CHICKAMAUGA
Ambrose Bierce
Ambrose Bierce
_
En una tarde soleada de otoño, un niño perdido en el campo, lejos de su rústica
vivienda, entró en un bosque sin ser visto. Sentía la nueva felicidad de escapar a toda
vigilancia, de andar y explorar a la ventura, porque su espíritu, en el cuerpo de sus
antepasados, y durante miles y miles de años, estaba habituado a cumplir hazañas
memorables en descubrimientos y conquistas: victorias en batallas cuyos momentos
críticos eran centurias, cuyos campamentos triunfales eran ciudades talladas en
peñascos. Desde la cuna de su raza, ese espíritu había logrado abrirse camino a
través de dos continentes y después, franqueando el ancho mar, había penetrado en
un terreno donde recibió como herencia la guerra y el poder.
Era un niño de seis años, hijo de un pobre plantador. Este, durante su primera
juventud, había sido soldado, había luchado en el extremo sur. Pero en la existencia
apacible del plantador, la llama de la guerra había sobrevivido; una vez encendida,
nunca se apagó. El hombre amaba los libros y las estampas militares, y el niño las
había comprendido lo bastante para hacerse un sable de madera que el padre mismo,
sin embargo, no hubiera reconocido como tal. Ahora llevaba este sable con gallardía,
como conviene al hijo de una raza heroica, y separaba de tiempo en tiempo en los
claros soleados del bosque para asumir, exagerándolas, las actitudes de agresión y
defensa que le fueron enseñadas por aquellas estampas. Enardecido por la facilidad
con que echaba por tierra a enemigos invisibles que intentaban detenerlo, cometió el
error táctico bastante frecuente de proseguir su avance hasta un extremo peligroso, y
se encontró por fin al borde de un arroyo, ancho pero poco profundo, cuyas rápidas
aguas le impidieron continuar adelante, a la caza de un enemigo derrotado que
acababa de cruzarlo con ilógica facilidad. Pero el intrépido guerrero no iba a dejarse
amilanar; el espíritu de la raza que había franqueado el ancho mar ardía, invencible,
dentro de aquel pecho menudo, y no era sencillo sofocarlo. En el lecho del río
descubrió un lugar donde había algunos cantos rodados, espaciados a un paso o a un
brinco de distancia; gracias a ellos pudo atravesarlo, cayó de nuevo sobre la
retaguardia de sus enemigos imaginarios, y los pasó a todos a cuchillo.
Ahora, una vez ganada la batalla, la prudencia exigía que se replegara sobre la
base de sus operaciones. ¡Ay!, como tantos otros conquistadores más grandes que él,
como el más grande de todos, no podía ni refrenar su sed de guerra ni comprender
que el más afortunado no puede tentar al Destino. De pronto, mientras avanzaba
desde la orilla, se encontró frente a un nuevo y formidable adversario. A la vuelta de
un sendero, con las orejas tiesas y las patas delanteras colgantes, muy erguido, estaba
sentado un conejo. El niño lanzó una exclamación de asombro, dio media vuelta y
escapó sin saber qué dirección tomaba, llamando a su madre con gritos inarticulados,
llorando, tropezando, con su tierna piel cruelmente desgarrada por las zarzas, su
corazoncito palpitando de terror, sin aliento, enceguecido por las lágrimas, perdido
en el bosque. Después, durante más de una hora, sus pies vagabundos lo llevaron a
través de malezas inextricables, y por fin, rendido de cansancio, se acostó en un
estrecho espacio entre dos rocas a pocas yardas del río. Allí, sin dejar de apretar su
sable de madera, que no era ya para él un arma sino un compañero, se durmió a
fuerza de sollozos. Encima de su cabeza, los pájaros del bosque cantaban
alegremente, las ardillas, castigando el aire con el esplendor de sus colas, chillaban y
corrían de árbol en árbol, ignorando al niño lastimero, y en alguna parte, muy lejos,
gruñía un trueno, extraño y sordo, como si las perdices redoblaran para celebrar la
victoria de la naturaleza sobre el hijo de aquellos que, desde tiempos inmemoriales,
la han reducido a la esclavitud. Y del otro lado, en la pequeña plantación, donde
hombres blancos y negros, llenos de alarma, buscaban afiebradamente en los campos
y los cercos, una madre tenía el corazón destrozado por la desaparición de su hijo.
