Mary W. Shelley
Frankenstein
VOLUMEN I
Prólogo
El suceso en el cual se fundamenta este
relato imaginario ha sido considerado por el doctor Darwin[L2] y
otros fisiólogos alemanes como no del todo imposible. En modo alguno quisiera
que se suponga que otorgo el mínimo grado de credibilidad a semejantes
fantasías; sin embargo, al tomarlo como base de una obra fruto de la
imaginación, no considero haberme limitado simplemente a enlazar, unos con
otros, una serie de terrores de índole sobrenatural. El hecho que hace
despertar el interés por la historia está exento de las desventajas de un
simple relato de fantasmas o encantamientos. Me vino sugerido por la novedad de
las situaciones que desarrolla, y, por muy imposible que parezca como hecho
físico, ofrece para la imaginación, a la hora de analizar las pasiones humanas,
un punto de vista más comprensivo y autorizado que el que puede proporcionar el
relato corriente de acontecimientos reales. Así pues, me he esforzado por mantener
la veracidad de los elementales principios de la naturaleza humana, a la par
que no he sentido escrúpulos a la hora de hacer innovaciones en cuanto a su
combinación. La Ilíada, el poema
trágico de Grecia; Shakespeare en La
tempestad y El sueño de una noche de
verano; y sobre todo Milton en El paraíso perdido se ajustan a esta regla. Así pues, el más
humilde novelista que intente proporcionar o recibir algún deleite con sus esfuerzos
puede, sin presunción, emplear en su narrativa una licencia, o, mejor dicho,
una regla, de cuya adopción tantas exquisitas combinaciones de sentimientos
humanos han dado como fruto los mejores ejemplos de poesía.
La circunstancia en la cual se basa mi relato
me fue sugerida en una conversación trivial. Lo comencé en parte como diversión
y en parte como pretexto para ejercitar cualquier recurso de mi mente que aún
tuviera intacto. A medida que avanzaba la obra, otros motivos se fueron
añadiendo a éstos. En modo alguno me siento indiferente ante cómo puedan
afectar al lector los principios morales que existan en los sentimientos o
caracteres que contiene la obra. Sin embargo, mi principal preocupación en este
punto se ha centrado en la eliminación de los efectos enervantes de las novelas
de hoy en día, y en exponer la bondad del amor familiar, así como la excelencia
de la virtud universal. Las opiniones que lógicamente surgen del carácter y
situación del héroe en modo alguno deben considerarse siempre como convicciones
mías; ni se debe extraer de las páginas que siguen conclusión alguna que
prejuicie ninguna doctrina filosófica del tipo que fuera.
Es además de gran interés para la autora el
hecho de que esta historia se comenzara en la majestuosa región donde se
desarrolla la obra principalmente, y rodeada de personas cuya ausencia no cesa
de lamentar. Pasé el verano de 1816 en los alrededores de Ginebra. La temporada
era fría y lluviosa, y por las noches nos agrupábamos en torno a la chimenea.
Ocasionalmente nos divertíamos con historias alemanas de fantasmas, que
casualmente caían en nuestras manos. Aquellas narraciones despertaron en
nosotros un deseo juguetón de emularlos. Otros dos amigos[L3] (cualquier relato de la pluma de uno de ellos
resultaría bastante más grato para el lector que nada de lo que yo jamás pueda
aspirar a crear) y o nos comprometimos a escribir un cuento cada uno, basado en
algún acontecimiento sobrenatural.
Sin embargo, el tiempo de repente mejoró, y
mis dos amigos partieron de viaje hacia los Alpes donde olvidaron, en aquellos
magníficos parajes, cualquier recuerdo de sus espectrales visiones. El relato
que sigue es el único que se termino[L4].
A la señora SAVILLE,
Inglaterra
San Petersburgo, 11 de
diciembre de 17...
Te
alegrarás de saber que ningún percance ha acompañado el comienzo de la empresa
que tú contemplabas con tan malos presagios. Llegué aquí ayer, y mi primera
obligación es tranquilizar a mi querida hermana sobre mi bienestar y
comunicarle mi creciente confianza en el éxito de mi empresa.
Me
encuentro ya muy al norte de Londres, y andando por las calles de Petersburgo
noto en las mejillas una fría brisa norteña que azuza mis nervios j me
llena de alegría. ¿Entiendes este sentimiento? Esta brisa, que viene de
aquellas regiones hacia las que yo me dirijo, me anticipa sus climas helados.
Animado por este viento prometedor, mis esperanzas se hacen más fervientes y reales.
Intento en vano convencerme de que el Polo es la morada del hielo y la
desolación. Sigo imaginándomelo como la región de la hermosura y el
deleite. Allí, Margaret, se ve siempre el sol[L6], su amplio círculo rozando justo el
horizonte y difundiendo un perpetuo resplandor. Allí pues con tu permiso,
hermana mía, concederé un margen de confíanza a anteriores navegantes, allí, no
existen ni la nieve ni el hielo [L7] y
navegando por un mar sereno se puede arribar a una tierra que supera, en
maravillas y hermosura, cualquier región descubierta hasta el momento en el
mundo habitado. Puede que sus productos y paisaje no tengan precedente, como
sin duda sucede con los fenómenos de los cuerpos celestes de esas soledades inexploradas.
¿Hay algo que pueda sorprender en un país donde la luz es eterna? Puede que
allí encuentre la maravillosa fuerza que mueve la brújula; podría incluso
llegar a comprobar mil observaciones celestes que requieren sólo este viaje
para deshacer para siempre sus aparentes contradicciones. Saciaré mi ardiente
curiosidad viendo una parte del mundo jamás hasta ahora visitada y pisaré una
tierra donde nunca antes ha dejado su huella el hombre. Estos son mis señuelos,
y son suficientes para vencer todo temor al peligro o a la muerte e inducirme a
emprender este laborioso viaje con el placer que siente un niño cuando se
embarca en un bote con sus compañeros de vacaciones para explorar su río natal.
Pero, suponiendo que todas estas conjeturas fueran falsas, no puedes negar el
inestimable bien que podré transmitir a toda la humanidad, hasta su última
generación, al descubrir, cerca del Polo, una ruta hacia aquellos países a los
que actualmente se tarda muchos meses en llegar; o al desvelar el secreto del
imán, para lo cual, caso de que esto sea posible, sólo se necesita de una
empresa como la mía.
Estos
pensamientos han disipado la agitación con la que empecé mi carta y siento
arder mi corazón con un entusiasmo que me transporta; nada hay que tranquilice
tanto la mente como un propósito claro, una meta en la cual el alma pueda fiar
su aliento intelectual. Esta expedición ha sido el sueño predilecto de mis años
jóvenes. Apasionadamente he leído los relatos de los diversos viajes que se han
hecho con el propósito de llegar al Océano Pacífico Norte a través de los mares
que rodean el Polo[L8]. Quizá recuerdes que la totalidad de la
biblioteca de nuestro buen tío Thomas se reducía a una historia de todos los viajes
realizados con fines exploradores. Mi educación estuvo un poco descuidada, pero
fui un lector
empedernido. Estudiaba estos volúmenes día y noche y, al familiarizarme con
ellos, aumentaba el pesar que sentí cuando, de niño, supe que la última
voluntad de mi padre en su lecho de muerte prohibía a mi tío que me permitiera
seguir la vida de marino.
Aquellas
visiones se desvanecieron cuando entré en contacto por primera vez con aquellos
poetas cuyos versos llenaron mi alma y la elevaron al cielo. Me convertí en
poeta también y viví durante un año en un paraíso de mi propia creación; me
imaginé que yo también podría obtener un lugar allí donde se veneran los
nombres de Homero y Shakespeare. Tú estás bien al corriente de mi fracaso y de
cuán amargo fue para mí este desengaño. Pero justo entonces heredé la fortuna
de mi primo, y, mis pensamientos retornaron a su antiguo
cauce.
Han
pasado seis años[L9] desde
que decidí llevar a cabo la presente empresa. Incluso ahora puedo recordar el
momento preciso en el que decidí dedicarme a esta gran labor. Empecé por
acostumbrar mi cuerpo a la privación. Acompañé a los balleneros en varias
expediciones al mar del Norte y voluntariamente sufrí frío, hambre, sed y sueño.
A menudo trabajé más durante el día que cualquier marinero, mientras dedicaba
las noches al estudio de las matemáticas, la teoría de la Medicina y aquellas
ramas de las ciencias físicas que pensé serían de mayor utilidad práctica para
un aventurero del mar. En dos ocasiones me enrolé como segundo de a bordo en un
ballenero de Groenlandia y ambas veces salí con éxito. Debo reconocer
que me sentí orgulloso cuando el capitán me ofreció el puesto de piloto en el
barco y me pidió reiteradamente que me quedara ya que tanto apreciaba mis
servicios.
Y
ahora, querida Margaret, ¿no merezco llevar a cabo alguna gran
empresa? Podía haber pasado mi vida rodeado de lujo y comodidad, pero he
preferido la gloria a cualquiera de los placeres que me pudiera proporcionar la
riqueza. ¡Si tan sólo una voz, alentadora me respondiera afirmativamente! Mi
valor y mi resolución son firmes, pero mis esperanzas fluctúan y mi ánimo se
deprime con frecuencia. Estoy a punto de emprender un largo y difícil viaje,
cuyas vicisitudes exigirán de mí todo mi valor. Se me pide no sólo que levante
el ánimo de otros, sino que conserve mi entereza cuando ellos flaqueen.
Esta
es la época más favorable para viajar por Rusia. Vuelan sobre la nieve en sus
trineos; el movimiento es agradable y, a mi modo de ver, mucho más cómodo que
el de los coches de caballos ingleses. El frío no es extremado, si vas envuelto
en pieles, atuendo que yo ya he adoptado. Hay una gran diferencia entre andar
por la cubierta y permanecer sentado, inmóvil durante horas, sin hacer el
ejercicio que impediría que la sangre se te hiele materialmente en las venas.
¡No tengo la intención de perder la vida en la ruta entre San Petersburgo y Arkángel[L10].
Partiré
hacia esta última ciudad dentro de dos o tres semanas, y pienso fletar allí un
barco, cosa que me será fácil si le pago el seguro al dueño; también contrataré
cuantos marineros considere precisos de entre los que están acostumbrados a ir
en balleneros. No pienso navegar hasta el mes de Junio; y en
cuanto a mi regreso, querida hermana, ¿cómo responder a esta pregunta? Si tengo
éxito, pasarán muchos, muchos meses, incluso años, antes de que tú y yo nos
volvamos a encontrar. Si fracaso, me verás o muy pronto, o nunca.
Hasta
la vista, mi querida y excelente Margaret.
Que el cielo te envíe
todas las bendiciones y a mí me proteja para que pueda atestiguarte
una y otra vez mi gratitud por todo tu amor y tu
bondad.
Tu
afectuoso hermano,
ROBERT WALTON.
CARTA 2
A la señora SAVILLE,
Inglaterra
Arkángel, 28 de marzo de
17..
¡Qué
despacio pasa aquí el tiempo, rodeado como estoy de nieve y hielo![L11].
Sin embargo, he dado ya un segundo
paso hacia la realización de mi empresa. He fletado un barco y estoy ocupado en
reunir la tripulación; los que ya he contratado parecen hombres en quienes
puedo confiar e indudablemente están dotados de invencible valor.
Tengo,
empero, un deseo aún por satisfacer y este vacío me acucia ahora de manera
terrible. No tengo amigo alguno, Margaret; cuando arda con el entusiasmo del éxito, no
habrá nadie que comparta mi alegría; si
soy víctima del desaliento, nadie se esforzará por disipar mi desánimo. Podré
plasmar mis pensamientos en el papel, cierto, pero es un pobre medio para
comunicar los sentimientos. Añoro la compañía de un hombre que pudiera
compenetrarse conmigo, cuya mirada respondiera a la mía. Me puedes tachar de
romántico, querida hermana, pero echo muy en falta a un amigo. No tengo a nadie
cerca que sea tranquilo a la vez que valeroso, culto y capaz, cuyos gustos se parezcan a los míos,
que pueda aprobar o corregir mis proyectos. ¡Qué bien enmendaría un amigo así
los fallos de tu pobre hermano! Soy demasiado impulsivo en la ejecución y
demasiado impaciente con los obstáculos. Pero aún me resulta más nocivo el
hecho de haberme autoeducado. Durante los primeros catorce años de mi vida
corrí por los campos como un salvaje, y no leí nada salvo los libros de viajes
de nuestro tío Thomas. A esa edad empecé a familiarizarme con los
renombrados poetas de nuestra patria. Pero no vi la necesidad de aprender otras
lenguas que la mía hasta que no estaba en mi poder el sacar los máximos
beneficios de esta convicción. Tengo ahora veintiocho años, y en realidad soy
más inculto que muchos colegiales de quince. Es cierto que he reflexionado más, y que
mis sueños son más ambiciosos y magníficos, pero carecen de equilibrio (como dicen los pintores). Me hace mucha
falta un amigo que tuviera el suficiente sentido común como para no
despreciarme por romántico y que me estimara lo bastante como para intentar
ordenar mi mente.
Bien,
son éstas lamentaciones vanas; sé que no encontraré amigo alguno en el vasto
océano, ni siquiera aquí, en Arkángel, entre mercaderes y hombres de mar. Sin
embargo, incluso en estos rudos corazones laten algunos sentimientos, extraños
a la escoria de la naturaleza humana. Mi lugarteniente, por ejemplo, es un
hombre de enorme valor e iniciativa, empecinado en su afán de gloria. Es
inglés, y, aunque lleno de prejuicios nacionales y profesionales, jamás limados
por la educación, retiene algunas de las más preciosas cualidades humanas. Lo
conocí a bordo de un ballenero, y, al saber que se encontraba en esta ciudad
sin trabajo, no tuve ninguna dificultad para persuadirlo de que me ayudara en
mi aventura.
El
capitán[L12] es
una persona de excelente disposición y muy querido en el barco por su
amabilidad y flexibilidad en la disciplina. Tanta es la bondad de su
naturaleza, que no quiere calar (deporte favorito aquí) casi la única
diversión, porque no soporta derramar sangre. Es además de una heroica
generosidad. Hace algunos años se enamoró de una joven rusa de familia
relativamente acomodada; tras hacerse con una considerable fortuna por la
captura de navíos enemigos, el padre de la joven dio su consentimiento al
matrimonio. Él vio a su prometida una vez antes de la ceremonia. Bañada en
lágrimas, se le arrojó a los pies, y le suplicó la perdonara, a la vez que le
confesaba su amor por otro hombre con el cual su padre nunca consentiría que se
casara, ya que carecía de fortuna. Mi desprendido amigo tranquilizó a
la suplicante muchacha y, en cuanto supo el nombre de su amado, abandonó al
instante su galanteo. Había ya comprado con su dinero una granja, en la cual
pensaba pasar el resto de su vida, pero se la cedió a su rival, junto con el
resto de su fortuna, para que pudiera comprar algunas reses. El mismo solicitó
del padre de la joven el consentimiento para la boda, mas el anciano se negó
considerándose en deuda de honor con mi amigo, el cual, al ver al padre en
actitud tan inflexible, abandonó el país para no regresar hasta saber que su
antigua novia se había casado con el hombre a quien amaba. «¡Qué persona tan
noble!», exclamarás sin duda, y así es, pero desgraciadamente ha pasado toda su
vida a bordo de un barco y apenas tiene idea de algo que no sean las
maromas y los obenques.
Mas
no pienses que el que me queje un poco, o crea que quizá nunca llegue a conocer
el consuelo para mi tristeza, signifique que titubeo en mi decisión. Esta es
tan firme como el destino mismo, y mi viaje se ve retrasado tan sólo porque
espero un tiempo favorable que me permita zarpar. El invierno ha sido tremendamente
duro; pero la primavera promete ser buena e incluso parece que se adelantará,
de modo que quizá pueda hacerme a la mar antes de lo previsto. No actuaré con
precipitación; me conoces lo suficientemente bien como para fiarte de mi
prudencia y moderación cuando tengo confiada la seguridad de otros.
No
puedo describirte la emoción que tengo ante la proximidad del comienzo de mi
empresa. Es imposible transmitirte una idea de la tremenda emoción, mezcla de
agrado y de temor, con la cual me dispongo a partir. Marcho hacia lugares
inexplorados, hacia «la región de la brumas la nieve», pero no mataré a ningún albatros[L13], así que no temas por mi suerte.
¿Te
encontraré de nuevo, tras cruzar inmensos mares y rodear los cabos de Africa o América? ,No me atrevo a esperar tal éxito, y no
obstante no puedo soportar la idea del fracaso.
Continúa
aprovechando toda oportunidad de escribirme; puede que reciba tus cartas (si
bien hay pocas esperanzas) cuando más las necesite para animarme. Te quiero
mucho. Recuérdame con afecto si no vuelves a saber de mí.
Tu
afectuoso hermano,
ROBERT WALTON
CARTA 3
A la señora SAVILLE,
Inglaterra
7 de julio de 17...
Mi
querida hermana:
Te
escribo con premura unas líneas para decirte que estoy bien y que
mi viaje está muy avanzado. Te llegará esta carta por un buque mercante que
regresa a casa desde Ankángel; es más afortunado que yo, que puede que no vea mi patria en muchos años. Sin embargo, estoy animado; mis hombres son
valerosos y parecen tener una firme voluntad. No les desaniman ni siquiera las
capas de hielo que constantemente flotan a nuestro lado, presagio de los
peligros que alberga la región hacia la cual nos dirigimos. Ya hemos alcanzado
una latitud muy alta, pero estamos en pleno verano, y, aunque la temperatura es
menos alta que en Inglaterra, los vientos del sur, que nos empujan velozmente
hacia las costas que ansío ver, traen consigo un alentador grado de calor que
no había esperado.
Hasta
el momento no nos ha acaecido ningún incidente que merezca la pena contar. Un
par de ventiscas fuertes y la ruptura de un mástil son accidentes que
navegantes avezados apenas si recordarían. Yo me encontraré satisfecho si nada
peor nos acontece durante el viaje.
Adiós,
querida Margaret. Estáte tranquila, pues tanto por mi bien como
por el tuyo no afrontaré peligros innecesariamente. Permaneceré sereno,
perseverante y prudente.
Mis
saludos a mis amigos ingleses.
Tuyo
afectísimo,
ROBERT WALTON
A la señora SAV1LLE,
Inglaterra
5 de agosto de 17...
Nos
ha ocurrido un accidente tan extraño, que no puedo dejar de
anotarlo, si bien es muy probable que me veas antes de que estos papeles
lleguen a tus manos.
El
lunes pasado (31 de julio) nos hallábamos rodeados por el hielo, que cercaba el
barco por todos los lados, dejándonos apenas el agua precisa para continuar
a flote. Nuestra situación era algo peligrosa, sobre todo porque nos envolvía
una espesa niebla. Decidimos, por tanto, permanecer al pairo con la esperanza de que adviniera algún cambio en la atmósfera y el
tiempo. Hacia las dos de la tarde, la niebla levantó y observamos,
extendiéndose en todas direcciones, inmensas e irregulares capas de hielo que parecían
no tener fin. Algunas de mis compañeros lanzaron un gemido, y yo mismo empezaba
a intranquilizarme, cuando de pronto una insólita imagen acaparó nuestra
atención y distrajo nuestros pensamientos de la
situación en la que nos encontrábamos. Como a media milla y en dirección al
norte vimos un vehículo de poca altura, sujeto a un trineo y tirado
por perros. Un ser de apariencia humana, pero de gigantesca estatura, iba
sentado en el trineo y dirigía los perros. Observamos con el catalejo el rápido
avance del viajero hasta que se perdió entre los lejanos montículos de hielo.
Esta
visión provocó nuestro total asombro. Nos creíamos a muchas millas de cualquier
tierra, pero esta aparición parecía demostrar que en realidad no nos
encontrábamos tan lejos como suponíamos. Pero, cercados como estábamos por el
hielo, era imposible seguir el rastro de aquel hombre al que habíamos observado
con la mayor atención.
Unas
dos horas después de esto oímos el bramido del mar y antes del anochecer el
hielo rompió, liberando nuestro navío. Sin embargo, permanecimos allí hasta la
mañana siguiente, temerosos de encontrarnos con esos grandes témpanos sueltos
que flotan tras haberse roto el hielo. Aproveché ese tiempo para descansar unas
horas.
Por
la mañana, en cuanto hubo amanecido, salí a cubierta y me encontré a toda la
tripulación hacinada a un lado del navío, aparentemente conversando con alguien
fuera del barco. En efecto, sobre un gran fragmento de hielo, que se nos había
acercado durante la noche, había un trineo parecido al que ya habíamos
divisado.
Unicamente
un perro permanecía vivo;
pero había un ser humano en el trineo, al cual los marineros intentaban
persuadir de que subiera al barco. No parecía, como el viajero de la noche
anterior, un habitante salvaje procedente de alguna isla inexplorada, sino un
europeo. Cuando aparecí en cubierta, mi segundo oficial gritó:
––Aquí
está nuestro capitán, y no permitirá que usted muera en mar abierto.
Al
verme, el hombre se dirigió a mí en inglés, si bien con acento extranjero.
––Antes
de subir al navío ––dijo––––, ¿tendría la amabilidad de indicarme hacia dónde
se dirige?
Podrás
imaginar mi sorpresa al oír semejante pregunta de labios de una persona al
borde de la muerte y para la cual yo habría pensado que mi barco ofrecía un
recurso que no hubiese cambiado ni por las mayores riquezas del mundo. Le
respondí, sin embargo, que nos dirigíamos al Polo Norte en viaje de exploración.
Pareció satisfacerle y consintió en subir a bordo. ¡Santo cielo, Margaret! Si hubieras visto al hombre que de esta forma ponía condiciones a su
salvación, tu sorpresa hubiera sido ilimitada. Tenía los miembros casi helados
y el
cuerpo horriblemente demacrado por la fatiga y el sufrimiento. Jamás vi hombre
alguno en condición tan lastimosa. Intentamos llevarlo al camarote, pero en
cuanto dejó de estar al aire libre perdió el conocimiento, de manera que
volvimos a subirlo a cubierta y lo reanimamos frotándolo con coñac y
obligándolo a beber una pequeña cantidad. En cuanto volvió a mostrar síntomas
de vida lo envolvimos en mantas y lo colocamos cerca del fogón de la cocina.
Poco a poco se fue recuperando, y tomó un poco de sopa, que le hizo mucho bien.
Así
pasaron dos días, sin que pudiera hablar, y a menudo temí que los sufrimientos
le hubiesen privado de la razón. Cuando se hubo repuesto un poco, lo llevé a mi
propio camarote y lo atendí cuanto me lo permitían mis
obligaciones. Nunca había conocido a nadie más interesante. Suele tener una
expresión exaltada, como de locura, en la mirada. Pero hay momentos en los que,
si alguien le demuestra alguna atención o le presta el más mínimo servicio, se
le ilumina la fas con una benevolencia j
ternura que no he
visto en otro hombre. Mas por lo general está melancólico y resignado; a veces
aprieta los dientes, como si se impacientara con el peso de los males que lo
afligen.
Cuando
mi huésped se encontró un poco mejor, me costó protegerlo del acoso de la
tripulación que quería hacerle mil preguntas. No permití que lo atormentaran con su ociosa
curiosidad, ya que aún se encontraba en un estado físico y moral cuyo
restablecimiento dependía por completo del reposo. Sin embargo, en una ocasión
el lugarteniente le preguntó que por qué había llegado tan lejos por el hielo
en un vehículo tan extraño.
Una
expresión de dolor le cubrió el rostro de inmediato; y respondió:
––Voy
en busca de alguien que huyó de mí.
¿Y
el hombre a quien perseguía viajaba de manera semejante?
––Sí.
–Entonces
pienso que lo hemos visto, pues el día antes de recogerlo a usted vimos unos
perros tirando de un trineo, en el cual iba un hombre. Esto despertó la
atención del extranjero, e hizo múltiples preguntas acerca de la dirección que
había tomado aquel demonio, como él le llamó. Al poco rato, cuando se hallaba
solo conmigo, dio:
––Sin
duda he despertado su curiosidad, así como la de esta buena gente, aunque es
usted demasiado discreto como para hacerme ninguna pregunta.
Y
no obstante ––prosiguió––, me rescató usted de una extraña y peligrosa
situación. Usted me ha devuelto generosamente la vida.
Poco
después de esto quiso saber si yo creía que el hielo, al resquebrajarse, habría
destruido el otro trineo. Le contesté que no podía responderle con ninguna
certeza, ya que el hielo no se había roto hasta cerca de medianoche, y el
viajero podía haber llegada a algún lugar seguro con anterioridad. Me era imposible
aventurar juicio alguno.
A
partir de este momento el extranjero demostró gran interés por estar en
cubierta, para vigilar la aparición del otro trineo. He conseguido persuadirlo
de que permanezca en el camarote, pues está aún demasiado débil para soportar
las inclemencias del tiempo, pero le he prometido que alguien oteará en su
lugar y lo avisará en cuanto aparezca cualquier
objeto nuevo a la vista.
Por
lo que respecta a este extraño incidente, éste es mi diario hasta el momento.
La salud de nuestro huésped ha ido mejorando gradualmente, pero apenas habla, y
parece inquietarse cuando alguien que no sea yo entra en su camarote. Sin
embargo, sus modales son tan conciliadores y delicados, que todos los marineros
se interesan por su estado, a pesar de no haber tenido apenas relación con él.
Por mi parte, empiezo a quererlo como a un hermano, y su constante y profundo
pesar me llena de piedad y simpatía. Debe haber sido una persona muy
noble en otros tiempos, ya que, deshecho como está ahora, sigue siendo tan
interesante y amable.
Te
decía en una de mis cartas, querida Margaret,
que no hallaría ningún
amigo en el vasto océano, pero he encontrado un hombre a quien, antes de que la
desgracia quebrara su espíritu, me hubiera gustado tener por hermano.
De
tener nuevos incidentes que relatar respecto del extranjero, continuaré a
intervalos mi diario.
13 de agosto de 17...
El
afecto que siento por mi invitado
aumenta cada día. Suscita a la vez mi piedad y mi admiración hasta extremos asombrosos.
¿Cómo puedo ver a tan noble criatura destruida por la miseria sin sentir el
dolor más acuciante? Es tan dulce y a la vez tan sabio; tiene la mente muy
cultivada, y cuando habla, si bien escoge las palabras cuidadosamente, éstas
fluyen con una rapidez y elocuencia poco frecuentes.
Está
muy restablecido de su enfermedad, y pasea continuamente por la cubierta,
vigilando la aparición del trineo que precedió al suyo. Sin embargo, aunque
apenado, no está tan sumido en su propia desgracia como para no interesarse
profundamente por los quehaceres de los demás. Me ha hecho muchas preguntas
respecto a mis propósitos y yo le he contado mi pequeña historia con toda
sinceridad. Pareció alegrarle mi franqueza, y me sugirió varios cambios en mis
planes, que encontraré sumamente útiles. No hay pedantería en su ademán, sino
que más bien todo lo que hace parece brotar tan sólo del interés que
instintivamente siente por el bienestar de todos los que lo rodean. A menudo le
invade la tristeza y entonces se sienta sólo e intenta superar todo lo que de
hosco y antisocial hay en su humor. Estos paroxismos pasan, como una nube por
delante del sol, si bien su abatimiento nunca le abandona. Me he esforzado por
granjearme su confianza y espero haber tenido éxito. Un día le mencioné mi
eterno deseo de encontrar un amigo que pudiera simpatizar conmigo y orientarme
con su consejo. Le dije que no pertenecía a la clase de
hombres a quienes un consejo puede ofender.
––Soy
autodidacta, y quizá no confíe demasiado en mi propia capacidad. Por tanto,
desearía que mi amigo fuera más sabio y avezado que yo, para afianzarme y apoyarme en
él. Tampoco creo que sea imposible encontrar un verdadero amigo.
––Estoy
de acuerdo con usted contestó el
extranjero–– en que la amistad es algo no sólo deseable, sino posible. Tuve una
vez un amigo, el más noble de los seres humanos, y por tanto estoy capacitado
para juzgar con respecto a la amistad. Tiene usted esperanzas y el mundo ante
usted es suyo, y no tiene razón para desesperar. Mas yo..., yo he perdido todo
y no puedo empezar la vida de nuevo.
Al
decir esto, su rostro cobró una expresión de sereno y resignado
dolor que me llegó al corazón. Pero él permaneció en silencio, y al poco se
retiró a su camarote.
Incluso
desfondado como está, nadie puede gozar con mayor intensidad que él de la
hermosura de la naturaleza. El cielo estrellado, el mar y todo
el paisaje que estas maravillosas regiones nos proporcionan parecen tener aún
el poder de despegar su alma de la tierra. Un hombre así tiene una doble existencia[L16]:
puede padecer desgracias, y verse
arrollado por el desencanto; pero, cuando se encierre en sí mismo, será como un
espíritu celeste rodeado de un halo cuyo círculo no ose atravesar ni el pesar
ni la locura.
¿Te
ríes del entusiasmo que demuestro respecto a este divino nómada? Si fuera así,
debes haber perdido esa inocencia que constituía tu encanto característico.
Pero, si quieres, sonríete ante el calor de mis alabanzas, mientras yo sigo
encontrando ––mayores razones para ellas de día en día.
19 de agosto de 17...
––Fácilmente
habrá podido comprobar, capitán Walton, que
he padecido grandes y singulares desventuras. Una vez decidí que el
recuerdo de estos males moriría conmigo, pero usted me ha inducido a cambiar
mis propósitos. Busca usted el conocimiento y la sabiduría, como me sucedió a
mí antaño; deseo con fervor que el fruto de sus ansias no se convierta para
usted en una serpiente que le muerda, como me ocurrió a mí. No creo que el
relato de mis desventuras le sea útil, pero, si quiere, escuche mi historia.
Pienso que los extraños sucesos a ella vinculados pueden proporcionarle una
visión de la naturaleza humana que amplíe sus facultades y conocimientos, y le
descubrirá poderes y sucesos que usted ha estado acostumbrado a creer
imposibles. Pero no dudo de que a lo largo de mi relato se pruebe la evidencia
interna de la veracidad de los sucesos que lo componen.
Como
te puedes imaginar, me halagó mucho la confianza que depositaba en mí, pero me
dolía que él reavivara sus sufrimientos contándome sus desventuras. Estaba
ansioso por escuchar la narración prometida, en parte por curiosidad y en
parte por un deseo de aliviar su suerte, caso de que esto estuviera en mi mano,
y así se lo expresé en mi respuesta.
––Le
agradezco su amabilidad me contestó––,
pero es inútil; mi sino casi se ha cumplido. Espero sólo un acontecimiento y
luego descansaré en paz. Comprendo lo que siente continuó al advertir que quería interrumpirlo––, pero
está confundido, amigo mío, si así me permite llamarle. Nada puede alterar mi
destino. Escuche mi relato y verá cuán irrevocablemente está determinado.
Me
dio entonces que empezaría su narración al día siguiente, cuando yo estuviera
más libre. Esta promesa provocó mi más profundo agradecimiento. Me he
propuesto escribir cada noche, cuando no esté ocupado, lo que me haya contado
durante el día, empleando en lo posible sus propias palabras. De estarlo, al
menos tomaré algunas notas. Sin duda este manuscrito te proporcionará gran
placer. ¡Y con qué interés y simpatía lo leeré yo algún día en el futuro!
¡Yo, que lo conozco y que lo oigo de sus propios labios![L18].
Capítulo
1
Soy ginebrino[L19] de nacimiento, y mi familia es una de las más
distinguidas de esa república[L20].
Durante muchos años mis antepasados habían sido consejeros y jueces, y mi
padre había ocupado con gran honor y buena reputación diversos cargos públicos.
Todos los que lo conocían lo respetaban por su integridad e infatigable
dedicación. Pasó su juventud dedicado por completo a los asuntos de su país, y
sólo al final de su vida pensó en el matrimonio y así dar al Estado unos hijos
que pudieran perpetuar su nombre y sus virtudes.
Puesto que las circunstancias de su
matrimonio reflejan su personalidad, no puedo dejar de referirme a ellas. Uno
de sus más íntimos amigos era un comerciante, que, debido a numerosos
contratiempos, cayó en la miseria tras gozar de una muy desahogada situación.
Este hombre, de nombre Beaufort, era de carácter orgulloso
y altivo y se resistía a vivir en la pobreza y el olvido en el mismo país[L21] en el que, con anterioridad, se le distinguiera por
su categoría y riqueza. Habiendo, pues, saldado sus deudas en la forma más
honrosa, se retiró a la ciudad de Lucerna con su hija, donde vivió sumido en el
anonimato y la desdicha. Mi padre profesaba a Beaufort
una auténtica amistad, y su reclusión en estas desgraciadas
circunstancias le afligió mucho. También sentía íntimamente la ausencia de su
compañía, y se propuso encontrarlo y persuadirlo de que, con su crédito y
ayuda, empezara de nuevo.
Beaufort había tomado medidas
eficaces para esconderse, y mi padre tardó diez meses en descubrir su paradero.
Entusiasmado con el descubrimiento, mi padre se apresuró hacia su casa situada
en una humilde calle cerca del Reuss[L22].
Pero al llegar sólo encontró miseria y desesperación. Beaufort no había logrado salvar más que una pequeña cantidad
de dinero de los despojos de su fortuna. Era suficiente para sustentarlo durante
algunos meses y, mientras tanto, esperaba encontrar un trabajo respetable con
algún comerciante. Así pues, pasó el intervalo inactivo; y, con tanto tiempo
para reflexionar sobre su dolor, se hizo más profundo y amargo y, al fin, se
apoderó de tal forma de él, que tres meses después estaba enfermo en cama,
incapaz de realizar cualquier esfuerzo.
Su hija lo cuidaba con el máximo cariño, pero
veía con desazón que su pequeño capital disminuía con rapidez y que no había
otras perspectivas de sustento. Pero Carol ine Beaufort estaba dotada de una inteligencia poco común; y su
valor vino en su ayuda en la adversidad. Empezó a hacer labores sencillas;
trenzaba paja, y de diversas maneras consiguió ganar una miseria que apenas le
bastaba para sustentarse.
Así pasaron varios meses. Su padre empeoró, y
ella cada vez tenía que emplear más tiempo en atenderlo; sus medios de sustento
menguaban. A los diez meses murió su padre dejándola huérfana e indigente. Este
golpe final fue demasiado para ella. Al entrar en la casa mi padre, la encontró
arrodillada junto al ataúd, llorando amargamente; llegó como un espíritu
protector para la pobre criatura, que se encomendó a él. Tras el entierro de su
amigo, mi padre la llevó a Ginebra, confiándola al cuidado de un pariente; y
dos años después se casó con ella.
Cuando mi padre se convirtió en esposo y
padre, las obligaciones de su nueva situación le ocupaban tanto tiempo que dejó
varios de sus trabajos públicos y se dedicó por entero a la educación de sus
hijos. Yo era el mayor y el destinado a heredar todos sus derechos y
obligaciones. Nadie puede haber tenido padres más tiernos que yo. Mi salud y
desarrollo eran su constante ocupación, ya que fui hijo único durante varios
años. Pero, antes de proseguir mi narración, debo contar un incidente que tuvo
lugar cuando yo tenía cuatro años.
Mi padre tenía una hermana a quien amaba
tiernamente y que se había casado muy joven con un caballero italiano. Poco
después de su boda, había acompañado a su marido a su país natal, y durante
algunos años mi padre tuvo muy poca relación con ella. Murió alrededor de la
época de la que hablo, y pocos meses después mi padre recibió una carta de su
cuñado haciéndole saber que tenía la intención de casarse con una dama italiana
y pidiéndole que se hiciera cargo de la pequeña Elizabeth, la
única hija de su difunta hermana.
Es mi deseo ––dijo–– que la consideres como
hija tuya y que como a tal la eduques. Es la heredera de la fortuna de su madre,
y te enviaré los documentos que así lo demuestran.
Reflexiona sobre esta propuesta y decide si
preferirías educar a tu sobrina tú mismo o que lo haga una madrastra.
Mi padre no dudó un instante, y de inmediato
se puso en camino hacia Italia con el fin de acompañar a la pequeña Elizabeth hasta
su futuro hogar. A menudo he oído a mi madre decir que era la criatura más preciosa
que jamás había visto, e incluso ya entonces mostraba síntomas de un carácter
dulce y afectuoso. Estas características y el deseo de afianzar los lazos del
amor familiar hicieron que mi madre considerara a Elizabeth como
mi futura esposa, plan del cual nunca encontró razón para arrepentirse.
A partir de este momento, Elizabeth Lavenza
se convirtió en mi compañera de juegos y, a medida que crecíamos, en una amiga.
Era dócil y de buen carácter, a la vez que alegre y juguetona como un insecto
de verano. A pesar de que era vivaz y animada, tenía fuertes y profundos sentimientos
y era desacostumbradamente afectuosa. Nadie podía disfrutar mejor de la
libertad ni podía plegarse con más gracia que ella a la sumisión o lanzarse al
capricho. Su imaginación era exuberante, pero tenía una gran capacidad para
aplicarla. Su persona era el reflejo de su mente, sus ojos de color avellana,
aunque vivos como los de un pájaro, poseían una atractiva dulzura. Su figura
era ligera y airosa y, aunque era capaz de soportar gran fatiga, parecía la
criatura más frágil del mundo. A pesar de que me cautivaba su comprensión y
fantasía, me deleitaba cuidarla como a un animalillo predilecto. Nunca vi más
gracia, tanto personal como mental, ligada a mayor modestia.
Todos querían a Elizabeth. Si
los criados tenían que pedir algo, siempre lo hacían a través de ella. No conocíamos
ni la desunión ni las peleas, pues aunque éramos muy diferentes de carácter,
incluso en esa diferencia había armonía. Yo era más tranquilo y filosófico que
mi compañera, pero menos dócil. Mi capacidad de concentración era mayor, pero
no tan firme. Yo me deleitaba investigando los hechos relativos al mundo en sí,
ella prefería las aéreas creaciones de los poetas. Para mí el mundo era un
secreto que anhelaba descubrir, para ella era un vacío que se afanaba por
poblar con imaginaciones personales.
Mis hermanos eran mucho más jóvenes que yo;
pero tenía un amigo entre mis compañeros del colegio, que compensaba esta
deficiencia. Henry Clerval era hijo de un comerciante de Ginebra,
íntimo amigo de mi padre, y un chico de excepcional talento e imaginación.
Recuerdo que, cuando tenía nueve años, escribió un cuento que fue la delicia y
el asombro de todos sus compañeros. Su tema de estudio favorito eran los libros
de caballería y romances, y recuerdo que de muy jóvenes solíamos representar
obras escritas por él, inspiradas en estos sus libros predilectos, siendo los
principales personajes Orlando, Robin Hood, Amadís y San Jorge[L23].
Juventud más feliz que la mía no puede haber
existido. Mis padres eran indulgentes y mis compañeros amables. Para nosotros
los estudios nunca fueron una imposición; siempre teníamos una meta a la vista
que nos espoleaba a proseguirlos. Esta era el método, y no la emulación, que
nos inducía a aplicarnos. Con el fin de que sus compañeras no la dejaran atrás,
a Elizabeth
no se la orientaba hacia el dibujo. Sin embargo, se dedicaba a él
motivada por el deseo de agradar a su tía, representando alguna escena favorita
dibujada por ella misma. Aprendimos inglés y latín para poder leer lo que en
esas lenguas se había escrito. Tan lejos estaba el estudio de resultarnos
odioso a consecuencia de los castigos, que disfrutábamos con él, y nuestros
entretenimientos constituían lo que para otros niños hubieran sido pesadas
tareas. Quizá no leímos tantos libros ni aprendimos lenguas tan rápidamente
como aquellos a quienes se les educaba conforme a los métodos habituales, pero
lo que aprendimos se nos fijó en la memoria con mayor profundidad.
Incluyo a Henry Clerval
en esta descripción de nuestro círculo doméstico, pues estaba con nosotros continuamente.
Iba al colegio conmigo, y solía pasar la tarde con nosotros; pues, siendo hijo
único y encontrándose solo en su casa, a su padre le complacía que tuviera
amigos en la nuestra. Por otro lado nosotros tampoco estábamos del todo felices
cuando Clerval estaba ausente.
Siento placer al evocar mi infancia, antes de
que la desgracia me empañara la mente y cambiara esta alegre visión de utilidad
universal por tristes y mezquinas reflexiones personales. Pero al esbozar el
cuadro de mi niñez, no debo omitir aquellos acontecimientos que me llevaron,
con paso inconsciente, a mi ulterior infortunio. Cuando quiero explicarme a mí
mismo el origen de aquella pasión que posteriormente regiría mi destino, veo
que arranca, como riachuelo de montaña, de fuentes poco nobles y casi
olvidadas, engrosándose poco a poco hasta que se convierte en el torrente que
ha arrasado todas mis esperanzas y alegrías.
La filosofía natural[L24]
es lo que ha forjado mi destino. Deseo, pues, en esta narración explicar las causas
que me llevaron a la predilección por esa ciencia. Cuando tenía trece años fui
de excursión con mi familia a un balneario que hay cerca de Thonon[L25].
La inclemencia del tiempo nos obligó a permanecer todo un día encerrados en la
posada, y allí, casualmente, encontré un volumen de las obras de Cornelius
Agrippa[L26].
Lo abrí con aburrimiento, pero la teoría que intentaba demostrar y los
maravillosos hechos que relataba pronto tornaron mi indiferencia en entusiasmo.
Una nueva luz pareció iluminar mi mente, y lleno de alegría le comuniqué a mi
padre el descubrimiento. No puedo dejar de comentar aquí las múltiples
oportunidades de que disponen los educadores para orientar la atención de sus
alumnos hacia conocimientos prácticos, y que desaprovechan lamentablemente. Mi
padre ojeó distraídamente la portada del libro y dijo:
Si en vez de hacer este comentario, mi padre
se hubiera molestado en explicarme que los principios de Agrippa estaban
totalmente superados, que existía una concepción científica moderna con
posibilidades mucho mayores que la antigua, puesto que eran reales y prácticas
mientras que las de aquélla eran quiméricas, tengo la seguridad de que hubiera
perdido el interés por Agrippa. Probablemente, sensibilizada como tenía la
imaginación, me hubiera dedicado a la química, teoría más racional y producto
de descubrimientos modernos[L28].
Es incluso posible que mi pensamiento no hubiera recibido el impulso fatal que
me llevó a la ruina. Pero la indiferente ojeada de mi padre al volumen que leía
en modo alguno me indicó que él estuviera familiarizado con el contenido del
mismo, y proseguí mi lectura con mayor avidez.
Mi primera preocupación al regresar a casa
fue hacerme con la obra completa de este autor y, después, con la de Paracelso
y Alberto Magno[L29].
Leí y estudié con gusto las locas fantasías de estos escritores[L30].
Me parecían tesoros que, salvo yo, pocos conocían. Aunque a menudo
hubiera querido comunicarle a mi padre estas secretas reservas de mi sabiduría,
me lo impedía su imprecisa desaprobación de mi querido Agrippa. Por tanto, y
bajo promesa de absoluto secreto, le comuniqué mis descubrimientos a Elizabeth, pero
el tema no le interesó y me vi obligado á continuar solo.
Puede parecer extraño que en el siglo XVIII surja un discípulo de Alberto Magno,
pero nuestra familia no era científica, y yo no había asistido a ninguna de las
clases que se daban en la universidad de Ginebra. Así pues, mis sueños no se
veían turbados por la realidad, y me lancé con enorme diligencia a la búsqueda
de la piedra filosofal y el elixir de la vida[L31].
Pero era esto último lo que recibía mi más completa atención: la riqueza era un
objetivo inferior; pero ¡qué fama rodearía al descubrimiento si yo pudiera
eliminar de la humanidad toda enfermedad y hacer invulnerables a los hombres a
todo salvo a la muerte violenta!
No eran éstos mis únicos pensamientos.
Provocar la aparición de fantasmas y demonios era algo que mis autores
predilectos prometían que era fácil, cumplimiento que yo ansiaba fervorosamente
conseguir. Atribuía el que mis hechizos jamás tuvieran éxito más a mi
inexperiencia y error que a la falta de habilidad o veracidad por parte de mis
instructores.
Los fenómenos naturales que a diario tienen
lugar no escapaban a mi observación. La destilación y los maravillosos efectos
del vapor[L32],
procesos que mis autores favoritos desconocían por completo, provocaban mi
asombro. Pero mi mayor sorpresa la suscitaron unos experimentos con una bomba
de aire que empleaba un caballero al cual solíamos visitar.
El desconocimiento de los antiguos filósofos
sobre éste y varios otros temas disminuyeron mi fe en ellos, pero no podía
desecharlos por completo sin que algún otro sistema ocupara su lugar en mi
mente.
Tenía alrededor de quince años cuando,
habiéndonos retirado a la casa que teníamos cerca de Belrive[L33],
presenciamos una terrible y violenta tormenta. Había surgido detrás de las
montañas del Jura[L34],
y los truenos estallaban al unísono desde varios puntos del cielo con increíble
estruendo. Mientras duró la tormenta, observé el proceso con curiosidad y
deleite. De pronto, desde el dintel de la puerta, vi emanar un haz de fuego de
un precioso y viejo roble que se alzaba a unos quince metros de la casa; en
cuanto se desvaneció el resplandor, el roble había desaparecido y no quedaba
nada más que un tocón destrozado. Al acercarnos a la mañana siguiente,
encontramos el árbol insólitamente destruido. No estaba astillado por la
sacudida; se encontraba reducido por completo a pequeñas virutas de madera.
Nunca había visto nada tan deshecho.
La catástrofe de este árbol avivó mi
curiosidad, y con enorme interés le pregunté a mi padre acerca del origen y
naturaleza de los truenos y los relámpagos.
Es la electricidad me contestó, a la vez que me describía los diversos
efectos de esa energía.
Construyó una pequeña máquina eléctrica y
realizó algunos experimentos. También hizo una cometa con cable y cuerda, que
arrancaba de las nubes ese fluido[L35].
Esto último acabó de destruir a Cornelius
Agrippa, Alberto Magno y Paracelso, que durante tanto tiempo habían reinado
como dueños de mi imaginación. Pero, por alguna fatalidad, no me sentí
inclinado a empezar el estudio de los sistemas modernos, desinclinación que se
vio influida por la siguiente circunstancia. Mi padre expresó el deseo de que
asistiera a un curso sobre filosofía natural. Gustosamente asentí a esto, pero
algún motivo me impidió ir hasta que el curso estuvo casi terminado. Por tanto,
al ser ésta una de las últimas clases, me resultó totalmente incomprensible. El
profesor disertaba con la mayor locuacidad sobre el potasio y el boro, los
sulfatos y óxidos, términos que yo no podía asociar a ninguna idea. Empecé a aborrecer
la ciencia de la filosofía natural, aunque seguí leyendo a Plinio y Buffon[L36] con deleite, autores, a mi juicio, de similar
interés y utilidad.
A esta edad las matemáticas y la mayoría de
las ramas cercanas a esa ciencia constituían mi principal ocupación. También me
afanaba por aprender lenguas; el latín ya me era familiar, y sin ayuda del
diccionario empecé a leer algunos de los autores griegos más asequibles.
También entendía inglés y alemán perfectamente. Este era mi bagaje cultural a
los diecisiete años, además de las muchas horas empleadas en la adquisición y
conservación del conocimiento de la vasta literatura.
También recayó sobre mí la obligación de
instruir a mis hermanos. Ernest, seis
años menor que yo, era mi principal alumno. Desde la infancia había sido
enfermizo, y Elizabeth y yo lo habíamos cuidado constantemente; era de
disposición dócil, pero incapaz de cualquier prolongado esfuerzo mental. William, el
benjamín de la familia, era todavía un niño y la criatura más preciosa del
mundo; tenía los ojos vivos y azules, hoyuelos en las mejillas y modales
zalameros, e inspiraba la mayor ternura.
Tal era nuestro ambiente familiar, en el cual
el dolor y la inquietud no parecían tener cabida. Mi padre dirigía nuestros
estudios, y mi madre participaba de nuestros entretenimientos. Ninguno de
nosotros gozaba de más influencia que el otro; la voz de la autoridad no se oía
en nuestro hogar, pero nuestro mutuo afecto nos obligaba a obedecer y
satisfacer el más mínimo deseo del otro.
Capítulo
2
Cuando contaba diecisiete años, mis padres
decidieron que fuera a estudiar a la universidad de Ingolstadt[L37].
Hasta entonces había ido a los colegios de Ginebra, pero mi padre
consideró conveniente que, para completar mi educación, me familiarizara con
las costumbres de otros países. Se fijó mi marcha para una fecha próxima, pero,
antes de que llegara el día acordado, sucedió la primera desgracia de mi vida,
como si fuera un presagio de mis futuros sufrimientos.
Elizabeth había cogido la escarlatina, pero la enfermedad no
era grave[L38] y
se recuperó con rapidez. Muchas habían sido las razones expuestas para
convencer a mi madre de que no la atendiera personalmente, y en un principio
había accedido a nuestros ruegos. Pero, cuando supo que su favorita mejoraba,
no quiso seguir privándose de su compañía y comenzó a frecuentar su dormitorio
mucho antes de que él peligro de infección hubiera pasado. Las consecuencias de
esta imprudencia fueron fatales. Mi madre cayó gravemente enferma al tercer
día, y el semblante de los que la atendían pronosticaba un fatal desenlace. La
bondad y grandeza de alma de esta admirable mujer no la abandonaron en su lecho
de muerte. Uniendo mis manos y las de Elizabeth dijo:
––Hijos míos, tenía puestas mis mayores
esperanzas en la posibilidad de vuestra futura unión. Esta esperanza será ahora
el consuelo de vuestro padre. Elizabeth, cariño, debes ocupar mi
puesto y
cuidar de tus primos pequeños. ¡Ay!, siento dejaros. ¡Qué difícil
resulta abandonaros habiendo sido tan feliz y habiendo gozado de tanto cariño!
Pero no son éstos los pensamientos que debieran ocuparme. Me esforzaré por resignarme
a la muerte con alegría y abrigaré la esperanza de reunirme con vosotros en el
más allá.
Murió dulcemente; y su rostro aun en la
muerte reflejaba su cariño. No necesito describir los sentimientos de aquellos
cuyos lazos más queridos se ven rotos por el más irreparable de los males, el
vacío que inunda el alma y la desesperación que embarga el rostro. Pasa tanto
tiempo antes de que uno se pueda persuadir de que aquella a quien veíamos cada
día, y cuya existencia misma formaba parte de la nuestra, ya no está con
nosotros; que se ha extinguido la viveza de sus amados ojos y que su voz tan
dulce y familiar se ha apagado para siempre. Estos son los pensamientos de los
primeros días. Pero la amargura del dolor no comienza hasta que el transcurso
del tiempo demuestra la realidad de la pérdida. ¿Pero a quién no le ha robado
esa desconsiderada mano algún ser querido? ¿Por qué, pues, había de describir
el dolor que todos han sentido y deberán sentir? Con el tiempo llega el momento
en el que el sufrimiento es más una costumbre que una necesidad y, aunque
parezca un sacrilegio, y a no se reprime la sonrisa que asoma a los labios. Mi
madre había muerto, pero nosotros aún teníamos obligaciones que cumplir;
debíamos continuar nuestro camino junto a los demás y considerarnos
afortunados mientras quedara a salvo al menos uno de nosotros.
