado los
correspondientes análisis...
EL HUECO
Ramsey Campbell
Nacido
el 4 de enero de 1946 en Liverpool, Ramsey Campbell ha dedicado la mayor parte
de su vida a ahuyentar turistas asustados de esa ciudad. Campbell es un
escritor de horrores urbanos que deambulan por deterioradas vecindades y
barrios industriales, por lo que no sorprende que Liverpool haya sido la sede
de muchas de sus historias y novelas. El primer libro de Campbell, The Inhabitant of the Lake
& Less Welcome Tenants (El habitante del lago y los menos bienvenidos
inquilinos) fue publicado por Arkham House en 1964. Desde su enamoramiento
quinceañero por la obra de H. P. Lovecraft, Campbell avanzó rápidamente hasta
establecer su propio enfoque a la ficción del terror, y hoy es considerado como
uno de los mejores estilistas de dicho género. Campbell es versátil. Sus libros
incluyen recopilaciones de sus propias historias: Demons by Daylight
(Demonios a la luz. del día), The Height of the Scream (La culminación
del grito); antologías originales seleccionadas por él: Superhorror,
retitulada The Far Reaches of Fear (Los largos alcances del miedo) en
edición de bolsillo, New Tales of the Cthulhu Mythos (Nuevos relatos de
los mitos de Cthulhu), y New Terrors (Nuevos terrores) en dos volúmenes;
al igual que novelas: The Doll Who Ate His Mother (La muñeca que se
comió a su madre), The Face That Must Die (El rostro que debe morir), To
Wake the Dead (Despertar a los muertos), que fue retitulada The Parasite
(El parásito) para su edición en los Estados Unidos, con un final alternativo.
Campbell
vive con su esposa, Jenny, en un Liverpool amenazado de canibalismo, donde
durante los últimos años ha trabajado como escritor a tiempo completo...
evocando inesperados horrores surgidos de territorios que amenazan con
expandirse por todo el mundo. Actualmente (1980), Campbell se halla trabajando
en una novela de horror situada en Chapell Hill, Carolina del Norte. El hueco se publicó en
el segundo número de Fantasy Readers Guide, subtitulado The File on
Ramsey Campbell (El archivo sobre Ramsey Campbell). Ese folleto contiene un
índice de toda la obra de ficción de Campbell hasta entonces, junto con varios
comentarios y apreciaciones, y lo recomiendo a todos los aficionados serios a
la literatura fantástica.
Tate
estaba encajando un pájaro en el cielo cuando oyó el coche. Se apresuró hacia
la ventana. La luz del sol se reflejó en los coches, una doble gargantilla allá
en la distante carretera principal; las nubes se habían transformado sobre las
colinas, juntando el cielo. Sí, eran los Dewhurst: podía verles, apretados en
el asiento delantero de su Fiat mientras éste penetraba en el camino
particular. Sobre su mesa, fragmentos de nubes estaban esparcidos en tomo al
rompecabezas. No esperaba a los Dewhurst hasta dentro de una hora. Miró todas
las piezas aún por colocar y luego, resignado, se dirigió a la escalera.
En
el tiempo que necesitó para bajar las escaleras y abrir la puerta principal,
los otros habían salido ya del coche. Los botones de la chaqueta de David
reflejaban varios colores entrelazados. A continuación apareció su esposa
Dottie: su auténtico nombre era Carla, pero creían que Dave y Dottie formaban
una combinación más atractiva en las portadas de los libros; idea con la que
parecían estar de acuerdo millones de lectores. Su apariencia era la de la
típica turista norteamericana de las caricaturas: pantalones abultados como
salchichas, pelo cuidadosamente plateado. A veces Tate deseaba que su ojo de
escritor estuviera menos opresivamente alerta a los detalles reveladores.
Dewhurst
hizo un gesto hacia su coche, como un prestidigitador desvelando una sorpresa.
—Y
aquí están nuestros amigos que te prometimos.
¿Había
habido una promesa? Aquello parecía más bien un efecto secundario de su
invitación a los Dewhurst. ¿Y cuándo su amigo se había convertido en plural? De
todos modos, Tate se sentía incapaz de experimentar mucho resentimiento; estaba
demasiado saciado por el hecho de haber terminado su novela sobre brujería.
El
rostro agresivamente huesudo del joven estaba rematado por un pelo tan corto
como el césped; el rostro de la muchacha tenía casi el color y la textura de la
tiza.
—Éste
es Don Skelton —dijo Dewhurst—. Don, Lionel Tate. Supongo que los dos
tendréis mucho de qué hablar; estáis en el mismo campo. Y ésta es la amiga de
Don, esto...
Skelton
miró a la enorme y antigua villa como si no pudiera creer que se suponía que
debía sentirse impresionado.
Dejó
que la muchacha llevara su maleta hasta arriba, y ella se negó a dársela a Tate
cuando éste protestó.
—Ésta
es su habitación —dijo Tate a Skelton, y se sintió como un casero
desaprobador—. No tenía la menor idea que no iba a venir solo.
—No
se preocupe, haré sitio para ella.
Si
la muchacha hubiera sido más atractiva, si su enmarañado pelo hubiera sido
menos inerte y su rostro menos ansioso, ¿hubiera envidiado a Skelton?
—Tomaremos
un cóctel antes de ir a cenar, si le apetece —dijo a la puerta cerrada.
El
rompecabezas le ayudó a relajarse. El atardecer penetró en la casa, las sombras
se hicieron más intensas en el interior de las grandes ventanas. La mesa
relucía oscura en el último hueco del rompecabezas, entonces colocó la pieza en
su lugar. ¿Hubo un eco de aquel ruido detrás de él? Se volvió, pero nadie
estaba observándole.
Mientras
se afeitaba en uno de los cuatro de baño oyó a alguien bajar las escaleras.
Buen Dios, no era un anfitrión muy eficiente. Se apresuró, terminando el nudo
de su corbata justo cuando alcanzaba el salón, pero se tranquilizó cuando vio
que allí tan sólo estaban Skelton y la muchacha. Al menos ella llevaba ahora
algo parecido a un traje de tarde; la parte superior de su pálido pecho estaba
salpicado de pecas.
—Generalmente
nos cambiamos para la cena —dijo Tate.
Skelton
alzó sus hundidos hombros.
—Está
bien.
El
alcohol hizo a Skelton más hablador.
—Tendré
algo como esto en algún lugar —dijo, mirando a la habitación victoriana con
muebles de caoba tallada. Y tras una calculada pausa añadió—: Pero mejor.
Tate
hizo un último esfuerzo por conectar con él.
—Me
temo que no he leído nada suyo.
—Pronto
no habrá mucha gente capaz de decir lo mismo. —Sonaba extrañamente amenazador.
Rebuscó en su maletín y extrajo un libro—. Le daré algo para que lo conserve.
Tate
observó cajas talladas, una cámara, un pequeño destello redondo que le provocó
una indefinible punzada de aprensión, antes de que el maletín volviera a
cerrarse. Unas letras plateadas brillaron en el libro de bolsillo, tan negro y
lustroso como el carbón: La senda negra.
Una
virgen estaba siendo mutilada, contemplada perversamente desde encima por la
elegante prosa. Tate buscó alguna pregunta que no sonara insultante. Finalmente
consiguió decir:
—¿Cuáles
son sus temas?
—La
autobiografía.
Quizá
Skelton fuera uno de esos escritores de lo macabro que necesitan bromear
defensivamente acerca de su obra, puesto que los Dewhurst estaban riendo.
La
cena en el mesón fue para crispar los nervios. La luz de las velas hacía que la
comida brincara incansablemente en los platos, los camareros aparecían bajo las
inclinadas y bajas vigas del techo arrojando sus vagas sombras sobre las mesas.
Los Dewhurst se alegraron pronto, pero no consiguieron arrastrar a la muchacha
a la conversación. Mientras un camarero dirigía a las ropas de Skelton una
marchita mirada, éste preguntó a Tate:
—¿Cree
usted en la brujería?
—Bueno,
he tenido que efectuar una minuciosa investigación para mi libro. Alguna de las
cosas que he leído me ha hecho pensar.
—No
—dijo Skelton impacientemente—. ¿Cree usted en ella... como una forma de vida?
—Cielos,
no. Por supuesto que no.
—Entonces,
¿por qué malgasta su tiempo escribiendo sobre ella? —Estaba observando aún al camarero
desaprobador. ¿Era la luz de las velas la que hacía que sus labios se
crisparan?—. Va a dejar caer eso —dijo.
La
sombra del camarero pareció perder su equilibrio antes que él. Su bandeja llena
de comida se estrelló contra una mesa. La vela se rompió, llameando; la luz
osciló en las vigas de roble. Cera fundida salpicó toda la chaqueta del
camarero, la comida caliente saltó a su rostro.
—Usted
es un escritor —dijo Skelton, ignorando la conmoción—, pero no tiene ni idea
del poder de las palabras. Quedamos muy pocos que lo sepamos. —Sonrió mientras
otros camareros se llevaban a su compañero lastimado—. Entienda, las palabras
son sólo una parte. La ciencia no nos ha robado el poder, nos ha proporcionado
más herramientas. Teléfonos, cámaras..., tantas formas de anunciar el poder.
Obviamente
estaba bebido. Los Dewhurst le contemplaban como si fuera su hijo preferido,
aunque en cierto modo incontrolable. Tate se sintió feliz de volver a casa. Las
luces brillaban a través de las ventanas, encantamientos contra los ladrones;
la muchacha se apresuró hacia ellas, delante del resto del grupo. Skelton se
demoró, feliz con la oscuridad.
Después
de que sus huéspedes se hubieran ido a la cama, Tate se llevó el libro de
Skelton escaleras arriba. El desdén de Skelton había apresurado las dudas que
siempre sentía cuando terminaba un nuevo libro. Vería qué tipo de logros tenía
Skelton que ofrecer, puesto que parecía tan orgulloso de sí mismo.
No
había llegado ni a la mitad del libro cuando lo arrojó al otro lado de la habitación.
El narrador había buscado perversiones, tomado todas las drogas disponibles,
probado la mayoría de los crímenes en la búsqueda de su poder, su pasatiempo
preferido era el robo, y la mayoría de las escenas eran pornográficas. De modo
que esto era autobiográfico, ¿eh? Algunas drogas podían explicar el estado de
la silenciosa muchacha.
Los
ojos de Tate estaban sensibilizados por noches de revisión y mecanografiado.
Mientras leía La senda negra, las paredes parecieron oscilar y
adelantarse, los muebles habían flexionado sus patas. Necesitaba dormir, no la
basura de Skelton.
Lo
despertó el amanecer. Oh Dios, sabía qué era lo que había visto brillar en el
maletín de Skelton... Un ojo. Seguro que se trataba de un sueño, nacido de una
imagen particularmente desagradable del libro. Intentó volverle la espalda a la
imagen, pero no pudo dormirse de nuevo. Atisbos desagradables lo mantuvieron
despierto: su propia novela con una brillante portada negra, sus amigos
rechazándole, su incrédulo disgusto volviendo a leer su propio libro. ¿Podía su
libro ser acusado de los pecados de Skelton? Nunca antes se había sentido tan
inseguro acerca de su trabajo.
Sólo
había una forma de tranquilizarse a sí mismo, o convencerse de sus temores.
Echándose una bata por encima, pasó por delante de la hilera de cerradas
puertas hacia su estudio. ¿Podía volver a leer toda su novela antes del
desayuno? Las largas sombras de la mañana se iban acortando imperceptiblemente.
La de una mujer brotaba de las abiertas puertas de su estudio.
¿Tan
pronto había venido su asistenta? Al cabo de un instante se dio cuenta de que
había sido tan absurdamente confiado como los Dewhurst. La muchacha silenciosa
estaba de pie justo al otro lado del umbral. Como guardiana era un fracaso,
porque Tate tuvo tiempo de ver a Skelton junto a su escritorio, reuniendo
páginas del manuscrito de su novela.
La
muchacha empezó a chillar, un gimiente sonido desigual que parecía no necesitar
hacer acopio de aire. Aunque era tan perturbador como la sirena de un coche de
la policía, Tate mantuvo su mirada fija en Skelton.
—Salga
de ahí —dijo.
Una
sospecha lo atenazó.
—No,
lo he pensado mejor... quédese donde está.
Skelton
se mantuvo inmóvil, con una expresión apenada, como la víctima de un
ineficiente detective de almacén, mientras Tate se aseguraba de que todas las
páginas estaban aún sobre su escritorio. Aquellas que Skelton había
seleccionado eran las mejor documentadas. De modo intolerable, aquello era un
tributo.
Los
Dewhurst aparecieron, parpadeando mientras se envolvían en sendas batas.
—¿Qué
demonios ocurre? —preguntó Carla.
—Vuestro
amigo es un ladrón.
—Oh,
vamos —protestó Dewhurst—. ¿Sólo por lo que dijo acerca de este libro? No te
creas todo lo que dice.
—Te
aconsejo que elijas más cuidadosamente a tus amigos.
—Creo
que somos perfectamente aptos para juzgar a la gente. ¿Qué otra cosa crees que
hace que nuestros libros tengan tanto éxito?
Tate
estaba demasiado furioso como para contenerse.
—Una
competente técnica, un ingenio de cuarto grado, una fe ingenua en la gente y
una promesa de vida después de la muerte. Vendéis a vuestros lectores lo que
ellos desean... Todo menos la verdad.
Contempló
cómo se marchaban apresuradamente. La muchacha aún estaba produciendo aquel
sonido, algo entre el jadeo y el lamento, mientras bajaba penosamente la
maleta. No la ayudó. Mientras se metían en el coche, tan sólo Skelton le
dirigió una mirada. Su sonrisa parecía casi cálida, ciertamente complacida.
Tate la encontró insufrible, y miró hacia otro lado.
Cuando
se hubieron ido y la humareda del tubo de escape se hubo disipado, releyó de
nuevo toda su novela. Parecía inteligente y nada sensacionalista... Por encima
de lo habitual. Esperaba que sus editores pensaran así también. ¿Cómo se leería
una vez impresa?
Nunca
le satisfacían entonces..., pero él era su lector menos importante.
¿Debería
haber llamado a la policía? Ahora parecía trivial. Lástima por los Dewhurst...
Aunque si eran tan estúpidos, resultaba mejor librarse de ellos. La policía ya
se encargaría de Skelton si había hecho todo aquello de lo que se vanagloriaba
en su libro.
Después
de comer, Tate paseó hacia las colinas. Las laderas resplandecían con su
verdor, e incontables llamaradas de hierba se agitaban suavemente. Las nubes
ponían polvo en el horizonte. Se tendió, gozando de la paz del cielo. Al
anochecer, el enorme vacío de la casa fue relajante. Tras cenar en el mesón,
regresó paseando, negándose a mirar hacia las furtivas formas que se movían y
susurraban a su lado.
Durmió
bien. ¿Por qué le sorprendió eso al despertar? El correo le aguardaba al
extremo de su cama, colocado allí suavemente por su asistenta. El sobre con las
franjas azules y rojas era de su agente en Nueva York...Una nueva venta en
América para una edición de bolsillo. Estupendo. ¿Qué más? Una factura asomándose
por su ventanilla de celofán, otra circular y una resonante caja de cartón
envuelta en papel marrón.
Su
dirección estaba anónimamente escrita a máquina sobre la caja; no había
remitente. Su contenido se desplazaba libremente en su interior, una ola de
cascotes. Finalmente rasgó el envoltorio. Cuando abrió la caja sin ninguna
identificación, el contenido se esparció ante él y confirmó lo que sospechaba:
un rompecabezas.
¿Era
una ofrenda de paz de los Dewhurst? Habían elegido uno sin foto en la tapa porque
quizá pensaban que así disfrutaría más con la dificultad. Y, efectivamente, así
era. Deshizo el paisaje de cielo y bosques que había sobre la mesa y metió las
piezas en su caja. Al otro lado de la ventana, árboles y nubes se agitaron.
Empezó
a montar la esquina del rompecabezas. Ah, era la cuarta esquina. Una cálida
brisa agitó las cortinas hacia dentro. Tras él, la puerta se abrió unos
centímetros al vacío de la casa.
El
mediodía había barrido la mayor parte de las sombras de la habitación cuando hubo
compuesto el borde. La mayor parte de los mezclados fragmentos eran de un color
marrón lustroso, como el barnizado de un mueble, pero había una figura
humana... No. Dos. Las ensambló parcialmente —una iba vestida con un temo, la
otra con un traje de dril—, luego bajó para comer la ensalada de verduras que
su asistenta le había preparado.
El
rompecabezas había puesto en acción su mente para pensar en las posibilidades
de todo aquello. ¿Una historia de rivalidad entre autores...? ¿Una historia de
asesinato? ¿Dos colaboradores, uno de los cuales se vuelve resentido, celoso,
determinado a conseguir la fama para sí? Pero no podía imaginar a nadie
colaborando con Skelton. Guardó la idea en la parte de atrás de su mente para
un posterior uso.
Volvió
a subir las escaleras. ¿Qué estaba haciendo su asistenta? ¿Había barrido el
rompecabezas fuera de la mesa? No, por supuesto: se había marchado a casa hacía
horas... Tan sólo se trataba de la sombra de un árbol agitándose en el suelo.
Las
incompletas figuras aguardaban. El ojo de una pieza le contemplaba desde la
mesa. No debería montar las secciones fáciles primero. Seguramente debía haber
puntos en los cuales podía ir montándolo hacia adentro a partir del borde. Sí,
ahí había uno: la pata de algo, probablemente un mueble... Inmediatamente vio
otras tres piezas. Era una vitrina tipo imperio. La sombra de una nube se
arrastró hacia él.
Las
conexiones se iban haciendo claras. Alcanzó el estadio en el que su
subconsciente dirigía su atención hacia las piezas apropiadas. La habitación
iba encajando: una estantería de nogal, una mesa de caoba, una rinconera.
Cuando la sombra se inclinó hacia él, tuvo un sobresalto y esparció algunas
piezas. Debía de tratarse de un árbol al otro lado de la ventana... No se
necesitaba mucho para ponerle nervioso ahora: había reconocido la habitación en
el rompecabezas.
¿Debía
desmontarlo sin terminar? Eso seria como admitir que le había inquietado.
Absurdo. Colocó la figura con el temo en su lugar sobre la mesa. Antes de
acabar de componer el rostro, con su único ojo de perfil, pudo ver que la
figura era él mismo.
Se
detuvo a punto de terminar el rompecabezas, y se volvió para mirar detrás de
él. ¿Cuándo había sido tomada la fotografía? ¿Cuándo se había deslizado tras él
la figura vestida con un traje de dril, sin ser oída? Resistiéndose con
irritación a una urgencia de mirar por encima de su hombro, puso de golpe la
figura en su lugar y colocó en su sitio las últimas piezas.
Quizá
era Skelton: sus trajes estaban lo suficientemente deshilachados y manchados.
Pero todas las piezas que hubieran compuesto el rostro faltaban. La luz que se
reflejaba en el hueco sobre la mesa proporcionaba como rostro a la figura un
pálido y plano resplandor.
—¡Malditas
tonterías!
Dio
media vuelta rápidamente, pero allí sólo había la entreabierta puerta arrojando
su sombra encima de la moqueta. Skelton debía de haber superpuesto la figura;
no había la menor duda de que había disfrutado haciéndola aparecer
amenazadora..., inclinada ansiosamente hacia delante, las manos tendidas.
¿Había pretendido dejar un hueco allá donde debía estar su rostro, a fin de
oscurecer sus intenciones?
Tate
sostuvo la caja como un cubo de la basura, y barrió dentro de ella el
desintegrado rompecabezas. El sonido detrás de él no fue más que el eco de su
caída. Se negó a volverse. Dejó la caja sobre la mesa. ¿Debía mostrársela a los
Dewhurst? Sin duda se alzarían de hombros considerándolo una broma...
Realmente, era ridículo tomárselo siquiera un poco en serio.
Se
dirigió al mesón. Debía hacer que su asistenta le preparara la cena más a
menudo. Se anticipaba... porque tenía hambre, eso era todo. ¿Por qué deseaba
estar de vuelta a casa antes de que oscureciese? En el sendero, parte de un
insecto se contorsionaba.
En
el mesón había una gran fiesta. Tuvo que aguardar, en una mesa apenas más
grande que un taburete. Camareros y clientes, sus rostros oscurecidos, le
rodeaban. Se dio cuenta de que estaba observando compulsivamente cada vez que
la luz de una vela iluminaba un rostro. Cuando finalmente volvió a casa, su
mente estaba murmurando a las inquietantes formas de ambos lados del sendero:
marchaos, marchaos.
Un
lejano coche parpadeó y desapareció. Las luces de su casa eran las únicas que
podían verse. Parecían menos acogedoras que perdidas en la noche. No, su
asistenta no estaba. Que le condenaran si iba a registrar todas las
habitaciones para asegurarse. La presencia que sentía era tan sólo el calor,
desparramándose por toda la casa. Cuando se sintió cansado de su esfuerzo por
intentar leer, el calor se fue a la cama con él.
Finalmente
lo despertó. El amanecer convertía la habitación en un apunte al carbón. Se
sentó en la cama, presa del pánico. Nada estaba observándole desde los pies de
la cama, lo cual era en cierto modo el problema: más allá de la cama, una
ausencia flotaba en el aire. Cuando se alzó, vio que estaba colgada de los
hombros. La figura, con un traje de dril, avanzó rápidamente a tientas en torno
a la cama. Cuando se abatió sobre él, sus manos se alzaron, ágiles y ansiosas,
como una varita mágica.
Gritó,
y la luz fue borrada de sus ojos. Permaneció tendido, temblando, en una
absoluta oscuridad. ¿Seguía aún dormido? Gradualmente, un atisbo de la
habitación empezó a formarse a su alrededor, como si estuviera surgiendo de
entre la niebla. Sólo entonces se atrevió a encender la luz. Aguardó a la
llegada del amanecer antes de volver a dormirse.
Cuando
oyó pasos abajo, se levantó. Era idiota pasar las horas rumiando acerca de un
sueño. Antes de hacer nada más debía librarse de aquel odioso rompecabezas. Se
dirigió apresuradamente a su habitación y se detuvo vacilante. La luz del sol
inundaba la vacía mesa.
Llamó
a su asistenta.
—¿Ha
quitado usted una caja de ahí?
—No,
señor Tate. —Cuando él frunció el ceño, insatisfecho, añadió altaneramente—:
Por supuesto que no.
Parecía
nerviosa. ¿A causa de su desconfianza o a causa de que estaba mintiendo? Debía
de haber tirado la caja por error y ahora temía ser reprendida; hacerle más
preguntas no conseguiría más que disgustarla.
La
evitó durante toda la mañana, aunque los ruidos que hacía por las otras
habitaciones le molestaban, del mismo modo que los ocasionales atisbos de su
sombra. ¿Por qué sentía la tentación de pedirle que se quedara? Era absurdo.
Cuando ella se fue, se sintió contento de poder oír la soledad de la casa.
Gradualmente,
su placer se desvaneció. La casa, cálidamente iluminada por el sol, parecía
demasiado brillante, incluso expectante, como un escenario aguardando un primer
acto. También él estaba escuchando, pero menos para absorber el silencio que
para penetrar en él. ¿En busca de qué? Vagó sin rumbo fijo. Su compulsión de
mirar por todos los rincones le enfurecía. Nunca se había dado cuenta de la
cantidad de sombras que contenía cada habitación.
Después
de comer, luchó por empezar a organizar sus ideas para el próximo libro, al
menos en líneas generales. Pero era demasiado pronto después del último. Su
mente parecía tan vacía como la casa. ¿En cuál de ellas había una sensación de
intrusión, de paciente y distante acechanza? No, por supuesto que su asistenta
no había regresado. La luz del sol se escapaba de la casa, dejando un congelado
residuo de calor. Las sombras se arrastraban imperceptiblemente.
Necesitaba
un film absorbente. El de Bergman en el Academy. Iría ahora y cenaría en
Londres. Impulsivamente, se metió La senda negra en el bolsillo, para
sacarla de la casa. El sonido de la puerta delantera al cerrarse resonó en mil
ecos por las vacías habitaciones. Desde los árboles y las paredes y los
arbustos se extendían las sombras, sus siluetas se agitaban al mismo ritmo
inquieto de la hierba. Un pájaro se alzó zigzagueando del suelo, con algo
colgando en su boca.
¿No
había nadie en la estación del ferrocarril? Finalmente, un taciturno y
demacrado hombre respondió a sus golpes en la ventanilla de los billetes.
Mientras pagaba, Tate se dio cuenta de que se había dejado llevar por sus dudas
durante todo el trayecto desde su casa hasta allí. Al parecer, todo aquello
eran secuelas de escribir obras fantásticas de ficción.
Esta
conclusión le hizo sentirse vulnerable. Caminó arriba y abajo por la corta
plataforma. Un lecho de flores componía el nombre de la estación, y unas
cuantas farolas tendían hacia delante sus deslustradas cabezas luminosas.
Estaba solo, a excepción de un hombre sentado en la sala de espera al otro lado
de la plataforma. La ventana estaba llena de polvo, y la brillante imagen de
las nubes se reflejaba en el cristal. No podía distinguir el rostro del hombre.
¿Por qué deseaba distinguirlo?
El
tren llegó a marcha lenta. Llevaba pocos pasajeros, como las últimas
exhibiciones de un maltrecho museo de cera. Las estaciones pasaron, mostrando
plataformas vacías. Los campos se extendían interminables hacia la menguante
luz.
A
cada estación, el tren se detenía esperando recoger pasajeros, pero siempre
partía decepcionado... Hasta que, justo antes de llegar a Londres, Tate vio a
un hombre avanzando a largas zancadas para alcanzarlo. ¿En qué plataforma? Tan
sólo podía ver el reflejo del hombre: ropas azuladas, rostro impreciso. El
vacío vagón crujía a su alrededor; el metal vibraba bajo sus pies. Aunque el
tren estaba ganando velocidad, el hombre mantenía su ritmo, y seguía avanzando
tan sólo a largas zancadas; no parecía sentir la necesidad de correr. Buen
Dios, ¿cuál era la longitud de sus piernas? Una repentina explosión de follaje
llenó la ventanilla. Cuando desapareció, el hombre ya no estaba.
La
estación de Charing Cross estaba hormigueante, como siempre, y una resonante
voz decía algo a través de los altavoces. Mientras Tate salía apresuradamente,
sorteando un pequeño tren de carretillas, unas letras plateadas llamearon hacia
él desde el kiosco de libros y revistas: La senda negra. Y también allí,
en otro lado, en un exhibidor especial: La senda negra. Seria una justa
ironía si alguien los robaba. De la gente que le rodeaba, varios llevaban traje
de dril.
Comió
un curry en el Wampo Egg de Charing Cross Road. Conocía otros restaurantes
mejores por los alrededores, pero estaban en calles laterales; prefería
permanecer en la calle principal..., no importaba el porqué. Siluetas vestidas
de dril contemplaban el menú en el escaparate. El menú tapaba sus rostros.
Pasó
de largo ante la estación de Leicester Square. No deseaba bajar a aquella
oscuridad donde los trenes se enterraban, resonando metálicamente. Además,
tenía tiempo para pasear; era una tarde agradable. Los colores de las librerías
eran relajantes.
Vio
libros suyos en un par de tiendas, lo cual era reconfortante. Pero el título de
Skelton resplandecía en el escaparate de Book-smith's. ¿Había un hueco junto a
él en el exhibidor? No, era el reflejo de un callejón, del cual estaba
surgiendo ahora una silueta. Tate se volvió y localizó el callejón, pero la
silueta debía de haberse apartado a un lado.
Siguió
hacia Oxford Street. El libro de Skelton estaba allí también, en Claude Gill's.
Más allá, entre las sombras de la acera opuesta, una figura vestida de dril
espiaba. Tate se volvió, pero un autobús cruzó la calle, bloqueando su visión.
Evidentemente, había muchos transeúntes llevando trajes de dril.
Cuando
llegó junto al cine Academy había vislumbrado aquella figura varias veces,
reflejándose en las lunas de los escaparates y, más frustrante aún, siguiéndole
el paso por la acera opuesta, en el límite de su ángulo de visión. Caminó más
allá del cine, pensando en cuántos rostros sería incapaz de ver en la
oscuridad.
Dirigiéndose
instintivamente hacia las luces más brillantes, bajó por Poland Street. El
anochecer había alcanzado ya las estrechas calles del Soho, despertando a las
luces de neón. SEX SHOP. AYUDAS SEXUALES. FILMS ESCANDINAVOS. Las tiendas
estaban pegadas unas a otras, una hilera de competidores codo contra codo. En
un escaparate iluminado por un enfermizo neón, entre El placer por la
esclavitud y Novedades en caucho, vio el libro de Skelton.
Peatones
y coches inundaban las calles. Mirara hacia donde mirara, Tate siempre
entreveía una figura vestida de dril en la otra acera. Por supuesto, no
necesitaba ser la misma todas las veces... Era imposible decirlo, porque nunca
podía vislumbrar su rostro. Nunca se había llegado a dar cuenta de cuántos
rostros es uno incapaz de ver en una multitud. Se había dirigido hacia aquellas
calles precisamente para estar entre la gente.
Realmente,
era absurdo. Se había permitido ir hacia todas aquellas miserables librerías en
busca de compañía, como un fugitivo de Edgar Allan Poe... ¿Y por qué? ¿Una
conversación idiota, un rompecabezas igualmente estúpido, unos pocos atisbos
inconcretos? Aquello probaba que las maldiciones podían funcionar en la
imaginación... pero, cielos, ésa no era razón para sentirse aprensivo. Y, sin
embargo, se sentía así, porque detrás de los transeúntes pintados de neón había
una figura moviéndose como un cazador, al acecho, cerca de la pared. El miedo
de Tate tenía sabor a curry.
Muy
bien, su perseguidor existía. Eso podía ser explicado a través de la realidad:
era Skelton, escondiéndose. ¡Qué fácilmente encajaban entre sí esas palabras!
Skelton debía de haberle visto contemplando La senda oscura en el
escaparate. Era propio de Skelton pasear por ahí admirando su propia obra en
los exhibidores. Seguramente decidió perseguir a Tate, ponerlo un poco
nervioso.
En
cuanto entreviera el rostro de Skelton, saltana hacia él. Bruscamente cruzó la
calle, aprovechando un hueco en la secuencia de coches. Las imágenes de neón,
mezcladas con las otras imágenes provocadas por el neón, danzaron tras sus
párpados. ¿Dónde estaba el maldito remolón? ¿Se había metido en alguna tienda?
Por un momento Tate lo había visto, en la acera que en este momento ocupaba él.
Pero cuando la visión de Tate se liberó de imágenes accidentales, el rostro se
había confundido entre la multitud.
Tate
cruzó de nuevo la calle, con el mismo resultado. Así que Skelton estaba jugando
al escondite, ¿eh? Bien, Tate también podía jugar a lo mismo. Se metió en una
tienda. Un jadeo amplificado resonaba rítmicamente al otro lado de una puerta
interior.
—El
film de porno duro acaba de empezar, señor —dijo el hindú que estaba detrás del
mostrador.
Varios
hombres, algunos de ellos vistiendo de dril, estaban de pie junto a las
estanterías de las revistas. Ninguno de sus rostros era visible para Tate.
Estaba
comportándose ridículamente... y eso lo asustaba: había permitido que sus
defensas fueran abatidas. ¿Cuánto tiempo pretendía sumirse en aquella absurda
persecución? ¿Cómo podía poner fin a aquello?
Miró
hacia afuera de la tienda. Los transeúntes le devolvieron la mirada, como si
estuviera incitándoles. Las aceras se retorcían, incesantemente agitadas por
los neones. La batalla de luces sacudía las sombras de la multitud. Los rostros
brillaban verdes, ardían rojos.
Si
tan sólo pudiera descubrir a Skelton... ¿Qué haría entonces? Cerca de la puerta
donde se encontraba había un callejón, vacío excepto por la oscuridad. En su
otro extremo brillaba otra calle. Podía cruzar aquel callejón y eludir a su
perseguidor. Quizá encontrara algún policía; eso le enseñaría a Skelton...
Aquello ya iba mucho más allá de una broma.
Allí
estaba Skelton, atisbando desde un oscuro portal casi frente a él. Tate hizo
como si saliera en su persecución, e inmediatamente la figura se escabulló tras
un grupo de peatones. Tate echó a correr por el callejón.
Sus
pisadas resonaron en las paredes. Más allá de la angosta salida al otro lado,
las figuras pasaban como las coristas de un espectáculo. Una pared rozó contra
su hombro; un bulto invisible golpeaba repetidamente contra su costado. Era La
senda negra, aún metido en su bolsillo. Lo tiró rabiosamente. Se enredó
entre sus pies en la oscuridad hasta que le lanzó una patada y oyó partirse el
lomo. Al fin libre.
Estaba
a medio camino del callejón, donde la oscuridad era más intensa, y miró hacia
atrás para confirmar que nadie le había seguido. Vacilando ligeramente, volvió
la vista hacia delante, y las manos de la figura que había ante él lo sujetaron
por los hombros.
Retrocedió
jadeando y la pared golpeó contra sus omoplatos. La oscuridad era absoluta
frente a él, pero sintió el otro cuerpo apretándose contra el suyo, el empuje
de la invisible cabeza contra él, y su cara recibió una impresión helada; no
podía distinguir la forma de lo que la tocaba. Luego el contacto desapareció y
sólo hubo silencio.
Permaneció
de pie, temblando. Sus manos colgaban a los costados, como si temieran moverse.
Comprendía por qué no lograba ver nada —no había luz tan al fondo en el
callejón—, pero... ¿por qué no podía oír? Incluso el sabor a curry había
desaparecido. Su cabeza parecía como anestesiada, y en cierto modo incorpórea.
Se dio cuenta de que no se atrevía a volverla para mirar a ninguno de los dos
extremos iluminados. Lentamente, con temor, sus manos tantearon hacia arriba,
hacia su rostro.
Los gatos de Père Lachaise
Neil Olonoff
Quizás
el aspecto más fascinante de preparar una antología como la presente sea el de
tropezar constantemente con historias de horror que han sido publicadas en los
más insospechados lugares. Los gatos de Père Lachaise es una de tales
historias: fue publicada en Francia en A Touch of Paris, una revista en lengua
inglesa dedicada a los turistas que visitan esa ciudad, y yo nunca hubiera
llegado a encontrarla si otro escritor, Tim Sullivan, no me hubiera llamado la
atención sobre ella.
Neil
Olonoff nació en Brooklyn en 1950, se graduó en la universidad de Oklahoma, y
normalmente reside en Miami, Florida. Estaba viviendo en París en la época en
que escribió esta historia, enseñando inglés y escribiendo artículos para una
revista de noticias, Metro. El director de A Touch of Paris expresó su interés
acerca de algún relato de ficción relacionado con París, y Olonoff respondió
con Los gatos de Pére Lachaise. El director de la revista le puso un nuevo
título a la historia, no tan efectivo, a mi modo de ver. He restituido aquí el
título original a petición del autor. Olonoff ha trabajado también como
auxiliar en psiquiatría y como exportador, entre otros trabajos, y ha vivido un
año en Sao Paulo, Brasil. Es una de las personas que difícilmente dejan crecer
la hierba bajo sus pies. Hace poco, Olonoff me escribía diciendo: «Estoy
terminando mi primera novela, empezada hace cuatro años. Trata de la muerte».
Bateman
odiaba llegar tarde. Se sentía irritado después de haber perdido media mañana
intentando convencer a su esposa de que acudiera al funeral de Osear. Ahora,
subiendo hacia la entrada del crematorio de Pére Lachaise, se sentía más
irritado aún por tener que abrirse camino entre un grupo de enormes gatos
tomando el sol en los amplios escalones. Al llegar casi arriba, cansado de
mirar constantemente a sus pies, pisó descuidadamente una cola. El maullido fue
lo suficientemente fuerte como para despertar a los muertos, pensó divertido.
Pero los gatos no salieron en estampida, alarmados. En vez de ello, arquearon
sus lomos y le miraron con malevolencia. Con una nerviosa mirada por encima del
hombro hacia los gatos, Bateman penetró en la fría penumbra del crematorio.
Se
entretuvo un momento en la puerta de la estancia del crematorio. Pierre estaba
sentado en medio del pequeño grupo de acompañantes que hacían guardia frente a
la puerta del homo funerario. A Bateman le recordó aquella vez en que había
observado la sala del tribunal durante el divorcio de Pierre y Alicia, hacía
doce años. Ahora vaciló, preparando una explicación para la ausencia de Alicia.
¡Maldita fuera su testarudez! Los niños eran una buena excusa, por supuesto, o
quizá el hecho de que ella estuviese resfriada. Se decidió por el resfriado.
Aunque primero mencionaría los niños. Quizá pudiera evitar las miradas de
reproche de Pierre, que siempre hacían que se sintiera culpable.
La
puerta del homo crematorio estaba alzándose para revelar el resplandor rojo en
su interior. Con un gemido de maquinaria automática, el sencillo ataúd de pino
avanzó hacia allí. Bateman se sentó detrás de Pierre y su hermana. La puerta
descendió. Eso era todo. Mientras el grupo se levantaba con un suspiro
colectivo. Pierre se volvió y vio a Bateman. Éste observó la decepción de
Pierre al no ver a Alicia a su lado. Bateman dijo:
—Lo
sentimos mucho. Pierre.
Pierre
respondió casi rudamente con una mecánica inclinación de cabeza y le dijo a su
hermana que se fuera a casa, que quería recibir las cenizas él solo. El grupo
se dispersó, y los dos hombres salieron fuera del crematorio y caminaron
cruzando la gran plaza pavimentada.
Oscar,
el difunto, era el cuñado de Pierre. Podía decirse que había muerto a causa de
la bebida, pero de una forma más bien macabra. Osear se había ahogado tras
perder el conocimiento a causa del frío bajo el Pont Neuf, durante una tormenta.
Sencillamente, el río subió de nivel a su alrededor. La policía lo encontró
allí, sin ninguna corte d'identité. Tomaron sus huellas dactilares, pero
Osear había nacido en Toulouse. Antes de que la familia se enterara de su
muerte, el cuerpo había sido llevado al crematorio público de Pére Lachaise, el
famoso cementerio en el 20° arrondissement. Lo más sencillo era seguir
adelante con el funeral de los pobres.
—Hemos
tenido suerte de que lo incineren solo —dijo Pierre a Bateman—. Normalmente las
cremaciones de los indigentes se hacen de cuatro a la vez.
Bateman
alzó la vista, sorprendido, pero no dijo nada. Caminaron lentamente a lo largo
de uno de los senderos pavimentados del cementerio, parpadeando ante las
manchas de luz que salpicaban el suelo. Era un agradable atardecer, y las hojas
de los viejos árboles se agitaban sobre sus cabezas.
