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domingo, 19 de mayo de 2013

A traves de las puertas de la llave de plata - H. P. Lovecraft


  A traves de las puertas de la llave de plata



  H. P. Lovecraft      
           




  I       


 En una inmensa sala de paredes ornadas con tapices de extrañas figuras y suelo cubierto con alfombras de Boukhara de extraordinaria manufactura e increíble antigüedad, se hallaban cuatro hombres sentados en torno a una mesa atestada de documentos. En los rincones de unos trípodes de hierro forjado que un negro de avanzadísima edad y oscura librea alimentaba de cuando en cuando, emanaban los hipnóticos perfumes del olíbano, mientras en un nicho profundo, a uno de los lados, latía acompasado un extraño reloj en forma de ataúd, cuya esfera estaba adornada de enigmáticos jeroglíficos, y cuyas cuatro manecillas no giraban de acuerdo con ningún sistema cronológico de este planeta. Era una estancia turbadora y extraña, pero muy en consonancia con las actividades que se desarrollaban en ella. Porque allí, en la residencia de Nueva Orleans del místico, matemático y orientalista más grande de este continente, se estaba ventilando el reparto de la herencia de un sabio, místico, escritor y soñador no menos eminente, que cuatro años antes había desaparecido de este mundo.  
            Randolph Carter, que durante toda su vida había tratado de sustraerse al tedio y a las limitaciones de la realidad ordinaria evocando paisajes de ensueño y fabulosos accesos a otras dimensiones, desapareció del mundo de los hombres el 7 de octubre de 1928, a la edad de cincuenta y cuatro años. Su carrera había sido extraña y solitaria, y había quienes suponían, por sus extravagantes novelas, que habían debido sucederle cosas aún más extrañas que las que se conocían de él. Su asociación con Harley Warren, el místico de Carolina del Sur cuyos estudios sobre la primitiva lengua naakal de los sacerdotes himalayos tan atroces consecuencias tuvieron, fue muy íntima. Efectivamente, Carter había sido quien -una noche enloquecedora y terrible, en un antiguo cementerio- vio descender a Warren a la cripta húmeda y salitrosa de la que nunca regresó. Carter vivía en Boston, pero todos sus antepasados procedían de esa región montañosa y agreste que se extiende tras la vetusta ciudad de Arkham, llena de leyendas y brujerías. Y fue allí, entre esos montes antiguos, preñados de misterio, donde, finalmente, había desaparecido él también.
           
            Parks, su viejo criado, que murió a principios de 1930, se había referido a cierto cofrecillo de madera extrañamente aromática, cubierto de horribles adornos que había encontrado en el desván, a un pergamino indescifrable, y a una llave de plata labrada con raros dibujos que contenía la arqueta. En torno a estos objetos, el propio Carter había mantenido correspondencia con otras personas. Carter, según dijo, le había contado que esta llave provenía de sus antepasados y que le ayudaría a abrir las puertas de su infancia perdida, y de extrañas dimensiones y fantásticas regiones que hasta entonces había visitado sólo en sueños vagos, fugaces y evanescentes. Un día, finalmente, Carter había cogido el cofrecillo con su contenido, y se había marchado en su coche para no volver más.
           
            Más tarde habían encontrado el coche al borde de una carretera vieja y cubierta de yerba que, a espaldas de la desolada ciudad de Arkham, atraviesa las colinas que habitaron un día los antepasados de Carter, de cuya gran residencia sólo queda el sótano ruinoso, abierto de cara al cielo. En un bosquecillo de olmos inmensos había desaparecido en 1781 otro de los Carter, no muy lejos de la casita medio derruida donde la bruja Goody Fowler preparaba sus abominables pociones, tiempo atrás. En 1692, la región había sido colonizada por gentes que huían de la caza de brujas de Salem, y aún ahora conserva una fama vagamente siniestra, aunque debida a unos hechos difíciles de determinar. Edmund Carter había logrado huir justo a tiempo del Monte de las Horcas, adonde le querían llevar sus conciudadanos, pero todavía corrían muchos rumores acerca de sus hechizos y brujerías. ¡Y ahora, al parecer, su único descendiente había ido a reunirse con él!
           
            En el coche habían encontrado el cofrecillo de horribles relieves y fragante madera, así como el pergamino indescifrable. La llave de plata no estaba. Se supone que Carter se la había llevado consigo. Y no se tenían referencias del caso. La policía de Boston había dicho que las vigas derrumbadas de la vieja morada de los Carter mostraban cierto desorden, y alguien había encontrado un pañuelo en la siniestra ladera rocosa cubierta de árboles que se eleva detrás de las ruinas, no lejos de la terrible caverna llamada de las Serpientes.
           
            Fue entonces cuando las leyendas que corrían por la región sobre la Caverna de las Serpientes cobraron renovada vitalidad. Los campesinos volvieron a hablar en voz baja de las prácticas impías a las que el viejo Edmund Carter el brujo se había entregado en aquella horrible gruta, a lo que ahora venía a añadirse la extraordinaria afición que el propio Randolph Carter había mostrado de niño por ese lugar. Durante la infancia de Carter, la venerable mansión se había mantenido en pie, con su anticuada techumbre de cuatro vertientes, habitada sólo por su tío abuelo Christopher. El la había visitado con frecuencia, y había hablado de modo especial sobre la Caverna de las Serpientes. Las gentes recordaban que más de una vez se había referido a una grieta que había en un rincón ignorado de la cueva, y hacían cábalas sobre el cambio que había experimentado a raíz de un día que pasó entero dentro de la caverna, a los nueve años de edad. Esto había sucedido en octubre, y desde entonces parecía haber adquirido una inusitada facultad de predecir acontecimientos futuros.
           
            La noche en que desapareció Carter, había llovido, y nadie pudo encontrar la menor huella de los pasos que dio al bajar del coche. En el interior de la Caverna de las Serpientes se había formado un barro líquido y viscoso, debido a las grandes filtraciones de agua. Sólo los rústicos ignorantes murmuraron sobre ciertas huellas que habían creído descubrir en el sitio donde los grandes olmos sobresalían por encima de la carretera y en la siniestra pendiente próxima a la Caverna de las Serpientes donde había sido encontrado el pañuelo. Pero, ¿quién iba a hacer caso de aquellos rumores, según los cuales esas huellas eran idénticas a las que dejaban las botas de puntera cuadrada que había usado Randolph Carter cuando era niño? Esa historia era tan insensata como aquella otra de que habían visto las huellas inconfundibles de las botas de Benjiah Corey, que según decían iban al encuentro de las huellas pequeñas de la carretera. El viejo Benjiah Corey había sido el criado del señor Carter cuando Randolph era muy joven, pero hacía treinta años que había muerto.
           
            Debieron ser esos rumores -añadidos a las manifestaciones que el propio Carter había hecho a Parks y a otros sobre su suposición de que la labrada llave de plata le ayudaría a abrir las puertas de su perdida infancia- los que indujeron a ciertos investigadores ocultistas a declarar que el desaparecido había conseguido dar la vuelta a la marcha del tiempo, regresando, a través de cincuenta y cuatro años, a ese día de octubre de 1883 en que, siendo niño, había permanecido tantas horas en la Caverna de las Serpientes. Sostenían que, cuando salió aquella noche de la cueva, Carter había logrado de algún modo viajar hasta 1928 y volver. ¿Acaso no sabía después las cosas que habrían de suceder más tarde? Y no obstante, jamás se había referido a suceso alguno posterior a 1928.
           
            Uno de estos sabios -un viejo excéntrico de Providence, Rhode Island, que había mantenido una larga y estrecha correspondencia con Carter tenía una teoría aún más complicada: decía que no sólo había regresado a la niñez, sino que había alcanzado un grado de liberación aún mayor, pudiendo recorrer ahora a capricho los paisajes prismáticos de sus sueños infantiles. Tras haber sufrido una extraña visión, este hombre publicó un relato sobre la desaparición de Carter, en el que insinuaba la posibilidad de que éste ocupase el trono de ópalo de Ilek-Vad, fabulosa ciudad de innumerables torreones, asentada en lo alto de los acantilados de cristal que dominan ese mar crepuscular en que los gnorri, barbudas criaturas provistas de aletas natatorias, construyen sus singulares laberintos.
           
            Fue este anciano, Ward Phillips, quien más enérgicamente se opuso al reparto de los bienes de Carter entre sus herederos -todos ellos primos lejanos- alegando que éste aún seguía con vida en otra dimensión del tiempo, y que muy bien podría ser que regresara un día. Contra este argumento se alzó uno de los primos, Ernest K. Aspinwall, de Chicago, diez años mayor que Carter, que era un abogado experto y combativo como un joven cuando se trataba de batallas forenses. Durante cuatro años la contienda había sido furiosa; pero la hora del reparto había sonado, y esta inmensa y extraña sala de Nueva Orleans iba a ser el escenario del acuerdo.
           
            La casa pertenecía al albacea testamentario de Carter para los asuntos literarios y financieros: el distinguido erudito en misterios y antigüedades orientales, Etienne-Laurent de Marigny, de ascendencia criolla. Carter había conocido a De Marigny durante la guerra, cuando ambos servían en la Legión Extranjera francesa, y en seguida se sintió atraído por él a causa de la similitud de gustos y pareceres. Cuando, durante un memorable permiso colectivo, el erudito y joven criollo condujo al ávido soñador bostoniano a Bayona, en el sur de Francia, y le enseñó ciertos secretos terribles que ocultaban las tenebrosas criptas inmemoriales excavadas bajo esa ciudad milenaria y henchida de misterios, la amistad entre ambos quedó sellada para siempre. El testamento de Carter nombraba como albacea a De Marigny, y ahora este estudioso infatigable presidía de mala gana el reparto de la herencia. Era un triste deber para él porque, como le pasaba al viejo excéntrico de Rhode Island, tampoco él creía que Carter hubiera muerto. Pero, ¿qué peso podían tener los sueños de dos místicos frente a la rígida ciencia mundana?
           
            En aquella extraña habitación del viejo barrio francés, se habían sentado en torno a la mesa unos hombres que pretendían tener algún interés en el asunto. La reunión se había anunciado, como es de rigor en estos casos, en los periódicos de las ciudades donde se suponía que pudiera vivir alguno de los herederos de Carter. Sin embargo, sólo había allí cuatro personas reunidas escuchando el tic-tac singular de aquel reloj en forma de ataúd que no marcaba ninguna hora terrestre, y el rumor cristalino de la fuente del patio que se veía a través de las cortinas. A medida que pasaban las horas lentamente, los semblantes de los cuatro se iban borrando tras el humo ondulante de los trípodes que cada vez parecían necesitar menos los cuidados de aquel viejo negro de furtivos movimientos y creciente nerviosidad.
           
            Los presentes eran el propio Etienne de Marigny, hombre enjuto de cuerpo, moreno, elegante, de grandes bigotes y aspecto joven; Aspinwall, representante de los herederos, de cabellos blancos y rostro apoplético, rollizo, y con enormes patillas; Phillips, el místico de Providence, flaco, de pelo gris, nariz larga, cara afeitada y cargado de espaldas; el cuarto era de edad indefinida, delgado, rostro moreno y barbudo, absolutamente impasible, tocado de un turbante que denotaba su elevada casta brahmánica. Sus ojos eran negros como la noche, llenos de fuego, casi sin iris, y parecía mirar desde un abismo situado muy por detrás de su rostro. Se había presentado a sí mismo como el swami Chandraputra, un adepto venido de Benarés con cierta información de suma importancia. Tanto De Marigny como Phillips -que habían mantenido correspondencia con él- habían reconocido inmediatamente la autenticidad de sus pretensiones esotéricas. Su voz tenía un acento singular, un tanto forzado, hueco, metálico, como si el empleo del inglés resultara difícil a sus órganos vocales; no obstante, su lenguaje era tan fluido, correcto y natural como el de cualquier anglosajón. Su indumentaria general era europea, pero las ropas le quedaban flojas y le caían extraordinariamente mal, lo cual, sumado a su barba negra y espesa, su turbante oriental y sus blancos mitones, le daba un aire de exótica excentricidad.
           