Pasaron las horas y el pequeño durmiente se levantó. La frescura de la tarde
transía sus miembros; el temor a las tinieblas, su corazón. Pero había descansado y
no lloraba más. Impulsado a obrar por un impulso ciego, se abrió camino a través de
las malezas que lo rodeaban hasta llegar a un extremo más abierto: a su derecha, el
arroyo; a su izquierda, una suave pendiente con unos pocos árboles; arriba, las
sombras cada vez más densas del crepúsculo. Una niebla tenue, espectral, a lo largo
del agua, le inspiró miedo y repugnancia; en lugar de atravesar el arroyo por
segunda vez en la dirección en que había venido, le dio la espalda y avanzó hacia el
bosque sombrío que lo cercaba. Súbitamente, ante sus ojos, vio desplazarse un objeto
extraño que tomó al principio por un enorme animal: perro, cerdo, no lo sabía; quizá
fuera un oso. Había visto imágenes de osos y, no abrigando temor hacia ellos, había
deseado vagamente encontrar uno. Pero algo en la forma o en el movimiento de
aquel objeto, algo torpe en su andar, le dijo que no era un oso; el miedo refrenó la
curiosidad, y el niño se detuvo. Sin embargo, a medida que la extraña criatura
avanzaba con lentitud, aumentó su coraje porque advirtió que no tenía, al menos, las
orejas largas y amenazadoras del conejo. Quizá su espíritu impresionable era
consciente a medias de algo familiar en ese andar vacilante, ingrato. Antes de que se
hubiera acercado lo suficiente para disipar sus dudas, vio que la criatura era seguida
por otra y otra y otra. Y había muchas más a derecha e izquierda: el campo abierto
que lo rodeaba hormigueaba de aquellos seres, y todos avanzaban hacia el arroyo.
Eran hombres. Trepaban con las manos y las rodillas. Algunos sólo usaban las
manos, arrastrando las piernas; otros, sólo las rodillas, y los brazos colgaban, inútiles,
de cada lado. Trataban de ponerse en pie, pero se abatían en el curso de su esfuerzo,
el rostro contra la tierra. Nada hacían normalmente, nada hacían de igual manera,
salvo esa progresión pie por pie en el mismo sentido. Una por uno, dos por dos, en
pequeños grupos, continuaban avanzando en la penumbra; a veces, algunos hacían
un alto, otros se les adelantaban, arrastrándose con lentitud, y aquellos, entonces,
reanudaban el movimiento. Llegaban por docenas y por centenares; se extendían a
derecha e izquierda hasta donde podía escrutarse en la oscuridad creciente, y el
bosque negro detrás de ellos parecía interminable. El suelo mismo parecía
desplazarse hacia el arroyo. De tiempo en tiempo, uno de aquellos que habían hecho
un alto no reanudaba su camino y yacía inmóvil: estaba muerto. Algunos se detenían
y gesticulaban de manera extraña: levantaban los brazos y los dejaban caer de nuevo,
se tomaban la cabeza con ambas manos, extendían sus palmas hacia el cielo como
hacen ciertos hombres durante las plegarias que dicen en común.
