EL MORADOR DE LA OSCURIDAD
August Derleth
(Título original: The Dweller in Darkness)
August Derleth (1909-1971) fue el más directo colaborador de Lovecraft, tanto en vida de éste como después de su muerte, completando trabajos inacabados del creador de los Mitos y difundiendo su obra y la de sus continuadores, sobre todo a través de su famosa editorial, la Arkham House. .
En El Morador de la Oscuridad asistimos de nuevo al colosal enfrentamiento de las fuerzas del Bien y del Mal, aunque ahora, más dentro de la «ortodoxia» lovecraftiana, sin referencias religiosas directas. Las entidades que luchan entre sí son fuerzas cósmicas —eso sí, colosales— que sólo por analogía pueden ser denominadas «dioses», aunque ante ellas la indefensión física y psíquica del hombre no es muy inferior a su presunta insignificancia frente a las míticas fuerzas sobrenaturales evocadas por todas las religiones.
Los amantes del horror frecuentan parajes extraños y apartados. Para ellos existen las catacumbas de los Ptolomeos y los esculpidos mausoleos de regiones de pesadilla. Escalan a la luz de la luna las torres de los ruinosos castillos del Rhin, y bajan vacilantes los negros peldaños cubiertos de telarañas que descienden bajo los dispersos sillares de olvidadas ciudades asiáticas. El bosque encantado y la desolada montaña son sus altares, y se demoran junto a los siniestros monolitos de las islas deshabitadas. Pero el verdadero epicúreo de lo terrible, para quien un nuevo estremecimiento de horror inexpresable es el fin principal y la justificación de la existencia, estima más que nada las antiguas y solitarias casas de campo de las regiones boscosas; pues en ellas se combinan los elementos de poder, soledad, ignorancia y primitivismo para constituir la perfección de lo espantoso.
H. P. Lovecraft
I
Hasta hace poco, si un viajero del norte de Wisconsin central tomaba la bifurcación izquierda en el punto donde coinciden la carretera de Brule River y el pico de Chequamegon en dirección a Pashepaho, se encontraba en una región tan primitiva que le parecía enormemente lejos de todo contacto humano. Si siguiera por la poca transitada carretera, cruzaría ante unas cuantas chozas destruidas, donde probablemente alguna vez vivieron personas que se marcharon ante el continuo avance del bosque; no es una región desolada, sino zona de espesa vegetación, y sobre toda su extensión subsiste el aura intangible de lo siniestro, una especie de opresión ominosa del espíritu pronto a manifestarse aun en el viajero más casual, pues la carretera que ha tomado se vuelve cada vez más impracticable, hasta que se pierde finalmente poco después de pasar un albergue deshabitado edificado al borde de un lago de aguas tranquilas y azules, en torno al cual crecen eternamente árboles centenarios, y donde los únicos ruidos que se oyen son los gritos de los buhos, de los chotacabras y de los tétricos somorgujos en la noche, o la voz del viento entre los árboles, y..., ¿pero es siempre la voz del viento lo que se oye entre los árboles? ¿Quién puede decir si la rama que cruje al romperse es indicio del paso de un animal... o de algo distinto, de alguna criatura que escapa a la comprensión humana?
Entre las gentes que vivían en los aledaños del bosque, el albergue abandonado del lago Rick tenía una extraña fama mucho antes de que yo lo conociese, fama que rebasaba esas historias aue suelen circular sobre parajes primitivos similares. Corrían curiosos rumores de que en lo más profundo y negro del bosque habitaba un ser —de ningún modo se trataba de las consabidas consejas de fantasmas—, un ser que era mitad animal y mitad hombre, según contaban los obstinados y descreídos indios que de cuando en cuando abandonaban la comarca y se marchaban hacia el Sur. El bosque tenía mala fama, eso era evidente; y ya antes del cambio de siglo contaba con una historia que disuadía aun al más intrépido aventurero.
Aparece recogida por primera vez en unas anotaciones que hizo un misionero cuando cruzaba la región para acudir en ayuda de una tribu de indios, la cual, según habían informado al puesto militar de Chequamegon Bay, se estaba muriendo de hambre en el Norte. Fray Piregard desapareció, pero los indios trajeron más tarde sus pertenencias: una sandalia, un rosario y un breviario en el que había escrito ciertas observaciones raras, conservadas cuidadosamente: «Tengo la convicción de que me sigue alguna criatura. Al principio me ha parecido que era un oso, pero ahora me inclino a creer que es algo infinitamente más monstruoso que cualquier animal de la Tierra. Está oscureciendo, y creo que estoy cayendo en un ligero delirio, pues sigo oyendo una extraña música y otros raros sonidos que no pueden derivar, seguramente, de ninguna fuente natural. Tengo también una inquietante ilusión como de grandes pasos que hacen estremecer realmente la tierra, y varias veces me he tropezado con huellas de pies muy grandes y de formas diversas...»
La segunda anotación es muchísimo más siniestra. Cuando Big Bob Hiller, uno de los madereros más rapaces de todo el Medio Oeste, empezó a anexionar a sus posesiones territorios de la comarca del lago Rick, a mediados del pasado siglo, no pudo por menos de sentirse impresionado ante los pinos de la zona próxima al lago; y aunque no le pertenecían, siguió la costumbre de los grandes madereros y mandó a sus hombres que entraran a talar desde una zona contigua que poseía, con el deliberado pretexto de que no sabía por dónde pasaban sus límites. Trece de los hombres no regresaron ese primer día de trabajo en el borde del área de bosque que rodeaba el lago Rick; dos de los cuerpos no se llegaron a recuperar; cuatro fueron encontrados —inconcebiblemente— en el lago, a varias millas de donde habían estado talando árboles; los demás fueron descubiertos en diversos lugares del bosque. Hiller creyó que había estallado una guerra entre los madereros; envió a otra parte a sus hombres para despistar a su desconocido adversario, y luego ordenó de pronto que volviesen a trabajar en la región prohibida. Después de perder a cinco hombres más, Hiller renunció, y ninguna mano volvió a tocar desde entonces el bosque, salvo unos cuantos individuos que fueron allí a tomar posesión de tierras y se adentraron en la zona.
Al poco tiempo salieron estos individuos uno por uno, y hablaron poco aunque dieron a entender bastante. Sin embargo, la naturaleza de sus veladas alusiones fue tal que pronto se vieron obligados a abandonar todo tipo de explicación; eran increíbles las historias que contaban, sobre cosas demasiado horribles para describirlas y de una maldad ancestral anterior a cuanto pudiera concebir el más docto arqueólogo. Sólo uno de ellos desapareció, y jamás llegaron a encontrar rastro de él. Los otros regresaron todos del bosque, y en el curso del tiempo se perdieron entre las demás gentes de Estados Unidos... todos, menos un mestizo al que llamaban el Viejo Peter, el cual estaba obsesionado con la idea de que había yacimientos minerales en la vecindad del bosque, e iba a acampar de cuando en cuando en su lindero, cuidando de no aventurarse a entrar.
Era inevitable que las leyendas del lago Rick atrajesen finalmente la atención del profesor Upton Gardner, de la Universidad del Estado; había completado colecciones de cuentos de Paul Bunyan, Whiskey Jack y Hodag, y se hallaba ocupado en compilar leyendas locales, cuando se tropezó por primera vez con los curiosos y semiolvidados relatos procedentes de la región del lago Rick. Averigüé más tarde que su primera reacción fue la de un interés casual; abundan las leyendas en todos los parajes apartados, y no había nada que indicase que éstas tuviesen más importancia que las demás. Lo cierto es que no había similitud alguna, en el más estricto sentido de la palabra, con las historias de tipo más familiar; pues mientras las leyendas corrientes se referían a apariciones fantasmales de animales y hombres, tesoros perdidos, creencias tribales y cosas por el estilo, las del lago Rick chocaban por su insistencia en criaturas totalmente outré... o criatura, ya que nadie contó jamás haber visto más de una, y vagamente, en la oscuridad del bosque, mitad animal y mitad hombre, dando a entender siempre que su descripción era inadecuada, en el sentido de que no hacía justicia al concepto del narrador de qué era lo que se escondía en la vecindad del lago. Sin embargo, el profesor Gardner les habría concedido escasa importancia al escucharlas, con toda probabilidad, de no haber sido porque se enteró de dos noticias —al parecer sin relación entre sí— muy singulares, y por el descubrimiento de un tercer hecho.
Las dos noticias aparecieron en los periódicos de Wisconsin con una semana de por medio. La primera era una reseña breve, medio humorística, titulada: ¿Una serpiente de mar en el lago de Wisconsin?, y contaba: «El piloto Joseph X. Castleton manifiesta haber visto, durante un vuelo de prueba realizado ayer por el norte de Wisconsin, un gran animal no identificado que se bañaba durante la noche en un lago del bosque próximo a Chequamegon. Castleton fue sorprendido por una turbonada de agua y truenos, y tuvo que volar bajo; en un esfuerzo por identificar su situación, miró hacia abajo en el momento en que fulguró un relámpago, y vio lo que le pareció un animal muy grande que surgía de las aguas del lago que él sobrevolaba, y desaparecía en el bosque. El piloto no añade ningún detalle a su relato, pero afirma que la criatura que vio no era el monstruo de Loch Ness.» La segunda noticia era un cuento absolutamente fantástico sobre el descubrimiento del cuerpo de fray Piregard, bien conservado, en el tronco hueco de un árbol junto al río Brule. Aunque al principio creyeron que se trataba de un miembro extraviado de la expedición Marquette-Joliet, fray Piregard fue identificado rápidamente. A esta noticia se añadía una fría declaración del presidente de la State Historical Society, tachando el descubrimiento de puro infundio.
El descubrimiento que el profesor Gardner hizo fue simplemente que un antiguo amigo suyo era en realidad el propietario del albergue abandonado y de la mayor parte de la orilla del lago Rick.
La conexión entre los acontecimientos fue de este modo claramente inevitable. El profesor Gardner relacionó inmediatamente las dos noticias de los periódicos con las leyendas del lago Rick; esto podía no haber bastado para moverle a abandonar sus investigaciones sobre las leyendas que abundaban en Wisconsin e iniciar una indagación concreta de naturaleza enteramente distinta; pero entonces sucedió algo aún más asombroso que le impulsó a acudir urgentemente al propietario del albergue abandonado y pedirle que le dejase ocuparlo en interés de la ciencia. En principio, lo que le movió a tomar esta determinación fue nada menos que un ruego del conservador del Museo del Estado para que visitase su despacho una noche y viese un nuevo ejemplar que había llegado. Acudió acompañado de Laird Dorgan; y fue Laird quien acudió a mí.
Pero eso fue cuando desapareció el profesor Gardner.
Porque desapareció; durante tres meses estuvo enviando informes esporádicos desde el lago Rick, y luego se dejaron de recibir noticias suyas, y no volvió a saberse nada más del profesor Upton Gardner.
Laird vino a la habitación que yo ocupaba en el University Club una noche de octubre a una hora avanzada; traía nublados sus ojos azules y francos, los labios tirantes, el ceño arrugado, y todas las trazas de hallarse en un estado de relativa excitación que nada tenía que ver con el alcohol. Supongo que estaba trabajando mucho; acababan de terminar las pruebas del primer período del curso en la Universidad de Wisconsin; y Laird se tomaba habitualmente las pruebas muy en serio... antes como estudiante, y ahora como educador, había sido siempre doblemente concienzudo.
Pero no era eso. El profesor Gardner faltaba a clase desde hacía un mes, y esto era lo que atormentaba su mente. Dijo todo eso en un largo discurso, y añadió:
—Jack, voy a ir allá a ver qué puedo hacer.
—Hombre, si el jefe de policía y su ayudante no han descubierto nada, ¿qué puedes hacer tú? —pregunté.
—En primer lugar, sé más que ellos.
—Si es así, ¿por qué no fuiste a dar parte?
—Porque no es la clase de cosa a la que ellos prestan atención.
—¿Alguna leyenda?
—No.
Me miró calculadoramente, como preguntándose si podría confiar en mí. De pronto tuve el convencimiento de que sabía algo que consideraba de la más grave importancia; y al mismo tiempo sentí la más extraña sensación de premonición y advertencia que jamás había experimentado. En ese instante la habitación entera pareció tensa, el aire electrizado.
—Si voy... ¿crees que podrías acompañarme?
—Supongo que podría arreglarlo.
—Bien. —Dio una vuelta o dos por la habitación, y sus ojos pensativos, cada vez que me miraban, denotaban incertidumbre e indecisión.
—Vamos, Laird... siéntate y tranquilízate. Este comportamiento de león enjaulado no es bueno para tus nervios.
Siguió mi consejo; se sentó, se cubrió la cara con las manos y se estremeció. Por un momento me sentí alarmado; pero abandonó esta actitud a los pocos segundos, se echó hacia atrás y encendió un cigarrillo.
—¿Conoces esas leyendas sobre el lago Rick, Jack?
Le aseguré que las conocía, así como la historia del lugar, desde el principio... es decir, todo lo que se había escrito sobre el asunto.
—¿Y esas noticias de los periódicos de que te he hablado?
Las noticias también. Las recordaba, dado que Laird había discutido conmigo el efecto que habían producido en su jefe.
—La segunda, la que se refiere a fray Piregard... —empezó, vaciló, y se calló. Pero luego, tras aspirar profundamente, prosiguió—: Como sabes, Gardner y yo fuimos al despacho del conservador una noche de la primavera pasada.
—Sí, yo estaba en el Este por entonces.
—Por supuesto. Bien, fuimos allí. El conservador quería enseñarnos algo. ¿Qué crees que era?
—No tengo ni idea. ¿Qué era?
—¡El cuerpo del árbol!
—¡No!
—El corazón nos dio un salto. Allí estaba, con el tronco hueco y todo, tal como había sido encontrado. Lo habían transportado al museo para exhibirlo. Pero no fue exhibido jamás, naturalmente... por una poderosa razón. Cuando Gardner lo vio, creyó que se trataba de una figura de cera. Pero no.
—¿Quieres decir que era real?
Laird asintió.
—Sé que parece increíble.
—No es posible.
—Pues sí, supongo que es imposible. Pero así era. Por eso no fue exhibido... así que lo enterraron.
—No me había enterado.
Se inclinó hacia adelante y dijo gravemente:
—Cuando lo trajeron tenía todo el aspecto de estar completamente conservado, como embalsamado por algún proceso natural. No era así. Estaba congelado. Comenzó a deshelarse aquella noche. Y había ciertos detalles que indicaban que fray Piregard no había muerto hacía trascientos años como decía su historia. El cuerpo empezó a descomponerse de mil maneras..., pero no se convirtió en polvo ni mucho menos. Gardner estimó que no hacía más de cinco años que habría muerto. Así que, ¿dónde había estado entretanto?
Era completamente sincero. Yo, al principio, no le había creído. Pero la inquietante seriedad de Laird impedía veleidad alguna por mi parte. De haber considerado su historia como una broma, como me sentía impulsado a creer, se habría cerrado como una concha y habría abandonado mi habitación para rumiar este asunto en secreto, con sabe Dios qué daño para sí. Durante un rato no dije absolutamente nada.
—Tú no lo crees.
—Yo no he dicho eso.
—Pero lo noto.
—No. Es difícil de creer. Digamos que creo en tu sinceridad.
—Al menos eres franco —dijo lúgubremente—. ¿Crees en mí lo bastante como para acompañarme al albergue y averiguar qué puede haber ocurrido allí?
—Sí, por supuesto.
—Pero creo que sería mejor que primero leyeses estos extractos de las cartas de Gardner —los puso sobre mi mesa como un reto. Las había transcrito a una simple hoja de papel, y mientras la depositaba, siguió explicando muy de prisa que eran las cartas que Gardner le había escrito desde el albergue. Cuando terminó, cogí la hoja y leí:
No puedo negar que hay en el albergue, en el lago, y aun en el bosque, un aura de maldad, de peligro, de amenaza..., es algo más que eso, Laird; me gustaría explicártelo, pero mi fuerte es la arqueología y no la ficción. Porque habría que recurrir a la ficción, creo, para hacer justicia a esto que siento... Sí, hay veces en que tengo la clara sensación de que alguien o algo me vigila desde el bosque o desde el lago; en esto no estoy tan seguro como me gustaría, y aunque no me llega a inquietar, sin embargo es suficiente para hacerme vacilar. El otro día me las arreglé para ponerme en contacto con el Viejo Peter, el mestizo. Estaba un poco bebido, pero cuando le mencioné el albergue y el bosque, se encerró en sí mismo como una concha. Pero le dio nombre a lo que sentía: lo llamó el Wendigo... ya conoces esa leyenda que pertenece a la región franco-canadiense.
Esta era la primera carta, escrita como a la semana de llegar Gardner al albergue abandonado del lago Rick. La segunda era muy breve, y fue enviada por correo especial:
¿Podrías cablegrafiar a la Miskatonic University de Arkham, Massachusetts, para averiguar si hay disponible una fotocopia de un libro conocido como el Necronomicón, de un escritor árabe llamado al parecer Abdul Alhazred? Pregunta también por los Manuscritos Pnakóticos y el Libro de Eibon, y averigua si es posible comprar en alguna librería local un ejemplar de The outsider and others, de H. P. Lovecraft, publicado en Arkham House el año pasado. Creo que estos libros, individual y colectivamente, pueden ayudar a determinar qué es exactamente lo que habita en este lugar. Porque hay algo; no puede haber error en esto; estoy convencido, y cuando te digo que creo que ese algo ha vivido aquí no durante años, sino durante siglos —quizá desde antes de la aparición del hombre— comprenderás que puedo encontrarme en el umbral de grandes descubrimientos.
Aunque esta carta era alarmante, la tercera lo era aún más. Entre la segunda y la tercera transcurrió un intervalo de un par de semanas, y era evidente que había sucedido algo que amenazaba la serenidad del profesor Gardner, ya que esta tercera carta evidenciaba, pese a tratarse de un párrafo, una extremada turbación.
Todo es perverso aquí... No sé si se trata del Cabrón Negro con sus Mil Jóvenes o el Sin Rostro o algo distinto que camina sobre el viento. ¡Por amor de Dios, estos malditos fragmentos...! Hay algo en el lago, también, ¡y los ruidos de la noche! ¡Qué quietud, y luego, de pronto, esas horribles flautas, esos aullidos lastimeros! No se oye entonces ni un pájaro, ni un animal; ¡sólo esos ruidos espantosos! ¡Y las voces...! ¿O no es más que un sueño? ¿Es sólo mi propia voz, lo que oigo en la oscuridad...?
Me di cuenta de que yo mismo temblaba cada vez más, a medida que leía estos resúmenes. Las implicaciones y sugerencias que podían leerse entre las líneas que el profesor Gardner había escrito hacían pensar en una maldad terrible e inmemorial, y comprendí que ante Laird Dorgan y ante mí se abría una aventura tan increíble, tan extraña y tan imponderablemente peligrosa, que hacía muy probable que no regresáramos para contarla. No obstante, aun entonces abrigaba una secreta duda en mi mente de que dijéramos nada sobre lo que encontraríamos en el lago Rick.
—¿Qué dices? —preguntó Laird con impaciencia.
—Que iré.
—¡Bien! Está todo preparado. He conseguido una grabadora y pilas suficientes para que funcione. Me he puesto de acuerdo con el jefe de policía del condado de Pashepaho para volver a colocar las notas de Gardner allí mismo y dejarlo todo tal como estaba.
—¿Una grabadora? —le interrumpí—. ¿Para qué?
—Para esos sonidos de los que habla... así podremos identificarlos de una vez por todas. Si se pueden oír, la grabadora los recogerá; si son meramente imaginarios, no —guardó silencio; sus ojos estaban muy graves—. Escucha, Jack; puede que no salgamos de este asunto con vida.
—Lo sé.
