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martes, 7 de agosto de 2007

LAS RATAS EN LAS PAREDES // HOWARD P. LOVECRAFT

LAS RATAS EN LAS PAREDES
HOWARD P. LOVECRAFT




El 16 de julio de 1923, precisamente después que el último obrero había terminado su tarea, me
mudé a Exham Priory. La restauración había implicado desmedidos trabajos, ya que de la
construcción original apenas si quedaba un montón de ruinas, pero como se trataba de la mansión
de mis antepasados no reparé en gastos. La finca había permanecido deshabitada desde épocas de
Jacobo I, cuando un drama de aspectos espantosamente trágicos, si bien en buena medida
comprensibles, se precipitó sobre el jefe de familia, sus cinco hijos y algunos criados. El tercer
hijo, antecesor mío por línea paterna, único sobreviviente del desdichado grupo familiar, debió
marcharse en medio de un clima de sospecha y terror.
Como el único heredero estaba acusado de asesinato, la finca fue a manos de la corona; el
legítimo dueño no hizo el menor esfuerzo por defenderse o recuperar la propiedad. Enloquecido
por un horror más substancial que el que podía emanar de su propia conciencia o de la ley,
obsesionado por expulsar de su memoria y de su vista aquella mansión, Walter de la Poer,
decimoprimer barón de Exham, se fue a Virginia para establecerse y fundar la familia que un
siglo después era conocida con el nombre de Delapore.
Exham Priory quedó abandonado y con el tiempo engrosó el inventario de propiedades de la
familia Norrys. La original arquitectura de la mansión la hizo objeto de continuados estudios;
constaba de torres góticas que se levantaban sobre una infraestructura sajona o románica con
cimientos que, por su parte, congregaban una mezcla de estilos: romano, druida o el címrico
originario, si es posible atenerse a las leyendas. Estos cimientos eran muy peculiares, ya que por
uno de los lados se unían a la sólida piedra de la ladera montañosa, desde cuya cima el priorato
vigilaba un valle solitario que se extendía por tres millas al oeste del pueblo de Anchester.
Los arquitectos y artistas se entretenían embelesados en el estudio de aquella extraña pieza de
épocas remotas, pero los lugareños la odiaban con oscura inquina. Era un odio que se arrastraba
desde hacía siglos, cuando aún moraban allí mis antepasados, y que perduraba hasta ahora,
cuando el abandono la había llevado a casi desaparecer tragada por el musgo y la vegetación.
Antes que pasara un día desde mi llegada, la gente de Anchester ya me había hecho saber que yo
era el descendiente de una familia maldita. No obstante, ya esta semana los obreros han hecho
desaparecer lo que quedaba de Exham Priory y ahora se afanaban por borrar las huellas de sus
cimientos. Siempre he estado al tanto de la historia real de mi estirpe familiar; sé muy bien que el
primero de mis antepasados norteamericanos se refugió en las colonias perseguido por una
atmósfera de extrañas sospechas. Los detalles, en cambio, se me escapan puesto que han sido
sepultados por la reticencia que sobre ellos mantuvo durante generaciones la familia Delapore.
Contrariamente a lo que les sucede a los colonos de las cercanías, es raro que nos vanagloriemos
de antepasados que participaron en las Cruzadas o de incluir en nuestra estirpe héroes medievales
o renacentistas; no se nos trasmitieron otras tradiciones que aquellas que contenía el sobre
lacrado que todo propietario latifundista legaba al primogénito antes que estallara la Guerra Civil
con la orden de una apertura estrictamente póstuma. Sólo nos enorgullecíamos en la familia con
las glorias alcanzadas luego de la emigración, esplendores de un linaje virginiano orgulloso y
honorable, aunque algo reservado y poco sociable.
Toda nuestra fortuna se perdió durante la guerra y la existencia familiar se vio profundamente
conmovida por el incendio de Carfax, morada de la familia al borde del río James. Mi anciano
abuelo murió entre las llamas y con él se consumió el sobre lacrado que nos ataba al pasado. Aún
hoy recuerdo el incendio; mis ojos de siete años contemplaban alterados a los soldados federales
vociferar, a las mujeres contorsionarse desvalidas y a los negros rezando y dando alaridos. Mi
padre era soldado del ejército y combatía en la defensa de Richmond; luego de infinitas
gestiones, mi madre y yo conseguimos trasponer las líneas enemigas y juntarnos con él.
Al finalizar la guerra, nos dirigimos al norte, de donde era oriunda mi madre, y allí me hice
grande y, a la larga, como corresponde a cualquier yanqui perseverante, me hice rico. Ni mi padre
ni yo nos enterarnos jamás del contenido del sobre testamentario. Por mi parte, atrapado por el
rutinario devenir de las actividades mercantiles de Massachusetts, perdí todo interés en los
misterios que, seguramente, ocultaba mi árbol genealógico. ¡Con cuánto alivio habría entregado
Exham Priory a los murciélagos, a las telarañas, al musgo y a la vegetación si hubiese tenido
aunque fuese una remota idea de lo que se escondía tras sus muros!
Mi padre falleció en 1904 y no dejó mensaje alguno para mí ni para mi hijo único, Alfred, un
chico de diez años y huérfano de madre. Fue precisamente Alfred quien produjo una moderada
revolución en la transmisión de la historia familiar. Pese a que yo sólo había conjeturado
esporádica y burlonamente con él sobre este tema, cuando fue enviado a Inglaterra en 1917,
como oficial de aviación, me escribía constantemente contándome algunas leyendas ancestrales
muy interesantes. Según lo que me refería, circulaba sobre los Delapore una exótica y bastante
siniestra historia. Un compañero de mi hijo, el capitán Edward Norrys, del Cuerpo Aéreo Real,
vivía cerca de la mansión familiar, en Anchester, y conocía unas supersticiones campesinas que
harían las delicias de cualquier novelista truculento. Norrys naturalmente no las creía, pero a mi
hijo le divertían, razón por la cual fueron el tema de muchas de las cartas que me escribió.
Finalmente estas leyendas hicieron que concentrara mi atención en nuestro solar de ultramar y
me impulsaron a comprar y reparar mi herencia, que Norrys mostró a Alfred y, más aún, pudo
ofrecérnosla por un precio muy razonable, puesto que un tío suyo era el actual propietario.
Adquirí Exham Priory en 1918, pero casi en seguida olvidé los planes de restauración para
atender a mi hijo que regresaba inválido de la guerra. Vivió dos años más, durante los cuales me
consagré íntegramente a su atención, abandonando incluso la dirección del negocio a mis socios.
En 1921, preso de una gran desolación, sin motivaciones, marginado de toda actividad laboral
y sintiendo el peso de la ya casi presente vejez, decidí entretener el resto de mis días ocupándome
de la nueva posesión. En diciembre llegué a Anchester y me alojé en casa del capitán Norrys, un
joven algo entrado en carnes pero amable, que apreciaba mucho a mi hijo. De inmediato me
ofreció su ayuda para recopilar planos y anécdotas que sirvieran para las obras de restauración.
La presencia de Exham Priory no me producía emoción alguna; en realidad se trataba de una
masa de abandonadas ruinas medievales devorada por el musgo, sembradas de nidos de grajos,
en precario y amenazador equilibrio al borde de un precipicio impresionante, sin pisos o
cualquier otro rastro de interiores excepto los muros de piedra de las torres.
Una vez que llegué a tener una idea de cómo debió haber sido el edificio cuando fue
abandonado, tres siglos antes, por mis antepasados, comencé a contratar obreros para emprender
las obras. La dificultad inicial consistió en que debí buscar la mano de obra necesaria en
poblaciones alejadas, ya que los habitantes de Anchester manifestaban un rechazo y un temor
verdaderamente notables hacia aquel lugar. La aversión era de tal magnitud que a veces
conseguía contagiar a los trabajadores que venían de otros sitios, lo que ocasionaba constantes
deserciones. El sentimiento se proyectaba tanto al priorato como a la familia originalmente
propietaria del solar.
Mi hijo me había contado que durante sus visitas al pueblo, la gente se había mostrado algo
retraída con él debido a que era un De la Poer; por análoga razón ahora yo experimentaba el
mismo recibimiento que persistió hasta que logré convencerlos que casi ni tenía noticias de mis
antepasados. No obstante, los vecinos no se mostraban hospitalarios conmigo, razón por la cual
recurrí a Norrys para recopilar todas las tradiciones populares que aún seguían circulando. Lo que
no me podían perdonar era que yo hubiese venido a restaurar lo que para ellos era el máximo
emblema del aborrecimiento; más o menos oscuramente, para todos ellos Exham Priory no era
más que una cueva de monstruos.
Resumiendo todas las historias que Norrys había reunido para mí, y agregándoles el
testimonio de investigadores que a su debido tiempo habían visitado las ruinas, llegué a la
conclusión que Exham Priory se había levantado sobre el sitio que en otro tiempo había ocupado
un templo prehistórico, una construcción druida, incluso contemporánea de Stonehenge. A casi
nadie le quedaban dudas que en aquel lugar se habían celebrado abominables ceremonias y que
tales prácticas habían pasado al culto de Cibeles, introducido tiempo después por los romanos.
Todavía eran legibles en las paredes del sótano inscripciones tan inconfundibles como «DIU...
OPS... MAGNA... MAT...», signos de la Magna Mater, culto tenebroso vanamente prohibido a
los ciudadanos romanos. Anchester había sido sede de la tercera legión augusta, según lo
probaban numerosos restos, y de acuerdo a precisos indicios el templo de Cibeles debió ser una
imponente construcción que congregaba innumerables fieles para las ceremonias que eran
presididas por un sacerdote frigio. Las historias añadían que el derrumbe de la vieja religión no
significó el fin de las orgías que se desarrollaban, en el templo, sino que, por el contrario, los
sacerdotes abrazaron la nueva fe sin modificar en lo substancial sus creencias. También se
sostenía que los ritos no habían cesado con la llegada de los romanos; algunos sajones se habían
sumado a lo que quedaba del templo otorgándole los rasgos que con el tiempo habrían de
singularizarlo, convirtiéndolo en centro de difusión de un culto tan temido por lo menos en la
mitad del territorio que ocupaba la heptarquía. Una crónica del año 1000 d. C. menciona el sitio
refiriéndose a él como un priorato construido de piedra, donde vivían una peculiar aunque
poderosa orden monástica que no necesitaba grandes murallas para mantener alejado al
atemorizado populacho. Los daneses nunca llegaron a destruirlo, aunque seguramente su suerte
debió desvanecerse luego de la conquista normanda, ya que no hubo impedimento alguno para
que en 1261 Enrique III entregara la propiedad a mi antepasado Gilbert De la Poer, primer barón de Exham.
De mi familia, en especial, no conseguí testimonios adversos, pero algo extraño debió ocurrir
por entonces. Otra crónica, esta vez de 1307, habla de un De la Poer al que califica de «renegado
de Dios». Por su parte, las leyendas populares denotan un miedo pánico a decir cualquier cosa
sobre el castillo que se erigió sobre el templo y el priorato. Los cuentos que circulaban sobre el
lugar eran especialmente espeluznantes, terror que enfatizaban con la reticencia y evasivas que
ostentaban. En ellos, mis antepasados aparecen como una estirpe de demonios frente a los cuales un Gilles de Retz o un Sade no eran más que aprendices. También se les atribuía responsabilidad en la desaparición de aldeanos y esto durante varias generaciones.
Según esta tradición, los peores fueron los barones y sus directos herederos. La mayor parte de
las historias se referían a ellos. Si un descendiente mostraba inclinaciones más benévolas
seguramente fallecía a edad tierna y de modo misterioso para dejar sitio a otro descendiente que
hiciera más honor al apellido. Los De la Poer profesaban, al parecer, un culto propio oficiado por
el cabeza de familia y ocasionalmente reservado a unos pocos miembros de la familia. En dicho
culto participaban también quienes ingresaban al núcleo familiar por la vía del matrimonio. Lady
Margaret Trevor de Cornualles, la mujer de Godfrey, segundo de los hijos del quinto barón,
terminó siendo una de las brujas más famosas entre los niños de todo el país y la diabólica
heroína de un viejo y macabro romance aún en circulación cerca de la frontera galesa. También
había ingresado a esa literatura popular la historia de Lady Mary De la Poer, quien a poco de
casarse con el barón de Shrewsfield, fue asesinada por éste y su madre; poco después los asesinos
fueron absueltos y bendecidos por el sacerdote al que confesaron todo lo que no se atrevían a
decir en público.
Esas leyendas y romances, propios de la más ramplona superstición, me desagradaban
profundamente. La persistencia en adherirse a generaciones y generaciones de mis antepasados
me parecía especialmente irritante. Porque si bien las acusaciones de costumbres monstruosas
eran constantes, el único escándalo conocido entre mis antepasados más inmediatos era el de mi
primo, el joven Randolph Delapore de Carfax, quien se había ido a vivir con los negros
haciéndose oficiante de un rito vudú tras su regreso de la guerra de México.
Muchísimo menos me interesaban las historias sobre alaridos y aullidos en el valle solitario y
siempre barrido por el viento, que comenzaba a extenderse al pie del precipicio de piedra caliza.
Tampoco las que se entretenían en referir los fétidos olores que despedían las tumbas luego de
las lluvias de la primavera, o el ululante objeto blanco que el caballo de Sir John Clave había
pisado una noche o sobre el criado que había perdido el juicio como consecuencia de algo
indefinible que había visto a plena luz en el priorato. Todo ello no eran más que rezagos de
historias fantásticas de esas que prenden tanto en el vulgo, y por entonces yo era un escéptico de
una sola pieza. No descartaba del todo los relatos sobre aldeanos desaparecidos, pero no me
resultaban especialmente significativos en el contexto de las prácticas medievales.