—¿Cómo
está ella? —preguntó Pierre, refiriéndose a Alicia.
—Está
bien —dijo Bateman, reflexionando que no estaba más seguro de los sentimientos
de ella que de los de Allan Kardek, el médium espiritista muerto hacía mucho,
junto a cuya tumba de granito estaban pasando.
—¿Y
Janine? —preguntó Pierre.
—También
está bien —dijo Bateman.
Janine
era la hija de Pierre, tan sólo un bebé cuando Alicia se divorció de él.
Pierre
era un hombre adusto y silencioso por naturaleza, pero hoy parecía estar
buscando una forma de prolongar la conversación. Bateman sintió pena por él,
consciente de que a Pierre le resultaba difícil superar su timidez y cortedad.
Pero Bateman tampoco se sentía tan comunicativo como de costumbre.
Su
camino se vio entonces cruzado por uno de los grandes gatos que residían en el
cementerio. Parecían estar por todas partes, espiándole a uno desde detrás de
las tumbas, emboscándose en las húmedas criptas. Eran enormes, y Bateman supuso
que se alimentaban de ratones de campo y de otros roedores.
—Mira
esos gatos —dijo Pierre—. Son enormes.
Bateman
sonrió. Tenía la sensación de que era capaz de predecir cualquier cosa que
Pierre fuera a decir. La mente de aquel hombre era la de un ingeniero, pensó,
estrictamente orientada a lo concreto y real. Bateman podía mirar al frente y
captar los más notables detalles de los caminos del cementerio. Mientras
pasaban junto a ellos. Pierre hacía alguna observación sobre cada uno. Bateman
se sentía divertido ante esta confirmación, no por vez primera, de la
diferencia de sus caracteres. Bateman siempre había sido capaz de ignorar lo
obvio, de actuar como si las condiciones reales de la vida y las exigencias de
los convencionalismos simplemente no existieran.
Alicia
también era así. Cuando se había iniciado su aventura en una pequeña galería de
arte de la Rué du Bac, el resto del mundo había parecido fundirse en el
entorno. Su matrimonio con Pierre, su hija y la posición de Pierre en la
fábrica de ladrillos y tejas de su suegro se convirtieron en algo secundario
ante la supremacía del hecho que llenaba ahora sus vidas: su mutuo amor.
Bateman
se hallaba en viaje de compras, añadiendo nuevas propiedades a la colección de
arte de un hombre que era propietario de varios almacenes en Nueva York.
Durante varios meses, él y Alicia estuvieron pegados a las líneas telefónicas
que unían París y Nueva York. Él gastó sus ahorros en viajes aéreos.
Finalmente, Bateman convenció al rico neoyorquino de que lo enviara
permanentemente a París. Pocos años más tarde, Bateman abría su propia galería.
Pero el período anterior al divorcio fue doloroso para todos ellos.
Pierre
permaneció junto a Alicia durante todo ese tiempo por el bien de Janine,
preparando biberones y cuidando de sus diarreas matinales. Alicia prosiguió a
la vez su floreciente carrera como artista y su amor con el norteamericano, y
de algún modo halló entre ambas dedicaciones algo de tiempo para su bebé.
Bateman
imaginó que Pierre hubiese preferido tenerlos a ambos junto a él, aun sin el
amor de Alicia, que no tener a ninguno. Luego, Pierre nunca encontró a otra
mujer que le conviniera. Era un sacrificio del cual Bateman no hubiera sido
capaz. Debido a ello, Janine creció como una niña feliz.
Durante
aquel año, Bateman y Alicia escandalizaron a sus amigos y familiares viviendo
su aventura a plena luz. Ella traía a menudo a Janine al apartamento de él o a
la galería, aunque a veces también la dejaba con Pierre. Cuando Bateman la
llamaba desde Nueva York, era inevitable que algunas veces Pierre se pusiera al
aparato. Las primeras veces que esto ocurrió, Bateman colgaba, pero a medida
que iba acostumbrándose a la situación, empezó a preguntar por ella e incluso a
dejarle mensajes. Pierre lo aceptó sin una palabra de protesta.
Bateman
miró a Pierre, reflexionando que probablemente esa misma reprimida y poco
imaginativa cualidad era la que le había permitido sobrevivir aquel tenso
período, por no mencionar los últimos doce solitarios años. Detrás de un árbol
vio cómo desaparecía la cola de un gato.
—Me
pregunto qué comerán esos gatos —dijo—. ¿Crees que hay alguien que les da de
comer?
Pierre
se echó a reír de aquella forma ahogada tan característica, una especie de
agitación de la cabeza con los labios apretados, de los cuales apenas salía
sonido alguno de regocijo. Sus ojos mantenían su eterna expresión de tristeza,
pero por una vez hubo como una chispa de animación. Dijo:
—Hablé
con uno de los hombres que trabajan en el crematorio antes de que tú llegaras.
Le pregunté por los hornos y cosas así.
—¿Qué
quieres decir? —preguntó Bateman.
—DeLaye
tiene que reparar constantemente los revestimientos internos de ladrillo —dijo
Pierre.
DeLaye
era el nombre de soltera de Alicia y el nombre de la compañía de su padre, para
la cual seguía trabajando Pierre.
—Oh,
entiendo.
—Los
ladrillos tienen que ser reemplazados cada cuatro años o así. No es mucho
trabajo.
—¡Dios
mío! ¿Has visto ese gato? —dijo Bateman—. Debe de pesar sus buenos diez kilos.
Pierre
miró al atigrado gato.
—Sí,
es uno de los grandes —dijo—. El tipo ése me contó una curiosa historia acerca
de los gatos. No sé si creerla.
—¿De
qué se trata?
El
gato atigrado estaba mirando a Bateman con la expresión maníaca que adoptan
cuando están hambrientos.
—Los
hornos poseen quemadores a gas que alcanzan los mil doscientos grados —dijo
Pierre—. Pero el gas es tan caro estos días que intentan economizarlo
reduciendo el tiempo entre cremaciones, de modo que los hornos no tengan
oportunidad de enfriarse.
—Eso
tiene sentido.
—Sí,
excepto que eso supone que tienen que retirar los cadáveres antes. A menudo,
cuando se trata de un cuerpo grande, especialmente uno de los que han sido
congelados en el depósito de cadáveres, los huesos no se hallan completamente
reducidos a cenizas.
—Estás
bromeando —dijo Bateman—. ¿Qué hacen entonces?
—Bueno,
generalmente rompen los huesos con la raclette.
—Una
raclette? ¿Como la que utilizan los panaderos?
—Más
o menos. Pero eso no es lo peor. El cráneo y el cerebro constituyen un problema
mayor.
—¿El
cerebro?
—Oh,
sí. Y puedes imaginar. Se halla encerrado, rodeado de líquido, y es muy difícil
de quemar. Además, ya sabes, en verano los cuerpos deben mantenerse a una
temperatura muy cercana a la congelación. Se necesita mucho más tiempo para
incinerar un cadáver congelado.
—Ya
entiendo... —dijo Bateman, con un principio de náusea en su pecho.
—Sea
como sea, el tipo dijo... —Pierre se interrumpió mientras doblaban una esquina.
Habían
llegado a una sección de las tumbas cubierta con pintadas, muchas de ellas
obscenas. «Quiero joderte, Jim.» «La Serpiente.» «Patrick, Harley Davidson,
1984.» Y finalmente, pintada con spray en brillantes colores sobre una losa de
granito sin labrar, la explicación: «Jim Morrison, The Doors».
Se
detuvieron a contemplar los centenares de inscripciones garabateadas con tiza o
pintura. Algunas llevaban años allí, pero otras parecían recientes. Para
Bateman resultaba consternante. Parecía como si no les importara nada. Se
sintió avergonzado por ellos, incluso después de todo aquel tiempo
transcurrido.
Había
un pequeño grupo de ciclistas descansando en aquella curva del camino. La
bicicleta era una estupenda forma de ver el cementerio. Los senderos eran lisos
y libres de tráfico, aunque uno no podía vagabundear entre las tumbas; por eso
habían dejado sus bicicletas encadenadas juntas y se habían encaminado por
entre las tumbas cubiertas de hierba. Bateman y Pierre podían oír sus risas
mientras examinaban las anticuadas inscripciones. Los ciclistas avanzaron hacia
ellos hablando en inglés, dos muchachos y dos chicas caminando directamente por
entre las tumbas sin preocuparse por el sendero que había entre ellas. Bateman
apartó la vista. El sol se ocultó tras una nube y entonces miró su reloj. ¿Las
cinco y media ya? Se estaba haciendo tarde. Caminó un poco sendero abajo,
procurando no ver las profanaciones practicadas allí para conmemorar a una
estrella del rock norteamericana. Pierre siguió en su lugar, leyendo los
nombres y comentarios. Minutos más tarde, Bateman miró hacia atrás y vio a
Pierre arrodillado junto a las bicicletas, hablando con uno de los muchachos,
sin duda acerca de sus máquinas.
Bateman
podía ver la plaza del Crematorio y al otro lado el Columbario, donde
instalaban las urnas conteniendo las cenizas. Sus ojos fueron atraídos por una
extraña escena. En medio de la plaza, un enorme perro pastor alemán permanecía
de pie, inmóvil. Incluso a aquella distancia podía ver los desnudos colmillos y
la cola bajada entre las piernas del perro. Rodeándole había una docena de
enormes gatos. Uno de ellos avanzó hacia el perro, y el anillo de gatos se
contrajo en tomo al animal. El gato más cercano lanzó un amago hacia el perro,
como si estuvieran a punto de atacarlo en masse, cuando, procedente del
Crematorio, un hombre apareció blandiendo un largo palo hacia los agazapados
gatos. Retrocedieron, observando al hombre mientras tiraba del perro,
alejándolo.
Hubo
sonido de risas y una especie de forcejeo entre los chicos y chicas en el
recodo del sendero. No les estaba prestando mucha atención. Pierre todavía
seguía atrás. Bateman sabía que la tumba que contema los restos de Víctor Hugo
estaba en algún lugar por aquella zona. Un poco más abajo pudo descubrir los de
Rothschild y Gertrude Stein.
Las
tumbas eran pintorescas. Algunas estaban amuebladas con una especie de silla
baja de respaldo almohadillado, diseñada para poder arrodillarse y rezar,
llamada prie-dieu. Algunas tenían ganchos en las paredes, para colgar
coronas. Aunque la mayoría de las criptas estaban cerradas con llave, alguna
permanecían abiertas. Miró hacia las sombras de una que había sido utilizada
como refugio por generaciones de borrachos, a juzgar por la cantidad de
botellas de vidrio verde esparcidas por el suelo. Enrollado en el acolchado
asiento del antiguo prie-dieu había un enorme gato gris de ojos
amarillos.
¿Era
su imaginación, o aquel gato le observaba con una mirada particularmente
salvaje? Nunca le habían gustado demasiado los gatos. Cuando abrían sus bocas,
mostrando la punta de sus lenguas, sus ojos vidriosos fijos en un inimaginable
éxtasis felino, los encontraba positivamente repulsivos. Deseaba salir de aquel
lugar. Miró de nuevo su reloj. ¡Casi las seis! Realmente tenía que irse. Se
volvió en redondo para llamar a Pierre, y se encontró ante su rostro. Disimuló
su impresión con una risa nerviosa.
—¡Oh,
estás aquí! —dijo Bateman—. Creí que te habías ido en bicicleta con ellos.
—No
—dijo Pierre, frunciendo el ceño.
—Realmente
debo irme —dijo Bateman—. Le dije a mi mujer que esta noche saldríamos a cenar.
—Por un momento había olvidado con quién estaba hablando, pero ya era demasiado
tarde para rectificar—. Por supuesto, me refiero a Alicia.
—Por
supuesto —dijo Pierre—. Yo también tengo..., tengo algo que hacer.
—De
veras, Pierre —dijo Bateman—. Lo siento.
—¿El
qué? —preguntó Pierre, sus ojos brillando repentinamente.
Estaba
irritado, pensó Bateman, y eso le cogía por sorpresa. Era la primera vez que
veía a Pierre mostrar su temperamento. Pierre tenía algo, un trozo de metal, en
su mano, y estaba dándole vueltas con sus dedos.
En
un tenso silencio, caminaron por un atajo entre las hileras de decrépitas
tumbas y denso follaje. Las sombras iban alargándose, y Bateman se sintió
incómodo caminando delante de Pierre. Notaba una especie de picor en su cuero
cabelludo. ¿Tenía miedo de que Pierre, tras todos aquellos años, pudiera
tomarse alguna especie de venganza física? Nunca había dicho una palabra en
contra de Bateman, nunca le había colgado el teléfono, nunca había dejado de
transmitir uno de sus mensajes. Como cornudo, pensó Bateman, había sido tan
cooperativo como era posible imaginar. Bateman lamentó inmediatamente aquel
pensamiento. Pierre era diez veces más generoso que él. Se merecía su simpatía,
su ayuda, no su desprecio.
—Antes
me estabas contando algo —dijo Bateman, dándose la vuelta.
Pierre
andaba con la mirada baja, las manos unidas a su espalda, y Bateman se sintió
más avergonzado aún de su secreta burla. Pierre alzó lentamente la vista.
Parecía como si Bateman hubiera interrumpido algún monólogo interior.
—Sí
—dijo—, pero ni yo mismo lo creo. Aunque supongo que sería interesante conocer
la verdad.
—No
sigo tus... —dijo Bateman.
—Los
gatos —dijo Pierre—. Preguntaste cómo consiguen estar tan gordos. Tú piensas
que deberían estar muertos de hambre. Y muchos otros también.
—Sí.
—Sea
como sea, espero que tengas razón —dijo Pierre—. Probablemente alguien les da
de comer. Aunque el hombre del Crematorio parecía hablar seriamente.
—Pierre,
estás hablando con rodeos. Preferiría que dijeras con claridad lo que piensas.
—¿De
la misma forma que lo haces tú? —preguntó Pierre.
—No
sé a qué te refieres —murmuró Bateman.
—No
importa. Vamos. Quizá pueda mostrarte lo que comen los gatos.
Habían
salido, por la parte de atrás, al Columbario. No era más que una pared de
nichos, en los cuales se depositaban las urnas. En cada uno se fijaba una placa
grabada con el nombre y las fechas. Algunos estaban vacíos y señalados con un «Réservée».
Cruzaron el amplio patio que daba frente al Crematorio, con el imponente edificio
silueteado ahora por el rojizo sol.
Abandonaron
la plaza y continuaron hacia la salida a través de una sección de viejas
tumbas, formando terrazas a varios niveles. Aquel era un sector de «bajo
alquiler», con gran cantidad de tumbas abandonadas y muy pocas espléndidas y
bien cuidadas.
—Dijo
que lo había puesto en algún lugar por aquí —murmuró Pierre, subiendo una
pendiente para alcanzar el nivel superior.
Avanzaban
entre grandes árboles que bloqueaban el sol. En dos ocasiones, Bateman tropezó
con enredaderas mientras intentaba seguir los pasos de Pierre.
—¡Increíble!
—oyó exclamar a Pierre—. ¡El tipo decía la verdad!
Bateman
salió a una zona de hierbas altas casi oculta de la sección principal. Allí
había un pequeño grupo de antiguas tumbas familiares, con verjas de hierro
oxidado. Pierre estaba arrodillado en el deteriorado reclinatorio de una de las
criptas, examinando el contenido de un pequeño plato. Retrocedió cautelosamente
fuera de la pequeña estructura de piedra.
—Echa
una ojeada —dijo—. Ve con cuidado, hay mierda de gato por todas partes.
—No
me extraña —dijo Bateman—. Mira ahí.
Había
no menos de veinticinco grandes gatos congregados en torno a la puerta de otra
tumba. Se estremeció y escrutó la penumbra de la cripta, intentando descubrir
qué era lo que había en el pequeño plato de cerámica. No sentía ningún deseo de
ensuciarse los pantalones en aquel suelo.
—No
podrás verlo desde aquí —dijo Pierre—. Está demasiado oscuro ahí dentro.
Bateman
dio un paso hacia la angosta oscuridad. Había una corona marchita y una cruz de
plástico suspendidas de ganchos a su derecha. Tuvo que arrodillarse en el prie-dieu
para echar una ojeada a lo que había en el plato. Lo reconoció inmediatamente.
No hay nada tan inconfundible como el tejido cerebral, con sus retorcidas
circunvoluciones. Pero nunca antes había visto un cerebro de aquel tamaño, y ya
estaba parcialmente consumido. Por los gatos, supuso.
Sufrió
un violento sobresalto cuando una araña reptó por su mano. La aplastó contra la
pared de piedra con el dorso de la mano. Hubo un suave y sordo ruido y el
crujido de hojas sobre él, como si algo aterrizara en el techo; un enorme gato,
sin lugar a dudas. Alguien tocó un silbato. Era la hora de cerrar. Empezó a
alzarse del prie-dieu cuando oyó un fuerte chirrido y sintió que la
puerta de la tumba se cerraba contra la suela de sus zapatos. Aquello no era un
accidente. Hubo un fuerte che metálico. Se volvió en redondo, dificultado por
el angosto espacio. Bajó la mirada a la cerradura de la puerta y vio el brillo
de un robusto candado con cerradura de combinación, de los usados en las
cadenas para bicicletas. Tenía que haber sido Pierre, pero no pudo distinguir a
nadie.
—¡Abre,
Pierre! —gritó.
No
hubo respuesta. Estaba seguro de que Pierre aún se hallaba cerca. Lo recordó
arrodillado con los muchachos junto a la tumba de Jim Morrison. Después de que
se fueran, él llevaba un trozo de brillante metal en su mano.
«Meaouuu»,
oyó, junto con el ahogado sonido de varios pares de almohadilladas patas. El
enorme rostro de un gato apareció en la ventana opuesta a la verja. Sus
malignos ojos brillaban dorados bajo la agonizante luz.
Lanzó
todo su peso contra la verja de hierro. Parecía como si fuera a desmoronarse al
primer golpe, pero no fue así. De nuevo empujó con su hombro. Era inútil. No
podía retroceder lo suficiente para tomar impulso. El gato de la ventana saltó
al interior, a su lado. Los rostros de otros dos aparecieron en su lugar.
El
enorme gato en el suelo dio un zarpazo a su tobillo, inclinando la cabeza como
si sintiera curiosidad por ver su reacción. Bateman sintió un agudo dolor y
lanzó una patada al gato. Éste arqueó su lomo y bufó, sonando muy fuerte en el
reducido espacio. ¿Qué ocurriría si atacaban todos a la vez, como habían estado
a punto de hacer en la plaza? No conseguiría defenderse de ellos en aquel
claustrofóbico espacio. Apenas podía mover brazos y piernas.
—¡Pierre!
—gritó—. ¡Por el amor de Dios!
Hubo
varios golpes sordos a su lado. Tres gatos aparecieron repentinamente en el
suelo, junto a él. Otro, enorme y negro, estaba en la ventana. Saltó hacia él y
sintió cómo le clavaba sus uñas en la nuca y una pata delantera trazaba surcos
junto a su ojo derecho. Con toda su fuerza, ignorando las uñas afiladas como
cuchillos, arrancó al animal y lo estrelló contra la pared, mientras pateaba a
los otros, que habían empezado a atacar sus piernas.
—¡Que
alguien me ayude! —gritó.
Entonces
vio a Pierre, a unos metros de distancia de la verja, exhibiendo en su rostro
la misma expresión afligida de siempre. Bateman casi estaba histérico:
—¿Están
atacándome! —gritó—. ¡Por favor, abre eso!
—Sólo
son gatos —dijo Pierre—. Además, no sé la combinación.
Había
el asomo de una sonrisa aflorando a sus labios, aunque su mirada seguía siendo
compasiva.
Uno
de los gatos clavó sus uñas en la pantorrilla de Bateman, y éste dio un salto
de dolor.
Pierre
había dado media vuelta y empezaba a andar sendero abajo, hacia la salida.
—¡Por
el amor del cielo! —gritó Bateman—. ¡Piensa en Alicia?
Pierre
detuvo sus pasos: parecía estar reconsiderando la situación.
Bateman
se aferró a los oxidados barrotes de su jaula mientras Pierre desaparecía de su
vista.
—No
te preocupes, Bateman —oyó—. Le diré que llegarás tarde para cenar.
De guardia
Dennis Etchison
Una
de esas adorables preguntas estúpidas que siempre se les hace a los
escritores fantásticos es: «¿De dónde saca usted sus ideas?» Un secreto
profesional, por supuesto. Ocasionalmente, sin embargo, un autor puede
experimentar un sueño (o, si ustedes quieren, una pesadilla) particularmente
vivido, e incorporarlo a su historia. Tal es el caso de esta inquietante y
kafkiana pesadilla de Dennis Etchison.
Nacido
el 30 de marzo de 1943 en Stockton, California, Etchison vive normalmente en
Los Angeles: el sitio ideal para un escritor con un ávido interés por el cine y
la televisión. Aunque lleva escribiendo profesionalmente desde 1961, sólo
recientemente ha empezado a recibir el reconocimiento que se merece. Esto es
debido principalmente al hecho de que Etchison trabaja casi exclusivamente en
el campo de la historia corta, y de que la mayor parte de su trabajo se publica
fuera de las pocas revistas de ciencia ficción y fantasía con las que están
familiarizados la mayor parte de los aficionados. De guardia apareció en un
fanzine mensual dedicado a las noticias dentro del género de la fantasía: Fantasy Newsletter.
Otras de sus historias más recientes han aparecido en Mike Shayne's Mystery
Magazine, Adelina, Dark Forces y New Terrors I. Además,
Etchison ha escrito la novelización del film The Fog (La niebla), así
como varios guiones cinematográficos que se hallan aún en fase de
preproducción. Su novela de horror The Shudder (El escalofrío) aguarda
su publicación, y una recopilación de sus historias cortas de ficción sería
bien recibida. Si bien su sombrío e intensamente introspectivo estilo no es del
gusto de todos (por algo está tan elaborado), lo que no cabe la menor duda es
que Dennis Etchison es probablemente el mejor escritor de horror psicológico
que este género haya dado.
—Léalo
ahora —proclamaba el vendedor de periódicos ciego—, ¡Muchos están muriendo y
muchos están muertos!
Wintner
redujo la marcha y giró en la esquina, intentando hallar un hueco. Pasó junto a
una tienda de fotos, una tintorería y lavandería, una papelería, un aparcamiento
a varios niveles que ocupaba la mitad de la manzana y, en la siguiente esquina,
la parada de la floristería. Sintió una momentánea desilusión al comprobar que
desde su carril no podía ver siquiera un atisbo de la joven que trabajaba allí;
la mayor parte de los días la veía en su trayecto de vuelta desde la autopista,
su rostro evolucionando entre las flores, y la alegría de la visión, su
precisión, parecían acortar la distancia de su camino y hacían su carga algo
más fácil de soportar. De todos modos, era sábado, recordó. Debía seguir
adelante.
Tendría
que dar otra vuelta.
Podía,
por supuesto, encontrar fácilmente aparcamiento en la estructura municipal,
pero a Laurie nunca le había gustado tener que caminar todo aquel trecho desde
la entrada de la clínica.
¿Cuánto
tiempo tardaría su esposa esta vez? ¿Diez minutos? Más, pensó. Probablemente
veinte, si las cosas iban como siempre. O treinta.
Sólo
tengo que saber el resultado de los rayos X, le había dicho. No me llevará mucho
tiempo.
Dios,
esperaba que no. Sabía lo que pasaba con el tiempo cuando la mente de ella se
absorbía en algo.
Dio
otra vuelta a la manzana, justo en el momento en que un Mustang negro se metía
en un sitio libre frente al edificio de la clínica. Gruñó y rechinó los
dientes. Había perdido la cuenta de las veces que había dado la vuelta a la
manzana. Giró su muñeca para mirar el reloj, pero no podía recordar cuánto
tiempo hacía que la había dejado.
Se
acercó a la esquina.
Empezaba
a atardecer. Observó cómo los edificios habían empezado a parecerse a cajas
oblongas, hilera tras hilera, colocados interminablemente, mientras las sombras
llenaban los umbrales de las puertas y descendían de los tejados. Redujo a
marcha lenta y observó que el coche estaba avanzando realmente al paso de uno
de los peatones, un viejo de hombros encorvados que caminaba laboriosamente por
la acera de enfrente de la clínica. Wintner sintió un estremecimiento, sin
comprender realmente por qué, y redujo aún más la velocidad.
Había
un aparcamiento para taxis junto al semáforo. Puso punto muerto y se acercó al
bordillo. Cortó el encendido, ajustó el retrovisor de modo que pudiera verla
cuando saliera, y se quedó sentado escuchando los crujidos del motor a medida
que se iba enfriando.
Una
mujer policía pasó junto a su ventanilla abierta. Agitó su casco y le hizo
señas de que se fuera. Asintió. Cuando volvió por segunda vez —cuarenta minutos
más tarde—, puso el coche en marcha, rebasó el cruce y condujo hasta que
encontró un lugar donde aparcar en la siguiente manzana.
—Lo
siento —dijo la enfermera—, pero no puedo encontrar ninguna señora Winter.¿Es
ése el nombre? No la encuentro aquí en el registro.
—Sólo
vino para saber el resultado de unas radiografías. —Le ofreció una sonrisa,
dirigió una intensa mirada a la enfermera y desvió los ojos—. Hará como una
hora.
—Bien,
espere un momento. Preguntaré a la otra chica.
Chica,
se repitió para sí mismo maravillado. Sólo las mujeres muy jóvenes —y las de
edad madura como aquélla— se llamaban a sí mismas de esa manera. ¿Cuántos años
más serían capaces de continuar con aquello? ¿Hasta que sus rostros se
cuartearan y se convirtieran en polvo?
Wintner
observó la sala de espera. Lisas y monótonas paredes, un desordenado revistero
lleno de revistas con fundas de plástico, una jardinera llena de apagadas
llores artificiales. Una interminable dosis de música enlatada surgiendo de un
altavoz oculto. Reflexionando, identificó la selección como el tema de la
película Doctor Zhivago.
Una
segunda enfermera apareció por detrás de la división de cristal opaco.
—¿Señor?
—dijo con un tono de voz preciso y controlado.
Como
una bibliotecaria, pensó.
—Su
esposa seguramente está con uno de los doctores. Es probable que él haya
querido estudiar los resultados con ella. ¿Por qué no se sienta y aguarda un
poco? Estoy segura de que saldrá dentro de un minuto.
Había
una fría autoridad en su voz. Seguramente procedía de su sentido de la
territorialidad, pensó Wintner. O quizá había sido bibliotecaria alguna vez,
hacía mucho tiempo. Podía presionarla, pero, ¿para qué preocuparse?
Indudablemente tenía razón. Además, hada calor, estaba cansado, y... Lo dejó
correr.
Se
volvió hacia la sala de espera. No. Agitó la cabeza. No necesitaba codearse con
la serie de pobres enfermos que llenaban la habitación, no ahora. Evitó mirarlos.
Una lluvia permanente de consultas, chequeos y cosas por el estilo, pensó.
Suspiró y se encaminó hacia afuera, pasando junto a una mujer de mejillas
sonrosadas y sus dos niños con cara de mono.
Había
una cervecería alemana al otro lado de la calle, apenas identificable por un
rótulo en letras góticas. Tomó asiento en la barra, en un lugar desde donde
podía observar la fachada de la clínica.
Pidió
una jarra de Lowenbrau Negra y miró más allá de la cecina de buey y huevos en
salmuera hasta que la jarra estuvo vacía.
Todavía
ninguna señal de Laurie.
Siguió
con otra Lowenbrau y, sorprendentemente, empezó a sentir los efectos. Entonces
recordó que aún no había comido nada. Le parecía haber pasado todo el tiempo
yendo de un lado para otro, haciendo llamadas, apurando su agenda a fin de
poder recoger a Laurie antes de que la clínica cerrara...
Cuando
se acercó de nuevo a la recepción, no pudo evitar el darse cuenta de lo sucia
que estaba. La pintura aparecía desconchada apenas cruzar la puerta; el estuco
empezaba a desprenderse en los bajos, formando montoncitos de polvo finísimo
que parecía producto de insectos roedores. Había un aviso de apariencia oficial
clavado a la puerta, algo acerca de la Semana Nacional del Suicidio. No se
detuvo a leerlo.
Una
nueva enfermera, más joven que la anterior, alzó la vista. El apoyó sus manos
abiertas sobre el mostrador.
—¿Cómo
se encuentra usted hoy? —preguntó ella.
Sus
ojos le miraron aleteantes, leyendo sus rasgos mientras alcanzaba un
formulario.
—Me
encuentro estupendamente —empezó él—. Se trata de mi esposa. Sé que parece una
locura, pero...
Le
contó lo que había ocurrido. Cuando terminó, ella dijo:
—Iré
a ver.
Observó
mientras otra figura de blanco se materializaba detrás del cristal opaco. Oyó a
la primera enfermera resumiendo su historia.
Su
conclusión fue:
—Pienso
que tal vez debiera ver al doctor...
No
pudo captar el nombre.
La
otra enfermera, la cuarta que había visto, le examinó de arriba abajo. Empezaba
a sentirse como un hombre atrapado sin documentos en un campo de nudistas.
La
mujer agitó secamente su cabeza de lado a lado. Casi pudo oír un clic
mental mientras ella llegaba a una decisión.
—No,
no lo creo —dijo, y luego a él—: Quizá haya venido de incógnito.
—¿Qué?
—He
dicho que quizá ella haya venido de incógnito. ¿N0 lo cree usted así?
—Es
lo que yo dije —murmuró la otra enfermera—. Pruebe a ver.
—¿Incógnito?
—repitió él.
Parecía
como si hubiera perdido algo. Repitió la palabra mentalmente varias veces,
hasta que perdió todo su significado.
—Al
menos podría usted comprobarlo —dijo la primera enfermera, regresando a su
silla, mientras la enfermera mayor desaparecía tras la partición.
Sintió
deseos de echarse a reír. Abrió impotente las manos, volviéndose para compartir
la broma con cualquiera que hubiera estado escuchando.
Pero
nadie prestaba la menor atención. Realmente, pensó, quizá hubiera debido
esperar allí desde el principio. Después de todo, quizá no se había dado cuenta
de su salida. ¿Quién sabe?
Meneando
la cabeza, regresó hacia la salida. Pasó junto a la misma mujer con los dos
niños. ¿Qué clase de lugar era aquél? Aquellos chicos no parecían necesitar
cuidado alguno. Sus mejillas estaban llenas de color. ¿Qué demonios estaban
haciendo en aquel lugar?
Ella
no le aguardaba junto al coche.
El
cielo estaba oscureciéndose rápidamente. La calle adoptó una hosca y vagamente
amenazadora apariencia a medida que las sombras se alargaban sobre el opaco y
liso borde de la acera bajo la inquietante asimetría de la arquitectura. Viejas
comisas, remates y canalones se proyectaban como dientes rotos cerca de los
paneles de cristal, convirtiendo a los edificios en algo extraño, inestable, a
punto de desmoronarse; cada paso que daba parecía amenazar con derrumbarlo todo
a su alrededor.
Se
detuvo junto a la cervecería alemana, intentando recomponer su actitud. Se
sentía como alguien esperando un tren, uno del que no sabía siquiera si iba a
parar en su estación.
Vio
solamente a algunos peatones dispersos por la calle. Incluso el tráfico había
disminuido hasta hacerse casi invisible. Pero era consciente de una pared de
sonido casi física, procedente de otra parte de la ciudad. Se volvió hacia el
ventanal del restaurante y entró. Los rostros agrupados en la barra eran
viejos. Todos ellos. Podía tratarse de una ilusión provocada por el espejo sin
limpiar, pero no lo creía así.
Un
rostro en particular le resultaba extrañamente familiar.
De
pronto estuvo seguro. Sí, había visto a aquel hombre en la sala de espera,
sentado calmadamente con los demás, leyendo una revista o... No, estaba mirando
al suelo... Wintner recordó. La gente en la sala. Todos mirando al suelo.
Esperando.
Sólo
que no era exactamente el mismo hombre. Wintner parecía recordarlo más joven,
más saludable.
Captó
su propio reflejo en el sucio espejo y contuvo la respiración. Se sintió
sorprendentemente aliviado.
Su
propio rostro, al menos, era aproximadamente tal como lo recordaba.
Mientras
cruzaba la calle hacia la clínica comprobó las tiendas de ambos lados. Todas
eran destartaladas, ruinosas. La mayoría de ellas estaban ya cerradas para la
noche. De todos modos, ninguna pertenecía al tipo de las que Laurie
acostumbraba a entrar.
Creyó
ver una silueta deslizándose fuera de su ángulo de visión. Fue el único
movimiento en toda la acera. No pudo dilucidar de qué se trataba. Quizá fuese
uno de los propietarios de las tiendas cerrando su negocio y marchándose a
casa, pero por un segundo casi reconoció el modo de andar.
El
tirador de la puerta casi se le quedó entre las manos.
Una
pareja de viejos se cruzó con él camino de la salida, oliendo a lilas y a
aldehido fórmico. Pudo ver a dos nuevas enfermeras, ambas más jóvenes que las
otras con las que había hablado. Cuando se acercó al mostrador dejaron de
hablar. Casi pudo oír lo que estaban diciendo.
—¿Tiene
usted concertada alguna cita? —dijo la primera, mirando preocupada al reloj que
zumbaba con fuerza en la blanca pared—. Me temo que la mayor parte de los
doctores ya se han ido.
—Escuche
—dijo él, y le contó la historia. Se lo contó todo. Luego dijo—: Deseo hablar
con alguien responsable. Luego deseo que esa persona, o usted, o quien sea,
compruebe las salas de consulta, las oficinas, los laboratorios, los lavabos,
todo, por el amor de Dios. Quiero saber si mi esposa se encuentra aún en el edificio,
y quiero saberlo ahora.
—Un
momento, señor.
Los
dedos de Wintner tabalearon en el estéril mostrador.
Mientras
aguardaba allí, una puerta que daba a una oficina interior se abrió de golpe y
salió la mujer con los dos niños. Una enfermera mantuvo la puerta abierta para
ellos. Lo necesitaban. La mujer avanzaba tan lentamente que parecía a las
puertas de la muerte; los niños estaban pálidos como fantasmas.
Saludó
automáticamente con la cabeza cuando pasaron. La vieja mujer alzó sus cansados
ojos, observó su rostro y murmuró algo ininteligible.
—Por
aquí, por favor.
Al
principio no se dio cuenta de que la enfermera le hablaba a él. Luego vio que
la puerta blanca seguía abierta como un ala protectora. Para él.
—La
ha encontrado —dijo él, sintiendo que sus músculos se relajaban.
La
enfermera carraspeó, pero no dijo nada.
La
siguió. El pasillo era tan inmaculado como su almidonado uniforme. Podía oír el
roce entre sí de sus medias blancas mientras le guiaba hasta una habitación al
final del corredor.
—El
doctor de guardia le ayudará —dijo ella.
—Espere
un mo...
La
puerta se cerró tras él.
La
oficina estaba confortablemente decorada, con cuero y madera oscura. Había otra
puerta en el otro lado. Probó un sillón demasiado mullido, pero de nuevo se
levantó para pasear arriba y abajo sobre la moqueta. Había libros por todas
partes, y sepultados entre ellos variados artefactos que parecían los despojos
disecados de pequeños animales de especies desconocidas.
Se
dirigió al escritorio.
Un
fajo de notas asomando por el borde de un pisapapeles. Un bloc de notas escrito
con una caligrafía indescifrable. Tras el escritorio, enmarcados, un surtido de
certificados de fundaciones de todo el país, incluida una de la Clínica
Menninger de Topeka.
Así
que se trataba de eso. Un médico de la cabeza... Uno de esos doctores
hurgacerebros...
¿Es
eso lo que creen que necesito?
Dio
un paso atrás. Su hombro tocó una de las estanterías. Se volvió.
Una
hilera de frascos de cristal sellados con resina, cada uno más grande que el
anterior. Contenían extracciones embalsamadas de algunos organismos
extrañamente familiares, en diversos estadios de crecimiento, flotando. Sus
ojos siguieron la secuencia. Cerca del final, los frascos se convertían en
botellas, luego en bocales.
¿Qué
era lo que habían hecho con ella?
Sonó
un golpe ahogado en la pared del fondo, detrás de la puerta del otro lado. Sin
pensarlo, sus dedos se cerraron en tomo a uno de los frascos de especímenes.
La
puerta chasqueó y empezó a abrirse con un leve chirrido.
Su
cuerpo se sobresaltó mientras sus pies se movían hacia atrás con excesiva
rapidez. Buscó a tientas la puerta que conducía al vestíbulo, encontró la
manija, salió tambaleándose.
Hubo
un movimiento tras él, pero no miró hacia atrás. Oyó las suelas de crepé de los
zapatos de las enfermeras chimando al cruzar el suelo de la recepción. Oyó sus
nerviosas, experimentadas, demasiado jóvenes voces, vio confusamente sus manos
que intentaban sujetarle mientras pasaba corriendo junto a ellas. Vio el vinilo
curvando las portadas de las viejas revistas, captó el flotante aroma de muerte
conservada en el aire. Olió los productos químicos sobre su piel, sintió el
contacto de la fría y pegajosa puerta, y el repentino azote del aire nocturno
en su pecho. Notó el sabor de la oscuridad y el coágulo de miedo en su
garganta.
Mientras
corría, algunas voces intentaron abrirse camino dentro de él.
Las
enfermeras. ¿Qué era lo que decían cuando él había entrado? Sonaba como...,
como...
Vivimos
de la muerte,
creía haber oído.
Y
el vendedor de periódicos. ¿No había estado gritando algo más el ciego?
Ninguno
de los muertos ha sido identificado, pensó que había dicho.
Y
la mujer vieja. ¿Qué intentó decirle?
Nosotros
somos los muertos,
había dicho. Nosotros somos los muertos.
Cambió
su carrera a un paso rápido. Casi podía ver al viejo que antes había divisado
en la acera, arrastrando los pies, alejándose de la clínica. Un hombre que
antes había sido —no hacía demasiado tiempo, quizá en absoluto demasiado
tiempo— mucho más joven de lo que ahora era.
Se
descubrió a sí mismo en el cruce, cerca de la floristería. Estaba oscura, vacía
excepto por el aroma dulzón de las coronas y los ramos de flores que aguardaban
en las sombras.
Se
estremeció y cruzó la calle rápidamente, mecánicamente, in- tentando llegar
hasta su coche.
Pasó
ante la cervecería alemana.
Había
rostros en el interior. Estaban agrupados en tomo a la barra de madera oscura.
