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lunes, 21 de abril de 2008

EDGAR ALLAN POR -- EL CUERVO Y OTROS POEMAS


EL CUERVO
Y OTROS POEMAS
EDGAR A. POE


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***
EL VALLE DE LA INQUIETUD


¡Hubo aquí, antaño, un valle callado y sonriente
donde nadie habitaba.
Partiéronse las gentes a la guerra,
dejando a los luceros de ojos dulces,
que velaran, de noche, desde azuladas torres
las flores y en el centro del valle cada día
la roja luz del sol yacía indolente.
Mas ya quien lo visite advertiría
la inquietud de ese valle melancólico.
No hay en él nada quieto
sino el aire que ampara
aquella soledad de maravilla.
¡Ah! Ningún viento mece aquellos árboles
que palpitan al modo de los helados mares
en torno de las Hébridas brumosas.
¡Ah! Ningún viento arrastra aquellas nubes,
que crujen levemente por el cielo intranquilo,
turbadas desde el alba hasta la noche
sobre las violetas que allí yacen,
como ojos humanos de mil suertes,
sobre ondulantes lirios,
que lloran en las tumbas ignoradas.
Ondulan, y de sus fragantes cimas
cae eterno rocío, gota a gota.
Lloran, y por sus tallos delicados,
como aljofar, van lágrimas perennes.




***
EL DÍA MÁS FELIZ



El día más feliz, la hora más dichosa
Que mi triste y marchito corazón vivió
Y esa esperanza de poder y orgullo que vanidosa
Presta voló.


¿Dije poder? Pues sí, tal yo pensaba,
Pero ¡ay!, ha tiempo que se desvanecieron
Las visiones que en mi juventud guardaba


Y al final murieron.
¿Y el orgullo? ¿Qué tengo yo que ver contigo?
Aún es posible que otra infausta alma
Reciba el veneno que me diste enemigo


El día más feliz, la hora más dichosa
Que mis ojos verán o han visto enardecidos,
Del orgullo y poder la visión majestuosa ,
¡Son sueños idos!


Mas si aquella esperanza de poder y de orgullo
Se me ofreciera hoy con su dolor y su melancolía
Pienso que aun así el vano orgullo
Una vez más no viviría.


Porque en sus alas hubo un polvo oscuro
Que al aletear cayó en lluvia dispersa
Esencia poderosa y malhadada
Que mata al alma con su roce impuro.




***
EL PALACIO EMBRUJADO



De nuestros valles el más lozano
Un gran palacio muy elevado
Radiante y bello guardaba antaño
De ángeles santos fuera poblado.
Era el dominio del buen Monarca
Del Pensamiento.
Ningún querube con su ala abarca
Tal monumento.

Las oriflamas flotan gloriosas
Áureas al viento desde el tejado,
(Esto en el viejo tiempo pasado
De antiguas cosas)
Toda voluta de aire retoza
En la dulzura de un día tal.
Hay un perfume alado ideal
Que las almenas apenas roza.


Del feliz valle los visitantes
Por dos ventanas solían ver
Danza de espíritus, al ofrecer
Laúd templado notas vibrantes,
Mientras que en trono alto y sereno,


(¡Porfirogeno!)
Ver se podía al soberano del reino arcano.
Perlas, rubíes, grato dechado
la perla augusta resplandecía
Allí fluía... allí fluía...
El eco cuyo deber alado
Era cantar
Al genio ilustre, genio dorado
Del Rey sin par.


Viles villanos que el luto emboza
Se apoderaron del alto Estado
(¡Nunca hay mañana para el cuidado!)
¡Duelo que el tiempo jamás desbroza!
Hoy en su casa ya no es la gloria
La flor ambigua
Pues sólo queda dormida historia
Leyenda antigua.


Y los viajeros que al valle bajan
Por dos ventanas de fatuo fuego
Ven vastas formas que se barajan
A un son discorde en raro juego
Y un río horrendo que se desliza
Bajo el portón pálido y seco,
Torrente horrible, eterno eco
De carcajada ya sin sonrisa.



***
AL SILENCIO


Hay cualidades, incorpóreos seres
que tienen doble vida y son espejo
de esa entidad gemela que dimana .
de materia y de luz, sólido y sombra.


Hay un doble silencio -mar y costa-
cuerpo y alma. Uno mora en sitios solos
con nuevas hierbas; una grave gracia,
algún recuerdo humano, algunas lágrimas,
Quítanle horror, su nombre es «ya no más»
es el silencio corporal: ¡No temas!
Carece del poder de hacer el mal.


Mas, si el hado veloz (¡suerte imprevista!)
te presenta su sombra (elfo su nombre
que vaga en soledades, que no ha hollado
el pie del hombre), encomiéndate a Dios.


***
ULALUME


Los cielos cenicientos y sombríos,
crespas las hojas, lívidas y mustias,
y era una noche del doliente octubre
del tiempo inmemorial entre las brumas,
era en las tristes márgenes del Auber,
el lago tenebroso de aguas mudas,
ante los bosques tétricos del Weir,
la región espectral de la pavura.


A solas con mi alma recorría
avenida titánica y oscura
de fúnebres cipreses, o con mi alma,
con Psiquis, alma que el misterio turba...
Era la edad del corazón volcánico
como las llamas del Yaanek sulfúreas,
como las lavas del Yaanek que brotan
allá del polo en la región nocturna.

Pocas palabras nos dijimos, era
como una confidencia íntima y muda;
palabras serias, pensamientos graves
que la memoria para siempre turban;
no recordamos que era el triste octubre,
que era la noche, ¡noche infausta y única!
no recordamos la región del Auber
que tanto conoció mi desventura,
ni el bosque fantasmagórico del Weir,
la región espectral de la pavura.


Y cuando la noche avanza
de estrellas al vago temblor
al fin de la oscura avenida
un lánguido rayo se ve,
fulgor diamantino que anuncia
de fúnebre velo al través,
que emerge de nube fantástica
la Luna, la blanca Astarté.


Y yo dije a mi alma: «Más que Diana
ardiente aquella misteriosa Luna
rueda al través de un éter de suspiros;
lágrimas de su faz una por una
caen donde el gusano nunca muere.
Para mostrarnos la celeste ruta
y el alma imperio de la paz letea
atrás deja a Leo en las alturas,
sus estrellas traspasando,
de Leo a su despecho, ora nos busca
y sus miradas límpidas y dulces
son las miradas que el amor anuncian.»


Mas, Psiquis dijo señalando al cielo:
«La palidez de ese astro me conturba;
pronto, huyamos de aquí pronto, es preciso».
Y de sus alas recogió las plumas
con intenso terror, y sollozando,
presa de pronto de invencible angustia
plegó las alas hasta el polvo frío
lentas dejando descender las plumas.


Y yo le dije: «Tu terror es vano,
sigamos esa luz trémula y pura,
que nos bañen sus rayos cristalinos,
sus rayos sibilinos que ya auguran
e irradian la belleza y la esperanza.
Mira: la senda de los cielos busca:
Sigamos sin temor sus limpias rayas
Que ellos a playa llevarán seguro,
sigamos esa luz limpia y tranquila
a través de la bóveda cerúlea».


Tranquilicé a mi Psiquis y besándola
de su mente aparté las inquietudes
y sus zozobras disipé profundas,
y convencerla que siguiera pude.
Llegamos hasta el fin; ¡ojalá nunca
llegara! Al fin de la avenida lúgubre
nos detuvo la puerta de una tumba
¡oh triste noche del lejano octubre!
nos detuvo la losa de una tumba,
de legendario monumento fúnebre.
¡Oh, hermana! -dije- ¿Qué inscripción confusa
en la sellada losa se descubre?
Respondióme: «Ulalume», ésta es su tumba,
¡la tumba de tu pálida Ulalume!


Quedó mi corazón como ese cielo
ceniciento, como esas hojas mustias,
como esas hojas yertas y crispadas.
¡Ay!, pensé: el mismo octubre fue sin duda
fue en esa misma noche cuando vine
al través del horror y de la bruma
aquí trayendo mi doliente carga.
¡Oh, noche infausta, infausta cual ninguna!
¡Oh!, ¿qué infernal espíritu me trajo
a esta región fatal de la tristura?
Bien conozco el mudo lago del Auber,
y esta comarca que el horror anubla,
y el bosque fantástico de Weir,
¡la región espectral de la pavura!


***

EL LAGO


De mi vida en la distante primavera, jubilosa primavera,
Dirigí mi paso errante a una mágica ribera.
La ribera solitaria, la ribera silenciosa
De un salvaje lago ignoto que circundan y oscurecen
Negra cinta rocallosa
Y copudos altos Dinos que las auras estremecen
Pero cuando allí la noche su fúnebre manto arroja
Y el místico y gemebundo viento de su melodía,
Entonces, ¡oh!, entonces quiere despertar de su congoja
Del terror del lago triste, despertar el alma mía.
Mas ese terror que dejaba en mi espíritu contento;
Hoy, ni las joyas ni el afán de la riqueza,
Como antes, a contemplarlo llevarán mi pensamiento,
Ni el amor por más que fuese el amor de tu belleza.
La muerte estaba en el fondo de la ola envenenada,
Y una tumba en lo más hondo, pérfidamente adornada
Para quien a su amargura breve tregua hubiera dado
Un solaz, a los dolores de su espíritu afligido,
Y en un Edén transformado
El salvaje lago ignoto, lago triste y escondido.


***
LOS ESPÍRITUS DE LA MUERTE

I

Tu alma, con sus sombríos pensamientos,
Se hallará sola en la siniestra tumba.
Nadie querrá saber lo que en secreto
Tu corazón y tu conciencia ocultan.

II

Sé silencioso en soledad tan grande,
Que no es tal soledad, pues te circundan,
Los espíritus todos de la muerte,
Que ya en vida rondaban en tu busca.
Ellos querrán ensombrecerte el alma
Con sus negros arcanos y sus dudas.
Sé silencioso en soledad tan grande;
Cierra los labios cual la misma tumba.

III

Y la noche, aunque clara y luminosa,
Se tornará de pronto en cueva oscura;
Desde sus altos tronos las estrellas
No alumbrarán tu soledad adusta.
Mas sus rojizos globos sin fulgores
Han de ser a tu tedio y a tu angustia
Como incendio voraz, cual una fiebre
De los que libre no has de verte nunca.

IV

No podrás desechar los pensamientos
Ni las visiones que tu mente turban,
Y que antes en tu espíritu dejaban
La huella del rocío en la llanura.

V

La brisa, que es de Dios el puro aliento,
Soplará en torno de la helada tumba,
Y en la colina tenderá su velo
La niebla vaporosa y taciturna.
Las tinieblas, las sombras invioladas
Símbolo y prenda son; hablan y auguran.
Sobre las altas copas de los árboles
Tiende el misterio su cerrada túnica.



***
EL CUERVO



Una hosca medianoche, cuando en tristes reflexiones
sobre más de un raro infolio de olvidados cronicones
inclinaba somnoliento la cabeza, de repente a mi puerta oí llamar,
como si alguien, suavemente, se pusiese con incierta mano tímida a tocar.
«Es -me dije- una visita que llamando está a mi puerta, ¡eso es todo, y nada más!»


¡Ah! bien claro lo recuerdo: era el crudo mes del hielo,
y su espectro cada brasa moribunda enviaba al suelo.
¡Cuán ansioso el nuevo día deseaba, en la lectura
procurando en vano hallar tregua a la honda desventura de la muerta
Leonora, la radiante, la sin par
virgen rara a quien Leonora los querubes llaman
-ahora ya sin nombre... nunca más!


Y el crujido triste, incierto, de las rojas colgaduras
me aterraba, me llenaba de fantásticas pavuras,
de tal modo que el latido de mi pecho palpitante
procurando dominar:
«Es, sin duda, un visitante -repetía con instancia-
que a mi alcoba quiere entrar, un tardío visitante a las puertas de mi estancia...
¡eso es todo, y nada más!»


Poco a poco, fuerza y bríos fue mi espíritu cobrando:
«Caballero -dije- o dama, mil perdones os demando;
mas, el caso es que dormía, y con tanta gentileza
me vinisteis a llamar, y con tal delicadeza
y tan tímida constancia os pusisteis a tocar,
que no oí» -dije, y las puertas abrí al punto de mi estancia:
¡sombras sólo y... nada más!
Mudo, trémulo, en la sombra por mirar haciendo
empeños, quedé allí -cual antes nadie
los soñé forjando sueños,
mas profundo era el silencio, y la calma no
acusaba ruido alguno... resonar
sólo un nombre se escuchaba que en voz baja
a aquella hora yo me puse a murmurar,
y que el eco repetía como un soplo:
« ¡Leonora! ».
¡Esto apenas, nada más!


La ventana abrí, con rítmico aleteo y garbo extraño,
entró un cuervo majestuoso de la sacra edad de antaño.
Sin pararse ni un instante ni señales dar de susto, con aspecto señorial,
fue a posarse sobre un busto de Minerva que ornamenta de mi puerta el cabezal,
sobre el busto que de Palas la figura representa
¡fue y posóse, y nada más!

Trocó entonces el negro pájaro en sonrisas mi tristeza
con su grave, torva y seria, decorosa gentileza
y le dije: «Aunque la cresta calva llevas, de
seguro no eres cuervo nocturnal,
¡viejo, infausto cuervo oscuro vagabundo en la tiniebla!
Díme ¿cuál tu nombre, cuál, en el reino plutoniano de la noche y de la niebla?»
Dijo el cuervo «¡Nunca más!»
Asombrado quedé oyendo así hablar al avechucho,
si bien su árida respuesta no expresaba poco o mucho,
pues preciso es convengamos en que nunca
hubo criatura que lograse contemplar
ave alguna en la moldura de su puerta
encaramada, ave o bruto reposar
sobre efigie en la cornisa de su puerta,
cincelada,
con tal nombre: «¡Nunca más!»


Mas el cuervo, fijo, inmóvil, en la grave efigie aquella
solo dijo esa palabra, cual si su alma fuese en ella
vinculada; ni una pluma sacudía, ni un acento
se le oía pronunciar...
Dije entonces al momento: «Ya otros antes se
han marchado, y la aurora al despuntar,
él también se irá volando cual mis sueños han
volado.»
Dijo el cuervo: «¡Nunca más!»
Por respuesta tan abrupta como justa
sorprendido,
«No hay ya duda alguna -dije- lo que dice
es aprendido,
aprendido de algún amo desdichado a quien la
suerte persiguiera sin cesar, persiguiera hasta la muerte, hasta el punto de,
en su duelo, sus canciones terminar y el clamor de su esperanza con el triste
ritornelo de "¡Jamás, y nunca más!"»


Mas el cuervo provocando mi alma triste
a la sonrisa,
mi sillón rodé hasta el frente de ave y busto y
de cornisa
luego, hundiéndome en la seda, fantasía y
fantasía dime entonces a juntar, por saber qué pretendía aquel pájaro ominoso
de un pasado inmemorial
aquel hosco, torvo, infausto, cuervo lúgubre y /odioso
al graznar « ¡Nunca jamás! »


Quedé yo esto investigando frente al cuervo,
en honda calma,
cuyos ojos encendidos me abrasaban pecho y
/alma.
Esto y más -sobre cojines reclinado- con
/anhelo me empeñaba en descifrar, en el rojo terciopelo donde imprimía viva
/huella luminosa mi fanal,
terciopelo cuya púrpura ¡ay jamás volverá ella
a oprimir ¡ah! ¡nunca más!


Parecióme el aire, entonces, por incógnito
/incensario
que un querube columpiase de mi alcoba en el
/santuario,
perfumado. «¡Miserable ser! -me dije
/Dios te ha oído, y por medio angelical,
tregua, tregua y el olvido del recuerdo de
/Leonora te ha venido hoy a brindar:
¡Bebe! ¡Bebe ese nepente, y así todo olvida
/ahora! »
Dijo el cuervo: «¡Nunca más!»


