En busca de la
ciudad del sol poniente
H. P.
Lovecraft
Por tres veces
soñó Randolph Carter la maravillosa ciudad, y por tres veces fue súbitamente
arrebatado cuando se hallaba en una elevada terraza que la dominaba. Brillaba
toda con los dorados fulgores del sol poniente: las murallas, los templos, las
columnatas y los puentes de veteado mármol, las fuentes de tazas plateadas y
prismáticos surtidores que adornaban las grandes plazas y los perfumados
jardines, las amplias avenidas bordeadas de árboles delicados, de jarrones
atestados de flores, y de estatuas de marfil dispuestas en filas
resplandecientes. Por las laderas del norte ascendían filas y filas de rojos
tejados y viejas buhardillas picudas, entre las que quedaban protegidos los
pequeños callejones empedrados, invadidos por la yerba. Había una agitación
divina, un clamor de trompetas celestiales y un fragor de inmortales címbalos.
El misterio envolvía la ciudad como envuelven las nubes una fabulosa montaña
inexplorada; y mientras Carter, con la respiración contenida, se hallaba
recostado en la balaustrada de la terraza, se sintió invadido por la angustia y
la nostalgia de unos recuerdos casi olvidados, por el dolor de las cosas
perdidas y por la apremiante necesidad de localizar de nuevo el que algún día
fuera trascendental y pavoroso lugar.
Sabía que,
para él, aquel lugar debió de tener alguna vez un significado supremo; pero no
podía recordar en qué época ni en qué encarnación lo había visitado, ni si
había sido en sueños o en vigilia. Vislumbraba vagamente alguna fugaz
reminiscencia de una primera juventud lejana y olvidada, en la que el gozo y la
maravilla henchían el misterio de los días, y el anochecer y el amanecer se
sucedían bajo un ritmo igualmente impaciente y profético de laúdes y canciones,
abriendo las puertas ardientes de nuevas y sorprendentes maravillas. Pero cada
noche en que se encontraba en esa elevada terraza de mármol, ornada de extraños
jarrones y balaustres esculpidos, y contemplaba, bajo una apacible puesta de
sol, la belleza sobrenatural de la ciudad, sentía el cautiverio en el que le
tenían los dioses tiranos del sueño; de ningún modo podía dejar aquel
elevadísimo lugar para bajar por la interminable escalinata de mármol hasta
aquellas calles impregnadas de antiguos sortilegios que le fascinaban...
Cuando
despertó por tercera vez sin haber descendido por aquellos peldaños, sin haber
recorrido aquellas apacibles calles en el atardecer, suplicó larga y
fervientemente a los ocultos dioses del sueño que meditan ceñudos sobre las
nubes que envuelven la desconocida Kadath, ciudad de la inmensidad fría jamás
hollada por el hombre. Pero los dioses no contestaron, ni se conmovieron, ni
dieron ningún signo favorable cuando les imploró en sueños o cuando les ofreció
sacrificios por medio de los sacerdotes Nasht y Kaman-Thah, de luenga barba,
cuyo templo subterráneo, en el cual se venera una columna de fuego, se
encuentra no lejos de las puertas del mundo vigil. Parecía, al contrario, que
sus súplicas habían sido escuchadas con hostilidad, ya que desde la primera
invocación dejó radicalmente de contemplar la maravillosa ciudad, como si sus
tres lejanas visiones le hubieran sido permitidas por casualidad o por
inadvertencia, en contra de algún plan o deseo oculto de los dioses.
Finalmente,
enfermo de tanto suspirar por las avenidas esplendorosas y por los callejones
de la colina, ocultos entre aquellos tejados antiguos que ni en sueños ni
despierto podía apartar de su espíritu, Carter decidió llegar hasta donde
ningún otro ser humano había osado antes, y cruzar los tenebrosos desiertos
helados donde la desconocida Kadath, cubierta de nubes y coronada de estrellas
ignotas, guarda el nocturno y secreto castillo de ónice donde habitan los
Grandes Dioses.
En uno de sus
sueños ligeros, descendió los setenta peldaños que conducen a la caverna de
fuego y habló de su proyecto a los sacerdotes Nasht y Kaman-Thah de luenga
barba. Y los sacerdotes, cubiertos con sus tiaras, movieron negativamente la
cabeza, augurando que sería la muerte de su alma. Le dijeron que los Grandes
Dioses habían manifestado ya sus deseos y que no les agradaría sentirse
agobiados por súplicas insistentes. Le recordaron también que no sólo no había
llegado jamás hombre alguno a Kadath, sino que nadie podía sospechar dónde se
halla, si en los países del sueño que rodean nuestro mundo o en aquellas
regiones que circundan alguna insospechada estrella próxima a Fomalhaut o a
Aldebarán. Si estuviera en la región de nuestros sueños, no sería imposible
llegar a ella. Pero desde el principio de los tiempos, sólo tres seres
completamente humanos han cruzado los abismos impíos y tenebrosos del sueño; y
de los tres, dos regresaron totalmente locos. En tales viajes había
incalculables peligros imprevisibles, así como una tremenda amenaza final: el ser
que aúlla abominablemente más allá de los límites del cosmos ordenado, allí
donde ningún sueño puede llegar. Esta última entidad maligna y amorfa del caos
inferior, que blasfema y babea en el centro de toda infinidad, no es sino el
ilimitado Azathoth, el sultán de los demonios, cuyo nombre jamás se atrevieron
labios humanos a pronunciar en voz alta, el que roe hambriento en inconcebibles
cámaras oscuras, más allá de los tiempos, entre los fúnebres redobles de unos
tambores de locura y el agudo, monótono gemido de unas flautas execrables, a
cuyas percusiones y silbos danzan lentos y pesados los gigantescos Dioses
Finales, ciegos, mudos, tenebrosos, estúpidos; y los Dioses Otros, cuyo
espíritu y emisario es Nyarlathotep, el caos reptante.
De todas estas
cosas advirtieron a Carter los sacerdotes Nasht y Kaman-Thah en la caverna de
fuego, pero él siguió decidido a partir en busca de la desconocida Kadath, que
se alza perdida en la inmensidad fría y de sus dioses tenebrosos, para poder
gozar de la visión, del recuerdo y del amparo de la maravillosa ciudad del sol
poniente. Sabía que su viaje iba a ser extraño y largo, y que los Grandes
Dioses se opondrían a ello; pero estando habituado a los sueños, contaba Carter
con la ayuda de muchos recuerdos provechosos y estratagemas útiles. Así que,
tras pedir a los sacerdotes su bendición solemne y maquinar con astucia su
expedición, descendió audazmente los trescientos peldaños que conducen al
Pórtico del Sueño Profundo y emprendió el camino a través del bosque encantado.
En las
oquedades de ese bosque enmarañado, cuyos prodigiosos robles tantean y
entrelazan sus ramas al aire, y cuyas umbrías relucen con la apagada
fosforescencia de unos hongos extraños, habitan los furtivos y silenciosos
zoogs. Estos seres conocen una infinidad de secretos de la región de los
sueños, y algo también del mundo vigil,
ya que el bosque linda con las tierras de los hombres por dos lugares, aunque
sería desastroso decir cuáles. Ciertos rumores inexplicables, ciertos
accidentes y desapariciones ocurren entre los hombres allí donde los zoogs
tienen acceso, y por ello es una gran suerte que éstos no puedan alejarse
demasiado de la región de los sueños. Sin embargo, los zoogs cruzan libremente
la frontera más próxima de esta región y se deslizan, negros, menudos,
invisibles, para poder contar relatos divertidos a su regreso y entretener con
ellos las largas horas que pasan al amor del fuego, en el corazón de su adorado
bosque. La mayoría vive en madrigueras, aunque algunos habitan en los troncos de
los grandes árboles; y a pesar de que se alimentan principalmente de hongos, se
dice que también les atrae la carne, tanto la física como la espiritual. Y,
efectivamente, en el bosque han entrado muchos soñadores que luego no han
vuelto a salir. Pero Carter no tenía miedo; era un soñador veterano que conocía
el lenguaje chirriante de estos seres y había tratado muchas veces con ellos.
Con la ayuda de los zoogs había descubierto la espléndida ciudad de Celephais,
situada en Ooth-Nargai, más allá de los Montes Tanarios, donde reina durante la
mitad del año el gran rey Kuranes, ser humano a quien él había conocido en la
vida vigil bajo otro nombre. Kuranes era el único ser humano que había
alcanzado los abismos estelares y regresado en su sano juicio.
Mientras
recorría, pues, los angostos corredores fosforescentes que quedan entre los
troncos gigantescos de ese bosque iba Carter emitiendo ciertos sonidos
chirriantes, a la manera de los zoogs, y callando de cuando en cuando en espera
de respuesta. Recordaba que había un poblado de zoogs en el centro del bosque,
en una zona en que abundaban grandes rocas musgosas y donde, según se contaba,
habían vivido anteriormente seres aún más terribles, ya olvidados
afortunadamente, después de tanto tiempo. Así que se dirigió hacia ese lugar.
Reconocía el camino por los hongos grotescos; que cada vez parecían más
voluminosos y mejor alimentados, a medida que se iba aproximando al terrible
círculo de piedras en cuyo centro habían danzado y habían celebrado sus
sacrificios los innominados seres anteriores. Finalmente, el enorme resplandor
de aquellos hongos hinchados reveló una siniestra inmensidad verdosa y gris que
ascendía hasta la bóveda espesa de la selva. Estaba muy cerca del anillo de
piedras, y por ello supo Carter que el poblado de los zoogs debía hallarse a
poca distancia. Renovó sus llamadas en el lenguaje chirriante y esperó
pacientemente; por fin vio recompensados sus esfuerzos al darse cuenta de que
le vigilaba una multitud de ojos. Eran los zoogs, cuyos ojos espectrales
destacan en la oscuridad mucho antes de que puedan distinguirse sus siluetas
oscuras, desmedradas y escurridizas.
Salieron en
enjambre de sus madrigueras y de los árboles huecos, y eran tan numerosos que
invadieron todo el espacio iluminado. Los más fieros le rozaron
desagradablemente, y uno de ellos llegó a darle un repulsivo mordisco en una
oreja; pero estos seres desordenados e irrespetuosos fueron contenidos muy
pronto por los más viejos y sensatos. El Consejo de los Sabios, al reconocer al
visitante, le ofreció una calabaza llena de savia fermentada de cierto árbol
encantado que era distinto a todos los demás, y que había nacido de una semilla
procedente de la luna. Y después de beber Carter ceremoniosamente, se inició un
extraño coloquio. Por desgracia, los zoogs no sabían dónde se encontraba el
pico de Kadath, ni podían decirle si la inmensidad fría se hallaba en nuestro
país de los sueños o en otro. Se decía que los Grandes Dioses aparecen
indistintamente en cualquier parte, y sólo uno de los zoogs pudo informarle de
que era más frecuente verlos en los picos de las altas montañas que en los
valles, ya que en tales picos ejecutan sus danzas conmemorativas cuando la luna
brillaba sobre ellos y las nubes los aíslan de las tierras bajas.
Entonces un zoog
que era muy viejo recordó algo que los demás ignoraban y dijo que en Ulthar, al
otro lado del río Skai, todavía existía un último ejemplar de los Manuscritos
Pnakóticos, copiado por hombres del mundo vigil en algún reino boreal ya
olvidado, y trasladado a la región de los sueños cuando los caníbales velludos
llamados gnophkehs conquistaron Olathoe, la tierra de los infinitos templos, y
mataron a todos los héroes del país de Lomar, Esos manuscritos -dijo- eran
inconcebiblemente antiguos y hablaban mucho de los dioses; y, además, en Ulthar
había quienes habían visto las huellas de los dioses; incluso vivía un
sacerdote que había escalado una gran montaña para verlos danzar bajo la luz de
la luna. Afortunadamente había fracasado en su intento, pero un acompañante
suyo que los consiguió ver había perecido horriblemente.
Randolph
Carter agradeció esta información a los zoogs, que emitieron amistosos
chirridos y le dieron otra calabaza de vino lunar para que se la llevara
consigo, y emprendió el camino a través del bosque fosforescente, en dirección
a la linde opuesta, donde las tumultuosas aguas del Skai se precipitan por las
pendientes de Lerion, de Hatheg, de Nir y de Ulthar, y se sosiegan después en
la llanura. Tras él, fugitivos y disimulados, reptaban varios zoogs curiosos
que deseaban saber lo que le sucedería para poder contarlo más tarde a los
suyos. Los robles inmensos se fueron haciendo más corpulentos y espesos a
medida que se alejaba del poblado, por lo que le llamó la atención un lugar
donde se veían mucho más ralos, desmedrados y moribundos, como ahogados entre
una profusa cantidad de hongos deformes, hojarasca podrida y troncos de sus
hermanos muertos. Aquí se tuvo que desviar bastante, porque en ese lugar había
incrustada en el suelo una enorme losa de piedra. Y dicen quienes se habían
atrevido a acercarse a ella, que tiene una argolla de hierro de un metro de
diámetro. Recordando el arcaico círculo de rocas musgosas, y la razón por la
cual fue erigido posiblemente, los zoogs no se detuvieron junto a la losa de
gigantesca argolla. Sabían que no todo lo olvidado ha desaparecido
necesariamente y no sería agradable ver levantarse aquella losa lentamente.
Carter se
volvió al oír tras de sí los asustados chirridos de algunos zoogs atemorizados.
Sabía ya que le seguían, y por ello no se alarmó; uno se acostumbra pronto a
las rarezas de esas criaturas fisgonas. Al salir del bosque se vio inmerso en
una luz crepuscular cuyo creciente resplandor anunciaba que estaba amaneciendo.
Por encima de las fértiles llanuras que descendían hasta el Skai, y por todas
partes, se extendían las cercas y los campos arados y las techumbres de paja de
aquel país apacible. Se detuvo una vez en una granja a pedir un trago de agua,
y los perros ladraron espantados por los invisibles zoogs que reptaban tras él
por la yerba. En otra casa, donde las gentes andaban atareadas, preguntó si
sabían algo de los dioses y si danzaban con frecuencia en la cima de Lerión;
pero el granjero y su mujer se limitaron a hacer el Signo Arquetípico y a
indicar sin palabras el camino que conducía a Nir y a Ulthar.
A mediodía
caminaba ya por una calle principal de Nir, donde había estado anteriormente.
Era esta ciudad el lugar más alejado que él había visitado tiempo atrás en
aquella dirección. Poco después llegaba al gran puente de piedra que cruza el
Skai, en cuyo tramo central los constructores habían sellado su obra con el
sacrificio de un ser humano hacía mil trescientos años. Una vez al otro lado,
la frecuente presencia de gatos (que erizaban sus lomos al paso de los zoogs)
anunció la proximidad de Ulthar; pues en Ulthar, según una antigua y muy
importante ley, nadie puede matar un solo gato. Muy agradables eran los
alrededores del Ulthar, con sus casitas de techumbre de paja y sus granjas de
limpios cercados; y aún más agradable era el propio pueblecito, con sus viejos
tejados puntiagudos y sus pintorescas fachadas, con sus innumerables chimeneas
y sus estrechos callejones empinados, cuyo viejo empedrado de guijarros podía
admirarse allí donde los gatos dejaban espacio suficiente. Una vez que notaron
los gatos la presencia de los zoogs y se apartaron, Carter se dirigió
directamente al modesto Templo de los Grandes Dioses, donde, según se decía,
estaban los sacerdotes y los viejos archivos; y ya en el interior de la
venerable torre circular cubierta de hiedra -que corona la colina más alta de
Ulthar- buscó al patriarca Atal, el que había subido al prohibido pico de
Hathea-Kla, en el desierto de piedra, y había regresado vivo.
Atal, sentado
en su trono de marfil cubierto de dosel, en el santuario ornado de guirnaldas
que ocupa la parte más elevada del templo, contaba más de trescientos años de
edad, aunque conservaba todavía su agudeza de espíritu y toda su memoria. Por
él supo Carter muchas cosas acerca de los dioses; sobre todo, que no son éstos
sino dioses de la Tierra ,
los cuales ejercen un débil poder sobre el mundo de nuestros sueños, y no
tienen ningún otro señorío ni habitan en ningún otro lugar. Podían atender la
súplica de un hombre si estaban de buen humor, pero no se debía intentar subir
hasta su fortaleza, que se alzaba en lo más alto de Kadath, ciudad de la
inmensidad fría. Era una suerte que ningún hombre conociera la localización
exacta de las torres de Kadath, porque cualquier expedición a ellas podría
haber traído consecuencias muy graves. Barzai el Sabio, compañero de Atal,
había sido arrebatado aullando de terror por las fuerzas del cielo, sólo por
haber osado escalar el conocido pico de Hatheg-Kla. En lo que respecta a la
desconocida Kadath, si alguien llegara a encontrarla, la cosa sería mucho peor;
pues aunque a veces los dioses de la
Tierra puedan ser dominados por algún sabio mortal, están
protegidos por los Dioses Otros del Exterior, de los que es más prudente no
hablar. Dos veces por lo menos, en la historia del mundo, los Dioses Otros
habían dejado su huella impresa en el primordial granito de la Tierra : la primera, en
tiempos antediluvianos, según podía deducirse de ciertos grabados de aquellos
fragmentarios Manuscritos Pnakóticos, cuyo texto es demasiado antiguo para
poderse interpretar; y otra en Hatheg-Kla, cuando Barzai el Sabio quiso
presenciar la danza de los dioses de la tierra a la luz de la luna. Así pues
-dijo Atal-, era mucho mejor dejar tranquilos a todos los dioses y limitarse a
dirigirles plegarias discretas.
Carter aunque
decepcionado por los desalentadores consejos de Atal y la escasa ayuda que le
proporcionaron los Manuscritos Pnakóticos y los Siete Libros Crípticos de Hsan,
no perdió toda la esperanza. Primero preguntó al anciano sacerdote sobre
aquella maravillosa ciudad del sol poniente que veía desde una terraza bordeada
de balaustradas, pensando que quizá pudiera encontrarla sin la ayuda de los
dioses; pero Atal no pudo decirle nada. Probablemente -dijo Atal- ese lugar
pertenecía al mundo de sus sueños personales y no al mundo onírico común, y lo
más seguro es que se hallara en otro planeta. En ese caso, los dioses de la
tierra no podrían guiarle ni aunque quisieran. Pero esto tampoco era seguro, ya
que la interrupción de sus sueños por tres veces indicaba que había algo en él
que los Grandes Dioses querían ocultarle.
Entonces
Carter hizo algo reprobable: ofreció a su bondadoso anfitrión tantos tragos del
vino lunar que le regalaron los zoogs, que el anciano se volvió
irresponsablemente comunicativo. Liberado de su natural reserva, el pobre Atal
se puso a charlar con entera libertad de cosas prohibidas, y le habló de una
gran imagen que, según contaban los viajeros, está esculpida en la sólida roca
del monte Ngranek, situado en la isla de Oriab, allá en el Mar Meridional; y le
dio a entender que, posiblemente, fuera un retrato que los dioses de la tierra
habían dejado de su propio semblante en los días que danzaban a la luz de la
luna sobre la cima de aquella montaña. Y añadió hipando que los rasgos de
aquella imagen son muy extraños, de manera que podían reconocerse perfectamente
y constituían los signos inequívocos de la auténtica raza de los dioses.
La utilidad de
toda esta información se le hizo inmediatamente patente a Carter. Se sabe que,
disfrazados, los más jóvenes de los Grandes Dioses se casan a menudo con las
hijas de los hombres, de modo que junto a los confines de la inmensidad fría,
donde se yergue Kadath, los campesinos llevaban todos sangre divina. En consecuencia,
la manera de descubrir el lugar donde se encuentra Kadath sería ir a ver el
rostro de piedra de Ngranek y fijarse bien en sus rasgos. Luego de haberlos
grabado cuidadosamente en la memoria, tendría que buscar esos rasgos entre los
hombres vivos. Y allá donde se encontrasen los más evidentes y notorios, sería
el lugar más próximo de la morada de los dioses. Y así, el frío desierto de
piedra que se extienda más allá de estos poblados será sin duda aquel donde se
halla Kadath.
En tales
regiones puede uno enterarse de muchas cosas acerca de los Grandes Dioses,
puesto que quienes lleven sangre suya bien pueden haber heredado igualmente
pequeñas reminiscencias muy valiosas para un investigador. Es posible que los
moradores de estas regiones ignoren su parentesco con los dioses, porque a los
dioses les repugna tanto ser reconocidos por los hombres, que entre éstos no
hay uno solo que haya visto los rostros de aquéllos, cosa que Carter comprobó
más adelante, cuando intentó escalar el monte Kadath. Sin embargo, estos
hombres de sangre divina tendrían sin duda pensamientos singularmente elevados
que sus compañeros no llegarían a comprender, y sus canciones hablarían de
parajes lejanos y de jardines tan distintos de cuantos son conocidos, incluso
en el país de los sueños, que las gentes vulgares les tomarían por locos. Acaso
sirviera esto a Carter para desvelar alguno de los viejos secretos de Kadath, o
para obtener alguna alusión a la maravillosa ciudad del sol poniente que los
dioses guardan en secreto. Más aún, si la ocasión se presentaba, podría
utilizar como rehén a algún hijo amado de los dioses, o incluso capturar a un
joven dios de los que viven disfrazados entre los hombres, casados con hermosas
campesinas.
Pero Atal no
sabía cómo podía llegar Carter al monte Ngranek, en la isla de Oriab, y le
aconsejó que siguiera el curso del Skai, cantarino bajo los puentes, hasta su
desembocadura en el Mar Meridional, donde jamás ha llegado ningún habitante de
Ulthar, pero de donde vienen mercaderes en embarcaciones o en largas caravanas
de mulas y carromatos de pesadas ruedas. Allí se alza una gran ciudad llamada
Dylath-Leen, pero tiene mala reputación en Ulthar a causa de los negros
trirremes que entran en su puerto cargados de rubíes, venidos de no se sabe qué
litorales. Los comerciantes que vienen en esas galeras a tratar con los joyeros
son humanos o casi humanos, pero jamás han sido vistos los galeotes. Y en
Ulthar no se considera prudente traficar con estos mercaderes de negros barcos
que vienen de costas remotas y cuyos remeros jamás salen a la luz.
Después de
contar todo esto, Atal se quedó amodorrado. Carter lo depositó suavemente en su
lecho de ébano y le recogió decorosamente su larga barba sobre el pecho. Al
emprender el camino, observó que no le seguía ningún ruido solapado, y se
preguntó por qué razón los zoogs habrían abandonado su curioso seguimiento.
Entonces se dio cuenta de la complacencia con que los lustrosos gatos de Ulthar
se lamían las fauces, y recordó los gruñidos, maullidos y gemidos lejanos que
se habían oído en la parte baja del templo, mientras él escuchaba absorto la
conversación del viejo sacerdote. Y recordó también con qué hambrienta codicia
había mirado un joven zoog particularmente descarado a un gatito negro que
había en la calle. Y como a él nada le gustaba tanto como los gatitos negros,
se detuvo a acariciar a los enormes gatazos de Ulthar que se relamían, y no se
lamentó de que los zoogs hubiera dejado de escoltarle.
Caía la tarde,
así que Carter paró en una antigua posada que daba a un empinado callejón,
desde donde se dominaba la parte baja del pueblo. Se asomó al balcón de su
dormitorio y, al contemplar la marca de rojos tejados, los caminos empedrados y
los encantadores prados que se extendían a lo lejos, pensó que todo formaba un
conjunto dulce y fascinante a la luz sesgada del ocaso, y que Ulthar sería sin
duda alguna el lugar más maravilloso para vivir, si no fuera por el recuerdo de
aquella gran ciudad del sol poniente que le empujaba de manera incesante hacia
unos peligros ignorados. Empezaba ya a anochecer; las rosadas paredes y las
cúpulas se volvieron violáceas y místicas, y tras las celosías de las viejas
ventanas comenzaron a encenderse lucecitas amarillas. Las campanas de la torre
del templo repicaron armoniosas allá arriba, y la primera estrella surgió
temblorosa por encima de la vega del Skai. Con la noche vinieron las canciones,
y Carter asintió en silencio cuando los vihuelistas cantaron los tiempos
antiguos desde los balcones primorosos y los patios taraceados de Ulthar. Y sin
duda se habría podido apreciar la misma dulzura en los maullidos de los gatos,
de no haber estado casi todos ellos pesados y silenciosos a causa de su extraño
festín. Algunos de ellos se escabulleron sigilosamente hacia esos reinos
ocultos que sólo conocen los gatos y que, según los lugareños, se hallan en la
cara oculta de la luna, adonde trepan desde los tejados de las casas más altas.
Pero un gatito negro subió a la habitación de Carter y saltó a su regazo para
jugar y ronronear, y se ovilló a sus pies cuando él se tendió en el pequeño
lecho cuyas almohadas estaban rellenas de yerbas fragantes y adormecedoras.
Por la mañana,
Carter se unió a una caravana de mercaderes que salía hacia Dylath-Leen con
lana hilada de Ulthar y coles de sus fértiles huertas. Y durante seis días
cabalgó al son de los cascabeles por un camino llano que bordeaba el Skai,
parando unas noches en las posadas de los pintorescos pueblecitos pesqueros, y
acampando otras bajo las estrellas, al arrullo de las canciones de los barqueros
que llegaban desde el apacible río. El campo era muy hermoso, con setos verdes
y arboledas, y graciosas cabañas puntiagudas y molinos octogonales.
Al séptimo día
vio alzarse una mancha borrosa de humo en el horizonte, y luego las altas
torres negras de Dylath-Leen, construida casi en su totalidad de basalto
Dylath-Leen, con sus finas torres angulares, parece desde lejos un fragmento de
la Calzada de
los Gigantes, y sus calles son tenebrosas e inhospitalarias. Tiene muchas
tabernas marineras de lúgubre aspecto junto a sus innumerables muelles, y todas
están atestadas de extrañas gentes de mar venidas de todas las partes de la
tierra, y aun de fuera de ella también, según dicen. Carter preguntó a aquellos
hombres de exóticos atuendos si sabían dónde se encuentra el pico Ngranek de la
isla Oriab, y se encontró con que sí lo sabían. Varios barcos hacían la ruta de
Baharna, que es el puerto de esa isla, y uno de ellos iría para allá al cabo de
un mes. Desde Baharna, el Ngranek queda a dos días escasos de viaje a caballo.
Pero son pocos los que han visto el rostro de piedra del dios, porque está
situado en la vertiente de más difícil acceso al pico del Ngranek, en lo alto
de unos precipicios inmensos, desde donde se domina un siniestro valle
volcánico. Una vez, los dioses se irritaron con los hombres en aquel paraje, y
hablaron del asunto a los Dioses Otros.
Le fue difícil
recoger esta información de los mercaderes y de los marineros de las tabernas
de Dylath-Leen, porque casi todos preferían hablar de las negras galeras. Una
de ellas llegaría dentro de una semana cargada de rubíes desde su ignorado
puerto de origen, y las gentes de la ciudad se sentían invadidas por el pánico
sólo de pensar en verlas aparecer por la bocana del puerto. Los mercaderes que
venían en esa galera tenían la boca desmesurada, y sus turbantes formaban dos
bultos hacia arriba desde la frente que resultaban particularmente
desagradables. Su calzado era el más pequeño y raro que se hubiera visto jamás
en los Seis Reinos. Pero lo peor de todo era el asunto de los nunca vistos
galeotes. Aquellas tres filas de remos se movían con demasiada agilidad, con
demasiada precisión y vigor para que fuese cosa normal; como tampoco era normal
que un barco permaneciera en puerto durante semanas, mientras los mercaderes
trataban sus negocios, y que en ese tiempo no viera nadie a su tripulación. A
los taberneros de Dylath-Leen no les gustaba esto, y tampoco a los tenderos y
carniceros, ya que jamás habían subido a bordo la más mínima cantidad de
provisiones. Los mercaderes no compraban más que oro y robustos esclavos
negros, traídos de Parg por el río. Eso era lo único que cargaban esos
mercaderes de desagradables facciones y de dudosos remeros. Jamás embarcaron
producto alguno de las carnicerías y las tiendas, sino sólo oro y corpulentos
negros de Parg, a quienes compraban al peso. Y el olor que emanaba de aquellas
galeras, olor que el viento traía hasta los muelles, era indescriptible.
Unicamente podían soportarlo los parroquianos más duros de las tabernas, a base
de fumar constantemente tabaco fuerte. Jamás habría tolerado Dylath-Leen la
presencia de las negras galeras, de haber podido obtener tales rubíes por otro
conducto; pero ninguna mina de todo el país terrestre de los sueños los
producía como aquéllos.
Los
cosmopolitas de Dylath-Leen hablaban ante todo de estas cosas, mientras Carter
aguardaba pacientemente el barco de Baharna que le llevaría a la isla donde se
alzan los picos del Ngranek, elevados y estériles. Durante ese tiempo no dejó
de indagar por los lugares que frecuentaban los lejanos viajeros, en busca de
cualquier relato que hiciese referencia a Kadath, la ciudad de la inmensidad
fría, o la maravillosa ciudad de muros de mármol y fuentes de plata que había
contemplado desde lo alto de una terraza a la hora del crepúsculo. Pero nadie
pudo darle noticias al respecto, aunque en una de las ocasiones tuvo la
sensación de que cierto viejo mercader de ojos oblicuos le dirigió una mirada
extrañamente brillante al oírle mencionar la inmensidad fría. Tenía fama este
hombre de comerciar con los habitantes de los horribles poblados de piedra que
se levantan en la helada y desierta meseta de Leng, jamás visitada por gentes
sensatas, y cuyas hogueras malignas se habían visto brillar por la noche en la
lejanía. Incluso corría el rumor de que tenía contacto con ese gran sacerdote
enigmático que cubre su rostro con una máscara de seda amarilla y vive
solitario en un prehistórico monasterio de piedra. Era indudable que aquel
individuo había tenido algún comercio con los seres que habitan en la
inmensidad fría; pero Carter no tardó en comprobar que era inútil preguntarle.
Por aquellos
días entró en puerto la galera negra; pasó el dique de basalto y el gran faro,
silenciosa y extraña, envuelta en una rara pestilencia que el viento del sur
arrojaba a la ciudad. El malestar invadió las tabernas que se extendían a lo
largo de los muelles, y al poco tiempo, los sombríos mercaderes de boca
inmensa, turbantes gibosos y pies minúsculos bajaron a tierra furtivamente en busca
de las tiendas de los joyeros. Carter los observó de cerca; y cuanto más los
miraba, más desagradables le parecían. Después vio cómo embarcaban por la
pasarela a los fornidos negros de Parg, que subían gruñendo y sudando, y los
metían en el interior de aquella galera singular; y no pudo por menos de
preguntarse en qué tierra -si es que llegaban a desembarcar- estarían
destinadas a servir aquellas obesas y conmovedoras criaturas.
Al tercer día
de haber llegado la galera, uno de aquellos desagradables mercaderes se encaró
con él y, con una sonrisa obsequiosa y artera, le dijo que había oído en la
taberna que estaba haciendo ciertas indagaciones. El mercader parecía estar
enterado de cosas demasiado secretas para hablarlas en público, y, aunque tenía
una voz insoportablemente odiosa, Carter comprendió que no debía desestimar los
conocimientos de un viajero que venía de tan lejos. Por eso, le invitó a subir
a una de sus habitaciones privadas, y le ofreció la última porción que le
quedaba del vino lunar de los zoogs para soltarle la lengua. El extraño
mercader bebió copiosamente, pero no por ello dejaba de sonreír cínicamente.
Luego sacó a su vez una rara botella que traía consigo, y Carter tuvo ocasión
de comprobar que se trataba de un rubí ahuecado. Ofrecióle el mercader vino de
esta botella a su anfitrión, y aunque Carter bebió tan sólo un breve sorbo, al
momento sintió el vértigo del vacío y la fiebre de insospechadas junglas. El
invitado no dejaba de sonreír ni un momento, pero cada vez lo fue haciendo con
más descaro. Cuando Carter se sumió al fin en la negrura, lo último que vio fue
aquella cara siniestra contorsionada por una risa perversa, y una cosa
totalmente inconcebible que surgió de uno de los bultos frontales del turbante
anaranjado al desenrollársele por las sacudidas de aquella risa convulsiva.
Carter recobró
el conocimiento en una atmósfera espantosamente maloliente. Se hallaba bajo una
especie de tienda plantada en la cubierta de un barco, y vio cómo las
maravillosas costas del Mar Meridional se deslizaban con anormal rapidez. No
estaba encadenado, pero a su lado había de pie tres de aquellos mercaderes de
tez oscura sonriéndole, y la visión de los bultos de sus turbantes le marcó
casi tanto como la fetidez que emanaba de las siniestras escotillas. Frente a
él vio pasar tierras gloriosas y ciudades que un compañero de ensueños
terrestres -torrero de faro de un antiguo puerto- le había descrito a menudo
tiempo atrás; y reconoció los templos escalonados de Zak, moradas de sueños
olvidados, las agujas de la infame Thalarión, ciudad diabólica de mil
maravillas donde reina el ídolo Lathi, los jardines-osarios de Zura, tierra de
placeres insatisfechos, y los promontorios gemelos de cristal, que se unen por
arriba formando el arco resplandeciente que custodia el puerto de Sona-Nyl, la
bienaventurada tierra de la imaginación.
Pasadas todas
estas tierras fastuosas, la pestilente embarcación navegó con inquietante
premura, impulsada por la boga anormalmente veloz de sus invisibles remeros. Y
antes de terminar el día, Carter vio que el timonel no llevaba otro rumbo que
los Pilares Basálticos del Oeste, más allá d~ los cuales dicen los crédulos que
se halla la ilustre Cathuria, aunque los soñadores expertos saben muy bien que
estos pilares son las puertas de una monstruosa catarata por la que todos los
océanos de la tierra de los sueños se precipitan en el abismo de la nada y
atraviesan los espacios hacia otros mundos y otras estrellas, y hacia los
espantosos vacíos exteriores al universo donde Azathoth, sultán de los
demonios, roe hambriento en el caos, entre fúnebres redobles y melodías de
flauta, mientras presencia la danza infernal de los Dioses Otros, ciegos,
mudos, tenebrosos y torpes, junto con Nyarlathotep, espíritu y mensajero de
éstos.
Entre tanto,
los sardónicos mercaderes no decían una palabra de sus intenciones, pero Carter
sabía muy bien que debían estar en complicidad con quienes querían impedir su
empresa. Se sabe en la tierra de los sueños que los Dioses Otros tienen muchos
agentes mezclados entre los hombres; y todos estos enviados, casi o enteramente
humanos, están dispuestos a cumplir la voluntad de esas entidades ciegas y
estúpidas, a cambio de obtener los favores de su horrible espíritu y mensajero
el caos reptante Nyarlathotep. De ello dedujo Carter que los mercaderes de
abultados turbantes, al enterarse de su temeraria búsqueda del castillo de
Kadath donde moran los Grandes Dioses, habían decidido raptarlo para entregarse
a Nyarlathotep a cambio de quién sabe qué merced. Carter no podía adivinar cuál
sería la tierra de aquellos mercaderes, ni si estaba en nuestro universo
conocido o en los horribles espacios exteriores. Tampoco sospechaba en qué
punto infernal se reunirían con el caos reptante para entregarle y exigir su
recompensa. Sabía, sin embargo, que ningún ser casi humano como aquéllos se
atrevería a acercarse al trono de la tiniebla final, a Azathoth, allá en el
centro del vacío sin forma.
Al ponerse el
sol, los mercaderes empezaron a lamerse sus enormes labios, con la mirada
hambrienta. Uno de ellos bajó a algún compartimiento oculto y nauseabundo, y
regresó con una olla y un cesto de platos. Se sentaron juntos bajo la tienda y
comieron carne ahumada, que se pasaban unos a otros. Pero cuando le dieron un
trozo a Carter, descubrió éste, por su tamaño y forma, algo terrible. Se puso
más pálido que antes y arrojó al mar aquel trozo de carne, cuando nadie se
fijaba en él. Y nuevamente pensó en aquellos remeros invisibles de abajo y en
el sospechoso alimento del cual sacaban su tremenda fuerza muscular.