Ciertas historias resultaban muy pintorescas y lamenté no haber estudiado más mitología
comparada en mi juventud. Circulaba, por ejemplo, la creencia que una legión de diablos con
alas de vampiro se congregaba todas las noches en el priorato para concelebrar sus aquelarres; se
alimentaban con verduras, lo que explicaba la desmesurada abundancia de hortalizas ordinarias
que se cultivaban en los enormes huertos. La más impactante de todas las historias en boga era la
referida a la dramática epopeya de las ratas —un arrasador ejército de obscenas alimañas que
había brotado de las entrañas del castillo, tres meses después de la tragedia que lo llevó al
abandono—, un alud de repugnantes y voraces bestezuelas que había barrido con todo a su paso,
aves, gatos, perros, conejos, cerdos y hasta dos desdichados pobladores. La plaga de roedores,
por su parte, es la fuente de la que deriva un ciclo independiente de mitos, puesto que las ratas
irrumpieron en las casas del pueblo suscitando infinitos acontecimientos diversamente
espeluznantes.
Todas las historias volaban sobre mí cuando emprendí, con la tozudez característica de un
anciano, las tareas de restauración de mi solar ancestral. Pese a todo, no debe creerse de ningún
modo que ellas constituían la atmósfera psicológica en la que me movía. Asimismo, debo hacer
constar que contaba con el apoyo incesante del capitán Norrys y de los arqueólogos que me
rodeaban y ayudaban en la reconstrucción. Dos años después de iniciada, la obra llegó a su
término y estuve en condiciones de observar el conjunto de amplias habitaciones, muros
reconstruidos, techos abovedados, anchas escaleras; el orgullo que experimentaba compensaba
sobradamente los cuantiosos gastos que consumió la reparación.
Todos los detalles medievales habían sido eficientemente reproducidos y las partes nuevas no
se distinguían de los muros y cimientos originales. El lar de mis antepasados se hallaba
nuevamente en pie y sólo me restaba ahora redimir la fama local de la línea familiar que
terminaba en mí. Viviría allí hasta el fin de mis días y demostraría a todos que un De la Poer —
había recuperado la grafía original del apellido— no es en absoluto un ser diabólico. El ideal del
confort aumentó, si cabe, por el hecho que Exham Priory, pese a estar construido sobre cánones
medievales, era totalmente nuevo, lo que lo ponía salvo de viejos fantasmas y de alimañas
nuevas.
Como ya lo dije, me mudé a Exham Priory el 16 de julio de 1923. Me asistían siete criados y
nueve gatos, animal por el que siento una especial predilección. El más viejo de ellos, Nigger-
Man, tenía ya siete años y llegó conmigo desde Bolton, Massachusetts. El resto de los gatos los
había ido consiguiendo mientras vivía con la familia del capitán Norrys.
Pasaron cinco días en medio de una rutina signada por la mayor calma; yo me dedicaba a la
clasificación de antiguos documentos familiares. Contaba ya con unas cuantas descripciones
detalladas de la tragedia final y la huida de Walter De la Poer, asuntos que, suponía, eran los
temas centrales del legajo hereditario que se había perdido en el incendio de Carfax. Por lo que
surgía de aquellas descripciones, a mi antepasado se le había acusado, con pruebas irrefutables,
de haber dado muerte a todos los moradores de la casa —excepto cuatro criados que habían
actuado como cómplices— mientras dormían. La masacre había ocurrido dos semanas después
de un descubrimiento que lo llevaría a cambiar totalmente, aunque este descubrimiento sólo
debió haberlo confiado a sus cómplices, quienes luego del episodio se habían esfumado para
escapar a la justicia.
En total murieron degollados un padre, tres hermanos y dos hermanas. Curiosamente, la
ordalía de sangre contó con el consenso de los aldeanos y la negligencia de la justicia hasta el
punto que el instigador pudo huir a Virginia, en medio de todos los honores, sin disfrazarse y sin
contratiempos. La sensación general fue que finalmente se había liberado a aquellas tierras de
una maldición inmemorial. Ignoro completamente cuál pudo haber sido el descubrimiento que
empujó a mi antepasado a esa decisión tan terrible. Walter De la Poer tenía que conocer desde
siempre las macabras historias que sobre la familia circulaban, razón por la cual creo que no
radicaban en ellas los móviles de la acción. ¿Acaso habría presenciado alguno de los ritos
ancestrales y espeluznantes o tal vez se habría encontrado con algún símbolo revelador? Tenía
reputación de ser un joven tímido y de muy buenos modales. En Virginia se le conoció como
alguien de carácter atormentado y temeroso. El diario de otro aventurero de rancio abolengo,
Francis Harley de Bellview, dice que era una persona de un estricto sentido de la justicia, del
honor y de la discreción
El 22 de julio ocurrió el primer incidente, al que en el momento apenas se le prestó atención,
pero que hoy recobra el carácter premonitorio de todo lo que vendría después. Fue tan
insignificante que casi no se le dio importancia. Debemos recordar que puesto que el edificio era
nuevo prácticamente en su totalidad, excepto los muros, y como estaba atendido por una eficiente
servidumbre habría sido absurdo experimentar aprensión alguna ante las historias que circulaban.
Esto es casi todo lo que puedo recordar del episodio del 22 de julio: el viejo gato negro, a
quien tan bien conozco, estaba perceptiblemente nervioso y al acecho, estado que no condecía
con su humor habitual. Se paseaba por las habitaciones y olfateaba constantemente los muros.
Advierto perfectamente lo trivial que puede parecer este dato —me recuerda al perro de la
historia de fantasmas que con sus gruñidos anuncia al amo «algo» hasta que finalmente se
descubre la figura envuelta en sábanas—, pero en este caso tiene su importancia.
Al día siguiente, uno de los criados se acercó para anunciarme el estado de inquietud que
reinaba en los gatos de la casa. Yo estaba en el estudio, una habitación del segundo piso, de
techos altos y orientada al oeste, tenía una triple ventana gótica que daba al precipicio y desde
donde se contemplaba el desolado valle. Mientras escuchaba al criado, advertí cómo Nigger-Man
se movía a un lado y otro del muro, y arañaba el nuevo revoque que cubría a la antigua piedra.
Conjeturé con el criado que debía tratarse de algún olor o emanación de la antigua
mampostería, no perceptible para el olfato humano. En verdad, eso es lo que creía. El criado
aventuró la hipótesis de la presencia de ratas, pero yo la rebatí puesto que en aquel sitio no se las
había visto al menos durante trescientos años y, en lo referente a los ratones de campo,
difícilmente habrían podido trepar hasta tan altos muros y, además, tampoco nunca se los había
visto merodear por allí. El capitán Norrys, a quien consulté aquella misma tarde, coincidió
conmigo en que era francamente increíble que de pronto los ratones de campo invadieran
masivamente el priorato.
Así tranquilizado, aquella noche liberé al criado de sus tareas de asistencia a mi persona, y me
retiré al dormitorio de la torre que daba al oeste. Se llegaba a ella desde el estudio por una
escalinata de piedra y luego de atravesar una pequeña galería, la escalera —parte vieja y parte
nueva— y la galería completamente restaurada. La habitación era circular, de techo alto, sin
revestimiento; en las paredes colgaban algunos tapices que había comprado en Londres.
Me aseguré que Nigger-Man estuviese conmigo, cerré la puerta y me acosté a la luz de unas
lamparillas eléctricas que se parecían mucho a bujías. Poco después apagué la luz y me hundí en
la mullida cama, sintiendo el peso del gato a mis pies. No cerré las cortinas; así pude mantener la
mirada perdida en la angosta ventana que daba al norte. Un preanuncio del amanecer se dibujaba
en el cielo.
Poco después debí quedarme apaciblemente dormido, pues recuerdo perfectamente salir de
profundos y gratos sueños cuando el gato dio un súbito respingo. Pude verlo recortado contra la
evanescente luz de la aurora que se dibujaba en la ventana. Mantenía la cabeza tensa, las patas
hundidas en mis tobillos. Tenía los ojos clavados en un punto de la pared ubicado al oeste de la
ventana, sitio en el que mi vista no encontraba nada digno de referir, pero donde se habían
concentrado mis cinco sentidos.
Tras unos momentos descubrí el motivo de la excitación de Nigger-Man. No sabría decir si los
tapices se movieron o no, aunque en ese momento me pareció que sí. En cambio, no tengo dudas
que tras los tapices se oyó un ruido, tenue pero nítido, como de ratas o ratones escabulléndose
precipitadamente. En ese preciso instante el gato se arrojó literalmente sobre el tapiz de colores
llamativos haciéndolo caer y dejando al descubierto un antiguo y húmedo muro de piedra,
reparado en varios sectores por los restauradores; de roedores, ningún rastro.
Nigger-Man olisqueó escrupulosamente el muro, desgarró el tapiz caído e incluso intentó
introducir sus garras entre la pared y el zócalo. No encontró nada, por lo que luego de un rato
volvió muy fatigado a su posición inicial, a mis pies. Yo no me había movido de la cama, pero no
pude volver a dormir en el resto de la noche.
Al día siguiente pregunté a la servidumbre si había notado algo anormal durante la noche;
nadie había advertido nada, excepto la cocinera, quien recordaba el extraño comportamiento de
un gato que estaba tendido en el alféizar de la ventana. A cierta hora el gato se había puesto a
maullar, despertando a la cocinera justo para verlo lanzarse desesperado escaleras abajo. Tras una
ligera modorra a continuación del almuerzo, fui a visitar al capitán Norrys, quien se interesó
especialmente en mi relato de lo ocurrido la noche anterior. Los extraños sucesos —a la vez tan
curiosos— apelaban a su sentido de lo pintoresco y, en consecuencia, le traían a la memoria
infinidad de historias locales sobre fantasmas. No conseguíamos explicar racionalmente la
presencia de ratas y lo único a que atinó Norrys fue a facilitarme unas trampas y veneno que, una
vez en casa, ordené a los criados colocaran en lugares estratégicos.
Pronto me fui a la cama pues estaba con mucho sueño. Sin embargo, mientras dormía tuve
horribles pesadillas. En ellas me despeñaba rodando vertiginosamente desde una gran altura a
una gruta tenuemente iluminada, cuyo piso estaba cubierto por una gruesa capa de estiércol. En la
gruta había una suerte de diablo porquerizo de barba canosa que arreaba con su bastón un rebaño
de bestias flácidas y con forma de hongo, cuya presencia me produjo una frenética repugnancia.
El porquerizo se detenía un instante a divisar su rebaño; en ese momento un indescriptible
enjambre de ratas llovía del cielo sobre el pestilente abismo y devoraban a las bestias y al
hombre.
En medio de tan aterradora pesadilla, me desperté súbitamente a causa de bruscos
movimientos de Nigger-Man, que hasta un instante antes dormía tendido mis pies. Esta vez no
fue necesario inquirir por el origen de sus bufidos y resoplidos ni del miedo que instintivamente
le llevaba a hundir sus garras en mis tobillos; las paredes de la habitación exhalaban un
repugnante ruido, el producido por enormes ratas, seguramente famélicas, al desplazarse.
Encendí la luz y pude ver el tapiz —que había sido reemplazado— en medio de una espantosa
sacudida que producía en los ya de por sí originales dibujos una especie de tétrica danza de la
muerte. La agitación del tapiz fue fugaz, así como los ruidos. Salté de la cama, examiné el tapiz
con el largo mango del calentador de cama. Con el improvisado instrumento lo levanté y miré
qué había debajo. Nuevamente sólo se veía el reparado muro de piedra. Para entonces el gato se
había tranquilizado. Al inspeccionar la trampa circular que había puesto en la habitación,
comprobé que todos los orificios estaban forzados, aunque no había rastro alguno de ratas.
Por supuesto que ni se me ocurrió volver a la cama, así que encendí una vela, abrí la puerta,
salí a la galería que terminaba en la escalinata de piedra que llevaba a mi estudio. Nigger-Man no
se separaba de mis talones. Sin embargo, antes de llegar a la escalera, el gato salió disparado
hacia adelante y desapareció de mi vista. Mientras bajaba por la escalera, me llegaron unos
sonidos producidos en la gran habitación que quedaba debajo, sonidos inconfundibles.
Los muros revestidos de artesonado roble hervían de ratas que correteaban en medio de un
gran frenesí; Nigger-Man corría de un lado al otro, con la desesperación del cazador que se siente
burlado. Al llegar abajo, encendí la luz, pero esta vez ésa no fue razón para que cesara el ruido.
Las ratas seguían activas en medio de tal baraúnda que llegué a distinguir con precisión el sentido
de su desplazamiento. Las bestias, al parecer en cantidad infinita, iban en una impresionante
migración desde una impredecible altura hacia una profundidad abismal.
Escuché ruido de pasos humanos en el corredor y poco después dos criados abrían la sólida
puerta. Rastrearon toda la casa buscando el origen de aquella conmoción que echó a maullar a
todos los gatos de la casa, mientras se abalanzaban sobre la cerrada puerta del sótano. Pregunté a
los criados si habían visto a las ratas. Me respondieron que nadie las había visto. Junto con ellos,
bajé hasta la puerta del sótano, de donde ya se habían dispersado los gatos. Tomé la decisión de
explorar la cripta que había debajo, pero por el momento me limité a revisar las trampas. Todas
habían saltado, pero no tenían ninguna rata. Satisfecho que sólo los gatos y yo hubiésemos oído a
las ratas, me quedé en mi estudio hasta que llegó el día, pensando denodadamente sobre la causa
de todo aquello y recordando todas las leyendas que había recopilado para extraer las referencias
que hacían al edificio.
