EL ALQUIMISTA
HOWARD P. LOVECRAFT
El viejo castillo de mis antepasados se yergue allá en lo alto, apoyado sobre la verde cumbre de un
rollizo monte, en cuyas laderas radica, en su parte más baja, un bosque de antiquísimos y nudosos
árboles. Durante muchos siglos, las almenas han dominado desde su rígido trazado el campo nunca
cultivado que las rodea. Sus muros han servido de morada y fortaleza a la presuntuosa casa cuyo
linaje es mucho más antiguo que las musgosas paredes del castillo. Sus torres inmemoriales,
oscurecidas por el paso de las generaciones y averiadas por la inexorable zapa del tiempo supieron
ser durante el feudalismo uno de los más temibles e inexpugnables reductos fortificados en toda
Francia. Desde su interior fueron desafiados barones, condes e incluso reyes, sin que jamás el
enemigo pudiera poner los pies dentro del castillo.
Mas todo ha cambiado desde aquellos años de gloria. Algo así como una pobreza a veces
indistinguible de la miseria, aliada a un orgullo también ancestral que condena cualquier intento de
mitigarla entregándose a actividades comerciales o manuales, ha determinado que los herederos de
nuestra familia no hayan podido conservar las propiedades de acuerdo con su antiguo brillo.
Derrumbes en las paredes, la agreste vegetación en los parques, el foso convertido en una irregular y
polvorienta hendidura del terreno, los suelos hundidos, los podridos revestimientos de madera, las
tapicerías reducidas a mugrientos jirones que cuelgan de algunos sitios, todos éstos son apenas
algunos datos que balbucear; la triste historia de una grandeza perdida. El tiempo fue abatiendo una
a una las cuatro grandes torres; finalmente sólo quedaron las maltrechas ruinas de una de ellas. Allí
debieron ubicarse los escasos descendientes de quienes en mejores tiempos, fueran los más
poderosos señores de aquellas tierras.
Precisamente en una de esas inmensas y oscuras cámaras de la devastada torre fue donde yo,
Antoine, el último de los desdichados condes de C., nací hace noventa años. Pasé los primeros años
de mi vida entre esos muros, en los bosques laberínticos, en los barrancos siempre amenazadores, en
las grutas que se abrían al pie de la ladera.
No conocí a mis padres. Mi padre murió un mes antes que yo naciera, como consecuencia del
desprendimiento de una gran piedra de uno de los muros del castillo. Tenía treinta y dos años. Mi
madre murió como consecuencia del parto, a los pocos días de mi nacimiento. Por lo tanto mi
crianza y educación quedó obligadamente en manos del único servidor que quedaba en la casa: era
un anciano de gran fidelidad e inteligencia, cuyo nombre, si mal no recuerdo, era Pierre. Yo era hijo
único y la soledad que esta circunstancia siempre comporta se vio aumentada en mi caso por el
celoso cuidado que tuvo mi padre adoptivo por apartarme de los hijos de los campesinos que vivían
en modestas moradas que se diseminaban de tanto en tanto por las llanuras que rodeaban al monte.
Recuerdo haberle oído a Pierre que dicha prohibición se debía a que la nobleza de mi cuna impedía
que alternara con semejante plebe. Sin embargo, supe mucho después que el verdadero propósito
que guiaba al criado consistía en evitar que llegaran a mis oídos las historias acerca de la terrible
maldición que, infinitamente contada, ampliada y modificada, ocupaba las noches de los campesinos
reunidos en torno al fuego.
Condenado a la soledad y librado a mi albedrío, pasé toda mi niñez escudriñando los viejos y
musgosos tomos que abarrotaban la biblioteca del castillo y vagabundeando incesantemente entre el
polvoriento y retorcido bosque que cubre la ladera casi hasta la llanura. Tal vez por ambas
circunstancias, mi personalidad fue tiñéndose con un fuerte tinte de melancolía. Por lo demás,
aquellos estudios y tareas arraigadas en lo oculto y misterioso de la naturaleza eran las que más me
gustaban.
Muy poco llegué a saber acerca de mi estirpe, pero ese poco sirvió para sumirme en la depresión.
Posiblemente en un comienzo fue la propia y férrea resistencia de mi viejo preceptor al referirse a mi
pasado lo que suscitó ese terror que siempre he sentido ante la sola mención de mi casa paterna. No
obstante, al crecer fui enhebrando fragmentos aislados, entresacados de conversaciones cuyo centro
temático era otro, que ya en sus tiempos más seniles escapaban a su proverbial reserva; esas aisladas
pistas se orientaban hacia determinada circunstancia que siempre había considerado extraña, pero
que por entonces se había tornado francamente terrible.
Me refiero al hecho que todos los condes de la familia habían encontrado la muerte a edad muy
temprana. En un comienzo, como ya dije, había considerado a esta circunstancia como una
característica natural: en nuestra familia los hombres tenían una vida corta. Paulatinamente fui
pensando más en detalle sobre aquellas muertes prematuras y relacionándolas con los delirios del
anciano, los que con frecuencia volvían a cierta maldición que durante siglos había impedido a mis
ancestros varones sobrepasar los treinta y dos años. Al cumplir los veintiún años, recibí de manos de
Pierre un documento y la somera explicación que durante generaciones había pasado de padres a
hijos. El contenido era sobrecogedor y no hizo más que confirmar todos mis temores. Por entonces,
yo creía a pie juntillas en lo sobrenatural; si así no hubiese sido habría desechado sin más la
desmesurada revelación del pergamino.
Éste me devolvía al siglo XIII, época en la que las ruinas donde ahora moraba eran una
inexpugnable y temible fortaleza. El documento se refería a determinado anciano que vivía en
nuestras posesiones, hombre de cualidades muy especiales aunque de condición no muy diferente a
la de los demás campesinos. Se llamaba Michel y a su nombre se había colgado el apodo de le
mauvais, el malo, con el que se hacía exiguo homenaje a su reputación. Pese a su clase, era hombre
que había cursado muchos estudios, todos ellos orientados a asuntos tales como la piedra filosofal o
el elíxir de la eterna juventud; también era conocedor de los secretos de la magia negra y la alquimia.
Michel le mauvais tenía una hijo llamado Charles, joven tan conocedor como el padre de las artes
ocultas; por estas habilidades también él había recibido el sobrenombre de le sorcier, el brujo. Padre
e hijo, a quienes la gente procuraba evitar, eran sospechados de prácticas horribles. Del viejo, por
ejemplo, se rumoreaba que había quemado viva a su esposa como sacrificio ritual al diablo. La
misteriosa desaparición de muchos pequeños, hijos de campesinos de la zona, era atribuida a estos
dos siniestros personajes. Al margen de ese generalizado sentir, también era cierto que en ambos
brillaba la luz de una intensa humanidad: el viejo amaba a su hijo con una intensa pasión mientras
éste experimentaba hacia el padre un afecto mucho mayor que el filial.
Cierta noche, la confusión hizo presa del castillo como consecuencia de la misteriosa
desaparición de Godfrey, el joven hijo del conde Henri. El apesadumbrado padre reunió un grupo e
inició una desesperada búsqueda que culminó en la casa de los brujos. Allí encontró a Michel le
mauvais concentrado en revolver un bullente y misterioso caldo que llenaba un enorme caldero.
Inducido por la desesperación, cegado por la furia y la locura, arrastrado por la fama de padre e hijo,
sin prueba alguna, tomó al anciano del cuello y sólo aflojó la presión de sus enormes manos cuando
Michel ya había dejado de respirar. Casi de inmediato, los criados trasmitían la novedad que el joven
Godfrey había aparecido en una de las habitaciones más apartadas del castillo, en una cámara que no
se utilizaba. Michel había muerto absurdamente. En el momento en que el conde y sus acompañantes
abandonaban la humilde morada del alquimista, surgió Charles le sorcier. Los nerviosos
comentarios de los criados le permitieron formarse una idea de lo sucedido; en un principio pareció
no afectado por la muerte del padre, pero luego, lentamente, salió al paso del conde y con voz
desprovista de toda emoción descargó sobre él la espantosa maldición que de allí en más caería
sobre la casa de C.:
«¡Que ninguno de los de tu estirpe criminal
cumpla más años de los que tienes ahora!»
Tras esas palabras terribles, dio un paso hacia atrás, sacó de entre sus ropas un frasco conteniendo
un líquido incoloro y lo arrojó a la cara del conde. Luego desapareció entre los árboles y la noche.
Henri murió sin alcanzar a pronunciar palabra alguna y fue enterrado al día siguiente. Poco antes
había cumplido treinta y dos años. Denodados grupos de campesinos recorrieron infatigablemente
los bosques y llanuras vecinas en pos del asesino, pero nunca lograron descubrir el menor rastro de
él.
El paso del tiempo y la casi nula conservación de recuerdos sepultaron la idea de la maldición en
los familiares del conde. Por eso, cuando Godfrey, detonante casual de la tragedia y entonces
portador del título, murió como consecuencia de una flecha mal dirigida en el curso de una jornada
de cacería, precisamente a la edad de treinta y dos años, nadie experimentó otros sentimientos que
los de aflicción por la perdida de una joven vida. Pero, muchos años después, cuando Robert, el
conde que sucedió a Godfrey, apareció muerto de causa desconocida, los campesinos comenzaron a
murmurar acerca del hecho que su señor acababa de cumplir los treinta y dos años. Louis, el hijo de
Robert, fue encontrado ahogado en el foso a la fatídica edad. Con esa terrible secuencia transcurría la
historia familiar: todos los Henri, Robert, Antoine y Armand abandonaron esta vida poco después de
cumplir la edad que tenía Henri en el momento de morir.
De acuerdo con lo que acababa de leer, me quedaban once años de vida como mucho. Hasta
entonces le había dado poco valor a la vida, pero a partir de ese momento fui apreciándola cada vez
más, sobre todo cuando me adentraba más y más en los misterios de la magia negra. Dado mi
aislamiento, la ciencia moderna me era completamente ajena y trabajaba del mismo modo que en la
Edad Media, tal como seguramente lo habían hecho el viejo Michel o su hijo Charles,
completamente enajenados por el afán de llegar a la posesión del saber alquimista. Pese a mis
esfuerzos, en los libros no encontraba ninguna explicación acerca de la maldición que pesaba sobre
mi familia. Trataba de investigar por un camino más racional, buscando alguna explicación natural,
suponiendo que las primeras muertes podían haber sido obra de los descendientes del brujo; pero
tras escrupulosas investigaciones llegué a la irrefutable conclusión que el alquimista no había tenido
descendencia. Nuevamente volví al ocultismo procurando descubrir algún medio que suspendiese la
terrible maldición. Sólo tenía una cosa en claro. Jamás me casaría: puesto que en la familia no había
ninguna otra rama, podía hacer que la maldición concluyera conmigo.
Cerca de mis treinta años, el viejo Pierre murió. Con mis propias manos lo enterré bajo las losas
del patio, sitio por el que había paseado durante toda su vida. Quedé a solas, como único habitante
de las ruinas del castillo. En medio de la soledad, lentamente fui renunciando a la lucha contra el
inexorable fin que me aguardaba mientras me reconciliaba pasivamente con el destino que me uniría
a mis antepasados. La mayor parte del tiempo la invertía en pasear por las habitaciones ruinosas y
abandonadas, por los sitios del castillo que debido al miedo que me inspiraban había evitado durante
la niñez y la adolescencia; según lo que me contaba Pierre, se trataba de lugares que no habían sido
hollados por ningún pie humano en, al menos cuatrocientos años. Singulares y espantosos me
resultaban muchos de los objetos con los que me encontraba. Descubrí muebles cubiertos por
gruesas capas de polvo y carcomidos por la humedad; en todas partes colgaban gruesas telarañas, de
una densidad como jamás había visto, y enormes murciélagos aleteaban en todos los lóbregos
rincones.