Era de noche
cuando la galera pasó entre los pilares basálticos del Oeste, y el ruido de la
catarata final se hizo ensordecedor. Y la nube de agua pulverizada se elevaba
hasta oscurecer el fulgor de las estrellas, y la cubierta se puso más húmeda, y
el barco se estremeció zarandeado por la corriente embravecida del borde del
abismo. Luego, con un extraño silbido y de un solo impulso, la nave saltó al
vacío, y Carter sintió un acceso de terror indescriptible al notar que la
tierra huía bajo la quilla, y que el navío surcaba silencioso como un cometa
los espacios planetarios. Jamás había tenido noticia hasta entonces de los
seres informes y negros que se ocultan y se retuercen por el éter, gesticulando
y hostigando a cualquier viajero que pueda pasar, y palpando con sus zarpas
viscosas todo objeto móvil que excite su curiosidad. Son las larvas de los
Dioses Otros, que como ellos, son ciegas y carecen de espíritu, y están
poseídas por un hambre y una sed sin límites.
Pero el
destino de aquella horrenda galera no era tan lejano como Carter había
supuesto, pues no tardó en comprobar que el timonel ponía rumbo a la luna. La
luna aparecía en un brillante cuarto creciente que aumentaba más y más a medida
que se iban acercando, y mostraba sus cráteres singulares y sus picos
inhóspitos. El barco siguió rumbo a sus riberas, y pronto se puso de manifiesto
que su destino era aquella cara misteriosa y secreta que siempre ha permanecido
de espaldas a la tierra, y que ningún ser enteramente humano, salvo el soñador
Snireth-Ko quizá, ha contemplado jamás. Al acercarse la galera, el aspecto de
la luna le pareció sobremanera inquietante a Carter: no le gustaban ni la forma
ni las dimensiones de las ruinas diseminadas por todas partes. Los templos
muertos de las montañas estaban construidos y orientados de tal manera que,
evidentemente, no podían haber servido para rendir culto a ningún dios normal y
corriente; y en la simetría de las rotas columnas parecía traslucirse un
significado oscuro y secreto que no invitaba a ser desentrañado. Carter
prefirió no hacer conjeturas sobre la naturaleza y proporciones de los antiguos
adoradores de esos templos.
Cuando el
barco dobló el borde del satélite, y navegó sobre aquellas tierras invisibles a
los ojos de los hombres, aparecieron en el misterioso paisaje ciertos signos de
vida, y Carter vio una infinidad de casitas de campo, bajas, amplias,
circulares, que se alzaban en unos campos cubiertos de hinchados hongos
blancuzcos. Observó que las casas carecían de ventanas, y pensó que sus formas
recordaban a las de las chozas de los esquimales. Luego vio las olas
oleaginosas de un mar perezoso, y pudo comprobar que el viaje iba a proseguir
de nuevo sobre las aguas; al menos, sobre elemento líquido. La galera tocó la
superficie con un ruido peculiar, y la extraña elasticidad con que las olas la
acogieron dejó perplejo a Carter. La nave se deslizaba ahora a gran velocidad.
En una ocasión adelantó a otra galera igual, y ambas tripulaciones se saludaron
a voces; pero en general, sólo se distinguía aquel mar extraño, y un cielo
negro y sembrado de estrellas aun cuando el sol brillaba de forma abrasadora.
Luego se
alzaron frente al navío los henchidos acantilados de una costa de aspecto
leproso. Y Carter vislumbró las sólidas y desagradables torres grises de una
ciudad. Su extraña inclinación y su insólita curvatura, el modo con que se
apiñaban y el hecho de carecer de ventanas, resultaron considerablemente
turbadores para el prisionero, que lamentaba amargamente la tontería de haber
probado el raro vino de aquel mercader de turbante giboso. Cuando ya se
aproximaban a la costa, y la horrenda fetidez de la ciudad se hizo aún más
irresistible, vio sobre las quebradas colinas una infinidad de selvas, algunos
de cuyos árboles reconoció como de la misma especie de aquel solitario árbol
lunar que viera en el bosque encantado de la tierra, y cuya savia fermentada
constituía el singular vino de los pequeños y pardos zoogs.
Carter podía
distinguir ahora unas figuras que se movían por los muelles pestilentes, y
según las iba viendo con mayor claridad, sentía crecer su miedo y su aversión.
Porque no eran hombres, ni aun parecidos a hombres, sino criaturas
descomunales, grisáceas, viscosas y blanduzcas que podían estirarse y
contraerse a voluntad, pero cuya forma más común -aunque la modificaran a
menudo- era la de una especie de sapo sin ojos, con una extraña masa de
tentáculos sonrosados que vibraban en la punta de sus chatos hocicos. Estas
bestias se afanaban torpemente por los muelles, manejando fardos y cuévanos y
cajas con fuerza prodigiosa, y saltando a cada momento del muelle a los barcos
amarrados o de los barcos al muelle, con largos remos entre sus patas
delanteras. De cuando en cuando, pasaban conduciendo un tropel de esclavos de
caracteres muy semejantes a los humanos, pero cuyas bocas inmensas recordaban a
las de los mercaderes que traficaban en Dylath-Leen; sin embargo, estos
individuos, sin turbante ni calzado ni ropa alguna, no parecían tan humanos
como aquéllos. Algunos de los esclavos, los más obesos -cuyas carnes tentaba
una especie de vigilante para calcular su calidad- eran desembarcados de las
galeras y enjaulados en grandes canastos asegurados con clavos, que los
cargadores metían a empujones en los almacenes o embarcaban en grandes furgones
chirriantes.
Cargaron uno
de los furgones y partió inmediatamente; la fabulosa criatura que lo conducía
era tal que Carter se quedó estupefacto, aun después de haber visto las demás
monstruosidades de aquel abominable lugar. De cuando en cuando, pasaban pequeños
grupos de esclavos vestidos y con turbantes, igual que los atezados mercaderes,
y eran conducidos a bordo de una galera, seguidos de un grupo numeroso de
viscosos seres con cuerpo de sapo que componían la tripulación: oficiales,
marineros y remeros. Carter veía que las criaturas casi humanas eran destinadas
a las más ignominiosas tareas serviles, para las que no se requería una fuerza
excepcional, como gobernar el timón y cocinar, hacer recados y negociar con los
hombres de la tierra o de los demás planetas con los que ellos mantenían
comercio. Estas criaturas debían de ser las más adecuadas para estas comisiones
terrestres, ya que no se diferenciaban grandemente de los hombres una vez
vestidas, calzadas y tocadas con sus oportunos turbantes; y podían regatear en
las tiendas de éstos sin tener que dar explicaciones embarazosas e inoportunas.
Pero casi todas ellas, mientras no fueran exageradamente flacas o feas, iban
desnudas y metidas en jaulas que los seres fabulosos transportaban en pesados
carricoches. A veces desembarcaban y enjaulaban también otras clases de seres,
algunos muy parecidos a las criaturas semihumanas, otros no tan parecidos y
otros totalmente distintos. Y Carter se preguntaba si aquellos desdichados
negros de Parg no serían desembarcados, enjaulados y transportados en el
interior de aquellos ominosos carricoches.
Cuando la
galera atracó a un muelle grasiento, de roca esponjosa, una horda pesadillesca
de seres con forma de sapo surgió por las escotillas. Dos de ellos agarraron a
Carter y lo desembarcaron. El olor y el aspecto de aquella ciudad eran
indescriptibles, y Carter sólo pudo captar imágenes dispersas de las calles
enlosadas, de las negras puertas y de las elevadísimas fachadas verticales y
grises, carentes de ventanas. Por fin, le metieron en un portal de bajo dintel
y le hicieron subir una infinidad de peldaños por un pozo de tinieblas. Al
parecer, a los seres con cuerpo de sapo les daba lo mismo la luz que la
oscuridad. El olor que reinaba en aquel lugar era insoportable, y cuando Carter
fue encerrado en una cámara y le dejaron solo allí, apenas le quedaron fuerzas
para arrastrarse a lo largo de los muros y cerciorarse de su forma y
dimensiones. Se trataba de un recinto circular de unos veinte pies de diámetro.
A partir de
ese momento, el tiempo dejó de existir. A intervalos le echaban de comer, pero
Carter no quiso tocar aquella comida. No tenía idea de lo que iba a ser de él,
pero presentía que le mantendrían allí hasta la llegada de Nyarlathotep, el
caos reptante, espíritu y mensajero de los Dioses Otros. Finalmente, después de
una interminable sucesión de horas o de días, la gran puerta de piedra se abrió
de par en par y Carter fue conducido a empellones escaleras abajo, hasta las
calles, iluminadas con luces rojas, de aquella aterradora ciudad. Era de noche
en la luna, y por toda la ciudad se veían esclavos estacionados, sosteniendo
antorchas encendidas.
En una
detestable plaza se había formado una especie de procesión compuesta por diez
seres de cuerpo de sapo y veinticuatro portadores de antorchas casi humanos,
once a cada lado y uno en cada extremo. Carter fue colocado en medio de la
formación, con cinco seres de cuerpo de sapo delante y otros cinco detrás, y un
casi humano a cada lado. Otros seres de cuerpo de sapo sacaron flautas de ébano
y ejecutaron tonadas repugnantes. Al son de aquellas infernales melodías, la
columna comenzó a desfilar por las calles pavimentadas, dejó atrás la ciudad y
se internó por las oscuras llanuras pobladas de hongos obscenos. No tardaron en
ascender por la ladera de una de las más bajas colinas que se elevaban a
espaldas de la ciudad. Carter estaba convencido de que el caos reptante
aguardaba en alguno de aquellos declives escarpados o en alguna abominable
llanura, y deseaba que su tortura terminase pronto. El canto plañidero de las
flautas impías era enloquecedor, y él habría dado el mundo entero por que el
sonido hubiese sido sólo un poco menos anormal; pero aquellos seres carecían de
voz y los esclavos no hablaban.
Entonces, a
través de aquellas tinieblas estrelladas le llegó un sonido familiar que
retumbó por los montes y resonó en todos los picos desgarrados, y sus ecos se
propagaron dilatándose en una especie de coro demoníaco. Era el maullido del
gato a media noche, y Carter comprendió por fin que las gentes del pueblo
tenían razón cuando decían en voz baja que los gatos son los únicos que conocen
las regiones misteriosas, y que los más viejos las visitan a escondidas, por la
noche, saltando a ellas desde los más elevados tejados. En verdad, es a la cara
oscura de la luna adonde van a saltar y retozar por las colinas, y a conversar
con sombras antiguas. Y aquí, en medio de la columna de fétidas criaturas, oyó
Carter su maullido familiar, amistoso, y pensó en los tejados puntiagudos y en
los cálidos hogares y en las ventanas débilmente iluminadas de las casas de
Ulthar.
A la sazón,
Randolph Carter conocía bastante bien el lenguaje de los gatos, y emitió el
grito que le convenía en aquel paraje lejano y terrible. Pero no habría sido
necesario que lo hiciera, ya que en el momento de abrir la boca oyó que el coro
aumentaba y se iba acercando, y vio recortarse unas sombras veloces contra las
estrellas, unas sombras pequeñas y graciosas que saltaban de colina en colina,
en legiones apretadas. La llamada del clan había sido dada, y antes de que la
abyecta procesión tuviese tiempo ni aun de asustarse, una nube de sedosas
pieles, una falange de garras homicidas, cayó sobre ella como una riada
tempestuosa. Callaron las flautas y los alaridos desgarraron la noche. Gritaban
los moribundos casi humanos, y los gatos gruñían y aullaban y rugían. Pero de
los seres con cuerpo de sapo no brotó ni un sonido, mientras derramaban
fatalmente sus líquidos verdosos y repugnantes sobre aquella tierra porosa de
hongos obscenos.
En tanto
duraron las antorchas, el espectáculo fue prodigioso. Jamás había visto Carter
tantos gatos. Negros, grises y blancos, amarillos, atigrados y mezclados,
callejeros, persas, maneses, tibetanos, de Angora y egipcios; de todas clases
los había en la furia de la batalla; y sobre todos ellos se cernía el aura de
esa profunda e inviolada santidad que les otorgara su deidad tutelar en los
enormes templos de Bubastis. Saltaban de siete en siete a las gargantas de los
casi humanos o al hocico tentaculado de los seres con forma de sapo, y los
derribaban salvajemente a la fungosa tierra donde miles y miles de compañeros
se abalanzaban frenéticamente sobre ellos con uñas y dientes, presos de un
furor sagrado. Carter había cogido la antorcha de un esclavo caído, pero no
tardó en verse desbordado por las crecientes oleadas de sus fieles defensores.
Cayó entonces en la más completa negrura, en cuyo seno escuchó el fragor de la
batalla y los gritos de los vencedores. y sintió las suaves patas de sus amigos
que de un lado a otro le saltaban por encima, en medio de la refriega.
Finalmente,
el horror y la fatiga le cerraron los ojos, y cuando los abrió nuevamente, se
vio inmerso en una escena extraña. El gran disco resplandeciente de la Tierra , trece veces mayor
que el de la luna tal como nosotros la vemos, derramaba torrentes de
inquietante luz sobre el paisaje lunar. Y a través de leguas y leguas de meseta
salvaje y de crestas desgarradas, se extendía un mar interminable de gatos
alineados en círculos concéntricos. Dos o tres de los jefes de este ejército se
hallaban fuera de las filas, y le lamían la cara y ronroneaban para consolarle.
No quedaba ni rastro de los esclavos y de los seres con forma de sapo, aunque
Carter creyó ver un hueso no lejos de donde se encontraba, en el espacio que
quedaba despejado entre él y los guerreros.
Carter habló
entonces con los jefes en el suave lenguaje de los gatos, y se enteró de que su
antigua amistad con la especie gatuna era muy conocida y comentada en todo
lugar donde los gatos se reunían. No había pasado inadvertido por Ulthar, y los
viejos gatazos lustrosos recordaban cómo los había acariciado después que ellos
se hubieran ocupado de los hambrientos zoogs, que tan perversamente miraban al
gatito negro. Y recordaban también lo cariñosamente que había acogido al gatito
que subió a verle en la posada, y el platito de riquísima leche con que le
había obsequiado la mañana antes de marcharse. El abuelo de aquel cachorrillo
era precisamente el jefe del ejército allí reunido, ya que había visto la
maligna procesión desde una lejana colina, reconociendo en el prisionero a un
amigo fiel de su especie, tanto en la
Tierra como en el país de los sueños.
Sonó un
aullido desde un pico lejano, y el viejo jefe interrumpió su charla. Era uno de
los vigías del ejército, apostado en la más elevada de las montañas para
vigilar al único enemigo que temen los gatos de la Tierra : a los mismísimos
gatos enormes de Saturno, que por alguna razón no han olvidado el encanto de la
cara oscura de nuestra luna. Estos gatos están ligados por un pacto a los
malvados seres de cuerpo de sapo, y son enemigos declarados de nuestros
pequeños felinos terrestres. De modo que, en estas circunstancias, un encuentro con ellos habría sido bastante
grave.
Tras una breve
deliberación entre los generales, los gatos se levantaron y cerraron filas en
torno a Carter para protegerle. Se prepararon para dar el gran salto a través
del espacio y regresar a los tejados de nuestra Tierra y de la región terrestre
de los sueños. El viejo mariscal de campo aconsejó a Carter que se dejara
llevar tranquila y pasivamente por la masa compacta de saltadores de sedoso
pelaje, y le explicó cómo debía saltar cuando saltaran los demás, y cómo
aterrizar suavemente cuando el resto lo hiciera. Asimismo se ofreció a
depositarle en el lugar que él deseara, y Carter escogió la ciudad de
Dylath-Leen, de donde había zarpado la negra galera, pues él deseaba partir por
mar desde allí con rumbo a Oriab y la cresta esculpida del Ngranek, y también
quería prevenir a sus habitantes para que no mantuvieran por más tiempo ningún
tráfico con las galeras negras, si es que podían interrumpirlo con tacto y
diplomacia. Entonces, a una señal, los gatos saltaron ágilmente, protegiendo
entre todos a su amigo. Entretanto, en una caverna tenebrosa que se abría en la
sagrada cumbre de las montañas lunares, Nyarlathotep, el caos reptante,
aguardaba en vano.
El salto de
los gatos a través del espacio fue realmente vertiginoso. Rodeado esta vez por
sus compañeros, Carter no vio las grandes sombras confusas que acechan y se
enroscan y palpitan en el abismo. Antes de acabar de comprender lo que estaba
sucediendo, se encontró de nuevo en su familiar habitación de la posada de
Dylath-Leen, por cuya ventana salían a raudales los silenciosos y amigables
gatos. El anciano jefe de Ulthar fue el último en marcharse, y cuando Carter le
estrechó la zarpa, le dijo que llegaría a su casa hacia el alba. Cuando
empezaba a amanecer, Carter bajó y se enteró de que había transcurrido una
semana desde que le raptaran. Debía aguardar todavía un par de semanas más para
tomar el barco con destino a Oriab, y durante este tiempo habló cuanto pudo en
contra de las galeras negras y sus infames costumbres. La mayor parte de la
gente le creyó; pero tanto interesaban los grandes rubíes a los joyeros, que
nadie le dio promesa formal de terminar sus tratos con los mercaderes de boca
inmensa. Si un día sobreviene alguna calamidad a Dylath-Leen como consecuencia
de esos negocios, no será por culpa de Carter
Al cabo de una
semana, el deseado barco atracó junto al muelle negro y la torre del faro, y
Carter se alegró al ver que se trataba de una embarcación tripulada por hombres
normales. Tenía los costados pintados, amarillentas las velas latinas, y un
capitán de pelo gris y ropas de seda. Su carga consistía en toneles de fragante
resina procedente de los pinares del interior de Oriab, delicada cerámica
cocida por los artesanos de Baharna, y pequeñas tallas esculpidas en la antigua
lava del Ngranek. Esta mercancía se les paga con lana de Ulthar, tejidos
iridiscentes de Hatheg y marfiles labrados por los negros que habitan en Parg,
al otro lado del río. Carter llegó a un arreglo con el capitán para que le
llevase a Baharna, y supo que el viaje duraría diez días. Durante la semana de
espera, charló muchas veces sobre el Ngranek con el capitán, el cual le dijo
que eran muy pocos los que habían visto el rostro esculpido en la roca, pero
que muchísimos viajeros se contentaban con recoger las leyendas que de él
conocían los viejos, los recolectores de lava y los escultores de Baharna, y
que después regresaban a sus lejanos hogares contando que, efectivamente, lo
habían contemplado. El capitán ni siquiera estaba seguro de si vivía alguien en
la actualidad que hubiese visto aquel rostro esculpido, ya que el otro lado del
Ngranek es de muy difícil acceso, árido y siniestro; y según ciertos rumores,
se abren unas cavernas junto a su cima en donde habitan las descarnadas
alimañas de la noche. Pero el capitán no quiso decir qué eran exactamente tales
alimañas descarnadas, porque sabido es que semejantes criaturas suelen
presentarse después con gran persistencia en los sueños de quienes piensan
demasiado en ellas. Luego interrogó al capitán acerca de la ignorada Kadath de
la inmensidad fría y sobre la maravillosa ciudad del sol poniente; pero el buen
hombre le confesó con toda sinceridad que no sabía una palabra de todo aquello.
Zarparon de
Dylath-Leen una mañana temprano al cambiar la marca, y Carter vio incidir los
primeros rayos del sol naciente en las finas torres de aquella lúgubre ciudad
de basalto. Y navegaron durante dos días hacia el este, costeando los verdes
litorales y avistando a menudo los pacíficos pueblecitos pesqueros que trepaban
por las laderas, con sus tejados de ladrillo y sus chimeneas, a partir de los
viejos y soñolientos embarcaderos, y de las playas con las redes extendidas
para que secaran al sol. Pero al tercer día viraron bruscamente hacia el sur, y
el oleaje se hizo más fuerte, y no tardaron en perder de vista la tierra. Al
quinto día, los marineros dieron muestras de nerviosismo, pero el capitán
disculpó sus temores diciendo que el barco iba a pasar por encima de los muros
cubiertos de algas y de las columnas truncadas de una ciudad sumergida, tan
antigua que no quedaba de ella recuerdo alguno. Cuando el agua estaba clara,
podía verse una infinidad de sombras inquietas moviéndose por los fondos de
aquel lugar, lo que repugnaba sobremanera a la gente simple y supersticiosa.
Admitía además el capitán que se habían perdido muchos barcos por aquella zona
del mar; se les había saludado al cruzarse con ellos, pero no se les había
vuelto a ver.
Aquella noche
tuvieron una luna muy brillante, y se podía ver a una considerable profundidad
bajo el agua. Soplaba una brisa tan tenue que el barco apenas se movía y el
océano permanecía en calma. Carter se asomó por encima de la borda y vio muchos
espectros bajo la cúpula de un gran templo sumergido, frente al cual se
extendía una avenida de esfinges monstruosas que desembocaba en lo que un día
fuera plaza pública. Los delfines salían y entraban alegremente por las ruinas
y las marsopas aparecían torpemente por todas partes, subiendo a veces hasta la
superficie e incluso saltando fuera del agua. Al avanzar un poco más el barco,
el piso del océano se elevó formando cerros, haciéndose más visible los
contornos de antiguas calles empinadas y las paredes derruidas de muchas casas.
Luego llegó el
navío a las afueras del poblado sumergido, y allí apareció, en la cima de una
colina, un gran edificio solitario, de líneas más simples que el resto de las
construcciones y mucho mejor conservado. Era oscuro y bajo, y cerraba cuatro
lados de una plaza. Tenía una torre en cada esquina, un patio pavimentado en el
centro, y extrañas ventanitas redondas en los muros. Probablemente era de
basalto, aunque las algas lo recubrían casi por completo; y se veía tan
solitario e impresionante sobre aquella lejana colina, bajo el mar, que daba la
sensación de haber sido un templo o un antiguo monasterio. Algunos peces
fosforescentes se habían introducido en su interior, y daban a las ventanitas
redondas cierta apariencia de iluminación; y Carter no censuró a los marineros
por sus temores. Después, a la luz de la luna, filtrada por las aguas,
descubrió un extraño monolito, muy alto, en medio de aquel patio central, y vio
que había una cosa atada a él. Y después de ver con el catalejo del capitán,
que la cosa atada era un marinero vestido con ropas de seda de Oriab, cabeza
abajo y sin ojos, se sintió aliviado de que la brisa, que ahora comenzaba a
soplar, impulsara el barco hacia otras regiones más naturales del mar.
Al día
siguiente, cruzaron saludos con un barco de velas color violeta que iba rumbo a
Zar, la tierra de los sueños olvidados, con un flete de bulbos de lirios de
extraños colores. Y en la noche del undécimo día, avistaron la isla de Oriab,
con el Ngranek desgarrado y coronado de nieve irguiéndose a lo lejos. Oriab es
una isla muy grande; y su puerto de Baharna, una poderosa ciudad. Los muelles
de Baharna son de pórfido y la ciudad se eleva tras ellos formando grandes
terrazas de piedra y calles de tramos escalonados unos y abovedados otros, pues
hay edificios y puentes que se comunican entre sí por encima de las calles. Hay
también un gran canal que atraviesa la ciudad entera por un túnel de puertas de
granito, y fluye hasta el lago de Yath, en cuyas costas se hallan las inmensas
ruinas de ladrillo de una ciudad primordial cuyo nombre no se recuerda. Cuando
el barco entró en puerto, ya al anochecer, los dos faros gemelos Thon y Thal
parpadearon una señal del bienvenida, mientras las innumerables ventanas de las
terrazas de Baharna comenzaron a atisbar con sus lucecitas modestas, y por
encima de éstas, las estrellas se asomaban desde la oscuridad. El puerto,
escarpado y trepador, se fue convirtiendo así en una constelación
resplandeciente, suspendida entre las estrellas del cielo y los reflejos de
esas mismas estrellas en las sosegadas aguas de la dársena.
El capitán,
después de atracar, invitó a Carter a su propia casa, situada en las orillas
del lago de Yath, en la cima donde terminan todas las cuestas del pueblo; y su
mujer y la servidumbre sacaron sabrosos y extraños manjares para delectación
del viajero. Y en los días que siguieron estuvo Carter indagando en todas las
tabernas y lugares públicos donde se reunían los recolectores de lava y los
escultores, por si alguno de ellos había oído algún rumor o conocía algún
relato sobre el Ngranek; pero no encontró a nadie que hubiera subido a las más
elevadas alturas ni que hubiera contemplado el rostro esculpido. El Ngranek era
un monte muy difícil, pues no tiene más que un valle maldito a su espalda; por
otra parte, no había ninguna certeza de que las descarnadas alimañas de la
noche fueran exclusivamente imaginarias.
Cuando el
capitán zarpó de nuevo para Dylath-Leen, Carter se alojó en una antigua taberna
abierta en un callejón escalonado de la parte primitiva del pueblo. Esta
taberna, construida de ladrillo, se parecía a las ruinas que había en la orilla
más alejada del lago de Yath. En ella trazó sus planes para escalar el Ngranek
y revisó todos los datos que le habían proporcionado los recolectores de lava
sobre los caminos que mejor conducían allá. El tabernero era un hombre muy
viejo y había oído muchas historias, por lo que le fue de gran ayuda. Incluso
condujo a Carter a una de las habitaciones superiores de aquella antigua casa,
y le mostró un tosco dibujo que un viajero había trazado sobre el yeso de la
pared, en los viejos tiempos en que los hombres eran más audaces y no tenían
tanto miedo a escalar las cumbres del Ngranek. El bisabuelo del viejo tabernero
le había oído contar a su bisabuelo que el viajero que grabó aquel dibujo en la
pared había subido al Ngranek y había visto el rostro de piedra, dibujándolo
allí para que otros lo pudieran contemplar; pero Carter no se quedó convencido,
puesto que aquellos toscos trazos estaban hechos con negligencia y rapidez, y
quedaban casi ocultos bajo una multitud de siluetas diminutas del peor gusto,
llenas de cuernos, y alas, y garras, y colas enroscadas.
Finalmente,
habiendo conseguido toda cuanta información podía recogerse de las tabernas y
lugares públicos de Baharna, Carter alquiló una cebra, y una mañana temprano
tomó el camino que bordea la orilla del lago Yath, internándose después hacia
la zona donde se eleva el rocoso Ngranek. A su derecha se elevaban onduladas
colinas, se veían apacibles huertas y limpias casitas de piedra que le
recordaban muchísimo los fértiles campos que flanquean el Skai. Al atardecer se
hallaba ya cerca de las arcaicas ruinas desconocidas que se alzan en la ribera
más alejada del Yath, y aunque los recolectores de lava le habían aconsejado
que no acampara allí por la noche, ató la cebra a una rara columna que había
ante un muro derruido y echó su manta en un rincón resguardado, al pie de unas
esculturas cuyo significado nadie había podido descifrar. Se envolvió con otra
manta, porque en Oriab las noches son frías, y, en una ocasión en que le
despertó la sensación de que le rozaban la cara las alas de algún insecto, se
cubrió la cabeza completamente y durmió en paz, hasta que le despertaron los
pájaros magah de los lejanos
bosquecillos resinosos.
El sol acababa
de aparecer por encima de la gran ladera donde se extendían leguas enteras de
primordiales basamentos de ladrillo, paredes desmoronadas y ocasionales
columnas rotas y pedestales fragmentados hasta la desolada ribera del Yath; y
Carter buscó con la mirada su cebra. Grande fue su consternación al ver al
animal tendido junto a la extraña columna en que la había atado, y más grande
aún fue su inquietud al descubrir que estaba muerta y que le habían chupado
toda la sangre por medio de una herida singular que mostraba en el cuello. Le
habían revuelto su equipaje y le habían desaparecido algunas baratijas
brillantes; y por todo el polvo del suelo se veían las huellas enormes de unos
pies palmeados, a las que de ningún modo pudo encontrar explicación. Los
consejos de los recolectores de lava le vinieron a la cabeza, y se preguntó
entonces qué clase de cosa sería la que le había rozado la cara durante la
noche. Luego se echó al hombro el equipaje y emprendió la marcha hacia el
Ngranek, aunque no sin sentir un escalofrío al ver de cerca, cuando cruzaba las
ruinas, el chato portal de una entrada que se abría en la fachada de un viejo
templo, y cuyos peldaños descendían hasta unas tinieblas imposibles de
escudriñar.
El camino
subía ahora cuesta arriba por una comarca más agreste y boscosa en la que sólo
se veían cabañas, carboneras y campamentos de recolectores de resina. Todo el
aire parecía embalsamado por la fragante resina y los pájaros magah cantaban alegremente, haciendo
centellear sus siete colores al sol. Hacia el atardecer, llegó a otro
campamento de recolectores de lava, que ya llegaban de regreso, con sus pesados
sacos al hombro, desde la falda del Ngranek. Aquí acampó él también, y escuchó
las canciones y los relatos de los hombres, y les oyó hablar atemorizados de un
compañero que habían perdido. Había trepado este hombre demasiado arriba, con
el fin de alcanzar una mole de finísima lava que había divisado, y al caer la
noche no había regresado con sus compañeros. Cuando fueron a buscarle, al día
siguiente, sólo encontraron su turbante; pero no hallaron señal alguna entre
los riscos de que se hubiera despeñado. No lo buscaron más, porque el más viejo
de todos ellos dijo que era inútil. Aunque se duda mucho de la existencia de
las descarnadas alimañas de la noche, y algunos las tienen por puramente
fabulosas, se dice también que jamás se recupera cosa alguna que caiga en su
poder. Carter entonces les preguntó si las descarnadas alimañas de la noche
chupaban la sangre, si les gustaban los objetos brillantes y si dejaban huellas
de pies palmeados, pero ellos movieron negativamente la cabeza y parecieron
alarmarse por aquellas preguntas. Cuando vio lo taciturnos que se habían
vuelto, no les preguntó más y se fue a dormir a su manta.
Al día
siguiente se levantó a la vez que los recolectores de lava y se despidió, ya
que ellos se marchaban hacia el oeste y él tomaba la dirección opuesta a lomos
de una cebra que les había comprado. Los más viejos dijeron que sería mejor que
no trepara demasiado arriba del monte Ngranek, pero aunque él les agradeció el
consejo sinceramente, no se dejó disuadir lo más mínimo. Creía que iba a
encontrar allí a los dioses de la desconocida Kadath y que obtendría de ellos
indicaciones para llegar a la encantada y maravillosa ciudad del sol poniente.
Hacia mediodía, después de un largo ascenso, llegó a las aldeas abandonadas de
los montañeses que un día habitaron junto al Ngranek y esculpieron imágenes en
su fina lava. Aquí habían vivido hasta los tiempos del abuelo del tabernero,
época en que empezaron a notar que su presencia no era grata. Sus nuevas casas
habían sido construidas en zonas cada vez más elevadas de la montaña, y cuanto
más arriba edificaban, más gente desaparecía al amanecer. Por último,
decidieron que era mejor marcharse todos, ya que a veces se veían en la
oscuridad cosas nada tranquilizadoras; así que, finalmente, bajaron todos hacia
el mar y se instalaron en Baharna, donde ocuparon un barrio muy viejo y
enseñaron a sus hijos el antiguo arte de esculpir figuras, lo que siguen
haciendo hasta hoy. Fue de estos descendientes de los desterrados del Ngranek
de quienes Carter había recogido las más interesantes historias sobre este
monte, cuando anduvo indagando por las antiguas tabernas de Baharna.
A medida que
Carter, pensando en estas cosas, se aproximaba al Ngranek, la agreste mole
desnuda parecía hacerse más elevada y brumosa. En lo más bajo de su ladera
crecían los árboles diseminados; algo más arriba era arbustos raquíticos lo que
había; y en las alturas, sólo la roca tremenda y desnuda se alzaba espectral en
el cielo para mezclarse con el hielo y las nieves eternas. Carter contempló las
grietas y escarpas de aquellas rocas sombrías, y no le pareció muy grata la
empresa de escalarlas. En algunos lugares se veían corrientes de lava
petrificada y montones de escoria apilados en pendientes y cornisas. Hace noventa
evos, antes de que los dioses vinieran a danzar sobre el agudo pico, aquella
montaña había hablado el lenguaje del fuego y había rugido con la voz de los
truenos interiores. Ahora se erguía silenciosa y siniestra, conservando en su
cara oculta aquel gigantesco semblante secreto del que se hablaba con temeroso
respeto. Y había cuevas en aquel monte cuyas tinieblas, jamás disipadas desde
los tiempos más remotos, acaso estuvieran vacías y solitarias, o tal vez -si la
leyenda decía verdad- albergaran horrores de formas insospechadas.
Hasta el pie
del Ngranek, el suelo ascendía cubierto de escasos robles y de fresnos
desmedrados, sembrado de fragmentos rocosos, de lava y de antiguas cenizas.
Encontró allí Carter los restos carbonizados de muchos fuegos de campamento,
pues los recolectores de lava acostumbraban sin duda a detenerse allí, y varios
altares rudimentarios, construidos ya para propiciarse a los Grandes Dioses, ya
para conjurar a los seres -quizá sólo soñados- que habitan en los elevados
desfiladeros y en el dédalo de grutas del Ngranek. Al atardecer, Carter alcanzó
el montón de cenizas más lejano de todos y acampó allí para pasar la noche. Ató
la cebra a una rama y se envolvió bien en las mantas antes de quedarse dormido.
Y durante toda la noche estuvo ululando un voonith
lejano al borde de alguna charca oculta, pero Carter no sintió miedo alguno
ante aquel espantoso ser anfibio, pues le habían asegurado que ninguno de los
seres de esta especie se atreve a acercarse siquiera a la falda del Ngranek.
A la clara luz
de la mañana siguiente, comenzó Carter el largo ascenso. Llevó su cebra hasta
donde el útil animal pudo llegar, y la ató a un fresno raquítico, cuando la
pendiente se hizo demasiado pronunciada. A partir de aquí subió él solo.
Primero atravesó el bosque, en cuyos calveros cubiertos de maleza abundaban las
ruinas de antiguos poblados. Después recorrió los duros campos donde crecían
diseminados unos arbustos anémicos. Lamentó que los árboles se fueran
distanciando, ya que la pendiente era muy pronunciada y en general le producía
vértigo. Por fin empezó a distinguir toda la comarca que se extendía a sus pies
por dondequiera que mirara. Vio las cabañas deshabitadas de los escultores, los
bosquecillos de árboles resinosos y los campamentos de los que recogían la
resina, los grandes bosques donde anidaban y cantaban los prismáticos magahs, e incluso la lejanísima línea de
la ribera del Yath, junto a la cual se alzan las antiguas ruinas prohibidas
cuyo nombre no se recuerda. Prefirió no mirar a su alrededor, y siguió
trepando, hasta que los matorrales se hicieron cada ves más ralos, y no
encontró otra cosa donde agarrarse que una yerba de tallos robustos.
Después, el
suelo se hizo aún más pobre. De vez en cuando aparecían grandes trechos donde
afloraba la roca desnuda y algún nido de cóndor oculto entre las grietas.
Finalmente ya no hubo sino roca pura, y de no haber estado tan áspera y
erosionada, difícilmente habría podido seguir adelante. Sus prominencias,
rebordes y remates le ayudaron mucho, y le resultó alentador descubrir de
cuando en cuando alguna señal dejada por los recolectores de lava al arañar
toscamente la roca, sabiendo por ellas que seres humanos normales y corrientes
habían estado allí antes que él. Un poco más arriba, la presencia del hombre se
evidenciaba en unos asideros para pies y manos que habían sido practicados a
golpe de piqueta allí donde se hacían necesarios, y en las pequeñas canteras y
excavaciones efectuadas donde se había descubierto una rica veta de mineral o
una corriente de lava. En un lugar se había tallado artificialmente una
estrecha cornisa que se apartaba bastante de la línea principal de ascenso para
dar acceso a un filón especialmente rico. Una o dos veces se atrevió Carter a
mirar alrededor, y se quedó pasmado ante el inmenso paisaje que se dominaba
desde aquella altura. Toda la isla, desde donde se encontraba él hasta la
costa, se extendía a sus pies. Al fondo distinguía las terrazas de piedra de
Baharna y el humo de sus chimeneas, misterioso y distante; y aún más allá, el
ilimitado Mar Meridional henchido de secretos.