De nuevo se volvió a hablar sobre mi viaje a Ingolstadt, que se había visto aplazado por los acontecimientos.
Obtuve de mi padre algunas semanas de reposo, período que transcurrió
tristemente. La muerte de mi madre y mi cercana marcha nos deprimía, pero Elizabeth intentaba
reavivar la alegría en nuestro pequeño círculo. Desde la muerte de su tía había
adquirido una nueva firmeza y vigor. Se propuso llevar a cabo sus obligaciones
con la mayor exactitud, y entendió que su principal misión consistía en hacer
felices a su tío y primos. A mí me consolaba, a su tío lo distraía, a mis
hermanos los educaba. Nunca la vi tan encantadora como en estos momentos,
cuando se desvivía por lograr la felicidad de los demás, olvidándose por completo
de sí misma.
Llegó por fin el día de mi marcha. Me había
despedido de todos mis amigos menos Clerval, que pasó la última velada con
nosotros. Lamentaba profundamente no acompañarme, pero su padre se resistió a
dejarlo partir. Tenía la intención de que su hijo lo ayudara en el negocio, y
seguía su teoría favorita de que los estudios resultaban superfluos en la vida
diaria. Henry
tenía una mente educada; no era su intención permanecer ocioso ni le
disgustaba ser el socio de su padre, sin embargo creía que se podría ser muy
buen negociante y no obstante ser una persona culta.
Estuvimos hasta muy tarde escuchando sus
lamentaciones y haciendo múltiples pequeños planes para el futuro. Las lágrimas
asomaban a los ojos de Elizabeth, lágrimas ante mi partida y ante el
pensamiento de que mi marcha debía haberse producido meses antes y acompañada
de la bendición de mi madre.
Me dejé caer en la calesa que debía
transportarme, y me embargaron los pensamientos más tristes. Yo, que siempre
había vivido rodeado de afectuosos compañeros, prestos todos a proporcionarnos
mutuas alegrías, me encontraba ahora solo. En la universidad hacia la que me
dirigía debería buscarme mis propios amigos y valerme por mí mismo. Hasta aquel
momento mi vida había sido extraordinariamente hogareña y resguardada, y esto
me había creado una invencible repugnancia hacia los rostros desconocidos.
Adoraba a mis hermanos, a Elizabeth y a Clerval; sus caras
eran «viejas conocidas»[L39];
pero me consideraba totalmente incapaz de tratar con extraños. Estos
eran mis pensamientos al comenzar el viaje, pero a medida que avanzaba se me
fue levantando el ánimo. Deseaba ardientemente adquirir nuevos conocimientos.
En casa, a menudo había reflexionado sobre lo penoso de permanecer toda la
juventud encerrado en el mismo lugar, y ansiaba descubrir el mundo y ocupar mi
puesto entre los demás seres humanos. Ahora se cumplían mis deseos, y no
hubiera sido consecuente arrepentirme.
Durante el viaje, que fue largo y fatigoso,
tuve tiempo suficiente para pensar en estas y otras muchas cosas. Por fin
apareció el alto campanario blanco de la ciudad. Bajé y me condujeron a mi
solitaria habitación. Disponía del resto de la tarde para hacer lo que
quisiera.
A la mañana siguiente entregué mis cartas de
presentación y visité a los principales profesores, entre otros al señor Krempe, profesor de filosofía natural. Me recibió con mucha
educación y me hizo diversas preguntas sobre mi conocimiento de las distintas
ramas científicas, relacionadas con la filosofía natural. Temblando y con
cierto miedo, a decir verdad, cité los únicos autores cuyas obras yo había
leído al respecto. El profesor me miró fijamente:
––¿De verdad que ha pasado usted el tiempo
estudiando semejantes tonterías? --me
preguntó.
Al responder afirmativamente, el señor Krempe continuó con énfasis:
––Ha malgastado cada minuto invertido en esos
libros. Se ha embotado la memoria de teorías rebasadas y nombres inútiles,
¡Dios mío! ¿En qué desierto ha vivido usted que no había nadie lo
suficientemente caritativo como para informarle de que esas fantasías que tan
concienzudamente ha absorbido tienen va mil años y están tan caducas como
anticuadas? No esperaba encontrarme con un discípulo de Alberto Magno y
Paracelso en esta época ilustrada. Mi buen señor, deberá empezar de nuevo sus
estudios.
Y diciendo esto, se apartó, me hizo una lista
de libros sobre filosofía natural, que me pidió que leyera, y me despidió,
comunicándome que a principios de la semana próxima comenzaría un seminario
sobre filosofía natural y sus implicaciones generales, y que el
señor Waldman, un colega suyo, en días alternos a él hablaría de química.
Regresé a casa no del todo disgustado, pues
hacía tiempo que yo mismo consideraba inútiles a aquellos autores tan desaprobados
por el profesor, si bien no me sentía demasiado inclinado a leer los libros que
conseguí bajo su recomendación. El señor Krempe era
un hombrecillo fornido, de voz ruda y desagradable aspecto, y por tanto me
predisponía poco en favor de su doctrina. Además yo sentía cierto desprecio por
la aplicación de la filosofía natural moderna. Era muy distinto cuando los
maestros de la ciencia buscaban la inmortalidad y el poder; tales enfoques, si
bien carentes de valor, tenían grandeza; pero ahora el panorama había cambiado.
El objetivo del investigador parecía limitarse a la aniquilación de las
expectativas sobre las cuales se fundaba todo mi interés por la ciencia. Se me
pedía que trocara quimeras de infinita grandeza por realidades de escaso valor.
Estos fueron mis pensamientos durante los dos
o tres primeros días que pasé en casi completa soledad. Pero al comenzar la
semana siguiente recordé la información que sobre las conferencias me había
dado el señor Krempe, y aunque no pensaba
escuchar al fatuo hombrecillo pronunciando sentencias desde la cátedra, me vino
a la memoria lo que había dicho sobre el señor Waldman, al cual aún no había
conocido por hallarse fuera de la ciudad. En parte por curiosidad y en parte
por ocio, me dirigí a la sala de conferencias, donde poco después hizo su entrada
el señor Waldman. Era muy distinto de su colega. Aparentaba tener unos
cincuenta años, pero su aspecto demostraba una gran benevolencia. Sus sienes
aparecían levemente encanecidas, pero tenía el resto del pelo casi negro. No
era alto pero sí erguido, y tenía la voz más dulce que hasta entonces había
oído. Empezó su conferencia con un resumen histórico de la química y los diversos
progresos llevados a cabo por los sabios, pronunciando con gran respeto el
nombre de los investigadores más relevantes. Pasó entonces a hacer una
exposición rápida del estado actual en el que se encontraba la ciencia, y
explicó muchos términos elementales. Tras algunos experimentos preparatorios
concluyó con un panegírico de la química moderna, en términos que nunca olvidaré.
––Los antiguos maestros de esta ciencia
––dijo–– prometían cosas imposibles, y no llevaban nada a cabo. Los científicos
modernos prometen muy poco; saben que los metales no se pueden transmutar, y
que el elixir de la vida es una ilusión. Pero éstos filósofos, cuyas manos
parecen hechas sólo para hurgar en la suciedad, y cuyos ojos parecen servir tan
sólo para escrutar con el microscopio o el crisol, han conseguido milagros.
Conocen hasta las más recónditas intimidades de la naturaleza y demuestran cómo
funciona en sus escondrijos. Saben del firmamento, de cómo circula la sangre y
de la naturaleza del aire que respiramos. Poseen nuevos y casi ilimitados
poderes; pueden dominar el trueno, imitar terremotos, e incluso parodiar el
mundo invisible con su propia sombra.
Me fui contento con el profesor y su
conferencia, y lo visité esa misma tarde. Sus modales resultaron en privado aún
más atractivos y complacientes que en público; pues durante la conferencia su
apariencia reflejaba una dignidad, que sustituía en su casa por afecto y
amabilidad. Escuchó con atención lo que le conté respecto de mis estudios,
sonriendo, pero sin el desdén del señor Krempe, ante
los nombres de Cornelius Agrippa y Paracelso. Dijo que «a la entrega
infatigable de estos hombres debían los filósofos modernos los cimientos de su
sabiduría. Nos habían legado, como tarea más fácil, el dar nuevos nombres y
clasificar adecuadamente los datos que en gran medida ellos habían sacado a la
luz. El trabajo de los genios, por muy desorientados que estén, siempre suele
revertir a la larga en sólidas ventajas para la humanidad». Escuché sus
palabras, pronunciadas sin alarde ni presunción, y añadí que su conferencia
había desvanecido los prejuicios que tenía hacia los químicos modernos, a la
vez que solicité su consejo acerca de nuevas lecturas.
––Me alegra haber ganado un discípulo ––dijo
el señor Waldman, y si su aplicación va pareja a su capacidad, no dudo de que
tendrá éxito. La química es la parte de la filosofía natural en la cual se han
hecho y se harán mayores progresos; precisamente por eso la escogí como
dedicación. Pero no por ello he abandonado las otras ramas de la ciencia. Mal
químico sería el que se limitara exclusivamente a esa porción del conocimiento
humano. Si su deseo es ser un auténtico hombre de ciencia y no un simple
experimentadorcillo, le aconsejo encarecidamente que se dedique a todas las
ramas de la filosofía natural, incluidas las matemáticas.
Me condujo entonces a su laboratorio y me
explicó el uso de sus diversas máquinas, indicándome lo que debía comprarme. Me
prometió que, cuando hubiera progresado lo suficiente en mis estudios como para
no deteriorarlo, me permitiría utilizar su propio material. También me dio la
lista de libros que le había pedido y seguidamente me marché.
Así concluyó un día memorable para mí, pues
había de decidir mi futuro destino.
Capítulo
3
A partir de este día, la filosofía natural y
en especial la química, en el más amplio sentido de la palabra, se convirtieron
en casi mi única ocupación. Leí con gran interés las obras que, llenas de
sabiduría y erudición, habían escrito los investigadores modernos sobre esas
materias. Asistí a las conferencias y cultivé la amistad de los hombres de
ciencia de la universidad; incluso encontré en el señor Krempe una
buena dosis de sentido común y sólida cultura, no menos valiosos por el hecho
de ir parejos a unos modales y aspecto repulsivo. En el señor Waldman hallé un
verdadero amigo. Jamás el dogmatismo empañó su bondad, e impartía su enseñanza
con tal aire de franqueza y amabilidad, que excluía toda idea de pedantería.
Quizá fuese el carácter amable de aquel hombre, más que un interés intrínseco
por esta ciencia, lo que me inclinaba hacia la rama de la filosofía natural a
la cual se dedicaba. Pero este estado de ánimo sólo se dio en las primeras
etapas de mi camino hacia el saber, pues cuanto más me adentraba en la ciencia
más se convertía en un fin en sí misma. Esa entrega, que en un principio había
sido fruto del deber y la voluntad, se fue haciendo tan imperiosa y exigente
que con frecuencia los albores del día me encontraban trabajando aún en mi laboratorio.
No es de extrañar, pues, que progresara con rapidez. Mi interés causaba el
asombro de los alumnos, y mis adelantos el de los maestros. A menudo el
profesor Krempe me preguntaba con sonrisa maliciosa por
Cornelius Agrippa, mientras que el señor Waldman expresaba su más cálido elogio
ante mis avances. Así pasaron dos años durante los cuales no volví a Ginebra,
pues estaba entregado de lleno al estudio de los descubrimientos que esperaba
hacer. Nadie salvo los que lo han experimentado, puede concebir lo fascinante
de la ciencia. En otros terrenos, se puede avanzar hasta donde han llegado
otros antes, y no pasar de ahí; pero en la investigación científica siempre hay
materia por descubrir y de la cual asombrarse. Cualquier inteligencia
normalmente dotada que se dedique con interés a una determinada área, llega sin
duda a dominarla con cierta profundidad. También yo, que me afanaba por
conseguir una meta, y a cuyo fin me dedicaba por completo, progresé con tal
rapidez que tras dos años conseguí mejorar algunos instrumentos químicos, lo
que me valió gran, admiración y respeto en la universidad. Llegado a este
punto, y, habiendo aprendido todo lo que sobre la práctica y la teoría de la
filosofía natural podían enseñarme los profesores de Ingolstadt,
pensé en volver con los míos a mi ciudad, dado que mi permanencia en
la universidad ya no conllevaría mayor progreso. Pero se produjo un accidente
que detuvo mi marcha.
Uno de los fenómenos que más me atraían era
el de la estructura del cuerpo humano y la de
cualquier ser vivo. A menudo me preguntaba de dónde vendría el principio de la
vida. Era una, pregunta osada, ya que siempre se ha considerado un misterio.
Sin embargo, ¡cuántas cosas estamos a punto de descubrir si la cobardía y la
dejadez no entorpecieran nuestra curiosidad! Reflexionaba mucho sobre todo
ello, y había decidido dedicarme preferentemente a aquellas ramas de la
filosofía natural vinculadas a la fisiología. De no haberme visto animado por
un entusiasmo casi sobrehumano, esta clase de estudios me hubieran resultado
tediosos y casi intolerables. Para examinar los orígenes de la vida debemos
primero conocer la muerte. Me familiaricé con la anatomía, pero esto no era
suficiente. Tuve también que observar la descomposición natural y la corrupción
del cuerpo humano. Al educarme, mi padre se había esforzado para que no me atemorizaran los
horrores sobrenaturales. No recuerdo haber temblado ante relatos de
supersticiones o temido la aparición de espíritus. La oscuridad no me afectaba
la imaginación, y los cementerios no eran para mí otra cosa que el lugar donde
yacían los cuerpos desprovistos de vida, que tras poseer fuerza y belleza ahora
eran pasto de los gusanos. Ahora me veía obligado a investigar el curso y el
proceso de esta descomposición y a pasar días y noches en osarios y panteones.
Los objetos que más repugnan a la delicadeza de los sentimientos humanos
atraían toda mi atención. Vi cómo se marchitaba y acababa por perderse la
belleza; cómo la corrupción de la muerte reemplazaba la mejilla encendida; cómo
los prodigios del ojo y del cerebro eran la herencia del gusano. Me detuve a
examinar v analizar todas las minucias que componen el origen, demostradas en
la transformación de lo vivo en lo muerto y de lo muerto en lo vivo. De pronto,
una luz surgió de entre estas tinieblas; una luz tan brillante y asombrosa, y a
la vez tan sencilla, que, si bien me cegaba con las perspectivas que abría, me
sorprendió que fuera yo, de entre todos los genios que habían dedicado sus
esfuerzos a la misma ciencia, el destinado a descubrir tan extraordinario
secreto.
Recuerde que no narro las fantasías de un
iluminado; lo que digo es tan cierto como que el sol brilla en el cielo. Quizá
algún milagro hubiera podido producir esto, mas las etapas de mi investigación
eran claras y verosímiles. Tras noches y días de increíble labor y fatiga,
conseguí descubrir el origen de la generación y la vida; es más, yo mismo
estaba capacitado para infundir vida en la materia inerte[L40].
La estupefacción que en un principio
experimenté ante el descubrimiento pronto dio paso al entusiasmo y al arrebato.
El alcanzar de repente la cima de mis aspiraciones, tras tanto tiempo de arduo
trabajo, era la recompensa más satisfactoria. Pero el descubrimiento era tan
inmenso y sobrecogedor, que olvidé todos los pasos que progresivamente me
habían ido llevando a él, para ver sólo el resultado final. Lo que desde la
creación del mundo había sido motivo de afanes y desvelos por parte de los
sabios se hallaba ahora en mis manos. No es que se me revelara todo de golpe,
como si de un juego de magia se tratara. Los datos que había obtenido no eran
la meta final; más bien tenían la propiedad de, bien dirigidos, poder encaminar
mis esfuerzos hacia la consecución de mi objetivo. Me sentía como el árabe[L41]
que enterrado junto a los muertos encontró un pasadizo por el cual volver al
mundo, sin más ayuda que una luz mortecina y apenas suficiente.
Amigo mío, veo por su interés, y por el
asombro y expectativa que reflejan sus ojos, que espera que le comunique el
secreto que poseo; mas no puede ser: escuche con paciencia mi historia hasta el
final y comprenderá entonces mi discreción al respecto. No seré yo quien,
encontrándose usted en el mismo estado de entusiasmo y candidez en el que yo
estaba entonces, le conduzca a la destrucción y a la desgracia. Aprenda de mí,
si no por mis advertencias, sí al menos por mi ejemplo, lo peligroso de
adquirir conocimientos; aprenda cuánto más feliz es el hombre que considera su
ciudad natal el centro del universo, que aquel que aspira a una mayor grandeza
de la que le permite su naturaleza.
Cuando me encontré con este asombroso poder
entre mis manos, dudé mucho tiempo en cuanto a la manera de utilizarlo. A pesar
de que poseía la capacidad de infundir vida, el preparar un organismo para recibirla,
con las complejidades de nervios, músculos y venas que ello entraña, seguía
siendo una labor terriblemente ardua y difícil. En un principio no sabía bien
si intentar crear un ser semejante a mí o uno de funcionamiento más simple;
pero estaba demasiado embriagado con mi primer éxito como para que la
imaginación me permitiera dudar de mi capacidad para infundir vida a un animal
tan maravilloso y complejo como el hombre. Los materiales con los que de
momento contaba apenas si parecían adecuados para empresa tan difícil, pero
tenía la certeza de un éxito final. Me preparé para múltiples contratiempos;
mis tentativas podrían frustrarse, y mi labor resultar finalmente imperfecta.
Sin embargo, me animaba cuando consideraba los progresos que día a día se
llevan a cabo en las ciencias y la mecánica; pensando que mis experimentos al
menos servirían de base para futuros éxitos. Tampoco podía tomar la amplitud y
complejidad de mi proyecto como argumento para no intentarlo siquiera. Imbuido
de estos sentimientos, comencé la creación de un ser humano. Dado que la
pequeñez de los órganos suponía un obstáculo para la rapidez, decidí, en contra
de mi primera decisión, hacer una criatura de dimensiones gigantescas; es
decir, de unos ocho pies de estatura[L42] y
correctamente proporcionada. Tras esta decisión, pasé algunos meses recogiendo
y preparando los materiales, y empecé.
Nadie puede concebir la variedad de
sentimientos que, en el primer entusiasmo por el éxito, me espoleaban como un
huracán. La vida y la muerte me parecían fronteras imaginarias que yo rompería
el primero, con el fin de desparramar después un torrente de luz por nuestro
tenebroso mundo. Una nueva especie me bendeciría como a su creador, muchos
seres felices y maravillosos me deberían su existencia. Ningún padre podía
reclamar tan completamente la gratitud de sus hijos como yo merecería la de
éstos. Prosiguiendo estas reflexiones, pensé que, si podía infundir vida a la
materia inerte, quizá, con el tiempo (aunque ahora lo creyera imposible),
pudiese devolver la vida a aquellos cuerpos que, aparentemente, la muerte había
entregado a la corrupción.
Estos pensamientos me animaban, mientras
proseguía mi trabajo con infatigable entusiasmo. El estudio había empalidecido
mi rostro, y el constante encierro me había demacrado. A veces fracasaba al
borde mismo del éxito, pero seguía aferrado a la esperanza que podía
convertirse en realidad al día o a la hora siguiente. El secreto del cual yo
era el único poseedor era la ilusión a la que había consagrado mi vida. La luna iluminaba mis esfuerzos nocturnos mientras yo,
con infatigable y apasionado ardor, perseguía a la naturaleza hasta sus más
íntimos arcanos. ¿Quién puede concebir los horrores de mi encubierta tarea, hurgando
en la húmeda oscuridad de las tumbas o atormentando a algún animal vivo para
intentar animar el barro inerte? Ahora me tiemblan los miembros con sólo
recordarlo; entonces me espoleaba un impulso irresistible y casi frenético.
Parecía haber perdido el sentimiento y sentido de todo, salvo de mi objetivo
final. No fue más que un período de tránsito, que incluso agudizó mi
sensibilidad cuando, al dejar de operar el estímulo innatural, hube vuelto a
mis antiguas costumbres. Recogía huesos de los osarios, y violaba, con dedos
sacrílegos, los tremendos secretos de la naturaleza humana. Había instalado mi
taller de inmunda creación en un cuarto solitario, o mejor dicho, en una celda,
en la parte más alta de la casa, separada de las restantes habitaciones por una
galería y un tramo de escaleras. Los ojos casi se me salían de las órbitas de
tanto observar los detalles de mi labor. La mayor, parte de los materiales me
los proporcionaban la sala de disección, y el matadero. A menudo me sentía
asqueado con mi trabajo; pero, impelido por una incitación que aumentaba
constantemente, iba ultimando mi tarea.
Transcurrió el verano mientras yo seguía
entregado a mi objetivo en cuerpo y alma. Fue un verano hermosísimo; jamás
habían producido los campos cosecha más abundante ni las cepas, mayor vendimia;
pero yo estaba ciego a los encantos de la naturaleza. Los mismos sentimientos
que me hicieron insensible a lo que me rodeaba me hicieron olvidar aquellos
amigos, a tantas, millas de mí, a quienes no había visto en mucho tiempo. Sabía
que mi silencio les inquietaba, y recordaba claramente las palabras de mi
padre: «Mientras estés contento de ti mismo, sé que pensarás en nosotros con
afecto, y sabremos de ti. Me disculparás si tomo cualquier interrupción en tu
correspondencia como señal de que también estás abandonando el resto de tus
obligaciones.»
Por tanto, sabía muy bien lo que mi padre
debía sentir; pero me resultaba imposible apartar mis pensamientos de la odiosa
labor que se había aferrado tan irresistiblemente a mi mente. Deseaba, por así
decirlo, dejar a un lado todo lo relacionado con mis sentimientos de cariño
hasta alcanzar el gran objetivo que había anulado todas mis anteriores
costumbres.
Entonces pensé que mi padre no sería justo si
achacaba mi negligencia a vicio o incorrección por mi parte; pero ahora sé que
él estaba en lo cierto al no creerme del todo inocente. El ser humano perfecto
debe conservar siempre la calma y la paz de espíritu y no permitir jamás que la
pasión o el deseo fugaz turben su tranquilidad. No creo que la búsqueda del
saber sea una excepción. Si el estudio al que te consagras tiende a debilitar
tu afecto y a destruir esos placeres sencillos en los cuales no debe intervenir
aleación alguna, entonces ese estudio es inevitablemente negativo, es decir,
impropio de la mente humana. Si se acatara siempre esta regla, si nadie
permitiera que nada en absoluto empañara su felicidad doméstica, Grecia no se
habría esclavizado, César habría protegido a su país, América se habría
descubierto más pausadamente y no se hubieran destruido los imperios de México
y Perú.
Pero olvido que estoy divagando en el punto
más interesante de mi relato, y su mirada me recuerda que debo continuar.
Mi padre no me reprochaba nada en sus cartas.
Su manera de hacerme ver que reparaba en mi silencio era preguntándome con
mayor insistencia por mis ocupaciones. El invierno, primavera y verano pasaron
mientras yo continuaba mis tareas, pero tan absorto estaba que no vi romper los
capullos o crecer las hojas, escenas que otrora me habían llenado de alegría.
Aquel año las hojas se habían ya marchitado cuando mi trabajo empezaba a tocar
su fin, y cada día traía con mayor claridad nuevas muestras de mi éxito. Pero
la ansiedad reprimía mi entusiasmo, y más que un artista dedicado a su
entretenimiento preferido tenía el aspecto de un condenado a trabajos forzados
en las minas o cualquier otra ocupación insana. Cada noche tenía accesos de
fiebre y me volví muy nervioso, lo que me incomodaba, ya que siempre había
disfrutado de excelente salud y había alardeado de dominio de mí mismo. Pero
pensé que el ejercicio y la diversión pronto acabarían con los síntomas, y me
prometí disfrutar de ambos en cuanto hubiera completado mi creación.
Capítulo
4
Una desapacible noche de noviembre contemplé
el final de mis esfuerzos. Con una ansiedad rayana en la agonía, coloqué a mí
alrededor los instrumentos que me iban a permitir infundir un hálito de vida a
la cosa inerte que yacía a mis pies. Era ya la una de la madrugada; la lluvia
golpeaba las ventanas sombríamente, y la vela casi se había consumido, cuando,
a la mortecina luz de la llama, vi cómo la criatura abría sus ojos amarillentos
y apagados. Respiró profundamente y un movimiento convulsivo sacudió su cuerpo.
¿Cómo expresar mi sensación ante esta
catástrofe, o describir el engendro que con tanto esfuerzo e infinito trabajo
había creado? Sus miembros estaban bien proporcionados y había seleccionado sus
rasgos por hermosos. ¡Hermosos!: ¡santo cielo! Su piel amarillenta apenas si
ocultaba el entramado de músculos y arterias; tenía el pelo negro, largo y
lustroso, los dientes blanquísimos; pero todo ello no hacía más que resaltar el
horrible contraste con sus ojos acuosos, que parecían casi del mismo color que
las pálidas órbitas en las que se hundían, el rostro arrugado, y los finos y
negruzcos labios.
Las alteraciones de la vida no son ni mucho
menos tantas como las de los sentimientos humanos. Durante casi dos años había
trabajado infatigablemente con el único propósito de infundir vida en un cuerpo
inerte. Para ello me había privado de descanso y de salud. Lo había deseado con
un fervor que sobrepasaba con mucho la moderación; pero ahora que lo había
conseguido, la hermosura del sueño se desvanecía y la repugnancia y el horror
me embargaban. Incapaz de soportar la visión del ser que había creado, salí
precipitadamente de la estancia. Ya en mi dormitorio, paseé por la habitación
sin lograr conciliar el sueño. Finalmente, el cansancio se impuso a mi
agitación, y vestido me eché sobre la cama en el intento de encontrar algunos
momentos de olvido. Mas fue en vano; pude dormir, pero tuve horribles
pesadillas. Veía a Elizabeth, rebosante de salud, paseando por las calles
de Ingolstadt. Con sorpresa y alegría la
abrazaba, pero en cuanto mis labios rozaron los suyos, empalidecieron con el
tinte de la muerte; sus rasgos parecieron cambiar, y tuve la sensación de
sostener entre mis brazos el cadáver de mi madre; un sudario la envolvía, y vi
cómo los gusanos reptaban entre los dobleces de la tela. Me desperté
horrorizado; un sudor frío me bañaba la frente, me castañeteaban los dientes y
movimientos convulsivos me sacudían los miembros. A la pálida y amarillenta luz
de la luna que se filtraba por entre
las contraventanas, vi al engendro, al monstruo[L43] miserable que había creado. Tenía levantada la
cortina de la cama, y sus ojos, si así podían llamarse, me miraban fijamente.
Entreabrió la mandíbula y murmuró unos sonidos ininteligibles, a la vez que una
mueca arrugaba sus mejillas. Puede que hablara, pero no lo oí. Tendía hacia mí
una mano, como si intentara detenerme, pero esquivándola me precipité escaleras
abajo. Me refugié en el patio de la casa, donde permanecí el resto de la noche,
paseando arriba y abajo, profundamente agitado, escuchando con atención,
temiendo cada ruido como si fuera a anunciarme la llegada del cadáver demoníaco
al que tan fatalmente había dado vida.
¡Ay!, Ningún mortal podría soportar el horror
que inspiraba aquel rostro. Ni una momia reanimada podría ser tan espantosa
como aquel engendro. Lo había observado cuando aún estaba incompleto, y ya entonces
era repugnante; pero cuando sus músculos y articulaciones tuvieron movimiento,
se convirtió en algo que ni siquiera Dante hubiera
podido concebir.
Pasé una noche terrible. A veces, el corazón
me latía con tanta fuerza y rapidez que notaba las palpitaciones de cada
arteria, otras casi me caía al suelo de pura debilidad y cansancio. Junto a
este horror, sentía la amargura de la desilusión. Los sueños que; durante tanto
tiempo habían constituido mi sustento y descanso se me convertían ahora en un
infierno; ¡y el cambio era tan brusco, tan total!
Por fin llegó el amanecer, gris y lluvioso, e
iluminó ante mis agotados y doloridos ojos la iglesia de Ingolstadt,
el blanco campanario y el reloj, que marcaba las seis. El portero
abrió las verjas del patio, que había sido mi asilo aquella noche, y salí fuera
cruzando las calles con paso rápido, como si quisiera evitar al monstruo que
temía ver aparecer al doblar cada esquina. No me atrevía a volver a mi
habitación; me sentía empujado a seguir adelante pese a que me empapaba la
lluvia que, a raudales, enviaba un cielo oscuro e inhóspito.
Seguí caminando así largo tiempo, intentando
aliviar con el ejercicio el peso que oprimía mi espíritu. Recorrí las calles,
sin conciencia clara de dónde estaba o de lo que hacía. El corazón me palpitaba
con la angustia del temor, pero continuaba andando con paso inseguro, sin osar
mirar hacia atrás:
Como alguien que, en
un solitario camino,
Avanza con miedo y
terror,
Y habiéndose vuelto
una vez, continúa,
Sin volver la cabeza
ya más,
Porque sabe que
cerca, detrás,
Así llegué por fin al albergue donde solían
detenerse las diligencias y carruajes. Aquí me detuve, sin saber por qué, y
permanecí un rato contemplando cómo se acercaba un vehículo desde el final de
la calle. Cuando estuvo más cerca vi que era una diligencia suiza. Paró delante
de mí y al abrirse la puerta reconocí a Henry Clerval, que, al verme,
bajó enseguida.
––Mi querido Frankenstein
––gritó—. ¡Qué alegría! ¡Qué suerte que estuvieras aquí justamente
ahora!
Nada podría igualar mi gozo al verlo. Su
presencia traía recuerdos de mi padre, de Elizabeth y
de esas escenas hogareñas tan queridas. Le estreché la mano y al instante
olvidé mi horror y mi desgracia. Repentinamente, y por primera vez en muchos
meses, sentí que una serena y tranquila felicidad me embargaba. Recibí, por
tanto, a mi amigo de la manera más cordial, y nos encaminamos hacia la
universidad. Clerval me habló durante algún rato de amigos comunes y de lo
contento que estaba de que le hubieran permitido venir a Ingolstadt.
Puedes suponer lo difícil que me fue
convencer a mi padre de que no es absolutamente imprescindible para un negociante
el no saber nada más que contabilidad. En realidad, creo que aún tiene sus
dudas, pues su eterna respuesta a mis incesantes súplicas era la misma que la
del profesor holandés de El Vicario de Wakefield[L45]:
«Gano diez mil florines anuales sin saber griego, y como muy bien sin
saber griego».
––Me hace muy feliz volver a verte, pero dime
cómo están mis padres, mis hermanos y Elizabeth.
––Bien, y contentos; aunque algo inquietos
por la falta de noticias tuyas. Por cierto, que yo mismo pienso sermonearte un
poco. Pero, querido Frankenstein continuó,
deteniéndose de pronto y mirándome fijamente––, no me había dado cuenta de tu
mal aspecto. Pareces enfermo; ¡estás muy pálido y delgado! Como si llevaras
varias noches en vela.
––Estás en lo cierto. He estado tan ocupado
últimamente que, como ves, no he podido descansar lo suficiente. Pero espero
sinceramente que mis tareas hayan concluido y pueda estar ya más libre.
Temblaba; era incapaz de pensar, y mucho
menos de referirme a los sucesos de la noche pasada. Apresuré el paso, y
pronto llegamos a la universidad. Pensé entonces, y esto me hizo estremecer,
que la criatura que había dejado en mi habitación aún podía encontrarse allí
viva, y en libertad. Temía ver a este monstruo, pero me horrorizaba aún más que
Henry lo
descubriera. Le rogué, por tanto, que esperara unos minutos al pie de la
escalera, y subí a mi cuarto corriendo. Con la mano ya en el picaporte me
detuve unos instantes para sobreponerme. Un escalofrío me recorrió el cuerpo.
Abrí la puerta de par en par, como suelen hacer los niños cuando esperan
encontrar un fantasma esperándolos; pero no ocurrió nada. Entré temerosamente:
la habitación estaba vacía. Mi dormitorio también se encontraba libre de su
horrendo huésped. Apenas si podía creer semejante suerte. Cuando me hube
asegurado de que mi enemigo ciertamente había huido, bajé corriendo en busca de
Clerval, dando saltos de alegría.
Subimos a mi cuarto, y el criado enseguida
nos sirvió el desayuno; pero me costaba dominarme. No era júbilo lo único que
me embargaba. Sentía que un hormigueo de aguda sensibilidad me recorría todo el
cuerpo, y el pecho me latía fuertemente. Me resultaba imposible permanecer
quieto; saltaba por encima de las sillas, daba palmas y me reía a carcajadas.
En un principio Clerval atribuyó esta insólita alegría a su llegada. Pero al
observarme con mayor detención, percibió una inexplicable exaltación en mis
ojos. Sorprendido y asustado ante mi alboroto irrefrenado y casi cruel, me
dijo:
––¡Dios Santo!, ¿Víctor, qué te sucede? No te
rías así. Estás enfermo. ¿Qué significa todo esto?
––No me lo preguntes le grité, tapándome los ojos con las manos, pues creí ver al
aborrecido espectro deslizándose en el cuarto—. El te lo puede decir. ¡Sálvame! ¡Sálvame!
Me pareció que el monstruo me asía; luché
violentamente, y caí al suelo con un ataque de nervios.
¡Pobre Clerval! ¿Qué debió pensar? El
reencuentro, que esperaba con tanto placer, se tornaba de pronto en amargura.
Pero yo no fui testigo de su dolor; estaba inconsciente, y no recobré el conocimiento
hasta mucho más tarde.
Fue éste el principio de una fiebre nerviosa
que me obligó a permanecer varios meses en cama. Durante todo ese tiempo, sólo Henry me
cuidó. Supe después que, debido a la avanzada edad de mi padre, lo impropio de
un viaje tan largo y lo mucho que mi enfermedad afectaría a Elizabeth, Clerval
les había ahorrado este pesar ocultándoles la gravedad de mi estado. Sabía que
nadie me cuidaría con más cariño y desvelo que él, y convencido de mi mejoría
no dudaba de que, lejos de obrar mal, realizaba para con ellos la acción más
bondadosa.
Pero mi enfermedad era muy grave, y sólo los
constantes e ilimitados cuidados de mi amigo me devolvieron la vida. Tenía
siempre ante los ojos la imagen del monstruo al que había dotado de vida, y deliraba
constantemente sobre él. Sin duda, mis palabras sorprendieron a Henry. En
un principio, las tomó por divagaciones de mi mente trastornada; pero la
insistencia con que recurría al mismo tema le convenció de que mi enfermedad se
debía a algún suceso insólito y terrible.
Muy poco a poco, y con numerosas recaídas que
inquietaban y apenaban a mi amigo, me repuse. Recuerdo que la primera vez que
con un atisbo de placer me pude fijar en los objetos a mí alrededor, observé
que habían desaparecido las hojas muertas, y tiernos brotes cubrían los árboles
que daban sombra a mi ventana. Fue una primavera deliciosa, y la estación
contribuyó mucho a mi mejoría. Sentí renacer en mí sentimientos de afecto y
alegría; desapareció mi pesadumbre, y pronto recuperé la animación que tenía
antes de sucumbir a mi horrible obsesión.
Querido Clerval ––exclamé un día—, ¡qué bueno
eres conmigo! En vez de dedicar el invierno al estudio, como habías planeado,
lo has pasado junto a mi lecho. ¿Cómo podré pagarte esto jamás? Siento el mayor
remordimiento por los trastornos que te he causado. Pero ¿me perdonarás,
verdad?
Me consideraré bien pagado si dejas de
atormentarte y te recuperas rápidamente, y puesto que te veo tan mejorado, ¿me
permitirás una pregunta?
Temblé. ¡Una pregunta! ¿Cuál sería? ¿Se
referiría acaso a aquello en lo que no me atrevía ni a pensar?
––Tranquilízate ––dijo Clerval al observar
que mi rostro cambiaba de color––, no lo mencionaré si ha de inquietarte, pero
tu padre y tu prima se sentirían muy felices si recibieran una carta de tu puño
y letra. Apenas saben de tu gravedad, y tu largo silencio les desasosiega.
––¿Nada más, querido Henry? ¿Cómo
pudiste suponer que mis primeros pensamientos no fueran para aquellos seres tan
queridos y que tanto merecen mi amor?
––Siendo esto así, querido amigo, quizá té
alegre leer esta carta que lleva aquí unos días. Creo que es de tu prima.
Capítulo
5
Clerval me puso entonces
la siguiente carta entre las manos.
Mi
querido primo:
No
pueda describirte la inquietud que hemos sentido por tu salud.
No
podemos evitar pensar que tu amigo Clerval nos oculta la magnitud de tu
enfermedad, pues hace ya varios meses que no vemos tu propia letra. Todo este
tiempo te has visto obligado a dictarle las cartas a Henry, lo cual indica, Víctor, que debes haber estado muy enfermo. Esto nos
entristece casi tanto como la muerte de tu querida madre. Tan convencido estaba
mi tío de tu gravedad, que nos costó mucho disuadirlo de su idea de viajar a Ingolstadt. Clerval nos asegura constantemente que
mejoras; espero sinceramente que pronto nos demuestres lo cierto de esta
afirmación mediante una carta de tu puño y letra, pues nos tienes a todos,
Víctor, muy preocupados. Tranquilízanos a este respecto, y seremos
los seres más dichosos del mundo. Tu padre está tan bien de salud, que parece
haber rejuvenecido diez años desde el invierno pasado. Ernest ha cambiado tanto que apenas lo conocerías;
va a cumplir los dieciséis y ha perdido el aspecto enfermizo que tenía hace
algunos años; tiene una vitalidad desbordante.
Mi
tío y yo hablamos durante largo rato anoche acerca de la profesión que Ernest debía elegir. Las continuas enfermedades de
su niñez le han impedido crear hábitos de estudio. Ahora que goda de buena
salud, suele pasar el día al aire libre, escalando montañas o remando en el
lago. Yo sugiero que se haga granjero; ya sabes, primo, que esto ha sido un
sueño que siempre ha acariciado. La vida del granjero es sana y feliz y es la profesión menos dañina, mejor
dicho, más beneficiosa de todas. Mi tío pensaba en la abogacía para que, con su
influencia, pudiera luego hacerse juez. Pero, aparte de que no está capacitado
para ello en absoluto, creo que es más honroso cultivar la tierra para sustento
de la humanidad que ser el confidente e incluso el cómplice de sus vicios, que
es la tarea del abogado. De que la labor de un granjero próspero, si no más
honrosa, sí al menos era más grata que la de un juez, cuya triste suerte es la
de andar siempre inmiscuido en la parte más sórdida de la naturaleza humana.
Ante esto, mi tío esbozó una sonrisa, comentando que yo era la que debía ser
abogado, lo que puso fin a la conversación.
Y
ahora te contaré una pequeña historia que te gustará e incluso quizá te
entretenga un rato. ¿Te acuerdas de Justine Moritz?
Probablemente no, así que te resumiré su vida en pocas palabras. Su madre, la señora
Moritz se quedó viuda con cuatro hijos, de los cuales Justine era la tercera. Había sido siempre la
preferida de su padre, pero, incomprensiblemente, su madre la aborrecía y, tras
la muerte del señor Moritz, la maltrataba. Mi tía, tu madre, se dio cuenta, y
cuando Justine
tuvo doce años convenció a
su madre para que la dejara vivir con nosotros. Las instituciones
republicanas de nuestro país han permitido costumbres más sencillas y felices que las que suelen imperar en las
grandes monarquías que lo circundan. Por ende hay menos diferencias entre las
distintas clases sociales de sus habitantes, y los miembros de las más
humildes, al no ser ni tan pobres ni estar tan despreciados, tienen modales más
refinados y morales. Un criado en Ginebra no es igual que un criado en Francia
o Inglaterra. Así pues, en nuestra familia Justine aprendió
las obligaciones de una sirvienta, condición que en nuestro afortunado país no
conlleva la ignorancia ni el sacrificar la dignidad del ser humano.
Después
de recordarte esto supongo que adivinarás quién es la heroína de mi pequeña
historia, porque tú apreciabas mucho a Justine. Incluso
me acuerdo que una vez comentaste que cuando estabas de mal humor se te pasaba
con que Justine
te mirase, por la misma
razón que esgrime Ariosto al hablar de la hermosura de Angélica[L47]: desprendía alegría y franquea. Mi tía se
encariñó mucho con ella, lo cual la indujo a darle una educación más esmerada
de lo que en principio pensaba. Esto se vio pronto recompensado; la pequeña Justine era la criatura más agradecida del mundo. No
quiero decir que lo manifestara abiertamente, jamás la oí expresar su gratitud,
pero sus ojos delataban la adoración que sentía por su protectora. Aunque era
de carácter juguetón e incluso en ocasiones distraída, estaba pendiente del
menor gesto de mi tía, que era para ella modelo de perfección. Se esforzaba por
imitar sus ademanes y manera de hablar, de forma que incluso ahora
a menudo me la recuerda.
Cuando
murió mi querida tía, todos estábamos demasiado llenos de nuestro propio dolor
para reparar en la pobre Justine, que
a lo largo de su enfermedad la había atendido con el más solícito afecto. La
pobre Justine
estaba muy enferma, pero
la aguardaban otras muchas pruebas.
Uno
tras otro, murieron sus hermanos y hermanas, y su madre se quedó sin más hijos que aquella a
la que había desatendido desde pequeña. La mujer sintió remordimiento y empezó
a pensar que la muerte de sus preferidos era el castigo que por su parcialidad
le enviaba el cielo. Era católica, y creo que su confesor coincidía con ella en
esa idea. Tanto es así que, a los pocos meses de partir tú hacia Ingolstadt, la
arrepentida madre de Justine la
hizo volver a su casa. ¡Pobrecilla! ¡Cómo lloraba al abandonar nuestra casa!
Estaba muy cambiada desde la muerte de mi tía; la pena le había dado una
dulzura y seductora docilidad que contrastaban con la tremenda vivacidad de
antaño. Tampoco era la casa de su madre el lugar más adecuado para que
recuperara su alegría. La pobre mujer era muy titubeante en su arrepentimiento.
A veces le suplicaba a Justine que
perdonara su maldad, pero con mayor frecuencia la culpaba de la muerte de sus
hermanos y hermana. La obsesión constante acabó enfermando a la señora Moritz,
lo cual agravó su irascibilidad. Ahora ya descansa en paz. Murió a principios
de este invierno, al llegar los primeros fríos. Justine está
de nuevo con nosotros, , y te aseguro que la amo tiernamente. Es muy inteligente
y dulce, y muy bonita. Como te dije antes, sus gestos y expresión me recuerdan
con frecuencia a mi querida tía.
También
quiero contarte algo, querido primo, del pequeño William. Me gustaría que lo vieras. Es muy alto para su edad; tiene los ojos
azules, dulces y sonrientes, las pestañas oscuras y el pelo rizado. Cuando se
ríe, le aparecen dos hoyuelos en las mejillas sonrosadas. Ya ha tenido una o
dos pequeñas novias, pero Louisa Biron es su favorita, una bonita criatura de
cinco años.
Y
ahora, querido Víctor, supongo que te gustarán algunos cotilleos sobre las
buenas gentes de Ginebra. La agraciada señorita Mansfield
ya ha recibido varias
visitas de felicitación por su próximo enlace con un joven inglés, John Melbourne.
Su fea hermana, Manon, se casó el otoño pasado con el señor Duvillard, el rico
banquero. A tu compañero predilecto de colegio, Louis Manoir, le han acaecido varios infortunios
desde que Clerval salió de Ginebra. Pero ya se ha recuperado, y se dice que
está apunto de casarse con madame Tavarnier,
una joven francesa muy animada. Es viuda y mucho mayor que Manoir; pero es muy
admirada y agrada a todos.
Escribiéndote
me he animado mucho, querido primo. Pero no puedo terminar sin volver a
preguntarte por tu salud. Querido Víctor, si no estás muy enfermo, escribe tú
mismo y hamos felices a tu padre y a todos los demás.
Si no..., lloro sólo de pensar en la otra posibilidad. Adiós mi queridísimo
primo.
ELIZABETH LAVENZA
Ginebra, 18 de marzo de
17...
––Querida, queridísima Elizabeth exclamé al terminar
su carta––, escribiré de inmediato para aliviar la ansiedad que deben sentir.
Escribí, pero me fatigué mucho. Sin embargo,
había comenzado mi convalecencia y mejoraba con rapidez. Al cabo de dos
semanas pude abandonar mi habitación.
Una de mis primeras obligaciones tras mi
recuperación era presentar a Clerval a los distintos profesores de la
universidad. Al hacerlo, pasé muy malos ratos, poco convenientes a las heridas
que había sufrido mi mente. Desde aquella noche fatídica, final de mi labor y
principio de mis desgracias, sentía un violento rechazo por el mero nombre de
filosofía natural. Incluso cuando me hube restablecido por completo, la sola
visión de un instrumento químico reavivaba mis síntomas nerviosos. Henry lo
había notado, y retiró todos los aparatos. Cambió el aspecto de mi habitación,
pues observó que sentía repugnancia por el cuarto que había sido mi
laboratorio. Pero estos cuidados de Clerval no sirvieron de nada cuando visité
a mis profesores. El señor Waldman me hirió aceradamente al alabar, con ardor y
amabilidad, los asombrosos adelantos que había hecho en las ciencias. Pronto
observó que me disgustaba el tema, pero, desconociendo la verdadera razón, lo
atribuyó a mi modestia y pasó de mis progresos a centrarse en la ciencia misma,
con la intención de interesarme. ¿Qué podía yo hacer? Con su afán de ayudarme,
sólo me atormentaba. Era como si hubiera colocado ante mí, uno a uno y con
mucho cuidado, aquellos instrumentos que posteriormente se utilizarían para
proporcionarme una muerte lenta y cruel. Me torturaban sus palabras, mas no
osaba manifestar el dolor que sentía. Clerval, cuyos ojos y sensibilidad
estaban siempre prontos para intuir las sensaciones de los demás, desvió el
tema, alegando como excusa su absoluta ignorancia, y la conversación tomó un
rumbo más general. De corazón le agradecí esto a mi amigo, pero no tomé parte
en la charla. Vi claramente que estaba sorprendido, pero nunca trató de
extraerme el secreto. Aunque lo quería con una mezcla de afecto y respeto
ilimitados, no me atrevía a confesarle aquello que tan a menudo me volvía a la
memoria, pues temía que, al revelárselo a otro, se me grabaría todavía más.
El señor Krempe no
fue tan delicado. En el estado de hipersensibilidad en el que estaba, sus
alabanzas claras y rudas me hicieron más que la benévola aprobación del señor
Waldman.
¡Maldito chico! exclamó––. Le aseguro, señor Clerval, que nos ha
superado a todos. Piense lo que quiera, pero así es. Este chiquillo, que hace
poco creía en Cornelius Agrippa como en los evangelios, se ha puesto a la
cabeza de la universidad. Y si no lo echamos pronto, nos dejará en ridículo a
todos... ¡Vaya, vaya!––continuó al observar el sufrimiento que reflejaba mi
rostro––, el señor Frankenstein es modesto, excelente
virtud en un joven. Todos los jóvenes debieran desconfiar de sí mismos, ¿no
cree, señor Clerval? A mí, de muchacho, me ocurría, pero eso pronto se pasa.
El señor Krempe se
lanzó entonces a un elogio de su persona, lo que felizmente desvió la
conversación del tema que tanto me desagradaba.
Clerval no era un científico vocacional.
Tenía una imaginación demasiado viva para aguantar la minuciosidad que
requieren las ciencias. Le interesaban las lenguas, y pensaba adquirir en la
universidad la base elemental que le permitiera continuar sus estudios por su
cuenta una vez volviera a Ginebra. Tras dominar el griego y el latín
perfectamente, el persa, árabe y hebreo atrajeron su atención. A mí,
personalmente, siempre me había disgustado la inactividad; y ahora que quería
escapar de mis recuerdos y odiaba mi anterior dedicación me confortaba el
compartir con mi amigo sus estudios, encontrando no sólo formación sino
consuelo en los trabajos de los orientalistas. Su melancolía es relajante, y su
alegría anima hasta puntos nunca antes experimentados al estudiar autores de
otros países. En sus escritos la vida parece hecha de cálido sol y jardines de
rosas, de sonrisas y censuras de una dulce enemiga y del fuego que consume el
corazón. ¡Qué distinto de la poesía heroica y viril de Grecia y Roma!
Así se me pasó el verano, y fijé mi regreso a
Ginebra para finales de otoño. Varios incidentes me detuvieron. Llegó el
invierno, y con él la nieve, que hizo inaccesibles las carreteras y retrasé mi
viaje hasta la primavera. Sentí mucho esta demora, pues ardía en deseos de
volver a mi ciudad natal y a mis seres queridos. Mi retraso obedecía a cierto
reparo por mi parte por dejar a Clerval en un lugar desconocido para él, antes
de que se hubiera relacionado con alguien. No obstante, pasamos el invierno
agradablemente, y cuando llegó la primavera, si bien tardía, compensó su
tardanza con su esplendor.
Entrado mayo, y cuando a diario esperaba la
carta que fijaría el día de mi partida, Henry propuso una excursión a
pie por los alrededores de Ingolstadt, con
el fin de que me despidiera del lugar en el cual había pasado tanto tiempo.
Acepté con gusto su sugerencia. Me gustaba el ejercicio, y Clerval había sido
siempre mi compañero preferido en este tipo de paseos, que acostumbrábamos a
dar en mi ciudad natal.
La excursión duró quince días. Hacía tiempo
que había recobrado el ánimo y la salud, y ambas se vieron reforzadas por el
aire sano, los incidentes normales del camino y la animación de mi amigo. Los
estudios me habían alejado de mis compañeros y me había ido convirtiendo en un
ser insociable, pero Clerval supo hacer renacer en mí mis mejores sentimientos.
De nuevo me inculcó el amor por la naturaleza y por los alegres rostros de los
niños. ¡Qué gran amigo! Cuán sinceramente me amaba y se esforzaba por elevar mi
espíritu hasta el nivel del suyo. Un objetivo egoísta me había disminuido y
empequeñecido hasta que su bondad y cariño reavivaron mis sentidos. Volví a ser
la misma criatura feliz que, unos años atrás, amando a todos y querido por
todos, no conocía ni el dolor ni la preocupación. Cuando me sentía contento, la
naturaleza tenía la virtud de proporcionarme las más exquisitas sensaciones. Un
cielo apacible y verdes prados me llenaban de emoción. Aquella primavera fue
verdaderamente hermosa; las flores de primavera brotaban en los campos anunciando
las del verano que empezaban ya a despuntar. No me importunaban los pensamientos
que, a pesar de mis intentos, me habían oprimido el año anterior con un peso
invencible.
Henry disfrutaba con mi alegría y compartía mis sentimientos.
Se esforzaba por distraerme mientras me comunicaba sus impresiones. En esta
ocasión, sus recursos fueron verdaderamente asombrosos; su conversación era
animadísima y a menudo inventaba cuentos de una fantasía y pasión
maravillosas, imitando los de los escritores árabes y persas. Otras veces
repetía mis poemas favoritos, o me inducía a temas polémicos argumentando con
ingenio.
Regresamos a la universidad un domingo por la
noche. Los campesinos bailaban y las gentes con las que nos cruzábamos parecían
contentas y felices. Yo mismo me sentía muy animado y caminaba con paso jovial,
lleno de desenfado y júbilo.