Durante la mañana conseguí dormir un rato, reclinado sobre el único sillón confortable de la
habitación. Cuando desperté, llamé por teléfono al capitán Norrys, quien poco después se hizo
presente y me acompañó a explorar el sótano.
No encontramos absolutamente nada, aunque sí averiguamos, no sin un estremecimiento, que
la cripta había sido construida durante el tiempo de los romanos. Los arcos bajos y los sólidos
pilares eran de estilo romano, no de ese degradado estilo de los sajones, sino del severo y
armónico clasicismo del tiempo de los césares. En las paredes volvían a aparecer inscripciones
familiares a los arqueólogos que habían trabajado en el lugar; se leía: «P.GETAE, PROP...
TEMP... DONA...» o «L.PRAEC... VS... PONTIFI... ATYS...» y otras cosas más.
La referencia a Atys me perturbó, porque había leído a Cátulo, quien habla de los
espeluznantes ritos que se ofrendaban al dios oriental, ritos que casi se confundían con los
debidos a Cibeles. A la luz de unas linternas, Norrys y yo tratamos de descifrar los extraños y
descoloridos dibujos trazados sobre unos bloques de piedra irregularmente rectangulares,
seguramente altares. Nos vino a la memoria que uno de aquellos dibujos, una suerte de sol que
proyectaba rayos en todas direcciones, sirvió a los arqueólogos para demostrar su origen no
romano, sino de un tiempo muy anterior. Sobre uno de los bloques se veían unas manchas
marrones muy significativas. El más grande de todos, que se encontraba en medio de la estancia,
tenía en su cara superior ciertos rastros que indicaban el paso del fuego: seguramente sobre él se
hacían ofrendas incineradas.
En lo esencial eso era todo lo que se veía en la cripta, frente a cuya puerta los gatos se habían
concentrado a maullar desesperadamente. Norrys y yo decidimos pasar la noche en aquel lugar.
Ordené a los criados que bajaran dos divanes, les advertí que no se preocuparan por la conducta
que los gatos pudiesen mostrar durante la noche y admití a Nigger-Man como acompañante y
ayudante. Nos pareció del caso cerrar herméticamente la gran puerta de roble.
La cripta estaba situada por debajo de los cimientos del priorato, en la cara del precipicio que
dominaba el inhóspito valle. Tenía la certeza que hacia allí se habían desplazado las ratas. En
medio de la expectante vigilia, se apoderaban de mí sueños no del todo formados, de los que me
rescataban los intranquilos movimientos del gato que, como siempre, estaba a mis pies.
Los sueños eran tan espeluznantes como los de la noche anterior. Otra vez aparecía la siniestra
gruta, el porquero con sus inmundas bestias hozando en el estiércol. Podía ver con más precisión
la fisonomía de éstas, me acercaba a ellas cada vez más hasta que desperté profiriendo un alarido
que hizo dar un violento salto a Nigger-Man, en tanto que el capitán Norrys, que no había pegado
ojo, se echaba a reír a carcajadas. Más se habría reído de haber conocido el motivo del alarido.
Pero ni yo mismo lo recordé de inmediato; el horror absoluto tiene la facultad de disolver la
memoria.
Poco después comenzó a manifestarse el extraño fenómeno. El capitán Norrys me sacudió
levemente, instándome a que escuchara el ruido de los gatos. ¡Vaya si se escuchaba! Al otro lado
de la cerrada puerta, al pie de la escalinata de piedra, se oía un pandemónium de gatos aullando y
arañando la madera. Por su parte, Nigger-Man corría frenéticamente a lo largo de los muros de
piedra, en cuyo interior se sentía la misma baraúnda de ratas de la noche anterior.
Me ganó una sensación de terror, pues todo aquello no podía explicarse racionalmente. A
menos que fuesen producto de un delirio que yo compartía con los gatos, aquellas ratas debían
escabullirse a una madriguera emplazada en medio de los muros romanos que hasta donde yo
sabía estaban hechos de sólidos bloques de roca caliza. Llegué a imaginar que al cabo de
diecisiete siglos, el agua tal vez habría excavado túneles que luego los animales se encargarían de
ensanchar y conectar entre sí. Pese a estos intentos de explicación, el horror me paralizaba
porque suponiendo que fuesen alimañas de carne y hueso, ¿por qué Norrys no oía el repugnante
alboroto? ¿Por qué sólo me pidió que observara a Nigger-Man y que escuchara los maullidos de
los gatos de afuera?
Cuando estuve en condiciones de confiarle, lo más racionalmente posible, lo que creía estar
oyendo, hasta mis oídos llegó el último acorde del escalofriante barullo. Ahora el ruido parecía
apagarse, se oía aún más abajo, mucho más abajo del sótano, hasta el extremo que todo el
precipicio parecía acribillado por ajetreadas ratas. Norrys no estaba tan escéptico como yo había
supuesto; parecía profundamente agitado. Mediante señas me comunicó que había cesado el
alboroto de los gatos, otra vez cazadores defraudados. Mientras tanto, Nigger-Man era invadido
nuevamente por el desasosiego y se ponía a escarbar tenazmente en la base del gran altar de
piedra.
En ese momento mi terror llegaba al paroxismo. El capitán Norrys, hombre mucho más joven
y fornido, y presumiblemente bastante más pragmático que yo, también se veía inquieto, tal vez
porque conocía muy bien las leyendas locales. Ambos nos limitábamos a observar como Nigger-
Man hundía sus garras, cada vez con menos entusiasmo, en la base del altar; de tanto en tanto
alzaba la cabeza, me miraba y maullaba.
Norrys acercó una linterna al altar para examinar de cerca el sitio donde el gato excavaba. Se
arrodilló y arrancó unos líquenes que seguramente estaban allí desde hacía siglos. Pero, pese a
mucho escarbar, no encontró nada singular y cuando volvía a levantarse, advertí algo trivial que,
sin embargo, hizo que me estremeciera. Comuniqué el descubrimiento a Norrys y ambos nos
pusimos a investigar el hallazgo casi imperceptible con el entusiasmo propio de quien se
encuentra con una pista que confirma lo acertado de sus sospechas. Se trataba de lo siguiente: la
llama de la linterna que reposaba sobre el altar se movía, tenue pero perceptiblemente, por acción
de una corriente de aire que sin duda había comenzado a soplar por la ranura que había entre el
suelo y el altar, precisamente en el sitio donde Norrys había estado desbrozando los líquenes.
Concluimos la noche en el estudio, discutiendo los próximos pasos que debíamos emprender.
El descubrimiento de aquella cripta, que había pasado inadvertida a los especialistas que durante
siglos se dedicaron a explorar el edificio, nos produjo una considerable excitación. Por cierto que
éramos profanos en todo lo que se relacionara con lo siniestro, circunstancia que nos colocaba
ante un dilema: abandonar cualquier acción ulterior —y el propio priorato— en nombre de una
precaución supersticiosa o alimentar nuestro sentido de la aventura y el riesgo, fuesen cuales
fueren los horrores que nos depararan aquellos insondables abismos.
De mañana llegamos a un acuerdo. Buscaríamos en Londres científicos y arqueólogos
capacitados para desentrañar aquel misterio. Debe decirse también que antes de dejar el sótano
hicimos vanos e ingentes esfuerzos por mover la gran piedra del altar central, portada de acceso,
como ahora lo reconocíamos, a abismos de indescriptible terror. A hombres más sabios y más
capacitados que nosotros les correspondería develarlos.
Permanecimos un largo tiempo en Londres, durante el que dimos a conocer nuestras
experiencias, conjeturas y las legendarias anécdotas a cinco calificadas autoridades científicas,
personas que además sabrían tratar con la debida discreción cualquier aspecto delicado del
pasado familiar que pudieran revelar las investigaciones. La mayor parte de ellos mostraron gran
interés por el asunto. No me parece del caso dar el nombre de todos ellos, pero sí puedo decir que
entre ellos se encontraba Sir William Brinton, cuyos trabajos en el Troad, en su momento
concitaron la atención de todo el mundo. Durante el viaje en tren con ellos rumbo a Anchester se
apoderó de mí algo así como un desasosiego, como si estuviera en la víspera de atroces
revelaciones. Desazón también se advertía en el rostro de muchos de los norteamericanos que
vivían en Londres, por la inesperada muerte de su presidente, ocurrida del otro lado del océano.
En la tarde del 7 de agosto llegamos a Exham Priory. Los criados me informaron que durante
mi ausencia no había ocurrido nada digno de curiosidad. Todos los gatos se habían mostrado
tranquilos y ninguna trampa daba muestras de haber sido tocada. Las investigaciones tendrían
comienzo al día siguiente. Por el momento me dediqué a asignar a mis huéspedes habitaciones
provistas de todo lo necesario para hacer confortable su estadía.
De noche me fui a mi habitación de la torre, acompañado del siempre fiel Nigger-Man. Pronto
me dormí y fui asaltado, otra vez, por espantosos sueños. Una de las pesadillas me colocaba en
una fiesta romana del tipo de la Trimalción, donde debía presenciar una repugnante
monstruosidad sobre una fuente cubierta. Nuevamente volvió, recurrente, la pesadilla del
porquero y su hediondo rebaño en la gruta tenebrosa. Cuando desperté ya era de día y en las
habitaciones de abajo no se oía ningún ruido. Las ratas, ya fuesen reales o imaginarias, no me
habían molestado; lo mismo le había pasado a Nigger-Man, que dormía plácidamente a mis pies.
Ya abajo, comprobé que en el resto de la casa reinaba la más absoluta tranquilidad. Según la
hipótesis de uno de los científicos que me acompañaban, alguien de apellido Thornton,
especialista en fenómenos psíquicos, ello era debido a que en ese momento se me develaba lo
que determinadas fuerzas desconocidas deseaban que viese, hipótesis que, a decir verdad, me
pareció un absurdo.
Todo estaba listo, así que a eso de las once, los siete hombres que formábamos el grupo,
cargando focos eléctricos y herramientas para excavación, bajamos al sótano y cerramos con
llave la puerta tras nosotros. También nos acompañaba Nigger-Man, ya que los investigadores
consideraron útil aprovechar su aguzada percepción para el caso que se produjeran difusas
manifestaciones de presencia de roedores. Poca atención prestamos a las inscripciones y a los
dibujos del altar; tres de los científicos ya los habían visto y los demás estaban al tanto de sus
características. En cambio, el altar central concentró todos los esfuerzos; luego de una hora de
duro trabajo, Sir William Brinton había conseguido desplazarlo hacia atrás empleando una
especie de palanca totalmente desconocida para mí.
De este modo se desplegó ante nuestra vista un espectáculo inaudito, frente al que no
habríamos sabido cómo reaccionar si no hubiésemos estado prevenidos. A través de un agujero
casi cuadrado abierto sobre el enlosado suelo y desparramados en un tramo de escalera tan
desgastado que parecía casi una superficie plana, con una leve inclinación en el centro, podía
verse un espantoso amasijo de huesos humanos o, por lo menos, semihumanos. Los esqueletos,
que conservaban la última posición vital, revelaban gestos de pánico y todos habían sido
mondados por los roedores. Ningún rasgo de aquellos cráneos permitía suponer que
pertenecieran a seres con alto grado de idiocia o cretinismo y, mucho menos, a antropoides
prehistóricos. Sobre los escalones atiborrados de esos restos se abría, en forma de arco, un
pasadizo descendente, al parecer excavado en la roca viva, por el cual circulaba una corriente de
aire. Ésta no era una bocanada impregnada de hediondez, propia de una cripta cerrada sino una
muy agradable brisa fresca. Luego de un momento de vacilación, en medio de escalofríos nos
dispusimos a abrirnos paso escaleras abajo. Tras examinar escrupulosamente los labrados muros,
Sir William nos comunicó la sorprendente observación que el pasadizo, a juzgar por las huellas
de los golpes, debía haber sido trabajado desde abajo.
Ha llegado el momento en que debo pensar detenidamente lo que digo y elegir muy
cuidadosamente las palabras.
Después de avanzar un trecho en medio de los roídos huesos, vimos una luz frente a nosotros.
No era una fosforescencia ni nada así, sino la luz solar filtrada cuyo único origen posible debía
ser el de ignoradas fisuras abiertas sobre la ladera del precipicio. Por cierto que no resultaba
extraño que desde el exterior nunca se hubieran advertido esas hendiduras, ya que además que el
valle siempre estuvo totalmente despoblado, la altura y lo escarpado del precipicio eran tales que
habría sido necesario un aeronauta para estudiar la pared en detalle.
Caminamos unos pasos más y el espectáculo que se presentó ante nuestra vista nos dejó
literalmente sin aliento. Tan literalmente que Thornton, el especialista en fenómenos psíquicos,
se desplomó desvanecido en brazos del azorado expedicionario que iba tras él. Norrys, lívido e
inerte, lanzó un grito inarticulado y en lo que a mí respecta, creo que emití un resuello o ronquido
y me tapé los ojos. El hombre que marchaba a mis espaldas —el único que tenía más edad que
yo— pronunció el trillado: «¡Dios mío!» con una voz quebrada que aún recuerdo. De toda la
expedición, sólo Sir William Brinton conservó la sangre fría, mérito que debe reconocérsele,
especialmente si se repara que al encabezar el grupo debió ser el primero en verlo todo.