Todos eran viejos, ahora más allá de toda credibilidad, mortalmente enfermos,
mirando al espejo, aguardando. Le recordaron los rostros que había visto antes.
Entonces
vio a la muchacha de la floristería.
Entró.
Ella
permanecía allí de pie. Su voz era casi alegre mientras se movía entre ellos,
haciendo preguntas, dando consejos, arreglando las cosas. Por primera vez notó
que a ella le faltaba un brazo, y su rosado muñón, redondeado y liso, surgía
bajo la abertura de su traje de verano.
¿Cuánto
tiempo llevaba así?, se preguntó. ¿O las cosas funcionaban de otro modo también
para ella? Alocadamente, pensó: ¿Acaso nació incluso con menos?
Se
quedó allí de pie, temblando, observando su animada figura, y el jarrón de
marchitas flores en el extremo de la oscura y pulida barra. Al cabo de un
minuto, ella se dio cuenta de que la estaban observando.
Lentamente,
él tendió su mano hacia ella.
—Le
he traído una cosa —se oyó decir a sí mismo, aún inseguro, intentando pensar en
las palabras adecuadas mientras le tendía el frasco—. Yo... pensé que debía
usted ver esto. Dios la maldiga.
Ella
se volvió con un movimiento cuidadosamente estudiado, sus músculos crispándose
y relajándose, crispándose y relajándose con cada parte de su movimiento, hasta
que finalmente su mirada se detuvo en la de él.
—¿Qué?
—dijo.
Hubo
una pausa que pareció prolongarse eternamente. Luego, alguien lanzó un sonido
que era algo así como una risa y un estertor de muerte, y el negro miedo le
invadió.
La catacumba
Peter Shilston
Hasta
la fecha, Rosemary Pardoe ha publicado dos excelentes libritos de cuentos dedicados
a M. R. James, conteniendo artículos relativos a la obra del famoso escritor
inglés junto con relatos originales escritos al estilo de este maestro de las
historias de fantasmas. Peter Shilston ha visto dos de sus narraciones
incluidas en ellos, así como algunas otras en distintas publicaciones
especializadas. Aunque la reimpresión aquí de La catacumba puede que sea su
primera aparición como profesional en el campo de los relatos de ficción,
Shilston lleva publicados más de setenta artículos sobre el tema de la gimnasia
femenina, en cuyo deporte trabaja como entrenador y como corresponsal para
diversas revistas británicas y norteamericanas.
Nacido
en 1946, Shilston, que vive en Stoke-on-Trent, se graduó en historia en
Cambridge y se gana la vida como profesor de historia. Empezó a interesarse por
lo fantástico a la edad de once años, cuando comenzó a leer a J. R. R. Tolkien,
seguido por M. R. James y Jorge
Luis Borges. «La catacumba —explica Shilston— está basada en realidad
en una visita que efectué a Sicilia hace dos años. La ciudad y la catedral
representan Cefalú (el emplazamiento, casualmente, de la famosa «abadía» de
Aleister Crowley); la propia catacumba es el cementerio capuchino de Palermo».
De todos modos, creo que yo no debería consultar mis guías de viaje en busca de
esa catedral.
Estoy
relatando esta historia tal como me fue contada. Imaginen si pueden un autocar
efectuando la visita de la isla de Sicilia a mediados de agosto, transportando
un par de docenas de turistas ingleses de vacaciones, ansiosos de inspeccionar
los lugares habituales de interés... Palermo en dos días, Agrigento en otros
dos, Siracusa mereciendo sólo uno, un viaje en telesilla hasta la cima del
Etna, y luego de vuelta a casa. El tipo de gente que uno encuentra en tales
viajes es invariablemente el mismo: cierto número de maestros de escuela,
serias parejas de jubilados, padres que han traído equivocadamente a sus hijos
y están empezando a preguntarse por qué no se han ahorrado problemas yendo
simplemente a la playa, y un puñado de personas solas sin ningún lazo aparente.
Además, su comportamiento es siempre el mismo: algunos pasan todo el tiempo
gruñendo sobre la calidad de los hoteles y la comida, los jóvenes se preguntan
por qué no hay chicas jóvenes y atractivas disponibles en el viaje, los niños
se aburren, y los maestros de escuela cargan por todos lados con sus mapas y
sus guías y toman muchas fotos. Otros no parecen mostrar el menor interés por
los lugares históricos y pasan todo su tiempo sentados en el café más próximo o
comprando los recuerdos más horribles y variados.
Ese
autocar en particular era uno de los típicos, creo. Entre sus miembros había un
tal señor Pearsall, un tranquilo y solitario hombre de mediana edad de
apariencia vagamente erudita. Había gozado del viaje turístico y se había
mostrado convenientemente impresionado por los templos griegos de Agrigento y
los mosaicos de la gran catedral de Monreale, pero no había conseguido hacer
amistad con ninguno de los demás pasajeros, y como las vacaciones estaban a un
par de días de su término empezaba a considerar el regreso a casa. En
consecuencia, se mostró ligeramente irritado cuando la vieja señora Tavistock,
en la parte de atrás del autocar, empezó a quejarse de dolores en el estómago.
No había dejado de quejarse en todo el viaje, pero ahora parecía realmente
enferma, lo que dio como resultado que Giuliano, el guía, pidiera al conductor
que se detuviera en el primer pueblo a fin de buscar un doctor.
El
primer pueblo resultó ser un conjunto de casas que ni siquiera estaba
señalizado en los mapas, apiñadas debajo de un enorme farallón, sin ningún
rasgo característico que permitiera distinguirlo de cualquiera de los otros
cincuenta pequeños pueblos por los que habían cruzado a lo largo de su camino.
Allí Giuliano fue en busca de un médico, dejando a sus turistas medio
adormilados, leyendo ociosamente sus libros o charlando de cosas inconcretas.
Era la media tarde, y el sol caía con fuerza. Todos los sicilianos sensatos
estaban dentro de sus casas durmiendo la siesta. Todos los postigos de las
ventanas estaban cerrados, y no se veía ni un alma en la calle.
Al
cabo de un rato regresó Giuliano, lamentando informarles que iban a tener que
esperar al menos una hora antes de que la señora Tavistock pudiera recibir
atención y ellos pudieran continuar. Mientras tanto, podían salir y estirar las
piernas, aunque era difícil que hallaran algo abierto. El autocar haría sonar
el claxon para llamarles de vuelta cuando llegara el momento. En este punto se
enzarzó en una animada conversación en italiano con Umberto, el conductor, que
hizo varios gestos enfáticos, resultado de los cuales fue una información no
demasiado alentadora. La gente del lugar, dijo Giuliano, no era muy sociable
precisamente, de modo que los turistas no iban a encontrar muchas facilidades.
Los autocares normalmente no se paraban nunca allí, y no tenía el menor objeto
visitar el pueblo; realmente, no tema nada que ofrecer. Expresó de nuevo su
consternación y habló unas cuantas palabras más con Umberto. El conocimiento
del italiano del señor Pearsall no era demasiado grande, pero creyó captar que
«no es probable que surjan complicaciones si van todos juntos».
Sin
embargo, el señor Pearsall no tenía la menor intención de permanecer con los
demás mientras se quedaban parados sin saber qué hacer. Había vislumbrado una
iglesia en la parte de debajo de una calle lateral cuando penetraban en el
pueblo, le pareció antigua y sorprendentemente grande para un lugar tan
insignificante, y pensó que quizá valdría la pena efectuar una visita de
exploración. Las «complicaciones» que Giuliano había mencionado (suponiendo que
lo hubiera comprendido bien) podían interpretarse como ladrones. Les había
advertido que tuvieran cuidado con los tirones de bolsos en las grandes ciudades,
pero era muy poco probable que bandas de asaltantes se molestaran en patrullar
un pueblo donde los turistas no se paraban nunca. Las calles aparecían
absolutamente desiertas. Además, el señor Pearsall aún estaba en buena forma, e
imaginaba que podía defender sus pertenencias contra cualquier tipo de ratero;
o, en el peor de los casos, echar a correr lo suficientemente rápido como para
librarse de él. Así pues, agarrando su cámara, comunicó su pretendido destino a
otro pasajero (que no demostró ni la más pequeña inclinación a acompañarle) y
partió decidido.
Las
calles laterales del pueblo eran muy estrechas y ascendían en pronunciada
pendiente la colina hacia el imponente farallón que lo dominaba desde arriba.
Algunas de ellas tenían gradas. El señor Pearsall se preguntó si no sería
claustrofóbico vivir bajo aquella gran sombra negra, y también especuló acerca
de si el pueblo no habría sufrido nunca daños por la caída de rocas. Tras un
par de vueltas por calles sin salida, desembocó en una pequeña placita
pavimentada con guijarros, y tan desprovista de gente como el resto del pueblo,
que daba paso a la iglesia. Una mirada al sol le indicó que estaba acercándose
a ella por su lado oeste: la esquina meridional casi tocaba la base del
farallón. Debido a que tenía exactamente el mismo color y textura que aquella
imponente masa, la iglesia daba la inquietante impresión de haber sido tallada,
por la mano de un gigante, de un solo bloque de la enorme roca.
Su
primera sensación, nos dijo el señor Pearsall, fue de gran vejez y ruina
general. La iglesia parecía mucho más vieja que los templos dóricos de
Agrigento que habían admirado aquella misma semana, aunque su intelecto le
decía que aquél no podía ser el caso. Supuso que debía tratarse de un edificio
normando, aunque posiblemente erigido sobre unos cimientos aún más viejos:
árabes o incluso romanos. El estilo era sin embargo lo suficientemente típico,
aunque más bien fuera de proporciones. Dos achaparradas y pesadas torres, con
muy pocas ventanas (y además muy pequeñas), flanqueaban un pórtico de tres
amplios arcos puntiagudos. La escasa decoración que pudo existir en algún
momento allí, apenas era ahora discernible. Parecía como si en su época hubiese
habido frescos en el interior del pórtico, pero ahora el enlucido estaba
terriblemente cuarteado, y en algunos lugares había caído por completo. Sólo
unas pocas e imprecisas siluetas de figuras humanas —presumiblemente santos—
podían descubrirse aún. Había una gran puerta de madera, deteriorada y
carcomida, con paneles tallados en lo que en su tiempo habían sido recargados
esquemas abstractos. Influencia morisca, se dijo a sí mismo el señor Pearsall,
y empujó la puerta. Estaba cerrada.
Aquello
era predecible bajo cualquier circunstancia, pero aun así irritante. El señor
Pearsall retrocedió hasta la plaza para tomar una foto, y luego miró su reloj.
Apenas habían pasado quince minutos desde que abandonara el autocar y aún
quedaba mucho tiempo que matar. El día era más caluroso que nunca, y si había
algunas tiendas en aquella plaza olvidada de Dios, todas estaban resueltamente
cerradas. Decidió dar la vuelta a la iglesia, a falta de otra cosa que hacer.
Además, durante parte del recorrido estaría en la sombra, donde haría más
fresco. Sin gran entusiasmo, inició el camino. Era un hombre de temperamento
tranquilo, pero si había algo que le irritaba era encontrarse de pronto sin
nada que hacer cuando había confiado en estar ocupado.
A
lo largo del lado sur, las cerradas casas estaban situadas tan cerca de la
iglesia que la calle más bien parecía un túnel. No había avanzado gran cosa
cuando observó una pequeña puerta lateral. No debe sorprendemos que intentara
abrirla. Para su gran alegría, descubrió que no estaba cerrada con llave.
Sorprendido ante su buena suerte, y felicitándose por su persistencia, penetró
en el interior.
Al
principio no vio nada, tan oscuro estaba después del fuerte resplandor del sol
de la tarde allá afuera. Muy pronto, los ojos del señor Pearsall se
acostumbraron a la penumbra y fue capaz de mirar a su alrededor. Inmediatamente
supo que su paseo había sido provechoso. Con su metódica costumbre, empezó a
clasificar cuanto podía ver. Una larga y alta nave, con pequeñas naves
laterales a ambos lados. Claramente, otra iglesia normanda, con los puntiagudos
arcos aprendidos de los árabes. Pero, a diferencia de algunas de las otras que
había visto en sus visitas, aquella no había sido reformada durante el período
barroco. No se veía ninguna pilastra corintia. Los capiteles de las columnas
parecían una masa de grotesca talla, aunque estaban tan sucios de un espeso
tizne que no podían distinguirse claramente. Por supuesto, todo el interior
estaba muy sucio; los bancos llenos de polvo y las velas tan descoloridas que
parecía como si no hubieran sido encendidas en años. Sin lugar a dudas, no
esperaban visitantes, puesto que no había guía alguno para la visita ni
postales visibles por ningún lado.
Entonces
el señor Pearsall vio los mosaicos. Había sido iniciado ya en las maravillas
que los normandos habían legado a Sicilia al respecto, con muestras tan
asombrosas como las de la catedral de Monreale y la Capilla Palatina en
Palermo, pero, pese a ello, los ejemplos de aquel arte desplegados en aquel
lugar apartado le hicieron perder el aliento. Allí, algún anónimo artesano del
siglo XII había tomado el estilo bizantino y lo había interpretado con un vigor
y un álito propios. Una verdadera biblia popular de sorprendente fuerza cubría
las paredes. El señor Pearsall olvidó por completo el paso del tiempo mientras
seguía aquellos tesoros. Allí estaba la creación del mundo en una secuencia de
siete cuadros, y allí estaban Adán y Eva tentados por la serpiente y expulsados
del Paraíso. Seguían más escenas: Caín asesinando a Abel, la construcción del
Arca, la embriaguez de Noé, la Torre de Babel, Abraham y la destrucción de las
Ciudades de la Llanura, el sacrificio de Isaac; y así muchas más, cada una más
sorprendente que la anterior.
Resultaba
extraño, pensó el señor Pearsall mientras avanzaba de escena en escena lleno de
maravilla y admiración, que los habitantes de aquel pueblo desanimaran a los
turistas. Allí tenían algunos de los mosaicos más excelentes de la isla, si no
de toda Italia, y sin embargo dejaban que fueran deteriorándose lejos de la
vista, en una sucia iglesia cerrada. Solamente con un poco de iniciativa y
energía por parte de las autoridades del pueblo, era seguro que los visitantes
acudirían en tromba para ver tales maravillas. ¿Qué tenían en contra de los
turistas? Seguro que en el lugar había suficientes propietarios de cafés en
perspectiva y vendedores de recuerdos como para insistir en que se hiciera
algo. ¿Por qué la iglesia no se mencionaba en ninguna de las guías turísticas
que tan asiduamente había leído antes de iniciar el viaje? Tales eran los
pensamientos que cruzaron la mente del señor Pearsall, pero al cabo de un rato
empezó a sufrir otras dudas.
Se
le hizo evidente que, aunque el artista poseía un gran vigor natural, era la
plasmación del mal lo que más atraía lo mejor de su arte. La serpiente en el
Jardín del Edén, por ejemplo, poseía un rostro humano que exhibía una siniestra
y seductora mirada de soslayo. En la historia de Caín y Abel, no había la menor
duda de que era Caín quien representaba al héroe: Abel, mientras yacía
impotente en el suelo, era un simple y desventurado bobalicón, mientras que su
asesino, de pie sobre él con una espada alzada para hendirle el cráneo, estaba
lleno de potencia salvaje. En Babel, los soldados del rey Nimrod parecían meros
autómatas sin voluntad. Por su parte, el cuadro de Saúl y la bruja de Endor
estaba situado en el extremo más oscuro de la iglesia, quizá deliberadamente,
cubierto de telarañas. Tras examinarlo de cerca, el señor Pearsall casi se
alegró de ello, porque dentro de la cueva de la bruja había algunas desagradables
formas no humanas que quizá hubiera sido mejor no exponerlas a la vista.
«Quizás
el artista era un maniqueo —se dijo el señor Pearsall—, un cátaro o un
albigense. (¿O son todos lo mismo? ¿He tomado bien las fechas?), más convencido
de la existencia del mal que de la del bien. Quizá sus mosaicos fueron
condenados por heréticos. Pero, en ese caso, ¿por qué no fueron destruidos, en
vez de mantener cerrada la iglesia? Me pregunto qué habrá hecho con el Nuevo
Testamento...»
Aquellos
mosaicos aún le resultaron más turbadores. El señor Pearsall no pudo descubrir
una Anunciación, ni siquiera una Natividad, pero había una horriblemente
realista Matanza de los Inocentes, en la cual se representaba un amplio número
de ingeniosos y repugnantes medios para asesinar niños, mientras el rey Heredes
permanecía sentado en su trono, contemplando la carnicería y riendo. El retrato
de Judas recibiendo sus treinta monedas de plata por parte de Caifas hubiera
sido considerado una obra maestra de todos los tiempos, de no haber sido tan
absolutamente desagradable. Y así seguía... a través de varios detestables
retratos de gente poseída por los demonios, a través de las historias de Simón
Mago y Ananías, los cuales eran de nuevo la más viva caracterización de sus respectivas
escenas, hasta el aterrador cuadro de los Cuatro Jinetes del Apocalipsis.
En
ese momento, el señor Pearsall no sólo estaba claramente trastornado por los
mosaicos, sino que empezaba a sentirse francamente mal. Al principio la iglesia
estaba en completo silencio, pero ahora parecía llena de pequeños ruidos
incapaces de localizar. Sus pasos resonaban una y otra vez en un largo
decrescendo, pero parecía como si les respondiesen extraños roces y crujidos.
Sin duda eran los sonidos normales de la vida roedora, o de una madera
envejecida al inicio de su penosa muerte, pero cuando, como el señor Pearsall,
uno se encuentra solo en una antigua iglesia en medio de un pueblo extraño,
donde ni siquiera un solo habitante ha mostrado aún su rostro y donde además uno
está rodeado por las más inquietantes ilustraciones del mal bíblico, tales
explicaciones racionales pierden inevitablemente fuerza. Una o dos veces
contuvo el aliento y permaneció completamente inmóvil para ver si los ruidos
continuaban. No sólo por eso, sino que además tema la creciente sensación de
que estaba siendo observado. Probablemente sólo eran los rostros de los
mosaicos los que le provocaban aquello, pero en más de una ocasión pensó que
había visto un movimiento exactamente en su ángulo de visión. Alarmado, dio
media vuelta sólo para descubrir que no había nada.
Finalmente
llegó ante una Virgen María que no sólo estaba desprovista de la habitual
serenidad, sino que además poseía la voluptuosidad de un vampiro. Tan
sorprendente era su expresión, que por un momento pensó que debía tratarse de
una representación de la Prostituta Escarlata de Babilonia, pero no, tenía la
postura y las ropas habituales de la Virgen. Además, en sus brazos estaba el
niño Jesús, un horrible pequeño con una untuosa y mojigata sonrisa que hizo
pensar al señor Pearsall en el saciado apetito hacia algo perverso. Se
estremeció y sintió una sensación de tan agudo desagrado que por un momento
olvidó completamente los ruidos.
Durante
todo aquel tiempo había evitado mirar hacia el lado este, procurando reservar
para el final la visión de lo que siempre era la gloria de las iglesias
sicilianas: la gran figura de Cristo en el ábside encima del altar. Incapaz de
contenerse por más tiempo, volvió su mirada en aquella dirección.
Por
supuesto, era una obra maestra, pese a la suciedad y a las telarañas que lo
envolvían. Como es costumbre, la imagen representaba la cabeza y los hombros de
Cristo, vestido de rojo y azul, el brazo derecho levantado para dar la
bendición, el izquierdo sosteniendo un libro abierto escrito en griego. El
tratamiento dado por el desconocido artista era maravilloso, pero la expresión
en el rostro de Cristo únicamente podía calificarse de horrible: una maligna
sonrisa de desprecio, la mirada muy penetrante. El señor Pearsall no sabía
griego, pero sospechó que las palabras escritas en la página abierta del libro
no eran ningún texto normal de las escrituras. Y la mano derecha... ¿Era el
gesto habitual de bendición? ¿O el primero y último dedos estaban erguidos
con... el conocido gesto de los cuernos del diablo?
«Ésta
es una iglesia blasfema —se dijo el señor Pearsall a sí mismo—. Los mosaicos
pueden ser excelentes, pero también son terribles. Algún obispo, quizá incluso
el Papa, los condenó e hizo que la iglesia fuera cerrada. Ni siquiera la gente
del pueblo querrá hablar de ellos porque sigue siendo gente muy religiosa, ni
dejará que los turistas entren en ella. En realidad, esos cuadros son capaces
de provocar pesadillas a cualquiera. Bien, me alegro de haberlos visto, pero
éste no es un lugar agradable para visitar solo.»
Miró
a su reloj, y casi se sintió aliviado al descubrir que su hora había
prácticamente expirado. Eso le dio una excusa para marcharse sin explorar el
resto de la iglesia. Con paso rápido, que cualquier observador imparcial
hubiera dicho que estaba peligrosamente cerca de una carrera motivada por el
pánico, volvió a la puerta del lado sur por donde había entrado.
Estaba
cerrada.
Durante
un rato, el señor Pearsall luchó con la puerta de forma más bien fútil,
sacudiéndola, girando a un lado y a otro la manija metálica, intentando
averiguar si se había quedado trabada con algo, pero enteramente incapaz de
conseguir algún resultado. Golpeó la puerta con la palma de las manos y le dio
patadas, con lo que un gran estruendo resonó formando múltiples ecos por toda
la iglesia, parecidos a una salva de cañonazos, y hasta el día de hoy jura que
desde algún lugar le llegó como respuesta una especie de siniestra risita.
Con
un considerable esfuerzo, logró tranquilizarse.
«Eso
es estúpido —se dijo a sí mismo—. Probablemente se trata de algún vigilante que
olvidó cerrar la iglesia antes de la siesta, y sólo se dio cuenta de su error
cuando despertó. Debe de ser un hombre muy estúpido o descuidado, de lo
contrario hubiese mirado para comprobar si había alguien dentro.»
De
todos modos, no deseaba volver a golpear de nuevo la puerta y obtener aquel
horrible eco, así que decidió buscar otra puerta que pudiera estar abierta. La
lógica le sugería que debía haber una en el lado norte, quizá abriéndose a un
claustro o algo parecido. Cruzó la nave con una cierta ansiedad nerviosa (y
evitando cuidadosamente mirar la blasfema figura del Cristo, aunque podía
sentir la cruel mirada clavada en él con una fuerza casi tangible) y fue en su
busca.
Por
supuesto, existía una puerta en el ángulo de la nave lateral norte, y no estaba
cerrada, aunque daba la sensación de que hacía mucho tiempo que no había sido
abierta. Necesitó desarrollar una gran fuerza para hacerla girar. Chirrió
horriblemente mientras se abría hacia dentro, dejando escapar una lluvia de
polvo, y un peculiar olor a moho se expandió por el aire. El señor Pearsall se
encontró ante un tramo de gastados peldaños de piedra que descendían hacia la
oscuridad.
Aquello
no parecía en absoluto una salida. De hecho, el olor sugería que la cámara
inferior, fuera lo que fuese, estaba completamente aislada del aire exterior, y
así había estado durante mucho tiempo. Era un camino nada prometedor para
alguien que deseaba abandonar el edificio, e incluso hoy el señor Pearsall no
ha sido nunca capaz de proporcionar una explicación satisfactoria del porqué
decidió descender aquellos peldaños. Ya era tarde, y después del turbador
efecto de los mosaicos, la mayor parte de su celo explorador se había
evaporado. Sin embargo, no conseguía resistir la atracción de aquel umbral. Más
tarde se preguntó si realmente había poseído un completo control de sus
movimientos. Todo aquel lugar tenía un aire claramente siniestro; pese a todo,
empujó la puerta hasta abrirla por completo y dio sus primeros pasos tentativos
hacia la descendente oscuridad.
La
escalera era larga y curiosamente húmeda pese a la sequedad del clima. Muy
pronto, todo rastro de luz procedente del cuerpo principal de la iglesia (que
le había parecido tan tenebrosa cuando entró) desapareció, viéndose obligado a
sacar el encendedor de su bolsillo y avanzar a la luz de la oscilante llama.
Giró un recodo bajo un amenazante arco de piedra sin desbastar, descendió una
rampa, y se quedó con la boca abierta ante la visión.
Era
una catacumba. Un largo corredor se abría ante él, con pasadizos laterales a
ambos lados. Quizá cubría toda el área bajo la nave. Y estaba habitada. Una
larga hilera doble de formas humanas se alineaba en cada pasadizo. Todas las clases
y edades tenían sus representantes allí: hombres, mujeres y niños, monjes y
guerreros, eruditos y damas encopetadas. Todos vestidos con ropas que en su
tiempo debieron de ser las mejores; pieles, sedas y trajes recamados, ahora
lamentablemente rotos y deteriorados, pero conservando aún un destello de su
pasada gloria. Y todos tenían rostro, puesto que evidentemente se había gastado
mucho ingenio para conservar los cuerpos, aunque con distintos grados de éxito.
Había una muchachita cuyas ropas parecían tener al menos doscientos años de
antigüedad, pero que por su piel y su pelo cualquiera hubiera dicho que estaba
dormida. Sin embargo, más allá, un hombre con ropas de clérigo había perdido su
nariz y sus mejillas, y sus ojos se habían degradado hasta convertirse en unos
glóbulos lechosos. Y algo más apartado, un soldado con coraza de acero
repujado, que quizá fuera un mercenario del período del Renacimiento, había
perdido enteramente su carne, sonriendo impávido desde su calavera desnuda.
¡Pobre
señor Pearsall! El efecto habría sido ya bastante desagradable bajo una potente
luz eléctrica y rodeado por sus compañeros de viaje, pero allí, completamente
solo, encerrado, y tras la alarma y el trastorno de aquellos horribles
mosaicos, y sólo con una tenue llama para protegerle de la oscuridad, la
impresión fue abrumadora. Jamás ha conseguido explicar por qué no dio media
vuelta y salió huyendo. Se refugia diciendo que «sintió como una llamada» que
le atraía hacia allí. Realmente es irrefutable que caminó adentrándose en aquel
pasillo, por entre aquellas espeluznantes hileras de muertos, el horror
apoderándose de él, entrando en él, pero totalmente incapaz de retroceder.
Todos
aquellos cuerpos llevaban allí mucho tiempo. El conocimiento que el señor
Pearsall tenía de la historia de la indumentaria no era muy grande, pero estaba
completamente seguro de que ninguno de aquellos deteriorados atuendos se había
colocado más allá de mediado el siglo XVIII, y sin embargo la mayoría parecían
medievales. Lo que le quedaba de su mente racional le dijo que catacumbas
similares eran algo común en todas partes, pero tal pieza de información
parecía extraordinariamente inútil. A medida que penetraba en la catacumba, le
parecía retroceder en el tiempo hasta los inicios de la Edad Media. Muy pocos
de los rostros conservaban carne ya en ellos; algunos casi estaban desnudos,
con las ropas reducidas a pobres andrajos, y otras simplemente caídas en el
suelo. Pero siguió adelante, hasta llegar al final.
Por
entonces ya había perdido todo sentido de la orientación, pero sospechaba que
estaba avanzando bajo el altar, bajo el Cristo de los cuernos del diablo
bendiciendo y su malevolente mirada. Y allí estaba el centro de aquel laberinto
de muerte: un gran trono de madera dorada, en buena parte podrida, donde había
un cuerpo sentado, con las espléndidas ropas y la mitra de un obispo. Todo
esto, el señor Pearsall lo vio a distancia, pero a medida que se iba acercando
no miraba directamente a la figura. Intentó forzar la vista para mirar solamente
las zapatillas, pues estaba convencido de que perdería la razón si miraba más
arriba. Pero fue incapaz de luchar cuando una fuerza más fuerte que su propia
mente le hizo levantar gradualmente la cabeza más y más arriba: la capa
consistorial bordada en oro, las esqueléticas manos con el anillo episcopal
rodeando holgadamente el hueso de un dedo, el báculo sujeto verticalmente en la
otra mano, los huesos del rostro desnudos de toda carne, los risueños dientes
amarillos, los ojos... ¡Los ojos! ¡No habían desaparecido! ¡Seguían vivos,
penetrantes, mirando fijamente! ¡Dios mío! ¡Los mismos ojos del Cristo en el
mosaico!
El
encendedor cayó de la inerte mano del señor Pearsall, que se vio sumido en la
oscuridad. Era un encendedor de forma cilíndrica, y pudo oír cómo rodaba fuera
de su alcance. Por unos breves segundos tanteó inútilmente el suelo en su
busca, luego se dio cuenta de que la búsqueda era inútil. Tendría que encontrar
su camino de salida en una total oscuridad. ¿Cuan lejos estaba? ¿Cuántas
vueltas había dado? Agitó sus brazos hacia delante y a ambos lados, caminó unos
pocos pasos, tocó piedra, se volvió, anduvo un poco más hasta que encontró otro
obstáculo, giró de nuevo... Fue en ese instante cuando empezó de nuevo a oír
ruidos, un roce seco, horrible, que hubiese querido pensar que se trataba de
una rata. Iba detrás de él. Avanzó más de prisa y chocó con uno de los cuerpos.
Su rostro se enterró en la podrida tela y sintió cómo los brazos sin vida
rodeaban sus hombros. Perdiendo completamente los nervios, gritó: un sonido
ahogado que se extinguió rápidamente. Corrió a la ventura, golpeó contra otro
cuerpo, volvió a correr y chocó de nuevo. Los cadáveres se estaban derrumbando
a todo su alrededor, y sin embargo aún se oía un roce como si se arrastraran y un
seco y sepulcral crujido detrás de él, también moviéndose. No rápidamente, pero
pronto le alcanzaría si no conseguía hallar las escaleras. Cayó, se cortó en
las manos y gritó de nuevo, pero no de dolor. Perdió la cuenta de cuántas veces
tropezó con obstáculos, hasta que, lleno de arañazos y sangrante, no pudo ir
más allá y se cubrió las espaldas apoyándolas contra el muro de piedra. El
sonido susurrante estaba muy cerca ahora. Luz. ¡Necesitaba luz! Había perdido
su encendedor y no tenía cerillas. Frenéticamente, sus manos rebuscaron en sus
bolsillos esperando un milagro. ¡Por supuesto! ¡Los cubos de flash para su
cámara! Con dedos temblorosos, extrajo uno y tanteó durante lo que le pareció
una eternidad hasta conseguir encajarlo en su lugar. Pulsó el disparador y
nada. ¡Un fracaso! Le dio un cuarto de vuelta y probó otra vez. Nada tampoco.
El sonido susurrante estaba ahora tan sólo a unos pocos centímetros. ¡Piensa
hombre, piensa! ¡Claro! Había olvidado correr la película, así que el flash no
podía funcionar. Haz pasar la película a inténtalo de nuevo... justo a
tiempo...
En
el cegador instante pudo verle a no más de un metro de su rostro: las ropas
doradas, la mitra, el cráneo, y los ojos, los terribles ojos...
Debió
de perder el conocimiento. Cuando despertó, estaba rodeado por la brillante luz
del día, tendido en el asiento trasero del autocar, y Giuliano se inclinaba
sobre él. El otro turista le había dicho dónde se había dirigido el señor
Pearsall, y cuando vieron que no regresaba a tiempo, Giuliano y Umberto se
habían dirigido a la iglesia en su busca. Al entrar por la puerta sur (negaron
categóricamente que estuviese cerrada) oyeron sus gritos desde la cripta y
vieron el flash. Lo encontraron sin dificultad: estaba a pocos metros de las
escaleras.
Giuliano
se sentía más aliviado que irritado, pero reprendió al señor Pearsall por
desordenar los cuerpos de la catacumba. Chocar contra ellos en la oscuridad
podía considerarse una falta de cuidado y poco respeto, pero arrastrar
deliberadamente un cuerpo desde su lugar de reposo... y además el cuerpo de un
obispo...
El
señor Pearsall no tuvo fuerzas para discutir.
EL HOMBRE NEGRO CON UN CUERNO
T. E. D. Klein
El
nombre de T. E. D. Klein ha aparecido recientemente en algunas importantes
antologías dedicadas a relatos de horror, aunque estas apariciones han sido
escasas. Sin embargo, esa escasez no es reflejo de la mayor o menor calidad de
sus escritos: lo que ocurre es que Klein es un autor que prefiere trabajar en
el campo de la novela y la novela corta, creando meticulosamente sus historias
al ritmo de aproximadamente una al año o así. El año 1980 vio precisamente un
aumento en su producción, con la aparición de este relato y de la novela corta Children of the Kingdom
(Hijos del reino) en la antología de Kirby McCauley Dark Forces (Fuerzas
oscuras).
Klein
es natural de Nueva York, donde nació en 1947, y ahora vive en Manhattan.
Anteriormente enseñó en una escuela superior de Maine, trabajó en el
departamento de guiones de la Paramount Pictures, y es el director de la nueva
revista Twilight Zone. Además de sus relatos de ficción, Klein ha
escrito artículos para el New York Times, así como las notas introductorias de
la antología de horror de Kirby McCauley Beyond Midnight (Más allá de la
medianoche). Es licenciado por las universidades de Brown y Columbio, y fue
durante los cuatro años que vivió en Providence, mientras asistía a aquella
universidad, que Klein empezó a interesarse por los escritos de H. P.
Lovecraft. Del mismo modo que M. R. James influyó a escritores de lo
sobrenatural en Gran Bretaña, Lovecraft inspiró a sucesivas generaciones de
escritores para continuar sus Mitos de Cthulhu. Por lo general, tales
continuaciones son horribles más allá de lo imaginable. El hombre negro con
un cuerno ofrece la prueba de que tal afirmación no necesita ser una regla,
al mismo tiempo que es una amarga glosa a la obsesiva adoración de los
seguidores del héroe muerto.
El negro (palabras
oscurecidas por el matasellos) era
fascinante... Tenía que
haberle tomado una instantánea.
H.P.LOVECRAFT
(postal
a E. Hoffmann Price, 23/7/1934)
Hay
algo inherentemente reconfortante en la primera persona del pretérito
indefinido. Conjura visiones de un narrador ante su escritorio dando
contemplativamente chupadas a una pipa en la seguridad de su estudio, perdido
en tranquila reminiscencia, templado pero esencialmente incólume por cualquier
experiencia que esté relatando en ese momento. Es un pretérito que dice: «Estoy
aquí para contaros la historia. La viví personalmente».
La
descripción, en mi propio caso, es perfectamente exacta... por cuanto puedo
decir. Verdaderamente estoy sentado en una especie de estudio: en realidad un
pequeño cuarto de trabajo, pero con una estantería llena de libros ocupando uno
de sus lados, debajo de un paisaje de Manhattan pintado hace varios años, por
mi hermana, de memoria. Mi escritorio es una mesa de bridge plegable que en su
tiempo le perteneció a ella. Delante de mí, la máquina de escribir eléctrica,
precariamente apoyada, zumba suavemente. Y a mis espaldas, desde la ventana,
llega el susurro familiar del viejo acondicionador de aire librando su
solitaria batalla contra la cálida noche. Más allá, en la oscuridad del
exterior, los pequeños ruidos nocturnos son sin lugar a dudas tranquilizadores:
el viento en las palmeras, el monótono canto de los grillos, el ahogado
parloteo de la televisión de un vecino, un coche ocasional dirigiéndose hacia
la carretera, cambiando de marcha mientras acelera pasada la casa...
La
casa, en realidad, puede describirse con unas pocas palabras: es un bungalow de
estuco verde, de una sola planta, el tercero de una hilera de nueve situados a
varios cientos de metros de la carretera. Sus únicos rasgos distintivos son el
reloj de sol en el patio delantero, traído hasta aquí por mi hermana de su
anterior casa, y la pequeña y destartalada valla de estacas, ahora casi
cubierta de hierbajos, que ella erigió pese a las protestas de los vecinos.
Difícilmente
será el más romántico de los lugares, pero bajo circunstancias normales puede
constituir un entorno adecuado para la meditación en tiempo pasado. «Aún sigo
aquí», dice el escritor, ajustando el tono. (Sujeto incluso con los dientes la
necesaria pipa, llena con tabaco turco.) «Ahora ya ha terminado todo. Lo viví
personalmente.»
Una
premisa reconfortante, quizá. Sólo que en este caso resulta no ser verdad. Si
la experiencia «ha terminado» realmente es algo que nadie puede decir; y si,
como yo sospecho, el último capítulo aún tiene que establecerse, entonces la
noción de estar «viviéndolo personalmente» parecerá una patética presunción.
Sin
embargo, no puedo decir que considere el pensamiento de mi propia muerte como
algo particularmente inquietante. A veces me siento tan cansado, en esta
pequeña habitación con sus muebles de mimbre baratos, sus manoseados libros
viejos, la noche queriendo entrar desde fuera... Y ese reloj de sol ahí en el
patio, con su estúpido mensaje. «Envejece conmigo...»
Eso
es lo que he hecho, y mi vida difícilmente parece haber importado en el esquema
de las cosas. Seguramente su final tampoco importará en absoluto.
Ah,
Howard, tendrías que haber comprendido.
¡Eso,
muchacho, es lo que yo llamo
una
experiencia de viaje!
LOVECRAFT
12/3/1930
Si
mientras lo escribo, este relato adquiere un final, promete ser un final
infeliz. Pero el principio no es así; de hecho, puede que parezca más bien
humorístico... lleno de cómicas caídas de culo, bajos de los pantalones
mojados, y una bolsa para el mareo cayéndose.
—Me
fortalecí para soportarlo —estaba diciendo la vieja dama de mi derecha—. No me
importa decirle que estaba excesivamente asustada. Me aferré a los brazos del
asiento y, simplemente, rechiné los dientes. Y luego, ¿sabe?, inmediatamente
después de que el capitán nos advirtiera de esa turbulencia, cuando la cola
empezó a alzarse y a caer, flip-flop, ffip-flop, bien... —exhibió su dentadura
hacia mí y me palmeó la muñeca—, no me importa decírselo, no había nada que
hacer excepto vomitar.
¿Dónde
había aprendido aquella mujer tales expresiones? ¿Y qué era lo que intentaba
conseguir de mí? Su mano se aferraba húmeda a mi muñeca.
—Espero
que me deje pagar la tintorería.
—Señora
—dije—, no se preocupe por eso. El traje ya estaba manchado.
—¡Qué
hombre tan encantador!
Inclinó
la cabeza tímidamente hacia mí, aún sujetando mi muñeca. Aunque el blanco de
sus ojos hacía mucho que se había vuelto del color de las viejas teclas de un
piano, no dejaban de ser atractivos. Pero su aliento me repelía. Deslizando mi
libro en un bolsillo, llamé a la azafata.