«¡Oh profeta! -dije- o duende, más profeta al
/fin, ya seas
ave o diablo, ya te envíe la tormenta, ya te veas
por los vientos barrido a esta playa, desolado
/pero intrépido, a este hogar por los males devastado, dime, dime, te lo
/imploro:
¿Llegaré jamás a hallar algún bálsamo para el
/mal que triste lloro?» Dijo el cuervo: «¡Nunca más!»


«¡Oh profeta -dije- o diablo! Por ese ancho,
/combo velo
de zafiro que nos cobija, por el sumo Dios del
/cielo a quien ambos adoramos,
dile a esta alma dolorida, presa infausta del
/pesar
si jamás en otra vida la doncella arrobadora a
/mi seno he de estrechar,
¡el alma virgen a quien llaman los arcángeles
/Leonora! »
Dijo el cuervo: «¡Nunca más!»


«¡Esa voz, oh cuervo, sea la señal de la partida
-grité alzándome-, retorna, vuelve a tu
/hórrida guarida,
la plutónica ribera de la noche y de la
/bruma!... ¡De tu horrenda falsedad
en memoria, ni una pluma dejes, negra! ¡El
/busto deja! ¡Deja en paz mi soledad!
¡Quita el pico de mi pecho! ¡De mi umbral tu
/forma aleja!»
Dijo el cuervo: «¡Nunca más!»


Y aún el cuervo inmóvil, fijo, sigue fijo en la
/escultura
sobre el busto que ornamenta de mi puerta la
/moldura...
y sus ojos son los ojos de un demonio que,
/durmiendo, las visiones ve del mal
y la luz sobre él cayendo, sobre el suelo arroja
/trunca su ancha forma funeral
y mi alma de esa sombra que en el suelo
/flota... nunca se alzará... ¡nunca jamás!



***
A MI MADRE



¡Porque sé que los ángeles que viven en el
/cielo
Y que entre ellos entonan sus más hermosos
/cantos,
No han hallado palabra que tenga los encantos
Que aquel de «madre», del amor gemelo.
Yo te doy ese nombre porque así lo ha querido
Mi corazón: Tú has sido más que la madre mía,
Cuando nuestra Virginia dejó la tierra un día
Y tu amor llenó entonces mi corazón dolido.


Mi pobrecita madre -que se fue tan
/temprano
Era mi propia madre, mas tú lo eres de aquella
Que me fue tan querida en la vida, y por ella,
Te amo más que a la madre que fue la mía
Con ese amor intenso de mi esposa querida
Que era, para mi alma, más que su propia
/vida.

***
SONETO A LA CIENCIA


¡Ciencia! del tiempo viejo la hija eres.
Todo lo cambias con tus ojos vagos
¿Por qué en mi corazón saciarte quieres,
¡Oh cuervo!, cuyas alas son estragos?


¿Te amaré yo, ni el sabio en sus anhelos,
Si explayar no dejas sus quimeras
Cuando busca tesoros en los cielos
Dejándose llevar de alas ligeras?


¿No supiste arrancar del carro a Diana,
Y echar las hamadríadas de sus lares
Para acogerse a estrella más lejana?


¿No quitaste a las náyades los mares
Y al elfo el prado? ¿Acaso no prescindo
Por ti del sueño al pie del tamarindo?


***
PARA ANNIE



¡Alabemos al Eterno!
el mal ha cesado ya
y la fiebre del vivir
ahora vencida está.

Sumido en honda tristeza
y carente de energías
tendido todo a lo largo
van transcurriendo mis días.


Ni un solo músculo muevo
pero muy poco me importa;
pues mejoro lentamente
y esto ya me reconforta.


Tan sosegado y tranquilo
hoy en mi tálamo duermo que al verme se creería
que estoy más muerto que enfermo.


Ayes, quejas y gemidos,
lamentaciones y llanto,
aquieta el latido horrible
de mi corazón un tanto.


Con la fiebre por la vida
que enloquecía mi mente,
penas e incomodidades
se alejaron prestamente.


Lo que más me torturaba,
sed de una pasión impía,
bebiendo en cierta fontana
tranquilicé el alma mía.


De no lejana caverna
brota un manantial riente
en el que presto mis labios
saciaron su sed ardiente.


Que nadie tilde de oscura
a la pieza en que reposo,
ni de pequeño a este tálamo
donde yazgo venturoso.


Nadie durmió en lecho igual y,
para en verdad dormir,
otro semejante al mío
es preciso conseguir.


¡Cuán dulcemente reposa
mi alma tantalizada!
Su aspiración por las rosas
y mirtas ya fue olvidada.


Junto a su lecho imagina
otra más suave fragancia de
romero y pensamientos
que embellecen su prestancia.


Extasiada en el recuerdo
de mi Annie y su belleza,
es como duerme mi alma
inebriada en su pureza.


De mi Annie la constancia
admira con embeleso
y recuerda que en su trenza
depositó un tierno beso.


Enlázame con ternura,
con gran pasión me acaricia;
y yo, adormido en su seno,
descanso en plena delicia.


Esta es la causa real
de mi sereno reposo;
y, aunque muerto me creáis
vivo tranquilo y gozoso.


Fulge más mi corazón
que las celestes estrellas;
pues brilla para mi Annie,
la de las miradas bellas.


En el amor de mi Annie
está mi ser abrasado;
y en sus ojos tan ardientes
siempre pienso extasiado.

***
EL REINO DE LAS HADAS


¡Valles privados de luz,
fieros y umbríos torrentes,
cuyos contornos las gentes nunca
pueden descubrir!


Gota a gota allí las lágrimas
sin cesar van deslizando
y las lunas aguardando
vense doquiera lucir.


Cada instante de la noche crecen,
y luego se achican;
al punto se modifican
y se cambian de lugar.


De sus faces siempre pálidas
emiten vapores ellas,
que a las tremantes estrellas
hacen su brillo ocultar.


Cerca de la medianoche,
otra más opaca luna,
que las hadas por su bruma,
no encontraron superior,


llega bajo el horizonte
y asiéntase en las montañas
circunferencias extrañas
esparciendo en derredor.


Sus vestiduras flotantes
circuyen los caseríos,
los distantes señoríos,
los bosques y el mismo mar.


Los espíritus danzantes
y los seres adormidos
en laberintos henchidos
de luz se ven sepultar.


¡Cuán profundo hállase entonces
el éxtasis de su sueño
mientras con pálido ceño
las vemos presto venir!


Levántase de mañana
y con sus lunares velos
cual albatros, por los cielos,
vénse, al viento, sacudir.


Mas las hadas, una vez
que se hubieron refugiado
cabe esa luna, y dejado
lo que sirvióles de abrigo,


Ya nunca logran hallar
por aquellos mil lugares
ningunas lunas lunares
que sean refugio amigo.


Las moléculas del astro
pronto se volatilizan
y en fina lluvia deslizan
aquella materia astral.


Por eso, las mariposas
que en vano buscan los cielos,
insatisfechas, sus vuelos
escrutan lo sideral.


Y al descender ya cansadas,
en sus alas temblorosas
nos traen las mariposas
partículas desgajadas
de aquellas lunas hermosas.

***
LA CIUDAD EN EL MAR




Una ciudad exótica se yergue solitaria
donde la Parca pálida implantó sus reales;
allá en el Occidente, la tumba funeraria
a pérfidos y nobles liberó de sus males.


Sus templos, sus palacios y torres carcomidas
que ni oscilan ni tiemblan al impulso del viento,
difieren de los nuestros; y sus aguas dormidas
reposan melancólicas en singular concento.


En la velada noche de esa ciudad callada,
ningún rayo desciende desde el empíreo cielo.
Sólo un resplandor ígneo de la mar alejada
cruza las largas noches de aquel inmenso
/suelo.


Por torres, por almenas, por cúpulas y alturas,
por templos, por palacios y muros babilónicos,
por macizos de hiedra sobre las esculturas,
los resplandores lívidos circulan melancólicos.


Ni siquiera respeta la soledad umbría
las florecillas pétreas de los valiosos frisos
que adornan de sus templos en fúnebre armonía
los claveles, violetas, pámpanos y narcisos.


Bajo el azul del cielo, sumidas en tristeza,
las linfas no agitadas duermen en la ciudad;
y las sombras y flores de aquella fortaleza
parecen suspendidas del aire, en igualdad.


De un torreón, la Parca, cual fantasma gigante,
contempla con orgullo el país señorial
y a sus pies yace inerte... y sonríe triunfante
dueña omnímoda y grave de aquel suelo letal.


Ábrense muchos templos y tumbas sin sus losas
al nivel de las aguas tranquilas y brillantes,
Sin que a dejar sus lechos las induzcan
/premiosas
las joyas de los muertos e ídolos de diamantes.


Aquel amplio desierto que al cristal se asemeja
carece en absoluto de toda ondulación.
Ni una ola siquiera por allí ver se deja...
nada indica si hay vientos en mar de otra
/región.


Mas ahora en el aire nótase un movimiento
que estremece allá abajo aquesta soledad;
en el piélago oscuro el agua en ronco acento
saca de su marasmo a esta triste ciudad.


Sus altos capiteles bambolear parecen
y hundirse entre las ondas que calmas eran
/antes.
Los picos que en la bruma del cielo ya se
/mecen
abrirse parecieran en huecos, oscilantes.


Entonces ya las ondas tienen luz más rojiza...
deslízanse las horas lánguidas y silentes;
quizá sea engullida la ciudad quebradiza
entre ayes y gemidos que no son de vivientes.


Cuando desaparezca y quede sepultada
bajo la mar profunda con todo su oleaje,
vendrá de los mil tronos de Luzbel la mesnada
y entonces el Infierno le rendirá homenaje.



***
BALADA NUPCIAL


En mi dedo está el anillo,
ciñe corona mi frente;
mil joyas de hermoso brillo
adornan mi ser fulgente.
¡Soy feliz eEn el presente!


¡CuáEn bien me ama mi señor
mas en el primer instante
que me declaró su amor
estremeció su dolor
mi espíritu y fiel amante.


Pues sus palabras sonaban
como toque de agonía
y al que murió recordaban
junto al valle eEn lucha impía
Mas hoy, ríe noche y día.


Al querer tranquilizarme
besó mi pálida frente
y en delirio vi patente
al muerto Elormie abrazarme.
¡Hoy sólo debo alegrarme!


En esa hora solemne
empeñé mi juramento...
y si mi fe no es perenne
ni mi espíritu está indemne,
éste vive muy contento.


El anillo está en mi dedo;
prueba de que soy dichosa.
y, aunque tiemblo y tengo miedo,
quiera que despierte quedo
de esta idea fatigosa.


¿Con alguien mal procedí?
El muerto que abandoné,
a quien triste sorprendí,
¿no goza con frenesí
sabiendo que lo cuidé?


***
EULALIA


Desterrado del mundo voluntario,
entre quejas y lágrimas vivía;
era mi alma tristísimo calvario
sin amores ni dulce compañía.


Mas Eulalia, gentil y pudorosa
llegó a ser mi agradable compañera,
y en sus bucles auríferos, la hermosa
recibió mi caricia placentera.


En la noche el fulgor de las estrellas
no iguala sus miradas tan radiantes,
ni en el mínimo crepúsculo hay en ellas
que irise cual sus ojos tan brillantes.


Los bucles que ella ostenta en sus cabellos
inculcan en mi ser la poesía,
y Astarté lanza cálidos destellos
contemplando a mi Eulalia noche y día.


Suspiro por suspiro su alma entera
Eulalia me dedica con amor;
no me invade ya más la duda artera,
ni yazgo en el abismo del dolor.



***
UN SUEÑO DENTRO DE UN SUEÑO



¡Toma en la frente este beso!
Y partiendo, te confieso
Que no fue errado tu empeño
En creer mis días un sueño.
Que si la esperanza mía
Se fue una noche o un día,
En una visión o en nada,
¿Por eso es menos pasada?
Cuanto hay de grande o pequeño,
Sólo es un sueño en un sueño.


Me encueEntro en la costa fría
Que agita la mar bravía,
Oprimiendo entre mis manos,
Como arenas, oro en granos.
¡Qué pocos son!
Y allí mismo,
De mis dedos al abismo
Se desliza mi tesoro
Mientras lloro, ¡mientras lloro!
¿Evitaré ¡oh Dios! su suerte
Oprimiéndolos más fuerte?
¿Del vacío despiadado
Ni uno solo habré salvado?
¿Cuánto hay de grande o pequeño,
Sólo es un sueño en en sueño?

***
ELDORADO



Arrogante
y altanero
Un armado caballero,
Por la luz y por la sombra, alucinado,
Y cantando
Sus canciones, fue vagando
En procura de la tierra de Eldorado.

Pero vano fue su esmero
Y ya viejo el caballero,
Por la sombra el corazón sintió apresado,
Al pensar que nunca el día Llegaría
El que hallara aquella tierra de Eldorado.
Ya sin fuerzas, vacilante,
encontró una sombra errante.
«Sombra» -díjole febril y esperanzado-
A mi súplica responde:
«¿Sabes dónde
Hallaré, de Eldorado la tierra ignota?»

-En la luna, tras de extrañas
Y fatídicas montañas,
En el valle por las sombras habitado-
Respondióle: -Ve adelante,
Caminante,
Si es que buscas esa tierra de Eldorado.

***
ANNABEL LEE



Hace muchos, muchos años, en un reino
/junto al mar,
Habitaba una doncella cuyo nombre os he de
/dar,
Y el nombre que daros puedo es el de
/Annabel Lee,
Quien vivía para amarme y ser amada por mí.

Yo era un niño y era ella una niña junto al
/mar,
En el reino prodigioso que os acabo de evocar.
Mas nuestro amor fue tan grande cual jamás
/yo presentí,
Más que el amor compartimos con mi bella
/Annabel Lee,
Y los nobles de su estirpe de abolengo señorial
Los ángeles en el cielo envidiaban tal amor,
Los alados serafines nos miraban con rencor.
Aquél fue el solo motivo, ¡hace tanto tiempo
/ya!,
por el cual, de los confines del océano y más
/allá,
Un gélido viento vino de una nube y yo sentí
Congelarse entre mis brazos a mi bella
/Annabel Lee.
La llevaron de mi lado en solemne funeral.
A encerrarla la llevaron por la orilla de la mar
A un sepulcro en ese reino que se alza junto al
/mar,
Los arcángeles que no eran tan felices cual los
/dos,
Con envidia nos miraban desde el reino que es
/de Dios. Ese fue el solo motivo, bien lo podéis
/preguntar,
Pues lo saben los hidalgos de aquel reino
/junto al mar,
Por el cual un viento vino de una nube carmesí
Congelando una noche a mi bella Annabel Lee.


Nuestro amor era tan grande y aún más firme
/en su candor
Que aquel de nuestros mayores, más sabios en
/el amor.
Ni los ángeles que moran en su cielo tutelar, Ni los demonios que habitan negros abismos
/del mar
Podrán apartarme nunca del alma que mora en
/mí,
Espíritu luminoso de mi hermosa Annabel /Lee.


Pues los astros no se elevan sin traerme la
/mirada
Celestial que, yo adivino, son los ojos de mi
/amada. I Y la luna vaporosa jamás brilla baladí
Pues su fulgor es ensueño de mi bella Annabel
/Lee. Yazgo al lado de mi amada, mi novia bien
/amada, Mientras retumba en la playa la nocturna
/marejada,
Yazgo en su tumba labrada cerca del mar
/rumoroso,
En su sepulcro a la orilla del océano proceloso.