            De Marigny, manoseando el pergamino hallado en el coche de Carter, decía:
           
            –No, no he podido descifrar una sola letra del pergamino. El señor Phillips, aquí presente, también ha desistido. El coronel Churchward afirma que no se trata de la lengua naakal, y que no tiene el menor parecido con los jeroglíficos de las mazas de guerra de la Isla de Pascua. Los relieves del cofre, en cambio, recuerdan muchísimo a las esculturas de la Isla de Pascua. Que yo recuerde, lo más parecido a estos caracteres del pergamino (observen cómo todas las letras parecen colgar de las líneas horizontales) es la caligrafía de un libro que poseía el malogrado Harley Warren. Le acababa de llegar de la India, precisamente cuando Carter y yo habíamos ido a visitarle, en 1919, y no quiso decirnos de qué se trataba. Aseguraba que era mejor que no supiéramos nada, y nos dio a entender que acaso su origen fuera extraterrestre. Se lo llevó consigo aquel día de diciembre en que bajó a la cripta del antiguo cementerio, pero ni él ni su libro volvieron a la superficie otra vez. Hace algún tiempo le envié aquí, a nuestro amigo el swami Chandraputra, el dibujo de alguna de aquellas letras, hecho de memoria, y una fotocopia del manuscrito de Carter. El cree que podrá aportar alguna luz sobre tales caracteres después de realizar ciertas investigaciones y consultas. En cuanto a la llave, Carter me envió una fotografía. Sus extraños arabescos no son letras, pero parece como si perteneciesen a la misma tradición cultural que el pergamino. Carter decía siempre que estaba a punto de resolver el misterio, aunque nunca llegó a darme detalles. Una vez casi se puso poético hablando de todo este asunto. Aquella antigua llave de plata, según decía, abriría las sucesivas puertas que impiden nuestro libre caminar por los imponentes corredores del espacio y del tiempo, hasta el mismo confín que ningún hombre ha traspasado jamás desde que Shaddad, empleando su genio terrible, construyó y ocultó en las arenas de la pétrea Arabia las prodigiosas cúpulas y los incontables alminares de Irem, la ciudad de los mil pilares. Según escribió Carter, han regresado santones hambrientos y nómadas enloquecidos por la sed, para hablar de su pórtico monumental y de la mano esculpida sobre la clave del arco; pero ningún hombre lo ha cruzado y ha vuelto después para decirnos que sus huellas atestiguan su paso por las arenas del interior. Carter suponía que la llave era precisamente lo que la mano ciclópea intentaba agarrar en vano. Lo que no sabemos es por qué razón no se llevó Carter el pergamino lo mismo que la llave. Tal vez lo olvidaría, o quizá se abstuvo al recordar que su amigo llevaba consigo un libro de parecidos caracteres al descender a la cripta, y no regresó. O sencillamente, puede que no tuviera nada que ver con la empresa que él pretendía llevar a cabo.
           
            Al interrumpirse De Marigny, el anciano señor Phillips dijo con voz áspera y chillona:
           
            –Sólo podemos conocer los vagabundeos de Carter por nuestros propios sueños. Yo he estado en lugares muy extraños en mis sueños, y he oído cosas muy raras y significativas en Ulthar, al otro lado del río Skai. Parece que el pergamino no debía de hacerle falta, ya que Carter, lo que pretendía era regresar al mundo de los sueños de su niñez, y ahora es rey de Ilek-Vad.
           
            El señor Aspinwall se puso aún más apoplético y farfulló:
           
            –¿Por qué no hacen que se calle ese viejo loco? Ya hemos tenido bastantes tonterías de ese tipo. El problema ahora es hacer el reparto, y ya es hora de que nos pongamos a ello.
           
            Por primera vez habló el swami Chandraputra con su voz singularmente metálica y lejana:
           
            –Señores, en todo este asunto hay algo más de lo que ustedes piensan. El señor Aspinwall no hace bien en burlarse de la veracidad de los sueños. El señor Phillips tiene una idea incompleta de la cuestión, quizá porque no ha soñado lo suficiente. Por mi parte, he soñado muchísimo. En la India soñamos todos mucho, y ésta parece ser también la costumbre de los Carter. Usted, señor Aspinwall, es primo suyo por parte de madre, y por lo tanto no es Carter. Mis propios sueños, y algunas otras fuentes de información, me han revelado ciertas cosas que todavía siguen oscuras para ustedes. Por ejemplo, Randolph Carter dejó olvidado ese pergamino que no pudo descifrar, pero le habría sido muy conveniente llevárselo. Como ven ustedes, he llegado a enterarme de muchas cosas que le sucedieron a Carter desde que, hace cuatro años, en el atardecer del siete de octubre, abandonó su coche y se fue con la llave de plata.
           
            Aspinwall soltó una risotada, pero los demás quedaron en suspenso, presos de un renovado interés. El humo de los trípodes aumentaba, y el tic-tac extravagante de aquel reloj en forma de ataúd pareció convertirse en los puntos y rayas de algún mensaje telegráfico remoto y terrible, procedente de los espacios exteriores. El hindú se echó hacia atrás, cerró los ojos casi por completo y siguió hablando en su tono ligeramente forzado, aunque con fluidez. Y a medida que hablaba, fue tomando forma ante su auditorio el cuadro de lo que había sucedido a Randolph Carter.
           
           
           
  II      
           


 «Las colinas que se extienden más allá de la ciudad de Arkham están impregnadas de extraña magia por algo, quizá, que el viejo hechicero Edmund Carter invocaría de las estrellas, o que haría emerger de las más profundas criptas de la tierra, cuando se refugió en aquellos parajes al huir de Salem en 1692. Tan pronto como Randolph Carter volvió a las colinas, comprendió que se encontraba cerca de las puertas que sólo unos pocos hombres temerarios y execrados han logrado abrir a través de las titánicas murallas que separan el mundo y lo absoluto. Presentía que aquí y ahora podría poner en práctica con éxito el mensaje, descifrado meses antes, que se ocultaba en los arabescos de aquella enmohecida e increíblemente antigua llave de plata. Ahora sabía cómo hacerla girar y cómo alzarla bajo los rayos del sol poniente, y qué fórmulas ceremoniales debían entonarse en el vacío, al dar la novena y última vuelta. En un lugar tan próximo al vértice transdimensional y a la puerta mística, era imposible que la llave fallara en la misión para la que había sido creada. Era seguro que Carter descansaría aquella noche de su perdida niñez, por la que nunca había dejado de suspirar.    
            »Salió del coche con la llave en el bolsillo, y caminó cuesta arriba por la serpeante carretera, adentrándose en el corazón de aquella comarca embrujada y sombría. Cruzó las tapias de piedra cubiertas de enredadera, el bosque de árboles amenazadores y ramaje retorcido, el huerto abandonado, la granja desierta de rotas ventanas abiertas, y las ruinas sin nombre. A la hora del crepúsculo, cuando las lejanas agujas de campanario de Kingsport relucían con resplandores rojizos, sacó la llave, le dio las vueltas necesarias y entonó las fórmulas requeridas. Sólo más adelante se dio cuenta de la prontitud con que surtió efecto este ritual.
           
            »Luego, en la creciente oscuridad del crepúsculo, oyó una voz del pasado: la del viejo Benjiah Corey, el criado de su tío abuelo. ¿No hacía treinta años que había muerto Benjiah? ¿Pero treinta años a partir de qué fecha? ¿En qué año estaba ahora? ¿Dónde había estado? ¿Qué tenía de raro que Benjiah le estuviera llamando hoy, 7 de octubre de 1833? ¿Acaso no llevaba fuera de casa mucho más rato de lo que tía Martha le tenía dicho? ¿Qué llave era esta que llevaba en el bolsillo de la blusa, en vez del pequeño catálogo que le regalara su padre al cumplir los nueve años? ¿No la había encontrado en el desván de casa? ¿Atravesaría el pórtico que sus ojos perspicaces habían descubierto entre las rocas desgarradas del fondo de aquella cueva interior que se abría tras la Caverna de las Serpientes? Todo el mundo relacionaba ese lugar con Edmund Carter el hechicero. La gente no quería pasar por allí; nadie más que él había descubierto la grieta de la roca, ni se había escurrido por ella hasta la gran cámara interior donde se encontraba el portón. ¿Qué manos habrían tallado la roca viva formando como un pórtico de templo? ¿Quizá las del viejo Edmund, el hechicero, o acaso las de otros seres invocados por él y que actuaban bajo su mandato?
           
            »Aquella noche, el pequeño Randolph cenó con tío Chris y tía Martha en el viejo caserón del enorme tejado.
           
            »A la mañana siguiente se levantó temprano, cruzó el huerto de manzanos, y se internó por la arboleda de arriba, donde estaba oculta la Caverna de las Serpientes, tenebrosa y amenazante, entre grotescos e hinchados robles. Sentía en su interior una insospechada ansiedad, y ni siquiera se dio cuenta de que se le había caído el pañuelo, al registrarse el bolsillo para ver si traía la llave. Se deslizó a través del negro orificio con intrépida seguridad, alumbrándose el camino con las cerillas que había cogido del cuarto de estar. Un momento después, se había colado a través de la grieta de la roca, y se hallaba en la inmensa gruta interior, cuya rocosa pared final recordaba la forma de un pórtico labrado intencionadamente en la piedra. Allí permaneció en pie, ante la pared húmeda y goteante, silencioso, aterrado, encendiendo cerilla tras cerilla mientras la contemplaba. ¿Aquella prominencia que emergía de la clave del arco sería acaso la gigantesca mano esculpida? Entonces sacó la llave, hizo ciertos movimientos y entonó determinados cánticos cuyo origen recordaba confusamente. ¿Habría olvidado algo? El sólo sabía que deseaba cruzar la barrera que le separaba de las regiones ilimitadas de sus sueños, de los abismos donde todas las dimensiones se disuelven en lo absoluto.
           
           
           
  III    
           


 »Resulta difícil explicar con palabras lo que sucedió entonces. Fue una sucesión de paradojas, de contradicciones, de anomalías que no tienen cabida en la vida vigil, pero que llenan nuestros sueños más fantásticos, donde se aceptan como cosa corriente, hasta que regresamos a nuestro mundo objetivo, estrecho, rígido, encorsetado por los principios de una lógica tridimensional.»          
            Al proseguir su relato, el hindú tuvo que evitar muchos escollos para no dar la impresión de delirios triviales y pueriles, en vez de transmitir la experiencia de un hombre trasladado a su niñez a través de los años. El señor Aspinwall, disgustado, dio un bufido y dejó prácticamente de escuchar.
           
            «El ritual de la llave de plata, tal como lo había llevado a cabo Randolph Carter en aquella cueva tenebrosa y oculta en el interior de otra cueva, tuvo un resultado inmediato. Desde el primer movimiento, desde la primera sílaba que había pronunciado, sintió el aura de una extraña y pavorosa mutación. Su percepción del espacio y del tiempo experimentó un trastorno profundísimo y perdió las nociones que conocemos nosotros como movimiento y duración. Imperceptiblemente, conceptos tales como el de edad o el de localización espacial dejaron de tener significado alguno. El día anterior, Randolph Carter había saltado milagrosamente un abismo de años. Ahora no había ya diferencia alguna entre niño y hombre. Sólo existía la entidad Randolph Carter, dotada de cierta cantidad de imágenes que habían perdido ya toda conexión con las escenas terrestres y las circunstancias con que habían sido adquiridas. Poco antes estaba en el interior de una caverna, en cuya pared del fondo parecían destacarse vagamente los trazos de un arco monstruoso y de una mano gigantesca esculpida. Ahora no había ya ni caverna ni ausencia de caverna, ni paredes ni ausencia de paredes. Había un fluir de sensaciones no tanto visuales como cerebrales, en medio de las cuales la entidad que era Randolph Carter captaba y archivaba todo lo que su espíritu percibía, aun sin tener clara conciencia de cómo tales impresiones llegaban hasta él.
           