El
percance descrito había ocurrido hacía varias horas. Al subir a bordo del avión
en Heathrow, rodeado por lo que parecía ser un equipo de rugby aborigen (todos
vestidos igual, chaquetas azul marino con botones de hueso), fui empujado desde
atrás y tropecé con una sombrerera de cartón negro en la cual algún chino había
guardado su comida: sobresalía por el pasillo, cerca de los asientos de primera
clase. Algo que había en su interior se derramó sobre mis tobillos —salsa de
pato, sopa quizá— y dejó una pegajosa mancha amarilla en el suelo. Me volví a
tiempo para ver a un alto y corpulento caucásico con una bolsa de Air Malay y
una barba tan espesa y negra que parecía surgida de los tiempos del cine mudo.
Sus modales eran también de cine mudo, puesto que después de apartarme con el
hombro (con un hombro tan ancho como mi maleta) se abrió camino por el atestado
pasillo, la cabeza bamboleándose cerca del techo como un globo hinchado de gas,
y repentinamente desapareció de la vista en la parte de atrás del avión. En su
estela capté el aroma de melaza, e instantáneamente recordé mi infancia:
sombreritos de fiesta de cumpleaños, bolsas con regalos, y dolor de barriga
después de comer.
—Mucho
lo siento.
Un
pequeño y grueso Charlie Chan miró temerosamente la aparición que se alejaba,
luego se inclinó para deslizar su comida debajo de su asiento, jugueteando con
las cintas de su traje.
—No
se preocupe —dije.
Aquel
día me sentía benévolo hacia todo el mundo. Volar seguía siendo una novedad. Mi
amigo Howard, por supuesto (como he recordado al público de mi conferencia esta
misma semana), acostumbraba a decir que él odiaba ver cómo los aeroplanos se
convertían en algo de uso comercial común, puesto que añadían una maldita e
inútil velocidad a una vida ya lo suficientemente rápida. Los despreciaba como
«artilugios para la diversión de los caballeros». Pero él sólo habla subido a
uno de ellos una única vez, en los años veinte, y tan sólo durante el tiempo
que le permitió el pago de 3,50 dólares. ¿Qué podía saber él de silbantes
motores, de la satisfacción de cenar a mil metros de altitud, de la posibilidad
de mirar por una ventanilla y descubrir que la Tierra es, después de todo,
completamente redonda? Todo esto se lo había perdido: está muerto, y por ello debe
compadecérsele.
Pero
incluso en la muerte había triunfado sobre mí...
Todo
esto me dio algo en qué pensar mientras la azafata me ayudaba a ponerme en pie,
mirando con preocupación profesional la mancha en mi regazo... Aunque lo más
probable era que estuviera pensando en la limpieza que le aguardaba cuando yo
abandonara mi asiento.
—¿Por
qué hacen esas bolsas tan resbaladizas? —preguntó quejumbrosamente mi vieja
vecina—. Y todo sobre ese precioso traje masculino. Realmente, tendría usted
que hacer algo al respecto.
El
avión descendió bruscamente y luego se estabilizó. Ella hizo girar los ojos en
sus órbitas.
—Puede
volver a ocurrir —dijo.
La
azafata me condujo por el pasillo hacia el lavabo situado en el centro del
aparato. A mi izquierda, una ojerosa joven arrugó la nariz y sonrió hacia el
hombre que tenía a su lado. Yo intenté disimular mi frustración con una
apariencia irritada («¡No soy yo quien ha causado todo este desastre!»), pero
dudo que tuviera éxito. El brazo de la azafata que sujetaba el mío era
superfluo, pero confortable; me apoyé más en ella a cada paso. Existen, como
vengo sospechando desde hace tiempo, algunas pocas y preciosas ventajas en
tener setenta y seis años y aparentarlos..., y una de ellas es ésta: aunque a
uno se le excusa de la frustración de flirtear con una azafata, sí puede
apoyarse tranquilamente en su brazo. Me volví hacia ella para decir algo
divertido, pero no lo hice; su rostro era tan inexpresivo como la esfera de un
reloj.
—Le
esperaré aquí fuera —dijo ella, y abrió la lisa puerta blanca.
—No
es necesario. —Me erguí—. Pero, ¿podría usted...? Quiero decir..., ¿podría
hallarme otro asiento? No tengo nada contra esa dama, compréndalo, pero no
deseo ver de nuevo su comida.
Dentro
del lavabo, el zumbido de los motores parecía más fuerte, como si las paredes
de plástico rosa fueran todo cuanto me separaba del chorro propulsor y de los
vientos árticos. Ocasionalmente, el aire por el que cruzábamos debía volverse
más agitado, ya que el avión rateaba y oscilaba como un patín sobre hielo
irregular. Si levantaba la tapa del inodoro casi esperaba ver la Tierra a
kilómetros de distancia bajo nosotros, un helado Atlántico gris salpicado de
icebergs. Inglaterra estaba ya a miles de kilómetros de distancia.
Con
una mano en la manecilla de la puerta para apoyarme, me limpié los pantalones
con una toalla de papel perfumada que saqué de un envoltorio de aluminio, y
metí varias más en mi bolsillo. Las vueltas del pantalón aún llevaban residuos
de la pegajosidad china. Esta parecía la fuente del olor a melaza. Lo limpié
infructuosamente, observándome a mí mismo en el espejo: un viejo equipaje,
calvo y de aspecto inofensivo, con hundidos hombros y un traje mojado (tan
distinto del confiado joven en la foto titulada «HPL y discípulo»)... Abrí el pestillo
y salí. Una mezcla de olores. La azafata había encontrado un asiento vacío para
mí en la parte de atrás del aparato.
Fue
mientras me acomodaba que me di cuenta de quién ocupaba el asiento contiguo:
estaba reclinado hacia el otro lado, durmiendo, con su cabeza apoyada contra la
ventanilla, pero reconocí la barba.
—Esto,
azafata...
Me
volví, pero sólo vi la espalda de su uniforme alejándose por el pasillo. Tras
un momento de vacilación me senté, haciendo tan poco ruido como me fue posible.
Después de todo, me recordé a mí mismo, yo tenía todo el derecho a estar allí.
Ajustando
la inclinación del respaldo (para irritación del negro que había detrás de mí),
me acomodé y busqué el libro en mi bolsillo. Finalmente se habían decidido a
reeditar uno de mis primeros relatos, y ya había encontrado cuatro errores
tipográficos. Pero ¿qué otra cosa podía esperar? La portada, con su chillona
calavera dibujada, lo decía todo: «Repeluznos: trece escalofríos
cósmicos en la tradición lovecraftiana».
Así
que era a eso a lo que me veía reducido... El trabajo de toda una vida puesto
de lado por cualquier inventor de frases propagandísticas como «digno del
propio Maestro», las creaciones de mi cerebro tratadas como meros refritos. Y
los propios relatos, una vez calificados por tan elaborada alabanza, eran ahora
simplemente —como si eso fuera suficiente recomendación— «lovecraftianos». Ah,
Howard, tu triunfo fue completo en el momento en que tu nombre se convirtió en
adjetivo.
Sospeché
eso durante años, por supuesto, pero sólo con la conferencia de la pasada
semana me vi obligado a admitir el hecho de que lo que importaba a la presente
generación no era mi propia obra en su conjunto, sino más bien mi asociación
con Lovecraft. E incluso esto resultaba degradado: tras años de amistad y
apoyo, ser etiquetado —simplemente porque yo era más joven— como mero
«discípulo» parecía un chiste demasiado cruel.
Y
cada chiste resultaba mejor que el anterior. Este último aún estaba en mi
bolsillo, impreso en cursiva en el doblado programa amarillo de la conferencia.
No necesitaba volver a echarle una ojeada; allí estaba, definido para siempre
como «un miembro del círculo lovecraftiano, educador en Nueva York, y autor de
la célebre recopilación Más allá de la tumpa».
Ahí
estaba, la cúspide de la indignidad: ¡ser inmortalizado por un error de
imprenta! Tú hubieras apreciado eso, Howard. Casi puedo oírte reír suavemente
desde —¿dónde si no?— más allá de la tumpa...
Mientras
tanto, del asiento contiguo al mío llegaban los raspantes sonidos de una
garganta constreñida; mi vecino debía de estar soñando. Dejé mi libro y lo
estudié. Parecía más viejo de lo que había parecido al principio; quizá sesenta
años o más. Sus manos eran callosas, de aspecto fuerte. En una de ellas llevaba
un anillo con una curiosa cruz de plata. La brillante barba negra que cubría la
mitad inferior de su rostro era tan densa que parecía casi opaca; su misma
oscuridad parecía innatural, porque en su cabeza el pelo estaba estriado de
gris.
Miré
más de cerca, allá donde la barba se unía al rostro. ¿Era un pedacito de gasa
lo que vi debajo del pelo? Mi corazón dio un pequeño salto. Inclinándome hacia
delante para mirar desde más cerca, estudié la piel al lado de su nariz: aunque
curtida por una larga exposición al sol, tenía una extraña palidez. Mi mirada
prosiguió hacia arriba a lo largo de las curtidas mejillas, hacia los oscuros
pozos de sus ojos.
Estos
se abrieron.
Por
un momento miraron fijamente a los míos sin una comprensión aparente, vidriados
y enrojecidos. Al instante siguiente se desorbitaban y giraban como los de un
pez atrapado por el anzuelo. Sus labios se abrieron, y una voz muy débil
chirrió:
—Aquí
no.
Permanecimos
sentados en silencio, sin movernos ninguno de los dos. Yo me sentía demasiado
sorprendido, demasiado azorado para contestar. En la ventanilla, más allá de su
cabeza, el cielo aparecía brillante y claro, y sin embargo podía sentir el
aparato azotado por corrientes invisibles, las puntas de sus alas agitándose
furiosamente.
—No
lo haga aquí —susurró finalmente, encogiéndose en su asiento.
¿Acaso
aquel hombre era un lunático? ¿Peligroso, quizá? En algún lugar en mi futuro vi
unos gigantes titulares: «Pasajero aterrorizado... Maestro retirado de Nueva
York víctima de...» Mi inseguridad debió de apreciarse, pues le vi humedecerse
los labios y mirar más allá de mi cabeza. Esperanza, y un rastro de astucia,
pasaron por su rostro. Me sonrió.
—Lo
siento, no hay nada de qué preocuparse. ¡Uf! Debe de haber sido una pesadilla.
Como
un atleta después de una carrera particularmente dura, agitó su masiva cabeza,
recuperando el control de la situación. Su voz tenía el ligero acento
arrastrado de Tennessee.
—Amigo
—dejó escapar lo que debería haber sido una risa surgida del corazón—, ¡habría
sido mejor no probar ese zumo del diablo!
Le
sonreí para tranquilizarle, aunque no había nada en él que sugiriera que había
estado bebiendo.
—Esa
es una expresión que no había oído en años.
—¿De
veras? —dijo con poco interés—. Bueno, he estado fuera.
Sus
dedos tamborilearon nerviosamente, (¿impacientemente?) en el brazo de su
asiento.
—¿Malaca?
Se
envaró, y el color desapareció de su rostro.
—¿Cómo
lo sabe usted?
Señalé
con la cabeza hacia la bolsa de vuelo de color verde a sus pies.
—Le
vi con eso cuando subió a bordo. Usted... parecía tener un poco de prisa, por
decirlo de algún modo. De hecho, estuvo usted a punto de tirarme al suelo.
—Eh
—su voz estaba controlada ahora, su mirada firme y tranquila—, siento de veras
eso, amigo. El hecho es que creía que alguien tal vez estuviera siguiéndome.
Sorprendentemente,
le creí. Parecía sincero... o tan sincero como puede serlo cualquiera detrás de
una falsa barba negra.
—Va
usted disfrazado, ¿verdad? —pregunté.
—¿Se
refiere usted a la barba? La compré en Singapur. Una tontería, sabía que no iba
a engañar a nadie mucho tiempo, al menos no a un amigo. Pero a un enemigo,
bueno... —No hizo ningún movimiento para quitársela.
—Usted
está... Déjeme adivinarlo... Usted está en el servicio, ¿verdad?
El
servicio diplomático, quería decir; francamente, lo tomé por un espía en
acción.
—¿En
el servicio? —Miró significativamente a derecha e izquierda, luego bajó la
voz—. Bueno, sí, puede decirlo de esta forma. A Su servicio. —Señaló hacia el
techo del avión.
—¿Quiere
decir...?
Asintió.
—Soy
misionero. O lo fui hasta ayer.
Los
misioneros son infernales engorros a los que
se
debería mantener en sus casas.
LOVECRAFT
12/9/1925
¿Ha
visto usted alguna vez un hombre temiendo por su vida? Yo sí, aunque no desde
que tenía veinte años. Tras un verano de ociosidad había encontrado finalmente
un empleo temporal en la oficina de quien resultó ser un más bien dudoso hombre
de negocios —supongo que hoy lo llamarían estafador de poca monta— que, habiendo
ofendido no sé cómo a «la pandilla», estaba convencido de que estaría muerto
antes de Navidad. Estaba equivocado, sin embargo: pudo gozar de aquéllas y de
otras muchas Navidades con su familia, y no fue hasta muchos años más tarde que
le encontraron muerto en su bañera, boca abajo en un palmo de agua. No recuerdo
gran cosa acerca de ese hombre, excepto lo difícil que resultaba entablar con
él una conversación; nunca parecía estar escuchando.
En
cambio, hablar con el hombre que se sentaba al lado mío en el avión resultó
incluso demasiado fácil. No tenía nada del aire distraído, las vagas respuestas
y la preocupada mirada del otro, por el contrario, estaba alerta y altamente
interesado en todo lo que se le decía. Excepto por su pánico inicial, de hecho había
muy poco que sugiriera que era un hombre perseguido.
Y,
sin embargo, eso era lo que proclamaba ser. Acontecimientos posteriores
dejarían bien sentadas todas estas cuestiones, pero en aquel momento yo no
tenía forma de juzgar si estaba diciéndome la verdad o si su historia era tan
falsa como su barba.
Si
le creí, fue debido casi enteramente a sus modales, no a la sustancia de lo que
dijo. No, no afirmó haberse apoderado del Ojo de Klesh; era más original que
eso. Tampoco había violado a la hija única de un doctor brujo. Pero algunas de
las cosas que me contó acerca de la región en la cual había estado trabajando
—un estado llamado Negri Sembilan, al sur de Kuala Lumpur— parecían francamente
increíbles: casas invadidas por árboles, carreteras construidas por el gobierno
que simplemente desaparecían, uno de sus colegas regresando de unas vacaciones
de diez días para encontrarse con su césped invadido de cosas viscosas que tuvo
que quemar dos veces para destruir. Afirmaba que allí había pequeñas arañas rojas
que saltaban hasta la altura de los hombros de un hombre «Hubo una chica en el
pueblo que se quedó medio sorda porque una de esas asquerosas criaturillas se
le metió en el oído y creció hasta hacerse tan grande que se lo taponó» y
lugares donde había tantos mosquitos que asfixiaban al ganado. Describió unas
tierras de humeantes pantanos llenos de mangles y plantaciones de caucho tan
grandes como los antiguos reinos feudales, unas tierras tan húmedas que el
papel de las paredes burbujeaba en las noches más cálidas y las biblias se
cubrían de moho.
Mientras
permanecimos sentados en el avión, encerrados en un mundo de plástico color
pastel y con aire acondicionado, ninguna de esas cosas parecía posible. Con el
helado azul del cielo más allá de mi alcance, las azafatas caminando
vivarachamente junto a mí con sus uniformes azul y oro, los pasajeros a mi
izquierda sorbiendo refrescos o durmiendo o pasando las hojas de una revista,
me descubrí a mí mismo creyendo menos de la mitad de lo que me estaba diciendo,
y atribuí el resto a la exageración y a la inclinación sureña por ese tipo de
cuentos. Sólo cuando llevaba una semana en casa y efectué una visita a mi
sobrina en Brooklyn revisé mi anterior estimación, puesto que echando una
ojeada al libro de geografía de su hijo me encontré con este pasaje: «A lo
largo de la península (de Malaca) los insectos forman abundantes enjambres;
allí existen probablemente más variedades que en cualquier otro lugar de la
Tierra. Hay muy buena madera, y los alcanforeros y ébanos se encuentran en
profusión. Se producen muchas variedades de orquídeas, algunas de ellas de
extraordinario tamaño». El libro aludía a la «rica mezcla de razas y lenguajes»
en la zona, a su «extrema humedad» y a su «exótica fauna nativa», y añadía:
«Sus junglas son tan impenetrables que incluso las bestias salvajes tienen que
mantenerse en los cauces de los senderos ya trazados».
Pero
quizá el aspecto más extraño de aquella región era que, pese a sus peligros e
incomodidades, mi compañero afirmaba amar el lugar.
—Hay
una montaña en el centro de la península... —Mencionó un nombre impronunciable
y agitó la cabeza—. La cosa más hermosa que haya visto usted. Hay algunas
regiones realmente hermosas abajo, a lo largo de la costa, que uno juraría
pertenecen a algunas de las islas de los Mares del Sur. Confortable también.
Oh, de acuerdo, es húmedo, especialmente en el interior, donde se supone que
estaba la nueva misión... Pero la temperatura nunca alcanza los cuarenta
grados. Intente decir lo mismo para la ciudad de Nueva York.
Asentí.
—Sorprendente.
—Y
la gente... —prosiguió—. Bueno, creo sencillamente que es la gente más amistosa
de todo el mundo, ya sabe. He oído multitud de cosas malas de los musulmanes.
La mayor parte de ellos forman parte de la secta sunní, pero le diré que nos
trataron con la más extremada cortesía que se debe a unos vecinos... Mientras
nuestras enseñanzas estuvieran disponibles, por decirlo así, y no
interfiriéramos con sus asuntos... Y no lo hicimos. No debiéramos haberlo
hecho. Lo que construimos, entienda, fue un hospital. Bueno, una clínica como
mínimo: dos enfermeras diplomadas y un doctor que acudía dos veces al mes. Y
una pequeña biblioteca con libros y películas. Y no sólo teología. Todos los
temas. Estábamos justo en las afueras del poblado, y todos tenían que pasar
delante de nosotros al ir hacia el río. Cuando creían que ninguno de los lontoks
estaba mirando, se metían dentro y echaban una ojeada.
—¿Ninguno
de los qué?
—Sacerdotes,
o algo parecido. Había un montón. Pero no interferían con nosotros, ni nosotros
con ellos. No sé realmente qué hace que haya tantos conversos, pero nunca he
tenido nada malo que decir acerca de esa gente.
Hizo
una pausa y se frotó los ojos. Repentinamente, pareció tener su verdadera edad.
—Las
cosas iban estupendamente. Y entonces me dijeron que estableciera una segunda
misión, más al interior.
Se
detuvo de nuevo, como si sopesara cómo continuar. Una rechoncha mujer china
estaba levantándose lentamente de su asiento para salir al pasillo mientras se
sujetaba a los asientos de ambos lados para mantener el equilibrio. Sentí su
mano casi rozando mi oído cuando pasó por mi lado. Mi compañero la observó con
cierta inquietud, aguardando hasta que hubo pasado. Cuando habló de nuevo, su
voz era notablemente más aguda.
—He
estado por todo el mundo, en un montón de lugares donde la mayor parte de
norteamericanos no pueden ir hoy en día... Y siempre, estuviera donde
estuviese, he tenido la impresión de que Dios estaba a buen seguro observando.
Pero cuando me adentré por aquellas colinas, bien... —Meneó la cabeza—. Iba
prácticamente solo, entienda. La mayor parte del personal vendría más tarde,
una vez yo me hubiera instalado. Conmigo sólo venía uno de nuestros
exploradores, dos porteadores, y un guía que era a la vez intérprete. Todos
ellos nativos. —Frunció el ceño— El explorador, al menos, era cristiano.
—¿Necesitaba
usted un intérprete?
La
pregunta pareció distraerle.
—Para
la nueva misión, sí. Mi malayo es bastante bueno para las tierras bajas, pero en
el interior utilizan docenas de dialectos locales. Me hubiera sentido perdido
allí arriba. A donde iba hablan algo que la gente de allá abajo, en el poblado,
llama agon di-gatuan... El viejo lenguaje. Nunca llegué a comprender
realmente buena parte de él. —Bajó la mirada hasta sus manos—. No estuve allí
mucho tiempo.
—Problemas
con los nativos, supongo.
No
respondió de' inmediato. Finalmente, asintió.
—Realmente
creo que es la gente más detestable que nunca haya vivido —dijo con gran
deliberación—. A veces me pregunto cómo Dios pudo crearlos. —Miró por la
ventanilla, a las colinas de nubes por debajo de nosotros—. Se llamaban a sí
mismos los chauchas, por lo que pude entender. Alguna influencia colonial
francesa, quizá, pero parecían asiáticos, con apenas un toque de negritud. Una
gente pequeña, de apariencia inofensiva. —Se estremeció ligeramente—. Pero no
eran en absoluto lo que parecían. No se podía llegar hasta el fondo con ellos.
Llevan viviendo allá arriba, en aquellas colinas, no sé cuántos siglos, y fuera
lo que fuese lo que estaban haciendo allí, no estaban dispuestos a permitir que
entrara ningún extranjero. Se llaman a sí mismos musulmanes, igual que los de
las tierras bajas, pero estoy seguro de que tienen también algunos dioses
ancestrales. Al principio pensé que eran primitivos, me refiero a algunos de
sus rituales... No lo creería usted. Pero ahora pienso que no eran en absoluto
primitivos. Simplemente, conservan estos rituales porque gozaban con ellos.
Intentó
sonreír. Aquello acentuó las arrugas en su rostro.
—Oh,
al principio parecieron bastante amistosos. Uno podía acercarse a ellos,
comerciar un poco, observar cómo criaban sus animales. Incluso se podía hablar
con ellos acerca de la Salvación. Y ellos se quedaban sonriendo, sonriendo todo
el tiempo. Como si uno realmente les cayera bien.
Pude
adivinar la decepción en su voz, y algo más.
—Entienda
—confió, inclinándose de pronto hacia mí—. Allá en las tierras bajas, en los
pastos, hay un animal, una especie de caracol, al que los malayos matan apenas
lo ven. Una cosa pequeña y amarillenta, pero que los asusta de forma absurda:
creen que si pasa por encima de la sombra de su ganado, chupará toda la fuerza
de éste. Acostumbraban a llamarlo el «caracol chaucha». Ahora sé por qué.
—¿Por
qué? —pregunté.
Miró
a su alrededor, por todo el avión, y pareció suspirar.
—Entienda.
Por aquel entonces seguíamos viviendo en tiendas. Aún no habíamos construido
nada. Bien, el clima empeoró, los mosquitos empeoraron aún más, y después de
que el explorador desapareciera, los demás se fueron. Creo que el guía les
persuadió de ello. Por supuesto, esto me dejó...
—Espere
un momento. ¿Dice que su explorador desapareció?
—Sí.
Antes de terminar la primera semana. Estábamos recorriendo uno de los campos a
menos de cien metros de las tiendas, y yo estaba abriéndome paso entre las
altas hierbas, convencido de que él venía detrás de mí, y cuando me volví ya no
estaba.
Ahora
hablaba precipitadamente. Tuve visiones de películas de los años cuarenta
(asustados nativos desapareciendo con las provisiones) y me pregunté cuánto de
cierto habría en aquello.
—Así
que con los demás también desaparecidos no tenía forma alguna de comunicarme
con los chauchas, excepto a través de una especie de lenguaje intermedio, una
mezcla de malayo y su idioma. Pero yo sabía que algo ocurría. Durante toda la
semana no dejaron de reírse de algo. Abiertamente. Tuve la impresión de que en
cierto modo ellos eran responsables. Quiero decir de la desaparición del
hombre. ¿Comprende? Él era en quien yo confiaba. —Su expresión se hizo
pesarosa—. Una semana más tarde, cuando me lo mostraron, todavía estaba con
vida, pero no podía hablar. Creo que ellos lo deseaban así. Entienda. Ellos...,
ellos hicieron crecer algo en él. —Se estremeció.
Justo
en aquel momento, directamente detrás de nosotros, llegó un chillido
inhumanamente agudo que atravesó el aire como una sirena, alzándose por encima
del zumbido de los motores. Surgió con una brusquedad capaz de parar el
corazón, y ambos nos pusimos rígidos. Vila boca de mi compañero abriéndose
enormemente, como si hiciera eco al grito. Era demasiado: nos convertimos en
dos hombres viejos, pálidos hasta el límite, y aferrándose temblorosamente el
uno al otro. Era algo realmente cómico. Debió de pasar todo un minuto antes de que
yo consiguiera girar la cabeza.
Por
aquel entonces la azafata ya había llegado allí y estaba dando palmadas en
algún lugar. El hombre que había detrás de mí, al quedarse dormido había dejado
caer el cigarrillo en su regazo. Los pasajeros que le rodeaban, especialmente
los blancos, le dirigían feroces miradas, y creí oler a carne chamuscada.
Finalmente, la azafata le ayudó a ponerse en pie auxiliada por uno de sus
compañeros de tripulación, que no dejaba de lanzar intranquilas risitas.
Por
insignificante que fuera, el accidente había perturbado nuestra conversación y
puesto nervioso a mi compañero; era como si se hubiese refugiado detrás de su
barba. No habló más, excepto para hacerme vulgares y más bien triviales
preguntas acerca del precio de la comida y de los hoteles. Dijo que se dirigía
a Florida, a pasar allí el verano o, como él dijo, «una temporada de descanso y
recuperación», aparentemente financiado por su secta. Le pregunté, un poco sin
esperanzas, qué le había ocurrido al explorador. Me dijo que había muerto. Nos
sirvieron bebidas y el continente norteamericano avanzó hacia nosotros desde el
sur: primero un dedo de hielo, poco después una quebrada línea de verdor. Me
sorprendí dándole la dirección de mi hermana —Indian Creek estaba cerca de Miami,
donde él iba a instalarse—, e inmediatamente lamenté haberlo hecho. ¿Qué sabía
yo de él, después de todo? Me dijo que su nombre era Ambrose Mortimer.
—Mortimer
significa «Mar Muerto» —dijo—. Procede de las Cruzadas.
Cuando
insistí en volver al tema de la misión, lo apartó con un gesto de su mano.
—Ya
no puedo seguir llamándome misionero. Ayer, cuando abandoné el país, perdí ese
derecho. —Intentó una sonrisa—. Honestamente, ahora no soy más que un civil.
—¿Qué
es lo que le hace pensar que le persiguen? —pregunté.
Su
sonrisa se desvaneció.
—No
estoy seguro de que lo hagan —dijo, aunque de manera poco convincente—. Quizá
tan sólo me esté volviendo paranoico, a causa de la edad. Aunque podría jurar
que en Nueva Delhi, y de nuevo en Heathrow, oí que alguien cantaba... una
determinada canción. Una vez fue en el lavabo de caballeros, al otro lado de
una pared; y la otra detrás de mí, en una cola. Y era una canción que reconocí.
Cantada en el «viejo lenguaje». —Se alzó de hombros—. Ni siquiera sé lo que
significa la letra.
—¿Por
qué alguien iba a cantar? Quiero decir, si estuviera siguiéndole.
—Ahí
está el detalle. No lo sé. —Agitó la cabeza—. Pero creo... que forma parte del
ritual.
—¿Qué
ritual?
—No
lo sé —dijo de nuevo.
Parecía
realmente afligido, y resolví terminar con aquel interrogatorio. Los
ventiladores aún no habían disipado el olor a tela y carne quemadas.
—Pero
usted había oído la canción antes —dije—. Ha dicho que la reconoció.
—Sí.
—Apartó la mirada hacia las nubes que se aproximaban. Estábamos pasando sobre
Maine. De pronto, la Tierra pareció un lugar muy pequeño—. Oí a algunas de las
mujeres chaucha que la cantaban —dijo finalmente—. Es una especie de canción
agrícola. Se supone que hace que las cosas crezcan.
Ante
nosotros flotaba la niebla azafranada que cubre Manhattan como una cúpula. La
luz de «No Smoking» parpadeó silenciosamente en la consola.
—Esperaba
no tener que cambiar mis planes —dijo entonces mi compañero—, pero el vuelo a
Miami no sale hasta dentro de una hora y media. Creo que voy a salir del
aeropuerto y dar una vuelta, a estirar un poco las piernas. Me pregunto cuánto
tiempo demorarán los trámites aduaneros.
Parecía
hablar más consigo mismo que conmigo. De nuevo lamenté mi impulsividad dándole
la dirección de Maude. Estuve a punto de mencionarle que sufría alguna
enfermedad contagiosa, o que tenía un marido celoso. Aunque, de todos modos, lo
más probable era que no la llamara nunca; ni siquiera se había molestado en
anotar su nombre... Y si nos hacía alguna visita... Bien, me dije a mí mismo,
quizá fuera más comunicativo cuando se diera cuenta de que se hallaba a salvo
entre amigos. Puede que incluso se revelara como una buena compañía; después de
todo, él y mi hermana tenían prácticamente la misma edad.
Mientras
el avión dejaba de agitarse y se sumergía en las capas cálidas del aire, los
pasajeros cerraron libros y revistas, prepararon sus pertenencias, efectuaron
las últimas y apresuradas incursiones al cuarto de baño para palmear un poco de
agua fría en sus rostros, y yo limpié mis gafas y me eché hacia atrás lo que
quedaba de mi pelo. Mi compañero seguía mirando por la ventanilla, la bolsa
verde de Air Malay en su regazo, sus manos dobladas como si rezara. Ya
empezábamos a ser extranjeros.
—Por
favor, pongan los respaldos de sus asientos en posición vertical —ordenó una
voz incorpórea.
Afuera,
al otro lado de la ventanilla, más allá de la cabeza ahora vuelta completamente
de espaldas a mí, el suelo ascendió a nuestro encuentro, dimos unos cuantos
botes sobre la pista y los chorros rugieron a la inversa. Las azafatas, ya en
pie, recorrían el pasillo sacando chaquetas y abrigos de los alojamientos sobre
nuestras cabezas. Pasajeros del tipo ejecutivo, sin hacer caso de las
instrucciones, estaban poniéndose también de pie y enfundándose los
impermeables. Afuera pude ver figuras uniformadas moviéndose arriba y abajo en
lo que prometía ser una cálida llovizna gris.
—Bien
—dije sin convicción—, hemos llegado.
Me
levanté. Él se volvió y me lanzó una enfermiza sonrisa.
—Adiós.
—Me tendió la mano—. Ha sido realmente un placer.
—E
intente descansar y disfrutar de Miami —le dije, buscando un hueco entre la
gente que me permitiera deslizarme al pasillo—. Eso es lo más importante...
Simplemente descansar.
—Lo
sé —asintió gravemente—. Lo sé. Dios le bendiga.
Encontré
mi hueco y me coloqué en la fila. Desde atrás le oí.
—No
olvidaré visitar a su hermana.
Mi
corazón se fue a pique. Sin embargo, mientras avanzaba hacia la puerta me volví
para gritarle un último adiós. La vieja dama estaba dos personas por delante de
mí, pero ni siquiera me dedicó una sonrisa.
Un
problema con los adioses es que a veces resultan superfluos. Unos cuarenta
minutos más tarde, habiendo pasado como un bocado a través de una serie de
tubos de plástico blanco, corredores, e hileras de aduaneros, me hallaba en una
de las tiendas de regalos del aeropuerto, dejando transcurrir la hora que
faltaba hasta que mi sobrina acudiera a recogerme. Allí vi de nuevo al
misionero.
Él
no me vio: estaba de pie ante uno de los expositores de libros —la sección de
los llamados «clásicos», llena de gente—, y estaba mirando hilera tras hilera
con aire preocupado, apenas deteniéndose a leer los títulos. Al igual que yo,
estaba obviamente matando el tiempo.
Por
alguna razón —llámese apuro, una cierta aversión a estropear lo que había sido
un afortunado adiós—, me contuve de llamarle. En vez de ello, retrocedí hacia
el siguiente pasillo y me refugié detrás de las novelas góticas, que pretendí
estudiar mientras que de hecho le estudiaba a él.
Momentos
más tarde, apartó de los libros la mirada y se acercó deambulando a un
expositor de discos envueltos en celofán, volviéndose a colocar distraídamente
la barba en su lugar por debajo de su patilla derecha. De pronto dio media
vuelta y examinó la tienda. Incliné la cabeza hacia la literatura gótica y gocé
de una visión normalmente reservada a los multifacetados ojos de un insecto:
mujeres, docenas de ellas, huyendo de un número igual de diminutas mansiones.
Finalmente,
con un encogimiento de sus amplios hombros, empezó a rebuscar entre los álbumes
del expositor, tirando secamente de cada uno de ellos en un impaciente staccato.
Pronto, examinado todo el surtido, pasó al siguiente expositor y empezó de
nuevo.
De
pronto lanzó un pequeño grito y le vi encogerse hacia atrás. Por un momento
permaneció inmóvil, mirando fijamente algo en el expositor; luego se volvió y
caminó rápidamente saliendo de la tienda, apartando con brusquedad a su paso a
una familia que iba a entrar.
—Debe
de habérsele hecho tarde para su vuelo —le dije a la sorprendida vendedora, y
me dirigí hacia los álbumes.
Uno
de ellos estaba boca arriba, encima de la pila... Un disco de jazz con la foto
de John Coltrane al saxofón en la portada. Confuso, me volví para observar a mi
ex compañero, pero se había desvanecido entre la multitud que se apresuraba al
otro lado de la puerta.
Aparentemente,
algo en el álbum le había alterado. Lo estudié con más atención. Coltrane
permanecía de pie, silueteado contra un atardecer tropical, sus rasgos
oscurecidos, la cabeza inclinada hacia atrás, el saxofón sonando
silenciosamente bajo el cielo carmesí. La pose era espectacular, pero muy
manida. No pude hallarle ningún significado especial: se parecía a cualquier
otro negro tocando el saxo, o un cuerno.
Nueva
York eclipsa a todas las demás ciudades en la
espontánea
cordialidad y generosidad de sus habitantes,
al
menos la de aquellos que me he encontrado.
LOVECRAFT
29/9/1922
¡Cuán
rápidamente cambiaste de opinión! Llegaste para descubrir una dorada ciudad
dunsaniana de arcos, cúpulas y fantásticas agujas... o eso nos dijiste. Sin
embargo, cuando huiste, dos años más tarde, sólo podías ver «hordas
extranjeras».
¿Qué
fue lo que destruyó tu sueño? ¿Fue ese imposible matrimonio? ¿Esos rostros
desconocidos en el metro? ¿O fue simplemente el robo de tu nuevo traje de
verano? Entonces creí, Howard, y aún sigo creyéndolo, que la pesadilla era
únicamente tuya. Aunque tú regresaste a Nueva Inglaterra como un hombre
emergiendo de nuevo a la luz del sol, había, te lo aseguro, una espléndida vida
que descubrir entre las sombras. Yo me quedé... y sobreviví.
Casi
desearía estar de vuelta allí ahora, en vez de hallarme en este pequeño y feo
bungalow, con el zumbante acondicionador de aire, los semipodridos muebles de
mimbre y la húmeda noche chorreando en las ventanas.
Casi
desearía estar de vuelta en las escalinatas del museo de historia natural
donde, aquella trascendental tarde de agosto, me detuve transpirando a la
sombra del caballo de Teddy Roosevelt, mientras observaba a las matronas
pasando rápidamente junto a Central Park con sus perros y niños a remolque, y
me abanicaba inútilmente con la tarjeta postal que acababa de recibir de Maude.
Estaba esperando a mi sobrina, que tenía que hacer unas gestiones en coche e iba
a dejarme a su hijo, con el que yo planeaba visitar el museo. Él deseaba ver el
modelo a escala real de la ballena azul y, justo allí arriba, en las escaleras,
los dinosaurios...
Recuerdo
que Ellen y su chico llevaban más de veinte minutos de retraso. Recuerdo
también, Howard, que estaba pensando en ti aquella tarde, y con cierto
regocijo. Tanto como detestaste Nueva York en los años veinte, te sentirías
horrorizado si vieras en qué se ha convertido hoy en día. Incluso desde la
escalinata del museo podía ver un montón enorme de desperdicios, y un parque
que podrías recorrer en toda su longitud sin oír hablar nuestra lengua ni una
sola vez. Las pieles negras superaban con mucho a las blancas, y podía oírse
música de mambo resonando al otro lado de la calle.
Recuerdo
todas esas cosas porque, como luego se hizo evidente, aquél fue un día
especial: el día en que vi, por segunda vez, al negro con su funesto cuerno.
Mi
sobrina llegó tarde, como de costumbre. Tenía preparada la habitual disculpa y
el habitual comentario:
—¿Cómo
puedes seguir viviendo aquí? —preguntó, dejando a Terry en la acera—. Me
refiero a toda esa gente.
Señaló
con la cabeza hacia un banco del parque, a cuyo alrededor se congregaban negros
y latinos como figuras en un retrato de grupo.
—¿Brooklyn
es acaso mucho mejor? —contraataqué, como manda la tradición.
—Por
supuesto En los Heights, al menos. No lo comprendo... ¿Por qué este odio
patológico a mudarte? Al menos podrías probar el East Side. Seguro que puedes
permitírtelo.
Terry
nos observaba impasible, apoyado contra el guardabarros. Pensé que estaba de mi
lado y contra su madre, pero era demasiado listo para demostrarlo.
—Ellen
—dije—, enfréntate a ello. Sencillamente, soy demasiado viejo para empezar a ir
de un lado para otro. Además, en el East Side únicamente leen best-sellers y
odian a cualquiera que pase de los sesenta. Estoy mejor donde crecí... Al menos
sé donde están los restaurantes baratos.
Lo
cual, en el fondo, era un terrible problema: obligado a elegir entre los
blancos a los que despreciaba y los negros a los que temía, a veces prefería el
temor.
Para
ablandar a Ellen leí en voz alta la tarjeta postal de su madre. Era del tipo
prefranqueado, de esas que no llevan foto. «Todavía sigo usando el bastón
—había escrito Maude, con su caligrafía tan impecable como cuando había ganado
su medalla en la escuela—. Livia ha vuelto a Vermont para pasar el verano, de
modo que las partidas de cartas se han suspendido, y me he metido de lleno a
leer a Pearl S. Buck. Tu amigo el reverendo Mortimer me visitó y charlamos
amigablemente. ¡Qué historias tan entretenidas! Gracias de nuevo por la
suscripción a McCall's; le enviaré a Ellen los ejemplares atrasados.
Espero veros a todos después de la estación de los huracanes.»