***
ISRAFEL




Y el ángel Israfel, en quien las fibras del
corazón son un salterio, y que tiene la voz
más dulce entre todas las criaturas de
Dios.
(EL CORÁN)

Un ángel «lleva en las fibras
Del corazón un salterio»;
De extraña belleza inunda
Tu canto, Israfel, los cielos.
Y las estrellas, deudosas,
(Lo cuentan antiguos cuentos)


Naciente el divino cántico,
Sus himnos enmudecieron.
Allá en lo alto, vacilante
En la cumbre de su vuelo,
Enamorada la luna Enrojeció a sus acentos;
Y para escuchar, su lumbre .
Purpúrea -y al mismo tiempo
Las siete rápidas Pléyades
Hizo una pausa en el cielo.


Y dice el coro estelar-
Dicen los seres suspensos-
Que su arrebato, Israfel
Debe a esa lira de fuego
Con que reclinado, canta;
Al metal vívido y trémulo
Del encordado inaudito
Que puso en ella el Eterno.
Pero mora el Ángel, donde
Los más hondos pensamientos
Son un deber; donde siempre
Fue el amor un dios perfecto,
Y arden cerca ojos de huríes, Si aquí estrellas brillan lejos.


¡Oh Israfel! no yerras cuando
Tu voz áurea tiene a menos
Cantar cantos no sublimes:
A ti el laurel, bardo excelso;
A ti -el mejor ¡por más sabio!
¡Vive alegre y largo tiempo!


Al éxtasis del empíreo
Se hermana tu ritmo angélico-
Tu amor, dolor y alegría
Al fervor de tu salterio,
¡Pueden callar las estrellas!




Sí, Israfel: tuyo es el Cielo.
Mas nuestro mundo es un mundo
De dulzuras y de duelos;
Nuestras flores, sólo flores.
Y la sombra del perpetuo
Bienestar de que allá gozas,
Claro sol es para el nuestro.


De habitar yo donde él vive
E Israfel donde yo muero
Tal vez él no cantaría
Con hechizo tan supremo
Terrestre cántico, mientras
Quizá un himno más intenso,
Alzándose de mi lira Colmara el triunfo los Cielos.



***
LA TIERRA DEL ENSUEÑO



En una senda abandonada y negra
que recorren tan sólo ángeles malos,
donde un Eidolon llamado Noche,
ha erigido su trono solitario;
llegué una vez; cruel atrevido
de Tule ignota los contornos vagos
y al reino entré que extiende sus confines
fuera del Tiempo y fuera del Espacio.
Valles sin lindes, mares sin riberas,
cavernas, bosques densos y titánicos,
Con formas que el humano no descubre
tras el denso rocío que las cubre
montañas que a los cielos desafían
y hunden la base en insondables
mares mares que calmos, agitados luego,
surgen de cielos de color de fuego;
lagos que arrastran, frías y desiertas
sus aguas solitarias, aguas muertas
sus aguas quietas, inmutables, quietas
como corolas de nevados lirios.


Por esos lagos que reflejan sus solitarias
y desiertas aguas, aguas muertas
sus aguas tristes, inmutables, tristes
como corolas de nevados lirios
cerca de aquellos bosques gigantescos,
enfrente de esos negros océanos,
al pie de aquellos montes formidables,
de esas cavernas en los hondos antros,
vénse, a veces, fantasmas silenciosos
que pasan a lo lejos sollozando,
fúnebres y dolientes ¡son aquellos
amigos que por siempre nos dejaron,
caros amigos para siempre idos,
fuera del Tiempo y fuera del Espacio!


Para el alma nutrida de pesares
para el transido corazón, acaso
es el asilo de la paz suprema,
del reposo y la calma en Eldorado.
Pero el viajero que azorado cruza
la región no contempla sin espantos
que a los mortales ojos sus misterios
perennemente seguirán sellados
así lo quiere la Deidad sombría
que tiene allí su imperio incontrastado.
Por esa senda desolada y triste
que recorren tan sólo ángeles malos,
senda fatal donde la Diosa Noche
ha erigido su trono solitario,
donde la inexplorada, última Tule
esfuma en sombras sus contornos vagos,
con el alma abrumada de pesares,
transido el corazón, he paseado...
¡He paseado en pos de los que huyeron
fuera del Tiempo y fuera del Espacio!



***
PARA ALGUIEN, EN EL CIELO



Para mi alma, fuiste, amor,
Cuanto en el mundo sonreía
La isla verde en el mar, amor,
Y la fuente y el ara pía.
Flores brotaban en redor,
Y cada flor, fue sólo mía.


¡Sueño fugaz, de tan brillante!
¡Ampo estelar que de tan puro,
Lució un instante!
En vano a mi alma lo Futuro
Clama: -¡Adelante!
Vuelta al pasado, abismo oscuro,
Persigue, muda, el Sueño amante.


Pues, ¡ay de mí!, la luz de Vida
Se me ha extinguido por jamás.
«Ya nunca más -no más- no más-»
(Así a la playa combatida,
Mar solemne, diciendo vas)
¡Tenderás vuelo, águila herida,
Árbol seco florecerás!


Y éxtasis son mis noches hondas;
Y estoy contigo -alma fraterna
Donde el mirar celeste ahondas,
Donde el flotante andar gobiernas
Al ritmo de qué etéreas rondas,
Ante cuáles ondas eternas.



***
CANCIÓN



En tu día nupcial, te vi encendida
Por ardiente rubor,
Aunque era un cielo para ti la vida,
Y el mundo, en tu presencia, todo amor.


En resplandor que en tu miraba había,
(¿Por qué se avivó tanto?)
Fue cuanto el alma dolorosa mía
Gozó en el mundo, de amoroso Encanto.


«Sólo un pudor de virgen es motivo
De tal rubor», pudo decirse ante él.
Pero ¡ay! reanimó fuego más vivo
En el pecho de aquél.


Que te miró de novia, cuando quiso
Lucir aquel rubor,
Aunque te fuera el mundo un paraíso,
Y en derredor, la vida, toda amor.



***
EL GUSANO VENCEDOR



¡Mirad! Noche de fiesta,
Solemne, es del futuro
En los postreros años de la vida.
Un coro de querubes,
Alados y con tules encubiertos,
Ajando con sus lágrimas los tules,
A un drama de terror y de esperanzas
Asisten en grandioso coliseo
Mientras exhala sobrehumana orquesta
La música sublime de los cielos.
Mimos, de Dios imagen,
Moviéndose veloces, con cautela
Murmuran: ¡meros títeres que impulsa
La voluntad de inmensos y disformes
Seres que van mudando
La escena y arrojando de sus alas
De cóndor, agitadas en la sombra,
La invisible desgracia!


¡Oh, nunca este confuso
Drama será olvidado!
Nunca con Fantasma, eternamente
Por un tropel en vano perseguido,
De círculo a través, que siempre gira.
Y torna al mismo sitio;
Siendo la esencia de la oscura trama
El horror, la locura y el delito.

¡Mas ved! Entre la turba
Mímica se introdujo una rastrera
Figura, ¡ser inmundo!
Cuerpo color de sangre que acechaba
Allá en la soledad del escenario,
¡Se tuerce! ¡Se retuerce!
Con mortales
Tormentos en su pasto se convierten
Los mimos; y los ángeles gimieron
Cuando sus viles uñas
Manchó con sangre humana el vil insecto.


¡Las luces se extinguieron!
¡Y todo yace extinto!
Y, por cubrir las formas
Trémulas, el telón, fúnebre manto,
Cae con la rapidez de una tormenta.
Y pálidos y mustios los querubes,
Irguiéndose, arrancándose sus velos,
Afirman que la mísera comedia
Es la tragedia "Hombre"
Y el inmundo gusano
¡El Héroe vencedor de esta tragedia!



***
SONETO A ZANTE


¡Isla hermosa, la hermosa entre las flores
te dio de nombres bellos el más bello!
¡Qué recuerdos me traen halagadores
las tuyas y tu mágico destello!


¡Cuánta escena pasó de dicha ciega!
¡Cuánta ilusión de anhelos enterrados!
¡Visiones de una niña que no llega jamás,
jamás, a tus risueños prados!


¡Jamás! Todo lo cambia este sonido.
Jamás tu antiguo encanto resucita;
tu recuerdo, jamás. Siendo florido,


me vas a parecer tierra maldita.
¡Jacintito país! ¡Purpúreo Zante!
¡Isola d'oro! ¡Fior di Levante!


***
LA DURMIENTE



Era la medianoche, en junio, tibia, bruna.
Yo estaba bajo un rayo de la mística luna,
Que de su blanco disco como un encantamiento
Vertía sobre el valle un vapor somnoliento.
Dormitaba en las tumbas el romero fragante,
Y al lago se inclinaba el lirio agonizante,
Y envueltas en la niebla en el ropaje acuoso,
Las ruinas descansaban en vetusto reposo.
¡Mirad! también el lago semejante al Leteo,
Dormita entre las sombras con lento cabeceo,
Y del sopor consciente despertarse no quiere
Para el mundo que en tomo lánguidamente
/muere
Duerme toda belleza y ved dónde reposa
Irene, dulcemente, en calma deleitosa.
Con la ventana abierta a los cielos serenos,
De claros laminares y de misterios llenos.


Oh, mi gentil señora, ¿no te asalta el espanto?
¿Por qué está tu ventana, así, en la noche
/abierta?
Los aires juguetones desde el bosque frondoso,
Risueños y lascivos en tropel rumoroso
Inundan tu aposento y agitan la cortina
Del lecho en que tu hermosa cabeza se reclina,
Sobre los bellos ojos de copiosas pestañas,
Tras los que el alma duerme en regiones
/extrañas,
Como fantasmas tétricos, por el sueño y los
/muros
Se deslizan las sombras de perfiles oscuros.
Oh, mi gentil señora, ¿no te asalta el espanto?
¿Cuál es, di, de tu ensueño el poderoso encanto?
Debes de haber venido de los lejanos mares
A este jardín hermoso de troncos seculares.
Extraños son, mujer, tu palidez, tu traje,
Y de tus largas trenzas el flotante homenaje;
Pero aún es más extraño el silencio solemne
En que envuelves tu sueño misterioso y
/perenne.
La dama gentil duerme. ¡Que duerman para el
/mundo!
Todo lo que es eterno tiene que ser profundo.
El cielo lo ha amparado bajo su dulce manto,
Trocando este aposento por otro que es más
/santo,
Y por otro más triste, el lecho en que reposa.
Yo le ruego al Señor, que con mano piadosa,
La deje descansar con sueño no turbado,
Mientras que los difuntos desfilan por su lado.
Ella duerme, amor mío. ¡Oh!, mi alma le desea
Que así como es eterno, profundo el sueño sea;
Que los viles gusanos se arrastren suavemente
En torno de sus manos y en torno de su frente;
Que en la lejana selva, sombría y centenaria,
Le alcen una alta tumba tranquila y solitaria
Donde flotan al viento, altivos y triunfales,
De su ilustre familia los paños funerales;
Una lejana tumba, a cuya puerta fuerte
Piedras tiró, de niña, sin temor a la muerte,
Y a cuyo duro bronce no arrancará más sones,
Ni los fúnebres ecos de tan tristes mansiones
¡Qué triste imaginarse pobre hija del pecado
Que el sonido fatídico a la puerta arrancado,
Y que quizá con gozo resonara en tu oído,
de la muerte terrífica era el triste gemido!


***
A HELENA



Sólo una vez te he visto
Sólo una vez- en tiempo ya lejano.
Sé que no muy lejano -pero velan
Brumas de lo pasado su distancia.
Era una medianoche
Del dulce mes de julio; y de la luna –
Que, en ascensión feliz como tu vida
Buscaba, entre los cielos, á más alta
Región, rápida senda-Un velo descendía con reposo,
Con pesadez, con sueño
-Un velo indefinido
De plata y seda y luz- que se extendía


De los erguidos rostros de mil rosas
De un encantado Edén, lleno de calma,
Por el que blandamente o con sigilo
Tan sólo a deslizarse se atreviera
El viento -se extendía
En los erguidos rostros de esas rosas
Que, cual desvanecidas de ternura,
Soltaban en retomo
A la amorosa luz que las besaba.
Sus perfumadas almas -se extendían
En los erguidos rostros de las rosas,
Que sonreían con feliz deliquio en ese paraíso que hechizaba
De tu presencia en él la poesía.


Te vi, como los ángeles, vestida
De blanco, en muelle alfombra de violetas
El cuerpo dulcemente reclinado,
Mientras que, de la luna,
La plateada luz se reflejaba
En los rostros erguidos de las rosas
Y en tu bello semblante
Al cielo alzado con profunda pena.
¿No fue el mismo Destino
Quien en la dulce medianoche -en julio
No fue el mismo destino (cuyo nombre
También es sentimiento) quien detuvo
Mi paso en el dintel del paraíso
Para aspirar el delicado incienso
De esas dormidas rosas?
Todo era soledad, silencio, en torno.
Y, mientras daba a su ruindad olvido,
El mundo que aborrece el alma mía,
Del impalpable sueño en los misterios,
Dos seres angustiados
Velábamos a solas: tú conmigo.
(¡Oh, Cielos! ¡Oh, Señor! ¡Cómo se agita
Mi corazón uniendo estas palabras!)
¡A solas tú conmigo!... El pie detuve... .
La pálida hermosura
Del cielo descendido a tu existencia,
Miré con devoción; y, al encontrarse
Mi vista con la tuya,
Todo dejó de ser, formas y vida,
En ese Edén que tú, maga sublime,
Con tus divinos ojos encantabas.


Perdió la luna su fulgor de perlas
Y huyeron a mis ojos fascinados,
Los ya musgosos bancos, los senderos,
Los árboles, las flores;
Y las puras esencias
De las dormidas rosas fallecieron
En los amantes brazos de los aires.
Todo -todo expiró menos tu imagen;
y aún ella, con la lumbre de la luna
Aún ella se extinguió para mi vista,
Que sólo vi el fulgor de tu mirada
Y el alma de tus ojos
Alzados con pesar a las alturas.
Los vi -y el mundo fueron
Para mi ser tus ojos imantados.
Los vi más breves horas
-Los vi hasta que la luna huyó del cielo.
¡Qué tormentosas luchas
Del corazón!
¡Qué impíos infortunios!
¡Qué lúgubres historias! descubrían,
En misteriosa unión esas esferas
De pura luz celeste!... ¡Y qué brillantes,
Sublimes esperanzas! ¡Qué apacible
Mar de engrandecimiento! ¡Qué osadas ambiciones!
¡Y para amar, qué inmenso poderío!


Ya la amorosa diana
Al mundo se ocultó bajo una densa
Nube de tempestad de occidente;
Y tú, pálida sombra,
Entre la sepulcral y hosca arboleda,
Te deslizaste huyendo taciturna.
Mas sólo la figura de tu cuerpo
-Sólo ella- del jardín y de mi vida
Por siempre se alejó: como dos astros
Quedaron ante mí tus bellos ojos.
Tus ojos que dejarme no quisieron
Y en esa noche, oscura ya, alumbraron
La triste senda de mi hogar sombrío.
Tus ojos, que jamás, cual la esperanza,
Mi ser abandonaron; y me siguen,
Me guían, me seducen
En el largo transcurso de los años.
Ellos mis dueños son y yo su esclavo
Su misión es dar lumbre
Con nobles entusiasmos a mi alma,
Cual mi deber salvarme
De su guiadora luz a los destellos,
Y ser purificado por su llama,
Y ser santificado
De su fuego celeste en los fulgores.
Ellos mi alma llenan de hermosura
(Que es la esperanza), y lejos
Allá en el cielo, brillan: dos estrellas
Ante las que, en el triste y silencioso
Desvelo de mi noche me arrodillo.
Y luego, cuando el día
De alegre claridad la tierra inunda,
Los veo aún: ¡dos dulces
Y centelleantes vésperos, que el rayo
Del mismo sol no extingue!