Por mi parte, llevaba una estricta cuenta de mi edad, con cifras que incluían días y hasta horas;
sentía que cada movimiento del péndulo del enorme reloj que colgaba de la biblioteca se llevaba un
trozo de mi apreciada existencia. De este modo, inevitablemente vi la cercanía del día que tanto
había temido. Dado que la mayor parte de mis antepasados habían muerto poco antes de cumplir la
edad que tenía el conde Henri, no tenía otra expectativa que aguardar la inevitable muerte. Ignoraba
completamente la forma en que se cumpliría la maldición, pero había llegado a la convicción que
fuera como fuese, no me sorprendería amedrentado ni pasivamente. Supongo que algún arresto de
esa decisión fue lo que me llevó a registrar denodadamente el viejo castillo.
Precisamente, durante una de esas exploraciones en la parte más derruida y, por lo tanto,
abandonada del castillo, poco menos de una semana antes que se cumpliera el plazo fatal, extinguido
el cual no esperaba seguir estando en el mundo de los vivos, ocurrió un suceso extraordinario que
habría de cambiar mi vida. Había ocupado una mañana entera en bajar y subir por los restos de las
escaleras que llevaban a lo alto de una de las más ruinosas torres. En un momento determinado bajé
a los niveles más inferiores hasta dar con una especie de mazmorra medieval o, tal vez, un polvorín
de tiempos más recientes. El corredor estaba tapizado con una gruesa capa de salitre y, tras recorrer
la última escalera, comprobé que el piso comenzaba a humedecerse y, pocos pasos más adelante, la
luz de la antorcha me reveló una pared completamente empapada que cerraba el paso. Al volverme
para desandar el camino descubrí a mis pies una especie de trampa con una argolla. Me incliné sobre
ella, tiré de la argolla y sin dificultad dejé a la vista una negra abertura de la que emanaron vapores
malsanos que chisporrotearon en el fuego de la antorcha. Una vez que la luz se estabilizó pude
descubrir en las tinieblas una escalera que se hundía en las entrañas de la tierra. Introduje la antorcha
en las malsanas profundidades hasta lograr una cierta firmeza en su combustión. Entonces me
aventuré a las profundidades. La escalera parecía larga y llevaba a un corredor muy angosto que, por
lo que se veía, se internaba profundamente en el subsuelo. Efectivamente, el corredor era muy largo
y concluía ante una impresionante puerta de roble completamente impregnada de humedad, pero aún
lo suficientemente firme como para resistir incólume todos mis intentos por abrirla. Tras arduos
esfuerzos comprobé la inutilidad de mi propósito y ya me volvía por el corredor cuando una
sobrecogedora sensación puso en duda los datos que la razón me brindaba acerca de la realidad.
Inesperadamente oí un chirrido a mis espaldas que no podía provenir de otra fuente que no fuese el
movimiento de apertura de la enorme puerta, el ruido de sus herrumbrados goznes. Mis impresiones
y sensaciones fueron completamente caóticas. Tenía la absoluta certeza que el castillo no albergaba
otra presencia humana que no fuese la mía; por eso, la hipótesis más razonable llevaba a pensar en lo
espectral, con lo que me invadió un indescriptible horror. Luego de algunos momentos en que estuve
completamente paralizado, logré volverme hacia el lugar de donde había surgido el chirrido y estuve
a punto de desvanecerme ante la presencia que se erguía ante mí.
En medio de la gigantesca puerta había una figura humana. Se trataba de un hombre enfundado en
una amplia túnica medieval de color oscuro y con una suerte de casco de tela en la cabeza. Tenía
cabellos muy largos y una abundante barba renegrida que le confería un aspecto terrible. La frente
era muy amplia, las mejillas lucían hundidas y cubiertas de arrugas e impresionaban sus manos en
forma de garras aunque de una blancura nívea, como jamás había visto. Toda su figura era de una
delgadez esquelética, encorvada y se confundía en los recios pliegues de su vestimenta. Sin
embargo, lo más impresionante eran sus ojos: semejaban dos pozos de abismales tinieblas, en cuyo
fondo brillaba tanto la brasa de la inteligencia como una inhumana perversidad. Y justamente ahora,
que estaban hundidos en mí, sentía cómo el odio que en ellos destellaba se cebaba en mí dejándome
clavado en el lugar donde me encontraba.
Luego de una eternidad, la figura habló con una atronadora y gutural voz que resonó como un
terremoto en mis amedrentados oídos. Hablaba en ese latín degradado que fue el idioma entre la
gente docta durante la Edad Media, lengua que me era familiar por las largas horas que había
dedicado al estudio de los viejos alquimistas y demonólogos en la polvorienta biblioteca del castillo.
La singular figura habló de la maldición, aludió a mi próximo fin, refirió extensamente el mal que
mi antepasado había hecho al viejo Michel le mauvais y se demoró entusiasmado en la venganza
urdida por Charles le sorcier. Explicó el modo en que el joven Charles se había internado en la
oscuridad, de donde surgió años después para matar de un certero flechazo a Godfrey, exactamente
el mismo día en que llegaba a la edad que tenía su padre al morir, refirió su secreto regreso a los
dominios de la familia para instalarse precisamente en la cámara donde ahora me encontraba, recinto
ya por entonces abandonado, describió la manera en que había sorprendido a Robert, el hijo de
Godfrey, para hacerle tragar un fulminante veneno exactamente el mismo día en que cumplía los
treinta y dos años, con lo que mantenía puntualmente vigente la maldición vengadora. A través de
sus palabras comencé a comprender el mayor de todos los enigmas, es decir la continuidad del
maleficio, luego que, según la ley natural, Charles le sorcier debía haber abandonado este mundo; el
hombre habló de los profundos y exitosos estudios que sobre la alquimia habían practicado ambos
hechiceros y, en especial, de las investigaciones que Charles le sorcier había realizado sobre el elíxir
de la eterna juventud.
Llevado por el entusiasmo del relato, durante algunos momentos desapareció de sus ojos la
oscura maldad que tanto me había impresionado en un primer momento; mas de pronto lo
demoníaco volvió a centellar en su mirada y tras soltar una especie de silbido, que asocié al de la
serpiente, levantó un frasco de vidrio con el obvio propósito de acabar conmigo del mismo modo
con que Charles le sorcier había terminado con mi antecesor. Instintivamente rompí el sortilegio que
hasta entonces me había paralizado y arrojé contra la fatal criatura la ya debilitada antorcha. El
frasco se rompió inofensivamente contra las losas del piso, mientras la túnica de aquel demonio
comenzaba a ser devorada por un fuego que iluminaba siniestramente la escena. Un atroz aullido en
el que coexistían tanto el pánico como la expresión de una maldad absoluta brotó de aquel ser
demoníaco y logró acabar con el ya precario equilibrio de mis maltrechos nervios; caí al suelo
inconsciente.
Cuando recuperé el sentido me envolvía la oscuridad. Mi razón se negaba a rememorar lo que
poco antes había ocurrido, pero el acicateo de la curiosidad era intenso. ¿Quién era ese hombre
maligno? ¿Cómo había entrado al castillo? ¿Qué lo movía a querer vengar la muerte de Michel le
mauvais? ¿Cómo se había cumplido la maldición al cabo de seiscientos años? Pese a mi confusión,
una cosa era clara: me había librado de un miedo secular, ya que el ser que había destruido era el
instrumento mediante el cual la maldición se iba a cumplir en mí. Me sentía liberado y con unas
súbitas ganas de saber más sobre la amenaza que durante tantos siglos se había cernido sobre mi
familia, y que tanta angustia había producido a mi juventud. Nada me impediría proseguir con la
exploración que había iniciado; con ese impulso busqué en los bolsillos pedernal y algunos otros
elementos que en poco tiempo me permitieron contar con una nueva antorcha. La luz me entregó la
figura ennegrecida y retorcida del desconocido. Tenía los ojos cerrados. Impresionado con aquella
visión, me aparté internándome en la habitación que cerraba la enorme puerta de roble. En lo
fundamental era lo que parecía el laboratorio de un alquimista. En uno de los rincones se veía un
considerable montón de un metal amarillo que refulgía a la luz de la antorcha. Tal vez fuese oro,
pero no me ocupé en constatarlo porque todavía estaba muy afectado por lo ocurrido poco antes. En
la pared del fondo se distinguía un agujero que evidentemente daba a una de las laderas del monte.
Asombrado, comprendí entonces cómo el hombre había conseguido ingresar al castillo. Poco más
tenía que hacer en aquel lugar, por lo que decidí emprender el retorno. Me armé de la intención de
pasar junto a los restos del desconocido sin mirarlos. No obstante, al deslizarme por un costado me
pareció percibir un tenue murmullo que se desprendía de ellos, como si los restos aún conservaran
algo de vida. Pese al horror que me produjo semejante descubrimiento, me acerqué al montón
carbonizado que yacía en el suelo.
De repente, los espantosos ojos, mucho más negros que el conjunto en el que sobresalían, se
abrieron y trasmitieron una sensación que no soy capaz de describir. Los labios destrozados
procuraban pronunciar unas palabras que yo no entendía. En un determinado momento me pareció
oír el nombre de Charles le sorcier, luego las palabras años y maldición. Ignoraba qué sentido
podían tener aquellos jadeos póstumos. Mi incapacidad de entender el significado de sus intentos de
expresión exacerbó el centelleo maligno de aquellos ojos y pese a que sabía inerme a mi enemigo,
no pude evitar un estremecimiento de terror.
Haciendo acopio de ignotas energías, el ser consiguió alzar la cabeza del piso húmedo. En tanto
yo seguía inmovilizado por el pánico, logró hilvanar estas últimas palabras que desde aquel
momento me acompañan día y noche como una nueva maldición:
¾Imbécil ¾me dijo¾, ¿no adivinas mi secreto? ¿No tienes cerebro para acatar el designio que
durante seiscientos años se ha cumplido en esta casa? Te he instruido sobre el gran elíxir de la
verdad. ¿Cómo es que no sabes quién fue el que resolvió el secreto de la alquimia? ¡Fui yo! ¡Yo!
¡Yo, el que ha vivido seiscientos años para llevar a cabo mi venganza! ¡Yo, Charles le sorcier!
sábado, 11 de agosto de 2007
EL ALQUIMISTA // HOWARD P. LOVECRAFT
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Etiquetas: cuento corto, el alquimista, horror, lovecraft
ENCERRADO CON LOS FARAONES // H. P. LOVECRAFT
ENCERRADO CON LOS FARAONES
H. P. LOVECRAFT
I
El misterio atrae al misterio. Desde que mi nombre se ha difundido ampliamente unido a la ejecución de
proezas inexplicables, me he tropezado con relatos y sucedidos extraños que, dada mi profesión, la gente
ha relacionado con mis intereses y actividades. Unos han sido triviales e irrelevantes; otros,
profundamente dramáticos y absorbentes; otros han dado lugar a horribles y peligrosas experiencias;
otros, en fin, me han involucrado en extensas investigaciones científicas e históricas. He hablado y
seguiré hablando sin reparo de muchos de estos casos. Pero hay uno que no puedo contar sino con gran
renuencia, y sólo tras repetida insistencia por parte de los editores de esta revista, quienes han oído vagos
rumores sobre él por boca de varios miembros de mi familia.