No dije nada porque sabía que Laird sentía también lo mismo que yo; pero iríamos como dos Davides enanos a enfrentarnos con un enemigo más grande que ningún Goliat, con un adversarlo invisible y desconocido, que no tenía nombre y estaba envuelto por la leyenda y el miedo, un morador no sólo de las oscuridades del bosque, sino de esa otra oscuridad aún mayor que la mente del hombre ha tratado de explorar desde sus albores.
II
El sheriff Cowan estaba ya en el albergue cuando nosotros llegamos. Era un individuo alto, reservado, de raza claramente yanqui; aunque representaba a la cuarta generación de su familia en el área, hablaba con un acento gangoso que persistía evidentemente de generación en generación. El mestizo que le acompañaba era un tipo de piel oscura y aspecto desaliñado que de cuando en cuando enseñaba los dientes o sonreía como por algún chiste secreto.
—He traído los paquetes que hace tiempo le enviaron al profesor —dijo el sheriff—. Uno de ellos era de algún sitio de Massachusetts, y el otro de cerca de Madison. Me pareció que no valía la pena devolverlos. Así que cogí y los guardé junto con las llaves. No sé lo que ustedes encontrarán por ahí. Mis ayudantes y yo traspasamos la linde del bosque, pero no vimos nada.
—Pero cuéntelo todo —terció el mestizo con una mueca.
—No hay nada más que contar.
—¿Y lo de la piedra labrada?
El sheriff se encogió de hombros molesto.
—Maldita sea, Peter, eso no tiene nada que ver con la desaparición del profesor.
—Pero sacó un dibujo, ¿no?
Presionado de este modo, el sheriff confesó que dos de sus ayudantes habían encontrado una gran laja o roca en el centro del bosque; que estaba cubierta de musgo y hierba, pero sobre su superficie había labrado un dibujo extraño, y se veía claramente que era tan viejo como el bosque... obra probablemente de una de las primitivas tribus indias que, según se sabía, habitaron la región del norte de Wisconsin antes que los sioux Dakota y los winnebago...
El Viejo Peter gruñó con desprecio:
—No es un dibujo indio.
El sheriff rechazó con un gesto el comentario y prosiguió. El dibujo representaba una especie de criatura, pero nadie podía decir qué era; evidentemente, no se trataba de un hombre, aunque, por otra parte, no era peludo como un animal. Es más, el desconocido artista se había olvidado de ponerle rostro.
—Y al lado tenía dos seres —comentó el mestizo.
—No le hagan caso —dijo entonces el sheriff.
—¿Qué clase de seres? —preguntó Laird.
—Pues seres —contestó el mestizo con una mueca—. ¡Je, je! No se puede decir de otra forma... no eran personas, tampoco eran animales, así que eran seres.
Cowan estaba enojado. De pronto se puso violento; ordenó al mestizo que se callase, y siguió diciendo que si le necesitábamos estaría en su oficina de Pashepaho. No explicó cómo podíamos ponernos en contacto con él, puesto que no había teléfono en el albergue, pero evidentemente no hacía mucho caso de las leyendas que abundaban en la región en la que nos habíamos internado con tanta decisión. El mestizo nos miraba con una casi impasible indiferencia que tan sólo rompía periódicamente una mueca de astucia, y sus negros ojos examinaban nuestro equipaje con aguda evaluación e interés. Laird se encontraba con su mirada de cuando en cuando, cada vez que el Viejo Peter desviaba indolentemente los ojos. El sheriff seguía hablando; las notas y dibujos que el hombre desaparecido había hecho estaban en la mesa que había utilizado en la habitación grande, que ocupaba casi entera la planta baja del albergue, exactamente donde él los había encontrado; eran propiedad del Estado de Wisconsin y debíamos devolverlos a la oficina del sheriff cuando hubiésemos terminado con ellos. En el umbral, se volvió rápidamente para despedirse y nos dijo que esperaba que no permaneciésemos mucho tiempo allí, porque «aunque no acepto ninguna de esas ideas extravagantes... el lugar no resultó muy saludable para algunos de los que vinieron aquí».
—El mestizo sabe o sospecha algo —me dijo Laird en cuanto se marcharon—. Tenemos que ponernos en contacto con él cuando no esté el sheriff.
—¿No escribió Gardner que era bastante reservado cuando se trataba de preguntarle datos concretos?
—Sí, pero indicó la solución: aguardiente.
Nos pusimos a trabajar para instalarnos; guardamos nuestras provisiones, montamos la grabadora y preparamos las cosas para pasar al menos un par de semanas; teníamos provisiones suficientes para ese tiempo, y si debíamos prolongar nuestra estancia siempre podíamos ir a Pashepaho a comprar más comida. Además, Laird había traído dos docenas de pilas para la grabadora, de modo que teníamos para tiempo indefinido, sobre todo teniendo en cuenta que no pensábamos conectarlas más que cuando nos fuésemos a dormir... y esto no sería con mucha frecuencia, pues habíamos acordado que uno de nosotros vigilaría mientras el otro descansara, plan en el que no confiábamos lo bastante como para considerarlo infalible, de ahí el aparato. Hasta que acomodamos nuestra impedimenta, no nos ocupamos de las cosas que había traído el sheriff; entretanto, tuvimos amplia oportunidad de captar la muy definida aura del lugar.
Porque no era imaginación aquello de que reinaba una aura extraña en el albergue y alrededores. No era sólo la quietud presagiosa, casi siniestra, no sólo los altos pinos que se cernían sobre el albergue, no sólo las oscuras aguas, sino algo más: un callado, casi amenazador aire de espera, una especie de lejana seguridad ominosa... como podía uno imaginar lo que sentiría un halcón planeando serenamente por encima de su presa sabiendo que no iba a escapar de sus garras. Tampoco era ésta una impresión fugaz, pues se hizo evidente casi en seguida y aumentó de manera constante durante la hora o así que estuvimos ocupados; es más, se percibía con tanta claridad que Laird lo comentó como si se tratase de algo largo tiempo aceptado, ¡seguro que yo también lo sentía! Sin embargo, no había nada primitivo a lo que pudiese atribuirse. Hay miles de lagos como el Rick al norte de Wisconsin y de Minnesota, y aunque muchos de ellos no están en zonas forestales, los que sí lo están no difieren grandemente en su aspecto del de Rick; así que no había nada en el paraje que contribuyese en absoluto a esa soterrada sensación de horror que parecía invadirnos desde el exterior. Efectivamente, la puesta del sol era más bien lo contrario; bajo el sol del atardecer, el viejo albergue, el lago, el alto bosque de los alrededores, tenían un aire agradable de soledad... un aspecto que contrastaba con la intangible aura de maldad, tanto más penetrante y terrible. La fragancia de los pinos, junto con el frescor del agua, contribuía también a acentuar la sutil sensación de amenaza.
Por último, nos ocupamos del material abandonado en el escritorio del profesor Gardner. Los paquetes postales contenían, como esperábamos, un ejemplar del The outsider and others, de H. P. Lovecraft, expedido por los editores, y las fotocopias del manucristo y las páginas impresas del Texto de R'lyeh y del De vermis mysteriis de Ludwig Prinn, al parecer enviados para completar los datos suministrados anteriormente al profesor por el bibliotecario de la Miskatonic University, pues encontramos además entre el material que nos trajo el sheriff, ciertas páginas del Necronomicón en su traducción de Olaus Wormius, así como de los Manuscritos Pnakóticos. Pero no fueron estas páginas, en su mayoría ininteligibles para nosotros, las que nos llamaron la atención, sino las notas fragmentarias del propio profesor Gardner.
Era absolutamente evidente que no había tenido tiempo de hacer otra cosa que escribir las cuestiones y pensamientos tal como se le ocurrían; y aunque explicitaban poca cosa, sin embargo había en todo ello terribles sugerencias que adquirían dimensiones gigantescas al hacerse evidente aquello que no dejó consignado:
«¿Es la laja a) sólo una antigua ruina?, b) ¿una señal semejante a una lápida?, c) ¿o un punto focal para Él? En el último caso, ¿del exterior? ¿O de abajo? (NB: Nada indica que ese ser haya sido molestado.) "Cthulhu o Kthulhut". ¿En el lago Rick? ¿Pasadizo subterráneo al Superior y al mar vía San Lorenzo? (NB: Salvo la historia del aviador, nada indica que el Ser tenga conexión con el agua. Probablemente no es uno de los acuáticos.)
»Hastur. Pero sus manifestaciones tampoco parecen haber sido de seres aéreos.
»Yog-Sothoth. Ciertamente de la tierra... pero no es el Morador de la Oscuridad. (NB: El Ser, sea lo que fuere, debe de pertenecer a las deidades de la tierra, aun cuando viaja en el tiempo y el espacio. Puede que haya más, y que sólo el terrestre se deje ver ocasionalmente. ¿Ithaqua, quizá?)
»El Morador de la Oscuridad. ¿Será éste el Ciego, el Sin Rostro? Desde luego, podría decirse que habita en la oscuridad. ¿Nyarlathotep? ¿O Shub-Niggurath?
»¿Y del fuego qué? Debe haber una deidad también. Pero no hay referencias (NB: Posiblemente, si los Seres Terrestres y Acuáticos se oponen a los Aires, entonces deben oponerse igualmente a los del Fuego. Sin embargo, hay pruebas aquí y allá que indican que hay más lucha constante entre los Seres del Aire y el Agua que entre los de la Tierra y el Aire.) Abdul Alhazred es condenadamente oscuro en algunos pasajes. No existe una clave que facilite la identidad de Cthugha en esa terrible nota de pie de página.
»Partier afirma que sigo una pista equivocada. No me convence. Quienquiera que sea el que toca esa música por la noche es maestro en lo que atañe a cadencias y ritmos infernales. Y, sí, en cacofonías (Cf. Bierce y Chambers).»
Eso era todo.
—¡Qué galimatías más increíble! —exclamé.
Y no obstante... y no obstante, comprendía que no era un galimatías. Aquí había cosas extrañas, cosas que requerían una explicación extraterrena; y aquí, en las notas manuscritas de Gardner, estaba la prueba que indicaba que no sólo había llegado a la misma conclusión, sino que la rebasaba. Sonara a lo que sonase. Gardner lo había escrito con toda seriedad, y evidentemente para uso personal, tan sólo, ya que lo único claro eran los rasgos más vagos y genéricos. Por otra parte, las notas produjeron un efecto tremendo en Laird; se había quedado impresionantemente pálido, y ahora las miraba como si no diese crédito a lo que había visto.
—¿Qué ocurre? —pregunté.
—Jack... él estaba en contacto con Partier.
—No consta —contesté, pero aun mientras hablaba, recordé el secreto que siguió a la separación del viejo profesor Partier de la Universidad de Wisconsin. La prensa había divulgado la noticia de que el anciano había sido un poco demasiado liberal en sus clases de antropología... es decir, que era de ¡«tendencia comunista»!, cosa que todos los que conocían a Partier sabían que estaba muy lejos de la realidad. Pero él había dicho cosas extrañas en sus clases, había hablado de cuestiones horribles y prohibidas, y las autoridades académicas consideraron como más prudente alejarle en silencio. Por desgracia, Partier armó un alboroto, cosa muy propia de su carácter, y resultó imposible tapar el asunto satisfactoriamente.
—Ahora vive en Wausau —dijo Laird.
—¿Crees que podría traducir todo esto? —pregunté, y me di cuenta de que acababa de expresar los pensamientos de Laird.
—Está a tres horas de viaje en coche. Copiaremos estas notas, y si no ocurre nada... si no descubrimos nada, iremos a verle.
¡Si no sucedía nada...!
Si el albergue nos había parecido tenso con su atmósfera ominosa, por la noche nos pareció sobrecargado de amenaza. Por otra parte, los incidentes comenzaron a sucederse súbita e insidiosamente a partir de la media tarde, cuando Laird y yo estábamos sentados ante esas extrañas fotocopias enviadas por la Miskatonic University au lieu de los libros y manuscritos propiamente dichos, demasiado valiosos como para autorizar que saliesen de su refugio. La primera manifestación fue tan simple que, durante un rato, ninguno de los dos notó nada raro. Fue sencillamente el rumor de los árboles como cuando se levanta viento, un creciente gemido entre los pinos. La noche era cálida, y todas las ventanas del albergue estaban abiertas. Laird hizo un comentario acerca del viento, y siguió hablando sobre su perplejidad respecto a los fragmentos que teníamos delante. Hasta que no transcurrió media hora, y el rumor del aire se elevó y adquirió las proporciones de un viento más bien fuerte, no reparó Laird en ello y alzó los ojos, yendo su mirada de una a otra ventana con inquietud. Fue entonces cuando me di cuenta yo también.
¡A pesar del ruido, no se notaba en la habitación ninguna corriente, ni ninguna de las ligeras cortinas de las ventanas hizo otra cosa que temblar levemente!
Con un movimiento simultáneo, nos dirigimos a la amplia terraza del albergue.
No hacía viento: ni el más leve soplo llegaba a rozar nuestras manos y nuestras caras. Sólo se oía el rumor en el bosque. Y los dos miramos hacia donde los pinos se recortaban contra el firmamento salpicado de estrellas, esperando ver inclinarse sus copas ante la creciente ráfaga; pero no se percibía movimiento alguno; los pinos estaban quietos, inmóviles; mientras, el rumor como de viento seguía en torno nuestro. Permanecimos en la terraza durante media hora, tratando en vano de determinar la procedencia del ruido... y entonces, del mismo modo repentino que había comenzado, ¡paró!
Eran casi las doce de la noche, y Laird se dispuso a meterse en la cama; había dormido poco la noche anterior, y acordamos que yo haría la primera guardia hasta las cuatro de la madrugada. Ninguno de los dos comentó el ruido de los pinos, pero lo que dijimos indicaba un deseo de creer que había una explicación natural para dicho fenómeno, si podíamos establecer un punto de referencia para comprenderlo. Era inevitable, supongo, que ante todos estos hechos singulares que llamaban nuestra atención, hubiese en nosotros un serio anhelo de encontrarles explicación natural. Ciertamente, el más viejo y más grande temor del que es presa el hombre es el temor a lo desconocido; todo lo que es susceptible de racionalización y explicación deja de ser temido; pero, hora tras hora, se iba haciendo más patente que nos enfrentábamos con algo que desafiaba toda racionalización y todo credo, y que dependía de un sistema de creencias anterior incluso al hombre primitivo; efectivamente, según las diversas alusiones de las páginas fotocopiadas de la Miskatonic University, era anterior incluso a la Tierra misma. Por otro lado, estaba aquella tensión, aquella ominosa sensación de amenaza de algo que estaba infinitamente más allá del alcance de una inteligencia tan limitada como la del hombre.
Así que me dispuse a iniciar mi vigilia con cierto nerviosismo. Cuando Laird se hubo retirado a su habitación —que estaba junto al remate de la escalera y cuya puerta daba a un corredor con balaustrada que se asomaba a la sala donde yo me encontraba leyendo, un poco al azar, un libro de Lovecraft—, me entró una especie de sensación de tensa expectativa. No es que temiese que fuera a ocurrir algo, sino más bien tenía miedo de no encontrar explicación a lo que ocurriese. Sin embargo, a medida que transcurrían los minutos, me fui enfrascando en The outsider and others, con sus infernales alusiones a una maldad inmemorial, a entidades coexistentes con todos los tiempos y coextensivas a todos los espacios, y empecé a captar, aunque vagamente, una relación entre los escritos de este creador de fantasías y las extrañas anotaciones que el profesor Gardner había dejado. Lo más inquietante era el saber que el profesor Gardner había escrito sus notas independientemente del libro que ahora estaba leyendo yo, puesto que había llegado después de su desaparición. Además, aunque había ciertas claves para lo que Gardner había escrito en el primer material que había recibido de la Miskatonic University, aumentaba ahora el número de pruebas que indicaban que el profesor había tenido acceso a alguna otra fuente de información.
¿Cuál era esa fuente? ¿Llegó a saber algo por medio del Viejo Peter? Era muy poco probable. ¿Acudió tal vez a Partier? No parecía imposible, aunque no se lo había comunicado a Laird. Sin embargo, no debía darse por supuesto que hubiese establecido contacto con alguna otra fuente de información sin haber hecho ninguna alusión a dicha fuente en sus notas.
Estando enfrascado en estas absorbentes especulaciones, me di cuenta de la música. Tal vez hacía rato que estaba sonando, antes de que me percatase, pero no lo creo. Era una extraña melodía lo que tocaban, que empezaba arrulladora y armoniosa, y luego, sutilmente, se volvía cacofónica y demoníaca, el ritmo se hacía más vivo, aunque me llegaba siempre como desde una gran distancia. La escuché con creciente asombro; al principio no me di cuenta de la sensación de malignidad que se abatía sobre mí, hasta que salí y comprobé que la música provenía de las profundidades del oscuro bosque. Entonces tuve conciencia de su carácter preternatural: era una melodía ultraterrena, absolutamente singular y extraña, y los instrumentos parecían flautas; en todo caso, alguna variante de la flauta.
Hasta ese momento, no hubo realmente nada alarmante. O sea, no hubo otra cosa que el temor inspirado por esos dos hechos. En resumen, había posibilidad de que existiese una explicación natural tanto para el rumor del viento como para la música.
Pero ahora, de pronto, ocurrió algo tan horrible, tan aterrador, que inmediatamente me sentí presa del más terrible miedo experimentado por el hombre, de un horror primitivo que surgía de lo desconocido, del exterior... porque si había abrigado dudas sobre los seres a que aludían las notas de Gardner y el material que las acompañaba, ahora supe instintivamente que eran infundadas, pues el sonido que sucedió a las melodías de aquella música ultraterrena fue de naturaleza tal que desafiaba toda descripción, y aún la desafía ahora. Fue simplemente un alular espantoso, imposible de ser producido por un animal conocido del hombre. Se elevó en horrible crescendo y decreció hasta apagarse en un silencio aún más terrible que el paralizante lamento. Empezó con una llamada compuesta de dos notas, repetida dos veces, de manera espantosa: «¡Ygnaiih! ¡Ygnaiih!», que luego se convirtió en un grito lastimero, triunfal, que brotó como un aullido del bosque y se propagó en la noche como la voz tremenda del propio abismo: «Eh-ya-ya-ya-yahaaahaaahaaahaaa-ah-ah-ah-ngh'aa-ngh'aa-ya-ya-ya...»
Permanecí un minuto absolutamente helado en la terraza. No habría podido proferir un sonido aun si mi vida hubiese dependido de ello. La voz había cesado, pero los árboles parecieron repetir todavía las sílabas espantosas. Oí saltar a Laird de la cama, le oí correr escaleras abajo gritando mi nombre, pero no fui capaz de contestar. Salió a la terraza y me agarró del brazo.
—¡Dios mío! ¿Qué ha sido eso?
—¿Lo has oído?
—De sobra.
Seguimos aguardando por si sonaba otra vez, pero no se repitió. Tampoco se repitió la música. Regresamos a la sala de estar y esperamos allí, incapaces de acostarnos ninguno de los dos.
¡Pero no hubo ningún incidente más durante el resto de la noche!
III
Los sucesos de esa primera noche decidieron más que ninguna otra cosa el curso del siguiente día. Pues, al comprender lo mal informados que estábamos para hacernos cabal idea de lo que estaba ocurriendo, Laird preparó la grabadora para la segunda noche, y salimos para Wausau con el fin de visitar al profesor Partier y regresar al día siguiente. Como medida de previsión, Laird se llevó consigo la copia de las notas que Gardner había dejado, pese a lo escuálidas que eran.