Hasta entonces
había ido subiendo en zigzag, de modo que la vertiente esculpida de la montaña
permanecía oculta a sus ojos. Carter vio entonces una cornisa que ascendía a la
izquierda, y le pareció que ésa era la dirección que él debía tomar. Echó hacia
allá con la esperanza de que el camino continuase sin interrupción, y diez
minutos más tarde comprobó que, efectivamente, no se trataba de un callejón sin
salida, sinó de una empinada senda que conducía a un arco, el cual, si no
estaba bruscamente cortado y no se desviaba, le llevaría en unas pocas horas de
ascensión a aquella desconocida vertiente sur que domina los desolados
precipicios y el maldito valle de lava. La comarca que apareció ante él por
esta dirección era más desolada y salvaje que las tierras que hasta entonces
había atravesado. La ladera de la montaña era también algo diferente, pues se
veía perforada de extrañas hendiduras y cuevas como no había visto hasta ahora
en la ruta que acababa de dejar. Unos por debajo de él y otros por encima,
todos estos enormes agujeros se abrían en las paredes verticales, de forma que
eran absolutamente inalcanzables al hombre. El aire era frío ahora, pero tan
difícil resultaba la escalada que no hizo caso. Sólo le preocupaba su creciente
enrarecimiento, y pensó que quizá fuera la dificultad de respirar lo que
trastornaba la cabeza de otros viajeros suscitando aquellas absurdas historias
de alimañas descarnadas y nocturnas, con las que pretendían explicar la
desaparición de los que trepaban por aquellos senderos peligrosos. No le habían
impresionado mucho los relatos de los viajeros, pero traía consigo una buena
cimitarra por si acaso. Todos los demás pensamientos perdían importancia ante
su deseo de ver aquel rostro esculpido que podía proporcionarle por fin la
pista de los dioses que reinan sobre la desconocida Kadath.
Por último, en
medio del frío glacial de las regiones superiores, desembocó de lleno en la
cara oculta del Ngranek y, en las simas infinitas que se abrían a sus pies, vio
los desolados precipicios y abismos de lava que señalaban el lugar donde en
tiempos remotos se había desencadenado la cólera de los Grandes Dioses. Desde
allí se divisaba también en dirección sur una vasta extensión de terreno; pero
ahora era una tierra desierta, sin campos de labranza ni chimeneas de cabañas,
y parecía no tener fin. En esta dirección no se veía el mar ni aun en la
lejanía, pues Oriab es una isla grande. Las negras cavernas y las extrañas
grietas seguían siendo numerosas en aquellos cortes verticales, pero ninguna
era accesible al escalador. Por encima de estas aberturas descollaba una gran
masa prominente que impedía ver la parte superior de la montaña, y Carter temió
por un momento que resultase infranqueable. Encaramado en una roca insegura
batida por el viento, en difícil equilibrio a varias millas por encima del
suelo, entre el vacío y una desnuda pared de piedra, conoció Carter el medio
que hace esquivar a los hombres el flanco oculto del Ngranek. Si el camino
quedaba interceptado, la noche le sorprendería allí acurrucado todavía, y el
amanecer no le encontraría ya. .
Pero había un
acceso y Carter lo vio justo a tiempo. Sólo un soñador auténticamente experto
podía haberse valido de aquellos asideros imperceptibles, pero a Carter le
fueron suficientes. Remontó la roca inmensa por su pared exterior y se encontró
con una pendiente mucho más accesible que la de abajo, ya que el deshielo de un
glaciar había dejado en ella un trecho holgado con salientes y surcos. A la
izquierda se abría un precipicio que descendía vertical desde ignoradas alturas
hasta remotas profundidades. Por encima, fuera de su alcance, podía distinguir
la oscura boca de una gruta. A la derecha, sin embargo, el monte se inclinaba
bastante, permitiéndole recostarse y descansar.
Por el frío
reinante se dio cuenta de que debía encontrarse cerca de las nieves de la
cumbre, y alzó los ojos para ver si distinguía el resplandor de los picos
nevados, a la luz rojiza del atardecer. Ciertamente había nieve a varios miles
de pies más arriba, pero antes de llegar a ella se veía un enorme farallón,
suspendido por siempre en atrevido perfil, que sobresalía lo mismo que el que
acababa de sortear. Y al verlo dejó escapar un grito, y lleno de pavor, se
agarró a las hendiduras de la roca; porque aquella titánica prominencia no
conservaba la forma con que las primeras edades de la Tierra la habían modelado,
sino que brillaba al sol de la tarde, roja y mayestática, con los tallados y
bruñidos rasgos de un dios.
Aquel rostro
resplandecía severo y terrible bajo la ígnea luz del sol poniente. Era tan
inmenso que resultaba imposible calcular sus dimensiones; pero claramente se
veía que aquella obra no había sido esculpida por manos humanas. Era un dios
cincelado por dioses, y su mirada altiva y majestuosa descendía desde su altura
hasta el lugar donde se encontraba el explorador. Los rumores afirmaban que el
rostro era muy singular e incomprensible, y Carter comprobó que, efectivamente,
era así; pues aquellos ojos alargados y estrechos, y aquellas orejas de grandes
lóbulos, y aquella nariz fina, y la puntiaguda barbilla, y todo en fin,
revelaba una raza que no es de hombres sino de dioses.
Aun cuando
esta imagen grandiosa era lo que iba buscando y lo que había esperado encontrar,
se sintió sobrecogido por un horror sagrado, y tuvo que aferrarse a las paredes
del elevado y peligroso nido de águilas en que se hallaba. Pues el rostro de un
dios es mucho más prodigioso que todo lo imaginable, y cuando ese rostro es más
grande que un templo, y se le ve contemplando el universo desde las alturas,
bajo los rayos del sol poniente y en el silencio eterno de las cumbres en cuya
oscura lava ha sido esculpido en tiempo inmemorial por divinidades ignotas y
terribles, resulta tan impresionante que nadie se puede sustraer a su pavoroso
hechizo.
Pero además,
vino a añadirse la sorpresa de que los rasgos del dios le eran familiares; pues
aunque había proyectado buscar por todo el país de los sueños a quienes por su
parecido con este rostro se señalasen como hijos de los dioses, comprendía
ahora que tal búsqueda no era necesaria. Ciertamente, el gran rostro esculpido
en aquel monte inaccesible no le era extraño, sino que tenía los rasgos que
había visto a menudo en las gentes que frecuentaban las tabernas portuarias de
Celephais, ciudad del país de Ooth-Nargai que se extiende más allá de los
Montes Tanarios y está gobernado por el Rey Kuranes, a quien Carter conoció una
vez en su vida vigil. Todos los años llegaban marineros con ese mismo semblante
desde el norte, en sus negras embarcaciones, a cambiar ónice por jade
esculpido, y por hilo de oro, y por rojos pajarillos cantores de Celephais; y
era evidente que tales marineros no eran sino los semidioses que él buscaba. Y
el lugar donde habitaban no debía de estar lejos de la inmensidad fría, en
donde se alzaba la ignorada Kadath, cuyo castillo de ónice era la morada de los
Grandes Dioses. De modo que debía dirigirse a Celephais. Y como se hallaba muy
lejos de Oriab, decidió regresar a Dylath-Leen y remontar el Skai hasta el
puente de Nyr, para atravesar nuevamente el bosque encantado de los zoogs.
Desde allí tomaría un camino que va hacia el norte y cruzaría los innumerables
jardines que bordean las riberas del Oukranos, hasta llegar a las doradas flechas
de campanario de Thran, ciudad donde podría encontrar algún galeón que zarpara
rumbo al mar Cerenario.
Pero la
oscuridad era ahora más densa, y el gran rostro esculpido resultaba aún más
severo en la sombra. La noche cogió al explorador encaramado en aquel saliente;
y en la negrura no pudo ni bajar ni subir, sino sólo permanecer allí, y
agarrarse, y temblar en aquel angosto lugar hasta que viniese el nuevo día.
Deseó fervientemente mantenerse despierto, no fuese que con el sueño perdiera
apoyo y cayese por el insondable vacío a los despeñaderos y agudos riscos de
aquel valle maldito. Aparecieron las estrellas; pero salvo ellas, sus ojos sólo
percibían un negro vacío, un vacío ligado a la muerte, contra la cual no podía
sino agarrarse a las rocas y pegarse al muro de piedra, apartándose lo más
posible del borde del abismo invisible en las tinieblas. Lo último que vio,
antes de que la noche cerrara, fue un cóndor que planeaba muy cerca del
precipicio donde él se encontraba, y que se alejó chillando al pasar por
delante de la gruta cuya boca se abría un poco por encima de su alance.
De pronto, sin
un ruido que le previniera en la oscuridad, sintió que una mano invisible le
sustraía furtivamente la cimitarra de su cinto. Luego oyó caer el arma por las
rocas de abajo; y, recortada contra el vago resplandor de la Vía Láctea , le pareció
ver la silueta terrible de una criatura flaca y monstruosa, provista de
cuernos, de cola, y alas de murciélago. Otros seres habían comenzado también a
recortar sus sombras contra las estrellas de poniente, como si una bandada de
pájaros inconcebibles saliera aleteando con torpes y silenciosos movimientos de
aquella caverna inaccesible de la pared del precipicio. Luego, una especie de
tentáculo frío y gomoso le agarró por el cuello, y otra cosa le aprisionó los
pies, sintiéndose elevado y suspendido en el espacio. Un minuto después, las
estrellas habían desaparecido, y Carter comprendió que había caído en poder de
las descarnadas alimañas de la noche.
Sin aliento
estaba Carter, cuando le arrastraron al interior de la caverna del precipicio y
le condujeron a través de intrincados laberintos. Al principio trató de zafarse
instintivamente, pero sus captores le pellizcaron ferozmente para impedírselo.
No cambiaron entre sí un solo sonido; y aun sus alas membranosas se movían en
silencio. Eran espantosamente fríos, húmedos y resbaladizos, y sus zarpas le
manoseaban de manera repugnante. Poco después se dejaron caer a través de
abismos inconcebibles en un torbellino vertiginoso de aire húmedo y sepulcral;
y Carter sintió que se precipitaba en un vórtice final de locura ululante y
demoníaca. Gritaba y gritaba desesperadamente, y cada vez que lo hacía, las
pinzas de aquellas bestias le pellizcaban con más sutileza. Después vio a su
alrededor una especie de fosforescencia gris, y supuso que estaría llegando a
aquel mundo subterráneo de horrores profundos del cual hablaban las oscuras
leyendas, y dicen que está iluminado tan sólo por un pálido fuego letal que
nace del mismo aire emponzoñado y de las brumas primordiales de los abismos del
centro de la tierra.
Por último,
allá abajo, en las profundidades aquellas, divisó unas alineaciones casi
imperceptibles de montañas, y supuso que serían los fabulosos Picos de Throk.
Se elevan éstos, pavorosos y siniestros, en la mágica oscuridad de las
profundidades eternas. Son más altos de lo que el hombre es capaz de calcular,
y defienden los valles donde moran los dholes en sucias madrigueras. Pero
Carter prefería mirar los picos aquellos que a sus apresores, que eran unas
criaturas negras, toscas y espantosas, de piel suave y grasienta como la de las
ballenas, con unos cuernos desagradables, curvados hacia adentro, y sigilosas
alas de murciélago. Poseían horribles patas prensiles y estaban armados de una cola
que hacían restallar de manera tan inquietante como innecesaria. Y lo peor de
todo era que no hablaban ni reían jamás. ni tampoco podían esbozar una sonrisa
siquiera, ya que carecían totalmente de rostro, por lo que allí donde debían
tener la cara sólo había una superficie lisa y vacía. Todo cuanto podían hacer
era agarrar, volar y pellizcar, pues tal es la naturaleza de esas bestias
nocturnas.
Al descender
la bandada, los Picos de Throk comenzaron a descollar contra el cielo, grises y
lúgubres, y Carter observó claramente que en aquel granito austero e imponente,
sumido en eterno crepúsculo, no podía existir forma alguna de vida. Cuando
descendieron aún más, se apagaron los fuegos letales del aire, y el mundo se
sumergió en la negrura primordial del vacío, salvo por arriba, donde los agudos
picos se alzaban como espectros. Pronto se perdieron las cimas en las brumas de
las alturas; y en las tinieblas Carter sólo percibió tremendas corrientes de
vientos húmedos y helados, procedentes de las grutas inferiores. Luego, por
fin, las descarnadas alimañas se posaron en un suelo sembrado de cosas
invisibles que parecían montones de huesos, y dejaron solo a Carter en aquel
valle tenebroso. Traerle aquí había sido la misión de las descarnadas alimañas
de la noche que guardan el Ngranek; una vez cumplida, alzaron el vuelo
silenciosamente. Cuando Carter trató de seguir su vuelo con la mirada, se dio
cuenta de que no le era posible, ya que tardaron muy poco en desaparecer tras
los Picos de Throk. Nada había en torno suyo, sino tinieblas, y horror, y
huesos, y silencio.
Ahora sabía
Carter con toda certeza que se encontraba en el valle de Pnoth, donde se
arrastran y excavan madrigueras los enormes dholes; pero no sabía qué podría
pasarle allí, porque nadie ha visto jamás un dhole ni aun imaginado su
apariencia. A los dholes se les reconoce únicamente por un rumor confuso, por
los crujidos que producen al arrastrarse entre montañas de huesos, y por el
tacto viscoso de su piel cuando le rozan a uno al pasar. No pueden ser vistos
porque salen únicamente en la oscuridad. Como Carter no tenía ganas de
encontrarse con ningún dhole, estaba muy atento a cualquier ruido que sonara
por la enorme masa de huesos que había a su alrededor. Aun en este espantoso
lugar tenía un plan y un objetivo que cumplir, ya que tenía ciertas referencias
de Pnoth por un individuo con quien había conversado largamente tiempo atrás.
En suma, parecía cabalmente que era aquél el lugar donde todos los gules[1]
del mundo vigil arrojan los despojos de sus festines. Si tenía suerte, podría
llegar a un farallón imponente, más alto que los Picos de Throk, que marca el
límite de sus dominios. Las carretadas de huesos le indicarían hacia dónde
tenía que buscar, y una vez descubierto el farallón, podría pedirle a un gul
que le echara una escala de cuerda; pues, por extraño que parezca, Carter tenía
ciertos vínculos con estas terribles criaturas.
Había conocido
en Boston a un hombre -un pintor extraño que tenía su estudio secreto en un
antiguo callejón que bordeaba un cementerio- el cual había hecho amistad con
los gules. Este pintor le había enseñado a comprender lo más simple de la
desagradable algarabía que constituye el lenguaje de esos seres. El pintor
había acabado por desaparecer, y Carter estaba convencido de que ahora se lo
encontraría aquí y de que, por primera vez en el país de los sueños, podría
hacer uso del habitual inglés de su vida vigil, que ahora se le antojaba
extraño y remoto. En cualquier caso, confiaba en persuadir a un gul para que le
ayudara a salir de Pnoth. Por otra parte, siempre sería mejor toparse con un
gul, puesto que al menos puede verse, que con un dhole, que es invisible.
Caminaba,
pues, Carter alerta en la oscuridad, y cuando le parecía oír que algo se
removía entre los huesos, echaba a correr. De pronto llegó a un declive de
piedra y comprendió que debía encontrarse al pie de uno de los Picos de Throk.
Después oyó una horrible algarabía que provenía de las alturas y tuvo la
certeza de haber llegado al barranco de los gules. No estaba seguro de que le
pudieran oír desde el fondo del valle, ya que tenía varias millas de
profundidad, pero el mundo interior posee leyes muy extrañas. Al pararse a
reflexionar, recibió el golpe de un proyectil óseo tan pesado que sin duda
debió de tratarse de una calavera; y dándose cuenta de la proximidad del
barranco fatal, emitió lo mejor que pudo el quejido lastimero que es la llamada
de los gules.
El sonido se
propaga despacio, así que transcurrió cierto tiempo antes de oír el grito de
respuesta. Pero lo oyó al fin, y entendió que le iban a echar una escala. La
espera entonces se le hizo muy tensa, ya que no hace falta decir qué criaturas
podían haber despertado sus llamadas entre aquellos huesos. En efecto, no tardó
en oír un vago crujido a lo lejos. A medida que se le fue acercando el crujido
aquel, Carter se fue sintiendo más intranquilo, porque no quería alejarse del
lugar donde le bajarían la escala. Finalmente, la tensión se le hizo casi
insoportable; y estaba a punto de echar a correr, lleno de pánico, cuando oyó
chocar algo contra un montón de huesos no lejos del sitio de donde procedía el
ominoso crujir que avanzaba poco a poco. Era la escala, y después de buscarla a
tientas durante unos momentos, consiguió sujetarla tirante entre sus manos.
Pero el otro ruido no cesó, sino que siguió tras él, mientras Carter trepaba
por la escala. Había subido más de cinco pies, cuando las vibraciones de abajo
aumentaron considerablemente; y al llegar a diez pies del suelo, algo sacudió
la escala desde abajo. A una altura de unos quince o veinte pies, sintió que le
rozaba todo el costado una cosa larga y escurridiza que se hacía
alternativamente cóncava y convexa, como culebreando para atraparle. A partir
de entonces, Carter trepó desesperadamente para escapar del insoportable
contacto de aquel nauseabundo y bien cebado dhole, cuya forma ningún hombre
puede contemplar.
Trepó durante
horas y horas, con los brazos doloridos y las manos cubiertas de ampollas. De
nuevo aparecieron ante él los fuegos letales y las inquietantes cumbres de
Throk. Finalmente, vislumbró por encima de él una cornisa que sobresalía del
borde del gran despeñadero de los gules, cuya pared vertical no pudo percibir.
Mucho tiempo después, vio un rostro singular que le escudriñaba encaramado en
la cornisa como una gárgola acurrucada en una balaustrada de Notre Dame. A
punto estuvo de perder el conocimiento por la impresión, pero un momento
después se había recuperado; su desaparecido amigo Richard Pickman[2]
le había presentado una vez a un gul, y recordó su rostro canino, sus formas
consumidas y su indescriptible comportamiento. Así, pues, para cuando aquella
criatura espantosa le hubo sacado del inmenso vacío, izándole por encima del
borde del precipicio, ya se había dominado, y no gritó al ver los despojos medio
devorados que se amontonaban a un lado y los grupos de gules acurrucados que
roían y le miraban con curiosidad.
Se encontraba
ahora en una llanura débilmente iluminada cuya principal característica era la
existencia de grandes peñascos y de numerosas madrigueras. En general, los
gules se mostraron respetuosos, aun cuando uno de ellos intentara pellizcarle y
los demás le miraran apreciativamente evaluando su delgadez. Mediante pacientes
gruñidos y quejidos, hizo algunas preguntas acerca de su desaparecido amigo, y
supo por ellos que se había convertido en un gul de cierta importancia, y que
habitaba en los abismos más próximos al mundo vigil. Un gul viejo y de color
verdoso se ofreció a llevarle a la residencia actual de Pickman; así que, pese
a su repugnancia natural, siguió a aquella criatura por una madriguera
espaciosa y se arrastró tras ella durante horas y horas en una negrura de moho
corrompido. Al fin salieron a una llanura oscura, sembrada de incongruentes
reliquias de la tierra -viejas lápidas, urnas rotas y grotescos fragmentos de
monumentos funerarios- por lo que Carter presintió con cierta emoción que
probablemente se hallaban más cerca que nunca del mundo vigil, desde que bajara
los setecientos peldaños que conducen de la caverna de fuego a las Puertas del
Sueño Profundo.
Allí, encima
de una lápida de 1768 robada del Cementerio de Granary de Boston, estaba
sentado el gul que antaño fuera el pintor Richard Upton Pickman. Mostraba
desnudo su cuerpo gomoso, y había adquirido de tal modo la fisionomía de los
gules que sus rasgos humanos eran ya apenas perceptibles. Pero todavía
recordaba un poco de inglés y pudo conversar con Carter por medio de gruñidos y
monosílabos, aunque recurriendo a cada momento a la algarabía de los gules.
Cuando supo que Carter deseaba llegar al bosque encantado, para ir de allí a
Celephais, ciudad de Ooth-Nargai situada más allá de los Montes de Tanaria, se
mostró escéptico; porque estos gules del mundo vigil no actúan en los
cementerios del Alto país de los sueños (los ceden a los vampiros de pies rojos
que habitan en las ciudades muertas), y además se interponen muchos peligros
entre los riscos donde viven y el bosque encantado, uno de los cuales es el
terrible reino de los gugos.
En tiempos
pasados, los gugos, velludos y gigantescos, habían construido en aquel bosque
unos círculos de piedra donde celebraron extraños sacrificios a los Dioses
Otros y a Nyarlathotep, el caos reptante, hasta que una noche, una de estas
abominaciones llegó a oídos de los dioses de la tierra, quienes los desterraron
a las cavernas inferiores. Sólo una gran losa de piedra con una argolla de
hierro comunica el abismo de los gules terrestres con el bosque encantado, y
los gugos tienen miedo de abrirla a causa de una maldición. Era muy poco probable
que un soñador mortal pudiera cruzar el reino subterráneo de los gugos y salir
por aquella losa, ya que los soñadores mortales constituían en un principio su
alimento predilecto, existiendo todavía entre los gugos leyendas que hablan de
la exquisita carne de tales soñadores, a pesar de que su confinamiento ha
reducido su dieta a los lívidos, seres repulsivos que mueren al contacto con la
luz y que viven en las cuevas de Zin, donde brincan con sus largas patas como
canguros.
Así que el gul
que había sido Pickman aconsejó a Carter que abandonara el abismo en Sarkomand,
ciudad desierta del valle que se abre bajo la meseta de Leng, cuyas negras
escaleras salitrosas, custodiadas por leones alados, conducen desde la tierra
de los sueños a las simas inferiores; o que regresara al mundo vigil a través
de un cementerio y empezara la búsqueda de nuevo a partir de los setenta
peldaños del Sueño Ligero, de las Puertas del Sueño Profundo y del bosque
encantado. Sin embargo, el explorador no siguió este itinerario porque no sabía
el camino de Leng a Ooth-Nargai; y además, tenía pocas ganas de despertar, no
fuera a olvidar todo lo que había aprendido en este sueño. Sería desastroso
para su empresa olvidar los rostros augustos y celestiales de aquellos
marineros del norte que traficaban con el ónice en Celephais, los cuales,
siendo hijos de dioses, le señalarían el camino hacia la inmensidad fría y, por
consiguiente, hacia Kadath donde moran los Grandes Dioses.
Después de
muchas súplicas, el gul consintió en guiar a su huésped hasta el interior de
las murallas que circundan el reino de los gugos. Había una posibilidad de que
Carter consiguiera cruzar sigilosamente aquel reino crepuscular, erizado de
rocas dispuestas en círculo. A la hora en que estos seres gigantescos roncan saciados
en sus habitáculos no le sería imposible llegar a la torre central, coronada
por el signo de Koth, de donde arranca la escalera que conduce a la losa de
piedra del bosque encantado. Pickman accedió incluso a prestarle tres gules
para que le ayudaran a levantar con una palanca la losa de piedra; pues los
gugos se muestran algo asustadizos ante los gules, huyendo a menudo de sus
cementerios colosales cuando les ven celebrar allí algún festín.
También
aconsejó a Carter que se disfrazara de gul: que se afeitara la barba que se
había dejado crecer (los gules no tienen), que se revolcara desnudo en el moho
verdoso para adquirir el adecuado aspecto de cadáver medio corrompido, y
llevara su ropa hecha un lío como si fuera una presa arrebatada de la tumba. Llegarían
a la ciudad de los gugos a través de las madrigueras correspondientes y
saldrían a un cementerio situado no lejos de la Torre de Koth. Debían
evitar, sin embargo, una gran caverna que había junto al cementerio, ya que
ésta era la boca de las criptas de Zin, donde los vindicativos lívidos acechan
a los habitantes del abismo superior que vienen a cazarlos para devorarlos. Los
lívidos intentan salir cuando los gugos duermen, y atacan a los gules con tanta
gana como a los gugos, porque no saben distinguirlos. Son muy primitivos y se
comen unos a otros. Los gugos tienen apostado un centinela en un angosto recodo
de la cripta de Zin, pero con frecuencia se queda amodorrado, y algunas veces
es sorprendido por alguna facción de lívidos. Aunque los lívidos no pueden
vivir bajo una luz verdadera, pueden, sin embargo, soportar durante algunas
horas la penumbra crepuscular de los abismos.
Así, Carter
reptó por las interminables madrigueras acompañado de tres serviciales gules,
portadores de una lápida sepulcral que pertenecía a un tal Coronel Nepemiah
Derby, fallecido en 1719 que habían sacado del cementerio municipal de Charter
Street, de Salem. Cuando salieron otra vez a la luz crepuscular, se encontraron
en un bosque de enormes monolitos, cubiertos de líquenes, los cuales alcanzaban
tal altura que casi no se podía divisar su extremo superior. Eran lápidas del
cementerio de los gugos. A la derecha de la abertura por donde habían salido a
rastras, y entre los colosales sepulcros, se veía un grandioso panorama de ciclópeas
torres cilíndricas que se elevaban a una altura inconcebible en la atmósfera
gris de las entrañas de la tierra. Era la gran ciudad de los gugos, cuyas
puertas tienen treinta pies de altura. Los gules vienen aquí a menudo porque el
cadáver enterrado de un gugo puede alimentar a toda la comunidad durante casi
un año. Aunque la empresa tenga sus peligros, es preferible echar mano de los
gugos a tener que afanarse en las tumbas de los hombres para obtener mezquinos
resultados. Carter comprendía ahora la presencia de aquellos huesos gigantescos
que había advertido en el valle de Pnoth.
Frente a
ellos, y nada más salir del cementerio, se elevaba una escarpa completamente
vertical en cuya base se abría una caverna inmensa.
Los gules
dijeron a Carter que debían evitarla a toda costa, ya que era la entrada a los
impíos subterráneos de Zin, donde los gugos cazan a los lívidos en la
oscuridad. Y en efecto, aquella advertencia se vio muy pronto justificada,
porque en el momento en que un gul comenzaba a arrastrarse hacia las torres
para ver si habían calculado bien la hora de descanso de los gugos, en la
oscuridad de la caverna fulguró un par de ojos rojizos y amarillentos, y luego
otro, lo que indicaba que los gugos tenían un centinela menos y que los lívidos
poseen realmente una gran agudeza olfativa. Así que el gul regresó a la
madriguera e hizo señas a sus compañeros para que guardaran silencio. Era mejor
no interrumpir a los lívidos; había una posibilidad de que se retiraran pronto,
ya que sin duda estarían cansados después de haber luchado con el gugo
centinela de los negros subterráneos. Al poco rato saltó a la luz gris del
crepúsculo un ser del tamaño de un caballo pequeño, y Carter se sintió enfermo
al ver el aspecto de aquella bestia obscena y malsana, cuyo rostro resultaba
bastante humano, pese a la ausencia de nariz, de frente y de otros detalles
importantes.
En ese
momento, otros tres lívidos saltaron fuera de la caverna y se unieron al
primero, y un gul susurró a Carter en voz casi imperceptible que aquella
ausencia de rasguños que mostraban era mala señal. Indicaba que no habían
luchado con el gugo centinela, de modo que aún conservaban toda su fuerza y
ferocidad, y que así permanecerían hasta que encontraran y devoraran alguna
víctima. Resultaba muy desagradable ver aquellos animales inmundos y
desproporcionados, que no tardaron mucho en ser una quincena, hozando por el
suelo y dando saltos de canguro bajo la luz crepuscular, en esa atmósfera
brumosa traspasada de titánicas torres e inmensos monolitos. Pero aún más
desagradable fue oírles cuando empezaron a hablar con las toses y sonidos
guturales que constituyen el lenguaje de los lívidos. Y aunque eran
horripilantes, no lo eran tanto como lo que surgió en ese momento por detrás de
ellos, de manera asombrosamente repentina.
Era una zarpa
de unas tres cuartas de anchura, provista de formidables garras. Después
apareció otra; y después, un brazo enorme de negro pelaje al que se unían ambas
zarpas con dos cortos antebrazos. Luego brillaron dos ojos rosados, apareciendo
a continuación la cabeza bamboleante del gugo centinela que había despertado.
Tenía el tamaño de un barril aquella cabeza; y los ojos sobresalían unas dos
pulgadas a cada lado, protegidos por unas protuberancias óseas cubiertas de
pelo encrespado. Pero lo que le daba a esta cabeza un aspecto particularmente
terrible era la boca. Aquella boca de enormes colmillos amarillos recorría la
cabeza de arriba abajo, abriéndose verticalmente y no de forma corriente.
Pero antes de
que el infortunado gugo acabara de salir de la gruta y enderezara sus siete
metros de altura, los arteros lívidos se habían abalanzado sobre él. Carter
temió por un momento que diera la alarma y despertase a los suyos, pero un gul
le susurró que los gugos no tienen voz y que se comunican por medio de gestos
faciales. La batalla que a continuación tuvo lugar fue inenarrable y atroz. Los
venenosos lívidos acometían febrilmente por todos lados al medio incorporado
gugo, mordiéndole y destrozándole con sus mandíbulas, e hiriéndole cruelmente
con sus duras y afiladas pezuñas. Durante la lucha, los lívidos carraspeaban y
tosían con excitación, gritando cuando la enorme boca vertical del gugo hacía
presa en alguno de ellos, de suerte que el fragor del combate habría despertado
ya, con toda seguridad, a todos los demás gugos de no haber sido porque el cada
vez más debilitado centinela había ido retrocediendo, trasladando así la
batalla cada vez más adentro de la caverna. De este modo, el tumulto
desapareció pronto de la vista y se sumergió en la negrura, y sólo algún eco
infernal y esporádico indicaba que la lucha proseguía.
Entonces el
más avispado de los gules dio la señal de avanzar, y Carter siguió a sus tres
compañeros. Salieron del laberinto de monolitos y entraron en las calles oscuras
y fétidas de aquella horrenda ciudad, cuyas torres circulares de ciclópea
mampostería se elevan hasta perderse de vista. Caminaron con paso vacilante y
silencioso por aquel tosco pavimento rocoso, mientras oían con aprensión los
apagados y abominables resoplidos que salían de las inmensas entradas,
indicando que los gugos dormían la siesta. Temiendo que aquella hora de
descanso estuviera a punto de terminar, los gules apretaron el paso; pero aun
así, el trayecto no resultó corto, ya que son enormes las distancias en aquella
ciudad de gigantes. Finalmente llegaron a una plaza, ante la cual se alzaba una
torre mucho más grande que las demás. Encima de la puerta de esta torre
destacaba un monstruoso bajorrelieve que representaba un símbolo aterrador aun
para quien ignorara su significado. Era la torre central que ostentaba el signo
de Koth, y aquellos inmensos peldaños que se vislumbraban en la oscuridad de su
interior eran el arranque de la gran escalera que conducía al Alto País de los
Sueños y al bosque encantado.
Comenzó
entonces un ascenso interminable, completamente a oscuras. Era casi imposible
subir, debido al tamaño monstruoso de los peldaños tallados por los gugos, que
medían lo menos un metro de altura. Carter no pudo calcular, ni aun
aproximadamente, el número de peldaños que subió, porque no tardó en sentirse
tan rendido de cansancio que los elásticos e infatigables gules se vieron
obligados a ayudarle. Durante el ascenso, les acechaba el constante peligro de
ser descubiertos y perseguidos, porque si bien los gugos no se atreven a
levantar la losa de piedra del bosque por miedo a la maldición de los Grandes
Dioses, tal maldición no afecta para nada a la torre y a la escalera, de manera
que los lívidos que tratan de refugiarse allí suelen ser cazados por los gugos,
aunque lleguen al último tramo de la escalera. Tan fino es el oído de los gugos
que, de haber estado despiertos, habrían oído perfectamente el roce de los pies
desnudos y de las manos de quienes subían; y, desde luego, habría sido cuestión
de poco tiempo que los gigantes -acostumbrados a las cacerías de lívidos en la
cripta de Zin en completa oscuridad- dieran alcance a la débil y torpe presa
que ahora ascendía por las ciclópeas escaleras. Era desesperante pensar que los
silenciosos gugos no pueden ser oídos y que si llegaban a descubrirles caerían
de repente sobre ellos, cogiéndoles desprevenidos en la oscuridad. En aquel
extraño lugar, ni siquiera les detendría el tradicional temor que sienten hacia
los gules, ya que en él gozaban de una ventaja manifiesta. Existía, además, el
peligro eventual de tropezarse con los venenosos lívidos, que a veces se
introducen en la torre durante la hora de sueño de los gugos. Si éstos
durmiesen ahora mucho tiempo y los lívidos regresaran pronto de su combate en
la caverna, el olor de Carter y sus acompañantes atraería irremisiblemente a
estos seres nauseabundos y hostiles, en cuyo caso era preferible ser devorados
por los gugos.
Luego, después
de trepar durante una eternidad, oyeron una tos allá arriba, en la oscuridad, y
la situación dio un giro inesperado y gravísimo. Evidentemente, se trataba de
un lívido, o tal vez de varios, que se había debido extraviar en el interior de
la torre antes de que llegaran Carter y sus guías, y estaba igualmente claro
que el peligro era inminente. Tras un segundo de dudas angustiosas, el gul que
iba en cabeza empujó a Carter a un rincón y dispuso a sus compañeros
convenientemente, con la vieja lápida en alto para dejársela caer al enemigo en
cuanto se pusiera a tiro. Los gules pueden ver en la oscuridad, así que la
situación no era tan desesperada como lo habría podido ser si Carter se hubiera
encontrado solo. Un momento después, un ruido de pezuñas les hizo saber que al
menos una de las bestias lívidas bajaba dando saltos, y los gules que sostenían
la lápida la enarbolaron para intentar un golpe desesperado. Fue entonces
cuando surgieron dos ojos rojizos y amarillentos, a la vez que la jadeante
respiración del lívido se hacía audible por encima del ruido de sus patas. Al
saltar la sucia bestia al peldaño inmediatamente superior de donde estaban los
gules, lanzaron éstos la vieja lápida con fuerza prodigiosa, de suerte que sólo
se oyó un estertor agónico, antes de que la víctima cayese hecha un amasijo
inmundo. Parecía no haber más bestias de aquellas allí dentro; y después de
guardar silencio un momento, los gules dieron una palmada a Carter como señal
de que podían proseguir la marcha. Como antes, se vieron obligados a ayudarle,
y Carter se alegró de dejar aquel lugar de muerte donde el cadáver grotesco del
lívido yacía invisible en la oscuridad.
Por último,
los gules detuvieron a su compañero. Extendiendo los brazos hacia arriba y
palpando en las tinieblas, Carter se dio cuenta de que habían llegado a la losa
de piedra. Levantarla del todo era imposible; los gules se limitarían a abrir
una rendija suficiente para introducir la lápida a modo de palanca y permitir
así que Carter saliera por la abertura. Los gules tenían pensado bajar
nuevamente por la escalera y regresar por donde habían venido, ya que en la
ciudad de los gugos les resultaba muy fácil pasar inadvertidos. Además, no
sabrían orientarse por los caminos de la superficie para llegar a la espectral
Sarkomand, ciudad donde se hallaba la entrada al abismo, custodiada por los
leones.
Enorme fue el
esfuerzo que hubieron de realizar los tres gules para levantar la losa. Carter
les ayudó con todas sus fuerzas. Juzgaron que debían empujar en la parte de la
losa que descansaba sobre la escalera, y allí aplicaron toda la fuerza de sus
músculos innoblemente alimentados. Pocos segundos después se abrió una ligera
rendija y Carter, a quien se había confiado esta misión, deslizó el canto de la
vieja lápida por aquella abertura. A continuación siguió un forcejeo imponente,
aunque sin resultados; como es natural, cada vez que fracasaban tenían que
volver a empezar desde el principio.