Capítulo 6
De vuelta, encontré la siguiente carta de mi
padre:
A V. FRANKENSTEIN.
Mi
querido Víctor:
Con
impaciencia debes haber aguardado la carta que fiara tu regreso a casa; tentado
estuve en un principio de mandarte sólo unas líneas con el día en que debíamos
esperarte. Pero hubiera sido un acto de cruel caridad, y no me atreví a
hacerlo. Cuál no hubiera sido tu sorpresa, hijo mío, cuando, esperando una
feliz y dichosa bienvenida, te encontraras por el contrario con el llanto y el
sufrimiento. ¿Cómo podré, hijo, explicarte nuestra desgracia? La ausencia no
puede haberte hecho indiferente a nuestras penas y alegrías,
y ¿cómo puedo yo infligir daño a un hijo ausente? Quisiera prepararte para la
dolorosa noticia, pero sé que es imposible. Sé que tus ojos se saltan las
líneas buscando las palabras que te revelarán las horribles nuevas.
¡William ha muerto! Aquella dulce criatura cuyas
sonrisas caldeaban y llenaban de gozo mi corazón, aquella criatura tan cariñosa
y a la par tan alegre, Víctor, ha sido asesinada.
No
intentaré consolarte. Sólo te contaré las circunstancias de la tragedia.
El
jueves pasado. (7 de mayo yo, mi sobrina y tus
dos hermanos fuimos a Plainpalais[L48] a dar un paseo. La tarde era cálida y apacible,
y nos tardamos algo más que de costumbre. Ya anochecía cuando pensamos en
volver. Entonces nos dimos cuenta de que William
y Ernest, que iban delante, habían desaparecido. Nos
sentamos en un banco a aguardar su regreso. De pronto llegó Ernest, y nos preguntó si habíamos visto a su
hermano. Dijo que habían estado jugando juntos y que William se había adelantado para esconderse, y que lo había buscado en vano. Llevaba ya
mucho tiempo esperándolo pero aún no había regresado.
Esto
nos alarmó considerablemente, y estuvimos buscándolo hasta que cayó la noche y
entonces Elizabeth sugirió que quizá hubiera
vuelto a casa. Allí no estaba. Volvimos al lugar con antorchas; pues yo
no podía descansar pensando en que mi querido hijo se había perdido y se encontraría expuesto a la humedad y el
frío de la noche. Elizabeth también
sufría enormemente. Alrededor de las cinco de la madrugada hallé a mi pequeño, que la noche
anterior rebosaba actividad y salud, tendido en la hierba, pálido e inerte, con
las huellas en el cuello de los dedos del asesino.
Lo
llevamos a casa, y la agonía de mi rostro pronto delató el secreto a Elizabeth.
Se empeñó en ver el cadáver. Intenté disuadirla pero insistió. Entró en la
habitación donde reposaba, examinó precipitadamente el cuello de la víctima, y
retorciéndose las manos exclamó:
¡Dios
mío! He matado a mi querido chiquillo.
Perdió
el conocimiento y nos costó mucho reanimarla. Cuando volvió en sí, sólo lloraba
y suspiraba. Me dijo que esa misma tarde William la había convencido para que le dejara ponerse una valiosa miniatura
que ella tenía de tu madre. Esta joya ha desaparecido, y, sin duda, fue lo que
tentó al asesino al crimen. No hay rastro de él hasta el momento, aunque las
investigaciones continúan sin cesar. De todas formas, esto no le devolverá la
vida a nuestro amado William.
Vuelve,
querido Víctor; sólo tú podrás consolar a Elizabeth. Llora sin cesar, y se
acusa injustamente de su muerte. Me destroza el corazón con sus palabras.
Estamos todos desolados, pero ¿no será esa una razón más para que tú, hijo mío,
vengas y seas nuestro consuelo? ¡Tu pobre madre, Víctor! Ahora le doy gracias a
Dios de que no haya vivido para ser testigo de la cruel y atroz muerte de su
benjamín.
Vuelve,
Víctor; no con pensamientos de venganza contra el asesino, sino con
sentimientos de paz y cariño que curen nuestras heridas en vez de ahondar en
ellas. Únete a nuestro luto, hijo, pero con dulzura y cariño para quienes te
quieren y no con odio para con tus enemigos.
Tu
afligido padre que te quiere,
ALPHONSE FRANKENSTEIN
Ginebra, 12 de mayo de 17...
Clerval, que me había estado observando
mientras leía la carta, se sorprendió al ver la desesperación en que se trocaba
la alegría que había expresado al saber que habían llegado noticias de mis
amigos[L49].
Tiré la carta sobre la mesa y me cubrí el rostro con las manos.
––Querido Frankenstein
––dijo al verme llorar con amargura––, ¿habrás de ser siempre
desdichado? ¿Qué ha ocurrido, amigo mío?
Le indiqué que leyera la carta, mientras yo
paseaba arriba y abajo de la habitación lleno de angustia. Las lágrimas le
corrieron por las mejillas a medida que leía y comprendía mi desgracia.
––No puedo ofrecerte consuelo alguno, amigo
mío ––dijo––, tu pérdida es irreparable. ¿Qué piensas hacer?
––Ir de inmediato a Ginebra. Acompáñame, Henry, a
pedir los caballos.
Mientras caminábamos, Clerval se desvivía por
animarme, no con los tópicos usuales, sino manifestando su más profunda
amistad.
––Pobre William. Aquella
adorable criatura duerme ahora junto a su madre. Sus amigos lo lloramos y estamos
de luto, pero él descansa en paz. Ya no siente la presión de la mano asesina;
el césped cubre su dulce cuerpo y ya no puede sufrir. Ya no se le puede
compadecer. Los supervivientes somos los que más sufrimos, y para nosotros el
tiempo es el único consuelo. No debemos esgrimir aquellas máximas de los
estoicos de que la muerte no es un mal y que el hombre debe estar por encima de
la desesperación ante la ausencia eterna del objeto amado. Incluso Catón lloró
ante el cadáver de su hermano[L50].
Así hablaba Clerval mientras cruzábamos las
calles. Las palabras se me quedaron grabadas, y más tarde las recordé en mi
soledad. En cuanto llegaron los caballos, subí a la calesa, y me despedí de mi
amigo.
El viaje fue triste. Al principio iba con
prisa, pues estaba impaciente por consolar a los míos; pero á medida que nos
acercábamos a mi ciudad natal aminoré la marcha. Apenas si podía soportar el
cúmulo de pensamientos que se me agolpaban en la mente. Revivía escenas
familiares de mi juventud, escenas que no había visto hacía casi seis años.
¿Qué cambios habría habido en ese tiempo? Se había producido de repente uno
brusco y desolador; pero miles de pequeños acontecimientos podían haber dado
lugar, poco a poco, a otras alteraciones, no por más tranquilas menos
decisivas. Me invadió el miedo. Temía avanzar, aguardando miles de inesperados
e indefinibles males que me hacían temblar.
Me quedé dos días en Lausana, sumido en este
doloroso estado de ánimo. Contemplé el lago: sus aguas estaban en calma, todo a
mí alrededor respiraba paz y los nevados montes, «palacios de la naturaleza»[L51],
no habían cambiado. Poco a poco, el maravilloso y sereno espectáculo me
restableció, y proseguí mi viaje hacia Ginebra.
La carretera bordeaba el lago y se angostaba
al acercarse a mi ciudad natal. Distinguí con la mayor claridad las oscuras
laderas de los montes jurásicos y la brillante cima del Mont Blanc. Lloré como
un chiquillo: «¡Queridas montañas! ¡Mi hermoso lago! ¿Cómo recibís al
caminante? Vuestras cimas centellean, el lago y el cielo son azules... ¿Es esto una
promesa de paz o es una burla a mi desgracia?»
Temo, amigo mío, hacerme pesado si me sigo
remansando en estos preliminares, pero fueron días de relativa felicidad y los
recuerdo con placer. ¡Mi tierra!, ¡Mi querida tierra! ¿Quién, salvo el que haya
nacido aquí, puede comprender el placer que me causó volver a ver tus
riachuelos, tus montañas, y sobre todo tu hermoso lago?
Sin embargo, a medida que me iba acercando a
casa, volvió a cernirse sobre mí el miedo y la ansiedad. Cayó la noche; y
cuando dejé de poder ver las montañas, aún me sentí más apesadumbrado. El
paisaje se me presentaba como una inmensa y sombría escena maléfica, y presentí
confusamente que estaba destinado a ser el más desdichado de los humanos. ¡Ay
de mí!, Vaticiné certeramente. Me equivoqué en una sola cosa: todas las
desgracias que imaginaba y temía no llegaban ni a la centésima parte de la
angustia que el destino me tenía reservada.
Era completamente de noche cuando llegué a
las afueras de Ginebra; las puertas de la ciudad ya estaban cerradas, y tuve
que pasar la noche en Secheron, un pueblecito a media legua al este de la
ciudad. El cielo estaba sereno, y puesto que no podía dormir, decidí visitar el
lugar donde habían asesinado a mi pobre William. Como no podía atravesar la
ciudad, me vi obligado a cruzar hasta Plainpalais en barca, por el lago.
Durante el corto recorrido, vi los relámpagos que, sobre la cima del Mont
Blanc, dibujaban las más hermosas figuras. La tormenta parecía avecinarse con
rapidez y, al desembarcar, subí a una colina para desde allí observar mejor su
avance. Se acercaba; el cielo se cubrió de nubes, y pronto sentí la lluvia caer
lentamente, y las gruesas y dispersas gotas se fueron convirtiendo en un
diluvio.
Abandoné el lugar y seguí andando, aunque la
oscuridad y la tormenta aumentaban por minutos y los truenos retumbaban
ensordecedores sobre mi cabeza. La cordillera de Saléve, los montes de jura y
los Alpes de Saboya repetían su eco. Deslumbrantes relámpagos iluminaban el
lago, dándole el aspecto de una inmensa explanada de fuego. Luego, tras unos
instantes, todo quedaba sumido en las tinieblas, mientras la retina se reponía
del resplandor. Como sucede con frecuencia en Suiza, la tormenta había
estallado en varios puntos a la vez. Lo más violento se cernía sobre el norte
de la ciudad, sobre esa parte del lago entre el promontorio de Belrive y el
pueblecito de Copét[L52].
Otro núcleo iluminaba más débilmente los montes jurásicos, y un tercero
ensombrecía y revelaba intermitentemente la Móle, un escarpado monte al este
del lago.
Admiraba la tormenta, tan hermosa y a un
tiempo terrible, mientras caminaba con paso ligero. Esta noble lucha de los
cielos elevaba mi espíritu. Junté las manos y exclamé: «William, mi
querido hermano. Este es tu funeral, ésta tu endecha.» Apenas había pronunciado
estas palabras cuando divisé en la oscuridad una figura que emergía
subrepticiamente de un bosquecillo cercano. Me quedé inmóvil, mirándola
fijamente: no había duda. Un relámpago la iluminó y me descubrió sus rasgos con
claridad. La gigantesca estatura y su aspecto deformado, más horrendo que nada
de lo que existe en la humanidad, me demostraron de inmediato que era el
engendro, el repulsivo demonio[L53] al
que había dotado de vida. ¿Qué hacía allí? ¿Sería acaso me estremecía sólo de
pensarlo–– el asesino de mi hermano? No bien me hube formulado la pregunta
cuando llegó la respuesta con claridad; los dientes me castañetearon, y me
tuve que apoyar en un árbol para no caerme. La figura pasó velozmente por
delante de mí y se perdió en la oscuridad. Nada con la forma de un humano
hubiera podido dañar a un niño. El
era el asesino, no había duda. La sola ocurrencia de la idea era prueba
irrefutable. Pensé en perseguir a aquel demonio, pero hubiera sido en vano,
pues el siguiente relámpago me lo descubrió trepando por las rocas de la
abrupta ladera del monte Saléve, el monte que limita a Plainpalais por el sur.
Rápidamente escaló la cima y desapareció.
Permanecí inmóvil. La tormenta cesó; pero la
lluvia continuaba, y todo estaba envuelto en tinieblas. Repasé los sucesos que
hasta el momento había tratado de olvidar: todos los pasos que di hasta la creación;
el fruto de mis propias manos, vivo, junto a mi cama; su huida. Habían
transcurrido ya casi dos años desde la noche en que le había dado vida. ¿Era
éste su primer crimen? ¡Dios mío! Había lanzado al mundo un engendro depravado,
que se deleitaba causando males y desgracias. ¿No era la muerte de mi hermano
prueba de ello?
Nadie puede concebir la angustia que sufrí
durante el resto de la noche, que pasé, frío y mojado, a la intemperie. Mas no
notaba la inclemencia del tiempo. Tenía la imaginación asaltada por escenas de
horror y desesperación. Consideraba a este ser con el que había afligido a la
humanidad, este ser dotado de voluntad y poder para cometer horrendos crímenes,
como el que acababa de realizar, como mi propio vampiro[L54],
mi propia alma escapada de la tumba, destinada a destruir todo lo que me
era querido. Amaneció, y me encaminé hacia la ciudad. Las puertas ya estaban
abiertas y me dirigí a la casa de mi padre. Mi primer pensamiento fue comunicar
lo que sabía acerca del asesino, y hacer que de inmediato se emprendiera su
búsqueda, pero me detuve cuando reflexioné sobre lo que tendría que explicar:
me había encontrado a media noche, en la ladera de una montaña inaccesible, con
un ser al cual yo mismo había creado y dotado de vida. Recordé también la
fiebre nerviosa que había contraído en el momento de su creación y que daría un
cierto aire de delirio a una historia de por sí increíble. Bien sabía que si
alguien me hubiera contado algo parecido lo habría tomado por el producto de su
demencia. Además, las extrañas características de la bestia harían imposible su
captura, suponiendo que lograra convencer a mis familiares de que la iniciaran.
Y ¿de qué serviría perseguirla? ¿Quién podría atrapar a un ser capaz de escalar
las laderas verticales del monte Saléve? Estas reflexiones acabaron por convencerme
y opté por guardar silencio.
Eran alrededor de las cinco de la mañana
cuando entré en casa de mi padre. Les dije a los criados que no despertaran a
mi familia, y me fui a la biblioteca a aguardar la hora en que solían
levantarse.
Salvo por una marca indeleble, habían pasado
seis años casi como un sueño. Me encontraba en el mismo lugar en el que por
última vez había abrazado a mi padre al partir hacia Ingolstadt.
¡Padre querido y venerado! Felizmente, aún vivía. Miré el cuadro de mi
madre, colgado encima de la chimenea. Era un tema histórico pintado por encargo
de mi padre, y representaba a Carol ine Beaufort en actitud de desesperación, postrada ante el
féretro de su padre. Su vestido era rústico, y la palidez cubría sus mejillas,
pero emanaba un aire de dignidad y hermosura que anulaba todo sentimiento de
piedad. Debajo de este cuadro había una miniatura de William que
me hizo saltar las lágrimas. En' aquel momento entró Ernest;
me había oído llegar y venía a darme la bienvenida. Expresó una mezcla
de tristeza y alegría al verme.
Bienvenido, querido Víctor. Ojalá hubieras
regresado tres meses atrás; nos hubieras encontrado felices y contentos. Pero
ahora estamos desolados; y me temo que sean las lágrimas y no las sonrisas las
que te reciban. Nuestro padre está muy apenado; este terrible suceso parece
hacer revivir en él el dolor que sintió a la muerte de nuestra madre. La pobre Elizabeth está
también muy afligida.
Mientras hablaba las lágrimas le resbalaban
por las mejillas. No me recibas así le
dije––, intenta serenarte para que no me sienta completamente desgraciado al
entrar en la casa de mi padre tras tan larga ausencia. Dime, ¿cómo lleva mi
padre esta desgracia?, ¿y cómo está mi pobre Elizabeth?
––Es la que más ayuda necesita. Se acusa de
haber causado la muerte de mi hermano, y esto la atormenta horriblemente.
Aunque ahora que han descubierto al asesino...
––¿Que lo han descubierto? ¡Dios mío! ¿Cómo
es posible?, ¿Quién ha podido intentar perseguirlo? Es imposible; sería como
intentar atrapar el viento, o detener un torrente con una caña.
No entiendo lo que quieres decir pero a todos
nos dolió el descubrirlo. Al principio nadie se lo podía creer, e incluso
ahora, a pesar de las pruebas, Elizabeth se
niega a admitirlo. Es verdaderamente increíble que Justine
Moritz, tan dulce y tan encariñada como parecía con todos
nosotros, haya podido, de pronto, hacer algo tan horrible.
––¡Justine Moritz! Pobrecilla, ¿la
acusan a ella? Están equivocados, es evidente. No se lo creerá nadie, ¿no, Ernest?
––Al principio no; pero hay varios detalles
que nos han forzado a aceptar los hechos. Su propio comportamiento es tan
desconcertante, que añade a las pruebas un peso que temo no deja lugar a duda.
Hoy la juzgan, y podrás convencerte tú mismo.
Me contó que la mañana en que encontraron el
cadáver del pobre William, Justine se puso enferma y se vio
obligada a guardar cama. Días más tarde, una de las criadas revisó por
casualidad las prendas que Justine llevaba
el día del crimen y encontró en un bolsillo la miniatura de mi madre, que se
suponía fue el móvil del asesinato. Se lo enseñó al instante a otra sirvienta,
la cual, sin decirnos ni una palabra, se fue a un magistrado. A consecuencia de
la declaración de la criada, Justine fue
detenida. Al acusársela del crimen, la pobrecilla confirmó las sospechas, en
gran medida con su total confusión y aturdimiento.
Parecía una historia de extrañas
coincidencias, pero no logró convencerme.
––Estáis todos equivocados ––le contesté
seriamente––. Yo sé quien es el asesino. Justine, la
pobre Justine, es inocente.
En aquel instante entró mi padre. Advertí
cómo la tristeza había hecho mella en su semblante; pese a todo, trató de
recibirme con alegría, y, tras intercambiar nuestro apenado saludo, hubiera
iniciado otro tema de conversación que no fuera el de nuestra desgracia, de no
ser porque Ernest exclamó:
––¡Dios mío, padre! Víctor dice saber quién
asesinó a William.
––Por desgracia, nosotros también ––respondió
mi padre––. Hubiera preferido ignorarlo para siempre, antes que descubrir tanta
maldad e ingratitud en alguien a quien apreciaba tanto.
––Querido padre, estáis
equivocados; Justine es inocente.
––Si es así, no permita Dios que se la acuse.
Hoy la juzgarán, y espero de todo corazón que la absuelvan.
Estas palabras me tranquilizaron. Estaba del
todo convencido de que Justine, es más, cualquier otro ser
humano, era inocente de este crimen. Por tanto, no temía que se pudiera
presentar ninguna prueba contundente que bastara para condenarla. Con esta
confianza, me calmé, y esperé el juicio con interés, pero sin sospechar ningún
resultado negativo.
Elizabeth pronto se reunió con nosotros. El tiempo había
producido en ella grandes cambios desde que la vi por última vez. Seis años
atrás era una joven bonita y agradable, a la cual todos querían. Ahora se había
convertido en una mujer de excepcional hermosura. La frente, amplia y
despejada, indicaba gran inteligencia y franqueza. Sus ojos de color miel
denotaban ternura, mezclada ahora con la pena de su reciente dolor. El pelo era
de un brillante castaño rojizo, la tez clara y la figura menuda y grácil. Me
saludó con el mayor afecto.
Querido primo ––––dijo––, tu llegada me llena
de esperanza. Tú quizá encuentres algún medio para probar la inocencia de la
pobre Justine. Si a ella la condenan, quién podrá estar
seguro de aquí en adelante? Confío en su inocencia como en la mía propia.
Nuestra desgracia es doblemente penosa: no sólo hemos perdido a nuestro adorado
chiquillo, sino que ahora un destino aún peor nos arrebata a Justine. Jamás volveré a saber lo que es la alegría si la
condenan. Pero estoy segura de que no será así y entonces, pese a la muerte de
mi pequeño William, volveré a ser feliz.
––Es inocente, Elizabeth ––––le
contesté––, y se probará, no temas. Deja que el convencimiento de que será
absuelta calme tu espíritu.
––¡Qué bueno eres! Todos la creen culpable y
eso me entristecía mucho, porque sabía que era imposible. El ver a todos tan
predispuestos en contra suya me desesperaba ––dijo llorando.
––Querida sobrina ––dijo mi padre––––, seca
tus lágrimas. Si como crees es inocente, confía en la justicia de nuestros
jueces, y en el interés con que yo impediré la más ligera sombra de
parcialidad.
Capítulo
7
Vivimos horas penosas hasta las once de la
mañana, hora en la que había de comenzar el juicio. Acompañé a mi padre y
restantes miembros de la familia, que estaban citados como testigos. Durante
toda aquella odiosa farsa de justicia, sufrí un calvario. Debía decidirse si mi
curiosidad e ilícitos experimentos desembocarían en la muerte de dos seres
humanos: el uno, una encantadora criatura llena de inocencia y alegría; la
otra, más terriblemente asesinada aún, puesto que tendría todos los agravantes
de la infamia para hacerla inolvidable. Justine era
una buena chica, y poseía cualidades que prometían una vida feliz. Ahora todo
estaba a punto de acabar en una ignominiosa tumba por mi culpa. Mil veces
hubiera preferido confesarme yo culpable del crimen que se le atribuía a Justine, pero me encontraba ausente cuando se cometió, y
hubieran tomado semejante declaración por las alucinaciones de un demente, por
lo que tampoco hubiera servido para exculpar a la que sufría por mi culpa.
El aspecto de Justine
al entrar era sereno. Iba de luto; y la intensidad de sus sentimientos
daban a su rostro, siempre atractivo, una exquisita belleza. Parecía confiar en
su inocencia. No temblaba, a pesar de que miles de personas la miraban y
vituperaban, pues toda la bondad que su belleza hubiera de otro modo despertado
quedaba ahora ahogada, en el espíritu de los espectadores, por la idea del
crimen que se suponía que había cometido. Estaba tranquila; sin embargo esta
tranquilidad era evidentemente forzada; y puesto que su anterior aturdimiento
se había esgrimido como prueba de su culpabilidad, intentaba ahora dar la
impresión de valor. Al entrar recorrió con la vista la sala, y pronto descubrió
el lugar donde nos encontrábamos sentados. Los ojos parecieron nublársele al
vernos, pero pronto se dominó, y una mirada de pesaroso afecto pareció
atestiguar su completa inocencia.
Empezó el juicio; cuando los fiscales
hubieron expuesto su informe, se llamó a varios testigos. Había varios hechos
aislado que se combinaban en su contra, y que hubieran desorientado cualquiera
que no tuviera, como yo, la seguridad de su inocencia Había pasado fuera de
casa toda la noche del crimen, y, amanecer, una mujer del mercado la había
visto cerca del lugar donde más tarde se encontraría el cadáver del niño
asesinado. La mujer le preguntó qué hacía allí, pero Justine,
de forma muy extraña, le había contestado confusa e
ininteligiblemente. Regresó a casa hacia las ocho de la mañana; y cuando
alguien quiso sabe dónde había pasado la noche, respondió que había estado
buscando al niño y preguntó ansiosamente si se sabía algo acerca de él. Cuando
le mostraron el cuerpo, tuvo un violento ataque de nervios, que la obligó a
guardar cama durante varios días. Se mostró entonces la miniatura que la criada
había encontrado en el bolsillo, y un murmullo de horror e indignación recorrió
la sala cuando Elizabeth, con voz temblorosa, la identificó como la
misma que había colgado del cuello de William una hora antes de que se
lo echara en falta.
Llamaron a Justine
para que se defendiera. A medida que el juicio había ido avanzando, su
aspecto había cambiado y expresaba ahora sorpresa, horror y tristeza. A veces
luchaba contra el llanto que la embargaba, pero, cuando la requirieron que se
declarara inocente o culpable, se sobrepuso y habló con voz audible aunque
entrecortada.
––Dios sabe bien que soy inocente; pero no
pretendo que mis afirmaciones me absuelvan. Baso mi inocencia en una interpretación
llana y sencilla de los hechos que se me imputan. Espero que la buena reputación
de que siempre he gozado incline a los jueces a interpretar a mi favor lo que
puede a primera vista parecer dudoso o sospechoso.
A continuación declaró que con permiso de Elizabeth había
pasado la tarde de la noche del crimen en casa de una tía en Chéne, pueblecito
que dista una legua de Ginebra. A su regreso, hacia las nueve de la noche, se
encontró con un hombre que le preguntó si había visto a la criatura que
buscaban. Esto la alarmó, y estuvo varias horas intentando encontrarlo. Las
puertas de Ginebra cerradas, se vio obligada a pasar parte de la noche en el
cobertizo de una casa, no sintiéndose inclinada a despertar a los dueños, que
la conocían bien. Incapaz de dormir, abandonó pronto su refugio, y reemprendió
la búsqueda de mi hermano. Si se había acercado al lugar donde yacía el cuerpo,
fue sin saberlo. Su aturdimiento al ser interrogada por la mujer del mercado no
era de extrañar, puesto que no había dormido en toda la noche, y la suerte de William aún
estaba por saber. Respecto a la miniatura, no podía aclarar nada.
Sé bien cuánto pesa esto en mi contra
––continuó la entristecida víctima—, pero no puedo dar explicación alguna. Tras
expresar mi total ignorancia en este punto no me queda más que hacer conjeturas
acerca de cómo pudo llegar a mi bolsillo. Pero aquí también me encuentro con
otra barrera, pues no tengo enemigos y no puede haber nadie tan malvado como
para querer destruirme de forma tan deliberada. ¿Fue acaso el propio asesino el
que la puso allí? Pero no veo cómo hubiera podido hacerlo, y además, ¿qué
finalidad tendría robar la joya para desprenderse de ella tan pronto?
»Confío mi suerte a la justicia de mis
jueces, si bien veo poco lugar para la esperanza. Ruego se haga declarar a
algún testigo respecto de mi reputación, y si su testimonio no prevalece sobre
la acusación, que me condenen, aunque fundo mi esperanza en el hecho de ser
inocente.
Se llamó a varios testigos que la conocían
desde hacía muchos años, y todos hablaron bien de ella; pero el temor y la
repulsión por el crimen del cual la creían culpable les amilanó, e impidió que
la apoyaran con ardor. Elizabeth percibió que este postrer recurso, la bondad y
conducta irreprochables de la acusada, también iba a fallar. Muy alterada
solicitó la venia del tribunal para dirigirse a él.
––Soy ––dijo–– la prima del pobre chiquillo
asesinado, mejor dicho: soy su hermana, pues fui educada por sus padres y vivo
con ellos desde mucho antes de que William naciera. Quizá por ello
pueda no resultar decoroso que declare en esta ocasión. Pero ante la
posibilidad de que la cobardía de sus supuestos amigos hunda a un ser humano,
me veo obligada a hablar en su favor. Conozco bien a la acusada. Hemos vivido
bajo el mismo techo primero durante cinco años y después durante dos. En todo
ese tiempo, siempre se mostró la más bondadosa y amable de las criaturas.
Cuidó con el mayor afecto y devoción a mi tía, la señora Frankenstein,
durante su última enfermedad. Luego tuvo que atender a su propia
madre, también enferma durante largo tiempo, y lo hizo con una abnegación que
admiró a todos los que la conocíamos. Fallecida su madre, regresó de nuevo a
casa de mi tío, donde todos la queremos. Sentía un especial cariño por la
criatura ahora muerta y la trataba como una madre. Por mi parte, no tengo la
más mínima duda de que, a pesar de todas las pruebas en su contra, es
absolutamente inocente. No tenía motivos para hacerlo; y en cuanto a la minucia
que constituye la prueba principal, de haberla pedido, con gusto se la hubiera
regalado, tanto es el cariño que hacia Justine siento.
¡Qué magnífica Elizabeth! Un
murmullo de aprobación recorrió la sala, más dirigido a su generosa intervención
que en favor de la pobre Justine, contra
la cual se volcó la indignación del público con renovada violencia, acusándola
de la mayor ingratitud. Las lágrimas le corrían por las mejillas mientras
escuchaba en silencio a Elizabeth. Durante todo el juicio, yo
, estuve preso de la mayor angustia y nerviosismo. Creía en su inocencia; sabía
que no era culpable. ¿Acaso el diabólico ser que había matado no lo dudaba ni
por un minuto a mi hermano, había vendido, en su demoníaco juego, la inocencia
a la muerte y a la ignominia?
El horror de la situación me resultaba
insoportable, y cuando la reacción del público y el rostro de los jueces me
indicaron que mi pobre víctima había sido condenada, me precipité fuera de la
sala lleno de pesar. El sufrimiento de la acusada no igualaba al mío.
A ella la sostenía su inocencia, pero a mí me laceraban los latigazos del
remordimiento, que no cedía su presa.
Pasé una noche de indescriptible
desesperación. Por la mañana fui al tribunal. Tenía la boca y la garganta secas
y no me atreví a hacer la pregunta fatal. Pero me conocían y el ujier adivinó
la razón de mi visita. Se habían echado las bolas[L55] y eran todas negras; Justine
había sido condenada.
No intentaré explicar lo que sentí. Había
experimentado ya antes sensaciones de horror, las cuales me he esforzado por
describir, pero no existen palabras que definan la nauseabunda desesperación de
aquel momento. El funcionario entonces añadió que Justine
ya había confesado su culpabilidad.
––Lo cual apenas era necesario ––añadió–– en
un caso tan evidente. Pero me alegro; a ninguno de nuestros jueces le gusta
condenar a un criminal por pruebas circunstanciales, por decisivas que
parezcan.
Cuando regresé a casa, Elizabeth me
preguntó ansiosamente por el resultado.
Querida prima contesté––,
han decidido lo que ya esperábamos. Todos los jueces prefieren condenar a diez
inocentes antes de que se escape un culpable. Pero ella ha confesado.
Para Elizabeth, que había creído
firmemente en la inocencia de Justine, esto
fue un duro golpe.
¡Ay! ––dijo––, ¿cómo podré volver a creer en
la bondad humana? ¿Cómo habrá podido Justine, a
quien yo quería como a una hermana, sonreírnos con aquella inocencia y después
traicionarnos así? Sus dulces ojos parecían asegurar que era incapaz de
aspereza o mal humor, y sin embargo ha cometido un asesinato. Al poco tiempo,
nos comunicaron que la pobre víctima había manifestado el deseo de ver a mi
prima. Mi padre no quería que fuese, pero dejó la decisión al criterio de Elizabeth.
––Sí iré ––dijo Elizabeth . Aunque
sea culpable. Acompáñame tú, Víctor. No quiero ir sola.
La sola idea de esta visita me atormentaba,
pero no podía negarme.
Entramos en la celda desoladora, al fondo de
la cual estaba Justine, sentada sobre un montón de
paja. Tenía las manos encadenadas y apoyaba la cabeza en las rodillas. Al
vernos entrarse levantó, y cuando estuvimos a solas, se echó llorando a los
pies de Elizabeth,
que también comenzó a sollozar.
Justine ––dijo––, ¿por qué me has
arrebatado mi último consuelo? Confiaba en tu inocencia y, aunque me sentía muy
desgraciada, no estaba tan triste como ahora.
––¿Usted también me cree tan perversa? ¿Se
une a mis enemigos para condenarme? Justine se ahogaba por el llanto.
Levántate, pobre amiga mía ––dijo Elizabeth. ¿Por
qué. te arrodillas, si eres inocente? No soy uno de tus enemigos. Te creía
inocente hasta que supe que tú misma habías confesado tu culpabilidad. Ahora me
dices que eso es falso. Ten la seguridad, Justine
querida, de qué nada, salvo tu propia confesión, puede quebrar mi
confianza en ti.
Es cierto que confesé, pero confesé una
mentira, para poder obtener la absolución. Y ahora esa mentira pesa más sobre
mi conciencia que cualquier otra falta. ¡Dios me perdone! Desde el momento en
que me condenaron, el confesor ha insistido y amenazado hasta que casi me ha
convencido de que soy el monstruo que dicen que soy. Me amenazó con la
excomunión y las llamas del infierno si persistía en declararme inocente. Mi
querida señora, no tenía a nadie que me ayudara. Todos me consideran un ser
despreciable abocado a la ignominia y perdición. ¿Qué otra cosa podía hacer?
En mala hora consentí en mentir; ahora me siento más desgraciada que nunca.
El llanto la obligó a callar unos instantes.
––Pensaba con horror ––continuó–– en la
posibilidad de que ahora usted creería que Justine,
a quien su tía tenía en tanta consideración y a quien usted estimaba
tanto, era capaz de cometer un crimen que ni siquiera el demonio ha osado
perpetrar. ¡Mi querido William!, ¡Mi querido pequeño! Pronto me reuniré contigo en el
cielo, donde seremos felices. Ese es mi consuelo, en mi camino hacia la muerte
y la difamación.
¡Justine! Perdóname si he dudado de
ti un instante. ¿Por qué confesaste? Pero no te atormentes, querida mía;
proclamaré tu inocencia por doquier y les obligaré a creerte. Sin embargo, has
de morir; tú, mi compañera de juegos, mi amiga, más que una hermana para mí. No
sobreviviré a tan tremenda desgracia.
––Dulce Elizabeth. Seque
sus lágrimas. Debería animarme con pensamientos sobre una vida mejor, y hacerme
pasar por encima de las pequeñeces de este mundo injusto y agresivo. No sea
usted, mi querida amiga, la que me induzca a la desesperación.
––Trataré de consolarte, pero me temo que
este mal sea demasiado punzante para que quepa el consuelo, pues no hay
esperanza. Que el cielo te bendiga, querida Justine,
con una resignación y confianza sobrehumanas. ¡Cómo odio las farsas e
ironías de este mundo! En cuanto una criatura es asesinada, a otra se le priva
de la vida de forma lenta y tortuosa. Y los verdugos, con manos aún teñidas de
sangre inocente, creen haber llevado a cabo una gran obra. A esto lo llaman retribución. ¡Odioso nombre! Cuando oigo
esa palabra, sé que se avecinan castigos más horribles que los que tirano
alguno jamás haya podido inventar para saciar su venganza. Pero esto no es
consuelo para ti, Justine, a no ser que te alegres de
abandonar semejante guarida. ¡Quisiera estar con mi tía y mi adorado William, lejos
de este mundo odioso, y de los rostros de unos seres que aborrezco!
Justine sonrió con tristeza.
––Esto, querida señora, no es resignación
sino desesperación. No debo aprender la lección que quiere usted inculcarme.
Hábleme de otras cosas, de algo que me traiga paz, y no mayor tristeza.
Durante esta conversación me había retirado a
una esquina de la celda, donde pudiera esconder la angustia que me embargaba.
¡Desesperación! ¿Quién osaba hablar de eso? La pobre víctima que debía al día siguiente
traspasar la tenebrosa frontera entre la vida y la muerte no sentía tan amarga
y penetrante agonía como yo. Apreté los dientes, haciéndolos rechinar, y un
suspiro salido del alma se escapó de entre mis labios. Justine
se alarmó. Al reconocerme, se acercó a mí, diciendo:
––Querido señor, qué bondadoso ha sido al
venir a verme. Espeto que usted tampoco me crea culpable.
No pude contestar.
––No, Justine ––dijo
Elizabeth , cree
aún más que yo en tu inocencia. Ni siquiera al saber que habías confesado dudó
de ti. ––Se lo agradezco de corazón. En estos últimos momentos siento la mayor
gratitud hacia aquellos que me juzgan con benevolencia. ¡Qué dulce resulta el
afecto de los demás a una infeliz como yo! Me alivia la mitad de mis
desgracias. Ahora que usted, mi querida señora, y su primo, creen en mi
inocencia, puedo morir en paz.
Así intentaba la pobre niña consolarnos a
nosotros y mitigar su dolor. Consiguió la resignación que buscaba. Pero yo, el
verdadero asesino, sentía viva en mi seno como una carcoma que imposibilitaba
toda esperanza o sosiego. Elizabeth también lloraba entristecida;
pero la suya era también la aflicción del inocente, como la nube que puede
oscurecer la luna un breve rato pero
no logra apagar su fulgor. La angustia y la desesperación se habían apoderado
de mi corazón, y me abrasaba en un fuego que: nada podía apagar.
Permanecimos con Justine
varias horas, y Elizabeth no logró, separarse de
ella sino con gran dificultad.
Quiero morir contigo ––gritaba––, no puedo
vivir en este mundo lleno de miseria.
Justine procuró adoptar un aire de
alegría, pese a que apenas podía contener las lágrimas. Abrazó a Elizabeth y,
con voz ahogada por la emoción, dijo:
Adiós, mi querida señora, mi dulce Elizabeth, mi
amada y única amiga. Que el cielo la bendiga y que sea ésta su última
desgracia. Viva, sea feliz y haga felices a los demás.
Mientras regresábamos, Elizabeth me
dijo:
No sabes, querido Víctor, lo tranquila que me
encuentro ahora que confío en la inocencia de esta infeliz muchacha. No hubiera
vuelto a conocer la paz de haberme equivocado con Justine.
Los pocos momentos que la creí culpable, sentí una angustia que no
hubiera podido soportar durante demasiado tiempo. Ahora me siento aliviada. Se
la castiga equivocadamente; pero me consuela pensar que la persona a quien yo
creía llena de bondad no ha traicionado la confianza que en ella puse.
¡Prima querida!, estos eran tus pensamientos
tan tiernos y dulces como tus propios ojos y la voz que los expresaba. Pero yo,
yo era un miserable, y nadie puede concebir la agonía que padecí entonces.
VOLUMEN II
Capítulo
1
Nada hay más doloroso para el alma humana,
después de que los sentimientos se han visto acelerados por una rápida sucesión
de acontecimientos, que la calma mortal de la inactividad y la certeza que nos
privan tanto del miedo como de la esperanza. Justine
murió; descansó; pero yo seguía viviendo. La sangre circulaba
libremente por mis venas, pero un peso insoportable de remordimiento y
desesperación me oprimía el corazón. No podía dormir; deambulaba como alma
atormentada, pues había cometido inenarrables actos horrendos y malvados, y
tenía el convencimiento de que no serían los últimos. Sin embargo, mi corazón
rebosaba amor y bondad. Había comenzado la vida lleno de buenas intenciones y
aguardaba con impaciencia el momento de ponerlas en práctica, y convertirme en
algo útil para mis semejantes. Ahora todo quedaba aniquilado. En vez de esa
tranquilidad de conciencia, que me hubiera permitido rememorar el pasado con
satisfacción y concebir nuevas esperanzas, me azotaban el remordimiento y los
sentimientos de culpabilidad que me empujaban hacia un infierno de
indescriptibles torturas.
Este estado de ánimo amenazaba mi salud,
repuesta ya por completo del primer golpe que había sufrido. Rehuía ver a
nadie, y toda manifestación de júbilo o complacencia era para mí un suplicio.
Mi único consuelo era la soledad; una soledad profunda, oscura, semejante a la
de la muerte.
Mi padre observaba con dolor el cambio que se
iba produciendo en mis costumbres y carácter, e intentaba convencerme de la
inutilidad de dejarse arrastrar por una desproporcionada tristeza.
¿Crees tú, Víctor, que yo no sufro? ––me
dijo, con lágrimas en los ojos––. Nadie puede querer a un niño como yo amaba a
hermano. Pero acaso no es un deber para con los superviviente el intentar no
aumentar su pena con nuestro dolor exagerado. También es un deber para contigo
mismo, pues la tristeza desmesurada impide el restablecimiento y la alegría;
incluso impide llevar a cabo los quehaceres diarios, sin los que ningún hombre
es digno de ocupar un sitio en la sociedad.
Este consejo, aunque válido, era del todo
inaplicable a mi caso. Yo hubiera sido el primero en ocultar mi dolor y
consolar los míos, si el remordimiento no hubiera teñido de amargura mis otros
sentimientos. Ahora sólo podía responder a mi padre con una mirada de desesperación,
y esforzarme por evitarle mi presencia.
Por esta época nos trasladamos a nuestra casa
de Belrive. El cambio me resultó especialmente agradable. El
habitual cierre de las puertas a las diez de la noche y la imposibilidad de
permanecer en el lago después de esa hora me hacían incómoda la estancia en la
misma Ginebra. Ahora estaba libre. A menudo, cuando el resto: de mi familia se
había acostado, cogía la barca y pasaba largas horas en el lago. A veces izaba
la vela, y dejaba que el viento me llevara; otras, remaba hasta el centro del
lago y allí dejaba la barca a la deriva mientras yo me sumía en tristes
pensamientos. Con frecuencia, cuando todo a mi alrededor estaba en paz, y yo
era la única cosa inquieta que vagaba intranquilo por ese paisaje tan precioso
y sobrenatural, exceptuando algún murciélago, o las ranas cuyo croar rudo e
intermitente oía cuando me acercaba a la orilla, con frecuencia, digo, sentía
la tentación de tirarme al lago silencioso, y que las aguas se cerraran para
siempre sobre mi cabeza y mis sufrimientos. Pero me frenaba el recuerdo de la
heroica y abnegada Elizabeth, a quien amaba tiernamente, y cuya vida estaba
íntimamente unida a la mía. Pensaba también en mi padre y mi otro hermano: ¿iba
yo con mi deserción a exponerlos a la maldad del diablo que había soltado entre
ellos?
En aquellos momentos lloraba amargamente y
deseaba recobrar la paz de espíritu que me permitiría consolarlos y
alegrarlos. Mas ello no había de ser. El remordimiento anulaba cualquier
esperanza. Era el autor de males irremediables, y vivía bajo el constante
terror de que el monstruo que había creado cometiera otra nueva maldad. Tenía
el oscuro presentimiento de que aún no había concluido todo y de que pronto
cometería de nuevo algún crimen espantoso, que borraría con su magnitud el
recuerdo de su anterior delito. Mientras viviera algún ser querido, siempre
habría un lugar para el miedo. La repulsión que sentía hacia este demoníaco ser
no se puede concebir. Cuando pensaba en él apretaba los dientes, se me encendían
los ojos y no deseaba más que extinguir aquella vida que tan imprudentemente
había creado. Cuando recordaba su crimen y su maldad, el odio y deseo de
venganza que surgían en mí sobrepasaban los límites de la moderación. Hubiera
ido en peregrinación al pico más alto de los Andes de saber que desde allí
podría despeñarlo. Quería verlo de nuevo para maldecirlo y vengar las muertes
de William
y Justine.
Era la nuestra la morada del luto. La salud
de mi padre se vio seriamente afectada por el horror de los recientes
acontecimientos. Elizabeth estaba triste y alicaída, y ya no se divertía con
sus quehaceres cotidianos. Cualquier gozo le parecía un sacrilegio para con los
muertos, y creía que el llanto y el luto eterno eran el justo tributo que debía
pagar a la inocencia tan cruelmente destruida y aniquilada. Ya no era la feliz
criatura que había paseado conmigo por la orilla del lago comentando con júbilo
nuestros futuros proyectos. Se había vuelto seria, y a menudo hablaba de la
inconstancia de la suerte y de la inestabilidad de la vida.
Cuando pienso, querido primo ––decía—, en la
triste muerte de Justine Moritz, no puedo contemplar
el mundo y sus obras como lo hacía antaño. Antes consideraba los relatos de
maldad e injusticia, de los cuales oía hablar o sobre los que leía en los
libros, como historias de tiempos pasados o como fantasías; al menos, estaban
muy alejados y pertenecían más a la razón que a la imaginación; pero ahora el
dolor se cierne sobre nuestra casa, y los hombres me parecen monstruos sedientos
de sangre. Sin duda soy injusta. Todos creyeron culpable a esa pobre criatura,
y de haber cometido el crimen que se la imputó, ciertamente hubiera sido la más
depravada de los seres humanos. ¡Asesinar por unas cuantas joyas al hijo de su
amigo y protector, un niño al que había cuidado desde la cuna y al que parecía
querer como a un hijo! Me opongo a la muerte de cualquier ser humano[L56],
pero hubiera estimado que semejante criatura no era digna de vivir entre sus semejantes.
Pero era inocente. Lo sé, sé que era inocente. Tú también piensas lo mismo, y
esto confirma mi certeza. ¡Ay, Víctor! Cuando la mentira se parece tanto a la
verdad, ¿quién puede creer en la felicidad? Me parece estar andando por el
borde de un precipicio, hacia el cual se dirigen miles de seres que intentan
arrojarme al vacío. Asesinan a William y a Justine
y su asesino escapa, andando libre por el mundo. Quizá incluso se lo
respete. Pero no me cambiaría por semejante engendro, aunque mi sino fuera
morir en el patíbulo por los mismos crímenes.
Escuché sus palabras con terrible agonía. Yo
era el causante si bien no el autor. Elizabeth leyó la angustia en mi
rostro y cogiéndome la mano con dulzura dijo:
Mi querido primo, tranquilízate. Dios sabe lo
mucho que estos sucesos me han afectado, mas, sin embargo, no sufro tanto como
tú. Tienes una expresión de desesperación, y a veces de venganza, que me hace
temblar. Serénate, Víctor. Daría mi vida por tu paz. Sin duda nosotros podremos
ser felices. Tranquilos en nuestra tierra, y lejos del mundo, ¿quién puede
turbarnos?
Las lágrimas le resbalaban a medida que
hablaba, desmintiendo el consuelo que me ofrecía, pero a la vez sonreía,
intentando ahuyentar la tristeza de mi corazón. Mi padre, que tomaba la
infelicidad reflejada en mi rostro como una exageración de lo que normalmente
hubieran sido mis sentimientos, pensó que algún tipo de distracción me
devolvería la serenidad acostumbrada. Esta había sido ya la razón para venirnos
al campo, y la que le indujo a proponer que hiciéramos una excursión al valle
de Chamonix. Yo ya había estado allí antes, pero no así Elizabeth ni
Ernest. Ambos habían expresado con frecuencia el
deseo de ver el paisaje de este lugar, que les habían descrito como maravilloso
y sublime. Así pues, emprendimos la excursión desde Ginebra a mediados de
agosto, casi dos meses después de la muerte de Justine.
El tiempo era insólitamente bueno, y si mi
tristeza hubiera sido de índole que una circunstancia pasajera hubiera podido
disipar, esta excursión sin duda hubiera proporcionado el resultado que mi
padre se proponía. Así y con todo, me sentía algo interesado por el paisaje,
que a ratos me apaciguaba, si bien nunca anulaba mi pesar. El primer día
viajamos en un carruaje. Por la 9 mañana habíamos visto en la distancia las
montañas hacia las cuales nos dirigíamos. Nos dimos cuenta de que el valle que
atravesábamos, formado por el río Arve cuyo curso seguíamos, se iba angostando
a nuestro alrededor, y al atardecer nos encontramos ya rodeados de inmensas
montañas y precipicios, y pudimos oír el furioso rumor del río entre las rocas
y el estruendo de las cataratas.
Al día siguiente, continuamos nuestro viaje
en mula; a medida que ascendíamos, el valle adquiría un aspecto más magnífico y
asombroso. Fortalezas en ruinas colgadas de las laderas pobladas de abetos, el
impetuoso Arve y casitas que aquí y allí asomaban entre los árboles constituían
un paisaje de singular belleza. Pero eran los Alpes los que hacían sublime el
panorama cuyas formas y cumbres blancas y centelleantes dominaban todo, como si
pertenecieran a otro mundo, y fueran la morada de otra raza. Cruzamos el puente
de Pelissier, donde el barranco formado por el río se abrió ante nosotros, y
empezamos a ascender por la montaña que lo limita. Poco después entramos en el
valle de Chamonix, más imponente y sublime, pero menos hermoso y pintoresco que
el de Servox, que acabábamos de atravesar. Los altos montes de cumbres nevadas
eran sus fronteras más cercanas. Desaparecieron los castillos en ruinas y los
fértiles campos. –– Inmensos glaciares bordeaban el camino; oímos el ruido
atronador de un alud desprendiéndose y observamos la neblina que dejó a su
paso. El Mont Blanc se destacaba dominante y magnífico entre los picos cercanos,
y su imponente cima dominaba el valle. Durante el viaje, a veces me unía a Elizabeth, y
me esforzaba por señalarle los puntos más hermosos del paisaje. A menudo
obligaba a mi mula a rezagarse para así poder entregarme a la tristeza de mis
pensamientos. Otras veces espoleaba al animal para que adelantara a mis compañeros,
y así olvidarme de ellos, del mundo y casi de mí mismo. Cuando los dejaba muy
atrás, me tumbaba en la hierba, vencido por el horror Y la desesperación.
Llegué a Chamonix a las ocho de la noche. Mi padre y Elizabeth se
hallaban muy cansados; Ernest, que también había venido,
estaba entonado y alegre, y su estado de ánimo sólo se veía turbado por el
viento sureño que prometía traer consigo lluvia al día siguiente.
Nos retiramos pronto, mas no para dormir; al
menos yo no pude. Permanecía largas horas asomado a la ventana, contemplando
los pálidos relámpagos que jugueteaban por encima del Mont Blanc, y escuchando
el rumor del Arve, que corría bajo mi ventana.
Capítulo
2
El día siguiente, contra los pronósticos de
nuestros guías, amaneció hermoso aunque nublado. Visitamos el nacimiento del
Arveiron[L57],
y paseamos a caballo por el valle hasta el atardecer. Este paisaje, tan sublime
y magnífico, me proporcionó el mayor consuelo que en esos momentos podía
recibir. Me elevó por encima de las pequeñeces del sentimiento y aunque no me
libraba de la tristeza sí me la amainaba y calmaba. Hasta cierto punto, también
me desviaba la atención de aquellos sombríos pensamientos a los que me había
entregado durante los últimos meses. Por la tarde regresé, cansado, pero
triste, y conversé con mi familia con mayor animación de lo que había sólido
hacer últimamente. Mi padre estaba contento y Elizabeth encantada.
Querido primo me dijo––, ¿ves cuánta
felicidad contagias cuando estás alegre? ¡No recaigas de nuevo!
La mañana siguiente amaneció con una lluvia
torrencial, y una espesa niebla ocultaba las cimas de las montañas. Me levanté
temprano, pero me sentía melancólico. La lluvia me deprimía; volvió mi acostumbrado
estado de ánimo, y me sentí apesadumbrado.
Sabía lo que este cambio brusco apenaría a mi
padre y preferí evitarlo, hasta haberme recobrado lo suficiente como para
poder disimular estos sentimientos que me dominaban. Supuse que pasarían el día
en el albergue, y dado que yo estaba acostumbrado a la lluvia, la humedad y el
frío, decidí ir solo a la cima del Montanvert[L58].
Recordaba la impresión que el inmenso glaciar en constante movimiento me
había causado la primera vez que lo vi.
Entonces me había llenado de un éxtasis que
prestaba alas al espíritu, permitiéndole despegarse del mundo de tinieblas y
remontarse hasta la luz y la felicidad. La contemplación de todo lo que de
majestuoso y sobrecogedor hay en la naturaleza siempre ha tenido la virtud de
ennoblecer mis sentimientos y me ha hecho olvidar las efímeras preocupaciones
de la vida. Decidí ir solo, pues conocía bien el camino, y la presencia de otro
hubiera destruido la grandiosa soledad del paraje.