            »Cuando hubo concluido el ritual, Carter se dio cuenta de que no se hallaba en ninguna región descrita por los geógrafos de la Tierra, ni en época alguna cuya fecha pudieran determinar los historiadores. Sin embargo, lo qué estaba sucediendo le era en cierto modo familiar. En los misteriosos fragmentos pnakóticos figuraban alusiones a procesos análogos y, una vez descifrados los símbolos grabados en la llave de plata, todo un capítulo del Necronomicon, obra del árabe loco Abdul Alhazred, había adquirido significado. Acababa de abrir una puerta. No se trataba de la Ultima Puerta, desde luego, sino de la que daba acceso, desde el tiempo terrenal, a aquella extensión de la Tierra situada fuera del tiempo, en la que, a su vez, se halla la Ultima Puerta. Esta comunica con los pavorosos misterios del Vacío Final que se extiende más allá de todos los mundos, de todos los universos y de toda la materia.
           
            »Ante ella habría un Guía verdaderamente terrible, un Guía que había morado en la Tierra hace millones de años, cuando la existencia del hombre ni siquiera podía imaginarse, cuando formas ya olvidadas pululaban por el planeta cubierto todavía de vapores, construyendo extrañas ciudades entre cuyas ruinas retozaron más tarde los primeros mamíferos. Carter recordaba la manera vaga con que el abominable Necronomicon describía a este Guía:
           
            »Y hay quienes se han atrevido a asomarse al otro lado del Velo, y a aceptarle a El como guía -había escrito el árabe loco- mas habrían dado muestras de mayor prudencia no aceptando trato alguno con El; porque está en el Libro de Thoth cuán terrible es el precio de una simple mirada. Y aquellos que entraren no podrán volver jamás, porque en los espacios infinitos que transcienden nuestro mundo existen formas tenebrosas que atrapan y envuelven. La Entidad que fluctúa en la noche, y la Malignidad capaz de desafiar al Signo Arquetípico, y la Horda que vigila el portal secreto de cada tumba y medra con lo que se forma en los moradores de ésta… todos estos Horrores son inferiores al del que guarda el umbral, al de ESE que guiará al temerario, más allá de todos los mundos, hasta el Abismo de los devoradores innominados. Porque EL es ‘UMR AT-TA WIL, El Más Antiguo, nombre que el escriba traduce por EL DE LA VIDA PROLONGADA’.
           
            »En medio del caos, sus recuerdos y su imaginación presentaron ante él confusas imágenes de perfiles inciertos; pero Carter sabía que no tenían consistencia, puesto que sólo eran proyecciones de su propia mente. Pero también se daba cuenta de que esas imágenes no habían aparecido en su conciencia por azar, sino más bien a causa de la realidad inmensa, inefable y sin dimensiones que le rodeaba, la cual se esforzaba por expresarse en los únicos símbolos que él podía comprender. Ningún espíritu de la Tierra es capaz de captar directamente -sino sólo por símbolos- las formas indecibles que se entrelazan en los tortuosos abismos exteriores al tiempo y a las dimensiones que conocemos.
           
            »Delante de Carter se desplegó una vaporosa formación de siluetas y de escenas confusas que le sugirieron de algún modo las eras primordiales de la Tierra, sepultadas en un pasado de millones y millones de años. Monstruosas formas de vida se movían con lentitud a través de escenarios fantásticos como jamás han aparecido ni en los más delirantes sueños del hombre, en medio de vegetaciones increíbles, de acantilados, de montañas y de edificios distintos en todo a los que el hombre construye. Había ciudades bajo el mar, y estaban habitadas; y había torres que se alzaban en los desiertos, y de ellas despegaban globos y cilindros, y también criaturas aladas, y regresaban a ellas después de cruzar los espacios. Carter veía todo esto, aunque las imágenes no guardaban clara relación entre sí, ni tampoco con él. Y él mismo no poseía forma ni posición estables, sino sólo vagas intuiciones de forma y posición proporcionadas por su imaginación en continuo movimiento.
           
            »Carter habría deseado encontrar regiones encantadas de sus sueños infantiles, donde las galeras navegaban curso arriba por el río Oukranos y cruzaban las doradas agujas de Thran, donde las caravanas de elefantes vagaban por las junglas perfumadas de Kle, más allá de los palacios olvidados de
           
            columnas de marfil que duermen intactos y fascinantes bajo la luna. Pero, intoxicado por visiones más vastas y profundas, apenas si sabía ahora lo que buscaba. En su mente despertaron pensamientos de infinito y blasfemo atrevimiento; y comprendió que se enfrentaría al Temible Guía sin temor, y que le preguntaría cosas monstruosas y terribles.
           
            »De pronto, el cambiante cortejo de impresiones pareció fijarse. Había grandes masas de enormes rocas erguidas, cubiertas de unos relieves extraños e incomprensibles que se ordenaban según las leyes de alguna geometría ignorada e invertida. La luz se filtraba de un cielo de color indeterminado, tomaba direcciones desconcertantes y contradictorias, y, casi como un ser dotado de intencionalidad, jugaba por encima de algo que parecía una especie de semicírculo de pedestales hexagonales cubiertos de jeroglíficos gigantescos y coronados por unas formas veladas e indefinidas.
           
            »Había, además, otra figura que no ocupaba ningún pedestal, sino que parecía cernerse o flotar sobre la vaporosa superficie horizontal que parecía ser el suelo. No tenía silueta estable, pero adoptaba formas fugaces que sugerían remoto antepasado del hombre o acaso algún ser que hubiese seguido una evolución paralela a la humana. Su tamaño, sin embargo, era aproximadamente el de la mitad de un hombre normal. Como las figuras de los pedestales, parecía pesadamente embozado en una especie de tejido de color neutro. Carter no descubrió en el tejido ninguna abertura para mirar. Pero sin duda no la necesitaba la criatura embozada, ya que debía pertenecer a una clase de seres de estructuras y facultades totalmente ajenas al mundo físico que conocemos.
           
            »Un momento después, Carter comprobó que así era, en efecto, ya que la Silueta había hablado directamente a su espíritu sin recurrir a ningún lenguaje ni emitir un solo sonido. Y aunque el nombre con que se dio a conocer era pavoroso y terrible, Randolph Carter no se dejó vencer por el miedo. Al contrario, contestó sin emplear tampoco ningún sonido ni lenguaje, y le rindió el homenaje que había aprendido del Necronomicon. Porque esta silueta era nada menos que la de Aquel ante quien ha temblado el mundo entero desde que Lomar emergió de las aguas y los Hijos de las Brumas de Fuego habían bajado a la Tierra para enseñarle al hombre la Sabiduría Arquetípica. Era, en efecto, el espantoso Guía y Guardián del Umbral: UMR AT-AWIL, El Más Antiguo, cuyo nombre ha traducido el escriba por EL DE LA VIDA PROLONGADA.
           
            »El Guía estaba enterado, puesto que El todo lo sabe, del viaje y la llegada de Carter, y también de que éste buscador de sueños y secretos se mantenía sin miedo ante su presencia. De El no irradiaba horror ni malignidad alguna, y Carter comenzó a preguntarse si las alusiones horrendas y blasfemas del árabe loco no obedecerían a la envidia y al deseo jamás cumplido de haber hecho lo que él estaba a punto de realizar. O acaso el Guía reservase su horror y su malignidad para aquellos que le temían. Como la comunicación telepática continuaba, Carter acabó finalmente por interpretar el mensaje en forma de palabras:
           
            »‘Soy, en efecto, ese Más Antiguo que tú sabes -dijo el Guía-. Los Primigenios y Yo te hemos estado esperando. Aunque has tardado mucho, te doy la bienvenida. Tienes la llave y has abierto la Primera Puerta. Ahora tienes que atravesar la Ultima Puerta, que ya está preparada para tu prueba. Si tienes miedo, no debes seguir. Todavía puedes regresar sin peligro donde viniste Pero si decides proseguir… ’
           
            »Hubo un silencio ominoso, pero la irradiación seguía siendo amistosa. Carter no dudó un segundo, porque ardía en deseos de seguir adelante.
           
            »‘Continuaré replicó, y te acepto como Guía.’
           
            »Al recibir esta respuesta, el Guía pareció hacer un gesto, a juzgar por los movimientos del tejido en que se hallaba embozado, que podían obedecer al hecho de haber levantado un brazo. Después hizo otra señal, y gracias a sus conocimientos de lo oculto, Carter entendió que estaba muy cerca de la Ultima Puerta. La luz adquirió entonces una coloración inexplicable y las siluetas de los pedestales hexagonales se hicieron más definidas. Al perfilarse más, tomaron un mayor parecido con el hombre, aunque Carter sabía que no podían ser hombres. Sobre sus cabezas tapadas llevaban unas mitras altas de inciertos colores que recordaban extrañamente a las de las abominables figuras talladas por algún escultor olvidado a lo largo de los barrancos rocosos de cierta montaña inmensa y prohibida de Tartaria. Entre los repliegues de sus tupidos velos aparecían unos cetros largos cuyos pomos esculpidos representaban un misterio grotesco y arcaico.
           
            »Carter adivinó quiénes eran y de dónde provenían, así como a Quién servían; y también sospechaba cuál era el precio de su servicio..Pero aún se consideraba dichoso, porque en una aventura tan extraordinaria, podría aprender todos los secretos del universo. La condenación -se dijo- es sólo una palabra que circula entre aquellos cuya ceguera les lleva a condenar a todos los que ven, aunque sea con un solo ojo. Se asombraba de la inmensa variedad de quienes hablaban sin ton ni son de los perversos Primigenios, como si Ellos pudieran abandonar sus sueños eternos para desatar su cólera sobre la humanidad. Esto sería tan absurdo -pensó- como imaginar un mamut ensañándose con una lombriz».
           
            »Luego las figuras de los pedestales hexagonales le saludaron inclinando sus extraños cetros esculpidos e irradiando un mensaje telepático que él entendió:
           
            »‘Te saludamos a ti, El Más Antiguo; y a ti, Randolph Carter, que por tu audacia te has convertido en uno de los nuestros.’
           
            »Carter vio entonces que había un pedestal vacío que, con un gesto, El Más Antiguo le indicó que estaba reservado para él. Y vio también otro pedestal, más alto que los demás, en el centro de la fila -que no era semicírculo, ni elipse, ni parábola, ni hipérbola- que formaban todos ellos. ‘Este debe ser el trono del propio Guía’, pensó. Caminando y subiendo de manera singular e indefinible, Carter fue a ocupar su sitio, y al hacerlo, vio que el Guía se había sentado también.
           
            »Gradualmente y como entre brumas, fue distinguiendo un objeto que El Más Antiguo sostenía entre los pliegues para que lo vieran, o lo captaran con un sentido equivalente, sus embozados compañeros. Era una gran esfera, o algo parecido, de un metal oscuramente iridiscente; y al mostrarla el Guía, una sorda e intensa impresión de sonido comenzó a latir como un pulso que no se parecía a ningún ritmo de la Tierra. Era algo así como un cántico, o lo que una imaginación humana podría haber interpretado como tal. Luego, el objeto parecido a una esfera comenzó a adquirir luminosidad, igual que si brillara con una luz fría y pulsátil de color indefinible, y Carter comprobó que sus destellos se acompasaban con el ritmo extraño de los cánticos. Entonces, todas las siluetas mitradas de los pedestales iniciaron un singular balanceo, siguiendo el mismo ritmo inexplicable, mientras los nimbos de una luz indefinible -semejante a la de la esfera- envolvían sus cubiertas cabezas.
           
            El hindú interrumpió su relato y miró con curiosidad el reloj de forma de ataúd, con su esfera cubierta de jeroglíficos y sus cuatro manecillas, cuyo tic-tac desconcertante seguía un ritmo ajeno a la Tierra.
           