El niño no reparó en todos estos detalles que sólo hubiera podido advertir un
espectador de más edad. Sólo vio una cosa: eran hombres, y sin embargo se
arrastraban como niñitos. Eran hombres, nada tenían pues de terrible, aunque
algunos llevaran vestimentas que desconocía. Caminó libremente en medio de ellos,
mirándolos de cerca con infantil curiosidad. Los rostros de todos eran singularmente
pálidos; muchos estaban cubiertos de rastros y gotas rojas. Esto, unido a sus actitudes
grotescas, les recordó al payaso pintarrajeado que había visto en el circo el verano
anterior, y se puso a reír al contemplarlos. Pero esos hombres mutilados y
sanguinolentos no dejaban de avanzar, sin advertir, al igual que el niño, el dramático
contraste entre la risa de éste y su propia y horrible gravedad. Para el niño era un
espectáculo cómico. Había visto a los negros de su padre arrastrarse sobre las manos
y las rodillas para divertirlo: en esta posición los había montado, «haciendo creer»
que los tomaba por caballos. Y entonces se aproximó por detrás a una de esas formas
rampantes, y después, con un ágil movimiento, se le sentó a horcajadas. El hombre se
desplomó sobre el pecho, recuperó el equilibrio, furiosamente, hizo caer redondo al
niño como hubiera podido hacerlo un potrillo salvaje y después volvió hacia él un
rostro al que le faltaba la mandíbula inferior; de los dientes superiores a la garganta,
se abría un gran hueco rojo franjeado de pedazos de carne colgante y de esquirlas de
hueso. La saliente monstruosa de la nariz, la falta de mentón, los ojos montaraces,
daban al herido el aspecto de un gran pájaro rapaz con el cuello y el pecho
enrojecidos por la sangre de su presa. El hombre se incorporó sobre las rodillas. El
niño se puso de pie. El hombre lo amenazó con el puño. El niño, por fin aterrorizado,
corrió hasta un árbol próximo, se guareció detrás del tronco, y después encaró la
situación con mayor seriedad. Y la siniestra multitud continuaba arrastrándose, lenta,
dolorosa, en una lúgubre pantomima, bajando la pendiente como un hormigueo de
escarabajos negros, sin hacer jamás el menor ruido, en un silencio profundo,
absoluto.
En vez de oscurecerse, el hechizado paisaje comenzó a iluminarse. Más allá del
arroyo, a través de la cintura de árboles, brillaba una extraña luz roja sobre la cual se
destacaba el negro encaje de las ramas; golpeaba las siluetas rampantes y proyectaba
sobre ellas monstruosas sombras que caricaturizaban sus movimientos en la hierba
iluminada; caía en sus rostros, teñía su palidez de un color bermellón, acentuando las
manchas que distorsionaban y maculaban a tantos de ellos, y centelleaba sobre los
botones y las partes metálicas de sus ropas. Por instinto, el niño se volvió hacia aquel
esplendor siempre creciente, y bajó la colina con sus horribles compañeros; en pocos
instantes, había pasado al primero de la multitud, hazaña fácil dada su manifiesta
superioridad sobre todos. Se colocó a la cabeza, el sable de madera siempre en la
mano, y dirigió la marcha, adaptando su andar al de ellos, solemne, volviéndose de
vez en cuando para verificar que sus fuerzas no quedaban atrás. A buen seguro,
nunca un jefe tuvo semejante séquito.
Esparcidos por el terreno que enangostaba lentamente aquella marcha atroz de
la multitud hacia el agua, había algunos objetos que no provocaban ninguna
asociación de ideas significativa en el espíritu del jefe: en algunos lugares, una manta
enrollada a lo largo, con las dos puntas atadas por una cuerda; aquí, una pesada
mochila de soldado; allá, un fusil roto; en suma, esos desechos que se encuentran en
la retaguardia de las tropas en retirada, jalonando la pista de los vencidos que han
huido de sus perseguidores. En todos lados junto al arroyo, bordeado en aquel sitio
por tierras bajas, el suelo había sido hollado y transformado en lodo por los pies de
los hombres y los cascos de los caballos. Un observador más experimentado habría
advertido que esas huellas iban en ambas direcciones; dos veces habían pasado por el
terreno: avanzando, retrocediendo. Algunas horas antes, aquellos heridos sin
esperanza habían penetrado en el bosque por millares, en compañía de sus
camaradas más felices, muy lejos ahora. Sus batallones sucesivos, dispersándose en
enjambres y reformándose en líneas, habían desfilado junto al niño dormido, por
poco lo habían pisoteado en su sueño. El ruido y el murmullo de su marcha no lo
habían despertado. Casi a la distancia de un hondazo del lugar en que estaba
acostado, habían librado batalla; pero el niño no había oído el estruendo de los
fusiles, el estampido de los cañones, «la voz tonante de los capitanes y los clamores».