De pronto, su
desesperación se vio mil veces multiplicada por un ruido que oyeron al pie de
la escalera. Este ruido no fue sino el choque sordo del cadáver del lívido y el
golpeteo de sus pezuñas al caer rodando escaleras abajo. Pero la causa por la
cual rodaba aquel cuerpo hacia abajo no resultaba nada tranquilizadora. Por tanto, conociendo las
costumbres de los gugos, los gules redoblaron sus frenéticos esfuerzos, y en un
plazo sorprendentemente breve consiguieron levantar la trampa de tal manera que
Carter pudo introducir la lápida, dejando una abertura suficientemente holgada.
Ayudaron entonces a Carter, haciéndole subir sobre sus hombros cartilaginosos y
guiándole los pies cuando se agarró al borde del bendito suelo del Alto País de
los Sueños. Un segundo más tarde habían salido los tres por la abertura,
arrojando la lápida y cerrando la gran losa, mientras abajo se hacía audible un
resuello jadeante. Debido a la maldición de los Grandes Dioses, ningún gugo
osaría jamás salir por aquella trampa; por consiguiente, Carter se dejó caer
confiadamente, con un suspiro de alivio y sosiego, entre los hongos grotescos
del bosque encantado, mientras sus guías se acurrucaban en grupo, según es
costumbre entre los gules.
Aunque era
siniestro, en verdad, el bosque encantado por el que había viajado hacía ya
tantísimo tiempo, ahora le parecía un paraíso y una delicia, después de haber
recorrido los lúgubres abismos del mundo inferior. No había un solo ser vivo
por los alrededores, ya que los zoogs sienten un gran temor por aquella entrada
misteriosa, y Carter consultó inmediatamente con los gules acerca del
itinerario que convenía seguir. Ellos no se atrevían ya a regresar por la
torre; pero el viaje por el mundo vigil tampoco les convenció al enterarse de
que, para subir a él, tenían que cruzar ante los sacerdotes Nasht y Kaman-Thah,
en la caverna de fuego. Así que, por último, decidieron regresar por Sarkomand,
pues allí existe una entrada al abismo, aunque de momento no supieran cómo
llegar hasta esa ciudad. Carter recordaba que Sarkomand está situada en el
valle que se abre al pie de la meseta de Leng y recordaba igualmente que en
Dylath-Leen había visto a un viejo mercader siniestro y de ojos oblicuos que
tenía fama de traficar con los pueblos de Leng, por lo que aconsejó a los gules
que cruzaran los campos de Nyr hasta el Skai y que siguieran después el curso
del río hasta su desembocadura, ya que en ella se alza Dylath-Leen. Decidieron
hacerlo así sin demora ni pérdida de tiempo, porque la creciente oscuridad
auguraba una noche entera de viaje. Carter estrechó las zarpas de aquellas
bestias repulsivas, les dio las gracias por la ayuda que le habían prestado y
les pidió que expresaran también su agradecimiento al gul que un día fuera
Pickman. A pesar de todo, no pudo evitar un suspiro de alivio cuando los vio
alejarse; porque un gul siempre es un gul, y en el mejor de los casos resulta
un compañero poco grato para el hombre. Después de hacerse estas reflexiones,
buscó Carter un manantial en el bosque, se limpió el fango y el moho que traía
de las regiones inferiores, y después se vistió con las ropas que tan
cuidadosamente había traído envueltas.
Era ya de
noche en aquel bosque terrible de árboles monstruosos, pero la fosforescencia
reinante permitía al peregrino caminar como si fuese de día, y Carter echó a
andar por el conocido camino de Celephais, ciudad del país de Ooth-Nargai que
se extiende tras los Montes Tanarios. Y mientras caminaba, pensaba en la cebra
que hacía miles y miles de años había dejado atada a la rama de un árbol, en
las estribaciones del Ngranek, en la lejana isla de Oriab, y se preguntaba si
no le daría de comer algún recolector de lava y la soltaría después. Y se
preguntaba igualmente si volvería algún día a Baharna para pagar la cebra que
le habían matado la noche que pasó junto a las ruinas arcaicas que se alzan en
las riberas del Yath, y si el viejo tabernero se acordaría de él. Tales eran
los pensamientos que le venían a la cabeza mientras respiraba el reconfortante
aire del Alto País de los Sueños.
De pronto se
detuvo al oír un murmullo que salía de un enorme tronco hueco. Había evitado el
gran círculo de piedras porque ahora no quería encontrarse con los zoogs; pero
a juzgar por la algarabía de chirridos que salía de aquel árbol inmenso, debía
estarse celebrando una importante asamblea. Al acercarse más advirtió que se
trataba de una acalorada discusión, cuyo tema le atañía a él de manera excepcional,
pues lo que se deliberaba era nada menos que la declaración de guerra a los
gatos. El motivo era la desaparición de los zoogs que habían seguido a Carter
hasta Ulthar, a quienes los gatos habían castigado por mostrar las aviesas
intenciones que ya se vieron, y el asunto había suscitado violentos y
prolongados debates, hasta que por fin los adiestrados zoogs habían decidido
lanzarse contra toda la tribu felina en el plazo máximo de un mes. Su plan
consistía en efectuar una serie de ataques por sorpresa encaminados a capturar
los gatos solitarios o en grupos que estuvieran desprevenidos, sin dar a la
gran masa de gatos de Ulthar el tiempo necesario para organizarse y
contraatacar. Carter comprendió que, antes de proseguir su extraordinaria
empresa, tenía que desbaratar el atrevido plan de los zoogs.
Así pues,
Randolph Carter se deslizó sigilosamente hasta un ángulo del bosque y lanzó el
maullido del gato a través de los campos vagamente iluminados por la luz de las
estrellas. Y una enorme gataza salió de una cabaña próxima, tomó el relevo y lo
transmitió, a través de las praderas, a los guerreros grandes y pequeños,
negros, grises, atigrados, blancos, amarillos y cruzados; y el eco fue repetido
junto al Nyr y más allá del Skai, hasta Ulthar, y los innumerables gatos de
Ulthar respondieron a coro y se dispusieron en orden de marcha. Era una suerte
que la luna no hubiera salido, porque así todos los gatos estaban en la Tierra. Veloces y
silenciosos, abandonaron sus hogares y saltaron de los tejados y se desparramaron
como un mar de lustroso pelaje por las llanuras, hasta el borde del bosque.
Carter estaba allí para recibirles; y el espectáculo de estos gatos sanos y
bien proporcionados le resultó un descanso para los ojos, después de ver las
criaturas que había visto en los abismos y de caminar con ellas. Se alegró de
volver a encontrar a su venerable amigo y salvador a la cabeza del destacamento
de Ulthar, con el collar de su graduación en torno a su sedoso cuello, y los
bigotes tiesos en gesto marcial. Y se alegró aún más cuando vio, como alférez
de aquel mismo ejército, a un avispado jovenzuelo que no era otro que el
mismísimo gatito de la taberna, a quien Carter había regalado con un riquísimo
plato de leche una mañana ya lejana, en Ulthar. Ahora se había convertido en un
gato robusto y de gran porvenir. y al estrecharle la mano a su amigo, se puso a
ronronear. Su abuelo dijo que cumplía muy bien en el ejército y que tras otra
campaña más podría aspirar al grado de capitán.
Carter les
contó el peligro que corría la tribu gatuna, por lo que recibió agradecidos
ronroneos de todos los presentes. De acuerdo con los generales, trazó un plan
de acción inmediata que consistía en atacar sin más dilación la asamblea de los
zoogs y sus plazas fuertes conocidas, anticipándose a sus ataques por sorpresa
y obligarles a aceptar un armisticio antes de que pudieran movilizar su
ejército invasor. Por tanto, sin perder un solo momento, el gran océano de
gatos inundó el bosque encantado y se cerró en torno al árbol donde se celebraba
la asamblea y al círculo de piedras. Los chirridos de los zoogs se elevaron
hasta un grado enloquecedor cuando las enemigas bestezuelas se vieron
sorprendidas por los recién llegados. Escasa resistencia hubo por parte de los
furtivos y curiosos zoogs de oscuro pelaje, porque al instante comprendieron
que les habían ganado por la mano; y sus propósitos de venganza se tornaron en
deseos de salvación.
La mitad de
los gatos se sentó en círculo alrededor de los zoogs capturados y dejaron un
pasillo por el que los demás gatos fueron introduciendo a los zoogs que iban
apresando en otras partes del bosque. Por fin se discutieron las condiciones de
un armisticio. Carter actuó de intérprete y se decidió allí que los zoogs
seguirían siendo independientes a condición de que pagaran a los gatos un gran
tributo de guacos, codornices y faisanes cazados en las zonas menos fabulosas
del bosque. Los vencedores tomaron como rehenes a unos cuantos zoogs de
familias nobles, que serían custodiados en el Templo de los Gatos de Ulthar. y
dejaron bien sentado que cualquier desaparición de gatos en los alrededores de
los dominios de los zoogs tendrían desastrosas consecuencias para los propios
zoogs. Una vez expuestas estas condiciones, los gatos rompieron filas y dejaron
que los zoogs se marcharan uno a uno a sus respectivas casas, cosa que se
apresuraron a hacer mirando de soslayo con gesto sombrío.
El viejo
general ofreció entonces a Carter una escolta para atravesar el bosque hasta
salir de él por donde deseara. Consideraba el gato -y no sin razón- que los
zoogs abrigarían ahora un tremendo resentimiento contra Carter por haber hecho
fracasar sus belicosos propósitos, y Carter acogió esta oferta con gratitud, no
sólo por la seguridad que le proporcionaba, sino porque además le gustaba la
grácil compañía de los gatos. Así pues, en medio del simpático y alegre
regimiento, satisfecho por el feliz término de la empresa, Randolph Carter
caminó dignamente a través de aquel bosque mágico y fosforescente de árboles
descomunales. Mientras los demás se entregaban a fantásticas cabriolas o
jugueteaban con las hojas caídas que el viento arrastraba entre los hongos de
aquel suelo primordial, Carter iba hablando de Kadath con el general y el
nieto. El viejo gato le dijo entonces que había oído hablar mucho de aquella
desconocida ciudad de la inmensidad fría, pero que no sabía dónde se encontraba
exactamente. En cuanto a la maravillosa ciudad del sol poniente, ni siquiera
había oído hablar de ella, pero con mucho gusto comunicaría a Carter cualquier
información que le llegara al respecto.
También le dio
algunas contraseñas de gran valor entre los gatos del País de los Sueños, y le
recomendó especialmente al viejo jefe de los gatos de Celephais, que era hacia
donde él se dirigía. Aquel viejo gato, a quien Carter ya conocía de modo
superficial, era un honrado maltés, y su influencia resultaría decisiva en
transacciones de todo tipo. Ya amanecía cuando salieron del bosque por el lugar
más conveniente, y Carter se despidió de sus amigos con cierto pesar. El joven
alférez que Carter había conocido cuando era cachorrillo le habría acompañado
de no habérselo prohibido su abuelo; pero este severo patriarca insistió en que
el deber exigía la presencia de todo gato junto a su tribu y su ejército. Así
que Carter emprendió solo el camino a través de los dorados campos que se
extienden llenos de misterio junto al río bordeado de sauces, y los gatos
regresaron al bosque.
El viajero
conocía bien aquellas tierras paradisíacas que se extienden entre el bosque y
el Mar Cerenario, y siguió alegremente el curso cantarino del Oukranos, que
señalaba su ruta. El sol se elevó por encima de las suaves colinas cubiertas de
prados y bosques, y encendió los colores de los millares de flores que
tapizaban las cañadas y los oteros. En toda esta región flota una neblina
mágica y la luz del sol parece durar un poco más que en otros lugares. También
perdura allí la rumorosa música del verano que componen las abejas y los
pájaros, de modo que los hombres cruzan por allí como por un paraje maravilloso
y experimentan la mayor dicha y encanto que después les cabe recordar.
Hacia mediodía
llegó Carter a Kiran, cuyas terrazas de jaspe descienden hasta el borde del río
y conducen a un templo de encanto, a donde el rey de Ilek-Vad acude una vez al
año con su palanquín de oro desde su lejano reino del mar crepuscular, a orar
ante el dios del Oukranos, el que cantaba para él cuando el rey era joven y
vivía en una cabaña, junto a la orilla del río. Este templo es todo de jaspe y
cubre un acre de terreno con sus muros y sus patios, con sus siete torres
rematadas en flecha y su capilla interior, adonde el río penetra a través de
canales ocultos y el dios canta dulcemente por la noche. Muchas veces la luna
oye extrañas melodías, mientras sus rayos bañan tales patios y terrazas y
pináculos; pero nadie, excepto el propio rey de Ilek-Vad, podría decir si esa
melodía es la canción del dios o el cántico de sus misteriosos sacerdotes, pues
el rey es el único que ha entrado en el templo y ha visto a los sacerdotes.
Ahora, en el sopor del mediodía, aquel templo esculpido y delicado permanecía
en silencio; y mientras caminaba bajo un sol mágico, Carter sólo oía el rumor
de la gran corriente y el murmullo de los pájaros y las abejas.
El peregrino
caminó durante toda la tarde por las perfumadas praderas, al abrigo de las
suaves colinas ribereñas cubiertas de pacíficas casitas de techumbre de paja y
de santuarios erigidos a dioses amables, esculpidos en jaspe o en crisoberilo.
A veces caminaba por el mismo borde del Oukranos, y silbaba a los peces
vivarachos e iridiscentes de aquella corriente cristalina; otras veces, se
detenía entre el susurro de los juncos a contemplar el gran bosque de la otra
orilla, cuyos árboles descendían hasta el mismo borde del agua. En algunos
sueños anteriores había visto salir de ese bosque a los buopoths, pesados y
tímidos, que iban a beber en el río; pero ahora no se veía ninguno. Una de las
veces se detuvo a mirar cómo un pez carnívoro atrapaba un pájaro pescador, al
cual había atraído al agua con el señuelo de sus tentadoras escamas al sol. En
el momento en que el alado cazador se lanzó a picarle, lo cogió por el pico con
su boca enorme.
Al declinar la
tarde, Carter subió por una toma cubierta de yerba, desde donde pudo contemplar
cómo brillaban a la luz del crepúsculo las mil agujas doradas de los
campanarios de Thran. Las enormes murallas de alabastro de esa increíble ciudad
no son verticales, sino que parece desde lejos que se inclinan hacia dentro. Y
lo más desconcertante es el hecho de estar construidas de una sola pieza, con
una técnica que ningún hombre conoce ya; porque esta ciudad es más antigua que
la raza humana. Aun siendo tan altas estas murallas de cien pórticos y
doscientas atalayas, las torres que se apiñan en su interior, blancas bajo sus
agujas doradas, son más altas todavía, de manera que los hombres de la llanura
las ven elevarse hasta el cielo, a veces resplandecientes de luz, a veces con
las cúpulas veladas por las nubes y las brumas, y a veces rodeadas de nubes
bajas, emergiendo por encima con sus esplendorosos pináculos elevados. Y allí
donde las puertas de Thran se abren sobre el río, existen grandes muelles de
mármol, junto a los cuales se mecen suavemente suntuosos galeones de cedro
fragante y madera de Ceilán, sujetos a sus anclas, y descansan extraños
marineros de espesa barba en toneles y fardos cuyos rótulos exhiben
jeroglíficos de lejanos lugares. Tierra adentro, más allá de los muros, se
extienden los campos de este país, y en ellos dormitan menudas cabañas blancas
entre pequeñas colinas, y serpean estrechas sendas con infinidades de puentes
de piedra entre los ríos y las huertas.
Caía la tarde,
pues, cuando Carter atravesó esta tierra feraz, y desde el río vio reflejarse
la luz del crepúsculo en las maravillosas agujas de las torres de Thran. Y
justo al cerrar la noche llegó a la puerta sur, donde fue detenido por un
centinela vestido de rojo, a quien tuvo que contar tres sueños inverosímiles
para demostrarle que era un soñador digno de caminar por las misteriosas calles
de Thran y de visitar los bazares donde se vendían los géneros traídos por los
suntuosos galeones. Penetro luego en la increíble ciudad a través de una
muralla de espesor tal que la entrada formaba como un túnel; y luego siguió por
los retorcidos y ondulantes callejones que culebrean, profundos y estrechos,
entre torres inmensas. Brillaban las luces a través de las ventanas enrejadas y
de los balcones; y del interior de los patios de burbujeantes fuentes salía una
música tenue de flautas y laúdes. Carter sabía la dirección que le convenía
tomar y se dirigió a las calles más oscuras que bordean el río, y entró en una
vieja taberna de marineros donde se encontró con capitanes y gentes de mar que
él había conocido en muchos de sus sueños anteriores. Allí compró un pasaje
para Celephais, a bordo de un gran galeón pintado de verde, y se quedó en esa
misma taberna a pasar la noche después de hablar seriamente con el venerable
gato de aquella posada, que parpadeaba soñoliento ante el enorme fuego del hogar
y soñaba en viejas guerras y en dioses olvidados.
A la mañana
siguiente, Carter embarcó en el galeón que zarpaba hacia Celephais. Se sentó a
proa sobre un montón de cuerdas, y empezó el largo viaje hacia el Mar
Cerenario. Durante muchas leguas, las márgenes del río presentaron el mismo
aspecto que las tierras de Thran, viéndose algún que otro templo erigido en lo
alto de las colinas de la orilla derecha. Cruzaron por delante de un pueblecito
dormido, pegado a la orilla, con sus puntiagudos tejados color ladrillo y sus
redes tendidas al sol. Pendiente siempre de su empresa, Carter interrogó a
todos los marineros sobre la clase de gentes que frecuentaban las tabernas de
Celephais, y les preguntó sobre los nombres y las costumbres de aquellos
hombres extraños de ojos rasgados y estrechos, orejas de grandes lóbulos, fina
nariz y barbilla puntiaguda que venían del norte a bordo de negras
embarcaciones, para cambiar ónice por figuritas de jade, hilo de oro y
pajarillos cantores de Celephais. No sabían los marineros gran cosa sobre esas
gentes, excepto que hablaban muy poco y que en torno a ellos flota como una
atmósfera de respeto y temor.
El país de
aquellos hombres extraños es muy lejano y se llama Inquanok. Escasas eran las
personas que iban allá, porque se trata de una región fría y crepuscular que,
al parecer, linda con la desagradable meseta de Leng, cosa que por otra parte
tampoco se sabía con seguridad. Por el lado donde se supone que está esa
meseta, se yergue una cadena infranqueable de montañas, de suerte que nadie
puede afirmar que esta maligna región, con sus horribles poblados de piedra y
sus abominables monasterios, estén realmente allí; ni tampoco que sea sólo
producto del temor que siente la gente por la noche, cuando esa formidable
barrera de picos recorta su negra silueta contra la luna, lo que se cuenta
sobre ella. Ciertamente se podía llegar a Leng desde muy diferentes océanos,
pero los marineros no sabían nada de las otras fronteras de Inquanok y sólo
habían oído hablar en términos muy vagos de la inmensidad fría y de la
desconocida Kadath. En cuanto a la maravillosa ciudad del sol poniente que
Carter buscaba, no tenían ni idea. Así que el viajero no preguntó más y aguardó
a que se presentara la ocasión de hablar con aquellos hombres extraños de la
fría y crepuscular Inquanok, que son verdaderos descendientes de los dioses
representados en el rostro tallado del monte Ngranek.
Avanzado ya el
día, el galeón llegó a los meandros que atraviesan las perfumadas junglas de
Kled. Aquí Carter habría deseado poder desembarcar, porque en esas marañas
tropicales duermen portentosos palacios de marfil, solitarios pero bien
conservados, donde un día moraron los monarcas fabulosos de un país cuyo nombre
no se recuerda. En virtud de los hechizos de los Dioses Arquetípicos, estos
lugares se conservan libres de daño y de envejecimiento, porque escrito está
que un día los han de poder necesitar para sí. Y las caravanas de elefantes los
han contemplado de lejos, a la luz de la luna, pero nadie se atreve a acercarse
a ellos por temor a los guardianes que velan en sus sombras. El barco siguió
veloz, y la oscuridad acalló los murmullos del día, y las primeras estrellas
parpadearon en respuesta a las tempranas luciérnagas de las orillas, mientras
la jungla iba quedando atrás y extendía hacia ellos una fragancia que era como
un recuerdo de su presencia. Y durante toda la noche navegó el galeón y cruzó
misterios invisibles e insospechados. Un vigía señaló la presencia de hogueras
sobre las colinas del este, pero el soñoliento capitán dijo que lo más prudente
era no mirarlas demasiado, ya que no se sabía con seguridad qué clase de
criaturas las habrían encendido.
Por la mañana,
el río se había ensanchado considerablemente y Carter dedujo, por las casas que
se alineaban en las orillas, que debían de hallarse muy cerca de la gran ciudad
comercial de Hlanith, frente al Mar Cerenario. Aquí las murallas eran de tosco
granito; y las casas, construidas de vigas y yeso, se veían fantásticamente
erizadas de buhardillas. Los hombres de Hlanith son, de todos los habitantes de
las regiones soñadas, los más parecidos a la humanidad del mundo vigil, de
suerte que a esta ciudad sólo se acude por el interés de los negocios; pero es
estimada por el serio trabajo de sus artesanos. Los muelles de Hlanith son de
madera de roble y en ellos amarró el galeón mientras bajaba el capitán a tratar
sus asuntos en las tabernas. Carter bajó también a tierra y recorrió con
curiosidad las calzadas hendidas de surcos, donde transitaban carricoches
tirados por bueyes y vendedores que anunciaban sus mercancías a grito pelado en
la puerta de sus bazares. Las tabernas marineras estaban todas muy próximas a
los muelles, en unos callejones empedrados y sucios del salitre que dejaban las
pleamares, y tenían un aspecto inusitadamente antiguo, con sus bajos techos
ennegrecidos y sus verdosos ventanucos en forma de ojo de buey. Los viejos
marineros, clientes de aquellas tabernas, hablaban con frecuencia de lejanos
puertos y relataban muchas historias sobre los curiosos habitantes de la
crepuscular Inquanok; pero, en general, añadieron muy poco a lo que ya le
habían contado los tripulantes del galeón. Por último, después de descargar y
cargar de nuevo, el barco zarpó hacia poniente, y las altas murallas y las
buhardillas de Hlanith se fueron empequeñeciendo en la lejanía mientras la
última luz del día les confería un encanto y una belleza que la mano del hombre
no puede dar.
Dos noches y
dos días navegó el galeón por el Mar Cerenario, sin avistar tierra y sin
cambiar saludos más que con un navío solitario. Y al segundo día, faltando ya
poco para que el sol se pusiera, avistaron el nevado pico de Arán con sus
laderas cubiertas de cimbreantes ginkgos, y Carter comprendió que estaban
llegando al país de Ooth-Nargai y a la maravillosa ciudad de Celephais. En
seguida aparecieron los brillantes minaretes de aquel pueblo fabuloso, y el
mármol de sus murallas rematadas por estatuas de bronce, y el gran puente de
piedra tendido donde el Naraxa se junta con el mar. Luego asomaron las suaves colinas
que se elevan tras la ciudad, las arboledas, los jardines de asfódelos con sus
mil templetes, las cabañas y, al fondo de todo, la purpúrea cordillera Tanaria,
poderosa y mística, tras la cual se abren los caminos prohibidos que conducen
al mundo vigil y a otras regiones del país de los Sueños.
El puerto
estaba lleno de pintadas galeras, algunas de las cuales procedían de Serannia,
ciudad de mármol y nubes que se halla en los espacios etéreos, mas allá de la
línea que junta el mar con el cielo; otras venían de lugares más sólidos del
país de los Sueños. El timonel se abrió camino por entre todos los navíos hasta
los muelles fragantes de especias, y los marineros amarraron allí el galeón a
oscuras, mientras las innumerables luces de la ciudad comenzaban a titilar
sobre el agua. Eternamente nueva parecía esta inmortal ciudad de fantasía,
porque el tiempo aquí no tiene poder destructor alguno. Y la ciudad de turquesa
de Nath-Horthath es como siempre ha sido, y sus ochenta sacerdotes coronados de
orquídeas son los mismos que la edificaron hace diez mil años. Aún brilla el
bronce de sus grandes puertas, y jamás sufrió deterioro alguno el ónice de sus
pavimentos. Y las enormes estatuas de bronce que adornan sus murallas
contemplan a unos mercaderes y conductores de camellos que son más viejos que
las mismas leyendas, aunque jamás se tomara gris e1 pelo de sus barbas
hendidas.
Carter no se
puso a buscar inmediatamente templo alguno, ni palacio ni ciudadela, sino que
permaneció junto a la muralla, cerca del mar, entre mercaderes y marineros. Y
cuando se hizo demasiado tarde para escuchar historias y relatos, buscó una
antigua taberna ya conocida por él y descansó soñando con los dioses de la
ignorada Kadath, a quienes buscaba. Al día siguiente, recorrió los embarcaderos
por ver si encontraba a alguno de aquellos misteriosos marineros de Inquanok,
pero le dijeron que ahora no había ninguno por allí, ya que sus galeras no
tocarían aquel puerto lo menos en dos semanas. Encontró, sin embargo, a un
marinero thorabonio que había estado en Inquanok y había trabajado en las
canteras de ónice de aquella ciudad crepuscular; y este marinero le confesó
que, efectivamente, al norte de la región habitada se extendía un desierto que
todo el mundo parecía temer y evitar. El thorabonio opinaba que este desierto
rodeaba las últimas estribaciones de los infranqueables picos centrales de la
horrible meseta de Leng, y que esta era la razón por la que los hombres lo
temían. No obstante, admitió que las gentes hacían, además, alusiones no muy
claras a presencias malignas y a abominables centinelas. No podía decir si este
desierto era o no la fabulosa inmensidad fría en la que se hallaba la
desconocida Kadath, pero le parecía poco probable que tales presencias y
centinelas, si de verdad existían, estuvieran allí sin una razón.
Al día
siguiente, Carter subió por la
Calle de los Pilares hasta el templo de turquesa y habló con
el Sumo Sacerdote. Aunque en Celephais se adora sobre todo a Nath-Horthath, en
las oraciones diarias se cita a todos los Grandes Dioses, y el sacerdote
conocía bastante bien el talante y las costumbres de éstos. Como hiciera Atal
en la lejana Ulthar, le aconsejó fervientemente que no intentara verlos,
afirmando que son irascibles y caprichosos, y que se hallan bajo la extraña
protección de los desalmados Dioses Otros del Exterior, cuyo espíritu y
mensajero es Nyarlathotep, el caos reptante. El celo con que ocultaban la
maravillosa ciudad del sol poniente ponía claramente de relieve su deseo de que
Carter no llegara a ella, y no se sabía cómo mirarían a un forastero cuyo
propósito era llegar hasta ellos para hacerles un ruego. Ningún hombre había
encontrado jamás la ciudad de Kadath en el pasado, y muy bien pudiera ser que
tampoco la encontrara nadie en el futuro. Además, los rumores que corrían
acerca del castillo de ónice de los Grandes Dioses no eran tranquilizadores mi
muchísimo menos.
Después de dar
las gracias al Sumo Sacerdote coronado de orquídeas, Carter salió del templo,
en busca de cierta carnicería donde se vendía carne de oveja, pues allí vivía
lustroso y contento el viejo jefe de los gatos. Aquel felino digno y gris se
hallaba tendido gozosamente al sol en el pavimento de ónice, y al acercarse el
visitante le saludó con gesto lánguido. Pero cuando Carter se presentó y
repitió la contraseña que le había facilitado el viejo general de Ulthar, el
lustroso patriarca se volvió muy cordial y comunicativo, y le contó muchos
secretos que saben los gatos de la costa de Ooth-Nargai. Y lo que fue aún más
interesante, le contó también varios detalles que los gatos del puerto de
Celephais le habían comunicado, no sin cierto recelo, sobre los hombres de
Inquanok, en cuyos tenebrosos barcos no quiere navegar ningún gato.
Al parecer,
estos hombres están envueltos en un aura extraterrestre, aunque no es ésta la
razón por la que los gatos no quieren navegar en sus barcos. El motivo de esta
repulsión radica en que Inquanok alberga ciertas sombras que ningún gato puede
soportar, de suerte que en todo ese reino, en donde impera el frío crepuscular,
jamás se oyen alegres maullidos ni ronroneos hogareños. Nadie sabe si esas
sombras corresponden a seres que han cruzado los infranqueables picos de la
meseta de Leng, de cuya misma existencia se duda, o a los que penetran por el
norte, procedentes del frío desierto. En cualquier caso, sobre aquellas tierras
lejanas impera como un presagio de otros mundos u otras dimensiones que no
agrada a los gatos, pues estos animales son más sensibles que los hombres a
tales vivencias. Esta es la razón de que no quieran embarcarse en los sombríos
barcos que zarpan rumbo a los muelles de basalto de Inquanok.
El viejo jefe
de los gatos le dijo también dónde encontrar a su amigo el rey Kuranes, que en
los últimos sueños de Carter había reinado alternativamente en el Palacio de
las Siete Delicias de Celephais, y construido en cuarzo rosa, y en el almenado
castillo de nubes de Serannia, ciudad que flota en el cielo. Al parecer, ya no
encontraba satisfacción en aquellos lugares fabulosos y sentía una nostalgia
creciente por los acantilados ingleses y por las tierras bajas de su niñez,
donde existen pueblecitos de ensueño en los que, por las noches, se oyen tras
las celosías de las ventanas antiguas canciones inglesas, y cuyos grises
campanarios se asoman por encima del verdor de los valles lejanos. Kuranes no
podía retornar a estas delicias del mundo vigil, porque su cuerpo había muerto;
pero había conseguido una aceptable compensación al soñar una reconstrucción de
su paisaje natal junto al barrio Este de la ciudad, donde los prados se
extienden suavemente desde los acantilados hasta el pie de los Montes Tanarios.
Allí vivía él, en una mansión gótica de piedra gris asomada al mar, y trataba
de convencerse de que era la antigua Trevor Towers, donde él y trece generaciones
de antepasados habían visto la luz por vez primera. Y en la costa vecina había
reconstruido un pueblecito pesquero de Cornualles, de tortuosos callejones
empedrados, instalando en él a gentes con rasgos marcadamente ingleses, a las
cuales trataba siempre de inculcar el acento -que a él le llenaba de nostalgia-
de los viejos pescadores de aquella región. Y en el valle cercano había erigido
una gran abadía de estilo normando, cuya torre podía contemplar desde su
ventana, y en torno a ella, en el cementerio que la rodeaba, había soñado unas
lápidas con los nombres de sus antepasados esculpidos en su piedra, que él
evocaba cubierta de musgo semejante al de la vieja Inglaterra. Pues aunque
Kuranes era monarca del país de los Sueños, y suyas eran todas las imaginables
pompas y maravillas y toda la esplendorosa magnificencia de los sueños, y
aunque disponía a voluntad de todos los éxtasis y delicias, de las novedades y
los incentivos más rebuscados y exóticos, de buena gana habría renunciado para
siempre a todo este fausto y poderío, con tal de volver a ser, por un día tan
sólo, un muchacho de aquella Inglaterra pura y tranquila, de aquella antigua y
amada Inglaterra que había modelado su alma y de la cual siempre formaría
parte.
Después de
despedirse del viejo jefe de los gatos, Carter no trató de buscar el palacio de
cuarzo rosa, sino que se dirigió a las puertas orientales de la ciudad. Cruzó
los campos sembrados de margaritas y se encaminó hacia una torre puntiaguda que
descollaba entre los robles de un parque que ascendía hasta el borde mismo de
los acantilados. Llegó a una gran verja, y en ella encontró una entrada
flanqueada por una casita de guarda construida de ladrillo; y cuando hizo sonar
la campana, no salió cojeando ningún lacayo ataviado y untuoso, sino un viejo
bajito y estirado, vestido con una blusa de obrero, que se esforzaba por imitar
el singular acento de Cornualles. Y Carter se adentró por el umbroso sendero
que discurría entre unos árboles muy semejantes a los de Inglaterra, y subió
por las terrazas que se abrían entre jardines trazados como en tiempos de la
reina Ana. En la puerta, que como en los viejos tiempos estaba flanqueada por
unos gatos de piedra, fue recibido por un mayordomo de enormes patillas y
vestido de librea. Este le condujo en seguida a la biblioteca, donde Kuranes,
señor de Ooth-Nargai y de la parte del cielo que rodea Serannia, meditaba
sentado junto a la ventana, mientras contemplaba su pueblecito pesquero y
añoraba a su vieja nodriza, la cual solía regañarle porque no estaba arreglado
a tiempo para aquella odiosa reunión campestre en casa del vicario, cuando ya
estaba aguardando la carroza, y su madre a punto de perder los nervios.
Kuranes,
vestido con una bata que los sastres londinenses habían puesto de moda en su
juventud, se levantó con presteza a recibir a su visitante; porque la presencia
de un anglosajón procedente del mundo vigil le resultaba entrañable a él, aun
cuando se tratara de un sajón de Boston, Massachusetts, y no de Cornualles. Y
hablaron largamente de los viejos tiempos, y los dos encontraron mucho que
contarse, ya que ambos eran antiguos soñadores, y muy versados en las
maravillas y los sitios increíbles. Kuranes, efectivamente, había estado más
allá de las estrellas, en el vacío final, y se decía que era el único que había
regresado de semejante viaje en su sano juicio.
Finalmente,
Carter sacó a relucir el tema que le interesaba e hizo a su anfitrión las
preguntas que ya había repetido tantas veces. Kuranes no sabía dónde se
encontraban ni Kadath ni la maravillosa ciudad del sol poniente; pero sabía que
los Grandes Dioses eran entidades demasiado peligrosas para ir en su busca, y
que los Dioses Otros tenían extrañas maneras de protegerlos contra toda
curiosidad impertinente. Había oído muchas cosas sobre los Dioses Otros en las
lejanas regiones del espacio, especialmente en una zona en que no existen
formas algunas y donde ciertos gases multicolores estudian los secretos más
recónditos. El gas violeta S'ngac le había contado cosas terribles de
Nyarlathotep, el caos reptante, aconsejándole que no se aproximara jamás al
vacío central donde roe hambriento el sultán de los demonios, Azathoth,
envuelto en tinieblas. Asimismo, tampoco era prudente tener trato alguno con
los Dioses Otros, y si denegaban persistentemente todo acceso a la maravillosa
ciudad del sol poniente, lo mejor sería no empeñarse en buscar esa ciudad.
Kuranes
dudaba, además, que su invitado pudiera sacar nada positivo con ir a la ciudad,
aun cuando consiguiera entrar en ella. El también había soñado y suspirado
durante largos años por la encantadora Celephais y por la tierra de
Ooth-Nargai, y había deseado vivamente la libertad, el color y la maravillosa
experiencia de una vida exenta de ataduras, de convencionalismos y estupideces.
Pero ahora que vivía en esta ciudad y en este país, y era el rey de todo esto,
veía que la libertad y la intensidad de vivir se agotan muy pronto, volviéndose
monótonas por falta de vinculación con sentimientos y recuerdos firmes. Era rey
de Ooth-Nargai, pero esto no significaba nada, pues añoraba con tristeza las
cosas familiares de Inglaterra que había conocido en su lejana juventud. El
daría todo este retiro por volver a escuchar el lejano repicar de las campanas
de Cornualles; y los mil alminares de Celephais, a cambio de los tejados
picudos y familiares del pueblecito cercano a su casa natal. Por ello dijo a su
huésped que seguramente no encontraría en aquella desconocida ciudad del sol
poniente la felicidad que él buscaba, y que tal vez sería mejor que la
considerara como un sueño esplendoroso y evanescente. Porque Kuranes había
visitado con frecuencia a Carter en los viejos días de su vida vigil, y conocía
muy bien las encantadoras laderas de Nueva Inglaterra que le vieron nacer.