Terry
estaba ansioso por enfrentarse a los dinosaurios; de hecho ya empezaba a ser un
poco mayor para que yo pudiera dominarle. Estábamos ya a medio camino
escalinata arriba antes de que hubiera podido quedar con Ellen acerca de dónde
nos encontraríamos luego. Al no haber escuela, el museo estaba casi tan lleno
como durante los fines de semana, con el eco de las salas convirtiendo las
llamadas y las risas en gritos de animales. Nos dirigimos hacia la sala
principal de la planta baja. ESTÁ USTED AQUÍ, rezaba un enorme cartel verde, y
debajo alguien había garabateado «Peor para ti». Seguimos hacia la Sala
de los Reptiles, con Terry tirando impacientemente de mí.
—Vi
eso en la escuela —señaló hacia un diorama de secoyas—. Y eso también. —Señaló
el Gran Cañón.
Creo
que estaba a punto de entrar en séptimo grado, y hasta ahora había tenido pocas
ocasiones de hablar; parecía más joven que los demás niños.
Pasamos
los tucanes y los titís y la nueva ala de Ecología Urbana («cemento y
cucarachas», se burló Terry), y a su debido tiempo nos detuvimos ante el
brontosaurio, con algo de decepción:
—Olvidé
que era sólo el esqueleto —dijo.
Detrás,
un grupo de chicos negros avanzaron riendo hacia nosotros. Tiré apresuradamente
de mi sobrino-nieto y nos alejamos de los huesos hacia el lugar más concurrido,
dedicado, irónicamente, al Hombre en África.
—Esta
es la parte más aburrida —dijo Terry, sin emocionarse ante las máscaras y las
lanzas.
El
ritmo estaba empezando a fatigarme. Cruzamos a otra sala —el Hombre en Asia—, y
avanzamos rápidamente por delante de la imaginería china.
—Vi
eso en la escuela. —Señaló con la cabeza una gruesa figura en una urna de
cristal, envuelta en ropas ceremoniales.
Algo
con respecto a ella me resultaba familiar a mí también. Me detuve para
contemplarla. El atuendo externo, ligeramente ajado, estaba tejido de algún
material sedoso de color verde, y mostraba unos largos y retorcidos árboles a
un lado, una especie de estilizado río al otro. Por la parte frontal corrían
cinco figuras de color amarillo amarronado, con taparrabos y tocado,
presumiblemente huyendo hacia los deshilachados bordes de la ropa. Tras ellas,
de pie, había una figura más grande, toda de negro. En su boca había un
oscilante cuerno. La figura estaba burdamente bordada (de hecho, era poco más
que un monigote—, pero tenía un sorprendente parecido, tanto en pose como en
proporciones, con la de la portada del disco.
Terry
volvió a mi lado, curioso por ver lo que yo había encontrado.
—Atuendos
tribales —leyó, acercándose al cartel de plástico blanco en la parte de abajo
de la urna—. Península de Malaca, Federación de Malaysia, principios del siglo
XIX. —Guardó silencio.
—¿Es
todo lo que dice?
—Ajá.
Ni siquiera dicen a qué tribu corresponde. —Reflexionó un momento—. No es que
importe, realmente.
—Bueno,
a mí sí me importa —dije—. Me pregunto quién puede saberlo.
Obviamente
tenía que ir a consultar al servicio de información en el vestíbulo principal
junto a la entrada. Terry echó a correr hacia allá, mientras yo le seguía aún
más lentamente que antes; el pensamiento de un misterio evidentemente me
atraía, aunque fuera uno tan tenue y poco excitante como aquél.
Una
chica joven, de aspecto aburrido, escuchó el principio de mi pregunta y me
tendió un folleto de debajo del mostrador.
—No
podrá ver a nadie hasta septiembre —dijo, empezando ya a volverse hacia otro
lado—. Todos están de vacaciones.
Fruncí
los ojos hacia la menuda letra de la primera página: «Asia, nuestro mayor
continente, ha sido llamada con justicia la cuna de la civilización, pero puede
que sea también el lugar de nacimiento del propio hombre». Obviamente, el
folleto había sido escrito antes de las últimas campañas en contra del sexismo.
Comprobé la fecha en la página de créditos: «Invierno de 1958». Aquello no iba
a serme de ninguna ayuda. Sin embargo, en la página cuatro mis ojos se posaron
en la referencia que buscaba:
...el
modelo a su lado lleva un atuendo ceremonial de seda verde de
Negri
Sembilan, la más inhóspita de las provincias malayas. Observen
el
motivo central del nativo soplando el cuerno ceremonial, y la graciosa
curva
de su instrumento; se cree que la figura es una representación
del
«Heraldo de la Muerte», posiblemente advirtiendo a los habitantes
del
advenimiento de alguna calamidad. Regalo de un donante anónimo, el
atuendo
es probablemente de origen tcho-tcho, y data de principios del siglo XIX.
—¿Qué
te pasa, tío? ¿Te encuentras mal? —Terry me sujetó por el hombro y me miró con
aire preocupado; obviamente, mi comportamiento había confirmado sus peores
temores acerca de la gente vieja—. ¿Qué dice ahí?
Le
tendí el folleto y me dirigí con paso vacilante hacia un banco cerca de la
pared. Deseaba tiempo para pensar. El pueblo tcho-tcho, lo sabía muy bien,
figuraba en un cierto número de relatos de Lovecraft y sus discípulos —el
propio Howard los había llamado «los absolutamente abominables tcho-tcho»—,
pero no podía recordar mucho acerca de ellos excepto que se decía que adoraban
a una de sus imaginarias deidades. Por alguna razón, los asocié con Burma...
Pero,
fueran cuales fueran sus atributos, siempre había creído una cosa: los
tcho-tcho eran completamente ficticios.
Obviamente,
estaba equivocado. Eliminando la improbable posibilidad de que el folleto mismo
fuera un fraude, me veía obligado a llegar a la conclusión de que los malignos
seres de las historias estaban de hecho basados en una raza real que vivía en
el subcontinente del sudeste de Asia; una raza cuyo nombre el misionero había
traducido erróneamente como «los chauchas».
Era
un descubrimiento bastante turbador. Había esperado convertir algo de lo que
Mortimer me había relatado, fuera auténtico o no, en ficción.
Inconscientemente, me había proporcionado el material para tres o cuatro buenos
argumentos. Sin embargo, acababa de descubrir que mi amigo Howard me había
aventajado en ello, y que me hallaba en la incómoda posición de dar vida a las
historias de horror de otro hombre.
La
expresión epistolar ha reemplazado largamente en mí la conversación.
LOVECRAFT
23/12/1917
No
había esperado mi segundo encuentro con el hombre negro tocando el cuerno. Un
mes más tarde tuve una sorpresa aún mayor: vi de nuevo al misionero.
O
al menos su foto. Estaba en un recorte del Miami Herald que me envió mi
hermana, sobre el cual ella había escrito con bolígrafo: «Mira lo que dice el
periódico... ¡Qué horrible!»
No
reconocí el rostro. La foto era obviamente antigua, la reproducción mala, y el
hombre iba sin barba. Pero las palabras que había debajo me dijeron que era él.
SACERDOTE
DESAPARECIDO
EN
UNA TORMENTA
(Miér.)
El reverendo Ambrose B. Mortimer, de 56 años, un pastor laico
de
la Iglesia de Cristo, Knoxville, Tenn., ha sido dado por desaparecido
en
la estela del huracán del lunes. Un portavoz de la orden ha dicho que
Mortimer
se había retirado después de servir diecinueve años como misionero,
recientemente
en Malaysia. Despues de trasladarse a Miami en julio, había
estado
residiendo en el 311 de Pompano Canal Road.
Allí
terminaba la noticia, con una brusquedad que parecía demasiado apropiada al
tema. Ignoraba si Ambrose Mortimer vivía aún, pero estaba convencido de que
después de salir huyendo de una península, se había establecido en otra casi
tan peligrosa, con un dedo metido en el vacío. Y el vacío se lo había tragado.
De
modo que, pese a todo, dejé correr mis pensamientos. A menudo he sentido
depresiones de parecida naturaleza, abocándome a una fantástica filosofía que
he compartido con mi amigo Howard: una filosofía que uno de sus biógrafos menos
favorablemente dispuestos ha titulado «futilitarianismo».
Sin
embargo, por pesimista que fuera, no estaba dispuesto a dejar el asunto.
Mortimer podía haber desaparecido en la tormenta, podía incluso haber huido a
algún otro lugar por voluntad propia, pero si de hecho alguna lunática secta
religiosa había dado cuenta de él por haberse metido demasiado en sus asuntos,
había cosas que yo podía hacer al respecto. Escribí a la policía de Miami aquel
mismo día: «Caballeros, habiendo sabido de la reciente desaparición del
reverendo Ambrose Mortimer, creo que puedo proporcionar información que tal vez
sea de utilidad a los investigadores».
No
es necesario copiar aquí el resto de la carta. Baste decir que reproduje mi
conversación con el hombre desaparecido, haciendo hincapié en los temores que
él había expresado respecto a su vida: persecución y «asesinato ritual» a manos
de una tribu malaya llamada los tcho-tcho. La carta era, en resumen, una
elaborada forma de gritar «juego sucio». Se la envié a mi hermana, pidiéndole
que la hiciera llegar a su correcto destinatario.
La
respuesta del departamento de policía llegó con una inesperada rapidez. Como
todo ese tipo de correspondencia, era más lacónica que cortés: «Apreciado señor
—escribía un tal sargento de detectives A. Linahan—. En el asunto del reverendo
Mortimer teníamos conocimiento ya de las amenazas sobre su vida. Hasta la
fecha, una investigación preliminar en el Pompano Canal no ha producido ningún
hallazgo, pero las operaciones de dragado se espera que prosigan como parte de
nuestra investigación de rutina. Le damos las gracias por su interés...»
Debajo
de su firma, sin embargo, el sargento había añadido una corta postdata de su
puño y letra. Su tono era algo más personal (quizá las máquinas de escribir le
intimidaban): «Quizá le interese saber que recientemente hemos descubierto que
un hombre con un pasaporte de la Federación de Malaysia ocupó habitaciones en
el hotel North Miami durante la mayor parte del verano, pero se marchó dos
semanas antes de que su amigo desapareciera. No puedo decirle más, pero tenga
la seguridad de que estamos siguiendo varias pistas simultáneamente. Nuestros
investigadores están trabajando en el asunto, y esperamos poder llegar muy
pronto a una rápida conclusión».
La
carta de Linahan llegó el 21 de septiembre. Antes de que terminara la semana
recibía una de mi hermana, junto con otro recorte del Herald. Puesto que, al
igual que una antigua novela victoriana, este capítulo parece haber tomado una
forma más bien epistolar terminaré con extractos de esos dos datos.
La
historia del periódico llevaba por título BUSCADO PARA INTERROGATORIO. Como la
noticia de Mortimer, era poco más que una foto con un extenso pie.
(Juev.)
Un ciudadano malayo está siendo buscado para
ser
interrogado en relación con la desaparición de un
sacerdote
norteamericano, según la policía de Miami.
Los
informes indican que el ciudadano de Malaysia,
señor
D. A. Djaktu-tchow, había ocupado habitaciones
amuebladas
en el Barkleigh Hotella, en el 2401
de
la avenida Culebra, posiblemente con un compañero
no
identificado. Se cree que todavía se halla en la
gran
área de Miami, pero desde el 22 de agosto sus
movimientos
no pueden ser rastreados. Los oficiales del
Departamento
de Estado informan que el visado de
Djaktu-tchow
expiró el 31 de agosto; hay
pendiente
una orden de búsqueda.
El
sacerdote, el reverendo Ambrose B. Mortimer,
se
halla desaparecido desde el 6 de septiembre.
La
foto que había encima del artículo era a todas luces reciente, sin duda
reproducida del visado en cuestión. Reconocí el sonriente rostro en forma de
luna, aunque precisé un momento para situarlo como el hombre contra cuya comida
había tropezado yo en el avión. Sin el bigote, se parecía menos a Charlie Chan.
La
carta que acompañaba el recorte me proporcionaba algunos otros datos: «Llamé al
Herald —escribía mi hermana—, pero no pudieron decirme más de lo que
pone el artículo. Pese a lo cual necesité más de media hora para averiguarlo,
ya que la estúpida mujer de la centralita no dejaba de ponerme con la persona
equivocada. Creo que tienes razón: no basta con poner fotos a todo color en la
primera página para poderse llamar periódico.
»Esta
tarde he llamado al departamento de policía, pero tampoco se mostraron muy
colaboradores. Supongo que tú nunca debes esperar descubrir gran cosa por
teléfono, aunque yo sigo confiando en él. Finalmente he conseguido comunicarme
con un tal oficial Linahan, quien me ha informado de que él era precisamente
quien había respondido a tu carta. ¿Has recibido ya algo de él? El hombre es
muy evasivo. Intentaba ser amable, pero juraría que estaba impaciente por
colgar. Me ha dado el nombre completo del hombre al que están buscando —Djaktu
Abdul Djaktu-tchow,¿no es eso maravilloso?—, y me ha dicho que tienen algo más
sobre él que todavía no pueden revelar. Yo he discutido y suplicado (¡ya sabes
lo persuasiva que puedo llegar a ser!) y finalmente, después de afirmar que era
una buena amiga del reverendo Mortimer, he conseguido arrancarle algo que me ha
jurado que iba a negar haberme comunicado si yo se lo digo a alguien más que a
ti. Aparentemente, el pobre hombre estaba muy enfermo, incluso tuberculoso
—tengo intención de ir a hacerme una prueba de emplasto la próxima semana, sólo
para estar tranquila, y te recomiendo que tú hagas lo mismo— porque parece que
en el dormitorio del reverendo encontraron algo muy extraño: trozos de
tejido pulmonar. Tejido pulmonar humano».
Yo
también fui detective en mi juventud.
LOVECRAFT
17/2/1931
¿Existen
todavía los detectives aficionados? Quiero decir, ¿fuera de las novelas? Lo
dudo. ¿Quién, después de todo, tiene tiempo suficiente para tales juegos hoy en
día? Yo no, desgraciadamente. Aunque hace más de una década que estoy
nominalmente retirado, mis días están completamente llenos con las poco
románticas actividades que ocupan a todo el mundo a este lado de la literatura
popular: cartas, citas para almorzar, visitas a mi sobrina y a mi doctor;
libros (insuficientes) y televisión (demasiada) y quizá sesiones de cine de la
Edad de Oro (desde hace tiempo he dejado de ir a ver películas modernas, ya que
mi simpatía hacia sus héroes iba decreciendo cada vez más).
Pasé
la semana de Todos los Santos en Atlantic City, y la mayor parte de otra
intentando que un tremendamente educado editor joven se interesara por la
reimpresión de algunas de mis primeras obras.
Todo
esto. por supuesto. se creerá que es una especie de disculpa por haber dejado
de lado nuevas indagaciones sobre el caso del pobre Mortimer hasta mediados de
noviembre. La verdad es que el asunto casi se me fue de la mente; tan sólo en
las novelas la gente no tiene cosas mejores que hacer.
Fue
Maude quien volvió a despertar mi interés. Había estado revisando ávidamente
los periódicos en busca de posteriores informes sobre la desaparición del
hombre, creo que incluso telefoneó al sargento Linahan una segunda vez, sin
conseguir nada nuevo. Ahora me escribía un pequeño fragmento de información,
oído de tercera mano: una de sus compañeras de bridge había sabido, «de fuentes
de un amigo que estaba en las fuerzas de policía», que la búsqueda del señor
Djaktu había sido ampliada para incluir a su presunto compañero: «un chico
negro». O así me lo informó mi hermana. Aunque había muchas posibilidades de
que tal información fuera falsa, o que se refiriera a un caso completamente
distinto, parecía que ella la consideraba como algo realmente siniestro.
Quizá
fue por eso que la siguiente tarde me descubrió subiendo de nuevo penosamente
la escalinata del museo de historia natural... Tanto para satisfacer a Maude
como a mí mismo. Su alusión a un negro, después del curioso descubrimiento en
el dormitorio de Mortimer, me había hecho pensar en la figura con el atuendo
malayo, y me había sentido turbado toda la noche por la fantasía de un hombre negro
—un hombre muy parecido al mendigo que acababa de ver reclinado contra la
estatua de Roosevelt— tosiendo sus pulmones en una especie de retorcido cuerno.
Encontré
a poca gente por las calles aquella tarde, y hacía un frío poco razonable para
una ciudad que a menudo es templada hasta enero; yo llevaba una bufanda, y mi
abrigo de lana gris aleteaba tras mis talones. Dentro, sin embargo, el lugar,
como todos los edificios norteamericanos, estaba sobrecalentado. Yo también lo
estuve pronto cuando empecé a subir las desmoralizantemente largas escaleras
que conducían hasta el segundo piso.
Los
pasillos estaban silenciosos y vacíos, excepto por la abúlica figura de un
guardia sentado ante uno de los gabinetes y el silbido del vapor de los
radiadores cerca del cielo raso de mármol. Lentamente, casi gozando de la
sensación de privilegio que procede de tener a todo un museo sólo para ti,
rehice mi camino de la otra vez, pasando junto a los inmensos esqueletos de los
dinosaurios («esas grandes criaturas que hollaron la tierra cuando nosotros aún
no caminábamos») hasta la Sala del Hombre Primitivo, donde dos jóvenes
portorriqueños, que obviamente habían hecho novillos, permanecían de pie en el
ala africana mirando con aire de adoración a un guerrero masai con atuendo
completo de guerra. En la sección dedicada a Asia hice una pausa para recuperar
el aliento, buscando en vano la achaparrada figura en su atuendo ceremonial. La
urna de cristal estaba vacía. En su parte delantera había una nota impresa:
«Retirada temporalmente para restauración».
Aquella
era, sin la menor duda, la primera vez en cuarenta años que la figura había
sido retirada, y yo había elegido precisamente aquella ocasión para ir a
echarle una ojeada. Vaya suerte. Me dirigí a la escalera más próxima, al
extremo del ala. A mis espaldas resonó un estruendo metálico, seguido por la
irritada voz del guardia. Quizás aquella lanza masai había resultado ser una
tentación demasiado grande.
En
el vestíbulo principal me extendieron un pase para entrar en el ala norte,
donde se hallaban las oficinas del personal.
—Usted
pide por los talleres del sótano —dijo la mujer en el mostrador de información:
la aburrida alumna del verano se había convertido en una servicial vieja dama
que me prestó todo su interés—. Pregunte simplemente al guarda al fondo de las
escaleras, pasada la cafetería. Espero que encuentre lo que anda usted
buscando.
Mantuve
cuidadosamente visible el distintivo rosa que ella me había entregado para
mostrárselo a cualquiera que me lo pidiese, y bajé. Cuando embocaba la escalera
me encontré frente a una especie de visión: una rubia familia de aspecto
escandinavo subía los peldaños hacia mí, los cuatro rostros mirando arriba,
casi intercambiables, una pareja y dos niñas pequeñas con los labios fruncidos
y los tímidos ojos esperanzados de los turistas, mientras que inmediatamente
detrás de ellos, aparentemente sin que se dieran cuenta, avanzaba a saltos un
sonriente joven negro, prácticamente pisándole los talones al padre. En mi
actual estado mental, la escena me pareció particularmente inquietante —la
expresión del muchacho era evidentemente de burla—, y me pregunté si el guardia
que estaba de pie ante la cafetería se habría dado cuenta. Si así era, no dio
la menor prueba de ello. Me dirigió una mirada carente de curiosidad a mi paso
y señaló hacia la puerta antiincendios en el extremo del corredor.
Las
oficinas en el nivel inferior eran sorprendentemente tristes —las paredes no
eran de mármol, sino que estaban estucadas y pintadas de un verde descolorido—,
y todo el corredor daba una sensación de «enterrado», sin duda a causa de que
la única luz del exterior provenía de un tragaluz a la altura del suelo de la
calle en la parte superior. Me habían dicho que preguntara por uno de los
adjuntos de investigación, un tal señor Richmond; su oficina formaba parte de
una estancia mayor, separada por divisiones de tablero perforado. La puerta
estaba abierta, y él se levantó de su escritorio tan pronto como me vio entrar;
sospeché que, a la vista de mi edad y de mi abrigo de lana, me había tomado por
alguien importante.
Era
un joven rollizo, con barba color arena y apariencia de deportista un poco en
baja forma, pero su afabilidad se disolvió cuando mencioné mi interés por el
atuendo de seda verde.
—Supongo
que es usted el hombre que se quejó al respecto ahí arriba, ¿eh?
Le
aseguré que no me había quejado ante nadie.
—Bien,
entonces algún otro lo hizo —dijo, sin dejar de mirarme con resentimiento; en
la pared, detrás de él, una máscara de guerra india hizo lo mismo—. Algún
maldito turista quizá, de visita en la ciudad por un día y dispuesto a crear
problemas. Amenazó con llamar a la embajada de Malaysia. Si intentas discutir,
esa gente de ahí arriba no duda en acudir corriendo al Times.
Entendí
su alusión: el año anterior el museo había obtenido una considerable notoriedad
por haber llevado a cabo algunos experimentos realmente asombrosos —y a mi modo
de ver completamente inútiles— con gatos. Hasta entonces, la mayor parte del
público no sabía que el edificio contenía varios laboratorios de investigación.
—De
todos modos —prosiguió—, el atuendo que le interesa está aquí abajo en el
taller, y estamos procediendo a su restauración. Probablemente permanecerá aquí
durante los próximos seis meses antes de que hayamos acabado el trabajo.
Estamos tan faltos de personal actualmente que la cosa no resulta divertida.
—Miró su reloj—. Venga, se lo mostraré. Luego le acompañaré arriba de nuevo.
Le
seguí a lo largo de un estrecho corredor que se dividía a ambos lados. En un
momento determinado dijo:
—A
su derecha está el escandaloso laboratorio de zoología.
Mantuve
mis ojos clavados al frente.
Cuando
pasamos ante la siguiente puerta noté un olor familiar.
—Eso
me hace pensar en melaza —dije.
—No
anda usted muy desencaminado —dijo sin mirar hacia atrás—. Es melaza en su
mayor parte. Puro nutriente. Se utiliza para el cultivo de microorganismos.
Me
apresuré para mantenerme a su altura.
—¿Y
para otras cosas?
Se
alzó de hombros.
—No
lo sé, señor. No pertenece a mi área.
Llegamos
a una puerta cerrada por una verja de malla negra.
—Este
es uno de los talleres —dijo, metiendo una llave en la cerradura y la puerta se
abrió a una larga habitación oscura que olía a virutas de madera y a cola—.
Siéntese aquí —dijo, conduciéndome a una pequeña antesala y encendiendo la
luz—. Estaré de vuelta en un segundo.
Miré
el objeto más próximo a mí, una gran arca de ébano profusamente tallada. Sus
bisagras habían sido retiradas. Richmond regresó con el atuendo doblado en su
brazo.
—¿Lo
ve? —dijo, agitándolo ante mí—. Realmente no está en tan malas
condiciones,¿verdad?
Me
di cuenta de que seguía pensando que yo era el hombre que se había quejado.
En
el campo de ondeante verde huían las pequeñas figuras amarronadas, perseguidas
todavía por algún destino ignoto. En el centro estaba de pie el hombre negro,
el cuerno negro en sus labios, hombre y cuerno una sola línea de ininterrumpido
negro.
—¿Son
los tcho-tcho un pueblo supersticioso? —pregunté.
—Lo
eran —dijo significativamente—. Supersticiosos y no muy agradables.
Actualmente están extintos, como los dinosaurios. Supuestamente barridos por
los japoneses o algo así.
—Es
extraño... —dije—. Un amigo mío afirma haber trabado conocimiento con ellos a
principios de este año.
Richmond
estaba alisando la ropa; las ramas de los retorcidos árboles flagelaron
futilmente las sombras marrones.
—Supongo
que es posible —dijo, tras una pausa—. Pero no he leído nada sobre ellos desde
que me gradué en la universidad. No se hallan relacionados ya en los libros de
texto. Lo he consultado y no hay nada sobre ellos. Este atuendo tiene más de un
centenar de años.
Señalé
a la figura en el centro.
—¿Qué
puede decirme usted acerca de ese individuo?
—El
Heraldo de la Muerte —dijo, como si fuera un examen—. Al menos eso es lo que
dice la literatura. Se supone que está avisando de alguna inminente calamidad.
Asentí
sin alzar la vista; se limitaba a repetir lo que yo había leído en el folleto.
—Pero
¿no es extraño que esas otras figuras evidencien tal pánico? ¿Lo ve? Ni
siquiera están esperando para escuchar.
—¿Lo
haría usted? —se burló, impaciente.
—Pero,
si el hombre de negro sólo es un mensajero de algún tipo, ¿por qué es mucho más
grande que los demás?
Richmond
empezó a doblar el atuendo.
—Mire,
señor, no pretendo ser un experto en todas las tribus de Asia. Pero si un
personaje es importante, generalmente lo representan más grande. Al menos, eso
es lo que hicieron los mayas. Pero mire, será mejor que lo dejemos. Tengo que
asistir a una reunión.
Mientras
él estaba fuera, de nuevo permanecí sentado allí, pensando en lo que acababa de
ver. Las pequeñas figuras marrones, por burdamente bordadas que estuvieran,
expresaban un terror que ningún simple mensajero podía inspirar. Y aquella gran
figura negra de pie, triunfante en el centro, con el retorcido cuerno en su
boca..., no era en absoluto un mensajero. Estaba seguro de ello. Aquello no era
el Heraldo de la Muerte. Aquello era la propia Muerte.
Regresé
a mi apartamento justo a tiempo para oír sonar el teléfono, pero cuando llegué
junto a él dejó de sonar. Tomé asiento en la sala de estar, con una taza de
café y un libro que había permanecido sin tocar en una estantería durante los
últimos treinta años: Los caminos de la jungla, de aquel viejo farsante
llamado William Seabrook. Le había conocido allá por los años veinte y lo
consideré bastante creíble, aunque poco de fiar. Su libro describía docenas de
personajes tremendamente curiosos, incluido «un jefe caníbal que había sido
encarcelado y se había hecho famoso por haberse comido a su joven esposa, una
hermosa e indolente muchacha llamada Blito, junto con una docena de sus
amigas», pero no descubrí ninguna referencia a alguien tocando un cuerno.
Acababa
de terminar mi café cuando el teléfono sonó de nuevo. Era mi hermana.
—Sólo
te llamo para hacerte saber que hay otro hombre desaparecido —dijo sin aliento;
no pude averiguar si estaba asustada o simplemente excitada—. Un ayudante de
camarero del «San Marino». ¿Recuerdas? Te llevé allí.
El
«San Marino» era un pequeño restaurante no muy caro en Indian Creek, a varias
manzanas de la casa de mi hermana. Ella y sus amigas comían allí varias veces a
la semana.
—Ocurrió
la pasada noche —prosiguió—. Acabo de saberlo durante nuestra partida de
cartas. Dicen que salió con un cubo de cabezas de pescado para echarlas al
canal, y nunca regresó.
—Eso
es muy interesante, pero... —Pensé por un momento que no era normal que ella me
llamara por una cosa así—. Pero Maude, ¿no pudo simplemente haberse ido? Me
refiero a qué te hace pensar que pueda haber alguna conexión...
—¡Porque
yo también llevé allí a Ambrose! —exclamó—. Tres o cuatro veces. Allí es donde
acostumbrábamos a encontrarnos.
Aparentemente,
Maude había trabado mucho más conocimiento con el reverendo Mortimer que lo que
sus cartas habían dejado entrever. Pero no me sentía interesado en seguir aquel
camino precisamente ahora.
—Ese
ayudante de camarero —pregunté—, ¿era alguien a quien tú conocías?
—Por
supuesto Conozco a todo el mundo allí. Su nombre era Carlos. Un muchacho
tranquilo, muy amable. Estoy segura de que me atendió docenas de veces.
En
varias ocasiones había oído a mi hermana tan excitada. y no parecía haber forma
de calmar sus temores. Antes de colgar me hizo prometer que adelantaría la
visita que yo esperaba hacerle por Navidad. Le aseguré que intentaría
trasladarla al Día de Acción de Gracias, por aquel entonces a sólo una semana
de distancia, si podía encontrar plaza en algún vuelo.
—Inténtalo
—dijo.
Y,
como si fuera un relato de una de esas antiguas revistas, hubiera podido
añadir: «Si alguien puede llegar al fondo del asunto, ése eres tú». De todos
modos, tanto Maude como yo éramos conscientes de que yo acababa de cumplir mi
setenta y siete aniversario y que, de nosotros dos, yo era con mucho el más
tímido; así que lo que realmente dijo fue:
—Verte
me ayudará a sacarme de la mente todas esas ideas.
No
podría vivir ni una semana sin una biblioteca particular.
LOVECRAFT
25/2/1929
Eso
era lo que yo pensaba también, hasta hace poco. Después de toda una vida
coleccionando había adquirido miles y miles de volúmenes, sin marcharme nunca
de cualquier sitio sin uno. Era esta enorme biblioteca particular, de hecho, lo
que me había mantenido anclado al mismo apartamento del West Side durante casi
medio siglo.
Sin
embargo, aquí estoy sentado ahora, sin ninguna compañía excepto unos pocos
manuales de jardinería y una estantería de anticuados best-sellers... Nada
sobre lo que soñar, nada que desee mantener entre mis manos. Pese a lo cual, he
sobrevivido aquí una semana, un mes, casi toda una estación. La verdad es,
Howard, que te sorprenderías de las cosas sin las cuales puedes vivir. En cuanto
a los libros que dejé en Manhattan, simplemente espero que alguien cuide de
ellos mientras estoy fuera.
Pero
no estaba en modo alguno tan resignado aquel noviembre cuando, después de
reservar con éxito una plaza en el primer vuelo disponible, me vi con algo
menos de una semana por delante en Nueva York. Todo el tiempo que me quedaba lo
pasé en la biblioteca... pública que hay en la Calle 42, con los leones en la
parte delantera y sin ningún libro mío en sus estanterías. Sus dos salas de
lectura son frecuentadas por hombres de mi misma edad o más viejos, hombres
retirados con días para llenar, pobres hombres que se limitan a sentarse allí
para calentarse los huesos; algunos hojean periódicos, otros dormitan en sus
asientos. Ninguno de ellos, estoy seguro, compartía mi sensación de urgencia:
había cosas que yo deseaba descubrir antes de irme, cosas para las cuales Miami
no me servía.
No
era un extraño en aquel edificio. Hacía mucho tiempo, durante una de las
visitas de Howard, había emprendido algunas investigaciones genealógicas allí
con la esperanza de descubrir antepasados más importantes que los míos, y en mi
juventud había intentado ocasionalmente ganarme la vida, como los habitantes de
la New Grub Street de Gissing, escribiendo artículos recopilados del
trabajo de los demás. Pero actualmente me faltaba práctica: ¿cómo puede,
después de todo, hallar uno referencias de un oscuro mito tribal del sudeste de
Asia sin leer todo lo publicado sobre aquella parte del mundo?
Inicialmente,
eso es exactamente lo que intenté: escudriñé todos los libros que pude
encontrar con «Malaya», «Malaca» o «Malaysia» en su título. Leí acerca de
dioses arcoiris y altares fálicos y algo llamado «el tatai», una especie
de compañero indeseado; pasé a través de los ritos nupciales y La Muerte de las
Espinas y una cierta cueva habitada por millones de babosas. Pero no hallé
ninguna mención de los tcho-tcho, y nada acerca de sus dioses.
Esto
era sorprendente en sí mismo. Estamos viviendo unos días en los que ya no hay
secretos, en los que mi sobrino-nieto de doce años de edad puede comprar su
propio grimorio, y libros con títulos tales como La enciclopedia de los
conocimientos antiguos y prohibidos pueden encontrarse en librerías de
rebajas. Aunque mis amigos de los años veinte odiarían tener que admitirlo, la
idea de tropezarse con algún viejo y enmohecido «libro negro» en el desván de
una casa abandonada —algún diccionario de encantamientos y conjuros y saber
oculto— es simplemente una curiosa fantasía. Si el Necronomicón
existiera realmente, sería un libro de bolsillo de la editorial Bantam con un
prólogo de Lin Carter.
Resulta
lógico pues que, cuando finalmente llegué a encontrar una referencia de lo que
estaba buscando, lo hiciera en la menos romántica de las formas, dentro del
guión mecanografiado de un film. Aunque quizás estuviera más cerca de la verdad
decir la «transcripción» del guión de un film, puesto que se trataba de una
película rodada en 1937 y que presumiblemente ahora se hallaba acumulando polvo
en algún olvidado sótano.
Lo
descubrí en el interior de uno de esos legajos de cartón marrón, atados con
cintas, que los bibliotecarios utilizan para proteger los libros cuya
encuadernación se ha deshecho. El libro en sí, Recuerdos malayos, de un
tal reverendo Morton, demostró ser una decepción pese al sugestivo nombre de su
autor. El guión estaba junto a él, aparentemente colocado allí por error.
Aunque no parecía muy prometedor —sólo noventa y seis páginas, muy mal
mecanografiadas, y sujeto por una única grapa—, su lectura se reveló valiosa.
No había ningún título, ni creo que hubiera habido jamás uno; la primera página
identificaba simplemente el film como «Documental: Malaca hoy». Y especificaba
que había sido financiado en parte por una subvención del gobierno de los
Estados Unidos. El director o directores del film no aparecían mencionados.
Pronto
vi por qué el gobierno se había mostrado dispuesto a proporcionar algún apoyo a
la aventura, puesto que había un gran número de escenas en las cuales los
propietarios de plantaciones de caucho expresaban el tipo de opiniones que los
norteamericanos podían desear oír. A una pregunta del inidentificado
entrevistador, «¿Qué otros signos de prosperidad ve usted a su alrededor?», un
plantador llamado Pierce había respondido servicialmente: «Bueno, observe el
actual nivel de vida... Mejores escuelas para los nativos y un nuevo camión
para mí. Es de Detroit, ¿sabe? Es probable que incluso lleve mi propio caucho
en sus neumáticos».
ENTREVISTADOR:
¿Y qué piensa acerca de los japoneses?
¿Son
actualmente uno de los mejores mercados?
PIERCE:
Oh, mire, compran nuestra cosecha, de acuerdo, pero no
confiamos
realmente en ellos,,comprende? (Sonrisas.) No nos
gustan
ni la mitad de lo que nos gustan los yanquis.
Sin
embargo, la parte final del guión era considerablemente mucho más interesante.
Registraba un cierto número de breves escenas que no llegaron a aparecer nunca
en el film terminado. Cito una de ellas en su integridad:
CUARTO
DE JUEGOS EN
LA
ESCUELA PARROOUIAL
ÚLTIMA
HORA DE LA TARDE (suprimida)
ENTREVISTADOR:
Este joven malayo ha trazado un boceto de un
demonio
que él llama Shoo Goron. (Al muchacho.) ¿Puedes
decirme
algo acerca del instrumento que está tocando? Se
parece
al shofar judío, o cuerno de carnero. (De nuevo al muchacho.)
Todo
va bien; no tienes por qué asustarte.
MUCHACHO:
Él no sopla. Aspira.
ENTREVISTADOR:
Entiendo... Inspira el aire a través del cuerno, ¿no es así?
MUCHACHO:
No el cuerno. No es un cuerno. (Solloza.) Es él.
Miami
no me produjo una gran impresión...
LOVECRAFI
19/7/1931
Mientras
aguardaba en la sala de espera del aeropuerto con Ellen y su chico, mis maletas
ya facturadas y mi número de asiento confirmado, me sentí constreñido por el
tipo de ansiedad que me atormentaba en mi juventud: era la sensación de que el
tiempo se terminaba; y lo que causaba aquella sensación era, creo, la hora que
faltaba aún para que mi vuelo despegara. Era demasiado tiempo para pasarlo
sentado charlando de cosas intrascendentes con Terry, cuya mente estaba
evidentemente en otras cosas; sin embargo, era poco tiempo para realizar la
tarea que, de repente, me había dado cuenta de que no había hecho.
Pero
quizá mi sobrino pudiera ayudarme.
—Terry
—dije—, ¿te importaría hacerme un favor? —Alzó la vista ansiosamente; supongo
que los chicos a su edad adoran ser útiles—. ¿Recuerdas ese edificio por el que
pasamos cuando veníamos aquí? ¿El edificio de Llegadas Internacionales?
—Claro.
Aquí al lado.
—Sí,
pero bastante más lejos de lo que parece. ¿Te crees capaz de ir hasta allá y
volver en la hora que falta, y averiguar una cosa para mí?
—Claro.
—Ya estaba levantado de su asiento.
—Se
me acaba de ocurrir que hay una oficina de reservas de la Air Malay en ese
edificio, y me pregunto si podrías averiguar allá...
Mi
sobrina me interrumpió.
—Oh,
no lo hará —dijo firmemente—. En primer lugar, no quiero que vaya corriendo por
ahí fuera y que algún estúpido conductor... —Ignoró las protestas de su hijo—.
Y segundo, no quiero verle mezclado con ese juego en que te has metido con
mamá.
El
resultado de todo aquello fue que la gestión la hizo la propia Ellen,
dejándonos a Terry y a mí hablando de intrascendencias. Se llevó consigo un
trozo de papel en el que yo había escrito «Shoo Goron», un nombre al que se
quedó mirando con ácido escepticismo. No estaba seguro de que regresara antes
de mi partida (Terry, podía apreciarlo, iba poniéndose nervioso por momentos),
pero estuvo de vuelta antes de la segunda llamada para embarcar.
—Ella
me dijo que lo habías escrito mal —anunció Ellen.
—¿Quién
es ella?
—Una
de las que atienden el mostrador de vuelos. Una chica joven, de unos
veintipocos años. Ninguna de las otras eran malayas. Al principio no reconoció
el nombre, sólo cuando lo hubo leído en voz alta unas cuantas veces.
Aparentemente es una especie de pez. ¿No es así? Como una rémora, sólo que más
grande. Al menos eso es lo que ella dijo. Su madre acostumbraba a asustarla con
él cuando era desobediente.
Como
es lógico, Ellen o más probablemente la otra mujer, había comprendido mal.
—¿Una
especie de coco? —murmuré—. Bueno, supongo que es posible. Pero ¿dices que es
un pez?
Ellen
asintió.
—No
creo que supiera mucho sobre él. De hecho, actuaba como si estuviera un poco
turbada; como si yo le hubiera preguntado algo inconveniente. —Al otro lado de
la sala, un altavoz lanzó la última llamada para los pasajeros. Ellen me ayudó
a ponerme en pie, hablando todavía—: Dijo que ella sólo era una malaya, de
algún lugar de la costa... ¿Malaca? No recuerdo... Y que era una lástima que yo
no hubiera acudido hace unos tres o cuatro meses, porque la chica que la había
reemplazado durante el verano era en parte chocha... ¿O chocho? Algo así...