El tema sobre el que he guardado silencio hasta ahora se relaciona con una visita no profesional que hice
a Egipto hace catorce años, y si lo he rehuido ha sido por diversos motivos. En primer lugar, soy contrario
a explotar determinados hechos inequívocamente reales, desconocidos para los miles de turistas que se
aglomeran alrededor de las pirámides, y que las autoridades de El Cairo ocultan con mucha diligencia, al
parecer, ya que no es posible que los ignoren por completo. En segundo lugar, me disgusta tener que
rememorar un incidente en el que mi fantástica imaginación debió de desempeñar un importante papel. Lo
que vi —o creí ver— no ocurrió, evidentemente, sino que debe considerarse más bien efecto de mis
lecturas sobre egiptología, entonces recientes, y de las lucubraciones sobre dicho tema que mi entorno
propició de manera natural. Tales estímulos imaginativos, aumentados por la emoción de un
acontecimiento real bastante terrible en sí mismo, provocó sin duda el horror culminante de esa noche malhadada, tan lejana ya.
En enero de 1910 había cumplido un compromiso profesional en Inglaterra y había firmado un contrato
para hacer una gira por unos teatros de Australia. Se me había concedido un amplio margen de tiempo
para efectuar el viaje, y decidí aprovecharlo al máximo con el recorrido que más me interesaba; así que,
acompañado de mí esposa, atravesé el Continente en dirección sur y embarqué en Marsella, en el vapor P.
& O. Malwa, rumbo a Port Said. Partiendo de allí, me proponía visitar los principales lugares históricos
del Bajo Egipto, antes de salir definitivamente para Australia.
El viaje fue agradable, y estuvo animado por los múltiples y divertidos incidentes que le suceden a un
ilusionista fuera de su trabajo. Me había propuesto ir de incógnito, a fin de viajar tranquilo; pero me sentí
impulsado a darme a conocer a causa de un colega, cuyos deseos de asombrar a los pasajeros con trucos
sencillos me incitaron a duplicar y superar sus proezas de una forma que destruyó por completo mi
anonimato. Cito este detalle por su consecuencia final —consecuencia que debí haber previsto antes de
revelar mi identidad al cargamento de turistas que estaba a punto de desparramarse por todo el valle del
Nilo—. Aquello significó pregonar mi identidad allá por donde iba privándonos a mi esposa y a mí del
apacible anonimato del que habíamos pretendido gozar. ¡En un viaje en pos de curiosidades, me vi
obligado a soportar a menudo que me examinasen también como una especie de curiosidad!
Ibamos a Egipto en busca de lo pintoresco y lo místicamente impresionante pero encontramos pocas cosas
de esta naturaleza cuando el barco atracó en Port Said y descargó su pasaje en los botes. Las dunas bajas
de arena, las boyas oscilantes en los bajíos y un aburrido pueblecito europeo sin nada de interés salvo la
gran estatua del gran De Lesseps, despertaron nuestra impaciencia por ver algo que valiese más la pena.
Tras algunas deliberaciones, decidimos ir a El Cairo y a las Pirámides, y luego dirigirnos a Alejandría
para coger el barco con destino a Australia, visitando antes los monumentos grecorromanos que la antigua
metrópoli pudiese ofrecer.
El viaje en tren fue bastante soportable, y duró sólo cuatro horas y media. Vimos gran parte del canal de
Suez, que seguimos hasta Ismailía, y más tarde pudimos saborear un poco del Antiguo Egipto, al
vislumbrar el canal de agua dulce restaurado del Imperio Medio. Luego, finalmente, vimos El Cairo
brillando en la creciente oscuridad, como una constelación parpadeante que se convirtió en resplandor
cuando nos detuvimos, en la gran Gare Centrale.
Pero otra vez nos esperaba el desencanto, ya que todo lo que vimos era europeo, salvo las indumentarias y
las multitudes. Un prosaico paso subterráneo nos condujo a una plaza rebosante de carruajes, coches de
alquiler, tranvías, y deslumbrantes luces eléctricas que brillaban en los altos edificios, en tanto que el
mismo teatro en el que en vano me pidieron que actuase —y al que más tarde fui como espectador—
había sido rebautizado poco antes con el nombre de «El Cosmógrafo Americano». Nos alojamos en el
Shepheard’s Hotel, al que llegamos en un taxi que recorrió veloz las calles anchas y elegantes; y en medio
del servicio perfecto de su restaurante, ascensores y lujos generalmente angloamericanos, el Oriente
misterioso y el pasado inmemorial parecían lejanísimos.
El día siguiente, no obstante, nos sumergió deliciosamente en una atmósfera de Las mil y una noches, y el
Bagdad de Harun-al-Rashid pareció revivir en las tortuosas callejas y el exótico horizonte de El Cairo.
Guiados por nuestro Baedeker, nos dirigimos hacia el este, pasando por los Jardines Ezbekiyeh,
recorrimos el Mouski en busca del barrio nativo, y no tardamos en caer en manos de un cicerone
vociferante que —pese a los incidentes que ocurrieron después— era ciertamente, maestro en su oficio.
No me di cuenta hasta después de que debía haber solicitado en el hotel un guía autorizado. Ese hombre,
un tipo afeitado, de voz extrañamente cavernosa y relativamente limpio, con aspecto de faraón, y que
decía llamarse «Abdul Reis el Drogman», parecía tener gran autoridad sobre los de su clase; sin embargo,
más tarde, la policía manifestó no conocerle, afirmando que reis es meramente un título que se emplea
para designar a cualquier persona con autoridad, mientras que «Drogman» no es, evidentemente, sino una
torpe modificación de dragoman, palabra que significa guía de grupos turísticos.
Abdul nos condujo por entre maravillas hasta entonces sólo vislumbradas en lecturas y sueños. La vieja
ciudad de El Cairo es en si misma un libro de cuentos y un ensueño: laberintos de estrechos callejones
impregnados de aromáticos secretos; balcones de arabescos y miradores que casi se tocan por encima de
las calles empedradas; torbellinos de tráfico oriental en medio de gritos extraños, restallar de látigos,
traqueteos de carros, tintineos de monedas y rebuznos de asnos; un calidoscopio de ropas, velos, turbantes
y faces multicolores; aguadores y derviches, perros y gatos, adivinos y barberos; y, por encima de todo, el
gimoteo de los mendigos agazapados en los rincones y el sonoro cántico de los muecines desde sus
minaretes delicadamente recortados sobre el cielo de un azul intenso e inalterable.
Los bazares, techados y más tranquilos, eran igualmente seductores. Especias, perfumes, bolas de
incienso, alfombras y cobres: el viejo Mahmud Suleimán permanecía sentado con las piernas cruzadas en
medio de sus botellas pegajosas mientras unos jóvenes charlatanes molían mostaza en el capitel ahuecado
de una antigua columna clásica, corintia, quizá de la vecina Heliópolis, donde Augusto acantonó una de
sus tres legiones egipcias. La antigüedad empezaba a mezciarse con el exotismo. A continuación vimos
todas las mezquitas y museos, y procuramos que nuestra orgía árabe no sucumbiera al encanto más oscuro
del Egipto faraónico que nos ofrecían los tesoros inapreciables de los museos. Este debía ser nuestro
clímax; así que, de momento, nos concentramos en las glorias sarracenas medievales de los califas cuyas
magníficas tumbas-mezquitas forman deslumbrantes y prodigiosas necrópolis en el borde del desierto
árabe.
Finalmente, Abdul nos llevó por la Sharia Mohamed Ah a la antigua mezquita del sultán Hassan, y a la de
Babel-Azab, flanqueada por torres, más allá de la cual el pasaje de empinadas paredes asciende hasta la
poderosa ciudadela que el propio Saladino hizo construir con piedras de olvidadas pirámides. Atardecía
ya cuando escalamos ese peñasco, dimos una vuelta alrededor de la moderna mezquita de Mohamed Alí,
y nos asomamos al vertiginoso antepecho, por encima de El Cairo místico..., místico y todo dorado, con
sus cúpulas labradas, sus etéreos minaretes y sus jardines resplandecientes.
Muy por encima de la ciudad se alzaba la gran cópula romana de un nuevo museo; y más allá —al otro
lado del Nilo enigmático y amarillo, padre de dinastías milenarias— acechaban las amenazadoras arenas
del desierto de Libia, onduladas, iridiscentes, perversas, llenas de arcanos aún más antiguos.
El rojo sol se hundía, trayendo el frío implacable de la noche egipcia; y mientras permanecía en equilibrio
en el borde del mundo como un dios antiguo de Heliópohis — Ra-Harakhte, el Sol del Horizonte—,
vimos recortarse contra su holocausto bermellón las negras siluetas de las pirámides de Gizeh, las tumbas
paleógenas veneradas mil años antes, cuando Tut-Ankh-Amon subió al trono en la lejana Tebas.
Comprendimos entonces que habíamos terminado con El Cairo sarraceno, y que debíamos saborear los
misterios más profundos del Egipto primordial: la negra Kem de Ra, Amón, Isis y Osiris.
A la mañana siguiente fuimos a visitar las pirámides; recorrimos en un coche Victoria la isla de Chizereh
con sus imponentes árboles lebbakh, cruzamos el pequeño puente inglés y pasamos a la margen
occidental. Seguimos por la carretera de la orilla, entre grandes hileras de árboles lebbakh, y pasamos el
parque zoológico hasta llegar al suburbio de Gizeh, donde después han construido un nuevo puente que
lleva a El Cairo. Luego, dirigiéndonos hacia el interior por el Sharia-el-Haram, cruzamos una región de
canales de inmóvil superficie y míseros poblados nativos, hasta que surgieron ante nosotros los objetos de
nuestro viaje, hendiendo las brumas del amanecer y creando réplicas invertidas en las charcas que había
junto a la carretera. En efecto, como dijo allí Napoleón a sus soldados, cuarenta siglos nos contemplaban.
La carretera ascendía ahora bruscamente, hasta que por último llegamos al lugar de transbordo entre la
estación del tranvía y el Hotel Mena House. Abdul Reis, que efectivamente nos había sacado entradas
para visitar las pirámides, parecía entenderse muy bien con los bulliciosos, vociferantes y mugrientos
beduinos que habitaban en un sórdido poblado de barro, a cierta distancia, y se dedicaban a asaltar
fastidiosamente a los viajeros, porque supo tenerlos decorosamente a raya y nos consiguió un excelente
par de camellos, montando él en un asno y asignando la conducción de nuestros animales a un grupo de
hombres y chicos que nos resultaron más caros que útiles. El trayecto que debíamos recorrer era tan
pequeño que casi no eran necesarios los camellos; pero no lamentamos añadir a nuestra experiencia esa
molesta forma de navegación por el desierto.
Las pirámides se elevan sobre una meseta rocosa, y constituyen casi el más septentrional de los
cementerios reales construidos en la vecindad de la desaparecida ciudad de Memfis, enclavada en la
misma margen del Nilo, algo al sur de Gizeh, y que floreció entre los años 3400 y 2000 a. C. La mayor de
las pirámides, que es la más próxima a la carretera, fue construida por el rey de Egipto Keops o Khufu
hacia 2800 a. C., y mide más de 450 pies de altura. Al sudoeste, y alineadas, están sucesivamente la
segunda pirámide, construida una generación después por el rey Kefrén —la cual, aunque ligeramente
más pequeña, da la impresión de ser mayor por encontrarse en un terreno más elevado—-, y la del rey
Micenno, notoriamente más pequeña, construida hacia 2700 a. C. Cerca del borde de la meseta, y al este
de la segunda pirámide, con un rostro probablemente modificado para hacer de él un retrato colosal de
Kefrén — su real restaurador—, se alza la monstruosa Esfinge: muda, sardónica, depositaria de un saber
anterior a la humanidad y al recuerdo.