Había dormido durante casi todo el combate, apretando contra su pecho el sable de
madera, quizá por inconsciente simpatía hacia el conjunto marcial que lo rodeaba,
pero tan insensible a la magnificencia de la lucha como a los caídos que allí habían
muerto para hacerla gloriosa. Más allá de los árboles, del otro lado del arroyo, ahora
el fuego se reflejaba sobre la tierra desde lo alto de su bóveda de humo y bañaba todo
el paisaje, transformando en vapor dorado la línea sinuosa de la niebla. Sobre el agua
brillaban anchas manchas rojas, y rojas eran igualmente casi todas las piedras que
emergían. Pero sobre aquellas piedras había sangre: los heridos menos graves las
habían maculado al pasar. Gracias a ellas, también, el niño cruzó el arroyo a paso
rápido; iba hacia el fuego. Una vez en la otra orilla, se volvió para mirar a sus
compañeros de marcha. La vanguardia llegaba al arroyo. Los más vigorosos se
habían arrastrado hasta el borde y habían hundido el rostro en el agua. Tres o cuatro,
que yacían inmóviles, parecían no tener ya cabeza. Ante ese espectáculo, los ojos del
niño se dilataron de asombro; por hospitalario que fuera su espíritu, no podía aceptar
un fenómeno que implicara pareja vitalidad. Después de haber abrevado su sed,
aquellos hombres no habían tenido fuerzas para retroceder ni mantener sus cabezas
por encima del agua: se habían ahogado. Detrás de ellos, los claros del bosque
permitieron ver al jefe, como al principio de su marcha, innumerables e informes
siluetas. Pero no todas se movían. El niño agitó su gorra para animarlas y, sonriendo,
señaló con el sable de madera en dirección a la claridad que lo guiaba, columna de
fuego de aquel extraño éxodo.
Confiando en la fidelidad de sus compañeros, penetró en la cintura de árboles,
la franqueó fácilmente, a la luz roja, escaló una empalizada, atravesó corriendo un
campo, volviéndose de tiempo en tiempo para coquetear con su obediente sombra, y
de tal modo se aproximó a las ruinas de una casa en llamas. Por doquiera, la
desolación. A la luz del inmenso brasero, no se veía un ser viviente. No se preocupó
por ello. El espectáculo le gustaba y se puso a bailar de alegría como bailaban las
llamas vacilantes. Corrió aquí y allá para recoger combustibles, pero todos los objetos
que encontraba eran demasiado pesados y no podía arrojarlos al fuego, dada la
distancia que le imponía el calor. Desesperado, lanzó su sable a la hoguera: se rendía
ante las fuerzas superiores de la naturaleza. Su carrera militar había terminado.
Como cambiara de lugar, detuvo la mirada en algunas dependencias cuyo
aspecto era extrañamente familiar: tenía la impresión de haber soñado con ellas. Se
puso a reflexionar, sorprendido, y de pronto la plantación entera, con el bosque que
la rodeaba, pareció girar sobre su eje. Vaciló su pequeño universo, se trastocó el
orden de los puntos cardinales. ¡En los edificios en llamas reconoció su propia casa!
Durante un instante quedó estupefacto por la brutal revelación. Después se
puso a correr en torno a las ruinas. Allí, plenamente visible a la luz del incendio,
yacía el cadáver de una mujer: el rostro pálido vuelto al cielo, las manos extendidas,
agarrotadas y llenas de hierba, las ropas en desorden, el largo pelo negro,
enmarañado, cubierto de sangre coagulada; le faltaba la mayor parte de la frente, y
del agujero desgarrado salía el cerebro que desbordaba sobre las sienes, masa gris y
espumosa coronada de racimos escarlata obra de un obús. El niño hizo ademanes
salvajes e inciertos. Lanzó gritos inarticulados, indescriptibles, que hacían pensar en
los chillidos de un mono y en los cloqueos de un ganso, sonido atroz, sin alma,
maldito lenguaje del demonio. El niño era sordomudo.
Después permaneció inmóvil, los labios temblorosos, los ojos fijos en las ruinas.