            »-A usted, señor De Marigny -dijo súbitamente a su sabio anfitrión- no es preciso hablarle del ritmo particularmente extraño que seguían las embozadas siluetas de los pedestales hexagonales con sus cánticos y balanceos. Además de Carter, es usted el único en América que ha sentido alguna premonición de la Dimensión Exterior. Supongo que este reloj se lo enviaría el yogui de quien solía hablar el pobre Harvey Warren, el vidente que decía haber sido el único que había estado en Yian-Ho, escondido reducto de la antiquísima Leng, llevándose ciertas cosas de aquella ciudad pavorosa y prohibida. Me pregunto qué objetos delicados conocerá usted de allá. Si mis sueños y lecturas no me engañan, esa ciudad fue construida por quienes conocían bastante bien la Primera Entrada. Pero seguiré mi relato.
           
            »Por último -prosiguió el swami- el balanceo y los cánticos cesaron, los nimbos fosforescentes que rodeaban sus cabezas, ahora caídas e inmóviles, palidecieron y las figuras se hundieron extrañamente en sus pedestales. La esfera, no obstante, continuó palpitando con inexplicable luz. Carter comprendió que los Primigenios dormían de nuevo como cuando los viera por primera vez, y se preguntó de qué sueños cósmicos les habría sacado su llegada. Lentamente, fue abriéndose camino en su espíritu el auténtico sentido de esos cánticos extraños: había sido un ritual de iniciación, y El Más Antiguo había cantado para inducir en sus Compañeros una nueva categoría de sueño cuyos ensueños permitieran abrir la Ultima Puerta para pasar la cual la llave de plata servía de pasaporte. Y comprendió que en lo más hondo de ese sueño profundo, los Primigenios contemplaban las insondables inmensidades de las infinitas dimensiones exteriores, y que así cumplían lo que su presencia les había exigido. El Guía no compartía este sueño, sino que parecía seguir dándoles instrucciones mediante una irradiación sutil y sin palabras. Sin duda les imponía las imágenes de aquello que quería que soñaran sus Compañeros; y Carter comprendió que cuando cada Primigenio soñase el sueño ordenado, nacería el germen de una manifestación visible para sus ojos terrestres. Cuando los sueños de todas las Siluetas se fundieran en una unidad, surgiría esta manifestación, y todo lo que él desease se materializaría mediante concentración. El había visto cosas parecidas en la Tierra: en la India, donde la voluntad de un círculo de adeptos, combinada y proyectada, puede hacer que un pensamiento tome sustancia tangible; y en la arcaica Atlaanât, de la que muy pocos se atreven a hablar.
           
            »Carter no sabía a ciencia cierta en qué consistía la Ultima Puerta, ni cómo debía atravesarla; pero se sintió invadido por un sentimiento de tensa expectación. Tenía conciencia de poseer alguna clase de corporeidad y de llevar la llave fatal en la mano. Las masas descollantes de roca que se alzaban frente a él parecían como una muralla informe, hacia el centro de la cual se sentían sus ojos irresistiblemente atraídos. Y entonces, de súbito, sintió que la irradiación mental del Más Antiguo había dejado de fluir.
           
            »Por primera vez se dio cuenta de lo absurdo y terrible que puede ser el silencio mental y físico. Durante las primeras fases de su aventura percibía aún cierto ritmo, que acaso no fuera sino el latido lejano y secreto de la extensión tridimensional de la Tierra. Pero, ahora, la quietud del abismo parecía haberlo inmovilizado todo. A pesar de su conciencia de poseer un cuerpo físico, no consiguió oír su propia respiración. El resplandor de la esfera de ‘Umr at-Tawil’ se había quedado inmóvil y petrificado. Un halo imponente, más resplandeciente aún que los nimbos que rodearon las cabezas de las Siluetas, brillaba aterradoramente en torno al cráneo amortajado del espantoso Guía.
           
            »Un vértigo infinito invadió a Carter, cuyo sentimiento de orientación había desaparecido por completo. Las luces extrañas parecían poseer la calidad de la más impenetrable negrura acumulada sobre las mismas tinieblas. En torno a los Primigenios, tan solitarios sobre sus tronos hexagonales, reinaba una atmósfera de la más pasmosa lejanía. Luego se sintió arrebatado hacia unas profundidades inconmensurables, notando sobre su rostro los efluvios de un cálido perfume. Era como si flotara en un mar tórrido y rojizo, un mar de vino embriagador cuyas olas espumosas rompieran contra unas costas de bronce incandescente. Un gran temor le invadió al vislumbrar aquella vasta extensión marina cuyo oleaje rompía en costas lejanas. Pero el tiempo del silencio había terminado: las olas le hablaban con un lenguaje sin sonidos ni palabras articuladas:
           
            »‘El-Hombre-Que-Conoce-La-Verdad está más allá del bien y del mal -entonaba una voz que no era voz-. El Hombre-Que-Conoce-La-Verdad ha comprendido la identidad de lo Uno y el Todo. El-Hombre-Que-Conoce-La-Verdad ha comprendido que la Ilusión es la Realidad Unica y que la Sustancia es la Gran Impostora.’
           
            »Y entonces, en aquellas elevadas construcciones rocosas hacia las cuales se sentían sus ojos atraídos tan irresistiblemente, apareció el perfil titánico de un arco semejante al que recordaba haber visto hacía muchísimo tiempo en aquella cueva oculta en el interior de otra cueva, en la lejana e irreal superficie de la Tierra tridimensional.
           
            »Se dio cuenta de que había utilizado la llave de plata, de que la había movido instintivamente, sin previo aprendizaje, de acuerdo con un ritual muy semejante al que le sirvió para abrir la Primera Puerta. Ahora comprendió que aquel mar rosado y embriagador que lamía sus mejillas no era sino la masa impenetrable de la sólida muralla, que se disolvía ante su conjuro y ante el vórtice en que se habían concentrado los pensamientos de los Primigenios. Guiado aún por una instintiva y ciega determinación siguió avanzando en el vacío…, y atravesó la Ultima Puerta.
           
           
           
  IV    
           


 »La progresión de Randolph Carter a través de aquel ciclópeo espesor de muralla era como un vertiginoso precipitarse a través de los insondables abismos interestelares. Sentía, a una gran distancia, el oleaje triunfante y celeste de dulzura mortal; después, un batir de alas enormes y como el gorjeo o murmullo de unos seres ignorados en la Tierra y en el sistema solar. Miró hacia atrás, y vio, no una entrada sólo, sino una multitud de puertas, en algunas de las cuales clamaban ciertas Formas que él procuró no recordar. 
            »Y, de repente, experimentó un terror más grande aún que el que le produjeron aquellas Formas, un terror del que no podía sustraerse porque radicaba en él mismo. Al traspasar la Primera Puerta, había perdido algo de su propia consistencia, sumiéndose en dudas sobre la forma de su cuerpo y su afinidad con los objetos brumosos y difusos que le rodeaban; sin embargo, no se había alterado su sentido de la propia unidad. Había seguido siendo Randolph Carter, un punto fijo en el caos polidimensional. Ahora, una vez cruzada la Ultima Puerta, se dio cuenta, en un instante de miedo aniquilador, de que no era una persona, sino muchas personas a la vez.
           
            »Se encontraba en muchos lugares al mismo tiempo. En la Tierra, a siete de octubre de mil ochocientos ochenta y tres, un niño llamado Randolph abandonaba la Caverna de las Serpientes, salía a la luz apacible de la tarde, bajaba corriendo la ladera rocosa, cruzaba el huerto de manzanos retorcidos y entraba en casa de tío Christopher, situada en las colinas de Arkham; y no obstante, en ese mismo momento, que sin saber cómo también pertenecía a primeros de mil novecientos veintiocho, una sombra vaga que también era Randolph Carter se hallaba sentada sobre un pedestal entre los Primigenios, en la prolongación tridimensional de la Tierra. Al mismo tiempo, había un tercer Randolph Carter, en el amorfo e ignorado abismo del cosmos que se extiende más allá de la Ultima Puerta. Y en otras zonas, en un caos de escenas cuya infinita multiplicidad y monstruosa diversidad le arrastraban al borde de la locura, había una ilimitada confusión de seres que eran tan él mismo como la manifestación espacial que ahora se hallaba al otro lado de la Ultima Puerta.
           
            »Había docenas de Carter en cada época conocida o supuesta de la historia de la Tierra, y en aquellas edades del planeta, aún más remotas, que escapan a todo conocimiento y conjetura. Los había bajo forma humana y no humana, vertebrada e invertebrada, dotada de conciencia y desprovista de ella, animal y vegetal. Y más aún los había que no tenían nada en común con la vida terrestre, que se agitaban de manera repugnante en otros planetas, sistemas, galaxias y continuos cósmicos. Veía esporas de vida eterna que vagaban de mundo en mundo, de universo en universo, y todas eran igualmente él mismo. Alguna de estas visiones le recordaba ciertos sueños -confusos y vívidos a la vez, fugaces y duraderos- que había tenido durante muchos años desde que comenzó a soñar; y algunas de ellas le resultaban pasmosas, fascinantes, casi horriblemente familiares, lo cual era inexplicable según la lógica terrestre.
           
            »Ante esta experiencia, Randolph Carter se sintió poseído por un supremo horror; horror que ni siquiera pudo sospechar aquella noche espantosa en que dos hombres se aventuraron, bajo la luna menguante, en cierta necrópolis horrenda y antigua, de la que sólo uno de ellos pudo regresar. Ni la muerte, ni la fatalidad, ni la ansiedad pueden producir la insoportable desesperación que resulta de perder la propia identidad. Sumergirse en la nada supone caer en un olvido apacible; pero tener conciencia de existir y saber, no obstante, que ya no se es un ser definido, distinto de los demás seres, que ya no se posee la propia mismidad, es la indecible culminación del horror y de la angustia.
           
            »Sabía que en Boston había existido un Randolph Carter, pero no estaba seguro de si él -el fragmento componente de la entidad que ahora se hallaba al otro lado de la Ultima Puerta- había sido ése o algún otro. Su yo había sido aniquilado; y no obstante, él -si es que efectivamente podía, ante aquella absoluta falta de existencia individual, decir él con entera propiedad- tenía conciencia de ser igualmente una legión de yos. Era como si su cuerpo se hubiese transformado repentinamente en una de esas efigies de brazos y cabezas múltiples que se adoran en los templos de la India, y contemplase el conglomerado resultante de un atolondrado intento de distinguir su cuerpo original de dichas reproducciones, si es que realmente (¡qué idea majestuosa!) había un original distinto de las infinitas encarnaciones.
           
            »En medio de estas espantosas reflexiones, el fragmento de Randolph Carter que había atravesado la Ultima Puerta fue arrebatado de lo que parecía el colmo del horror para ir a parar a los negros abismos de otro horror aún más profundo, que esta vez procedía del exterior. Era una fuerza personal que súbitamente apareció frente a él, envolviéndole, penetrándole, invadiéndole. Además de poseer presencia concreta, parecía también formar parte de él mismo y coexistir asimismo con todo tiempo y todo espacio. No hubo imagen visual alguna, pero la sensación de entidad y la horrible idea de una combinación de los conceptos de localización, identidad e infinidad, le causaron un terror paralizante que superaba cualquier experiencia que las personalidades de Carter fueran capaces de soportar en sus existencias.
           
            »Frente a este espantoso prodigio, el fragmento Carter olvidó la pérdida de su identidad. Ante él -y dentro de él- resplandecía una entidad que era Todo-en-Uno y Uno-en-Todo, a la vez ilimitada e infinitamente idéntica a sí misma. No pertenecía a un solo continuo espacio temporal, sino que formaba parte de la misma esencia animada del torbellino caótico de la vida y del ser; del último, del absoluto torbellino de confines y que rebasa tanto el campo de la fantasía como el de la matemática. Era, seguramente, Aquel a quien en algunos cultos secretos de la Tierra daban el nombre de Yog-Sothoth, y entre otros adoraban con nombres distintos; Aquel a quien los crustáceos de Yuggoth llaman El-del-Más-Allá, prosternándose ante él, y los seres vaporosos de la nebulosa espiral representan con un signo intraducible. Pero, en un instante de clarividencia, el fragmento Carter comprendió cuán triviales y fraccionarias son todas estas concepciones.
           