Estábamos ante una gruta iluminada por una mortecina luz que venía muy desde lo alto y cuya
prolongación escapaba a nuestro campo visual. Era un universo subterráneo de insondable
misterio y oscuras premoniciones. Podían verse edificaciones y otros restos arquitectónicos —
con mirada aún enturbiada por el pánico divisé un singular túmulo, un impresionante círculo de
monolitos, ruinas romanas de bóveda baja, los restos de una pira fúnebre sajona y hasta una
primitiva construcción inglesa de madera—, pero todo esto era trivial ante el abominable
espectáculo que se extendía hasta donde la vista podía llegar: una demencial maraña de huesos
humanos, o de aspecto humano, igual a los que habíamos visto antes. Como si fuera un
espumante mar, los huesos cubrían todo. Unos estaban sueltos, otros aún permanecían
articulados en esqueletos que denotaban posturas de diabólico frenesí, de repeler ataques o de
consumar intenciones caníbales.
El doctor Trask, el antropólogo del grupo, intentó identificar los cráneos, pero se encontró con
una degradada mezcolanza que le causó gran perplejidad. La mayoría de ellos pertenecían a seres
muy anteriores al hombre de Piltdown, aunque de todos modos estaba fuera de toda discusión su
origen humano. Muchos eran de grado superior y sólo algunos podían atribuirse a seres con
cerebro y sentidos plenamente desarrollados. Prácticamente no había hueso que no estuviese
roído, en especial por las ratas, pero también por otros seres de aquel aquelarre infernal. Entre
ellos también se veían huesecillos de ratas.
No creo que ninguno de nosotros conservase intacta su lucidez durante aquel día abrumado
por horribles descubrimientos. Hoffmann ni Hyusmans jamás habrían podido imaginar escenas
más increíbles, más pesadillescamente repulsivas, más atrozmente góticas que las que ofrecía
aquella tenebrosa gruta por la que avanzábamos como sonámbulos. Las revelaciones se sucedían
una tras otra y creo que todos tratábamos de bloquear los pensamientos que nos llevaran a
explicar lo que podría haber sucedido en aquel lugar trescientos, mil, dos mil o hasta diez mil
años antes. Estábamos en la antesala del infierno. El desdichado Thornton volvió a desvanecerse
cuando Trask le comunicó que algunos de aquellos esqueletos debían descender directamente de
cuadrúpedos.
La interpretación de las ruinas arquitectónicas también nos condujo a una sucesión de
horrores. Los seres cuadrúpedos debían haber vivido en cuevas de piedra de donde debieron
escapar por hambre o miedo a los roedores. Las ratas se contaban por legiones y evidentemente
se habían cebado con las verduras ordinarias, cuyos residuos aún podían encontrarse en el fondo
de grandes recipientes de piedra. Entendía ahora por qué mis antepasados cultivaban aquellos
huertos inmensos. ¡Ojalá pudiese olvidarlo todo! No fue preciso inquirir sobre el propósito de
aquellas diabólicas huestes de roedores.
Iluminando con su proyector la ruina romana, Sir William leyó en voz alta el más
sorprendente ritual jamás conocido y habló de la dieta alimenticia del culto antediluviano que
encontraron los sacerdotes de Cibeles y juntaron al suyo propio. Aunque acostumbrado a la vida
de las trincheras, Norrys no podía caminar erguido al salir de la construcción inglesa.
Por mi parte, me animé a entrar en lo que resultó ser la construcción sajona, cuya puerta de
roble se encontraba en el suelo; encontré una hilera de celdas de piedra con barrotes carcomidos
por el óxido. Tres estaban ocupadas por esqueletos pertenecientes a seres superiores y en el dedo
índice de uno de ellos pude ver un sello con nuestro escudo de armas. Sir William halló una
cripta con celdas aún más antiguas debajo de la capilla romana; esta vez todas estaban
desocupadas. Más abajo había otra cripta de techo bajo, cribada de nichos con huesos
prolijamente alineados, en algunos de los cuales se leían terribles inscripciones geométricas en
latín, griego y lengua frigia.
A su vez, el doctor Trask había abierto uno de los túmulos; en su interior había cráneos de
poca capacidad, apenas más desarrollados que los de los gorilas, pero inscriptos con signos
ideográficos indescifrables. Era notable la imperturbabilidad de mi gato ante aquellos
espectáculos. Una vez lo descubrí subido a una pavorosa montaña de huesos y en su
relampagueante mirada amarilla presentí secretos cuyo sentido se me escapaba.
Luego de hacernos una ligera idea de las terribles revelaciones que escondía aquella parte de
la tenebrosa caverna —lugar tan espantosamente presagiado en mi recurrente sueño—, volvimos
al abismo aparentemente sin fin, donde no se filtraba ni un solo rayo de luz. Ignoraremos para
siempre qué invisibles mundos estigios había más allá del muy pequeño trecho que recorrimos,
pero coincidimos en que un mayor conocimiento en absoluto redundaría en beneficio alguno para
la Humanidad. Pero aun en el escaso radio en que nos habíamos movido había suficientes cosas
para atraer nuestra atención; unos pasos más y la luz de los focos se posó sobre infinitos pozos
donde las ratas habían tenido un festín y cuyo agotamiento fue motivo para que las huestes
famélicas se arrojaran, en primera instancia, sobre los rebaños de seres hambrientos de la gruta y
luego escaparan en tropel del priorato para producir aquella devastadora ordalía que los
lugareños ya nunca olvidarían.
Los pozos eran realmente inmundos, con sus huesos quebrados y abiertos cráneos. ¡Simas de
rebosantes huesos de pitecántropos, celtas, romanos e ingleses! Algunos de ellos estaban repletos
y sería imposible aventurar alguna noción de profundidad. Otros tenían una profundidad mayor
de la que podían entrever los focos y aun así se notaban abarrotados de cosas. Me pregunté que
habría sido de las desventuradas ratas que cayeron en aquellos siniestros cepos en medio de la
oscuridad de tan horrible Tártaro.
De pronto mi pie resbaló hacia un horrendo foso, circunstancia que me inmovilizó de terror.
Debí quedar paralizado un buen rato, porque excepto al capitán Norrys no conseguía ver a nadie
del grupo. A continuación se oyó un ruido proveniente de la tenebrosa e infinita distancia que me
parecía reconocer. También vi a mi viejo gato negro salir disparado, como si fuese un dios
egipcio alado en pos de ignotos abismos de lo desconocido. El ruido no era tan lejano y
rápidamente comprendí qué era: se trataba de una nueva estampida de las endiabladas ratas
siempre a la búsqueda de nuevos horrores y decididas a que las siguiera hasta aquellas cavernas
del centro de la Tierra, donde Nyarlathotep, el enajenado dios carente de rostro, aúlla en la
oscuridad secundado por dos flautistas amorfos.
Mi linterna se apagó, pero ello no significó que detuviera mi carrera. Escuchaba voces,
alaridos, ecos, pero dominándolo todo se oía el siniestro e inconfundible corretear, al principio
tenuemente, luego con mayor vértigo, como un cadáver rígido e hinchado deslizándose
tranquilamente por un río de grasa que se escurre bajo infinitos puentes de ónix hasta volcarse
súbita e inconteniblemente en un negro y putrefacto mar.
Sentí que algo flácido y redondo me rozaba. ¡Las ratas! El viscoso, gelatinoso y voraz ejército
que se nutre de vivos y muertos!... ¿Por qué las ratas no iban a comer a un De la Poer si los De la
Poer nada se privaban de comer?... Si hasta la guerra se había comido a mi propio hijo... ¡Al
diablo con todo! Voraces lenguas de fuego yanquis habían devorado a Carfax, convirtiendo en
cenizas al viejo Delapore y al secreto de la familia... ¡No, no, lo repito, no soy el porquero
monstruoso de la gruta! ¡No era el rechoncho rostro de Norrys lo que había sobre aquel flácido
ser en forma de hongo! Él seguía vivo, pero mi hijo había muerto... ¿Cómo pueden ser de un
Norrys las tierras de un De la Poer?... Es vudú, puedo asegurarlo..., la serpiente manchada...
¡Maldito Thornton, te enseñaré a desmayarte ante las obras de mis ancestros! ¡Canalla! ¡Te
enseñaré el gusto por la sangre! Magna Mater ¡Magna Mater!... Atys... Dia ad aghaidh'ad
aoadaun... ¡Jagus bas dunach ort!... ¡Dhona’s dholas ort, agus leat-sa!... Ungl... ungl... rrlh...
chchch...
Según dicen, éstas son las cosas que yo musitaba cuando me encontraron en medio de las
tinieblas, tres horas después. Me encontraba acuclillado sobre el cuerpo a medio devorar del
capitán Norrys y Nigger-Man se abalanzaba sobre mí para clavar sus garras en mi garganta. Pero
todo ha pasado ahora. Exham Priory se ha desvanecido en el aire, me han separado de mi viejo
gato negro, me han confinado en esta enrejada habitación de Hanwell y sé que corren espantosos
rumores acerca de mi mansión y de lo que en ella me ocurrió. Thornton está en una habitación
cercana a la mía, pero no me permiten hablar con él. Cada vez que hablo del pobre Norrys, me
acusan de haber hecho algo horrible; deberían saber que no fui yo. Deberían saber que fueron las
ratas, las sigilosas y famélicas ratas, las que con su incesante ajetreo no me dejan conciliar el
sueño, las diabólicas ratas que se pasan todo el tiempo correteando detrás de los acolchados
muros de mi habitación y que me invitan a que las siga en la búsqueda de nuevos horrores que no
pueden siquiera compararse con los hasta ahora conocidos, las ratas que nadie más que yo puede
oír, las ratas, las ratas de las paredes.


LA HERMANDA NEGRA // LOVECRAFT - DERLETH

H. P. LOVECRAFT Y AUGUST DERLETH
LA HERMANDAD NEGRA





Probablemente las circunstancias que rodearon la misteriosa destrucción
por el fuego de una abandonada casa situada en una colina, a orillas del
Seekonk, en un distrito poco habitado entre los puentes de Washington y
Red, no llegarán a conocerse nunca. La policía fue acosada por el número
habitual de maniáticos que se ofrecían para facilitar informes sobre el
asunto. Nadie más insistente que Arthur Phillips, el descendiente de una
vieja familia del East Side, residente desde hacía mucho en la calle
Angell. Era un joven algo extraño y a la vez formal; preparó un relato de
los acontecimientos que, según él, condujeron al incendio. Aunque la
policía habló con todas las personas mencionadas en el relato del señor
Phillips, no obtuvo ninguna confirmación. Solamente sirvió de apoyo a la
alegación del señor Phillips la declaración de una bibliotecaria del
Ateneo, en el sentido de que, efectivamente, el señor Phillips se había
reunido allí con la señorita Rose Dexter. A continuación se reproduce su
relato.

I
Por la noche, las calles de cualquiera de las ciudades de la Costa Este
proporcionan al paseante nocturno visiones de lo extraño y lo terrible, de lo
macabro y de lo insólito: al amparo de la oscuridad, salen de las rendijas y
grietas, de las buhardillas y callejones de la ciudad aquellos seres humanos que,
por razones tenebrosas y remotas, se guarecen durante el día en sus grises
nichos. Ellos son los deformes, los solitarios, los enfermos, los ancianos, los
perseguidos, y esas almas perdidas que están siempre buscándose a sí mismas
bajo el manto de la noche, que les es más beneficioso de lo que jamás puede
serlo para ellos la fría luz del día. Son los heridos por la vida, los mutilados,
hombres y mujeres que nunca se han recuperado de los traumas de la niñez, o
que han buscado experiencias no permitidas al hombre. En cualquier lugar en
que la sociedad humana se ha concentrado por un período de tiempo
considerable, allí están ellos, aunque sólo se les ve surgir en las horas de
oscuridad, como mariposas nocturnas que se mueven en los alrededores de sus
guaridas por breves horas antes de huir de nuevo cuando surge la luz del sol.
Como había sido un niño solitario al que dejaban hacer lo que le daba la gana,
debido a mi persistente falta de salud, desarrollé muy pronto el hábito de
deambular por las noches, al principio sólo en la calle Angell y la vecindad
donde viví durante mi niñez, y luego, poco a poco, en un círculo más amplio de
mi nativa Providence. Durante el día, si lo permitía mi salud, paseaba por el río
Seekonk desde la ciudad hasta el campo abierto, o cuando me encontraba
fuerte, jugaba con unos compañeros escrupulosamente elegidos en una «casaclub
» edificada en una zona boscosa no muy lejos de la ciudad. También me
gustaba leer, y pasaba largas horas en la copiosa biblioteca de mi abuelo. Leía
sin discriminación, y por lo tanto asimilaba una gran variedad de
conocimientos, desde las filosofías griegas hasta la historia de la monarquía
inglesa, de los secretos de la antigua alquimia a los experimentos de Niels Bohr,
de la ciencia de los papiros egipcios a los estudios regionales de Thomas Hardy.
Mi abuelo era muy católico en sus gustos en materia de libros: desdeñaba la
especialización, y de todo lo que compraba sólo conservaba lo que, según él, era
bueno; esto representaba, en el conjunto de sus lecturas, una variedad inaudita
y a menudo desconcertante.