En varios lugares se encuentran pirámides y restos de pirámides de importancia menor, y la meseta entera
está acribillada de tumbas de dignatarios de rango ligeramente inferior al de rey. Estas últimas estuvieron
señaladas originariamente por mastabas o construcciones de piedra en forma de banco alrededor de los
profundos fosos funerarios, como se descubrió en otros cementerios ménficos, y de las que constituye un
ejemplo la tumba de Perneb, que se encuentra en el Museo Metropolitano de Nueva York. En Gizeh, no
obstante, todas estas cosas visibles han desaparecido a causa del tiempo y del pillaje, y sólo los fosos
excavados en la roca, cegados por la arena o vaciados por los arqueólogos, siguen atestiguando su antigua
existencia. Conectada con cada tumba había una capilla en la que sacerdotes y parientes ofrecían
alimentos y oraciones al ka o principio vital del difunto, que jamás se alejaba del lugar de enterramiento.
Las tumbas pequeñas tienen sus capillas en el interior de sus superestructras de piedra o mastabas; pero
las capillas mortuorias de las pirámides donde descansan los faraones son templos separados, situados
cada uno de ellos al este de la pirámide correspondiente, y comunicados mediante un pasillo elevado con
una imponente capilla-entrada o propileo, situada en el borde de la meseta rocosa.
La capilla-entrada que conduce a la segunda pirámide, casi enterrada en la arena arrastrada por el viento,
se abre subterráneamente al sudeste de la Esfinge. Una persistente tradición la considera el «Templo de la
Esfinge», quizá con razón, si la Esfinge representa efectivamente al constructor de la segunda pirámide,
Kefrén. Existen en torno a la Esfinge inquietantes historias anteriores a Kefrén; pero fuera cual fuese su
rostro anterior, el monarca le dio el suyo para que los hombres pudiesen contemplar el coloso sin temor.
Fue en el gran templo-entrada donde se encontró la estatua de Kefrén esculpida en diorita, de tamaño
natural, actualmente en el Museo de El Cairo; una estatua que me dejó sobrecogido cuando la contemplé.
No sé si han excavado ya todo el edificio, pero en 1910 estaba enterrado en su mayor parte y la entrada
permanecía sólidamente cerrada durante la noche. Los alemanes estaban al cargo de las obras, que quizá
fueron interrumpidas por la guerra u otros motivos. Daría lo que fuese — en vista de mi experiencia, y de
ciertos rumores que corrían entre los beduinos, desmentidos o ignorados en El Cairo— - por saber qué ha
sucedido con cierto pozo que hay en una galería transversal donde se encontraron estatuas del faraón
curiosamente yuxtapuestas a estatuas de babuinos.
La carretera que recorrimos en camello esa mañana describía una curva cerrada, dejando a la izquierda la
construcción de madera del cuartel de la policía, la oficina de correos, el almacén de comestibles y las
tiendas, y se adentraba hacia el sur y el Oeste en una vuelta completa que remontaba la meseta rocosa y
nos situó frente al desierto, a sotavento de la gran pirámide. Pasada la ciclópea construcción, dimos la
vuelta por la cara este y nos asomamos a un valle de pirámides menores, más allá del cual centelleaba el
Nilo eterno; al Oeste temblaba el eterno desierto. Muy cerca se recortaban las tres pirámides principales,
desnuda la más grande de todo revoque exterior, mostrando sus enormes bloques de piedra, y las otras
con restos perfectamente adheridos de la capa protectora, aquí y allá, que en tiempos les diera un aspecto
suave y acabado.
A continuación bajamos hacia la Esfinge, y nos sentamos en silencio bajo el hechizo de esos ojos terribles
y ciegos. En el inmenso pecho de piedra distinguimos débilmente el símbolo de Ra-Harakhte, por cuya
imagen la Esfinge fue erróneamente considerada de una última dinastía; y aunque la arena cubría la
tableta que tiene entre sus grandes garras, recordamos lo que Tutmosis IV escribió en ella, y el sueño que
tuvo cuando era príncipe. Fue entonces cuando la sonrisa de la Esfinge nos pareció vagamente
desagradable y nos hizo pensar en las leyendas que hablaban de pasadizos subterráneos bajo la monstruosa
criatura, los cuales descendían más y más, a profundidades a las que nadie se atrevía a aludir, y que se
relacionaban con misterios anteriores al Egipto dinástico excavado y en siniestra conexión con la
persistencia de dioses anormales con cabeza de animal del antiguo panteón nilótico. Entonces también me
hice una pregunta peregrina cuyo espantoso significado no se reveló hasta muchas horas después.
Empezaban a alcanzarnos ahora otros turistas, y seguimos andando hacia el Templo de la Esfinge
hundidos en la arena, situado unas cincuenta yardas al sudeste, al que me he referido como la gran puerta
de acceso a la calzada que conduce a la capilla mortuoria de la segunda pirámide, en la meseta. Dicha
capilla se encontraba aún enterrada en s u mayor parte en la arena y, aunque desmontamos y bajamos por
un acceso moderno hasta un corredor de alabastro y un recinto de pilares, me di cuenta de que Abdul y el
encargado alemán no nos habían enseñado todo lo que había que ver.
Después efectuamos el habitual recorrido alrededor de la meseta de las pirámides, examinamos la
segunda pirámide y las curiosas ruinas de su capilla mortuoria, situada al este; la tercera pirámide, con sus
satélites en miniatura, al sur, y la ruinosa capilla oriental; las tumbas de las rocas y los panales de las
dinastías IV y V, y finalmente la famosa tumba de Campbell, cuyo pozo se hunde casi verticalmente unos
cincuenta y tres píes hasta un sarcófago siniestro que uno de nuestros camelleros limpió de la molesta
arena tras efectuar un vertiginoso descenso con una cuerda.
Entonces nos llegaron gritos procedentes de la Gran Pirámide, donde unos beduinos asediaban a un
grupo de turistas, ofreciéndose como los más rápidos en efectuar el ascenso y el descenso en solitario a la
cúspide. Dicen que el récord de subirla y bajarla está en siete minutos> aunque muchos vigorosos jeques e
hijos de jeques nos aseguraron que eran capaces de reducirlo a cinco, con el impulso previo de una buena
bakshish. No les dimos tal impulso, aunque dejamos que Abdul nos llevase hasta arriba, logrando así una
perspectiva, de una magnificencia sin precedentes, que abarcaba no sólo El Cairo lejano y centelleante,
con su ciudadela y su fondo de colinas color dorado violáceo, sino también todas las pirámides del área de
Memfis, desde Abu Roash, al norte, hasta Dashur al sur. La pirámide escalonada de Sakkara, que marca la
evolución de la baja mastaba a la verdadera pirámide destacaba clara y seductoramente en la lejanía
arenosa Cerca de este monumento de transición fue donde se des cubrió la famosa tumba de Perneb; más
de cuatrocientas millas al norte del valle rocoso de Tebas, donde duerme Tut-Ankh-Amon. Nuevamente
me obligó a guardar silencio una sensación de auténtico pavor. La contemplación de semejante
antigüedad, y los secretos que todos estos venerables monumentos parecían contener y cobijar me
llenaban de un respeto y un sentimiento de inmensidad que jamás me había inspirado cosa alguna.
Cansados por nuestro ascenso, y hartos de los fastidiosos beduinos, cuyo comportamiento parecía desafiar
todas las reglas del buen gusto, prescindimos del arduo pormenor de entrar en los angostos pasadizos
interiores de las pirámides, aunque vimos a varios de los turistas mas atrevidos disponiéndose a meterse a
rastras en el sofocante interior del más imponente monumento de Cheops. Cuando despedimos y pagamos
sobradamente a nuestra escolta local y regresamos a El Cairo con Abdul Reis bajo el sol de la tarde, casi
lamentamos no haber entrado también. Se murmuraban cosas fascinantes acerca de pasadizos inferiores
de la pirámide que no venían en las guías; pasadizos cuyas entradas habían sido condenadas apresuradamente
con bloques de piedra y ocultadas por ciertos arqueólogos poco comunicativos, quienes las habían
descubierto y empezado a explorar.
Naturalmente, tales rumores carecían de fundamento en su mayor parte, pero era curioso observar cuán
persistentemente se prohibía a los visitantes entrar en las pirámides por la noche, así como visitar las
madrigueras más bajas y la cripta de la gran pirámide. Quizá en este último caso era el efecto psicológico
lo que se temía: el efecto que puede producir en el visitante sentirse encajonado bajo un mundo
gigantesco de sólida albañilería, comunicado con la vida conocida a través de ese único pasadizo que sólo
le es posible recorrer a rastras, y que cualquier accidente o contratiempo podría obstruir. Todo ello nos
parecía tan misterioso y seductor, que decidimos hacer otra visita a la meseta de las pirámides en la
primera ocasión que tuviéramos. Por lo que a mí respecta, dicha ocasión se presentó mucho antes de lo
que esperaba.
Aquella noche, los miembros de nuestro grupo se encontraban algo cansados después del agotador
programa del día, así que fui solo con Abdul Reis a dar una vuelta por la pintoresca parte árabe. Aunque
ya la había visitado de día, quería conocer los callejones y los bazares en el crepúsculo, cuando las ricas
sombras y los destellos dorados aumentarían su encanto y su fantástica ilusión. Las multitudes de nativos
se iban dispersando, aunque seguían siendo muy bulliciosas y numerosas cuando nos tropezamos con un
grupo de beduinos juerguistas en el Suken Nahhasin o mercado de los caldereros. El que parecía ser el
jefe, un joven descarado de facciones duras y fez insolentemente ladeado, se fijó en nosotros, y
evidentemente reconoció, con no muchas muestras de simpatía, a mi competente pero arrogante y
despectivo guía.
Quizá, pensé, le molestaba aquella reproducción de la semisonrisa de la Esfinge que yo mismo había
observado a menudo con divertida irritación; o tal vez le desagradaba la resonancia cavernosa y sepulcral
de la voz de Abdul. En cualquier caso, el intercambio de palabras ancestralmente ofensivas se hizo muy
enérgico; y poco después Ah Ziz, como oí que el guía llamaba al desconocido cuando no le daba otro
nombre peor, agarró violentamente a Abdul por la ropa, acción que se vio rápidamente correspondida y
que originó una animada pelea en la que ambos combatientes perdieron sus sacrosantos tocados, y habrían
llegado a un estado aún más lamentable de no haber mediado yo separándoles a viva fuerza.
Mí intercesión, que al principio pareció inoportuna a ambas partes, logró finalmente establecer una
tregua. Aplacaron su ira los dos contendientes, se ordenaron la ropa con gesto hosco y, adoptando un aire
de dignidad tan profundo como repentino, formularon un curioso pacto de honor que no tardé en
enterarme de que era costumbre muy antigua en El Cairo: un acuerdo para zanjar sus diferencias mediante
una pelea a puñetazos en lo alto de la gran pirámide, a la luz de la luna, cuando se hubiera marchado el
último turista. Cada uno de los duelistas debía reunir un grupo de padrinos, y el lance debía empezar a las
doce de la noche, prosiguiendo en asaltos, de la manera más civilizada posible.
Había en todo este plan muchas cosas que excitaron mi interés. La misma lucha prometía ser única y
espectacular, en tanto que la idea del escenario, lo más alto de aquella venerable mole dominando la
meseta antediluviana de Gizeh bajo una luna menguante, en las primeras horas de la madrugada, pulsaba
todas las fibras de mi imaginación. Cuando le pedí a Abdul que me permitiese asistir, se mostró
sumamente dispuesto a admitirme entre sus padrinos; así que dediqué el resto de la tarde a acompañarle a
diversos antros de las zonas más ingobernables de la ciudad — en su mayor parte al norte del
Ezbekiyeh—, hasta que reunió, uno a uno, a una selecta y formidable banda de sujetos sanguinarios como
seguidores suyos en el combate pugilístico.