            »Y entonces, el Ser se dirigió al fragmento Carter mediante unos efluvios prodigiosos que herían, quemaban y ensordecían mediante una concentración de energía que consumía al que la recibía, con su insospechable violencia, y que poseía un ritmo extraterrestre semejante al extraño balanceo de los Primigenios y al parpadeo de las monstruosas luces de aquella turbadora región situada detrás de la Primera Puerta. Era como si los soles y los mundos y los universos se hubieran concentrado en un punto cuya verdadera posición espacial se hubieran propuesto aniquilar con un impacto de irresistible furia. Pero, en medio de un terror inmenso, se atenúan otros terrores menores: pareció como si aquellas oleadas aislasen de alguna manera al Carter que estaba Más-Allá-de-la-Puerta-Ultima de toda la infinita multiplicidad de los demás Carter, lo cual le restituyó, por así decir, cierto sentimiento de identidad. Pronto fue capaz de empezar a traducir aquellos efluvios en formas lingüísticas por él conocidas, y disminuyeron sus sensaciones de horror y opresión. El espanto se convirtió en sagrado pavor, y lo que le había parecido diabólico y blasfemo, adquirió ahora la apariencia de una rnajestad inefable.
           
            »Randolph Carter -parecía decir-, mis manifestaciones en la extensión de tu planeta, que son los Primigenios, te han enviado a mí porque, aun cuando podías haber regresado a las regiones menores del sueño que perdiste con tu infancia, sin embargo, has alzado el vuelo hacia más grandes y más nobles anhelos e intereses. Deseabas navegar por el Oukranos, buscar las olvidadas ciudades de marfil de Kled, el país de las orquídeas, y ocupar el trono de ópalo de Ilek-Vad, cuyas torres fabulosas e innumerables cúpulas se elevan poderosas hacia una única estrella roja que brilla en un firmamento extraño a tu Tierra y a toda la materia. Ahora, después de haber atravesado las dos Puertas, deseas cosas más elevadas aún. No huyes como un niño de una visión desagradable a un sueño placentero, sino que te sumerges como un hombre en el último y más recóndito de los secretos que yace detrás de todas las visiones y de todos los sueños.
           
            »Lo que deseas es de mi complacencia; y yo estoy dispuesto a concederte lo que sólo he otorgado once veces a seres de tu planeta; y de ellas, cinco a los que tú llamas hombres, o a seres parecidos al hombre. Estoy dispuesto, a mostrarte el Ultimo Misterio, cuya contemplación aniquila a los débiles de espíritu. Pero antes de contemplar el primero y último de los misterios, todavía eres libre de regresar, si quieres, por las dos Puertas, porque el Velo aún no te ha sido retirado de los ojos».
           
           
           
  V      
           


 «La brusca interrupción de aquellas ondas sumió a Carter en el silencio frío y espantoso de una absoluta desolación. Por todos lados sentía el agobio de la ilimitada inmensidad del vacío. Sin embargo, sabía que el Ser estaba aún allí. Después, formuló mentalmente las palabras cuyo significado deseaba transmitir al vacío:           
            »‘Acepto. No retrocederé.’
           
            »Las ondas brotaron nuevamente, y Carter entendió que el Ser le había oído. Y entonces emanó de aquel Espíritu ilimitado una corriente de sabiduría y comprensión que abrió ante él horizontes nuevos y le preparó para contemplar una visión del cosmos que jamás habría esperado llegar a tener. Le explicó cuán infantil y estrecha es la noción de un mundo tridimensional, y qué infinidad de direcciones existen además de las conocidas de abajo-arriba, delante-detrás y derecha-izquierda. Le mostró la pequeñez huera y presuntuosa de los dioses de la Tierra, con sus mezquinos intereses humanos y sus odios, cóleras, amores y vanidades ruines, sus apetencias de honores y sacrificios, y sus exigencias de que se les
           
            tribute una fe contraria a toda razón y naturaleza.
           
            »La mayor parte de estas revelaciones se traducían por sí mismas en palabras ante Carter, pero en cambio le llegaban otras a través de otros sentidos. Quizá con la vista, o tal vez con la imaginación, se daba cuenta de que se hallaba en una región cuyas dimensiones eran ajenas a las que el ojo y el entendimiento humano pueden concebir. En las sombras de lo que al principio había sido como una concentración de poder, y luego como un vacío ilimitado, percibía ahora un torbellino de fuerzas creadoras que aturdían sus sentidos. Desde algún punto de vista inconcebiblemente elevado, dominó un panorama de formas prodigiosas cuyas múltiples dimensiones rebasaban cualquier idea de ser, tamaño y contorno que su entendimiento hubiera podido concebir hasta entonces, a pesar de haber consagrado su vida al estudio de lo misterioso y lo oculto. Empezaba a comprender vagamente por qué podía existir a un tiempo un niño llamado Randolph Carter en una casa de campo de Arkham en el año mil ochocientos ochenta y tres, una forma brumosa sobre un pedestal hexagonal al otro lado de la Primera Puerta, el fragmento que ahora se hallaba ante la Presencia del abismo ilimitado, y todos los demás Carter que percibía su imaginación o sus sentidos.
           
            »Luego, las ondas más intensas trataron de aumentar su capacidad de comprensión, ajustándole a la multiforme entidad de la que el fragmento que actualmente era su yo constituía una parte infinitesimal. Le hicieron saber que cada figura espacial no es más que el resultado de la intersección, en un plano, de una figura correspondiente que posee además otra dimensión, como el cuadrado resulta de la sección de un cubo, o el círculo de la de una esfera. El cubo y la esfera, con sus tres dimensiones, corresponden a su vez a la sección de otras figuras de cuatro dimensiones, que los hombres conocen sólo por sueños y conjeturas; y éstas a su vez, son sección de otras figuras de cinco dimensiones, y así sucesivamente, hasta remontarse a la inalcanzable infinitud arquetípica. El mundo de los hombres y de los dioses humanos es tan sólo una fase infinitesimal de un ser infinitésimo: la fase tridimensional de la pequeña totalidad que termina en la Primera Puerta, donde ‘Umr at-Tawil dicta sus sueños a los Primigenios’. Aunque los hombres la proclamen como única y auténtica realidad, y tachen de irreal todo pensamiento sobre la existencia de un universo original de dimensiones múltiples, la verdad consiste en todo lo contrario. Lo que llamamos sustancia y realidad es sombra e ilusión, y lo que llamamos sombra e ilusión es sustancia y realidad.
           
            »El tiempo -siguieron informándole aquellas ondas- es inmóvil y no tiene principio ni fin. Es erróneo considerarlo como movimiento y causa de todo cambio. En realidad, el tiempo en sí mismo es una ilusión, porque, a excepción de la visión estrecha de los seres de dimensiones limitadas, no existen cosas tales como pasado, presente y futuro. Los hombres comprenden el tiempo en tanto que significa cambio; ahora bien, el cambio también es una ilusión. Todo lo que fue, es y será, existe simultáneamente.
           
            »Estas revelaciones llegaban a Carter con tan sobrenatural solemnidad que le impedían toda duda. Aun cuando casi escapasen a su comprensión, sentía que eran ciertas a la luz de aquella realidad cósmica final que desmiente toda perspectiva parcial y toda visión estrecha; por su parte, había ahondado en las más profundas cuestiones filosóficas como para liberarse de la servidumbre que impone toda concepción fragmentaria y parcelada. ¿Acaso no se había basado todo este viaje al trasmundo en una convicción de la irrealidad de lo fragmentario y parcial?
           
            »Tras un silencio impresionante, las ondas continuaron diciéndole que lo que los habitantes de las regiones de menos dimensiones llaman cambio, no es más que una simple función de sus conciencias, las cuales contemplan el mundo desde diversos ángulos cósmicos. Las Figuras que se obtienen al seccionar un cono parecen variar según el ángulo del plano que lo secciona, engendrando el círculo, la elipse, la parábola o la hipérbola, sin que el cono experimente cambio alguno; y del mismo modo, los aspectos locales de una realidad inmutable e infinita parecen cambiar con el ángulo cósmico de observación. Los débiles seres de los mundos inferiores son esclavos de esta diversidad de ángulos de conciencia, ya que, aparte alguna rara excepción, no llegan a dominarlos. Sólo unos pocos seres versados en materias prohibidas han logrado una ínfima parte de ese dominio, conquistando de este modo el tiempo y el cambio. Pero las entidades que habitan más allá de las Puertas dominan todos los ángulos. Y pueden contemplar a voluntad, ya las miríadas de facetas distintas del cosmos en su forma fragmentaria y sometida al cambio, ya la inmutable totalidad no deformada por perspectiva alguna.
           
            »Las ondas callaron otra vez, y Carter empezó a comprender vagamente, preso de terror, el último sentido de aquella pérdida de la individualidad que al principio le había horrorizado. Su intuición fue articulando los datos de las distintas revelaciones, acercándose más y más a la comprensión del misterio. Comprendió que gran parte de esta espantosa revelación -la división de su yo en millares de duplicados terrestres- habría podido llegar a revelársele al atravesar la Primera Puerta, si la magia de ‘Umr at-Tawil’ no lo hubiera impedido con el fin de que pudiera utilizar con precisión la llave de plata para abrir la Ultima Puerta. Deseoso de una mayor claridad, emitió ondas telepáticas para preguntar más detalles sobre la relación entre sus múltiples manifestaciones: entre el fragmento que había traspasado la Ultima Puerta, el que aún se alzaba sobre el pedestal hexagonal detrás de la Primera Puerta, el niño de mil ochocientos ochenta y tres, el hombre de mil novecientos veintiocho, las diversas formas primitivas de vida que constituían sus antepasados y que habían ido configurando su ego, y los abominables habitantes de remotísimas edades y universos perdidos que en su primer destello de percepción absoluta había identificado consigo mismo. Poco a poco, las ondas del Ser surgieron como respuesta, tratando de esclarecer lo que casi estaba fuera de la comprensión humana.
           
            »Todas las estirpes de los seres pertenecientes a dimensiones limitadas prosiguieron las ondas y todas las fases evolutivas de cada uno de esos seres, son meras manifestaciones de un ser arquetípico y eterno. Cada ser aislado -hijo, padre, abuelo, y así sucesivamente- y cada fase evolutiva de un mismo ser -niño, muchacho, joven, hombre- es tan sólo una de las infinitas facetas de ese mismo ser arquetípico y eterno, originada por una variación del ángulo de la conciencia-plano que lo corta. Randolph Carter en todas sus edades, Randolph Carter y todos sus antepasados, humanos y prehumanos, terrestres y preterrestres, no son sino meras facetas de un ‘Carter’ último y eterno, exterior al espacio y al tiempo, proyecciones fantasmales diferenciadas únicamente por el ángulo con que el plano de la conciencia había incidido en cada caso sobre el arquetipo eterno.
           
            »Una ligera modificación del ángulo podría convertir al sabio de hoy en niño de ayer; a Randolph Carter en Edmund Carter, el brujo que huyó de Salem a las montañas de Arkham en mil seiscientos noventa y dos, o en Pickman Carter, que empleó extraños procedimientos para rechazar a las hordas mongolas de Australia; al Carter humano en una de aquellas entidades primordiales que habitaron en la arcaica Hyperborea y adoraron al negro y pastoso Tsathoggua, después de huir de Kythamil, el planeta doble que un día giró en torno a Arcturus; al Carter terrestre en un antepasado remotísimo y rudimentario, morador del propio Kythamil, o incluso en las criaturas aún más remotas de las transgalácticas Stronti, o en una conciencia etérea y tetradimensional de un continuo espacio-temporal aún más antiguo, o en una mente vegetal del futuro, habitante de un cometa radiactivo de órbita inconcebible. Y así sucesivamente en infinitos ciclos cósmicos.
           
            »Los arquetipos -vibraron las ondas-, son los pobladores del Ultimo Abismo; son informes, inefables, y en los mundos inferiores apenas los vislumbran, unos pocos soñadores. Por encima de todos ellos está el mismo ser que comunica estas revelaciones, el cual, en verdad, es justamente el arquetipo del propio Carter. El insaciable deseo de Carter y de todos sus antepasados por descubrir los secretos cósmicos era el resultado natural de la procedencia del propio Arquetipo Supremo. En cada mundo, todos los grandes hechiceros, todos los grandes pensadores, todos los grandes artistas, son facetas de El.
           