Pero la ciudad nocturna superaba todo lo demás; caminar era lo que prefería a
cualquier otra cosa, y salía por las noches, durante los años de mi niñez y los de
mi adolescencia, en el curso de los cuales procuré -pues las enfermedades
esporádicas impedían mi asistencia al colegio- bastarme a mí mismo y me volví
más y más solitario. No podría decir ahora qué es lo que buscaba con tanta
insistencia en la ciudad durante la noche, qué me atraía de las calles mal
iluminadas, por qué merodeaba por la calle Benefit y los alrededores sombríos
de la calle Poe, casi desconocidas en la extensa Providence, qué esperaba ver en
las caras furtivas de otros paseantes nocturnos que se deslizaban y escabullían
por las oscuras calles y pasajes de la ciudad. Quizá fuese para escapar a las más
intensas realidades del día, lleno de insaciable curiosidad acerca de los secretos
de la vida de la ciudad que sólo la noche podía descubrir. Cuando por fin
finalicé mis estudios de secundaria, se esperaba que me dedicaría a otros
menesteres. Pero no fue así. Mi salud era demasiado precaria para garantizarme
la matrícula en la Universidad de Brown, adonde me habría gustado ir para
continuar mis estudios. Esta restricción sirvió sólo para incrementar mis
ocupaciones solitarias: dupliqué mis horas de lectura y aumentó el tiempo
durante el que paseaba por las noches, con la compensación de dormir durante
las horas del día. Sin embargo, me las arreglaba para llevar una existencia
normal; no abandoné a mi madre viuda, ni a mis tías, con quienes vivíamos.
Mis compañeros de juventud se habían alejado de mí, pero me encontré con
Rose Dexter, descendiente de las primeras familias inglesas que se instalaron en
Providence, de ojos negros, de proporciones singularmente atractivas y de
facciones de gran belleza. a quien persuadí para que compartiese mis paseos
nocturnos.
Con ella continué la exploración de la Providence nocturna, con un nuevo
aliciente: el ansia de enseñar a Rose todo aquello que yo ya había descubierto en
mis paseos por la ciudad. Al principio nos encontrábamos en el viejo Ateneo, y
continuamos encontrándonos allí cada tarde, y desde sus portales nos
introducíamos en la noche de la ciudad. Lo que para ella empezó como una
ocurrencia del momento, pronto se convirtió en un hábito. Demostraba tanto
deseo como yo por conocer los ocultos pasajes, y los caminos no utilizados
desde hacía ya muchos años, y se sintió pronto como en su casa en medio de la
ciudad nocturna, al igual que yo. Tampoco le gustaban las charlas
intranscendentes, con lo que queda demostrado hasta qué punto nos
complementábamos.
Durante algunos meses habíamos estado explorando Providence en esta forma,
cuando una noche, en la calle Benefit, un hombre con una capa hasta la rodilla,
sobre una ropa raída y arrugada, se acercó a nosotros. Le había visto antes al
doblar la esquina: estaba a poca distancia de nosotros, detenido en la acera, y le
observé al pasar delante de él. Me chocó, porque su cara de ojos negros y
bigote, y el indomable pelo en la cabeza sin cubrir, me resultaron familiares.
Además, al pasar, hizo intención de seguimos. Por fin nos alcanzó, me tocó en
el hombro y habló conmigo.
-Señor -dijo-, ¿podría decirme cómo se va al cementerio donde estuvo Poe?
Se lo expliqué y después, movido por un repentino impulso, le sugerí que
podíamos acompañarle adonde deseaba ir. Antes de que me diera cuenta
plenamente de lo que había pasado, íbamos los tres caminando juntos. Observé
en seguida con qué aire escrutador aquel individuo examinaba a mi compañera.
Sin embargo, cualquier resentimiento que pudiese surgir en mí estaba
descartado porque reconocía que el interés de ese extraño era inofensivo:
resultaba más frío y crítico que pasional. También aproveché la ocasión para
examinarle lo más atentamente posible, en los momentos fugaces en que la luz
de las calles alumbraba el camino por el cual pasábamos, y me inquietaba cada
vez más la certidumbre de que le conocía o le había conocido alguna vez.
Vestía totalmente de negro, excepto la camisa blanca y una ligera corbata de
Windsor. Su ropa estaba muy arrugada, como si la hubiese llevado mucho
tiempo Sin haberse ocupado de ella, pero a primera vista no estaba sucia. Tenía
la frente amplia, casi abovedada; bajo ella miraban con cierta obsesión sus
oscuros ojos y el rostro se estrechaba hasta acabar en una pequeña y tiesa
barbilla. Llevaba el pelo más largo de como se estilaba entre las gentes de mi
edad, y sin embargo parecía pertenecer a esa misma generación; no aparentaba
ser más de cinco años mayor que yo. Pero definitivamente, su vestimenta no era
la de mi generación; aunque su aspecto era nuevo, parecía cortada con un
patrón de una generación anterior.
-¿Es usted forastero en Providence? -le pregunté.
-Estoy de paso -dijo en seguida.
-¿Se interesa usted por Poe?
Asintió.
-¿Qué sabe de él? -le pregunté.
-Muy poco -dijo-. ¿Podría usted contarme algo sobre él?
No hacía falta que me lo dijese dos veces. En seguida le solté un apunte
biográfico del padre de las historias de detectives y maestro de los cuentos
macabros, cuyas obras yo admiraba desde hacía mucho tiempo. Cité
simplemente su romance con la señora Sara Helen Whitman, pues se refería a
Providence y a la visita con la señora Whitman al cementerio al que nos
dirigíamos. Pude observar que escuchaba con atención extasiada, y parecía
estar grabando en su mente todo cuanto le decía. Pero no podía deducir de su
rostro inexpresivo si lo que le con taba le agradaba o le desagradaba, ni qué
interés podría tener en ello.
Por su parte, Rose era consciente de la atracción que provocaba, pero no se
sentía avergonzada, quizá porque intuía que era debida a un interés distinto del
amor. Sólo en el momento de preguntarle ella cómo se llamaba me di cuenta de
que ignorábamos su nombre. Nos dio el de «señor Allan». Al oírlo, Rose sonrió
casi imperceptiblemente; observé su sonrisa mientras paseábamos bajo una
farola de la calle.
Una vez que supo nuestros nombres, nuestro acompañante no parecía
interesado en nada más, y silenciosamente llegamos por fin al cementerio.
Pensé que el señor Allan entraría, pero no tenía ese propósito; sólo pretendía
localizarlo para poder volver de día. Era una sensata conclusión: para mí tenía
atractivo a aquellas horas por haberlo pateado a menudo de noche, pero ofrecía
poco encanto a un extraño, incapaz de ver nada en plena oscuridad.
Nos despedimos en la entrada, y Rose y yo continuamos.
-He visto a ese hombre antes en algún sitio -le dije a Rose cuando nos habíamos
alejado lo suficiente para que no pudiera oírnos-. Pero no logro recordar dónde.
Quizá en la biblioteca.
-Debe de haber sido en la biblioteca -contestó Rose con aquella risa quebrada
tan frecuente en ella-. En un retrato de la pared.
-¡Vamos! ¿Qué dices? -grité.
-¡Pero si estoy segura de que te diste cuenta del parecido, Arthur! -dijo-. Incluso
de su nombre. Se parece a Edgar Allan Poe.
En efecto, se parecía. En cuanto Rose lo dijo me di cuenta de la gran semejanza,
incluso en su ropa, y en seguida califiqué al señor Allan de inofensivo idólatra
de Poe. Un hombre tan obsesionado con su ídolo que iba a su estilo, incluso con
una ropa pasada de moda. ¡Otro de los extraños ejemplares de la raza humana
que callejeaban de noche por la ciudad!
-Bien, es el tipo más extraño que hemos encontrado desde que empezamos
nuestros paseos -dije.
Su mano apretó mi brazo.
-Arthur, ¿no sentiste algo, algo extraño que emanaba de él?
-Bueno, supongo que algo «extraño» trasluce de todos nosotros, los que
buscamos la oscuridad -dije-. En cierto modo, tendemos a crear nuestra propia
realidad.
Pero mientras le contestaba, me daba cuenta de lo que quería decirme. Ya no
había necesidad de la aclaración que buscaba ella afanosamente en las palabras
de explicación que pronunció a continuación. Sí, había algo extraño en el señor
Allan, y lo que había era una profunda falsedad. Se notaba, ahora lo veía claro y
lo aceptaba, en un buen número de cosas triviales, pero particularmente en la
falta de expresión de sus facciones. Su forma de hablar, a pesar de haber sido
poco locuaz, no tenía entonación, era casi mecánica. No había sonreído, ni se
había alterado la expresión de su rostro. Había hablado con una precisión que
sugería un distanciamiento de la mayoría de los hombres. Incluso el interés
manifiesto que mostraba por Rose era más clínico que admirativo. Al tiempo
que se despertaba mi curiosidad, creció en mí una bocanada de aprensión.
Preferí llevar el tema de nuestra conversación por otros derroteros y acompañé
a Rose a su casa.

II
Era inevitable, sospecho, que me encontrase de nuevo con el señor Allan.
Ocurrió dos noches después, no lejos de la puerta de mi casa. Quizá resulte
absurdo, pero no pude evitar el pensamiento de que estaba esperándome, que
su ansiedad por encontrarse conmigo era tan grande como la mía.
Le saludé jovialmente, como a un compañero nocturno más, y me di cuenta en
seguida de que, aunque su voz remedaba mi propia jovialidad, ningún trazo de
emoción asomaba a su rostro; permanecía absolutamente impasible, hierático,
como diría un escritor romántico. Ni un atisbo de sonrisa aparecía en su rostro,
ni había ningún reflejo en sus brillantes ojos negros. Y ahora, como me habían
sugerido, pude apreciar que el parecido con Poe era asombroso, tanto que de
haberme dicho el señor Allan que era descendiente de Poe, le habría creído sin
dudarlo.
Pensé que se trataba de una, curiosa coincidencia, y nada más. El señor Allan no
hizo en esta ocasión ninguna mención de Poe o de nada relacionado con
Providence. Parecía, era evidente, más interesado en escucharme que en hablar.
Se mostraba tan singularmente hermético como si de hecho no nos hubiésemos
visto antes. Pero tal vez buscaba algún terreno común, pues en cuanto
mencioné que colaboraba con artículos semanales relacionados con la
astronomía en el Journal de Providence, empezó a tomar parte en la
conversación; lo que había sido durante algunas manzanas un monólogo, se
convirtió en diálogo.
Pronto me di cuenta de que el señor Allan no era un novato en cuestiones
astronómicas. Escuchaba ansiosamente mis puntos de vista, pero él mantenía
los suyos, diferentes a los míos y a veces muy discutibles. No se mostró remiso
en manifestar que no sólo era posible un viaje interplanetario, sino que
innumerables estrellas, no sólo planetas de nuestro sistema solar, estaban
habitadas.
-¿Por seres humanos? -pregunté incrédulamente.
-¿Por qué tendrían que ser seres humanos? -replicó-. La vida es única, no el
hombre. Incluso aquí, en este planeta, la vida toma muchas formas.
Le pregunté si había leído las obras de Charles Fort.
No lo había hecho. No sabía nada de él, y al pedírmelo, le expliqué algunas de
las teorías de Fort, así como los hechos que aducía para apoyar estas teorías. Vi
que de cuando en cuando, mientras caminábamos, la cabeza de mi
acompañante se balanceaba, aunque su cara permanecía inexpresiva; era como
si estuviese de acuerdo. Y en una ocasión llegó a exclamar.
-Sí, así es. Lo que él dice es así.
Fue al hablar yo de objetos voladores no identificados vistos cerca de Japón
durante la última mitad del siglo diecinueve.
-¿Cómo puede afirmar eso? -interrogué.
Se lanzó a una extensa perorata, que podía resumirse así: en el terreno de la
astronomía, todo científico que estuviera al día tenía la certeza de que no había
vida solamente en la tierra. Por tanto, al igual que se podían concebir cuerpos
celestes con formas de vida inferiores a la nuestra, otros podrían dar cabida a
formas superiores. Si se aceptaba esta premisa, era perfectamente lógico que los
viajes interplanetarios no tuvieran misterios para esas formas superiores y
pudiesen, tras décadas de observación, familiarizarse con la Tierra y sus
habitantes, así como con los demás planetas hermanos.
-¿Con qué propósito? -le pregunté-. ¿Para hacer la guerra? ¿Para invadirnos?
-Un modo de vida tan desarrollado no tendría necesidad de emplear tales
métodos primitivos -señaló-. Nos vigilan, al igual que nosotros vigilamos la
luna y escuchamos las señales de radio de los planetas. Nosotros estamos aún
en las primeras etapas de la comunicación interplanetaria, y no digamos de los
viajes espaciales, mientras que otras razas en estrellas remotas hace mucho que
han superado ambas cosas.
-¿Cómo puede hablar con tanta seguridad? -le pregunté entonces.
-Porque estoy convencido de ello. Seguramente habrá conocido a gente que ha
llegado a conclusiones similares.
Admití que así era.
-¿Se considera usted un hombre sin prejuicios por lo que respecta al tema?
Admití esto también.
-¿Tanto es así que examinaría ciertas pruebas si le fueran presentadas?
-Ciertamente -repliqué, aunque no debió pasarle inadvertido mi escepticismo.
-Eso está bien -dijo-. Si nos permite a mí y a mis hermanos ir a su casa de la calle
Angell, puede ser que le convenzamos de que hay vida en el espacio. No con
forma humana, pero vida. Vida de unos seres poseedores de una inteligencia
muy superior a la de los hombres más inteligentes.