***

EL COLISEO


¡Eres símbolo constante de la fiel y antigua
/Roma!
¡Excelente relicario de sublime admiración, que a esta época legaron aquellos tiempos ya
/[idos cuya pompa y poderío parecen ensoñación!


Tras largo peregrinaje y ardiente ser de tu /ciencia,
me humillo con reverencia en las sombras de
/tu historia,
y transformada mi alma sacia su sed de belleza
contemplando tus grandezas, tus tristezas y tu
/gloria.


¡Oh profunda inmensidad, tiempo y recuerdo
/de antaño desolación y silencio, noche grandiosa;
/admirable!
Al percibiros comprendo vuestra mágica
/pureza en la perenne realeza de vuestra fuerza
/indomable.


Vuestros dulces sortilegios son mejores para mí
que los que el rey de Judea hiciera en
/Gethsemamí.
Ni la encantada Caldea jamás consiguió
/arrancar
a las estrellas prodigios cual vense en este
/lugar.


Donde un héroe cayera, hoy vese una columna...
y, donde el águila escénica envuelta en oro
/brilló
hoy el vampiro revuela al llegar la medianoche
y el fantástico aquelarre este lugar convirtió.


Aquí do las cabelleras de las matronas romanas
balanceaban al viento el rubio de sus colores,
hoy sólo se balancean el cardo y la débil caña...
han cesado aquellos días de sublimes
/esplendores.


Y, donde el rey poderoso su trono de oro tenía,
ágil y oscuro lagarto viene siempre a recorrer;
y hacia su casa marmórea cual espectro se
/desliza
a los pálidos reflejos de la luna en su crecer.


Mas yo pregunto: esos muros, esas inertes
/arcadas junto a zócalos de musgo hoy en hiedra
/revestidas
esos relieves tan vagos, esos frisos tan ruinosos
esas cornisas tronchadas y piedras enmohecidas,
¿es esto cuanto dejaron las horas y tiempos
/idos?

¿es lo único que resta de su fama colosal?
¿es cuanto a mí y al destino aquella época ha
llegado de su firme poderío y su obra escultural?
«Eso no es todo» -responden en aquel lugar
/los ecos«voces graves y proféticas hay en nuestro
/corazón...
y toda ruina recuerda las ideas de los sabios
semejantes a los himnos que al sol dedicó /Memnón.


Aún reinamos poderosas en los más grandes
/señores; asentamos nuestro imperio en las almas
/gigantescas...
no; no somos impotentes...; queda nuestro
/poderío,
nuestra gloria y nuestro nombre, aunque pálidas
/nos veas.
Las mil y una maravillas que extáticas nos
/circundan.
y recuerdan nuestra estirpe, nuestra gala y
/nuestra historia
se han prendido a nuestros flancos... y su
/admirable vestido
nos envuelve entre su manto más fulgente que la gloria».

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LIGEIA >< EDGAR ALLAN POE


Edgar Allan Poe


Ligeia
LIGEIA - Edgar Allan Poe (1809 - 1849)

Título en Inglés: LIGEIA



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LIGEIA
Edgar Allan Poe

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Y allí se encuentra la voluntad, que no fenece. ¿Quién conoce los misterios de la voluntad y su vigor? Pues Dios es una gran voluntad que penetra todas las cosas por la naturaleza de su atención. El hombre no se rinde a los ángeles, ni por entero a la muerte, salvo únicamente por la flaqueza de su débil voluntad.
JOSETH GLANVILL