            »Casi desfallecido de pavor, pero exultante a la vez de una alegría terrible, la conciencia de Randolph Carter rindió homenaje a aquella Entidad trascendente de la cual derivaba. Y como de nuevo cesaron las ondas, meditó en el silencio imponente, pensando en extraños tributos, en cuestiones aún más extrañas, y en ruegos aún mayores. Pero a su cerebro ofuscado fluían contradictoriamente imágenes de paisajes insólitos y revelaciones imprevistas. Se le ocurrió que, si aquellos descubrimientos eran realmente ciertos, podría visitar corporalmente todas aquellas edades infinitamente lejanas y aquellas regiones del universo que hasta entonces sólo conocía en sueños. Le bastaría con poseer el poder mágico de cambiar el ángulo del plano de su conciencia. ¿Y no le proporcionaría esa magia la llave de plata? ¿No había transformado al principio a un hombre de mil novecientos veintiocho en un niño de mil ochocientos ochenta y tres, y después en algo absolutamente exterior al tiempo y al espacio? Era fantástico, pero a pesar de su aparente falta de corporeidad, sabía que tenía aún la llave consigo.
           
            »Mientras duraba el silencio, Randolph Carter emitió los pensamientos y dudas que le asaltaban. Sabía que, en este abismo final, se hallaba situado en un punto equidistante de cada una de las facetas de su arquetipo, humanas o no humanas, terrestres o extraterrestres, galácticas o transgalácticas; y sentía una curiosidad febril por conocer las otras facetas de su ser, especialmente las más alejadas en tiempo y lugar del año terrestre de mil novecientos veintiocho, o las que más le habían obsesionado en sueños durante su vida. Se daba cuenta de que su Entidad arquetípica podía enviarle corporalmente, si quería, a cualquiera de esas fases de vida pasadas y lejanas con sólo modificar el plano de incidencia de su psique. Y así, pese a las maravillas que había presenciado, ardía en deseos de experimentar ese otro prodigio de caminar, en carne y hueso, por los escenarios increíbles y grotescos que sus visiones nocturnas le habían mostrado de manera fragmentaria.
           
            »Sin pretenderlo deliberadamente, estaba rogando a la Presencia que le trasladara a un mundo fantástico y crepuscular cuyos cinco soles multicolores, ignoradas constelaciones, barrancos sombríos y vertiginosos habitados por seres con garras y hocico de tapir, extrañas torres metálicas, inexplicables túneles y misteriosos cilindros flotantes, se había deslizado una y otra vez en sus sueños. Presentía vagamente que aquel mundo era el que sin duda estaría más en contacto con los demás universos, y anhelaba explorar a fondo los paisajes que tan sólo había vislumbrado, y navegar por los espacios hacia aquellos mundos aún más remotos con los que traficaban los habitantes de zarpas y hocico de tapir. No había tiempo para el temor. Como en todas las crisis de su insólita vida, una aguda curiosidad cósmica se imponía por encima de toda otra consideración.
           
            »Cuando las ondas reanudaron sus espantosas vibraciones, Carter entendió que su terrible petición había sido escuchada. El Ser le habló de los tenebrosos abismos que tendría que atravesar, de la desconocida estrella quíntuple de cierta galaxia insospechada en torno a la cual gira ese mundo extraño, y de los horribles moradores de madrigueras contra los que perpetuamente lucha la raza de garras y hocico. Le habló también de cómo el ángulo del plano de su conciencia y la relación existente entre este ángulo y las coordenadas espacio-temporales del mundo deseado debían inclinarse simultáneamente con el fin de hacer retornar a ese mundo aquella faceta de Carter que ya había habitado allí.
           
            »La Presencia le aconsejó que conservara los símbolos, por si alguna vez deseaba regresar de aquel mundo remoto y ajeno que había escogido, y él replicó con una afirmación impaciente, pues sentía que la llave de plata seguía en su poder, y sabía que en ella estaban grabados dichos símbolos, ya que con ella había logrado inclinar a la vez su plano personal y el universal cuando regresó a mil ochocientos ochenta y tres. Y entonces el Ser, comprendiendo su impaciencia, le hizo saber que estaba dispuesto a llevar a cabo la monstruosa transposición. Las ondas cesaron bruscamente y sobrevino un instante de tensa quietud, de espantosa e inenarrable expectación.
           
            »Luego, sin previo aviso, percibió un zumbido y un batir de tambores que fueron en aumento hasta convertirse en un tronar aterrador. Una vez más se sintió Carter en el punto focal de una intensa concentración de energía que le abrasaba, que le destrozaba, que le desintegraba con aquel ritmo insoportable del espacio exterior que ya iba conociendo. Y sin embargo, no sabía exactamente si tal energía era el fuego irresistible de una estrella fulgurante o el frío petrificador del abismo final. Ante él brotaron franjas y rayos de color enteramente ajenos a cualquier espectro luminoso de nuestro universo, trenzándose y entrelazándose mientras cobraba conciencia de ir desplazándose a una prodigiosa velocidad. Y muy fugazmente, vislumbró una figura solitaria sentada sobre un trono de apariencia hexagonal.
           
           
           
  VI    
           


 El hindú interrumpió su relato y observó que De Marigny y Phillips le miraban absortos. Aspinwall pretendía ignorarle y mantenía los ojos ostensiblemente fijos en los papeles que tenía ante sí. El ritmo extraño del reloj en forma de ataúd tomó un sentido nuevo y ominoso, en tanto que las vaharadas de los trípodes excesivamente recargados se entrelazaban componiendo siluetas fantásticas e inexplicables, combinándose de manera inquietante con las grotescas figuras de las tapicerías movidas por el viento. El viejo negro que los había llenado se había ido, tal vez porque la tensión creciente que reinaba le había asustado. El orador reanudó el monólogo con su lenguaje trabajoso y fluido, después de una ligera vacilación.      
            –«Todo esto les habrá parecido difícil de creer -dijo-, pero aún más increíble les van a parecer las cosas materiales y tangibles que vienen a continuación. Esa es nuestra forma de proceder. Lo maravilloso resulta doblemente increíble al trasladarlo de las regiones vagas de los sueños posibles a este mundo tridimensional. No me extenderé mucho en ello porque resultaría una historia muy distinta. Sólo les contaré lo que estrictamente deben saber.
           
            »Carter, después de aquel torbellino de extraña y policroma cadencia, creyó hallarse por un momento en uno de sus sueños más antiguos y reiterativos. Como tantas veces en sus vagabundeos oníricos, se encontraba ahora entre multitudes de seres con zarpas y hocico, y caminaba por las calles de un laberinto metálico inexplicablemente construido, bajo los fulgores de una luz solar de variados colores; y al mirar hacia abajo, vio que su cuerpo era como el de los demás: rugoso, parcialmente cubierto de escamas y articulado de manera singular, muy semejante al de un insecto, aunque recordaba rudimentariamente la forma humana. Aún llevaba consigo la llave de plata, pero ahora la sujetaba con una zarpa repugnante.
           
            »Un momento después desapareció la sensación de estar soñando, y se encontró más como si acabara de despertar. El abismo último, el Ser, la entidad llamada Randolph Carter y perteneciente a una absurda y remota raza aún no nacida en quién sabe qué mundo futuro, formaban parte de los sueños que insistentemente visitaban al hechicero Zkauba, habitante del planeta Yaddith. Eran sueños tan persistentes que obstaculizaban el cumplimiento de sus deberes, consistentes en preparar hechizos para mantener a los dholes en sus madrigueras, y llegaban a confundirse con sus recuerdos de miríadas de mundos que había visitado con su envoltura de luz. Y ahora parecían más reales que nunca. Esta llave de plata que tenía en su zarpa derecha, imagen exacta de una que había soñado, no indicaba nada bueno. Debía descansar y reflexionar, y consultar las tablillas de Nhing para ver qué debía hacer. Subió a un muro de metal por un callejón apartado de los lugares de gran afluencia, entró en su aposento y se acercó a los estantes donde se apilaban las tablillas grabadas.
           
            »Siete fracciones de día más tarde, Zkauba se acuclilló en su prisma, sobrecogido y desesperado, porque la verdad que. acababa de descubrir le había abierto un nuevo caudal de vivencias. Nunca más volvería a conocer la paz de ser una unidad. Efectivamente, en todo tiempo y espacio se vería desdoblado: Zkauba, el hechicero de Yaddith, disgustado por la idea de que en el futuro sería un repugnante mamífero de la Tierra llamado Carter, cosa que por otra parte ya había sido; y Randolph Carter, de la ciudad terrestre de Boston, que temblaba de terror ante aquella criatura de zarpas y hocico que había sido él en el pasado y en la que se había convertido nuevamente.
           
            »Durante las unidades de tiempo que transcurrieron en Yaddith -graznó el swami, cuya voz trabajosa empezaba a dar muestras de cansancio- sucedieron cosas que constituyen en sí otra historia y no pueden relatarse en cuatro palabras. Hubo expediciones a Stronti, y a Mthura, y a Kath, y a otros mundos de las veintiocho galaxias accesibles a las envolturas luminosas de las criaturas de Yaddith, y viajes de ida y vuelta a través de millones y millones de años, realizados con ayuda de la llave de plata y de otros muchos símbolos que los hechiceros de Yaddith conocían. Hubo luchas tremendas con los pálidos y viscosos dholes que moran en las madrigueras de aquel minado planeta. Hubo pavorosas sesiones de estudio en bibliotecas donde se acumulaba una ingente masa de sabiduría recogida de diez mil mundos vivos o muertos. Hubo violentas discusiones con otros espíritus de Yaddith, incluso con el del Archiantiguo Buo. Zkauba no confesó a nadie lo que le había sucedido a su personalidad, pero cuando en él predominaba el fragmento Randolph Carter, se dedicaba frenéticamente a estudiar todos los medios posibles para regresar a la Tierra, y a la humana forma, y practicaba desesperadamente el lenguaje humano con sus extraños órganos vocales tan poco aptos para ello.
           
            »El fragmento Carter no tardó en comprobar con horror que la llave de plata no servía para regresar a la forma humana. Según dedujo demasiado tarde de cosas que recordaba, de sus propios sueños y de la sabiduría de Yaddith, esta llave había sido forjada en Hyperborea, en la Tierra, y sólo tenía poder sobre los ángulos de conciencia de los seres humanos. No obstante, podía cambiar el ángulo planetario y enviar a su poseedor a través del tiempo sin que su cuerpo sufriera mutación alguna. Había un hechizo adicional que confería a la llave ilimitados poderes, de los que de otro modo carecía; pero este hechizo también había sido descubierto por el hombre en sus inalcanzables regiones del espacio, y jamás podría ser reproducido por los hechiceros de Yaddith. Se hallaba escrito en el pergamino indescifrable que acompañaba a la llave de plata en su cofrecillo de horribles adornos, y Carter se lamentaba amargamente de habérselo olvidado. El Ser ahora inaccesible del abismo ya le había advertido que debía conservar los símbolos, y sin duda había creído que no le faltaba ninguno.
           
            »A medida que el tiempo pasaba, se esforzaba en ahondar más y más en la monstruosa ciencia de Yaddith, con objeto de hallar un medio para regresar al abismo de la Entidad omnipotente. Con sus nuevos conocimientos, podría haber sacado mucho provecho del enigmático pergamino; pero ese otro poder, en las circunstancias presentes, era pura ironía. Había ocasiones, sin embargo, en que predominaba la faceta Zkauba, y entonces se esforzaba por borrar los turbadores recuerdos de Carter que tanto le angustiaban.
           
            »Así transcurrieron períodos de tiempo más largos de lo que el cerebro humano puede concebir, ya que los seres de Yaddith mueren tras prolongados ciclos biológicos. Después de muchos centenares de revoluciones, el fragmento Carter se fue imponiendo sobre el fragmento Zkauba, y se pasó grandes períodos calculando la distancia espacial y temporal que habría entre Yaddith y la Tierra habitada por los hombres. Las cifras eran inconcebibles -incalculables millones de años luz- pero la sabiduría inmemorial de Yaddith permitió a Carter comprender todas estas cosas. Ejercitó su poder de orientarse en sueños hacia la Tierra, y aprendió muchas cosas acerca de nuestro planeta que jamás había sabido antes. Pero no podía soñar con la fórmula del pergamino que necesitaba.
           