Al principio, el profesor Partier se mostró contrariado al vernos; finalmente, nos hizo pasar a su despacho, en el corazón de Wisconsin, y despejó de libros y papeles dos sillas para que nos sentásemos. Aunque tenía aspecto de anciano, con una larga barba blanca y un fleco de pelo cano asomando por debajo del gorro negro que cubría su cráneo, era tan ágil como un joven; era delgado, y tenía los dedos huesudos y la cara chupada, con unos ojos hundidos y negros, y su semblante mostraba una expresión de profundo cinismo, desdén, casi de desprecio, y no hizo el menor esfuerzo para que nos sintiéramos a gusto, aparte de darnos un sitio donde sentarnos. Reconoció a Laird como el secretario del profesor Gardner, dijo bruscamente que era un hombre ocupado y que preparaba lo que indudablemente sería su último libro, y que nos agradecería que le expusiésemos el objeto de nuestra visita lo más escuetamente posible.
—¿Qué es lo que sabe usted sobre Cthulhu? —preguntó Laird bruscamente.
La reacción del profesor fue asombrosa. La actitud del anciano, que antes había sido de superioridad y lejano desdén, se volvió instantáneamente cautelosa y alerta; con exagerado cuidado, dejó el lápiz que tenía en las manos, sin apartar sus ojos ni una sola vez del rostro de Laird, y se inclinó hacia adelante un poco sobre la mesa.
—Por eso —dijo— acuden ustedes a mí. —Se echó a reír entonces, con una risa que era como el cacareo de un carcamal—. Acuden a mí para preguntarme qué sé sobre Cthulhu. ¿Por qué?
Laird explicó brevemente que estábamos decididos a averiguar qué le había sucedido al profesor Gardner. Contó lo que consideró imprescindible mientras el anciano cerraba los ojos, tomaba el lápiz una vez más y, golpeando suavemente con él, escuchaba con cuidadosa atención, animando de cuando en cuando a Laird para que siguiese. Cuando éste hubo terminado, el profesor Partier abrió los ojos lentamente y nos miró a los dos con una expresión que no estaba muy lejos de la compasión y el dolor.
—Así que me citó a mí, ¿eh? Pero yo no he tenido contacto con él más que por teléfono —frunció los labios—. Y se refirió más a una antigua controversia que a sus descubrimientos en el lago Rick. Ahora quisiera darles un pequeño consejo.
—A eso es a lo que hemos venido.
—Abandonen ese lugar, y olvídense de todo eso.
Laird movió negativamente la cabeza con decisión.
Partier le miró calculadoramente; sus ojos oscuros desafiaron su determinación; pero Laird no vaciló. Se había embarcado en esta aventura, y estaba dispuesto a llegar hasta el final.
—No son esas fuerzas con las que el hombre corriente está acostumbrado a enfrentarse —dijo entonces el anciano—. Sinceramente, no estamos preparados para ello.
Entonces empezó, sin más preámbulos, a hablar de cuestiones tan alejadas de lo mundano que casi rayaban en lo inimaginable. En efecto, transcurrió un rato antes de que comenzara yo a comprender de qué hablaba, pues sus conceptos eran tan amplios y sobrecogedores que resultaban difíciles de captar para una persona acostumbrada a una vida prosaica como yo. Quizá fuera porque Partier empezó insinuando veladamente que no era Cthulhu, ni sus esbirros, quienes moraban en el lago Rick, sino otro ser muy distinto; la existencia de la losa y lo que tenía labrado encima indicaban claramente la naturaleza del ser que moraba allí de tiempo en tiempo. El profesor Gardner parecía haber dado con la verdadera pista, aunque Partier no lo creía. ¿Quién era el Ciego, el Sin Rostro, sino Nyarlathotep? Desde luego, no era Shub-Niggurath, el Cabrón Negro con sus Mil Jóvenes.
Aquí Laird le interrumpió para rogarle que fuese más explícito, y entonces, comprendiendo finalmente que nosotros no sabíamos nada, el profesor siguió explicando mitología en esos términos irritables y velados... mitología de una vida prehumana, no sólo de la Tierra, sino de las estrellas de todo el universo.
—No sabemos nada —repetía de cuando en cuando—. No sabemos nada en absoluto. Pero hay signos, lugares... el lago Rick es uno de ellos.
Habló de seres cuyos nombres eran espantosos, de los Dioses Primigenios que viven en Betelgeuse, en una remota región en el tiempo y el espacio, los cuales habían arrojado a los espacios a los Primordiales, guiados por Azathoth y Yog-Sothoth, y entre quienes se contaba la fuerza primordial del anfibio Cthulhu, de los quirópteros seguidores de Hastur el Innombrable, de Lloigor, Zhar e Ithaqua, el que cabalga en los vientos y los espacios sidéreos, de los seres elementales de la Tierra, de Nyarlathotep y Shub-Niggurath —seres malvados que siempre trataban una vez más de derrotar a los Dioses Arquetípicos, que les habían expulsado o encarcelado—, y de cómo Cthulhu dormía desde hacía muchísimo tiempo en el reino oceánico de R'lyeh, y de cómo Hastur fue encarcelado en una estrella negra próxima a Aldebarán, en las Híades. Mucho antes de que los seres humanos caminaran sobre la tierra, tuvo lugar el conflicto entre los Dioses Arquetípicos y los Primordiales, y de tiempo en tiempo los Primordiales han resurgido y aspirado a imponerse, unas veces para ser detenidos por intervención directa de los Dioses Primigenios, pero más frecuentemente por intermedio de seres humanos o no humanos que se prestaban a provocar la disensión entre los seres elementales, pues según indicaban las notas de Gardner, los malvados Dioses Primordiales eran fuerzas elementales. Pero cada vez había habido una resurrección, cuya señal quedaba hondamente impresa en la memoria del hombre... y en cada una de ellas habían pretendido eliminar la prueba, así como a los apacibles supervivientes.
—¿Qué ocurrió en Innsmouth, Massachusetts, por ejemplo? —preguntó tensamente—. ¿Qué ocurrió en Dunwich? ¿En las tierras vírgenes de Vermont? ¿O en la vieja casa de Tuttle, en el pico de Aylesbury? ¿Qué hay del misterioso culto de Cthulhu, y del absolutamente extraño viaje de exploración a las montañas de la Locura? ¿Qué seres habitaron la oculta y misteriosa meseta de Leng? ¿Y la ciudad de Kadath en la Inmensidad Fría? ¡Lovecraft lo sabía! Gardner y muchos otros han tratado de descubrir todos esos secretos, han tratado de establecer una conexión entre los increíbles acontecimientos ocurridos aquí y allá, por toda la faz del planeta..., pero los Primordiales no quieren que simples hombres lleguen a saber demasiado. ¡Así que quedan ustedes advertidos!
Cogió las notas de Gardner sin darnos ocasión a ninguno de los dos de decir nada, y las estudió, colocándose unos lentes con montura de oro que le dieron un aspecto aún más viejo, y siguió hablando más bien consigo mismo que con nosotros, y dijo que se afirmaba que los Primordiales habían alcanzado en ciertos aspectos un grado de desarrollo científico más grande que el que hasta ahora se consideraba posible; pero que, por supuesto, no se sabía nada. La forma con que recalcaba estas palabras indicaba bien a las claras que sólo un necio o un idiota podría permanecer incrédulo, tuviese pruebas o no. Pero a renglón seguido admitió que había una prueba: la placa repugnante que tenía grabada la representación de una monstruosidad infernal caminando sobre los vientos por encima de la tierra, encontrada en las manos de Josiah Alwyn cuando descubrieron su cuerpo en una pequeña isla del Pacífico, meses después de su increíble desaparición de su casa de Wisconsin; los dibujos trazados por el profesor Gardner eran otra... y sobre todo, aquella extraña losa labrada del bosque vecino al lago Rick.
—Cthugha —murmuró entonces, pensativo—. No he leído la nota de pie de página a la que hace referencia. Y en Lovecraft no hay nada —negó con la cabeza—. ¿No podrían sonsacarle algo al mestizo?
—Ya hemos pensado en eso —admitió Laird.
—Bien, entonces les aconsejo que lo intenten. Parece evidente que él sabe algo... puede que no sean más que exageraciones debidas a su mentalidad primitiva; pero por otro lado... ¿quién sabe?
El profesor Partier no pudo o no quiso decirnos más. Por otra parte, Laird desistió de seguir preguntándole, ya que era evidente que había una relación tremendamente inquietante entre lo que había revelado, por increíble que fuese, y lo que el profesor Gardner había escrito.
Nuestra visita, no obstante, a pesar de lo poco fructífera que fue —o quizá precisamente por ello—, produjo un singular efecto en nosotros. La misma vaguedad de las notas y comentarios del profesor, junto con la prueba fragmentaria e inconexa que nos había llegado independientemente de parte de Partier, nos devolvió la serenidad y afianzó a Laird en su determinación de llegar al fondo del misterio que rodeaba a la desaparición de Gardner, misterio que ahora se había ampliado para abarcar el misterio aún mayor del lago Rick y del bosque que lo rodeaba.
Al día siguiente volvimos a Pashepaho, y quiso la suerte que nos cruzáramos con el Viejo Peter en la carretera que salía del pueblo. Laird aminoró la marcha, retrocedió y sacó la cabeza para encararse con la mirada escrutadora del viejo.
—¿Le llevo?
—De acuerdo.
Subió el Viejo Peter y se sentó en el borde del asiento hasta que Laird, sin protocolos de ningún género, sacó una botella y se la ofreció; entonces sus ojos se iluminaron; la cogió ansiosamente y echó un buen trago, mientras Laird se puso a charlar sobre la vida en los bosques del norte, animando al mestizo a que hablase de los yacimientos minerales que según él podían descubrirse en las proximidades del lago Rick. De este modo recorrimos buena parte del trayecto, sin que el mestizo soltase la botella, hasta que, finalmente, estuvo casi vacía. No se le notaba embriagado en el estricto sentido de la palabra, pero hablaba sin prejuicios, y no protestó cuando cogimos la carretera hacia el lago sin detenernos para que se bajase; aunque, cuando vio el albergue y supo dónde estaba, dijo estropajosamente que se había alejado de su camino, y que tenía que regresar antes de que se hiciese de noche.
Se habría marchado inmediatamente, pero Laird le convenció para que entrase, con la promesa de que le prepararía un buen vaso.
Entramos. Le preparó la bebida más fuerte que pudo, y Peter sucumbió.
Cuando empezó a sentir los efectos del alcohol, Laird abordó el tema y dijo que Peter sabía algo sobre el misterio de la región del lago Rick, e inmediatamente el mestizo enmudeció, farfullando que no diría nada, que no había visto nada, que todo era una mentira, mientras sus ojos iban de uno de nosotros al otro. Pero Laird insistió. Había visto la losa de piedra tallada, ¿verdad? Sí... dijo de mala gana. ¿Quería llevarnos a ella? Peter negó con la cabeza violentamente. Ahora no. Era casi el atardecer; podía hacerse de noche antes de regresar.
Pero Laird era duro como el diamante. Y convencido por la insistencia de Laird de que podíamos estar de regreso en el albergue y hasta en Pashepaho, si Peter quería, antes de la caída de la noche, consintió en llevarnos a la losa. Entonces, a pesar de su estado, se internó rápidamente en el bosque, tomó un sendero que apenas merecía el nombre de rastro por lo débil que era, y galopó por él invariablemente durante casi una milla, antes de detenerse. Entonces, situándose detrás de un árbol, como si temiese que le vieran, señaló temblorosamente un pequeño calvero rodeado de árboles corpulentos, lo bastante amplio como para dejar visible el firmamento por arriba.
—Ahí... ésa es.
La losa se veía sólo parcialmente, pues el musgo la había cubierto en gran parte. Laird, sin embargo, se interesaba por ella sólo de manera secundaria en este momento; era evidente que el mestizo estaba mortalmente aterrado y sólo tenía deseos de huir.
—¿Te gustaría pasar la noche aquí, Peter? —preguntó Laird.
El mestizo le dirigió una mirada aterrada.
—¿A mí? ¡Dios, no!
De pronto, la voz de Laird se endureció:
—Pues a menos que nos digas qué viste aquí, eso es lo que vas a hacer.
El mestizo no estaba tan embriagado como para no prever lo que podía pasar: la posibilidad de que Laird y yo le cogiésemos y le atásemos a un árbol del borde de este calvero. Sencillamente, pensó en echar a correr, pero sabía que en su estado no podría dejarnos atrás.
—No me hagan hablar —dijo—. Son cosas que no deben contarse. No se las he contado jamás a nadie... ni siquiera al profesor.
—Queremos saberlas, Peter —dijo Laird amenazador.
El mestizo empezó a temblar; se volvió y miró la losa como si creyese que podía surgir de allí en cualquier momento un ser hostil y abalanzarse sobre él con intenciones homicidas.
—No puedo, no puedo —murmuró; y luego, clavando sus ojos sanguinolentos en los de Laird una vez más, dijo en voz baja—: No sé lo que era. ¡Dios!, pero era espantoso. Era un Ser... no tenía rostro; estuvo aullando hasta que creí que se me iban a reventar los tímpanos; y luego, aquellas criaturas que tenía a su alrededor... ¡Dios! —se estremeció y se apartó del árbol reuniéndose con nosotros—. Ahí, ahí lo vi una noche. Salió, al parecer, del aire, y hubo cánticos y lamentos, y las criaturas tocaban una música infernal. Creo que me volví loco durante un rato, antes de marcharme —su voz se quebró, su memoria excitada evocó las imágenes de las cosas que había visto; se volvió, gritando destempladamente—: ¡Vamonos de aquí!
Y echó a correr por donde habíamos venido, saltando entre los árboles.
Laird y yo corrimos tras él y le cogimos en seguida; Laird le aseguró que le sacaríamos del bosque en coche, y que estaría lejos de allí antes de que se nos echara encima la noche. Laird estaba tan convencido como yo de que no eran figuraciones lo que el mestizo había contado, que, efectivamente, nos había referido todo lo que sabía; y permaneció callado durante todo el trayecto desde el camino donde dejamos al Viejo Peter, después de obligarle a que tomara cinco dólares para que olvidase con el alcohol, que tanto le gustaba, lo que había visto.
—¿Qué te parece? —me preguntó Laird cuando llegamos al albergue.
Moví negativamente la cabeza.
—El lamento de anteanoche —dijo Laird—. Las cosas que oyó el profesor Gardner... y ahora esto. Todo encaja condenadamente, horriblemente —se volvió hacia mí con intensa y perentoria urgencia—. Jak, ¿te atreverías a visitar esa losa esta noche?
—Por supuesto.
—Pues iremos.
Hasta que no entramos en el albergue, no se nos ocurrió pensar en la grabadora; entonces Laird rebobinó y la preparó para reproducir lo que hubiese quedado grabado hasta nuestro regreso. Esto al menos, comentó él, no dependía en absoluto de la imaginación de nadie; esto era producto de la máquina pura y simple, y cualquier persona inteligente sabía muy bien que las máquinas eran muchísimo más fiables que los hombres, dado que no tenían ni nervios ni imaginación, ni sabían nada del miedo o la esperanza. A lo sumo, contábamos con oír una repetición de los sonidos de la noche anterior; ni en nuestros más disparatados sueños habríamos podido prever lo que oímos en realidad, pues la grabación se elevó de lo prosaico a lo increíble, de lo increíble a lo horrible, y por último, a un cataclismo de revelación que borró por completo en nosotros toda fe en la existencia normal.
Empezaba con un ocasional concierto de somorgujos y buhos, seguido de un periodo de silencio. Luego se oyó una vez más el rumor prolongado y familiar como de viento entre los árboles, y a continuación vino la extraña cadencia cacofónica de las flautas. Después, había grabada una serie de gritos que transcribo aquí exactamente tal como los oímos en aquella inolvidable noche:
¡Ygnaiih! ¡Ygnaiih! ¡ EEE-ya-ya-ya-Yahaahaahaaahaaa-ah-ah-ah-ngh'aaa-ngh'-aaa-ya-ya-aaa! (con voz que no era ni humana ni bestial, aunque tenía ambas calidades).
(Un tiempo de música creciente, que se volvía más salvaje y demoníaca por momentos.)
Poderoso Mensajero... Nyarlathotep, del mundo de los Siete Soles a este lugar terrestre, el bosque de N'gai, adonde puede venir El Que No Debe Ser Nombrado... Habrá abundancia de aquellos que vienen del Cabrón Negro de los Bosques, el Cabrón de las Mil Jóvenes... (esto con una voz que era curiosamente humana).
(Una sucesión de sonidos singulares, como si se tratase de la alternancia que resulta al escuchar y responder; un zumbido y susurros como de cables telegráficos.)
¡Ia! ¡Ia! ¡Shub-Niggurath! ¡Ygnaiih! ¡Ygnaiih! ¡EEE-yaa-yaa-haa-haaa-haaaa! (con la voz de antes, ni humana ni bestial, sino ambas cosas a la vez).
Ithaqua te servirá, Padre del millón de los favorecidos, y Zhar será llamado de Arturo por mandato de 'Umr At-Tawil, Guardián de la Entrada... Te unirás en alabanza de Azathoth, del Gran Cthulhu, de Tsathoggua... (con voz humana otra vez).
Sal en forma suya, o en cualquier otra que quieras elegir como hombre, y destruye aquello que pueda conducirles a nosotros... (con voz medio bestial, medio humana una vez más).
(Un intervalo de furiosa melodía acompañada nuevamente de un ruido como de batir de grandes alas.)
¡Ygnaiih! Y'bthnk... h'ehye-n'grkdl'lh... ¡Ia! ¡Ia! ¡Ia! (como un coro).
Estos sonidos estaban espaciados de tal modo que parecía como si los seres que los producían anduviesen por dentro o los alrededores del albergue, y el último cántico se perdió como si esas mismas criaturas se alejaran. Efectivamente, siguió un intervalo de silencio tan largo que Laird se levantó para desconectar el aparato, cuando surgió una voz de nuevo. Pero la voz que brotó ahora de la grabadora fue de tal naturaleza que, por sí misma, nos produjo de una vez todo el horror contenido en lo que había precedido; pues fuera lo que fuese lo que pudiese inferirse de los bramidos y cánticos semibestiales, la horriblemente sugestiva conversación en acusado inglés que ahora brotó de la grabadora resultaba indeciblemente aterradora:
—¡Dorgan! ¡Laird Dorgan! ¿Puedes oírme?
Fue un áspero, urgente susurro que llamaba a mi compañero que ahora estaba con el rostro blanco y la mirada fija en el aparato, sobre el cual tenía aún la mano en suspenso. Nuestras miradas se cruzaron. No era una súplica, no era nada de lo que había ocurrido antes; era la identidad de aquella voz... ¡porque era la voz del profesor Gardner! Pero no tuvimos tiempo de reflexionar sobre el hecho, porque la grabadora siguió necánicamente.
—¡Escúchame! Deja este lugar. Olvídalo. Pero antes de irte, invoca a Cthugha. Durante siglos ha sido éste el sitio donde seres perversos del cosmos más exterior tocaron la Tierra. Lo sé. Soy de ellos. Se han apoderado de mí, como hicieron con Piregard y muchos otros, todos los cuales se internaron imprudentemente en su bosque, y no fueron destruidos inmediatamente. Este es Su bosque: el bosque de N'gai, la morada terrestre del Ciego, del Sin Rostro, del Aullador de la Noche, del Morador de la Oscuridad, Nyarlathotep, quien sólo teme a Cthugha. He estado con él en los espacios estelares. He estado en la oculta meseta de Leng, en Kadath de la Inmensidad Fría, más allá de las Puertas de la Llave de Plata, incluso en Kythamil, cerca de Arturo y Mnar, en N'Kai y el lago de Hali, en K'n-yan y la fabulosa Carcosa, en Yaddith y en Y'ha-nthlei, próxima a Innsmouth, en Yoth y en Yuggoth, y he contemplado de lejos Zothique desde el ojo de Algod. Cuando Fomalhaut corone los árboles, invoca a Cthugha con estas palabras, repitiéndolas tres veces: «¡Ph'nglui mglw'nafh Cthugha Fomalhaut n'gha-ghaa nafl thagn! ¡Ia! ¡Cthugha!» Cuando él acuda, corre, no vayas a ser destruido tú también. Porque es conveniente que este lugar maldito sea arrasado de modo que Nyarlathotep no venga más de los espacios interestelares. ¿Me oyes, Dorgan? ¿Me oyes? ¡Dorgan! ¡Laird Dorgan!