Estaba seguro
de que, al final, el explorador acabaría suspirando por revivir escenas de su
primera infancia: el fulgor de Beacon Hill al atardecer, los altos campanarios
y las calles tortuosas y empinadas de la fantástica ciudad de Kingsport, los
venerables tejados de la antiquísima y embrujada Arkham, las venturosas
praderas y los valles cruzados de serpeantes cercas de piedra, y los blancos
tejados de las casas de campo que asomaban entre macizos de verdura. Todo esto
le dijo a Randolph Carter, pero él siguió empeñado en su propósito. Y finalmente,
cada cual mantuvo su propia convicción, y Carter regresó a Celephais por las
puertas de bronce y bajó por la
Calle de los Pilares hasta la vieja muralla junto al mar,
donde volvió a conversar con los marineros que procedían de puertos remotos, y
aguardó a que llegara el barco tenebroso de la fría Inquanok crepuscular, cuyos
marineros y traficantes de ónice poseen extraños semblantes y llevan sangre de
los Grandes Dioses en las venas.
Una noche
estrellada en que el Lucero derramaba una espléndida claridad sobre la dársena,
entró en puerto el barco tan esperado; y los tripulantes y mercaderes de
extraños rostros fueron dejándose ver, de uno en uno y en grupos pequeños, por
las tabernas que se extienden a lo largo de los muelles. Resultaba apasionante
ver de nuevo en unos rostros vivientes los rasgos divinos del pétreo semblante
del Ngranek. Sin embargo, Carter no se dio prisa en hablar con aquellas gentes
silenciosas. Aún ignoraba si aquellos hijos de los Grandes Dioses serían
demasiado altivos o reservados, o qué recuerdos vagos y excelsos guardarían en
la memoria. Pero estaba seguro de que no sería oportuno abordarles para hablar de su empresa o para preguntar por el
desierto frío que se extiende al norte de sus tierras crepusculares. Hablaban
poco con los demás parroquianos de aquellas antiguas tabernas portuarias, y se
sentaban en grupos en los rincones más oscuros del local para entonar canciones
misteriosas de ignorados lugares, o para contar relatos con exótico acento que
en nada se parecía al del resto del País de los Sueños. Y tan raras y
excitantes eran aquellas tonadas y narraciones, que en los rostros de los que
escuchaban podía adivinarse todo su misterio, aun cuando las palabras no fueran
más que extrañas cadencias y vagas melodías para los oídos profanos.
Durante una
semana estuvieron frecuentando la taberna los marineros de Inquanok, mientras
los traficantes trataban sus negocios en los bazares de Celephais; y antes de
que zarparan, Carter tomó un pasaje en su barco tenebroso, explicando que era
un antiguo minero que había trabajado en minas de ónice, y que quería volver a
trabajar en sus canteras. El barco era magnífico y estaba primorosamente
labrado en madera de teca con incrustaciones de ébano y trazados de oro, y el
camarote que le asignaron tenía cortinajes de seda y terciopelo. Una mañana, al
cambiar la marca, izaron las velas, levaron anclas, y Carter, de pie en lo alto
de la popa, vio hundirse en la distancia, arrebolados por los primeros rayos
del sol, los dorados alminares y las estatuas de bronce de la ciudad intemporal
de Celephais, al tiempo que la cumbre nevada del Monte Arán se iba haciendo
cada vez más pequeña. Hacia el mediodía sólo tenían a la vista el azul suave
del Mar Cerenario y una galera pintada que, allá lejos, navegaba rumbo a ese
reino de Serannia donde el mar se junta con el cielo.
Llegó la noche
con rutilantes estrellas, y el oscuro barco puso proa al Carro y a la Osa Menor , que se mecía
suavemente alrededor del polo. Y los tripulantes entonaron extrañas canciones de
ignorados lugares, y fueron subiendo uno por uno al castillo de proa, mientras
los taciturnos vigías murmuraban viejos cantos y se inclinaban sobre la borda
para contemplar cómo jugaban los peces luminosos junto a la roda, bajo el agua.
Carter se retiró a dormir a las doce de la noche, y se levantó con las primeras
claridades de la mañana, observando que el sol se hallaba mucho más al sur de
lo que a él le habría gustado. Y durante todo el día hizo progresos en cuanto a
su comunicación con los hombres del barco, pues muy poco a poco les fue
haciendo hablar de su fría tierra crepuscular, de su primorosa ciudad de ónice
y de su temor a los elevados e infranqueables picos, más allá de los cuales se
extiende, según dicen, la meseta de Leng. Los marineros le confesaron que
lamentaban muchísimo que los gatos no quisieran vivir en la tierra de Inquanok,
y que estaban convencidos de que ello se debía a la oculta proximidad de Leng.
De lo que no hablaron fue del desierto de piedra que se extiende al norte, pues
había algo inquietante en torno a ese desierto, y les parecía más prudente no
admitir su existencia.
Durante los
días siguientes hablaron de las canteras a las que Carter decía que iba a
trabajar. Había muchas, ya que no sólo toda la ciudad de Inquanok estaba hecha
de ónice, sino que además destinaban grandes bloques pulimentados de este
material a los mercados de Rinar, Ogrothan y Celephais, o los vendían allí
mismo a mercaderes venidos de Thara, Ilarnek y Katatheron, trocándolos a veces
por hermosos artículos procedentes de aquellos puertos fabulosos. Y muy al
norte, casi en el desierto de hielo cuya existencia no quieren admitir los
hombres de Inquanok, había una cantera excepcional, mucho más grande que todas
las demás; y de ella se habían extraído en tiempos inmemoriales bloques tan
prodigiosos y descomunales, que las oquedades que habían dejado, sobrecogían de
terror al que las contemplaba. Nadie sabía quién había extraído aquellos
bloques increíbles, ni adónde habían sido transportados. Pero consideraban que
era preferible no pisar aquella cantera, porque era muy posible que aún
conservase algún vínculo con aquellos que un día trabajaran en ella. Y la
cantera inmensa ha quedado abandonada en el crepúsculo, y únicamente el cuervo
y el legendario pájaro shantak anidan en sus inmensidades. Cuando Carter oyó
eso, sintió una honda impresión, pues sabía por viejas leyendas que el castillo
que poseen los grandes Dioses en lo más elevado de Kadath es de ónice.
Cada día era
más baja la curva que el sol describía en el cielo, y las brumas que se veían a
proa se iban haciendo más y más espesas. Y al cabo de dos semanas, el sol dejó
en absoluto de salir, y no contaron con más luz que una dudosa claridad
grisácea y crepuscular que se filtraba a través de una bóveda de nubes eternas
durante el día, y una fría fosforescencia sin estrellas que se desprendía de la
cara inferior de aquellas mismas nubes por la noche. Al vigésimo día avistaron
un gran farallón desgarrado, a lo lejos, que era el primer vestigio de tierra
que divisaban desde que dejaron atrás la nevada cumbre del Arán. Carter
preguntó al capitán el nombre de aquella roca, pero le dijeron que no tenía
nombre y que ningún barco se le aproximaba jamás a causa de ciertos ruidos que
brotaban de su interior durante la noche. Y cuando, después de anochecer, salió
de aquella roca granítica un aullido lastimero e incesante, el viajero se
alegró de saber que no se detendrían allí, y de que aquella roca no tuviera
nombre alguno. La tripulación rezó y cantó hasta ahogar el aullido, y Carter
tuvo unos sueños terribles en las primeras horas de la madrugada.
Dos mañanas
después de avistar la roca aulladora, apareció a lo lejos, hacia el oeste, una
formación de elevados picachos cuyas cimas se perdían entre las nubes perpetuas
de aquel mundo crepuscular; y al verlos, los marineros entonaron alegres
canciones y algunos se arrodillaron sobre cubierta para rezar, por lo que
Carter comprendió que estaban llegando a la tierra de Inquanok, y que no
tardarían en atracar en los muelles de basalto de la gran ciudad que llevaba el
nombre del país. Hacia mediodía apareció el oscuro perfil de la costa, y antes
de las tres vieron surgir hacia el norte las cúpulas bulbosas y las fantásticas
agujas de la ciudad de ónice. Singular y extraña, aquella ciudad arcaica se
erguía amurallada tras los espigones del puerto, y era toda de un delicado
color negro ornada con volutas, estrías y arabescos de oro. Sus casas eran
altas y tenían muchas ventanas; y las fachadas estaban adornadas con flores
esculpidas y motivos cuya oscura simetría deslumbraba los ojos con su belleza
más esplendorosa que la luz. Algunas estaban coronadas de hinchadas cúpulas que
terminaban en afilada punta, otras eran pirámides escalonadas rematadas por
minaretes que ponían de manifiesto una imaginación desbordante. Las murallas
eran bajas y tenían numerosas puertas, cada una de las cuales estaba coronada
por un gran arco mucho más alto que las almenas del propio muro, rematado por
la cabeza de un dios, tallada con la misma perfección que el rostro monstruoso
del lejano Ngranek. En una colina del centro de la ciudad se alzaba una torre
de dieciséis lados cuyas proporciones eran aún mayores que las de los restantes
edificios, y cuyo altísimo campanario terminaba en un capitel sustentado por
una cúpula aplastante. Este era, según los marineros, el Templo de los Dioses
Arquetípicos, gobernado por un Sumo Sacerdote ya viejo y entristecido por
tantos secretos misteriosos.
De tiempo en
tiempo, el tañido de una extraña campana estremecía el aire de la ciudad de
ónice; y cada vez que sonaba, era contestado por unos sones místicos que
ejecutaba un conjunto de cuernos, violas y voces. Y de una fila de trípodes que
se alineaban en una galería rodeando la elevada cúpula del templo, brotaba en
algunos momentos un resplandor de fuego; pues debe decirse que los sacerdotes y
las gentes de esta ciudad son prudentes observadores de sus ritos primordiales
y fieles conservadores de los himnos de los Grandes Dioses, tal como se
conservan en ciertos pergaminos más antiguos aún que los Manuscritos
Pnakóticos. Al cruzar el barco la inmensa escollera de basalto y entrar en
puerto, se hicieron audibles los ruidos menudos de la ciudad, y Carter vio
numerosos esclavos, marineros y mercaderes por los muelles. Los marineros y los
mercaderes tenían el mismo extraño rostro de los dioses; pero los esclavos eran
achaparrados, de ojos oblicuos y, por lo que se decía, habían venido
atravesando la infranqueable cadena de montes -o evitándola quizá, dando un
rodeo- desde los valles del otro lado de la meseta de Leng. Los muelles se
extendían fuera de las murallas de la ciudad, y en ellos se amontonaba todo
género de mercancías descargadas de las galeras fondeadas allí; y en un extremo
había grandes depósitos de ónice, labrado o sin labrar, en espera de ser
embarcados con destino a los lejanos mercados de Rinar, de Ogrothan y de
Celephais.
Aún no había
empezado a anochecer, cuando el oscuro barco atracó a un muelle de piedra, y
todos los marineros y mercaderes bajaron y penetraron en la ciudad por el
pórtico de elevado arco. Las calles de la ciudad estaban pavimentadas de ónice,
y unas eran amplias y rectas, y otras tortuosas y estrechas. Las casas de junto
al mar eran más bajas que el resto, y sobre los arcos de sus puertas singulares
había ciertos signos de oro en honor, al parecer, de los dioses familiares que
las favorecían. El capitán del barco llevó a Carter a una vieja taberna donde
se contrataban marineros de países exóticos, y le prometió que al día siguiente
le mostraría los encantos de la ciudad crepuscular, y le llevaría a la taberna
que frecuentaban los mineros, en las proximidades de la muralla norte. Y cayó
la noche, y se encendieron las lamparillas de bronce; y los marineros de
aquella taberna entonaron canciones de remotos lugares. Pero cuando el tañido
de la gran campana del más alto campanario vibró por toda la ciudad, y se elevó
en misteriosa respuesta el son de los cuernos y las violas acompañado de
cánticos y coros, los marineros callaron y se inclinaron en silencio, hasta que
se hubo apagado el último eco. Esta es una de las rarezas y prodigios de la
ciudad crepuscular de Inquanok, cuyos habitantes temen descuidar sus ritos por
miedo a que se abatan sobre ellos una maldición y una venganza
insospechadamente próximas.
En un rincón
oscuro de aquella taberna vio Carter una silueta achaparrada que le impresionó
desagradablemente; se trataba, sin lugar a dudas, de aquel mercader de ojos
rasgados que había visto en las tabernas de Dylath-Leen del cual se decía que
traficaba con los horribles poblados de piedra de Leng, jamás visitados por
hombres de sano juicio, y cuyos fuegos malignos se ven en la noche de lejos.
También se decía de aquel individuo que tenía tratos con ese gran sacerdote
indescriptible que oculta su rostro bajo una máscara de seda y vive solitario
en un prehistórico monasterio de piedra. Los ojos de este hombre habían
mostrado un brillo especial de inteligencia la vez que oyera a Carter preguntar
a los mercaderes de Dylath-Leen por la inmensidad fría y la ciudad de Kadath. Y
en verdad, su presencia ahora en la oscura y encantada ciudad de Inquanok no
tenía nada de tranquilizadora. Antes de que Carter pudiera dirigirle la
palabra, desapareció furtivamente de la taberna; y los marineros le dijeron
después que había venido en una caravana de yaks procedente de algún lugar no
bien determinado, cargada de colosales y sabrosísimos huevos de los fabulosos
pájaros shantaks para trocarlos por las finas copas de jade que otros
mercaderes traían de Ilarnek.
A la mañana siguiente,
el capitán llevó a Carter por las calles de ónice de Inquanok, oscuras bajo el
cielo crepuscular. Las puertas taraceadas y las fachadas cubiertas de frescos y
bajorrelieves, los balcones labrados y los miradores acristalados,
resplandecían con un encanto misterioso y sombrío; y a cada paso se abrían ante
ellos nuevas plazas adornadas de negros pilares, columnatas y estatuas de seres
extraños, a la vez humanos y fabulosos. Casi todas las perspectivas, ya fueran
de calles largas y rectas o de callejones laterales, y las cúpulas bulbosas,
las agujas de campanario y los tejados cubiertos de arabescos, eran
indeciblemente fantásticos y bellos. Pero nada resultaba tan fabuloso como la
majestuosa mole central del gran Templo de los Dioses Arquetípicos: la inmensa
torre de dieciséis caras, todas ellas esculpidas, con su cúpula aplastada y su
elevadísimo campanario coronado por un capitel que descollaba por encima de
todos los edificios. Y a oriente, muy lejos de los muros de la ciudad, más allá
de los vastos pastizales, se elevaban los flancos grises de aquellos picos
infranqueables tras los que, según se decía, estaba la espantosa meseta de
Leng.
El capitán
condujo a Carter a aquel templo imponente que rodea un jardín tapiado en una
gran plaza circular de donde parten las calles como los rayos de una rueda. Las
siete puertas del jardín, con sus elevados arcos coronados de rostros
esculpidos como los de las puertas de la ciudad, están siempre abiertas; y las
gentes pasean respetuosas por los senderos enlosados y por los caminos
flanqueados de bustos extravagantes y de altares consagrados a las divinidades
menores. Hay allí surtidores, estanques y fuentes de ónice donde se reflejan
las llamas de los trípodes que con frecuencia se encienden en la elevada terraza;
y en sus aguas se agitan unos pececillos luminosos traídos por los buzos de las
regiones más profundas del océano. Cuando el grave tañido de la campana del
templo hace estremecer el aire quieto del jardín y de la ciudad toda, y la
respuesta de cuernos, violas y cánticos brota de los siete recintos que
flanquean las puertas del jardín, salen de las siete puertas del templo las
largas columnas de los sacerdotes encapuchados, envueltos en negros ropajes,
portando en las manos grandes cuencos dorados de los que emana un vapor
singular. Y las siete columnas discurren en fila de a uno, caminando todos con
las piernas estiradas y sin doblar las rodillas, hasta los siete recintos, en
donde desaparecen para no volver a salir. Se dice que unos pasadizos subterráneos
comunican tales recintos con el templo, y que las largas filas de sacerdotes
vuelven al templo por dicho camino; y corre el rumor también de que hay unas
escaleras de ónice que descienden a unas profundidades cuyos misterios no se
han revelado jamás. Y hay incluso quienes insinúan que esos sacerdotes
encapuchados no son seres humanos.
Carter no
entró en el templo; porque a nadie le está permitido hacerlo, excepto al rey
Velado. Pero antes de salir del jardín sonó la campana, y oyó su tañido
vibrante y ensordecedor, y el gemido de cuernos violas y cánticos que provenía
de los recintos que estaban junto a las puertas. Y comenzaron a desfilar por
las siete grandes avenidas, con su paso singular, las largas filas de
sacerdotes portadores de cuernos; y provocaron en el viajero un malestar que
ningún sacerdote humano habría podido causarle jamás. Cuando hubo desaparecido
el último, el capitán y él se marcharon del jardín; y vieron al pasar una
mancha que había quedado en el pavimento, de algo que había caído de los
cuencos. Ni aun al capitán le gustó la mancha aquella, y apremió a Carter para
que fuera sin más tardanza a visitar la colina donde se eleva el maravilloso
palacio de múltiples cúpulas, en donde mora el rey Velado.
Las calles que
conducen al palacio de ónice son todas
empinadas y estrechas, excepto una ancha y sinuosa por la que el rey y sus
acompañantes cabalgan sobre yaks. Carter y su guía subieron por un callejón
escalonado, entre muros labrados que ostentaban extraños signos trazados en
oro, y pasaron por debajo de balcones y miradores de donde salían a veces
melodías y efluvios de exótica fragancia. Ante ellos seguían elevándose los
muros titánicos, los imponentes contrafuertes, y las apiñadas y bulbosas
cúpulas por las que es tan famoso el palacio del rey Velado; y finalmente
cruzaron por debajo de un gran arco de color negro, y desembocaron en los
jardines de recreo del monarca. En ellos se detuvo Carter maravillado de tanta
belleza: las terrazas de ónice y los paseos bordeados de columnas, los alegres
parterres y los delicados arbustos floridos, las enredaderas abrazadas a
doradas celosías, las urnas de bronce y los trípodes de primorosos
bajorrelieves, las fantásticas estatuas erguidas en pedestales de mármol
veteado, las fuentes de fondos basálticos en cuyas aguas rebullían pececillos
luminosos, los templetes diminutos llenos de iridiscentes pajarillos cantores,
construidos en lo alto de columnas esculpidas, los maravillosos relieves de las
grandes puertas de bronce, y las parras florecientes que trepaban por toda la
superficie de los bruñidos muros, se unían para formar un escenario cuya
belleza superaba cualquier realidad hasta el punto de parecer casi fabulosa aun
en el propio país de los sueños. Todo resplandecía como una visión gloriosa
bajo el crepuscular cielo gris; y frente a todo ello se alzaba la magnificencia
del palacio con sus cúpulas y esculturas, y el perfil fantástico de los lejanos
picos infranqueables a la derecha del fondo. Y los pajarillos y las fuentes
cantaban eternamente, mientras el perfume de exóticas flores se extendía como
un cendal por todo aquel jardín increíble. No había allí más seres humanos que
ellos dos, y Carter se alegraba de que fuera así. Luego bajaron otra vez por el
callejón de peldaños de ónice, porque a ningún visitante le está permitida la
entrada al palacio, y no conviene demorarse contemplando la gran cúpula
central; pues se dice que en ella se aloja el arcaico antecesor de todos los
míticos pájaros shantaks, y éste puede enviar extraños sueños a los curiosos.
Después, el
capitán llevó a Carter al barrio norte de la ciudad, próximo a la Puerta de las Caravanas,
donde se hallan las tabernas que frecuentan los mercaderes de las caravanas de
yaks, así como los mineros de las canteras de ónice. Y allí, en una taberna de
techo bajo, entre trabajadores de canteras, se dieron la despedida: el capitán
se fue a sus negocios, y Carter estaba impaciente por charlar con los mineros
sobre aquellas misteriosas regiones del norte. La taberna estaba atestada de
gente, y el viajero no esperó mucho tiempo para dirigirse a algunos de aquellos
hombres. Se presentó diciendo que era un antiguo minero de las canteras de
ónice y que deseaba conocer algunos detalles de las canteras de Inquanok. Pero
la información que obtuvo no añadió gran cosa a lo que ya sabía, porque los
mineros eran tímidos y evasivos en lo que se refiere al frío desierto del norte
y a la cantera jamás visitada por seres humanos. Tenían miedo de los
legendarios emisarios que venían de la parte de las montañas, donde se dice que
está la meseta de Leng, y de las presencias malignas y los abominables
centinelas que velan en el norte por entre las rocas. Y decían, no sin cierto
temor, que los pájaros shantaks no son criaturas benéficas y normales, y que en
definitiva, era una suerte que nadie hubiera visto jamás ningún ejemplar (ya
que al legendario antecesor de los shantaks, al que habita en la cúpula real,
se le alimenta en la oscuridad más completa).
Al día
siguiente, Carter alquiló un yak, diciendo que deseaba reconocer las distintas
minas y visitar las granjas dispersas y los lejanos pueblecitos de ónice del
país de Inquanok, y llenó hasta arriba las enormes alforjas de cuero, dispuesto
a emprender el viaje. Una vez franqueada la Puerta de las Caravanas, la carretera seguía
recta entre campos cultivados y multitud de extrañas casitas de campo rematadas
por cúpulas aplastadas. El explorador se detuvo en algunas de ellas a
preguntar; y una de las veces dio con un anfitrión tan adusto y reservado, de
una majestuosidad y unos rasgos tan asombrosamente parecidos a los del rostro
del Ngranek, que en el mismo momento en que lo vio tuvo por cierto que había
llegado ante la presencia de uno de los Grandes Dioses en persona; al menos,
ante alguien por cuyas venas corrían nueve décimas partes de sangre divina,
aunque viviera entre los hombres. Y al dirigirse a aquel adusto y reservado
campesino, tuvo mucho cuidado en hablar bien de los dioses y en agradecer todos
los favores que siempre le habían concedido.
Aquella noche
acampó Carter en un prado contiguo a la carretera, bajo un árbol lygath, a cuyo tronco ató el yak, y por
la mañana reanudó su peregrinaje hacia el norte. A eso de las diez de la mañana
llegó al pueblo de Urg, de pequeñas cúpulas, donde suelen pararse a descansar
los traficantes y los mineros de ónice, y se cuentan sus incidencias. Allí se
detuvo también Carter, y dio una vuelta por las tabernas hasta el mediodía. En
Urg es donde la gran ruta de las caravanas tuerce hacia el oeste en dirección a
Selarn, pero Carter continuó hacia el norte por la ruta de las canteras.
Durante toda la tarde estuvo viajando por aquella senda ascendente, algo más
estrecha que la gran calzada, que atravesaba una región en la que ya se veían
más rocas que campos cultivados. Y al anochecer, las lomas de la izquierda se
habían convertido ya en negros peñascos de considerable elevación, y Carter
comprendió que estaba muy cerca de la cuenca minera. Durante todo este tiempo,
los desnudos flancos de los montes infranqueables se elevaron a su derecha,
allá en la lejanía, y cuanto más se adentraba en aquellas regiones, peores
cosas oía decir de aquellos montes, a los granjeros, a los traficantes y a los
carreteros que conducían sus pesados carruajes cargados de ónice por los
caminos.
La segunda
noche acampó al abrigo de un enorme peñasco negro, atando su yak a una estaca
clavada en el suelo. Observó la inmensa fosforescencia de las nubes en aquella
región septentrional, y más de una vez le pareció ver recortarse contra ellas
ciertas sombras oscuras. Y al tercer día llegó a la primera cantera de ónice, y
saludó a los hombres que trabajaban allí con picos y cinceles. Y antes de que
empezara a caer la tarde, había dejado atrás otras once canteras. El terreno
aquí era muy accidentado, con infinidad de farallones y riscos de ónice, y en
el suelo no había forma alguna de vegetación, sino sólo fragmentos enormes de
rocas esparcidas por la tierra negra; y los infranqueables picos grises
alzándose desnudos y siniestros a su derecha. La tercera noche la pasó en un
campamento de canteros, cuyos fuegos vacilantes arrojaban fantásticos reflejos
sobre los bruñidos peñascos del oeste. Y cantaron muchas canciones y relataron
muchas historias, poniendo de manifiesto tan insospechados conocimientos sobre
los tiempos antiguos y las costumbres de los dioses, que Carter quedó
convencido de que ello se debía a los muchos recuerdos latentes que habían
heredado de sus antepasados los Grandes Dioses. Le preguntaron adónde se
dirigía, advirtiéndole que no debía adentrarse demasiado al norte, pero él
contestó que estaba buscando nuevos yacimientos de ónice y que no se
arriesgaría más de lo que es habitual entre los prospectores. Por la mañana se
despidió de ellos y siguió su camino hacia el tenebroso norte, donde, según le
dijeron, encontraría la temida y jamás visitada cantera de la que unas manos
más antiguas que las del hombre habían arrancado bloques prodigiosos. Pero,
cuando ya se volvía por última vez a decirles adiós, le pareció ver aproximarse
al campamento la figura achaparrada del viejo y escurridizo mercader de ojos
oblicuos, cuyo supuesto comercio con los seres de Leng era objeto de
habladurías en la lejana Dylath-Leen. Y esto no le gustó nada.
Después de
cruzar dos canteras más, terminó la zona habitada de Inquanok; el camino se
estrechó convirtiéndose en un empinado sendero de yaks, flanqueado de peñascos
siniestros y negros. Los picos distantes y austeros se alzaban a su derecha, y
a medida que Carter se adentraba más y más en aquella región inexplorada, todo
se le iba volviendo más oscuro y más frío. No tardó en comprobar que el negro
sendero carecía de huellas y de pisadas de yak y que, en efecto, aquellos
caminos desiertos y extraños databan de tiempos remotos. De cuando en cuando
cruzaba graznando algún cuervo, o se oían fuertes aleteos tras alguna roca, lo
que le hacía pensar con inquietud en las leyendas que corrían sobre los pájaros
shantaks. Pero lo esencial era que él estaba solo con su lanuda montura y lo
que le preocupaba era observar que su excelente yak se resistía cada vez más a
avanzar, notándole más predispuesto por momentos a sobresaltarse al menor
ruido.
El sendero se
estrechó a continuación entre paredes negras y relucientes, y comenzó a
ascender por una pendiente más pronunciada que la anterior. El suelo era poco
seguro y el yak resbalaba con frecuencia en las piedras esparcidas en el mismo
sendero. Al cabo de dos horas, Carter descubrió ante sí una cresta de contornos
definidos, más allá de la cual sólo se veía un tenebroso cielo gris, y se
sintió aliviado ante la perspectiva de encontrar un trecho llano o cuesta
abajo. No obstante, no fue empresa fácil coronar esa cresta, ya que la
pendiente se pronunciaba hasta hacerse casi perpendicular, resultando muy
peligrosa a causa de la grava y las piedras sueltas. Finalmente, Carter
desmontó y, apoyando los pies lo mejor que podía, condujo a su atemorizado yak,
empujándolo con todas sus fuerzas cuando el animal tropezaba o no quería
seguir. Y luego, de pronto, llegó a la cima; y miró ante sí y se quedó mudo de asombro
al ver lo que tenía delante.
El desfiladero
seguía recto y bajaba una suave pendiente, flanqueado por unas paredes de roca
natural, como antes; pero a mano izquierda se abría un vacío monstruoso de una
amplitud de muchísimos acres, de donde algún arcaico poder había cortado y
arrancado los farallones originales de ónice, transformando el abismo en una
cantera de gigantes. En la lejana pared opuesta del precipicio, resaltaba aún
la huella de una gubia gigantesca; y en el fondo, la tierra mostraba inmensas
oquedades. No era una cantera abierta por los hombres, y los huecos que
quedaban en sus muros eran enormes y rectangulares, lo que daba una idea de las
dimensiones de aquellos bloques que, según decían, fueron labrados un día por
manos y cinceles de seres innominados. Arriba, por encima de las rocas
desgarradas, planeaban y graznaban cuervos enormes; y los vagos rumores que
brotaban de las profundidades delataban la presencia de murciélagos o de urhags, o quizá de seres menos
mencionables que habitan en la absoluta negrura. Carter se quedó parado en el
estrecho desfiladero, bajo la luz mortecina del crepúsculo, sin atreverse a
avanzar por la rocosa senda que descendía ante él: a su derecha, los altísimos
peñascos de ónice se elevaban hasta perderse de vista; a su izquierda, la roca
mostraba cortes gigantescos y terribles que hacían pensar en una cantera
sobrenatural.
Bruscamente,
el yak dejó escapar un mugido y se revolvió enloquecido, saltó por encima de
Carter y salió disparado, preso de pánico, desapareciendo en seguida por el
angosto desfiladero en dirección norte. Las piedras pateadas en su precipitada
fuga rodaron hasta el borde de la cantera y se perdieron en el vacío tenebroso,
sin que un solo ruido brotara del fondo. Pero Carter ignoraba los peligros de
aquel sendero y echó a correr en pos de su asustada montura. No tardaron en
reaparecer las rocosas paredes de la izquierda y el desfiladero se volvió a
estrechar formando una especie de callejón; y el viajero siguió corriendo en
persecución del yak, cuyas huellas profundas ponían de manifiesto lo
desesperado de su huida.
Por un
momento, le pareció oír el desesperado patear del animal y, por esta señal,
redobló su esfuerzo en la carrera. Así recorrió varias millas; y poco a poco,
el camino se fue ensanchando, hasta que consideró que no tardaría mucho en
desembocar en el frío y espantoso desierto del norte. Los flancos desnudos y
grises de los infranqueables picos lejanos se hicieron visibles de nuevo por
encima de los roquedales de la derecha, y frente a él aparecieron los peñascos
y farallones de un espacio abierto, evidente antesala de la tenebrosa e
ilimitada planicie. Otra vez llegó hasta sus oídos el furioso patear de la
tierra, y con más claridad que la anterior. Pero ahora, en vez de animarle, le
causó auténtico terror, porque se dio cuenta que no eran pisadas de yak.
Aquella manera de patear era despiadada, deliberada y, además, sonaba detrás de
él.
La persecución
del yak se convirtió para Carter en huida de un ser invisible; porque, aunque
no se atrevía a mirar hacia atrás, sentía que la presencia que venía tras él no
tenía nada de normal o de definible. Su yak debió haberla oído o presentido
antes, y Carter prefirió no preguntarse si aquello le vendría siguiendo desde
que saliera de la tierra de los hombres, o habría surgido tras él en el pozo
negro de la cantera. Entretanto, las paredes rocosas habían quedado atrás, así
que la noche inminente se precipitó sobre una inmensa extensión de arena y
rocas espectrales donde se perdían todos los senderos. No pudo encontrar las
huellas del yak, pero tras él siguió oyendo aquel detestable patear, acompañado
de cuando en cuando por lo que a él se le figuraba un gigantesco aleteo
nervioso. Se dio cuenta con desazón de que iba perdiendo terreno y de que se había
extraviado en aquel desierto de rocas impasibles y arenas jamás holladas.
Unicamente aquellos remotos e infranqueables picos de su derecha le servían de
punto de referencia, pero cada vez se distinguían con menos claridad, a medida
que la vaga luz crepuscular cedía paso a una fosforescencia enfermiza que
provenía de las nubes.
Después, hacia
el norte, en la oscuridad cada vez mayor, divisó, confusa y brumosa, una cosa
terrible. Durante unos momentos la tomó por una cadena de montañas, pero luego
vio que se trataba de algo más. La fosforescencia de las nubes amenazadoras la
delató claramente, y aun perfiló sus siluetas contra el resplandor de los
vapores del horizonte. No pudo calcular a qué distancia se encontraba, pero
debía estar muy lejos. Tenía miles de pies de altura y formaba un inmenso arco
cóncavo desde los infranqueables picos grises de oriente a los desconocidos
espacios de occidente; sin duda había sido alguna vez una cordillera de
imponentes montañas de ónice. Pero esas montañas habían dejado de serlo, porque
unas manos más grandes que las del hombre las habían modelado. Silenciosas y
acurrucadas en el techo del mundo, como lobos o vampiros, coronadas de nubes y
brumas, aquellas siluetas custodiaban eternamente los secretos del norte.
Formando semicírculo, parecían monstruosos perros guardianes con las patas
derechas levantadas en un gesto amenazador contra la humanidad.
La luz
temblona de las nubes hacía el efecto de que se movían sus dobles cabezas
mitradas; pero al seguir adelante, Carter vio levantarse de sus tocados
sombríos unas formas cuyo movimiento no podía ser producto de la ilusión.
Aquellas formas aladas se fueron agrandando por momentos, y el viajero
comprendió que su peregrinación había llegado a su fin. No se trataba de
pájaros o de murciélagos comunes en otros lugares de la tierra o en el país de
los sueños, ya que eran más grandes que un elefante y tenían cabeza de caballo.
Carter presintió que aquellos eran los pájaros shantaks de tenebrosa fama; y ya
no tuvo duda sobre qué perversos guardianes e innominados centinelas hacían que
los hombres evitasen el destierro rocoso de la región septentrional. Y cuando
ya se detuvo resignado, miró por fin tras de sí y vio venir al achaparrado
mercader de ojos oblicuos y mala fama, a horcajadas sobre un escuálido yak, a
la cabeza de una borda repugnante de torvos shantaks cuyas alas aún se veían
sucias del barro y el salitre de los pozos inferiores.
Aunque
atrapado por las fabulosas pesadillas hipocéfalas y aladas que formaban a su
alrededor un círculo diabólico, Randolph Carter no llegó a desmayarse. Aquellas
quimeras espantosas se erguían gigantescas por encima de él. El mercader de
ojos oblicuos desmontó de su yak y se plantó delante del prisionero con una
sonrisa burlona. Entonces le hizo una seña para que subiera a lomos de uno de
aquellos repugnantes shantaks; y le ayudó, al ver que trataba de vencer su
repugnancia. Difícil resultó la tarea de subir, porque los pájaros shantaks, en
vez de plumas, tienen escamas muy resbaladizas. Cuando Carter se hubo
acomodado, el hombre de los ojos oblicuos saltó tras él, dejando que uno de los
increíbles colosos voladores se llevara a su escuálido yak hacia el norte, en
dirección al círculo de montañas esculpidas.
Lo que siguió
fue un espantoso torbellino a través del espacio glacial. Hacia el este,
volaron sin descanso en dirección a los desnudos flancos grises de aquellos
picos infranqueables, tras los cuales dicen que se encuentra la meseta de Leng.
Se elevaron muy por encima de las nubes, hasta que Carter vio por debajo de
ellos las legendarias cumbres que las gentes de Inquanok jamás han contemplado,
envueltas siempre en altísimos velos de niebla resplandeciente. Y las fue
viendo desfilar con toda nitidez, y en lo más alto de sus picos descubrió unas
cavernas que le recordaron las del monte Ngranek; pero renunció a hacer
preguntas a su apresor, al darse cuenta de que estos parajes provocaban un
miedo singular, tanto en él como en el hipocéfalo shantak, el cual voló
nerviosamente, preso de una tensión extrema, hasta que las dejaron muy atrás.
El shantak
descendió entonces, y bajo un dosel de nubes apareció una llanura gris y yerma
donde se veían arder fuegos muy diseminados. Al bajar, pudieron descubrir de
cuando en cuando alguna casita solitaria, de granito, y poblados de negra
piedra cuyas minúsculas ventanas brillaban con pálida luz. Y de estas casas de
campo y de estos poblados se elevaban unos sones agudos de flautas y horribles
ritmos de crótalos, lo que corroboró inmediatamente la exactitud de los rumores
que corrían entre las gentes de Inquanok. Los viajeros han escuchado tales
ruidos y saben que provienen únicamente de esa región desierta y fría que las
gentes sensatas jamás visitarán, de ese siniestro lugar de maldad y misterio
que es la meseta de Leng.