Me resultaba cómica la magnitud de sus aseveraciones y de sus creencias, pero
no lo demostré en ningún momento. Su confidencia me hizo pensar otra vez en
el cúmulo de personajes que pueden encontrarse entre los paseantes nocturnos
de Providence. El señor Allan era un obseso de sus inauditas convicciones y
como todos los obsesos ansiaba hacer proselitismo, convertir a la gente.
-Cuando quiera -dije como invitación-. Cuanto más tarde mejor, para dar
tiempo a que mi madre se acueste. Los experimentos no le hacen gracia.
-¿Digamos el próximo lunes por la noche?
-De acuerdo.
A partir de ese momento, mi acompañante no volvió a hablar del tema. Apenas
se refirió a otras cuestiones, y de hecho me tocó a mí hablar todo el rato.
Evidentemente se aburría; no habíamos recorrido tres manzanas cuando
llegamos a un callejón y allí el señor Allan se despidió de mí bruscamente, se
volvió hacia el callejón y se lo tragó la oscuridad.
¿Estaría su casa al final del callejón?, pensé. De no ser así, tendría que salir
inevitablemente por el otro extremo. Impulsivamente corrí alrededor de la
manzana y me puse a esperar en una calle paralela, en las sombras. Desde allí
podía observar la entrada del callejón sin ser visto.
El señor Allan salió tranquilamente del callejón antes de que me diera tiempo a
recobrar la respiración. Esperaba que continuase a través del callejón, pero no
fue así; bajó por la calle, y acelerando un poco el paso, continuó su camino.
Movido por la curiosidad, le seguí, procurando mantenerme oculto. Pero el
señor Allan nunca se volvió a mirar. Con la mirada fija delante de él, no le vi
dirigir la vista ni una sola vez siquiera a derecha o izquierda. Se dirigía
claramente a un sitio determinado que sólo podía ser su casa, pues ya era más
de medianoche.
Me fue fácil seguir a mi acompañante. Conocía bien estas calles, las conocía
desde mi niñez. El señor Allan se dirigía al Seekonk, y mantuvo esta ruta, sin
desviarse, hasta que llegó a una zona de Providence. Una vez allí, se dirigió
hacia una casa hace ya tiempo deshabitada. Se introdujo en ella, y no le volví a
ver. Aguardé un poco más, esperando ver alguna luz encenderse en la casa,
pero no fue así, y llegué a la conclusión de que se había acostado.
Afortunadamente me había mantenido en las sombras, puesto que al parecer el
señor Allan no se había acostado. Parecía que había pasado por la casa y
rodeado la manzana entera, pues de repente le vi acercarse a la casa, en la
dirección en que habíamos venido, y una vez más pasó por delante del lugar en
que me ocultaba, y se introdujo en la casa, de nuevo sin encender ninguna luz.
Esta vez, ciertamente, se quedó dentro. Esperé unos cinco minutos, quizá más;
entonces di media vuelta y me encaminé hacia mi casa de la calle Angell,
convencido de haber hecho lo mismo que el señor Allan la noche en que nos
conocimos: me había seguido. Sí, había llegado a la conclusión de que nuestro
encuentro esta noche no había sido fruto del azar, sino premeditado.
Sin embargo, algunas manzanas más allá, me sorprendí al ver que él, Allan, se
acercaba en dirección a mí, procedente de la calle Benefit. Traté de explicarme
cómo se las había arreglado para dejar la casa otra vez y dar un rodeo hasta
conseguir caminar derecho hacia mí. Quise imaginar en vano la ruta que pudo
haber tomado para lograrlo. El caso es que pasó a mi lado sin aparentar
reconocerme.
Pero no cabía duda: era él. La misma semejanza con Poe le distinguía de
cualquier otro caminante nocturno. Ahogué su nombre en mi boca y me volví
para mirarle. En ningún momento volvió la cabeza, y caminó hacia adelante,
dirigiéndose con paso seguro hacia el lugar que yo había dejado momentos
antes. Le vi desaparecer mientras intentaba en vano, todavía, trazar en mi
mente la ruta que tendría que haber tomado, en medio de los vericuetos y
callejuelas tan familiares para mí, para hacer posible que me tropezase de
nuevo con él cara a cara.
Vamos a ver: nos habíamos encontrado en la calle Angell, luego caminamos
hacia Benefit y el norte, y nos volvimos hacia el río otra vez. Tenía que haber
corrido mucho para poder dar la vuelta y regresar. ¿Y a que propósito obedecía
seguir semejante ruta? Me dejó totalmente perplejo, especialmente porque ni
siquiera había dado muestras de conocerme, como si fuésemos completamente
extraños.
Pero si los acontecimientos de la noche me habían dejado tan confundido, más
lo estaba aún al encontrarme con Rose en el Ateneo la noche siguiente. Me
esperaba, y corrió hacia mí en cuanto me vio.
-¿Has visto al señor Allan? -me preguntó.
-Ayer por la noche -le respondí, y habría continuado con la explicación de los
hechos de no haber vuelto a hablar ella.
-¡Yo también! Me acompañó desde la biblioteca a casa.
Me callé lo que iba a decir y le escuché. El señor Allan había estado esperando a
que saliese de la biblioteca. La había saludado y le había preguntado si podía
pasear con ella. Anduvieron durante una hora, pero sin hablar mucho. Lo poco
que dijeron fue muy superficial: vaguedades referentes a las antigüedades de la
ciudad, la arquitectura de algunas casas, y cuestiones similares, de interés para
quien sintiera curiosidad por los aspectos históricos de Providence. Luego la
acompañó a casa. Ella había estado con el señor Allan en un lugar de la ciudad
a la vez que yo había estado con él en otro. Ninguno de nosotros teníamos la
menor duda respecto a la identidad de nuestro acompañante.
-Le vi después de medianoche -dije.
Era parte de la verdad, pero no toda.
Esta extraordinaria coincidencia debía de tener alguna aplicación lógica,
aunque no estaba dispuesto a discutirla con Rose, para que no se alarmase. El
señor Allan había hablado de «sus hermanos»; entraba dentro de lo posible que
el señor Allan tuviese un gemelo idéntico. Pero ¿qué explicación cabía para lo
que obviamente resultaba decepcionante? Uno de nuestros acompañantes no
era, no podía ser el mismo señor Allan con quien previamente habíamos
paseado. Pero ¿cuál de ellos? Yo estaba seguro de que mi acompañante era el
mismo señor Allan al que habíamos conocido dos noches antes.
Sin darle importancia, y en vista de las circunstancias, hice a Rose algunas
preguntas en relación con la identidad de su acompañante, a ver si en algún
momento de nuestro diálogo salía a relucir si era el mismo al que había visto yo.
No dudaba en absoluto; estaba plenamente convencida de que su acompañante
era el mismo hombre que había paseado con nosotros dos noches antes; pues al
parecer incluso había hecho varias referencias al paseo nocturno anterior. No
tenía motivos para dudar, y yo preferí callarme. Había un extraño misterio aquí:
los hermanos tenían alguna razón oculta para interesarse por nosotros. Había
una razón distinta a la de compartir nuestro interés por los paseantes de la
ciudad y por los lugares desconocidos que se desvelan únicamente con el
crepúsculo y se desvanecen otra vez, desapareciendo con el amanecer.
Sin embargo, mi compañero de la víspera se había citado conmigo, mientras
que el de Rose, que yo supiera, no había planeado otro encuentro con ella. Pero
¿por qué había esperado a encontrarse con ella? Esta línea de investigación no
era válida ante la evidencia de que ninguno de los seres con quienes me
encontré anoche, después de haber dejado a mi compañero en su casa, podía
haber acompañado a Rose, pues ella vivía muy lejos del lugar en que por última
vez me crucé con el extraño individuo; no podía haber tenido tiempo de dejarla
en la puerta de su casa y, simultáneamente, encontrarse conmigo casi al otro
extremo de la ciudad. Una inquietante sensación comenzó a invadirme. ¿Eran
quizá tres Allan -todos idénticos-, trillizos? ¿O cuatro? No, seguramente el
segundo señor Allan que me encontré la noche anterior era el mismo con quien
habíamos estado paseando hasta el cementerio dos noches antes. El que sí podía
ser otro era el de mi tercer encuentro.
Por mucho que intentase pensar en ello, el rompecabezas continuaba sin
resolverse. Aguardaba con cierto ánimo desafiante la cita del lunes por la noche
con el señor Allan, para la que sólo faltaban dos días.

III
Aun así, no estaba bien preparado para la visita del señor Allan y sus hermanos
en la noche del lunes siguiente. Llegaron a la diez y cuarto; mi madre acababa
de subir a acostarse. Esperaba, como máximo, a tres personas. Eran siete. Y tan
parecidos como los guisantes en una vaina, tanto que no era capaz de distinguir
entre ellos al señor Allan con quien había paseado dos veces por las nocturnas
calles de Providence, aunque deduje que era el que hablaba del grupo
Se encaminaron al salón, y el señor Allan inmediatamente se dispuso a colocar
las sillas en semicírculo. Le ayudaban sus hermanos, mientras él murmuraba
algo acerca de la «naturaleza del experimento». A decir verdad, yo estaba aún
demasiado sorprendido e inquieto con la apariencia de los siete hombres
idénticos, tan pasmosamente semejantes a Edgar Allan Poe, como para darme
verdadera cuenta de lo que se decía. Pude observar también, a la luz de mi
lámpara de gas Welsbach, que los siete eran de una complexión pálida, cerúlea,
no hasta el punto de dudar que fuesen de carne y hueso como yo, pero sí para
pensar que a todos les aquejaba algún tipo de enfermedad, anemia quizá, o que
algún mal hereditario había dejado sus rostros carentes de color. Sus ojos eran
muy negros y parecían mirar fijamente, aunque sin ver. Pero no se trataba de un
defecto de percepción; era como si viesen gracias a un extrasentido invisible
para mí. La sensación que experimenté no era predominantemente de miedo,
sino de abrumadora curiosidad mezclada con una cada vez mayor intuición de
algo extremadamente desconocido no sólo para mi experiencia, sino para mi
propia existencia.
Pocas cosas reseñables habían sucedido hasta el momento entre nosotros. Pero
en cuanto el semicírculo se completó, y mis visitantes se sentaron, el que llevaba
la voz cantante me señaló una silla situada dentro del semicírculo y de cara a
los hombres sentados.
-¿Quiere tomar asiento aquí, señor Phillips? -preguntó.
Hice lo que me indicaba y me encontré con que me había convertido en el
centro de todas las miradas. Más que el objeto, el foco de sus miradas: los siete
hombres no parecían mirarme a mí, sino mirar a través de mí.
-Nuestra intención, señor Phillips -dijo el que llevaba la voz cantante, a quien
tomé por el caballero con quien me había encontrado en la calle Benefit- es
producir en usted ciertas impresiones de vida extraterrestre. Todo lo que tiene
que hacer es relajarse y ser receptivo.
-Estoy listo -dije.
Creí que iban a pedirme que amortiguase la intensidad de la luz, cuestión que
forma parte integrante de este tipo de sesiones, pero no lo hicieron. Esperaron
un rato en silencio, un silencio sólo roto por el tic-tac del reloj del hall y el
alejado murmullo de la ciudad, y entonces comenzaron algo que sólo puedo
describir como un cántico, un tarareo bajo, no desagradable, casi arrullador, que
aumentaba en volumen y era interrumpido por sonidos que imaginé palabras
aunque no podía distinguir ninguna. La canción que cantaban, y la forma en
que cantaban, eran indescriptibles, extrañas; en clave menor, los intervalos de
los tonos no se parecían a ningún sistema de música terrestre que pudiera
serme familiar, aunque me parecía más oriental que occidental.
Tuve poco tiempo para percatarme de la música, pues pronto me sobrecogió
una sensación de profundo malestar. Las caras de los siete hombres se tomaron
difusas y se fundieron en un rostro borroso. Tuve la intolerable sensación de
que me barría el paso de miles de años de tiempo. Llegué a la conclusión de que
algún tipo de hipnosis era responsable de mi estado, pero me daba igual; la
experiencia a la que me estaba sometiendo era totalmente nueva y no
desagradable, aunque había en ella una nota discordante, como de algún mal
acechando detrás de las relajantes sensaciones que se acumulaban y me
arrastraban. Gradualmente, la lámpara, las paredes y los hombres que tenía
delante se emborronaron y desvanecieron. Me daba cuenta de que todavía
estaba en mi casa de la calle Angell, pero al mismo tiempo presentía que de
alguna forma había sido trasladado a otros lugares, y empezó a manifestarse un
sentimiento de alarma ante el desconocimiento de lo que me rodeaba, así como
de repulsión y alienación. Era como si temiese la pérdida del conocimiento en
un lugar extraño, sin medios para volver a la tierra, pues lo que presenciaba era
una escena extraterrestre, de unas proporciones de grandeza y magnificencia
incomprensibles para mí.