La
cola iba haciéndose cada vez más pequeña. Les deseé a los dos un buen Día de
Acción de Gracias y me apresuré hacia el avión.
Debajo
de mí, las nubes habían formado un paisaje de rodantes colinas. Podía ver cada
cerro, cada desvaído arbusto, y, en los lugares oscuros, los ojos de animales.
Algunos
de los valles estaban hendidos por irregulares líneas negras que parecían como
los ríos en un mapa. El agua, al menos, era real: allá, el banco de nubes se
había rasgado y hendido, revelando el oscuro mar debajo.
Durante
todo el viaje fui consciente de la oportunidad perdida, agobiado por la
sensación de que mi destino me ofrecía una especie de posibilidad final. Con
Howard desaparecido, había seguido viviendo mi vida durante esos cuarenta años
a su sombra; evidentemente, sus relatos habían ensombrecido los míos. Y ahora
me descubría atrapado dentro de uno de ellos. Allí, a kilómetros por encima del
suelo, sentía cómo los grandes dioses guerreaban; abajo, la guerra casi estaba
perdida.
Los
pasajeros a mi alrededor semejaban participantes en un baile de máscaras: el
untuoso y pequeño directivo que olía a algo extraño; el niño que miraba y que
no quería apartar la vista; el hombre dormido a mi lado, la boca semiabierta,
que se había echado a reír y me había tendido una página arrancada de la
revista que le habían dado en el avión. PÁGINA DE PASATIEMPOS, con un ojo
mirándome sorprendido desde el centro de un enjambre de puntos: «Conecte los
puntos y vea a lo que menos gracias dará en este Día de Acción de
Gracias». Debajo, medio enterrado entre un crucigrama y unos anuncios de clubs
privados, un poco de color local me puso de talante receptivo.
PECES
VIAJEROS
(Cortesía
del Miami Herald.) Señora, si su marido llega a
casa
jurándole que acaba de ver una bandada de peces cruzar su patio,
no
le huela el aliento para averiguar si ha bebido. ¡Puede que esté
diciendo
la verdad! Según los zoólogos de la universidad
de
Miami, los barbos van a emigrar en un número récord este
otoño,
y los residentes del sur de Florida probablemente verán
centenares
de esos bigotudos animales arrastrarse por la tierra, a
kilómetros
de distancia del agua. Aunque normalmente no son
más
grandes que su gatito, algunos de ellos pueden sobrevivir sin....
El
artículo terminaba allá donde mi compañero lo había arrancado de la revista. Se
removió en su sueño, murmurando algo silenciosamente. Me volví y apoyé mi
cabeza contra la ventanilla, donde el extremo de Florida empezaba a surgir ante
mí, atravesado por docenas de canales que parecían venas. El avión se
estremeció y se inclinó hacia allá.
Maude
ya estaba en la puerta, un mozo de cuerda negro a su lado con una carretilla
vacía. Mientras aguardábamos a que descargaran mi equipaje, me contó la secuela
del incidente del «San Marino»: habían hallado el cuerpo del muchacho, ahogado
en un playa distante, con los pulmones en la boca y en la garganta.
—Como
vuelto del revés ¿Puedes imaginarlo? Durante toda la mañana no han estado
diciendo otra cosa en la radio. Con declaraciones de un desagradable doctor
acerca de la tos de los fumadores y de la forma en que se ahoga la gente. No he
podido seguir escuchando.
El
mozo de cuerda cargó mis maletas en la carretilla y le seguimos hasta la parada
de taxis, con Maude utilizando su bastón para gesticular. Si no hubiese
descubierto lo envejecida que estaba, habría pensado que la excitación le
sentaba bien.
Hicimos
que el conductor diera un rodeo hacia el oeste por el Pompano Canal Road, donde
hicimos un alto en el número 311, una de las nueve deterioradas casitas
pintadas de color verde que formaban una especie de patio en torno a una
pequeña y muy sucia piscina poco profunda. En una jardinera redonda de cemento
junto a la piscina crecía muy inclinada una solitaria y medio muerta palmera,
como en una especie de falso oasis. Así pues, aquél había sido el último hogar
de Ambrose Mortimer. Mi hermana estaba muy silenciosa, y la creí cuando dijo
que nunca antes había estado allí. Al otro lado de la calle brillaban las
oleosas aguas del canal.
El
taxi giró hacia el este. Pasamos interminables hileras de hoteles, moteles,
edificios de apartamentos, centro comerciales tan grandes como Central Park,
tiendas de souvenirs con carteles más grandes que las propias tiendas, cestos
de conchas marinas y serpenteantes coches de juguete que se deslizaban entre
las piernas de los transeúntes. Hombres y mujeres de nuestra edad y más jóvenes
permanecían sentados en hamacas de lona en sus patios, parpadeándole al
tráfico. Los sexos se habían fusionado: algunas de las mujeres más viejas eran
casi tan calvas como yo, y los hombres llevaban ropas del color del coral, la
lima y el melocotón. Caminaban muy lentamente mientras cruzaban la calle y
avanzaban por la acera; los coches se movían casi tan lentamente como ellos, y
pasaron cuarenta minutos antes de que llegáramos a casa de Maude, con las
persianas color naranja pastel, y el farmacéutico retirado y su esposa viviendo
arriba. También allí, una especie de languidez se había aposentado sobre el
bloque, una languidez de la que era consciente, tan sólo con una pizca de
pesar, que pronto iba a invadirme a mí. La vida transcurría cada vez más
despacio hasta detenerse, y una vez el taxi se hubo marchado, lo único que se
movía eran los geranios en la maceta de la ventana de Maude, estremeciéndose
ligeramente en una brisa que yo ni siquiera podía sentir. Un árido descanso.
Las mañanas en la sala con aire acondicionado de mi hermana. Las comidas con
las amigas de mi hermana en restaurantes con aire acondicionado. Involuntarias
cabezadas por la tarde, de las que me despertaba con dolor de cabeza. Charlas
al atardecer, contemplando el ocaso, las luciérnagas, las pantallas de
televisión brillando detrás de las cortinas de los vecinos. Por la noche, unas
cuantas estrellas brillando débilmente entre las nubes; por el día, pequeñas
lagartijas deslizándose por el caliente suelo o tomando tranquilamente el sol
sobre las baldosas. El olor de viejas pinturas en el cuarto trastero de mi
hermana, y el insistente zumbido de los mosquitos en su jardín. Su reloj de
sol, un regalo de Ellen, con el mensaje de Terry pintado en el borde. Comida en
el «San Marino» y una breve e indiferente mirada al embarcadero de la parte de
atrás, ahora convertido en una especie de atracción turística. Una tarde en la
biblioteca local de Hialeah, buscando por entre sus estanterías de libros de
viajes, con un viejo dormitando en la mesa al otro lado, un niño copiando
trabajosamente su redacción escolar de una enciclopedia. La comida de Acción de
Gracias, con su llamada telefónica de media hora a Ellen y al chico y la
perspectiva de pavo para todo el resto de la semana. Más amigos que visitar, y
otro día en la biblioteca.
Más
tarde, impulsado por el aburrimiento y el fantasma de un impulso, telefoneé al
Barkleigh Hotella, en Miami Norte, y reservé allí una habitación por dos
noches. No recuerdo exactamente qué días fueron porque ese tipo de cosas ya no
tienen gran significado, pero sé que era a mediados de la semana. «Estamos en
plena estación», me informó la propietaria, y el hotel estaba completo todos
los fines de semana hasta pasado Año Nuevo.
Mi
hermana se negó a acompañarme a la avenida Culebra: no hallaba ningún atractivo
en visitar el lugar que una vez había ocupado un malayo fugitivo, ni compartía
mi fantasía propia de novela barata de que, viviendo realmente allí, podía
llegar a descubrir algún indicio que hubiera pasado desapercibido a la policía.
(«Gracias al celebrado autor de Más allá de la tumpa...») Fui solo, en
taxi, llevando conmigo media docena de volúmenes de la biblioteca local. Aparte
de leer, no tenía otros planes.
El
Barkleigh era un edificio de adobe rosa de dos pisos, coronado por un antiguo
rótulo de neón sobre el cual el polvo se veía espeso a la luz de la primera
hora de la tarde. Establecimientos similares se alineaban a ambos lados del
bloque, cada uno más deprimente que el anterior. No había ascensor y, para mi
decepción, ninguna habitación disponible en el primer piso; la escalera tenía
todas las apariencias de constituir un gran esfuerzo.
En
la oficina de la planta baja pregunté, tan casualmente como me fue posible, qué
habitación había ocupado el conocido señor Djaktu. De hecho, confiaba en que me
alojaran en ella o en alguna otra cercana. Pero de nuevo me vi decepcionado. El
atento cubano que estaba detrás del mostrador había sido contratado hacía tan
sólo seis semanas y afirmaba no saber nada del asunto; en un entrecortado
inglés me explicó que la propietaria, una tal señora Zimmerman, acababa de
marcharse a Nueva Jersey para visitar a unos parientes, y que no regresaría
hasta Navidad. Obviamente, podía despedirme de la posibilidad de algún
chismorreo.
Por
aquel entonces ya estaba medio tentado a anular mi estancia, y confieso que lo
que me mantuvo alli no fue tanto un sentido del amor propio como el deseo de
estar dos días separado de Maude, la cual, después de haber vivido sola durante
casi una década, era una persona con la que resultaba difícil convivir.
Seguí
al cubano escaleras arriba, observando cómo mi maleta golpeaba rítmicamente
contra sus piernas, y fui conducido por el pasillo hasta una habitación que
daba a la parte de atrás. El lugar olía débilmente a aire salado y a
brillantina, y la hundida cama había servido a muchas desesperadas vacaciones.
Una pequeña terraza de cemento se asomaba al patio y a un terreno baldío tras
él, este último lleno de hierbajos y el césped del patio sin cortar desde hacía
tanto tiempo que resultaba difícil decir dónde terminaba el uno y dónde
empezaba el otro. Un grupo de palmeras se alzaba en algún lugar en medio de
aquella tierra de nadie, increíblemente altas y delgadas, con sólo unas pocas
enhiestas hojas rematándolas. En el suelo, debajo de ellas, yacían algunos
cocos podridos.
Esta
fue mi visión la primera noche cuando regresé de cenar en un restaurante
cercano. Me sentía anormalmente cansado y pronto me dormí. Puesto que la noche
era fría, el aire acondicionado no se hacía necesario. Mientras permanecía
tendido en la enorme cama podía oír a la gente moviéndose en la habitación de
al lado, el silbido de un autobús avanzando avenida abajo, y el susurro de las
hojas de las palmeras con el viento.
Pasé
parte de la mañana siguiente escribiendo una carta a la señora Zimmerman, para
que le fuera entregada a su regreso. Después de la larga caminata a la
cafetería para comer, dormí la siesta. Después de cenar hice lo mismo. Con la
televisión encendida para tener compañía, una imprecisa imagen parlanchina al
otro lado de la habitación, me dediqué al montón de libro que había en mi
mesita de noche, procedentes del fondo de la estantería de viajes; la mayoría
no habían sido leídos por nadie desde los años treinta. No encontré nada de
interés en ninguno de ellos, al menos tras la primera inspección. Pero antes de
apagar la luz observé que uno de ellos, las memorias de un tal coronel E. G.
Paterson, iba provisto de un índice de nombres. Aunque busqué en vano al
demonio Shoo Goron, encontré una referencia a él bajo una variante ortográfica.
El
autor, muerto sin duda hacía mucho tiempo, había pasado la mayor parte de su
vida en Oriente. Su interés por el sudeste de Asia no era profundo y, en
consecuencia, el pasaje en cuestión era breve:
...Pese
a la riqueza y variedad de su folklore, no tienen nada parecido
al
shugoran malayo, una especie de coco utilizado para asustar a
los
niños desobedientes. El viajero oye muchas descripciones
conflictivas
al respecto, algunas bordeando lo obsceno. (Oran, por
supuesto,
es «hombre» en malayo, mientras que shug, que aquí puede
interpretarse
como «olfateador» o «rastreador», significa literalmente
«trompa
de elefante».) Recuerdo muy bien la piel que colgaba sobre
el
bar en el Club de Comerciante de Singapur, y que, según la tradición,
representaba
al retoño de esta fabulosa criatura: sus alas eran negras,
como
la piel de un hotentote. Poco después de la guerra, un cirujano
militar
estuvo de paso allí en su viaje a Gibraltar y, tras un atento examen,
declaró
que era la piel seca de un gran barbo. Nunca se le volvió a preguntar.
Mantuve
la luz encendida hasta que empecé a quedarme dormido, escuchando cómo el viento
agitaba las hojas de las palmeras y silbaba arriba y abajo por las hileras de
terrazas. Cuando apagué la luz casi esperaba ver una forma oscura en la
ventana, pero no vi más que la noche, como dice el poeta.
A
la mañana siguiente hice mi maleta y me fui, consciente de que mi estancia en
el hotel había resultado infructuosa. Regresé a casa de mi hermana para
encontrarla en agitada conversación con el farmacéutico de arriba. Se hallaba
en un terrible estado de nervios, y me dijo que durante toda la mañana había
estado intentando localizarme. Se había despertado para descubrir que la maceta
de flores de la ventana de su dormitorio estaba volcada y los arbustos que hay
junto a ella pisoteados. Bajando por el lado de la casa corrían dos enormes
marcas como de cuchillo, separadas por unos dos metros. Empezaban en el techo y
continuaban en línea recta hasta el suelo.
Por
todos los demonios, como vuelan los años. Firmemente
asentado
en la edad madura... cuando tan sólo ayer era joven y
estaba
ansioso y maravillado por el misterio de un
mundo
aún por descubrir.
LOVECRAFT
20/8/1926
Hay
muy poco más de lo cual informar. Aquí el relato degenera a una heterogénea
colección de datos que pueden o no estar relacionados: piezas de un
rompecabezas para todos aquellos que disfrutan resolviendo rompecabezas, un
enjambre de puntos al azar y, en el centro, un enorme ojo abierto.
Por
supuesto, aquel mismo día mi hermana abandonó la casa en Indian Creek y tomó
una habitación en un hotel del centro de Miami. Posteriormente se fue tierra
adentro para vivir con una amiga en un bungalow de estuco verde, a varios
kilómetros de los Everglades, el tercero de una hilera de nueve, justo al lado
de la carretera principal. Estoy sentado en su salón mientras escribo esto.
Después de que su amiga muriera, mi hermana vivió aquí sola haciendo el viaje
de varios kilómetros hasta Miami sólo en ocasiones especiales: para ir al
teatro con un grupo de amigos, uno o dos viajes de compras al año. Todo lo
demás que necesitaba lo tenía aquí mismo.
Yo
regresé a Nueva York, pillé un enfriamiento y terminé el invierno en la cama de
un hospital, visitado mucho menos de lo que hubiera esperado por mi sobrina y
su chico. Por supuesto, conducir desde Brooklyn hasta allí no era nada fácil.
Uno
se recupera mucho más lentamente cuando ha alcanzado mit edad; es una dolorosa
verdad que todos tenemos que aprender si vivimos lo suficiente. La vida de
Howard fue corta, pero al final creo que lo comprendió. A los treinta y cinco
años podía burlarse tratando de locura el «anhelo de juventud» de uno de sus
amigos, pero diez años más tarde había aprendido a lamentarse de la pérdida de
la suya propia. «¡Los años hablan por sí mismos! —escribio—. Vosotros los
jóvenes no sabéis cuán afortunados sois!»
La
vejez es realmente el gran misterio. ¿Por qué si no hubiera Terry adornado el
reloj de sol de su abuela con esta sacarinada tontería?
Envejece
conmigo;
lo
mejor aún no ha venido.
Cierto,
el lema es tradicional en los relojes de sol..., pero ese joven estúpido
hubiera tenido que mirar la rima. Con diabólica imprecisión había escrito «Lo
mejor aún no ha venido»... Una frase que me hubiera hecho rechinar los
dientes, si aún me quedaran dientes que rechinar.
Pasé
la mayor parte de la primavera en casa, cocinándome yo mismo miserables comidas
y trabajando infructuosamente en un proyecto literario que mantuviera ocupados
mis pensamientos. Era descorazonador descubrir que escribía muy lentamente
ahora, y que había cambiado tanto. Mi hermana sólo acrecentó mi mal humor
cuando me envió una historia más bien lasciva que había descubierto en el Enquirer
—acerca de la «cosa parecida a una aspiradora» que se había aspirado a través
de la escotilla a un marino sueco y «convirtió su rostro en algo púrpura»— y
escribió en la parte de arriba: «¿Lo ves? Como salido de Lovecraft».
No
fue mucho después de eso cuando recibí, para mi sorpresa, una carta de la señora
Zimmerman, excusándose profusamente por haber traspapelado mi nota hasta que
apareció durante su «limpieza de primavera». Es difícil de imaginar cualquier
tipo de limpieza en el Barkleigh Hotella, ni en primavera ni en cualquier otra
estación, pero incluso esa respuesta tardía era bienvenida.
«Lamento
que el sacerdote que desapareció fuera amigo suyo —escribía—. Estoy segura de
que era un excelente caballero.
»Me
preguntaba usted por "los particulares", pero por su nota deduzco que
conocía usted ya toda la historia. Realmente no hay nada que pueda decirle que
no dijera ya a la policía, aunque no creo que ellos lo comunicaran todo a la
prensa. Nuestros registros indican que nuestro huésped, el señor Djaktu, llegó
aquí hace aproximadamente un año, a finales de junio, y se marchó la última
semana de agosto debiéndonos una semana de alquiler, más varios desperfectos,
que ya no tengo muchas esperanzas de poder recuperar, aunque he escrito a la
embajada de Malaysia al respecto.
»En
otros aspectos fue un excelente huésped. Pagaba regularmente, y de hecho apenas
abandonaba su habitación excepto para caminar de vez en cuando por el patio
trasero o ir a la tienda de comestibles. (Hemos desistido de intentar que
nuestros huéspedes no coman en las habitaciones.) Mi única queja es que a
mediados del verano tuviera a ese niño de color viviendo con él sin nuestro
conocimiento, hasta que una de las doncellas le oyó cantar cuando pasaba por
delante de su habitación. No reconoció el idioma, pero dijo que parecía como si
fuese hebreo. (La pobre mujer, que ahora ya no está entre nosotros, apenas era
capaz de leer.) Cuando hizo de nuevo la habitación, me dijo que el señor Djaktu
afirmaba que el niño era "suyo". Ella se fue porque lo entrevió
observándola desde el cuarto de baño. Dijo que estaba desnudo. No hablé de eso
en su tiempo puesto que no creo que sea cosa mía hacer juicios sobre la
moralidad de mis huéspedes. De todos modos, nunca volvimos a ver al niño, y nos
aseguramos de que la habitación fuera completamente desinfectada para nuestros
siguientes huéspedes. Créame, no hemos recibido más que felicitaciones acerca
de nuestros servicios. Pensamos que son excelentes y espero que usted esté de
acuerdo con ello. También confío en que vuelva a ser nuestro huésped la próxima
vez que venga a Florida.»
Desgraciadamente,
la próxima vez que fui a Florida fue para el funeral de mi hermana, a finales
de aquel invierno. Ahora sé, aunque entonces no llegué a saberlo, que había
estado enferma casi todo el año anterior. Sin embargo, no puedo dejar de pensar
que los llamados «incidentes» —los actos de vandalismo sin sentido dirigidos
contra mujeres solas en la zona del sur de Florida, culminando en varios
ataques por parte de un merodeador sin identificar— pudieron haber precipitado
su muerte.
Cuando
llegué allí con Ellen para hacerme cargo de los asuntos de mi hermana y
arreglar las cosas para el funeral, pretendía quedarme una o dos semanas como
máximo, cuidando de la transferencia de la propiedad. Sin embargo, de algún
modo, me demoré hasta mucho después de que Ellen se hubiera ido. Quizá fuera el
recuerdo del invierno en Nueva York, que a cada año que pasa es más duro.
Simplemente, no podía encontrar las fuerzas para volver, ni podía decidirme a
vender esta casa.
Si
estoy atrapado aquí, es una trampa a la que me he resignado. Además, mudarme
nunca ha sido mi afición. Aunque me siento cansado en esta pequeña habitación
—y de hecho lo estoy—, no puedo pensar en ningún otro lugar adonde ir. He visto
todo el mundo que deseaba ver. Esta sencilla casa es ahora mi hogar... y estoy
convencido de que será el último. El calendario en la pared me dice que han
pasado ya casi tres meses desde que me trasladé aquí. Sé que en algún lugar de
estas páginas que faltan hallarán ustedes la fecha de mi muerte.
La
semana pasada hubo un nuevo rebrote de los «incidentes». La última noche fue,
con bastante diferencia, la más dramática. Puedo recitarla casi palabra por
palabra de las noticias de la mañana. Poco antes de medianoche, la señora
Florence Cavanaugh, una ama de casa que vive en el 24 de Alyssum Terrace, en
South Princeton, estaba a punto de cerrar las cortinas en su habitación
delantera cuando vio, atisbando hacia ella desde la ventana, a lo que describió
como «un enorme negro llevando una máscara de gas o una escafandra autónoma».
La señora Cavanaugh, que iba vestida tan sólo con su camisón, se apartó
rápidamente de la ventana y gritó llamando a su marido, que estaba durmiendo en
la habitación contigua, pero cuando éste llegó, el negro había escapado.
La
policía local se inclina por la teoría de la «escafandra autónoma», puesto que
cerca de la ventana descubrieron huellas que podían haber sido producidas por
un hombre pesado llevando aletas de caucho en los pies. Pero fueron incapaces
de explicar por qué alguien iba a llevar un equipo de inmersión tantos
kilómetros lejos del agua.
El
informe concluye con la noticia de que «el señor y la señora Cavanaugh no han
podido ser localizados para efectuar alguna declaración».
La
razón de que yo haya tomado tal interés en el caso —suficiente, al menos, como
para memorizar los detalles citados más arriba— es que conozco a los Cavanaugh
bastante bien. Son mis vecinos de la puerta de al lado.
Llámenlo
el ego de un escritor que envejece si quieren, pero de alguna forma no puedo
dejar de pensar que la visita de la otra noche iba destinada a mí. Esos
pequeños bungalows de color verde se ven todos iguales en la oscuridad.
Bien,
otra noche de plazo... El tiempo suficiente para rectificar el error. No pienso
ir a ningún lado.
Creo,
de hecho, que será un final apropiado para un hombre de mi profesión: ser
absorbido en el desarrollo del relato de otro hombre.
Envejece
conmigo;
lo
mejor aún no ha venido.
Dime,
Howard, ¿cuánto falta aún para que me llegue el turno de ver el negro rostro
aplastado contra mi ventana?
El Rey
William Relling, Jr.
William
Relling, Jr. es uno de los últimos escritores recién llegados que han irrumpido
en el género fantástico con recientes ventas a publicaciones como Cavalier, Dude, Whispers,
y varias pequeñas publicaciones periódicas, así como un artículo para una ya
desaparecida revista de ciencia llamada Probe, «que pese al título
estaba en otro estante distinto al de Cavalier». Nacido el 14 de marzo
de 1954 en St. Louis, Missouri, Relling ha trasladado actualmente su hogar al
área de Los Ángeles. Durante los últimos diez. años ha trabajado como
bibliotecario, conductor de camión, ordenanza en un hospital, músico
profesional, vendedor... Precisamente ahora, durante parte de su tiempo enseña
inglés para jóvenes en una escuela superior, mientras otra parte de su tiempo
la dedica como graduado a estudiar cine, televisión y dramaturgia en la
universidad del Sur de California. En su tiempo libre, Relling está trabajando
en un guión cinematográfico para «un fanfarrón de la ciencia ficción». Su
historia El Rey es un recordatorio de que los aficionados a lo
fantástico no son los únicos propensos a convertir en ídolos a sus héroes
muertos y sacar provecho de ellos.
Macho,
eso ocurrió hace un tiempo y aún estoy temblando. Pero, ¿y quién no?
Probablemente nunca voy a dejar de temblar, al menos mientras pueda recordar lo
que vi. Y realmente no es probable que lo olvide.
Ni
siquiera he vuelto a tocar los palillos desde entonces. Una especie de retiro
forzoso, ya sabes. No creo que pueda volver a ponerles la mano encima, aunque
tampoco he sentido muchas ganas de intentarlo. Y no pienso hacerlo en mucho
tiempo. No por mucho tiempo.
No
es que no impresionara a todos los demás que estaban allí, como los chicos de
la banda, o la gente de aquel teatro, o cualquiera que lo leyó más tarde, los
cuales realmente no sabían qué había ocurrido. Pero yo le vi y él estaba
allí, y la muerte de Jay y la muerte de Tommy, yo sé que fue él. Lo sé.
Porque
yo trabajé para él. ¿Recuerdas allá por el sesenta y nueve, cuando hizo aquella
reaparición y dio aquella gran sesión en Las Vegas, y la gira, y aquella
película en Hawai? Esa que pasaron por la televisión un par de veces. Bien, yo
trabajé en parte de aquella gira. Cuando estaban tocando por el Medio Oeste e
hicieron aquella sesión en Kansas City y Ronnie Tutt cayó con la gripe, fui
contratado —uno de los trompetistas me conocía, pues habíamos trabajado juntos
antes— hasta que Ron se pusiera bien. Así que actué en St. Louis y Chicago, y
entonces Ron volvió. Pero me quedé por allí y conseguí empleo como
percusionista debido a que le caía bien a El Hombre, ya sabes, y deseaba
tenerme por allí. Sólo como un favor.
Fue
un trabajo estupendo, porque él pagaba muy bien a la banda, y todo era de
primera clase durante toda la gira. Y aquellos chicos, aquellos tipos de la
banda, sabían tocar. Glen Hardin estaba al piano y hacía casi todos los
arreglos y era estupendo, macho, realmente estupendo. Y James Burton, el
guitarrista. Nunca he oído a nadie que toque como él. Sólo por estar con
aquellos tipos valía la pena. Sí, valía la pena.
Pero
El Hombre mismo era también grande. Era El Rey, ya sabes, tal como él decía.
Quiero decir que un montón de gente sólo le conocía de los primeros días y de Hound
Dog y de Ed Sullivan, o quizá de todas esas películas que hizo y que no
eran gran cosa. O tal vez sólo le conozcan del último año o así antes de que
muriera, cuando estaba tan mal, ya sabes, cuando había engordado tanto y su voz
se iba y todas esas historias acerca del alcohol y las píldoras y toda la
mierda.
Pero
cuando yo le conocí estaba en la cumbre. Arriba del todo. Estaba en buena forma
—trabajaba duro, ya sabes, ejercicio y karate y todo lo demás, dos, tres horas
al día—, y su voz estaba realmente afinada y era fuerte. Dios, podía cantar.
¿Has visto alguna vez esa cosa en la televisión desde Hawai? Era grande.
Realmente grande.
Y
podía llevarse de calle a las multitudes. Absolutamente. No sólo a las nenas,
sino también a los chicos. Y no sólo a la gente joven, sino que gustaba también
a las viejas señoras y a las amas de casa y a las niñitas y a todos. Chillaban
y se desmayaban y mojaban sus pantalones. Los tema en un puño, macho, y lo
sabía todo el tiempo. Era increíble. Como si encendiera un fuego debajo de cada
uno de ellos. Y lo hacía. Realmente era así.
Nosotros
podíamos sentirlo también, con sólo tocar detrás de él. Y aún le quedaba algo
de eso al final, ya sabes. Ese fuego, esa electricidad. Incluso cuando ya iba
para abajo, cuando estaba muriéndose, todavía seguían aferrados a él. Incluso
cuando estaba gordo y enfermo y todo y ya no podía cantar como antes. Pero
seguía siendo El Hombre. Aún los tenía en un puño, aunque estuviera en baja
forma.
Mira
lo que ocurrió cuando murió.
Esa
gente pensaba que era alguna especie de dios o algo así, y vinieron de todas
partes del mundo al funeral. Como si fuera algo más que un ser humano normal,
como si no fuera como el resto de nosotros, ya sabes. Y realmente era así, en
cierto sentido. Era especial. Y cualquiera que le hubiese conocido, o que
creyera que le había conocido, o que le hubiera querido, estaba allí. Eran
miles. Jesús, yo estaba allí y era..., bien, como nadie fuera de toda aquella
gente podrá llegar a creerlo, ya sabes, y todos se sentían muy tristes. Como si
él no tuviera derecho a ser mortal y realmente no pudiera morir. Podías
sentirlo como un peso sobre tus hombros en aquella multitud, aquella especie de
¿cómo-puede-habemos-hecho-esto-a-nosotros? Realmente, no podía estar muerto.
Aún
hoy siguen acudiendo.
Ahora
que pienso de nuevo en ello, quizá eso formaba parte de lo que ocurrió después.
Ya sabes, toda aquella gente negándose a aceptar que estaba muerto, deseando
que volviera, rezándole como si él fuera un dios...
Quizá
eso formaba parte de ello. Eso y algo más.
Los
timadores. Los traficantes. Los asquerosos bastardos que acudieron zumbando
como moscardones para sacar un dólar de todo aquel dolor, de todo aquel amor,
de toda aquella adoración. Me puso enfermo ver aquellos tipos en la calle,
macho, delante mismo de aquella maldita tumba, vendiendo ceniceros y camisetas
y fotos y discos. Y la gente, esos miles y miles de personas comprándolo todo,
simplemente porque le querían y no deseaban que se fuera. Como si tuvieran que
llevarse parte de él para conservarlo. Los hubiera echado a todos, y le di de
puñetazos a uno de esos tipos, uno que estaba vendiendo collares de pequeños
ataúdes plateados, con su nombre grabado en ellos. Tuvieron que sujetarme para
que no matara a aquel hijo de puta.
Pero
conocí a Jay, y Jay era honesto consigo mismo, y llevaba componiendo su propio
material desde hacía un par de años. El Hombre mismo había visto a Jay en una
ocasión y más tarde se habían encontrado un par de veces, y realmente
comprendió lo que hacía. Dijo que Jay era el único tipo que había visto nunca
que podía hacerlo bien, ya sabes. Y Jay era un gran admirador suyo. Pero Jay
hacía otra cosa en sus actuaciones; ya sabes, su propio material y todo lo
demás. Y, como digo, Jay llevaba pateándose el país desde hacía tiempo.
De
modo que no fue idea de Jay, realmente, sino de Tommy Adams, que había oído a
Jay en un club en Knoxville. Fue él quien vino con la idea para el cambio en
sus actuaciones y la oferta para ser el manager de Jay si éste seguía adelante.
Muchos billetes, dijo Tommy.
Por
aquella época yo llevaba tocando con Jay desde hacía unos seis meses. Me
contrató después de que su antiguo batería se fuera allá por Springfíeld,
Illinois, y yo había vuelto al Medio Oeste después de patearme la zona de Los
Ángeles durante un par de años y me las arreglaba a duras penas. No trabajaba
regularmente cuando me encontré con Jay, y él me dio el trabajo. De todos
modos, cuando Tommy Adams fue hasta él con la oferta aquel septiembre, Jay
acudió a mí. Sabía que yo había conocido personalmente a El Hombre —igual que
él— y deseaba saber cómo me sentía al respecto. Así que hablamos.
Le
dije lo que pensaba de Tommy Adams, pero que realmente no veía nada malo en el
cambio, porque sabía de dónde venía él, me refiero a Jay, ya sabes. Un
homenaje, ¿eh? Una especie de conmemoración. El dinero no tema nada que ver con
ello.
Oh,no.
Así
que Jay aceptó y se convirtió en Jay Redman, Príncipe Coronado en el trono de
El Rey. De lleno al traje blanco y el pañuelo al cuello, las lentejuelas, las
piedras preciosas falsas, la guitarra acústica nacarada, el pelo y las
patillas, la sonrisa, las joyas, los pantalones ajustados, el movimiento de
caderas y los golpes de karate. De lleno a Heartbreak Hotel,
In the Ghetto, Burnin' Love, Jailhouse Rock y todo lo demás.
Y
yo me metí de lleno con él.
Quizá
no debiera decir eso, no lo sé. Por aquella época no pensaba que fuera malo en
absoluto. Jay tuvo éxito casi de inmediato, y Tommy nos conseguía actuaciones
por todo el sur y el Medio Oeste, de Fort Lauderdale a Chicago, a Atlanta, a
Nashville, a Nueva Orleans, a St. Louis, en clubs y teatros de cena-espectáculo
y bares y de todo. Al llegar febrero me sacaba casi cinco billetes a la semana,
sólo para mí. Tommy no estaba bromeando cuando dijo que habría entonces
montones de billetes. Para todos nosotros.
Pero
no se trataba del dinero.
Era
realmente extraño. Actuábamos, ya sabes, en todos esos clubs de
cena-espectáculo y todo eso, y la gente, macho, era sencillamente asombrosa.
Quiero decir que Jay era bueno y había aceptado hacer aquello y todo lo demás,
pero seguía siendo Joe. Lo estaba imitando. Era una actuación, ¿comprendes?
Pero
la gente... Era como estar de vuelta en aquella vieja gira, con las nenas
chillando y desmayándose, y tendiendo las manos para tocar a Jay cuando éste
movía las caderas o sonreía, o les guiñaba un ojo.
Curioso.
Debía de haber por lo menos un centenar de otros tipos por todo el país
haciendo lo mismo, y, por lo que había oído, las cosas eran iguales con todos
ellos. La gente simplemente estaba loca por conservar algo.
Pero
Jay se tomaba las cosas con calma y seguía siendo simplemente Jay. No había
ninguna transformación mágica ni nada parecido, en la que Jay empezara a hablar
como El Hombre cuando estaba fuera del escenario o se sintiera poseído o
cualquiera de esas otras tonterías que puede que hayas oído. Sabía que se
trataba de una actuación, así que en el escenario y fuera de él seguía siendo
siempre Jay. Seguro, conseguía toda la atención y el dinero que quería, pero
seguía siendo siempre él mismo.
Pero
Tommy, ¡huau! No es que Tommy se volviera realmente loco, al menos no
psicológicamente o algo parecido. Era el dinero, ya sabes. La pasta empezó a
entrar, y Tommy iba todo el tiempo andando por ahí con esos grandes signos del
dólar en los ojos. Todo lo que le importaba era el dinero. Tommy era otro
buitre, exactamente igual que todos aquellos otros tipos.
Lo
que hizo que todo empezara fue cuando Tommy firmó el contrato de Jay para esa
actuación en televisión y que era una especie de tête-à-tête para los
siete o así mejores personificadores que actuaban por ahí. Así que hicimos la
sesión en Las Vegas, en el «Caesar's Palace». Un buen asunto, ¿eh? Mucha pasta.
Todo fue estupendamente.
Excepto
que Jay pierde y termina detrás de un par de tipos que quizá se parecían un
poco más a El Hombre o se movían más como él o sonaban más como él o —como yo
dije— simplemente eran mejores que Jay. ¿Y qué? Ya sabes. Nos pagaron igual, y
no lo hicimos mal del todo. Jay estuvo bien, como siempre, y no íbamos a tener
menos trabajo ni a perder nada por ello. Había suficiente para nosotros y para
todos aquellos otros tipos, y no por eso íbamos a vernos apeados del negocio.
Sin
embargo, Tommy no es feliz. No estamos haciendo lo suficiente, dice. Tenemos
que ir hasta el final, dice. Necesitamos otra idea, dice, como si aquello no
fuera ya suficiente idea. Así que intenta convencer a Jay de que cambie su
cara, por los clavos de Cristo, como haría cualquier payaso de Florida, pero
Jay le manda a tomar viento.
Así
que Tommy vuelve con otra cosa distinta. El concierto de homenaje, ¿de acuerdo?
En Memphis, el 16 de agosto, el aniversario del día en que El Hombre murió. Y
todo el tiempo está Tommy explicándole esto a Jay y a mí y al resto de la
banda, y yo escuchando todo el rato ese ka-ching como una pequeña caja
registradora en la cabeza de Tommy, y viendo de nuevo esos signos de grandes
dólares en sus ojos.
Pero
todos decimos que de acuerdo, que haremos el trabajo, y luego no pensamos más
en ello. Excepto Danny Palmer, el bajo, que vino con nosotros aproximadamente
por la época en que Jay cambió su actuación. No pienso hacerlo, le dice Dan a
Tommy. Me largo.
Esto
es una gran sorpresa para todos nosotros, ya sabes, porque las cosas marchan
bien y el dinero entra a espuertas, y Dan es un buen bajo. Sin embargo, Tommy
no se muestra preocupado en absoluto, porque piensa qué infiernos, hemos
obtenido una buena actuación y contrataremos a otro bajo; no hay por qué
alarmarse. Lo cual era cierto, por supuesto. Pero había algo acerca de Danny
Palmer que me preocupó a mí personalmente.
Así
que le pregunté, eh, Daniel, ¿por qué te largas?
Y
al principio es algo así como, bien, ya hemos hecho todas esas actuaciones, y
la verdad es que empiezo a estar cansado de todo eso.
Pero
nada de eso me suena a verdad. Vamos, hombre, le digo. Sé sincero conmigo.
Anda, cuéntamelo.
Está
asustado. Está asustado y no sabe por qué.
¿Asustado?,
digo. ¿Asustado de qué?
No
lo sé, dice.
Y
yo no sé qué decirle.
Luego
dice, así son las cosas. Esa gente y Jay y Tommy y el resto de nosotros.
Entonces se interrumpe y me mira de una forma realmente curiosa.
¿Sabes
lo que es la necrofilia?, pregunta.
No.
Me
cuenta acerca de ello, y que lo que estamos haciendo es en cierto modo
horrible, alarmante y definitivamente indigno. Ocurrirá algo malo, dice.
Y
yo me echo a reír.
Entonces
él se volvió como loco y se largó, y así quedaron las cosas. Pero seguí
preocupado por todo aquello, aunque realmente no volví a pensar en ello hasta
mucho después.
De
todos modos, contratamos a Bobby Redman, que era primo de Jay, para tocar el
bajo, y seguimos adelante, actuando como antes. No había ninguna razón para que
yo pensara que había algo malo en aquello, a pesar de lo que pudiera decirme
Dan Palmer. Además, fue olvidado casi inmediatamente después de haberse ido.
Y
aquel día 16 las cosas fueron estupendamente. Había un montón de gente en la
ciudad, ya sabes, y las entradas para el espectáculo estaban agotadas desde
hacía varias semanas, así que firmamos por una segunda sesión y las entradas de
ésa también se agotaron, tal como Tommy había imaginado que ocurriría. Jay se
sentía bien y relajado, y todos estábamos estupendos.
Aquella
tarde, Jay y Bobby y yo fuimos a la mansión, donde El Hombre estaba enterrado.