Unas formas
oscuras danzaban alrededor de las débiles hogueras, y Carter sintió curiosidad
por averiguar qué clase de criaturas podían ser aquellas; las gentes normales
no han estado nunca en Leng, y sólo han podido verse de lejos el resplandor de
sus hogueras y sus casas de piedra. Aquellas formas saltaban con lentitud y
torpeza, y se retorcían en contorsiones y movimientos sumamente desagradables
de presenciar; así que Carter no se extrañó ya de la monstruosa perversidad que
les atribuían las vagas leyendas, ni del miedo que suscitaban en todo el país
de los sueños esta meseta helada y detestable. Al volar más bajo el shantak, la
repugnancia que le inspiraban los danzantes se tiñó de cierta perversa
familiaridad. El prisionero clavó los ojos en ellos y buscó en su atormentada
memoria la clave que le indicara dónde había visto anteriormente parecidas
criaturas.
Brincaban como
si tuvieran pezuñas en lugar de pies, y parecían llevar una especie de peluca o
yelmo provisto de cuernos pequeños. No llevaban encima nada más, aunque su
cuerpo estaba casi completamente cubierto de pelo. Tenían un rabo diminuto y,
cuando miraron hacia arriba, Carter observó la excesiva anchura de sus bocas.
Entonces recordó qué eran y por qué lo que llevaban en la cabeza no podía ser a
fin de cuentas ni peluca ni yelmo. Los misteriosos pobladores de Leng no eran
sino los mismísimos repugnantes mercaderes de las negras galeras que vendían
rubíes en Dylath-Leen. ¡Los mercaderes semihumanos, esclavos de las entidades
lunares con cuerpo de sapo! Eran, sin lugar a dudas, los mismos seres que
habían capturado a Carter, hacía ya mucho tiempo, llevándoselo en su pestilente
galera; los mismos que él había visto conducir en manadas por los sucios
muelles de aquella execrable ciudad lunar, donde los más flacos trabajaban y
los más cebados eran transportados en grandes canastas para satisfacer otras
necesidades de sus amos poliposos y amorfos. Ahora veía claro de dónde
procedían aquellas criaturas ambiguas; y se estremeció ante el pensamiento de
que sin duda, la meseta de Leng era conocida de antiguo por las abominaciones
de cuerpo de sapo que habitan en la luna.
Pero el
shantak siguió volando y dejó atrás las hogueras, las construcciones de piedra
y los danzantes no enteramente humanos, y se elevó por encima de los estériles
montes de granito gris de las sombrías inmensidades de rocas, hielo y nieve.
Llegó el día, y la fosforescencia de las nubes cedió ante la luz difusa de
aquel mundo septentrional; y el infame pájaro aún siguió volando con determinación,
rodeado de frío y de silencio. A veces, el hombre de los ojos oblicuos hablaba
a su montura en una abominable lengua gutural, y el shantak contestaba con un
sonido chirriante y rasposo como si arañara contra un suelo de cristal. Durante
todo este tiempo, el terreno fue haciéndose más elevado, y finalmente, llegaron
a una meseta barrida por el viento, que parecía el mismo techo de un mundo
agonizante y olvidado. Allí, en la quietud, en el crepúsculo, en el frío, se
alzaban solitarios los toscos sillares de un edificio ancho, macizo y sin
ventanas rodeado de un círculo de rudos monolitos. En la disposición de
aquellos elementos no había nada humano, y Carter dedujo por ciertas
referencias que habían llegado al más espantoso y legendario de los lugares: al
remoto y prehistórico monasterio donde vive solitario el Gran Sacerdote que no
debe ser mencionado, el cual oculta su rostro bajo una máscara de seda y adora
a los Dioses Otros y a Nyarlathotep, el caos reptante.
El repugnante
pájaro se posó entonces en el suelo, y el hombre de los ojos oblicuos saltó a
tierra y ayudó a bajar a su prisionero. Carter comprendía demasiado bien con
qué objeto le había apresado; saltaba a la vista que el mercader de ojos
oblicuos era agente de potencias más sombrías y deseaba llevar ante sus amos a
un mortal cuya presunción había llegado al extremo de pretender llegar a la
ignorada Kadath para formular una petición a los Grandes Dioses, en su propio
castillo de ónice. Y parecía muy probable que este mercader fuera el causante
de su primer rapto, perpetrado por los esclavos de las entidades lunares en
Dylath-Leen. Y ahora pretendía seguramente llevar a cabo lo que los gatos
habían frustrado la vez anterior: conducir a la víctima hasta el monstruoso
Nyarlathotep y contarle con qué osadía había intentado buscar la desconocida
Kadath. La meseta de Leng y la inmensidad fría que se extiende al norte de
Inquanok debían de estar muy próximas a los Dioses Otros, y el paso de allí a
la ciudad probablemente se encontraría muy custodiado.
El hombre de
los ojos oblicuos era menudo, pero el gigantesco pajarraco hipocéfalo estaba
allí para que se le obedeciera, de modo que Carter le siguió. Entraron, pues,
en el interior del círculo de menhires y cruzaron luego una puerta de arco muy
bajo que daba acceso al pétreo monasterio sin ventanas. No había luz en el
interior, pero el perverso mercader encendió una lamparita de arcilla adornada
con morbosos bajorrelieves, y empujó a su prisionero a través de un laberinto
de estrechos pasadizos. En las paredes de aquellos corredores había espantosas
escenas pintadas, más antiguas que la historia, y cuyo estilo habría resultado
desconocido para cualquier arqueólogo de la tierra. Después de incontables
milenios, aún se conservaban frescos los colores, porque el frío y la sequedad
de la espantosa Leng permiten la supervivencia de muchas cosas de tiempos
primordiales. Carter pudo verlas fugazmente a la luz vacilante de la lámpara, y
se estremeció al descubrir lo que tales escenas contaban.
Estos frescos
arcaicos relataban los anales de Leng; y en ellos los seres astados con pezuñas
y boca inmensa, casi humanos, danzaban perversamente en medio de ciudades
olvidadas. Había escenas de antiguas guerras, en las que los seres casi humanos
de Leng luchaban contra las arañas hinchadas y purpúreas de los valles vecinos;
y había escenas también en las que se narraba la llegada de las negras galeras
de la luna, y el sometimiento del pueblo de Leng a los seres poliposos y
amorfos que salían de ellas arrastrándose o retorciéndose de manera repugnante.
Aquellos seres viscosos de color gris blancuzco habían sido adorados entonces
como dioses, y ni un lamento se escapó del pueblo sometido cuando vio cómo se
llevaban por docenas a los machos más gordos en las galeras negras. Las
monstruosas bestias lunares habían establecido su campamento en una escarpada
isla del mar; y Carter pudo deducir de aquellos frescos que dicha isla no era
otra que la innominada roca solitaria que había visto cuando navegaba rumbo a
Inquanok: la roca maldita que evitaron los marineros de Inquanok, y de la que
brotaban perversos aullidos al caer la noche.
Y también
representaban las pinturas aquellas el gran puerto y la capital de los seres
casi humanos, ciudad portentosa y altiva cuyos pilares se alzaban entre
acantilados y muelles de basalto, y cuyos elevados templos y amplias plazas
estaban adornadas con estatuas. Tenía jardines inmensos y calles flanqueadas de
columnas que conducían desde los acantilados, y de cada una de las seis puertas
coronadas por una esfinge, a una inmensa plaza central; y en esta plaza había
un par de colosales leones alados custodiando la entrada de una escalera
subterránea. Aquellos enormes leones alados estaban representados muchas veces
en los frescos, relucientes sus poderosos costados de diorita, a la luz
grisácea del crepúsculo durante el día, o bajo la fosforescencia brumosa de las
nubes durante la noche. Y a fuerza de pasar por delante de las numerosas
pinturas de esta ciudad, Carter comprendió finalmente lo que realmente
significaban, y cuál era la ciudad que los seres casi humanos habían gobernado
antes de que llegaran las negras galeras. No cabía error alguno, ya que las
leyendas del País de los Sueños son abundantes y elocuentes. Aquella ciudad
era, con toda seguridad, nada menos que la famosa Sarkomand, cuyas ruinas se
blanqueaban al sol desde hacía más de un millón de años, antes de que el primer
ser auténticamente humano viera la luz, y cuyos titánicos leones gemelos
custodian eternamente las escaleras que descienden del país de los Sueños al
Gran Abismo.
En otros
paisajes se representaban los desnudos picachos de roca gris que separan la
meseta de Leng del país de Inquanok, y en ellos se veían los monstruosos
pájaros shantaks, que construyen sus nidos en los rebordes de sus escarpadas
laderas. Y también se veían las singulares cavernas que se abren junto a las
cumbres de los picos más elevados, mostrándose cómo aun el más atrevido de los
shantaks huye despavorido de esas cavernas. Carter las había visto al volar por
encima de la cordillera, observando la semejanza que tenían con las del
Ngranek. Ahora veía claro que este parecido era más que una mera casualidad, ya
que en aquellos cuadros se representaban a sus terribles inquilinos, cuyas alas
membranosas, cuernos retorcidos, rabos puntiagudos, zarpas prensiles y cuerpos
grumosos no le resultaban extraños en absoluto. Había visto anteriormente esas
criaturas rapaces de vuelo silencioso, esos guardianes sin alma del Gran Abismo
a quienes temen incluso los Grandes Dioses, cuyo señor no es Nyarlathotep, sino
el venerable Nodens. Se trataba de las descarnadas alimañas de la noche, que
jamás ríen ni sonríen porque carecen de rostro, y que vuelan sin fin en la
oscuridad que se extiende entre el Valle de Pnath y los pasos que dan acceso al
trasmundo.
El mercader de
los ojos oblicuos empujó entonces a Carter al interior de una gran estancia
abovedada cuyos muros estaban revestidos de impíos bajorrelieves; en el centro
se abría la boca circular de un pozo, rodeada por seis piedras de altar
cubiertas de manchas horrendas. No había la menor luz en aquella cripta
maloliente, y la lamparita del siniestro mercader alumbraba tan poco que Carter
fue reparando en los detalles muy poco a poco. En el rincón opuesto había un
alto estrado de piedra al que se subía por cinco peldaños; y allí, sentada en
su trono de oro, se hallaba una pesada figura envuelta en ropajes de seda
amarilla con dibujos en rojo, con el rostro cubierto por una máscara de seda
del mismo color. Ante esta figura, el hombre de los ojos oblicuos hizo ciertos
signos con las manos; y el que acechaba en las tinieblas respondió alzando
entre sus patas vestidas de seda una flauta de marfil y sacando de ella ciertos
sonidos repugnantes, bajo su flotante máscara amarilla. Así continuó el
coloquio durante un tiempo, y Carter comenzó a encontrar algo repugnantemente
familiar en el sonido de aquella flauta y en la fetidez de aquel lugar
nauseabundo. Todo aquello le hacía pensar en cierta horrible ciudad iluminada
por luces rojas, y en la repugnante procesión que un día desfilara por sus
calles. También le recordaba su terrible ascensión por las regiones lunares,
interrumpida cuando los fraternales gatos de la tierra se lanzaron en masa a
rescatarlo. Carter sabía que la criatura del estrado era sin duda alguna el
gran sacerdote indescriptible de quien las leyendas hacen conjeturas tan
perversas y depravadas; pero le daba miedo pensar qué clase de criatura sería
aquel detestable sacerdote, en realidad.
Entonces,
inadvertidamente, la figura de seda descubrió un poco una de sus zarpas
grisáceas, y Carter se dio cuenta de quién era el abominable sacerdote. Y en
aquel supremo trance, el terror le empujó a hacer algo que su razón jamás se
habría atrevido a intentar; porque en su trastornada conciencia sólo había
sitio para un único deseo: el de huir de aquella cosa achaparrada encaramada en
aquel trono de oro. Sabía que se hallaba rodeado por un laberinto insalvable, y
luego por la fría meseta del exterior; sabía que más allá de la meseta aguardaban
los perversos pájaros shantaks ; y sin embargo, pese a todo, su espíritu sólo
experimentaba la imperiosa necesidad de huir de aquella viscosa monstruosidad
vestida de seda.
El hombre de
los ojos oblicuos colocó la extraña lámpara sobre uno de aquellos altares
cubiertos de horrendas manchas que rodeaban el pozo, y avanzó unos pasos para
hablar con el gran sacerdote mediante gestos de manos. Carter, que hasta
entonces se había mantenido en una actitud pasiva, dio un tremendo empujón al
hombre aquel con toda la furia salvaje de su terror, de suerte que lo precipitó
irremediablemente en el pozo, el cual se dice que llega hasta las infernales
criptas de Zin, donde los gugos entran a cazar lívidos en las tinieblas. Casi
inmediatamente, cogió la lámpara y echó a correr desatado por los laberintos de
los frescos, dejando que el azar determinase su camino, y procurando no pensar
en los apagados pasos que venían tras él ni en las abominaciones que se
retorcían y arrastraban por los tenebrosos corredores.
Unos segundos
más tarde lamentó su atolondrada precipitación, y deseó haber huido por los
pasadizos de los frescos que viera al entrar. Verdad es que eran éstos tan
confusos y se repetían con tanta frecuencia que no le habrían servido de gran
ayuda; pero le hubiera gustado intentarlo de todos modos. Los frescos que ahora
contemplaba a su paso eran aún más horribles, y precisamente por ello se dio
cuenta de que no eran éstos los corredores que conducían al exterior. Unos
momentos después observó que no le seguían y aflojó un tanto la marcha; pero
apenas había recuperado el aliento, cuando un nuevo peligro le salió al paso.
Su lámpara se estaba apagando y no tardaría en verse sumido en espesa negrura,
sin la menor señal visible que le pudiera orientar.
Cuando,
finalmente, la luz se apagó del todo, Carter continuó a tientas en la
oscuridad. Unas veces notaba que el suelo ascendía y otras que bajaba, y en una
ocasión vino a tropezar con un peldaño que no tenía ninguna razón aparente de
estar allí. Cuanto más se adentraba en el dédalo de pasadizos, más húmedo
encontraba el ambiente, y cuando se daba cuenta de que llegaba a una
bifurcación o a la entrada de algún pasadizo lateral, escogía siempre el camino
de menos pendiente hacia abajo. Estaba convencido, sin embargo, de que había
ido bajando a lo largo del trayecto; y el olor del aire soterrado y la costra
mugrienta de los muros del suelo le advertían igualmente que estaba
descendiendo a las profundidades subterráneas de la malsana meseta de Leng.
Pero nada le pudo advertir de lo que le esperaba después: sólo el hecho mismo,
súbito, sobrecogedor y fulminante. Durante unos momentos había estado avanzando
a tientas y con precaución por un suelo resbaladizo y casi horizontal, cuando,
sin previo aviso, se precipitó vertiginosamente por las tinieblas de una
galería de pendiente tan pronunciada que casi podía tomarse por un pozo
vertical.
Jamás pudo
precisar el tiempo que duró aquella espantosa caída, pero a él le pareció que
fueron horas enteras de náuseas, de delirio y de éxtasis. Al recobrarse más
tarde, se dio cuenta de que estaba en el suelo y que las nubes fosforescentes
de la noche boreal resplandecían enfermizas en las alturas. Se encontraba
rodeado de murallas derruidas y de columnas truncadas, y el pavimento sobre el
cual yacía dejaba crecer la yerba entre sus grietas, fragmentándose en
múltiples losas que los arbustos y las raíces habían levantado de su sitio.
Detrás de él se elevaba casi verticalmente, hasta perderse de vista, un
acantilado de basalto cubierto con repugnantes bajorrelieves, y en cuya parte
superior se abría un arco tallado y tenebroso que era por donde acababa él de
caer. Ante Carter se extendía una doble fila de pilares, fragmentos y basas de
columnas que marcaban el lugar donde antiguamente había existido una amplia
calle ahora desaparecida. Por las urnas y fuentes que jalonaban el camino
comprendió que, en sus días, esta calle había estado rodeada de parques. Al
final, los pilares se abrían en torno a una plaza redonda, y en aquel círculo
descollaban, gigantescas, bajo las cárdenas nubes de la noche, un par de
estatuas monstruosas. Se trataba de los inmensos leones alados de diorita,
cuyas cabezas grotescas e indemnes se alzaban en las sombras hasta una altura
de más de veinte pies, y parecían gruñir con gesto amenazador a las ruinas que
les rodeaban. Carter sabía muy bien qué significaban, puesto que la leyenda
sólo habla de una pareja de leones como ésta. Se trata sin duda de los
imperturbables guardianes del Gran Abismo; por consiguiente, las ruinas pertenecían
a la auténtica ciudad primordial de Sarkomand.
Lo primero que
hizo Carter fue obstruir la boca de la cueva por donde había caído mediante
bloques sueltos y piedras que había por allí. No quería llevar tras de sí a
ningún servidor del maligno monasterio de Leng, puesto que por el largo camino
que aún tenía delante le acecharían muchos otros peligros. No tenía ni idea de
qué dirección tomar para ir de Sarkomand a las regiones habitadas del País de
los Sueños. Tampoco sacaría nada en limpio con bajar a las grutas de los gules,
pues sabía que éstos no estaban mejor informados que él. Los tres gules que le
habían ayudado a atravesar la ciudad de los gugos hasta el mundo exterior, le
habían dicho que no sabían regresar por Sarkomand, y que preguntarían el camino
a los viejos mercaderes de Dylath-Leen. Mucho menos le gustaba la idea de
volver nuevamente al mundo subterráneo de los gugos y arriesgarse una vez más
en la torre infernal de Koth, cuyos ciclópeos escalones suben hasta el bosque
encantado; pero sabía que no tendría más remedio que hacerlo si fallaban las
demás posibilidades. Por la meseta de Leng, al otro lado del solitario
monasterio, no se atrevía a regresar sin ayuda de ninguna clase, porque los
emisarios del gran sacerdote debían de ser muy numerosos, y al final del viaje
tendrían inevitablemente que volver a enfrentarse con los shantaks y quizá con
algo más. Si pudiera conseguir alguna embarcación, podría aventurarse por mar
hasta Inquanok, poniendo rumbo a aquella roca espantosa y desgarrada que
emergía del agua, ya que sabía por las arcaicas pinturas del monasterio que esa
horrible roca no se encuentra muy lejos de los muelles basálticos de Sarkomand.
Pero encontrar una embarcación en esta ciudad deshabitada desde hacía millones
de años era muy poco probable, y no parecía empresa fácil construirse una él
mismo.
Por ese cauce
iban los razonamientos de Randolph Carter, cuando comenzó a vislumbrar un nuevo
peligro. Durante todo este tiempo, mientras caminaba, se había ido desplegando
ante sus ojos el vasto cadáver de la legendaria Sarkomand, con sus negras
columnas truncadas, sus ruinosas puertas coronadas de esfinges, sus gigantescos
monolitos y sus monstruosos leones alados recortándose contra el enfermizo
resplandor de las nubes luminosas de la noche. Pero, de pronto, apareció a su
derecha un lejano resplandor que no podía provenir de ninguna nube, y Carter
comprendió que no se encontraba solo en el silencio de la ciudad muerta.
Aquella luz aumentaba y disminuía caprichosamente, parpadeando con verdosos
destellos poco tranquilizadores para él. Se aproximó silenciosamente por la
calle sembrada de escombros, y a través de las angostas brechas de algunas
paredes derruidas descubrió que, cerca de los muelles, había una fogata en
torno a la cual se apiñaba una multitud de formas vagas. En todo aquel lugar
reinaba una pestilencia mortal; y detrás de la hoguera se extendía el
oleaginoso regazo de la dársena, en cuyas aguas flotaba un enorme barco
fondeado. Carter se quedó paralizado de terror al ver que se trataba de una de
las negras galeras lunares.
Entonces,
justo cuando iba a alejarse sigilosamente de aquella hoguera abominable, vio
agitarse algo entre las sombras vagas, y oyó un sonido singular e inequívoco:
era el amedrentado gemido de un gul, que un momento después se convertía en un
verdadero alarido de angustia. Aun cuando se encontraba seguro oculto en la
oscuridad de las ruinas, Carter dejó que su curiosidad se sobrepusiera a su
temor, y avanzó con suma cautela en lugar de retirarse. Para cruzar la calle se
vio obligado a reptar sobre su vientre como una lombriz; después tuvo que
caminar de puntillas para no hacer ruido entre los montones de mármoles rotos.
Así evitó el ser descubierto, y poco después se encontraba en un lugar seguro
detrás de un pilar, desde donde podía espiar cómodamente la escena iluminada
por el resplandor verdoso de la hoguera. Allí, en torno a un fuego repugnante
alimentado con los tallos detestables de los hongos lunares, estaban sentadas
en hediondo círculo los monstruosos batracios de la luna, con sus esclavos casi
humanos. Algunos de estos esclavos calentaban las puntas de unas lanzas
extrañas en aquellas llamas vacilantes, y cuando estaban al rojo las aplicaban
a tres prisioneros sólidamente atados, que se retorcían a los pies de los jefes
del grupo. A juzgar por los movimientos de sus tentáculos, Carter dedujo que
aquellas bestias lunares de hocico chato estaban disfrutando enormemente con
aquel espectáculo, y cuál no sería su horror al reconocer súbitamente aquellos
frenéticos alaridos y descubrir que los gules torturados no eran otros que
aquellos serviciales camaradas que le habían guiado por el abismo y que luego
habían salido del bosque encantado en busca de Sarkomand para regresar a sus
profundidades natales.
El número de
malolientes bestias lunares reunido junto al verdoso fuego era bastante
crecido, y Carter vio que no era posible intentar nada para salvar a sus
antiguos aliados. No tenía idea de cómo les habrían capturado, aunque se
imaginaba que aquellas blasfemias con cuerpo de sapo les habrían oído preguntar
en Dylath-Leen por el camino de Sarkomand, y no desearían que se acercasen
demasiado a la espantosa meseta de Leng y al gran sacerdote indescriptible.
Durante un rato estuvo meditando lo que debía hacer, y recordó cuán cerca se
encontraba de la entrada del tenebroso reino de los gules. Lo más conveniente,
en efecto, era deslizarse hasta la plaza de los leones gemelos y descender sin
pérdida de tiempo al abismo, donde evidentemente no encontraría horrores peores
que los de arriba, pero donde no tardaría en encontrar algunos gules deseosos
de rescatar a sus hermanos y de limpiar aquella negra galera de toda bestia
lunar. Se le ocurrió que la entrada, como todas las que dan acceso a los
abismos, podía estar custodiada por las descarnadas alimañas de la noche, pero
ahora no temía a aquellas criaturas sin rostro. Sabía que estaban ligadas por
un solemne pacto a los gules, y el gul que un día fuera Pickman le había
enseñado a farfullar la contraseña adecuada.
Así que Carter
comenzó de nuevo su marcha silenciosa por entre ruinas, en dirección a la gran
plaza central de los alados leones. Era una tarea delicada, pero las bestias
lunares estaban agradablemente ocupadas y no oyeron los ruidos y los roces
tenues que por dos veces provocó accidentalmente, al tropezar con las piedras
esparcidas. Por último, llegó a un lugar abierto y emprendió el camino entre
árboles raquíticos y enmarañadas enredaderas que habían crecido por allí. Los
gigantescos leones se erguían terribles recortándose contra la luz enfermiza de
las fosforescentes nubes nocturnas; pero Carter siguió caminando valerosamente
hacia ellos, y luego fue a situarse delante, pues sabía que encontraría allí la
imponente abertura que custodian. Aquellas bestias burlonas de diorita estaban
sentadas a diez pies una de otra, meditando sobre ciclópeos pedestales cuyas
caras ostentaban bajorrelieves aterradores. En el espacio central que quedaba
entre ambas, había una especie de terraza pavimentada de baldosas que alguna vez
estuvo bordeada de balaustradas de ónice. En mitad de esta terraza se abría un
pozo tenebroso. Carter había llegado al pozo cuyos mohosos peldaños de piedra
descienden a unas criptas de pesadilla.
Terrible es el
recuerdo que en él dejó aquella bajada tenebrosa. Las horas transcurrían una
tras otra, mientras Carter giraba y giraba en la interminable espiral de
peldaños y escaleras. Tan gastados y estrechos eran los peldaños, y tan
resbaladizos por el légamo interior de la tierra, que el viajero no sabía si de
un momento a otro perdería pie y se precipitaría en aparatosa caída hasta el
fondo del pozo. Tampoco sabía en qué momento le saldrían al paso cayendo sobre
él, sin aviso previo, las descarnadas alimañas de la noche, si, efectivamente,
había alguna acechando en aquel pasadizo primordial. En torno suyo reinaba un
olor sofocante que emanaba de las regiones inferiores, y en sus propios
pulmones notaba que el aire de aquellas profundidades no estaba hecho para el
género humano. Al cabo de un tiempo sintió una gran torpeza y somnolencia, pero
siguió avanzando movido más por un impulso mecánico que por un deseo razonado.
Ni siquiera se percató de cambio alguno cuando, de pronto, algo le cogió desde
atrás, levantándole del suelo. Llevaba un rato volando a través de aquella
atmósfera viciada, cuando las gomosas alimañas de la noche le advirtieron sus
malévolos pellizcos que venían a cumplir con su deber.
Despabilado de
modo tan violento, vio al fin que se hallaba entre las zarpas viscosas y frías
de aquellos seres sin rostro. Afortunadamente, recordó la contraseña de los
gules y la pronunció en voz alta como pudo, en medio del viento y los
torbellinos de aquel vuelo vertiginoso. Y aunque se dice que las alimañas
descarnadas carecen por completo de entendimiento, el efecto fue instantáneo:
los pellizcos cesaron inmediatamente y las criaturas de la noche se apresuraron
a colocar a su presa en posición más cómoda. Alentado por esta nueva actitud,
Carter se decidió a dar algunas explicaciones, hablándoles de la captura y tormento
de tres gules a manos de las bestias lunares y de la necesidad de reunir un
grupo para ir a rescatarlos. Las descarnadas alimañas, aunque no podían
articular palabra, parecieron comprender lo que se les decía y aceleraron su
vuelo. De pronto, la espesa negrura se disolvió en el crepúsculo gris de las
entrañas de la tierra, y ante ellos apareció una de esas llanuras estériles
donde tanto les gusta a los gules sentarse a roer. Las lápidas que por allí
había dispersas y los fragmentos de huesos ponían de manifiesto la naturaleza
de los pobladores de aquel paraje. Carter lanzó un grito de urgente llamada, y
unas veinte madrigueras vomitaron en pocos momentos a todos sus moradores de
aspecto perruno. Entonces las descarnadas alimañas de la noche descendieron y
depositaron al pasajero en el suelo; después se apartaron un poco y formaron un
apretado semicírculo, mientras los gules saludaban al recién llegado.
Carter
comunicó rápida y detalladamente su mensaje a la grotesca compañía, y cuatro de
los gules partieron inmediatamente a través de las distintas madrigueras para
propagar la noticia y reunir un ejército que rescatara a sus hermanos. Después
de una larga espera apareció un gul de cierta categoría que hizo una seña
significativa a las alimañas descarnadas, y dos de las cuales alzaron el vuelo
y se perdieron en la oscuridad. Luego el número de descarnadas alimañas
congregadas allí fue aumentando progresivamente, hasta que por último el
fangoso suelo de la llanura se vio cubierto por un verdadero enjambre. Entre
tanto, nuevos gules emergían de las madrigueras que, chillando con excitación,
se iban incorporando a una tosca línea de batalla, no lejos de la muchedumbre
de las nocturnas alimañas. Al poco rato apareció aquel orgulloso e influyente
gul que un día fuera el artista Richard Pickman de Boston, y Carter le relató
minuciosamente lo sucedido. El Pickman de otro tiempo, complacido de saludar
nuevamente a su antiguo amigo, se mostró luego muy impresionado; y sostuvo una
conferencia con los demás jefes, apartados de la creciente multitud.
Finalmente,
después de pasar atenta revista a las filas, todos los jefes allí reunidos
comenzaron a dar órdenes a la muchedumbre de gules y alimañas descarnadas que
se habían congregado. En seguida partió un nutrido destacamento de cornudos
voladores, y el resto se dividió en parejas, que se arrodillaron con las patas
delanteras extendidas, en espera de que los gules se fueran acercando de uno en
uno. Cuando cada gul llegaba a las dos descarnadas alimañas que le habían asignado,
éstas le tomaban entre las dos y desaparecían veloces en la oscuridad; hasta
que por último desapareció toda la multitud, excepto Carter, Pickman y los
demás jefes, y unas pocas parejas de descarnadas alimañas. Pickman explicó que
las descarnadas alimañas de la noche constituyen la vanguardia y, a la vez, los
corceles de guerra de los gules, y que el ejército iba a salir por Sarkomand
para enfrentarse a las bestias lunares. Luego, Carter y los horribles jefes se
dirigieron a las alimañas portadoras, siendo izados por sus zarpas pegajosas y
húmedas. Un momento más tarde giraban todos en el viento y las tinieblas,
subiendo, y subiendo, y subiendo interminablemente, hasta llegar a la entrada
de los leones alados y las ruinas espectrales de la arcaica Sarkomand.
Cuando al fin
Carter se encontró bajo la luz enfermiza del cielo nocturno de Sarkomand, fue
para contemplar la gran plaza central bullendo de gules y alimañas descarnadas
dispuestos a luchar. El día no tardaría en despuntar, pero era tan numeroso el
ejército, que no habría necesidad de sorprender al enemigo. El resplandor
verdoso de la hoguera junto al muelle todavía temblaba débilmente, pero la
ausencia de gritos daba a entender que la tortura de los prisioneros había
concluido de momento. Susurrando instrucciones en voz muy baja a sus monturas y
a la bandada de alimañas descarnadas que iban sin jinete, los gules se alzaron
en enormes columnas aleteantes y sobrevolaron las ruinas desérticas en
dirección al maldito resplandor. Carter iba ahora junto a Pickman, en la
primera fila de gules, y vio cómo se acercaban al nauseabundo campamento donde
las bestias lunares descansaban completamente confiadas. Los tres prisioneros
yacían atados en el suelo, inmóviles junto a la hoguera, mientras sus apresores
de cuerpo de sapo habían caído vencidos por el sueño desordenadamente. Los
esclavos casi humanos también estaban dormidos, descuidando su deber de
centinelas, que en estas regiones debió de parecerles meramente rutinario.
Por fin, los
gules y sus alados portadores se lanzaron súbitamente en picado y, antes de que
se oyese el menor ruido, cada una de aquellas blasfemias con aspecto de sapo
fue atrapada por un grupo de alimañas descarnadas. Las bestias lunares
carecían, naturalmente, de voz; pero ni siquiera los esclavos tuvieron tiempo
de gritar antes de que las gomosas extremidades de las descarnadas alimañas los
redujeran al silencio. Fueron horribles las contorsiones de aquellas
anormalidades gelatinosas, mientras las sarcásticas alimañas descarnadas las atenazaban;
pero nada podían hacer frente a la fuerza de aquellos miembros negros y
prensiles. Cuando una de las bestias lunares se agitaba con demasiada
violencia, una alimaña descarnada le echaba encima sus extremidades
tentaculares, lo cual parecía producir en la víctima un dolor tal, que en
seguida dejaba de forcejear. Carter había esperado ver una gran matanza, pero
no tardó en comprobar que los gules tenían planes más arteros. Dieron órdenes
tajantes a las bestias descarnadas, y éstas se limitaron a sujetar a sus
prisioneros, que fueron transportados en silencio al Gran Abismo para ser
distribuidas equitativamente entre los dholes, los gugos, los lívidos y demás
moradores de las tinieblas, cuyas formas de alimentación suelen ser bastante
dolorosas para sus víctimas. Mientras tanto, los tres gules habían sido
liberados y consolados por los vencedores, quienes revisaban, además, los
alrededores por si quedaba alguna bestia lunar, y abordaban la galera negra y
pestilente, amarada de costado al muelle, para asegurarse de que no se les
había escapado ningún enemigo. Indudablemente, los habían capturado a todos,
puesto que no pudieron distinguir el menor signo de vida en parte alguna.
Carter, deseoso de conservar un medio de transporte para llegar a las demás regiones
del País de los Sueños, pidió que no hundieran la galera; petición que fue
concedida de buena gana en agradecimiento por haberles comunicado la apurada
situación de los tres prisioneros. En el barco encontró objetos y ornamentos
muy extraños, algunos de los cuales arrojó Carter al mar.
Los gules y
las descarnadas alimañas de la noche formaron luego grupos separados, y los
primeros pidieron a sus compañeros rescatados que contaran todo lo que les
había sucedido. Al parecer, los tres habían seguido las indicaciones de Carter,
y se dirigieron al bosque encantado de Dylath-Leen, siguiendo el curso del Nir
y del Skai. Robaron ropas humanas en una granja y trataron de adoptar lo mejor
posible la forma de andar de los hombres. En las tabernas de Dylath-Leen, sus
maneras grotescas y sus rostros perrunos habían suscitado muchos comentarios,
pero ellos siguieron preguntando por el camino de Sarkomand, hasta que, por
último, un anciano viajero pudo orientarles. Entonces se enteraron de que sólo
había un barco que podía llevarles: el que hacía la ruta de Lelag-Leng, de modo
que se dispusieron a aguardar pacientemente la llegada de ese buque.
Pero los
malvados espías se habían enterado de todo, y poco después entraba en puerto
una galera negra; y los mercaderes de rubíes de boca inmensa invitaron a los
gules a beber en una taberna. Sacaron vino de una de sus siniestras botellas
toscamente talladas en un único rubí; y después los gules no supieron más, sino
que estaban prisioneros en la negra galera, como le había ocurrido a Carter. En
esta ocasión, sin embargo, los invisibles remeros no pusieron proa a la luna,
sino a la antigua Sarkomand, con la idea de llevar a los cautivos ante la
presencia del gran sacerdote indescriptible. Tocaron la desgarrada roca del mar
del norte que los marineros de Inquanok evitan siempre, y los gules vieron allí
por vez primera a los rojos dueños del barco, poniéndose enfermos -a pesar de
su propia insensibilidad- ante tal exceso de maligna deformidad y nauseabunda
fetidez. Allí presenciaron también las ignominiosas diversiones de la
guarnición de bestias lunares, descubriendo que tales diversiones eran las que
daban lugar a esos aullidos nocturnos que tanto miedo provocaban en los
hombres. Después atracaron en la ruinosa Sarkomand y comenzaron las torturas
que habían terminado con el providencial rescate.
Pasaron a
discutir nuevos planes, y los tres rescatados se mostraron partidarios de hacer
una incursión en la roca desgarrada para exterminar a toda la guarnición de
sapos lunares que allí había. Las descarnadas alimañas se opusieron a ello, sin
embargo, ya que la perspectiva de volar sobre el agua no les agradaba en
absoluto. La mayoría de los gules aprobaron la idea, pero no sabían cómo
llevarla a cabo sin la ayuda de las alimañas descarnadas de la noche. Entonces
Carter, viendo que no sabían navegar en la galera atracada, se ofreció a
enseñarles a manejar las grandes filas de remos, a lo cual accedieron los gules
de buena gana. Había amanecido el día gris y, bajo aquel cielo plomizo del norte,
subió a bordo de la pestilente galera un destacamento de gules, cada uno de los
cuales ocupó su puesto en la bancada de remeros. Carter observó en ellos cierta
aptitud para aprender. Antes de que anocheciera habían dado tres vueltas de
prueba alrededor del puerto. Hasta tres días después, sin embargo, no se
consideraron en condiciones para intentar la expedición de conquista. Al tercer
día, los remeros ocuparon sus puestos, las descarnadas alimañas se apiñaron en
el castillo de proa, y la expedición se hizo finalmente a la mar. Pickman y
otros jefes se reunieron en cubierta y discutieron los planes de abordaje y
ataque.