Poco después de las nueve, nuestro grupo, montado en asnos que tenían nombres reales o de
reminiscencias turísticas tales como «Ramsés», «Mark Twain», «J. P. Morgan» y «Minnehaha»,
emprendió la marcha por el laberinto de calles orientales y occidentales, cruzó el Nilo, embarrado y
poblado de mástiles, por el puente de los leones de bronce, y cruzó al trote filosóficamente por entre los
lebbakhs, camino de Gizeh. Tardamos algo más de dos horas en hacer ese trayecto, y hacia el final nos
cruzamos con los últimos turistas que regresaban, saludamos al último tranvía que iba de vuelta y nos
quedamos a solas con la noche y el pasado y la luna espectral.
Luego, al final de la avenida, vimos las pirámides inmensas y fantasmales, dotadas de una oscura
amenaza atávica que no había notado a la luz del día. Hasta la más pequeña tenía un aspecto horrible..,
porque, ¿acaso no era en ella en donde había sido enterrada viva la reina Nitocris de la VI dinastía, la
astuta reina Nitocris que invitó una vez a sus enemigos a un festín, en un templo
situado bajo el Nilo, y los ahogó a todos abriendo las compuertas? Recordé que los árabes murmuraban
ciertas historias sobre la reina Nitocris, y evitaban acercarse a la tercera pirámide en determinadas fases
de la luna. Sin duda pensaba en ella Thomas Moore cuando escribió algo sobre lo que murmuraban los
barqueros de Memfis:
Ninfa subterránea que habita
Entre las gemas sin sol y las glorias ocultas:
¡Señora de la Pirámide!
Aunque aún era pronto, Alí Ziz y su grupo se nos habían adelantado, ya que vimos sus asnos recostados
contra la meseta del desierto, en Kafrel-Haram, mísero poblado próximo a la Esfinge, hacia donde nos
dirigíamos en lugar de seguir la carretera normal que iba al Mena Honre, ya que podía vernos algún
adormilado policía y detenernos. Aquí, donde los mugrientos beduinos guardaban sus camellos y sus
asnos en las tumbas de los cortesanos de Kefrén, emprendimos la subida por las rocas y la arena hasta la
gran pirámide, por cuyas caras erosionadas empezaban ya los árabes a trepar ansiosamente, y Abdul Reis
me ofreció una ayuda que no necesitaba.
Como saben casi todos los viajeros, el vértice de esta construcción ha desaparecido por la erosión hace
mucho tiempo, dejando una plataforma razonablemente llana, de unas doce yardas cuadradas. En este
misterioso pináculo se formó un círculo, y pocos momentos después la sardónica luna del desierto
contempló una lucha que, de no ser por la calidad de los gritos de los espectadores, podía haber tenido
lugar en algún pequeño gimnasio americano. Mientras la observaba, comprendí que no faltaban algunas
de nuestras instituciones menos deseables, pues a cada golpe, amago y defensa delataba «simulación» a
mis ojos no del todo inexpertos. Concluyó en seguida; y a pesar de mis dudas en lo que se refiere a los
métodos, sentí una especie de orgullo de propietario cuando Abdul Reis fue proclamado vencedor.
La reconciliación fue asombrosamente rápida; y en medio de las canciones de confraternización y las
bebidas que siguieron, resultaba difícil recordar que había tenido lugar una pelea. Extrañamente, parecía
ser yo el centro de atención, más que los propios antagonistas; y con mis ligeros conocimientos de árabe,
entendí que hablaban de mis proezas profesionales y de mi facilidad para evadirme de toda clase de
cadenas y encierros de una forma que indicaba no sólo un conocimiento sorprendente de quien era yo,
sino una clara hostilidad y escepticismo acerca de mis hazañas escapistas. Poco a poco me fui dando
cuenta de que la magia antigua de Egipto no había desaparecido por completo, y que subsistían restos de
un saber extraño y secreto, así como de prácticas sacerdotales de cultos que habían pervivido
subrepticiamente entre los fellaheen, hasta el extremo de juzgar molesta y ponerse en duda la proeza de
un hahwi o mago desconocido. Pensé en lo mucho que se parecía mi guía de cavernosa voz, Abdul Reis, a
un egipcio antiguo o faraón, o a la Esfinge sonriente..., y reflexioné.
De repente sucedió algo qué corroboró al punto lo acertadas que eran mis reflexiones, y me hizo maldecir
la torpeza con que había aceptado los acontecimientos de esa noche como algo distinto de la solapada y
perversa maquinación que ahora revelaban ser. Sin previo aviso, y en respuesta, evidentemente, a alguna
seña disimulada de Abdul, la banda entera de beduinos se precipitó sobre mi; y sacando una gruesa
cuerda, me ataron sólidamente como jamás nadie me había atado en toda mi vida, tanto en el escenario
como fuera de él.
Al principio me resistí, pero pronto me di cuenta de que un hombre no puede hacer nada contra un hato de
más de veinte curtidos bárbaros. Tenía las manos atadas a la espalda, las rodillas dobladas al máximo y
las muñecas y los tobillos sólidamente unidos mediante cuerdas irrompibles. Me embutieron en la boca
una mordaza sofocante, y me vendaron apretadamente los ojos. Luego, cuando los árabes me cargaron a
hombros e iniciaron el zarandeante descenso de la pirámide, oí las risas de mí antiguo guía Abdul, que se
burlaba y se mofaba con regocijo con su voz cavernosa, y me aseguraba que no tardaría en someter mis
«poderes mágicos» a una suprema prueba que borraría en un momento toda la vanidad que me habían
infundido mis triunfos en América y Europa. Egipto, me recordó, es muy viejo, y está lleno de misterios
recónditos y poderes antiguos, inimaginables incluso para los expertos de hoy día, cuyo ingenio había
fracasado invariablemente en retenerme apresado. No sé durante cuanto tiempo ni en qué dirección me
transportaron, ya que mi situación me impedía formarme una idea siquiera aproximada. Sin embargo, sé
que no pudimos recorrer una gran distancia, dado que los que me llevaban no apresuraron el paso en
ningún momento, y no tardamos mucho. Es esta asombrosa brevedad lo que casi me produce escalofríos,
cada vez que pienso en Gizeh y su meseta..., por la proximidad que supone entre el recorrido que hacen a
diario los turistas y lo que existía entonces, y aún debe de existir.
La maligna anormalidad de que hablo no se puso de manifiesto al principio. Depositándome sobre una
superficie que me pareció más de arena que de roca, mis secuestradores me pasaron una cuerda alrededor
del pecho y me arrastraron unos cuantos pies, hasta una abertura dentada que había en el suelo, por la que
me descolgaron a continuación sin muchos miramientos. Durante un tiempo que me pareció una
eternidad, descendí chocando contra las rocosas paredes irregulares de un estrecho pozo que, según
supuse, sería uno de los numerosos fosos funerarios de la meseta, hasta unas profundidades prodigiosas y
casi increíbles, que hacían imposible todo cálculo.
El horror de la experiencia era más intenso a cada segundo que transcurría. La idea de que un descenso a
través de la sólida roca pudiera ser tan enorme sin alcanzar el centro mismo del planeta, o de que una
cuerda confeccionada por el hombre fuese tan larga como para descolgarme a esa profundidad
incalculable de la tierra, era tan espantosa, que me resultaba más fácil dudar de mis sentidos trastornados
que aceptarla como un hecho. Aún sigo dudando hoy, pues sé lo engañoso que se vuelve el sentido del
tiempo cuando le transportan a uno o le someten a una tensión nerviosa. Pero estoy completamente seguro
de que conservaba una conciencia lógica; de que al menos no añadí ningún fantasma de la imaginación a
un cuadro bastante horrendo en su realidad, y explicable por un tipo de ilusión cerebral muy distinto de la
auténtica alucinación.
No fue todo esto la causa de mi primer amago de desvanecimiento. La prueba espantosa era acumulativa,
y el principio de los terrores posteriores fue el aumento claramente perceptible del ritmo del descenso.
Ahora iban lascando aquella cuerda infinitamente larga muy deprisa, y me arañaba cruelmente en las
ásperas y angostas paredes del foso mientras descendía a una velocidad de locura. Tenía la ropa hecha
jirones, y sentía correr la sangre por todo el cuerpo, por encima del dolor creciente y atroz.
Asimismo, mi olfato captó una amenaza apenas definida: un olor cada vez más perceptible a humedad y a
rancio, extrañamente distinto de cuantos olores conocía, y que contenía un tenue componente de especias
e incienso que le confería un matiz burlesco.
Luego sobrevino el cataclismo mental. Fue espantoso; más espantoso que cuanto pueda describir
cualquier lengua articulada, porque ocurrió en el alma, sin detalle alguno que se pueda describir. Fue el
éxtasis de la pesadilla y la quintaesencia de lo demoníaco. La forma súbita en que se desencadené fue
apocalíptica e infernal: me iba sumergiendo agónicamente en aquel pozo estrecho y dentado que me
torturaba, cuando, de repente, sentí que flotaba con membranosas alas en los abismos infernales; que me
balanceaba y descendía a través de incontables millas de espacio infinito y mohoso; que me elevaba
vertiginosamente a inconmensurables pináculos de éter frío, y que buceaba luego, boqueando en los
nadires de vacíos nauseabundos y voraces de las regiones inferiores... ¡Doy gracias a Dios por su
misericordia al sumir en el olvido esas Furias desgarradoras de la conciencia que medio desquiciaron mis
facultades y me despedazaron el espíritu como arpías! Ese respiro, aunque breve, me dio la fuerza y la
cordura suficientes para soportar sublimaciones aún mayores del terror que acechaban y farfullaban en el
camino que todavía me quedaba por recorrer.
II
Muy poco a poco fui recobrando los sentidos tras aquel horrible vuelo a través de los espacios estigios. El
proceso fue infinitamente doloroso, y estuvo coloreado por fantásticos sueños en los que mi situación,
atado y amordazado, encontró singular materialización. Fue muy clara la naturaleza exacta de los sueños
mientras los experimentaba, pero casi inmediatamente después se me emborronaron en la memoria, y no
tardaron en quedar reducidos a una mera impresión brumosa debido a los terribles acontecimientos —
reales o imaginarios— que siguieron. Soñé que me tenía atrapado una garra enorme y espantosa; una
garra amarilla, peluda, dotada de cinco uñas, que había surgido de la tierra para estrujarme y sepultarme.
Y al detenerme a reflexionar qué significaba aquella zarpa, me pareció que era Egipto. Miré hacia atrás,
en sueños, hacia los acontecimientos de las semanas anteriores, y vi que había sido atraído y atrapado
poco a poco, de manera sutil e insidiosa, por el espíritu infernal de la antigua hechicería del Nilo, espíritu
que ya existía en Egipto antes de que el hombre apareciese, y que seguirá existiendo después de que haya
desaparecido.
Vi el horror y la malsana antigüedad de Egipto, la espantosa alianza que siempre ha tenido con las tumbas
y los templos de los muertos. Vi procesiones fantasmales de sacerdotes con cabeza de toro, de halcón, de
gato y de ibis; procesiones de fantasmas que marchaban interminablemente por laberintos subterráneos y
avenidas de titánicos propileos, junto los cuales el hombre es una mosca, y ofrecían incalificables
sacrificios a dioses indescriptibles. Unos colosos de piedra marchaban en la noche interminable
conduciendo manadas de sonrientes esfinges antropomorfas hacia márgenes de inmensos y estancados
ríos de pez. Y detrás de todo vila inefable malevolencia de la necromancia primordial, negra y amorfa,
manoteando ávida en la oscuridad para alcanzarme y devorar al espíritu que se había atrevido a burlarse
de ella al desafiarla.
En mi cerebro dormido tomé forma un melodrama de siniestro odio y persecución, y vi el alma negra de
Egipto eligiéndome y llamándome con susurros inaudibles; me llamaba y me atraía, conduciéndome con
el esplendor y el atractivo de una apariencia sarracena, pero sin dejar de arrastrarme hacia las catacumbas
enloquecedoramente antiguas, hacia el horror de su corazón faraónico, muerto y abismal.
