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domingo, 20 de julio de 2008

LAZARO -- LEÓNIDAS ANDREIEV -- ANTOLOGIA DEL CUENTO ESTRAÑO 4

LAZARO -- LEÓNIDAS ANDREIEV
ANTOLOGIA DEL CUENTO ESTRAÑO 4
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LEÓNIDAS ANDREIEV
LÁZARO

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LEÓNIDAS ANDREIEV nació en 1871,
en Orel, Rusia. Llevó una vida pobre y desdichada
a la que alguna vez quiso poner fin por
su propia mano. Su obra, en la que hay un dejo
de cínismo y aún de morbosidad, tiene sin embargo
extraordinaria fuerza. Citaremos, entre
sus novelas, Judas Iscariote, La Risa Roja, Los
Siete Ahorcados. Murió en Finlandia en 1919.


__
XII
Lázaro

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Cuando Lázaro salió del sepulcro, donde tres
días y tres noches yaciera bajo el misterioso poder de
la muerte, y, vuelto a la vida, tornó a su casa, no
advirtieron sus deudos, al principio, las malignas
rarezas que, con el tiempo, hicieron terrible hasta su
nombre.
Alborozados con ese claro júbilo de verlo
restituido a la vida, amigos y parientes prodigábanle
caricias y halagos sin cesar y ponían el mayor esmero
en tenerle a punto la comida y la bebida y ropas
nuevas.
Vistiéronle hábitos suntuosos con los colores
radiantes de la ilusión y la risa, y cuando él, semejante
a un novio con su traje nupcial, volvió a sentarse entre
los suyos a la mesa, y comió y bebió con ellos, lloraron
todos de emoción y llamaron a los vecinos para que
viesen al milagrosamente resucitado.
Y los vecinos acudieron y también se regocijaron;
y vinieron también gentes desconocidas de
remotas ciudades y aldeas y con vehementes
exclamaciones expresaban su reverencia ante el
milagro... Como enjambres de abejas revoloteaban
sobre la casa de Maria y Marta.
Y lo que de nuevo se advertía en el rostro de
Lázaro y en sus gestos, reputábanlo naturalmente como
huellas de la grave enfermedad y de las conmociones
padecidas. Era evidente que la labor destructora
de la muerte, en el cadáver, había sido detenida por
milagroso poder, pero no borrada del todo; y lo que ya
la muerte lograra hacer con el rostro y el cuerpo de
Lázaro, venía a ser cual el diseño inconcluso de un
artista, bajo un fino cristal.
En las sienes de Lázaro, por debajo de sus
ojos y en las demacradas mejillas, perduraba una
densa y terrosa cianosis; y esa misma cianosis terrosa
matizaba los largos dedos de sus manos y también en
sus uñas, que le crecieran en el sepulcro, resaltaba
ese mismo color azul, con tonos rojizos y oscuros. En
algunos sitios, en los labios y en el cuerpo, habíasele
resquebrajado la piel, tumefacta en el sepulcro, y en
esos sitios mostraba ténues grietas rojizas, brillantes,
cual espolvoreadas de diáfana mica. Y se habia
puesto obeso.
El cuerpo, hinchado en el sepulcro, conservaba
aquellas monstruosas proporciones, aquellas protu
berancias
terribles, tras las cuales adivinábase la hedionda
humedad de la putrefacción. Pero el cadavérico
hedor de que estaban impregnados los hábitos sepulcrales
de Lázaro, y, al parecer, su cuerpo todo, no
tardó en desaparecer por completo y al cabo de algún
tiempo amortiguóse tambien la cianosis de sus manos
y su rostro y se igualaron aquellas hinchazones rojizas
de su piel, aunque sin borrarse del todo. Con esa cara
presentóse a la gente, en su segunda existencia; pero
aquello parecía natural a quienes le habían visto en el.
sepulcro.
Lo mismo que la cara pareció haber cambiado
también el carácter de Lázaro; pero tampoco eso asombró
a nadie ni atrajo sobre él demasiado tiempo la
atención. Hasta el día de su muerte, había sido Lázaro
un hombre jovial y desenfadado, amigo de risas y
burlas inocentes. Por esa su jovialidad simpática e
inalterable, exenta de toda malignidad y sombra de mal
humor, cobrárale tanto cariño el Maestro.
Ahora, en cambio, habíase vuelto serio y taciturno;
jamás gastaba bromas a nadie ni coreaba con
su risa las ajenas; y las palabras que rara vez salian
de sus labios, eran las mas sencillas, corrientes e
indispensables y tan faltas de sustancia y enjundia,
cual esos sonidos con que el animal expresa su dolor y
su bienestar, la sed y el hombre. Palabras que un hombre
puede pronunciar toda su vida, sin que nadie llegue
a saber de que se duele o se alegra su profunda alma.
Asi, con la faz de un cadáver, sobre el que, por
espacio de tres días, señoreara la muerte en las
tinieblas... vestido con sus nupciales ropas, brillantes
de amarillo oro y sanguinolenta púrpura, pesado y silencioso,
vuelto otro hasta el espanto, pero aun reconocible
para todos... sentábase a la mesa del festin,
entre sus amigos y deudos.
En anchas ondas, ora dulces, ora sonoramente
aborrascadas surgian en torno a él, las ovaciones; y
miradas, encendidas de amor, iban a posarse en su
rostro, que aún conservaba la frialdad de la tumba; y la
tibia mano de un amigo acariciaba la suya, pesada y
azuleante. Tocaba la música. Habian llevado músicos
y éstos tocaban cosas alegres; y vibraban cimbalos y