            »Finalmente concibió un plan insensato para huir de Yaddith y empezó a prepararlo tan pronto como descubrió una droga para mantener perpetuamente aletargado al fragmento Zkauba, sin por ello anestesiar los recuerdos y conocimientos de éste. Pensó que sus cálculos le permitirían realizar un viaje en una de las envolturas luminosas, como ningún ser de Yaddith lo había realizado jamás: un viaje corporal, a través de innumerables millones de años de increíbles extensiones galácticas, hasta el sistema solar y la Tierra misma. Una vez en la Tierra, aunque encarnado en un ser de zarpas y hocico, podría encontrar de algún modo el pergamino de extraños jeroglíficos que había dejado en su coche abandonado en Arkham, y descifrarlo; y con su ayuda, y la de la llave, recuperar su aspecto terrestre normal.
           
            »No ignoraba los peligros de la empresa. Sabía que cuando inclinara el ángulo planetario hacia el período requerido (cosa imposible de hacer durante su veloz trayectoria por el espacio), Yaddith sería un mundo muerto, dominado por los triunfantes dholes, y que su huida en la envoltura luminosa estaría expuesta a graves eventualidades. Sabía asimismo que habría de suspender su vida, a la manera de un iniciado, para soportar un viaje de millones de años a través de abismos insondables. Y sabía también que -en caso de rematar con éxito el viaje- debería inmunizarse contra las bacterias y demás condiciones terrestres hostiles a un cuerpo de Yaddith. Además, debería adoptar algún medio de fingir la forma humana de los habitantes de la Tierra, hasta que lograra encontrar y descifrar el pergamino, y recuperar de verdad esa forma. En caso contrario, sería descubierto probablemente por las gentes que le matarían, horrorizadas ante una criatura que les resultaba inconcebible. Y debería llevar consigo algo de oro -fácil de obtener en Yaddith- para desenvolverse durante su búsqueda.
           
            »Los planes de Carter se fueron realizando lentamente. Se proveyó de una envoltura luminosa de dureza excepcional, capaz de soportar tanto una prodigiosa transición temporal como un vuelo sin igual a través del espacio. Comprobó todos los cálculos y orientó una y otra vez sus sueños hacia la Tierra, tratando de aproximarse lo más posible a mil novecientos veintiocho. Practicó la suspensión de las funciones vitales. Descubrió los agentes bactericidas que necesitaba y logró calcular la fuerza de gravedad a la cual debía acostumbrarse. Modeló con gran habilidad una máscara de cera y confeccionó un atuendo que le permitiera desenvolverse entre los hombres como un ser humano normal y corriente, e inventó un hechizo doblemente poderoso con el que podría contener a los dholes en el momento de su partida del negro y consumido planeta Yaddith de inconcebible futuro. Tuvo también la precaución de hacerse con una buena provisión de drogas -imposibles de obtener en la Tierra- para mantener aletargado al fragmento Zkauba, hasta poder despojarse del cuerpo de Yaddith; y tampoco dejó de hacer acopio de una pequeña reserva de oro para utilizarlo en la Tierra.
           
            »El día de la partida estaba hecho un mar de dudas y recelos. Subió a la plataforma de lanzamiento con el pretexto de trasladarse a la triple estrella Nython, y se metió en la envoltura de brillante metal. Tenía el sitio justo para llevar a cabo el ritual de la llave de plata y comenzó a ejecutarlo mientras se elevaba lentamente la envoltura. Se originó un torbellino aterrador, se oscureció la luz del día y sintió un dolor punzante e intolerable. El cosmos pareció tambalearse como gobernado por un dios loco, y en la negrura del firmamento danzaron constelaciones nuevas.
           
            »Inmediatamente, Carter sintió un nuevo equilibrio. El frío de los abismos interestelares corroía el exterior de su envoltura, y pudo observar desde su interior que flotaba libremente en el espacio. El edificio de metal del que acababa de despegar se había hundido en ruinas años antes. Por debajo de él, el suelo estaba plagado de gigantescos dholes; y mientras los miraba, uno de ellos se incorporó varios centenares de pies y tendió hacia él una extremidad blancuzca y viscosa. Pero sus hechizos surtieron efecto y un momento después se alejaba de Yaddith sin haber sido alcanzado.
           
           
           
  VII   
           


 »En aquella rara habitación de Nueva Orleans, de la que había huido instintivamente el viejo criado negro, la voz del swami Chandraputra se hizo aún más ronca:
            –»Señores -continuó-, no voy a pedirles que crean estas cosas hasta que no les haya mostrado una prueba irrefutable. Mientras tanto, cuando les hable de los millares de años de luz, de los millares de años de tiempo, y de los billones de kilómetros que Randolph Carter empleó en cruzar los espacios en su cuerpo abominable e inhumano, protegido por una envoltura de metal electroactivo, pueden considerarlo como pura fantasía. Carter había regulado cuidadosamente la duración de su suspensión vital, disponiendo que ésta concluyera pocos años antes de aterrizar en la Tierra en mil novecientos veintiocho.
           
            »Nunca olvidará ese despertar. Recuerden, señores, que antes de provocarse aquel letargo de millones de siglos, había vívido conscientemente durante miles de años terrestres en medio de los prodigios extraños y horribles de Yaddith. Sintió la intensa mordedura del frío, cesaron los sueños amenazadores, y se asomó por los portillos de la envoltura. Las estrellas, las constelaciones, las nebulosas, se desparramaban por todo el firmamento… Y, finalmente, sus contornos adoptaron la majestad de las constelaciones de la Tierra que él conocía.
           
            »Algún día podrá contarse su descenso al sistema solar. Vio Kynarth y Yuggoth en el borde, paso muy cerca de Neptuno y vislumbró los infernales hongos blancuzcos que ensucian la superficie, descubrió cierto secreto inenarrable a su paso por las nieblas de Júpiter, vio el horror que mora en uno de sus satélites, y contempló las ruinas ciclópeas esparcidas sobre el disco rojizo de Marte. Al aproximarse a la Tierra, la vio como un tenue creciente que aumentaba de tamaño de manera alarmante. Aflojó la velocidad, aunque la emoción de regresar le impulsara a no perder ni un instante. Pero no pretendo contarles esas sensaciones tal como yo las he sabido del propio Carter.
           
            »Bien; finalmente, Carter se mantuvo inmóvil en las capas superiores de la atmósfera terrestre, en espera de que la luz del día iluminase el hemisferio occidental. Quería tomar tierra en el mismo lugar de donde había partido: cerca de la Caverna de las Serpientes, en los montes de Arkham. Si alguno de ustedes ha estado fuera de su hogar durante mucho tiempo -y sé que uno de ustedes sí lo ha estado-, que calcule lo que le tuvo que emocionar la visión de las ondulantes colinas de Nueva Inglaterra, de los grandes olmos y los huertos de árboles nudosos y viejos cercados de piedra.
           
            »Al despuntar el día, tomó tierra en el prado extiende más abajo de la antigua propiedad de los Carter, y se alegró de poderlo hacer en el silencio y la soledad. Era otoño, lo mismo que cuando partió, y el perfume de las colinas fue como un bálsamo para su espíritu. Se las arregló para subir la envoltura por la ladera, hasta el bosque, y ocultarla en la Caverna de las Serpientes; pero no consiguió hacerla pasar por la grieta hasta la cueva interior. Allí mismo cubrió su cuerpo extraño con las ropas humanas y la máscara de cera. La envoltura quedó en aquel lugar durante un año, hasta que ciertas circunstancias le obligaron a buscarle otro escondite.
           
            »Se fue andando a Arkham, lo cual le sirvió para acostumbrarse a manejar su cuerpo en posturas humanas y en las condiciones ambientales de la Tierra, y entró en un banco para cambiar el oro por dinero. Hizo también ciertas indagaciones haciéndose pasar por un extranjero que ignoraba el inglés, y descubrió que estaba en mil novecientos treinta, sólo dos años después de la época a la que había pretendido llegar.
           
            »Naturalmente, su situación era horrible. Le era imposible dar a conocer su identidad, estaba forzado a vivir en guardia en todo momento, tenía ciertas dificultades respecto a la alimentación, y necesitaba disponer de su droga extraña para mantener aletargado el fragmento Zkauba. Por todo ello se daba cuenta de que debía actuar con la mayor rapidez posible. Marchó a Boston y tomó una habitación en el ruinoso barrio de West End, donde pudo vivir sin grandes gastos y en el más oscuro anonimato, y comenzó inmediatamente a hacer indagaciones sobre los bienes y efectos de Randolph Carter. Fue entonces cuando se enteró de lo ansioso que estaba el señor Aspinwall, aquí presente, por efectuar el reparto de la herencia, y supo con cuánta valentía se empeñaban el señor De Marigny y el señor Phillips en conservarla intacta.
           
            »El hindú hizo una reverencia, pero su rostro barbudo, atezado e impasible no manifestó expresión alguna.
           
            –»Por medios indirectos -prosiguió-, Carter consiguió al fin una copia del pergamino perdido, y comenzó el penoso trabajo de descifrarlo. Celebro poder decir que he tenido la satisfacción de ayudarle en este trabajo; porque efectivamente, recurrió muy pronto a mí, y por mediación mía entró en contacto con otros místicos repartidos por el mundo. Me fui a vivir con él a Boston, en un pésimo tugurio de Chambers Street. En cuanto al pergamino, me complazco en poder sacar de dudas al señor De Marigny. Permítame que le diga que la lengua en que están escritos estos jeroglíficos no es naacal, sino r’lyehiana, idioma que fue traído a la Tierra, hace innumerables eras geológicas, por los descendientes de Cthulhu. Naturalmente, se trata de la traducción de un original hyperbóreo, millones de años más antiguo, escrito en la primordial lengua Tsath-yo.
           
            »Hizo falta más tiempo para traducirlo de lo que Carter había calculado, pero en ningún momento se dio por vencido. A principios de este año hizo grandes progresos gracias a un libro que le trajeron del Nepal, y no cabe duda de que lo logrará antes que pase mucho tiempo. Desgraciadamente, sin embargo, ha surgido una dificultad. Se le ha terminado la droga que mantiene aletargado al fragmento Zkauba. Pero esta calamidad no es tan grande como él temía. La personalidad de Carter domina cada vez más en ese cuerpo, y cuando Zkauba logra alcanzar cierta preponderancia, cosa que sucede durante períodos cada vez más breves y sólo cuando experimenta alguna inusitada excitación, se suele quedar demasiado confundido para contrarrestar el trabajo de Carter. No puede encontrar la envoltura de metal, que podría llevarle de regreso a Yaddith; una vez estuvo a punto de encontrarla, pero Carter, aprovechando que el fragmento Zkauba había vuelto a sumirse en su letargo, la escondió en otro lugar. El único daño que ha hecho Zkauba ha sido asustar a unas cuantas personas y dar origen a ciertos rumores terroríficos que han circulado entre los polacos y los lituanos del barrio de West End, de Boston. Hasta el momento, no ha llegado a estropear del todo el cuidadoso disfraz preparado por el fragmento Carter, aunque a veces lo arroja de tal manera, que ha tenido que recomponerlo por algunos sitios. Yo he visto lo que hay debajo de ese disfraz… y no resulta agradable de ver.
           
            »Hace un mes, Carter leyó el anuncio de esta reunión, y comprendió que debía actuar rápidamente para salvar sus bienes. No podía esperar a terminar de descifrar el pergamino y recobrar su forma humana. Por esta razón, me ha enviado, para que yo actúe en su nombre.
           
            »Señores, yo les aseguro formalmente que Randolph Carter no ha muerto; que se halla temporalmente en una situación excepcional, pero que dentro de dos o tres meses a lo sumo podrá presentarse en su verdadera forma, y exigir la restitución de sus bienes. Estoy dispuesto a presentarles pruebas de ello si es necesario. Por lo tanto, les ruego que suspendan esta reunión por tiempo indefinido».
           