El ascenso es pronunciado, pero el sendero
zigzagueante permite escalar la enorme perpendicularidad de la montaña. Es un
paraje de terrible desolación. Múltiples lugares muestran el rastro de aludes
invernales; hay árboles tronchados esparcidos por el suelo; unos están
totalmente destrozados, otros se apoyan en rocas protuberantes o en otros
árboles. A medida que se asciende más, el sendero cruza varios heleros, por los
cuales caen sin cesar piedras desprendidas. Uno de entre ellos es especialmente
peligroso, pues el más mínimo ruido ––una palabra dicha en voz alta produce
una conmoción de aire suficiente para provocar una avalancha. Los pinos no son
enhiestos ni frondosos, sino sombríos, y añaden un aire de severidad al panorama.
Miré el valle a mis pies. Sobre los ríos que
lo atraviesan se levantaba una espesa niebla, que serpenteaba en espesas
columnas alrededor de las montañas de la vertiente opuesta, cuyas cimas se
escondían entre las nubes. Los negros nubarrones dejaban caer una lluvia
torrencial que contribuía a la impresión de tristeza que desprendía todo lo que
me rodeaba. ¿Por qué presume el hombre de una sensibilidad mayor a la de las
bestias cuando esto sólo consigue convertirlos en seres más necesitados? Si
nuestros instintos se limitaran al hambre, la sed y el deseo, seríamos casi
libres. Pero nos conmueve cada viento que sopla, cada palabra al azar, cada
imagen que esa misma palabra nos evoca.
Descansamos; una
pesadilla puede envenenar nuestro sueño.
Despertamos; un
pensamiento errante nos empaña el día.
Sentimos, concebimos
o razonamos, reímos o lloramos.
Abrazamos una
tristeza querida o desechamos nuestra pena;
Todo es igual; pues
ya sea alegría o dolor,
El sendero por el que
se alejará está abierto.
El ayer del hombre no
será jamás igual a su mañana.
Era casi mediodía cuando llegué a la cima.
Permanecí un rato sentado en la roca que dominaba aquel mar de hielo. La
neblina lo envolvía, al igual que a los montes circundantes. De pronto, una
brisa disipó las nubes y descendí al glaciar. La superficie es muy irregular,
levantándose y hundiéndose como las olas de un mar tormentoso, y está surcada
por profundas grietas. Este campo de hielo tiene casi una legua de anchura, y
tardé cerca de dos horas en atravesarlo. La montaña del otro extremo es una
roca desnuda y escarpada. Desde donde me encontraba, Montanvert se alzaba
justo enfrente, a una legua, y por encima de él se levantaba el Mont Blanc, en
su tremenda majestuosidad. Permanecí en un entrante de la roca admirando la
impresionante escena. El mar, o mejor dicho: el inmenso río de hielo, serpenteaba
por entre sus circundantes montañas, cuyas altivas cimas dominaban el grandioso
abismo. Traspasando las nubes, las heladas y relucientes cumbres brillaban al
sol. Mi corazón, repleto hasta entonces de tristeza, se hinchó de gozo y exclamé:
Espíritus errantes[L60],
si en verdad existís y no descansáis en vuestros estrechos lechos, concededme
esta pequeña felicidad, o llevadme con vosotros como compañero vuestro, lejos
de los goces de la vida.
No bien hube pronunciado estas palabras,
cuando vi en la distancia la figura de un hombre que avanzaba hacia mí a
velocidad sobrehumana saltando sobre las grietas del hielo, por las que yo
había caminado con cautela. A medida que se acercaba, su estatura parecía
sobrepasar la de un hombre. Temblé, se me nubló la vista y me sentí
desfallecer; pero el frío aire de las montañas pronto me reanimó. Comprobé,
cuando la figura estuvo cerca odiada y aborrecida visión—, que era el engendro
que había creado. Temblé de ira y horror, y resolví aguardarlo y trabar con él
un combate mortal. Se acercó. Su rostro reflejaba una mezcla de amargura,
desdén y maldad, y su diabólica fealdad hacían imposible el mirarlo, pero
apenas me fijé en esto. La ira y el odio me habían enmudecido, y me recuperé
tan sólo para lanzarle las más furiosas expresiones de desprecio y repulsión.
Demonio ––grité––, ¿osas acercarte? ¿No temes
que desate sobre ti mi terrible venganza? Aléjate, ¡insecto despreciable! Mas
no, ¡detente! ¡Quisiera pisotearte hasta convertirte en polvo, si con ello, con
la abolición de tu miserable existencia, pudiera devolverles la vida a aquellos
que tan diabólicamente has asesinado!
Esperaba este recibimiento ––dijo el
demoníaco ser—. Todos los hombres odian a los desgraciados. ¡Cuánto, pues, se
me debe odiar a mí que soy el más infeliz de los seres vivientes! Sin embargo,
vos, creador mío[L61],
me detestáis y me despreciáis, a mí, vuestra criatura, a quien estáis
unido por lazos que sólo la aniquilación de uno de nosotros romperán. Os
proponéis matarme. ¿Cómo os atrevéis a jugar así con la vida? Cumplid vuestras
obligaciones para conmigo, y yo cumpliré las mías para con vos y el resto de la
humanidad. Si aceptáis mis condiciones, os dejaré a vos y a ellos; pero si
rehusáis, llenaré hasta saciarlo el buche de la muerte con la sangre de tus
amigos.
––¡Aborrecible monstruo!, ¡demonio infame!,
los tormentos del infierno son un castigo demasiado suave para tus crímenes.
¡Diablo inmundo!, me reprochas haberte creado; acércate, y déjame apagar la
llama que con tanta imprudencia encendí.
Mi cólera no tenía límites; salté sobre él,
impulsado por todo lo que puede inducir a un ser a matar a otro. Me esquivó
fácilmente y dijo:
¡Serenaos! Os ruego me escuchéis antes de dar
rienda suelta a vuestro odio. ¿Acaso no he sufrido bastante que buscáis aumentar
mi miseria? Amo la vida, aunque sólo sea una sucesión de angustias, y la defenderé.
Recordad: me habéis hecho más fuerte que vos; mi estatura es superior y mis
miembros más vigorosos. Pero no me dejaré arrastrar a la lucha contra vos. Soy
vuestra obra, y seré dócil y sumiso para con mi rey y señor, pues lo sois por
ley natural. Pero debéis asumir vuestros deberes, los cuales me adeudáis. Oh Frankenstein, no seáis ecuánime con todos los demás y os ensañéis
sólo conmigo, que soy el que más merece vuestra justicia e incluso vuestra
clemencia y afecto. Recordad que soy vuestra criatura. Debía ser vuestro Adán,
pero soy más bien el ángel caído a quien negáis toda dicha. Doquiera que mire,
veo felicidad de la cual sólo yo estoy irrevocablemente excluido. Yo era bueno
y cariñoso; el sufrimiento me ha envilecido. Concededme la felicidad, y volveré
a ser virtuoso.
¡Aparta! No te escucharé. No puede haber
entendimiento entre tú y yo; somos enemigos. Apártate, o midamos nuestras
fuerzas en una lucha en la que sucumba uno de los dos.
¿Cómo podré conmoveros?; ¿no conseguirán mis
súplicas que os apiadéis de vuestra criatura, que suplica vuestra compasión y
bondad? Creedme, Frankenstein: yo era bueno; mi espíritu
estaba lleno de amor y humanidad, pero estoy solo, horriblemente solo. Vos, mi
creador, me odiáis. ¿Qué puedo esperar de aquellos que no me deben nada? Me
odian y me rechazan. Las desiertas cimas y desolados glaciares son mi refugio.
He vagado por ellos muchos días. Las heladas cavernas, a las cuales únicamente
yo no temo, son mi morada, la única que el hombre no me niega. Bendigo estos
desolados parajes, pues son para conmigo más amables que los de tu especie. Si
la humanidad conociera mi existencia haría lo que tú, armarse contra mí. ¿Acaso
no es lógico que odie a quienes me aborrecen? No daré treguas a mis enemigos.
Soy desgraciado, y ellos compartirán mis sufrimientos. Pero está en tu mano
recompensarme, y librarles del mal, que sólo aguarda que tú lo desencadenes.
Una venganza que devorará en los remolinos de su cólera no sólo a ti y a tu
familia, sino a millares de seres más. Deja que se conmueva tu compasión y no
me desprecies. Escucha mi relato: y cuando lo hayas oído, maldíceme o apiádate
de mí, según lo que creas que merezco. Pero escúchame. Las leyes humanas
permiten que los culpables, por malvados que sean, hablen en defensa propia
antes de ser condenados. Escúchame, Frankenstein. Me
acusas de asesinato; y sin embargo destruirías, con la conciencia tranquila, a
tu propia criatura. ¡Loada sea la eterna justicia del hombre! Pero no pido que
me perdones; escúchame y luego, si puedes, y si quieres, destruye la obra que
creaste con tus propias manos.
¿Por qué me traes a la memoria hechos que me
hacen estremecer, y de los cuales soy autor y causa? ¡Maldito sea el día,
abominable diablo, en el cual viste la luz! ¡Malditas sean ––aunque me maldigo
a mí mismo–– las manos que te dieron forma! Me has hecho más desgraciado de lo
que me es posible expresar. ¡No me has dejado la posibilidad de ser justo
contigo! ! ¡Aparta!, ¡libra mis ojos de tu detestable visión!
––Así lo haré, creador mío ––dijo, tapándome
los ojos con sus odiosas manos, que aparté con violencia––. Así os libraré de
la visión que aborrecéis. Pero aún podéis seguir escuchándome, y otorgarme
vuestra compasión. Os lo exijo, en nombre de las virtudes que una vez poseí.
Escuchad mi historia, es larga y extraña. Pero subid a la choza de la montaña,
pues la temperatura de este lugar no es apropiada a vuestra constitución. El
sol está ' aún muy alto; antes de que descienda y se oculte tras aquellas cimas
nevadas para alumbrar otro mundo, habrás oído mi relato y podrás decidir. De ti
depende el que abandone para siempre la compañía de los hombres y lleve una
existencia inofensiva o me convierta en el azote de tus semejantes y el autor
de tu pronta ruina.
Empezó a atravesar el hielo mientras
terminaba de hablar. Yo lo seguí. Tenía el corazón oprimido y no le contesté.
Mientras caminaba, sopesé los argumentos que había utilizado y decidí escuchar
su relato. En parte me impulsaba a ello la curiosidad, y la compasión me
terminó de decidir. Hasta el momento lo había considerado el asesino de mi
hermano, y esperaba ansiosamente que me confirmara o desmintiera esta idea. Por
primera vez experimenté lo que eran las obligaciones del creador para con su
criatura, y comprendí que antes de lamentarme de su maldad debía posibilitarle
la felicidad. Estos pensamientos me indujeron a acceder a su súplica. Cruzamos
el hielo, por tanto, y escalamos la roca del fondo. El aire era frío, y
empezaba a llover de nuevo. Entramos en la choza; el villano con aire
satisfecho, yo apesadumbrado y desanimado, pero decidido a escucharlo. Me
senté cerca del fuego que mi odioso acompañante había encendido, y comenzó su
relato.
Recuerdo con gran dificultad el primer
período de mi existencia; todos los sucesos se me aparecen confusos e
indistintos. Una extraña multitud de sensaciones se apoderaron de mí y empecé a
ver, sentir, oír y oler, todo a la vez. Tardé mucho tiempo en aprender a distinguir
las características de cada sentido. Recuerdo que, poco a poco, una luminosidad
cada vez más fuerte oprimía mis nervios y tuve que cerrar los ojos. Me sumergí
entonces en la oscuridad, y eso me turbó. Pero apenas había notado esto cuando
descubrí que, al abrir los ojos, la luz me volvía a iluminar. Comencé a andar,
y creo que bajé unas escaleras, pero de pronto sentí un enorme cambio. Hasta el
momento, me habían rodeado cuerpos opacos y oscuros, insensibles a mi tacto o
mi vista. Pero ahora descubrí que podía moverme con entera libertad, que no
había obstáculos que no pudiera evitar o vencer. La luz se me hacía más y más
intolerable; el calor me incomodaba sobremanera, así que caminé buscando un
lugar sombreado. Llegué hasta el bosque de Ingolstadt,
donde me tumbé a descansar cerca de un riachuelo, hasta que el hambre
y la sed me atormentaron y desperté del sopor en que había caído. Comí algunas
bayas que encontré en los árboles o esparcidas por el suelo, calmé mi sed en el
riachuelo y me volví a dormir.
Era de noche cuando me desperté. Sentía frío,
y un miedo instintivo al hallarme tan solo. Antes de abandonar tu habitación,
como tuviera frío, me había tapado con algunas prendas que eran insuficientes
para protegerme de la humedad de la noche. Era una pobre criatura, indefensa y
desgraciada, que ni sabía ni entendía nada. Lleno de dolor me senté y comencé a
llorar.
Poco después, una tenue luz iluminó el cielo,
dándome una sensación de bienestar. Me levanté, y vi emerger una brillante
esfera de entre los árboles. La observé admirado. Se movía con lentitud, pero
su luz alumbraba lo que había alrededor, y volví a salir en busca de bayas. Aún
tenía frío, cuando debajo de un árbol encontré una enorme capa, con la que me
cubrí, y me senté de nuevo. No tenía ninguna idea clara, todo estaba confuso.
Era sensible a la luz, al hambre, a la sed y a la oscuridad; me llegaban
incontables sonidos y múltiples olores. Lo único que distinguía con claridad
era la brillante luna , en la que
fijé mis ojos con agrado.
Se sucedieron varios cambios de días y
noches, y la esfera nocturna había menguado considerablemente cuando empecé a
distinguir mis sensaciones una de la otra. Paulatinamente, comencé a percibir
con claridad el cristalino arroyo que me proporcionaba agua, y los árboles que
me protegían con su follaje. Me sentí muy contento cuando por primera vez
descubrí que el armonioso sonido que con frecuencia regalaba mis oídos procedía
de las gargantas de los pequeños animalillos alados que a menudo me habían
interceptado la luz. Empecé también a observar, con mayor precisión, las formas
que me rodeaban, y a percibir los límites de la brillante bóveda de luz que se
extendía sobre mí. A veces intentaba imitar el agradable trino de los pájaros,
pero no podía. Otras quería expresar mis sentimientos a mi modo, pero los rudos
y extraños ruidos que producía me hacían enmudecer de susto.
La luna
había desaparecido, y retornado más pequeña, y yo seguía en el bosque. Mis
sensaciones eran ya claras, y cada día asimilaba nuevas ideas. Mis ojos se
habían acostumbrado a la luz y a distinguir bien los objetos. Diferenciaba un
insecto de un tallo de hierba y, poco a poco, las distintas clases de plantas
entre sí. Comprobé que los gorriones tenían un trinar áspero, mientras que el
canto del mirlo y de los zorzales era grato y atrayente.
Un día, en que el frío arreciaba, encontré un
fuego que algún vagabundo habría encendido, y experimenté una gran emoción al
ver el calor que desprendía. Lleno de júbilo toqué las brasas con la mano, pero
la retiré de inmediato con un grito de dolor. ¡Qué raro, pensé, que la misma
causa produzca efectos tan contrarios! Examiné la composición de la hoguera y
descubrí satisfecho que era leña. Recogí algunas ramas pero estaban húmedas y
no prendieron. Esto me turbó y me senté de nuevo a contemplar el fuego. La leña
húmeda que había dejado cerca del calor se secó, y empezó a arder. Esto me hizo
pensar. Descubrí la razón al tocar las distintas ramas, y me puse de nuevo a
reunir una gran cantidad de ellas para ponerlas a secar y tener reservas. Al
llegar la noche, y con ella el sueño, mi miedo era que se apagara el fuego. Lo
tapé cuidadosamente con hojarasca y ramas secas, poniendo después leña húmeda
encima. Luego extendí la capa en el suelo y me eché a dormir.
Era ya de día cuando desperté, y mi primer
pensamiento fue ver cómo iba el fuego. Lo destapé, y un ligero airecillo lo
avivó enseguida. Esto me indujo a construir con ramas una especie de abanico
que me permitía encender las brasas cuando parecían a punto de extinguirse.
Cuando de nuevo cayó la noche, descubrí gozoso que el fuego, aparte de dar
calor, también daba luz. Descubrí que también podía utilizar el fuego para mi
alimentación, gracias a los restos de comida que algún viajero dejó
abandonados. Vi que éstos estaban asados y que eran más sabrosos que las bayas
que recogía. Intenté, pues, hacer lo mismo con mis alimentos y descubrí que,
así, las bayas se estropeaban pero que las nueces y raíces tenían un sabor
mucho más agradable.
Pronto empezaron a escasear los alimentos, y
a menudo pasaba un día entero buscando en vano algunas bellotas con las que
calmar mi hambre. Entonces resolví abandonar el lugar donde había habitado
hasta aquel momento y buscar otro en el cual pudiera satisfacer mis necesidades
con mayor facilidad. Lo que más lamentaba de esta emigración era la pérdida del
fuego, que tan casualmente había encontrado y que no sabía cómo encender. Pasé
varias horas pensando en el problema, pero me vi obligado a abandonar todo intento
de reproducirlo. Así que, envuelto en mi capa, empecé a cruzar el bosque en
dirección al sol poniente. Anduve durante tres días antes de llegar al campo
abierto. La noche anterior había caído una gran nevada, y los campos aparecían
uniformemente blancos. El panorama era desconsolador, y noté que la húmeda sustancia
fría que cubría el suelo me helaba los pies.
Eran cerca de las siete de la mañana, y
quería encontrar cobijo y comida. Por fin divisé en un montículo una pequeña
cabaña que sin duda era la morada de algún pastor. Esto era nuevo para mí. La
examiné con gran curiosidad y, al observar que la puerta se abría, entré.
Sentado junto al fuego, en el cual se preparaba el desayuno, se hallaba un
anciano. Se volvió al oír el ruido; y, viéndome, salió de la cabaña gritando, y
cruzó los campos a una velocidad apenas imaginable en persona tan debilitada.
Me sorprendieron su huida y su aspecto, distinto a todo lo que hasta entonces
había visto. Pero estaba encantado con la cabaña: aquí no podía entrar ni la
nieve ni la lluvia; el suelo estaba seco, y me pareció un refugio tan delicioso
y exquisito como les debió parecer el Pandemonio[L63] a
los demonios del infierno después de sus sufrimientos en el lago de fuego. Avidamente devoré los restos del desayuno del pastor: pan,
queso, leche y vino, pero éste último no me gustó. Luego, vencido por el
cansancio, me tumbé en un montón de paja y me dormí.
Era mediodía cuando me desperté; y, atraído
por el calor del sol, que hacía brillar la nieve, me decidí a reemprender mi
viaje; metí lo que quedaba del desayuno en un zurrón que encontré, y emprendí
camino campo a través durante algunas horas, hasta que al anochecer llegué a
una aldea. ¡Qué hermosa me pareció! Las cabañas, las casitas más limpias y las
haciendas atrajeron por turno mi atención. Las verduras en los huertos, y la
leche y queso colocados en las ventanas, me abrieron el apetito. Entré en una
de las mejores casas; pero apenas si había puesto el pie en el umbral cuando
unos niños empezaron a chillar, y una mujer se desmayó. Todo el pueblo se
alborotó; unos huyeron, otros me atacaron hasta que, magullado por las piedras
y otros objetos arrojadizos, escapé al campo. Me refugié temerosamente en un
cobertizo de techo bajo, vacío, que contrastaba poderosamente con los palacios
que había visto en el pueblo. Este cobertizo, sin embargo, estaba adosado a una
casa de aspecto bonito y aseado, pero tras mi reciente y desafortunada experiencia
no me atreví a entrar en ella. Mi refugio era de madera, pero de techo tan
bajo, que apenas podía permanecer sentado sin tener que agachar la cabeza. No
había madera en el suelo, que era de tierra, pero estaba seco; y aunque el
viento se filtraba por numerosas rendijas, encontré que era un asilo agradable
para protegerme de la nieve y la lluvia.
Aquí, pues, me metí y me tumbé, contento de
haber encontrado un lugar, por pobre que fuera, que me protegía de las
inclemencias del tiempo y, sobre todo, de la barbarie del hombre.
No bien hubo amanecido, salí de mi cubil para
observar la casa adyacente y ver si me era posible seguir en mi refugio recién
encontrado. Estaba adosado a la parte posterior de la casa y lo cerraban una
pocilga y un estanque de agua clara. El otro lado, por el que había entrado,
quedaba abierto. Procedí a tapar con piedras y leña todos los orificios por los
cuales pudieran verme, pero de tal forma que me fuera posible apartarlas para
salir. La única luz que entraba procedía de la pocilga, pero era suficiente
para mí.
Tras haber arreglado así mi vivienda, y
haberla alfombrado con paja limpia, me oculté, pues divisé en la distancia la
figura de un hombre y recordaba demasiado bien el tratamiento recibido la noche
anterior como para encomendarme a él. Afortunadamente tenía comida para ese
día, pues había robado una hogaza y una taza, que me servía mejor que las manos
para beber el agua cristalina que corría cerca de mi refugio. El suelo estaba
algo levantado, de manera que permanecía seco y, por encontrarse cerca de la
chimenea de la casa, era moderadamente caliente.
Así provisto, me dispuse a permanecer en esta
choza hasta que ocurriera algo que modificara mi decisión. Comparada con mi
anterior morada, el desangelado bosque donde las ramas goteaban lluvia y el
suelo estaba mojado, era en verdad un paraíso. Desayuné con fruición, y me
disponía a levantar un madero para sacar agua cuando escuché pasos y vi, por
una rendija, a una muchacha que, balanceando un cubo en la cabeza, pasaba por
delante de mi cobertizo. Era joven y de aspecto dulce, distinta de lo que más
tarde he comprobado que son los labriegos y los criados de las granjas. Iba
vestida humildemente, con una tosca falda azul y una chaqueta de paño. Sus
cabellos rubios estaban trenzados pero no llevaba adornos. Sus facciones
revelaban resignación, pero su aspecto era triste. La perdí de vista, pero transcurridos
unos quince minutos reapareció con el mismo recipiente, que ahora estaba medio
lleno de leche. Mientras andaba, claramente incómoda por el peso, un joven de
rostro aún más deprimido se dirigió a su encuentro. Con aire melancólico
intercambiaron algunas palabras, y cogiéndole el cubo se lo llevó hasta la
casa. Al poco tiempo vi reaparecer al joven con unas herramientas en la mano y
cruzar el campo que había detrás de la casa. Asimismo, la joven también estaba
ocupada, a veces dentro de la casa y otras en el patio.
Explorando mi refugio, descubrí que una de
las ventanas de la casa había dado anteriormente al cobertizo, si bien ahora el
hueco se encontraba tapado por planchas de madera. Una de estas planchas tenía
una diminuta rendija por la cual se podía ver una pequeña habitación, encalada
y limpia, pero muy desprovista de muebles. En un rincón, cerca del fuego,
estaba sentado un anciano, con la cabeza entre las manos en actitud abatida. La
joven estaba ocupada arreglando la estancia. De pronto, sacó algo del cajón que
tenía entre las manos y se sentó cerca del anciano, el cual, tomando un
instrumento, empezó a tocar y a arrancar de él sones más dulces que el cantar
del mirlo o el ruiseñor. Incluso para un desgraciado como yo, que nunca antes
había percibido nada hermoso, era un bello cuadro. El cabello plateado y el
aspecto bondadoso del anciano ganaron mi respeto, y los modales dulces de la
joven despertaron mi amor. Tocó una tonadilla dulce y triste, que conmovió a su
dulce acompañante, a quien el hombre parecía haber olvidado hasta que oyó su
llanto. Pronunció entonces algunas palabras y la muchacha, dejando su tarea, se
arrodilló a sus pies. El la levantó y la sonrió con tal afecto y ternura, que
una sensación peculiar y sobrecogedora me recorrió el cuerpo. Era una mezcla de
dolor y gozo que hasta entonces no me habían producido ni el hambre ni el frío,
ni el calor, ni ningún alimento. Incapaz de soportar por más tiempo esta
emoción, me retiré de la ventana.
Al poco rato regresó el chico llevando un haz
de leña al hombro. La joven lo recibió en la puerta y lo ayudó con el fardo,
del cual escogió algunas ramas que echó al fuego. Luego, se fueron los dos a
una esquina de la habitación, y él mostró un gran pan y un trozo de queso. Ella
pareció alegrarse, y salió al jardín en busca de plantas y raíces, las metió en
agua y después al fuego. Luego prosiguió su labor, y el joven se fue al jardín,
donde se puso diligentemente a cavar y a arrancar raíces. Al cabo de una hora,
la muchacha salió a buscarlo, y juntos entraron en la casa. Entretanto, el
anciano había estado pensativo; pero, al ver a sus compañeros, adoptó un aire
más alegre, y se sentaron a comer. El almuerzo acabó pronto. La joven volvió a
ocuparse de las tareas caseras, en tanto que el anciano, apoyado en el brazo
del joven, paseaba al sol por delante de la casa. No puede haber nada más bello
que el contraste de aquellos dos seres. El uno era muy mayor, con el cabello
plateado, y su rostro reflejaba bondad y cariño, el otro era esbelto y muy apuesto
y tenía las facciones modeladas con la mayor simetría. Sin embargo, su mirada y
actitud denotaban una gran tristeza y depresión. El anciano volvió a la casa y
el muchacho se encaminó a los campos, portando herramientas distintas de las de
la mañana.
Pronto cayó la noche; pero, ante mi gran
asombro, vi que los habitantes de aquella casa tenían un modo de prolongar la
luz, por medio de bastones de cera, y me alegró que la puesta de sol no pusiera
fin al gozo que experimentaba observando a mis vecinos. Durante la velada, la
joven y su compañero se dedicaron a diversas ocupaciones que no comprendí; y el
anciano volvió a tomar el instrumento que producía aquellos divinos sonidos que
tanto me habían complacido por la mañana. En cuanto hubo finalizado, el joven comenzó
no a tocar, sino a articular una serie de sonidos monótonos que no se
asemejaban ni a la armonía del instrumento del anciano ni al canto de los
pájaros. Más tarde supe que leía en voz alta, pero en aquellos momentos nada
sabía de la ciencia de las letras ni de las palabras.
Tras permanecer así ocupados durante un breve
tiempo, la familia apagó las luces y se retiró, presumo que a descansar.
Capítulo
4
Me tumbé en la paja, pero no conseguí dormir.
Repasaba los sucesos del día. Lo que más me chocaba eran los modales cariñosos
de aquellas gentes. Recordaba muy bien el trato de los salvajes aldeanos la
noche anterior, y decidí que, cualquiera que fuese la actitud que adoptara en
el futuro, por el momento permanecería en mi cobertizo, observando e intentando
descubrir las razones que motivaban sus actos.
Mis vecinos se levantaron al día siguiente
antes de que amaneciera. La joven arregló la casa, y preparó la comida; el
joven salió después del desayuno.
El día transcurrió de manera igual al
anterior. El muchacho trabajaba fuera de la casa y la chica en diversas tareas
domésticas. El anciano, que pronto me di cuenta de que era ciego, pasaba las
horas meditando o tañendo su instrumento. Nada podría superar el cariño y
respeto que los jóvenes demostraban para con su venerable compañero. Le
prestaban todos los servicios con gran dulzura y él los recompensaba con su sonrisa
bondadosa.
Pero no eran del todo dichosos. El joven y su
compañera con frecuencia se retiraban, y parecían llorar. No comprendía la causa
de su tristeza; pero me afectaba profundamente. Si seres tan hermosos eran desdichados,
no era de extrañar que yo, criatura imperfecta y solitaria, también lo fuera.
Pero ¿por qué eran infelices aquellas gentes tan bondadosas? Tenían una
agradable casa (pues así me parecía) y todas las comodidades; tenían un fuego
para calentarlos del frío y deliciosa comida con que saciar su hambre; vestían
buenos trajes, y, lo que es más, disfrutaban de su mutua compañía y
conversación, intercambiando a diario miradas de afecto y bondad. ¿Qué
significaba su llanto? ¿Expresaban sus lágrimas dolor? No podía, al principio,
responderme a estas preguntas, pero el tiempo y una sostenida observación me
explicaron muchas cosas que a primera vista parecían enigmáticas.
Pasó bastante tiempo antes de que descubriera
que la pobreza, que padecían en grado sumo, era uno de los motivos de
intranquilidad de esta buena familia. Su sustento sólo consistía en verduras
del huerto y leche de su vaca, muy escasa durante el invierno, época en la que
sus dueños apenas podían alimentarla. Creo que a menudo pasaban mucho hambre,
en especial los jóvenes, pues en varias ocasiones los vi privarse de su propia
comida para dársela al anciano. Este gesto de bondad me conmovió mucho. Yo
solía, durante la noche, robarles parte de su comida para mi sustento, pero
cuando advertí que esto los perjudicaba me abstuve, contentándome con bayas,
nueces y raíces que recogía de un bosque cercano.
Descubrí también otro medio para ayudarlos.
Había observado que el joven dedicaba gran parte del día a recoger leña para el
fuego; y, durante la noche, a menudo yo cogía sus herramientas, que pronto
aprendí a utilizar, y les traía a casa leña suficiente para varios días.
Recuerdo la sorpresa que la joven demostró,
la primera vez que hice esto, al abrir la puerta por la mañana y encontrar un
montón de leña fuera. Dijo algunas palabras en voz alta, y el joven salió y
expresó a su vez su asombro. Observé, con alegría, que aquel día no fue al
bosque, y lo pasó reparando la casa y cultivando el jardín.
Poco a poco hice un descubrimiento de aún
mayor importancia. Me di cuenta de que aquellos seres tenían un modo de
comunicarse sus experiencias y sentimientos por medio de sonidos articulados.
Observé que las palabras que utilizaban producían en los rostros de los oyentes
alegría o dolor, sonrisas o tristeza. Esta sí que era una ciencia sobrehumana y
deseaba familiarizarme con ella. Pero todos mis intentos a este respecto eran
infructuosos. Hablaban con rapidez y las palabras que decían, al no tener
relación aparente con los objetos tangibles, me impedían resolver el misterio
de su significado. Sin embargo, a base de grandes esfuerzos, y cuando ya había
pasado en mi cobertizo varias luna s,
aprendí el nombre de algunos de los objetos más familiares como fuego, leche, pan y leña. También
aprendí los nombres de mis vecinos. La joven y su hermano tenían ambos varios
nombres, pero el anciano sólo tenía uno,
padre. A la muchacha la llamaban hermana
o Agatha y al joven Félix, hermano o
hijo. No puedo expresar la alegría que sentí cuándo comprendí las ideas
correspondientes a estos sonidos Y pude pronunciarlos. Distinguía otras
palabras, que ni entendía ni podía emplear, tales como bueno, querido, triste.
De esta manera transcurrió el invierno. La
bondad y hermosura de estas personas me hicieron encariñarme mucho con ellas;
cuando se encontraban tristes, yo estaba desanimado; cuando eran felices, yo
participaba de su alegría. Veía a pocos seres humanos, aparte de ellos; y si
por casualidad alguno iba a la casa, sus toscos modales y brusco caminar hacían
resaltar la superioridad de mis amigos. Noté que el anciano a menudo se
esforzaba por animar a sus hijos, como a veces les llamaba, para que desecharan
su tristeza. Solía entonces hablar en tono alegre, con una expresión de bondad
en el rostro que incluso a mí me producía placer. Agatha lo escuchaba con
respeto, y con frecuencia se le llenaban los ojos de lágrimas, que intentaba
disimular; pero observé que, por lo general, había más animación en su rostro y
tono de voz tras haber escuchado a su padre. No así Félix. Siempre era el más
triste del grupo; e incluso yo, con mi inexperiencia, me daba cuenta de que
parecía haber sufrido más que los otros. Pero si sus facciones reflejaban mayor
tristeza, su tono de voz era más alegre que el de su hermana, en especial
cuando se dirigía a su padre.
Podría dar muchos ejemplos, que, aunque
nimios, reflejan la disposición de aquellas buenas gentes. En medio de la
pobreza y la necesidad, Félix, satisfecho, le llevó a su hermana la primera
florecilla blanca que asomó entre la nieve. Por la mañana temprano, antes de
que ella se levantara, limpiaba la nieve que cubría el sendero hasta el
establo, sacaba agua del pozo, y le llevaba leña al otro cobertizo, donde, con gran
asombro, encontraba las reservas que una mano invisible iba reponiendo. Creo
que durante el día trabajaba para un granjero vecino, porque a menudo salía y
no regresaba hasta la noche, pero no traía leña. Otras veces trabajaba en el
huerto, pero, como en invierno había poco que hacer allí, solía pasar muchos
ratos leyéndoles al anciano y a Agatha.
Estas lecturas me habían extrañado mucho en
un principio, pero poco a poco descubrí que al leer pronunciaba con frecuencia
los mismos sonidos que cuando hablaba. Supuse, por tanto, que encontraba en el
papel signos de expresión que comprendía. ¡Cómo deseaba yo aprenderlos! Pero
¿cómo iba a hacerlo si ni siquiera entendía los sonidos que representaban? Sin
embargo, progresé en esta materia, aunque a pesar de mis esfuerzos aún no podía
seguir ninguna conversación. Comprendía claramente que aunque deseaba
dirigirme a mis vecinos no debía hacerlo hasta no dominar su lenguaje,
conocimiento que me permitiría hacerles olvidar lo deforme de mi aspecto, de lo
cual me había hecho consciente a través del contraste.
Admiraba las perfectas proporciones de mis
vecinos, su gracia, hermosura y delicada tez. ¡Cómo me horroricé al verme
reflejado en el estanque transparente! En un principio salté hacia atrás aterrado,
incapaz de creer que era mi propia imagen la que aquel espejo me devolvía.
Cuando logré convencerme de que realmente era el monstruo que soy, me embargó
la más profunda amargura y mortificación. ¡Ay!, desconocía entonces las fatales
consecuencias de esta deformación.
A medida que el sol empezaba a calentar más,
y el día se alargaba, desapareció la nieve, y vi aparecer los árboles desnudos
y la oscura tierra. A partir de este momento, Félix estuvo más ocupado, y los
angustiosos envites del hambre desaparecieron. Como descubrí más tarde, su
alimentación era tosca pero sana y suficiente. Crecieron en el huerto nuevos
tipos de plantas, que cocinaban, y estas muestras de bienestar aumentaban día a
día así que avanzaba la primavera.
Apoyado en su hijo, el anciano solía pasear
un poco al mediodía cuando no llovía, pues tal era el nombre que daban al agua
que desprendía el firmamento. Estas lluvias eran frecuentes, pero los fuertes
vientos pronto secaban la tierra, y el tiempo se hizo mucho más agradable de lo
que había sido.
En el cobertizo mi ritmo de vida era
uniforme. Contemplaba los movimientos de mis vecinos durante la mañana, y
dormía cuando sus quehaceres en el exterior les dispersaban. El resto del día
lo pasaba de modo similar. Cuando se retiraban a descansar, si había luna o la noche era estrellada, yo salía al bosque
en busca de comida para mí y leña para mis vecinos. Cuando se hacía necesario,
quitaba la nieve del sendero, y realizaba las tareas que había visto hacer a
Félix. Más tarde supe que estas tareas, que llevaba a cabo una mano invisible,
les sorprendían grandemente. Incluso en alguna ocasión les oí mencionar a este
respecto las palabras espíritu bueno y
maravilloso, pero no entendía entonces el significado de estos términos.
Mi cerebro se hacía cada día más activo, y
deseaba más que nunca descubrir los impulsos y sentimientos de estas hermosas
criaturas. Sentía curiosidad por saber el motivo de la congoja de Félix y la
pena de Agatha. Pensaba, ¡infeliz de mí!, que estaría en mi mano el devolverles
a estas criaturas la felicidad que tanto merecían. Cuando dormía o me
ausentaba, se me aparecía la imagen del padre ciego, la dulce Agatha y el buen
Félix. Los consideraba seres superiores, árbitros de mi futuro destino. Trataba
de imaginarme, de mil maneras distintas, el día en que me presentaría ante
ellos y el recibimiento que me harían. Suponía que, tras una primera repulsión,
mi buen comportamiento y palabras conciliadoras me ganarían su simpatía, y más
tarde su afecto.
Estos pensamientos me exaltaban y espoleaban
con renovado vigor a aprender el arte de la expresión. Tenía las cuerdas
vocales endurecidas pero flexibles, y aunque mi tono de voz distaba mucho de
tener la musicalidad del suyo, podía pronunciar con relativa facilidad aquellas
palabras que comprendía. Era como el asno y el perrillo faldero[L64];
aunque bien merecía el dócil burro, cuyas intenciones eran buenas a pesar de
su rudeza, mejor trato que los golpes e insultos que le daban.
Las suaves lluvias y el calor de la primavera
cambiaron mucho el aspecto del terreno. Los hombres, que parecían haber estado
escondidos en cuevas, se dispersaron por doquier y se dedicaban a los más
diversos cultivos. Los pájaros trinaban con mayor alegría, y las hojas
empezaron a despuntar en las ramas. ¡Gozosa, gozosa tierra!, digna morada de
los dioses y que aún ayer aparecía insana, húmeda y desolada. Este resurgimiento
de la naturaleza me elevó el espíritu; el pasado se me borró de la memoria, el
presente era tranquilo y el futuro me daba esperanza y promesas de alegría.
Capítulo
5
Me aproximo ahora a la parte más conmovedora
de mi narración. Contaré los sucesos que me han convertido, de lo que era, en
lo que soy[L65].
La primavera avanzaba con rapidez. El tiempo
mejoró, y las nubes desaparecieron del cielo. Me sorprendió ver cómo lo que
hacía poco había sido tan sólo desierto y tristeza nos regalara ahora las más
preciosas flores y verdor. Gratificaban y refrescaban mis sentidos miles de
aromas deliciosos y escenas bellas.
Fue uno de esos días, en los que mis vecinos
reposaban de su trabajo ––el anciano tocaba su guitarra y los jóvenes lo
escuchaban––, cuando observé que Félix parecía más melancólico todavía que de
costumbre y suspiraba con frecuencia. En un momento su padre interrumpió la
música, y deduje, por sus gestos, que le preguntaba a su hijo la razón de su
tristeza. Félix respondió con tono alegre, y el anciano se disponía a reemprender
su música, cuando alguien llamó a la puerta.
Era una señora a caballo, acompañada de un
campesino que le servía de guía. La dama vestía un traje oscuro, y un tupido
velo negro le cubría el rostro. Agatha le hizo una pregunta, a la cual la
desconocida respondió pronunciando con dulzura tan sólo el nombre de Félix. Su
voz era melodiosa, pero diferente de la de mis amigos. Al oír su nombre, Félix
se acercó apresuradamente a la dama, que al verlo se levantó el velo, dejando
ver un rostro de belleza y expresión angelical. Su brillante pelo negro estaba
curiosamente trenzado; tenía los ojos oscuros y vivos pero amables, las
facciones bien proporcionadas, la tez hermosísima y las mejillas suavemente
sonrosadas.
Félix parecía traspuesto de alegría al verla;
todo rasgo de tristeza desapareció de su rostro, que al instante expresó un
júbilo del cual apenas lo creía capaz; le brillaban los ojos y se le
encendieron de placer las mejillas, y en aquel momento me pareció tan hermoso
como la extranjera. Ella a su vez experimentaba diversos sentimientos;
secándose las lágrimas de sus hermosos ojos, le tendió la mano a Félix, que la
besó embelesado mientras le llamaba, según pude entender, su dulce árabe. No
parecía comprenderlo, pero sonrió. La ayudó a desmontar, y, despidiendo al
guía, la condujo al interior de la casa. Tuvo lugar una conversación entre él y
su padre. La joven extranjera se arrodilló a los pies del anciano, y le hubiera
besado la mano, si éste no se hubiera apresurado a levantarla y abrazarla
afectuosamente.
Pronto observé que aunque la joven emitía
sonidos articulados, y parecía tener un idioma propio, los demás no la
comprendían, del mismo modo que ella tampoco los comprendía. Hicieron muchos
gestos que yo no entendí, pero vi que su presencia llenaba la casa de alegría,
y disipaba su tristeza del mismo modo que el sol disipa las brumas matinales.
Félix se mostraba especialmente feliz, y atendía a su árabe con radiantes
sonrisas. Agatha, la dulce Agatha, cubría de besos las manos de la extranjera,
y, señalando a su hermano, parecía querer indicarle por señas lo triste que
había estado antes de su llegada. Así transcurrieron algunas horas, en el curso
de las cuales manifestaron una alegría, cuya razón yo no alcanzaba a
comprender. De pronto descubrí, por la frecuente repetición de un sonido, que
la extranjera trataba de imitar, que intentaba aprender su lengua. Al instante
se me ocurrió que yo, con el mismo fin, podía valerme de la misma enseñanza. La
extranjera aprendió unas veinte palabras en esta primera lección, la mayoría de
las cuales yo ya conocía.
Al caer la noche, Agatha y la muchacha árabe
se retiraron pronto a descansar. Cuando se separaron, Félix besó la mano de la
extranjera y dijo:
––Buenas noches, dulce Safie.
El permaneció despierto largo rato,
conversando con su padre. Por las numerosas veces que repetían su nombre supuse
que hablaban de la hermosa huésped. Me hubiera gustado entenderlos, y presté
gran atención, pero me resultó del todo imposible.
A la mañana siguiente Félix marchó a su
trabajo; y, cuando terminaron las tareas cotidianas de Agatha, la muchacha
árabe se sentó a los pies del anciano, y, cogiendo su guitarra, tocó unos aires
de tan conmovedora belleza, que al punto me hicieron derramar lágrimas de
tristeza y admiración. Cantó, y su voz era modulada y rica en cadencias, como
la del ruiseñor.
Cuando hubo terminado, le dio la guitarra a
Agatha, que en un principio se mostró reacia a tomarla. Luego tocó una sencilla
tonadilla. También cantó, con dulce voz, pero muy distinta de la maravillosa
modulación de la extranjera. El anciano estaba embelesado, y dijo algo que
Agatha intentó explicarle a Safie. Parecía quererle decir que con su música le
producía un gran placer.
Los días pasaban ahora con la misma
tranquilidad que antes, con la sola diferencia de que la alegría había
sustituido a la tristeza en el rostro de mis amigos. Safie estaba siempre
alegre y contenta. Ambos progresamos en la lengua con rapidez, de modo que al
cabo de dos meses empecé a entender la mayoría de las cosas que decían mis
protectores.
Entretanto, la oscura tierra se iba cubriendo
de verdor, salpicado de innumerables flores de dulce aroma y maravillosa
vista, como estrellas que brillaban con delicado color a la luz de la luna . El sol fue calentando más, y las noches se
hicieron claras y suaves. Mis paseos nocturnos me causaban enorme placer, a
pesar de que se vieron acortados por las tardías puestas de sol y el temprano
amanecer. Nunca me atrevía a salir durante el día, temeroso de recibir el mismo
trato que en la primera aldea en la que estuve.
Pasaban los días prestando la máxima
atención, para poder dominar el idioma con la mayor brevedad posible. Puedo
presumir de que aprendía a más velocidad que la muchacha árabe, que entendía
muy poco y hablaba con acento entrecortado, mientras que yo comprendía todo y
podía reproducir casi todas las palabras.
El libro con el cual Félix enseñaba a Safie
era Las Ruinas, o Meditación sobre la
Revolución de los Imperios, de Volney[L66].
No hubiera entendido la intención del libro, de no ser porque Félix, al leerlo,
daba minuciosas explicaciones. Había elegido esta obra, dijo, porque su estilo
declamatorio imitaba el de autores orientales. A través de este libro, obtuve
una panorámica de la historia y algunas nociones acerca de los imperios que
existían en el mundo actual. Me dio una visión de las costumbres, gobiernos y
religiones que tenían las distintas naciones de la Tierra. Oí hablar de los
indolentes asiáticos, de la magnífica genialidad y actividad intelectual de
los griegos, de las guerras y virtudes de los romanos, de su degeneración
posterior y de la decadencia de ese poderoso imperio; del nacimiento de las órdenes
de caballería, la cristiandad, los reyes. Supe del descubrimiento del
hemisferio americano y lloré con Safie la desdichada suerte de sus indígenas.
Estas maravillosas narraciones me llenaban de
extraños sentimientos. ¿Sería en verdad el hombre un ser tan poderoso,
virtuoso, magnífico y a la vez tan lleno de bajeza y maldad? Unas veces se
mostraba como un vástago del mal; otras, como todo lo que de noble y divino se
puede concebir. El ser un gran hombre lleno de virtudes parecía el mayor honor
que pudiera recaer sobre un ser humano, mientras que el ser infame y malvado,
como tantos en la historia, la mayor denigración, una condición más rastrera
que la del ciego topo o inofensivo gusano. Durante mucho tiempo no podía
comprender cómo un hombre podía asesinar a sus semejantes, ni entendía
siquiera la necesidad de leyes o gobiernos; pero cuando supe más detalles sobre
crímenes y maldades, dejé de asombrarme, y sentí asco y disgusto.
Ahora, cada conversación de mis vecinos me
descubría nuevas maravillas. Fue escuchando las instrucciones que Félix le daba
a la joven árabe como aprendí el extraño sistema de la sociedad humana. Supe
del reparto de riquezas, de inmensas fortunas y tremendas miserias; de la
existencia del rango, el linaje y la nobleza.
Las palabras me indujeron a reflexionar sobre
mí mismo. Aprendí que las virtudes más apreciadas por mis semejantes eran el
rancio abolengo acompañado de riquezas. El hombre que poseía sólo una de estas
cualidades podía ser respetado; pero si carecía de ambas se le consideraba,
salvo raras excepciones, como a un vagabundo, un esclavo destinado a malgastar
sus fuerzas en provecho de los pocos elegidos. ¿Y qué era yo? Ignoraba todo
respecto de mi creación y creador, pero sabía que no poseía ni dinero ni amigos
ni propiedad alguna; y, por el contrario, estaba dotado de una figura
horriblemente deformada y repulsiva; ni siquiera mi naturaleza era como la de
los otros hombres. Era más ágil, y podía subsistir a base de una dieta más
tosca; soportaba mejor el frío y el calor; mi estatura era muy superior a la
suya. Cuando miraba a mi alrededor, ni veía ni oía hablar de nadie que se
pareciese a mí. ¿Era, pues, yo verdaderamente un monstruo, una mancha sobre la
Tierra, de la que todos huían y a la que todos rechazaban?
No puedo describir la angustia que estos
pensamientos me causaban. Intentaba desecharlos, pero la tristeza me aumentaba
a medida que me iba instruyendo. ¡Por qué no me habría quedado en mi bosque,
donde ni conocía ni experimentaba otras sensaciones que las del hambre, la sed
y el calor!
¡Qué extraña naturaleza la del saber! Se
aferra a la mente, de la cual ha tomado posesión, como el liquen a la roca. A
veces deseaba desterrar de mí todo pensamiento, todo afecto; pero aprendí que
sólo había una manera de imponerse al dolor y ésa era la muerte, estado que me
asustaba aunque aún no lo entendía. Admiraba la virtud y los buenos
sentimientos, y me gustaban los modales dulces y amables de mis vecinos; pero
no me era permitida la convivencia con ellos, salvo sirviéndome de la astucia,
permaneciendo desconocido y oculto, lo cual, más que satisfacerme, aumentaba
mi deseo de convertirme en uno más entre mis semejantes. Las tiernas palabras
de Agatha y las sonrisas animadas de la gentil árabe no me estaban destinadas.
Los apacibles consejos del anciano y la alegre conversación del buen Félix
tampoco me estaban destinados. Desgraciado e infeliz engendro.
Otras lecciones se me grabaron con mayor
profundidad aún. Supe de la diferencia de sexos, del nacer y crecer de los
hijos; cómo disfruta el padre con las sonrisas de su pequeño, y las alegres
correrías de los hijos más mayores; cómo todos los cuidados y razón de ser de
la madre se concentran en esa preciada carga; cómo la mente del joven se va
desarrollando y enriqueciendo; supe de hermanos, de hermanas, y los vínculos
que unen a. los humanos entre sí con lazos mutuos.
Pero ¿dónde estaban mis amigos y parientes?
Ningún padre había vigilado mi niñez, ninguna madre me había prodigado sus
cariños y sonrisas, y, en caso de que hubiera ocurrido, mi vida pasada se había
convertido para mí en un borrón, un vacío en el que no distinguía nada. Me
recordaba desde siempre con la misma estatura y proporción. No había visto aún
ningún ser que se me pareciera o que me exigiera tener con él alguna relación.
¿Qué era entonces? La pregunta surgía una y otra vez sin que pudiera responder
a ella más que con lamentaciones.
Pronto explicaré hacia dónde me llevaron
estos pensamientos. Pero por el momento continuaré con mis vecinos, cuya
historia me produjo sentimientos encontrados de indignación, alegría y asombro,
pero que terminaron todos en un mayor respeto y amor hacia mis protectores
(pues así me gustaba llamarles con un inocente y casi doloroso deseo de
engañarme).
Capítulo
6
Pasó algún tiempo hasta que conocí la
historia de mis amigos. Era de tal naturaleza, que no podía por menos de
grabárseme profundamente en la memoria, al revelar una serie de circunstancias
muy interesantes y maravillosas para un ser ingenuo como yo era entonces.
El anciano se llamaba De Lacey. Descendía de
una buena familia de Francia, país en el que había vivido muchos años, rico,
respetado por sus superiores y estimado por sus iguales. Educó a su hijo para
servir a la patria, y Agatha trataba con las damas de la más alta alcurnia.
Unos meses antes de mi llegada vivían en una gran ciudad llamada París,
rodeados de amigos y disfrutando de todo lo que la virtud, la cultura, el gusto
y una considerable riqueza pueden proporcionar.
El padre de Safie había sido el causante de su
desgracia. Era un mercader turco, y llevaba viviendo muchos años en París,
cuando, por alguna razón que no logré saber, cayó en desgracia ante el
gobierno. Fue aprehendido y encarcelado el mismo día en que Safie llegaba de
Constantinopla para reunirse con él. Se le juzgó y condenó a muerte. La
injusticia de esta sentencia era flagrante. Todo París estaba indignado, pues
consideraba que sus riquezas y su religión, más que el crimen que se le
imputaba, habían sido la causa de su condena.
Félix había estado presente en el juicio, y
su ira al escuchar la sentencia fue incontenible. Hizo al instante una promesa
solemne de liberarlo, e inició de inmediato la búsqueda del medio que le
permitiera llevar a cabo su juramento. Tras muchos infructuosos intentos de penetrar
en la prisión, encontró en un ala poco vigilada del edificio una ventana
enrejada, que iluminaba la mazmorra del infortunado mahometano, que, doblegado
bajo el peso de las cadenas, aguardaba lleno de desesperación el cumplimiento
de la bárbara sentencia. Por la noche, a través de la ventana, Félix comunicó
al prisionero sus intenciones de ayudarlo. Sorprendido y encantado, el turco
intentó espolear el entusiasmo de su liberador con promesas de grandes riquezas.
Félix rechazó la oferta con desprecio, mas cuando vio a la bella Safie, a quien
permitieron visitar a su padre y que por señas le mostraba su agradecimiento,
no pudo por menos de pensar que el cautivo poseía un tesoro que compensaría con
creces todo esfuerzo y peligro.
El turco pronto advirtió la impresión que
Safie había producido en el muchacho, y quiso asegurarse más su celo
prometiéndosela en matrimonio en cuanto fuera conducido a un lugar seguro.
Félix era demasiado cortés como para aceptar la oferta, pero sabía que aquella
probabilidad constituía su máxima esperanza.