Vastas panorámicas del espacio se arremolinaban ante mí en una dimensión
desconocida, y en el centro veía una colección de cubos gigantes, esparcidos en
una ensenada de agitada radiación violeta. Entre ellos se movían otras figuras
enormes, cambiantes, unos conos rugosos cuya talla alcanzaba los diez pies de
altura y que reposaban sobre su base compuesta de un material semielástico,
con escamas y bultos. De sus ápices salían cuatro miembros flexibles,
cilíndricos, cada uno por lo menos de un pie de ancho, y de una sustancia
similar, aunque más parecida a la carne, a la de los conos. Estos eran los
supuestos cuerpos de los miembros que los coronaban. Según pude observar,
tenían la capacidad de contraerse y dilatarse algunas veces hasta alcanzar una
medida de largo similar a la altura del cono al que estaban adheridos. Dos de
estos miembros tenían unas enormes garras en el extremo, mientras que un
tercero llevaba una cresta de cuatro apéndices rojos con forma de trompeta, y el
cuarto acababa en un globo amarillo de dos pies de diámetro, en medio del cual
había tres enormes ojos, de un ópalo oscuro, que, dada su posición en el
miembro elástico, podían volverse en cualquier dirección. Fue una escena que
me causó gran fascinación, pero al mismo tiempo me inspiraba una repelencia
atroz, dada la absoluta extrañeza y el aura de temibles descubrimientos que se
desprendía de ella. Con mayor claridad y distinción, pude ver las figuras
moverse: parecían atender a los grandes cubos; logré ver que sus extrañas
cabezas estaban coronadas por cuatro grandes tallos grises con apéndices
similares a unas flores y que, en su parte inferior, ostentaban ocho tentáculos
sinuosos y elásticos, del color verde alga, constantemente agitados en un
movimiento de serpentina. Esos tentáculos se dilataban y se contraían, se
alargaban y se acortaban; azotaban de un lado a otro como si tuviesen una vida
independiente de aquella que animaba a los conos, que parecían más perezosos.
La escena estaba bañada en un descolorido resplandor rojo, como el de un sol
moribundo que, habiendo perdido a su planeta, hubiese ocupado ahora el lugar
de la radiación violeta de la ensenada.
Me causó un indescriptible impacto; era como si se me hubiese permitido mirar
a otro mundo, un mundo increíblemente mayor que el nuestro, diferente al
nuestro por distintos valores antipódicos y formas de vida, y lejos del nuestro
en el tiempo y el espacio; y mientras miraba a este vasto mundo, me di cuenta -
como si este conocimiento estuviera introduciéndose en mí por algún sistema
psíquico- que contemplaba una raza destinada a morir, una raza que tenía que
escapar de su planeta o morir. Espontáneamente, intuí la amenaza de un mal, y
con un rápido y violento esfuerzo, me deshice del hechizo del cántico que me
tenía apresado, exterioricé la excitación del miedo que me poseía, irrumpí en un
grito de protesta y me levanté mientras la silla en que estaba sentado se caía
hacia atrás estrepitosamente
De inmediato la escena que discurría ante mis ojos se desvaneció y la habitación
volvió a enfocarse. Enfrente de mí estaban sentados mis visitantes, los siete
caballeros parecidos a Poe, impasibles y silenciosos. los sonidos que habían
emitido, el tararear y las extrañas palabras y ruidos tonales, habían cesado.
Me calmé y mi pulso se hizo más pausado.
-Lo que ha visto, señor Phillips, era una escena de otra estrella lejana -dijo el
señor Allan-, muy alejada en el espacio. De hecho, pertenece a otro universo.
¿Le ha convencido?
-¡Basta ya! -grité.
No podía decir si mis visitantes se divertían o me despreciaban; no tenían
expresión alguna, incluido su portavoz, que se limitó a inclinar la cabeza
levemente y decir:
-Nos vamos, entonces, con su permiso.
Y silenciosamente, uno tras otro, desfilaron por la puerta que daba a la calle
Angell.
Aquella experiencia me había dejado una impresión sumamente desagradable.
No poseía pruebas de haber visto algo de otro planeta, pero podía atestiguar
que había sido preso de una extraordinaria alucinación, indudablemente por
influencia hipnótica.
¿Pero cuál era su razón de ser? Lo pensé mientras ordenaba el salón. No me era
posible aducir ninguna razón sólida para demostrar lo que había presenciado.
Era incapaz de negar que mis visitantes habían mostrado poseer facultades
extraordinarias. Pero ¿con qué fin? Tenía que admitir que me confundía tanto la
aparición de nada menos que siete hombres idénticos, como la experiencia
alucinante que acababa de vivir. Quintillizos, era posible, sí, ¿pero alguien había
oído hablar de siete gemelos? Tampoco eran usuales los nacimientos múltiples
de niños idénticos. Y sin embargo había siete hombres poco más o menos de la
misma edad e idénticos en apariencia, de cuya existencia no cabía la más
mínima explicación.
Tampoco tenía ningún significado palpable la escena que había presenciado
durante la demostración. De alguna forma había comprendido que los grandes
cubos eran seres vivos y sensibles para quienes la radiación violeta era como la
vida: me di cuenta de que las criaturas de los conos les servían en alguna forma,
pero nada había descubierto que lo demostrase. La visión entera carecía de
sentido: era una de esas escenas que podía haber sido creada por una
imaginación altamente organizada, y telepáticamente dirigida a un sujeto que
se prestase a ello, como, por ejemplo, yo mismo. Era ridículo demostrar así la
existencia de vida extraterrestre; lo único que demostraba era que yo había sido
víctima de una alucinación inducida. Pero, una vez más, se trataba de un círculo
vicioso. Como alucinación, no tenía razón de ser.
Y sin embargo, esa noche no conseguí evitar una insistente inquietud que me
atenazó durante largo tiempo, hasta que pude dormir.

IV
Lo raro es que mi malestar fue en aumento a medida que transcurría la mañana
siguiente. Pese a estar acostumbrado a las curiosidades humanas, a los
frecuentes e increíbles personajes y las extrañas cosas que encontraba en mis
paseos nocturnos por Providence, las circunstancias que rodeaban al señor
Allan y sus hermanos, todos tan parecidos a Poe, eran tan extraordinarias que
no podía quitármelos de la mente.
Instintivamente, dejé mi trabajo esa tarde y me dirigí a la casa del callejón a
orillas del Seekonk, dispuesto a enfrentarme con mi acompañante nocturno.
Pero la casa, cuando llegué a ella, tenía aspecto de estar totalmente desierta;
cortinas raídas colgaban por el antepecho de las ventanas y, en torno, todo era
cenizas de abandono.
Sin embargo, llamé a la puerta y esperé.
No hubo respuesta. Llamé otra vez.
No parecía haber nadie dentro de la casa.
Arrastrado por la curiosidad, intenté abrir la puerta. Y se abrió nada más
tocarla. Dudé aún, y miré a mi alrededor. No había nadie a la vista; por lo
menos dos de las casas de la vecindad estaban desocupadas. Y si me estaban
vigilando, yo no lo notaba.
Abrí la puerta y entré en la casa. Permanecí de pie durante un momento con mi
espalda contra la puerta, para acostumbrarme a la oscuridad crepuscular que
llenaba las habitaciones. Entonces anduve cautelosamente a través del pequeño
vestíbulo hacia la habitación contigua, una salita llena de muebles tapizados
por lo menos veinte años antes. Ni rastro de seres humanos, aunque existían
indicios de que no hacía mucho alguien había andado por allí y había dejado
huellas en el polvo visible del suelo sin alfombras. Crucé la habitación y entre
en un pequeño comedor. Lo crucé también, y me encontré en una cocina. Al
igual que el resto de las habitaciones tenía pocas trazas de haber sido utilizada,
pues no había nada de comida, y la mesa parecía que no se había usado en
años. Pero aquí también había un gran número de huellas que demostraban que
la casa estaba habitada. Y la escalera demostraba asimismo un uso intenso.
Pero fue en la parte posterior de la casa donde descubrí lo que mayor
desasosiego me produjo. Esta parte del edificio consistía en una gran
habitación, aunque era evidente que antiguamente habían sido tres, pues en las
paredes quedaban sin enfoscar los agujeros de los tabiques que las habían
separado. Vi esto con el rabillo del ojo, pues lo que había en el centro de la
habitación atraía poderosamente mi atención. Una luz violeta bañaba la
habitación, un suave resplandor que emanaba de una especie de largo bloque
introducido en un cristal, rodeado, junto a un segundo bloque, similar y
apagado, de maquinaria de una clase que nunca había visto antes, excepto en
mis sueños.
Entré cautelosamente en la habitación, alerta por si alguien interrumpía mi
intromisión. Nadie ni nada se movió. Me acerqué más a la caja de cristal
encendida de violeta. Había algo dentro de ella, aunque al principio no me
percaté de esto, pues me fijé en que estaba sobre una reproducción de tamaño
natural de Edgar Allan Poe, iluminada, como todo lo demás, por la misma luz
violeta. No podía determinar su origen, excepto que estaba envuelta en una
sustancia parecida al cristal que formaba el envase. Pero cuando finalmente me
di cuenta de qué era lo que había encima de la reproducción de Poe, casi grité
de miedo, pues era una miniatura, una exacta reproducción de uno de esos
conos rugosos que sólo había visto ayer por la noche en la alucinación a la que
había sido inducido en mi casa de la calle Angell. ¡Y el sinuoso movimiento de
los tentáculos de su cabeza -o lo que yo creía que era su cabeza- evidenciaba
indiscutiblemente que estaba vivo!
Me retiré rápidamente con una ojeada al otro envase para asegurarme de que
estaba vacío y sin ocupar, aunque conectado por muchos tubos metálicos al otro
que estaba paralelo a él; me fui rápidamente haciendo el menor ruido posible,
pues estaba convencido que los hermanos de la noche dormían arriba y en mi
confusión por esta inexplicable revelación que situaba mi alucinación de la
noche anterior en otras coordenadas, no quería encontrarme con nadie. Me fui
de la casa sigilosamente, aunque me pareció ver la sombra de una de esas caras
tan parecidas a la de Poe en una de las ventanas superiores. Corrí a lo largo de
las calles que unían el Seekonk con el río Providence, corrí durante muchas
manzanas antes de ponerme a caminar más despacio, pues empezaba a llamar
la atención en mi loca carrera.
Mientras caminaba, intentaba poner en orden mis caóticos pensamientos. No
podía dar ninguna explicación a lo que había visto, pero sabía intuitivamente
que me había topado con un peligro amenazante demasiado oscuro y repelente,
y quizá demasiado vasto para poder comprenderlo. Busqué un significado pero
no pude hallar ninguno; nunca había tenido una preparación muy científica,
aparte de la química y la astronomía, de modo que no estaba preparado para
comprender el empleo de máquinas tan grandes como las que había visto en esa
casa alrededor de ese bloque encendido de violeta donde estaba el cono rugoso
en cálida y animadora radiación portadora de vida. De hecho no era capaz de
asimilar siquiera la misma maquinaria, pues sólo existía una remota similitud
con algo que podía haber visto antes, como la dínamo de una central eléctrica.
Estaban todas las máquinas conectadas de algún modo a los dos bloques, y a los
envases de cristal -si el material era cristal-, uno ocupado, el otro vacío y oscuro,
también unidos entre sí por unos tubos.
Pero había visto suficiente para convencerme de que el oscuro clan fraternal
que caminaba por las calles de Providence durante la noche con vestimenta y
aspecto de Edgar Allan Poe paseaba por motivos diferentes a los míos; los
suyos no eran simple curiosidad acerca de los personajes nocturnos, de los
colegas paseantes de la noche. Quizá la oscuridad era su estado más natural, al
igual que la luz del sol era la de la mayoría de las personas; pero sus motivos
eran siniestros, no podía dudarlo. Sin embargo, no lograba imaginarme lo que
iba a suceder después.
Por fin dirigí mis pasos hacia la biblioteca, con la vaga esperanza de tropezarme
con algo que me diese una clave para llegar a comprender lo que había visto.
Pero nada. Por mucho que busqué no encontré clave alguna, ningún indicio,
aunque leí atentamente toda referencia concebible -incluso las de la estancia de
Poe en Providence- a mi alcance sobre los estantes, y dejé la biblioteca tarde, tan
desconcertado como cuando había llegado.
Quizá era inevitable que volviese a encontrarme con el señor Allan otra vez esa
noche. No había forma de saber si mi visita a su casa había sido observada, a
pesar de que creía haber visto a un observador en la ventana de arriba en el
momento de mi huida, cuando estaba algo turbado. Pero esa sospecha mía no
debía de tener fundamento alguno, pues cuando me encontré con el señor Allan
más tarde, y le saludé en la calle Benefit, no había nada en su actitud o en sus
palabras que dejase notar su posible conocimiento de mi intromisión. Ahora
bien, yo ya conocía su habilidad para mantener su rostro impermeable a toda
expresión: humor, disgusto, incluso enfado o irritación eran ajenos a sus
facciones, que nunca abandonaban esa máscara introspectiva que caracterizaba
a Poe.
-Espero que se haya recuperado de nuestro experimento, señor Phillips -dijo,
después de intercambiar las frases de costumbre.
-Totalmente -le contesté, aunque no era cierto. Añadí algo acerca de un
repentino marco, que había precipitado el final del experimento.
-Es uno de los mundos exteriores lo que vio, señor Phillips -continuó el señor
Allan-. Son muchos. Cien mil por lo menos. La vida no es propiedad exclusiva
de la Tierra. Tampoco la vida en forma de seres humanos. La vida toma muchas
formas en otros planetas y estrellas, formas que aparecerían extrañas para los
humanos, al igual que la vida humana resulta extraña a esas otras formas de
vida.