No puedo, por mi alma, recordar ahora cómo, cuándo, ni exactamente dónde trabe por primera vez conocimiento con Lady Ligeia. Largos años han transcurrido desde entonces, y mi memoria es débil porque ha sufrido mucho. O quizá no puedo ahora recordar aquellos extremos porque, en verdad, el carácter de mi amada, su raro saber, la singular aunque plácida clase de su belleza, y la conmovedora y dominante elocuencia de su hondo lenguaje musical se han abierto camino en mi corazón con paso tan constante y cautelosamente progresivo, que ha sido inadvertido y desconocido. Creo, sin embargo, que la encontré por vez primera, y luego con mayor frecuencia, en una vieja y ruinosa ciudad cercana al Rin. De seguro, le he oído hablar de su familia. Está fuera de duda que provenía de una fecha muy remota. ¡Ligeia, Ligeia! Sumido en estudios que por su naturaleza se adaptan más que cualesquiera otros a amortiguar las impresiones del mundo exterior, me bastó este dulce nombre —Ligeia— para evocar ante mis ojos, en mi fantasía, la imagen de la que ya no existe. Y ahora, mientras escribo, ese recuerdo centellea, sobre mí, que no he sabido nunca el apellido paterno de la que fue mi amiga y mi prometida, que llegó a ser mi compañera de estudios y al fin, la esposa de mi corazón. ¿Fue aquello una orden mimosa por parte de mi Ligeia? ¿O fue una prueba de la fuerza de mi afecto lo que me llevó a no hacer investigaciones sobre ese punto? ¿O fue más bien un capricho mío, una vehemente y romántica ofrenda sobre el altar de la más apasionada devoción? Si sólo recuerdo el hecho de un modo confuso, ¿cómo asombrarse de que haya olvidado tan por completo las circunstancias que le originaron o le acompañaron? Y en realidad, si alguna vez el espíritu que llaman novelesco, si alguna vez la brumosa y alada Ashtophet del idólatra Egipto, preside, según dicen los matrimonios fatídicamente adversos, con toda seguridad presidió el mío.
Hay un tema dilecto, empero, sobre el cual no falla mi memoria. Es este la persona de Ligeia. Era de alta estatura, algo delgada, e incluso en los últimos días muy demacrada. Intentaría yo en vano describir la majestad, la tranquila soltura de su porte o la incomprensible ligereza y flexibilidad de su paso. Llegaba y partía como una sombra. No me daba cuenta jamás de su entrada en mi cuarto de estudio, salvo por la amada música de su apagada y dulce voz, cuando posaba ella su marmórea mano sobre mi hombro. En cuanto a la belleza de su faz, ninguna doncella la ha igualado nunca. Era el esplendor de un sueño de opio, una visión aérea y encantadora, más ardorosamente divina que las fantasías que revuelan alrededor de las almas dormidas de las hijas de Delos. Con todo, sus rasgos no poseían ese modelado regular que nos han enseñado falsamente a reverenciar con las obras clásicas del paganismo. "No hay belleza exquisita —dice Bacon, Lord Verulam—, hablando con certidumbre de todas las formas y genera de belleza, sin algo extraño en la proporción." No obstante, aunque yo veía que los rasgos de Ligeia no poseían una regularidad clásica, aunque notaba que su belleza era realmente "exquisita", y sentía que había en ella mucho de "extraño", me esforzaba en vano por descubrir la irregularidad y por perseguir los indicios de mi propia percepción de "lo extraño". Examinaba el contorno de la frente alta y pálida —una frente irreprochable: ¡cuán fría es, en verdad, esta palabra cuando se aplica a una majestad tan divina!—, la piel que competía con el más puro marfil, la amplitud imponente, la serenidad, la graciosa prominencia de las regiones que dominaban las sienes; y luego aquella cabellera de un color negro como plumaje de cuervo, brillante, profusa, naturalmente rizada, y que demostraba toda la potencia del epíteto homérico, "¡jacintina!". Miraba yo las líneas delicadas de la nariz, y en ninguna parte más que en los graciosos medallones hebraicos había contemplado una perfección semejante. Era la misma tersura de superficie, la misma tendencia casi imperceptible a lo aguileño, las mismas aletas curvadas con armonía que revelaban un espíritu libre. Contemplaba yo la dulce boca. Encerraba el triunfo de todas las cosas celestiales: la curva magnifica del labio superior, un poco corto, el aire suave y voluptuosamente reposado del interior, los hoyuelos que se marcaban y el color que hablaba, los dientes reflejando en una especie de relámpago cada rayo de luz bendita que caía sobre ellos en sus sonrisas serenas y plácidas, pero siempre radiantes y triunfadoras. Analizaba la forma del mentón, y allí también encontraba la gracia, la anchura, la dulzura, la majestad, la plenitud y la espiritualidad griegas, ese contorno que el dios Apolo reveló sólo en sueños a Cleómenes, el hijo del ateniense. Y luego miraba yo los grandes ojos de Ligeia.
Para los ojos no encuentro modelos, en la más remota antigüedad. Acaso era en aquellos ojos de mi amada donde residía el secreto al que Lord Verulam alude. Eran, creo yo, más grandes que los ojos ordinarios de nuestra propia raza. Más grandes que los ojos de la gacela de la tribu del valle de Nourjahad. Aun así, a ratos era —en los momentos de intensa excitación— cuando esa particularidad se hacia más notablemente impresionante en Ligeia. En tales momentos su belleza era —al menos, así parecía quizá a mi imaginación inflamada— la belleza de las fabulosas huríes de los turcos. Las pupilas eran del negro más brillante y bordeadas de pestañas de azabache muy largas; sus cejas, de un dibujo ligeramente irregular, tenían ese mismo tono. Sin embargo, lo extraño que encontraba yo en los ojos era independiente de su forma, de su color y de su brillo, y debía atribuirse, en suma, a la expresión. ¡Ah, palabra sin sentido, puro sonido, vasta latitud en que se atrinchera nuestra ignorancia de lo espiritual! ¡La expresión de los ojos de Ligeia! ¡Cuántas largas horas he meditado en ello; cuántas veces, durante una noche entera de verano, me he esforzado en sondearlo! ¿Qué era aquello, aquel lago más profundo que el pozo de Demócrito que vacía en el fondo de las pupilas de mi amada? ¿Qué era aquello? Se adueñaba de mí la pasión de descubrirlo. ¡Aquellos ojos! ¡Aquellas grandes, aquellas brillantes, aquellas divinas pupilas! Habían llegado a ser para mí las estrellas gemelas de Leda, y era yo para ellas el más devoto de los astrólogos.
No existe hecho, entre las muchas incomprensibles anomalías de la ciencia psicológica, que sea más sobrecogedoramente emocionante que el hecho —nunca señalado, según creo, en las escuelas— de que, en nuestros esfuerzos por traer a la memoria una cosa olvidada desde hace largo tiempo, nos encontremos con frecuencia al borde mismo del recuerdo, sin ser al fin capaces de recordar. Y así, ¡cuántas veces, en mi ardiente análisis de los ojos de Ligeia, he sentido acercarse el conocimiento pleno de su expresión! ¡Lo he sentido acercarse, y a pesar de ello, no lo he poseído del todo, y por último, ha desaparecido con absoluto! Y (¡extraño, oh, el más extraño de todos los misterios!) he encontrado en los objetos más vulgares del mundo una serie de analogías con esa expresión. Quiero decir que, después del periodo en que la belleza de Ligeia pasó por mi espíritu y quedó allí como en un altar, extraje de varios seres del mundo material una sensación análoga a la que se difundía sobre mí, en mí, bajo la influencia de sus grandes y luminosas pupilas. Por otra parte, no soy menos incapaz de definir aquel sentimiento, de analizarlo o incluso de tener una clara percepción de él. Lo he reconocido, repito, algunas veces en el aspecto de una viña crecida deprisa, en la contemplación de una falena
[1], de una mariposa, de una crisálida, de una corriente de agua presurosa. Lo he encontrado en el océano, en la caída de un meteoro. Lo he sentido en las miradas de algunas personas de edad desusada. Hay en el cielo una o dos estrellas (en particular, una estrella de sexta magnitud, doble y cambiante, que se puede encontrar junto a la gran estrella de la Lira) que, vistas con telescopio, me han producido un sentimiento análogo. Me he sentido henchido de él con los sonidos de ciertos instrumentos de cuerda, y a menudo en algunos pasajes de libros. Entre otros innumerables ejemplos, recuerdo muy bien algo en un volumen de Joseph Glanvill que (tal vez sea simplemente por su exquisito arcaísmo, ¿quién podría decirlo?) no ha dejado nunca de inspirarme el mismo sentimiento: "Y allí se encuentra la voluntad que no fenece. ¿Quién conoce los misterios de la voluntad, y su vigor? Pues Dios es una gran voluntad que penetra todas las cosas por la naturaleza de su atención. El hombre no se rinde a los ángeles ni por entero a la muerte, salvo únicamente por la flaqueza de su débil voluntad."
Durante el transcurso de los años, y por una sucesiva reflexión, he logrado trazar, en efecto, alguna remota relación entre ese pasaje del moralista inglés y una parte del carácter de Ligeia. Una intensidad de pensamiento, de acción, de palabra era quizá el resultado, o por lo menos, el indicio de una gigantesca volición que, durante nuestras largas relaciones, hubiese podido dar otras y más inmediatas pruebas de su existencia. De todas las mujeres que he conocido, ella, la tranquila al exterior, la siempre plácida Ligeia, era la presa más desgarrada por los tumultuosos buitres de la cruel pasión. Y no podía yo evaluar aquella pasión, sino por la milagrosa expansión de aquellos ojos que me deleitaban y me espantaban al mismo tiempo, por la melodía casi mágica, por la modulación, la claridad y la placidez de su voz muy profunda, y por la fiera energía (que hacia el doble de efectivo el contraste con su manera de pronunciar) de las vehementes palabras que prefería ella habitualmente.
He hablado del saber de Ligeia: era inmenso, tal como no lo he conocido nunca en una mujer. Sabía a fondo las lenguas clásicas, y hasta donde podía apreciarlo mi propio conocimiento, los dialectos modernos europeos, en los cuales no la he sorprendido nunca en falta. Bien mirado, sobre cualquier tema de la erudición académica tan alabada, sólo por ser más abstrusa, ¿he sorprendido en falta nunca a Ligeia? ¡Cuán singularmente, cuán emocionantemente, había impresionado mi atención en este último periodo sólo aquel rasgo en el carácter de mi esposa! He dicho que su cultura superaba la de toda mujer que he conocido; pero ¿dónde está el hombre que haya atravesado con éxito todo el amplio campo de las ciencias morales, físicas y matemáticas? No vi entonces lo que ahora percibo con claridad; que los conocimientos de Ligeia eran gigantescos, pasmosos; por mi parte, me daba la suficiente cuenta de su infinita superioridad para resignarme, con la confianza de un colegial, a dejarme guiar por ella a través del mundo caótico de las investigaciones metafísicas, del que me ocupé con ardor durante los primeros años de nuestro matrimonio.
¡Con qué vasto triunfo, con qué vivas delicias, con qué esperanza etérea la sentía inclinada sobre mí en medio de estudios tan poco explorados, tan poco conocidos, y veía ensancharse en lenta graduación aquella deliciosa perspectiva ante mí, aquella larga avenida, espléndida y virgen, a lo largo de la cual debía yo alcanzar al cabo la meta de una sabiduría harto divinamente preciosa para no estar prohibida!
Por eso, ¡Con qué angustioso pesar vi, después de algunos años, mis esperanzas tan bien fundadas abrir las alas juntas y volar lejos! Sin Ligeia, era yo nada más que un niño a tientas en la noche. Sólo su presencia, sus lecturas podían hacer vivamente luminosos los múltiples misterios del transcendentalismo en el cual estábamos sumidos. Privado del radiante esplendor de sus ojos, toda aquella literatura aligera y dorada, se volvía insulsa, de una plúmbea tristeza. Y ahora aquellos ojos iluminaban cada vez con menos frecuencia las páginas que yo estudiaba al detalle. Ligeia cayó enferma. Los ardientes ojos refulgieron con un brillo demasiado glorioso; los pálidos dedos tomaron el tono de la cera, y las azules venas de su ancha frente latieron impetuosamente vibrantes en la más dulce emoción. Vi que debía ella morir, y luché desesperado en espíritu contra el horrendo Azrael. Y los esfuerzos de aquella apasionada esposa fueron, con asombro mío, aún más enérgicos que los míos. Había mucho en su firme naturaleza que me impresionaba y hacia creer que para ella llegaría la muerte sin sus terrores; pero no fue así. Las palabras son impotentes para dar una idea de la ferocidad de resistencia que ella mostró en su lucha con la Sombra. Gemía yo de angustia ante aquel deplorable espectáculo. Hubiese querido calmarla, hubiera querido razonar; pero en la intensidad de su salvaje deseo de vivir —de vivir; sólo de vivir—, todo consuelo y iodo razonamiento habrían sido el colmo de la locura. Sin embargo, hasta el último instante, en medio de las torturas y de las convulsiones de su firme espíritu, no flaqueó la placidez exterior de su conducta. Su voz se tornaba más dulce —más profunda—, ¡pero yo no quería insistir en el vehemente sentido de aquellas palabras proferidas con tanta calma! Mi cerebro daba vueltas cuando prestaba oído a aquella melodía sobrehumana y a aquellas arrogantes aspiraciones que la Humanidad no había conocido nunca antes.
No podía dudar que me amaba, y me era fácil saber que en un pecho como el suyo el amor no debía de reinar como una pasión ordinaria. Pero sólo con la muerte comprendí toda la fuerza de su afecto. Durante largas horas, reteniendo mi mano, desplegaba ante mí su corazón rebosante, cuya devoción más que apasionada llegaba a la idolatría. ¿Cómo podía yo merecer la beatitud de tales confesiones? ¿Cómo podía yo merecer estar condenado hasta el punto de que mi amada me fuese arrebatada con la hora de mayor felicidad? Pero no puedo extenderme sobre este tema. Diré únicamente que en la entrega más que femenina de Ligeia a un amor, ¡ay!, no merecido, otorgado a un hombre indigno de él, reconocí por fin el principio de su ardiente, de su vehemente y serio deseo de vivir aquélla vida que huía ahora con tal rapidez. Y es ese ardor desordenado, esa vehemencia en su deseo de vivir —sólo de vivir—, lo que no tengo vigor para describir, lo que me siento por completo incapaz de expresar.
A una hora avanzada de la noche en que ella murió, me llamó perentoriamente a su lado, y me hizo repetir ciertos versos compuestos por ella pocos días antes. La obedecí. Son los siguientes:
¡Mirad! ¡Esta es noche de galadespués de los postreros años tristes!Una multitud de ángeles alígeros, ornadosde velos, y anegados en lágrimas,siéntase en un teatro, para verun drama de miedos y esperanzas,mientras la orquesta exhala, a ratos,la música de los astros.
Mimos, a semejanza del Altísimo,murmuran y rezongan quedamente,volando de un lado para otro;meros muñecos que van y vienena la orden de grandes seres informesque trasladan la escena aquí y allá,¡sacudiendo con sus alas de cóndorel Dolor invisible!
¡Qué abigarrado drama! ¡Oh, sin duda,jamás será olvidado!Con su Fantasma, sin cesar acosado,por un gentío que apresarle no puede,en un circulo que gira eternamentesobre sí propio y en el mismo sitio;¡mucha Locura, más Pecado aúny el Horror, son alma de la trama!
Pero mirad: ¡entre la chusma mímicauna forma rastrera se entremete!¡Una cosa roja de sangre que llega retorciéndosede la soledad escénica!¡Se retuerce y retuerce! Con jadeos mortaleslos mimos son ahora su pasto,los serafines lloran viendo los dientes del gusanochorrear sangre humana.
¡Fuera, fuera todas las luces!Y sobre cada forma trémula,el telón cual paño fúnebre,baja con tempestuoso ímpetu...Los ángeles, pálidos todos, lívidos,se levantan, descúbranse, afirmaque la obra es la tragedia Hombre,y su héroe, el Gusano triunfante.
—¡Oh Dios mío! —gritó casi Ligeia, alzándose de puntillas y extendiendo sus brazos hacia lo alto con un movimiento espasmódico, cuando acabé de recitar estos versos—. ¡Oh Dios mío! ¡Oh Padre Divino! ¿Sucederán estas cosas irremisiblemente? ¿No será nunca vencido ese conquistador? ¿No somos nosotros una parte y una parcela de Ti? ¿Quién conoce los misterios de la voluntad y su vigor? El hombre no se rinde a los ángeles ni a la muerte por completo, salvo por la flaqueza de su débil voluntad.
Y entonces, como agotada por la emoción, dejó caer sus blancos brazos con resignación, y volvió solemnemente a su lecho de muerte. Y cuando exhalaba sus postreros suspiros se mezcló a ellos desde sus labios un murmullo confuso. Agucé el oído y distinguí de nuevo las terminantes palabras del pasaje de Glanvill: "El hombre no se rinde a los ángeles ni por entero a la muerte, salvo por la flaqueza de su débil voluntad."
Ella murió; y yo, pulverizado por el dolor, no pude soportar más tiempo la solitaria desolación de mi casa en la sombría y ruinosa ciudad junto al Rin. No carecía yo de eso que el mundo llama riqueza. Ligeia me había aportado más; mucho más de lo que corresponde comúnmente a la suerte de los mortales. Por eso, después de unos meses perdidos en vagabundeos sin objeto, adquirí y me encerré en una especie de retiro, una abadía cuyo nombre no diré, en una de las regiones más selváticas y menos frecuentadas de la bella Inglaterra.
La sombría y triste grandeza del edificio, el aspecto casi salvaje de la posesión, los melancólicos y venerables recuerdos que con ella se relacionaban, estaban, en verdad, al unísono con el sentimiento de total abandono que me había desterrado a aquella distante y solitaria región del país. Sin embargo, aunque dejando a la parte exterior de la abadía su carácter primitivo y la verdeante vetustez que tapizaba sus muros, me dediqué con una perversidad infantil, y quizá con la débil esperanza de aliviar mis penas; a desplegar por dentro magnificencias más que regias. Desde la infancia sentía yo una gran inclinación por tales locuras, y ahora volvían a mí como en una chochez del dolor. (Ay, siento que se hubiera podido descubrir un comienzo de locura en aquellos suntuosos y fantásticos cortinajes, en aquellas solemnes esculturas egipcias, en aquellas cornisas y muebles raros, en los ¡extravagantes ejemplares de aquellos tapices granjeados de oro! Me había convertido en un esclavo forzado de las ataduras del opio, y todos mis trabajos y mis planes habían tomado el color de mis sueños. Pero no me detendré en detallar aquellos absurdos. Hablaré sólo de aquella estancia maldita para siempre, donde en un momento de enajenación mental conduje al altar y tomé por esposa —como sucesora de la inolvidable Ligeia— a Lady Rowena Trevanion de Tremaine, de rubios cabellos y ojos azules.