Nos mezclamos con la multitud, que era realmente grande; lo cual no es ninguna
sorpresa, supongo. Pero tuve la misma sensación que había tenido antes, ya
sabes, esa tristeza y esa especie de peso sobre mis hombros, y miré a Jay y él
estaba mirando a la tumba, y sus ojos eran realmente vidriosos y estaba pálido.
De modo que dije, eh, macho, vamonos de aquí, y Jay simplemente asintió y nos
marchamos.
Fuimos
al teatro y directamente a los camerinos, y Jay estuvo realmente quieto durante
un rato. Luego estuvo bien de nuevo. Ir a la mansión le había chafado, dijo.
Muy
pronto aparece el resto de la banda y Tommy está de vuelta con nosotros. Nos
preparamos para la actuación y él no deja de palmearnos en la espalda y de
decimos lo grandes que somos y lo grande que es Jay y todo eso. Son las nueve.
Las
luces de la sala se apagan y todo el mundo excepto Jay pisa el escenario, que
está negro como la tinta. Luego los amplificadores empiezan con Así hablaba
Zaratustra... Ya sabes, 2001. Termina ésta y abrimos con los
primeros compases de C C Rider, y la gente se pone ya en pie.
Entonces
se encienden los focos y barren el público y luego el escenario, y, ¡jang!, ahí
está Jay, saltando desde la izquierda del escenario, agitándose y enviando besos
al público. Y los tiene en un puño, macho, los tiene en un puño. El lugar
enloquece del todo.
Hacemos
todo el programa, y cada canción les hace chillar más fuerte que la anterior.
Pero ocurre algo realmente extraño. Jay ya no es él, sino que es realmente EL
HOMBRE, y lo necesitan enormemente. Es como estar tendido en una playa, ya
sabes, y dejar que las aguas pasen por encima de ti. Y podíamos sentir ese deseo
en el aire a nuestro alrededor, macho, allá arriba en el escenario. Jay estaba
en la onda como nunca antes le había visto.
Cerramos
el espectáculo con Girl Happy, y aquella multitud estaba literalmente
fuera de sí cuando Jay se fue del escenario junto con el resto de nosotros.
Tommy está allí, entre bastidores, y pasa un brazo en tomo al hombro de Jay y
se lo lleva consigo hacia el camerino. Yo podía ver la cabeza de Tommy
agitándose arriba y abajo, y podía imaginar aquella pequeña caja registradora
haciendo ka-ching de nuevo. Pero Tommy conoce su oficio, ¿no? Sabe cómo
llevar a esas gentes hasta un punto donde simplemente explotan, y
entonces dejar que Jay salga de nuevo en solitario y toque su solo y los
remate.
Miré
mi reloj y vi que eran las 10.15. Tiempo suficiente para el bis y luego
despejar la sala para la siguiente sesión. Tiempo suficiente.
Entonces
cortaron las luces de la sala.
Los
aplausos y los gritos eran suficientes como para estremecer todo aquel maldito
edificio como si fuera un terremoto. Estaba todo a oscuras y empezaron a
encender cerillas y mecheros, y parecían como antorchas o estrellas contra un
cielo nocturno. Entonces fue cuando oí el grito.
Vino
de detrás, de algún lugar entre bastidores. Eché una mirada de soslayo a Bobby,
que estaba a mi lado en la oscuridad. ¿Has oído eso?, le pregunto.
¿Qué?,
dice.
Ese
grito, digo.
Jesús,
dice, todos están gritando.
Detrás
de mí alguien siseó que venía Jay. Me volví, y pasó a mi lado muy lentamente,
arrastrando los pies. Adelanté una mano para palmearle la espalda, pero algo me
detuvo. Y noté un olor.
Era
realmente dulce y casi mareante, como cuando entras en una floristería y abres
uno de los refrigeradores donde guardan las rosas y los claveles y todo lo
demás. Era casi como para tumbarte de espaldas.
Estaba
aún oscuro cuando se dirigió hasta el centro del escenario y tomó su guitarra.
Tocó los primeros acordes de Love Me Tender, y de repente todo quedó en
silencio. Era como si aquel sitio se hubiera convertido en una iglesia.
Entonces
empezó a cantar.
Nunca
antes había oído a Jay cantar la canción de aquella manera. Normalmente lo
hacía muy bien, y por eso siempre le pedían un bis. Pero esta vez era distinto.
Era
más que bueno. Era increíble. Era dolor y miedo y soledad y llanto y todas las
cosas tristes que hayas sentido en tu vida, o que puedas llegar a imaginar.
Y
nadie en todo el lugar era capaz de producir un ruido, excepto él en el
escenario. Nadie era capaz de moverse siquiera.
Terminó
la canción, y el lugar permaneció en silencio, como una tumba, hasta que él
dejó la guitarra y empezó a dirigirse hacia bastidores.
Entonces
estallaron en aplausos.
Nosotros
estábamos allí aguardándole y animándole, dispuestos a abrazarle y a
felicitarle. Pero cuando llegó lo suficientemente cerca y Bobby se adelantó
hacia él, algo nos congeló a todos y él pasó caminando por entre nosotros como
si fuéramos estatuas. Recorrió toda la parte de atrás del escenario hacia los
camerinos, pero no entró en ellos. En vez de ello siguió caminando, a lo largo
del oscuro pasillo, hacia la salida de artistas.
Entonces
fue como si alguien conectara un interruptor y pudimos movernos de nuevo. Eché
a correr tras él y le llamé, pero él iba a unos buenos siete metros por delante
de mí cuando alcanzó la puerta. Estaba exactamente debajo de la luz roja que
decía «Salida».
Entonces
se volvió y me miró, pero sólo por un segundo.
Luego
se marchó.
Más
tarde me dijeron que me habían encontrado junto a la salida, después de mirar
en el camerino y ver lo que quedaba de Jay y de Tommy. Al principio la policía
quería arrestarme, pero no necesitaron mucho tiempo para darse cuenta de que yo
no podía haberlos matado. Simplemente, era imposible.
En
la encuesta, el funcionario del juzgado emitió un informe «oficial» y lo llamó
«asesinato-suicidio». Dijo que Jay y Tommy murieron entre las 10.15 y las
10.45. Que debió ser más bien a las 10.45, puesto que algunos testigos
afirmaron que Jay no terminó su bis hasta pasadas las 10.30.
Pero
yo soy el único que sabe que murieron a las 10.15. Soy el único que puede
decirles que no fue Jay quien interpretó aquel último bis.
Pero
no lo haré.
PISADAS
Harlan
Ellison
Los
últimos días de 1980 vieron la publicación de Shatterday (Houghton Miffin),
el más reciente libro de Harían Ellison, una importante colección de relatos
fantásticos para alinear junto con sus anteriores recopilaciones, Deathbird
Stories (1975) y Strange Wine (1978). Shatterday, el
trigésimo octavo libro de Ellison, incluye varias historias que han aparecido
en antologías de relatos de terror, además de su sorprendente fantasía
semiautobiográfica All the Lies That Are My Life (Todas las mentiras que
son mi vida). Tan notable antologista como autor y crítico, Ellison es el
responsable de las controvertidas Dangerous Visions [Visiones
peligrosas, publicadas en tres volúmenes en la colección «Super Ficción» de
esta misma editorial], Again Dangerous Visions, y las largo tiempo
anticipadas Last Dangerous Visions. Nacido en Ohio en 1934, Ellison se
elevó por encima de los seguidores de la ciencia ficción y fue más allá de la
estrechez de miras de ese género para convertirse en un importante escritor
moderno. Normalmente reside en el área de Los Angeles.
De
nuevo es París el marco para Pisadas (¿desean ustedes realmente efectuar
un viaje por Europa después de leer esta antología?), y el relato del propio
Ellison acerca de cómo fue escrita esta historia es en sí mismo una historia
fascinante.
INTRODUCCIÓN
DEL AUTOR
Éste
es mi relato más reciente. Tiene poco más de seis meses. Lo escribí entre las
12 del mediodía y las 7.30 de la tarde en el escaparate de una librería del
barrio de Saint Germain, en París, el miércoles 14 de mayo de 1980.
Como
Georges Simenon antes que yo, que se sentó en un escaparate de la editorial
Gallimard en París a principios de siglo (si alguien sabe la fecha exacta, me
sentiré muy agradecido de recibir esa información) y escribió toda una novela
en una semana —dignificando así, como yo más tarde, el acto de crear en
público—, he creado algunas de mis obras ante multitud de gente no sólo en
Bostón, Los Ángeles, Metz (Francia), San Diego, Londres y Nueva York, sino
también en París...
Simenon
ya no está, pero sonrío al pensar que estoy siguiendo sus pisadas.
Las
circunstancias fueron interesantes, así como sus condicionantes. Dado que los
periodistas de París —televisión, revistas y periódicos— eran escépticos con
respecto a la empresa (¿acaso ignoraban que Simenon también lo había hecho?) y
sugirieron que podía tratarse de algo amañado de antemano (que yo usaría una
historia ya escrita o que escribiría una la noche antes) decidí hacerlo de la siguiente
manera para asegurar la autenticidad de la espontaneidad.
Los
propietarios de la librería —Temps Futurs, en el 8 de la Rué Dante— tenían que
pensar en el tema sobre el que deseaban que yo escribiera. Tenían que imaginar
un punto de partida: una historia de amor, una aventura de piratas, una
fantasía. acerca de las ninfas, lo que fuera..., y hasta que yo no entrara en
la tienda con mi fiel Olympia portátil no iban a decirme cuál iba a ser el tema
de mi trabajo de aquel día. Cuando los periodistas oyeron eso, dijeron que era
imposible trabajar de esa forma, que los artistas no creaban así.
Cuando
entré en Temps Futurs, Stan y Sophie Barets me habían preparado una plataforma
en el escaparate, una pesada mesa de caballetes, una silla... y Perrier.
Preparé
mi máquina de escribir, papel, pipa y tabaco, mi líquido corrector, plumas,
rotuladores, y Perrier. Hice que pusieran en el estéreo de la tienda una
cassette de Django Reinhardt... y esperé.
Stan,
con aspecto avergonzado, me dijo que durante la tarde anterior, mientras
intentaba pensar en algo nuevo e inteligente para que yo lo utilizara como
arranque, había recibido una llamada telefónica de un disc jockey parisino que
se hada llamar El Hombre Lobo. El disc jockey le había dicho que si yo escribía
una historia acerca de un hombre lobo, iba a hacer publicidad de la librería
durante todo el día y la noche por la radio.
De
modo que Stan dijo:
—Quiero
que escribas una historia acerca de una mujer lobo que al mismo tiempo es una
violadora.
Y
uno de los empleados de la librería, al oír eso, añadió:
—Y
que tenga el pelo rubio y muy largo.
Y
Sophie dejó oír su voz:
—Y
tiene que ocurrir en París.
Mi
respuesta no fue un desánimo completo, pero se le pareció. Porque lo que es
originalidad, había mucha y muy abundante. La idea de los licántropos, hombres
o mujeres, era una idea muy trabajada. Pero añadirle violación, violación de
hombres por una mujer, lo cual es virtualmente imposible, era casi demasiado
original como para trabajar en ello. El pelo rubio no era ningún problema, pero
aquél era tan sólo mi segundo viaje a París: apenas hablaba el idioma, y no
conocía la ciudad lo suficiente como para utilizarla en la historia con un
asomo de autenticidad.
Pero
acepté los términos del trato, de modo que dije que lo haría. La mente empezó a
funcionar en esa forma que yo denomino el arte de escribir, una forma que
utiliza la habilidad y los subterfugios propios de un candidato presidencial
evitando tomar posiciones en un asunto delicado.
Por
ejemplo: ¿quién dice que la mujer tiene que violar al hombre?
Y:
la librería está llena de parisinos que conocen la ciudad. ¿No es ésta una
referencia muy a mano para crear una geografía y una ambientación adecuadas?
Sin
mencionar: ¿no he leído en algún lugar que los sádicos que brutalizan a sus
parejas descubren que el pene se congestiona y entra en erección en el momento
de mayor dolor o muerte? (.Fue Sade? ¿Gilíes de Rais? ¿Sacher-Masoch? ¡Oh, qué demonios!
¿Quién va a contradecirme, cuántos husmeantes expertos en cine van a estar por
ahí?
Así
que tomé la idea básica para el argumento y empecé a escribir. Durante todo el
día los periodistas acudieron y zumbaron a mi alrededor, tomaron sus fotos y yo
firmé libros para los visitantes, respondí a preguntas estúpidas, escuché a
Django, fumé mi pipa, bebí mi Perrier... y escribí. La historia que tienen
ustedes ahí.
Para
ella, la oscuridad nunca llegaba a la Ciudad de la Luz. Para ella, la noche era
el tiempo de la vida, un tiempo lleno de momentos de luz más brillantes que
todo el neón barato que mancillaba Champs Elysées.
Como
no había llegado nunca a Londres, ni a Bucarest, ni a Estocolmo, ni a ninguna
de las quince ciudades que había visitado en sus vacaciones. Su gira de gourmet
por las capitales de Europa.
Pero
la noche había llegado frecuentemente a Los Ángeles.
Precipitando
su huida, obligando a la precaución, produciendo dolor y hambre, una terrible
hambre que no podía ser saciada, un dolor que no podía ser arrancado de su
cuerpo. Los Ángeles se había vuelto peligrosa. Demasiado peligrosa para uno de
los hijos de la noche.
Pero
Los Ángeles había quedado atrás, y todos los titulares de los periódicos acerca
del carnicero loco, acerca del destripador, acerca de las terribles
muertes. Todo quedaba atrás... y también Londres, Bucarest, Estocolmo, y
una docena de otros pastos. Quince maravillosos salones de banquete.
Ahora
estaba en París por primera vez, y la noche se acercaba, con toda su luz y toda
su promesa.
En
el Hotel des Saints Peres se bañó meticulosamente, tomándose el tiempo que
siempre se tomaba antes de salir a cenar, antes de salir en busca de la pasión.
Se
había quedado sorprendida al descubrir que los hoteles en Francia no
proporcionaban manoplas de baño. Al principio pensó que la doncella había
olvidado dejar la suya en la habitación, pero cuando llamó a la recepción, la
chica que respondió al teléfono no pudo comprender de qué le estaba hablando.
El inglés de la recepcionista no era bueno, y el francés era casi
incomprensible para Claire. Claire hablaba muy bien en Los Angeles, pero eso no
le servía de nada en París. Era una suerte que el idioma no fuera también una
barrera para Claire cuando se trataba de encargar su comida. Para ello no tenía
ningún problema en absoluto.
Durante
diez minutos estuvieron lanzándose mutuamente sonidos incomprensibles, hasta
que la recepcionista comprendió por fin lo que le pedía.
—¡Ah!
Oui, mademoiselle —dijo la recepcionista—. ¡Le
gant de toilette!
Instantáneamente,
Claire supo que había dado en el clavo.
—Sí,
eso es.... Oui. Gant..., gant lo que sea... Oui. Una manopla de
baño.
Después
de otros diez minutos comprendió que los franceses pensaban que la manopla con
la que uno se lavaba el cuerpo era algo demasiado personal como para dejarlo en
una habitación de hotel, que los franceses llevaban consigo sus propios gants
de toilette cuando viajaban.
Se
sintió sorprendida. Y ligeramente complacida. Aquello era indicio de una
distinta forma de vivir que prometía nuevos sabores, nuevas sensaciones,
posiblemente nuevas cimas en el amor. Pensó en transportes de éxtasis. En la
noche. A la brillante luz de la oscuridad.
Se
entretuvo largo tiempo en el baño, utilizando el teléfono de la ducha para
lavar a conciencia su largo cabello rubio. La extremadamente caliente agua del
baño por toda la parte inferior de su cuerpo, entre sus muslos, la cascada de
agua caliente cayendo a chorro sobre ella, alivió la tensión del vuelo desde
Zurich, eliminó los primeros signos de claustrofobia de los aviones que había
estado insinuándose en ella desde Londres. Se tendió en la bañera y dejó que el
agua fluyera sobre su cuerpo. Renacimiento. Rejuvenecimiento.
Y
se sentía ferozmente hambrienta.
Pero
París es conocida mundialmente por su cocina.
Se
sentó en la terraza de Les Deux Magots, el café del Boulevard St. Germain donde
Boris Vían, Sartre y Simone de Beauvoir se sentaban en los años cuarenta y
cincuenta para elaborar sus pensamientos y a veces escribir sus palabras de
soledad existencialista. Permanecían allí, bebiendo Pastis o Pernod, y se
sentían llenos de una sensación de unidad entre la humanidad y el universo.
Claire se sentó y pensó en su inminente unidad con una parte selecta de la
humanidad... Y el universo no le preocupaba. Para los hijos de la noche, la
soledad había nacido con la carne, se asentaba en la médula de los huesos,
fluía con la sangre. Para ella, la idea de la soledad existencial no era una
teoría abstracta, era su forma de vida. Desde su primer momento de consciencia.
Se
había vestido para impresionar. Aquella noche con el vestido de seda azul
celeste, con un escote muy abierto. Se sentó en la primera fila, de cara a la
acera, las piernas cruzadas, un simple vaso de Perrier avec citrón ante
ella. No había ordenado pâté o terrine: nunca hay que contaminar
el paladar antes de dedicarse a una comida de gourmet. Había evitado
picar durante todo el día, manteniéndose firmemente en la temblorosa frontera
del hambre.
Y
el festín movedizo pasó ante ella.
Tendría
unos cuarenta y pocos años, de aspecto grueso, y se mantenía tan erecto como el
mariscal Foch en el libro de historia de Francia que había comprado. Aquel
hombre llevaba un traje gris, cruzado, de línea pomposa para disimular el hecho
de que la calidad no era demasiado buena.
El
hombre —en quien Claire pensaba ahora como el mariscal Foch— pasó caminando
ante ella, captó un destello de nilón cuando ella cruzó las piernas en su
honor, lanzó una mirada de reojo, se encontró con sus ojos verdes y tropezó
contra una vieja con un cesto de mimbre lleno de verduras y pan. Durante un
momento pareció como si bailaran intentando esquivarse el uno al otro, hasta
que la vieja le apartó bruscamente con el codo, murmurando una obscenidad para
sí misma.
Claire
se echó a reír alegre, cálida y cautivadoramente.
El
mariscal Foch pareció turbado.
—Las
viejas siempre tienen codos afilados —le dijo al hombre—. En casa se los afilan
cada día con piedra pómez.
El
se la quedó mirando, y la expresión que pasó por su rostro la convenció de que
lo había atrapado.
—¿Habla
usted mi idioma?
El
se tomó un buen rato para cambiar sus engranajes lingüísticos y dio un paso
hacia ella. Asintió.
—Sí,
en efecto. Lo hablo.
Su
voz era profunda, pero mesurada: la voz de un hombre que miraba la acera cuando
caminaba para asegurarse de que no se ensuciaría los zapatos con excrementos de
perros.
—Lamento
no hablar francés —dijo ella, e inspiró profundamente de modo que el vestido
azul celeste se entreabriera sobre su seno.
Asegurándose
de que el gesto no había pasado inadvertido al hombre, dejó que una pálida y fina
mano se deslizara hacia sus pechos como pidiendo disculpas. Él siguió el
movimiento con entrecerrados ojos. Atrapado. Oh, sí, atrapado.
—¿Es
usted norteamericana?
—Sí.
De Los Ángeles. ¿Ha estado usted allí?
—Sí,
por supuesto. He estado varias veces en América. Asuntos de trabajo.
—¿A
qué se dedica?
Él
permanecía de pie ante la mesa, el maletín colgando de su mano izquierda, el
pecho hinchado para ocultar la blanda opulencia que la gravedad y los años
habían puesto sobre su estómago.
—¿Puedo
sentarme?
—Oh,
sí, por supuesto. No faltaría más. Siéntese, por favor.
Él
apartó la silla metálica que había junto a ella, colocó el maletín debajo y se
sentó. Cruzó sus piernas con mucho cuidado, como si realmente fuera el mariscal
Foch, asegurándose de que las rayas de sus pantalones estaban rectas. Metió su
estómago y dijo:
—Comercio
con obras de arte. Excelentes trabajos de nuevos pintores, artistas gráficos...
Viajo mucho por el mundo.
No a pie, pensó
Claire. En 747, en el Trans Europ Express, en barcos elegantes que sólo
llevan a una docena de gordos pasajeros como carga. No a pie. No tienes ni un
centímetro correoso en tu suculento cuerpo, mariscal Foch.
—Eso
parece maravilloso —dijo Claire.
Entusiasmo.
Vino embriagador. Puertas abriéndose. Invitaciones en recio papel pergamino con
elegantes letras en relieve. Y como siempre, desde el amanecer del mundo...,
arañas y moscas.
—Oh,
sí, creo que sí —dijo él, sonriendo orgullosamente.
No
dijo creo, sino que pronunció cgeo.
Ella
le miró. Él se hundió y se hundió en las verdes aguas de sus fríos ojos.
La
invitó a una copa, ella le dijo que ya estaba tomando algo, él le ofreció otro
tipo de copa, algo más fuerte. Pero ella dijo que no, que ya estaba
bebiendo, gracias. Así le daba a entender bien claro que no era una prostituta.
Siempre ocurría lo mismo, en cualquier gran ciudad. Bebidas fuertes.
Confiaba
en que él no oyera los gruñidos de su estómago.
—¿Ha
cenado usted ya? —preguntó ella.
Él
no respondió inmediatamente.
Ah,
tienes una esposa e hijos esperándote, aguardándote para empegar a cenar. Quizá
en Neuilly. Eso está bien, sucio hombrecito maduro.
Entonces
él dijo:
—Oh,
no. Pero tengo que hacer una llamada telefónica para anular una cita de
negocios. ¿Le importaría cenar conmigo?
—Me
encantaría —dijo ella, mostrándole con un estudiado giro de su cabeza el ángulo
preciso que realzaba sus excelentes pómulos.
Antes
de acabar su frase, él ya se había levantado de su silla y se dirigía a las
cabines téléphoniques.
Ella
permaneció sentada, sorbiendo su Perrier y aguardando a que regresara su cena.
Ha
sido rápido,
pensó al ver que él regresaba apresuradamente. Déjame adivinar lo que has
dicho, querido: ha surgido algo importante... Un comprador de la cadena
Doubleday en América está interesado en las reproducciones de Kawaierowicz y
Meynard... Ya sabes que odio tener que quedarme en la ciudad hasta tan tarde,
pero es preciso... Oh, no, Francoise, no seas así... Di a los niños que les
traeré una tarta... ¡Basta, basta! Debo quedarme... Vendré tan
pronto como sea posible; cenad sin mí. No pienso... discutir contigo... Adiós.
Au revoir, salut, à bientôt... Dame una oportunidad, ¿quieres? Deseo sentirme
saciada... Quiero oírtelo decir ahora, mi querido mariscal Foch.
Y
pensó algo más: Espero que no te guarden la cena caliente.
El
le sonrió, pero los rasgos de su rostro estaban tensos. No es fácil para un
rostro disimular la tensión. Pero intentó valientemente no mostrar el efecto de
la llamada telefónica.
—¿Nos
vamos?
Ella
se puso lentamente en pie, dejando que las dos partes de su falda se unieran
del modo más artístico, y la sonrisa de su rostro se hizo más tentadora. Oh,
sí: atrapado.
Empezaron
a caminar. Ella ya había dado un paseo por la zona. Prepárate, que suena la
marcha de las chicas exploradoras.
Le
condujo hacia la Rue St. Benoit, creyendo que allí podría cenar sin atraer a
una multitud. Pero aún era demasiado pronto. La vida nocturna de París florece
por las calles hasta bastante después de las dos de la madrugada, y cenar al
fresco era casi imposible. A Claire nunca le había gustado comer a gran
velocidad.
Había
dos restaurantes al final de la Rué St. Benoit, y él sugirió cualquiera de los
dos. Ella negó encantadoramente con la cabeza y dijo:
—¿Por
qué no paseamos un poco más? Me gustaría algo más... romántico.
Él
no discutió. Siguieron bajando por la Rue St. Benoit.
A
la izquierda, hacia la Rué Jacob. Demasiado concurrida.
A
la derecha, hacia la Rue des Saints Pères. También demasiado concurrida. Pero,
directamente al frente, el río. El oscuro Sena, al anochecer.
—¿Podemos
ir hasta el río?
Él
pareció confuso.
—Deseas
cenar, ¿verdad?
—Oh,
claro. Por supuesto. Pero primero caminemos un poco junto al río. Es tan
hermoso, tan encantador por la noche, y ésta es la primera vez que vengo a
París. Es tan romántico...
Él
no discutió.
A
su derecha, la enorme masa de un gran edificio estaba sumida en la oscuridad.
Ella lo miró, y más allá, hacia el cielo donde la luna llena brillaba como un
mensaje de advertencia.
Cenar
bajo la luna llena era siempre delicioso.
—Este
edificio es L'École des Beaux-Arts —dijo él—. Muy famosa.
Pronunció
fau-mosa. Ella se rió.
Oscuridad.
Siempre luz. La dulce luna llena cruzando los cielos. Una cena cálida
aguardando. Y allí estaba, un puente cruzando el negro río. Y una escaleras
bajando hacia la orilla. Ah.
—Le
Pont Royal —dijo el mariscal Foch, señalando el puente—. Muy fau-moso.
Cruzaron,
y ella le condujo hacia abajo, por las escaleras. En la orilla, dos metros por
encima del lánguido Sena, ella se volvió y miró a derecha e izquierda. Entonces
se reclinó contra él, se puso de puntillas y le besó. Él hundió su estómago,
pero no era para ocultar su rotundidad. Ella lo tomó de la mano y le condujo
hacia el Pont Royal.
—Bajo
el puente —dijo.
El
sonido de la respiración de él.
El
sonido de los tacones altos de ella en las antiguas piedras.
El
sonido de la ciudad sobre ellos.
El
sonido de la luna llena brillando dorada y haciéndose grande en el cielo.
Y
allí, bajo el puente, envueltos en oscuridad, ella se reclinó de nuevo contra
él, cogió su gruesa cabeza entre sus finas y pálidas manos, apoyó su boca
contra la de él y dejó que su dulce aroma lo impregnara. Lo besó durante un
largo rato, mordiéndole los labios con sus dientes, y él lanzó un ahogado
sonido, como un pequeño animal al ser estrujado. Pero ella iba por delante de
él: su pasión ya se había despertado.
Y
Claire se esfumó para ser reemplazada por algo distinto.
Un
hijo de la noche.
Hijo
de la soledad.
Con
la última parpadeante conciencia de su evanescente humanidad, ella percibió el
instante de saber que estaba en un abrazo amoroso con alguien distinto, el hijo
de la noche.
Fue
el instante en que cambió.
Pero
ese instante fue demasiado corto para que él pudiera liberarse. Ahora la espina
dorsal de ella se había curvado, ahora su boca se había llenado de colmillos,
ahora habían crecido las garras, ahora el cuerpo bajo el vestido azul celeste
se había llenado de pelaje, ahora le atraía debajo de ella, ahora ella estaba
encima de él, ahora las garras desgarraban el traje gris y la carne de él,
ahora una renegrida garra abría un tajo en la garganta de él para que no
pudiera gritar. Ahora había llegado la hora de la cena.
Tenía
que hacerse de manera cuidadosa y rápida.
El
estaba en plena erección, su pene hinchado con estática lujuria. Ahora ella le
tenía desnudo y ella estaba sobre él, acuclillándose sobre él, y él entró en
ella mientras su vida se le escapaba a borbotones. Ella cabalgó, agitándose y
sudando, mientras la boca de él trabajaba futilmente y sus ojos se desorbitaban
y brillaban a la luz de la luna.
El
orgasmo de ella fue acompañado por un aullido que ascendió por encima del Sena
y se perdió en el cielo nocturno sobre París, hasta que la dominante luna se lo
tragó y brilló un poco más intensamente con la pasión.
Abajo,
en la oscuridad, satisfecha su pasión, ella cenó elegantemente.
La
comida en Berlín había sido demasiado fibrosa; en Bucarest la sangre era
demasiado fluida y no consiguió realzar el sabor; en Estocolmo la cena era
demasiado insípida; en Londres demasiado correosa; en Zurich fue tan grasa que
la puso enferma. Nada comparable con las excelencias de Los Ángeles.
Nada
era comparable con la comida de casa... hasta París.
Los
franceses eran justamente famosos por su cuisine.
De
modo que salió a cenar cada noche.
Fue
una excelente semana su primera semana en París. Un elegante hombre maduro con
bigote blanco engominado, que hablaba militarmente, incluso al final. La
peluquera de una tienda elegante, que llevaba una especie de mono de color
púrpura fluorescente y botas de cowboy, del color rojo de la manzana al
caramelo. Un estudiante de Westfield, Nueva York, que estudiaba en la Sorbona y
que no paraba de decir que estaba enamorado de ella, hasta el final en que no
dijo nada. Y otros. Unos cuantos otros. Empezó a temer que su línea se echara a
perder.
Y
de nuevo era sábado. Samedi.
Había
sentido deseos de bailar. Era una buena bailarina. Todos los ritmos adecuados
para el momento adecuado. Uno de sus menús le había indicado que la bôite más
interesante en aquel momento era una especie de bar-restaurante combinado con
una discoteca: Les Bains-Douches, que podía traducirse como «los baños y
duchas», puesto que había sido una casa de baños y duchas desde el siglo xix.
De
modo que se dirigió a la Rué du Bourg l'Abbé y se quedó de pie ante el enorme
cristal de la pesada puerta. Un hombre y una mujer estaban detrás del cristal,
seleccionando a quienes podían entrar de quienes no podían. En París, cuanto
más tiempo se le mantiene a uno fuera del club, más deseos siente de entrar.
El
hombre y la mujer la miraron, y ambos alargaron la mano para abrir la puerta.
Claire sabía cuál era su aspecto: su atractivo era evidente tanto para los
hombres como para las mujeres. En ningún momento se había preocupado por la
posibilidad de que no la admitieran. Entró.
Ahora,
a su alrededor, la excitación, el color y la carne joven y fuerte de París se
movía con majestuosa pasión, como plantas subacuáticas.
Bailó
un poco, bebió un poco, y aguardó.
Pero
no mucho tiempo.
Llevaba
una camiseta muy ajustada, con la inscripción 1977 NCAA Soccer Champions. Pero
no era norteamericano ni inglés. Era francés, y sus téjanos, como su camiseta,
eran muy ajustados. Llevaba botas de motorista, con pequeñas cadenas cruzando
la puntera. Su pelo era largo y oscilaba descuidadamente sobre sus hombros,
pero no tenía los ojos oscuros de un punk. Sus ojos eran agudos y azules,
demasiado inteligentes para el rostro en el cual estaban insertos. Bajó la vista
hacia ella.
Por
algunos momentos ella no se dio cuenta de que él estaba allí de pie, mirándola,
pese a que se hallaba frente a su mesa. Ella estaba pendiente de una elegante
pareja que daba vueltas en el extremo más alejado de la pista de baile, y él se
mantuvo allí de pie, inmóvil, observándola sin interferencias.
Pero
cuando ella alzó la mirada y él no apartó la suya, cuando los ojos de él no se
entrecerraron ni se puso nervioso cuando ella volcó toda la fuerza de su
personalidad sobre él, ella supo que aquella noche era probable que gozara de
la mejor cena que hubiera disfrutado nunca.
Su
nombre era Patrick y era un buen bailarín. Bailaron cómodamente juntos, y él la
sujetó contra sí con más fuerza de lo que ningún desconocido había tenido nunca
el derecho a hacer. Ella sonrió ante aquel pensamiento, porque no serían
desconocidos por mucho rato. Pronto, si la noche se llenaba de luz, serían muy
íntimos. Eternamente íntimos.
Y
cuando abandonaron el club, él sugirió su apartamento en Le Marais.
Cruzaron
el no hasta la parte vieja de la ciudad, ahora muy de moda. Él vivía en un
ático, pero no era rico. Se lo dijo claramente. Ella lo encontró encantador.
Allí,
él encendió una suave luz azul y otra que estaba alojada en la pared, detrás de
una larga jardinera cromada y repleta de carnosas y saludables plantas.
Él
se volvió hacia ella y ella adelantó sus brazos para tomar la cabeza de él
entre sus manos. Él también alzó sus brazos y detuvo las manos de ella. Sonrió
y dijo, en un francés que ella pudo comprender:
—¿Quieres
comer algo?
Ella
sonrió. Sí, estaba hambrienta.
Él
se dirigió a la cocina y regresó con una bandeja de zanahorias, espárragos,
remolachas y rábanos.
Se
sentaron y hablaron. Habló él la mayor parte del tiempo, en un francés que no
presentaba ninguna dificultad para ella. Podía comprenderlo. Él hablaba tan
rápido y de una forma tan compleja como cualquier otro francés, pero cuando los
otros le hablaban, en el hotel, en la calle, en la discoteca, era un
galimatías; en cambio, cuando él hablaba le comprendía perfectamente. Al cabo
de un momento dejó de preocuparse por ello y, simplemente, le dejó hablar.
Y
cuando se inclinó hacia él, finalmente, para besarle en la boca, él adelantó su
brazo, puso la mano bajo su largo cabello rubio, le sujetó la nuca, y atrajo su
rostro hacia el suyo.
A
través de la ventana, ella podía ver la luna menguante. Sonrió débilmente en
pleno beso: no precisaba la luna llena. Nunca la había necesitado. En eso era
donde se equivocaban las leyendas. Pero las leyendas eran correctas en cuanto a
las balas de plata. La plata en cualquiera de sus formas... Ahí residía la
razón por la cual un vampiro no se reflejaba en los espejos. (Excepto que ésa
era otra leyenda. No había vampiros. Únicamente hijos de la noche que
habían sido mal observados.) Debido a que Jesús fue traicionado por Judas por
treinta monedas de plata, aquel metal se había convertido en un elemento ligado
al mal, y por ello, desde entonces, investido con el poder de alejar el mal: no
era el espejo el que no arrojaba el reflejo de los hijos de la noche,
sino la capa plateada que llevaba detrás del cristal. Claire podía verse en un
espejo de acero pulido o de aluminio, podía bañarse en el rio y ver su reflejo.
Pero nunca en un espejo con dorso plateado...
Como
el que había sobre la chimenea, justo delante del sofá donde estaba sentada con
Patrick.
Un
frisson de advertencia la recorrió.
Abrió
los ojos. Él estaba mirando más allá de ella.
Al
espejo.
Donde
él permanecía sentado, abrazando la nada.
Y
Claire empezó a levantarse, para ser reemplazada por el hijo de la noche.
Veloz.
Se movió a gran velocidad.
El
lomo curvándose, el pelaje enmarañándose, los dientes creciendo, los dientes
afilándose, las garras surgiendo. Y su mano que ya no era una mano se alzó
mientras le empujaba, apartándolo de ella, y rasgaba su garganta con una garra
que era como una navaja.
La
garganta del hombre se abrió.
Y
la savia verde fluyó. Por un momento. Luego la herida se cerró mágicamente, sus
labios volvieron a unirse y formaron la línea blanca de una cicatriz, que luego
también se desvaneció.
Él
la miró mientras ella contemplaba la cicatriz curándose.
Por
primera vez en su vida, Claire tuvo miedo.
—¿Te
gustaría que pusiera un poco de música? —preguntó él.
Pero
no habló. Su boca no se había movido.
Y
ella comprendió entonces por qué su francés no había resultado incomprensible
para ella. El le hablaba desde el interior de su cabeza, sin sonidos.
No
pudo responder.
—Si
no quieres música, quizá te apetezca algo de comer —dijo él, y sonrió.
Las
manos de ella se movieron de una forma vaga, sin propósito. Miedo y una total
confusión la dominaban. Él pareció comprender.
—Este
es un mundo muy extenso —dijo—. El espíritu se mueve por muchos caminos, de
muchas formas. Tú crees que estás sola, y realmente lo estás. Hay muchos como
nosotros, uno de cada, el último de nuestra especie quizá, y cada uno está
solo. La niebla se aparta y el niño emerge, y al cabo de un tiempo el viejo
muere, dejando al último de los niños huérfano de madre y padre.
Ella
no tenía ni idea de lo que él estaba diciendo. Siempre había sabido que estaba
sola. Así eran las cosas. No el estúpido concepto de soledad de Sartre o de
Camus, sino sola, absolutamente sola en un universo que la mataría si supiera
de su existencia.
—Sí
—dijo él—, y es por eso que tengo que hacer algo contigo. Si eres la última de
tu especie, entonces esta vida de riesgos, únicamente para satisfacer tus
necesidades, debe terminar.
—¿Vas
a matarme? Entonces hazlo rápido. Siempre he sabido que eso podía ocurrir.
Sencillamente, hazlo rápido, extraño hijo de puta.
Él
había leído sus pensamientos.
—No
seas estúpida. Sé que es difícil no volverse paranoide, que toda tu vida has
estado programando eso en tu interior. Pero no seas estúpida si puedes. No hay
posibilidades de supervivencia en la estupidez, por eso han desaparecido tantos
de los últimos de tu especie.
—¿Qué
cosa eres tú? —quiso saber ella.
Él
sonrió y le ofreció la bandeja de vegetales.
—¡Eres
una zanahoria! ¡Una maldita zanahoria! —gritó ella.
—En
absoluto —dijo la voz en su cabeza—. Pero soy de una madre y de un padre
distintos a los tuyos; de una madre y un padre distintos a cualquiera de los
que hay ahí afuera, en las calles de París, esta noche. Y ninguno de nosotros dos
morirá.
—¿Por
qué deseas protegerme?
—Los
últimos salvan a los últimos. Es muy sencillo.
—¿Para
qué? ¿Para qué me protegerás?
—Para
ti misma... Para mí...
Él
empezó a quitarse las ropas. Ahora, a la azulada luz, ella pudo ver que era muy
pálido, sin el color que el maquillaje facial había puesto en su rostro; pero
tampoco era blanco. Quizá hubiera un ligero tono verde surgiendo débilmente
bajo la firme y dura piel.
En
todos los demás aspectos era humano, y soberbiamente constituido. Ella sintió
que su propio cuerpo respondía a aquella desnudez.
Él
avanzó hacia ella, y con cuidado, lentamente —porque ella no se resistió—, le
fue quitando las ropas. Ella se dio cuenta de que de nuevo era Claire, no el
velludo hijo de la noche. ¿Cuándo había vuelto a cambiar?
Todo
estaba ocurriendo sin su control.
Desde
hacía muchísimo tiempo, cuando se encontró abandonada a sus propios recursos,
siempre lo había controlado todo: su vida, la de aquellos a quienes encontraba,
su destino... Pero ahora estaba indefensa, y no le importaba obtener o no el
control de él. El miedo había huido de ella, y algo mucho más rápido lo había
reemplazado.