Luego los rostros del sueño adoptaron semejanzas humanas, y vi a mi guía Abdul Reis con ropajes reales,
y la sonrisa de la Esfinge en su semblante. Y supe que este rostro era el rostro de Kefrén el Grande, el que
erigió la segunda pirámide y mandó esculpir en la cara de la Esfinge las facciones de su rostro, y
construyó el titánico templo-entrada del que dicen los arqueólogos que tiene una minada de corredores
excavados en la enigmática arena y en la roca muda. ‘Y observé la mano larga, flaca, rígida de Kefrén;
una mano larga, flaca y rígida como la que había visto en la estatua de diorita conservada en el museo de
El Cairo —la estatua encontrada en el terrible templo-entrada—., y me asombró no haber gritado cuando
la vi en Abdul Reis... ¡Aquella mano! Era espantosamente fría, y me estaba estrujando; era el frío y la
angostura del sarcófago..., el frío y la angostura del Egipto inmemorial..., del Egipto tenebroso de la
necrópolis..., esa zarpa amarilla..., y se murmuran cosas terribles de Kefrén... Pero aquí empecé a
despertar; o, al menos, a entrar en un estado de sueño menos profundo que el anterior. Recordé la pelea en
lo alto de la pirámide, los traicioneros beduinos y su ataque, mi espantoso descenso, al extremo de una
cuerda, por interminables profundidades de la roca, y mi enloquecedor balanceo en un vacío impregnado
de aromática putrefacción. Me di cuenta ahora de que me encontraba tendido en un suelo de roca, y que
las ligaduras aún mordían en mí con fuerza inflexible. Hacía mucho frío, y me parecía notar una débil
corriente de aire fétido. Me dolían profundamente las heridas y contusiones que me habían producido las
melladas paredes del pozo; el dolor aumentaba hasta unos extremos lacerantes a causa de alguna calidad
pungente del aire débil que notaba, y el mero acto de darme la vuelta bastó para que todo el cuerpo me
latiera con indecible agonía.
Al volverme, sentí un tirón desde arriba, y supuse que la cuerda con la que me habían bajado llegaba aún
a la superficie. No sabía si la sujetaban los árabes o no; tampoco sabía a qué profundidad me encontraba.
Lo que sí notaba era que la oscuridad a mi alrededor era total, o casi total, ya que no penetraba a través
del vendaje de mis ojos la más nítida claridad de la luna; pero no me fiaba de mis sentidos lo suficiente
como para aceptar como prueba de extrema profundidad la sensación de inmensa duración que había
caracterizado mi descenso.
Dado que estaba en un espacio considerablemente amplio, al que había llegado desde la superficie a
través de una abertura de la roca, supuse vagamente que mi prisión debía de ser la capilla-entrada del
viejo Kefrén — el templo de la Esfinge—; quizá algún corredor interior que los guías no me habían
enseñado durante la visita matinal, del que podría escapar fácilmente si lograba descubrir la dirección de
la puerta enrejada. Supondría un vagabundeo laberíntico, pero no resultaría peor que Otros de los que
había logrado evadirme.
La primera medida sería librarme de las ataduras, la mordaza y la venda de los ojos, cosa nada difícil para
mí, ya que expertos más ingeniosos que los árabes habían tratado de inmovilizarme con toda clase de
grillos durante mi larga y variada carrera de escapista, sin haber logrado jamás hacer fracasar mis
métodos.
Luego se me ocurrió que quizá los árabes acudirían a esperarme a la entrada para atacarme tan pronto
como notasen la menor señal de que me había desatado, como sin duda ocurriría en cuanto se produjese
cualquier agitación de la cuerda, que probablemente sostenían aún. Esto suponiendo, como es natural, que
el lugar donde me hallaba encerrado fuese efectivamente el templo de la Esfinge construido por Kefrén.
La abertura de arriba, estuviera donde estuviese, no podía encontrarse muy lejos de alguna entrada
ordinaria, y de acceso fácil, próxima a la Esfinge, aun cuando se encontrara a una profundidad verdaderamente
considerable respecto de la superficie, ya que la zona total conocida por. los visitantes no era
enorme, ni mucho menos. Yo no había notado tal abertura en mi peregrinación diurna, pero sabía que
estas cosas pasan desapercibidas con facilidad en medio de las arenas cambiantes.
Pensando en todas estas cosas mientras yacía retorcido y atado en el suelo de roca, casi me olvidé de los
horrores del descenso abismal y el cavernoso balanceo que finalmente me habían sumido en la
inconsciencia. Mi idea en aquel momento era sólo burlar a los árabes, así que decidí desatarme cuanto
antes, evitando dar tirones de cuerda para no delatar mis efectivos o problemáticos intentos de liberarme.
Sin embargo, estu fue irás fácil de decidir que de llevar a la práctica. Unos cuantos tanteos previos me
revelaron que era muy poco lo que podría hacer, si no me movía bastante; y no me sorprendí cuando, tras
un forcejeo especialmente enérgico, empecé a notar que la cuerda empezaba a caer a mi alrededor y
encima de mí. Evidentemente, los beduinos habían notado mis movimientos, y habían soltado el extremo
de la cuerda; sin duda habían echado a correr hacia la entrada del templo para esperarme con intenciones
homicidas.
La perspectiva no era halagüieña..., pero peores situaciones había arrostrado sin pestañear, en otras
ocasiones, y no lo haría ahora. Por lo pronto, debía librarme de las ligaduras y, luego, confiar en mi
ingenio para escapar del templo sin daño. Es curioso cuán absolutamente había llegado a creerme en el
viejo templo de Kefrén, próximo a la Esfinge, a escasa distancia de la superficie.
Tal creencia se me vino abajo, y rae volvieron todos los originales terrores de encontrarme en
profundidades preternaturales de misterio demoníaco a causa de una circunstancia que iba aumentando en
horror y en significación, aun cuando había trazado mi plan filosóficamente. He dicho que la cuerda, al
caer, se amontonaba sobre mí y a mi alrededor. Ahora notaba que el montón seguía creciendo como
ninguna cuerda de longitud normal podía abultar. Aumentó también su ímpetu, y se convirtió en una
avalancha de cáñamo que crecía prodigiosamente, medio sepultándome bajo sus vueltas cada vez más
numerosas. No tardé en quedar completamente enterrado, respirando con dificultad conforme las
circunvoluciones me sumergían y ahogaban.
Mis sentidos vacilaron otra vez, y traté inútilmente de desembarazarme de aquella tortura mayor de
cuanto puede soportar el ser humano; no era sólo la sensación de que se me escapaban la vida y el aliento
poco a poco, sino lo que aquella prodigiosa longitud de cuerda suponía y la conciencia de los
desconocidos e incalculables abismos subterráneos que debían estar rodeándome en ese momento. Mi
interminable descenso y balanceo por aquel ámbito espectral habían sido reales entonces, y ahora debía de
encontrarme tendido e imposibilitado en una región desconocida de cavernas próximas al corazón del
planeta. La confirmación de semejante horror me resultó insoportable, y por segunda vez me sumí en una
misericordiosa inconsciencia.
Al decir inconsciencia no me refiero a que me vi libre de sueños. Al contrario, mi separación del mundo
consciente estuvo marcada por visiones de indecible atrocidad. ¡Dios!... ¡Ojalá no hubiera leído tanta
egiptología antes de ir a ese país, fuente de toda tenebrosidad y terror! Este segundo desvanecimiento
permitió que irrumpiese en mi mente dormida la escalofriante comprensión del país y de sus arcaicos
secretos; y por alguna detestable casualidad, mis sueños giraron en torno a antiguas concepciones sobre
los muertos y la pervivencia de sus cuerpos y sus almas más allá de esas tumbas misteriosas que eran más
casas que sepulturas Recordé —en formas oníricas que me alegro de haber olvidado— el singular y
complicado trazado de los sepulcros de Egipto, así como las doctrinas extrañísimas y terribles que
determinaban dicha construcción.
En lo único que pensaban esas gentes era en la muerte y en los muertos. Imaginaban una resurrección
literal del cuerpo que les impulsaba a momificarlo con extremo cuidado, y a conservar los órganos vitales
en vasos canopes que depositaban junto al cadáver; pero además de creer en el cuerpo, creían en otros dos
elementos: en el alma, que después de pesada y aprobada por Osiris moraba en la tierra de los
bienaventurados, y en el oscuro y portentoso ka, o principio vital, que vagaba por los mundos superior e
inferior de manera horrible, pidiendo de cuando en cuando que se le permitiese retornar al cuerpo
preservado, consumiendo las ofrendas de alimento hechas por los sacerdotes y los piadosos familiares en
la capilla mortuoria, y —según murmuraban los hombres— tomando a veces posesión de su cuerpo o de
su réplica en madera, siempre enterrada junto a él, para salir, malévolo, a ejecutar ciertas misiones
especialmente repugnantes.
Durante miles de años, estos cuerpos descansaban espléndidamente encerrados, con la vidriosa mirada
vuelta hacia arriba cuando no eran visitados por el ka, en espera del día en que Osiris les restituyese el ka
y el alma, e hiciese salir a las rígidas legiones de muertos de las sepultadas casas del sueño. Sería un
glorioso renacimiento; pero no todas las almas recibirían la aprobación, ni todas las tumbas
permanecerían invioladas; de manera que cabía esperar errores grotescos y diabólicas anormalidades.
Aún hoy los árabes murmuran sobre impías reuniones y cultos insanos en olvidados abismos inferiores
que sólo los alados kas invisibles y las momias sin alma pueden visitar y regresar después indemnes.
Quizá las leyendas más aterradoras son aquellas que hacen referencia a ciertos productos perversos del
clericalismo decadente: las momias compuestas, resultantes de la unión artificial de troncos y miembros
humanos con cabezas de animales, a imitación de los dioses antiguos. En todas las etapas de la historia se
momificaron animales sagrados, para que los toros, gatos, ibis, cocodrilos y demás animales sagrados
pudieran retornar un día a una gloria mayor. Pero sólo en la decadencia llegaron a mezclar lo humano y lo
animal en un mismo cuerpo momificado.., sólo en la decadencia; cuando ya no supieron distinguir cuáles
eran los derechos del ka y las prerrogativas del alma.
No se dice qué ocurrió con esas momias compuestas —al menos públicamente—, y es cierto que ningún
egiptólogo ha encontrado jamás ninguna. Los rumores de los árabes son extravagantes y nada de fiar. Han
llegado incluso a decir que el viejo Kefrén — el de la Esfinge, la segunda pirámide y el templo-entrada—
vive en las profundidades del subsuelo, desposado con la horrible reina Nitocris, y que ejerce su dominio
sobre las momias que no son ni de hombre ni de bestia.
Con todo esto —con Kefrén y su consorte, y con los extraños ejércitos de muertos híbridos--- fue con lo
que soñé; y por esa razón me alegro de que se hayan desvanecido de mi memoria las formas exactas de
los seres soñados. La visión más horrible se relacionaba con una cuestión que me había formulado a mí
mismo despreocupadamente el día anterior, mientras contemplaba el gran enigma esculpido del desierto,
preguntándome con qué ignoradas profundidades podía estar secretamente comunicado el templo que
tenía cerca. Esta pregunta, entonces inocente y peregrina, adoptó en mis sueños un significado de
frenética e histérica locura... ¿Qué inmensa y repugnante anormalidad se intentó representar
originalmente al esculpir la imagen de la Esfinge?