Durante los días siguientes, mientras se
preparaba la huida del mercader, el entusiasmo de Félix se vio incrementado por
varias cartas que recibió de la hermosa joven, que encontró el medio de
expresarse en el idioma de su amado gracias a la ayuda de un viejo criado de su
padre, que sabía francés. En ellas le agradecía efusivamente la ayuda que
intentaba prestarles, a la par que lamentaba discretamente su propia suerte.
Tengo copias de estas cartas, pues mientras
viví en el cobertizo pude hacerme con útiles de escribir; y Félix o Agatha a
menudo tuvieron las cartas en sus manos. Antes de partir te las enseñaré;
probarán la veracidad de mi relato. De momento, sólo podré resumírtelas, ya que
el sol comienza a declinar.
Safie contó que su madre era una árabe
convertida, a la cual habían capturado y esclavizado los turcos; destacando por
su hermosura, había conquistado el corazón del padre de Safie, que la tomó por
esposa. La muchacha hablaba en términos muy elogiosos de su madre, que, nacida
en libertad, despreciaba la sumisión a la que se veía reducida. Instruyó a su
hija en las normas de su propia religión, y la exhortó a aspirar a un nivel
intelectual y una independencia de espíritu prohibidos para las mujeres
mahometanas. Esta mujer murió, pero sus enseñanzas estaban muy afianzadas en
la mente de Safie, que enfermaba ante la idea de volver a Asia y encerrarse en
un harén[L67],
con autorización solamente para entregarse a diversiones infantiles, poco
acordes con la disposición de su espíritu, acostumbrado ahora a una mayor
amplitud de pensamientos y a la práctica de la virtud. La idea de desposar a un
cristiano y vivir en un país donde las mujeres podían ocupar un lugar en la
sociedad la llenaba de alegría.
Se fijó el día para la ejecución del turco,
pero, la noche antes, se escapó de la prisión, y por la mañana se hallaba a
muchas leguas de París. Félix se había procurado salvoconductos a nombre suyo,
de su padre y hermana. Anteriormente le había comunicado su plan a su padre,
que colaboró en la fuga abandonando su casa, bajo excusa de un viaje, pero
ocultándose con su hija en una apartada zona de París.
Félix condujo a los fugitivos a través de
Francia hasta Lyon, y luego por el Monte Cenis hasta Livorno, donde el mercader había decidido aguardar una
oportunidad favorable para pasar a alguna parte del territorio turco.
Safie decidió quedarse con su padre hasta el
momento de la partida, y éste renovó su promesa de otorgar la mano de su hija a
su salvador. Félix permaneció con ellos a la espera del acontecimiento.
Mientras tanto, disfrutaba de la compañía de la joven árabe, que le mostraba el
más sincero y dulce afecto. Conversaban por medio de un intérprete, aunque a
veces les bastaba el intercambio de miradas, o Safie le cantaba las maravillosas
melodías de su país.
El turco permitía que esta intimidad creciera
y alentaba las esperanzas de los jóvenes enamorados. Mas había concebido para
su hija otros planes. Odiaba la idea de verla unida a un cristiano, pero temía
la reacción de Félix, caso de demostrar sus verdaderos sentimientos, pues sabía
que todavía estaba en manos de su liberador y que éste aún podía entregarlo a
las autoridades italianas. Maquinó mil planes que le permitieran prolongar el
engaño mientras fuera preciso, y en secreto llevarse a su hija con él cuando se
fuera. Estos proyectos se vieron muy pronto favorecidos por las noticias que
llegaron de París.
La huida del turco había provocado gran
indignación en el gobierno francés, que estaba dispuesto a no ahorrar esfuerzos
para detectar y aprisionar al liberador. Pronto se descubrió el plan de Félix,
y De Lacey y Agatha fueron encarcelados. La noticia despertó a Félix de su
idílico sueño. Su anciano padre ciego y su dulce hermana estaban prisioneros en
una repugnante celda mientras él disfrutaba de la libertad y la compañía de la
mujer a quien amaba. Esta idea lo atormentaba. Acordó con el turco que si,
antes de que Félix pudiera regresar a Italia, encontraba la oportunidad de
partir, Safie lo esperaría en un convento de Livorno.
Despidiéndose de la bella árabe, se dirigió a París con la mayor
rapidez y se entregó a las autoridades esperando conseguir así la libertad de
De Lacey y Agatha.
No fue así. Hubieron de permanecer cinco
meses en la cárcel antes de que tuviera lugar el juicio que les arrebataría
toda su fortuna y les condenaría al destierro.
Hallaron un triste refugio en Alemania, en la
casa donde yo los encontré. Félix pronto se enteró de que el innoble turco, a
causa del cual él y su familia habían sufrido tan tremenda desgracia, había
traicionado los buenos sentimientos y el honor al descubrir la miseria en la
que se hallaba sumido su liberador y, con su hija, había abandonado Italia. A
Félix, insultantemente, le envió una ridícula cantidad de dinero para ayudarlo,
según dijo, a conseguir algún medio de subsistencia.
Estos eran los tristes sucesos que azotaban
el corazón de Félix cuando lo conocí y que hacían de él el más desdichado de su
familia. Hubiera podido sobrellevar la pobreza, e incluso vanagloriarse de
ella, de ver que esta desgracia fortalecía su espíritu; pero la ingratitud del
turco y la pérdida de su amada Safie eran golpes más duros e irreparables.
Ahora, la llegada de la joven árabe le infundía nuevo valor.
Cuando se supo en Livorno
que a Félix se le había desposeído de sus bienes y su rango, el turco
ordenó a su hija que se olvidara de su pretendiente y que se dispusiera a
volver con él a su país. La naturaleza bondadosa de Safie se rebeló contra esta
orden, e intentó razonar con su padre, el cual, negándose a escucharla, reiteró
su tiránica orden.
Pocos días más tarde, el turco entró en la
habitación de su hija y, atropelladamente, le comunicó que tenía razones para
creer que su presencia en Livorno había
sido descubierta y que estaba a punto de ser entregado a las autoridades
francesas. En consecuencia había fletado un navío que, rumbo a Constantinopla,
zarparía en pocas horas. Pensaba dejar a su hija al cuidado de un criado fiel,
para que, con más tranquilidad, le siguiera con el resto de los bienes que aún
no habían llegado a Livorno.
Cuando Safie se vio sola, reflexionó sobre el
plan de acción que mejor convenía seguir en esta situación de emergencia.
Odiaba la idea de vivir en Turquía; sus sentimientos y religión se oponían a
ello. Por algunos documentos de su padre que cayeron en sus manos, supo del
exilio de su prometido y el nombre del lugar donde residía. Durante algún
tiempo estuvo indecisa, pero finalmente tomó una determinación. Cogiendo
algunas joyas que le pertenecían y una pequeña suma de dinero, abandonó
Italia, acompañada de una sirvienta, natural de Livorno,
que sabía turco, y se dirigió a Alemania.
Llegó sin dificultad a una ciudad que distaba
unas veinte leguas de la casa de los De Lacey, donde la criada cayó gravemente
enferma. Pese a los cuidados de Safie, la joven murió, y la hermosa árabe se
encontró sola en un país cuya lengua y costumbres desconocía. Por fortuna había
caído en buenas manos. La italiana había mencionado el nombre del lugar hacia
el cual se dirigían, y, tras su muerte, la dueña de la casa en la que se habían
alojado se cuidó de que Safie llegara con bien a casa de su prometido.
Capítulo
7
Esta era la historia de mis queridos vecinos.
Me impresionó profundamente, y, de los aspectos de la vida social que
encerraba, aprendí a admirar sus virtudes y condenar los vicios de la
humanidad.
Todavía consideraba el crimen como algo muy
ajeno a mí; admiraba y tenía siempre presentes la bondad y la generosidad que
infundían en mí el deseo de participar activamente en un mundo donde
encontraban expresión tantas cualidades admirables. Pero al narrar la
progresión de mi mente, no debo omitir una circunstancia que tuvo lugar ese
mismo año, a principios del mes de agosto.
Durante una de mis acostumbradas salidas
nocturnas al bosque, donde me procuraba alimentos para mí y leña para mis
protectores, encontré una bolsa de cuero llena de ropa y libros. Cogí
ansiosamente este premio y volví con él a mi cobertizo. Por fortuna los libros
estaban escritos en la lengua que había adquirido de mis vecinos. Eran El paraíso perdido, un volumen de Las vidas paralelas de Plutarco y
Las desventuras del joven Werther de Goethe[L68].
La posesión de estos tesoros me proporcionó
un inmenso placer. Con ellos estudiaba y me ejercitaba la mente, mientras mis
amigos realizaban sus quehaceres cotidianos.
Apenas si podría describirte la impresión que
me produjeron estas obras. Despertaron en mí un cúmulo de nuevas imágenes y
sentimientos, que a veces me extasiaban, pero que con mayor frecuencia me
sumían en una absoluta depresión. En el Werther, aparte de lo interesante
que me resultaba la sencilla historia, encontré manifestadas tantas opiniones y
esclarecidos tantos puntos hasta ese momento oscuros para mí, que se convirtió
en una fuente inagotable de asombro y reflexión. Las tranquilas costumbres
domésticas que describe, unidas a los nobles y generosos pensamientos
expresados, estaban en perfecto acuerdo con la experiencia que yo tenía entre
mis protectores y con las necesidades que tan agudamente sentía nacer en mí. Werther me parecía el ser más maravilloso de todos cuantos
había visto o imaginado. Su personalidad era sencilla, pero dejaba una profunda
huella. Las meditaciones sobre la muerte y el suicidio parecían calculadas para
llenarme de asombro. Sin pretensiones de juzgar el caso, me inclinaba por las
opiniones del héroe, cuyo suicidio lloré, aunque no comprendía bien.
En el curso de mi lectura iba efectuando
numerosas comparaciones con mis propios sentimientos y mi triste situación.
Encontraba muchos puntos en común, y, a la vez, curiosamente distintos, entre
mí mismo y los personajes acerca de los cuales leía y de cuyas conversaciones
era observador. Los compartía y en parte comprendía, pero aún tenía la mente
demasiado poco formada. Ni dependía de nadie ni estaba vinculado a nadie. «La
senda de mi partida estaba abierta», y nadie me lloraría. Mi aspecto era
nauseabundo y mi estatura gigantesca. ¿Qué significaba esto? ¿Quién era yo?
¿Qué era? ¿De dónde venía? ¿Cuál era mi destino? Constantemente me hacía estas
preguntas a las que no hallaba respuesta.
El volumen de Las vidas paralelas de Plutarco narraba
la vida de los primeros fundadores de las antiguas repúblicas, Grecia y Roma, y
me produjo un efecto muy distinto del de Werther. De
éste aprendí lo que era el abatimiento y la tristeza; pero Plutarco me enseñó a elevar el pensamiento, a sacarlo de la
reducida esfera de mis reflexiones personales, a admirar y a querer a los
héroes de la antigüedad. Mucho de lo que leía rebasaba mi experiencia y mi
comprensión. Tenía un conocimiento muy confuso acerca de lo que eran los
imperios, los grandes territorios, los ríos majestuosos y la inmensidad del
mar. Pero respecto a ciudades y grandes agrupaciones humanas, lo ignoraba
absolutamente todo. La casa de mis protectores había sido la única escuela
donde pude estudiar la naturaleza humana; pero este libro me abrió horizontes
desconocidos y mayores campos de acción. Por él supe de hombres dedicados a
gobernar o a aniquilar a sus semejantes. Sentí que se reafirmaba en mí una
tremenda admiración por la virtud y un inmenso odio por el crimen, en la medida
en que entendía el alcance de esos términos, que en aquel entonces se refería
tan sólo al placer y al dolor. Influido por estos sentimientos, fui, pues,
aprendiendo a admirar a los estadistas pacíficos, Numa, Solón y Licurgo más que
a Rómulo y Teseo[L69].
La vida patriarcal de mis protectores colaboraba a que estos sentimientos
arraigaran en mí. Quizá de haber venido mi presentación a la humanidad de la
mano de un joven soldado ávido de batallas y gloria, mi manera de ser fuera
ahora otra.
Pero El
paraíso perdido despertó en mí
emociones distintas y mucho más profundas. Lo leí, al igual que los libros
anteriores que había encontrado, como si fuera una historia real. Conmovió en mí
todos los sentimientos de asombro y respeto que la figura de un Dios
omnipotente guerreando con criaturas es capaz de suscitar. Me impresionaba la
coincidencia de las distintas situaciones con la mía, y a menudo me identificaba
con ellas. Como a Adán, me habían creado sin ninguna aparente relación con otro
ser humano, aunque en todo lo demás su situación era muy distinta a la mía.
Dios lo había hecho una criatura perfecta, feliz y confiada, protegida por el
cariño especial de su creador; podía conversar con seres de esencia superior a
la suya y de ellos adquirir mayor saber. Pero yo me encontraba desdichado, solo
y desamparado. Con frecuencia pensaba en Satanás como el ser que mejor se
adecuaba a mi situación, pues como en él, la dicha de mis protectores a menudo
despertaba en mí amargos sentimientos de envidia.
Otro hecho reforzó y afianzó estos
sentimientos. Poco después de llegar al cobertizo, encontré algunos papeles en
el bolsillo del gabán que había cogido de tu laboratorio. En un principio los
había ignorado; pero ahora que ya podía descifrar los caracteres en los cuales
se hallaban escritos, empecé a leerlos con presteza. Era tu diario de los
cuatro meses que precedieron a mi creación. En él describías con minuciosidad
todos los pasos que dabas en el desarrollo de tu trabajo, e insertabas
incidentes de tu vida cotidiana. Sin duda recuerdas estos papeles. Aquí los
tienes. En ellos se encuentra todo lo referente a mi nefasta creación, y revelan
con precisión toda la serie de repugnantes circunstancias que la hicieron
posible. Dan una detallada descripción de mi odiosa y repulsiva persona, en
términos que reflejan tu propio horror y que convirtieron el mío en algo
inolvidable. Enfermaba a medida que iba leyendo. «¡Odioso día en el que recibí
la vida! ––exclamé desesperado––. ¡Maldito creador! ¿Por qué creaste a un
monstruo tan horripilante, del cual incluso tú te apartaste asqueado? Dios, en
su misericordia, creó al hombre hermoso y fascinante, a su imagen y semejanza.
Pero mi aspecto es una abominable imitación del tuyo, más desagradable todavía
gracias a esta semejanza. Satanás tenía al menos compañeros, otros demonios que
lo admiraban y animaban. Pero yo estoy solo y todos me desprecian.
Estas eran las reflexiones que me hacía
durante las horas de soledad y desesperación. Pero cuando veía las virtudes de
mis vecinos, su carácter amable y bondadoso, me decía a mí mismo que cuando
supieran la admiración que sentía por ellos se apiadarían de mí y disculparían
mi deformidad. ¿Podían cerrarle la puerta a alguien, por monstruoso que fuera,
que pedía su amistad y compasión? Decidí al menos no desesperar, sino
prepararme para un encuentro con ellos, del cual dependería mi destino. Retrasé
aún unos meses esta tentativa, pues la importancia que para mí tenía el que
resultara un éxito me llenaba de temor ante el posible fracaso.
Además, mis conocimientos se ampliaban tanto
con la experiencia diaria, que prefería esperar a que unos meses me
proporcionaran mayor sabiduría.
Mientras tanto, varios cambios tuvieron lugar
en la casa. La presencia de Safie llenaba de felicidad a sus habitantes; y
también comprobé que gozaban de una mayor abundancia. Félix y Agatha pasaban
más tiempo conversando, y tenían criadas que les ayudaban en sus quehaceres.
No parecían ricos, pero se les veía satisfechos y felices. Estaban tranquilos
y serenos, mientras que yo cada día me encontraba más inquieto. Cuanto más
aprendía más cuenta me daba de mi lamentable inadaptación. Cierto es que
abrigaba una esperanza, pero ésta desaparecía cuando veía mi figura reflejada
en el agua o mi sombra a la luz de la luna ,
desaparecía con la misma rapidez que se desvanecen esa temblorosa imagen y esa
juguetona sombra.
Me esforzaba por alejar de mí estos temores,
e intentaba fortalecerme para la prueba a la que me había emplazado para unos
meses después. A veces permitía que mis pensamientos descontrolados vagaran por
los jardines del paraíso, y llegaba a imaginar que amables y hermosas criaturas
comprendían mis sentimientos y consolaban mi tristeza, mientras sus rostros
angelicales sonreían alentadoramente. Pero todo era un sueño. Ninguna Eva
calmaba mis pesares ni compartía mis pensamientos ––¡estaba solo!––. Recordaba
la súplica de Adán a su creador[L70].
Pero ¿dónde estaba el mío? Me había abandonado y, lleno de amargura, lo
maldecía.
Así transcurrió el otoño. Vi, con pesar y
sorpresa, cómo las hojas amarillearon y cayeron, y cómo la naturaleza volvía a
tomar el aspecto triste y desolado que tenía cuando por primera vez vi los
bosques y la hermosa luna . Mas no me
incomodaban los rigores del tiempo; por mi constitución me adaptaba mejor al
frío que al calor. Pero me entristecía perder las flores, los pájaros y todo el
engalanamiento que trae consigo el verano, y que había supuesto para mí un
gran motivo de placer. Cuando me vi privado de esto, me dediqué con mayor
atención a mis vecinos. El fin del verano no hizo disminuir su felicidad. Se
querían, se comprendían, y sus alegrías, que provenían sólo de sí mismos, no se
veían afectadas por las circunstancias fortuitas que tenían lugar a su
alrededor. Cuanto más los veía, mayores deseos tenía de ganarme su simpatía y
protección, de que estas amables criaturas me conocieran y quisiesen; que sus
dulces miradas se detuvieran en mí con afecto se había convertido en mi aspiración
máxima. No me atrevía a pensar que apartaran de mí su mirada con desdén y
repulsión. Nunca despedían a los mendigos que llegaban hasta su puerta. Sé que
pedía tesoros más valiosos que un simple lugar para reposar o un poco de
comida; solicitaba cariño y amabilidad, pero no me creía del todo indigno de
ello.
Avanzaba el invierno; todo un ciclo de
estaciones había transcurrido desde que había despertado a la vida. Por
entonces, todo mi interés se centraba en idear un plan que me permitiera entrar
en la casa de mis protectores. Di vueltas a muchos proyectos; pero aquel por el
que finalmente me decidí consistía en entrar en su morada cuando el anciano
ciego estuviera solo. Tenía la suficiente astucia como para saber que la
fealdad anormal de mi persona era lo que principalmente desencadenaba el horror
en aquellos que me contemplaban. Mi voz, aunque ruda, no tenía nada de
terrible. Por tanto pensé que, si en ausencia de sus hijos conseguía despertar
la benevolencia y atención del anciano De Lacey, lograría con su intervención
que mis jóvenes protectores me aceptaran.
Cierto día, en que el sol iluminaba las hojas
rojizas que alfombraban el suelo y contagiaba alegría, si bien no calor, Safie,
Agatha y Félix salieron a dar un largo paseo por el campo mientras que el
anciano prefirió quedarse en la casa. Cuando los jóvenes se hubieron marchado,
cogió la guitarra y tocó algunas melancólicas pero dulces tonadillas, más
dulces y melancólicas de lo que jamás hasta entonces le había oído tocar. Al
principio su rostro se iluminó de placer, pero a medida que proseguía tañendo
fue adquiriendo un aspecto apesadumbrado y absorto; finalmente, dejando el
instrumento a un lado, se sumió en la reflexión.
Mi corazón latía con violencia. Había llegado
el momento de mi prueba, el momento que afianzaría mis esperanzas o confirmaría
mis temores. Los criados habían ido a una feria vecina. La casa y sus
alrededores se hallaban en silencio; era la ocasión perfecta, mas, cuando quise
ponerme en pie, me fallaron las piernas y caí al suelo. De nuevo me levanté y,
haciendo acopio de todo mi valor, retiré las maderas que había colocado delante
del cobertizo para ocultar mi escondite. El aire fresco me animó, y con
renovado valor me acerqué a la puerta de la casa y llamé con los nudillos.
––¿Quién es: ––preguntó el anciano, añadiendo
en seguida––: ¡Adelante!
Entré.
––Perdóneme usted ––dije––, soy un viajero en
busca de un poco de reposo. Me haría un gran favor si me permitiera disfrutar
del fuego unos minutos.
––Pase, pase ––dijo De Lacey––, y veré a ver
cómo puedo atender a sus necesidades. Desgraciadamente, mis hijos no están en
casa y, como soy ciego, temo que me será difícil procurarle algo de comer.
––No se preocupe, buen hombre; tengo comida
––dije––, no necesito más que calor y un poco de descanso.
Me senté y se hizo un silencio. Sabía que
cada minuto era precioso para mí, pero estaba indeciso acerca de cómo debía
empezar la entrevista. De pronto el anciano se dirigió a mí:
––Por su acento extranjero deduzco que somos
compatriotas. ¿Es usted francés?
––No, no lo soy, pero me educó una familia
francesa, y no entiendo otra lengua. Ahora voy a solicitar la protección de
unos amigos, a quienes amo tiernamente y en cuya ayuda confío.
––¿Son alemanes:
––No, son franceses. Pero cambiemos de conversación.
Soy una criatura desamparada y sola; miro a mi alrededor y no encuentro bajo la
capa del cielo amigo o pariente alguno. Estas bondadosas gentes hacia quienes
me dirijo saben poco de mí y ni siquiera me conocen. Estoy lleno de temores,
pues, si me fallan, me convertiré en un desgraciado para el resto de mi vida.
––No desespere. Cierto que es una desgracia
el hallarse sin amigos, pero el corazón de los hombres, cuando el egoísmo no
los ciega, está repleto de amor y caridad. Confíe y tenga esperanza, y si sus
amigos son bondadosos y caritativos, no tiene nada que temer.
––Son muy amables; no puede haber personas
mejores en el mundo, pero por desgracia recelan de mí aunque mis intenciones
son buenas. Nunca he hecho daño a nadie, por el contrario, siempre he tratado
de aportar mi ayuda. Pero un prejuicio fatal los obnubila, y en lugar de ver en
mí a un amigo lleno de sensibilidad me consideran un monstruo detestable.
––Eso es lamentable. Pero, si está usted
exento de culpa, ¿no les podría convencer?
––Estoy a punto de iniciar esa tarea, y es
justamente por ello por lo que siento tantos temores. Tengo un gran cariño por
estos amigos. Durante muchos meses, y sin que ellos lo sepan, les he venido prestando cotidianamente
algunos pequeños servicios, no obstante piensan que quiero perjudicarlos. Es
precisamente ese prejuicio el que quiero vencer.
––¿Dónde viven sus amigos?
––Cerca de este lugar.
El anciano hizo una pausa y continuó:
––Si usted quisiera confiarse a mí, quizá yo
pudiera ayudarlo a vencer el recelo de sus amigos. Soy ciego y no puedo opinar
acerca de su aspecto, pero hay algo en sus palabras que me inspira confianza.
Soy pobre y estoy en el exilio, pero me será muy grato poder servir de ayuda a
otro ser humano.
––¡Es usted muy bueno! Agradezco y acepto su
generosidad. Con su bondad me infunde nuevos ánimos. Confío en que, con su
ayuda, no me veré privado de la compañía y afecto de sus congéneres.
––¡No lo quiera Dios! Ni aunque fuera usted
de verdad un malvado, pues eso sólo lo llevaría a la desesperación y no le
instigaría a la virtud. Sepa que yo también soy desgraciado. Aunque inocentes,
yo y mi familia hemos sido injustamente condenados; y, por tanto, puedo
comprender muy bien cómo se siente.
––¿Cómo puedo agradecerle estas palabras? Es
usted mi único y mejor bienhechor; de sus labios oigo las primeras frases
amables dirigidas a mí, y jamás podré olvidarlo. Su humanidad me asegura que
tendré éxito entre aquellos amigos a quienes estoy a punto de conocer.
––¿Cómo se llaman sus amigos;
¿Dónde viven?
Guardé silencio. Pensé que éste era el
momento decisivo, el momento en que mi felicidad se confirmaría o se vería
destruida para siempre. En vano luché por encontrar el suficiente valor para
responderle, pero el esfuerzo acabó con las pocas energías que me quedaban, y
sentándome en la silla comencé a sollozar. En aquel momento oí los pasos de mis
jóvenes protectores. No tenía un segundo que perder y cogiendo la mano del
anciano grité:
––¡Ha llegado el momento! ¡Sálveme! ¡Sálveme
y protéjame! Usted y su familia son los amigos que busco. No me abandonen en el
momento decisivo.
––¡Dios mío! ––exclamó el anciano––, ¿quién
es usted?
En aquel instante se abrió la puerta de la
casa, y entraron Félix, Safte y
Agatha. ¿Quién podría describir su horror y desesperación al verme? Agatha
perdió el conocimiento, y Safte, demasiado
impresionada para poder auxiliar a su amiga, salió de la casa corriendo. Félix
se abalanzó sobre mí, y con una fuerza sobrenatural me arrancó del lado de su
padre, cuyas rodillas yo abrazaba. Loco de ira, me arrojó al suelo y me azotó
violentamente con un palo. Podía haberlo destrozado miembro a miembro con la
misma facilidad que el león despedaza al antílope. Pero el corazón se me
encogió con una terrible amargura y me contuve. Vi cómo Félix se disponía a
golpearme de nuevo, cuando, vencido por el dolor y la angustia, abandoné la
casa y, al amparo de la confusión
general, entré en el cobertizo sin que me vieran.
Capítulo
8
¡Maldito, maldito creador! ¿Por qué tuve que
vivir? ¿Por qué no apagué en ese instante la llama de vida que tú tan
inconscientemente habías encendido? No lo sé; aún no se había apoderado de mí
la desesperación; experimentaba sólo sentimientos de ira y venganza. Con gusto
hubiera destruido la casa y sus habitantes, y sus alaridos y su desgracia me
hubieran saciado.
Cuando cayó la noche, salí de mi refugio y
vagué por el bosque; y ahora, que ya no me frenaba el miedo a que me
descubrieran, di rienda suelta a mi dolor, prorrumpiendo en espantosos
aullidos. Era como un animal salvaje que hubiera roto sus ataduras; destrozaba
lo que se cruzaba en mi camino, adentrándome en el bosque con la ligereza de un
ciervo. ¡Qué noche más espantosa pasé! Las frías estrellas parecían brillar
burlonamente, y los árboles desnudos agitaban sus ramas; de cuando en cuando el
dulce trino de algún pájaro rompía la total quietud. Todo, menos yo, descansaba
o gozaba. Yo, como el archidemonio, llevaba un infierno en mis entrañas; y, no
encontrando a nadie que me comprendiera, quería arrancar los árboles, sembrar
el caos y la destrucción a mi alrededor, y sentarme después a disfrutar de los
destrozos.
Pero era una sensación que no podía durar;
pronto el exceso de este esfuerzo corporal me fatigó, y me senté en la hierba
húmeda, sumido en la impotencia de la desesperación. No había uno de entre los
millones de hombres en la Tierra que se compadeciera de mí y me auxiliara.
¿Debía yo entonces sentir bondad hacia mis enemigos? ¡No! Desde aquel momento
declararía una guerra sin fin contra la especie, y en particular contra aquel
que me había creado y obligado a sufrir esta insoportable desdicha.
Salió el sol. Al oír voces, supe que me sería
imposible volver a mi refugio durante el día. De modo que me escondí entre la
maleza, con la intención de dedicar las próximas horas a reflexionar sobre mi
situación.
El cálido sol y el aire puro me devolvieron
en parte la tranquilidad; y cuando repasé lo sucedido en la casa, no pude por
menos de llegar a la conclusión de que me había precipitado. Obviamente había
actuado con imprudencia. Estaba claro que mi conversación había despertado en
el padre un interés por mí, y yo era un necio por haberme expuesto al horror
que produciría en sus hijos.
Debí haber esperado hasta que el anciano De
Lacey estuviera familiarizado conmigo, y haberme presentado a su familia poco
a poco, cuando estuvieran preparados para mi presencia. Pero creí que mi error
no era irreparable y, tras mucho meditar, decidí volver a la casa, buscar al
anciano y ganarme su apoyo exponiéndole sinceramente mi situación.
Estos pensamientos me calmaron, y por la
tarde caí en un profundo sueño; pero la fiebre que me recorría la sangre me
impidió dormir tranquilo. Constantemente me venía a los ojos la escena del día
anterior; en mis sueños veía cómo las mujeres huían enloquecidas, y Félix,
ciego de ira, me arrancaba del lado de su padre. Desperté exhausto; y, al ver
que ya era de noche, salí de mi escondite en busca de algo que comer.
Cuando hube satisfecho mi hambre, me encaminé
hacia el sendero que tan bien conocía y que llevaba hasta la casa. Allí reinaba
la paz. Penetré con sigilo en el cobertizo, Y aguardé en silenciosa expectación
la hora en que la familia solía levantarse. Pero pasó esa hora; el sol estaba
ya alto en el cielo, y mis vecinos no se dejaban ver. Me puse a temblar con
violencia, temiéndome alguna desgracia. El interior de la vivienda estaba
oscuro y no se oía ningún ruido. No puedo describir la agonía de esta espera.
De pronto se acercaron dos campesinos que,
deteniéndose cerca de la casa, comenzaron a discutir, gesticulando
violentamente. No entendía lo que decían, pues hablaban el idioma del país, que
era distinto del de mis protectores. Poco después llegó Félix con otro hombre,
lo cual me sorprendió, pues sabía que no había salido de la casa aquella
mañana. Aguardé con impaciencia a descubrir, por sus palabras, el significado
de estas insólitas imágenes.
––;Ha pensado usted ––decía el acompañante––
que tendrá que pagar tres meses de alquiler, y que perderá la cosecha de su
huerto: No quiero aprovecharme injustamente y le ruego, por tanto, que
recapacite sobre su decisión algunos días más.
––Es inútil ––contestó Félix––, no podemos
seguir viviendo en su casa. La vida de mi padre corre grave peligro, debido a
lo que le acabo de contar. Mi mujer y mi hermana tardarán en recobrarse del
susto. No insista, se lo suplico. Recupere su casa y déjeme huir de este lugar.
Félix temblaba mientras decía estas palabras.
Entró en la casa con su acompañante, donde permanecieron algunos minutos, y
luego salieron. No volví a ver a ningún miembro de la familia De Lacey.
Permanecí en el cobertizo el resto del día,
en un estado de completa desesperación. Mis protectores se habían ido, y con
ellos el único lazo que me ataba al mundo. Por primera vez noté que
sentimientos de venganza y odio se apoderaban de mí y que no intentaba
reprimirlos; dejándome arrastrar por la corriente, permití que pensamientos de
muerte y destrucción me invadieran. Cuando pensaba en mis amigos, en la mansa
voz de De Lacey, la mirada tierna de Agatha y la belleza exquisita de la joven
árabe, desaparecían estos pensamientos, y hallaba en el llanto que me
producían un cierto alivio; pero cuando de nuevo pensaba en que me habían
abandonado y rechazado, me volvía la ira, una ira ciega y brutal. Incapaz de
dañar a los humanos, volví mi cólera contra las cosas inanimadas. Avanzada la
noche, coloqué alrededor de la casa diversos objetos combustibles; y, tras
destruir todo rastro de cultivo en la huerta, esperé con forzada impaciencia la
desaparición de la luna para empezar
mi tarea.
Así que avanzaba la noche, se levantó un
fuerte viento desde el bosque, y pronto se dispersaron las nubes que cubrían el
cielo. La ventolera fue aumentando hasta que pareció una imponente avalancha, y
produjo en mí una especie de demencia que arrasó los límites de la razón.
Prendí fuego a una rama seca, y comencé una alocada danza alrededor de la casa,
antes tan querida, los ojos fijos en el oeste, donde la luna
comenzaba a rozar el horizonte. Parte de la esfera finalmente se ocultó y
blandí mi rama; desapareció por completo, y, con un aullido, encendí la paja,
los matorrales y arbustos que había colocado. El viento avivó el fuego, y
pronto la casa estuvo envuelta en llamas que la lamían ávidamente con sus
destructoras y puntiagudas lenguas de fuego[L71].
En cuanto me hube convencido de que no había
forma de que se salvara parte alguna de la vivienda, abandoné el lugar, y me
adentré en el bosque para buscar cobijo.
Ahora que el mundo se abría ante mí, ¿a dónde
debía dirigir mis pasos? Decidí huir lejos del lugar de mis infortunios; pero
para mí, ser odiado y despreciado, todos los países serían igualmente hostiles.
Finalmente, pensé en ti. Sabía por tu diario que eras mi padre, mi creador, y
¿a quién podía dirigirme mejor que a aquel que me había dado la vida? Entre las
enseñanzas que Félix le había dado a Safie se incluía también la geografía. De
ella había aprendido la situación de los distintos países de la Tierra. Tú
mencionabas Ginebra como tu ciudad natal y, por tanto, allí decidí encaminarme.
Mas ¿cómo había de orientarme? Sabía que
debía viajar en dirección suroeste para llegar a mi destino, pero el sol era mi
único guía. Desconocía el nombre de las ciudades por las cuales tenía que
pasar, y no podía preguntarle a nadie; pero, no obstante, no desesperé. Sólo de
ti podía ya esperar auxilio, aunque no sentía por ti otro sentimiento que el
odio. ¡Creador insensible y falto de corazón! Me habías dotado de sentimientos
y pasiones para luego lanzarme al mundo, víctima del desprecio y repugnancia de
la humanidad. Pero sólo de ti podía exigir piedad y reparación, y de ti estaba
dispuesto a conseguir esa justicia que en vano había intentado buscarme entre
los demás seres humanos.
Mi viaje fue largo, y muchos los sufrimientos
que padecí. Era a finales de otoño cuando abandoné la región en la cual había
vivido tanto tiempo. Viajaba sólo de noche, temeroso de encontrarme con algún
ser humano. La naturaleza se marchitaba a mi alrededor y el sol ya no
calentaba; tuve que soportar lluvias torrenciales y copiosas nevadas; vi
caudalosos ríos que se habían helado. La superficie de la Tierra se había
endurecido, y estaba gélida y desnuda. No encontraba dónde resguardarme. ¡Ay!,
¡cuántas veces maldije la causa de mi existencia! Desapareció la apacibilidad de
mi carácter, y todo mi ser rezumaba amargura y hiel. Cuanto más me aproximaba
al lugar donde vivías, más profundamente sentía que el deseo de venganza se
apoderaba de mi corazón. Empezaron las nevadas y las aguas se helaron, pero yo
continuaba mi viaje. Algunas indicaciones ocasionales me guiaban y tenía un
mapa de la región, pero a menudo me desviaba de mi camino. La angustia de mis
sentimientos no cejaba; no había incidente del cual mi furia y desdicha no pudieran
sacar provecho; pero un suceso que tuvo lugar cuando llegué a la frontera
suiza, cuando ya el sol volvía a calentar y la tierra a reverdecer, confirmó de
manera muy especial la amargura y horror de mis sentimientos.
Solía descansar por el día y viajar de noche,
cuando la oscuridad me protegía de cualquier encuentro. Sin embargo, una
mañana, viendo que mi ruta cruzaba un espeso bosque, me atreví a continuar mi
viaje después del amanecer; era uno de los primeros días de la primavera, y la
suavidad del aire y la hermosa luz consiguieron animarme. Sentí revivir en mí
olvidadas emociones de dulzura y placer que creía muertas. Medio sorprendido
por la novedad de estos sentimientos, me dejé arrastrar por ellos; olvidé mi
soledad y deformación, y me atreví a ser feliz. Ardientes lágrimas humedecieron
mis mejillas, y alcé los ojos hacia el sol agradeciendo la dicha que me
enviaba.
Seguí avanzando por las caprichosas sendas
del bosque, hasta que llegué a un profundo y caudaloso río que lo bordeaba y
hacia el que varios árboles inclinaban sus ramas llenas de verdes brotes. Aquí
me detuve, dudando sobre el camino que debía seguir, cuando el murmullo de unas
voces me impulsó a ocultarme a la sombra de un ciprés. Apenas había tenido
tiempo de esconderme, cuando apareció una niña corriendo hacia donde yo estaba,
como si jugara a escaparse de alguien. Seguía corriendo por el escarpado margen
del río, cuando repentinamente se resbaló y cayó al agua. Abandoné
precipitadamente mi escondrijo, y, tras una ardua lucha contra la corriente,
conseguí sacarla y arrastrarla a la orilla. Se encontraba sin sentido; yo intentaba
por todos los medios hacerla volver en sí, cuando me interrumpió la llegada de
un campesino, que debía ser la persona de la que, en broma, huía la niña. Al
verme, se lanzó sobre mí, y arrancándome a la pequeña de los brazos se encaminó
con rapidez hacia la parte más espesa del bosque. Sin saber por qué, lo seguí
velozmente; pero, cuando el hombre vio que me acercaba, me apuntó con una
escopeta que llevaba y disparó. Caí al suelo mientras él, con renovada celeridad,
se adentró en el bosque.
¡Esta era, pues, la recompensa a mi bondad!
Había salvado de la destrucción a un ser humano, en premio a lo cual ahora me
retorcía bajo el dolor de una herida que me había astillado el hueso. Los
sentimientos de bondad y afecto que experimenté pocos minutos antes se
transformaron en diabólica furia y rechinar de dientes. Torturado por el daño,
juré odio y venganza eterna a toda la humanidad. Pero el dolor me vencía; sentí
como se me paraba el pulso, y perdí el conocimiento.
Durante unas semanas llevé en el bosque una
existencia mísera, intentando curarme la herida que había recibido. La bala me
había penetrado en el hombro, e ignoraba si seguía allí o lo había traspasado;
de todos modos no disponía de los medios para extraerla. Mi sufrimiento también
se veía aumentado por una terrible sensación de injusticia e ingratitud. Mi
deseo de venganza aumentaba de día en día; una venganza implacable y mortal,
que compensara la angustia y los ultrajes que yo había padecido.
Al cabo de algunas semanas la herida
cicatrizó, y proseguí mi viaje. Ni el sol primaveral ni las suaves brisas
podrían ya aliviar mis pesares; la felicidad me parecía una burla, un insulto a
mi desolación, y me hacía sentir más agudamente que el gozo y el placer no se
habían hecho para mí.
Pero ya mis sufrimientos estaban llegando a
su fin, y dos meses después me encontraba en los alrededores de Ginebra.
Llegué al anochecer, y busqué cobijo en los
campos cercanos, para reflexionar sobre el modo de acercarme a ti. Me azotaba
el hambre y la fatiga, y me sentía demasiado desdichado como para poder
disfrutar del suave airecillo vespertino o la perspectiva de la puesta de sol
tras los magníficos montes de jura.
En ese momento un ligero sueño me alivió del
dolor que me infligían mis pensamientos. Me desperté de repente con la llegada
de un hermoso niño que, con la inocente alegría de la infancia, entraba
corriendo en mi escondrijo. De pronto, al verlo, me asaltó la idea de que esta
criatura no tendría prejuicios y de que era demasiado pequeña como para haber
adquirido el miedo a la deformidad. Por tanto, si lo cogiera, y lo educara como
mi amigo y compañero, ya no estaría tan solo en este poblado mundo.
Azuzado por este impulso, cogí al niño cuando
pasó por mi lado, y lo atraje hacia mí. En cuanto me miró, se tapó los ojos con
las manos y lanzó un grito. Con fuerza le destapé la cara y dije:
––¿Qué significa esto? No voy a hacerte daño;
escúchame.
––¡Suélteme! ––dijo debatiéndose con
violencia––. ¡Monstruo! ¡Ser repulsivo! Quiere cortarme en pedazos y comerme.
¡Es un ogro! ¡Suélteme, o se lo diré a mi padre!
––Nunca más volverás a ver a tu padre;
vendrás conmigo.
––¡Horrendo monstruo! ¡Suélteme! Mi padre es
juez; es el señor Frankenstein, y lo castigará. No se atreverá
a llevarme con usted.
––¡Frankenstein! Perteneces a mi
enemigo, a aquel de quien he jurado vengarme. ¡Tú serás mi primera víctima!
La criatura seguía forcejeando y lanzándome
insultos que me llenaban de desesperación. Lo cogí por la garganta para que se
callara, y al momento cayó muerto a mis pies.
Contemplé mi víctima, y mi corazón se hinchó
de exultación y diabólico triunfo. Palmoteando exclamé:
––Yo también puedo sembrar la desolación; mi
enemigo no es invulnerable. Esta muerte le acarreará la desesperación, y mil
otras desgracias lo atormentarán y destrozarán.
Mientras miraba a la criatura, vi un objeto
que le brillaba sobre el pecho. Lo cogí; era el retrato de una hermosísima
mujer. A pesar de mi maldad, me ablandó y me sedujo. Durante unos instantes
contemplé los ojos oscuros, bordeados de espesas pestañas, los hermosos labios;
pero pronto volvió mi cólera: recordé que me habían privado de los placeres que
criaturas como aquella podían proporcionarme; y que la mujer que contemplaba,
de verme, hubiera cambiado ese aire de bondad angelical por una expresión de
espanto y repugnancia.
¿Te sorprende que semejantes pensamientos me
llenaran de ira? Me pregunto cómo, en ese momento, en vez de manifestar mis
sentimientos con exclamaciones y lamentos, no me arrojé sobre la humanidad, muriendo
en mi intento de destruirla.
Poseído de estos pensamientos, abandoné el
lugar donde había cometido el asesinato, y buscaba un lugar más resguardado
para esconderme cuando vi a una mujer que pasaba cerca de mí. Era joven,
ciertamente no tan hermosa como aquella cuyo retrato sostenía, pero de aspecto
agradable, y tenía el encanto y frescor de la juventud. «He aquí––pensé––una de
esas criaturas cuyas sonrisas recibirán todos menos yo; no escapará. Gracias a
las lecciones de Félix, y a las leyes crueles de la especie humana, he
aprendido a hacer el mal.» Me acerqué a ella sigilosamente, e introduje el retrato
en uno de los. pliegues de su traje.
Vagué durante algunos días por los lugares
donde habían sucedido estos acontecimientos. A veces deseaba encontrarte, otras
estaba decidido a abandonar para siempre este mundo y sus miserias. Por fin me
dirigí a estas montañas, por cuyas cavidades he deambulado, consumido por una
devoradora pasión que sólo tú puedes satisfacer. No podemos separarnos hasta
que no accedas a mi petición. Estoy solo, soy desdichado; nadie quiere
compartir mi vida, sólo alguien tan deforme y horrible como yo podría concederme
su amor. Mi compañera deberá ser igual que yo, y tener mis mismos defectos. Tú
deberás crear este ser.
Capítulo
9
La criatura terminó de hablar, y me miró
fijamente esperando una respuesta. Pero yo me hallaba desconcertado, perplejo,
incapaz de ordenar mis ideas lo suficiente como para entender la transcendencia
de lo que me proponía.
––Debes crear para mí una compañera, con la
cual pueda vivir intercambiando el afecto que necesito para poder existir. Esto
sólo lo puedes hacer tú, y te lo exijo como un derecho que no puedes negarme.
La parte final de su narración había vuelto a
reavivar en mí la ira que se me había ido calmando mientras contaba su
tranquila existencia con los habitantes de la casita. Cuando dijo esto no pude
contener mi furor.
––Pues sí, me niego ––contesté––, y ninguna
tortura conseguirá que acceda. Podrás convertirme en el más desdichado de los
hombres, pero no lograrás que me desprecie a mí mismo. ¿Crees que podría crear
otro ser como tú, para que uniendo vuestras fuerzas arraséis el mundo?
¡Aléjate! Te he contestado; podrás torturarme, ¡pero jamás consentiré!
––Te equivocas contestó el malvado ser––; pero, en vez de amenazarte,
estoy dispuesto a razonar contigo. Soy un malvado porque no soy feliz; ¿acaso
no me desprecia y odia toda la humanidad? Tú, mi creador, quisieras destruirme,
y lo llamarías triunfar. Recuérdalo, y dime, pues, ¿por qué debo tener yo para
con el hombre más piedad de la que él tiene para conmigo? No sería para ti un
crimen, si me pudieras arrojar a uno de esos abismos, y destrozar la obra que
con tus propias manos creaste. Debo, pues, respetar al hombre cuando éste me
condena? Que conviva en paz conmigo, y yo, en vez de daño, le haría todo el
bien que pudiera, llorando de gratitud ante su aceptación. Mas no, eso es
imposible; los sentidos humanos son barreras infranqueables que impiden
nuestra unión. Pero mi sometimiento no será el del abatido esclavo. Me vengaré
de mis sufrimientos; si no puedo inspirar amor, desencadenaré el miedo; y
especialmente a ti, mi supremo enemigo, por ser mi creador, te juro odio
eterno. Ten cuidado: me dedicaré por entero a la labor de destruirte, y no
cejaré hasta que te seque el corazón, y maldigas la hora en que naciste.
Una ira demoníaca lo dominaba mientras decía
esto; tenía la cara contraída con una mueca demasiado horrenda como para que
ningún ser humano le pudiera contemplar. Al rato se calmó, y prosiguió.
––Tengo la intención de razonar contigo. Esta
rabia me es perjudicial, pues tú no entiendes que eres el culpable. Si alguien
tuviera para conmigo sentimientos de benevolencia, yo se los devolvería
centuplicados; conque existiera este único ser, sería capaz de hacer una tregua
con toda la humanidad. Pero ahora me recreo soñando dichas imposibles. Lo que
te pido es razonable y justo; te exijo una criatura del otro sexo, tan
horripilante como yo[L72]:
es un consuelo bien pequeño, pero no puedo pedir más, y con eso me conformo.
Cierto es que seremos monstruos, aislados del resto del mundo, pero eso
precisamente nos hará estar más unidos el uno al otro. Nuestra existencia no
será feliz, pero sí inofensiva, y se hallará exenta del sufrimiento que ahora
padezco. ¡Creador mío!, hazme feliz; dame la oportunidad de tener que agradecer
un acto bueno para conmigo; déjame comprobar que inspiro la simpatía de algún
ser humano; no me niegues lo que te pido.
Me convenció. Sentía escalofríos al pensar en
las posibles consecuencias que se derivarían si accedía a su petición, pero
pensaba que su argumento no estaba del todo falto de justicia. Su narración, y
los sentimientos que ahora expresaba, demostraban que era una criatura de
sentimientos elevados, y no le debía yo, como su creador, toda la felicidad que
pudiera proporcionarle? El advirtió el cambio que experimentaban mis
sentimientos y continuó:
Si accedes, ni tú ni ningún otro ser humano
nos volverá a ver. Me iré a las enormes llanuras de Sudamérica. Mi alimento no
es el mismo que el del hombre; yo no destruyo al cordero o al cabritilla para
saciar mi hambre; las bayas y las bellotas son suficiente alimento para mí. Mi
compañera será idéntica a mí, y sabrá contentarse con mi misma suerte. Hojas
secas formarán nuestro lecho; el sol brillará para nosotros igual que para los
demás mortales, y madurará nuestros alimentos. La escena que te describo es
tranquila y humana, y debes admitir que, si te niegas, mostrarías una
deliberada crueldad y tiranía. Despiadado como te has mostrado hasta ahora
conmigo, veo sin embargo un destello de compasión en tu mirada; déjame
aprovechar este momento favorable, para arrancarte la promesa de que harás lo
que tan ardientemente deseo.
––Te propones le
contesté–– abandonar los lugares donde habita el hombre, y vivir en parajes
inhóspitos donde las bestias serán tus únicas compañeras. ¿Cómo podrás soportar
tú este exilio, tú que ansías el cariño y la comprensión de los hombres?
Volverás de nuevo, en busca de su afecto, y te volverán a despreciar; renacerá
en ti la maldad, y entonces tendrás una compañera que te ayudará en tu labor
destructora. No puede ser; deja de insistir porque no puedo acceder.
¡Qué inestables son tus sentimientos! Hace
sólo un momento te sentías conmovido, ¿por qué de nuevo ahora te vuelves atrás
y te endureces contra mis súplicas? Te juro, por esta tierra en la que habito,
y por ti, mi creador, que si me das la compañera que te pido, abandonaré la
vecindad de los hombres, y para ello habitaré, si es preciso, los lugares más
salvajes de la Tierra. No habrá lugar para instintos de maldad, pues tendré
comprensión, mi vida transcurrirá tranquila y, a la hora de la muerte, no
tendré que maldecir á mi creador.
Sus palabras suscitaron en mí una sensación
extraña. Le compadecía, y hasta llegaba en algún momento a querer consolarlo;
pero cuando lo miraba, cuando veía esa masa inmunda que hablaba y se movía, me
invadía la repugnancia, y mis compasivos sentimientos se tornaban en horror y
odio. Intentaba sofocar esta sensación; pensaba que, ya que no podía tenerle
ningún afecto, no tenía derecho a denegarle la pequeña parte de felicidad que
estaba en mi mano concederle.
––Juras le
dije–– que no causarás más daños; ¿no has demostrado ya un grado de maldad que
debiera, con razón, hacerme desconfiar de ti? ¿No será esto una trampa que
aumentará tu triunfo, al otorgarte mayores posibilidades de venganza?
––¿Pero cómo? Creí haberte conmovido, y, sin
embargo, sigues negándote a concederme lo único que amansaría mi corazón y me
haría inofensivo. Si no estoy ligado a nadie ni amo a nadie, el vicio y el
crimen deberán ser, forzosamente, mi objetivo. El cariño de otra persona
destruiría la razón de ser de mis crímenes, y me convertiría en algo cuya
existencia todos desconocerían. Mis vicios son los vástagos de una soledad impuesta
y que aborrezco; y mis virtudes surgirían necesariamente cuando viviera en
armonía con un semejante. Sentiría el afecto de otro ser y me incorporaría a la
cadena de existencia y sucesos de la cual ahora quedo excluido.
Reflexioné un rato sobre todo lo que me había
dicho y sobre los diversos argumentos que había esgrimido. Pensé en la actitud
prometedora de la que había dado muestras al comienzo de su existencia, y en la
degradación posterior que habían sufrido sus cualidades a causa del desprecio y
odio que sus protectores le demostraron. No olvidé en mis reflexiones su fuerza
y sus amenazas; un ser capaz de habitar en las cuevas de los glaciares, y de
zafarse de sus perseguidores entre las crestas de los abismos inaccesibles,
poseía unas facultades con las cuales sería inútil intentar competir. Tras un
largo rato de meditación, llegué al convencimiento de que acceder a lo que me
pedía era algo que les debía a él y a mis semejantes. Consecuentemente,
volviéndome hacia él, le dije:
Accedo a la petición, bajo la solemne promesa
de que abandonarás para siempre Europa, y de que evitarás cualquier otro lugar
que el hombre frecuente, en cuanto te entregue la compañera que habrá de
seguirte al exilio.
––¡Juro gritó––,
por el sol y por el cielo azul[L73],
que si escuchas mis súplicas jamás me volverás a ver mientras ellos existan!
Parte hacia tu casa y comienza tu labor; seguiré su proceso con inexpresable
ansiedad. Y no temas; cuando hayas concluido, yo estaré allí.