Cuando
ambos estuvieron desnudos, él la tendió en la moqueta y empezó a hacerle el
amor, lenta y cuidadosamente. En la jardinera llena de plantas que había sobre
ellos, Claire creyó detectar el movimiento de aquellas nutritivas cosas verdes
estremeciéndose ligeramente, inclinándose hacia ellos y hacía la energía que
difundían mientras se sumían al unísono en un espasmo ritual y a la vez completamente
nuevo, pues la suya era la unión de lo no familiar, aunque fuera tan antigua
como la luna.
Y
cuando la sombra de la pasión se cerró en tomo a ella, Claire le oyó susurrar:
—Hay
muchas cosas para comer...
Por
primera vez en su vida, ella no pudo oír el eco de las pisadas siguiéndola.
SIN TON NI SON
Peter
Valentine Timlett
Peter
Valentine Timlett nació en Londres en 1933 y vivió en Australia durante unos
cuantos años. Ahora tiene su hogar en Kent. Es conocido principalmente por su
trilogía fantástica atlántica The Seedbearers (Los portadores de la
semilla, 1974), The Power of the Serpent (El poder de la
serpiente, 1976) y Twilight of the Serpent (La decadencia de la
serpiente, 1977). Novelas más recientes incluyen una trilogía arturiana y
una novela basada en el proceso por brujería del padre Urbano Grandier, Ñor All
Thy Tears (Ni todas tus lágrimas).
Ha
trabajado como músico de jazz y en el departamento de distribución de una gran
editorial británica. Durante varios años, Timlett practicó la magia ritual,
hasta que empezó a sentirse frustrado con los objetivos del grupo ocultista al
cual pertenecía. El interés de Timlett por lo oculto queda reflejado en su
trilogía de los atlantes, que escribió sin ser consciente de que sería
absorbida por la moda del momento: la heroic fantasy (la edición de bolsillo en
los Estados Unidos fue lastrada con una portada que rivalizaba con las más
chillonas de las que hubiera hecho jamás Frank Frazetta para la serie de Conan).
Nadie puede confiar en las ideas propias de los editores. Timlett completó su
trilogía arturiana (aún sin publicar) ignorando que el mercado se vería
saturado de novelas arturianas aquel año. Timlett escribe sólo novelas, y Sin
ton ni son es su único relato corto publicado hasta la fecha. Ramsey
Campbell consiguió arrancárselo para sus New Terrors, y espero que tenga
éxito en persuadir a Timlett a que nos ofrezca algunos más.
Era
una casa enorme, mucho más grande de lo que ella había esperado. Debía de tener
como mínimo cinco o seis dormitorios. No era demasiado vieja, probablemente de
finales del período Victoriano, y su jardín era soberbio. Estaba asentada al
final de una pequeña carretera muy secundaria, a casi dos kilómetros del
pueblo, sin ninguna otra casa a la vista. En consecuencia, era hermosamente
tranquila y pacífica. Podría llegar a ser muy feliz allí.
Pulsó
el timbre y aguardó. Tras un par de minutos, pulsó de nuevo. Tenía que haber
alguien en casa, seguro. Su cita era a las tres en punto, y ella había sido
puntual casi al segundo.
—¿Sí?
—dijo una voz aguda a sus espaldas.
Se
volvió en redondo, sobresaltada.
—Oh,
lo siento. No la oí llegar. —La mujer se acercaba a la cincuentena, era alta y
delgada, bien proporcionada, con unos claros ojos grises que la estudiaban
firmemente, casi ardientemente—. Soy la señorita Templeton... Deborah
Templeton. Me envía la agencia. ¿Es usted la señora Bates?
La
mujer asintió.
—Es
usted puntual. Me gusta eso. —Los grises ojos la examinaron de la cabeza a los
pies—. También es usted muy bonita. Le dije a la agencia que tenía que ser
usted bonita. Me gusta estar rodeada por cosas hermosas, incluida la gente. No
es usted hermosa, pero es usted muy bonita. Debe ser su vestido, supongo, y la
forma de su peinado. Bonita pero no hermosa.
La
mano de la señorita Templeton se dirigió involuntariamente a su pelo.
—Normalmente
llevo el pelo suelto —dijo.
—Sí,
debería llevarlo así. Con el pelo suelto, una sombra de ojos decente, yo diría
que verde, y un traje de tarde un poco atrevido, causaría usted sensación.
La
muchacha sonrió.
—Ha
pasado mucho tiempo desde que vestía así. Luego no ha habido ocasión.
La
señora Bates no hacía honor a su propia filosofía. Llevaba unos téjanos
descoloridos y remendados, sucios de tierra en las rodillas, y una especie de
blusa tipo guardapolvo que le hacía muy poco favor a su silueta. Llevaba el
pelo recogido hacia arriba y metido debajo de un viejo sombrero que parecía
haber llegado a la vida hacía una década como gorrita de moda, tipo jockey, en
cualquier tienda de Chelsea. Pero tenía esa clásica estructura ósea facial que
la mayoría de mujeres envidian y que proporcionan al rostro un precioso aspecto
sin edad. Con ropas adecuadas, aquella mujer podía conseguir un aspecto
sorprendente, pese a sus años.
La
señora Bates fue consciente de su examen.
—Una
debe vestir para complacerse a sí misma, no a los demás —dijo firmemente—.
Cuando estoy en el jardín, visto como un jardinero. Por las tardes visto como
una mujer, aunque esté sola. —Se volvió y echó a andar—. Entremos en la casa
—dijo por encima de su hombro.
La
señorita Templeton la siguió. Rodearon la casa hacia una solana, cruzando un
par de ventanas estilo francés. Una curiosa mujer, aquella señora Bates. La
agencia había estado en lo cierto describiéndola como algo excéntrica. Pero la
sala era hermosa. Cada mueble, por lo que podía intuir, era una genuina
antigüedad, y la mujer le señaló una chaise-longue que ella sola debía de valer
una fortuna.
—Como
llevo ropas de jardinería, yo permaneceré de pie —dijo la señora Bates—. Soy una
mujer rica, señorita Templeton. El contenido de esta casa vale mucho más que la
propia casa, y por esa razón debo ser cuidadosa con quien invito a vivir
conmigo.
—Comprendo.
—Y
también está la cuestión de la compatibilidad de caracteres. —De nuevo aquellos
ojos grises la escrutaron de la cabeza a los pies—. Imagino que la agencia le
habrá dicho que soy una excéntrica.
—Me
dijeron que era usted una persona fuertemente individualista —dijo con
precaución la señorita Templeton.
—Y
lo soy. Ésta es mi casa, y por ello tengo derecho a determinar cómo hay que
organizaría.
—Por
supuesto.
—Soy
una fanática de la jardinería, señorita Templeton. Tanto en verano como en
invierno, paso la mayor parte de mi tiempo en el jardín. No deseo compañía, que
eso quede bien claro. Deseo a alguien que cuide de la casa y me deje libre para
atender al jardín. Cualquier cosa que tenga que ver con la casa, absolutamente
cualquier cosa, será responsabilidad suya.
—Así
lo entiendo. La agencia me dio una lista de todos los deberes y condiciones, y
los encuentro del todo aceptables.
—Estupendo.
En cuanto a las comidas, me encargaré yo misma de ellas durante la semana.
Usted deberá cocinar únicamente una comida a la semana, la del sábado por la
noche, en la cual espero que cene conmigo. Soy una fanática del Jardín, pero no
de la casa.
Con
tal de que ésta esté razonablemente limpia y ordenada puede usted hacer lo que
mejor le parezca. Si le gusta caminar, encontrará que los alrededores son
deliciosos. No soy una mujer sociable, señorita Templeton. Puedo ser una
persona encantadora si me lo propongo, pero básicamente prefiero mi propia
compañía. Durante la semana, mientras no se dedique usted a los trabajos de la
casa, me sentiré muy satisfecha si permanece en sus habitaciones, pero me
encantará su compañía durante el sábado por la noche.
La
muchacha asintió.
—Usted
desea que la casa esté bien atendida sin que la molesten a usted, y yo no debo
interferir en sus quehaceres excepto los sábados.
La
mujer sonrió.
—Exactamente.
Todo esto puede parecer un poco excéntrico, pero es lo que mejor me conviene, y
necesito a alguien que pueda encajar en este esquema, alguien que también se
sienta feliz con su propia compañía la mayor parte del tiempo. Su carta decía
que tenía usted veintiocho años, era hija única, y que sus padres han muerto.
¿Algunos otros familiares?
—No,
ninguno. Ni siquiera un prometido.
—Entiendo.
Lamento tener que hacer esas preguntas tan personales, pero las razones son
obvias. De todos modos, creo que es de justicia que yo actúe a la recíproca. De
modo, señorita Templeton, que puedo decirle que tengo cuarenta y ocho años, y
no me importa en absoluto que todo el mundo lo sepa. Como usted, mis padres
murieron cuando yo era joven, y como usted, soy hija única. Debido a lo cual, ya
era bastante rica antes de casarme, y mi esposo también tenía dinero. Estuvimos
casados diez años antes de que él me abandonara por otra mujer más joven.
—Oh,
lo siento.
—Para
ser sincera, yo también lo sentí. Fue un buen matrimonio, o al menos así lo creí
yo, aunque no tuvimos hijos.
—¿Por
qué se fue?
Durante
un breve momento, una mirada de intenso odio cruzó sus ojos.
—Digamos
que la chica en cuestión utilizó sus encantos físicos con todas sus
consecuencias. De modo que yo también estoy completamente sola, sin lazos
familiares. ¿Le informó la agencia acerca del sueldo?
—Sí.
Estoy completamente de acuerdo con la cuestión monetaria.
—Estupendo.
—De nuevo aquellos ojos grises la observaron críticamente—. Bien, señorita
Templeton, creo que vamos a llevarnos muy bien. La dejaré sola durante unos
minutos para que pueda pensar sobre ello. Eche con toda libertad un vistazo a
la casa. Sus habitaciones son las dos primeras de la derecha, arriba, al final
de las escaleras. Son un dormitorio, con su propio cuarto de baño anexo, y un
pequeño saloncito; hay una puerta que comunica ambas estancias. Estoy segura de
que se sentirá usted cómoda. Cuando esté dispuesta me encontrará en el jardín.
Dio
media vuelta y salió al patio.
Deborah
Templeton siguió sentada allí unos instantes. Qué mujer tan curiosa, pensó, y
qué extraordinaria entrevista. Era el tipo de entrevista que hubiera llevado a
cabo un hombre, no una mujer. Por un breve instante, el pensamiento de que la
señora Bates tuviera gustos poco habituales pasó por su mente, lo cual podía
ser la razón de que su esposo la hubiese abandonado por una mujer más normal, y
también podía ser la razón de que hubiera insistido tanto en que su empleada
fuera joven y atractiva, pero desechó la idea al tiempo que se levantaba. La mujer
podía ser rara, pero ciertamente esa rareza no provenía de Safo.
Recorrió
la casa. Ella no procedía de un ambiente pobre precisamente, pero nunca había
vivido en un entorno tan lujoso como aquél. La cocina era enorme y estaba
dotada con todos los accesorios existentes en el mercado, y el salón principal
era de una elegancia exquisita. Subió por la escalera principal y entró
directamente en lo que iba a ser su dormitorio: contenía la más lujosa cama
doselada que hubiera visto nunca, tapizada en dorado y rojo, como algo surgido
de un cuento de hadas. Sabía muy bien que era una tontería dejarse ganar por
cosas tan triviales como una cama y permitir que eso influyera en su decisión,
pero siempre había sido una de sus fantasías dormir en una cama con dosel.
Se
miró a sí misma en el espejo móvil de cuerpo entero, y sonrió irónicamente.
Bonita pero no hermosa. Una descripción acertada, pero desmoralizadora. Hubo un
tiempo, hacía ya muchos años, en que había sido sorprendentemente atractiva;
una época en que se había vestido deliberadamente para tal efecto. Pero la
imagen que le devolvía ahora la mirada desde aquel espejo era una imagen
«marchita»; difícilmente capaz de despertar la libido masculina.
Se
dirigió hacia la ventana y miró el jardín donde la señora Bates se ajetreaba
cuidando los macizos de flores. La mujer era ciertamente autoritaria, pero si
resultaba cierto que no iba a verla durante la mayor parte del tiempo, eso no
representaría ningún problema. Y, sin embargo, seguía habiendo algo extraño en
todo aquello. Todo resultaba demasiado bueno como para ser cierto. O quizá lo
extraño de todo el asunto tenía que ver más con la propia señora Bates que con
la posición que le ofrecía. Fuera como fuese, sería una estúpida si dejaba
escapar la ocasión.
El
nombre que la agencia le había facilitado, junto con la lista de los deberes,
era el de Mary Elizabeth Bates, seguido por una firma indescifrable. El nombre
era realmente apropiado... «Mary, Mary, mujer de postín», murmuró, «¿cómo haces
crecer tu jardín?», y la respuesta era que realmente crecía muy bien, y que
Mary Bates era realmente una mujer de postín, de mucho postín, evidentemente.
La
muchacha abandonó la habitación y bajó al jardín.
—Creo
que seré muy feliz aquí —se limitó a decir.
La
mujer sonrió.
—Cuando
leí su carta y vi su fotografía estuve ya medio segura, pero cuando la vi de
pie ante la puerta supe que era usted la indicada. ¿Cuándo empezará?
—¿Le
parece bien el lunes?
La
señora Bates le tendió su mano.
—Estupendo.
La veré entonces.
Deborah
había dicho el lunes sólo para concederse el fin de semana por si cambiaba de
opinión, pero a la hora de la comida del sábado ya pagaba a la casera de su
pequeño apartamento una semana de alquiler como compensación por su marcha y ya
tenía el equipaje hecho. Se sentía ansiosa por marcharse. El sábado por la
tarde y todo el domingo parecieron transcurrir con tanta lentitud como la
eternidad, pero finalmente llegó el lunes y un taxi la condujo hasta su nueva
casa al mediodía.
La
señora Bates, llevando todavía el mismo par de viejos téjanos, le dio una
calurosa, aunque no efusiva, bienvenida.
—Ya
sabe dónde están sus habitaciones. Emplee todo el día en instalarse. Hágase
usted misma la comida cuando desee. Mañana hablaré más detenidamente con usted
y examinaremos juntas las cuentas de la casa. —Dio media vuelta y regresó al
jardín.
Deborah
sonrió irónicamente y subió sus cosas a la habitación. A las dos de la tarde
había deshecho las maletas y estaba preparada para explorar la casa.
Su
madre siempre había dicho que una podía saber casi todo lo que había que saber
del entorno, temperamento y carácter de una mujer por el contenido de los
armarios de su cocina, su guardarropa, y su cesto de la ropa sucia. La cocina
no contenía ninguna sorpresa, teniendo en cuenta las muestras de riqueza del
resto de la casa. Los potes, frascos y botellas en los armarios revelaban un
gusto epicúreo muy caro, que prometía un delicioso futuro culinario, aunque sin
duda podía ser un desastre para cualquier dieta de control de calorías. El
botellero contenía una docena o más de botellas, en su mayor parte vinos del
Rin alemanes, aunque en la hilera de vinos blancos había dos botellas de Nuit
St. George. Obviamente, la señora Bates cenaba bien.
La
muchacha no se atrevió a entrar en el dormitorio de su patrona para examinar su
guardarropa, pero sí efectuó un rápido examen al cesto de su ropa sucia, y allí
se encontró con una sorpresa que casi bordeó el shock. Había dos portaligas, el
uno negro y púrpura y el otro negro y escarlata, y cinco pares de las bragas
más exiguas que jamás hubiera visto, también de color escarlata, negro y
púrpura, todas de encaje y revelando más de lo que cubrían. Además había dos
sujetadores, uno negro y otro rojo, tan breves que apenas eran la cuarta parte
de un sujetador, inservibles para cualquier mujer normalmente dotada. Era
desconcertante. Aquella ropa interior era más propia de una prostituta joven
del Soho que de una semireclusa rural de cuarenta y ocho años. La señora Bates
estaba demostrando ser un intrigante misterio.
A
las cuatro empezó a llover, y Deborah se apresuró hacia la ventana del
saloncito contiguo a su dormitorio para ver qué haría la señora Bates. La mujer
se metió apresuradamente en el invernadero, y al cabo de unos pocos minutos
salió vestida con botas de agua, unos pantalones encerados, y un anorak
impermeable con la capucha sobre su cabeza. Luego, tranquilamente, volvió a su
trabajo. La verdad era que su aspecto resultaba ridículo, inclinada sobre los
macizos de flores, con la lluvia goteando en su espalda. A finales de junio el
clima era cálido pese a la lluvia, y si una iba convenientemente protegida
contra el agua no había ninguna razón lógica para no seguir trabajando bajo la
lluvia; sin embargo, aquello parecía ridículo. La gente no cuida su jardín
lloviendo. Sencillamente, esas cosas no se hacen. ¿Y cómo encajaba aquella
excéntrica figura allí abajo, en medio de la lluvia, con el tipo de mujer que
llevaba una ropa interior tan extravagante y provocativa? Era algo
deliciosamente misterioso.
Deborah
no vio a la señora Bates aquella noche, pero a la mañana siguiente encontró una
nota en la cocina pidiéndole que acudiera a la biblioteca después del desayuno,
para examinar las cuentas de la casa. Bien, al menos podría ver a la señora
Bates con otro atuendo distinto a los téjanos. Pero cuando entró en la
biblioteca, se sintió sorprendentemente decepcionada. Iba vestida con unos pan-
talones holgados, azul pálido, y una blusa blanca de cuello alto. El atuendo
era sencillo, de buen gusto, y difícilmente en consonancia con el erótico
contenido del cesto de la ropa sucia. Y la señora Bates demostró tener una
mente clara, precisa y lógica. Las cuentas de la casa estaban claramente
anotadas y ordenadas por orden alfabético en un archivo adecuado en un gabinete
de la biblioteca. En media hora, la charla de instrucciones hubo terminado y la
señora Bates volvió a sus téjanos y a su jardín.
De
acuerdo con las instrucciones, Deborah Templeton no interfirió en los
quehaceres de su patrona durante el resto de aquel martes y todo el miércoles,
aunque la señora Bates estuvo constantemente a la vista desde la casa. Y fue
esa constante visión de su patrona la que le reveló otro hecho extraño. Si bien
la señora Bates dedicaba su atención a todas las partes del jardín, una y otra
vez regresaba al mismo macizo de flores donde Deborah la había visto por vez
primera. Si se trasladaba a otra parte del jardín era sólo por unos pocos
minutos, diez como máximo, antes de regresar al que obviamente era su lugar
favorito.
El
macizo de flores era un pequeño montículo de unos seis metros de largo por dos
de ancho, y se le hubiera podido llamar un montículo de rocalla de no ser por
el hecho de que no había rocas. Deborah Templeton no era jardinera y apenas era
capaz de citar el nombre de cualquier planta en aquella mezcla de colores,
excepto los tulipanes y las dalias. Por supuesto, algunas de ellas parecían
sorprendentemente extrañas a su ojo inexperto, y por lo tanto raras, aunque en
su conjunto era un hermoso macizo y obviamente respondía con belleza a los
amorosos cuidados que le dedicaba la señora Bates. «Con campanas de plata y
conchas marinas», murmuró mientras veía cómo la señora Bates regresaba a su
lugar favorito por enésima vez.
El
jueves salió de compras al pueblo, y allí descubrió otra rareza, ésa más bien
alarmante.
—Bien,
diré algo en favor de la señora Bates —le comentó el carnicero, un hombre
enorme, con redondas y sonrojadas mejillas—: ¡Realmente sabe elegirlas!
—¿A
qué se refiere?
Afortunadamente
la tienda estaba vacía, de otro modo quizás el hombre no hubiera seguido y la
excentricidad hubiera permanecido oculta durante algún tiempo más.
—Bien,
usted es una atractiva joven, señorita Templeton, si me permite decirlo, pero
todas las muchachas de la señora Bates siempre han tenido muy buen aspecto.
Más
tarde, Deborah decidiría que aquél había sido el momento preciso en que el
primer timbre de advertencia resonó en su cabeza.
—¿Todas?
—dijo—. ¿Por qué? ¿Cuántas ha habido?
El
carnicero frunció los labios.
—Usted
es la séptima, creo.
Ella
firmó la cuenta. Ya estaba a punto de irse cuando, movida por un impulso,
preguntó:
—¿Recuerda
usted sus nombres?
—Naturalmente
—dijo él, y le proporcionó seis nombres—. Usted es, con mucha diferencia, la
más atractiva de todas —terminó galantemente.
Una
vez fuera, escribió los nombres en su agenda antes de olvidarlos. Empezó a
caminar los casi dos kilómetros hasta la casa, pero antes de abandonar el
pueblo efectuó una llamada desde la cabina pública. No era una llamada que se
atreviera a hacer desde la casa.
La
agencia fue educada y pidió muchas disculpas, pero no se mostró muy
cooperativa. Sí, ella era efectivamente la séptima. Sí, los seis nombres eran
correctos. No, no habían mencionado para nada a sus predecesoras porque ésas
habían sido las instrucciones de la señora Bates. Por lo que sabían, todas las
chicas que la habían precedido se habían aburrido rápidamente de su trabajo al
tener tan poco que hacer, y se habían marchado. No, no habían tenido contacto
con ninguna de las chicas después de que se fueran. No se habían enterado hasta
que la señora Bates se había puesto en contacto con la agencia pidiendo un
reemplazo. No, no creían que hubiese nada anormal.
Deborah
no tuvo ocasión de hablar con la señora Bates durante aquel jueves, y tampoco
el viernes. No fue hasta el sábado por la mañana que su patrona se dejó ver.
—Espero
que no habrá olvidado que hoy es sábado.
—No,
por supuesto. La cena estará a punto a las ocho.
A
las siete, con todo preparado, Deborah subió a vestirse. Se dio una ducha
rápida y luego se peinó, dejando el cabello suelto y esponjoso. Después se
probó el único vestido largo que tenía. Hacía varios años que no se lo ponía y
aún le caía muy bien. No había engordado tanto como había sospechado. El
vestido era negro, con una sencilla línea ondulada como único adorno. Iba atado
en la nuca y dejaba la mitad de sus pechos al descubierto, con un escote que
llegaba hasta un poco más abajo de su ombligo. Por si eso no bastaba, en su
parte frontal había un corte hasta medio muslo, y se ajustaba de tal modo en
tomo a sus caderas y nalgas que cualquier ropa interior, por breve que fuera,
hubiera estropeado su caída. Se preguntó cómo había sido capaz alguna vez de
ponérselo. Se miró a sí misma criticamente en el espejo de cuerpo entero y
meneó la cabeza. Era un gran vestido, y le hubiera gustado ponérselo
simplemente para contradecir aquello de «bonita pero no hermosa», pero
realmente no era adecuado para la ocasión. A disgusto, se lo sacó y lo dobló.
Se puso ropa interior y un sencillo traje de cóctel que le llegaba hasta las
pantorrillas y no revelaba nada, y abandonó la habitación para ir escaleras
abajo.
Mientras
cerraba la puerta de su dormitorio vio a su patrona bajando las escaleras, y su
visión casi la hizo jadear. Su propio traje negro hubiera sido declarado púdico
en comparación con el que llevaba la señora Bates. Era un traje de un blanco
purísimo, al estilo griego, de un material tan fino que parecía como si su
propietaria fuera dejando tras ella fragmentos a medida que avanzaba, y era
asombroso cuan poco de la señora Bates cubría. El contraste con la figura con
botas altas en el jardín era tan sorprendente que casi resultaba increíble que
se tratase de la misma mujer.
Sin
pensar en ello, Deborah regresó a su dormitorio, se quitó el traje de cóctel y
la ropa interior, se puso el traje de noche y bajó para servir la cena.
Ninguno
de los dos trajes fue mencionado durante la cena; de hecho, se habló muy poco.
La señora Bates hizo un comentario apreciativo acerca del cóctel de mariscos,
halagó los tournedos Rossini, y dijo que había encontrado delicioso el sorbete
de limón. No fue hasta que se trasladaron al salón para tomar el café que hizo
la primera apreciación.
—Una
excelente comida, querida —dijo la señora Bates—. Y retiro por completo mi
anterior comentario acerca de que simplemente es usted bonita. Su aspecto es
sorprendente. Dudo de que ningún hombre fuera capaz de mantener sus manos lejos
de usted.
La
muchacha sonrió.
—Con
usted en la habitación, dudo incluso de que me vieran.
La
señora Bates se miró a sí misma.
—Sí,
los hombres son unos completos estúpidos respecto al físico. Con un traje como
éste, o uno como el suyo, todos los instintos del hombre salen a la superficie
para demostrar lo pequeño que es realmente. Todas las virtudes de una mujer no
son nada comparadas con el poder de un traje revelador. Lo sé por propia
experiencia.
Deborah
bebió su café.
—¿La
chica que le arrebató a su marido? —dijo suavemente.
La
mujer sonrió con acidez.
—Venía
mucha gente a casa por aquel entonces, principalmente amistades de negocios de
mi marido y gente de su oficina. Por aquel entonces yo no vestía como usted me
ve ahora. Acostumbraba a vestir elegantemente y con buen gusto, pero sin
revelar nunca nada. Una actitud anticuada quizá en estos días de chillona
sexualidad, pero todos tenemos nuestros gustos y modelos particulares.
—¿Y
la chica?
—Una
ayudante personal de uno de los directores de mi marido. Vino a una de nuestras
cenas vestida con un traje casi exactamente igual a este, y para mi marido
quedó patente que sólo tenía que chasquear los dedos para que ella se lo
quitara en seguida. —La señora Bates puso su taza de café en una mesita
auxiliar y se reclinó en el sillón—. Dos semanas más tarde me abandonó y se fue
con ella.
—Lo
siento —dijo la muchacha suavemente.
La
mujer permaneció en silencio unos instantes.
—Hubiera
terminado volviendo a mí, ya sabe, cuando la novedad ya no lo fuera. Y yo le
hubiera aceptado de nuevo. Era un buen matrimonio. Los hombres son muy
vulnerables a ciertos llamativos avances de cualquier mujer atractiva. Pocos
pueden resistirse. Casi forma parte de su naturaleza, usted debe de saberlo
bien.
—¿Qué
ocurrió?
—Tres
semanas después de abandonarme, ambos murieron en un accidente de coche en el
sur de Francia. Espero que ella se esté pudriendo en el infierno por toda la
eternidad. Todo aquello resultó innecesario... Una discreta aventura hubiera
sido mucho mejor; habría satisfecho la atracción sexual y preservado el
matrimonio.
La
muchacha no hizo ningún comentario. Su simpatía estaba instintivamente con el
marido. Una mujer autócrata como la señora Bates tenía que ser alguien con
quien resultara difícil vivir en cualquier aspecto, sexual o de otra índole.
Probablemente debía haber más de una razón por la que él la había abandonado.
—Y
todo por culpa de un traje de noche que mostraba demasiado —dijo amargamente la
señora Bates—. Aquella chica trabajaba en las oficinas desde hacía más de dos
años, y sé que no había habido nada entre ellos antes de aquella cena. Fue el
traje el que lo hizo.
Deborah
sorbió de nuevo su café. Era posible, pero no probable. Si se hubiera tratado
sólo de una cuestión de sexo, entonces una aventura discreta habría satisfecho
la situación. Tenía que haber habido algo más. La forma en que la mujer seguía
machacando aquel aspecto en particular parecía sugerir que la señora Bates se
sentía muy inadecuada e inferior en aquel aspecto.
—De
modo que me decidí y compré este traje y algunos otros —dijo la señora Bates—.
¿Y sabe usted por qué?
Deborah
negó con la cabeza. No le gustaba la forma en que iban las cosas. Aquella mujer
tenía una expresión realmente peculiar en los ojos.
La
señora Bates se puso bruscamente en pie.
—Entonces
se lo mostraré, venga conmigo —y cogió la mano a la muchacha y la condujo hasta
el otro extremo del salón, donde un enorme espejo colgaba de la pared—. Aquí
está el porqué —dijo, señalando los dos reflejos—. Después de quedar segunda en
una ocasión notable, deseaba ver cómo podía compararme si iba vestida de igual
manera.
La
muchacha sintió que la espina dorsal empezaba a picarle. No era miedo
exactamente, sino esa instintiva aprensión nerviosa que los cuerdos sienten a
veces en compañía de los locos. Dios, ¿cuánto tiempo llevaba aquella mujer
rumiando su desgracia para producir aquel tipo de loca reacción? La señora
Bates se medía contra ellas, una tras otra. ¿Y luego qué? Si la medición
resultaba a favor de la mujer mayor, entonces presumiblemente eso cerraba el
asunto y quedaba satisfecho el honor. Pero, ¿y si la comparación resultaba
desfavorable?
Deborah
miró a los dos reflejos. Realmente, Mary Bates era una mujer atractiva. Su
cuerpo era bien proporcionado y terso, y su silueta era aún soberbia, incluso
sin sujetador. En aquel fragmento de traje parecía la gran sacerdotisa de un
culto pagano, sensual, sin inhibiciones, y devastadoramente provocativa. Pocas
mujeres de su edad podían compararse con ella. Pero tenía cuarenta y ocho años,
y los aparentaba. Nada podía ocultar la diferencia de edad entre las dos
mujeres reflejada en aquel espejo, e irónicamente los dos provocativos trajes
servían tan sólo para reflejar más claramente las diferencias. Deborah no se
vanagloriaba de su propia apariencia, pero sabía que si alguien tenía que
elegir en aquel preciso momento, la mayor parte de los hombres la elegirían a
ella. La señora Bates, simplemente, no podía compararse.
La
muchacha sonrió nerviosa.
—No
hay punto de comparación —dijo gentilmente—. Si hubiera algún hombre por los
alrededores, yo no tendría la menor posibilidad.
En
el espejo vio cómo los ojos de la mujer se entrecerraban, en una expresión de
frío odio.
—Tonterías,
querida —dijo la señora Bates con franqueza—. Es usted mucho más atractiva que
yo. Si volviera a presentarse la misma situación, mi marido se iría
indudablemente con usted.
Deborah
soltó su mano y regresó junto a la mesa de café.
—Se
subestima usted, señora Bates. —Tomó su chai—. No resulto atractiva para los
hombres, y nunca lo he sido, lleve lo que lleve. ¿Por qué cree que vivo sola?
No es por decisión propia, se lo aseguro. —Empezó a dirigirse hacia la puerta.
Oh Dios, tenía que escapar de aquella estúpida locura—. De todos modos, se está
haciendo tarde y el vino me ha dado dolor de cabeza. Si me disculpa, creo que
iré a acostarme.
La
expresión de odio había desaparecido de los ojos de la mujer.
—Por
supuesto —dijo fríamente—. Gracias por esa encantadora cena, y por tan
interesante velada.
La
muchacha se apresuró a ir a su habitación. Una vez en su dormitorio, se apoyó
de espaldas contra la puerta y cerró los ojos. Sus manos temblaban, y tenía
todo el cuerpo cubierto de sudor. ¡Qué extraña escena! No era sorprendente que
las otras se hubieran ido tan pronto. Lo primero que haría a la mañana
siguiente era ver si su antiguo apartamento estaba aún libre. No iba a quedarse
en la casa con aquella loca mujer ni un minuto más de lo necesario. Se quitó el
traje, se secó el sudoroso cuerpo, se puso el camisón, y se tendió en la cama,
pero su mente estaba demasiado alterada para poder dormir.
Eran
pasadas las once y media cuando oyó que la señora Bates subía las escaleras y
se dirigía hacia su propio dormitorio. Una hora más tarde, Deborah aún
permanecía estremecidamente despierta. Se dirigió hacia la abierta ventana y
contempló el jardín. Era más hermoso todavía a la luz de la luna, y algunas
flores parecían realmente campanillas de plata. Era una noche cálida, casi
opresiva. Quizá un paseo por el jardín la calmara un poco.
Silenciosamente,
abrió la puerta del dormitorio y se inmovilizó allí, escuchando, pero todo
estaba tranquilo. Aquella desdichada mujer debía de estar dormida ya, soñando
las extrañas imágenes que indudablemente debía forjar una mente tan neurótica
como la de la señora Bates. Se echó una bata por encima del camisón, bajó las escaleras
y salió al jardín.
Era
una noche apacible, y por primera vez durante toda aquella velada fue capaz de
respirar más sosegadamente. En muchos aspectos, era una lástima tener que irse.
Mirado superficialmente, se trataba de un trabajo ideal en un entorno ideal,
pero ya desde el principio le había parecido demasiado bueno como para ser
cierto, y así había demostrado ser. Suspiró y caminó por el césped. Un jardín
muy hermoso, con una jardinera muy extraña. Incluso allí, en el jardín, el
comportamiento de su patrona era decididamente anormal, yendo una y otra vez a
su macizo particular. Deborah miró el alargado y bajo montículo del macizo de
flores favorito de la señora Bates. «Mary, Mary, mujer de postín —murmuró—.
¿Cómo haces crecer tu jardín? Con campanas de plata y conchas marinas, y
hermosas doncellas haciendo de minas».
Y
entonces, en aquel preciso momento, los anteriores timbres de aviso, el extraño
comportamiento de la señora Bates, y las chicas de las cuales no se había
vuelto a saber nada, se juntaron en una explosión de comprensión en su mente.
Tan repentina fue la revelación, y tan aterradora, que durante un minuto
completo fue incapaz de moverse, aunque todo el instinto dentro de ella gritaba
para que saliera huyendo, y todo su cuerpo temblaba, oleada tras oleada de
penetrante frialdad. Luego, lentamente, empezó a retroceder. ¡Oh, Dios santo,
no era posible! ¡No podía ser posible!
—¿Admirando
las flores a la luz de la luna? —dijo una voz a sus espaldas.
Deborah
se volvió en redondo y allí, a pocos pasos de distancia, estaba la señora
Bates, con aspecto pálido y fantasmal en su flotante bata blanca. Aquella
segunda impresión, tan próxima a la primera, estuvo a punto de ocasionarle un
fatal ataque al corazón. La muchacha lanzó un penetrante alarido de terror y
huyó presa del pánico hacia la casa. Irrumpió por el ventanal de estilo francés
y subió las escaleras casi sin rozar los peldaños, hacia su habitación.
No
había llave en la puerta del dormitorio, y ninguna silla de respaldo recto para
apoyar contra la manija. Frenéticamente, arrastró el tocador por encima de la
moqueta y lo apoyó contra la puerta, justo a tiempo.
—¿Qué
demonios ocurre, muchacha? —gritó la señora Bates desde el pasillo, tirando de
la manija y empujando la puerta—. Déjame entrar. Me has asustado mortalmente,
gritando de ese modo. ¿Qué demonios te ocurre? ¡Déjame entrar!
Deborah
no respondió. Cogió unas tijeras y retrocedió hasta el centro de la habitación.
La señora Bates había conseguido abrir la puerta un par de centímetros, pero no
podía moverla más. Deborah vio cómo su pálida mano se deslizaba serpenteando
por la abertura para identificar el obstáculo.
—¡Esto
es ridículo! —exclamó la mujer—. ¡Quita inmediatamente esto y abre la puerta!
—¡Vayase!
—chilló la muchacha—. ¡Vayase de aquí!
La
mano desapareció, y luego siguió un silencio. Pasaron quince segundos, medio
minuto, y seguía sin producirse sonido alguno en el pasillo.
—Has
olvidado la puerta de comunicación —dijo una tranquila voz tras ella, y una
mano descendió sobre su hombro.
De
nuevo aquel alarido de histérico terror. Deborah se volvió en redondo y golpeó
ciegamente con las tijeras, una vez, y otra, y otra. Golpeó los ojos de la
mujer, su rostro, sus hombros, y cayó con ella al suelo, y siguió golpeando y
golpeando, sus brazos, su pecho, y otra, y otra vez, y otra, lo que quedaba de
su rostro, y luego se puso en pie de un salto, soltó las tijeras, corrió a
través de la puerta de comunicación, cruzó el saloncito, salió al pasillo y
bajó las escaleras tambaleándose histéricamente hacia el teléfono.
Veinte
minutos más tarde, llegó la policía: un inspector, un sargento, dos policías
masculinos y uno femenino. Poco habían logrado entender con sus histéricos
balbuceos por teléfono y habían venido preparados para cualquier cosa, aunque
difícilmente para lo que se encontraron. La muchacha estaba cubierta de sangre
de la cabeza a los pies, y al principio supusieron que había sido atacada y
golpeada salvajemente, pero cuando consiguieron desentrañar su historia
empezaron a darse cuenta de que se trataba de algo mucho más horrendo.
—¡Están
ahí afuera! ¡Se lo aseguro! ¡Enterradas bajo ese macizo de flores! ¡Asesinadas
por esa loca de ahí arriba! —gritaba Deborah—. ¡Y yo iba a ser la siguiente!
¡Si no me creen, salgan y mírenlo! —Y estalló en profundos sollozos.
Dejando
a los agentes abajo, con la mujer policía, el inspector y el sargento subieron
al dormitorio. Salieron de él en seguida y se apoyaron contra la pared,
luchando contra las náuseas.
—Usted
conocía muy bien a la señora Bates —dijo finalmente el inspector—. ¿Es ella?
El
sargento se secó la frente.
—¿Cómo
infiernos puedo saberlo? ¡Ni siquiera parece un ser humano!
Finalmente
los dos hombres bajaron las escaleras y cruzaron por la vidriera francesa.
—Debe
de haber alguna pala o una azada por ahí —dijo el inspector—. Que le ayuden los
dos agentes. Caven lo suficiente para verificar la historia. El resto puede
esperar.
El
sargento regresó treinta minutos más tarde. Los dos hombres intercambiaron
algunos susurros y luego el inspector se acercó a Deborah.
—Está
bien. Volvamos a empezar desde el comienzo.
—¿Qué
es lo que pretenden? —gritó la muchacha, histéricamente—. ¡Han visto lo que hay
arriba y han visto lo que hay en el jardín! ¡Por el amor de Dios, sáquenme de
este lugar!
—La
hemos visto a usted y, por supuesto, lo que hay arriba —dijo el inspector,
sombríamente—. Lo que no comprendo es el resto de la historia.
La
muchacha dio un salto.
—¡Dios,
Dios! ¡Hay seis chicas enterradas bajo ese macizo de flores! ¡Ya les dije el
por qué y el cómo! ¿Qué más necesita comprender?
El
inspector agitó la cabeza.
—No
hay nadie enterrado bajo el macizo de flores, señorita Templeton —dijo
suavemente—. Nada en absoluto. Ahora, volvamos al comienzo... Y hágalo muy, muy
despacio.
FIN