Hubo un súbito ruido de viva protesta, seguido de otro como de alboroto y forcejeo, como si se hubiesen llevado a Gardner a la fuerza; luego, ¡siguió el silencio más completo y total!
Laird dejó correr la cinta durante unos minutos, pero no había nada más. Finalmente desconectó el aparato y dijo muy tenso:
—Creo que será mejor que transcribamos eso lo mejor posible. Toma nota de todas las frases, y después copiaremos esa fórmula de Gardner.
—¿Era...?
—Reconocería su voz en cualquier parte —dijo brevemente.
—¿Está vivo, entonces?
Me miró; sus ojos se entrecerraron.
—Eso no lo sabemos.
—¡Pero ésa es su voz!
Movió negativamente la cabeza, pues empezaban los sonidos otra vez, y nos dedicamos los dos a copiar, tarea que resultó más fácil de lo que parecía al principio porque las pausas entre las frases eran lo bastante grandes como para permitirnos copiar sin apresuramientos. El lenguaje de los cánticos y las palabras dirigidas a Cthugha pronunciadas por la voz de Gardner presentaron enorme dificultad, pero merced a las múltiples repeticiones conseguimos transcribir el equivalente aproximado de los sonidos. Cuando finalmente hubimos terminado, Laird desconectó la grabadora y me miró con ojos extraños y turbados, llenos de inquietud e incertidumbre. No dije nada; lo que acabábamos de escuchar, unido a todo lo que había ocurrido anteriormente, no nos dejaba alternativa. Cabía dudar de las leyendas, creencias y demás; pero la inequívoca grabación de la cinta era concluyente, aun cuando no hiciera otra cosa que corroborar consejas oídas a medias, pues, efectivamente, no había aún nada concreto; era como si todo estuviese tan absolutamente fuera de la capacidad de comprensión del hombre que sólo en la velada sugerencia de partes aisladas podía entenderse algo, como si la totalidad fuese inexpresablemente agotadora para que la soportase la mente humana.
—Fomalhaut sale casi en el crepúsculo; un poco antes, creo —reflexionó Laird; evidentemente, igual que yo, había aceptado que acabábamos de oír incuestionablemente el misterio que ocultaba su significado—. La veríamos por encima de los árboles (probablemente quedará a veinte o treinta grados del horizonte, porque no pasa lo bastante cerca del cénit en estas latitudes para que salga por encima de los pinos) aproximadamente una hora después de la caída de la noche. Digamos a las nueve treinta o así.
—¿No estarás pensando en intentarlo esta noche? —pregunté—. Al fin y al cabo, ¿qué significa? ¿Quién o qué es Cthugha?
—No sé más que tú, y no voy a intentarlo esta noche. Has olvidado la losa. ¿Estás aún dispuesto a ir allí... después de esto?
Asentí. No me atreví a hablar, pero no me consumía el deseo de desafiar la oscuridad que se extendía como una criatura viviente por el bosque que rodeaba el lago Rick.
Laird miró su reloj y luego a mí, y sus ojos ardían ahora con una especie de febril determinación, como si se esforzase en tomar este paso final de enfrentarse a ese ser desconocido cuyas manifestaciones se habían posesionado del bosque. Si esperaba que yo vacilase, le decepcioné; por muy acosado por el miedo que me sintiese, no deseaba manifestarlo. Me levanté y salí del albergue en su compañía.
IV
Hay aspectos de la vida oculta, tanto del exterior como de las profundidades de la mente, que es preferible mantener en secreto y lejos del conocimiento del hombre común; pues en los lugares más oscuros de la Tierra acechan terribles deseos, horribles revenants de un estrato del subconsciente, por fortuna fuera del ámbito del hombre medio... En efecto, hay aspectos de la creación tan grotescamente estremecedores que su misma visión haría perder la razón al que los contemplara. Afortunadamente, no es posible evocar más que como una sugerencia lo que vimos en la losa del bosque del lago Rick aquella noche de octubre, porque fue todo tan increíble, rebasó a tal punto todas las leyes conocidas de la ciencia, que no existen en el lenguaje humano palabras adecuadas para describirlo.
Llegamos al círculo de árboles que rodeaba la losa mientras las últimas claridades se demoraban aún en el cielo de poniente, y con ayuda de la linterna que Laird traía consigo examinamos la superficie de la losa y lo que había tallado en ella: un ser inmenso y amorfo, trazado por un artista que, evidentemente, carecía de suficiente imaginación para diseñar el rostro de la criatura, ya que lo había dejado sin él, perfilando sólo una curiosa cabeza cónica que incluso en piedra parecía dotada de una enervante fluidez; además, la criatura estaba representada con apéndices tentaculares y manos... o excrecencias semejantes a manos; pero no tenía dos, sino varias, de suerte que en su conformación parecía a la vez humana y no humana. Junto a ella había talladas dos figuras agazapadas parecidas a calamares, y de una parte de ellas —probablemente de sus cabezas, aunque su silueta no estaba claramente definida— surgían lo que seguramente podía ser alguna clase de instrumentos musicales, dado que estos extraños y repugnantes seres parecían tocarlos.
Nuestra inspección fue necesariamente precipitada, puesto que no queríamos arriesgarnos a que nos viera aquí quien pudiese venir, y quizá, dadas las circunstancias, influyera en nosotros también la imaginación. Pero no creo. Es difícil sostener eso coherentemente, sentado aquí ante mi mesa, alejado en el espacio y el tiempo de cuanto allí sucedió; pero lo sostengo. A pesar del precipitado reconocimiento y del miedo irracional a lo desconocido que nos obsesionaba, seguimos abiertos a todos los aspectos que habíamos decidido esclarecer. En todo caso, he errado en este relato al colocar la ciencia por encima de la imaginación. A la clara luz de la razón, las figuras labradas en aquella losa de piedra eran no sólo obscenas, sino bestiales y espantosas más allá de toda medida, particularmente a la luz de lo que Partier había insinuado y lo que las notas de Gardner y el material de la Miskanotic University habían dejado entrever vagamente; y aun cuando hubiéramos tenido tiempo, dudo que nuestras miradas se hubieran demorado demasiado rato en ellas.
Nos retiramos a un lugar relativamente cercano al camino que debíamos tomar para regresar al albergue, y no muy alejado tampoco del calvero donde se encontraba la losa; queríamos ver bien, ocultos en un lugar de fácil acceso al sendero por el que regresaríamos. Nos apostamos allí y esperamos en la fría quietud de una noche de octubre, mientras una oscuridad estigia nos envolvía y sólo una o dos estrellas parpadeaban muy arriba, milagrosamente visibles entre las altísimas copas de los árboles.
Según el reloj de Laird, aguardamos exactamente una hora y diez minutos antes de que comenzara el rumor como de viento, e inmediatamente hubo una manifestación que tenía todas las trazas de sobrenatural, pues no bien hubo empezado el ruido de las ráfagas, la losa que acabábamos de abandonar empezó a adquirir un resplandor, al principio tan imperceptible que parecía una ilusión, luego una fosforescencia cada vez mayor, hasta que despidió tal luminiscencia que era como si un haz de luz se elevase hacia el cielo. Esta fue la segunda circunstancia curiosa: la luz seguía los contornos de la losa, y se proyectaba hacia el cielo; no era difusa ni se dispersaba por el claro del bosque, sino que se proyectaba hacia el cielo con la potencia de un foco. Simultáneamente, el mismo aire pareció cargarse de maldad; en torno nuestro se extendió un aura tan densa de pavor que no tardó en hacerse imposible ignorar esta sensación. Era evidente que, por algún medio desconocido para nosotros, el ruido como de ráfagas de viento que ahora llenaba el aire no sólo se asociaba con el ancho haz de luz que se proyectaba hacia arriba, sino que era causado por él; es más, mientras mirábamos, el intenso color de la luz variaba constantemente, cambiando de un blanco cegador a un verde radiante, y de éste a una especie de verde espliego; de vez en cuando la luz se hacía tan intensa que era preciso apartar la vista, aunque la mayor parte del tiempo pudimos contemplarla sin que nos hiciera daño a los ojos.
De la misma forma repentina que había empezado, cesó el rumor de viento, se hizo difusa e indistinta la luz, y casi inmediatamente un espectral sonido de flautas traspasó nuestros oídos. No provenían de nuestro alrededor, sino de arriba, y de común acuerdo nos pusimos a mirar hacia el cielo hasta donde permitía la luz que ya se desvanecía.
No puedo explicar qué ocurrió exactamente ante nuestros ojos. ¿Fue realmente algo que se precipitó, que se derramó más bien, hacia abajo? Porque eran masas informes; ¿o eran producto de nuestra imaginación, que volvió a mostrarse singularmente cuando más tarde tuvimos ocasión de contrastar notas Laird y yo? La ilusión de grandes seres negros deslizándose velozmente por aquel sendero de luz fue tan intensa que nos volvimos para mirar la losa.
Lo que vimos allí nos hizo huir locamente, incapaces de gritar, de aquel lugar infernal.
Pues donde un momento antes no había nada, vimos ahora una masa protoplasmática gigantesca, de un ser colosal que se elevaba hacia las estrellas, y cuya corporeidad física real se hallaba en constante flujo; y flanqueándolo a cada lado, había dos criaturas menores, igualmente amorfas, sosteniendo una especie de flauta con sus apéndices y ejecutando esa música demoníaca que sonaba y resonaba por todo el ámbito del bosque. Pero la entidad de la losa, el Morador de la Oscuridad, era tremendamente horroroso; ¡pues de su masa de carne amorfa surgían caprichosamente, ante nuestros ojos, tentáculos, garras, manos, y se retraían otra vez; y la misma masa disminuía y se dilataba sin esfuerzo, y donde estaba su cabeza y debiera haber estado su semblante, no se veía sino un vacío tanto más horrible cuanto que, mientras mirábamos, brotó de él un profundo aullido, con esa voz semibestial, semihumana que nos era familiar por la grabación efectuada dos noches antes!
Huimos, digo, tan trastornados, que sólo merced a un supremo esfuerzo de voluntad pudimos correr en la dirección adecuada. Y tras de nosotros se elevó una voz, la voz blasfema de Nyarlathotep, el Ciego, el Sin Rostro, el Poderoso Mensajero, cuando aún vibraban en los canales de nuestra memoria las medrosas palabras del mestizo, del Viejo Peter: Era un ser... no tenía rostro; estuvo aullando hasta que creí que se me iban a reventar los tímpanos; y luego, aquellas criaturas que tenía a su alrededor... ¡Dios!, resonaban mientras la voz de aquella monstruosidad de los espacios exteriores gritaba y profería una algarabía y sonaba la música infernal que ejecutaban los espantosos músicos acompañantes, elevándose en un aullido desde el bosque y dejando para siempre su huella en la memoria.
—¡Ygnaiih! ¡Ygnaiih! ¡EEE-yayayayayaaa-haaa-haaahaaahaaa-ngh'aaa-ngh'aaa-ya-ya-yaaa!
Luego se hizo el silencio.
Y no obstante, por increíble que parezca, aún nos aguardaba el horror final.
Porque cuando estábamos a medio camino del albergue, nos dimos cuenta de que nos seguían; detrás de nosotros sonaba un espantoso, horriblemente sugerente chapoteo, como si la amorfa entidad hubiese abandonado la losa que debieron erigir en tiempos remotos sus adoradores y se hubiese lanzado en pos de nosotros. Obsesionados por un pavor abismal, corrimos como no lo habíamos hecho jamás; y casi habíamos llegado al albergue, cuando nos dimos cuenta de que el chapoteo, el temblor y estremecimiento de la tierra —como bajo las pisadas de algún ser gigantesco— habían cesado, y en su lugar se oía sólo el tranquilo y sosegado ruido de pasos.
¡Pero los pasos no eran nuestros! Y en el aura de irrealidad, en la espantosa atmósfera de enajenación en que nos movíamos y respirábamos, lo que sugerían aquellos pasos resultaba casi enloquecedor.
Llegamos al albergue, encendimos una lámpara y nos dejamos caer en unas sillas a esperar lo que quiera que fuese que avanzaba tan inexorablemente, sin apresuramientos, subía los peldaños de la terraza, ponía la mano en el pomo de la puerta y abría de par en par...
¡Era el profesor Gardner quien estaba allí!
Entonces Laird se puso en pie de un salto, gritando:
—¡Profesor Gardner!
El profesor sonrió reservadamente y alzó una mano para protegerse los ojos.
—Si no les importa, desearía que bajasen la luz. He estado en la oscuridad tanto tiempo...
Laird obedeció sin hacer preguntas, y entonces el profesor entró en la habitación, avanzando con el sosiego y aplomo del hombre que está seguro de sí, como si no hubiese desaparecido de la faz de la Tierra hacía más de tres meses, como si no nos hubiese lanzado una frenética llamada de auxilio durante la pasada noche, como si...
Miré a Laird; aún tenía la mano en la lámpara, pero sus dedos no giraban ya el pabilo, sino simplemente lo tenían cogido, mientras él lo contemplaba con ojos ausentes. Miré al profesor Gardner; se sentó, con la cabeza apartada de la luz, los ojos cerrados, y una leve sonrisa fluctuando en sus labios; en ese momento tenía exactamente el aspecto que a menudo le había visto en el University Club de Madison, y daba la sensación de que cuanto había ocurrido no era más que un mal sueño.
¡Pero no era un sueño!
—¿Salieron ustedes anoche? —preguntó el profesor.
—Sí. Pero, naturalmente, dejamos conectada la grabadora.
—¡Ah! ¿Oyeron algo, entonces?
—¿Le gustaría escuchar la grabación, señor?
—Sí, desde luego.
Laird se levantó, puso en marcha el aparato, y permanecimos sentados en silencio, sin decir palabra, hasta que terminó. Entonces el profesor volvió la cabeza lentamente.
—¿Qué van a hacer con eso?
—No lo sé, señor —contestó Laird—. Las frases son demasiado vagas... salvo para usted. Parece que tienen algún significado.
De repente, de modo inesperado, la habitación pareció inundarse de una atmósfera de amenaza; fue una impresión momentánea, pero Laird lo notó lo mismo que yo, pues se sobresaltó visiblemente. Estaba quitando la cinta del aparato, cuando el profesor habló otra vez:
—¿No se les ha ocurrido que pueden ser víctimas de un engaño?
—No.
—¿Y si les digo que he averiguado que es posible producir todos esos sonidos que hay registrados en esa cinta?
Laird le miró durante un minuto, antes de replicar en voz baja que, naturalmente, el profesor Gardner había estado investigando los fenómenos del bosque del lago Rick durante mucho más tiempo que nosotros, y que si él lo decía...
El profesor soltó una agria risotada.
—¡Son fenómenos enteramente naturales, muchacho! Hay un depósito mineral debajo de esa tosca losa del bosque; emite una luz y también los miasmas que producen alucinaciones. Así de sencillo. En cuanto a las diversas apariciones, se deben a la completa estupidez, a la imperfección humana, sólo a eso, y a una simple coincidencia. Yo vine aquí con grandes esperanzas de ver corroboradas algunas de las estupideces a las que el propio Partier prestó oídos, pero... —sonrió desdeñosamente, movió la cabeza negativamente, y extendió la mano—. Déjeme la cinta, Laird.
Sin hacer preguntas, Laird le entregó la cinta. El anciano la cogió y se la iba a acercar a los ojos, cuando se dio un golpe en el codo y, con un agudo grito de dolor, la dejó caer. Se rompió en mil pedazos en el suelo del albergue.
—¡Oh! —exclamó el profesor—. Lo siento —volvió los ojos hacia Laird—. Pero no se preocupe, puedo reproducírselo todo cuando quiera, según lo que he aprendido sobre este lugar, merced a las explicaciones de Partier... —se encogió de hombros.
—No importa —dijo Laird tranquilamente.
—¿Quiere decir que todo lo que contenía esa cinta no eran más que cosas de su imaginación, profesor? —interrumpí yo—. ¿Incluso ese cántico de invocación a Cthugha?
El anciano se volvió hacia mí; su sonrisa era sardónica.
—¿Cthugha? ¿Qué supone que es, sino producto de la imaginación de alguien? En cuanto a la conclusión... mi querido muchacho, utilice la cabeza. Supongamos que Cthugha tiene su morada en Fomalhaut, que se halla a veintisiete años luz de aquí, y que, por por otro lado, si se repite tres veces este cántico, cuando Fomalhaut se ha elevado en el cielo, Cthugha se aparecerá para, de alguna manera, volver inhabitable este lugar a todo hombre o entidad venida del exterior. Pero ¿cómo supone que podría llevarlo a cabo?
—Pues mediante algo así como una transferencia de pensamiento —respondió Laird obstinadamente—; no es disparatado suponer que si dirigiésemos nuestros pensamientos hacia Fomalhaut, alguien podría recibirlos allí... caso de que hubiese vida. El pensamiento es instantáneo. Y, a su vez, podrían estar los de allá tan desarrollados que fuesen capaces de desmaterializarse y volverse a materializar a la velocidad del pensamiento.
—Mi querido muchacho, ¿habla usted en serio? —la voz del anciano delataba su desdén.
—Usted me ha preguntado.
—Bien, como respuesta hipotética a un problema teórico, puede pasar.
—Francamente —dije, haciendo caso omiso del extraño gesto negativo que Laird me hizo con la cabeza—, no creo que lo que hemos visto esta noche en el bosque sea una alucinación... producida por los miasmas brotados de la tierra o de dondequiera que sea.
El efecto de esta declaración fue extraordinario. Ostensiblemente, el profesor hizo todos los esfuerzos por dominarse; sus reacciones fueron exactamente las del sabio acosado por un cretino en una de sus clases. Tras unos momentos, recobró el dominio de sí y dijo solamente:
—Así que han estado allí. Supongo que es demasiado tarde para hacerles cambiar de idea...
—Yo siempre estoy abierto a cualquier posibilidad, señor, y me inclino ante el método científico —dijo Laird.
El profesor Gardner se llevó la mano a los ojos y dijo:
—Estoy cansado. La otra noche que estuve aquí observé que ha tomado mi habitación, Laird; así que me quedaré con la que esté junto a la de usted, en el lado opuesto a la de Jack.
Subimos, como si nada hubiese sucedido entre la última vez que estuvimos y ésta.
V
El resto de la historia —y la culminación de esa noche apocalíptica— se puede resumir en pocas palabras.
No habría dormido más de una hora —era la una de la madrugada—, cuando me despertó Laird. Estaba junto a mi cama completamente vestido, y con voz tensa me ordenó que me levantara y me vistiese, que recogiese lo que considerara esencial entre las cosas que había traído y estuviese preparado. No me permitió siquiera encender una luz, aunque él llevaba una pequeña linterna que utilizaba de cuando en cuando. A todas mis preguntas contestó con el ruego de que esperase.
Cuando hube terminado, se encaminó hacia la puerta y susurró:
—Vamos.
Entró directamente en la habitación a la que se había retirado el profesor Gardner. Con la luz de la linterna, comprobó que la cama no había sido tocada; más aún, gracias a la fina capa de polvo que cubría el suelo, pudo ver que el profesor Gardner había entrado en la habitación, había ido hasta la silla que estaba junto a la ventana y había salido otra vez.
—Como ves, no ha tocado la cama —susurró Laird.
—Pero ¿por qué?
Laird me agarró del brazo y me lo apretó.
—¿Recuerdas la monstruosidad a la que se refirió Partier, y que nosotros vimos en el bosque, el ser protoplasmático y amorfo? ¿Y lo que decía la grabación?
—Pero Gardner nos ha dicho... —protesté.