En una tarde soleada de otoño, un niño perdido en el campo, lejos de su rústica
vivienda, entró en un bosque sin ser visto. Sentía la nueva felicidad de escapar a toda
vigilancia, de andar y explorar a la ventura, porque su espíritu, en el cuerpo de sus
antepasados, y durante miles y miles de años, estaba habituado a cumplir hazañas
memorables en descubrimientos y conquistas: victorias en batallas cuyos momentos
críticos eran centurias, cuyos campamentos triunfales eran ciudades talladas en
peñascos. Desde la cuna de su raza, ese espíritu había logrado abrirse camino a
través de dos continentes y después, franqueando el ancho mar, había penetrado en
un terreno donde recibió como herencia la guerra y el poder.
Era un niño de seis años, hijo de un pobre plantador. Este, durante su primera
juventud, había sido soldado, había luchado en el extremo sur. Pero en la existencia
apacible del plantador, la llama de la guerra había sobrevivido; una vez encendida,
nunca se apagó. El hombre amaba los libros y las estampas militares, y el niño las
había comprendido lo bastante para hacerse un sable de madera que el padre mismo,
sin embargo, no hubiera reconocido como tal. Ahora llevaba este sable con gallardía,
como conviene al hijo de una raza heroica, y separaba de tiempo en tiempo en los
claros soleados del bosque para asumir, exagerándolas, las actitudes de agresión y
defensa que le fueron enseñadas por aquellas estampas. Enardecido por la facilidad
con que echaba por tierra a enemigos invisibles que intentaban detenerlo, cometió el
error táctico bastante frecuente de proseguir su avance hasta un extremo peligroso, y
se encontró por fin al borde de un arroyo, ancho pero poco profundo, cuyas rápidas
aguas le impidieron continuar adelante, a la caza de un enemigo derrotado que
acababa de cruzarlo con ilógica facilidad. Pero el intrépido guerrero no iba a dejarse
amilanar; el espíritu de la raza que había franqueado el ancho mar ardía, invencible,
dentro de aquel pecho menudo, y no era sencillo sofocarlo. En el lecho del río
descubrió un lugar donde había algunos cantos rodados, espaciados a un paso o a un
brinco de distancia; gracias a ellos pudo atravesarlo, cayó de nuevo sobre la
retaguardia de sus enemigos imaginarios, y los pasó a todos a cuchillo.
Ahora, una vez ganada la batalla, la prudencia exigía que se replegara sobre la
base de sus operaciones. ¡Ay!, como tantos otros conquistadores más grandes que él,
como el más grande de todos, no podía ni refrenar su sed de guerra ni comprender
que el más afortunado no puede tentar al Destino. De pronto, mientras avanzaba
desde la orilla, se encontró frente a un nuevo y formidable adversario. A la vuelta de
un sendero, con las orejas tiesas y las patas delanteras colgantes, muy erguido, estaba
sentado un conejo. El niño lanzó una exclamación de asombro, dio media vuelta y
escapó sin saber qué dirección tomaba, llamando a su madre con gritos inarticulados,
llorando, tropezando, con su tierna piel cruelmente desgarrada por las zarzas, su
corazoncito palpitando de terror, sin aliento, enceguecido por las lágrimas, perdido
en el bosque. Después, durante más de una hora, sus pies vagabundos lo llevaron a
través de malezas inextricables, y por fin, rendido de cansancio, se acostó en un
estrecho espacio entre dos rocas a pocas yardas del río. Allí, sin dejar de apretar su
sable de madera, que no era ya para él un arma sino un compañero, se durmió a
fuerza de sollozos. Encima de su cabeza, los pájaros del bosque cantaban
alegremente, las ardillas, castigando el aire con el esplendor de sus colas, chillaban y
corrían de árbol en árbol, ignorando al niño lastimero, y en alguna parte, muy lejos,
gruñía un trueno, extraño y sordo, como si las perdices redoblaran para celebrar la
victoria de la naturaleza sobre el hijo de aquellos que, desde tiempos inmemoriales,
la han reducido a la esclavitud. Y del otro lado, en la pequeña plantación, donde
hombres blancos y negros, llenos de alarma, buscaban afiebradamente en los campos
y los cercos, una madre tenía el corazón destrozado por la desaparición de su hijo.