No hay una sola parte de la arquitectura y del decorado de aquella estancia nupcial que no aparezca ahora visible ante mí. ¿Dónde tenía la cabeza la altiva familia de la prometida para permitir, impulsada por la sed de oro, a una joven tan querida que franqueara el umbral de una estancia adornada así? Ya he dicho que recuerdo minuciosamente los detalles de aquella estancia, aunque olvide tantas otras cosas de aquel extraño periodo; y el caso es que no había, en aquel lujo fantástico, sistema que pudiera imponerse a la memoria. La habitación estaba situada en una alta torre de aquella abadía, construida como un castillo; era de forma pentagonal y muy espaciosa. Todo el lado sur del pentágono estaba ocupado por una sola ventana —una inmensa superficie hecha de una luna entera de Venecia, de un tono oscuro—, de modo que los rayos del sol o de la luna que la atravesaban, proyectaban sobre los objetos interiores una luz lúgubre. Por encima de aquella enorme ventana se extendía el enrejado de una añosa parra que trepaba por los muros macizos de la torre. El techo, de roble que parecía negro, era excesivamente alto, abovedado y curiosamente labrado con las más extrañas y grotescas muestras de un estilo semigótico y semidruídico. En la parte central más escondida de aquella melancólica bóveda colgaba, a modo de lámpara de una sola cadena de oro con largos anillos, un gran incensario del mismo metal, de estilo árabe, y con muchos calados caprichosos, a través de los cuales corrían y se retorcían con la vitalidad de una serpiente una serie continua de luces policromas.
Unas otomanas y algunos candelabros dorados, de forma oriental, se hallaban diseminados alrededor; y estaba también el lecho —el lecho nupcial— de estilo indio, bajo y labrado en recio ébano, coronado por un dosel parecido a un paño fúnebre. En cada uno de los ángulos de la estancia se alzaba un gigantesco sarcófago de granito negro, copiado de las tumbas de los reyes frente a Luxor, con su antigua tapa cubierta toda de relieves inmemoriales. Pero era en el tapizado de la estancia, ¡ay!, donde se desplegaba la mayor fantasía. Los muros, altísimos —de una altura gigantesca, más allá de toda proporción—, estaban tendidos de arriba abajo de un tapiz de aspecto pesado y macizo, tapiz hecho de la misma materia que la alfombra del suelo, y de la que se veía en las otomanas, en el lecho de ébano, en el dosel de éste y con las suntuosas cortinas que ocultaban parcialmente la ventana. Aquella materia era un tejido de oro de los más ricos. Estaba moteado, en espacios irregulares, de figuras arabescas, de un pie de diámetro, aproximadamente, que hacían resaltar sobre el fondo sus dibujos de un negro de azabache. Pero aquellas figuras no participaban del verdadero carácter del arabesco más que cuando se las examinaba desde un solo punto de vista. Por un procedimiento hoy muy corriente, y cuyos indicios se encuentran en la más remota antigüedad, estaban hechas de manera que cambiaban de aspecto. Para quien entrase en la estancia, tomaban la apariencia de simples monstruosidades; pero, cuando se avanzaba después, aquella apariencia desaparecía gradualmente, y paso a paso el visitante, variando de sitio en la habitación, se veía rodeado de una procesión continua de formas espantosas, como las nacidas de la superstición de los normandos o como las que se alzan en los sueños pecadores de los frailes. El efecto fantasmagórico aumentaba en gran parte por la introducción artificial de una fuerte corriente de aire detrás de los tapices, que daba al conjunto una horrenda e inquietante animación.
Tal era la mansión, tal era la estancia nupcial en donde pasé, con la dama de Tremaine, las horas impías del primer mes de nuestro casamiento, y las pasé con una leve inquietud. Que mi esposa temiese las furiosas extravagancias de mi carácter, que me huyese y me amase apenas, no podía yo dejar de notarlo; pero aquello casi me complacía. La odiaba con un odio más propio del demonio que del hombre. Mi memoria se volvía (¡oh, con qué intensidad de dolor!) hacia Ligeia, la amada, la augusta, la bella, la sepultada. Gozaba recordando su pureza, su sabiduría, su elevada y etérea naturaleza, su apasionado e idólatra amor. Ahora mi espíritu ardía plena y libremente con una llama más ardiente que la suya propia. Con la excitación de mis sueños de opio (pues estaba apresado de ordinario por las cadenas de la droga), gritaba su nombre con el silencio de la noche, o durante el día en los retiros escondidos de los valles, como si con la energía salvaje, la pasión solemne, el ardor devorador de mi ansia por la desaparecida, pudiese yo volverla a los caminos de esta tierra que había ella abandonado —¡ah!, ¿era posible?— para siempre.
A principios del segundo mes de matrimonio, Lady Rowena fue atacada de una dolencia repentina, de la que se repuso lentamente. La fiebre que la consumía hacia sus noches penosas, y en la inquietud de un semisopor, hablaba de ruidos y de movimientos que se producían con un lado y en otro de la torre, y que atribuía yo al trastorno de su imaginación o acaso a las influencias fantasmagóricas de la propia estancia. Al cabo entró en convalecencia, y por último, se restableció. Aun así, no había transcurrido más que un breve periodo de tiempo, cuando un segundo y más violento ataque la volvió a llevar al lecho del dolor, y de aquel ataque no se restableció nunca del todo su constitución, que había sido siempre débil. Su dolencia tuvo desde esa época un carácter alarmante y unas recaídas más alarmantes aún que desafiaban toda ciencia y los denodados esfuerzos de sus médicos. A medida que se agravaba aquel mal crónico, que desde entonces, sin duda, se había apoderado por demás de su constitución para ser factible que lo arrancasen medios humanos, no pude impedirme de observar una imitación nerviosa creciente y una excitabilidad en su temperamento por las causas más triviales de miedo. Volvió ella a hablar, y ahora, con mayor frecuencia e insistencia, de ruidos —de ligeros ruidos— y de movimientos insólitos en los tapices, a los que había ya aludido.
Una noche, hacia fines de septiembre, me llamó la atención sobre aquel tema angustioso en un tono más desusado que de costumbre. Acababa ella de despertarse de un sueño inquieto, y había yo espiado, con un sentimiento medio de ansiedad, medio de vago terror, las muecas de su demacrado rostro. Me hallaba sentado junto al lecho de ébano en una de las otomanas indias. Se incorporó ella a medias y habló en un excitado murmullo de ruidos que entonces oía, pero que yo no podía oír, y de movimientos que entonces veía, aunque yo no los percibiese. El viento corría veloz por detrás de los tapices, y me dediqué a demostrarle (lo cual debo confesar que no podía yo creerlo del todo) que aquellos rumores apenas articulados y aquellos cambios casi imperceptibles en las figuras de la pared eran tan sólo los efectos naturales de la corriente de aire habitual. Pero una palidez mortal que se difundió por su cara probó que mis esfuerzos por tranquilizarla eran inútiles. Pareció desmayarse, y no tenía yo cerca criados a quienes llamar. Recordé el sitio donde estaba colocada una botella de un vino suave, recetado por los médicos, y crucé, presuroso, por la estancia para cogerla. Pero al pasar bajo la luz del incensario, dos detalles de una naturaleza impresionante atrajeron mi atención. Había yo sentido algo palpable, aunque invisible, que pasaba cerca de mi persona, y vi sobre el tapiz de oro, en el centro mismo de la viva luz que proyectaba el innecesario, una sombra, una débil e indefinida sombra de angelical aspecto, tal como se puede imaginar la sombra de una forma. Pero como estaba yo vivamente excitado por una dosis excesiva de opio, no concedí más que una leve importancia a aquellas cosas ni hablé de ellas a Rowena. Encontré el vino, crucé de nuevo la habitación y llené un vaso que acerqué a los labios de mi desmayada mujer. Entretanto, se había repuesto en parte, y cogió ella misma el vaso, mientras me dejaba yo caer sobre una otomana cerca del lecho, con los ojos fijos en su persona. Fue entonces cuando oí claramente un ligero rumor de pasos sobre la alfombra junto al lecho, y un segundo después, cuando Rowena hacia ademán de alzar el vino hasta sus labios, vi o pude haber soñado que veía caer dentro del vaso, como de alguna fuente invisible que estuviera en el aire de la estancia, tres o cuatro anchas gotas de un liquido brillante color rubí. Si yo lo vi, Rowena no lo vio. Bebió el vino sin vacilar, y me guarde bien de hablarle de aquel incidente que tenia yo que considerar, después de todo, como sugerido por una imaginación sobreexcitada a la que hacían morbosamente activa el terror de mi mujer, el opio y la hora.
A pesar de todo, no pude ocultar a mi propia percepción que, inmediatamente después de la caída de las gotas color rubí, un rápido cambio —pero a un estado peor— tuvo lugar en la enfermedad de mi esposa; de tal modo, que a la tercera noche, las manos de sus servidores la preparaban para la tumba, y la cuarta estaba yo sentado solo, ante el cuerpo de ella envuelto en un sudario, en aquella fantástica estancia que la había recibido como a mi esposa. Extrañas visiones, engendradas por el opio, revoloteaban como sombras ante mí. Miraba con ojos inquietos los sarcófagos en los ángulos de la estancia, las figuras cambiantes de los tapices y las luces serpentinas y policromas del incensario, sobre mi cabeza. Mis ojos cayeron entonces, cuando intentaba recordar los incidentes de la noche anterior, en aquel sitio, bajo la claridad del incensario, donde había yo visto las huellas ligeras de la sombra. Sin embargo, ya no estaba allí, y respirando con gran alivio, volví la mirada a la pálida y rígida figura tendida sobre el lecho. Entonces se precipitaron sobre mí los mil recuerdos de Ligeia, y luego refluyó hacia mi corazón con la violenta turbulencia de un oleaje todo aquel indecible dolor con que la había contemplado amortajada. La noche iba pasando, y siempre con el pecho henchido de amargos pensamientos de ella, de mi solo y único amor, permanecí con los ojos fijos en el cuerpo de Rowena.
Sería medianoche o tal vez más temprano, pues no había tenido yo en cuenta el tiempo, cuando un sollozo quedo, ligero, pero muy claro, me despertó, sobresaltado, de mi ensueño. Sentí que venía del lecho de ébano, el lecho de muerte. Escuché con la angustia de un terror supersticioso, pero no se repitió aquel ruido. Forcé mi vista para descubrir un movimiento cualquiera en el cadáver, pero no se oyó nada. Con todo, no podía haberme equivocado. Había yo oído el ruido, siquiera ligero, y mi alma estaba muy despierta en mí. Mantuve resuelta y tenazmente concentrada mi atención sobre el cuerpo. Pasaron varios minutos antes de que ocurriese algún incidente que proyectase luz sobre el misterio. Por último resultó evidente que una coloración leve y muy débil, apenas perceptible, teñía de rosa y se difundía por las mejillas y por las sutiles venas de sus párpados. Aniquilado por una especie de terror y de horror indecibles, para los cuales no posee el lenguaje humano una expresión lo suficientemente enérgica, sentí que mi corazón se paralizaba y que mis miembros se ponían rígidos sobre mi asiento. No obstante, el sentimiento del deber me devolvió, por último, el dominio de mí mismo. No podía dudar ya por más tiempo que habíamos efectuado prematuros preparativos fúnebres, ya que Rowena vivía aún. Era necesario realizar desde luego alguna tentativa; pero la torre estaba completamente separada del ala de la abadía ocupada por la servidumbre, no había cerca ningún criado al que pudiera llamar ni tenía yo manera de pedir auxilio, como no abandonase la estancia durante unos minutos, a lo cual no podía arriesgarme. Luché, pues, solo, haciendo esfuerzos por reanimar aquel espíritu todavía en suspenso. A la postre, en un breve lapso de tiempo, hubo una recaída evidente; desapareció el color de los párpados y de las mejillas, dejando una palidez más que marmórea; los labios se apretaron con doble fuerza y se contrajeron con la expresión lívida de la muerte; una frialdad y una viscosidad repulsiva cubrieron en seguida la superficie del cuerpo, y la habitual rigidez cadavérica sobrevino al punto. Me deje caer, trémulo, sobre el canapé del que había sido arrancado tan de súbito, y me abandoné de nuevo, trasoñando, a mis apasionadas visiones de Ligeia.
Una hora transcurrió así, cuando (¿sería posible?) percibí por segunda vez un ruido vago que venía de la parte del lecho. Escuché, en el colmo del horror. El ruido se repitió; era un suspiro. Precipitándome hacia el cadáver, vi —vi con toda claridad— un temblor sobre los labios. Un minuto después se abrieron, descubriendo una brillante hilera de dientes perlinos. El asombro luchó entonces en mi pecho con el profundo terror que hasta ahora lo había dominado. Sentí que mi vista se oscurecía, que mi razón se extraviaba, y gracias únicamente a un violento esfuerzo, recobré al fin valor para cumplir la tarea que el deber volvía a imponerme. Había ahora un color cálido sobre la frente, sobre las mejillas y sobre la garganta; un calor perceptible invadía todo el cuerpo, e incluso el corazón tenia un leve latido. Mi mujer vivía. Con un ardor redoblado, me dediqué a la tarea de resucitarla; froté y golpeé las sienes y las manos, y utilicé todos los procedimientos que me sugirieron la experiencia y numerosas lecturas médicas. Pero fue en vano. De repente el color desapareció, cesaron los latidos, los labios volvieron a adquirir la expresión de la muerte, y un instante después, el cuerpo entero recobró su frialdad de hielo, aquel tono lívido, su intensa rigidez, su contorno hundido, y todas las horrendas peculiaridades de lo que ha permanecido durante varios días en la tumba.
Y me sumí otra vez en las visiones de Ligeia, y otra vez (¿cómo asombrarse de que me estremezca mientras escribo?), otra vez llegó a mis oídos un sollozo sofocado desde el lecho de ébano. Pero (¿para qué detallar con minuciosidad los horrores indecibles de aquella noche? ¿Para qué detenerme en relatar ahora cómo, una vez tras otra, casi hasta que despuntó el alba, el horrible drama de la resurrección se repitió, cómo cada aterradora recaída se transformaba tan sólo en una muerte más rígida y más irremediable, cómo cada angustia tomaba el aspecto de una lucha con un adversario invisible, y cómo ahora cada lucha era seguida por no sé qué extraña alteración en la apariencia del cadáver? Me apresuraré a terminar.
La mayor parte de la espantosa noche había pasado, y la que estaba muerta se movió de nuevo, al presente con más vigor que nunca, aunque despertándose de una disolución más aterradora y más totalmente irreparable que ninguna. Había yo, desde hacia largo rato, interrumpido la lucha y el movimiento y permanecía sentado rígido sobre la otomana, presa impotente de un torbellino de violentas emociones, de las cuales la menos terrible quizá, la menos aniquilante, constituía un supremo espanto. El cadáver, repito, se movía, y al presente con más vigor que antes. Los colores de la vida se difundían con una inusitada energía por la cara, se distendían los miembros, y salvo que los párpados seguían apretados fuertemente, y que los vendajes y los tapices comunicaban aun a la figura su carácter sepulcral, habría yo soñado que Rowena se libertaba por completo de las cadenas de la Muerte. Pero si no acepté esta idea por entero, desde entonces no pude ya dudar por más tiempo, cuando, levantándose del lecho, vacilante, con débiles pasos, a la manera de una persona aturdida por un sueño, la forma que estaba amortajada avanzó osada y palpablemente hasta el centro de la estancia.
No temblé, no me moví, pues una multitud de fantasías indecibles, relacionadas con el aire, la estatura, el porte de la figura, se precipitaron velozmente en mi cerebro, me paralizaron, me petrificaron. No me movía, sino que contemplaba con fijeza la aparición. Había en mis pensamientos un desorden loco, un tumulto inaplacable. ¿Podía ser de veras la Rowena viva quién estaba frente a mí? ¿Podía ser de veras Rowena en absoluto, la de los cabellos rubios y los ojos azules, Lady Rowena Trevanion de Tremaine? ¿Por qué, si, por qué lo dudaba yo? El vendaje apretaba mucho la boca; pero ¿entonces podía no ser aquella la boca respirante de Lady de Tremaine? Y las mejillas eran las mejillas rosadas como en el mediodía de su vida; si, aquéllas eran de veras las lindas mejillas de Lady de Tremaine, viva. Y el mentón, con sus hoyuelos de salud, ¿podían no ser los suyos? Pero ¿había ella crecido desde su enfermedad? ¿Qué inexpresable demencia se apoderó de mí ante este pensamiento? ¡De un salto estuve a sus pies! Evitando mi contacto, sacudió ella su cabeza, aflojó la tiesa mortaja en que estaba envuelta, y entonces se desbordó por el aire agitado de la estancia una masa enorme de largos y despeinados cabellos; ¡eran más negros que las alas del cuervo de medianoche! Y entonces, la figura que se alzaba ante mí abrió lentamente los ojos.
—¡Por fin los veo! —grité con fuerza—. ¿Cómo podía yo nunca haberme equivocado? ¡Estos son los grandes, los negros, los ardientes ojos, de mi amor perdido, de Lady, de Lady Ligeia!.