Mi segundo despertar — si es que desperté— constituye un recuerdo absolutamente atroz que ninguna
experiencia de mi vida — salvo una cosa que me ocurrió después— ha podido igualar; y eso teniendo en
cuenta que mi vida ha sido más azarosa que la de la mayoría de los hombres. Téngase en cuenta que había
perdido el conocimiento bajo la cascada de cuerda que me cayó encima, cuya inmensa longitud indicaba
que la profundidad en la que me encontraba era impresionante. Ahora bien, al recobrarme noté que el
peso entero había desaparecido; y al darme la vuelta me di cuenta de que, aunque seguía atado, amordazado
y con la venda en los ojos, alguien había retirado completamente el asfixiante alud de cáñamo que
me había sepultado. El significado ele esta situación, naturalmente, se me reveló de manera gradual; pero,
aun así, creo que me habría sumido en la inconsciencia otra vez de no encontrarme en esos momentos en
un estado de agotamiento emocional tan grande que me tenía sin cuidado cualquier nuevo horror. Estaba
solo... ¿con qué?
Antes de que pudiera torturarme con ninguna nueva reflexión, ni hacer ningún nuevo esfuerzo por
librarme de mis 1igaduras, otra circunstancia se puso de manifiesto. Unos dolores que previamente no
había experimentado me laceraban ahora los brazos y las piernas, y me sentía cubierto de abundante
sangre seca; mucha más de la que mis anteriores cortes y rozaduras podían haberme hecho derramar.
Notaba el pecho traspasado por un centenar de heridas, como si un ibis gigantesco y maligno me lo
hubiese picoteado. Evidentemente, el ser que me había quitado la cuerda era hostil, y había empezado a
infligirme terribles heridas hasta que, sin duda, algo le hizo desistir. Sin embargo, mi reacción en aquel
momento fue la opuesta a la que cabía esperar. En vez de hundirme en un abismo de desesperación, sentí
renacer en mí nuevos ánimos y deseos de actuar; porque ahora percibía que las fuerzas malignas eran
seres físicos a los que un hombre sin miedo podría hacer frente en un plano de igualdad.
Movido por la fuerza de este pensamiento, tiré otra vez de mis ligaduras, y recurrí a todo el arte de una
vida profesional para liberarme, como había hecho frecuentemente en medio del resplandor de los focos y
el aplauso de las multitudes. Los detalles familiares de mi procedimiento para escapar empezaron a
absorberme; y ahora que la larga cuerda había desaparecido, casi llegué a creer que los indecibles
horrores no eran al fin y al cabo sino alucinaciones, y que no existía ningún foso terrible, ningún abismo
insondable, ninguna cuerda interminable. ¿No estaría, después de todo, en el templo-entrada de Kefrén,
junto a la Esfinge, y no habrían entrado los árabes en secreto para torturarme una vez que me tuvieron allí
a su merced? En cualquier caso, debía escapar. ¡En cuanto estuviera de pie, desatado, sin la mordaza, y
con los ojos abiertos a cualquier resplandor de luz procedente de cualquier punto, podría disfrutar
verdaderamente del combate contra los malvados y traicioneros enemigos!
No sé cuánto tardé en arrancarme todas mis ataduras. Debió de ser mucho más que en mis actuaciones en
público, porque estaba herido, agotado debilitado por las experiencias que había soportado. Cuando
finalmente quedé libre, respirando a grandes bocanadas un aire frío, húmedo perversamente aromático,
tanto más horrible cuanto que me entraba ahora sin el filtro de las vendas de la boca y de los ojos, me
sentí demasiado entumecido y cansado para ponerme en seguida en acción. Permanecí tumbado, tratando
de estirar mi cuerpo tanto tiempo doblado y herido, y esforzando la vista a fin de captar alguna luz que me
orientase sobre mi situación.
Gradualmente, me fueron volviendo la fuerza y la flexibilidad; sin embargo, mis ojos no distinguían nada.
Al ponerme de pie, tambaleante, escruté en todas direcciones, pero no percibí más que una negrura de
ébano tan grande como si aún siguiera con los ojos vendados. Me toqué las piernas, cubiertas con una
costra de sangre bajo mis pantalones hechos jirones, y comprobé que podía caminar, aunque no sabía qué
dirección tomar. Desde luego, no debía ir al azar, y correr el riesgo de alejarme de la entrada que buscaba;
así que permanecí inmóvil con objeto de percibir la dirección de la corriente de aire frío, fétido y cargado
de olor a natrón, que en ningún momento había dejado de notar. Aceptando el punto de su procedencia
como la entrada al abismo, traté de seguir esa pista y caminar directamente hacia allí.
Solía llevar encima una caja de cerillas, e incluso una pequeña linterna eléctrica; pero, naturalmente,
habían vaciado los bolsillos de mi destrozada ropa de todos los artículos pesados. A medida que avanzaba
cautamente en la negrura, la corriente se hacía más fuerte y desagradable hasta que por último llegué a
considerarla ni más ni menos que una detestable corriente de vapor que brotaba de alguna abertura, como
el humo del genio encerrado en la botella del pescador del cuento oriental. Oriente..., Egipto..., ¡en
verdad, esta tenebrosa cuna de la civilización era siempre fuente de horrores y maravillas indecibles!
Cuanto más pensaba en la naturaleza de este viento de caverna, más grande era mi inquietud; porque si
bien, a pesar de su olor, había ido en busca de su origen considerándolo al menos como una clave
indirecta para salir al mundo exterior, ahora comprendí claramente que esta hedionda emanación no podía
tener mezcla ni relación alguna con el aire puro del desierto de Libia, sino que debía de ser esencialmente
una exhalación vomitada por los siniestros abismos inferiores, ¡y que estaba avanzando en la dirección
contraria!
Tras un momento de reflexión, decidí no desandar mis pasos. Si me apartaba de la corriente de aire, no
tendría puntos de referencia de ningún género, ya que el suelo relativamente plano de la roca carecía de
configuraciones discernibles. En cambio, si seguía la extraña corriente llegaría sin duda a algún tipo de
abertura, a partir de la cual quizá podía dar un rodeo, siguiendo las paredes, hasta el lado opuesto de este
recinto ciclópeo imposible de explorar de otro modo. Sabía que podía fracasar. Me daba cuenta de que no
estaba en ningún lugar del templo-entrada de Kefrén conocido de los turistas; tenía la impresión de que
dicho recinto era desconocido incluso por los arqueólogos, y que lo habían descubierto casualmente los
curiosos y malévolos árabes que me habían encerrado. De ser así, ¿habría alguna abertura de salida que
diera a las partes conocidas o al exterior?
¿Qué pruebas tenía yo, de todos modos, de que eso era el templo-entrada? Por un instante me volvieron a
la mente todas mis insensatas especulaciones, y pensé en aquella vívida mezcla de impresiones: el
descenso, la suspensión en el espacio, la cuerda, las heridas y los sueños que eran auténticamente tales.
¿Había llegado el final de mi vida? ¿Sería efectivamente misericordioso, si era éste el final? No lograba
encontrar respuesta a ninguna de mis preguntas, y seguí planteándome más y más, hasta que el Destino
me sumió por tercera vez en la inconsciencia.
En esta ocasión no tuve ningún sueño, ya que lo imprevisto del incidente me produjo tal impresión que
me privó de todo pensamiento consciente o subconsciente. Di un paso en falso al llegar a un peldaño
inesperado, en un punto en que la repugnante corriente de aire se volvía lo bastante fuerte como para
ofrecer una verdadera resistencia física, y caí de cabeza por un tramo de enormes escalones de piedra,
hacia un abismo de irremediable horror.
El que volviera a respirar de nuevo lo considero un tributo a la vitalidad inherente al organismo humano
que goza de salud. A menudo pienso en aquella noche y encuentro una nota de auténtico humor en
aquellas repetidas pérdidas del conocimiento; pérdidas del conocimiento cuya sucesión no me recordó
entonces Otra cosa que los toscos melodramas cinematográficos de la época. Naturalmente, es posible que
no llegara a perder la conciencia en ningún momento, y que todos los detalles de aquella pesadilla
subterránea fueran meramente sueños de un largo coma, que había empezado con el impacto de mi descenso
al abismo, y que terminó con el bálsamo saludable del aire exterior y el sol naciente que me
encontraron tendido en las arenas de Gizeh, ante el sardónico y arrebolado rostro de la gran Esfinge.
Prefiero creer en esta última explicación cuanto me sea posible; de ahí que me alegrara cuando la policía
me dijo que habían encontrado abierta la barrera que hay a la entrada del templo de Kefrén, y que,
efectivamente, había una grieta considerable hasta la superficie, en un rincón de la parte que aún
permanecía enterrada. Y también me alegré cuando los médicos declararon que mis heridas eran las que
cabía esperar tras haber sido atado, amordazado y descolgado; respondían a mis forcejeos por liberarme
mi caída desde cierta altura — quizá en una depresión de la galería interior del templo—, mi trayecto a
rastras hasta la barrera exterior, mi salida y demás incidentes por el estilo..., diagnóstico que resultaba
muy tranquilizador Y, sin embargo, sé que debe de haber algo más de lo que aparece a simple vista.
Tengo demasiado vívido en la me mona ese tremendo descenso para desecharlo, y es extraño que nadie
haya logrado encontrar al hombre que responde a la descripción de mí guía Abdul Reis el Drogman el
guía de la voz sepulcral, que se asemejaba al rey Kefrén y sonreía como él.
He hecho esta digresión respecto del relato, quizá en una vana esperanza de soslayar el incidente final; ese
incidente que, de todos, fue con más seguridad una alucinación. Pero he prometido contarlo, y no voy a
faltar a mi promesa Cuando me recobré — o creí recobrarme—, después de caer por aquella escalera de
piedra, me sentí tan solo y tan a oscuras como antes. El viento, que antes me había parecido nauseabundo,
era ahora de una fetidez demoníaca; no obstante, me había familiarizado lo bastante con él como para
soportarlo estoicamente. Aturdido, empecé a alejarme a rastras del lugar de donde surgía el viento
corrompido, y con manos sangrantes palpé los bloques colosales de un enorme pavimento. Una de las
veces mi cabeza tropezó contra un objeto duro, y al tocarlo descubrí que se trataba de la basa de una
columna: una columna de proporciones increíblemente inmensas, cuya superficie estaba cubierta de
jeroglíficos gigantescos cincelados, muy perceptibles al tacto.
Seguí arrastrándome, tropezando con más columnas titánicas, separadas entre sí a intervalos
incomprensibles, cuando de repente me llamó la atención algo que debió de impresionar mi subconsciente
antes de que mi oído consciente lo captara.
De algún abismo inferior de las entrañas de la tierra brotaba cierto rumor acompasado y definido, como
jamás había oído yo hasta entonces. Casi de manera intuitiva me di cuenta de que eran acordes muy
antiguos y claramente ceremoniosos, y mis lecturas sobre egiptología me hicieron asociarlos con la
flauta, el sambuke, el sistro y el tímpano. En sus sones y zumbidos, repiqueteos y percusiones noté una
calidad sobrecogedora que superaba todos los terrores conocidos de la tierra, una calidad singularmente
disociada del miedo personal, y que adquirió la forma de una eispecie de piedad objetiva hacia nuestro
planeta por cobijar en sus profundidades los horrores que yacían tras estas egipánicas cacofonías.
Aumentó el rumor de volumen y comprendí que se acercaba. Luego — y ojalá los dioses de todos los
panteones me impidan volver a escuchar nada semejante— empecé a oír débilmente, a lo lejos, las
pisadas milenarias de unos seres que avanzaban.
Era sobrecogedor que pisadas tan desiguales marcharan a un ritmo tan perfecto. Había, sin duda, un adiestramiento
de miles de años impíos tras aquella marcha de secretas monstruosidades de la tierra..