           
           
  VIII 
           


 De Marigny y Phillips se quedaron mirando al hindú como hipnotizados, mientras Aspinwall emitía una serie de gruñidos y resoplidos. Por fin, el malhumor del viejo abogado estalló en una furia incontenible, y dio un puñetazo en la mesa con su mano de hinchadas venas apopléticas. Cuando pudo hablar, parecía más bien que ladraba:        
           
 –¿Cuánto tiempo hay que soportar esta payasada? Llevo una hora escuchando a este loco, a este impostor[*], y ahora tiene la desfachatez de decir que Carter está vivo…,. ¡y de pedir que se aplace la distribución de la herencia sin una razón justificada! ¿Por qué no echa a la calle a este bribón, De Marigny? ¿Pretende usted que nos dejemos tomar el pelo por un charlatán o un majadero?       
            De Marigny, sereno, alzó la mano con sosiego:
           
            –Reflexionemos con calma. Esta historia es muy singular y hay en ella algunas cosas que yo, como ocultista no del todo ignorante, considero muy lejos de ser imposible. Además, desde mil novecientos treinta he venido recibiendo cartas del swami que concuerdan con el relato.
           
            Al interrumpirse, el viejo señor Phillips aventuró:
           
            –El swami Chandraputra ha hablado de pruebas. A mí también me parece que hay cosas muy significativas en esta historia, y también yo he recibido muchas cartas del swami que lo confirman. Pero algunas de estas declaraciones parecen excesivas. ¿No nos puede usted mostrar alguna prueba tangible?
           
            Con el rostro impasible, el swami sacó un objeto del bolsillo de sus ropajes holgados Y contestó con su voz ronca:
           
            –Aunque ninguno de ustedes haya visto jamás la llave de plata, el señor De Marigny y el señor Phillips sí la han visto en fotografía. ¿Les resulta entonces esto familiar?
           
            Nerviosamente, colocó sobre la mesa, con su enorme mano enfundada en blancos mitones, una pesada llave de plata enmohecida, de unos doce o trece centímetros de largo, de una artesanía exótica y absolutamente desconocida, y cubierta de punta a punta por jeroglíficos sumamente extraños. De Marigny y Phillips dejaron escapar una exclamación.
           
            –¡Eso es! – exclamó De Marigny-. La fotografía no miente. ¡No puede haber error!
           
            Pero Aspinwall ya había soltado su respuesta:
           
            –¡Locos! ¿Qué prueba eso? ¡Si esa es la llave que realmente perteneció a mi primo, este extranjero, este condenado negro, tendrá que explicarnos cómo ha venido a parar a sus manos! Randolph Carter desapareció con esa llave hace cuatro años. ¿Cómo sabemos que no se la robó y le asesinó después? Mi primo estaba medio chiflado y tenía relación con gente más chiflada aún. Vamos a ver, negro: ¿de dónde has sacado esa llave? ¿Has matado a Randolph Carter?
           
            El semblante del swami, normalmente tranquilo, no se inmutó; pero sus hundidos ojos negros llamearon peligrosamente en el fondo de sus órbitas y habló con gran dificultad.
           
            –Le ruego que se domine, señor Aspinwall. Hay otra clase de prueba que podría enseñarles, pero el efecto que les causaría no sería agradable. Seamos razonables. Aquí tengo algunos papeles que evidentemente han sido escritos en mil novecientos treinta, y con letra inconfundible de Randolph Carter.
           
            Sacó con torpeza un gran sobre del interior de sus holgadas vestiduras y se lo tendió al furioso apoderado, mientras De Marigny y Phillips presenciaban la escena hechos un mar de confusiones, y con una incipiente sensación de terror insuperable.
           
            –La escritura, por supuesto, es casi ilegible, pero recuerde que Randolph Carter no tiene en la actualidad las manos bien adaptadas para la escritura humana.
           
            Aspinwall ojeó los papeles; estaba visiblemente perplejo, pero no cambió de actitud. En la estancia reinaba una tensa excitación y un temor apenas reprimido. El ritmo extraño del reloj en forma de ataúd resultaba completamente diabólico para De Marigny y Phillips, pero al abogado no parecía impresionarle en absoluto.
           
            Aspinwall habló otra vez:
           
            –Esto parece una falsificación muy bien hecha. Y si no lo es, puede que Randolph Carter se encuentre en poder de algún desaprensivo que lo tenga secuestrado. Sólo cabe hacer una cosa: arrestar a este impostor. De Marigny, ¿quiere usted telefonear a la policía?
           
            –Aguarde todavía -contestó el anfitrión-. No considero necesario que intervenga la policía en este caso. Tengo una idea. Señor Aspinwall, este caballero hindú es un ocultista de verdadero talento que afirma estar en íntima comunicación con Randolph Carter. ¿Se quedaría usted satisfecho si contestara a ciertas preguntas cuya respuesta sólo podría conocer alguien que estuviera en estrecho contacto con él? Conozco a Carter y puedo hacer preguntas de esta índole. Permítame traer un libro que, según creo, podrá servirnos de prueba.
           
            Se dirigió hacia la puerta para ir a la biblioteca, y Phillips, perplejo, le siguió maquinalmente. Aspinwall permaneció en su sitio escrutando con atención al hindú que estaba sentado frente a él, con su rostro impasible. De repente, cuando Chandraputra recogía con torpeza la llave y se la guardaba en el bolsillo, el abogado soltó un grito gutural:
           
            –¡Ah, cielos, ya lo entiendo! Este bribón está disfrazado. A mí no me hace creer que es un indio del Asia. Esa cara… ¡No es una cara, es una máscara! La idea me la ha debido dar su historia, pero es verdad. No la mueve por nada, y el turbante y la barba le ocultan los bordes. ¡Este tipo es un vulgar criminal! Ni siquiera es extranjero. Me he venido dando cuenta por su manera de hablar. Y miren esos mitones. Sabe que puede dejar huellas dactilares. ¡Maldita sea, se la voy a arrancar!…
           
            –¡Alto! – la voz ronca y extraña del swami denotaba un terror ultraterreno- le he dicho que había otra forma de probarle lo que digo, si era necesario, y le advertí que no me provocara. Este viejo entrometido tiene razón: no soy un indio de verdad. Este rostro es una máscara, pero el que hay debajo no es humano. Ustedes también lo han sospechado, me he dado cuenta hace unos minutos. No resultaría nada agradable que me quitara la máscara. Déjalo estar, Ernest. De todos modos tengo que decírtelo ya: yo soy Randolph Carter.
           
            Nadie se movió. Aspinwall soltó un gruñido e hizo un gesto vago. De Marigny y Phillips, desde el otro extremo de la habitación, veían el congestionado rostro del viejo y la espalda de la figura con turbante que se alzaba ante él. En el anormal latido del reloj había algo espantoso, y el humo de los trípodes y las figuras de los tapices parecían moverse al son de una danza macabra. El abogado, fuera de sí, rompió el silencio:
           
            –¡No; no eres mi primo, ladrón… no me asustarás! Tus razones tendrás para no querer que te veamos la cara. Seguramente porque sabemos quién eres. ¡Fuera esa máscara!
           
            Al abalanzarse contra él, el swami le agarró la mano con las suyas, enfundadas en los mitones, y emitió un extraño grito, mezcla de dolor y sorpresa. De Marigny quiso interponerse entre los dos, pero se detuvo desconcertado cuando el grito de protesta del falso hindú se transformó en una especie de zumbido o rechinamiento inexplicable. Aspinwall tenía el rostro congestionado y enfurecido, y lanzó su mano libre a la espesa barba de su oponente. Esta vez consiguió cogerla, y de un tirón frenético, desprendió del turbante el rostro de cera, que quedó colgando de la mano del abogado.
           
            En el mismo instante, Aspinwall dejó escapar un grito ahogado y Phillips y De Marigny vieron que su cara se contraía en la convulsión más salvaje, en la más espantosa mueca de horror que nunca vieran en rostro humano. Entre tanto, el falso swami había soltado su otra mano y se había quedado de pie, como atontado, emitiendo una serie de ruidos entrecortados de lo más incomprensible. Luego, la figura del turbante se acurrucó en una postura muy poco humana y comenzó a arrastrarse de manera singular hacia el reloj en forma de ataúd, que seguía marcando un ritmo cósmico anormal. Su cara descubierta estaba en ese momento vuelta hacia otro lado, y De Marigny y Phillips no podían ver lo que el abogado había puesto al descubierto. Centraron su atención en Aspinwall, que se había desplomado en el suelo. El encanto se había roto… Pero cuando se acercaron al viejo, estaba muerto.
           
            Al volverse rápidamente hacia el swami, que retrocedía resollando, De Marigny vio cómo de uno de sus brazos colgantes se desprendía un enorme mitón blanco. Las vaharadas del olíbano eran espesas, y todo lo que logró ver de la mano descubierta fue una cosa larga y negra. Antes que el criollo pudiera llegar hasta la figura que retrocedía, el anciano señor Phillips le retuvo por el hombro.
           
            –¡No! – susurró-. No sabemos con qué nos vamos a enfrentar. La otra faceta, ya sabe, Zkauba, el hechicero de Yaddith…
           
            La figura del turbante había llegado junto al extraño reloj, y los dos hombres presenciaron a través de la humareda cómo una zarpa negra manipulaba en la alargada puerta cubierta de jeroglíficos. Aquella manipulación produjo un extraño golpeteo. Luego, la figura entró en la caja de forma de ataúd y cerró la tapa después.
           
            De Marigny no pudo contenerse, pero cuando se acercó y abrió el reloj, estaba vacío. Seguía palpitando con el ritmo cósmico y misterioso que subyace en todos los accesos del éxtasis místico. En el suelo habían quedado un enorme mitón blanco y un hombre muerto con una máscara en su mano crispada; ni un solo rastro más.
           
           
            Transcurrió un año, y no se oyó hablar más de Randolph Carter. Sus bienes siguen intactos aún. Las señas de Boston, desde donde un tal «swami Chandraputra» había enviado información a diversos místicos entre los años 1930 y 1932, correspondían al domicilio de un extraño hindú, pero éste se había ausentado poco antes de la reunión de Nueva Orleáns, y no se le volvió a ver desde entonces. Era, al parecer, un individuo moreno, inexpresivo y con barba. El dueño de la casa cree que la máscara de color oscuro que le mostraron se parece muchísimo a él. Sin embargo, jamás se sospechó que hubiera relación alguna entre el desaparecido hindú y las pesadillescas apariciones sobre las que tanto murmuraban los eslavos del barrio. Las colinas de Arkham fueron registradas en busca de la «envoltura metálica», pero sin resultado. Sin embargo, un empleado del First National Bank de Arkham recuerda que en octubre de 1930, un extranjero con turbante cambió por dinero cierta cantidad de barras de oro.
           
            De Marigny y Phillips no saben qué pensar del caso. Después de todo, ¿qué pruebas hay sobre él? Un relato, una llave que podía haber sido imitada de una de las fotografías que Carter había distribuido en 1928, algunos documentos… Ninguna de estas pruebas era concluyente. Había un extranjero enmascarado, pero, ¿vivía alguien que hubiera visto lo que ocultaba la máscara? En medio de la tensión nerviosa y del humo del olíbano, aquella desaparición en el interior del reloj podía muy bien explicarse como una alucinación sufrida por ambos. Los hindúes conocen muchos secretos de la hipnosis. La razón proclama que el swami era un criminal que había tratado de apoderarse de la herencia de Randolph Carter. Pero la autopsia decía que Aspinwall había muerto de un ataque. ¿Fue sólo un arrebato de cólera lo que provocó el desenlace? Hay ciertos detalles en esa historia…
           
            En una inmensa estancia con tapices de extrañas figuras y ambiente impregnado por el humo del olíbano, Etienne-Laurent de Marigny se sienta a menudo a escuchar el ritmo anómalo de ese reloj en forma de ataúd, cubierto de extraños jeroglíficos.
           

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