No bien hubo terminado de hablar cuando me
abandonó, temeroso quizá de que cambiara de nuevo mi decisión. Lo vi bajar por
la montaña más rápido que el vuelo de un águila, y pronto lo perdí de vista
entre las ondulaciones del mar de hielo. Su narración había durado todo el día,
y el sol estaba a punto de ponerse cuando se marchó. Sabía que debía
apresurarme a emprender mi descenso hacia el valle, pues pronto me envolvería
la oscuridad, pero un gran peso me oprimía el corazón y lastraba mis pasos. El esfuerzo
que tenía que hacer para caminar por los serpenteantes senderos de la montaña
sin escurrirme me absorbía, aun con lo turbado que estaba por los sucesos que
se habían producido durante aquella jornada. Ya muy entrada la noche, llegué al
albergue situado a medio camino, y me senté junto a la fuente. Las estrellas
brillaban intermitentemente, cuando no las ocultaban las nubes; los oscuros
pinos se erguían ante mí, y aquí y allá se veían troncos tendidos por el hielo:
era una escena de imponente solemnidad, que removió en mí extraños pensamientos.
Lloré amargamente; y, juntando las manos con desesperación, exclamé:
¡Estrellas, nubes, vientos!, ¡os queréis
burlar de mí!: si en verdad me compadecéis, libradme de mis sensaciones y mis
recuerdos; dejadme que me hunda en la nada; si no, alejaos, alejaos y sumidme
en las tinieblas.
Eran éstos pensamientos absurdos y
desesperados, pero me es imposible describir cuánto me hacía sufrir el
centelleo de las estrellas, ni cómo esperaba que cada ráfaga de viento fuera un
aborrecible siroco que viniera a consumirme.
Amaneció antes de que yo llegara a la aldea
de Chamonix; mi aspecto cansado y extraño no contribuyó a sosegar a mi familia,
que había pasado la noche en pie aguardando ansiosamente mi regreso.
Volvimos a Ginebra al día siguiente. La
intención de mi padre al venir había sido la de distraerme y devolverme la
tranquilidad perdida, pero la medicina había tenido resultados nefastos. Al no
poder entender la gran tristeza que parecía embargarme, se apresuró a organizar
la vuelta a casa, confiando en que la paz y la monotonía de la vida familiar
aliviaran mis sufrimientos, cualesquiera que fueran sus causas.
En cuanto a mí, permanecí al margen de todos
sus preparativos; incluso el dulce cariño de mi querida Elizabeth era
insuficiente para sacarme del abismo de mi desesperación. Pesaba sobre mí la
promesa que le había hecho a aquel demonio, como la capucha de hierro que
llevaban los infernales hipócritas de Dante. Todas
las maravillas del cielo y de la tierra pasaban ante mí como un sueño, y un
único pensamiento constituía la realidad. ¿Es de sorprender, pues, que a veces
me invadiera un estado de demencia, o que continuamente viera a mi alrededor
una multitud de repugnantes animales que me infligían torturas incesantes y a
menudo me arrancaban horribles y amargos chillidos?
No obstante, poco a poco, estos sentimientos
se fueron calmando. De nuevo me incorporé a la vida cotidiana, si no con
interés; sí al menos con cierto grado de tranquilidad.
VOLUMEN III
Capítulo
1
A mi vuelta a Ginebra pasaron muchos días y
muchas semanas sin que encontrara en mí valor suficiente para reemprender mi
trabajo. Temía la venganza del ser demoníaco si lo defraudaba, pero lograba
vencer la repugnancia que me inspiraba la tarea que me había impuesto. Me di
cuenta de que no podía crear una hembra sin de nuevo dedicar varios meses al
estudio profundo y a laboriosos experimentos. Tenía conocimiento de ciertos
descubrimientos llevados a cabo por un científico inglés, cuyas experiencias me
serían valiosas, y a veces pensaba en solicitar permiso de mi padre para ir a
Inglaterra con este fin; pero me aferraba a cualquier pretexto para no
interrumpir la incipiente tranquilidad que empezaba a sentir. Mi salud, muy
debilitada hasta el momento, comenzaba ahora a fortalecerse, y mi estado de
ánimo, cuando el triste recuerdo de la promesa hecha no lo empañaba, se elevaba
bastante. Mi padre observaba con agrado esta mejoría, y se afanaba por buscar
la mejor forma de borrar por completo la melancolía, que de vez en cuando me
retornaba y ensombrecía tenazmente la tenue luz que intentaba abrirse paso en
mí. Entonces buscaba refugio en la más absoluta soledad; pasaba días enteros en
el lago, tumbado en una barca, silencioso e indolente mirando las nubes y escuchando
el murmullo de las olas. El aire puro y el sol brillante solían devolverme, al
menos en parte, la compostura; y, a mi regreso, respondía a los saludos de mis
amigos con la sonrisa más presta y el corazón más ligero.
Fue a la vuelta de una de estas salidas
cuando mi padre, llamándome aparte, me dijo:
Me satisface mucho, hijo, que vuelvas a tus
antiguas distracciones y a ser el mismo de antes. Sin embargo, sigues triste y
aún esquivas nuestra compañía. Durante algún tiempo he estado muy desorientado
acerca de cuál podría ser la razón de esto; pero ayer tuve una idea, y te ruego
que, si estoy en lo cierto, me la confirmes. Cualquier reserva a este respecto
no sólo sería injustificada, sino que aumentaría nuestras preocupaciones.
Al oír estas palabras me puse a temblar, pero
mi padre continuó:
––Te confieso, hijo, que siempre he deseado
tu matrimonio con tu prima, considerándolo el centro de nuestra felicidad
doméstica y el báculo de mis postreros años. Os habéis sentido muy unidos desde
niños; estudiabais juntos, y parecíais, por gustos y aficiones, idóneos el uno
al otro. Pero somos tan ciegos los humanos, que las cosas que yo consideraba
favorables a este proyecto quizá hayan sido precisamente las que lo hayan
destruido por completo. Puede que tú la consideres como una hermana[L74],
y no tengas ningún deseo de que se convierta en tu esposa. Es incluso
posible que hayas conocido a otra mujer a la cual ames y que, considerándote
ligado a tu prima por razones de honor, te debatas en una lucha que ocasiona la
visible tristeza que te aflige.
Querido padre, tranquilízate. Te aseguro que
amo a Elizabeth
tierna y profundamente. No he conocido a ninguna mujer que me inspire,
como ella, tanta admiración y afecto. Mis esperanzas y deseos para el futuro se
fundan en la perspectiva de nuestra unión.
––Tus palabras, querido Víctor, me producen
una alegría que no experimentaba hacía mucho tiempo. Si esto es lo que sientes,
nuestra felicidad está asegurada, por mucho que sucesos recientes puedan
entristecernos. Pero es justo esta tristeza, que parece haberse adueñado de
forma tan poderosa de ti, la que quisiera disipar. Dime, pues, si tienes alguna
objeción a que se celebre la boda de inmediato. Hemos sido desdichados
últimamente, y recientes sucesos nos han robado la paz cotidiana que mi edad
requiere. Tú eres joven; pero no creo que, con la fortuna de que dispones, una
boda precoz pueda interferir en los planes de honor o provecho que te hayas
podido trazar. No creas, empero, que quiero imponerte la felicidad, o que una demora
por tu parte me fuera a ocasionar desazón. Interpreta bien mis palabras, y te
ruego me contestes con confianza y franqueza.
Escuché a mi padre en silencio, y durante
algunos instantes no logré darle respuesta. Por mi mente discurría un cúmulo de
pensamientos que intentaba ordenar para poder llegar a alguna conclusión. La
idea de una inmediata unión con mi prima me llenaba de horror y aflicción.
Estaba atado por una solemne promesa que aún no había cumplido y que no osaba
romper, pues, de hacerlo, ¡qué desdichas no acarrearía para mí y mi afectuosa
familia el incumplimiento de mi palabra! No creo que pudiera entrar en este
festejo con semejante peso muerto atado del cuello, y doblegándome hacia el
suelo. Debía llevar a cabo mi compromiso, dejando al monstruo que partiera con
su pareja, antes de permitirme disfrutar de las delicias de un matrimonio del
que esperaba la paz.
Recordé también la necesidad que tendría de
viajar a Inglaterra, o de comenzar una larga correspondencia con científicos
de aquel país cuyos conocimientos e investigaciones me eran imprescindibles en
mi tarea. Esta segunda manera de obtener la información que precisaba era lenta
y poco satisfactoria; además: cualquier cambio me serviría de distracción, y me
ilusionaba la idea de pasar un año o dos en otro lugar, cambiando de ocupación
y lejos de mi familia; durante este período podría ocurrir cualquier suceso que
me permitiese volver a ellos en paz y tranquilidad: quizá hubiera ya cumplido
mi promesa, y el monstruo hubiera desaparecido; o quizá algún accidente lo
hubiera destruido, poniendo así fin a mi esclavitud.
Estos sentimientos me dictaron la respuesta
que le di a mi padre. Manifesté el deseo de visitar Inglaterra; pero oculté mis
verdaderas intenciones bajo el pretexto de que quería viajar y ver mundo antes
de asentarme para el resto de mi vida en mi ciudad natal.
Le rogué insistentemente que me dejara partir
y accedió con prontitud, pues no existía en el mundo padre más indulgente y
menos impositivo que él. Pronto estuvieron arreglados los preparativos. Yo
viajaría a Estrasburgo, donde me reuniría con Clerval. Estaríamos una corta
temporada en Holanda, pero la mayor parte del tiempo lo pasaríamos en
Inglaterra. El regreso lo haríamos por Francia; y acordamos que el viaje duraría
dos años.
Mi padre se consolaba con el pensamiento de
que mi boda con Elizabeth tendría lugar en cuanto volviera a Ginebra.
––Estos dos años pasarán muy deprisa
––dijo––, y será la última demora que se interponga en el camino de tu
felicidad. Espero con impaciencia la llegada del momento en que estemos todos
unidos y ningún temor altere nuestra paz familiar.
––Estoy de acuerdo con tu proyecto le contesté––. Dentro de dos años tanto
Elizabeth
como yo seremos más maduros, y espero que más felices de lo que ahora
somos.
Suspiré; pero mi padre, delicadamente, se
abstuvo de hacerme más preguntas respecto de las causas de mi pesadumbre.
Esperaba que el cambio de ambiente y la distracción del viaje me devolvieran la
tranquilidad.
Empecé, pues, a preparar mi marcha; pero me
obsesionaba un pensamiento que me llenaba de angustia y temor. Durante mi
ausencia, mi familia seguiría ignorando la existencia de su enemigo, y quedaría
a merced de sus ataques caso de que él, irritado por mi viaje, se lanzara
contra ellos. Pero había prometido seguirme donde quiera que fuera; así que
¿no vendría tras de mí a Inglaterra? Este pensamiento era terrorífico en sí
mismo, pero reconfortante, en cuanto que suponía que los míos estarían a salvo.
Me torturaba la idea de que sucediera lo contrario de esto. Pero durante todo
el tiempo que fui esclavo de mi criatura[L75]
siempre me dejé guiar por los impulsos del momento; y en ese instante tenía la
seguridad de que me perseguiría, y, por tanto, mi familia quedaría libre del
peligro de sus maquinaciones.
Partí hacia mis dos años de exilio a finales
de agosto. Elizabeth aprobaba los motivos de mi marcha, y sólo lamentaba
el no tener las mismas oportunidades que yo para ampliar su campo de
experiencia y cultivar su mente. Lloró al despedirme, y me rogó que retornara
feliz y en paz conmigo mismo.
––Todos confiamos en ti ––dijo––; y si tú
estás apenado, ¿cuál puede ser nuestro estado de ánimo?
Me metí en el carruaje que debía alejarme de
los míos, apenas sin saber adónde me dirigía, e importándome poco lo que
sucedía a mi alrededor. Sólo recuerdo que, con inmensa amargura, pedí que
empaquetaran el instrumental químico que quería llevarme conmigo, pues había
decidido cumplir mi promesa mientras estaba en el extranjero y regresar, a ser
posible, un hombre libre. Lleno de sombríos pensamientos, atravesé hermosísimos
lugares de majestuosa belleza; pero tenía la mirada fija y abstraída. Sólo
pensaba en la meta de mi viaje, y el trabajo del cual debía ocuparme mientras
durara.
Tras varios días de inquieta indolencia,
durante los cuales recorrí muchas leguas, llegué a Estrasburgo, donde tuve que
aguardar durante dos días la llegada de Clerval. Vino, y ¡que inmensa
diferencia había entre nosotros! El respondía vivamente ante cualquier paraje
nuevo; se emocionaba con las hermosas puestas de sol, y aún más con el amanecer
cuando se estrenaba un nuevo día; me señalaba los cambios de colorido en el
paisaje y el aspecto del cielo.
¡Esto es lo que yo llamo vivir!
––exclamaba––. ¡Cómo me gusta existir! ¿Pero por qué estás tú, querido Frankenstein, tan apenado y abatido?
Lo cierto es que me embargaban tristes
pensamientos, y permanecía indiferente ante el anochecer o el dorado amanecer
reflejado en el Rin. Y usted, amigo mío[L76],
se divertiría mucho más con el diario de Clerval, gozoso y sensible admirador
del paisaje, que con las reflexiones de esta criatura miserable, perseguido por
una maldición que impedía toda posibilidad de dicha.
Habíamos decidido bajar en barco por el Rin
desde Estrasburgo hasta Rotterdam, donde embarcaríamos para Londres. Durante
este trayecto pasamos muchas islas cubiertas de sauces, y vimos varias ciudades
hermosas. Paramos un día en Mannhein, y cinco días después de salir de
Estrasburgo llegábamos a Maguncia. A partir de aquí, el curso del Rin se hace
mucho más pintoresco. El río desciende velozmente, serpenteando entre colinas
no muy altas pero sí escarpadas y de formas muy bellas. Vimos numerosos
castillos en ruinas, lejanos e inaccesibles, que, rodeados de espesos y
sombríos bosques, se alzaban al borde de los despeñaderos. Esta parte del Rin
ofrece un paisaje de singular variedad. Pueden verse irregulares montañas,
castillos en ruinas dominando tremendos precipicios, a cuyos pies el sombrío
Rin fluye en precipitada carrera; y, de repente, tras rodear un promontorio, el
paisaje lo constituyen prósperos viñedos, que cubren las verdes y ondulantes
laderas, sinuosos ríos y pobladas ciudades.
Era la época de la vendimia, y, mientras
viajábamos río abajo, escuchábamos las canciones de los trabajadores. Incluso
yo, a pesar de mi ánimo decaído, y lleno como estaba de sombríos pensamientos,
me sentía contento. Tumbado en el fondo de la barca, miraba el límpido cielo
azul, y parecía imbuirme de una tranquilidad que hacía mucho no sentía. Si
éstas eran mis sensaciones, ¿cómo explicar las de Henry? Se
creía transportado a un país de hadas, y sentía una felicidad poco común en el
hombre.
––He visto ––decía–– los parajes más hermosos
de mi país; conozco los lagos de Lucerna y Uri, donde
las nevadas montañas entran casi a pico en el agua, proyectando oscuras e
impenetrables sombras que, de no ser por los verdes islotes que alegran la
vista, parecerían lúgubres y tenebrosos; he visto también agitarse este lago
con una tempestad, cuando el viento arremolinaba las aguas, dando una idea de
lo que puede ser una tromba marina en el inmenso océano; he visto las olas
estrellarse con furia al pie de las montañas, donde cayó la avalancha sobre el
cura y su amante[L77],
cuyas moribundas voces, se dice, todavía se oyen cuando se acallan los vientos;
he visto las montañas de Valais y las del país de Vaud[L78],
pero este país, Víctor, me gusta mucho más que todas aquellas maravillas.
Las montañas de Suiza son más majestuosas y extrañas; pero hay un encanto
especial en las márgenes de este río tan divino, que no es comparable a nada.
Mira ese castillo que domina aquel precipicio; y ese en aquella isla, casi
oculto por el follaje de los hermosos árboles; y ese grupo de trabajadores que
vienen de sus viñedos; y esa aldea medio oculta por los pliegues de la montaña.
Sin duda, los espíritus que habitan y cuidan de este lugar tienen un alma más
comprensiva para con el hombre que aquellos que pueblan el glaciar o que se
refugian en las cimas inaccesibles de las montañas de nuestro país.
¡Clerval!, ¡amigo del alma!, incluso ahora me
llena de satisfacción recordar tus palabras y dedicarte los elogios que tan
merecidos tienes. Era un ser que se había educado en «la poesía de la
naturaleza»[L79].
Su desbordante y entusiasta imaginación se veía matizada por la gran
sensibilidad de su espíritu. Su corazón rezumaba afecto, y su amistad era de
esa naturaleza fiel y maravillosa que la gente de mundo se empeña en hacernos
creer que sólo existe en el reino de lo imaginario. Pero ni siquiera la
comprensión y el cariño humanos bastaban para satisfacer su ávida mente. El
espectáculo de la naturaleza, que en otros despierta simplemente admiración,
era para él objeto de una pasión ardiente:
La
sonora catarata
Le
obsesionaba como una pasión: la erguida roca,
La
montaña, y el bosque sombrío y tupido,
Sus
formas y colores, eran para él
Un
deseo; un sentimiento, y un amor,
Que
no necesitaba de otros encantos remotos,
Que
el pensamiento puede proporcionar, u otro atractivo
¿Y dónde está ahora? ;Se ha perdido para
siempre este ser tan dulce y hermoso? ¿Ha perecido esta mente tan repleta de
pensamientos, de magníficas y caprichosas fantasías que formaban un mundo cuya
existencia dependía de la vida de su creador? ¿Existe ahora sólo en mi recuerdo?
No, no puede ser; aquel cuerpo, tan perfectamente modelado, que irradiaba
hermosura, se ha descompuesto, pero su espíritu sigue alentando y visitando a
su desdichado amigo.
Perdóneme usted este arranque de dolor; estas
pobres palabras son tan sólo un insignificante tributo a la inapreciable valía
de Henry,
pero calman mi corazón, tan angustiado por su recuerdo. Continuaré mi
relato.
Dejamos Colonia y descendimos a las llanuras
de Holanda, donde decidimos continuar por tierra el resto del viaje, pues el viento
era desfavorable y–– la corriente del río demasiado lenta para ayudarnos.
Aquí nuestro viaje perdió el interés que el
magnífico paisaje había proporcionado hasta ahora; pero a los pocos días
llegamos a Rotterdam desde donde proseguimos viaje a Inglaterra por mar. Era
una límpida mañana, de finales de diciembre, cuando vi por primera vez los
blancos acantilados de Gran Bretaña. Las orillas del Támesis ofrecían un nuevo
paisaje; eran llanas pero fértiles, y casi todas las ciudades se significaban
por algún recuerdo histórico. Vimos el fuerte Tilbury[L81],
y recordamos la Armada Invencible; Gravesend, Woolwich y Greenwich[L82],
lugares de los que había oído hablar ya en mi país.
Por fin divisamos los innumerables
campanarios de Londres, dominados todos por la impresionante cúpula de San
Pablo, y la Torre[L83],
famosa en la historia de Inglaterra.
Capítulo
2
Londres era nuestro lugar de asiento, y
decidimos quedarnos algunos meses en esta maravillosa y célebre ciudad. Clerval
quería conocer a los hombres de genio y talento que despuntaban entonces, pero
para mí esto era secundario, pues mi principal interés era la obtención de los
conocimientos que necesitaba para poder llevar a cabo mi promesa. A este fin,
me apresuré a entregar a los más distinguidos científicos las cartas de
presentación que había traído conmigo.
Si este viaje hubiera tenido lugar en la
época de mis primeros estudios, cuando aún estaba lleno de felicidad, me habría
proporcionado un inmenso placer. Pero una maldición había ensombrecido mi
existencia, y sólo visitaba a estas personas con el afán de conseguir la
información que me pudieran proporcionar acerca del tema que, por motivos tan
tremendos, tanto me interesaba. La compañía de otras personas me resultaba
molesta; cuando me encontraba solo podía dejar vagar mi imaginación hacia cosas
agradables; la voz de Henry me apaciguaba, y así llegaba a engañarme y a
conseguir una paz transitoria. Pero los rostros gesticulantes, alegres y poco
interesantes de los demás me volvían a sumir en la desesperación. Veía alzarse
una infranqueable barrera entre mis semejantes y yo; barrera teñida con la
sangre de William
y Justine; y el recuerdo de los
sucesos relacionados con estos nombres me llenaba de angustia.
En Clerval veía la imagen de lo que yo había
sido[L84];
era inquisitivo y estaba ansioso por adquirir sabiduría y experiencia. La
diferencia de costumbres que advertía era para él fuente inagotable de
enseñanza y distracción. Estaba siempre ocupado; y lo único que empañaba su
felicidad era mi abatimiento y pesadumbre. Yo, por mi parte, intentaba
disimular mis sentimientos cuanto podía, a fin de no privarle de los lógicos placeres
que uno siente cuando, libre de tristes recuerdos y agobios, encuentra nuevos
horizontes en su vida. A menudo me excusaba, alegando compromisos anteriores,
para así no tener que acompañarlo, y poder permanecer solo. Comencé a recabar
por entonces los materiales que necesitaba para mi nueva creación, lo que me
suponía la misma tortura que para los condenados el interminable goteo del agua
sobre sus cabezas. Cada pensamiento dedicado al tema me producía una tremenda
angustia, y cada palabra alusiva a ello hacía que me temblaran los labios y me
palpitara el corazón.
Cuando llevábamos unos meses en Londres,
recibimos una carta de una persona que vivía en Escocia y que nos había
visitado en Ginebra. En ella se refería a la belleza de su país natal y se
preguntaba si esto no sería un motivo suficiente para que nos decidiéramos a
prolongar nuestro viaje hasta Perth, donde él vivía. Clerval
estaba ansioso por aceptar la invitación; y yo, aunque detestaba la compañía de
otras personas, quería ver de nuevo riachuelos y montañas y todas las
maravillas con las cuales la naturaleza adorna sus lugares predilectos.
Habíamos llegado a Inglaterra a principios de
octubre[L85] y
ya estábamos en febrero, de modo que decidimos emprender nuestro viaje hacia el
norte a finales del mes siguiente. En este viaje no pensábamos seguir la
carretera principal a Edimburgo, pues queríamos visitar Windsor, Oxford, Madock
y los lagos de Cumberland, esperando llegar a nuestro destino a finales
de julio. Embalé, pues, mis instrumentos químicos y el material que había
conseguido, con la intención de acabar mi tarea en algún lugar apartado de las
montañas del norte de Escocia.
Dejamos Londres el 27 de marzo y nos quedamos
unos días en Windsor, paseando por su hermosísimo bosque. Este paisaje era
completamente nuevo para nosotros, habitantes de un país montañoso; los robles
majestuosos, la abundancia de caza y las manadas de altivos ciervos constituían
una novedad para 'nosotros.
Continuamos luego hacia Oxford. Al
llegar a la ciudad, rememoramos los sucesos que allí habían ocurrido hacía más
de ciento cincuenta años. Fue allí donde Carlos
I reunió sus tropas. La ciudad le había permanecido fiel mientras toda la
nación abandonaba su causa y se unía al estandarte del parlamento y la
libertad. El recuerdo de aquel desdichado monarca y de sus compañeros, el
afable Falkland,
el orgulloso Gower[L86],
su reina y su hijo, daban un interés especial a cada rincón de la ciudad, que
se supone debieron habitar. El espíritu de días pasados tenía aquí su morada y
nos deleitaba perseguir sus huellas. Pero aunque estos sentimientos no hubieran
bastado para satisfacer nuestra imaginación, la ciudad en sí era lo
suficientemente hermosa como para despertar nuestra admiración. La universidad
es antigua y pintoresca; las calles, casi magníficas; y el delicioso Isis[L87],
que corre por entre prados de un exquisito verde, se ensancha formando un
tranquilo remanso de agua, donde se reflejan el magnífico conjunto de torres,
campanarios y cúpulas que asoman por entre los viejos árboles.
Disfrutaba con este paisaje; pero veía
turbado mi gozo tanto por el recuerdo del pasado como por los acontecimientos
del futuro. Había nacido para ser feliz. Durante mi juventud nunca me había
afligido la tristeza, y si en algún momento me sentía abatido, contemplar las
maravillas de la naturaleza o estudiar lo que de sublime y excelente ha hecho
el hombre siempre conseguía interesarme y animarme. Pero no soy más que un
árbol destrozado[L88],
corroído hasta la médula, y ya entonces presentí que sobreviviría hasta convertirme
en lo que pronto dejaré de ser: una miserable ruina humana, objeto de compasión
para los demás y de repugnancia para mí mismo.
Pasamos bastante tiempo en Oxford, recorriendo
sus alrededores e intentando localizar los lugares relacionados con la época
más agitada de la historia de Inglaterra. Nuestros pequeños viajes de
investigación a menudo se veían prolongados por los sucesivos descubrimientos
que íbamos haciendo. Visitamos la tumba del ilustre Hampden y el campo de
batalla donde cayó aquel patriota. Por un momento mi espíritu logró olvidarse
de sus miserables y denigrantes temores al recordar las maravillosas ideas de
libertad y sacrificio, de las cuales estos lugares eran recuerdo y exponente.
Por un instante conseguí librarme de mis cadenas y mirar a mi alrededor con un
espíritu libre y elevado, pero el hierro se me había clavado profundamente, y,
tembloroso y atemorizado, volví a hundirme en la miseria.
Dejamos Oxford con
pesar, y continuamos hacia Matlock, nuestro próximo lugar de asiento. El campo
que rodea este pueblo se parece en cierto modo al de Suiza, pero todo a menor
escala; las verdes colinas carecen del fondo que en mi país natal proporcionan
los distantes Alpes nevados, asomando siempre por detrás de las montañas
cubiertas de pinos. Visitamos la maravillosa gruta y las pequeñas vitrinas
dedicadas a las ciencias naturales, donde los objetos están dispuestos de la
misma manera que las colecciones de Servox y Chamonix. El mero nombre de éste
último lugar me hizo temblar cuando Henry lo pronunció, y me apresuré
a abandonar Matlock ––por la vinculación que tenía con aquel horrible sitio.
Desde Derby, y siguiendo hacia el
norte, nos detuvimos dos meses en Cumberland y Westmoreland[L89].
Aquí sí que casi me pareció encontrarme entre las montañas de Suiza. Las
pequeñas extensiones de nieve que aún quedaban en la ladera norte de las
montañas, los lagos y el tumultuoso curso de los rocosos torrentes me
resultaban escenas familiares y queridas. Aquí también hicimos nuevas amistades
que casi consiguieron crearme la ilusión de felicidad. La alegría que Clerval
manifestaba era muy superior a la mía; él se crecía ante hombres de talento, y
descubrió que poseía mayores recursos y posibilidades de lo que hubiera creído
cuando frecuentaba la compañía de personas menos dotadas intelectualmente que
él. «Podría vivir aquí ––decía––; y rodeado de estas montañas apenas si
añoraría Suiza o el Rin.»
Pero descubrió que la vida de un viajero
incluye muchos pesares entre sus satisfacciones. El espíritu se encuentra
siempre en tensión; y justo cuando empieza a aclimatarse, se ve obligado a
cambiar aquello que le interesa por nuevas cosas que atraen su atención y que
también abandonará en favor de otras novedades.
Apenas habíamos visitado los lagos de Cumberland y Westmoreland, y
comenzado a sentir afecto por algunos de sus habitantes, cuando tuvimos que
partir, pues se aproximaba la fecha en que debíamos reunirnos con nuestro amigo
escocés. Yo, personalmente, no lo sentí. Estaba retrasando el cumplimiento de
mi promesa y temía las consecuencias del enojo de aquel ser diabólico. Cabía la
posibilidad de que se hubiera quedado en Suiza y se vengara en mis familiares.
Esta idea me perseguía y me atormentaba durante todos aquellos momentos que de
otra manera me hubieran proporcionado paz y tranquilidad. Esperaba las cartas
de mi familia con febril impaciencia; si se retrasaban, me disgustaba y me atenazaban
mil temores; y cuando llegaban, y reconocía la letra de Elizabeth o
de mi padre, apenas me atrevía a leerlas. A veces imaginaba que el bellaco me
perseguía, y que quizá pretendiera acelerar mi indolencia asesinando a mi compañero.
Cuando me venían estos pensamientos, permanecía al lado de Henry constantemente,
lo seguía como si fuera su sombra para protegerlo de la imaginada furia de su
destructor. Me sentía como si yo mismo hubiera cometido algún tremendo crimen,
cuyo remordimiento me obsesionaba. Me sabía inocente, pero no obstante había
atraído una maldición sobre mí, tan fatal como la de un crimen.
Visité Edimburgo con espíritu distraído; y,
sin embargo, esa ciudad hubiera despertado el interés del ser más apático. A
Clerval no le gustó tanto como Oxford, pues le había atraído
mucho la antigüedad de esta ciudad. Pero la belleza y regularidad de la moderna
Edimburgo, su romántico castillo y los alrededores, los más hermosos del mundo,
Arthur's
Seat, Saint Bernard's Well y las colinas de Portland, le
compensaron el cambio y lo llenaron de alegría y admiración. Yo, sin embargo,
estaba intranquilo por llegar al término de nuestro viaje.
Salimos de Edimburgo al cabo de una semana,
pasando por Coupar, Saint Andrews y siguiendo la orilla del Tay hasta
Perth, donde
nos esperaba nuestro amigo. Pero yo no me sentía con fuerzas para conversar y
reír con extraños, o para adaptarme a sus gustos y planes con la disposición
propia de un buen huésped, de manera que le dije a Clerval que visitaría solo
el resto de Escocia.
––Diviértete ––le dije—. Aquí nos
encontraremos de nuevo. Puede que me ausente un mes o dos; pero no te inquietes
por mi, te lo ruego. Déjame un tiempo en la paz y soledad que necesito; y
cuando regrese, espero hacerlo con el corazón más aligerado y más de acuerdo
con tu estado de ánimo.
Henry trató de disuadirme; pero, al verme tan decidido,
dejó de insistir. Me rogó que le escribiera con frecuencia.
Preferiría ––dijo–– acompañarte en tus
excursiones solitarias que quedarme con estos escoceses a quienes apenas
conozco. Apresúrate a regresar, querido amigo, para que de nuevo me sienta como
en casa, cosa que me será imposible durante tu ausencia.
Despidiéndome de mi amigo, decidí buscar
algún apartado lugar de Escocia donde concluir a solas mi labor. No tenía
ninguna duda de que el monstruo me seguía y de que, una vez hubiera terminado
mi obra, se me presentaría para recibir a su compañera.
En toda la isla no había más que tres míseras
chozas, una de las cuales encontré desocupada al llegar. La alquilé. Tenía sólo
dos cuartos, que mostraban la suciedad propia de las más absoluta indigencia.
La techumbre, de ramas y rastrojos, se estaba hundiendo; las paredes no
estaban encaladas, y la puerta colgaba, torcida, de uno de los goznes. Ordené
que la repararan, compré algunos muebles y me instalé, lo que sin duda hubiera
ocasionado bastante sorpresa de no ser porque la necesidad y la pobreza habían
entumecido por completo las mentes de estos habitantes. El hecho es que ni me
molestaban ni curioseaban, y apenas si me agradecieron los víveres y ropas que
les di, lo que demuestra hasta qué punto el sufrimiento insensibiliza incluso
los sentimientos más elementales del hombre.
En este retiro dedicaba las mañanas al
trabajo; pero por la noche, cuando el tiempo lo permitía, paseaba por la
pedregosa playa y escuchaba el bramido de las olas que rompían a mis pies. Era
un paisaje monótono y a la vez siempre cambiante. Me acordaba de Suiza y lo
distinta que era de este lugar desolado y atemorizante. Allí, las viñas cubren
las colinas, y las casitas puntillean tupidamente las llanuras. Sus hermosos lagos
reflejan un cielo suave y azul; y cuando los vientos los alteran, su
efervescencia es como un juego de niños, comparada con los bramidos del inmenso
océano.
Así distribuí mi tiempo al llegar; pero a
medida que avanzaba en mi labor, me resultaba más molesta y repulsiva cada día.
Había veces que me era imposible entrar en mi laboratorio durante días enteros;
otras, trabajaba día y noche sin cesar para concluir cuanto antes. Realmente
era una obra repugnante la que me ocupaba. En mi primer experimento, una
especie de frenético entusiasmo me había impedido ver el horror de lo que
hacía; estaba absorto por completo en mi trabajo y ciego ante lo horrible de mi
quehacer. Pero ahora lo llevaba a cabo a sangre fría, y a menudo me asqueaba la
labor.
En esta situación, dedicado como estaba a
ocupación tan detestable, inmerso en una soledad donde nada podía distraerme un
solo momento de aquello a lo que me aplicaba, empecé a desequilibrarme; y me
volví inquieto y nervioso. A cada momento temía encontrarme con mi
perseguidor. A veces me quedaba sentado, con los ojos fijos en el suelo,
temeroso de levantar la vista y encontrar frente a mí la criatura cuya
aparición tanto me espantaba. No me alejaba de mis vecinos por miedo a que,
viéndome solo, se me acercara para reclamarme su compañera.
Empero seguía trabajando y tenía ya la labor
muy avanzada. Aguardaba el final con ahelante y trémula impaciencia, sobre la
que no me quería interrogar, pero que se entremezclaba con oscuros y siniestros
presentimientos que me hacían desfallecer.
Capítulo
3
Una noche me encontraba sentado en mi
laboratorio; el sol se había puesto, y la luna
empezaba a asomar por entre las olas; no tenía suficiente luz para seguir
trabajando y permanecía ocioso, preguntándome si debía dar por terminada la
jornada o, por el contrario, hacer un esfuerzo y continuar mi labor y acelerar
así su final. Al meditar sobre esto, allí sentado, se me fueron ocurriendo
otros pensamientos y me hicieron considerar las posibles consecuencias de mi
obra. Tres años antes me encontraba ocupado en lo mismo, y había creado un
diabólico ser cuya incomparable maldad me había destrozado el corazón y llenado
de amargos remordimientos. Y ahora estaba a punto de crear otro ser, una mujer,
cuyas inclinaciones desconocía igualmente; podía incluso ser diez mil veces más
diabólica que su pareja y disfrutar con el crimen por el puro placer de
asesinar. El había jurado que abandonaría la vecindad de los hombres, y que se
escondería en los desiertos, pero ella no; ella, que con toda probabilidad
podría ser un animal capaz de pensar y razonar, quizá se negase a aceptar un
acuerdo efectuado antes de su creación. Incluso podría ser que se odiasen; la
criatura que ya vivía aborrecía su propia fealdad, y ¿no podía ser que la
aborreciera aún más cuando se viera reflejado en una versión femenina? Quizá
ella también lo despreciara y buscara la hermosura superior del hombre; podría
abandonarlo y él volvería a encontrarse solo, más desesperado aún por la nueva
provocación de verse desairado por una de su misma especie.
Y aunque abandonaran Europa, y habitaran en
los desiertos del Nuevo Mundo, una de las primeras consecuencias de ese amor
que tanto ansiaba el vil ser serían los hijos. Se propagaría entonces por la
Tierra una raza de demonios que podrían sumir a la especie humana en el terror
y hacer de su misma existencia algo precario. ¿Tenía yo derecho, en aras de mi
propio interés, a dotar con esta maldición a las generaciones futuras? Me
habían conmovido los sofismas del ser que había creado; sus malévolas amenazas
me habían nublado los sentidos. Pero ahora por primera vez veía claramente lo
devastadora que podía llegar a ser mi promesa; temblaba al pensar que
generaciones futuras me podrían maldecir como el causante de esa plaga, como el
ser cuyo egoísmo no había tenido reparos en comprar su propia paz al precio
quizá de la existencia de todo el género humano.
Un escalofrío me recorrió el cuerpo y me
fallaban las fuerzas cuando, al levantar la vista hacia la ventana, vi el
rostro de aquel demonio a la luz de la luna .
Una horrenda mueca le fruncía los labios, al ver cómo llevaba a cabo la tarea
que él me había impuesto. Sí, me había seguido en mis viajes, había atravesado
bosques, se había escondido en cavernas o refugiado en los inmensos brezales
deshabitados; y venía ahora a comprobar mis progresos y a reclamar el
cumplimiento de mi promesa.
Al mirarlo, vi que su rostro expresaba una
increíble malicia y traición. Recordé con una sensación de locura la promesa de
crear otro ser como él, y entonces, temblando de ira, destrocé la cosa en la
que estaba trabajando. Aquel engendro me vio destruir la criatura en cuya
futura existencia había fundado sus esperanzas de felicidad, y, con un aullido
de diabólica desesperación y venganza, se alejó.
Salí de la habitación, y, cerrando la puerta,
me hice la solemne promesa de no reanudar jamás mi labor. Luego, con paso
tembloroso, me fui a mi dormitorio. Estaba solo; no había nadie a mi lado para
disipar mi tristeza y aliviarme de la opresión de mis terribles reflexiones.
Pasaron varias horas, y yo seguía junto a la
ventana, mirando hacia el mar, que se hallaba casi inmóvil, pues los vientos se
habían calmado y la naturaleza dormía bajo la vigilancia de la silenciosa luna . Sólo unos cuantos barcos pesqueros salpicaban
el mar, y de vez en cuando la suave brisa me traía el eco de las voces de los
pescadores que se llamaban de una barca a otra. Sentía el silencio, aunque
apenas me daba cuenta de su temible profundidad; hasta que de pronto oí el
chapoteo de unos remos que se acercaban a la orilla, y alguien desembarcó cerca
de mi casa.
Pocos minutos después, oí crujir la puerta,
como si intentaran abrirla silenciosamente. Un escalofrío me recorrió de pies a
cabeza; presentí quién sería, y estuve a punto de despertar a un pescador que
vivía en una barraca cerca de la mía; pero me invadió esa sensación de
impotencia que tan a menudo se experimenta en las pesadillas, cuando en vano se
intenta huir del inminente peligro y los pies rehusan moverse.
Al poco oí pisadas por el pasillo; se abrió
la puerta y apareció el temido engendro. La cerró, y, acercándoseme, me dijo
con voz sorda:
––Has destruido la obra que empezaste; ¿qué
es lo que pretendes? ¿Osas romper tu promesa? He soportado fatigas y miserias;
me marché de Suiza contigo; gateé por las orillas del Rin, por sus islas de sauces,
por las cimas de sus montañas. He vivido meses en los brezales de Inglaterra y
en los desérticos parajes de Escocia. He padecido cansancio, hambre, frío; ¿te
atreves a destruir mis esperanzas?
––¡Aléjate! Efectivamente rompo mi promesa;
jamás crearé otro ser como tú, semejante en deformidad y vileza.
Esclavo, antes intenté razonar contigo, pero
te has mostrado inmerecedor de mi condescendencia. Recuerda mi fuerza; te
crees desgraciado, pero puedo hacerte tan infeliz que la misma luz del día te
resulte odiosa. Tú eres mi creador, pero yo soy tu dueño: ¡obedece!
La hora de mi debilidad ha pasado, y con ella
la de tu poder. Tus amenazas no me obligarán a cometer tamaña equivocación;
más bien me confirman en mi propósito de no crear una compañera para tus
vicios. ¿Querrías que, a sangre fría, infectara la Tierra con otro demonio que
se complaciera con la muerte y la desgracia? ¡Aléjate! Estoy decidido, y. con
tus palabras sólo acrecentarás mi cólera.
El monstruo vio la determinación en mi rostro
y rechinó los dientes con rabia imponente.
––¿Encontrará todo hombre ––gritó–– esposa, todo animal su hembra
mientras yo he de permanecer solo? Tenía sentimientos de afecto, que el
desprecio y el odio anularon en mí. Mortal, podrás odiar, pero ¡ten cuidado!
Pasarás tus horas preso de terror y tristeza, y pronto caerá sobre ti el golpe
que te ha de robar para siempre la felicidad. ¿Acaso piensas que puedes ser
feliz mientras yo me arrastro bajo el peso de mi desdicha? Podrás destrozar mis
otras pasiones; pero queda mi venganza, una venganza que a partir de ahora me
será más querida que la luz o los alimentos. Podré morir, pero antes, tú, mi
tirano y verdugo, maldecirás el sol que alumbra tus desgracias. Ten cuidado;
pues no conozco el miedo y soy, por tanto, poderoso. Vigilaré con la astucia de
la serpiente, y con su veneno te morderé. ¡Mortal!, te arrepentirás del daño
que me has hecho.
––Calla, diablo, y no envenenes el aire con
tus malvados ruidos. Te he comunicado mi decisión, y no soy un cobarde al que
puedas convencer con tus amenazas. Déjame; soy implacable.
––Bien. Me iré; pero recuerda: estaré a tu
lado en tu noche de bodas.
Abalanzándome sobre él, grité:
––¡Miserable! Antes de firmar mi sentencia de
muerte asegúrate de que tú estás a salvo.
Hubiera querido atacarlo; pero me esquivó, y
salió de la casa con rapidez. Al cabo de pocos instantes lo vi en la barca
cruzando las aguas como una saeta, y pronto se perdió entre las olas.
Volvió a reinar el silencio; pero sus
palabras seguían resonando en mis oídos. Me consumía el deseo de perseguir al
asesino de mi tranquilidad y hundirlo en el océano. Inquieto y preocupado
paseaba de un lado a otro de la habitación, mientras la imaginación me
asediaba con mil ideas torturantes. ¿Por qué no lo había perseguido y entablado
con él un combate a muerte? Le había permitido escapar y ahora se dirigía hacia
el continente. Temblaba al pensar en quién sería la próxima víctima sacrificada
a su insaciable venganza. De pronto recordé sus palabras: «Estaré a tu lado en tu noche
de bodas.» Esa, pues, era la fecha en la que se cumpliría mi destino.
Entonces moriría y, al tiempo, quedaría satisfecha y extinguida su maldad. Esto
no me asustaba; pero la imagen de mi querida Elizabeth, derramando
lágrimas de inconsolable dolor al ver que su marido le era arrebatado
cruelmente, me hizo, por primera vez en muchos meses, prorrumpir en llanto, y
decidí no sucumbir ante mi enemigo sin luchar.
Terminó la noche, y el sol se levantó por el
horizonte. Empecé a tranquilizarme, si se puede llamar tranquilidad a aquello
en lo que nos sumimos cuando la violencia de la ira deja paso a la
desesperación. Abandoné la casa, horrible escenario de la contienda de la
pasada noche, y paseé por la orilla del mar, que me parecía levantarse como una
barrera insuperable entre mis semejantes y yo; tuve entonces el deseo de que
aquello se hiciera realidad. Acaricié la idea de pasar el resto de mis días en
aquella desnuda roca; sería una existencia penosa, cierto, pero al menos se
vería exenta del miedo a cualquier repentina desgracia. Si me iba, era para
morir asesinado, o para ver cómo perdían la vida, a manos del diablo que yo
mismo había creado, aquellos a quienes más quería.
Vagué por la isla como un fantasma, alejado
de todo lo que amaba, y entristecido por esta separación. Hacia mediodía,
cuando el sol estaba en su cima, me tumbé en la hierba v me invadió un profundo
sueño. No había dormido la noche anterior, tenía los nervios alterados y los
ojos irritados por el llanto y la vigilia. El sueño en el cual me sumí me recuperó;
y, al despertar, sentí de nuevo como si perteneciera a una raza de seres
humanos como yo. Me puse a reflexionar con más serenidad, pero aún resonaban en
mi oído, como un toque a muerto, las palabras del malvado ser; parecían
lejanas, como un sueño, pero eran claras y apremiantes como la misma realidad.
El sol se encontraba ya muy bajo, y yo aún
seguía en la playa, saciando el apetito con unas galletas de avena, cuando vi
atracar una barca no lejos de mí. Se acercó uno de los hombres v me dio un paquete;
contenía cartas de Ginebra y una de Clerval en la que me rogaba me reuniera con
él. Decía que hacía casi un año que habíamos abandonado Suiza, y no habíamos
visitado Francia. Me insistía, por tanto, en que abandonara mi isla solitaria y
me reuniera con él en Perth, al cabo de una semana, y juntos hiciéramos planes
para continuar nuestro viaje. Esta carta me hizo, en parte, volver a la
realidad, y decidí que me iría de la isla a los dos días.
Pero, antes de partir, me esperaba una tarea
que me producía escalofríos sólo de pensar en ello: tenía que empaquetar mis
instrumentos de química, para lo cual era preciso que entrara en la habitación
donde había llevado a cabo mi odioso trabajo, y tenía que tocar aquellos
instrumentos, cuya simple vista me producía náuseas. Cuando amaneció, al día
siguiente, me armé de valor y abrí la puerta del laboratorio. Los restos de la
criatura a medio hacer que había destruido estaban esparcidos por el suelo y
casi tuve la sensación de haber mutilado la carne viva de un ser humano. Me
detuve para sobreponerme, y entré en el cuarto. Con manos temblorosas saqué los
instrumentos de allí; pero pensé que no debía dejar los restos de mi obra, que
llenarían de horror v sospechas a los campesinos. Por tanto, los metí en una
cesta, junto con un gran número de piedras, y, apartándola, decidí arrojarla al
mar aquella misma noche; en espera de lo cual me fui a la playa a limpiar mi
material.
Desde la noche en que apareciera aquel
diablo, mis sentimientos habían cambiado totalmente. Hasta entonces pensaba en
mi promesa con profunda desesperación y la consideraba como algo que debía
cumplir, cualesquiera que fueran las consecuencias. Pero ahora me parecía como
si me hubieran quitado una venda de delante de los ojos y que, por primera vez,
veía las cosas con claridad. Ni por un instante se me ocurrió reanudar mi
tarea; la amenaza que había oído pesaba en mi mente, pero no creía que un acto
voluntario por mi parte consiguiera anularla. Tenía muy presente que, de crear
otro ser tan malvado como el que ya había hecho, estaría cometiendo una acción
de indigno y atroz egoísmo, y apartaba de mis pensamientos cualquier idea que
pudiera llevarme a variar mi decisión.
La luna
salió entre las dos y las tres de la madrugada; metí el cesto en un bote, y me
adentré en el mar unas millas. El lugar estaba_ completamente solitario; unas
cuantas barcas volvían hacia la isla, pero yo navegaba lejos de ellas. Me
sentía como si fuera a cometer algún terrible crimen y quería evitar cualquier
encuentro. De repente, la luna , que
hasta entonces había brillado clarísima, se ocultó tras una espesa nube, v
aproveché el momento de tinieblas para arrojar mi cesta al mar; escuché el
gorgoteo que hizo al hundirse y me alejé. El cielo se ensombreció; pero el aire
era límpido aunque fresco, debido a la brisa del noreste que se estaba
levantando. Me invadió una sensación tan agradable, que me animó y decidí
demorar mi regreso a la isla; sujeté el timón en posición recta, y me tumbé en
el fondo de la barca. Las nubes ocultaban la luna ,
todo estaba oscuro, y sólo se oía el ruido de la barca cuando la quilla cortaba
las olas; el murmullo me arrullaba, y pronto me quedé profundamente dormido.
No sé el tiempo que transcurrió, pero cuando
me desperté vi que el sol ya estaba alto. Se había levantado un viento que
amenazaba la seguridad de mi pequeña embarcación. Venía del nordeste, y debía
haberme alejado mucho de la costa donde embarqué; traté de cambiar mi rumbo
pero en seguida me di cuenta de que zozobraría si lo intentaba de nuevo. No
tenía más solución que intentar navegar con el viento de popa. Confieso que me
asusté. Carecía de brújula, y estaba tan poco familiarizado con esta parte del
mundo, que el sol no me servía de gran ayuda. Podía adentrarme en el Atlántico,
y sufrir las torturas de la sed y del hambre, o verme tragado por las inmensas
olas que surgían a mi alrededor. Llevaba ya fuera muchas horas y la sed,
preludio de mayores sufrimientos, empezaba a torturarme. Observé el cielo
cubierto de nubes que, empujadas por el viento, iban a la zaga unas de otras;
observé el mar que había de ser mi tumba.
––¡Villano! Exclamé––,
tu tarea está cumplida.
Pensé en Elizabeth, en
mi padre, en Clerval; y me sumí en un delirio tan horrendo y desesperante, que
incluso ahora, cuando todo está a punto de terminar para mí, tiemblo al
recordarlo.
Así transcurrieron algunas horas, pero poco a
poco, a medida que el sol caminaba hacia el horizonte, el viento fue remitiendo
hasta convertirse en una suave brisa, y las olas se fueron calmando. Seguía habiendo
una fuerte marejada, me encontraba mal, y apenas podía sujetar el timón, cuando
de pronto divisé hacia el sur una franja de tierras altas. A pesar de lo
agotado que estaba por la fatiga y la terrible emoción que había soportado
durante algunas horas, esta repentina certeza de vida me llenó el corazón de
cálida ternura, y las lágrimas empezaron a correrme por las mejillas.
¡Qué mudables son nuestros sentimientos y que
extraño el apego que tenemos a la vida, incluso en los momentos de máximo
sufrimiento! Con parte de mis vestidos confeccioné otra vela, y me afané por
poner rumbo a tierra firme. Tenía un aspecto rocoso y salvaje, pero así que me
acercaba vi claras muestras de cultivo. Había embarcaciones en la playa, y de
pronto me encontré devuelto a la civilización. Recorrí las ondulaciones de la
tierra y divisé al fin un campanario que asomaba por detrás de una colina. A
causa de mi estado de extrema debilidad, decidí dirigirme directamente al
pueblo como el lugar donde más fácilmente encontraría alimento. Afortunadamente
llevaba dinero conmigo. Al doblar el promontorio vi ante mí un pequeño y aseado
pueblo y un buen puerto en el que entré con el corazón rebosante de alegría
tras mi inesperada salvación.
Mientras me ocupaba en atracar la barca y
arreglar las velas, varias personas se aglomeraron a mi alrededor. Parecían muy
sorprendidas por mi aspecto, pero en lugar de ofrecerme su ayuda murmuraban
entre ellos y gesticulaban de una manera que, en otras circunstancias, me
hubiera alarmado. Pero en aquel momento sólo advertí que hablaban inglés, y,
por tanto, me dirigí a ellos en ese idioma.
––Buena gente dije––,
¿tendrían la bondad de decirme el nombre de este pueblo e indicarme dónde me
encuentro?
––¡Pronto lo sabrá! contestó
un hombre con brusquedad––. Quizá haya llegado a un lugar que no le guste
demasiado; en todo caso le aseguro que nadie le va a consultar acerca de dónde
querrá usted vivir.
Me sorprendió enormemente recibir de un
extraño una respuesta tan áspera; también me desconcertó ver los ceñudos y
hostiles rostros de sus compañeros.
––¿Por qué me contesta con tanta rudeza? ––le
pregunté––: no es costumbre inglesa el recibir a los extranjeros de forma tan
poco hospitalaria.
––Desconozco las costumbres de los ingleses
––respondió el hombre––; pero es costumbre entre los irlandeses el odiar a los
criminales.
Mientras se desarrollaba este diálogo la
muchedumbre iba aumentando. Sus rostros demostraban una mezcla de curiosidad y
cólera, que me molestó e inquietó. Pregunté por el camino que llevaba a la
posada; pero nadie quiso responderme. Empecé entonces a caminar, y un murmullo
se levantó de entre la muchedumbre que me seguía y me rodeaba. En aquel momento
se acercó un hombre de aspecto desagradable y, cogiéndome por el hombro, dijo:
––Venga usted conmigo a ver al señor Kirwin.
Tendrá que explicarse.
––¿Quién es el señor Kirwin? ¿Por qué debo
explicarme?, ¿no es éste un país libre?