Avanzaban con paso quedo, sonoro, solemne, llano, ruidoso, pesado, arrastrado... al son de las detestables
discordancias de aquellos instrumentos burlescos. Entonces —¡ojalá me borre Dios del pensamiento el
recuerdo de esas leyendas árabes! —, las momias sin alma..., el punto de reunión de los kas errabundos...
las hordas de muertos faraónicos condenados durante cuarenta siglos..., las momias compuestas, guiadas a
través de las inmensas oquedades de ónice por el rey Kefrén y su reina necrófaga Nitocris..
Las pisadas se acercaban. ¡Que el cielo me libre del rumor de aquellos pies y zarpas y pezuñas y patas y
garras, cuando comenzaron a hacerse discernibles! En una ilimitada extensión de tenebroso pavimento
parpadeó un destello de luz en medio del viento maloliente, y me oculté detrás del enorme cilindro de una
columna ciclópea a fin de escapar por un momento al horror que se acercaba despacio, con millones de
pies, recorriendo gigantescas estancias hipóstilas de inhumano pavor y fóbica antigüedad. Aumentaron los
parpadeos, y crecieron las pisadas y el ritmo disonante alcanzando proporciones pavorosas. Al temblor de
la luz anaranjada surgió débilmente una escena tan aterradora que abrí la boca dominado por un asombro
que me hizo olvidar el miedo y la repugnancia que sentía. Basas de columnas cuyos fustes llegaban hasta
más allá de donde alcanzaba la vista..., basas junto a las cuales la Torre Eiffel parecería insignificante...,
jeroglíficos tallados por manos inimaginables en cavernas donde la luz del día sólo era una leyenda
remota...
No miraría a aquellos seres que avanzaban. Lo decidí desesperadamente al oír el crujir de articulaciones y
el resollar nitroso por encima de la música de los muertos y las pisadas de los muertos. Era misericordioso
que no hablaran..., pero, ¡Dios mío!, sus locas antorchas empezaban a arrojar sombras sobre aquellas
tremendas columnas. Los hipopótamos no deberían tener manos humanas, ni portar antorchas..., y los
hombres no deberían tener cabeza de cocodrilo...
Traté de apartar la mirada, pero las sombras y los sonidos y el hedor lo invadían todo. Entonces recordé
algo que solía hacer yo de pequeño, cuando tenía una pesadilla y estaba semiconsciente, y empecé a
repetirme: « ¡Es un sueño! ¡Es un sueño!» Pero no sirvió de nada; y sólo me quedó el recurso de cerrar los
ojos y rezar..., al menos, es o es lo que creo que hice, ya que uno nunca está seguro durante las visiones;
porque sé que fue eso y nada más. Me preguntaba si volvería al mundo de nuevo, y a veces abría los ojos
furtivamente para ver si lograba distinguir algún detalle del lugar, aparte del viento cargado de aroma y
putrefacción, de las columnas interminables y de las sombras que creaban horrores abominables y
anormales. El resplandor chisporroteante de una multitud de antorchas brillaba ahora, y a menos que este
lugar. infernal careciese de muros, no podía tardar en descubrir algún tipo de limite o señal. Pero tuve que
cerrar los ojos otra vez, al darme cuenta de la cantidad de seres que se estaban congregando..., y discernir
algo que caminaba solemne y decidido, sin cuerpo de cintura para arriba.
Un infernal, ululante gorgoteo o estertor de muerte rasgó entonces el ambiente — un ambiente putrefacto
y ponzoñoso que hedía a nafta y a chorros de betún— brotando del coro concertado de la legión macabra
que formaban aquellas híbridas blasfemias. Mis ojos, perversamente abiertos, contemplaron por un
instante una visión que ninguna criatura humana sería capaz de imaginar siquiera sin estremecerse de
pánico y perder el conocimiento. Los seres que habían desfilado ceremoniosamente en la dirección del
viento hediondo hacia donde el resplandor de las antorchas mostraba sus cabezas inclinadas, o las cabezas
de quienes las tenían, se estaban postrando en actitud de adoración ante una gran abertura negra de la que
brotaba la fetidez, tan alta que casi se perdía de vista y la cual, según pude ver, estaba flanqueada por dos
escalinatas gigantescas en ángulo recto cuyo coronamiento se perdía en las sombras... Una de ellas,
evidentemente, era la escalinata por la que yo había caído.
Las dimensiones de la abertura estaban en total proporción con las de las columnas: una casa normal se
habría perdido en su interior, y cualquier edificio público de tamaño ordinario podría haber sido
desplazado a través de ella con toda holgura. Era tan grande el espacio de su vano, que sólo moviendo la
vista podía abarcar sus contornos; y era inmenso, espantosamente negro, y aromáticamente pestilente... Y
delante de esa entrada digna de Polifemo, aquellos seres arrojaban cosas, ofrendas religiosas o sacrificios,
evidentemente, a juzgar por sus gestos, Kefrén estaba a la cabeza de todos ellos: el sonriente rey Kefrén, o
el guía Abdul Reis, coronado con su pshent de oro, y entonando fórmulas interminables con la voz
cavernosa de los muertos. A su lado estaba arrodillada la hermosa reina Nitocris, a la que vi de perfil un
instante, y noté que la mitad derecha de su rostro estaba devorada por las ratas u otros seres necrófagos.
Pero cerré los ojos otra vez, al ver qué era lo que arrojaban como ofrendas a la fétida abertura, o a su
posible deidad particular.
Se me ocurrió que, a juzgar por lo complicado de este ritual, la deidad oculta debía de ser sumamente
poderosa. ¿Se trataría de Osiris o Isis, de Horus o Annubis, o acaso de algún desconocido dios de los
Muertos aún más importante y supremo? Existe una leyenda que habla de la erección de terribles y
colosales altares a un Ser Desconocido antes de que fueran adorados los dioses conocidos...
Y ahora, mientras me esforzaba en observar las adoraciones sepulcrales y extáticas de aquellos seres
innominados, se me ocurrió de repente la idea de cómo huir. El recinto estaba oscuro, y las columnas
envueltas en sombras. Con todas las criaturas que componían aquella multitud de pesadilla inmersas en
arrobada y espantosa adoración tenía alguna posibilidad de cruzar secretamente hacia una de las
escalinatas y subir sin que me vieran, confiando en el Destino y en mi habilidad para evadirme, después,
de las regiones superiores. No sabía —ni había pensado seriamente— dónde estaba, y por un momento
me resultó divertido planear en serio una fuga de lo que sabía que era un sueño. ¿Me encontraba en una
región oculta e insospechada del templo-entrada de Kefrén..., de ese templo que durante generaciones han
llamado de manera persistente el Templo de la Esfinge? No podía hacer conjeturas, pero decidí subir a la
vida y a la conciencia, si lograba hacer valer mi ingenio y mis músculos.
Aplastándome boca abajo, inicié el ansioso recorrido hacia la escalinata de la izquierda, que me pareció la
más cercana de las dos. No puedo describir los incidentes y sensaciones que experimenté durante esa
marcha lenta y arrastrada, pero pueden adivinarse si se piensa en lo que tuve que vigilar estrechamente a
la luz maligna de las antorchas agitadas por el viento, a fin de evitar que me descubriesen. Como he
dicho, el pie de la escalinata estaba sumido en sombras, ya que subía recta hasta el rellano vertiginoso,
protegido por un antepecho que se alzaba sobre la titánica abertura. Esto situaba la última etapa de mi
ascensión a cierta distancia de la repugnante multitud, cuya visión me producía escalofríos, aunque la
tenía lejos, a mi derecha.
Por fin, conseguí llegar a la escalinata y empecé a subir, manteniéndome pegado al muro — en el que
observé que había decoraciones de la más espantosa naturaleza - y confiando en el interés extático y
absorto con que las monstruosidades miraban la abertura de hálito corrompido y el impío alimento que
habían arrojado al pavimento, a su umbral. La escalinata era enorme y empinada, construida con enormes
bloques de pórfido, como para unos pies de gigante, y la ascensión parecía prácticamente interminable. El
miedo a que me descubrieran, y el dolor que el renovado ejercicio había despertado en todas mis heridas,
se combinaron para hacer de esa ascensión un recuerdo de agónica memoria. Me había propuesto, cuando
llegara al rellano, seguir subiendo inmediatamente por cualquier escalera que ascendiese a partir de allí,
sin detenerme a echar una última mirada a las abominaciones de carroña que manoteaban y se
arrodillaban unos setenta u ochenta pies más abajo... Sin embargo, cuando ya casi había alcanzado el final
de la escalera, se elevó una súbita repetición de aquel atronador gorgoteo o estertor de cadáveres; su
cadencia de ceremonial me indicó que no había peligro alguno de que me descubrieran, así que me detuve
y me asomé cautamente por encima del antepecho.
Las monstruosidades saludaban en este instante a alguien que había salido de la nauseabunda abertura
para apoderarse del horrible alimento ofrecido. Era un ser tremendamente pesado, aun visto desde mi
altura; un ser amarillento y peludo, dotado de una especie de movimiento nervioso. Era enorme, quizá
como un hipopótamo de grandes proporciones, aunque con una forma muy singular. Parecía no tener
cuello, sino cinco cabezas peludas que emergían en fila de un tronco rudimentariamente cilíndrico; la
primera era muy pequeña, la segunda de tamaño regular, la tercera y la cuarta eran iguales y parecían las
más grandes de todas; la quinta era más pequeña, aunque no tanto como la primera.
De estas cabezas salían a la velocidad del dardo unos tentáculos curiosos y rígidos que atrapaban
codiciosamente enormes cantidades del indescriptible alimento arrojado ante la abertura. De cuando en
cuando, el ser aquel saltaba y retrocedía a su madriguera de muy curiosa manera. Su forma de locomoción
era tan inexplicable que me quedé observando fascinado, con el deseo de que se alejara algo más del
cavernoso agujero que tenía debajo de mí.
Y entonces salió... Salió, y ante aquella visión, di media vuelta y huí hacia la negrura de la parte superior
de la escalinata que ascendía a mi espalda; huí atropelladamente hacia arriba por increíbles peldaños y
escalas y rampas, por donde ninguna visión humana ni lógica podían guiarme, y que debo relegar al
mundo de los sueños por falta de confirmación Debió de ser un sueño; de lo contrario, el amanecer jamás
me habría sorprendido respirando en las arenas de Gizeh, ante el rostro sardónico y arrebolado de la gran
Esfinge.
¡La gran Esfinge! ¡Dios!… ¡Aquella pregunta peregrina que me había hecho yo la mañana anterior
bendecida por el sol: ¿ qué inmensa y repugnante anormalidad representó la Esfinge originalmente
esculpida? Maldita sea la visión, sea sueño o no, que me reveló ese supremo horror, ese desconocido dios
de los Muertos que se lame su hocico colosal en el abismo insospechado, y se alimenta de los espantosos
pedazos que le ofrendan unas inmundas absurdidades que no debieran existir. El monstruo de cinco
cabezas que emergió..., aquel monstruo de cinco cabezas, del tamaño de un hipopótamo..., el monstruo de
cinco cabezas... y aquel otro del que no era más que la zarpa delantera...
Pero he sobrevivido, y sé que sólo ha sido un sueño.
_
___________________________________
Este relato lo escribió H. P. Lovecraft por encargo dc Harry Houdini (1874-1926), cuyo verdadero nombre era Erich
Weiss, de Appleton, Wisconsin, y tomó su nombre artístico del gran ilusionista francés Jean Eugene Robert-Houdin
(1805-1871). Durante mucho años fue escapista sin par y famoso por sus denuncias de los fraudes espiritistas. Este
relato, escrito por H. P. Lovecraft, apareció por primera vez en Weird Tales en mayo de 1924, y fue reeditado
posteriormente en el número de julio de 1939.
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Etiquetas: egipto, encerrado con los faraones, horror, houdini, lovecraft, terror
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