Pasaron las horas y el pequeño durmiente se levantó. La frescura de la tarde
transía sus miembros; el temor a las tinieblas, su corazón. Pero había descansado y
no lloraba más. Impulsado a obrar por un impulso ciego, se abrió camino a través de
las malezas que lo rodeaban hasta llegar a un extremo más abierto: a su derecha, el
arroyo; a su izquierda, una suave pendiente con unos pocos árboles; arriba, las
sombras cada vez más densas del crepúsculo. Una niebla tenue, espectral, a lo largo
del agua, le inspiró miedo y repugnancia; en lugar de atravesar el arroyo por
segunda vez en la dirección en que había venido, le dio la espalda y avanzó hacia el
bosque sombrío que lo cercaba. Súbitamente, ante sus ojos, vio desplazarse un objeto
extraño que tomó al principio por un enorme animal: perro, cerdo, no lo sabía; quizá
fuera un oso. Había visto imágenes de osos y, no abrigando temor hacia ellos, había
deseado vagamente encontrar uno. Pero algo en la forma o en el movimiento de
aquel objeto, algo torpe en su andar, le dijo que no era un oso; el miedo refrenó la
curiosidad, y el niño se detuvo. Sin embargo, a medida que la extraña criatura
avanzaba con lentitud, aumentó su coraje porque advirtió que no tenía, al menos, las
orejas largas y amenazadoras del conejo. Quizá su espíritu impresionable era
consciente a medias de algo familiar en ese andar vacilante, ingrato. Antes de que se
hubiera acercado lo suficiente para disipar sus dudas, vio que la criatura era seguida
por otra y otra y otra. Y había muchas más a derecha e izquierda: el campo abierto
que lo rodeaba hormigueaba de aquellos seres, y todos avanzaban hacia el arroyo.
Eran hombres. Trepaban con las manos y las rodillas. Algunos sólo usaban las
manos, arrastrando las piernas; otros, sólo las rodillas, y los brazos colgaban, inútiles,
de cada lado. Trataban de ponerse en pie, pero se abatían en el curso de su esfuerzo,
el rostro contra la tierra. Nada hacían normalmente, nada hacían de igual manera,
salvo esa progresión pie por pie en el mismo sentido. Una por uno, dos por dos, en
pequeños grupos, continuaban avanzando en la penumbra; a veces, algunos hacían
un alto, otros se les adelantaban, arrastrándose con lentitud, y aquellos, entonces,
reanudaban el movimiento. Llegaban por docenas y por centenares; se extendían a
derecha e izquierda hasta donde podía escrutarse en la oscuridad creciente, y el
bosque negro detrás de ellos parecía interminable. El suelo mismo parecía
desplazarse hacia el arroyo. De tiempo en tiempo, uno de aquellos que habían hecho
un alto no reanudaba su camino y yacía inmóvil: estaba muerto. Algunos se detenían
y gesticulaban de manera extraña: levantaban los brazos y los dejaban caer de nuevo,
se tomaban la cabeza con ambas manos, extendían sus palmas hacia el cielo como
hacen ciertos hombres durante las plegarias que dicen en común.