––Sí, señor; libre para la gente honrada. El
señor Kirwin es el magistrado, y usted deberá explicar la muerte de un hombre
que apareció estrangulado aquí anoche.
Esta respuesta me alarmó pero pronto me
sobrepuse. Yo era inocente y podía probarlo fácilmente; así que seguí en
silencio a aquel hombre, que me llevó hasta una de las mejores casas del
pueblo. Estaba a punto de desfallecer de hambre y de cansancio; pero, rodeado
como me encontraba por aquella multitud, consideré prudente hacer acopio de
todas mis energías para que la debilidad física no se pudiera tomar como prueba
de mi temor o culpabilidad. Poco esperaba entonces la calamidad que en pocos
momentos iba a caer sobre mí, ahogando con su horror todos mis miedos ante la
ignominia o la muerte.
Aquí debo hacer una pausa, pues requiere todo
mi valor recordar los terribles sucesos que, con todo detalle, le narraré.
Capítulo
4
Pronto me llevaron ante la presencia del
magistrado, un benévolo anciano de modales tranquilos y afables. Me observó,
empero, con vierta severidad, y luego, volviéndose hacia los que allí me habían
llevado, preguntó que quiénes eran los testigos.
Una media docena de hombres se adelantaron;
el magistrado señaló a uno de ellos, que declaró que la noche anterior había
salido a pescar con su hijo y su cuñado, Daniel Nugent, cuando, hacia las diez,
se había levantado un fuertes viento del norte que les obligó a volver al
puerto. Era una noche muy oscura, pues la luna
aún no había salido. No desembarcaron en el puerto sino, como solían hacer, en
una rada a unas dos millas de distancia. El iba delante con los aparejos de la
pesca, y sus compañeros le seguían un poco más atrás. Andando así por la playa,
tropezó con algún objeto y cayó al suelo. Sus compañeros se apresuraron para
ayudarlo, y a la luz de las linternas vieron que se había caído sobre el cuerpo
de un hombre que parecía muerto. En un principio supusieron que era el cadáver
de un ahogado que el mar habría arrojado sobre la playa; pero al examinarlo
descubrieron que no tenía las ropas mojadas y que el cuerpo aún no estaba frío.
Lo llevaron de inmediato a casa de una anciana que vivía cerca e intentaron, en
vano, devolverle la vida. Era un joven bien parecido de unos veinticinco años.
Parecían haberlo estrangulado, pues no se apreciaban señales de violencia salvo
la negra huella de unos dedos en la garganta.
La primera parte de esta declaración carecía
de todo interés para mí; pero cuando oí mencionar la huella de los dedos,
recordé el asesinato de mi hermano, y me inquieté en extremo; me temblaban las
piernas y se me nubló la vista, de manera que tuve que .apoyarme en una silla.
El magistrado me observaba con atención, e indudablemente extrajo de mi actitud
una impresión desfavorable.
El hijo corroboró la declaración de su padre;
pero cuando llamaron a Daniel Nugent juró solemnemente que, justo antes de que
tropezara su cuñado, había visto a poca distancia de la playa una barca en la
que iba un hombre solo; y por lo que había podido ver a la luz de las pocas
estrellas, era la misma barca de la cual yo acababa de desembarcar.
Una mujer declaró que vivía cerca de la
playa, y que, una hora antes de conocer el hallazgo del cadáver, se hallaba
esperando a la puerta de su casa la llegada de los pescadores, cuando vio una
barca manejada por un solo hombre, que se alejaba de aquella parte de la orilla
donde luego se encontró el cadáver.
Otra mujer confirmó que, en efecto, los
pescadores habían llevado el cuerpo a su casa y que aún no estaba frío. Lo
tendieron sobre una cama y lo friccionaron, mientras Daniel iba al pueblo en
busca del boticario, pero no pudieron reanimarlo.
Preguntaron a varios otros hombres sobre mi
llegada, y todos coincidieron en que, con el fuerte viento del norte que había
soplado durante la noche, era muy probable que no hubiera podido controlar la
barca y me hubiera visto obligado a volver al mismo lugar de donde había
partido. Además, afirmaron que parecía como si hubiera traído el cuerpo desde
otro lugar y que, al desconocer la costa, me hubiera dirigido al puerto
ignorando la poca distancia que separaba el pueblo de... del sitio donde había
abandonado el cadáver.
El señor Kirwin, al oír estas declaraciones,
ordenó que se me condujera a la habitación donde habían depositado el cadáver
hasta que se enterrara. Quería observar la impresión que me produciría el
verlo. Probablemente esta idea se le había ocurrido al observar la gran
agitación que había demostrado cuando oí la forma en que se había cometido el
asesinato. Así pues, el magistrado y varias otras personas me condujeron hasta
la posada. No podía dejar de extrañarme ante las numerosas coincidencias que
habían tenido lugar esa fatídica noche; pero, como recordaba que alrededor de
la hora en que había sido descubierto el cadáver había estado hablando con los
habitantes de la isla en la que vivía, estaba muy tranquilo en cuanto a las consecuencias
que aquel asunto pudiera tener.
Entré en el cuarto donde estaba el cadáver y
me acerqué al ataúd. ¿Cómo describir mis sensaciones al verlo? Aún ahora el
horror me hiela la sangre, y no puedo recordar aquel terrible momento sin un
temblor que me evoca vagamente la angustia que sentí al reconocer el cadáver.
El juicio, la presencia del magistrado y los testigos, todo se me esfumó como
un sueño cuando vi ante mí el cuerpo inerte de Henry Clerval.
Me faltaba el aliento y, arrojándome sobre su cuerpo, exclamé:
¿También a ti, mi querido Henry, te
han costado la vida mis criminales maquinaciones? Ya he destruido a dos; otras
víctimas aguardan su destino, ¡pero tú, Clerval, mi amigo, mi consuelo ...
No pude soportar más el tremendo sufrimiento,
y preso de violentas convulsiones me sacaron de la habitación.
A esto siguió una fiebre. Durante dos meses
estuve al borde de la muerte. Como supe más tarde, deliraba de forma terrible;
me acusaba de las muertes de William, Justine y
Clerval. A veces suplicaba a los que me atendían que me ayudaran a destruir al
diabólico ser que me atormentaba; otras notaba los dedos del monstruo en mi
garganta y gritaba aterrorizado. Por fortuna, como hablaba en mi lengua natal,
sólo me entendía el señor Kirwin. Pero mis aspavientos y gritos agudos bastaban
para asustar a los demás.
¿Por qué no morí entonces? Era el más
desdichado de los hombres, ¿por qué, pues, no me hundí en el olvido y el
descanso? La muerte arrebata a muchas criaturas sanas, que son la única
esperanza de sus embelesados padres: ¡cuántas novias y jóvenes amantes estaban
un día llenos de salud y esperanza y al siguiente eran pasto de los gusanos y
la descomposición! ¿De qué sustancia estaba hecho yo para soportar tantas
pruebas que, como el continuo girar de la rueda, iban renovando las torturas?
Pero estaba condenado a vivir, y, pasados dos
meses, me encontré, como si saliera de un sueño, en la cárcel, tumbado en un
miserable jergón y rodeado de cancerberos, guardias y todo aquello que de
siniestro acompaña a una mazmorra. Recuerdo que desperté una mañana; había
olvidado los detalles de lo ocurrido, y tenía sólo el vago recuerdo de haber
sufrido una tremenda desgracia. Pero cuando miré a mi alrededor y vi las
ventanas enrejadas y la miseria del cuarto en que me hallaba, todo se me vino a
la mente, y no pude reprimir un amargo gemido.
El ruido despertó a una anciana que dormía en
una silla junto a mí. Era una enfermera contratada, esposa de uno de los
cancerberos, y su rostro demostraba todos los defectos que a menudo
caracterizan a esas personas. Tenía las facciones duras y toscas como aquellos
que se han acostumbrado a ver la miseria sin conmoverse. Su tono de voz
denotaba una total indiferencia; me habló en inglés, y me pareció reconocerla como
la que había oído durante mi enfermedad.
¿Está usted mejor? ––me preguntó.
––Creo que sí ––le
contesté débilmente en inglés––. Pero si todo esto es cierto, si no es una
pesadilla, lamento volver a la vida para sufrir esta angustia y este horror.
––Si se refiere a lo del hombre que asesinó
––continuó la anciana––, creo que sí, que más le valdría haber muerto, pues no
tendrán ninguna compasión con usted. Lo ahorcarán cuando lleguen las próximas
sesiones. Pero eso no es asunto mío. Me han encargado de cuidarlo y sanarlo, y
tengo la conciencia tranquila porque he cumplido con mi obligación. ¡Ojalá
todos hicieran lo mismo!
Asqueado, volví el rostro ante las palabras
de la mujer, que podía hablar tan inhumanamente a alguien que acaba de escapar
de la muerte. Pero estaba muy débil y no podía reflexionar bien sobre todo lo
que había sucedido. Mi vida entera se me aparecía como una pesadilla; me
preguntaba si todo aquello era cierto, pues los hechos nunca conseguían
imponérseme con la fuerza de la realidad.
A medida que las borrosas imágenes que me
envolvían se iban haciendo más precisas, me volvió la fiebre; estaba rodeado de
una oscuridad que nadie disipaba con la dulce voz del afecto; no tenía junto a
mí a nadie que me tendiera una mano. Vino el médico y me recetó unas medicinas,
que la anciana se dispuso a preparar; pero el rostro del primero reflejaba una
expresión de total desinterés, mientras que en el de la mujer se apreciaban
claros síntomas de brutalidad ¿A quién podría incumbirle la suerte de un
asesino, salvo al verdugo que cobraría por su trabajo?
Estos fueron mis primeros pensamientos; pero
más tarde supe que el señor Kirwin había mostrado gran amabilidad para conmigo.
Había ordenado que se me instalara en la mejor celda de la prisión (aunque bien
sórdida era), y se había encargado de procurarme el médico y la enfermera.
Cierto que no solía venir a visitarme; pues, aunque deseaba mitigar los
sufrimientos de todo ser humano, no quería presenciar las angustias y delirios
de un asesino. Venía de vez en cuando, para comprobar que no estaba
desatendido; pero se quedaba poco, y espaciaba mucho sus visitas.
Un día, cuando empezaba a recobrarme, me
sentaron en una silla. Ténía los ojos entornados y las mejillas pálidas, me
invadían la tristeza y el abatimiento y pensaba si no sería mejor buscar la
muerte antes que permanecer encerrado o, en el mejor de los casos, volver a un
mundo repleto de desgracias. Consideré incluso si no sería mejor declararme
culpable y sufrir, con más razón que Justine, el
castigo de la ley. Me encontraba pensando en esto, cuando se abrió la puerta y
entró el señor Kirwin. Su rostro denotaba amabilidad y compasión. Acercó una
silla y me dijo en francés:
––Me temo que este lugar le resulte muy
desagradable; puedo hacer algo para que se encuentre más cómodo?
––Se lo agradezco ––respondí––; pero la
comodidad no me preocupa: no hay en toda la Tierra nada que me pueda hacer la
vida más grata.
––Sé que la comprensión de un extraño poco
puede ayudar a alguien hundido por tan insólita desgracia. Pero confío en que
pronto podrá abandonar este lóbrego lugar, pues indudablemente se podrán
aportar pruebas que le eximan de culpa.
––Eso es algo qué no me preocupa: debido a
una extraña cadena de acontecimientos, me he convertido en el más infeliz de
los mortales. Perseguido y atormentado como estoy, ¿existe alguna razón para
que tema a la muerte?
––En efecto, pocas cosas habrá más
desafortunadas y penosas que las extrañas coincidencias que han ocurrido
recientemente. De forma accidental vino a parar a esta costa, famosa por su
hospitalidad; fue detenido inmediatamente y culpado de asesinato. La primera
cosa que le obligamos a ver fue el cadáver de su amigo, asesinado de forma
inexplicable, y puesto en su camino por algún criminal.
Esta observación del señor Kirwin, a pesar de
la agitación que me produjo el recuerdo de mis sufrimientos, me sorprendió
considerablemente por la información que parecía entrañar respecto a mí. Mi
rostro debió reflejar esta sorpresa, porque el señor Kirwin se apresuró a
añadir:
––Hasta un par de días después de que cayera
enfermo, no se me ocurrió examinar sus ropas con el fin de descubrir algún dato
que me permitiera enviar a sus familiares noticias de su enfermedad. Encontré
varias cartas, y entre ellas una que, a juzgar por el encabezamiento, era de su
padre. Escribí de inmediato a Ginebra, y desde entonces han transcurrido casi
dos meses. Pero está usted enfermo; tiembla. Hay que evitarle cualquier
emoción.
––Estas dudas son mil veces más horribles que
la peor noticia. Dígame cuál ha sido la siguiente muerte que ha habido y qué
debo llorar.
––Su familia se encuentra bien ––dijo el
señor Kirwin con dulzura––; y alguien, un amigo, ha venido a visitarlo.
No sé qué asociación de ideas me hizo pensar
que el asesino había venido a burlarse de mis desgracias y a utilizar la muerte
de Clerval de señuelo para que accediera a sus diabólicos deseos. Tapándome la
cara con las manos, exclamé con desesperación:
––¡Lléveselo! No quiero verlo. Por el amor de
Dios, que no entre.
El señor Kirwin me miró sorprendido. No podía
por menos de considerar mi arrebato como prueba de mi culpabilidad, y con tono
severo dijo:
––Joven, hubiera creído que la presencia de
su padre lo agradaría, en lugar de inspirarle tan violenta repugnancia.
––¡Mi padre! ,exclamé, mientras sentía que
cada músculo se relajaba, y en mi alma la angustia se tornaba en alegría—. ¿Ha
venido de verdad mi padre? ¡Qué felicidad! Pero ¿dónde está?, ¿por qué no
entra?
El cambio sorprendió y agradó al magistrado;
quizá atribuyó mi anterior exclamación a un momentáneo retorno del delirio, e
instantáneamente recobró su benevolencia. Levantándose, abandonó la celda con
la enfermera, y al momento entró mi padre.
En ese momento nada podría haberme alegrado
más que su llegada. Tendiendo hacia él los brazos, exclamé:
––¿Entonces estás a salvo?; ¿y Elizabeth?; ¿y
Ernest?
Mi padre me tranquilizó, asegurándome que
todos estaban bien, e intentó, hablándome de estos temas tan entrañables para
mí, levantarme el ánimo; pero pronto se dio cuenta de que una cárcel no era el
lugar más propicio para la alegría.
––¡Qué sitio este para vivir, hijo mío!
––dijo, observando con tristeza las enrejadas ventanas y el aspecto siniestro
del cuarto––. Partiste de viaje en busca de distracciones; pero parece
perseguirte la fatalidad. ¡Y el pobre Clerval...!
El oír el nombre de mi infeliz compañero fue
demasiado para el estado en que me hallaba, y prorrumpí en llanto.
––¡Padre! respondí––
un destino fatal pende sobre mi cabeza, y debo vivir para cumplirlo; de no ser
por esto, hubiera muerto ya sobre el ataúd de Henry.
No pudimos hablar mucho tiempo, pues mi delicada
salud requería que se tomaran todas las precauciones para asegurarme la
tranquilidad. Entró el señor Kirwin e insistió en que mis escasas fuerzas no
admitían tanta emoción. Mas la presencia de mi padre había sido para mí como la
aparición del ángel bueno, y gradualmente fui recobrándome.
Pero, a medida que mejoraba, me iba
invadiendo una sombría melancolía que nada lograba despejar. La espantosa
imagen de Henry
asesinado me rondaba constantemente. Más de una vez la agitación que
este recuerdo me producía les hacía temer a mis amigos que sufriera una nueva
recaída. ¿Por qué se esforzaban en salvar una vida tan miserable y odiosa? Sin
duda para permitirme cumplir el destino del cual ya estoy cerca. Pronto, sí,
muy pronto, la muerte acallará estos latidos y me librará del terrible fardo de
angustias que me doblega hasta el suelo; y, cuando haya hecho justicia, también
yo podré descansar ya. Pero entonces la muerte se hallaba aún muy lejos de mí,
a pesar de que el deseo de morir ocupaba todos mis pensamientos. A menudo
permanecía sentado, inmóvil y silencioso, esperando alguna inmensa catástrofe
que me aniquilaría a mí a la vez que a mi destructor.
Se acercaba el momento de las sesiones. Ya
llevaba en la cárcel tres meses; y aunque seguía estando muy débil y continuaba
el peligro de una recaída, tuve que viajar unas cien millas hasta la ciudad en
la que se encontraba el tribunal. El señor Kirwin se encargó de convocar a los
testigos y de organizar mi defensa. Me evitaron la vergüenza de aparecer en
público como un asesino, puesto que no llevaron el caso ante el tribunal de
convictos de homicidio.
La acusación fue desestimada, al comprobarse
que yo estaba en las islas Orcadas cuando se halló el cadáver de mi amigo; y
quince días después de haberme trasladado a la capital estaba en libertad.
Mi padre tuvo una inmensa alegría al saberme
absuelto del cargo de asesinato, y de pensar que ya podía volver a respirar el
aire libre y regresar a nuestra patria. Yo no compartía estos sentimientos; las
paredes de la cárcel no me resultaban más odiosas que las de un palacio. Mi
vida se había visto emponzoñada para siempre; y, aunque el sol brillaba para
mí igual que para aquellos cuyo corazón rebosara de alegría, a mi alrededor no
había más que densas y temibles tinieblas, en las que la única luz que
penetraba la proporcionaban dos ojos clavados en mí. A veces eran los
expresivos ojos de Henry, apagados por la muerte, las negras órbitas casi
ocultas por los párpados, bordeados de largas pestañas oscuras; otras eran los
acuosos ojos del monstruo, tal como los vi la primera vez en mi cuarto de Ingolstadt.
Mi padre intentaba despertar en mí
sentimientos de afecto. Hablaba de Ginebra, donde pronto llegaríamos, de Elizabeth, de
Ernest; pero la mención de estos nombres sólo lograba
arrancarme profundos suspiros. Había veces en que deseaba ser feliz, y pensaba
con melancólica dicha en mi hermosa prima; o añoraba, con una desesperada
nostalgia, ver de nuevo el lago azul y el veloz Ródano que tanto había querido
en mi juventud; pero mi estado general era de apatía, y tanto me daba la cárcel
como el más maravilloso paisaje de la naturaleza; y estos ataques de pesimismo
sólo se veían interrumpidos por el paroxismo de la angustia y la desesperación.
En aquellos momentos, con frecuencia intentaba poner fin a esa existencia que
tanto odiaba; y se precisaron un cuidado y una vigilancia continuos para
impedir que cometiera algún acto de violencia.
Recuerdo que, al abandonar la cárcel, oí
decir a uno de los hombres:
––Puede que sea inocente del crimen, ¡pero
está claro que tiene mala conciencia!
Estas palabras se me quedaron grabadas. ¡Mala
conciencia!, era cierto. William, Justine, Clerval
habían muerto víctimas de mis infernales maquinaciones.
––¿Y cuál será la muerte que ponga fin a esta
tragedia? ––grité––. Padre, no permanezcamos más tiempo en este horrible país;
llévame donde pueda olvidarme de mí mismo, de mi propia existencia, del mundo
entero.
Mi padre accedió gustoso a mis deseos; y,
tras despedirnos del señor Kirwin, partimos para Dublín. Me sentía como si me
hubieran aligerado de un terrible peso cuando, con viento favorable, la
embarcación dejó Irlanda atrás, y abandoné para siempre el país que había sido
el escenario de tantas tristezas.
Era media noche. Mi padre dormía en el camarote,
y yo estaba tumbado en la cubierta, mirando las estrellas y escuchando el batir
de las olas. Bendije la oscuridad que borraba Irlanda de mi vista, y el pulso
se me aceleró cuando pensé que pronto vería Ginebra. El pasado se me antojó una
horrible pesadilla; pero el barco en el que navegaba, el viento que me alejaba
de la odiada costa irlandesa v el mar que me rodeaba, todo servía para indicar
claramente que no estaba engañado y que Clerval, mi queridísimo amigo y
compañero, había caído víctima mía y del monstruo de mi creación. Hice un
repaso de toda mi vida: la tranquila felicidad mientras viví en Ginebra con mi
familia, la muerte de mi madre y mi partida hacia Ingolstadt;
recordé los escalofríos que me recorrieron ante el alocado entusiasmo
que me empujaba hacia la creación de mi horrendo enemigo, y rememoré la noche
en que vivió por primera vez. No pude continuar el hilo de mis pensamientos; me
oprimían mil angustias, y lloré amargamente.
Desde que me había repuesto de la fiebre me
había acostumbrado a tomar cada noche una
pequeña cantidad de láudano, pues sólo con la ayuda de esta droga conseguía
obtener el descanso necesario para mantenerme con vida. Torturado por el
recuerdo de mis múltiples desgracias, tomé una doble dosis y pronto me dormí
profundamente. Pero el sueño no me liberó de mis pensamientos ni de mi
desgracia, y soñé con mil cosas que me atemorizaban. Cerca del amanecer tuve
una horrible pesadilla: sentí cómo el malvado ser me oprimía la garganta; yo no
me podía librar de su zarpa, y lamentos y alaridos resonaban en mi cabeza. Mi
padre, que velaba mi sueño, advirtió mi inquietud y, despertándome, me señaló
el puerto de Holyhead, en el cual estábamos entrando.
Capítulo
5
Habíamos decidido no pasar por Londres, sino
cruzar directamente hacia Portsmouth, desde donde embarcaríamos
para El Havre. Yo prefería este plan, porque temía volver a ver aquellos
lugares en los que, con Clerval, había disfrutado de algunos momentos de paz.
Pensaba con horror en ver de nuevo a aquellas personas a quienes habíamos
visitado juntos, y que podrían hacer preguntas sobre un suceso cuyo mero
recuerdo hacía revivir en mí el dolor que había sufrido al ver su cuerpo inerte
en la posada de...
En cuanto a mi padre, todos sus esfuerzos se
encaminaban hacia mi recuperación y a que mi mente encontrara de nuevo la paz.
Sus cuidados y cariño no tenían límite; mi tristeza y pesadumbre eran tenaces,
pero él no se daba por vencido. A veces pensaba que me sentía avergonzado de
verme inmiscuido en un delito de asesinato, e intentaba convencerme de la
inutilidad de la soberbia.
Padre, ¡qué poco me conoces! le dije. Es verdad que el ser humano, sus
sentimientos y sus pasiones se verían humillados si un desgraciado como yo
pecara de soberbia. La pobre e infeliz Justine era
tan inocente como yo, y fue culpada de lo mismo; murió acusada de un acto que
no había cometido; yo fui el culpable, yo la asesiné. William, Justine y Henry..., ;los
tres murieron a manos mías.
Durante mi encarcelamiento, mi padre me había
oído hacer esta afirmación con frecuencia y, cuando me oía hablar así, a veces
parecía desear una explicación; otras, tomaba mis palabras como ocasionadas por
la fiebre, pensando que durante la enfermedad se me había ocurrido esta idea,
cuyo recuerdo mantenía incluso durante la convalecencia. Yo evitaba las
explicaciones, y guardaba silencio respecto del engendro que había creado.
Tenía el presentimiento de que me tacharía de loco, lo cual me impediría darle
una posible explicación, si bien hubiera dado un mundo por poder confiarle el
funesto secreto.
En esta ocasión, y con profunda sorpresa, mi
padre me preguntó:
––¿Qué quieres decir, Víctor?, ¿estás loco?
Mi querido hijo, te ruego que no vuelvas a decir semejante cosa.
––No estoy loco ––grité con vehemencia—. El
sol y la luna , que han presenciado
mis operaciones, pueden atestiguar lo que digo. Soy el asesino de esas víctimas
inocentes; murieron a causa de mis maquinaciones. Mil veces habría derramado mi
propia sangre, gota a gota, si así hubiera podido salvar sus vidas; pero no
podía, padre, no podía sacrificar a toda la humanidad.
Mis últimas palabras convencieron a mi padre
de que tenía las ideas trastornadas, y al instante cambió el tema de nuestra
conversación, intentando desviar así mis pensamientos. Deseaba borrar de mi memoria
las escenas que habían tenido lugar en Irlanda, y ni aludía a ellas ni me
permitía hablar de mis desgracias. A medida que pasaba el tiempo me fui
tranquilizando; la pesadumbre seguía bien asentada en mi corazón, pero ya no
hablaba de mis crímenes de forma incoherente; me bastaba tener conciencia de
ellos. Mediante la más atroz represión, acallé la imperiosa voz de la amargura,
que a veces ansiaba confiarse al mundo entero. También mi comportamiento se
hizo más tranquilo y moderado de lo que había sido desde mi viaje al mar de
hielo. Llegamos a El Havre el 8 de mayo, y proseguimos de inmediato a París,
donde mi padre tenía que atender unos asuntos que nos detuvieron unas semanas.
En esta ciudad, recibí la siguiente carta de Elizabeth.
A VÍCTOR FRANKENSTEIN
Mi
queridísimo amigo:
Me
dio mucha alegría recibir de mi tío una carta fechada en París; ya no estáis a
una distancia tan tremenda y puedo abrigarla esperanza de veros antes de quince
días. ¡Mi pobre primo, cuánto debes haber sufrido! Me figuro que vendrás aún
más enfermo que cuando te fuiste de Ginebra. El invierno ha sido triste, pues
me turbaba la angustia de la incertidumbre; no obstante espero verte con el
semblante tranquilo y el ánimo no del todo desprovisto de paz y serenidad.
Temo,
sin embargo, que aún existen en ti los mismos sentimientos que tanto te
atormentaban hace un año, quizá incluso avivados por el tiempo. No quisiera
importunarte en estos momentos, cuando pesan sobre ti tantas desgracias; pero
una conversación mantenida con mi tío antes de su marcha hacen necesarias
algunas explicaciones antes de que nos veamos.
«¿Explicaciones?»,
te preguntarás. «¿Qué tendrá que explicar Elizabeth?» Si esto es lo que
realmente dices, habrás ya respondido a mis preguntas y no me resta más que
terminar la carta y firmar
tu querida prima. Pero estás muy lejos, y es posible que temas pero que a la
vez agradezcas esta explicación; y existiendo la posibilidad de que éste sea el
caso, no me atrevo a permanecer más tiempo sin expresarte lo que, durante tu ausencia,
a menudo he querido decirte, sin que jamás haya encontrado el valor para hacerlo.
Sabes
bien, Víctor, que desde nuestra infancia tus padres han acariciado la idea de
nuestra unión. Nos la comunicaron siendo nosotros muy jóvenes, y nos enseñaron
a esperar esto como algo que con toda seguridad se llevaría a cabo. Fuimos
siempre buenos compañeros de juegos durante nuestra niñez y creo que a medida
que crecimos nos convertimos, el uno para el otro, en estimados y apreciados
amigos. Pero ¿no podría ser el nuestro el mismo caso que el de los hermanos
que, aun cuando sienten un gran cariño, no desean una unión más íntima entre
sí? Dímelo, querido Víctor. Contéstame, te lo ruego en nombre de nuestra mutua
felicidad, con franquea: ¿quieres a otra mujer?
Has
viajado; has pasado varios años de tu vida en Ingolstadt. Te confieso, amigo mío, que cuando te vi tan apenado el otoño pasado,
en busca siempre de la soledad y rehuyendo la compañía de todos, no pude por
menos de suponer que quizá lamentaras nuestra relación y te
creyeras obligado por el honor a cumplir los deseos de tus padres, aunque se
opusieran á tus inclinaciones. Pero es éste un razonamiento falso. Confieso,
primo mío, que te quiero, y que en mis etéreos sueños de futuro tú siempre has
sido mi constante amigo y compañero. Pero es tu felicidad la que deseo tanto
como la mía, cuando te digo que nuestro matrimonio me haría desgraciada para
siempre si no respondiera a tu propia elección. Lloro de pensar que, abrumado
como te encuentras por tus cruelísimas desdichas, ahogaras, debido a tu idea
del honor, toda
esperanza de amor y felicidad que son
lo único que puede hacer que te repongas. Quizá sea precisamente yo, que te amo
tanto, la que esté incrementando mil veces tus sufrimientos, al ser obstáculo
para la realización de tus deseos. Víctor, ten la seguridad de que tu prima y
compañera de juegos te quiere con demasiada sinceridad como para que esta
posibilidad no la entristezca. Sé feliz, amigo mío; y si acatas ésta mi única
petición, ten la seguridad de que nada en el mundo perturbará mi tranquilidad.
No
dejes que esta carta te preocupe; no contestes ni mañana ni pasado, ni siquiera
antes de tu vuelta si ello te va a resultar doloroso. Mi tío me informará de tu
salud; y si al encontrarnos veo en tus labios una sonrisa, que se deba a mi
actual esfuerzo, no pediré mayor recompensa.
ELIZABETH LAVENZA
Ginebra, 18 de marzo de 17...
Esta carta me trajo a la memoria algo que
había olvidado: la amenaza del bellaco: «Estaré
a tu lado en tu noche de bodas.» Esta era mi sentencia, y esa noche aquel
demonio desplegaría todas sus artes para destruirme y arrancarme el atisbo de
felicidad que prometía, en parte, compensar mis sufrimientos. Esa noche había
decidido terminar sus crímenes con mi muerte. ¡Que así fuera!; tendría entonces
lugar un combate a muerte, tras el cual, si él vencía, yo hallaría la paz, y el
poder que ejercía sobre mí acabaría. Si lo derrotaba, sería un hombre libre.
Pero, ¿qué libertad tendría?; la del campesino que, asesinada su familia ante
sus ojos, quemada su casa, destrozadas sus tierras, vaga sin hogar, sin
recursos y solo, pero libre. Tal sería mi libertad, sólo que en Elizabeth poseía
un tesoro, por desventura contrarrestado por los horrores del remordimiento que
me perseguirían hasta la muerte. ¡Dulce y adorable Elizabeth! Leí
y releí su carta, y noté cómo ciertos sentimientos de ternura se adueñaban de
mi corazón y osaban susurrarme idílicas promesas de amor y felicidad; pero la
manzana había sido mordida, y el brazo del ángel se armaba para privarme de
toda esperanza. Sin embargo, estaba dispuesto a morir por conseguir la
felicidad de Elizabeth. Si el monstruo llevaba a cabo su amenaza, la
muerte sería inevitable. Recapacitaba sobre el hecho de que mi matrimonio
acelerara mi sino. Ciertamente mi destrucción se adelantaría así algunos meses;
pero, por otra parte, si mi verdugo llegaba a sospechar que, influido por su
amenaza, demoraba la ceremonia, urdiría otro medio de venganza quizá aún más
terrible. Había jurado estar a mi lado en
mi noche de bodas, pero esta amenaza no le obligaba a mantener entretanto
la paz. ¿Acaso no había asesinado a Clerval inmediatamente después de nuestra
conversación, como para indicarme que aún no estaba saciada su sed de sangre?
Decidí, por tanto, que si el inmediato
matrimonio con mi prima iba a suponer la felicidad de Elizabeth y
la de mi padre, las intenciones de mi adversario de acabar con mi vida no lo
retrasarían ni una hora.
En este estado de ánimo escribí a Elizabeth. Mi
carta era afectuosa y serena. «Temo, amada mía ––escribí––, que no es mucha la
felicidad que nos resta en este mundo; sin embargo en ti se centra toda la que
pueda un día disfrutar. Aleja de tu pensamiento tus infundados temores; a ti, y
sólo a ti consagro mi vida y mis esperanzas de consuelo. Tengo un solo secreto,
Elizabeth,
un secreto tan terrible que cuando te lo revele se te helará la
sangre; entonces, lejos de sorprenderte ante mis sufrimientos, te admirarás de
que haya podido soportarlos. Te comunicaré esta historia de horrores y desgracias
el día siguiente a nuestra boda, pues debe reinar entre nosotros, mi
queridísima prima, una absoluta confianza. Pero hasta ese momento te ruego que
no lo menciones o hagas alusión alguna a ello. Te lo suplico de corazón, y
confío en que así sea.»
Una semana después de recibida la carta de Elizabeth, llegábamos
a Ginebra. Mi prima me recibió con cálido afecto, mas los ojos se le llenaron
de lágrimas al advertir mi aspecto desmejorado y mis febriles mejillas. Ella
también estaba cambiada. Estaba más delgada y había perdido algo aquella
deliciosa vivacidad que tanto me cautivara antes; pero su dulzura y mirada
suave llena de compasión hacían de ella una compañera mucho más idónea para el
ser hundido y apesadumbrado en el que yo me había convertido.
La paz de la que ahora disfrutaba no duró.
Los recuerdos me asaltaban de nuevo, haciéndome enloquecer; y cuando pensaba en
todo lo ocurrido perdía por completo la razón. En ocasiones me poseía una terrible
furia, otras me encontraba abatido y desanimado. Ni hablaba ni miraba a nadie;
permanecía inmóvil, abrumado por el cúmulo de desgracias que se abatían sobre
mí.
Sólo Elizabeth conseguía sacarme de estos
momentos de depresión; su dulce voz me serenaba cuando me poseía la cólera, y
sabía despertar en mí sentimientos humanos cuando la apatía hacía de mí su
presa. Lloraba conmigo y por mí. Cuando volvía en razón me regañaba, y se
esforzaba por inculcarme resignación. Mas, si bien los desdichados pueden
aprender a resignarse, ¡no hay paz posible para los culpables! Las torturas del
remordimiento envenenan hasta la tranquilidad que, a veces, procura una
tristeza infinita.
Poco después de nuestra llegada, mi padre se
refirió a mi próxima unión con mi prima. Yo permanecía en silencio.
––¿Estás, acaso, enamorado de otra persona?
––preguntó.
––En modo alguno le respondí—. Quiero a Elizabeth, y deseo nuestra
boda. Por tanto, fijemos el día; en él me consagraré, vivo o muerto, a la
felicidad de mi prima.
––Mi querido Víctor, no hables así. Han caído
sobre nosotros grandes desgracias; pero esto debe servir para unirnos aún más a
lo que nos queda, y volcar sobre los que viven el amor que sentíamos por
aquellos que ya no están con nosotros. Nuestro círculo será reducido, pero
fuertemente ceñido por los lazos del afecto y los sufrimientos comunes. Y
cuando el tiempo haya limado tu desesperación, nacerán nuevos y queridos seres
que reemplazarán aquellos que nos han sido arrebatados de forma tan cruel.
Estos eran los consejos de mi padre, pero no
conseguía apartar de mí el recuerdo de aquella amenaza. Tampoco es de extrañar
que, omnipotente como se había mostrado aquel infame demonio en sus sanguinarias
acciones, yo lo considerara casi invencible, y que, cuando pronunció las
terribles palabras «Estaré a tu lado en
tu noche de bodas», considerara la amenaza como inevitable. La muerte no
hubiera supuesto para mi mayor desgracia, de no ser porque arrastraba la
pérdida de Elizabeth y, por tanto, coincidí gozoso, incluso alegre, con
mi padre en que, si mi prima aceptaba, celebraríamos la ceremonia al cabo de
diez días; así creía sellar mi suerte.
¡Dios mío!; si por un instante hubiera
imaginado las intenciones reales de mi diabólico adversario, hubiera preferido
exiliarme para siempre de mi tierra, y errar en soledad por el mundo como un
renegado, antes que consentir en tan desdichada unión. Pero, como si poseyera
poderes mágicos, el monstruo me había engañado respecto de sus verdaderas
intenciones; y mientras creía que estaba preparando mi propia muerte, lo que
hacía era acelerar la de una víctima muchísimo más querida.
A medida que se aproximaba la fecha de
nuestra boda, no sé si debido a una falta de valor o a algún presentimiento, me
sentía más y más deprimido. Pero ocultaba mis sentimientos bajo muestras de
alborozo que llenaban de dicha el rostro de mi padre, pero apenas si conseguían
engañar la mirada más atenta de Elizabeth. Mi prima esperaba nuestra
unión con una serena alegría, no exenta del temor despertado por las recientes
desgracias, de que lo que ahora parecía una felicidad tangible pudiera
desaparecer como un sueño, sin dejar más huella que un profundo y eterno pesar.
Se hicieron los preparativos para el
acontecimiento; recibimos numerosas visitas que, sonrientes, nos felicitaban.
Yo disimulaba cuanto podía la ansiedad que me corroía el corazón, y acepté con
fingido ardor los planes de mi padre, aunque sólo fueran a servir de decorado
para mi tragedia. Se nos compró una casa no lejos de Cologny[L91],
que, por estar cerca de Ginebra, nos permitiría disfrutar del campo y sin
embargo visitar a mi padre cada día, pues él, con el fin de que Ernest pudiera proseguir sus estudios en la universidad,
seguiría viviendo en la ciudad.
Entretanto, yo tomé todas las precauciones
para garantizar mi defensa caso de que mi enemigo me atacara abiertamente.
Llevaba siempre conmigo un puñal y un par de pistolas, y permanecía alerta para
evitar cualquier posible intento por su parte; de este modo conseguí una mayor
tranquilidad. Lo cierto es que así la felicidad que esperaba de mi matrimonio se
iba materializando, y al hablar todos de nuestra unión como algo que ningún
acontecimiento podría impedir, la amenaza se difuminaba y hasta llegué a
creerme que carecía de la suficiente entidad como para alterar mi paz.
Elizabeth parecía contenta, pues mi aspecto sereno contribuía
mucho a calmarla. Pero el día en que se iban a cumplir mis deseos y que iba
también a sellar mi destino, estaba apesadumbrada, como si tuviera algún mal
presentimiento. Quizá también pensara en el terrible secreto que había prometido
contarle al día siguiente. Mi padre sin embargo rebosaba de felicidad y, con el
ajetreo de los últimos momentos, atribuyó la melancolía de su sobrina al pudor
comprensible de una novia.
Después de la ceremonia, los numerosos
invitados se reunieron en casa de mi padre. Se había decidido que Elizabeth y
yo pasaríamos la tarde y la noche en Evian, y que a la mañana siguiente nos
iríamos a Cologny. Hacía un día hermoso y, ya que el viento era favorable,
decidimos ir en barco.
Fueron esos los últimos momentos de mi vida
durante los cuales me sentí feliz. Navegábamos deprisa; el sol calentaba con
fuerza, pero nos protegía un pequeño toldo. Admiramos la belleza del paisaje,
costeando las orillas del lago; un lado nos ofrecía el monte Saléve, las
orillas de Montalégre, el maravilloso Mont Blanc, dominando a distancia el
conjunto y las montañas coronadas de nieve, que en vano intentaba competir con
él. Al otro lado quedaba el majestuoso jura, con su sombría ladera, que parecía
interponerse a la inquietud del que quisiera abandonar el país y a la
intrepidez del invasor que pretendiera esclavizarlo.
––Estás triste, mi amor. ¡Ay!, si supieras lo
que he sufrido y cuánto me queda aún por pasar, harías que disfrutara de la paz
y el sosiego que este día, al menos, me depara.
Alégrate, mi querido Víctor ––respondió
ella––; confío en que no tengas motivos para entristecerte; y te aseguro que,
aunque mi rostro no exprese mi dicha, mi corazón rebosa de felicidad. Hay algo
que me previene en contra de poner demasiadas esperanzas en el futuro que hoy
se abre ante nosotros; pero no escucharé tan lóbrega voz. Mira la rapidez con
que nos movemos y cómo las nubes, que bien nos ensombrecen, bien rebasan la
cima del Mont Blanc, hacen aún más interesantes este hermosísimo paisaje. Observa
también los numerosos peces que nadan en este agua, tan clara, que nos permite
ver cada guijarro del fondo. ¡Qué día tan precioso!; ¡qué tranquila y serena se
muestra la naturaleza!
Elizabeth trataba así de alejar nuestros pensamientos de temas
dolorosos. Pero su humor fluctuaba; había instantes en que los ojos le
brillaban con alegría, pero ésta en seguida dejaba paso al ensimismamiento y la
abstracción.
El sol comenzaba a declinar. Cruzamos el río
Drance y vimos cómo continuaba su curso por entre los barrancos y vallecillos
de las colinas. Aquí los Alpes se acercan bastante al lago, y poco a poco nos
fuimos aproximando al anfiteatro de montañas que lo cercan por el lado este. El
campanario de Evian brillaba recortado sobre el oscuro fondo de bosques que
rodean la ciudad, custodiada por la cordillera de altas cumbres.
Al anochecer, el viento, que hasta entonces
nos había empujado con asombrosa rapidez, se tornó en una suave brisa que
apenas ondulaba las aguas y movía los árboles suavemente. Nos acercábamos a la
orilla desde la que nos llegaba el más delicioso aroma de flores y heno. El sol
se puso en el momento en que desembarcamos; y al poner pie en tierra, sentí
revivir en mí la ansiedad y el temor, que tan pronto se iban a aferrar a mí
para siempre.
Capítulo
6
Eran las ocho cuando desembarcamos. Paseamos
unos momentos por la orilla disfrutando del crepúsculo y luego nos dirigimos a
la posada, desde donde contemplamos la hermosa vista del lago, bosques y montañas,
que, envueltas en la oscuridad, aún mostraban sus negros perfiles.
El viento, que casi había cesado por el sur,
se levantó ahora con gran violencia desde el oeste. La luna ,
alcanzado su cenit, empezaba a descender; ante ella, las nubes corrían, más
veloces que el vuelo de los buitres, y nublaban sus rayos; en las aguas del
lago se reflejaba el atareado firmamento, de manera aún más bulliciosa, pues
las olas empezaban a crisparse. De pronto cayó una fuerte tormenta de agua.
Yo había permanecido tranquilo a lo largo de
todo el día, pero, en cuanto la noche difuminó la forma de las cosas, me
asaltaron mil temores. Alerta y lleno de ansiedad, empuñaba con la mano derecha
una pistola que llevaba escondida en el pecho; el más leve ruido me
aterrorizaba; pero decidí que iba a vender cara mi vida y que no abandonaría la
lucha que se avecinaba hasta que o mi adversario o yo cayéramos.
Elizabeth observó mi agitación en silencio durante algún
tiempo. Por fin dijo:
––¿Qué te intranquiliza, mi querido Víctor?
¿Qué es lo que tanto temes?
––Paciencia, querida mía, paciencia le respondí––. Pasada esta noche, el
peligro habrá acabado. Pero esta noche es terrible, muy terrible.
Transcurrió una hora en esta inquietud; de
pronto, pensé en lo espantoso que le resultaría a mi esposa el combate que
esperaba de un momento a otro. Le rogué que se acostara, dispuesto a no
reunirme con ella en tanto no conociera las intenciones de mi enemigo.
Me quedé solo, y continué durante algún
tiempo paseando por los pasillos de la casa y examinando cada rincón que
pudiera servirle de escondrijo a mi adversario. Pero no descubrí rastro alguno
de él; y empezaba a pensar que alguna providencial casualidad habría
intervenido para impedirle llevar a cabo su amenaza, cuando oí un grito agudo y
estremecedor. Venía de la habitación donde descansaba Elizabeth. Al
oírlo comprendí la estremecedora verdad, y me quedé paralizado; noté cómo la
sangre me corría por las venas y me ardía en las puntas de los dedos. Un
instante después escuché un nuevo grito y corrí hacia la alcoba.
¡Dios mío!, ¿cómo no morí entonces? ¿Por qué
me hallo aquí narrando la destrucción de mi mayor esperanza, y la muerte de la
más pura criatura? Estaba tendida en el lecho, inánime, la cabeza ladeada, las
facciones pálidas y convulsas, semiocultas por el cabello. Doquiera que vaya
veo la misma imagen: los brazos exangües y el cuerpo lacio, tirado sobre el
tálamo nupcial por su asesino. ¿Cómo pude ver esto y seguir viviendo? ¡Cuán
tenaz es la vida, y cómo se aferra a quienes más la desprecian! En un instante
perdí el conocimiento, y caí al suelo.
Cuando volví en mí, me encontré rodeado de la
gente de la posada; sus rostros demostraban un terror inenarrable; pero su
espanto no era más que una parodia, una sombra de los sentimientos que me
oprimían a mí. Escapé hacia la habitación donde yacía el cuerpo de Elizabeth, mi
amor, mi esposa tan querida y venerada, viva aún pocos momentos antes. No
estaba ya en la posición en la que la había encontrado; tenía ahora la cabeza
recostada en un brazo, y el rostro y cuello ocultos por un pañuelo, y se la
podía creer dormida. Corrí hacia ella y la abracé con ardor, pero la mortal
quietud y la frialdad de sus miembros delataban que lo que estrechaba entre mis
brazos ya no era la Elizabeth a quien tanto había adorado. En su garganta se veían
las horrendas señales del diabólico ser, y ni el menor aliento salía de sus
labios.
Mientras con agonizante desesperación me
inclinaba sobre ella, levanté la vista. Me invadió una especie de pánico al ver
que la pálida luz de la luna
iluminaba la habitación, pues las contraventanas que se habían cerrado
anteriormente ahora estaban abiertas. Con inexpresable horror vi asomarse a
una de las ventanas el aborrecido y repugnante rostro del monstruo. Esbozó una
mueca burlona mientras señalaba con su inmundo dedo el cadáver de mi esposa. Me
abalancé hacia la ventana y, extrayendo del pecho una pistola, disparé; pero
esquivó la bala, y, huyendo del lugar a la velocidad del rayo, se zambulló en
las aguas del lago. ,
El ruido del disparo atrajo a la gente hacia
la habitación. Indiqué el lugar por donde había desaparecido, y lo seguimos con
barcas; echamos incluso redes, pero todo en vano. Regresamos desesperanzados
después de varias horas, la mayoría de mis compañeros convencidos de que el
fugitivo era fruto de mi imaginación. Tras desembarcar, se dispusieron a
registrar los alrededores, organizando distintas patrullas, que se esparcieron
por los bosques y viñedos.
No fui con ellos; me encontraba exhausto. Un
velo me nublaba la vista, y la piel me ardía con el calor de la fiebre. En este
estado, apenas consciente de lo que había ocurrido, me tendieron en una cama,
desde donde recorría el cuarto con la mirada en busca de algo que había
perdido.
Recordé entonces que mi padre estaría
esperando con ansiedad a que Elizabeth y yo regresáramos, y que
ahora debería volver solo. Este pensamiento me trajo lágrimas a los ojos y di
libre curso a mi llanto. Mis errantes pensamientos iban de un punto a otro,
centrándose en mis desgracias, y en lo que las había ocasionado. Me envolvía
una nube de incredulidad y horror. La muerte de William, la
ejecución de Justine, la muerte de Clerval y
finalmente la de mi esposa; ni siquiera sabía si el resto de mis familiares se
encontraban a salvo de la maldad del villano; quizá mi padre se agitaba ya entre
las manos asesinas, mientras Ernest yacía
inerte a sus pies. Esta idea me hizo estremecer y me devolvió a la realidad. Me
levanté, y decidí volver a Ginebra de inmediato.
No había caballos disponibles, y tuve que
hacer el viaje a través del lago, aunque el viento no era favorable y llovía
torrencialmente. Sin embargo, apenas había amanecido y podía confiar en estar
en casa por la noche. Contraté algunos remeros, y yo mismo tomé uno de los
remos, pues siempre había notado que el ejercicio físico paliaba los
sufrimientos del espíritu. Pero lo inmenso de mi pesar y el exceso de agitación
que había padecido me impedían cualquier esfuerzo. Dejé el remo, y apoyando la
cabeza entre las manos me abandoné al dolor. Al levantar la vista veía los
parajes que me eran familiares de los tiempos lejanos de mi felicidad, y que
aún el día anterior había contemplado con la que ahora no era sino una sombra y
un recuerdo. Lloré amargamente. La lluvia había cesado unos instantes, y vi
los peces jugando en el agua igual que lo habían hecho pocas horas antes bajo
la mirada de Elizabeth. Nada hay tan doloroso para la mente humana
como un cambio brusco y profundo. Podía brillar el sol, o las nubes ensombrecer
el cielo; para mí ya nada podía volver a ser lo mismo que el día anterior. Un
infame me había arrebatado todas mis esperanzas de felicidad. No habrá habido
jamás criatura tan desgraciada como yo; suceso tan espeluznante es único en la
historia del hombre.
Pero para qué narrar los acontecimientos que
siguieron a esta tragedia. El horror ha llenado toda mi vida; había llegado al punto culminante del sufrimiento, y lo que resta no puede más que
aburrirle. Uno a uno me fueron arrebatados aquellos a quienes amaba; y me quedé
solo. No tengo ya fuerzas; y explicaré lo que queda de mi horrenda narración en
pocas palabras.
Llegué a Ginebra. Mi padre y Ernest aún vivían; pero el primero se hundió ante la
trágica nueva que traía. ¡Cómo le recuerdo!, ¡padre bondadoso y amable!; la luz
huyó de sus ojos, pues habían perdido a aquella a quien adoraban: Elizabeth, su
sobrina, más que una hija para él, a la cual quería con todo el cariño que
siente un hombre que, próximo el fin de sus días, y teniendo pocos seres a
quienes dedicar su afecto, se aferra con mayor intensidad a aquellos que le quedan.
¡Maldito, maldito villano que llenó de tristeza sus canas y le hizo morir de
dolor! No podía vivir bajo el tormento de los horrores que se acumulaban en
torno suyo; sufrió una hemorragia cerebral, y murió en mis brazos al cabo de
unos días.
¿Qué fue entonces de mí? No lo sé; perdí la
noción de todo, y me vi envuelto en cadenas y tinieblas. Soñaba, a veces, que
con los amigos de juventud vagaba por alegres valles y prados llenos de flores;
pero despertaba una y otra vez en la misma celda. A esto seguía la melancolía,
pero poco a poco fui cobrando una idea exacta de mis aflicciones y de mi
situación, y por fin me liberaron. Me habían creído loco y, como supe más
tarde, durante muchos meses estuve encerrado en una celda solitaria.
Pero la libertad hubiera sido un fútil
regalo, si al recobrar la razón no hubiera recobrado a la vez un deseo de
venganza. Así que iba recuperando el recuerdo de mis desdichas, empecé a pensar
en su causa: el monstruo que había creado, el miserable demonio que, para mi
ruina, había traído al mundo. Al pensar en él, me invadía una enloquecedora
furia y entonces, deseando que cayera en mis manos, rezaba para que así fuera y
pudiera desatar sobre su infame cabeza una inmensa y mortal venganza.
Mi cólera no se satisfizo mucho tiempo con
inútiles deseos; empecé a pensar en cómo podía perseguirlo; a este fin, un mes
después de puesto en libertad, me dirigí a uno de los jueces de la ciudad,
diciéndole que quería formular una acusación;, dije que conocía al asesino de
mis familiares, y que le rogaba que ejerciera toda su autoridad para que se le
detuviera.
Me escuchó con benevolencia e interés.
––Esté usted seguro ––dijo–– de que no
ahorraré esfuerzos para encontrar al villano.
Le quedo muy agradecido ––respondí—. Escuche,
pues, la declaración que voy a hacer. Es en verdad una historia tan extraña que
temería que usted no me creyera, de no ser por que hay algo en las verdades,
por insólitas que parezcan, que fuerzan la convicción. Mi relato es demasiado
coherente como para que pueda tomarse por un sueño, y no tengo motivos para
mentir.
De esta forma me dirigí a él, con voz
tranquila pero seria; había decidido perseguir a mi destructor hasta la muerte,
y este propósito calmaba mi angustia y me reconciliaba un poco con la vida.
Narré mi historia brevemente, pero con firmeza y precisión, dando fechas
exactas y sin desviarme del tema para lamentarme de los hechos.