Aquella misma
noche oyeron ya los aullidos procedentes de la roca. Y tales eran sus acentos,
que toda la tripulación de la galera se estremeció visiblemente; pero los que
más temblaban eran los tres gules rescatados, pues sabían muy bien lo que
significaban aquellos alaridos. Decidieron no intentar el ataque por la noche,
así que mantuvieron el barco al pairo bajo la fosforescencia de las nubes, a la
espera de que rompieran las grises claridades del día. Cuando la luz se hizo
algo más clara y enmudecieron los alaridos, los remeros reanudaron su boga y la
galera se fue acercando a la roca desgarrada, cuyas cimas graníticas se
hincaban fantásticamente en el cielo apagado. Los costados de la roca eran muy
escarpados; pero en numerosos salientes podían verse las combadas paredes de
unas extrañas viviendas sin ventanas, así como los antepechos que protegían los
altos caminos roqueros. Jamás se había acercado tanto a aquel lugar un barco
tripulado por algún ser humano; al menos, ninguno se había acercado tanto y
había vuelto a navegar después. Pero Carter y los gules no tenían miedo, y
estaban firmemente decididos a seguir adelante. Dieron un rodeo hacia la cara
oriental de la roca, en busca de los muelles que, según el trío de gules
rescatados, se hallaban al sur, en el interior de un puerto natural formado por
dos abruptos morros acantilados.
Aquellos
promontorios eran verdaderas prolongaciones de la isla, y se adentraban en el
mar tan próximos uno de otro, que entre ellos sólo cabía la eslora de un barco.
Al parecer, no había nadie vigilando en el exterior, de modo que la galera
enfiló osadamente hacia aquel escarpado canal y entró en las aguas pútridas y
estancadas del puerto. Aquí, sin embargo, todo era bullicio y actividad: había
varios barcos fondeados a lo largo de un repugnante muelle de piedra, y decenas
de esclavos casi humanos y bestias lunares pululaban por los embarcaderos
transportando banastas y cajones o conduciendo innominados y fabulosos horrores
aparejados a pesados carruajes. Por encima de los muelles había un poblado de
piedra tallado en un acantilado vertical, y de él arrancaba un camino sinuoso
que ascendía en espiral hasta perderse de vista entre los salientes de la roca.
Nadie podía decir qué secreto guardaría en su interior el prodigioso pico de
granito que coronaba la isla, pero las cosas que se veían en el exterior
distaban mucho de ser alentadoras.
Al ver la
galera que entraba, la multitud que había en los muelles dio muestras de gran
ansiedad. Los que tenían ojos se quedaron mirando intensamente con la mirada
fija, y los que no los tenían agitaron sus sonrosados tentáculos con
expectación. Por supuesto, nadie se había percatado de que la negra embarcación
había cambiado de manos, porque los gules se parecen mucho a los cornudos
esclavos casi humanos, y las alimañas descarnadas estaban todas ocultas bajo
cubierta. Para entonces, los jefes habían trazado ya su plan, que consistía en
soltar las alimañas descarnadas tan pronto como arrimaran el costado al muelle,
y zarpar al instante, confiando enteramente el asunto a los instintos de
aquellas criaturas casi desprovistas de entendimiento. Una vez desembarcados,
lo primero que harían aquellos astados seres voladores sería atrapar cualquier
cosa viviente que encontraran; después no pensarían absolutamente en nada, sino
que, llevados por su instinto de retorno, olvidarían su temor al agua y
regresarían velozmente al Abismo con sus presas nauseabundas, a las que darían
un destino conveniente allá en las tinieblas, de donde poca cosa sale con vida.
El gul que
fuera Pickman bajó a la bodega y dio unas breves instrucciones a las
descarnadas alimañas de la noche, en tanto que el barco casi tocaba ya los
ominosos y malolientes muelles. De pronto, una nueva agitación se manifestó a
lo largo del puerto. Carter se dio cuenta de que el movimiento de la galera
comenzaba a suscitar sospechas. Era evidente que el timonel no dirigía la
embarcación hacia el muelle adecuado, y probablemente los mirones habían notado
ya la diferencia entre los horribles gules y los esclavos casi humanos cuyos
puestos ocupaban. Seguramente dieron una alarma silenciosa, porque casi en
seguida empezó a acudir una horda mefítica de bestias lunares procedentes de
las casas sin ventanas o del camino serpenteante de la derecha. Una lluvia de
extrañas jabalinas cayó sobre la galera cuando su proa tocó el muelle, matando
a dos gules e hiriendo ligeramente a otro; pero en ese momento se abrieron
todas las escotillas de par en par, y exhalaron una nube negra de aleteantes
alimañas descarnadas que se lanzaron sobre el poblado como un enjambre de
gigantescos murciélagos astados.
Las
gelatinosas bestias lunares se habían armado de grandes pértigas y trataban de
alejar el barco invasor, pero cuando las descarnadas alimañas de la noche
cayeron sobre ellas, no pensaron más en eso. Fue un espectáculo sobrecogedor
ver cómo se divertían aquellos seres gomosos y sin rostro, y era tremendamente impresionante
contemplar cómo la espesa nube que formaban se desparramaba por el pueblo y
sobre la sinuosa carretera que se perdía en las alturas. A veces, un grupo de
estos negros seres voladores dejaba caer por error a su voluminoso prisionero
lunar desde una altura enorme, y la forma con que reventaba al chocar contra el
suelo era de lo más desagradable para la vista y el olfato. Cuando la última
alimaña descarnada hubo abandonado el barco, los jefes dieron orden de
alejarse, y los remeros iniciaron una boga silenciosa, saliendo del puerto
entre los grises cabos, mientras en el pueblo continuaba el caos de la batalla.
El gul Pickman
concedió a las descarnadas alimañas varias horas para que sus rudimentarios
entendimientos desecharan todo temor a volar sobre el agua y mantuvo la galera
a una milla de la costa desgarrada, curando las heridas de los gules alcanzados
por las jabalinas. Cayó la noche, y el crepúsculo gris dio paso a la enfermiza
fosforescencia de las nubes bajas; y durante todo este tiempo los jefes no
apartaron la vista de los elevados picos de aquel peñón maldito, por si veían
volar a las descarnadas alimañas de la noche. Hacia el amanecer se vio
revolotear tímidamente una mancha oscura por encima del pico más alto, y poco
después la mancha se había convertido en un verdadero enjambre. Justo antes de
romper el día, el enjambre pareció extenderse, y un cuarto de hora más tarde se
disipó en la lejanía, en dirección nordeste. Una o dos veces pareció caer algo
desde la confusa bandada al mar, pero Carter no lo lamentó, porque sabía por
propias observaciones que las bestias lunares no saben nadar. Finalmente,
cuando los gules comprendieron que todas las descarnadas alimañas se habían
marchado hacia Sarkomand y el Gran Abismo con su cargamento predestinado, la
galera puso proa nuevamente hacia el puerto, pasó entre los cabos grisáceos, y
toda la horrible tripulación bajó a tierra y deambuló curioseando por la roca
desnuda, por sus torres y viviendas, y por sus fortificaciones cortadas en la
piedra viva.
Horribles
fueron los secretos que descubrieron en aquellas criptas malignas y ciegas, ya
que los restos de sus interrumpidas diversiones eran abundantes y se hallaban
en distintos grados de consumación. Carter apartó varias entidades que en
cierto modo estaban vivas aún, y huyó presurosamente de otras sobre las que no
estaba muy seguro de lo que se trataban. Las pestilentes viviendas estaban
provistas en su mayoría de taburetes y bancos tallados en madera de árbol
lunar, y sus paredes estaban decoradas con unos dibujos insensatos e
indescriptibles. Había innumerables armas, herramientas y adornos por todas
partes, y también algunos ídolos de gran tamaño, tallados en sólido rubí, que
representaban a unos seres extraños jamás vistos en la tierra. Pese a su valor
material, no invitaban a apropiárselos ni a seguir mirándolos por más tiempo, y
Carter se tomó el trabajo de destrozar cinco de ellos y reducirlos a añicos. En
cambio recogió las lanzas y jabalinas esparcidas, que, con la aprobación de
Pickman, distribuyó entre los gules. Tales armas eran nuevas para estos seres
corredores y perrunos, pero la relativa sencillez de su uso les facilitó su
manejo después de unas breves indicaciones.
En las partes
más elevadas de la roca había más templos que viviendas, y en muchas cámaras
excavadas en la piedra encontraron ciertos altares esculpidos de aspecto
terrible, sobre los cuales había cuencos de dudosas manchas y santuarios
destinados a adorar a unos seres aún más monstruosos que los dioses inexorables
que reinan sobre Kadath. Del fondo de un gran templo arrancaba un pasadizo bajo
y oscuro, por donde se introdujo Carter con una antorcha en la mano, que iba a
desembocar en un inmenso recinto abovedado cuyos muros estaban adornados con
unos relieves demoníacos. En el centro de este recinto descubrió la abertura de
un pozo profundo y hediondo como el que viera en el horrible monasterio de
Leng, en el salón donde mora solitario el gran sacerdote indescriptible. En la
oscuridad lejana, al otro lado del pozo nauseabundo, le pareció vislumbrar un
extraño postigo de bronce; pero, sin saber por qué, experimentó un indecible
terror ante la idea de abrirlo o aun acercarse a él, por lo que se apresuró a
volver junto a sus poco agraciados compañeros que andaban vagando con una tranquilidad
y despreocupación que a él le era imposible compartir. Los gules también habían
descubierto las inacabadas diversiones de las bestias lunares y las habían
aprovechado a su manera. Habían encontrado también un tonel del poderoso vino
lunar y se lo llevaban rodando hacia los muelles para cargarlo y emplearlo en
sus negocios diplomáticos; pero el trío de gules rescatados, recordando el
efecto que les había producido ese brebaje en Dylath-Leen, aconsejaron a sus
compañeros que no lo probaran. En uno de los sótanos que había junto al agua
descubrieron un gran almacén de rubíes de las minas lunares, unos pulidos y
otros sin trabajar; pero cuando los gules comprobaron que no servían para
comer, perdieron todo interés por ellos. Carter no quiso llevarse ninguno
porque sabía demasiadas cosas de las criaturas que los habían extraído y
labrado.
De pronto, se
oyó la voz excitada de los centinelas que habían quedado en los muelles y los
inmundos carroñeros interrumpieron sus ocupaciones para mirar hacia el mar y
ponerse en marcha hacia el puerto. Una nueva galera avanzaba veloz por entre
los cabos grisáceos, y los seres casi humanos que iban a cubierta tardaron muy
poco en darse cuenta de que la isla había sido saqueada, dando la alarma a las
monstruosas entidades que remaban abajo. Por fortuna, los gules llevaban
todavía las jabalinas y las lanzas que entre ellos había distribuido Carter. Y
éste, apoyado por el gul que un día se llamara Pickman, ordenó formar en línea
de batalla para evitar que el barco atracara. En la nueva galera se observó
entonces un repentino movimiento de excitación, lo que le hizo comprender a
Carter que la tripulación entera se había dado cuenta de que las cosas en el
puerto no marchaban como ellos habrían esperado, y la repentina detención del
barco mostraba claramente que se habían percatado del gran número de gules
desembarcados. Tras un momento de duda, la galera recién llegada dio la vuelta
en silencio y volvió a cruzar los cabos, pero los gules no pensaron ni por un
momento que el peligro había quedado conjurado. La tenebrosa embarcación iría
en busca de refuerzos, o quizá su tripulación intentaría desembarcar en algún
otro punto de la isla; por ello, se envió a la cima un grupo expedicionario
para ver cuál era el rumbo que tomaba el enemigo.
Muy pocos
minutos después regresó precipitadamente un gul anunciando que las bestias
lunares y los casi humanos estaban desembarcando por la parte de afuera de los
morros, más hacia oriente, y que subían por caminos ocultos y salientes de la
roca que a una cabra le resultarían casi impracticables Inmediatamente después,
la galera fue vista otra vez cruzando por delante del angosto canal, pero sólo
fue cuestión de un segundo. Unos momentos más tarde, un segundo mensajero llegó
jadeante de arriba para decir que otro grupo estaba desembarcando en el otro
morro; esta vez el número de los que desembarcaban era muy superior a los que
aparentemente cabían en la galera. Y el propio barco, movido con lentitud por
una diezmada fila de remos, avanzó entre los acantilados y entró en el fétido
puerto como para presenciar la refriega e intervenir si fuera necesario.
Entre tanto,
Carter y Pickman habían dividido a los gules en tres grupos, de los cuales dos
se enfrentarían a cada una de las dos columnas invasoras y el tercero
permanecería en el poblado. Los dos primeros grupos se apresuraron a trepar por
las rocas, cada uno en su respectiva dirección, mientras el tercero se
subdividía en dos partes, una destinada a tierra y otra al mar. La del mar,
mandada por Carter, subió a bordo de la galera apresada y zarpó en busca de la
otra, que a la vista de esta maniobra retrocedió por el canal y salió a mar
abierto. Carter no la persiguió inmediatamente porque sabía que podían
necesitarle con más urgencia en el poblado.
Mientras, los
tres destacamentos de bestias lunares y casi humanos habían llegado a lo alto
de los morros, y sus siluetas se perfilaban espantosas en ambos lados contra el
cielo gris del atardecer. Las flautas infernales de los invasores habían
comenzado a gemir, y el efecto general de aquellas procesiones híbridas y
semiamorfas era tan nauseabundo como el hedor que efectivamente emanaba de
aquellas blasfemias de cuerpo de sapo procedentes de la luna. Luego entraron en
escena los dos grupos de gules, recortándose también en lo alto de las rocas.
Empezaron a volar las jabalinas desde ambos lados; y los aullidos de los gules
y los bestiales alaridos de los casi humanos se unieron progresivamente al
gemido infernal de las flautas, formando una baraúnda demencial y caótica. A
cada paso caían cuerpos por los estrechos precipicios de ambos acantilados,
yendo a parar al mar abierto o a las aguas estancadas de la dársena, en cuyo
caso eran absorbidos rápidamente hacia el fondo por ciertas entidades
submarinas cuya presencia solamente delataban las prodigiosas burbujas que
dejaban escapar.
Durante una
media hora, esta batalla se desarrolló con increíble ferocidad, hasta que los
invasores fueron completamente liquidados en el acantilado de poniente. En el
morro oriental, sin embargo, donde parecía estar presente el jefe de las
bestias lunares, los gules no lo estaban pasando tan bien y retrocedían
lentamente buscando la protección de las laderas. Pickman envió rápidamente
refuerzos a este frente con el grupo del poblado que tanto había ayudado
durante la primera fase del combate. Después, cuando hubo terminado la lucha en
el lado oeste, los victoriosos supervivientes corrieron en auxilio de sus
atribulados compañeros, forzando al enemigo a retroceder por la estrecha cresta
del morro. Los casi humanos habían caído ya todos, pero el último de los
horrores batrácicos luchaba desesperadamente y se defendía con las lanzas que
empuñaba con sus poderosas y repugnantes patas. Había pasado la ocasión de
emplear las jabalinas, y la lucha se convirtió en un duelo cuerpo a cuerpo en
el que, por la estrechez de la cresta, no podían atacar a un tiempo más que
unos pocos lanceros.
A medida que
aumentaba la furia y el arrojo, aumentaba también el número de los que caían al
mar. Los que iban a parar a las aguas del puerto encontraban una muerte
innominada en las fauces de aquellas criaturas invisibles y burbujeantes; pero
los que caían al mar abierto podían nadar hasta el pie del acantilado y
agarrarse en los escollos. Por su parte, la galera del enemigo recogía las
bestias lunares que podía. El acantilado era prácticamente inabordable, excepto
por donde los monstruos habían desembarcado, de forma que a los gules que
volvían del mar les fue imposible llegar al frente de la batalla y se quedaron
en los escollos. Algunos de ellos cayeron bajo las jabalinas de la galera
contraria o de las bestias lunares que estaban en lo alto del promontorio, pero
los demás sobrevivieron y pudieron ser rescatados. Cuando el triunfo de los
gules se vio seguro, la galera de Carter salió de entre los cabos y se dirigió
hacia el barco enemigo que estaba en mar abierto, deteniéndose a recoger a los
gules que se habían agarrado a los escollos o nadaban aún en el océano. Varias
bestias lunares que se habían refugiado en las rocas o en los arrecifes fueron
rápidamente puestas fuera de combate.
Por último,
cuando la galera de bestias lunares se hubo puesto a salvo alejándose de allí,
y los enemigos desembarcados se hubieron concentrado en un solo punto, Carter
hizo saltar una fuerza considerable al morro oriental, a espaldas del enemigo.
Gracias a esta maniobra, la lucha fue efectivamente breve. Atacados en dos
frentes, las fétidas entidades, ya vacilantes, fueron inmediatamente
despedazadas o precipitadas al mar. Por fin, hacia el atardecer, los jefes de
los gules comprobaron que el islote había quedado otra vez limpio de enemigos.
La galera adversaria, entretanto, había desaparecido. Decidieron que lo más
prudente sería abandonar la roca maligna, antes de que los horrores lunares
consiguieran reclutar una horda numerosa y se lanzaran sobre ellos de nuevo.
De este modo,
pues, llegó la noche. Pickman y Carter reunieron a todos los gules y les
pasaron revista cuidadosamente, descubriendo que habían perdido más de la
cuarta parte de sus efectivos en la refriega del día. Colocaron a los heridos
en las literas del barco, ya que a Pickman le repugnaba la costumbre que tenían
los gules de rematar y comerse a sus propios heridos, y los individuos
disponibles fueron asignados a los remos o a los puestos en que pudieran ser
más útiles. Bajo la fosforescencia de las nubes nocturnas, la galera se hizo a
la mar, y Carter sintió el gran alivio de abandonar aquel islote de abominables
misterios donde descubriera aquel recinto abovedado que tenía un pozo sin fondo
y una repugnante puerta bronce, que tanto había inquietado a su imaginación. El
día sorprendió al barco frente a los ruinosos muelles basálticos de Sarkomand,
donde, como centinelas, aguardaban todavía algunas descarnadas alimañas de la noche.
En lo alto de las columnas truncadas y de las esfinges erosionadas de aquella
espantosa ciudad que había vivido y muerto antes de aparecer el hombre sobre la
tierra, las descarnadas alimañas velaban como negras gárgolas y fantásticas
quimeras.
Los gules
montaron su campamento entre las rocas derruidas de Sarkomand y despacharon a
un mensajero con la misión de traer suficientes alimañas descarnadas para
transportarles por los aires. Pickman y los demás jefes se mostraron
efusivamente agradecidos por la ayuda que Carter les había prestado, y éste se
dio cuenta de que sus planes iban efectivamente por buen camino, puesto que
ahora podría pedir ayuda a sus repugnantes aliados no sólo para salir de la
región del país de los Sueños en que se hallaban, sino también para emprender
su última expedición en busca de los dioses que reinan sobre la desconocida
Kadath y la maravillosa ciudad del sol poniente que tan extrañamente disipaban
ellos de sus sueños. Por consiguiente, habló de estas cuestiones a los jefes de
los gules y les dijo lo que sabía de la fría inmensidad donde se encuentra
Kadath y de sus centinelas: tanto de los monstruosos shantaks como de las
montañas esculpidas en forma de figuras bicéfalas. También les habló del miedo
que los pájaros shantaks sienten por las descarnadas alimañas de la noche, y de
cómo estos inmensos pájaros hipocéfalos salen chillando de sus negras
madrigueras excavadas en lo alto de los picos desnudos y grises que separan el
país de Inquanok de la odiosa meseta de Leng. Les habló asimismo de lo que
había averiguado sobre las descarnadas alimañas de la noche en los frescos del
monasterio del gran sacerdote indescriptible, y de cómo eran temidas incluso
por los Grandes Dioses, y cómo su señor no era el caos reptante Nyarlathotep, sino
el venerable e inmemorial Nodens, señor del Gran Abismo.
Carter contó
todas estas cosas en el lenguaje de los gules allí reunidos, y luego les expuso
a grandes rasgos la ayuda que tenía intención de solicitarles, no pareciéndole
abusiva considerando los servicios que acababa de prestar últimamente a los
perrunos y cartilaginosos carroñeros. Les pidió vivamente que le facilitaran
los servicios de un número suficiente de alimañas descarnadas para sobrevolar
el reino de los shantaks y las montañas esculpidas, y llevarle a la inmensidad
fría, más allá de los últimos puntos alcanzados por los mortales más osados.
Quería volar hasta el castillo de ónice que domina desde lo alto la desconocida
Kadath de la inmensidad fría, y presentarse ante los Grandes Dioses para
pedirles ese acceso a la ciudad del sol poniente que Ellos le denegaban. Estaba
seguro de que las descarnadas alimañas de la noche podrían llevarles hasta allí
sin dificultades, sobrevolando los peligros que acechan en la llanura y
aquellas horribles figuras bicéfalas esculpidas en la montaña que hacen de
eternos centinelas en la penumbra gris. Gracias a las descarnadas criaturas
astadas y sin rostro, no correría peligro alguno, puesto que eran temidas
incluso por los Grandes Dioses. Y aun cuando surgiera cualquier dificultad
inesperada por parte de los Dioses Otros, los cuales acostumbran a inmiscuirse
en los asuntos de los benignos dioses de la tierra, las descarnadas alimañas no
tendrían por qué preocuparse, ya que los infiernos exteriores son totalmente
inocuos para unos seres voladores, mudos y silenciosos como ellos, cuyo amo y
señor no es Nyarlathotep sino el poderoso arcaico Nodens. Un bando de diez o
quince alimañas descarnadas sería sin duda suficiente, según Carter, para
disuadir a los shantaks de cualquier intervención. Acaso fuera también
conveniente llevar consigo algunos gules para dirigirlas, ya que los gules las
conocen mejor que los hombres. La expedición podía dejarle a él en el interior
del recinto amurallado de aquella fabulosa ciudadela de ónice, y esperar
después a que regresara por la noche o les diese alguna señal. Mientras tanto,
iría él a orar ante los dioses de la tierra. Si alguno de los gules se
decidiera a escoltarle hasta el salón del trono de los Grandes Dioses, él se lo
agradecería infinitamente, ya que la presencia de los gules podría añadir más
peso e importancia a su petición. Pero Carter no quería insistir en este
detalle; únicamente pedía que le transportaran primero a la desconocida Kadath,
y después a la última etapa de su destino, que sería la maravillosa ciudad del
sol poniente, en el caso de que los Grandes Dioses accedieran a concederle su
favor, o las Puertas del Sueño Profundo, en el bosque encantado, si sus
súplicas resultaban vanas.
Mientras
Carter hablaba, los gules todos escuchaban con gran interés, y a medida que
pasaba el tiempo, el cielo se iba oscureciendo con las nubes de alimañas
descarnadas que los mensajeros habían ido a buscar. Las aladas criaturas se
posaron en semicírculo alrededor del ejérrcito de gules, y aguardaron
respetuosamente mientras sus perrunos cabecillas estudiaban la petición del
viajero terrestre. El gul que un día fuera Pickman habló gravemente con sus
compañeros, y al final ofreció a Carter mucho más de lo que él esperaba. Ya que
Carter había ayudado a los gules en su lucha contra las bestias lunares, ellos
le ayudarían en su atrevido viaje a las regiones de donde nadie ha regresado
jamás; y no le transportarían sólo unas cuantas alimañas descarnadas, sino todo
el ejército allí congregado: los gules veteranos de guerra y las alimañas
descarnadas recién llegadas de refresco. Sólo quedaría en los muelles de
Sarkomand una pequeña guarnición para custodiar la negra galera y el botín
capturado en la roca desgarrada. Emprenderían el vuelo en el momento que dijera
Carter, y una vez llegados a Kadath, le escoltaría un numeroso séquito de gules
mientras él exponía su petición a los dioses de la tierra, en su palacio de
ónice.
Conmovido por
una gratitud y satisfacción indescriptibles, Carter trazó los planes de este
viaje audaz con los jefes de los gules. Decidieron que el ejército volaría muy
alto por encima de la espantosa meseta de Leng, de su innominado monasterio y
de sus perversos poblados de piedra. Se detendrían sólo en las inmensas cumbres
grises para exigir información a los atemorizados shantaks, cuyas madrigueras
convierten los picos más altos en verdaderas colmenas. Después, de acuerdo con
la información obtenida de estos moradores de la altura, eligirían la ruta
final y se acercarían a la desconocida Kadath a través del desierto de las
montañas esculpidas, al norte de Inquanok, o bien se remontarían a regiones más
septentrionales de la propia meseta de Leng. Perrunos unos y desalmadas otras,
a los gules y a las alimañas descarnadas no les asusta lo que puedan descubrir
en esos desiertos jamás hollados, ni tampoco experimentan pavor alguno ante la
idea de la egregia y solitaria Kadath con su misterioso castillo de ónice.
Hacia
mediodía, los gules y las descarnadas alimañas se dispusieron a emprender el
vuelo; cada gul escogió la pareja de portadores que más le convenía. Carter fue
colocado a la cabeza de la columna, junto a Pickman; y delante de todos, a modo
de vanguardia, se constituyó una doble fila de descarnadas alimañas de la noche.
A una voz de Pickman, el horrible ejército se alzó como una nube de pesadilla
por encima de las rotas columnas y las esfinges ruinosas de la primordial
Sarkomand, y se fue elevando más y más, hasta rebasar incluso la gran vertiente
de basalto que se erguía tras la ciudad. Ante ellos fueron apareciendo los
alrededores de la fría, estéril altiplanicie de Leng. Y aún más, se remontó la
oscura hueste voladora, hasta que esta misma altiplanicie comenzó a
empequeñecerse por debajo de ellos; y cuando tomaron rumbo hacia el norte y
sobrevolaron la espantosa meseta que el viento barría, Carter vio de nuevo, con
un escalofrío de horror, el círculo de toscos monolitos y el chato edificio sin
ventanas que, como él sabía muy bien, cobijaba a aquella blasfemia enmascarada
de seda, de cuyas garras había escapado tan milagrosamente. Esta vez no
descendieron cuando el ejército cruzó como una bandada de murciélagos por
encima del desolado paisaje, iluminado por el débil resplandor de las hogueras,
ni se pararon a observar las morbosas contorsiones de los astados seres casi
humanos que allí danzan y tañen sus instrumentos sin descanso. Una de las veces
vieron un shantak que volaba bajo, planeando sobre la llanura; pero cuando éste
los descubrió; soltó un chillido estremecedor y se alejó alocadamente hacia el
norte, preso de un pánico indescriptible.
Al oscurecer,
llegaron a los agrestes picos grises que forman la barrera de Inquanok y
revolotearon en torno a esas cuevas que se abren junto a las cimas a las que
tanto temen los shantaks. Ante los gritos insistentes de los jefes de los
gules, brotó de cada madriguera una riada de negras alimañas astadas que luego
se comunicaron con los gules y con sus monturas por medio de gestos
repugnantes. Tras una breve deliberación, se llegó a la conclusión de que lo
mejor sería dirigirse a la inmensidad fría por el norte de Inquanok, ya que el
acceso por la meseta de Leng estaba plagado de trampas invisibles bastante
desagradables aun para las descarnadas alimañas de la noche. Había, además, ciertos
edificios semiesféricos construidos sobre unas lomas extrañas, sobre los cuales
se concentran influencias del abismo que la tradición popular relaciona con los
Dioses Otros y el caos reptante Nyarlathotep.
Las roqueras
alimañas de la noche no sabían nada de Kadath, salvo que podía tratarse de
cierta ciudad maravillosa e imponente que había más al norte, custodiada por
shantaks y montañas esculpidas. Aludieron a ciertas anormalidades
desproporcionadas que existían por aquellas regiones jamás holladas, y
recordaron vagas alusiones sobre un reino donde la noche impera eternamente;
pero no pudieron aportar ningún dato concreto. Así que Carter y sus compañeros
les dieron las gracias y, cruzando los más elevados picos de Granito que se
alzan en los cielos de Inquanok, descendieron después bajo las fosforescentes
nubes de la noche para contemplar de lejos esas terribles gárgolas que habían
sido montañas, hasta que una mano gigantesca y terrible esculpiera en ella la
imagen del terror.
Sentadas sobre
sus patas traseras, formaban un semicírculo infernal. Sus bases se hundían en
la arena del desierto y sus mitras traspasaban las nubes luminosas. Eran
siniestras sus formas de lobos bicéfalos y sus rostros airados, así como sus
manos derechas levantadas en gesto amenazador. Hoscas y malignas, vigilaban los
confines del mundo de los hombres y custodiaban las fronteras del frío mundo
del norte en donde no existen los seres humanos. De sus entrañas espantosas
surgieron los perversos shantaks, grandes como elefantes, pero huyeron lanzando
chillidos enloquecedores cuando vislumbraron la vanguardia de alimañas
descarnadas en el cielo brumoso. El alado ejército voló por encima de aquellas
gárgolas grandes como montañas, y sobre leguas y leguas de tenebroso desierto
donde jamás se había acotado un solo palmo de tierra. Las nubes se fueron
haciendo cada vez menos luminosas, hasta que finalmente Carter se vio envuelto
en tinieblas. No por ello vacilaron un momento sus portadores, criados en las
más negras cavernas de la tierra y carentes de ojos, que se valían de toda la
superficie de sus cuerpos resbaladizos y viscosos para orientarse. Y volaron
más y más, y cruzaron vientos de extraños olores y ruidos de inquietante
procedencia, siempre rodeados de la más espesa oscuridad, y recorrieron tan
prodigiosas distancias que Carter se preguntó si no habrían dejado atrás el
país de los Sueños terrestres.
De pronto, las
nubes comenzaron a perder consistencia y aparecieron por arriba estrellas
espectrales. Por abajo, todo seguía siendo oscuridad, pero los pálidos
destellos del firmamento parecían palpitar con un significado que jamás
tuvieron en otro lugar. No es que los rasgos trazados por las constelaciones
fuesen diferentes, sino que aquellas mismas formas conocidas parecían revelar una
significación que antes ocultaban. Todo convergía hacia el norte; cada curva,
cada asterismo del tachonado firmamento formaba parte de un vasto trazado cuya
función era orientar la mirada, y después, al observador entero, hacia un
objetivo terrible y secreto situado más allá de la helada inmensidad que se
extendía infinitamente ante ellos. Carter miró hacia el este, donde la gran
barrera de picachos amurallaba las fronteras del país de Inquanok, y vio
recortada en el firmamento su silueta mellada que ahora parecía más desgarrada
aún con tremendas hendiduras y cumbres fantásticamente extravagantes. Carter
estudió con atención los contornos y las curvas de aquel grotesco perfil, y
sintió que éste, como las estrellas, le instaba a apresurarse hacia el norte.
Volaban a una
velocidad prodigiosa, de suerte que Carter tenía que esforzarse sobremanera
para captar algún detalle, cuando de pronto descubrió, justo por encima de la
línea de picos y recortado contra las estrellas, un bulto oscuro que se
desplazaba con una trayectoria paralela a la que llevaba su propia expedición.
Los gules lo habían visto igualmente, y Carter los oyó murmurar entre ellos.
Por un momento le pareció que se trataba de un shantak gigantesco, de un
ejemplar de proporciones infinitamente mayores a las de su propia especie. Pero
no tardó en comprobar que la forma que cruzaba por encima de las montañas no
era ningún pájaro hipocéfalo. Su perfil recortado contra las estrellas, aun
confuso, recordaba más bien a una inmensa cabeza mitrada, o a un par de cabezas
unidas y enormes. Su rápido vuelo por el firmamento no parecía debido al
impulso de unas alas. Carter no podía decir de qué lado de las montañas
avanzaba, pero no tardó en darse cuenta, cada vez que la altitud de la
cordillera descendía, de que la forma que había visto en un principio se
prolongaba hacia abajo en un cuerpo que tapaba todas las estrellas.
Luego vino un
profundo vacío en la cadena de montañas, donde los confines de la tramontana
meseta de Leng se unían a la fría inmensidad por un gran desfiladero a través
del cual brillaban pálidamente las estrellas. Carter prestó especial atención a
este vacío, porque en él podría captar la silueta entera de aquella cosa
inmensa que se desplazaba en un vuelo ondulante por encima de las cumbres. El
objeto volador había avanzado algo, y todos los ojos de la expedición se
quedaron fijos en la hendidura donde iba a aparecer entera la enorme silueta.
Se acercó ésta poco a poco por encima de las cumbres, moderando su marcha como
si se hubiera dado cuenta de que había dejado atrás al ejército de gules. Hubo
otro minuto de suspenso, y luego, fugazmente, se reveló de lleno la esperada
silueta. De los labios de los gules brotó un grito espantoso y enloquecedor que
expresaba todo el terror cósmico. El viajero sintió en el alma un frío como no
había sentido jamás. Aquella silueta colosal y bamboleante que descollaba por
encima de la cordillera era sólo la cabeza -una doble cabeza mitrada- bajo la
cual, con su terrible inmensidad, avanzaba a saltos por el desierto helado el
cuerpo monstruoso al cual pertenecía. Grande como una montaña, el monstruo
caminaba de manera furtiva y silenciosa. Su gigantesca figura era entre humana
y de hiena, y al trotar, su par de cabezas tocadas con una mitra cónica se
recortaba contra el cielo hasta media altura del cénit.
Carter no
llegó a perder el conocimiento, ni dejó escapar ningún grito, porque era un
soñador veterano. Pero miró hacia atrás y se estremeció de horror al ver que
aún venían más cabezas monstruosas recortadas por encima de los picos,
avanzando furtivamente detrás de la primera. Y justo detrás de ellos, descubrió
que tres de las figuras talladas en la montaña, cuyos perfiles se dibujaban
sobre las estrellas del sur, caminaban sigilosa y pesadamente, dando a sus mitras
una oscilación de varios miles de pies al bambolear sus cabezas. Las montañas
esculpidas, pues, no habían permanecido en el semicírculo del norte de
Inquanok, inmóviles en su hierática postura, con sus manos derechas tendidas
hacia arriba. Tenían una misión que cumplir y no la habían descuidado. Pero era
horrible que no hablaran jamás, que jamás hicieran el menor ruido al caminar.
Entre tanto,
el gul que fue Pickman dio una orden a las descarnadas alimañas de la noche, y
el ejército entero se elevó aún más en los aires. La columna ascendió
velozmente hacia las estrellas, hasta que desaparecieron de su vista todas
aquellas sombras recortadas contra el cielo, tanto la inmóvil cordillera de
granito gris como las mitradas montañas caminantes. Todo estaba oscuro abajo,
mientras la voladora legión avanzaba hacia el norte entre vientos furiosos y
risas invisibles que surgían del éter. Y ni un shantak ni otra clase de entidad
menos deseable alzó el vuelo de las malignas inmensidades para perseguirles.
Cuanto más avanzaban, más veloz se hacía el vuelo, hasta que su vertiginosa
velocidad superó la de una bala de rifle, aproximándose a la de un planeta en
su órbita. Carter se preguntaba cómo era posible que a esa velocidad tuvieran
aún la tierra debajo de ellos, pero recordó que en el País de los Sueños, las
dimensiones poseían extrañas propiedades. Estaba convencido de que se
encontraban en una región de noche eterna, y se figuró que las constelaciones
de la bóveda celeste habían acentuado sutilmente su orientación al norte,
juntándose todas allá arriba como para arrojar al ejército volador al vacío del
polo boreal, de la misma manera que se comprimen los pliegues de un saco para
arrojar a su fondo hasta la última mota de su contenido.
Entonces
observó aterrado que las alas de las alimañas descarnadas habían dejado de
moverse. Las astadas criaturas sin rostro habían plegado sus apéndices
membranosos y permanecían totalmente pasivas en el caos huracanado que giraba y
reía mientras las arrastraba. Una fuerza extraterrestre había atrapado al
ejército, y los gules y las descarnadas alimañas de la noche se hallaban a
merced de un remolino irresistible que los sorbía hacia el norte, de donde
jamás ha regresado mortal alguno. Finalmente vislumbraron una pálida luz
solitaria en la raya del horizonte, la cual se fue elevando a medida que ellos
se acercaban, y bajo ella vieron extenderse una masa negra que tapaba las
estrellas. Carter entendió que debía de ser algún faro situado sobre una
montaña, ya que sólo una montaña podía ser tan enorme como para verse desde tan
prodigiosa altura.