El niño no reparó en todos estos detalles que sólo hubiera podido advertir un
espectador de más edad. Sólo vio una cosa: eran hombres, y sin embargo se
arrastraban como niñitos. Eran hombres, nada tenían pues de terrible, aunque
algunos llevaran vestimentas que desconocía. Caminó libremente en medio de ellos,
mirándolos de cerca con infantil curiosidad. Los rostros de todos eran singularmente
pálidos; muchos estaban cubiertos de rastros y gotas rojas. Esto, unido a sus actitudes
grotescas, les recordó al payaso pintarrajeado que había visto en el circo el verano
anterior, y se puso a reír al contemplarlos. Pero esos hombres mutilados y
sanguinolentos no dejaban de avanzar, sin advertir, al igual que el niño, el dramático
contraste entre la risa de éste y su propia y horrible gravedad. Para el niño era un
espectáculo cómico. Había visto a los negros de su padre arrastrarse sobre las manos
y las rodillas para divertirlo: en esta posición los había montado, «haciendo creer»
que los tomaba por caballos. Y entonces se aproximó por detrás a una de esas formas
rampantes, y después, con un ágil movimiento, se le sentó a horcajadas. El hombre se
desplomó sobre el pecho, recuperó el equilibrio, furiosamente, hizo caer redondo al
niño como hubiera podido hacerlo un potrillo salvaje y después volvió hacia él un
rostro al que le faltaba la mandíbula inferior; de los dientes superiores a la garganta,
se abría un gran hueco rojo franjeado de pedazos de carne colgante y de esquirlas de
hueso. La saliente monstruosa de la nariz, la falta de mentón, los ojos montaraces,
daban al herido el aspecto de un gran pájaro rapaz con el cuello y el pecho
enrojecidos por la sangre de su presa. El hombre se incorporó sobre las rodillas. El
niño se puso de pie. El hombre lo amenazó con el puño. El niño, por fin aterrorizado,
corrió hasta un árbol próximo, se guareció detrás del tronco, y después encaró la
situación con mayor seriedad. Y la siniestra multitud continuaba arrastrándose, lenta,
dolorosa, en una lúgubre pantomima, bajando la pendiente como un hormigueo de
escarabajos negros, sin hacer jamás el menor ruido, en un silencio profundo,
absoluto.
En vez de oscurecerse, el hechizado paisaje comenzó a iluminarse. Más allá del
arroyo, a través de la cintura de árboles, brillaba una extraña luz roja sobre la cual se
destacaba el negro encaje de las ramas; golpeaba las siluetas rampantes y proyectaba
sobre ellas monstruosas sombras que caricaturizaban sus movimientos en la hierba
iluminada; caía en sus rostros, teñía su palidez de un color bermellón, acentuando las
manchas que distorsionaban y maculaban a tantos de ellos, y centelleaba sobre los
botones y las partes metálicas de sus ropas. Por instinto, el niño se volvió hacia aquel
esplendor siempre creciente, y bajó la colina con sus horribles compañeros; en pocos
instantes, había pasado al primero de la multitud, hazaña fácil dada su manifiesta
superioridad sobre todos. Se colocó a la cabeza, el sable de madera siempre en la
mano, y dirigió la marcha, adaptando su andar al de ellos, solemne, volviéndose de
vez en cuando para verificar que sus fuerzas no quedaban atrás. A buen seguro,
nunca un jefe tuvo semejante séquito.
Esparcidos por el terreno que enangostaba lentamente aquella marcha atroz de
la multitud hacia el agua, había algunos objetos que no provocaban ninguna
asociación de ideas significativa en el espíritu del jefe: en algunos lugares, una manta
enrollada a lo largo, con las dos puntas atadas por una cuerda; aquí, una pesada
mochila de soldado; allá, un fusil roto; en suma, esos desechos que se encuentran en
la retaguardia de las tropas en retirada, jalonando la pista de los vencidos que han
huido de sus perseguidores. En todos lados junto al arroyo, bordeado en aquel sitio
por tierras bajas, el suelo había sido hollado y transformado en lodo por los pies de
los hombres y los cascos de los caballos. Un observador más experimentado habría
advertido que esas huellas iban en ambas direcciones; dos veces habían pasado por el
terreno: avanzando, retrocediendo. Algunas horas antes, aquellos heridos sin
esperanza habían penetrado en el bosque por millares, en compañía de sus
camaradas más felices, muy lejos ahora. Sus batallones sucesivos, dispersándose en
enjambres y reformándose en líneas, habían desfilado junto al niño dormido, por
poco lo habían pisoteado en su sueño. El ruido y el murmullo de su marcha no lo
habían despertado. Casi a la distancia de un hondazo del lugar en que estaba
acostado, habían librado batalla; pero el niño no había oído el estruendo de los
fusiles, el estampido de los cañones, «la voz tonante de los capitanes y los clamores».