Sin añadir una palabra más, dio media vuelta. Bajé tras él, hasta que se detuvo junto a la mesa en la que habíamos estado trabajando; encendió la linterna y la alumbró. Me quedé tan sorprendido que proferí una exclamación, y Laird siseó inmediatamente para acallarme. Había desaparecido todo, salvo el ejemplar de The outsider and others y tres números de Weird Tales, una revista de narraciones del mismo género que el libro escritas por el excéntrico genio de Providence, Lovecraft. Todas las notas de Gardner, todos nuestros escritos, las fotocopias de la Miskatonic University, todo había desaparecido.
—Se lo ha llevado él —dijo Laird—. No ha podido ser nadie más.
—¿Adónde se ha ido?
—Ha regresado al lugar de donde había venido —se volvió hacia mí, y sus ojos centellearon bajo el resplandor de la linterna—. ¿Comprendes lo que eso significa, Jack?
Negué con la cabeza.
—Ellos saben que hemos estado allí, ellos saben lo que hemos visto, y que nos hemos enterado de demasiadas cosas.
—Pero ¿cómo?
—Porque se lo dijiste tú.
—¿Yo? ¡Pero, por Dios!, ¿te has vuelto loco? ¿Cómo puedo haberles dicho nada?
—Se lo dijiste aquí, en este albergue, esta noche; tú mismo lo has confesado, y no quiero ni pensar en lo que puede pasar ahora. Tenemos que marcharnos.
Por un momento, todos los acontecimientos de los últimos días pasados parecieron fundirse en una masa ininteligible; la urgencia de Laird era inequívoca, y no obstante, lo que sugería era tan absolutamente increíble que el sólo considerarlo, siquiera fugazmente, me provocaba la más extrema confusión de pensamientos.
Laird habló ahora rápidamente:
—¿No te ha parecido extraña la manera de regresar del profesor? ¿Cómo salió del bosque después de esa monstruosidad que vimos allí... no antes? Y piensa en las preguntas que ha hecho, en la naturaleza de esas preguntas. ¿Y cómo se las arregló para estropear la cinta, nuestra única prueba científica de algo? Y ahora, ¿la desaparición de todas las notas, de todo cuanto pudiera aportar una corroboración a lo que él llamaba «una tontería de Partier»?
—Pero si debemos creer lo que él nos ha contado...
Me interrumpió antes de que yo pudiese terminar.
—Uno de los dos tiene razón. O la voz de la grabación llamándome, o el hombre que estuvo aquí anoche.
—¿El hombre...?
Pero fuera lo que fuese lo que yo iba a decir, Laird me hizo callar con brusquedad.
—¡Escucha!
Del exterior, de lo más hondo de la oscuridad —cielo y tierra para el Morador de la Oscuridad—, brotaron, por segunda vez en la noche, las bellas, espectrales, aunque cacofónicas melodías de una música de flauta, aumentando y decreciendo, acompañadas de una especie de ulular modulado y como de un batir de grandes alas.
—Sí, lo oigo —susurré.
—Escucha con atención.
Incluso mientras hablaba, comprendí. Había algo más: los ruidos del bosque no sólo se elevaban y disminuían... ¡se estaban acercando!
—¿Me crees ahora? —preguntó Laird—. ¡Vienen por nosotros! —se volvió hacia mí—. ¡La fórmula!
—¿Qué fórmula? —tartamudeé estúpidamente.
—La de Cthugha... ¿la recuerdas?
—La escribí en un papel. La tengo aquí.
Por un instante, tuve miedo de que también nos hubiesen quitado esto, pero no era así; me lo había guardado en el bolsillo. Con manos temblorosas, Laird me arrebató el papel.
—¡Ph'nglui mglw'nafh Cthugha Fomalhaut n'gha-ghaa naf'l thagn! ¡Ia! ¡Cthugha! —dijo, corriendo a la terraza, y yo tras él.
De los bosques surgió la voz bestial del Morador de la Oscuridad:
—¡Ee-ya-ya-haa-haahaaa! ¡Ygnaiih! ¡Ygnaiih!
—¡Ph'nglui mglw'nafh Cthugha Fomalhaut n'gha-ghaa naf'l thagn! ¡Ia! ¡Cthugha! —repitió Laird por segunda vez.
Siguieron aún los gritos horribles del bosque, con la misma intensidad, elevándose ahora a un extremo grado de terror, con la voz bestial de la entidad de la losa añadida a la música loca y salvaje de las flautas y al ruido de las alas.
Y entonces, un vez más, Laird repitió las palabras originales del conjuro.
En el instante en que el último sonido gutural salió de sus labios, comenzó una serie de acontecimientos jamás presenciados por ojos humanos. Pues, súbitamente, la oscuridad se disipó, dando paso a un pavoroso resplandor ámbar; al mismo tiempo, cesó la música de flautas, y en su lugar brotaron gritos de rabia y terror. Entonces aparecieron miles de puntos luminosos de tamaño diminuto, no sólo por encima y sobre los árboles, sino incluso por el suelo, en el albergue y sobre el coche que teníamos delante de la puerta. Durante un momento nos quedamos clavados donde estábamos, y poco después nos dimos cuenta de que las miríadas de puntitos de luz eran ¡entidades vivas de llama! Pues donde tocaban, el fuego prendía; y Laird, al verlo, entró precipitadamente en el albergue y sacó todas las cosas que pudo, antes de que el incendio hiciese imposible la huida del lago Rick.
Salió corriendo —teníamos el equipaje abajo—, y dijo que era ya demasiado tarde para recoger la grabadora y demás, y echamos a correr juntos hacia el coche, protegiéndonos los ojos de la luz cegadora que nos rodeaba. Sin embargo, aunque íbamos con los ojos protegidos, no pudimos por menos de ver las grandes formas amorfas que abandonaban aquel paraje maldito y se elevaban hacia el firmamento, y el ser igualmente enorme que flotaba como una nube de fuego vivo por encima de los árboles. Todo eso vimos, antes de que la lucha por escapar del bosque en llamas nos obligase a olvidar misericordiosamente los pormenores de ese vuelo horrible y enloquecedor.
Aunque las cosas que ocurrieron en la oscuridad del bosque del lago Rick fueron terribles, hubo algo más tremendo aún, algo tan blasfemo y a la vez tan definitivo que aún ahora me estremezco y tiemblo sin poder evitarlo. Porque en aquella breve carrera hacia nuestro coche, vi algo que explicaba la duda de Laird; vi lo que le había inclinado a hacer caso de la voz de la grabación, y no de aquello que se presentó ante nosotros como el profesor Gardner. La clave la habíamos tenido allí delante, pero yo no la había visto; ni siquiera Laird había creído en ella plenamente. Aunque nos la habían dado, nosotros no la habíamos reconocido. «Pero los Primordiales no quieren que simples hombres lleguen a saber demasiado», había dicho Partier. Y esa voz terrible de la grabación había dicho aún más claramente: «Aparecen en su forma o en cualquier otra que eligen a modo de hombres, y destruyen aquello que pueda guiarles hasta nosotros»... ¡Destruir aquello que pueda guiarles hasta nosotros! Nuestra grabación, las notas, las fotocopias enviadas por la Miskatonic University, sí, ¡y también a Laird y a mí! Y había venido la monstruosidad, porque era Nyarlathotep, el Mensajero de la Noche, el Morador de la Oscuridad, quien había venido y había regresado luego al bosque para mandarnos a sus esbirros. Era él quien había llegado de los espacios interestelares, así como Cthugha, el ser-fuego, vino también de Fomalhaut al pronunciarse la invocación que le despertó de su eterno sueño en esa estrella de ámbar, invocación que Gardner, muerto-viviente cautivo del terrible Nyarlathotep, había descubierto en sus viajes fantásticos por el espacio y el tiempo; ¡y fue él quien regresó al lugar de donde había venido, con su cielo-tierra ahora inalcanzable para él, por haber sido destruido por los enviados de Cthugha!
Lo sé, y Laird también lo sabe. Aunque nunca hablamos de eso.
Aun si abrigásemos alguna duda, a pesar de lo ocurrido, no podríamos olvidar el descubrimiento aterrador y definitivo, lo que vimos al protegernos los ojos de las llamas que nos rodeaban y dejar de mirar hacia el cielo; las huellas de pies que salían del albergue en dirección a aquella losa infernal de las profundidades del bosque, las huellas que empezaban en el suelo blando de la terraza en forma de pies humanos y que se transformaban a cada paso en una impresión espantosamente sugeridora, hecha por una criatura de forma y peso increíbles, con tan grotescas variaciones de silueta y tamaño, que habrían resultado incomprensibles para cualquiera que no hubiese visto a la monstruosidad de la losa... y junto a estas huellas, desgarradas y rotas como por una fuerza expansiva, las ropas que un día pertenecieron al profesor Gardner, abandonadas trozo a trozo a lo largo del rastro que se internaba en el bosque, en el camino emprendido por la infernal monstruosidad que había salido de la noche, el Morador de la Oscuridad, ¡para visitarnos bajo la forma y el aspecto del profesor Gardner!
martes, 17 de julio de 2007
EL MORADOR DE LA OSCURIDAD // AUGUST DERLETH // LOS MITOS DE CTHULHU
Publicado por Unknown en 10:18 1 comentarios
Etiquetas: bien, cthulhu, derleth, el morador de la oscuridad, mal, mitos, terror
LOS DEVORADORES DEL ESPACIO // FRANK BELKNAP LONG // LOS MITOS DE CTHULHU
LOS DEVORADORES DEL ESPACIO
Frank Belknap Long
(Título original: The Space Eaters)
Como señala el propio Derleth en su prólogo, existe un indudable paralelismo entre la mitología lovecraftiana y la cristiana, sobre todo en lo referente a la expulsión de los Primordiales (equivalente a la caída de los ángeles rebeldes) y a la secular lucha entre el Bien y el Mal. En el siguiente relato de F. B. Long, la conexión entre ambas mitologías se explicita abiertamente. Por otra parte, la narración es un claro homenaje a Lovecraft, hasta el punto de que roza la alusión directa.
1
El horror llegó a Partridgeville en forma de niebla impenetrable.
Toda aquella tarde, los espesos vapores del mar se habían arremolinado y remansado alrededor de la granja, y la humedad flotaba en la habitación en la que estábamos sentados. La niebla ascendía en espirales desde debajo de la puerta, y sus largos y húmedos dedos rozaban mi pelo hasta hacerlo gotear. Las ventanas de cuadrados cristales estaban cubiertas de una película espesa y perlada de humedad; el aire era pesado y denso e increíblemente frío.
Miré con tristeza a mi amigo. Se había vuelto de espaldas a la ventana, y escribía furiosamente. Era un hombre alto, delgado, algo cargado de espaldas y de hombros muy anchos. De perfil, su cara era impresionante. Tenía una frente extremadamente ancha, la nariz larga y la barbilla algo pronunciada; un rostro sólido, sensitivo, que sugería una naturaleza sobremanera imaginativa, reprimida por una inteligencia escéptica y auténticamente extraordinaria.
Mi amigo escribía relatos cortos. Lo hacía por placer, desafiando el gusto contemporáneo, y sus cuentos eran insólitos. Habrían encantado a Poe, y también a Hawthorne, a Ambrose Bierce o a Villiers de l'Isle Adam. Eran bosquejos de hombres anormales, de bestias anormales, de plantas anormales. Escribía sobre remotas regiones de imaginación y de horror, y los colores, ruidos y olores que se atrevía a evocar jamás se habían visto, oído ni olido bajo la cara familiar de la luna. Proyectaba sus creaciones sobre fondos estremecedores. Caminaban furtivas por entre los altos y solitarios bosques, subían a las agrestes montañas, bajaban vacilantes por las escalinatas de antiguas casas y andaban entre los bloques de los negros muelles corroídos.
Uno de sus cuentos, La casa del gusano, había inducido a un joven estudiante de la Universidad Midwestern a buscar refugio en un enorme edificio de ladrillo, donde a todos pareció natural que se sentase en el suelo y gritase a voz en cuello: «Mi bienamada es más pura que todas las lilas entre las lilas del jardín de las lilas.» Otro, Los corruptores, fue la causa de que recibiera ciento diez cartas indignadas de los lectores locales, cuando apareció en la Partridgeville Gazette.
Estaba yo mirándole todavía, cuando dejó de escribir súbitamente y sacudió la cabeza.
—No puedo —dijo—. Tendría que inventar un lenguaje nuevo. Y no obstante, puedo comprenderlo emocionalmente, intuitivamente, si quieres. Si al menos pudiese expresarlo en una frase, algo así como «el extraño reptar de su espíritu descarnado».
—¿Es algún nuevo horror? —pregunté.
Movió la cabeza negativamente.
—No es nuevo para mí. Lo conozco y lo siento desde hace años: es un horror absolutamente inconcebible para tu prosaico cerebro.
—Muchas gracias —dije.
—Todos los cerebros humanos son prosaicos —explicó—. No quería ofenderte. Son los sombríos terrores que acechan detrás y por encima de ellos, lo que es misterioso y espantoso. ¿Qué pueden saber nuestros pequeños cerebros de las vampiresas entidades que acaso acechan en dimensiones que están por encima de la nuestra, o más allá del universo de las estrellas? —Ahora me miraba con fijeza.
—¡Pero no puedes creer sinceramente en semejantes tonterías! —exclamé.
—¡Por supuesto que no! —sacudió la cabeza y rió—. Demasiado sabes que soy profundamente escéptico para creer en nada. He descrito meramente las reacciones de un poeta ante el universo. Si uno desea escribir historias espectrales y de verdad logra plasmar una sensación de horror, deberá creer en todo... y en cualquier cosa. Por cualquier cosa entiendo el horror que trasciende cualquier cosa, que es más terrible e imposible que nada. Debe creer que hay seres en el espacio exterior que pueden descender y cebarse en nosotros con una maldad capaz de destruirnos completamente: tanto corporal como espiritualmente.
»Pero ¿cómo podría describir esta monstruosidad del espacio exterior si no conoce su forma, tamaño y color?
»Es prácticamente imposible hacerlo. Eso es lo que yo he intentado... y he fracasado. Quizá algún día..., pero entonces, dudo que pueda conseguirlo. Aunque el artista puede insinuarlo, sugerirlo...
—¿Sugerir qué? —pregunté, un poco desconcertado.
—Sugerir un horror que es completamente extraterreno, que se deja sentir en términos que no tienen parangón alguno en la Tierra.
Yo aún estaba perplejo. El sonrió cansadamente, y explicó su teoría.
—Hay algo prosaico —dijo— aun en los mejores relatos clásicos de misterio y terror. La vieja señora Radcliffe, con sus subterráneos secretos y sus espectros ensangrentados; Maturin, con sus alegóricos héroes perversos del estilo de Fausto y sus llamas surgiendo de la boca del infierno; Edgar Poe, con sus cadáveres manchados de grumos de sangre y sus gatos negros, sus corazones delatores y sus Valdemares en descomposición; Hawthorne, con su divertida preocupación por los problemas y horrores derivados del mero pecado humano (como si los pecados humanos tuviesen algún significado para la maligna inteligencia de más allá de las estrellas). Luego, los maestros modernos: Algernon Balckwood, que nos invita al festín de los altos dioses y nos muestra a una vieja de labio leporino sentada ante un tablero mágico manoseando unas cartas manchadas, o un absurdo nimbo de ectoplasma emanando de algún estúpido clarividente; Bram Stoker con sus vampiros y hombres lobos, meros mitos convencionales residuos del folklore medieval; Wells, con sus vehículos, hombres peces del fondo del mar, damas de la luna; y el centenar de idiotas que escriben constantemente historias de fantasmas para revistas... ¿en qué han contribuido a la literatura de lo espantoso?
»¿No somos de carne y hueso? Es natural que nos rebelemos y horroricemos cuando se nos muestra la carne y los huesos en estado de corrupción y descomposición, con los gusanos pululando por debajo y por encima. Es natural que una historia que trata de un cadáver nos haga estremecer, nos llene de miedo y horror y repugnancia. Cualquier imbécil puede suscitar esas emociones en nosotros... Poe hizo bien poco con su lady Usher y su licuescente Valdemar. Recurrió a las simples, naturales y comprensibles emociones, y era inevitable que sus lectores respondiesen.
»¿No somos descendientes de los bárbaros? ¿No habitamos durante un tiempo en altos y siniestros bosques, a merced de las bestias que desgarran y destrozan? Es inevitable que temblemos y nos rebajemos cuando tropezamos en literatura con sombras tenebrosas de nuestro propio pasado. Harpías y vampiros y hombres lobos... ¿qué son sino ampliaciones, distorsiones de los grandes pájaros y murciélagos y perros feroces que hostigaban y torturaban a nuestros antepasados? Es muy fácil suscitar el miedo manejando tales medios. Es muy fácil asustar a los hombres con las llamas de la boca del infierno, porque son ardientes y consumen y queman la carne, y ¿quién no comprende y tiene miedo del fuego? Golpes que matan, fuegos que abrasan, sombras que horrorizan porque sus sustancias acechan perversamente en los negros corredores de nuestros recuerdos heredados... Estoy cansado de los escritores que nos aterrorizan con semejantes elementos patéticamente fáciles y triviales.
Una auténtica indignación fulguraba en sus ojos.
—¿Y si existiese un horror más grande? —prosiguió—. ¿Y si seres perversos de alguna otra parte del universo decidiesen invadir éste? ¿Y si no pudiésemos verlos? ¿Y si no pudiésemos percibir su presencia? ¿Y si fuesen de un color desconocido en la Tierra, o más bien, de un aspecto que careciese de color?
»¿Y si tuviesen una forma desconocida en la Tierra? ¿Y si fuesen tetradimensionales, o tuviesen cinco o seis dimensiones? ¿Y si tuviesen cien? ¿O no tuviesen dimensiones, y existiesen no obstante? ¿Qué haríamos?
»¿No existirían para nosotros? Existirían, si nos causaran dolor. ¿Y si no fuese el dolor del calor ni del frío ni de nada que conozcamos, sino un dolor nuevo? ¿Y si afectasen a algo más que a nuestros nervios y llegasen a nuestro cerebro de una manera nueva y terrible? ¿Y si se hiciesen sentir de un modo nuevo y extraño e indecible? ¿Qué haríamos? Tendríamos las manos atadas. No puedes defenderte de lo que está dotado de mil dimensiones. ¡Imagina que, devorando, pudiesen esos seres abrirse camino hacia nosotros a través del espacio!
Ahora hablaba con una intensidad de emoción que contradecía el escepticismo que se había atribuido un momento antes.
—Sobre eso he intentado escribir. Quería hacer que mis lectores sintiesen y viesen a ese ser de otro universo, de más allá del espacio. Podría insinuarlo o sugerirlo fácilmente —cualquier idiota puede hacerlo—, pero quisiera describirlo realmente. ¡Describir un color que no es color, una forma que es amorfa!
»Un matemático podría, quizá, sugerirlo un poco más. Habría extrañas curvas y ángulos que un inspirado matemático en pleno frenesí de cálculo podría bosquejar vagamente. Es absurdo decir que los matemáticos no han descubierto la cuarta dimensión. La han vislumbrado frecuentemente, se han acercado a menudo a ella, la han intuido infinidad de veces; pero son incapaces de demostrarla. Conozco a un matemático que jura que vio una vez la sexta dimensión en una ascensión a los sublimes cielos de los cálculos diferenciales.
»Desgraciadamente, no soy matemático. Soy tan sólo un pobre artista loco y creador, y el ser del espacio exterior se me escapa completamente.
Alguien aporreó sonoramente la puerta. Crucé la habitación y retiré el cerrojo.
—¿Qué desea? —pregunté—. ¿Qué ocurre?
—Siento molestarle, Frank —dijo una voz familiar—, pero tengo que hablar con alguien.
Reconocí la cara flaca y blanca de mi más inmediato vecino, y me hice a un lado en seguida.