Por una vez, el señor Allan se mostraba singularmente comunicativo, y yo tenía
poco que decir. Estaba claro, creyese yo o no que lo que había visto era una
alucinación -incluso ante el descubrimiento que había hecho en casa de mi
acompañante- que él creía sin la menor reserva en lo que decía. Hablaba de
muchos mundos, como si le fuesen familiares todos ellos. En un momento dado
habló casi con reverencia de ciertas formas de vida, particularmente de aquellas
que tenían una asombrosa capacidad de adaptación para tomar las formas de
vida de otros planetas en su incesante búsqueda de las condiciones necesarias
para su existencia.
-La estrella que vi -le interrumpí- estaba muriéndose.
-Sí -dijo simplemente.
-¿La ha visto usted?
-La he visto, señor Phillips.
Le escuché con alivio. Ya que era imposible que ningún hombre pudiese ver la
vida propia del espacio exterior, lo que yo había experimentado no era más que
la transmisión de una alucinación del señor Allan y sus hermanos.
Comunicación telepática, ciertamente, ayudada con una especie de hipnosis que
no había experimentado antes. Aun así no podía deshacerme de la inquietante
sensación de peligro que rodeaba a mi acompañante nocturno, ni del malestar
que se había apoderado de mí, pues aquella explicación que me había
apresurado a aceptar resultaba sumamente ingenua.
En cuanto pude, presenté mis excusas al señor Allan y me marché. Me fui de
prisa y directamente al Ateneo con la esperanza de encontrar a Rose Dexter,
pero ya se había marchado, si es que estuvo allí. Fui al teléfono público del
edificio y la llamé a su casa.
Contestó Rose, y confieso que sentí al instante una sensación de alivio.
-¿Has visto al señor Allan esta noche? -le pregunté.
-Sí -replicó-. Pero sólo unos instantes. Iba camino de la biblioteca.
-Yo también le he visto.
-Me pidió que fuese a su casa alguna noche para ver un experimento -continuó.
-No vayas -le dije en seguida.
Hubo un largo silencio al otro lado del teléfono.
-¿Por qué no?
Desafortunadamente no me di cuenta del acento de crueldad que había en su
voz.
-Sería preferible que no fueras -dije con toda la firmeza que pude.
-¿No cree, señor Phillips, que soy yo quien debe decidirlo?
Me apresuré a asegurarle que yo no era quién para juzgar sus acciones; sólo le
sugería que podría ser peligroso ir.
-¿Por qué?
-No puedo decírtelo por teléfono -contesté, plenamente convencido de que
sonaba a tonto, y de que a la vez era cierto que no podría poner en palabras
todas las terribles sospechas que habían empezado a aparecer en mi mente,
pues eran tan fantásticas, tan extrañas, que nadie se las creería.
-Lo pensaré -dijo quebradamente.
-Intentaré explicártelo cuando te vea -le prometí.
Me dio las buenas noches y colgó con una intransigencia que no presagiaba
nada bueno y que me dejó profundamente preocupado.
V
Llego ahora al final de los apocalípticos acontecimientos concernientes al señor
Allan y al misterio que rodeaba la casa en el olvidado callejón. Dudo en
ponerlos aquí, incluso ahora, pues sé de sobra que el cargo que ya pesa contra
mí se agravaría y daría lugar a serias dudas con respecto a mi salud mental.
Pero no me queda otro remedio. De hecho, el futuro entero de la humanidad, el
curso de todo lo que llamamos civilización, puede verse afectado por lo que
pueda o no pueda escribir acerca de esta cuestión. Los acontecimientos
culminantes se desarrollaron con rapidez tras la conversación mantenida con
Rose Dexter, ese insatisfactorio intercambio telefónico.
Tras un día de trabajo inquietante y lleno de desasosiego, llegué a la conclusión
de que tenía que dar una explicación justificativa a Rose. A la noche siguiente,
fui temprano a la biblioteca, donde solía encontrarme con ella, y me coloqué en
un lugar desde el que podía ver la entrada principal. Allí esperé durante más de
una hora hasta que se me ocurrió que a lo mejor no iba a la biblioteca aquella
noche.
Otra vez recurrí al teléfono, con intención de preguntarle si podía acercarme a
verla para explicarle lo de la noche anterior.
Fue su cuñada, y no Rose, quien contestó al teléfono.
Rose había salido
-Un caballero la llamó.
-¿Le conoce usted? -pregunté.
-No, señor Phillips.
-¿Oyó su nombre?
No lo había oído. De hecho sólo le había visto parcialmente cuando Rose salió
presurosa a encontrarse con él, pero ante mi insistencia admitió que el caballero
que había llamado a Rose tenía bigote.
¡El señor Allan! No necesitaba averiguar más.
Colgué y durante unos momentos no supe qué hacer. Quizá Rose y el señor
Allan se dedicaban solamente a pasear a lo largo de la calle Benefit. Pero tal vez
habían ido a esa casa misteriosa. Sólo pensar en ello me llenó de una aprensión
tal que me hizo perder la cabeza.
Salí de la biblioteca y me dirigí a casa. Eran las diez cuando llegué a la casa de la
calle Angell. Afortunadamente mi madre se había acostado, de modo que pude
coger la pistola de mi padre sin molestarla. Una vez cargada, caminé
apresuradamente a través de una Providence invadida por la noche, manzana
tras manzana, hacia la orilla del Seekonk y el callejón en que estaba la extraña
casa del señor Allan, sin percatarme del espectáculo que, para otros paseantes
nocturnos, representaba la prisa incontrolada con la que caminaba. De todos
modos, no me importaba, pues quizá la vida de Rose estaba en peligro, y más
allá de eso, poco definido, rondaba un mal más espantoso aún y mayor.
Cuando llegué a la casa en que había desaparecido el señor Allan, me
sorprendieron su soledad y sus ventanas oscuras. Aturdido, dudaba en
continuar, y esperé durante un minuto o dos para tomar aire y tranquilizar mi
pulso. Entonces, siempre en las sombras, me moví silenciosamente hacia la casa,
vigilando el menor rayo de luz.
Di la vuelta a la casa desde la puerta delantera a la trasera. No se veía el más
mínimo rayo de luz. Pero sí podía oírse un tararear bajo, un sonido vibrante,
como el silbido de un cable respondiendo al viento. Crucé hacia un extremo de
la casa, y ahí vi indicios de luz, no luz amarilla, como de una lámpara en el
interior, sino una pálida radiación color lavanda que parecía emanar
tenuemente de la propia pared.
Me retiré, recordando vívidamente lo que había visto en la casa.
Pero mi papel no podía ser pasivo. Tenía que saber si Rose estaba en la casa
oscura, quizá en aquella misma habitación de la maquinaria desconocida y el
envase de cristal con el monstruo dentro de la radiación violeta.
Di la vuelta hacia la parte delantera de la casa, y subí los escalones que
conducían a la puerta de entrada.
De nuevo la puerta estaba abierta. Cedió a la presión de mis dedos. Me paré
únicamente para coger la pesada arma en mis manos, empujé la puerta y entré
en el vestíbulo. Me detuve un instante para acostumbrar mis ojos a la
oscuridad; ahí de pie, percibía mejor el sonido tarareante que había oído, y algo
más: el mismo tipo de cántico que me había dejado en estado hipnótico cuando
fui testigo de la turbadora visión que supuestamente era la vida en otro mundo.
Me di cuenta de su significado inmediatamente. Pensé que Rose estaría con el
señor Allan y sus hermanos, pasando por una experiencia similar.
¡Ojalá no hubiese sido más que eso!
Pues cuando entré en la gran habitación de la parte trasera de la casa, vi algo
que para siempre se quedará grabado en mi mente. Alumbrada la habitación
por la radiación del envase de cristal, podía ver al señor Allan y sus hermanos
postrados en el suelo alrededor de los dos envases, entregados a su cántico.
Detrás de ellos, junto a la pared, yacía -en su tamaño natural- la reproducción
de Poe que yo había visto bajo la extraña criatura en el envase de cristal bañado
por la radiación violeta. Pero no era el señor Allan y sus hermanos lo que me
produjo el profundo shock y me repelió. ¡Fue lo que vi en los envases de cristal!
En el que daba resplandor a la habitación con su pulsante y agitada radiación
violeta, estaba Rose Dexter, completamente vestida, y ciertamente bajo
hipnosis. Y encima de ella estaba, alargado y con sus tentáculos azotando
furiosamente, la figura de cono rugoso que la última vez había visto encogerse
sobre la silueta de Poe. Y en el envase que se conectaba -casi me espanta
anotarlo aquí-, yacía, idéntica en todos los detalles, ¡un duplicado perfecto de Rose
Dexter!
Lo que ocurrió a continuación estaba confuso en mi mente. Sé que perdí el
control, que disparé a ciegas contra los envases de cristal, intentando romperlos.
Sé que le di a uno o a ambos, pues el impacto de la radiación se desvaneció, la
habitación quedó sumida en la oscuridad, gritos de miedo y de alarma por
parte del señor Allan y sus hermanos, y entre la sucesión de explosiones de la
maquinaria, corrí hacia adelante y cogí a Rose Dexter.
No sé cómo, alcancé la calle con Rose.
Miré hacia atrás y vi que las llamas aparecían en las ventanas de la maldita casa,
y entonces, inesperadamente, la pared norte se derrumbó, y algo -un objeto que
no pude identificar- salió de la casa en llamas y se esfumó en el cielo. Salí
corriendo, con Rose en mis brazos.
Una vez que recuperó el sentido, Rose se puso histérica, pero al fin logré
calmarla y se quedó callada, sin querer decir nada. En silencio la llevé a casa.
Sabía lo terrible que tenía que haber sido su experiencia, y estaba dispuesto a no
decir nada hasta que se hubiese recuperado totalmente.
En el curso de la semana siguiente, pude darme cuenta con toda claridad de lo
que había ocurrido en la casa del callejón, pero el delito de incendio -del que me
culpaban, en lugar de otro mucho más serio, por la pistola que había
abandonado en la casa ardiendo- había cegado a la policía y rechazaban
cualquier interpretación de los hechos que tuvieran algo que ver con cuestiones
extraterrestres. He insistido en que viesen a Rose Dexter cuando estuviese
recuperada y pudiese hablar, y desease hacerlo. No puedo hacerles entender lo
que yo ahora comprendo perfectamente. Pero los hechos están ahí,
indiscutibles. Dicen que la carne achicharrada encontrada en la casa no es
humana, al menos la mayor parte de ella no lo es. ¿Podían esperar otra cosa?
¿Siete hombres parecidos a Edgar Allan Poe? ¡Tienen que comprender que lo
que había dentro de la casa procedía de otro mundo, de un mundo agonizante,
que pretendía invadir y tomar posesión de la Tierra reproduciéndose con forma
humana! Tienen que saber que el primer modelo humano elegido por esos seres
para reencarnarse había sido, por casualidad, Poe, escogido porque ignoraban
que no representaba el tipo medio de hombre. Y han de saber, como yo llegué a
saber, que el cono rugoso provisto de tentáculos, en la radiación violeta, era el
origen de su forma material, y que la maquinaria y los tubos -que decían habían
quedado demasiado estropeados por el incendio para poder identificarlos,
¡como si hubiesen podido identificar su función aun sin estar destrozados!-
creaba, a partir del material suministrado por el cono en la luz violeta, material
que simulaba carne, unas criaturas con forma humana y parecidas a Poe.
El propio «señor Allan» me proporcionó la clave, aunque no lo supe entonces,
cuando le pregunté por qué la humanidad era objeto de escrutinio
interplanetario: «¿Para hacer la guerra? ¿Para invadimos?»; y respondió: «Una
forma de vida tan desarrollada no tendría necesidad de utilizar métodos tan primitivos».
¿Podía algo servir de explicación mejor que esto para la extraña ocupación de la
casa a orillas del Seekonk? Desde luego, era evidente ahora que lo que el «señor
Allan» y sus hermanos me ofrecieron en mi propia casa era una visión del
planeta de los cubos y los conos rugosos, su planeta.
Y seguramente lo más abominable de todo, evidente para cualquier observador
imparcial, era la razón por la cual querían a Rose. Pretendían reproducir a su
especie en la forma de hombres y mujeres, para poder mezclarse con nosotros,
sin ser detectados, sin sospechar de ellos, y lentamente, a lo largo de décadas,
quizá de siglos, mientras su mundo moría, tomar y preparar la Tierra para
aquellos que viniesen después.
¡Sólo Dios sabe cuántos de ellos puede haber aquí, entre nosotros, incluso
ahora!
Más tarde. No he podido ver a Rose todavía, esta noche, y no sé si llamarla. Me
ocurre algo terrible. Me siento preso de horribles dudas. No lo pensé durante
esa terrible experiencia, después de los disparos en la habitación iluminada de
violeta, y es ahora cuando he empezado a preguntármelo, y mi preocupación ha
ido creciendo hora tras hora, hasta convertirse en insoportable. ¿Cómo puedo
estar seguro de que en esos minutos de locura rescaté a la verdadera Rose
Dexter? Si lo hice, sin duda, ella me lo confirmará esta noche. Si no lo hice ¡Dios
sabe lo que he soltado, sin quererlo, sobre Providence y el mundo!
Extracto de The Providence Journal, l7 de julio:

UNA MUCHACHA DE LA VECINDAD MATA A SU AGRESOR

Rose Dexter, hija del señor Elisha Dexter y señora, del 127 de la calle de
Benevolent, repelió y dio muerte ayer noche a un joven al que acusó de haberla
agredido. La señorita Dexter fue encontrada en un estado de histeria mientras
corría por la calle Benefit, en las cercanías de la Catedral de San Juan, cerca del
cementerio donde tuvo lugar el suceso.
Su agresor fue identificado como un viejo amigo, Arthur Phillips...

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