Al principio, el magistrado demostraba una
total incredulidad, pero a medida que proseguía escuchó con mayor atención e
interés; hubo momentos en que lo vi estremecerse, otros en que su rostro
denotaba un vivo asombro, exento de escepticismo[L92].
Al concluir mi relato, dije:
––Este es el ser al que acuso, y en cuya
detención y castigo le ruego ejerza su máxima autoridad. Es su deber como magistrado,
y creo y espero que sus sentimientos como hombre no rehusarán cumplir con él en
esta ocasión.
Estas últimas palabras provocaron un sensible
cambio en la expresión del magistrado. Había escuchado mi relato con ese tipo
de credulidad que producen las narraciones de fantasmas y sucesos
sobrenaturales; pero cuando le requerí que actuara de forma oficial, volvió a
desconfiar. Sin embargo, me respondió templadamente:
––Con gusto le ayudaría en lo que me fuera
posible; pero el ser de quien usted me habla parece estar dotado de unos
poderes que harían inútiles todos mis esfuerzos. ¿Quién puede perseguir a un
animal capaz de atravesar el mar de hielo, habitar en grutas y cavernas, donde
ser humano jamás osaría entrar? Además, han pasado algunos meses desde que
cometió sus crímenes y es imposible saber a dónde huyó o en qué lugar se halla
actualmente ahora.
No dudo de que ronda el lugar en el que yo me
encuentro. Y caso de haberse refugiado en los Alpes; se le puede dar caza como
si fuera una gamuza y destruirlo como a una bestia feroz.
Pero leo su pensamiento; no cree mi relato, y
no tiene la intención de perseguir a mi enemigo y aplicarle el castigo que
merece.
Al hablar, tenía los ojos encendidos de
cólera, y el magistrado se asustó.
––Está usted equivocado ––dijo—. Haré todo lo
que esté en mi mano y, si logro capturar al monstruo,, sepa que será castigado
de acuerdo con sus crímenes. Pero
temo, por lo que usted mismo ha descrito sobre su resistencia, que esto resulte
imposible, y que a la par que se toman las medidas necesarias, usted se debería
resignar al fracaso.
––Eso no es posible; pero nada de lo que diga
puede servirme de mucho. Mi venganza no es de su incumbencia; y sin embargo,
aunque reconozca en ello un vicio, le confieso que es la única y devoradora pasión
de mi espíritu. Mi ira no tiene límites, cuando pienso que el asesino, que
lancé entre la sociedad, sigue con vida. Me niega usted mi justa petición: me
queda un único camino, y desde ahora me dedicaré, vivo o muerto, a conseguir su
destrucción.
Temblaba al decir esto; mi actitud debía
rezumar aquel mismo frenesí y altivo fanatismo que se dice tenían los antiguos
mártires. Pero para un magistrado ginebrino, cuyos pensamientos están muy lejos
de los ideales y heroísmos, esta grandeza de espíritu debía asemejarse mucho a
la locura. Intentó apaciguarme como haría una niñera con una criatura, y achacó
mi relato a los efectos del delirio.
––¡Mortal! ––exclamé––,
está endiosado con su sabiduría, mas cuánta ignorancia demuestra. ¡Calle!; no
sabe lo que dice.
Salí de la casa tembloroso e iracundo, y me
retiré a pensar en otros medios de acción.
Capítulo
7
Mi estado era tal que no lograba controlar
voluntariamente el pensamiento. Me inundaba la ira, y sólo el deseo de venganza
me proporcionaba fuerza y comedimiento, reprimía mis sentimientos y me permitía
estar sereno y calculador en momentos en que, de otro ––modo, me hubiera
abandonado al delirio y a la muerte. Mi primera decisión fue abandonar Ginebra
para siempre; mis desgracias hicieron que aborreciese la patria que tan
intensamente había amado cuando era feliz y querido. Me hice con una importante
cantidad de dinero, y algunas joyas que habían pertenecido a mi madre, y partí.
Y aquí empezó una peregrinación que sólo con
mi muerte terminará. He recorrido una inmensa parte del mundo, y he sufrido
todas las penurias que suelen tener que afrontar los viajeros en los desiertos
y en las tierras salvajes. Apenas sé cómo he sobrevivido; con frecuencia me he
tendido desfallecido sobre la arena, rogando que me sobreviniera la muerte.
Pero las ansias de venganza me mantenían vivo; no me atrevía a morir si mi
enemigo continuaba con vida.
Al abandonar Ginebra, mi primer quehacer fue
encontrar algún indicio que me permitiera seguir los pasos de mi infame
enemigo. Pero estaba desorientado, y anduve por la ciudad durante muchas horas
dudando sobre qué dirección tomar. Cuando empezaba a anochecer, me encontré en
el cementerio donde reposaban William, Elizabeth y mi padre. Entré,
y me acerqué a sus tumbas. Reinaba el silencio, turbado tan sólo por el
murmullo de las hojas que el viento agitaba suavemente; era ya casi de noche, y
la escena hubiera resultado solemne y conmovedora incluso para un observador
ajeno a ella. Los espíritus de mis difuntos parecían rodearme, proyectando una
sombra invisible pero palpable en torno a mi cabeza.
La honda tristeza que en un principio esta
escena me había provocado pronto dio paso a la ira y a la desesperación. Ellos
estaban muertos, y sin embargo yo vivía; también vivía su asesino, y para
aniquilarlo debía yo continuar mi tediosa existencia. Arrodillado en la
hierba, besé la tierra y, con labios temblorosos, grité:
––Por la sagrada tierra en la que estoy
postrado, por los espíritus que me rodean, por el profundo y eterno dolor que siento,
por ti, oh Noche, y por los fantasmas que te pueblan, juro perseguir a ese
demonio, que ocasionó estas desgracias, hasta que uno de los dos sucumba en un
combate a muerte. A este fin preservaré mi vida; para ejecutar esta cara
venganza volveré a ver el sol y pisar la verde hierba, de todo lo cual, de otro
modo, prescindiría para siempre. Y yo os conjuro, espíritus de los muertos, y a
vosotros, errantes administradores de venganza, a que me ayudéis y orientéis en
mi tarea. ¡Que el maldito e infernal monstruo beba de la copa de la angustia y
sienta la misma desesperación que ahora me atormenta!
Había comenzado el juramento en tono solemne,
y con un fervor, que me hizo pensar que los espíritus de mis familiares
asesinados escuchaban y aprobaban mi devoción; pero así que concluí, las Furias[L93]
se apoderaron de mí, y la ira ahogaba mis palabras.
Desde la profunda quietud de la noche, me
llegó entonces una estruendosa y diabólica carcajada. Resonó en mis oídos larga
y dolorosamente; los montes me devolvieron su eco, y sentí que el infierno me
rodeaba burlándose y riéndose de mí. En aquel momento, de no ser porque aquello
significaba que mi juramento había sido escuchado y que me aguardaba la
venganza, me hubiera dejado dominar por el frenesí y hubiera acabado con mi
existencia miserable[L94].
La carcajada se fue extinguiendo, y una voz, familiar y aborrecida, me susurró
con claridad, cerca del oído:
––¡Estoy satisfecho, miserable criatura! Has
decidido vivir, y eso me satisface.
Corrí hacia el lugar de donde procedía el
sonido, pero aquel demonio me eludió. De pronto salió la luna ,
iluminando su horrenda y deforme silueta, que se alejaba con velocidad sobrenatural.
Lo perseguí; y desde hace varios meses ese es
mi objetivo. Siguiendo una vaga pista, recorrí el curso del Ródano, pero en
vano; hasta llegar a las azules aguas del Mediterráneo. Casualmente, una noche
vi cómo el infame ser abordaba y se escondía en un bajel con destino al Mar
Negro. Zarpé en el mismo barco; pero escapó, ignoro cómo.
Aunque continuaba esquivándome, seguí sus
pasos por las estepas de Tartaria y de Rusia. A veces, campesinos, atemorizados
por su horrenda aparición, me informaban de la dirección que había tomado;
otras, él mismo, temeroso de que si perdía toda esperanza me desesperara y
muriera, dejaba tras de sí algún indicio para que me guiara. Cuando cayeron las
nieves, hallé en la llanura la huella de su gigantesco pie. Para usted, que se
encuentra comenzando la vida, que desconoce el sufrimiento y el dolor, es
imposible saber lo que he padecido y aún padezco. El frío, el hambre y la
fatiga eran los males menores que hube de aguantar; me maldijo un demonio, y
llevo un infierno dentro de mí; sin embargo, algún espíritu bueno siguió y dirigió
mis pasos, y me libraba de pronto de dificultades aparentemente insalvables. A
veces, cuando vencido por el hambre me encontraba ya exhausto, encontraba en el
desierto una comida reparadora que me devolvía las energías y me prestaba de
nuevo aliento; eran alimentos toscos, del tipo que tomaban los campesinos de la
región, pero no dudo de que los había depositado allí el espíritu que había
invocado en mi ayuda. Muchas veces, cuando todo estaba seco, el cielo despejado
y yo me encontraba sediento, aparecía una pequeña nube en el firmamento que,
tras dejar caer algunas gotas para reavivarme, desaparecía.
Cuando podía, seguía el curso de los ríos;
pero el infame engendro solía evitarlos por ser los lugares más poblados por
los habitantes del país. En los lugares donde encontraba pocos seres humanos me
alimentaba de los animales salvajes que se cruzaban en mi camino. Tenía dinero,
y me, ganaba las simpatías de los campesinos distribuyéndolo, o repartiendo,
entre aquellos que me habían permitido el uso de su fuego y utensilios de
cocina, la caza que, tras separar la porción que destinaba a mi alimento, me
sobraba.
Esta vida me asqueaba, y únicamente mientras
dormía saboreaba algo de alegría. ¡Bendito sueño! A menudo, encontrándome en
el límite de mi angustia, me tendía a dormir, y los sueños me proporcionaban la
ilusión de felicidad. Los espíritus que velaban por mí me deparaban estos
momentos, mejor dicho, estas horas de felicidad, a fin de que pudiera retener
las fuerzas suficientes para proseguir mi peregrinación. De no ser por este
respiro, hubiera sucumbido bajo mis angustias. Durante el día, me mantenía y
animaba la perspectiva de la noche, pues en mis sueños veía a mis familiares, a
mi esposa y a mi amado país; veía de nuevo la bondadosa faz de mi padre, oía la
cristalina voz de Elizabeth y encontraba a Clerval rebosante de salud y
juventud.
Muchas veces, extenuado por una caminata
agotadora, intentaba convencerme mientras andaba de que estaba soñando y que
cuando llegara la noche despertaría a la realidad en brazos de los míos. ¡Qué
punzante cariño sentía hacia ellos!; ¡cómo me aferraba a sus queridas siluetas,
cuando a veces me visitaban, incluso estando despierto, e intentaba convencerme
de que aún estaban con vida! En aquellos momentos, la venganza que me corroía
el corazón se aplacaba, y continuaba mi camino hacia la destrucción de aquel
demonio más como un deber impuesto por el cielo, como el impulso mecánico de un
poder del cual era inconsciente, que como el ardiente deseo de mi espíritu.
Desconozco los sentimientos de aquel a quien
perseguía. A veces dejaba cosas escritas en los troncos de los árboles o
talladas en la piedra, que me guiaban o avivaban mi cólera. «Mi reinado aún no
ha acabado ––estas eran las palabras que se leían en una de las
inscripciones––; sigues viviendo y mi poder es total. Sígueme; voy hacia el
norte en busca de las nieves eternas, donde padecerás el tormento del frío y el
hielo al que yo soy insensible. Si me sigues de cerca, encontrarás no lejos de
aquí una liebre muerta; come y recupérate. ¡Adelante, enemigo!; aún nos queda
luchar por nuestra vida; pero hasta entonces te esperan largas horas de
sufrimiento.»
¡Demonio burlón! De nuevo juro vengarme; de
nuevo te condeno, miserable criatura, a atormentarte hasta la muerte. Nunca
abandonaré mi persecución hasta que uno de los dos muera; y entonces, ¡con qué
júbilo me reuniré con Elizabeth y aquellos que ya me preparan la recompensa por mis
fatigas y sombrío peregrinaje!
A medida que avanzaba hacia el norte, la
nieve aumentaba, y el frío era tan intenso que apenas si podía soportarse. Los
campesinos permanecían encerrados en sus chozas, y sólo algunos de los más
fornidos se aventuraban en busca de los animales que el hambre forzaba a salir
de sus guaridas. Los ríos se habían helado y al no poder pescar me encontré
privado de mi principal alimento.
La victoria de mi enemigo se consolidaba, así
que aumentaban mis dificultades. Otra inscripción que me dejó decía:
«¡Prepárate!: tus sufrimientos no han hecho más que empezar. Abrígate con
pieles, y aprovisiónate, pues pronto iniciaremos una etapa en la que tus
desgracias satisfarán mi odio eterno.»
Estas burlonas palabras reavivaron mi valor y
perseverancia. Decidí no fallar en mi resolución; e, invocando la ayuda de los
cielos, continué con infatigable ahínco cruzando aquella desértica región hasta
que, en la lejanía, apareció el océano, último límite en el horizonte. ¡Qué
distinto de los azules mares del sur! Cubierto de hielo, sólo se diferenciaba
de la tierra por una mayor desolación y desigualdad. Los griegos lloraron de
emoción al ver el Mediterráneo desde las colinas de Asia[L95],
y celebraron con entusiasmo el fin de sus vicisitudes. Yo no lloré; pero me
arrodillé y, con el corazón rebosante, agradecí a mis espíritus el que me
hubieran guiado sano y salvo hasta el lugar donde esperaba, pese a las burlas
de mi enemigo, poder enfrentarme con él.
Hacía algunas semanas que me había procurado
un trineo y unos perros, lo que me permitía cruzar la nieve a gran velocidad.
Ignoraba si aquel infame ser disfrutaba de la misma ventaja que yo; pero vi
que, así como antes había ido perdiendo terreno, ahora me iba acercando más a
él; tanto es así, que cuando divisé el océano sólo me llevaba un día de ventaja
y esperaba poder alcanzarlo antes de llegar a la orilla. Con renovado valor
proseguí mi carrera, y al cabo de dos días llegué a una miserable aldea de la
costa. Pregunté a los habitantes por aquel villano y me dieron datos precisos.
Un gigantesco monstruo, dijeron, había llegado la noche anterior, armado con
una escopeta y varias pistolas, haciendo huir, atemorizados ante su espantoso
aspecto, a los habitantes de una solitaria cabaña. Les había robado sus
provisiones para el invierno, y las había puesto en un trineo, al cual ató
varios perros amaestrados que asimismo robó. Esa misma noche, y ante el alivio
de aquellas asustadas personas, había reanudado su viaje sobre el helado océano
en dirección a un punto donde no había tierra alguna; suponían que pronto sería
destruido por alguna de las grietas que con frecuencia se abrían en el hielo, o
que moriría de frío.
Al oír esto, sufrí un ataque momentáneo de
desesperación. Había conseguido escapar de mí; y yo debía ahora emprender un
viaje peligroso e interminable a través de las montañas de hielo del océano,
bajo los rigores de un frío que pocos indígenas podían soportar, y que yo,
nativo de una tierra cálida y soleada, no resistiría. Pero, ante la idea de que
aquel engendro viviera y venciera, se me avivó de nuevo la ira y el ansia de
venganza y, cual poderoso alud, barrieron mis otros sentimientos. Tras un breve
descanso, durante el cual me visitaron los espíritus de mis difuntos y me
animaron a la venganza, me preparé para el viaje.
Cambié el trineo de tierra por uno adecuado a
las irregularidades del océano helado; y, después de comprar una buena
cantidad de provisiones, abandoné tierra firme tras de mí.
No puedo calcular los días que han pasado
desde entonces; pero he padecido torturas que, de no ser por el eterno
sentimiento de una justa retribución que me inflama el corazón, nada hubiera
podido hacerme padecer. Con frecuencia inmensas y escarpadas montañas de hielo
me cerraban el camino, y muchas veces oía rugir, amenazante, una mar gruesa.
Pero las constantes heladas garantizaban la solidez de las sendas del mar.
A juzgar por la cantidad de provisiones consumidas,
debían haber transcurrido tres semanas. Más de una vez, la continua demora en
alcanzar lo que tanto deseo, esperanza que me acompaña siempre, me arrancaba
lágrimas de dolor. En una ocasión la desesperación casi se adueñó de mí, y
estuve a punto de sucumbir; los pobres animales que me arrastraban habían
alcanzado con esfuerzo increíble la cima de una montaña, muriendo uno de ellos
de fatiga, y yo contemplaba con angustia la inmensidad del hielo ante mí,
cuando de pronto divisé un minúsculo punto oscuro en la distancia. Agudicé la
vista para adivinar lo que era, y prorrumpí en una jubilosa exclamación al
distinguir un trineo y las deformes proporciones de aquella figura tan
conocida. ¡Con qué ardor volvió la esperanza a mi corazón! Cálidas lágrimas brotaron
de mis ojos, aunque las enjuagué con rapidez para que no me hicieran perder de
vista aquella infame criatura; pero las ardientes gotas seguían nublándome la
visión y, finalmente, bajo la emoción que me embargaba, prorrumpí en llanto.
No era éste momento para entretenerme; desaté
los arneses del perro muerto, di de comer a los restantes en abundancia y, tras
descansar una hora, lo cual era imprescindible, aunque estaba inquieto por
continuar, proseguí mi camino. Aún veía el trineo en la lejanía; no volví a
perderlo de vista, excepto cuando algún saliente de las rocas de hielo lo
ocultaba. Iba ganándole terreno; y cuando, al cabo de dos días, me encontré a
menos de una milla de mi enemigo, temí que el corazón me estallara de alegría.
Pero, justo entonces, cuando estaba a punto
de darle alcance, mis esperanzas se vieron de pronto truncadas, y perdí todo
rastro de él. Empecé a oír el bramido del mar; las olas se abatían furiosamente
bajo la capa de hielo, y notaba cómo se henchían y se hacían más amenazadoras y
terribles. En vano intenté proseguir. El viento se levantó; el mar rugía; y,
como con la tremenda sacudida de un terremoto, se abrió el hielo con un ruido
atronador. Pronto concluyó todo; en pocos minutos, un agitado mar me separó de
mi enemigo, y me hallé flotando sobre un témpano de hielo, que menguaba por
momentos y me preparaba una horrenda muerte.
Así pasaron horas terribles; murieron varios
de mis perros; y yo estaba a punto de sucumbir, cuando divisé su navío, que
navegaba sujeto por el ancla y me devolvió la esperanza de vivir. Ignoraba que
los barcos se aventuraran tan al norte y me sorprendió verlo; rápidamente
destruí una parte de mi trineo para hacer con él unos remos y así pude, con
enorme esfuerzo, acercar mi improvisada balsa hacia el barco. Había decidido
que, caso de que ustedes se dirigieran hacia el sur, me encomendaría a la
clemencia de los mares antes que desistir de mi propósito. Esperaba poder
convencerlo de que me diera un bote con el cual pudiera aún perseguir a mi
enemigo. Pero iban hacia el norte. Me subieron a bordo cuando mis fuerzas
estaban ya agotadas, y cuando mis múltiples desgracias me arrastraban hacia una
muerte que aún no deseo, pues mi tarea está inconclusa.
¿Cuándo me permitirán gozar del descanso que
tanto anhelo los espíritus que me guían hacia el infame ser?; ¿o es que yo debo
morir y él sobrevivirme? Si así fuere, júreme Walton,
que no lo dejará escapar; júreme que usted lo acosará, y llevará a
cabo mi venganza dándole muerte. ¿Pero puedo pedirle que asuma mi peregrinación,
que sufra las penurias que yo he pasado? No; no soy tan egoísta. Pero, cuando
yo haya muerto, si él apareciese, si los dioses de la venganza lo condujeran
ante usted, júreme que no vivirá; júreme que no triunfará sobre mis desgracias,
y que no podrá hacer a otro tan desgraciado como me hizo a mí. Es elocuente y
persuasivo; incluso una vez logró enternecerme el corazón; pero desconfíe de
él. Tiene el alma tan inmunda como las facciones, y repleta de maldad y
traición. No lo escuche; invoque a William, Justine, Clerval,
Elizabeth,
mi padre y al infeliz Víctor, y húndale la espada en el corazón. Yo me
encontraré a su lado para dirigir el acero[L96].
Prosigue
la narración de WALTON
26 de agosto de 17...
Has
leído este extraño e impresionante relato, Margaret;
¿no sientes que, como a mí
aún ahora, se te hiela la sangre en las venas? Había veces en que el
sufrimiento lo vencía, y no podía continuar su narración; otras, con voz
entrecortada y conmovedora, pronunciaba con dificultad las palabras tan repletas
de dolor. A veces los ojos hermosos y expresivos le brillaban con indignación;
otras, el dolor los apagaba y llenaba de tristeza. A veces podía controlar sus
sentimientos y palabras y narraba los más horrendos sucesos con voz
serena, suprimiendo toda señal de agitación; pero de pronto, como un volcán en
erupción, su rostro tomaba una expresión de fiereza, y, lanzaba mil insultos
contra su perseguidor.
La
historia es coherente y la ha contado con la naturalidad que da la
verdad más sencilla; pero te confieso que las cartas de Félix y Safie, que me
enseñó, y la visión del monstruo que tuvimos desde el barco, me convencieron
más que todas sus afirmaciones, por muy coherentes y convincentes
que parecieran. No tengo ninguna duda, pues, de que existe semejante monstruo;
pero sin embargo estoy lleno de asombro y admiración. He intentado que Frankenstein me cuente en detalle la creación del ser;
pero sobre este punto permaneció inescrutable.
¿Está
usted loco, amigo mío? ––me
contestó—. ¿Hasta dónde le va a llevar su absurda curiosidad? ¿Es que quiere
crear, también, un ser diabólico, enemigo suyo y del mundo? Si no, ¿a dónde
quiere ir aparar con sus preguntas? ¡No insista! Aprenda de mis sufrimientos, y
no se empeñe en aumentar los suyos.
Frankenstein
observó que tomaba notas
de su narración; quiso verlas, y él
mismo las corrigió y aumentó en muchos puntos; sobre todo en los
diálogos con su enemigo, a los que dotó de mayor autenticidad.
––Ya
que ha anotado usted mi narración ––dio––, no quisiera que la posteridad la
heredara en forma mutilada.
Así
ha transcurrido una semana, escuchando la historia más extraña que jamás
hubiera podido concebir imaginación alguna. El interés que siento por mi
huésped, y que ha despertado tanto su relato como la nobleza y dulzura de su carácter, me ha seducido
la mente y el
alma por completo.
Quisiera
ayudarlo; pero ¿cómo aconsejar que siga viviendo a alguien tan infeliz y
carente de toda esperanza? La única dicha de que puede gozar es la que
experimentará preparando su dolorida alma para la paz y la muerte. Disfruta,
empero, de algún consuelo, fruto de la soledad y el delirio: cree, cuando en sueños conversa
con los seres que le fueron queridos, y obtiene de esa comunicación cierto alivio
para su sufrimiento o ánimo para la venganza, no que sean creaciones de su
fantasía, sino que ciertamente son seres reales que, desde el más allá, vienen
a visitarlo. Esta fe da a sus delirios una solemnidad que hace que me resulten
casi tan imponentes e interesantes como la verdad misma.
Nuestras
conversaciones no se limitan tan sólo a su historia y la de sus desgracias.
Demuestra poseer un gran conocimiento de la literatura, y una aguda y rápida
percepción. Su elocuencia cautiva y conmueve; hasta el punto de que,
cuando narra un episodio patético, o intenta provocar la piedad o el cariño, no
puedo escucharlo sin que los ojos se me llenen de lágrimas. qué magnífico
hombre debió ser en sus tiempos de felicidad para mostrarse tan noble aun en la
desgracia! Parece tener conocimiento de su propia valía, y de
la magnitud de su ruina.
Cuando
era joven ––me dijo un día–– sentía como si hubiera nacido para llevar a cabo
grandes cosas. Tengo una naturaleza sensible; pero poseía entonces una
serenidad de juicio que me capacitaba para triunfar. Este convencimiento de mi
valía me ha sostenido en situaciones en que otros hubieran sucumbido; pues me
parecía poco digno malgastar en vanas lamentaciones unos talentos que podían
ser de utilidad a mis semejantes. Cuando recuerdo lo que he conseguido, nada
menos que la creación de un ser racional y sensible, no me puedo considerar
simplemente como uno más entre el conjunto de científicos. Pero esta sensación,
que me sostenía al principio de mi carrera, ahora sólo sirve para hundirme más
en la miseria. Todas mis esperanzas y proyectos no son nada, y, como el
arcángel que aspiraba al poder supremo, me encuentro ahora encadenado en un
infierno eterno. Tenía una viva imaginación y a la vez una gran capacidad de
análisis y concentración; mediante la estrecha colaboración de estas dos
cualidades concebí la idea, y llevé a cabo la creación de un hombre. Incluso
ahora no puedo rememorar con serenidad las ilusiones que me invadían mientras
no tuve terminado el trabajo. Llegaba con la imaginación hasta las más altas
esferas, a veces exultante de júbilo ante mi poder, otras estremecido al pensar
en las consecuencias de mi investigación. Desde pequeño había concebido las
mayores ambiciones y esperanzas; ¡cómo me he hundido! Amigo mío, si me hubiera
conocido antaño, no me reconocería en mi actual estado de denigración.
Desconocía casi por completo lo que era el desánimo; parecía estar destinado a
un brillante porvenir, hasta que me hundí para siempre.
¿Habré,
pues, de perder a tan admirable ser? He añorado la compañía de un amigo; he
buscado a alguien que me apreciara y comprendiera. Y he aquí que lo encuentro en
estos remotos mares; mas temo que sólo me valga para conocer su valía, justo
antes de que muera. Quisiera reconciliarlo con la vida, pero odia esta idea.
––Le
agradezco, Walton ––dio––, las buenas intenciones que demuestra
hacia alguien tan miserable como yo; pero, cuando habla usted de nuevos lazos,
de nuevos afectos, ¿piensa que hay alguno que pudiera sustituir jamás a
aquellos queja he perdido? ¿Puede otro hombre significar para mí lo mismo que
Clerval?; ¿qué mujer podría ser otra Elizabeth? Incluso cuando nuestro amor no
viene reforzado por cualidades superiores, los compañeros de niñez siempre
ejercen sobre nosotros una influencia que amigos posteriores raras veces suelen
tener. Conocen nuestras primeras inclinaciones, que, por mucho que después se
modifiquen, jamás se llegan a borrar; y en cuanto a la honestidad de nuestros actos,
son los que mejor pueden juzgar nuestros motivos. Un hermano no podrá jamás
sospechar que el otro lo engaña o traiciona, salvo que esta inclinación se haya
manifestado desde edad muy temprana, mientras que a un amigo, pese a que su
afecto sea inmenso, le puede invadir, incluso a pesar suyo, la desconfianza.
Pero he tenido amigos a los que he querido no sólo por costumbre o contacto,
sino por sus cualidades personales; y donde quiera que me encuentre, la
apacible voz de Elizabeth y la conversación de Clerval siempre
susurrarán en mis oídos. Ellos han muerto; y en mi soledad sólo hay un objetivo
que pueda inducirme a conservar la vida. Si me encontrara realizando una
importante empresa que revistiera utilidad para mis semejantes, podría seguir
viviendo para concluirla. Pero no es éste mi sino; debo perseguir y destruir al
ser que creé; y entonces, sólo entonces habré cumplido mi cometido en la tierra
y podré morir.
2 de septiembre
Mi
querida hermana:
Te
escribo acechado por un grave peligro, e ignoro si el destino me permitirá
volver a ver mi querida Inglaterra y a los amigos que allí viven. Me cercan montañas
de nieve que impiden la salida y amenazan a cada momento con aplastar el barco.
Los valerosos hombres, a quienes convencí de que me acompañaran, vienen a mí en
busca de una solución; pero no tengo ninguna que ofrecer. Hay algo terriblemente espantoso en nuestra situación, pero aún
conservo la confianza y el valor. Quizá sobrevivamos; y, si no, como Séneca,
moriré con buen ánimo.
¿Pero
cuáles serán tus pensamientos, Margaret? No sabrás que he muerto, y esperarás
ansiosamente mi regreso. Pasarán los años, y vivirás momentos de desesperación,
pero siempre te atenazará la tortura de la esperanza. ¡Mi querida hermana!, la
horrible desilusión de tus esperanzas me resulta más terrible aún que mi propia
muerte. Pero tienes a tu marido y a tus hermosos hijos; y puedes ser feliz.
¡Que el cielo te bendiga, y permita que lo seas!
Mi
desdichado huésped me mira con la mayor compasión. Intenta devolverme la
esperanza; y habla de la vida como de un tesoro preciado.
Me recuerda la frecuencia con que estos accidentes les han ocurrido a otros
navegantes que se aventuraron hasta estos mares y, a pesar mío, me contagia la
idea de buenas perspectivas. Incluso los marineros notan el poder de su
elocuencia; cuando él habla, vuelven a confiar; reaviva sus energías, y,
mientras lo escuchan, llegan a creer que estas gigantescas montañas de hielo
son pequeños montículos, que desaparecerán bajo la fuerza de la voluntad
humana. Estos sentimientos son pasajeros; cada día que transcurre, la
frustración de sus esperanzas les llena de espanto, y temo
que el miedo les haga amotinarse.
5 de septiembre
Acaba
de suceder algo tan insólito que, aunque es muy probable que nunca llegues a
leer estos papeles, no puedo por menos de narrarlo.
Seguimos
rodeados de montañas de nieve, y en inminente peligro de que nos aplasten. El
frío es intensísimo, y muchos de mis desafortunados compañeros ya han
encontrado su tumba en este paraje desolador. La salud de Frankenstein empeora día a día; le sigue brillando una luz
febril en los ojos, pero está extenuado, y si hace el menor esfuerzo, vuelve a
caer en la total agonía.
Mencioné
en la última carta el temor que tenía a que se produjera un motín. Esta mañana,
mientras contemplaba el ceniciento rostro de mi amigo ––los ojos entornados y los
miembros inertes—, me interrumpieron media docena de marineros, que querían
entrar en el camarote. Les hice pasar; y el que actuaba de portavoz se dirigió
a mí. Me dio que él y sus compañeros habían sido elegidos por el resto de la
tripulación para que, a modo de delegación, me comunicaran una petición, a la
que en justicia no me podía negar. Estábamos cercados por el hielo, y
probablemente no lograríamos escapar; pero temían que, si acaso, como era
posible, el hielo cediera, Y se abriera un camino, yo fuera lo bastante
imprudente como para querer continuar mi viaje, y los condujera a nuevos
peligros, después de haber salvado éste felizmente. Pedían, pues, que me
comprometiera bajo solemne promesa a que, si el barco quedaba libre, me dirigiría
de inmediato al sur.
Esta
petición me perturbó. Aún no había perdido las esperanzas; ni siquiera había
pensado en regresar, caso de quedar libres del hielo. Sin embargo, ¿podría yo,
en justicia, oponerme a ello? ¿tenía siquiera la posibilidad de hacerlo?[L97].
Pensaba en estas preguntas antes de
contestar, cuando Frankenstein, que
en un principio había permanecido callado y parecía no tener ni fuerzas para atender, se incorporó;
los ojos le brillaban y tenía las mejillas encendidas por un repentino rubor.
Dirigiéndose a los hombres, dio:
¿Qué
significa esto? ¿Qué estáis pidiendo a vuestro capitán? ¿Tan pronto os
desanimáis? ¿No le llamabais a ésta la expedición gloriosa?, ¿por qué iba a ser
gloriosa?, ¿porque la ruta era fácil y apacible como un mar del sur? No; la
llamabais así porque estaba llena de peligros y acechamos; porque a cada nueva
dificultad debíais renovar vuestro valor y fortaleza; porque os rodeaba el peligro y la
muerte y debíais vencer ambas. Por esto la llamabais
gloriosa, porque era una empresa digna. La posteridad os aclamaría como
bienhechores de la humanidad; se veneraría vuestro nombre, como el de aquellos
hombres valerosos que se enfrentaron con honor a la muerte en beneficio de la
especie humana. ¡Y mirad ahora!: con la primera impresión de peligro, o, si lo
preferís, la primera gran prueba, vuestro valor se desvanece y estáis
dispuestos a pasar por hombres que no tuvieron la fuera suficiente para
afrontar el frío y el peligro...; los pobres tenían frío y volvieron junto a
sus chimeneas. En verdad que para esto no se hubieran requerido tantos
preparativos; no teníais por qué haberos aventurado hasta aquí, ni hacer pasar
a vuestro capitán por la vergüenza del fracaso, para demostrar que sois unos
cobardes. ¡Sed hombres!, ¡sed más que hombres! Sed fieles a vuestros
propósitos, firmes como las rocas. Este hielo no está hecho del mismo material
del que podrían estar hechos vuestros corazones; es vulnerable, no puede
venceros si os empeñáis en que no lo haga. No volváis a vuestras familias con
la frente marcada por el estigma de la vergüenza. Regresad como héroes que
lucharon y vencieron y que desconocen lo que es darle la espalda a su enemigo.
A
lo largo del discurso, su voz se había ido adaptando tan bien a los distintos
sentimientos que expresaba, y sus ojos brillaban tan llenos de heroísmo y sana
ambición, que no fue de extrañar que mis hombres se conmovieran. Se miraron
unos a otros, sin saber qué decir. Yo me dirigí a ellos, y les rogué que
recapacitaran sobre lo que habían oído; añadí que por mi parte no seguiría
avanzando hacia el norte en contra de su voluntad, pero que esperaba que, tras
considerarlo, recobraran el valor perdido.
Salieron,
y me volví hacia mi amigo; pero se hallaba muy
abatido y casi privado de aliento.
Ignoro
cómo concluirá todo esto; pero preferiría la muerte a regresar, cubierto de
vergüenza, sin haber podido alcanzar mis objetivos. Sin embargo, temo que ese
sea mi destino; sin el ánimo que les pudiera infundir la idea de la gloria y el
honor, mis hombres jamás se avendrán a proseguir sus actuales penurias.
7 de septiembre
¡La
suerte está echada!, he accedido a nuestro regreso si los hielos nos lo
permiten. Veo truncadas mis esperanzas por la cobardía y la indecisión; regreso
desilusionado e ignorante. Necesitaría más tolerancia de la que me ha sido dada
para sufrir esta injusticia con paciencia.
12 de septiembre
Todo
ha concluido; vuelvo a Inglaterra. He perdido mis esperanzas de gloria y mi
ansia de servir a la humanidad; y he perdido a mi amigo. Pero trataré, querida
hermana, de contarte con detalle estos tristes sucesos; no quiero navegar rumbo
a Inglaterra, y hacia ti, lleno de pesadumbre.
El
diecinueve de septiembre[L98] el
hielo empezó a ceder, y en la distancia escuchamos atronadores crujidos, así
que las islas de hielo se resquebrajaban en todas las direcciones. Corríamos
enorme peligro; pero, puesto que nada podíamos hacer, todo mi interés se
centraba en mi infeliz huésped, cuya salud había declinado hasta el punto de no
poder levantarse de la cama. El hielo se rompió a nuestras espaldas y fue empujado con rapidez en dirección norte;
del oeste comenzó a soplar una brisa y el día once el camino hacia el sur quedaba
despejado. Cuando los marineros vieron esto, y comprendieron que quedaba asegurado
su regreso a su país natal, prorrumpieron en continuos gritos de loca alegría. Frankenstein, que se había adormilado, despertó, y preguntó
la causa del alboroto.
––Gritan
––contesté––, porque pronto regresarán a Inglaterra. ¿Regresa usted entonces?
Sí
––respondí—, no puedo oponerme a sus peticiones. No puedo conducirlos hacia
nuevos peligros contra su voluntad, y debo volver.
––Hágalo
si quiere. Yo me quedo. Usted puede abandonar su objetivo; pero el mío me lo
fió el cielo, y no puedo renunciar. Estoy débil; pero confío en que los
espíritus que me ayudan en mi venganza me prestarán las fuerzas necesarias.
Al
decir esto intentó saltar de la cama, pero el esfuerzo fue demasiado grande;
cayó y perdió el sentido.
Tardó
mucho en volver en sí, y a menudo me pareció que había muerto. Finalmente abrió
los ojos; respiraba con dificultad, y no podía hablar. El médico le dio un
brebaje reconstituyente, y nos ordenó que no lo molestáramos. A mí me advirtió
que a mi amigo le restaban pocas horas de vida.
Se
había pronunciado su sentencia, y a mí ya sólo me quedaba lamentarme y tener
paciencia. Permanecí sentado a la cabecera de su lecho, mirándolo; tenía los
ojos cerrados, y pensé que dormía. De pronto, con voz apagada, me llamó,
indicándome que me acercara, y dio:
––Me
abandonan las fueras en las que confiaba. Presiento que pronto habré de morir,
y él, mi enemigo y verdugo, está aún con vida. No piense, Walton, que en mis últimos instantes mi alma reuma
todavía el punzante odio y la sed de venganza que días pasados le manifesté,
pero creo que estoy justificado al desear la muerte de mi adversario. Durante
estos días he meditado sobre mis acciones pasadas y no
hallo en ellas nada reprensible; en un ataque de loco entusiasmo creé una
criatura racional, y tenía para con él el deber de asegurarle toda la felicidad
y bienestar que me fuera posible darle. Esta era mi obligación, pero había otra
superior. Mis obligaciones para con mis semejantes debían tener prioridad,
puesto que suponían una mayor proporción de felicidad o desgracia. Impulsado
por esta creencia, me negué, e hice bien, a crearle una compañera al primer
ser. Dio pruebas entonces de una maldad y un egoísmo sin precedentes: asesinó a mis
seres más queridos; se consagró a la destrucción de personas llenas de
delicadeza, sabiduría y bondad; e ignoro dónde terminará esta sed de venganza.
Desgraciado como es, debe morir a fin de que no pueda hacer desgraciados a los
demás. La tarea de su destrucción me había sido encomendada a mí, pero he
fracasado. Empujado por motivos egoístas e insanos, le pedí a usted que
completara mi labor; ahora, empujado únicamente por la razón y la virtud, se lo
reitero.
»Sin
embargo no puedo pedirle que renuncie a su país y a sus amigos para llevar a
cabo esta labor; y ahora, que regresa a Inglaterra, tendrá pocas ocasiones de
encontrarse con él. Pero dejo en sus manos el reflexionar sobre estos
puntos, y el determinar lo que usted considere que es su deber. La proximidad
de la muerte turba mis pensamientos y mi razón, y no me atrevo a pedirle que haga
lo que yo considero justo, pues puedo estar cegado por la Pasión.
»Me
inquieta el que siga con vida y sea un instrumento de maldad; y sin embargo,
esta hora, en la que aguardo que cada instante me traiga la liberación, es la
única en la que durante muchos años he sido feliz. Pasan ante mí los espíritus
de aquellos a los que tanto quise, y corro hacia ellos. ¡Adiós, Walton! Busque la felicidad en la paz y, evite la
ambición, aun aquella, inofensiva en apariencia, de distinguirse por sus
descubrimientos científicos. ¿Mas por qué hablo así?; yo he visto truncadas mis
esperanzas, pero otro puede triunfar.
La
voz se le iba apagando a medida que hablaba; y finalmente, vencido por el esfuerzo, se
acalló del todo. Media hora más tarde intentó volver a hablar pero no pudo;
oprimió mi mano débilmente, y sus ojos se cerraron para siempre, mientras sus
labios esbozaron una débil sonrisa.
Margaret, ¿qué puedo decir sobre la prematura muerte de
esta magnífica persona? ¿Qué puedo decir para que entiendas lo profundo de mi
pesar? Todo lo que diera sería pobre e inadecuado. Las lágrimas abrasan mis
mejillas; y una nube de desilusión nubla mi mente. Pero navego rumbo a
Inglaterra, y allí quizá encuentre un consuelo.
Me
interrumpen. ¿Qué significan estos ruidos? Es medianoche; la brisa sopla
suavemente y, en cubierta, los hombres de guardia no se mueven. De nuevo el
ruido; parece la voy de un hombre, pero mucho más ronca; viene del camarote
donde reposan los restos de Frankenstein. Debo
levantarme a ver qué sucede. Buenas noches, hermana mía.
¡Dios
mío!, ¡qué escena acaba de tener lugar! Todavía estoy aturdido con el recuerdo.
Apenas sé si tendré fueras para contarla; mas el relato que he anotado quedaría
incompleto sin referir esta última y soberbia catástrofe.
Entré
en el camarote donde yacían los restos de mi malhadado y admirable amigo. Sobre
él se inclinaba un ser para cuya descripción no tengo palabras; era de estatura
gigantesca, pero de constitución deforme y tosca. Agachado sobre el ataúd,
tenía el rostro oculto por largos mechones de pelo enmarañado; tenía extendida
una inmensa mano, del color y la textura de una momia. Cuando me oyó
entrar, dejó de proferir exclamaciones de pena y horror, y
saltó hacia la ventana. jamás he visto nada tan horrendo como su rostro, de una
fealdad repugnante y terrible. Involuntariamente cerré los ojos e
intenté recordar mis obligaciones acerca de este destructivo ser. Le ordené que
se quedara.
Se
detuvo, y me miró sorprendido; y, volviéndose de nuevo hacia el cadáver de su
creador, pareció olvidar mi presencia; sus facciones y sus gestos parecían
animados por la furia de una pasión incontrolable. ––Esa es también mi víctima
––exclamó––; con su muerte[L99] consumo
mis crímenes. El horrible drama de mi existencia llega a su fin. ¡Frankenstein!, ¡hombre generoso y abnegado!, ¿de qué sirve
que ahora implore tu perdón? A ti, a quien destruí despiadadamente,
arrebatándote todo lo que amabas. ¡Está frío!; no puede contestarme.
Su
voz se ahogaba; y mis primeros impulsos, que me inducían a la obligación de
cumplir el último deseo de mi amigo, y destrozar a aquel ser, se vieron frenados por
una mezcla de curiosidad y compasión. Me acerqué a esta extraña
criatura; no me atrevía a mirarlo, pues había algo demasiado pavoroso e
inhumano en su fealdad. Traté de hablar, pero las palabras se me quedaron en
los labios. El monstruo seguía profiriendo exaltadas y confusas
recriminaciones. Por fin logré dominarme y, aprovechando una pausa en su
agitado monólogo, dije:
––Tu
arrepentimiento es ya superfluo. Si hubieras escuchado la voz, de la
conciencia, y atendido a los dardos del remordimiento,
antes de llevar tu diabólica sed de venganza hasta este extremo, Frankenstein seguiría vivo.
––¿Imagina me, respondió la infernal criatura–– que
era insensible al dolor y al remordimiento? El–– continuó, señalando el
cadáver—, él no ha sufrido nada con la consumación del hecho; no ha sufrido ni
la milésima parte de angustia que yo durante el distendido proceso. Me
impulsaba un terrible egoísmo, a la par que el remordimiento me torturaba el
corazón. ¿Piensa que los estertores de Clerval eran música para mí? Tenía el
corazón sensible al amor y la ternura; y cuando mis desgracias me empujaron
hacia el odio y la maldad, no soporté la violencia del cambio
sin sufrir lo que usted jamás podrá imaginar.
»Tras
la muerte de Clerval regresé a Suma con el corazón destrozado. Sentía compasión
por Frankenstein,y mi piedad se fue tornando en horror, hasta tal punto que me
aborrecía a mí mismo. Pero al descubrir que él, el autor de mi existencia a la
vez que de mis atroces desdichas, se atrevía a esperar la felicidad; que,
mientras por su culpa se acumulaban sobre mí tormentos y aflicciones, él
buscaba la satisfacción de sus sentimientos y pasiones, satisfacción que a mí
me estaba vedada, una envidia incontrolable y una punzante indignación me
atenazaron con la insaciable sed de la venganza. Recordé mi amenaza y decidí
llevarla a cabo. Sabía que yo mismo me estaba preparando una terrible tortura;
pero me encontraba esclavo, no dueño, de un impulso que detestaba, pero no
podía desobedecer. Mas cuando ella murió, no experimenté ningún pesar. En lo
inmenso de mi desesperación, había conseguido desechar todos mis sentimientos y
ahogar todos mis escrúpulos. A partir de ahí, el mal se convirtió para mí en el
bien. Llegado a este punto ya no tenía elección; adapté mi naturaleza al estado
que había escogido voluntariamente. El cumplimiento de mi diabólico proyecto se
convirtió en una pasión dominante. Y ahora se ha terminado, ¡ahí yace mi última
víctima!
Al
principio la narración de sus sufrimientos me conmovió, pero cuando recordé lo
que Frankenstein
me había dicho respecto de
su elocuencia y poder de persuasión, y vi ante mí el cuerpo inanimado de mi amigo,
sentí cómo revivía en mí la indignación.
¡Miserable!
––grité––, ¿ahora vienes a lamentarte de la desolación que has creado? Lanzas
una antorcha encendida en medio de los edificios y, cuando han ardido, te
sientas a llorar entre las ruinas. ¡Engendro hipócrita!, si aún viviera éste a
quien lloras, volvería a ser el objeto de tu maldita venganza. ¡No es pena lo
que sientes!; sólo gimes porque la víctima de tu maldad escapó ya a tu poder.
––No;
no es así ––me interrumpió
el engendro—. Aunque esa debe ser la impresión que le causan mis actos. No
intento despertar su simpatía; jamás encontraré comprensión. Cuando primero
traté de hallarla, quise compartir el amor por la virtud, el sentimiento de
felicidad y ternura que me llenaba el corazón. Pero ahora
que esa virtud es tan sólo un recuerdo, y la felicidad y ternura se han convertido en
amarga y odiosa desesperación, ¿dónde debo buscar comprensión? Me avengo a
sufrir en soledad, mientras duren mis desgracias; y acepto que, cuando muera,
el odio y el oprobio acompañen mi recuerdo. Tiempo atrás mi imaginación se
colmaba de sueños de virtud, fama y placer. Antaño esperé ingenuamente
encontrarme con seres que, obviando mi aspecto externo, me quisieran por las
excelentes cualidades que llevaba dentro de mí. Me nutría de elevados
pensamientos de honor y devoción. Pero ahora la maldad me ha
degradado, y soy peor que las más despreciables alimañas. No hay crimen,
maldad, perversidad, comparables a los míos. Cuando repaso la horrenda sucesión
de mis crímenes, no puedo creer que soy el mismo cuyos pensamientos estaban
antes llenos de imágenes sublimes y trascendentales, que hablaban de la hermosura
y la magnificencia del bien. Pero es así; el ángel caído se convierte en
pérfido demonio. Pero incluso ese enemigo de Dios y de
los hombres tenía amigos y compañeros en su desolación; yo estoy
completamente solo.
»Usted,
que llama a Frankenstein
su amigo, parece tener
conocimiento de mis crímenes y sus desventuras. Pero, por muchos detalles
que de ellos le diera, no pudo contarle las horas y meses de miseria que he
soportado, consumiéndome bajo pasiones impotentes. Pues, aunque destruía sus
esperanzas, no por ello satisfacía mis propios deseos, que seguían ardientes e
insatisfechos. Seguía necesitando amor y compañía y continuaban rechazándome. ¿No era esto
injusto? ¿Soy yo el único criminal, cuando toda la raza humana ha pecado contra
mí? ¿Por qué no odia usted a Félix, que arrojó de su casa, asqueado, a su
amigo? ¿Por qué no maldice al campesino que intentó matar a quien acababa de
salvar a su hija? Pero estos son seres virtuosos y puros. Yo, el infeliz, el
proscrito, soy el aborto, creado para que lo pateen, lo golpeen, lo rechacen.
Incluso ahora me arde la sangre bajo el recuerdo de esta injusticia.
»Pero
es cierto que soy despreciable. He asesinado lo hermoso y lo indefenso; he
estrangulado a inocentes mientras dormían, y he oprimido con mis manos la
garganta de alguien que jamás me había dañado, ni a mí ni a ningún otro ser. He
llevado a la desgracia a mi creador, ejemplo escogido de todo cuanto hay digno
de amor y admiración entre los hombres; lo he perseguido hasta convertirlo en
esta ruina. Ahí yace, pálido y entumecido por la muerte. Usted me odia; pero su
repulsión no puede igualar la que yo siento por mí mismo. Contemplo las manos
con las que he llevado esto a cabo; pienso en el corazón que concibió su ruina,
y ansío que llegue el momento en que pueda mirarme a mí mismo, y mis
remordimientos no torturen más mi corazón.
»No
tema, no volveré a cometer más crímenes. Mi tarea casi ha concluido. No se
necesita su muerte ni la de ningún otro hombre para consumar el drama de mi
vida, y cumplir aquello que debe cumplirse; sólo se requiere la mía. No piense
que tardaré en llevar a cabo el sacrificio. Me alejaré de su bajel en la balsa
que me trajo hasta é1 y buscaré el punto más alejado y septentrional
del hemisferio; haré una pira funeraria, donde reduciré a cenizas este cuerpo
miserable, para que mis restos no le sugieran a algún curioso y desgraciado
infeliz la idea de crear un ser semejante a mí. Moriré. Dejaré
de padecer la angustia que ahora me consume, y de ser la presa de sentimientos
insatisfechos e insaciables. Ha muerto aquel que me creó; y, cuando yo deje de existir, el
recuerdo de ambos desaparecerá pronto. Jamás volveré a ver el sol, ni las
estrellas, ni a sentir el viento acariciarme las mejillas. Desaparecerán la
luz, las sensaciones, los sentimientos; y entonces encontraré la felicidad.
Hace algunos años, cuando por primera vez se abrieron ante mí las imágenes que
este mundo ofrece, cuando notaba la alegre calidez, del verano, y oía
el murmullo de las hojas y el trinar de los pájaros, cosas que lo fueron
todo para mí, hubiera llorado de pensar en morir; ahora es mi único consuelo.
Infectado por mis crímenes, y destrozado por el remordimiento, ¿dónde sino en
la muerte puedo hallar reposo?
»¡Adiós!
Lo abandono. Usted será el último hombre que vean mis ojos. ¡Adiós, Frankenstein! Si aún estuvieras vivo, y mantuvieras el
deseo de satisfacer en mí tu venganza, mejor la satisfarías dejándome vivir que dándome
muerte. Pero no fue así; buscaste mi aniquilación para que no pudiera cometer
más atrocidades; mas si, de forma desconocida para mí, aún no has dejado del
todo de pensar y de sentir, sabe que para aumentar mi desgracia no debieras
desear mi muerte. Destrozado como te hallabas, mis sufrimientos eran superiores
a los tuyos, pues el zarpazo del remordimiento no dejará de hurgar en mis
heridas hasta que la muerte las cierre para siempre.
»Pero
pronto exclamó, con solemne y triste entusiasmo–– moriré, y lo que ahora
siento ya no durará mucho. Pronto cesará este fuego abrasador. Subiré
triunfante a mi pira funeraria, y exultaré de júbilo en la agonía de las
llamas. Se apagará el reflejo del fuego, y el viento esparcirá mis cenizas por
el mar. Mi espíritu descansará en paz;
o, si es que puede seguir pensando, no lo hará de esta manera. Adiós.
Con
estas palabras saltó por la ventana del camarote a la balsa que flotaba junto
al barco. Pronto las olas lo alejaron, y se perdió en la distancia y en la
oscuridad.
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