—Pase —dije—. Pase, no faltaba más. Howard y yo hemos estado hablando de fantasmas, y los seres que hemos invocado no son del todo agradables. Tal vez pueda usted conjurarlos.
Llamé fantasmas a los horrores de Howard porque no quería impresionar a mi vecino vulgar. Henry Wells era muy alto y corpulento, y al entrar en la habitación pareció introducir consigo una parte de la noche.
Se derrumbó en un sofá y nos miró con ojos asustados. Howard abandonó la historia que había estado leyendo, se quitó y limpió las gafas, y arrugó el ceño. Era relativamente tolerante con mis bucólicos visitantes. Aguardó quizá un minuto, y luego empezamos los tres a hablar casi al mismo tiempo.
—¡Qué noche más horrible!
—Espantosa, ¿verdad?
—¡Aciaga!
Henry Wells arrugó el ceño.
—Esta noche —dijo—, me ha... me ha ocurrido un curioso incidente. Iba con «Hortense» por Mulligan Wood...
—¿Con «Hortense»? —interrumpió Howard.
—Su yegua —expliqué impaciente—. Regresaba de Brewster, ¿no es así, Harry?
—De Brewster, sí —dijo—. Marchaba entre los árboles, atento con cien ojos a las luces deslumbrantes de los coches que surgían de la oscuridad y venían derechos hacia mí, y escuchaba las sirenas de la bahía roncar y gemir, cuando me cayó en la cabeza una cosa mojada. «Va a llover —pensé—, espero que no se me mojen las provisiones.»
»Me volví para asegurarme de que iban bien cubiertas la mantequilla y la harina, y algo blando como una esponja se elevó del fondo del carro y me golpeó en la cara. Di una manotada y lo cogí entre los dedos.
»Me dio la sensación de que tenía en las manos una especie de gelatina. La apreté, y la cosa mojada se me escurrió muñeca abajo. El caso es que no estaba tan oscuro como para no verlo. Es extraña la claridad que encierra la niebla... parece hacer la noche más diáíana. Había una especie de luminosidad en el ambiente. No sé, puede que no fuera la niebla, en definitiva. Los árboles parecían apartarse. Podía verlos recortados y claros. Como iba diciendo, miré aquello y ¿qué creerán ustedes que parecía? Pues parecía un trozo de hígado crudo. O sesos de vaca. Ahora que me paro a pensarlo, creo que se parecía más a unos sesos de vaca. Tenía pliegues, y los hígados no tienen muchos pliegues. El hígado es por lo general terso como un cristal.
»Pasé un momento espantoso. "Debe de haber alguien en lo alto de estos árboles —pensé—. Debe de ser algún trampero, o algún chiflado, y ha estado comiendo hígado. Mi carro le ha asustado y lo ha dejado caer... bueno, un trozo nada más." No cabe duda. No había ningún hígado en el carro al salir de Brewster.
»Miré hacia arriba. Usted sabe lo altos que son los árboles en Mulligan Wood. No pueden verse las copas de algunos de ellos desde el camino en un día luminoso. Y ya sabe lo retorcidos y extraños que resultan algunos. Es curioso, pero siempre me han parecido hombres viejos... viejos y enormemente altos, por supuesto; altos y encorvados y perversos. Siempre los he imaginado como deseando causar algún daño. Hay algo malsano en esos árboles que crecen tan juntos y tan retorcidos.
»Alcé los ojos.
»Al principio no vi más que los corpulentos árboles, blancos y relucientes debido a la niebla, y por encima de ellos, una bruma espesa y blancuzca que ocultaba las estrellas. Y entonces, algo largo y blanco descendió velozmente por el tronco de uno de ellos.
»Bajó tan de prisa que no pude verlo claramente. De todos modos era tan delgado que no pude distinguirlo muy bien. Pero parecía un brazo. Era como un brazo largo, blanco y muy delgado. ¿Quién ha visto jamás un brazo tan largo como un árbol? No sé qué me induce a compararlo con un brazo, porque no era más que una línea delgada... como un alambre o una cuerda. Además, no estoy siquiera seguro de haberlo visto. Puede que lo imaginara. Ni siquiera estoy seguro de que tuviese el grosor de una cuerda. Pero tenía mano. ¿O no? Cuando pienso en eso se me ofusca la cabeza. Bueno, se movió tan de prisa que no me dio tiempo a verlo con claridad.
»Pero me dio la impresión de que buscaba algo que había caído. Por un instante, la mano pareció extenderse por encima de la carretera, y luego se apartó del árbol y se dirigió hacia el carro. Era como una mano enorme y blancuzca que avanzaba sobre sus dedos con un brazo terriblemente largo unido a ella que se elevaba hasta la niebla, o quizá hasta las estrellas.
«Solté un grito y fustigué a "Hortense" con las riendas, pero el animal no necesitaba que lo apremiasen. Se puso fuera de alcance antes de que yo tuviese tiempo de arrojar el hígado o los sesos de vaca o lo que fuese al camino. Salió disparada a tal velocidad que casi vuelca el carro, pero yo no tiré de las riendas. Prefería caerme en una zanja y romperme una costilla a que una mano larga y blancuzca me cogiese por el cuello y me cortase la respiración.
»Casi habíamos salido del bosque y empezaba a respirar nuevamente, cuando se me heló el cerebro. No puedo describir lo que sucedió de ningún otro modo. Sentí que el cerebro se me quedaba frío como el hielo dentro de la cabeza. Les aseguro que estaba asustado.
»No crean que no podía pensar claramente. Tenía conciencia de todo lo que sucedía a mi alrededor, pero mi cerebro estaba tan frío que grité de dolor. ¿Han sostenido alguna vez un trozo de hielo en la palma de la mano durante dos o tres minutos? Quema, ¿verdad? El hielo quema más que el fuego. Bien, sentí el cerebro como si hubiese estado en hielo durante horas y horas. Tenía un horno dentro de la cabeza, pero era un horno de frío. Rugía de frío violento.
»Tal vez debiera dar gracias de que no durara el dolor. Me desapareció a los diez minutos, y cuando llegué a casa no se me ocurrió que hubiera sufrido daño alguno por esta experiencia. No pensé efectivamente en eso, hasta que me miré en el espejo. Entonces descubrí este agujero en la cabeza.
Henry Wells se inclinó hacia adelante y se apartó el pelo de la sien derecha.
—Aquí está la herida —dijo—. ¿Qué piensa de ello? —Se golpeó con los dedos debajo de un pequeño orificio redondo en dicho lugar—. Es como una herida de bala —comentó—, pero no me ha salido sangre y se puede ver que es bastante profundo. Parece como si me llegara al centro de la cabeza. No debería estar vivo.
Howard se había levantado y miraba fijamente a mi vecino con ojos furiosos y acusadores.
—¿Por qué nos ha mentido? —gritó—. ¿Por qué nos ha contado esta absurda historia? ¡Una mano larga! Usted está bebido. Borracho... y sin embargo, ha logrado lo que a mí me habría costado sudar sangre. Si yo lograse hacer que mis lectores pudiesen sentir ese horror, sentir por un momento ese miedo que nos ha descrito usted de los bosques, me situaría entre los inmortales... sería más grande que Poe, más grande que Hawthorne. Y usted... un burdo embustero borracho...
Me puse de pie con una furiosa protesta.
—No es un embustero —dije—. Le han disparado un tiro... alguien le ha disparado un tiro en la cabeza. Mira esta herida. ¡Dios mío, no tienes ningún derecho a insultarle!
La ira de Howard se desvaneció y el fuego desapareció de sus ojos.
—Perdóneme —dijo—. No puedes figurarte de qué manera necesitaba yo atrapar ese horror fundamental, traspasarlo al papel; y él lo ha dicho con toda facilidad. Si me hubiese advertido que iba a describir una cosa así habría tomado notas. Pero naturalmente, él no sabe que es un artista. Se trata de un tour de force casual lo que ha hecho; no podría hacerlo otra vez, estoy seguro. Siento haberme acalorado... discúlpeme. ¿Quiere que vaya a buscarle un médico? Esa herida es grave.
Mi vecino negó con la cabeza.
—No quiero médicos —dijo—. Ya he visto a uno. No tengo ninguna bala en la cabeza... el agujero no ha sido causado por una bala. Cuando el médico no pudo explicarlo, me reí de él. Odio a los médicos; y me tiene sin cuidado la gente estúpida que cree que tengo por costumbre mentir. Me tiene sin cuidado la gente que no me cree cuando digo que he visto deslizarse por un árbol una cosa larga, blancuzca, con tanta claridad como si fuese de día.
Pero Howard examinaba la herida pese a la indignación de mi vecino.
—Ha sido hecha por algo redondo y afilado —dijo—. Es extraño, pero la carne no ha sido destrozada. Un cuchillo o una bala habría desgarrado la carne, habría dejado un borde destrozado.
Asentí, y me incliné para examinar la herida, cuando Wells gritó, y se llevó las manos a la cabeza.
—¡Ahhhh! —farfulló—. Ha vuelto... el terrible, terrible frío.
Howard le miró fijamente.
—¡No espere de mí que crea semejante tontería! —exclamó disgustado.
Pero Wells siguió sujetándose la cabeza y danzando por la habitación en un delirio de agonía.
—¡No puedo soportarlo! —gritaba—. Se me está congelando el cerebro. No es un frío normal. ¡Oh, Dios! Es algo como no ha sentido nadie jamás. Muerde, abrasa, despedaza. Es como el ácido.
Le puse una mano sobre el hombro y traté de apaciguarle, pero él me apartó y se dirigió hacia la puerta.
—Tengo que salir de aquí —exclamó—. Ese ser necesita espacio. Mi cabeza no puede contenerlo. Necesita la noche... la inmensidad de la noche. Quiere revolcarse en la noche.
Abrió la puerta y desapareció en la niebla. Howard se secó la frente con la manga de la chaqueta y se derrumbó en la silla.
—Loco —murmuró—. Es un caso trágico de psicosis maníaco-depresiva. ¿Quién lo habría sospechado? La historia que nos ha contado no era en absoluto una invención consciente. Era simplemente un producto pesadillesco concebido por el cerebro de un lunático.
—Sí —dije—. Pero ¿cómo explicas el agujero de su cabeza?
—¡Ah, eso! —Howard se encogió—. Probablemente lo tiene de siempre... a lo mejor es de nacimiento.
—Tonterías —dije—. Ese hombre no tenía antes ningún agujero en la cabeza. Personalmente, creo que le han pegado un tiro. Deberíamos hacer algo. Necesita atención médica. Será mejor que telefonee al doctor Smith.
—Es inútil intervenir —dijo Howard—. Ese agujero no ha sido causado por una bala. Te aconsejo que lo olvides hasta mañana. Su locura puede ser temporal; puede que se le pase, y entonces nos reprocharía el habernos entremetido. Si mañana se encuentra todavía emocionalmente trastornado, si vuelve otra vez e intenta armar jaleo, puedes dar parte a las autoridades correspondientes. ¿Se ha comportado de modo extraño con anterioridad?
—No —dije—. Siempre ha estado completamente sano. Creo que seguiré tu consejo y esperaré. Pero quisiera poder explicarme el agujero de la cabeza.
—La historia que ha contado me interesa más —dijo Howard—. Voy a escribirla antes de que se me olvide. Por supuesto, no seré capaz de hacer que el horror resulte tan real como él, pero quizá pueda reflejar un poco la impresión de extrañeza y fascinación.
Desenroscó el capuchón de su estilográfica y empezó a rellenar una cuartilla con extrañas frases.
Sentí un escalofrío y cerré la puerta.
Durante varios minutos, no se oyó otro ruido en la habitación que el del garabateo de su pluma al correr por el papel. Durante varios minutos hubo silencio... y luego, empezaron los alaridos. ¿O eran gemidos?
Los oímos a través de la puerta cerrada, por encima del ulular de las sirenas y el oleaje de la playa de Mulligan. Los oímos por encima de un millón de ruidos de la noche que nos habían horrorizado y deprimido, mientras estuvimos sentados charlando en la casa solitaria y envuelta por la niebla. Y los oímos tan claramente que por un momento creímos que provenían de muy cerca de la casa. Hasta que no los escuchamos una y otra vez —prolongados, taladrantes gemidos—, no descubrimos una calidad de lejanía. Poco a poco, nos fuimos dando cuenta de que provenían de muy lejos, muy lejos; quizá del bosque de Mulligan.
—Es un alma en pena —murmuró Howard—. Una pobre alma condenada, en las garras del horror del que te he hablado... el horror que yo he conocido y sentido durante años.
Se puso en pie inquieto. Sus ojos centelleaban y respiraba agitadamente.
Le cogí por los hombros y lo sacudí.
—No deberías proyectarte en tus historias de esa manera —exclamé—. Probablemente es algún desdichado que se encuentra en apuros. No sé qué habrá pasado. Puede que haya naufragado algún barco. Voy a ponerme un chubasquero y averiguar qué ocurre. Me parece que nos necesitan.
—Puede que nos necesiten —repitió Howard lentamente—. Puede que nos necesiten de verdad. No se quedarán satisfechos con una simple víctima. Pienso en el gran viaje a través del espacio, ¡la sed y el hambre que deben de haber pasado! ¡Es absurdo imaginar que se contentarán con una simple víctima!
Luego, de pronto, le sobrevino un cambio. Se apagó la luz de sus ojos y su voz perdió su vibración. Se estremeció.
—Perdóname —dijo—. Tengo miedo de que pienses que estoy tan loco como el patán que ha estado aquí hace unos minutos. Pero no puedo por menos de identificarme con mis personajes cuando escribo. He descrito algo tremendamente perverso, y esos alaridos... bueno, son exactamente como los que daría un hombre si... si...
—Comprendo —le interrumpí—, pero no tengo tiempo para hablar de eso ahora. Hay un pobre hombre allá —señalé vagamente hacia la puerta—, sin duda en apuros. Está tratando de liberarse de algo... no sé de qué. Tenemos que ayudarle.
—Por supuesto, por supuesto —accedió él, y me siguió a la cocina.
Sin decir palabra, bajé, cogí un chubasquero y se lo tendí. Le di también un gran sombrero de hule.
—Póntelos lo más pronto que puedas —dije—. Ese hombre debe de necesitar ayuda desesperadamente.
Había cogido yo mi propio chubasquero de la percha y forcejeaba para meter los brazos en sus pegajosas mangas. Un momento después, nos abríamos paso a través de la niebla.
La niebla parecía un ser vivo. Sus largos dedos nos alcanzaban y abofeteaban incesantemente en la cara. Se enroscaba alrededor de nuestros cuerpos y se elevaba en enormes espirales grisáceas desde lo alto de nuestras cabezas. Retrocedía ante nosotros, y de pronto se precipitaba sobre nosotros y nos envolvía.
A lo lejos, confusamente, vimos las luces de unas cuantas granjas solitarias. Detrás de nosotros, palpitaba el mar y las sirenas emitían un ulular continuo y lúgubre. El cuello del chubasquero de Howard estaba levantado por encima de las orejas, y la humedad goteaba de su larga nariz. Había una torva decisión en sus ojos, y tenía la mandíbula apretada.
Caminamos durante largo rato en silencio, sin decir palabra, hasta que nos aproximamos al bosque de Mulligan.
—Si es preciso —dijo—, entraremos en el bosque.
—No hay razón para que no entremos —dije—. No es un bosque muy grande.
—¿Podría salir uno rápidamente?
—Podría salir en seguida, sí. ¡Dios mío!, ¿has oído eso?
Los gritos habían aumentado horriblemente.
—Ése está sufriendo —dijo Howard—. Está sufriendo terriblemente. ¿Crees... crees que puede ser tu amigo el chiflado?
Había formulado una pregunta que me había estado haciendo yo mismo desde hacía un rato.
—Es posible —dije—. Pero tenemos que intervenir, si está loco. Me habría gustado traer a algunos vecinos con nosotros.
—¿Y por qué, en nombre del cielo, no lo has hecho? —exclamó Howard—. Puede que haga falta una docena de hombres para sujetarlo.
No apartaba la vista de los altos árboles que se elevaban ante nosotros, y no creo que dedicara a Henry Wells un solo pensamiento.
—Ese es el bosque de Mulligan —dije. Tragué saliva—. No es muy grande —añadí estúpidamente.
—¡Oh, Dios mío! —De la niebla nos llegó el sonido de una voz en la última extremidad del dolor—. Me están devorando el cerebro. ¡Oh, Dios mío!
Yo estaba en ese momento mortalmente asustado, a punto de volverme tan loco como el hombre del bosque. Agarré el brazo de Howard.
—Vámonos —grité—. Vámonos inmediatamente. Sería una insensatez entrar. Aquí no vamos a encontrar sino la locura y el sufrimiento y quizá la muerte.
—Puede ser —dijo Howard—, pero vamos a entrar.
Su rostro estaba ceniciento bajo el gran sombrero goteante, y sus ojos eran dos delgadas rendijas azules.
—Muy bien —dije de mala gana—. Pues entremos.
Nos internamos lentamente por entre los árboles. Estos se elevaban inmensos por encima de nosotros, y la espesa niebla los deformaba y fundía de tal modo que parecían avanzar con nosotros. La niebla colgaba en jirones de sus ramas retorcidas. ¿He dicho jirones? Eran más bien serpientes de niebla, serpientes contorsionantes de venenosa lengua y ojos hipnóticos. A través de las alborotadas nubes de niebla, vimos los escamosos, nudosos troncos de los árboles, y cada uno de ellos se asemejaba al cuerpo torcido de un anciano perverso. Sólo la pequeña mancha oblonga de luz de mi linterna nos protegía contra su malevolencia.
Avanzábamos a través de los grandes bancos de niebla, y a cada paso los gritos se hacían más audibles. No tardamos en distinguir fragmentos de frases, gritos histéricos que se fundían en gemidos prolongados: «Más, más, más frío... me van devorando el cerebro, ¡más frío! ¡Ahhh!»
Howard me apretó el brazo.
—Lo encontraremos —dijo—. No podemos volver atrás ahora.
Lo encontramos tendido de costado. Se apretaba la cabeza con las manos y tenía el cuerpo doblado en dos con las rodillas tan encogidas que casi le tocaban el pecho. Estaba callado. Nos inclinamos y lo sacudimos, pero no emitió sonido alguno.
—¿Está muerto? —pregunté con voz ahogada. Sentía desesperados deseos de dar media vuelta y echar a correr. Los árboles estaban muy cerca de nosotros.
—No sé —dijo Howard—. No sé. Espero que sí.
Le vi arrodillarse y deslizar una mano bajo la camisa del pobre desdichado. Durante un momento, su rostro fue una máscara. Luego se levantó vivamente y movió negativamente la cabeza.
—Está vivo —dijo—. Debemos ponerle ropas secas lo antes posible.
Le ayudé. Entre los dos levantamos la doblada figura del suelo y la transportamos entre los árboles. Tropezamos dos veces y estuvimos a punto de caer, y las enredaderas nos desgarraban las ropas. Las enredaderas eran pequeñas manos malévolas que agarraban y desgarraban según la maligna instigación de los grandes árboles. Sin una estrella que nos guiase, sin otra luz que la pequeña linterna de bolsillo, cada vez más débil, nos abrimos paso hasta salir del bosque de Mulligan.
El zumbido no comenzó hasta que salimos del bosque. Al principio apenas lo oíamos; era muy bajo, como el ronroneo de aparatos gigantescos muy dentro de la tierra. Pero lentamente, mientras caminábamos con nuestra carga, se fue elevando hasta que ya resultó imposible ignorarlo.
—¿Qué es eso? —murmuró Howard, y a través de los espectrales jirones de la niebla vi que su rostro tenía un tinte verdoso.
—No sé —murmuré—. Es algo horrible. Jamás había oído nada semejante. ¿No puedes caminar más de prisa?