F I N

EL POZO Y EL PENDULO -- EDGAR ALLAN POE


El pozo y el péndulo
Edgar Allan Poe


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Impia tortorum longas hic turba furores sanguinis innocui, non satiata,
aluit, sospite nunc patria, fracto nunc funeris antro, mors ubi dira fuit vita
salusque patent.
(Cuarteto compuesto para las puertas de un mercado que debió erigirse en
el solar del Club de los Jacobinos, en París.)
Estaba agotado, agotado hasta no poder más, por aquella larga
agonía. Cuando, por último, me desataron y pude sentarme, noté
que perdía el conocimiento. La sentencia, la espantosa sentencia
de muerte, fue la última frase claramente acentuada que llegó a mis
oídos. Luego, el sonido de las voces de los inquisidores me pareció
que se apagaba en el indefinido zumbido de un sueño. El ruido
aquel provocaba en mi espíritu una idea de rotación, quizá a causa
de que lo asociaba en mis pensamientos con una rueda de molino.
Pero aquello duró poco tiempo, porque, de pronto, no oí nada más.
No obstante, durante algún rato pude ver, pero ¡con qué terrible
exageración! Veía los labios de los jueces vestidos de negro: eran
blancos, más blancos que la hoja de papel sobre la que estoy
escribiendo estas palabras; y delgados hasta lo grotesco,
adelgazados por la intensidad de su dura expresión, de su
resolución inexorable, del riguroso desprecio al dolor humano. Veía
que los decretos de lo que para mí representaba el Destino salían
aún de aquellos labios. Los vi retorcerse en una frase mortal, les vi
pronunciar las sílabas de mi nombre, y me estremecí al ver que el
sonido no seguía al movimiento.
Durante varios momentos de espanto frenético vi también la blanda
y casi imperceptible ondulación de las negras colgaduras que
cubrían las paredes de la sala, y mi vista cayó entonces sobre los
siete grandes hachones que se habían colocado sobre la mesa.
Tomaron para mí, al principio, el aspecto de la caridad, y los
imaginé ángeles blancos y esbeltos que debían salvarme. Pero
entonces, y de pronto, una náusea mortal invadió mi alma, y sentí
que cada fibra de mi ser se estremecía como si hubiera estado en
contacto con el hilo de una batería galvánica. Y las formas
angélicas convertíanse en insignificantes espectros con cabeza de
llama, y claramente comprendí que no debía esperar de ellos auxilio
alguno. Entonces, como una magnífica nota musical, se insinuó en
mi imaginación la idea del inefable reposo que nos espera en la
tumba. Llegó suave, furtivamente; creo que necesité un gran rato
para apreciarla por completo. Pero en el preciso instante en que mi
espíritu comenzaba a sentir claramente esa idea, y a acariciarla, las
figuras de los jueces se desvanecieron como por arte de magia; los
grandes hachones se redujeron a la nada; sus llamas se apagaron
por completo, y sobrevino la negrura de las tinieblas; todas las
sensaciones parecieron desaparecer como en una zambullida loca
y precipitada del alma en el Hades. Y el Universo fue sólo noche,
silencio, inmovilidad.
Estaba desvanecido. Pero, no obstante, no puedo decir que hubiese
perdido la conciencia del todo. La que me quedaba, no intentaré
definirla, ni describirla siquiera. Pero, en fin, todo no estaba perdido.
En medio del más profundo sueño..., ¡no! En medio del delirio...,
¡no! En medio del desvanecimiento..., ¡no! En medio de la muerte...,
¡no! Si fuera de otro modo, no habría salvación para el hombre.
Cuando nos despertamos del más profundo sueño, rompemos la
telaraña de algún sueño. Y, no obstante, un segundo más tarde es
tan delicado este tejido, que no recordamos haber soñado.
Dos grados hay, al volver del desmayo a la vida: el sentimiento de
la existencia moral o espiritual y el de la existencia física. Parece
probable que si, al llegar al segundo grado, hubiéramos de evocar
las impresiones del primero, volveríamos a encontrar todos los
recuerdos elocuentes del abismo trasmundano. ¿Y cuál es ese
abismo? ¿Cómo, al menos, podremos distinguir sus sombras de las
de la tumba? Pero si las impresiones de lo que he llamado primer
grado no acuden de nuevo al llamamiento de la voluntad, no
obstante, después de un largo intervalo, ¿no aparecen sin ser
solicitadas, mientras, maravillados. nos preguntamos de dónde
proceden? Quien no se haya desmayado nunca no descubrirá
extraños palacios y casas singularmente familiares entre las
ardientes llamas; no será el que contemple, flotantes en el aire, las
visiones melancólicas que el vulgo no puede vislumbrar, no será el
que medite sobre el perfume de alguna flor desconocida, ni el que
se perderá en el misterio de alguna melodía que nunca hubiese
llamado su atención hasta entonces.
En medio de mis repetidos e insensatos esfuerzos, en medio de mi
enérgica tenacidad en recoger algún vestigio de ese estado de
vacío aparente en el que mi alma había caído, hubo instantes en
que soñé triunfar. Tuve momentos breves, brevísimos en que he
llegado a condensar recuerdos que en épocas posteriores mi razón
lúcida me ha afirmado no poder referirse sino a ese estado en que
parece aniquilada la conciencia. Muy confusamente me presentan
esas sombras de recuerdos grandes figuras que me levantaban,
transportándome silenciosamente hacia abajo, aún más hacia
abajo, cada vez más abajo, hasta que me invadió un vértigo
espantoso a la simple idea del infinito en descenso.
También me recuerdan no sé qué vago espanto que experimentaba
el corazón, precisamente a causa de la calma sobrenatural de ese
corazón. Luego el sentimiento de una repentina inmovilidad en todo
lo que me rodeaba, como si quienes me llevaban, un cortejo de
espectros, hubieran pasado, al descender, los límites de lo ilimitado,
y se hubiesen detenido, vencidos por el hastío infinito de su tarea.
Recuerda mi alma más tarde una sensación de insipidez y de
humedad; después, todo no es más que locura, la locura de una
memoria que se agita en lo abominable.
De pronto vuelven a mi alma un movimiento y un sonido: el
movimiento tumultuoso del corazón y el rumor de sus latidos.
Luego, un intervalo en el que todo desaparece. Luego, el sonido de
nuevo, el movimiento y el tacto, como una sensación vibrante
penetradora de mi ser. Después la simple conciencia de mi
existencia sin pensamiento, sensación que duró mucho. Luego,
bruscamente, el pensamiento de nuevo, un temor que me producía
escalofríos y un esfuerzo ardiente por comprender mi verdadero
estado. Después, un vivo afán de caer en la insensibilidad. Luego,
un brusco renacer del alma y una afortunada tentativa de
movimiento. Entonces, el recuerdo completo del proceso, de los
negros tapices, de la sentencia, de mi debilidad, de mi desmayo. Y
el olvido más completo en torno a lo que ocurrió más tarde.
Únicamente después, y gracias a la constancia más enérgica, he
logrado recordarlo vagamente.
No había abierto los ojos hasta ese momento. Pero sentía que
estaba tendido de espaldas y sin ataduras. Extendí la mano y
pesadamente cayó sobre algo húmedo y duro. Durante algunos
minutos la dejé descansar así, haciendo esfuerzos por adivinar
dónde podía encontrarme y lo que había sido de mí. Sentía una
gran impaciencia por hacer uso de mis ojos, pero no me atreví.
Tenía miedo de la primera mirada sobre las cosas que me
rodeaban. No es que me aterrorizara contemplar cosas horribles,
sino que me aterraba la idea de no ver nada.
A la larga, con una loca angustia en el corazón, abrí rápidamente
los ojos. Mi espantoso pensamiento hallábase, pues, confirmado.
Me rodeaba la negrura de la noche eterna. Me parecía que la
intensidad de las tinieblas me oprimía y me sofocaba. La atmósfera
era intolerablemente pesada. Continué acostado tranquilamente e
hice un esfuerzo por emplear mi razón. Recordé los procedimientos
inquisitoriales, y, partiendo de esto, procuré deducir mi posición
verdadera. Había sido pronunciada la sentencia y me parecía que
desde entonces había transcurrido un largo intervalo de tiempo. No
obstante, ni un solo momento imaginé que estuviera realmente
muerto.
A pesar de todas las ficciones literarias, semejante idea es
absolutamente incompatible con la existencia real. Pero ¿dónde me
encontraba y cuál era mi estado? Sabía que los condenados a
muerte morían con frecuencia en los autos de fe. La misma tarde
del día de mi juicio habíase celebrado una solemnidad de esta
especie. ¿Me habían llevado, acaso, de nuevo a mi calabozo para
aguardar en él el próximo sacrificio que había de celebrarse meses
más tarde? Desde el principio comprendí que esto no podía ser.
Inmediatamente había sido puesto en requerimiento el contingente
de víctimas. Por otra parte, mi primer calabozo, como todas las
celdas de los condenados, en Toledo, estaba empedrado y había
en él alguna luz.
Repentinamente, una horrible idea aceleró mi sangre en torrentes
hacia mi corazón, y durante unos instantes caí de nuevo en mi
insensibilidad. Al volver en mí, de un solo movimiento me levanté
sobre mis pies, temblando convulsivamente en cada fibra.
Desatinadamente, extendí mis brazos por encima de mi cabeza y a
mi alrededor, en todas direcciones. No sentí nada. No obstante,
temblaba a la idea de dar un paso, pero me daba miedo tropezar
contra los muros de mi tumba. Brotaba el sudor por todos mis
poros, y en gruesas gotas frías se detenía sobre mi frente. A la
larga, se me hizo intolerable la agonía de la incertidumbre y avancé
con precaución, extendiendo los brazos y con los ojos fuera de sus
órbitas, con la esperanza de hallar un débil rayo de luz. Di algunos
pasos, pero todo estaba vacío y negro. Respiré con mayor libertad.
Por fin, me pareció evidente que el destino que me habían
reservado no era el más espantoso de todos.
Y entonces, mientras precavidamente continuaba avanzando, se
confundían en masa en mi memoria mil vagos rumores que sobre
los horrores de Toledo corrían. Sobre estos calabozos contábanse
cosas extrañas. Yo siempre había creído que eran fábulas; pero, sin
embargo, eran tan extraños, que sólo podían repetirse en voz baja.
¿Debía morir yo de hambre, en aquel subterráneo mundo de
tinieblas, o qué muerte más terrible me esperaba? Puesto que
conocía demasiado bien el carácter de mis jueces, no podía dudar
de que el resultado era la muerte, y una muerte de una amargura
escogida. Lo que sería, y la hora de su ejecución, era lo único que
me preocupaba y me aturdía.
Mis extendidas manos encontraron, por último un sólido obstáculo.
Era una pared que parecía construida de piedra, muy lisa, húmeda
y fría. La fui siguiendo de cerca, caminando con la precavida
desconfianza que me habían inspirado ciertas narraciones antiguas.
Sin embargo, esta operación no me proporcionaba medio alguno
para examinar la dimensión de mi calabozo, pues podía dar la
vuelta y volver al punto de donde había partido sin darme cuenta de
lo perfectamente igual que parecía la pared. En vista de ello busqué
el cuchillo que guardaba en uno de mis bolsillos cuando fui
conducido al tribunal. Pero había desaparecido, porque mis ropas
habían sido cambiadas por un traje de grosera estameña.
Con objeto de comprobar perfectamente mi punto de partida, había
pensado clavar la hoja en alguna pequeña grieta de la pared. Sin
embargo, la dificultad era bien fácil de ser solucionada, y, no
obstante, al principio, debido al desorden de mi pensamiento, me
pareció insuperable. Rasgué una tira de la orla de mi vestido y la
coloqué en el suelo en toda su longitud, formando un ángulo recto
con el muro. Recorriendo a tientas mi camino en torno a mi
calabozo, al terminar el circuito tendría que encontrar el trozo de
tela. Por lo menos, esto era lo que yo creía, pero no había tenido en
cuenta ni las dimensiones de la celda ni mi debilidad. El terreno era
húmedo y resbaladizo. Tambaleándome, anduve durante algún rato.
Después tropecé y caí. Mi gran cansancio me decidió a continuar
tumbado, y no tardó el sueño en apoderarse de mí en aquella
posición.
Al despertarme y alargar el brazo hallé a mi lado un pan y un
cántaro con agua. Estaba demasiado agotado para reflexionar en
tales circunstancias, y bebí y comí ávidamente. Tiempo más tarde
reemprendí mi viaje en torno a mi calabozo, y trabajosamente logré
llegar al trozo de estameña. En el momento de caer había contado
ya cincuenta y dos pasos, y desde que reanudé el camino hasta
encontrar la tela, cuarenta y ocho. De modo que medía un total de
cien pasos, y suponiendo que dos de ellos constituyeran una yarda,
calculé en unas cincuenta yardas la circunferencia de mi calabozo.
Sin embargo, había tropezado con numerosos ángulos en la pared,
y esto impedía el conjeturar la forma de la cueva, pues no había
duda alguna de que aquello era una cueva.
No ponía gran interés en aquellas investigaciones, y con toda
seguridad estaba desalentado. Pero una vaga curiosidad me
impulsó a continuarlas. Dejando la pared, decidí atravesar la
superficie de mi prisión. Al principio procedí con extrema
precaución, pues el suelo, aunque parecía ser de una materia dura,
era traidor por el limo que en él había. No obstante, al cabo de un
rato logré animarme y comencé a andar con seguridad, procurando
cruzarlo en línea recta.
De esta forma avancé diez o doce pasos, cuando el trozo rasgado
que quedaba de orla se me enredó entre las piernas, haciéndome
caer de bruces violentamente.
En la confusión de mi caída no noté al principio una circunstancia
no muy sorprendente y que, no obstante, segundos después,
hallándome todavía en el suelo, llamó mi atención. Mi barbilla
apoyábase sobre el suelo del calabozo, pero mis labios y la parte
superior de la cabeza, aunque parecían colocados a menos altura
que la barbilla, no descansaban en ninguna parte. Me pareció, al
mismo tiempo, que mi frente se empapaba en un vapor viscoso y
que un extraño olor a setas podridas llegaba hasta mi nariz. Alargué
el brazo y me estremecí, descubriendo que había caído al borde
mismo de un pozo circular cuya extensión no podía medir en aquel
momento. Tocando las paredes precisamente debajo del brocal,
logré arrancar un trozo de piedra y la dejé caer en el abismo.
Durante algunos segundos presté atención a sus rebotes. Chocaba
en su caída contra las paredes del pozo. Lúgubremente, se hundió
por último en el agua, despertando ecos estridentes. En el mismo
instante dejóse oír un ruido sobre mi cabeza, como de una puerta
abierta y cerrada casi al mismo tiempo, mientras un débil rayo de
luz atravesaba repentinamente la oscuridad y se apagaba en
seguida.
Con toda claridad vi la suerte que se me preparaba, y me felicité por
el oportuno accidente que me había salvado. Un paso más, y el
mundo no me hubiera vuelto a ver. Aquella muerte, evitada a
tiempo, tenía ese mismo carácter que había yo considerado como
fabuloso y absurdo en las historias que sobre la Inquisición había
oído contar. Las víctimas de su tiranía no tenían otra alternativa que
la muerte, con sus crueles agonías físicas o con sus abominables
torturas morales. Esta última fue la que me había sido reservada.
Mis nervios estaban abatidos por un largo sufrimiento, hasta el
punto que me hacía temblar el sonido de mi propia voz, y me
consideraba por todos motivos una víctima excelente para la clase
de tortura que me aguardaba.
Temblando, retrocedí a tientas hasta la pared, decidido a dejarme
morir antes que afrontar el horror de los pozos que en las tinieblas
de la celda multiplicaba mi imaginación. En otra situación de ánimo
hubiese tenido el suficiente valor para concluir con mis miserias de
una sola vez, lanzándome a uno de aquellos abismos, pero en
aquellos momentos era yo el más perfecto de los cobardes. Por otra
parte, me era imposible olvidar lo que había leído con respecto a
aquellos pozos, de los que se decía que la extinción repentina de la
vida era una esperanza cuidadosamente excluida por el genio
infernal de quien los había concebido.
Durante algunas horas me tuvo despierto la agitación de mi ánimo.
Pero, por último, me adormecí de nuevo. Al despertarme, como la
primera vez, hallé a mi lado un pan y un cántaro de agua. Me
consumía una sed abrazadora, y de un trago vacíe el cántaro. Algo
debía de tener aquella agua, pues apenas bebí sentí unos
irresistibles deseos de dormir. Caí en un sueño profundo parecido al
de la muerte. No he podido saber nunca cuánto tiempo duró; pero,
al abrir los ojos, pude distinguir los objetos que me rodeaban.
Gracias a una extraña claridad sulfúrea, cuyo origen no pude
descubrir al principio, podía ver la magnitud y aspecto de mi cárcel.
Me había equivocado mucho con respecto a sus dimensiones. Las
paredes no podían tener más de veinticinco yardas de
circunferencia. Durante unos minutos, ese descubrimiento me turbó
grandemente, turbación en verdad pueril, ya que, dadas las terribles
circunstancias que me rodeaban, ¿qué cosa menos importante
podía encontrar que las dimensiones de mi calabozo? Pero mi alma
ponía un interés extraño en las cosas nimias, y tenazmente me
dediqué a darme cuenta del error que había cometido al tomar las
medidas a aquel recinto. Por último se me apareció como un
relámpago la luz de la verdad. En mi primera exploración había
contado cincuenta y dos pasos hasta el momento de caer. En ese
instante debía encontrarme a uno o dos pasos del trozo de tela.
Realmente, había efectuado casi el circuito de la cueva. Entonces
me dormí, y al despertarme, necesariamente debí de volver sobre
mis pasos, creando así un circuito casi doble del real. La confusión
de mi cerebro me impidió darme cuenta de que había empezado la
vuelta con la pared a mi izquierda y que la terminaba teniéndola a la
derecha.
También me había equivocado por lo que respecta a la forma del
recinto. Tanteando el camino, había encontrado varios ángulos,
deduciendo de ello la idea de una gran irregularidad; tan poderoso
es el efecto de la oscuridad absoluta sobre el que sale de un letargo
o de un sueño. Los ángulos eran, sencillamente, producto de leves
depresiones o huecos que se encontraban a intervalos desiguales.
La forma general del recinto era cuadrada. Lo que creí mampostería
parecía ser ahora hierro u otro metal dispuesto en enormes
planchas, cuyas suturas y junturas producían las depresiones.
La superficie de aquella construcción metálica estaba embadurnada
groseramente con toda clase de emblemas horrorosos y repulsivos,
nacidos de la superstición sepulcral de los frailes. Figuras de
demonios con amenazadores gestos, con formas de esqueleto y
otras imágenes del horror más realista llenaban en toda su
extensión las paredes. Me di cuenta de que los contornos de
aquellas monstruosidades estaban suficientemente claros, pero que
los colores parecían manchados y estropeados por efecto de la
humedad del ambiente. Vi entonces que el suelo era de piedra. En
su centro había un pozo circular, de cuya boca había yo escapado,