La luz se fue
elevando más y más, así como la negrura que parecía sostenerla, hasta que la
mitad del firmamento septentrional quedó oscurecido por aquella masa cónica y
rugosa. Aun cuando el ejército viajaba a una altura inconcebible, aquel faro
pálido y siniestro se alzaba por encima de él, descollando monstruosamente
sobre todas las cumbres y demás accidentes de la tierra, hasta alcanzar el éter
inconsistente donde oscilan la luna misteriosa y los locos planetas. Aquella
montaña que se alzaba frente a ellos no era ninguna de las conocidas por el
hombre. Las altas nubes de allá abajo no formaban sino una orla en torno a sus
estribaciones, y el aire irrespirable de las más altas capas de la atmósfera no
era sino una franja para los flancos. Aquel puente entre la tierra y el cielo
ascendía espectral y altivo, tenebroso en la noche eterna, y estaba coronado
por una diadema de desconocidas estrellas cuyo espantoso y significativo
trazado se iba haciendo cada vez más evidente. Los gules chillaron aterrados al
descubrirlo, y Carter se estremeció ante la posibilidad de que todo el veloz
ejército se estrellara contra el ónice impertérrito de aquella muralla
ciclópea.
Y la luz
siguió elevándose más y más, hasta confundirse con las esferas más altas del
cénit, y parpadeó hacia ellos como en un gesto de espeluznante sarcasmo. Por
debajo de la luz pálida, solitaria, inasequible, el norte ya no era más que una
espesa negrura, una espantosa tiniebla petrificada que se alzaba desde
infinitas profundidades a alturas ilimitadas. Carter examinó la luz más
atentamente, y distinguió por fin las formas y las líneas de la masa negra que
se recortaba sobre las estrellas del cielo. Eran unas torres que descollaban en
lo alto de aquel monte gigantesco, unas horribles torres rematadas por cúpulas
distribuidas en incalculables filas y agrupaciones, más fantásticas de lo que
el hombre se crea capaz de imaginar. Murallas y terrazas maravillosas y
amenazantes, pero negras y diminutas en la lejanía, se recortaban contra la
estrellada diadema que resplandecía maligna en el borde superior de aquella
monstruosa visión. Coronando aquel conjunto inconmensurable de montañas había,
pues, un castillo que rebasaba toda humana fantasía, y en él brillaba una luz
diabólica. Entonces fue cuando Randolph Carter comprendió que el viaje tocaba a
su fin; porque lo que tenía ante sí era el objeto de todas sus prohibidas
andanzas y audaces visiones: la fabulosa, la increíble mansión de los Grandes
Dioses, erigida en lo más elevado de la Ignorada Kadath.
En el mismo
momento en que se daba cuenta de esto, notó Carter un cambio en la trayectoria
de su expedición, inexorablemente sorbida por el viento. Se estaban elevando
bruscamente, y era evidente que el destino de esta loca travesía era el
castillo de ónice donde brillaba la pálida luz. Tan cerca estaban de la gran
montaña tenebrosa, que sus laderas desfilaban vertiginosamente junto a ellos
mientras ascendían; y con la oscuridad no podían distinguir en ellas ninguno de
sus detalles. Más y más crecían las inmensas torres negras de aquel castillo
tenebroso, y Carter sintió que eran blasfemas por su misma inmensidad. Sus
sillares podían muy bien haber sido tallados por los abominables canteros de
aquel horrible abismo abierto en la roca del monte que viera en Inquanok,
porque sus dimensiones eran tales que junto a ellos un hombre parecía
encontrarse al pie de una de las más grandes fortalezas de la tierra. La
diadema de desconocidas estrellas fulguraba con un resplandor lívido y
enfermizo por encima de las torres infinitas de altísimas cúpulas, y esparcía
una penumbra fantasmal alrededor de las sombrías murallas de bruñido ónice.
Ahora se veía que la pálida luz que habían vislumbrado de lejos no era sino una
ventana iluminada en la más alta de las torres; y mientras el desamparado
ejército se aproximaba a la cúspide de la montaña, a Carter le pareció
distinguir unas sombras inquietantes que se desplazaban lentamente por su
interior. Tenía la ventana unos arcos muy singulares, y su trazado resultaba
absolutamente desconocido en la
Tierra.
La sólida roca
dio paso entonces a los cimientos gigantescos del monstruoso castillo, y la
velocidad del grupo pareció moderarse un poco. Aparecieron las enhiestas
murallas y luego surgió un vasto pórtico a través del cual fueron absorbidos
los viajeros. La oscuridad reinaba en el titánico patio de armas, pero luego se
sumieron en una oscuridad más espesa aún al precipitarse la columna voladora en
un portal de arcos inmensos. En la tenebrosa oscuridad de aquellos laberintos
de ónice se formaron torbellinos de viento húmedo y frío, y Carter no llegó a
saber jamás qué gigantescas escalinatas y corredores atravesaron en aquella
loca carrera que no parecía terminar nunca. El impulso terrible los arrastraba
invariablemente hacia arriba, y ni un ruido, ni un roce, ni un destello fugaz
rasgó el espeso velo del misterio. El ejército de gules y descarnadas alimañas
de la noche era innumerable, pero aun así se perdía en los prodigiosos espacios
de aquel castillo supraterrestre. Y cuando finalmente se halló en el interior
de la extraña habitación de la torre cuya altísima ventana iluminada había
servido de faro, Carter tardó bastante tiempo en distinguir las lejanas paredes
y el techo distante que sostenían, y en comprender que no se encontraba en un
espacio abierto e ilimitado.
Randolph
Carter había abrigado el propósito de penetrar en la sala del trono de los
Grandes Dioses con todo aplomo y dignidad, escoltado por las impresionantes
filas de gules en riguroso orden de ceremonia, y de presentar su petición como
un gran señor, libre y poderoso entre los soñadores. Sabía que es posible
tratar con los Grandes Dioses, pues éstos no superan en poderío a los mortales,
y había confiado en que los Dioses Otros y Nyarlathotep, el caos reptante, no
vendrían a ayudarles en el momento decisivo, como había sucedido tantas veces
cuando los hombres trataron de llegar a la morada de los dioses terrestres o a
sus montañas. Y gracias a su escolta horrenda había confiado en poder desafiar
incluso a los Dioses Otros, si llegaba el caso, pues los gules no tienen dueño
ni señor, y las descarnadas alimañas de la noche no obedecen a Nyarlathotep,
sino sólo al arcaico Nodens. Pero ahora veía que la excelsa Kadath, en el centro
de la inmensidad fría, estaba cercada por oscuras maravillas e innominados
centinelas, y que los Dioses Otros vigilan atentamente a los benévolos y
tolerantes dioses terrestres. Pese a carecer de poderío sobre gules y alimañas
descarnadas, las desalmadas y amorfas blasfemias de los espacios exteriores
pueden, sin embargo, imponerse a ellos cuando llega el momento. Por
consiguiente, no fue con las prerrogativas de libre y poderoso señor de
soñadores como Randolph Carter llegó al salón del trono de los Grandes Dioses
con su séquito de gules. Arrastrado en caótica confusión por tempestuosos
torbellinos cósmicos, y acosado por los horrores invisibles de la inmensidad
boreal, el ejército entero flotó cautivo e impotente en la cárdena penumbra,
hasta que se derrumbó en el suelo de ónice cuando, obedeciendo a una orden
muda, los vientos del terror se disiparon.
Randolph
Carter no llegó ante ningún dorado dosel ni vio allí círculo alguno de augustos
seres nimbados de rasgados ojos, largas orejas, fina nariz y barbilla
puntiaguda, cuyo parecido con el rostro esculpido de Ngranek pudiera señalarles
como Aquellos a quienes debía dirigir sus plegarias. Aparte de aquella
habitación solitaria de lo alto de la torre, el castillo de ónice que dominaba
Kadath estaba totalmente a oscuras, y sus moradores no estaban allí. Carter
había llegado a la desconocida Kadath de la inmensidad fría, pero no había
encontrado a los dioses. Sin embargo, la desmayada luz brillaba en aquella
habitación de la torre de dimensiones inmensas, cuyos muros y techo casi se
perdían de vista en las brumas de la distancia. Era evidente que los dioses
terrestres no estaban allí, pero de algún modo se percibían ciertas presencias
menos visibles: allí donde están ausentes los dioses benignos de la Tierra , los Dioses Otros no
dejan de tener representación. Y ciertamente el castillo de los castillos de
ónice estaba muy lejos de hallarse deshabitado. Carter no podía ni figurarse
qué formas atroces revestiría el terror a continuación. Presentía que su visita
era esperada, y se preguntaba cuán cerca habría venido vigilándole el caos
reptante Nyarlathotep. Porque es a Nyarlathotep, horror de infinitas formas y
espíritu terrible, mensajero de los Dioses Otros, a quien sirven las fungosas
bestias lunares. Y Carter recordó la negra galera que había desaparecido cuando
las entidades lunares con cuerpo de sapo vieron perdida la batalla en la
desgarrada roca que emerge del mar.
Reflexionando
sobre estas cosas, sentía temblar sus piernas en medio de la horda de pesadilla
que le acompañaba, y de pronto, sin previo aviso, resonó en aquella cámara
ilimitada y oscura el espantoso bramido de una trompeta infernal. Por tres
veces sonó aquella espeluznante llamada de bronce, y cuando enmudecieron los
ecos de la tercera, Randolph Carter se dio cuenta de que estaba solo. No
comprendía cómo, adónde o por qué razón habían desaparecido los gules y las
descarnadas alimañas de la noche. Sólo sabía que de pronto se hallaba solo y
que, fueran cuales fuesen los poderes que acechaban invisibles en torno suyo,
no pertenecían al amistoso País de los Sueños de la Tierra. En este momento
brotó un nuevo sonido de los últimos rincones de la estancia. Era también un
ritmo de trompeta, pero de naturaleza completamente diversa a los roncos
clarinazos que habían aniquilado a su excelente cohorte. Era ahora una suave
melodía en la que resonaban todo el encanto y la maravilla de los sueños
etéreos. Exóticos paisajes de inimaginable belleza brotaban de cada acorde
singular y de cada cadencia delicada. Y el aroma de los inciensos se conjugaba
con aquellas notas doradas. Y un gran resplandor difundió por el espacio en
círculos concéntricos de colores desconocidos en el espectro luminoso de la Tierra , y se cambiaban
según el ritmo de las trompetas componiendo fantásticas y armónicas sinfonías
de luz. Unas antorchas brillaron a lo lejos, y un batir de tambores se fue
acercando en medio de una atmósfera de tensa expectación.
De las brumas
que se disolvían y de las nubes de extraños inciensos surgieron dos columnas paralelas
de esclavos negros vestidos con taparrabos de seda iridiscente. Sobre la cabeza
portaban, en forma de cascos, antorchas de reluciente metal de las que emanaban
los vapores de unos bálsamos misteriosos. En la mano derecha llevaban unas
varillas de cristal cuyo extremo superior ostentaba la figura de una quimera,
mientras en la mano izquierda empuñaban las largas trompetas de plata que
hacían sonar. Llevaban todos ajorcas y brazaletes unidos a una larga cadena de
oro, lo cual les obligaba a marcar un paso lento y majestuoso. Lo primero que
saltaba a la vista era que se trataba de auténticos hombres negros de la zona
terrestre del País de los Sueños, pero ya parecía menos evidente que aquellos
ritos y aquellos atavíos fueran de la Tierra. Las columnas se detuvieron a unos diez
pasos de Carter, al tiempo que sus componentes se llevaban sus trompetas a los
labios. El sonido que produjeron fue místico y salvaje; pero más salvaje fue el
grito que brotó inmediatamente después de las oscuras gargantas haciéndole
estremecer.
Entonces, por
el amplio pasillo que formaban las dos columnas, avanzó una figura alta y
delgada. Tenía el rostro de un joven faraón. Iba vestida con elegantes ropajes
prismáticos y coronada por una diadema dorada que parecía relucir con luz
propia. Se aproximó a Carter aquella figura majestuosa, cuyo porte regio y
nobles rasgos le imprimían la fascinación de un dios de las tinieblas o de un
arcángel caído, en tanto que sus ojos parecían ocultar el lánguido centelleo de
un humor caprichoso. Entonces habló, y en su voz melodiosa vibró la música
salvaje de las corrientes de Leteo:
-«Randolph
Carter -dijo la voz-. Has venido a ver a los Grandes Dioses, a quienes les está
prohibido tener tratos con los hombres. Los centinelas han venido a decirlo y
los Dioses Otros han gruñido mientras bailaban torpemente sus danzas estúpidas
al son de las flautas, en el vacío final donde mora el sultán de los demonios
cuyo nombre no se ha pronunciado jamás.
»El sabio
Barzai escaló el Hatheg-Kla para ver danzar y ulular a los Grandes Dioses por
encima de las nubes a la luz de la luna, y ya no regresó nunca más. Los Dioses
Otros estaban allí, e hicieron lo que cabía esperar. Zenig de Aphorat trató de
llegar a la desconocida Kadath de la inmensidad fría, y ahora su cráneo adorna
el anillo del dedo meñique de alguien a quien no es necesario nombrar aquí.
»Pero tú,
Randolph Carter, has arrostrado todos los obstáculos de la zona terrestre del
País de los Sueños, y aún estás inflamado por el fuego de tu aventura. No has
venido por curiosidad, sino para cumplir con tu deber; y no has dejado nunca de
venerar a los benevolentes dioses de la Tierra. Sin embargo, estos mismos dioses son los
que te han alejado de la maravillosa ciudad del sol poniente de tus sueños, y
lo han hecho por mezquina codicia; porque ciertamente deseaban poseer la
fantástica belleza de esa ciudad forjada por tu fantasía, y han jurado que en
adelante ningún otro lugar será su morada.
»Y así, han
abandonado este castillo que poseen en la ignorada Kadath para instalarse en tu
ciudad maravillosa. Y allí, durante el día, recorren el palacio de mármol
veteado; y cuando el sol se pone, salen a los perfumados jardines para
contemplar el dorado esplendor de los templos y columnatas, los arcos de los
puentes y los plateados surtidores de las fuentes, las grandes avenidas
flanqueadas de ánforas cubiertas de flores y las hileras de relucientes
estatuas de marfil. Y cuando llega la noche, suben a las altas terrazas y allí
se sientan al relente, en los bancos de pórfido, a escudriñar las estrellas, o
se apoyan en las blancas balaustradas a contemplar la encrespada marca de
techumbres y a ver cómo se van encendiendo, una a una, las ventanitas de los
viejos y picudos hastiales con la luz acogedora y amarillenta de las velas.
»A los dioses
les gusta tu maravillosa ciudad, y han abandonado sus maneras de dioses. Han
olvidado las altas regiones de la
Tierra y las montañas que los habían visto de jóvenes. La Tierra ya no tiene dioses
que sean propiamente tales, y únicamente los Dioses Otros de los espacios
exteriores gobiernan la inmemorable Kadath. En el lejano valle de tu juventud,
Randolph Carter, juegan ahora sin tribulaciones los Grandes Dioses. Has soñado
demasiado bien, ¡oh, prudente soñador! Has conseguido que los dioses del sueño
se alejen del mundo de las visiones comunes a todos los hombres, para
instalarse en un universo que es enteramente tuyo. Y de los pequeños sueños de
tu niñez, has sabido edificar una ciudad más hermosa que todas las quiméricas
fantasías nacidas hasta ahora.
»No es bueno
que los dioses de la Tierra
abandonen sus tronos para que la araña hile en ellos su tela y los Dioses Otros
gobiernen a su manera tenebrosa. Y no dudarían los poderes exteriores en
arrastrarte al caos y al horror, Randolph Carter, ya que eres la causa de su
zozobra, si no supieran que tú eres el único que podría hacer que los dioses
volvieran a su mundo. En esa zona semivigil del país de los Sueños que te
pertenece no puede influir ningún poder de las últimas tinieblas, y sólo tú puedes
convencer amablemente a los Grandes Dioses para que salgan de tu maravillosa
ciudad del sol poniente, a través de la región crepuscular del norte, y
retornar al lugar que les corresponde: a la cima de la ignorada Kadath, de la
inmensidad fría.
»De modo,
Randolph Carter, que en nombre de los Dioses Otros, te perdono y te conmino a
que cumplas puntualmente lo que yo te ordene. Y mi orden es que busques tu
propia ciudad del sol poniente y que envíes acá a los traviesos y soñolientos
dioses a quienes aguarda el mundo de los sueños. No te será difícil descubrir
ese rosado capricho de los dioses, esa fantasía de trompetas celestiales, ese
clamor de címbalos inmortales, ese lugar misterioso que te han hecho buscar por
los recintos del mundo vigil y por los abismos del sueño, atormentándote con
insinuaciones de recuerdos evanescentes, con el dolor de las cosas perdidas,
trascendentales y terribles. No te será difícil encontrar ese símbolo, esa
reliquia de tus
días de ensueño; porque, en
verdad, no es sino la gema inalterable y eterna donde toda maravilla fulgura
cristalizada, iluminando tu camino nocturno. ¡Escucha!, no es a través de mares
desconocidos por donde debes dirigir tus pasos, sino a través de años conocidos
y pasados, hacia las visiones luminosas de tu infancia, hacia esas vivencias
empapadas de sol y de magia que los viejos paisajes despiertan en una mirada
joven.
»Pues sabe que
tu dorada v marmórea ciudad de ensueño no es sino la suma de todo lo que has
visto y amado de tu infancia. Está formada con el esplendor de los puntiagudos
tejados de Boston y las ventanas de poniente encendidas por los últimos rayos
del sol; con la fragancia de las flores del Common, la inmensa cúpula erguida
en lo alto de la cuesta, y el laberinto de buhardillas y chimeneas que se alzan
en el valle violáceo donde el Charles discurre perezosamente por debajo de los
innumerables puentes. Todas estas cosas contemplaste, Randolph Carter, cuando
tu nodriza te sacó a pasear por primera vez un día de primavera, y será lo
último que verás con ojos de nostalgia y de amor. Y tiene también la imagen de
Salem y su historia sombría; y la de la espectral Marblehead que escaló rocosos
precipicios en los siglos del pasado; y el esplendor glorioso de las torres de
Salem y de los campanarios que se ven a lo lejos desde los prados de Marblehead
y desde el puerto tras el cual se pone siempre el sol.
»Y la ciudad
de tu sueño está hecha de la fantástica y señorial Providence con sus siete
colinas en torno al puerto azul, con sus terrazas de césped que conducen a
campanarios y ciudadelas de una antigüedad viva aún; y de Newport, que se eleva
fantasmal desde su escollera. Y de Arkham también, con sus techumbres invadidas
por el musgo, y sus praderas ondulantes y rocosas. Y de la antediluviana
Kingsport, blanqueada por los años, ciudad de innumerables chimeneas y muelles
desiertos y buhardillas torcidas; y de la maravilla de sus acantilados sobre el
mar, y del océano cubierto de brumas lechosas en cuyas aguas se mecen las boyas
tintineantes.
»En tu ciudad
están los fríos valles de Concord, los empedrados callejones de Portsmouth, los
caminos rústicos y umbríos de New Hampshire, cuyos olmos gigantescos casi
ocultan las blancas paredes de las viejas granjas y las caídas techumbres de
los pozos. Están los muelles salitrosos de Gloucester y los mimbrales de Truro
azotados por el viento. Están los paisajes con pueblecitos lejanos y torres de
campanario, y los montes que se alzan tras las colinas a lo largo de la Costa del Norte, y las
sosegadas laderas rocosas y las cabañas bajas cubiertas de hiedra, construidas
al socaire de los enormes farallones que se elevan en la región septentrional
de Rhode Island. Están el olor a mar, la fragancia de los campos, el hechizo de
los bosques oscuros y la alegría de los huertos y jardines al amanecer. Todas
estas cosas, Randolph Carter, son tu ciudad; porque todas ellas son tu mismo
ser. Nueva Inglaterra te ha dado la vida y ha derramado en tu espíritu un
límpido encanto que no puede perecer. Este encanto, moldeado, cristalizado y
bruñido por los años de recuerdos y de ensueños constituye la misma esencia de
tus maravillosas terrazas y tus puestas de sol, Y para encontrar ese antepecho
de mármol ornado de extraños jarrones y balaustradas esculpidas, y para
descender finalmente por esas escalinatas deslumbrantes hasta las plazas
anchísimas y las fuentes prismáticas de tu ciudad, sólo necesitas retroceder a
los pensamientos y visiones de tu juventud llena de anhelos.
»¡Mira! A
través de esa ventana brilla la luz eterna de las estrellas. Pues esa misma luz
brilla ahora sobre los paisajes que has conocido y estimado, y se nutre de sus
encantos para brillar después con más belleza sobre los jardines del sueño.
Mira allá a Antarés, que en este instante brilla también sobre los tejados de
Tremont Street. Tú podrías verla desde tu ventana de Beacon Hill. Y más allá de
esas estrellas se abren los abismos desde donde he sido enviado por mis amos
desprovistos de alma. Algún día podrás atravesar tú también esos espacios; pero
si eres prudente, te cuidarás de cometer tal insensatez, porque de todos los
mortales que han estado allí y han regresado, sólo uno conserva sano su
entendimiento tras los horrores lacerantes y desgarradores del vacío. Horrores
y blasfemias se devoran unos a otros en el espacio, y en los más pequeños hay
más maldad que en los mayores. Pero esto ya lo sabes por los hechos de los que
han intentado entregarte a mí, mientras que yo ni siquiera albergaba propósito
alguno de hacerte el menor daño, y aun te habría ayudado hace mucho a llegar
hasta aquí, de no haber estado ocupado en otros servicios y de no haber tenido
la seguridad de que encontrarías el camino por ti mismo. Elude, pues, los
infiernos exteriores y concéntrate en las cosas apacibles y bellas de tu
juventud. Descubre tu maravillosa ciudad y expulsa de ella a los perezosos
Grandes Dioses. Convéncelos para que regresen a los escenarios de su propia
juventud, donde se aguarda con inquietud su llegada.
»Pero más
fácil aún que el confuso camino de los recuerdos es el que voy a preparar para
ti. ¡Mira! Ahí viene un monstruo shantak guiado por un esclavo que, para no
perturbar tu espíritu, ha sido obligado a permanecer invisible. Monta y
prepárate. ¡Ya! Yogash el negro te ayudará a cabalgar sobre este pájaro
repugnante. Dirígete hacia la estrella más brillante que veas junto al sur del
cénit: es Vega. Y dentro de dos horas te hallarás en una terraza de tu ciudad
del sol poniente. Pero sólo irás en esa dirección hasta que oigas una lejana
canción en lo alto del éter. Más arriba acecha la locura, así que contén al
shantak en cuanto te sientas atraído por la primera nota de esa canción. Mira
entonces hacia la Tierra ,
y verás brillar el fuego inmortal del altar de Ired-Naa que se alza en la
terraza sagrada de un templo. Ese templo se encuentra en tu deseada ciudad del
sol poniente, así que dirígete hacia él antes de que empieces a prestar
atención a esos cánticos. porque de lo contrario estarás perdido.
»Cuando estés
llegando ya a la ciudad, busca el elevado parapeto desde donde contemplabas el
esplendoroso espectáculo en tiempos pasados, y castiga al shantak hasta que lo
oigas chillar. Los Grandes Dioses, sentados en las perfumadas terrazas, lo
oirán; y al reconocer ese chillido, sentirán tal nostalgia y añoranza que
ninguna de las maravillas de tu ciudad les consolará de la ausencia de su
lúgubre castillo de Kadath y de la diadema de estrellas que lo corona.
»Entonces
debes aterrizar entre ellos con el shantak y dejarles ver y tocar el
nauseabundo pájaro hipocéfalo, a la vez que les hablas de la ignorada Kadath,
de la que tan poco tiempo hace que habrás salido. Y les contarás cuán hermosos
y oscuros son los salones del castillo donde ellos solían brincar y gozar
envueltos en un halo glorioso. Y el shantak les hablará a la manera de los
shantak, pero nada les persuadirá tanto como el recuerdo de los tiempos
pasados.
»Una y otra
vez deberás hablar a los errabundos Grandes Dioses de su hogar y de su
juventud, hasta que finalmente comenzarán a sollozar y te pedirán que les
enseñes el camino de regreso, pues ellos lo han olvidado. Entonces puedes
desprenderte del shantak y enviarlo hacia el cielo, y él lanzará al aire la
llamada de su especie. Al oírla, los Grandes Dioses empezarán a dar saltos y
cabriolas y, recobrando su antiguo júbilo, se lanzarán en pos del pájaro
repugnante volando como vuelan los dioses; y cruzarán los profundos abismos del
cielo hasta llegar a sus familiares torres y cúpulas de Kadath.
»Entonces la
maravillosa ciudad del sol poniente será tuya, y podrás habitarla y gozar de
ella para siempre; y otra vez los dioses de la Tierra regirán los sueños
de los hombres desde su mansión habitual. Vete ahora: la puerta está abierta y
las estrellas aguardan en el exterior. Ya jadea y resuella tu shantak con
impaciencia. Vuela hacia Vega a través de la noche, pero tuerce tu rumbo cuando
oigas los primeros cánticos. No olvides mi consejo, no vayas a ser absorbido
por horrores inconcebibles hacia un abismo de locura. Acuérdate de los Dioses
Otros: son inmensos y terribles, carecen de alma y acechan en los vacíos
exteriores. Ellos son los dioses que a todo trance debes evitar.
»¡Hei! ¡Aa-shanta 'nygh! ¡Eres libre!
Devuelve los dioses terrestres a la morada que poseen en la ignorada Kadath, y
ruega a todo el espacio que jamás llegues a verme en ninguna de mis otras mil
encarnaciones. ¡Adiós, Randolph Carter, y guárdate de mí, porque yo soy Nyarlathotep, el Caos Reptante!».
Y Randolph
Carter, perplejo y confuso, a lomos de su shantak, salió disparado al espacio,
hacia el parpadeo azul y frío de Vega. Se volvió y miró hacia atrás, y
contempló la caótica confusión de torres de aquella pesadilla hecha ónice, en
donde todavía brillaba el cárdeno resplandor solitario de la ventana por encima
del aire y de las nubes de la zona terrestre del país de los Sueños. Junto a él
desfilaron horrores enormes en forma de pólipos, y oyó los aletazos de una
bandada de invisibles murciélagos; pero siguió agarrado a la sucia crin de
aquel nauseabundo e hipocéfalo pájaro escamoso. Las estrellas danzaban burlescas,
y a cada momento parecían cambiar de posición para formar unos signos fatales
que casi se podían descifrar, aun cuando no hubieran sido vistos antes jamás, y
los vientos inferiores aullaban constantemente en las vagas tinieblas y en las
soledades de más allá del cosmos.
De pronto, de
la bóveda resplandeciente que le envolvía descendió un silencio premonitorio, y
todos los vientos y horrores se escabulleron como se disipan las sombras de la
noche con las claridades del alba. En oleadas temblorosas de luz sobrenatural,
comenzaron a hacerse audibles los primeros atisbos de una melodía lejana cuyos
apagados acordes resultaban ajenos a nuestro universo. Y cuando estos acordes
crecieron, el shantak levantó las orejas y se lanzó adelante, y Carter se
inclinó para escuchar también aquella fascinante melodía. Era una canción; pero
una canción que no provenía de voz alguna, una canción que cantaban la noche y
las esferas, y que ya era vieja cuando nacieron el espacio, y Nyarlathotep, y
los Dioses Otros.
El shantak apresuró
el vuelo y su jinete se inclinó aún más, embriagado por visiones de
inconcebibles abismos, preso en torbellinos de cristal de un poder
ultraterreno. Luego, demasiado tarde ya, recordó la advertencia, el sarcástico
aviso que le diera el emisario diabólico, previniéndole contra la locura que
acecha en esa canción. Sólo para burlarse de él le había señalado Nyarlathotep
el camino de la salvación que conduce a la maravillosa ciudad del sol poniente;
sólo para mofarse de él había revelado el negro mensajero el secreto de los
traviesos dioses terrestres, a quienes tan fácilmente podría haber conducido a
Carter. Pero la locura y la salvaje venganza del vacío son las únicas mercedes
que Nyarlathotep concede a los presuntuosos. Aunque el jinete se esforzaba por
hacer que diera media vuelta su repugnante montura, el shantak, riendo y
agitando sus enormes alas viscosas con maligno regocijo, proseguía su impetuosa
carrera hacia esos pocos impíos adonde no llega jamás ningún sueño, hacia esa
vorágine amorfa y final de la más negra confusión donde babea y blasfema en el
centro del infinito el estúpido sultán de los dominios, Azathoth, cuyo nombre
jamás se atrevieron labios algunos a pronunciar.
Sin desviarse
un solo punto, obediente a los órdenes del innoble emisario de los Dioses
Otros, aquel pájaro infernal se precipitaba por entre las multitudes de seres
sin forma que acechan y se retuercen en las tinieblas, por entre manadas de
entidades necias que van a la deriva en el espacio exterior, palpando y
arañando, y arañando y palpando; larvas abominables que son de los Dioses Otros
y que, como ellos, carecen de ojos y de espíritu, y están poseídas en cambio de
una sed y un hambre insaciables.
Firme siempre
y sin desviarse un ápice, riendo bulliciosamente al escuchar las burlas y las
carcajadas cósmicas en que se había convertido la canción de la noche y las
esferas, aquel monstruo escamoso e inflexible transportaba a su indefenso
jinete. Con la velocidad de un meteoro rasgó el límite extremo de los abismos
exteriores. Atrás quedaron las estrellas y los distintos reinos de la materia,
y atravesó el vacío sin forma, más allá del tiempo, hacia las inconcebibles
cavidades donde, en la absoluta oscuridad, roe Azathoth -voraz y amorfo- al
ritmo sordo y enloquecedor de unos tambores perversos y unas flautas execrables
de tenue y monótono gemido.
Adelante
seguía el viaje enloquecedor, a través de unos abismos henchidos de aullidos
cósmicos y poblados de oscuras criaturas sin nombre... Y entonces, en la mente
del predestinado Randolph Carter surgió una imagen y un pensamiento venidos
desde algún lejano y brumoso lugar de paz. Nyarlathotep había planeado
demasiado bien su burla y su tormento al despertarle recuerdos que ni la más
aterradora experiencia podría borrar totalmente de su alma: su casa, Nueva
Inglaterra, Beacon Hill, su mundo vigil.
«Porque sabe
que tu dorada y marmórea ciudad de ensueño no es sino la suma de todo lo que
has visto y amado en tu infancia. Está hecha con el esplendor de los
puntiagudos tejados de Boston y con las ventanas de poniente encendidas por los
últimos rayos del sol; con la fragancia de las flores del Common, la inmensa
cúpula erguida en lo alto de la cuesta, y el laberinto de buhardillas y
chimeneas que se alzan en el valle violáceo donde el Charles discurre
perezosamente por debajo de los innumerables puentes... Este encanto, moldeado,
cristalizado y bruñido por los años de recuerdos y de ensueños, constituye la
misma esencia de tus maravillosas terrazas y tus puestas de sol; y para hallar
ese antepecho de mármol ornado de extraños jarrones y balaustradas esculpidas,
y para descender finalmente por esas escalinatas deslumbrantes hasta las plazas
anchísimas y las fuentes prismáticas de tu ciudad, sólo necesitas retroceder a
los pensamientos y visiones de tu juventud llena de anhelos».
Adelante,
adelante, siempre adelante, a una velocidad prodigiosa en dirección al destino
final proseguía el viaje, a través de las tinieblas en donde unas entidades
ciegas palpan el espacio con sus tentáculos y husmean con sus hocicos viscosos
mientras otros seres abominables ríen y ríen locamente. Sin embargo, aquella
imagen y aquel pensamiento habían aparecido en la mente de Randolph Carter, y
éste comprendió claramente que estaba soñando y sólo soñando, y que en algún lugar
existía aún el mundo vigil y la ciudad de su infancia. Volvió a recordar las
palabras: «Sólo necesitas retroceder a los pensamientos y visiones de tu
juventud llena de anhelos». Retroceder…, retroceder… La negrura le envolvía por
todas partes, pero Randolph Carter pudo retroceder.
Pese a
hallarse casi paralizado por un vértigo que embotaba sus sentidos, Randolph
Carter pudo dar la vuelta y moverse. Había recobrado el movimiento y, si
quería, podía saltar del perverso shantak que le conducía fatalmente al destino
señalado por Nyarlathotep. Podía saltar, y desafiar aquellas profundidades
tenebrosas que se abrían a sus pies, cuyos terrores no excederían en horror al
destino inexpresable que le aguardaba solapado en el corazón del mismo caos.
Podía dar la vuelta, y moverse, y saltar de su montura... y quería hacerlo...
quería... quería...
Y entonces el
predestinado soñador saltó de aquella enorme abominación hipocéfala, y cayó por
los vacíos infinitos de palpitante negrura. Devanáronse vertiginosamente
millones y millones de años, se consumieron los universos y nacieron otra vez,
se fundieron las estrellas en oscuras nebulosas y las nebulosas se hicieron
estrellas... y Randolph Carter siguió cayendo por ilimitados vacíos de
palpitante negrura.
Luego, en el
curso lento y sinuoso de la eternidad, el cielo supremo del cosmos llegó al
término de una de sus consunciones y todas las cosas volvieron a ser nuevamente
como habían sido innumerables kalpas
antes. La materia y la luz nacieron una vez más, tal como habían sido antes en
el espacio; y los cometas, los soles y los mundos se lanzaron inflamados a la
vida, pero nada sobrevivió para atestiguar que habían existido y habían
desaparecido después, que habían existido y dejado de existir una y otra vez,
desde siempre, sin un primer principio ni un último fin.
Y surgieron
nuevamente un firmamento, y un viento, y un resplandor de luz purpúrea ante los
ojos del soñador, que seguía cayendo. Y aparecieron dioses, y presencias, y
voluntades que se hacían obedecer, y la belleza y la maldad, y el grito
ululante de la noche maligna privada de su presa. Porque, a través del ignorado
ciclo final, había sobrevivido un pensamiento y una visión que pertenecían a la
juventud de un soñador; y en torno a esa visión y a ese pensamiento se habían
reconstruido un mundo vigil y una vieja y amable ciudad que los encarnaba y
justificaba. El gas violeta S'ngac había indicado el camino, y el arcaico
Nodens había gritado desde insospechadas profundidades la dirección
conveniente.
Las estrellas
dieron paso a amaneceres, y los amaneceres reventaron en mil fuentes de oro,
carmín y púrpura, y el soñador aún seguía cayendo. Horribles gritos rasgaron el
éter en el momento en que inmensos haces de luz esplendorosa dispersaban a los
demonios del exterior. Y el venerable Nodens lanzó un aullido de triunfo cuando
Nyarlathotep, cerca de su presa, se detuvo desconcertado por un resplandor que
convertía en polvo gris los cuerpos informes de sus horribles perros de caza.
Randolph Carter había descendido finalmente las inmensas escalinatas de mármol
y se hallaba en su maravillosa ciudad. Porque, efectivamente, había regresado
otra vez al mundo limpio y puro de la Nueva Inglaterra
que le había dado la vida.
Y así, a los
acordes de los mil susurros matinales, a la luz inflamada del amanecer que
teñía de púrpura los cristales de la gran cúpula dorada de State House, en lo
más alto de la ciudad, Randolph Carter saltó gritando del lecho en su
habitación de Boston. Cantaban los pájaros en ocultos jardines, y el perfume de
las enredaderas se elevaba de los cenadores que había construido su abuelo. Luz
y belleza resplandecían en la chimenea de esculpida cornisa y en las paredes
adornadas con figuras grotescas. Un gato negro y lustroso se levantó bostezando
del sueño hogareño que el sobresalto y el alarido de su dueño habían
interrumpido. Y a una distancia infinita de infinitos, más allá de la Puerta del Sueño Profundo,
y del bosque encantado, y del país de los jardines, y del Mar Cerenario, y de
los límites crepusculares de Inquanok; Nyarlathotep, el caos reptante, penetró
ceñudo en el castillo de ónice que se eleva en la cúspide de la ignorada
Kadath, en la inmensidad fría, e insultó enojado a los amables dioses de la Tierra , a quienes acababa
de arrancar violentamente de las terrazas perfumadas de la maravillosa ciudad
del sol
poniente.
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