Hasta ese momento habíamos estado luchando contra horrores familiares, pero el zumbido y ronroneo que aumentaba detrás de nosotros no se parecía a nada de lo que pudiera oírse en la Tierra. Preso de incontenible horror, grité:
—¡Más de prisa, Howard, más de prisa! ¡ En nombre de Dios, salgamos de aquí!
Mientras hablaba, el cuerpo que transportábamos se retorció, y de sus labios contraídos brotó un torrente de palabras incoherentes:
—Yo iba entre los árboles, mirando hacia arriba. No podía ver las copas. Miraba hacia arriba, y luego de pronto miré hacia abajo y esa cosa aterrizó sobre mis hombros. Era todo patas... unas patas largas y serpeantes. Se lanzaron en seguida sobre mi cabeza. Yo quería alejarme de los árboles, pero no podía. Estaba solo en el bosque con eso a mi espalda, en mi cabeza, y cuanto traté de correr, los árboles me alcanzaron y me hicieron caer. Me ha hecho el agujero para poder penetrar. Quiere mi cerebro. Me ha hecho el agujero y se me ha metido dentro y no hace más que sorber y sorber y sorber. Es frío como el hielo y hace un ruido como de un enorme moscardón. Pero no es un moscardón. Y no es una mano. Me equivoqué cuando dije que era una mano. No se le puede ver. Yo no lo hubiera visto ni sentido de no haberme hecho un agujero, de no haber entrado dentro de mí. Cuando casi lo ves, cuando casi lo sientes, significa que se está preparando para penetrar.
—¿Puede caminar, Wells? ¿Puede caminar?
Howard había soltado las piernas de Wells, y pude oír el áspero jadeo de su respiración mientras forcejeaba por librarse de su chubasquero.
—Creo que sí —sollozó Wells—. Pero no importa. Ahora me tiene en su poder. Déjenme y sálvense ustedes.
—¡Tenemos que correr! —grité yo.
—Es nuestra única posibilidad —exclamó Howard—. Wells, síganos. Síganos, ¿entiende? Le consumirán el cerebro si le atrapan. Hay que correr, muchacho, ¡síganos!
Se alejó a través de la niebla. Wells se tambaleó y le siguió como un hombre en trance. Yo sentí un horror más terrible que la muerte. El ruido era espantosamente alto, lo sentía en mis oídos, y sin embargo, en ese momento no me fue posible moverme. El muro de niebla se hizo más espeso.
—¡Frank se perderá! —dijo la voz de Wells, que se elevó en un grito desesperado.
—¡Volvamos! —fue Howard el que gritó ahora—. Será la muerte, o algo peor, pero no podemos abandonarlo.
—Seguid —dije en voz alta—. No me cogerán. ¡Salvaos vosotros!
En mi ansiedad por evitar que se sacrificaran, eché a correr alocadamente. Un instante después me había reunido con Howard y le agarraba del brazo.
—¿Qué es eso? —exclamó—. ¿De qué tenemos que tener miedo?
El zumbido nos envolvía ahora, pero no era más fuerte.
—¡ Sigue corriendo o estaremos perdidos! —me instó él frenéticamente—. Han derribado todas las barreras. Ese zumbido es un aviso. Nosotros somos sensitivos... hemos sido advertidos, pero si aumenta estaremos perdidos. Ellos son fuertes cerca del bosque de Mulligan; es aquí donde se han hecho sentir. Están tanteando ahora... abriéndose camino. Más tarde, cuando hayan aprendido, se extenderán. Si pudiésemos llegar a la granja...
—¡Llegaremos! —grité, mientras me abría paso a manotazos entre la niebla.
—¡El cielo nos ayude si no podemos! —gimió Howard.
Iba sin su chubasquero, y su camisa empapada se pegaba trágicamente a su cuerpo flaco. Avanzaba en la negrura a largas y furiosas zancadas. Muy delante de nosotros oímos los alaridos de Henry Wells. Las sirenas gemían incesantemente, e incesantemente, la niebla se enroscaba en torno a nosotros y nos envolvía.
Y el zumbido continuaba. Parecía increíble que pudiésemos encontrar el camino de la granja en la negrura. Pero lo logramos, y entramos precipitadamente en ella dando gritos de alegría.
—¡ Cierra la puerta! —exclamó Howard.
Cerré la puerta.
—Aquí estamos a salvo, creo —dijo—. Aún no han alcanzado la granja.
—¿Qué le habrá ocurrido a Wells? —pregunté sin aliento, y entonces vi las huellas mojadas que conducían a la cocina.
Howard las vio también. Sus ojos brillaron momentáneamente de alivio.
—Me alegra ver que está a salvo —murmuró—. Temía por él.
Luego su rostro se ensombreció. La cocina estaba a oscuras, y ningún ruido salía de allí.
Sin decir palabra, Howard cruzó la habitación y se internó en la oscuridad del otro lado. Yo me dejé caer en una silla, me enjugué el agua de los ojos y me eché hacia atrás el pelo que me había caído en mojados mechones sobre la cara. Permanecí sentado un momento, respirando agitadamente, y cuando la puerta crujió, sentí un escalofrío. Pero en seguida recordé lo que había dicho Howard: «Aquí estamos a salvo, creo. Aún no han alcanzado la granja.»
En cierto modo, yo confiaba en Howard. Él se daba cuenta de que nos amenazaba un nuevo y desconocido horror, y de alguna oscura manera había captado sus limitaciones.
Confieso, sin embargo, que cuando oí los gritos de la cocina mi fe en mi amigo se tambaleó ligeramente. Oí gruñidos como no creo que hayan brotado jamás de una garganta humana, y la voz de Howard se elevó en una violenta reconvención.
—¡Apártese! ¿Está usted completamente loco? ¡Nosotros le hemos salvado! ¡No, por favor... deje mi pierna! ¡Ahhh!
Al ver a Howard entrar tambaleante en la habitación, corrí hacia él y le cogí en brazos. Estaba cubierto de sangre de pies a cabeza y su rostro era de color ceniza.
—Se ha vuelto loco, furioso —gimió—. Va a cuatro patas como un perro. Se me ha lanzado encima y casi me mata. He logrado zafarme de él, pero me ha dado un terrible mordisco. Le he pegado en la cara... le he dejado inconsciente. Puede que lo haya matado. Es un animal... tenía que defenderme.
Deposité a Howard en el sofá y me arrodillé a su lado, pero él rechazó mi ayuda.
—¡No te preocupes por mí! —me instó—. Coge una cuerda, rápido, y átalo. Si vuelve en sí tendremos que luchar para defender nuestras vidas.
Lo que siguió fue una pesadilla. Recuerdo vagamente que entré en la cocina con una cuerda y até al pobre Wells a una silla; luego lavé y vendé las heridas de Howard, y encendí un fuego en la chimenea. Recuerdo también que telefoneé pidiendo un médico. Pero los incidentes se confunden en mi memoria, y no tengo una noción clara de nada, hasta la llegada de un hombre alto y grave, de ojos afables y simpáticos, cuya presencia resultaba tan sedante como un narcótico.
Examinó a Howard, asintió con la cabeza, y explicó que las heridas no eran graves. Después examinó a Wells, pero no asintió. Luego dijo lentamente :
—Sus pupilas no responden a la luz. Será necesario operarle inmediatamente. Con franqueza, no creo que podamos salvarle.
—Esa herida de la cabeza, doctor —dije—, ¿ha sido hecha por una bala?
El médico arrugó el ceño.
—Me tiene perplejo —dijo—. Naturalmente, ha sido hecha por una bala, pero debería estar parcialmente cerrada. Penetra directamente en el cerebro. Usted dice que no sabe cómo ocurrió. Le creo, pero pienso que debería notificarlo inmediatamente a las autoridades. Seguramente se pondrán a buscar al homicida; a menos... —hizo una pausa—, a menos que sea él mismo quien se haya infligido la herida. Lo que usted me cuenta es muy raro. Parece increíble que haya sido capaz de caminar durante horas. La herida se ha curado, evidentemente. No hay sangre coagulada en absoluto.
Paseó arriba y abajo.
—Debemos operarle aquí, en seguida. Existe una ligera posibilidad. Por fortuna, he traído algunos instrumentos. Vamos a despejar esta mesa y... ¿Cree usted que podría sostenerme una lámpara?
Asentí.
—Lo intentaré —dije.
—¡Bien!
El médico se ocupó de los preparativos mientras yo deliberaba en mi interior sobre si telefonear a la policía o no.
—Estoy convencido —dije finalmente—, de que la herida se la ha hecho él mismo. Wells se comportaba de un modo muy extraño. Si usted no tiene inconveniente, doctor...
—¿Sí?
—Guardaremos silencio sobre este asunto hasta después de la operación. Si Wells vive, no habrá necesidad de involucrar al pobre hombre en una investigación policial.
El doctor asintió.
—Muy bien —dijo—. Le operaremos primero y decidiremos después.
Howard se rió en silencio desde el lecho.
—La policía —dijo en tono de burla—. ¿De qué serviría que corriese detrás de esos seres del bosque de Mulligan?
Había un acento irónico y siniestro en su risa que me turbó. Los horrores que habíamos conocido en la niebla parecían absurdos e imposibles ante la fría y científica presencia del doctor Smith, y no quise acordarme de ellos.
El doctor se apartó de sus instrumentos y me susurró al oído:
—Su amigo tiene un poco de fiebre, y parece que delira. Tráigame un vaso de agua y le prepararé un sedante.
Corrí a buscar el vaso, y un momento después Howard dormía profundamente.
—Tome —dijo el doctor al darme la lámpara—. Debe sostenerla firmemente, y enfocarla según le diga yo.
La blanca e inconsciente forma de Henry Wells yacía sobre la mesa que el doctor y yo habíamos despejado, y temblé de pies a cabeza al pensar en el panorama que tenía delante.
Tendría que estar presente y contemplar el cerebro vivo de mi pobre amigo cuando el doctor lo dejara implacablemente al descubierto.
Con dedos rápidos y experimentados, el doctor administró el anestésico. Yo me sentía oprimido por una espantosa sensación de que estábamos cometiendo un crimen, de que Henry Wells habría rechazado violentamente la operación, de que habría preferido morir. Es espantoso mutilar el cerebro de un hombre. Y no obstante, sabía que la decisión del doctor estaba por encima de todo reproche, y que la ética de su profesión le exigía operar.
—Ya estamos preparados —dijo el doctor Smith—. Baje la lámpara. ¡Ahora tenga cuidado!
Vi moverse el bisturí entre sus dedos hábiles y competentes. Estuve mirando un momento, y luego volví la cabeza. Lo que capté en una fugaz mirada me puso enfermo y me mareó. Puede que fuese la imaginación, pero en el instante de fijar los ojos en la pared tuve la impresión de que el doctor estaba a punto de desvanecerse. No pronunció sonido alguno, pero estaba casi seguro de que había hecho un horrible descubrimiento.
—Baje la lámpara —dijo. Su voz fue ronca y pareció provenir de lo más profundo de su garganta.
Bajé la lámpara unos centímetros sin volver la cabeza. Esperé un reproche suyo, una maldición quizá, pero permaneció tan callado como el hombre que yacía en la mesa. Sabía, sin embargo, que sus dedos seguían trabajando, pues los oía moverse. Podía escuchar sus manos ágiles y veloces en torno a la cabeza de Henry Wells.
De pronto, tuve conciencia de que mi mano temblaba. Tenía ganas de dejar caer la lámpara; sentía que no podía sostenerla más.
—¿Está terminando ya? —murmuré con desesperación.
—¡Sostenga esa lámpara con firmeza! —me ordenó el doctor—. Si mueve la lámpara otra vez... no... no podré terminar de coser. ¡Me importa un bledo que me ahorquen! ¡No soy curador de demonios!
Yo no sabía qué hacer. Apenas podía sostener la lámpara, y la amenaza del doctor me horrorizó.
—Haga todo lo que esté de su parte —insté histéricamente—. Déle una posibilidad de volver a la vida. Era un hombre afable y bueno... ¡antes!
Durante un momento hubo silencio, y yo temí que no me hubiese escuchado. Esperé durante un rato que arrojara el escalpelo y la esponja para echar yo a correr y salir a la niebla. Cuando oí otra vez el movimiento de dedos, supe que había decidido dar al condenado una posibilidad.
Pasada la medianoche, me dijo el doctor que ya podía dejar la lámpara. Me volví con una exclamación de alivio, y me encontré con un rostro que nunca olvidaré. En tres cuartos de hora, el doctor había envejecido diez años. Tenía oscuras ojeras bajo los ojos, y su boca estaba contraída convulsivamente.
—No sobrevivirá —dijo—. Tardará menos de una hora en expirar. No he tocado su cerebro. No podía hacer nada. Al ver... su estado... lo he cosido inmediatamente.
—¿Qué ha visto? —medio susurré.
Una expresión de indecible terror asomó a los ojos del doctor.
—He visto..., he visto... —su voz se quebró, y todo su cuerpo se estremeció—. He visto... ¡Oh!, la gran vergüenza, el mal que carece de forma y de figura...
De pronto, se enderezó y miró desorbitadamente en torno suyo.
—¡Vendrán aquí y lo reclamarán! —exclamó—. Han dejado su marca en él, y vendrán por él. No deben quedarse ustedes aquí. ¡Esta casa está condenada a la destrucción!
Le miré desamparadamente mientras cogía su sombrero y su maletín y se dirigía hacia la puerta. Con dedos blancos, temblorosos, quitó el cerrojo y por un instante su delgada figura se recortó en el rectángulo de ondulante vapor.
—¡Recuerde lo que le he advertido! —gritó; luego se lo tragó la niebla.
Howard se había incorporado y se frotaba los ojos.
—¡Ha sido una mala jugada! —murmuró—. ¡Drogarme deliberadamente! De haber sabido yo que ese vaso de agua...
—¿Cómo te sientes? —le pregunté, sacudiéndole violentamente por los hombros—. ¿Crees que podrás caminar?
—¡Me drogas, y luego me pides que camine! Frank, eres un artista muy poco razonable. ¿Qué pasa ahora?
Señalé la muda figura de la mesa.
—El bosque de Mulligan es más seguro que esto —dije—. ¡Este hombre les pertenece ahora!
Howard se puso en pie de un salto y me sacudió por el brazo.
—¿Qué quieres decir? —exclamó—. ¿Cómo lo sabes?
—El doctor ha visto su cerebro —expliqué—. Y ha visto también algo que no ha querido... que no ha podido describir. Pero ha dicho que vendrían por él, y yo le creo.
—¡Debemos marcharnos de aquí inmediatamente! —exclamó Howard—. Tu médico tiene razón. Corremos un peligro mortal. Hasta el bosque de Mulligan..., pero no necesitamos regresar al bosque. ¡Tenemos tu lancha!
—¡Tenemos la lancha! —repetí, con la esperanza despertando débilmente en mi mente.
—La niebla será nuestra más mortal amenaza —dijo Howard con el ceño fruncido—. Pero hasta la muerte en el mar es preferible a este horror.
El muelle no estaba lejos, y en menos de un minuto se encontró Howard sentado a popa de la lancha, y yo manipulando furiosamente en el motor. Las sirenas gemían todavía, pero no se veían luces en ningún punto del puerto. No podíamos ver a un metro de nuestras narices. Los blancos fantasmas de la niebla se hacían vagamente visibles en la oscuridad, pero más allá de ellos se extendía la noche interminable, oscura y cargada de terror.
Howard estaba hablando.
—Siento como si reinase la muerte ahí fuera —dijo.
—Hay algo más que la muerte ahí —dije, poniendo el motor en marcha—. Creo que podremos evitar las rocas. Hay muy poco viento y conozco el puerto.
—Y, naturalmente, contaremos con las sirenas que nos guiarán —murmuró Howard—. Creo que será mejor que salgamos a mar abierto.
Yo era del mismo parecer.
—La lancha no resistiría un temporal —dije—, pero no tengo el menor deseo de permanecer en el puerto. Si llegamos a mar abierto, probablemente nos recogerá algún barco. Sería un disparate quedarnos donde nos puedan alcanzar.
—¿Cómo sabemos hasta dónde pueden llegar? —gimió Howard—. ¿Qué representan las distancias de la Tierra para seres que han viajado a través del espacio? Invadirán la Tierra. Nos destruirán a todos completamente.
—Discutiremos eso más tarde —grité, mientras rugía el motor lleno de vida—. Nos alejaremos lo más posible. ¡Tal vez no se hayan enterado todavía! Mientras tengan limitaciones, podemos escapar.
Avanzábamos lentamente por el canal, y el chapoteo del agua contra los costados de la lancha resultaba extrañamente tranquilizador. A sugerencia mía, Howard había tomado la rueda del timón y la movía lentamente.
—Mantente a la vía —grité—. No hay peligro hasta que lleguemos a los estrechos.
Durante varios minutos seguí ocupado en el motor, mientras Howard gobernaba el timón en silencio. Luego, de pronto, se volvió hacia mí con un gesto de júbilo.
—Creo que la niebla se está levantando —dijo.
Miré hacia la oscuridad que tenía ante mí. Efectivamente, parecía menos opresiva, y las blancas espirales de bruma que se habían estado elevando en ella sin cesar se disolvían ahora en flecos inconsistentes.
—Mantente a la vía —grité—. Estamos de suerte. Si levanta la niebla podremos ver los estrechos. Estáte atento a ver si descubrimos el faro de Mulligan.
No es posible describir la alegría que nos invadió cuando vimos el faro. Amarillo y brillante, barría el agua e iluminaba vivamente las siluetas de las grandes rocas que se alzaban a ambos lados de los estrechos.
—Déjame la rueda —grité, y me acerqué rápidamente—. Este paso es peliagudo, pero ahora lo cruzaremos con facilidad.
En medio de nuestra excitación y alegría, casi habíamos olvidado el horror que habíamos dejado atrás. Me hice cargo del timón y sonreí con confianza mientras nos desplazábamos por las negras aguas. Las rocas se aproximaron rápidamente, hasta que sus enormes sombras se elevaron por encima de nosotros.
—¡Lo conseguiremos! —grité.
Pero no obtuve respuesta de Howard. Le oí toser y respirar con dificultad.
—¿Qué pasa? —pregunté de pronto, y al volverme, vi que estaba encogido de miedo sobre el motor. Se hallaba de espaldas a mí, pero supe instintivamente en qué dirección miraba.
La oscura orilla que habíamos abandonado brillaba como un crepúsculo inflamado. El bosque de Mulligan ardía. Unas llamas enormes se elevaban desde las crestas más altas de los árboles, y una espesa cortina de humo negro se desplegaba lentamente hacia el este, oscureciendo las pocas luces que quedaban en el puerto.
Pero no fueron las llamas lo que me hizo gritar de miedo y horror. Fue la forma que se alzaba por encima de los árboles, la inmensa, amorfa silueta que se desplazaba lentamente por el firmamento.
Bien sabe Dios que traté de creer que no había visto nada. Que traté de creer que la forma era una mera sombra que proyectaban las llamas, y recuerdo que agarré el brazo de Howard para darle confianza.
—El bosque quedará destruido completamente —grité—, y esos seres horribles que han venido morirán en él.
Pero cuando Howard se volvió y movió negativamente la cabeza, comprendí que la oscura, informe monstruosidad que se elevaba por encima de los árboles era algo más que una sombra.
—¡Si lo vemos claramente, estamos perdidos! —advirtió con la voz temblorosa por el terror—. ¡Reza por que sigamos viéndolo sin forma!
«Es más viejo que el mundo —pensé—, más viejo que toda religión. Antes del alba de la civilización, los hombres se arrodillaron ante él para adorarle. Está presente en todas las mitologías. Es el símbolo primordial. Quizá, en el oscuro pasado, hace miles y miles de años, acostumbraba a... rechazar a los invasores. Combatiré a esa sombra con un alto y terrible misterio».
De pronto, me sentí extrañamente sereno. Sabía que apenas tenía un minuto que perder, que algo más que nuestras vidas estaba en peligro, pero dejé de temblar. Me agaché tranquilamente bajo el motor y saqué un montón de algodón sucio de grasa.