pero no vi que hubiese alguno más en el calabozo.
Todo esto lo vi confusamente y no sin esfuerzo, pues mi situación
física había cambiado mucho durante mi sueño. Ahora, de
espaldas, estaba acostado cuan largo era sobre una especie de
armadura de madera muy baja. Estaba atado con una larga tira que
parecía de cuero. Enrollábase en distintas vueltas en torno a mis
miembros y a mi cuerpo, dejando únicamente libres mi cabeza y mi
brazo izquierdo. Sin embargo, tenía que hacer un violento esfuerzo
para alcanzar el alimento que contenía un plato de barro que habían
dejado a mi lado sobre el suelo. Con verdadero terror me di cuenta
de que el cántaro había desaparecido, y digo con terror porque me
devoraba una sed intolerable. Creí entonces que el plan de mis
verdugos consistía en exasperar esta sed, puesto que el alimento
que contenía el plato era una carne cruelmente salada.
Levanté los ojos y examiné el techo de mi prisión. Hallábase a una
altura de treinta o cuarenta pies y parecíase mucho, por su
construcción, a las paredes laterales. En una de sus caras llamó mi
atención una figura de las más singulares. Era una representación
pintada del Tiempo, tal como se acostumbra representarle, pero en
lugar de la guadaña tenía un objeto que a primera vista creí se
trataba de un enorme péndulo como los de los relojes antiguos. No
obstante, algo había en el aspecto de aquella máquina que me hizo
mirarla con más detención.
Mientras la observaba directamente, mirando hacia arriba, pues
hallábase colocada exactamente sobre mi cabeza, me pareció ver
que se movía. Un momento después se confirmaba mi idea. Su
balanceo era corto y, por tanto, muy lento. No sin cierta
desconfianza, y, sobre todo, con extrañeza la observé durante unos
minutos. Cansado, al cabo de vigilar su fastidioso movimiento, volví
mis
ojos a los demás objetos de la celda.
Un ruido leve atrajo mi atención. Miré al suelo y vi algunas enormes
ratas que lo cruzaban. Habían salido del pozo que yo podía
distinguir a mi derecha. En ese instante, mientras las miraba,
subieron en tropel, a toda prisa, con voraces ojos y atraídas por el
olor de la carne. Me costó gran esfuerzo y atención apartarlas.
Transcurrió media hora, tal vez una hora—pues apenas
imperfectamente podía medir el tiempo— cuando, de nuevo, levanté
los ojos sobre mí. Lo que entonces vi me dejó atónito y sorprendido.
El camino del péndulo había aumentado casi una yarda, y, como
consecuencia natural, su velocidad era también mucho mayor.
Pero, principalmente, lo que más me impresionó fue la idea de que
había descendido visiblemente. Puede imaginarse con qué espanto
observé entonces que su extremo inferior estaba formado por media
luna de brillante acero, que, aproximadamente, tendría un pie de
largo de un cuerno a otro. Los cuernos estaban dirigidos hacia
arriba, y el filo inferior, evidentemente afilado como una navaja
barbera. También parecía una navaja barbera, pesado y macizo, y
ensanchábase desde el filo en una forma ancha y sólida. Se
ajustaba a una gruesa varilla de cobre, y todo ello silbaba
moviéndose en el espacio.
Ya no había duda alguna con respecto a la suerte que me había
preparado la horrible ingeniosidad monacal. Los agentes de la
Inquisición habían previsto mi descubrimiento del pozo; del pozo,
cuyos horrores habían sido reservados para un hereje tan temerario
como yo; del pozo, imagen del infierno, considerado por la opinión
como la Ultima Tule de todos los castigos. El más fortuito de los
accidentes me había salvado de caer en él, y yo sabia que el arte
de convertir el suplicio en un lazo y una sorpresa constituía una
rama importante de aquel sistema fantástico de ejecuciones
misteriosas. Por lo visto, habiendo fracasado mi caída en el pozo,
no figuraba en el demoníaco plan arrojarme a él. Por tanto, estaba
destinado, y en este caso sin ninguna alternativa, a una muerte
distinta y más dulce ¡Mas dulce! En mi agonía, pensando en el uso
singular que yo hacía de esta palabra, casi sonreí.
¿Para qué contar las largas, las interminables horas de horror, más
que mortales, durante las que conté las vibrantes oscilaciones del
acero? Pulgada a pulgada, línea a línea, descendía gradualmente,
efectuando un descenso sólo apreciable a intervalos, que eran para
mí más largos que siglos. Y cada vez más, cada vez más, seguía
bajando, bajando.
Pasaron días, tal vez muchos días, antes que llegase a balancearse
lo suficientemente cerca de mí para abanicarme con su aire acre.
Hería mi olfato el olor de acero afilado. Rogué al Cielo, cansándolo
con mis súplicas, que hiciera descender más rápidamente el acero.
Enloquecí, me volví frenético, hice esfuerzos para incorporarme e ir
al encuentro de aquella espantosa y movible cimitarra. Y luego, de
pronto, se apoderó de mí una gran calma y permanecí tendido
sonriendo a aquella muerte brillante, como podría sonreír un niño a
un juguete precioso.
Transcurrió luego un instante de perfecta insensibilidad. Fue un
intervalo muy corto. Al volver a la vida no me pareció que el péndulo
hubiera descendido una altura apreciable. No obstante, es posible
que aquel tiempo hubiese sido larguísimo. Yo sabía que existían
seres infernales que tomaban nota de mi desvanecimiento y que a
su capricho podían detener la vibración.
Al volver en mí, sentí un malestar y una debilidad indecibles, como
resultado de una enorme inanición. Aun entre aquellas angustias, la
naturaleza humana suplicaba el sustento. Con un esfuerzo penoso,
extendí mi brazo izquierdo tan lejos como mis ligaduras me lo
permitían, y me apoderé de un pequeño sobrante que las ratas se
habían dignado dejarme. Al llevarme un pedazo a los labios, un
informe pensamiento de extraña alegría, de esperanza, se alojo en
mi espíritu. No obstante, ¿qué había de común entre la esperanza y
yo? Repito que se trataba de un pensamiento informe. Con
frecuencia tiene el hombre pensamientos así, que nunca se
completan. Me di cuenta de que se trataba de un pensamiento de
alegría, de esperanza, pero comprendí también que había muerto al
nacer. Me esforcé inútilmente en completarlo, en recobrarlo. Mis
largos sufrimientos habían aniquilado casi por completo las
ordinarias facultades de mi espíritu. Yo era un imbécil, un idiota.
La oscilación del péndulo se efectuaba en un plano que formaba
ángulo recto con mi cuerpo. Vi que la cuchilla había sido dispuesta
de modo que atravesara la región del corazón. Rasgaría la tela de
mi traje, volvería luego y repetiría la operación una y otra vez. A
pesar de la gran dimensión de la curva recorrida—unos treinta pies,
más o menos—y la silbante energía de su descenso, que incluso
hubiera podido cortar aquellas murallas de hierro, todo cuanto podía
hacer, en resumen, y durante algunos minutos, era rasgar mi traje.
Y en este pensamiento me detuve. No me atrevía a ir más allá de
él. Insistí sobre él con una sostenida atención, como si con esta
insistencia hubiera podido parar allí el descenso de la cuchilla.
Empecé a pensar en el sonido que produciría ésta al pasar sobre mi
traje, y en la extraña y penetrante sensación que produce el roce de
la tela sobre los nervios. Pensé en todas esas cosas, hasta que los
dientes me rechinaron.
Más bajo, más bajo aún. Deslizábase cada vez más bajo. Yo
hallaba un placer frenético en comparar su velocidad de arriba
abajo con su velocidad lateral. Ahora, hacia la derecha; ahora, hacia
la izquierda. Después se iba lejos, lejos, y volvía luego, con el
chillido de un alma condenada, hasta mi corazón con el andar
furtivo del tigre. Yo aullaba y reía alternativamente, según me
dominase una u otra idea.
Más bajo, invariablemente, inexorablemente más bajo. Movíase a
tres pulgadas de mi pecho. Furiosamente, intenté libertar con
violencia mi brazo izquierdo. Estaba libre solamente desde el codo
hasta la mano. Únicamente podía mover la mano desde el plato que
habían colocado a mi lado hasta mi boca; sólo esto, y con un gran
esfuerzo. Si hubiera podido romper las ligaduras por encima del
codo, hubiese cogido el péndulo e intentado detenerlo, lo que
hubiera sido como intentar detener una avalancha.
Siempre mas bajo, incesantemente, inevitablemente más bajo.
Respiraba con verdadera angustia, y me agitaba a cada vibración.
Mis ojos seguían el vuelo ascendente de la cuchilla y su caída, con
el ardor de la desesperación más enloquecida; espasmódicamente,
cerrábanse en el momento del descenso sobre mí. Aun cuando la
muerte hubiera sido un alivio, ¡oh, qué alivio más indecible! Y, sin
embargo, temblaba con todos mis nervios al pensar que bastaría
que la máquina descendiera un grado para que se precipitara sobre
mi pecho el hacha afilada y reluciente. Y mis nervios temblaban, y
hacían encoger todo mi ser a causa de la esperanza. Era la
esperanza, la esperanza triunfante aún sobre el potro, que dejábase
oír al oído de los condenados a muerte, incluso en los calabozos de
la Inquisición.
Comprobé que diez o doce vibraciones, aproximadamente,
pondrían el acero en inmediato contacto con mi traje, Y con esta
observación entróse en mi ánimo la calma condensada y aguda de
la desesperación. Desde hacía muchas horas, desde hacía muchos
días, tal vez, pensé por primera vez. Se me ocurrió que la tira o
correa que me ataba era de un solo trozo. Estaba atado con una
ligadura continuada. La primera mordedura de la cuchilla de la
media luna, efectuada en cualquier lugar de la correa, tenía que
desatarla lo suficiente para permitir que mi mano la desenrollara de
mi cuerpo. ¡Pero qué terrible era, en este caso, su proximidad! El
resultado de la más ligera sacudida había de ser mortal. Por otra
parte ¿habrían previsto o impedido esta posibilidad los secuaces del
verdugo? ¿Era probable que en el recorrido del péndulo
atravesasen mi pecho las ligaduras? Temblando al imaginar
frustrada mi débil esperanza, la última, realmente, levanté mi
cabeza lo bastante para ver bien mi pecho. La correa cruzaba mis
miembros estrechamente, juntamente con todo mi cuerpo, en todos
sentidos, menos en la trayectoria de la cuchilla homicida.
Aún no había dejado caer de nuevo mi cabeza en su primera
posición, cuando sentí brillar en mi espíritu algo que sólo sabría
definir, aproximadamente, diciendo que era la mitad no formada de
la idea de libertad que ya he expuesto, y de la que vagamente había
flotado en mi espíritu una sola mitad cuando llevé a mis labios
ardientes el alimento. Ahora, la idea entera estaba allí presente,
débil, apenas viable, casi indefinida, pero, en fin, completa.
Inmediatamente, con la energía de la desesperación, intenté llevarla
a la práctica.
Hacia varias horas que cerca del caballete sobre el que me hallaba
acostado se encontraba un número incalculable de ratas. Eran
tumultuosas, atrevidas, voraces. Fijaban en mí sus ojos, como si no
esperasen más que mi inmovilidad para hacer presa. "¿A qué clase
de alimento—pensé—se habrá acostumbrado en este pozo?"
Menos una pequeña parte, y a pesar de todos mis esfuerzos para
impedirlo, había devorado el contenido del plato; pero a la larga, la
uniformidad maquinal de ese movimiento le había restado eficacia .
Aquella plaga, en su voracidad, dejaba señales de sus agudos
dientes en mis dedos. Con los restos de la carne aceitosa y picante
que aún quedaba, froté vigorosamente mis ataduras hasta donde
me fue posible hacerlo, y hecho esto retiré mi mano del suelo y me
quedé inmóvil y sin respirar.
Al principio, lo repentino del camino y el cese del movimiento
hicieron que los voraces animales se asustaran. Se apartaron
alarmados y algunos volvieron al pozo. Pero esta actitud no duró
más que un instante. No había yo contado en vano con su
glotonería. Viéndome sin movimiento, una o dos o más atrevidas se
encaramaron por el caballete y oliscaron la correa. Todo esto me
pareció el preludio de una invasión general. Un nuevo tropel surgió
del pozo. Agarrándose a la madera, la escalaron y a centenares
saltaron sobre mi cuerpo. Nada las asustaba el movimiento regular
del péndulo. Lo esquivaban y trabajaban activamente sobre la
engrasada tira. Se apretaban moviéndose y se amontonaban
incesantemente sobre mí. Sentía que se retorcían sobre mi
garganta, que sus fríos hocicos buscaban mis labios.
Me encontraba medio sofocado por aquel peso que se multiplicaba
contantemente. Un asco espantoso, que ningún hombre ha sentido
en el mundo, henchía mi pecho y helaba mi corazón como un
pesado vómito. Un minuto más, y me daba cuenta de que en más
de un sitio habían de estar cortadas. Con una resolución
sobrehumana, continué inmóvil.
No me había equivocado en mis cálculos. Mis sufrimientos no
habían sido vanos. Sentí luego que estaba libre. En pedazos,
colgaba la correa en torno de mi cuerpo. Pero el movimiento del
péndulo efectuábase ya sobre mi pecho. L estameña de mi traje
había sido atravesada y cortada la camisa. Efectuó dos oscilaciones
más, y un agudo dolor atravesó mis nervios. Pero había llegado el
instante de salvación. A un ademán de mis manos, huyeron
tumultuosamente mis libertadoras. Con un movimiento tranquilo y
decidido, prudente y oblicuo, lento y aplastándome contra el
banquillo, me deslicé fuera del abrazo y de la tira y del alcance de la
cimitarra. Cuando menos, por el momento estaba libre.
¡Libre! ¡Y en las garras de la Inquisición! Apenas había escapado de
mi lecho de horror, apenas hube dado unos pasos por el suelo de
mi calabozo, cesó el movimiento de la máquina infernal y la oí subir
atraída hacia el techo por una fuerza invisible. Aquélla fue una
lección que llenó de desesperación mi alma. Indudablemente, todos
mis movimientos eran espiados. ¡Libre! Había escapado de la
muerte bajo una determinada agonía, sólo para ser entregado a
algo peor que la muerte misma, y bajo otra nueva forma. Pensando
en ello, fijé convulsivamente mis ojos en las paredes de hierro que
me rodeaban. Algo extraño, un cambio que en principio no pude
apreciar claramente, se había producido con toda evidencia en la
habitación. Durante varios minutos en los que estuve distraído, lleno
de ensueños y escalofríos, me perdí en conjeturas vanas e
incoherentes.
Por primera vez me di cuenta del origen de la luz sulfurosa que
iluminaba la celda. Provenía de una grieta de media pulgada de
anchura, que extendíase en torno del calabozo en la base de las
paredes, que, de ese modo, parecían, y en efecto lo estaban,
completamente separadas del suelo. Intenté mirar por aquella
abertura, aunque, como puede imaginarse, inútilmente. Al
levantarme desanimado, se descubrió a mi inteligencia, de pronto,
el misterio de la alteración que la celda había sufrido.
Había tenido ocasión de comprobar que, aun cuando los contornos
de las figuras pintadas en las paredes fuesen suficientemente
claros, los colores parecían alterados y borrosos. Ahora acababan
de tomar, y tomaban a cada momento, un sorprendente e
intensísimo brillo, que daba a aquellas imágenes fantásticas y
diabólicas un aspecto que hubiera hecho temblar a nervios más
firmes que los míos. Pupilas demoníacas, de una viveza siniestra y
feroz, se clavaban sobre mí desde mil sitios distintos, donde yo
anteriormente no había sospechado que se encontrara ninguna, y
brillaban cual fulgor lúgubre de un fuego que, aunque vanamente,
quería considerar completamente imaginario.
¡Imaginario! Me bastaba respirar para traer hasta mi nariz un vapor
de hierro enrojecido. Extendíase por el calabozo un olor sofocante.
A cada momento reflejábase un ardor más profundo en los ojos
clavados en mi agonía. Un rojo más oscuro se extendía sobre
aquellas horribles pinturas sangrientas. Estaba jadeante; respiraba
con grandes esfuerzos. No había duda sobre el deseo de mis
verdugos, los más despiadados y demoníacos de todos los
hombres.
Me aparté lejos del metal ardiente, dirigiéndome al centro del
calabozo. Frente a aquella destrucción por el fuego, la idea de la
frescura del pozo llegó a mi alma como un bálsamo. Me lancé hacia
sus mortales bordes. Dirigí mis miradas hacia el fondo.
El resplandor de la inflamada bóveda iluminaba sus cavidades más
ocultas. No obstante, durante un minuto de desvarío, mi espíritu
negóse a comprender la significación de lo que veía. Al fin, aquello
penetró en mi alma, a la fuerza, triunfalmente. Se grabó a fuego en
mi razón estremecida. ¡Una voz, una voz para hablar! ¡Oh horror!
¡Todos los horrores, menos ése! Con un grito, me aparté del brocal,
y, escondiendo mi rostro entre las manos, lloré con amargura.
El calor aumentaba rápidamente, y levanté una vez mas los ojos,
temblando en un acceso febril. En la celda habíase operado un
segundo cambio, y este efectuábase, evidentemente, en la forma.
Como la primera vez, intenté inútilmente apreciar o comprender lo
que sucedía. Pero no me dejaron mucho tiempo en la duda. La
venganza de la Inquisición era rápida, y dos veces la había
frustrado. No podía luchar por más tiempo con el rey del espanto.
La celda había sido cuadrada. Ahora notaba que dos de sus
ángulos de hierro eran agudos, y, por tanto obtusos los otros dos.
Con un gruñido, con un sordo gemido, aumentaba rápidamente el
terrible contraste.
En un momento, la estancia había convertido su forma en la de un
rombo. Pero la transformación no se detuvo aquí. No deseaba ni
esperaba que se parase. Hubiera llegado a los muros al rojo para
aplicarlos contra mi pecho, como si fueran una vestidura de eterna
paz. "¡La muerte!—me dije—. ¡Cualquier muerte, menos la del
pozo!" ¡Insensato! ¿Cómo no pude comprender que el pozo era
necesario, que aquel pozo único era la razón del hierro candente
que me sitiaba? ¿Resistiría yo su calor? Y aun suponiendo que
pudiera resistirlo, ¿podría sostenerme contra su presión?
Y el rombo se aplastaba, se aplastaba, con una rapidez que no me
dejaba tiempo para pensar. Su centro, colocado sobre la línea de
mayor anchura, coincidía precisamente con el abismo abierto.
Intenté retroceder, pero los muros, al unirse, me empujaban con
una fuerza irresistible.
Llegó, por último, un momento en que mi cuerpo, quemado y
retorcido, apenas halló sitio para él, apenas hubo lugar para mis
pies en el suelo de la prisión. No luché más, pero la agonía de mi
alma se exteriorizó en un fuerte y prolongado grito de
desesperación. Me di cuenta de que vacilaba sobre el brocal, y volví
los ojos...
Pero he aquí un ruido de voces humanas. Una explosión, un
huracán de trompetas, un poderoso rugido semejante al de mil
truenos. Los muros de fuego echáronse hacia atrás
precipitadamente. Un brazo alargado me cogió del mío, cuando, ya
desfalleciente, me precipitaba en el abismo. Era el brazo del general
Lasalle. Las tropas francesas habían entrado en Toledo. La
Inquisición hallábase en poder de sus enemigos.
FIN

.

QUE SE PUEDE ENCONTRAR...?

¿QUIERES SALIR AQUI? , ENLAZAME

º

EL MUNDO AVATAR

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