Había dormido durante casi todo el combate, apretando contra su pecho el sable de
madera, quizá por inconsciente simpatía hacia el conjunto marcial que lo rodeaba,
pero tan insensible a la magnificencia de la lucha como a los caídos que allí habían
muerto para hacerla gloriosa. Más allá de los árboles, del otro lado del arroyo, ahora
el fuego se reflejaba sobre la tierra desde lo alto de su bóveda de humo y bañaba todo
el paisaje, transformando en vapor dorado la línea sinuosa de la niebla. Sobre el agua
brillaban anchas manchas rojas, y rojas eran igualmente casi todas las piedras que
emergían. Pero sobre aquellas piedras había sangre: los heridos menos graves las
habían maculado al pasar. Gracias a ellas, también, el niño cruzó el arroyo a paso
rápido; iba hacia el fuego. Una vez en la otra orilla, se volvió para mirar a sus
compañeros de marcha. La vanguardia llegaba al arroyo. Los más vigorosos se
habían arrastrado hasta el borde y habían hundido el rostro en el agua. Tres o cuatro,
que yacían inmóviles, parecían no tener ya cabeza. Ante ese espectáculo, los ojos del
niño se dilataron de asombro; por hospitalario que fuera su espíritu, no podía aceptar
un fenómeno que implicara pareja vitalidad. Después de haber abrevado su sed,
aquellos hombres no habían tenido fuerzas para retroceder ni mantener sus cabezas
por encima del agua: se habían ahogado. Detrás de ellos, los claros del bosque
permitieron ver al jefe, como al principio de su marcha, innumerables e informes
siluetas. Pero no todas se movían. El niño agitó su gorra para animarlas y, sonriendo,
señaló con el sable de madera en dirección a la claridad que lo guiaba, columna de
fuego de aquel extraño éxodo.
Confiando en la fidelidad de sus compañeros, penetró en la cintura de árboles,
la franqueó fácilmente, a la luz roja, escaló una empalizada, atravesó corriendo un
campo, volviéndose de tiempo en tiempo para coquetear con su obediente sombra, y
de tal modo se aproximó a las ruinas de una casa en llamas. Por doquiera, la
desolación. A la luz del inmenso brasero, no se veía un ser viviente. No se preocupó
por ello. El espectáculo le gustaba y se puso a bailar de alegría como bailaban las
llamas vacilantes. Corrió aquí y allá para recoger combustibles, pero todos los objetos
que encontraba eran demasiado pesados y no podía arrojarlos al fuego, dada la
distancia que le imponía el calor. Desesperado, lanzó su sable a la hoguera: se rendía
ante las fuerzas superiores de la naturaleza. Su carrera militar había terminado.
Como cambiara de lugar, detuvo la mirada en algunas dependencias cuyo
aspecto era extrañamente familiar: tenía la impresión de haber soñado con ellas. Se
puso a reflexionar, sorprendido, y de pronto la plantación entera, con el bosque que
la rodeaba, pareció girar sobre su eje. Vaciló su pequeño universo, se trastocó el
orden de los puntos cardinales. ¡En los edificios en llamas reconoció su propia casa!
Durante un instante quedó estupefacto por la brutal revelación. Después se
puso a correr en torno a las ruinas. Allí, plenamente visible a la luz del incendio,
yacía el cadáver de una mujer: el rostro pálido vuelto al cielo, las manos extendidas,
agarrotadas y llenas de hierba, las ropas en desorden, el largo pelo negro,
enmarañado, cubierto de sangre coagulada; le faltaba la mayor parte de la frente, y
del agujero desgarrado salía el cerebro que desbordaba sobre las sienes, masa gris y
espumosa coronada de racimos escarlata obra de un obús. El niño hizo ademanes
salvajes e inciertos. Lanzó gritos inarticulados, indescriptibles, que hacían pensar en
los chillidos de un mono y en los cloqueos de un ganso, sonido atroz, sin alma,
maldito lenguaje del demonio. El niño era sordomudo.
Después permaneció inmóvil, los labios temblorosos, los ojos fijos en las ruinas.