—Howard —dije—, enciende una cerilla. Es nuestra única esperanza. Enciende una cerilla inmediatamente.
Durante lo que me pareció una eternidad, Howard se me quedó mirando sin comprender. Luego, quebró el silencio de la noche con su risa.
—¡Una cerilla! —gritó—. ¡Una cerilla para calentar nuestros pequeños cerebros! Sí; necesitamos una cerilla.
—¡Confía en mí! —supliqué—. Hazlo así... es nuestra única esperanza. Enciende una cerilla rápidamente.
—¡No comprendo! —Howard estaba serio ahora, pero le temblaba la voz.
—Se me ha ocurrido algo que puede salvarnos —dije—. Por favor, enciéndeme este algodón grasiento.
Asintió lentamente. Yo no le había dicho nada, pero sabía que había adivinado lo que me proponía hacer. Su intuición era a veces impresionante. Con dedos desmañados, sacó un fósforo y lo encendió.
—Ten valor —dijo—. Demuéstrales que no tienes miedo. Haz el signo con valentía.
Cuando se prendió el algodón, la forma que se extendía sobre los árboles cobró espantosa claridad.
Alcé el algodón en llamas y lo crucé en línea recta por delante de mi cuerpo desde mi hombro izquierdo al derecho. Luego me lo puse en la frente y lo bajé hasta mis rodillas.
Seguidamente cogió Howard el tizón y repitió el signo. Hizo dos cruces, una sobre su cuerpo y otra sobre la oscuridad, sosteniendo la antorcha en el extremo del brazo.
Cerré un instante los ojos, pero aún pude ver la forma por encima de los árboles. Después, se fue haciendo poco a poco más borrosa, más vasta y caótica... y cuando volví a abrirlos, había desaparecido. No se veía nada más que el bosque en llamas y las sombras que arrojaban los corpulentos árboles.
El horror había pasado, pero no me moví. Permanecí como una imagen de piedra contemplando el agua negra. Luego, algo pareció estallar en mi cabeza. Mi cerebro comenzó a girar, y me di un golpe contra la borda.
Habría caído, pero Howard me cogió por los hombros.
—¡Estamos salvados! —gritó—. ¡Hemos vencido!
—Me alegro —dije. Pero estaba demasiado exhausto para alegrarme realmente. Mis piernas cedieron y mi cabeza cayó hacia adelante. Todas las visiones y ruidos de la Tierra se sumieron en una piadosa negrura.
2
Howard estaba escribiendo cuando entré en la habitación.
—¿Cómo va la historia? —pregunté.
Por un momento, ignoró mi pregunta. Luego, lentamente, se volvió y me miró de frente. Tenía los ojos hundidos, y su palidez era alarmante.
—No va bien —dijo finalmente—. No me acaba de gustar. Hay facetas que todavía se me escapan. No he logrado plasmar todo el horror de ese ser del bosque de Mulligan.
Me senté y encendí un cigarrillo.
—Quiero que me expliques ese horror —dije—. Hace semanas que estoy esperando que hables. Sé que hay algunas cosas que me ocultas. ¿Qué fue aquella cosa húmeda y esponjosa que le cayó en la cabeza a Wells en el bosque? ¿Por qué oímos un zumbido cuando huíamos en la niebla? ¿Qué significaba la forma que vimos por encima de los árboles? ¿Y por qué, en nombre del cielo, no se extendió el horror a través de la noche como temíamos? ¿Qué lo detuvo? Howard, ¿qué crees que le sucedió realmente al cerebro de Wells? ¿Ardió su cuerpo con la casa, o lo... lo reclamaron? Y el otro cuerpo que encontraron en el bosque de Mulligan... aquel horror flaco y ennegrecido de cabeza acribillada... ¿cómo lo explicas?
(Dos días después del fuego habían encontrado un esqueleto en el bosque de Mulligan. Todavía había unos cuantos trozos de carne socarrada adherida a los huesos, y le faltaba la parte superior del cráneo.)
Transcurrió un largo rato antes de que Howard tomara la palabra. Estaba sentado con la cabeza inclinada y manoseaba su cuaderno de notas, y su cuerpo temblaba de pies a cabeza. Por último, alzó los ojos. Le brillaban con una luz salvaje, y sus labios eran color ceniza.
—Sí —dijo—. Hablemos de ese horror. La semana pasada no quise abordar el tema. Parecía demasiado espantoso para expresarlo con palabras. Pero no descansaré en paz hasta que lo haya tejido en un relato, hasta que haya hecho que mis lectores sientan y vean aquel horrible inexpresable ser. Y no puedo escribir sobre este asunto mientras no disipe por completo la sombra de una duda que me asalta. Puede que me ayude el hablar de todo ello.
»Me has preguntado qué era la cosa húmeda que le cayó a Wells en la cabeza. Bien, pues creo que era un cerebro humano... la sustancia de un cerebro humano, extraída a través de un agujero, o de varios, practicados en una cabeza humana. Creo que el cerebro fue extraído gradual e imperceptiblemente y reconstruido de nuevo por el monstruo. Creo que ese ser utilizaba cerebros humanos con algún fin personal... quizá para aprender de ellos. O quizá jugaba meramente con ellos. ¿El cuerpo ennegrecido y acribillado del bosque de Mulligan? Era el cuerpo de la primera víctima, algún pobre diablo que se extravió entre los árboles. Sospecho más bien que los árboles contribuyeron. Creo que el horror los dotó de una extraña vida. En cualquier caso, el pobre hombre perdió su cerebro. El horror se apoderó del cerebro, y jugó con él, y se le cayó accidentalmente. Cayó sobre la cabeza de Wells. Wells dijo que el brazo largo, delgado, blanquísimo, que vio, tanteaba buscando algo que se le había caído. Naturalmente, Wells no vio en realidad el brazo, objetivamente hablando, sino que el horror que carece de forma y color había penetrado ya en su cerebro y se revestía de pensamiento humano.
»En cuanto al zumbido que oímos y la forma que creímos ver por encima del bosque en llamas... eran el horror que trataba de hacerse sentir, que intentaba derribar las barreras, penetrar en nuestros cerebros y revestirse de nuestros pensamientos. Casi lo logró. De haber visto el brazo blanco, habríamos estado perdidos.
Howard se acercó a la ventana. Retiró las cortinas y contempló un momento el puerto populoso y los altos y blancos edificios que se alzaban contra la luz de la luna. Contempló el horizonte del Manhattan inferior. Exactamente debajo de él, los acantilados de las alturas de Brooklyn se veían surgir oscuramente.
—¿Por qué no se salieron con la suya? —exclamó—. Podían habernos destruido por completo. Podían habernos barrido de la Tierra... toda nuestra riqueza y nuestro poderío habrían sucumbido ante ellos.
Me estremecí.
—Sí... ¿por qué no se extendió el horror? —pregunté.
Howard se encogió de hombros.
—No lo sé. Quizá descubrieron que los cerebros humanos eran demasiado triviales y absurdos como para ocuparse de ellos. Quizá dejamos de interesarles. Puede que se cansaran de nosotros. Pero es posible también que los destruyera el signo. O los hiciera regresar a través del espacio. Para mí que habían venido hace ya millones de años, y el signo les ahuyentó. Cuando vieron que no habíamos olvidado el empleo del signo, seguramente huyeron aterrados. Desde luego, no han dado señales de su presencia en estas tres últimas semanas. Creo que se han ido.
—¿Y Henry Wells? —pregunté.
—Bueno, su cuerpo no ha sido encontrado. Supongo que se lo llevaron.
—¿Y tú te propones honradamente incluir esta... esta obscenidad en una historia? ¡Oh, Dios mío! Todo es tan increíble, tan inaudito, que no puedo pensar que sea verdad. ¿No lo habremos soñado? ¿Hemos estado verdaderamente alguna vez en Partridgeville? ¿Estuvimos en una casa vieja y hablamos de cosas horribles mientras la niebla se enroscaba a nuestro alrededor? ¿Es cierto que nos internamos por aquel bosque impío? ¿Estaban efectivamente vivos los árboles, y andaba Henry Wells a cuatro patas como un lobo?
Howard se sentó tranquilamente y se subió una manga. Extendió su brazo delgado ante mí.
—¿Puedes rebatir la realidad de esta cicatriz? —dijo—. Es la huella del animal que me atacó, del hombre-bestia que era Henry Wells. ¿Un sueño? Me cortaría el brazo inmediatamente por el codo si me convencieses de que ha sido un sueño.
Me acerqué a la ventana y me quedé contemplando Manhattan durante largo rato. «Ahí —pensé—, hay una realidad consistente. Es absurdo imaginar que algo puede destruirla. Es absurdo imaginar que el horror era realmente tan terrible como nos parecía en Partridgeville. Debo persuadir a Howard para que no escriba eso. Debemos tratar de olvidarlo.»
Me volví hacia donde estaba sentado y le puse una mano en el hombro.
—¿Por qué no renuncias a incluir eso en tu relato? —le pedí suavemente.
—¡Nunca! —se puso de pie, y sus ojos llamearon—. ¿Cómo piensas que puedo dejarlo cuando casi lo he conseguido? Escribiré una historia que penetrará hasta lo más profundo de un horror que carece de forma y de sustancia, pero que es más terrible que una ciudad asolada por una plaga cuando el tañido de la campana proclama el fin de toda esperanza. Superaré a Poe. Superaré a todos los maestros.
—Supérales, y condénate si quieres —dije airadamente—. Por ese camino se va a la locura, pero es inútil discutir contigo. Tu egoísmo es demasiado descomunal.
Di media vuelta y salí de la habitación. Se me ocurrió, mientras bajaba, que había hecho el ridículo con mis miedos; pero, con todo, miré receloso por encima del hombro, como si temiese que cayera rodando una piedra enorme y me aplastase contra el suelo. «Howard debería olvidar el horror —pensé—. Debería apartarlo de su mente. Se volverá loco si se empeña en escribir sobre eso.»
Pasaron tres días antes de que volviera a ver a Howard.
—Pase —dijo con voz extrañamente ronca cuando llamé a su puerta.
Le encontré en bata y zapatillas, y tan pronto como le vi comprendí que estaba tremendamente eufórico.
—¡Lo he conseguido, Frank! —exclamó—. ¡He reproducido la forma que es informe, la gran vergüenza que jamás ha visto hombre alguno, la rastrera y descarnada obscenidad que sorbe nuestros cerebros!
Antes de que yo pudiese abrir la boca, me puso en las manos el voluminoso mazo de hojas.
—Léelo, Frank —me ordenó—. ¡Siéntate ahora mismo y léelo!
Me dirigí a la ventana y me senté en el diván. Estuve allí abstraído de todo cuanto no fuera las hojas mecanografiadas que tenía delante. Confieso que me consumía la curiosidad. Jamás había puesto en duda el poder de Howard. Sabía obrar milagros con las palabras; de sus páginas emanaban siempre hálitos desconocidos, y a su invocación retornaban a la Tierra criaturas del más allá. Pero ¿podría sugerir siquiera el horror que los dos habíamos conocido?, ¿podría esbozar la repugnante, rastrera monstruosidad que había reclamado para sí el cerebro de Henry Wells?
Leí la historia de punta a cabo. La leí lentamente, agarrado a los cojines que tenía junto a mí en un frenesí de repugnancia. Tan pronto como la terminé, Howard me la arrebató. Evidentemente, temía que yo pudiera romperla.
—¿Qué te parece? —gritó rebosante de gozo.
—¡Es terriblemente inmunda! —exclamé yo—. Viola intimidades de la mente que jamás deberían ponerse al descubierto.
—Pero ¿concederás que he logrado plasmar el horror de manera convincente?
Asentí, y recogí el sombrero.
—Te ha salido tan convincente que no puedo quedarme a charlar contigo. Saldré a pasear hasta que amanezca. Hasta que esté tan cansado que no tenga fuerzas para preocuparme, ni pensar, ni recordar.
—¡Es un relato muy bueno! —me gritó, pero yo bajé las escaleras y salí de la casa sin contestar.
3
Eran pasadas las doce de la noche cuando sonó el teléfono. Dejé el libro que estaba leyendo y cogí el receptor.
—¿Sí, diga? —pregunté.
—¡Frank, soy Howard! —la voz era extrañamente alta—. ¡Ven lo más de prisa que puedas! ¡Han regresado! Y, Frank, el signo carece de poder. He probado a hacerlo, pero el zumbido se hace cada vez más fuerte, y hay una forma confusa... —la voz de Howard se apagó desdichadamente.
Grité con sinceridad al receptor:
—¡Valor, muchacho! No dejes que sospechen que tienes miedo. Haz el signo una y otra vez. Iré en seguida.
La voz de Howard llegó de nuevo, más ronca esta vez.
—La forma se va haciendo más y más definida. ¡Y no puedo hacer nada! Frank, no tengo poder para hacer el signo. He perdido todo derecho a la protección del signo. Me he convertido en un sacerdote del Diablo. Esa historia... no debí haberla escrito jamás.
—Demuéstrales que no tienes miedo —grité.
—¡Lo intentaré! ¡Lo intentaré! ¡Ah, Dios mío! ¡La forma está...!
No esperé a escuchar más. Cogí frenéticamente mi sombrero y mi chaqueta, y eché a correr escaleras abajo y salí a la calle. Cuando llegaba al bordillo de la acera sentí vértigo. Me agarré a una farola para no caerme e hice con la mano una vaga seña a un taxi que pasaba. Afortunadamente, el taxista me vio. Detuvo el coche y yo bajé tambaleándome a la calzada y me metí en él.
—¡Rápido! —grité—. ¡Lléveme al diez de Brooklyn Heights!
—Sí, señor. Fría noche, ¿no es verdad?
—¡Fría! —grité—. Fría será, efectivamente, cuando consigan penetrar. Fría cuando empiecen a...
El conductor me miré con asombro.
—Está bien, señor —dijo—. Llegaremos en seguida a su casa, señor. ¿Ha dicho Brooklyn Heights, señor?
—Brooklyn Heights —gruñí, y me hundí en el asiento.
Mientras el coche corría, traté de no pensar en el horror que me aguardaba. Me agarraba desesperadamente a un clavo ardiendo. «Es posible —pensé— que Howard haya perdido temporalmente el juicio. ¿Cómo podría haberle encontrado el horror entre tantos millones de personas? No puede ser que haya ido a buscarle expresamente a él, entre tantas multitudes. Es demasiado insignificante. Jamás irían eligiendo a los seres humanos de un modo deliberado. Jamás irían tras los seres humanos..., pero han ido a buscar a Henry Wells. ¿Y qué ha dicho Howard? "Me he convertido en sacerdote del Diablo". ¿Por qué no en sacerdote de ellos? ¿Y si Howard se ha convertido en su sacerdote en la Tierra? ¿Y si su historia le ha valido que le eligiesen como sacerdote?»
Este pensamiento resultaba una pesadilla para mí, así que lo deseché furiosamente. «Tendrá valor para resistir —pensé—. Les demostraré que no tiene miedo.»
—Hemos llegado, señor. ¿Le ayudo a entrar en la casa, señor?
El coche se había detenido, y yo gemí al darme cuenta de que estaba a punto de entrar en lo que podría resultar mi propia tumba. Bajé a la acera y le di al taxista todo el dinero suelto que llevaba encima. Él me miró asombrado.
—Me ha dado demasiado —dijo—. Tenga, señor...
Pero le despedí con un gesto y subí la escalinata de la entrada a toda prisa. Cuando metí la llave en la puerta, pude oírle que decía:
—¡Es el borracho más extravagante que he visto jamás! Me da cuatro dólares por llevarle a diez manzanas de distancia, y no quiere ni las gracias.
La entrada estaba a oscuras. Me detuve al pie de la escalera y grité:
—¡Estoy aquí, Howard! ¿Puedes bajar?
No hubo respuesta. Aguardé quizá unos diez minutos, pero no se oía ruido alguno en la habitación de arriba.
—¡Voy a subir! —grité con desesperación, y empecé a subir las escaleras. Temblaba de pies a cabeza. «Le han cogido —pensé—. He llegado demasiado tarde. Quizá sea mejor que no... ¡Gran Dios!, ¿qué ha sido eso?»
Estaba indeciblemente aterrado. Los ruidos de la habitación de arriba eran inequívocos, alguien suplicaba y gritaba en la agonía. ¿Era la voz de Howard? Capté confusamente algunas palabras: «¡Reptando, uf! ¡Reptando, uf! ¡Oh, ten piedad! Frío y cla-aro. ¡Reptando, uf! ¡Dios del cielo!»
Llegué al rellano, y cuando las súplicas se elevaron en roncos alaridos caí de rodillas, e hice sobre mi cuerpo y sobre la pared que tenía a mi lado la señal. Hice el signo original que nos había salvado en el bosque de Mulligan, pero esta vez la hice imperfectamente, no con fuego, sino con dedos que temblaban y se agarraban a mi ropa, sin valor ni esperanza, confusamente, con la convicción de que nada podría salvarme.
Y entonces me levanté rápidamente y acabé de subir las escaleras. Todo lo que pedía era que se apoderase de mí rápidamente, que mis sufrimientos fuesen breves bajo las estrellas.
La puerta de la habitación de Howard estaba entornada. Con un tremendo esfuerzo, alargué la mano y cogí el pomo. Lentamente, hice girar la puerta hacia dentro.
Durante un instante no vi nada, sino la forma inmóvil de Howard en el suelo. Estaba de espaldas. Tenía las rodillas levantadas y se había llevado una mano a la cara con la palma hacia afuera, como para tapar una visión atroz.
Al entrar en la habitación, reduje mi campo visual intencionadamente bajando los ojos. Sólo vi el suelo y la parte inferior de la estancia. No quise levantar la vista. La había bajado como medida de protección, por temor a lo que pudiese haber en la habitación.
No quería levantar la vista, pero allí dentro había poderes, que actuaron en ese momento, a los que no me fue posible resistir. Sabía que si miraba de frente, el horror podría destruirme, pero no tenía elección.
Lenta, dolorosamente, alcé los ojos y miré de frente la habitación. Habría sido preferible, creo, haberme arrojado inmediatamente y haberme entregado a la monstruosidad que se alzaba en el centro. La visión de esa terrible forma oscuramente velada se interpondrá entre mí y los placeres del mundo mientras viva.
Desde el techo al suelo flotaba e irradiaba una luz cegadora. Y atravesadas por las extremidades que giraban a un lado y a otro, estaban las páginas de la historia de Howard.
En el centro de la habitación, entre el techo y el suelo, giraban las páginas, y la luz iba quemando las hojas y los dardos espirales y descendentes penetraban en el cerebro de mi pobre amigo. La luz fluía en una continua corriente hacia el interior de su cabeza, y arriba, el Señor de la luz se movía con el lento balanceo de toda su magnitud. Solté un grito y me tapé los ojos con las manos, pero el Señor siguió moviéndose... adelante y atrás, adelante y atrás. Y siguió irradiando su luz hacia el cerebro de mi amigo.
Y entonces brotó de la boca del Señor el más espantoso sonido... Yo había olvidado el signo que había hecho tres veces abajo en la oscuridad. Había olvidado el inmenso y terrible misterio ante el cual son impotentes todos los invasores. Pero cuando lo vi formarse en la habitación, adquirir de manera inmaculada una configuración, con una terrible integridad por encima de la luz, supe que estaba salvado.
Sollocé y caí de rodillas. La luz disminuyó, y el Señor se contrajo ante mis ojos.
Y entonces, desde los muros, desde el techo, desde el suelo, brotaron llamas: una llama blanca y pura que consumía, que devoraba y destruía para siempre.
Pero mi amigo había muerto.
Publicado por Unknown en 10:07 0 comentarios
Etiquetas: cthulhu, cuento, long, los devoradores del espacio, mitos, narracion, terror
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