flautas, citaras y guzlas. Como enjambres de abejas,
bordoneaban... como cigarras estridentes... como
pájaros, cantaban sobre la venturosa mansión de
Maria y Marta.
_
II
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Un imprudente levantó el velo. Con el soplo
indiscreto de una palabra lanzada al azar, rompió el
luminoso encanto y en toda su informe desnudez dejó
ver la verdad. Aún no se concretara del todo en su mente
la idea, cuando sus labios, sonriendo, preguntaron:
¿Por que Lazaro, no nos cuentas... lo que
viste allí?
Y todos guardaron silencio, sorprendidos de
aquella pregunta. Parecía como si, por primera vez
entonces, se diesen cuenta de que Lázaro había
estado muerto tres días y miráronlo curiosos,
aguardando su respuesta. Pero Lázaro callaba.
¿No quieres contárnoslo? —insistió el preguntón
con asombro— ¡Tan terrible era aquelIo !
Y otra vez su pensamiento fuéle a la zaga a
sus palabras; de haberle ido por delante, no habría
formulado esa pregunta, que en aquel mismo instante,
le destrozaba el corazón con irresistible pánico.
Inquietáronse también todos y con ansia aguardaban
las palabras de Lázaro; pero éste seguia guardando
un silencio grave y frío y sus ojos tenían una mirada
vaga. Y otra vez volvieron a notar, como al principio,
aquella terrible cianosis de su rostro y aquella
repugnante obesidad; sobre la mesa, como olvidadas
por Lázaro, yacian sus manos. de un azul rojizo... y
todas has miradas involuntariamente fijas, convergían
en ellas, cual si de ellas aguardasen la respuesta
anhelada. Y seguían tocando los músicos ; pero no
tardó en correrse hasta ellas el silencio y así como el
agua apaga un rescoldo, también aquel silencio apagó
los alegres compases. Callaron las flautas; callaron
también los sonoros cimbalos y las bordoneantes
guzlas; y lo mismo que una cuerda que salta, gimió
desmayada la canción... y como un trémulo, intermitente
sonido, enmudeció también la cítara. Y todo
quedó en silencio.
¿No quieres decírnoslo? —repitió el preguntón,
incapaz de contener su lengua. Reinaba el silencio y
sobre la mesa descansaban inmóviles las azulosas,
rojizas manos de Lázaro. Y he aquí que aquellos
manos moviéronse levemente v todos respiraron
aliviados y alzaron los ojos; y las fijaron en ellas, y
todos a una, con una sola mirada, pesada y terrible,
quedáronse contemplando al resurrecto Lázaro.
Era aquél el tercer día, después que Lázaro
saliera del sepulcro. De entonces acá, muchos habían
sentido el poder aniquilador de su mirada; pero ni
aquellos que por ella quedaron destruidos para siempre
ni aquellos otros que en las primordiales fuentes
de la vida, tan misteriosas como la propia muerte,
encontraron valor para afrontarla. .. jamás pudieron
explicarse lo horrible que, invisible, yacía en el fondo
de sus negras pupilas. Miraba Lázaro de un modo
sencillo y sereno, sin deseo de descubrir cosa alguna,
ni intención de decir nada... hasta miraba fríamente
cual si fuese del todo ajeno al espectáculo de la vida.
Y eran muchos los despreocupados que tropezaban
con él y no lo notaban, y, luego, con asombro y pavor,
reconocian quien era aquel hombre obeso y flemático
que los rozaba con la orla de su lujosa y brillante
túnica. Seguia brillando el sol cuando miraba él, y
seguia manando, cantarina, la fuente y no perdían los
cielos su color cerúleo; pero el hombre que caía bajo
su mirada enigmática, ya no oía el rumor de la fuente
ni reconocía los nativos cielos.
Unas veces, rompía a llorar con amargura;
otras, desesperado, se arrancaba los cabellos y,
como loco, gritaba pidiendo socorro; pero lo más
frecuente era que, con toda calma e indiferencia,
empezara a morirse y siguiera muriéndose durante
largos años, muriéndose a vista de todos, muriéndose
descolorido, bostezante y tedioso como un árbol que
se va agotando en silencio sobre una tierra pedregosa.
Y los primeros, los que gritaban y enloquecian, volvían
luego a la vida; pero los otros... nunca.
¿De modo, Lázaro, que no quieres contarnos lo
que viste alli? —por tercera vez repitió el preguntón.
Pero ahora su voz era indiferente y brumosa y
mortecina y un tedio gris miraba por sus ojos. Y sobre
todas las caras extendióse como polvo, aquel mismo
tedio mortal y con romo asombro miráronse unos a
otros los comensales, sin comprender por que se
habían reunido alli, en torno a aquella rica mesa
Dejaron de hablar. Con indiferencia pensaban que
debian irse a sus casas, pero no podian sacudirse
aquel pegajoso e indolente tedio, cque paralizaba sus
músculos, y continuaban sentados, apartados unos de
otros, cual nebulosas lucecillas desparramadas por los
nocturnos campos.
Pero a los músicos les habían pagado para que
tocasen y volvieron a coger sus instrumentos y
volvieron a surgir y saltar sus sones estudiadamente
alegres, estudiadamente tristes. Toda aquella armonía
vertíase sobre ellos, pero no sabian los comensales
que falta les hacia aquello ni a que conducía el que
aquellos individuos pulsasen las cuerdas, inflando
los carrillos y soplasen en las tenues flautas y
armasen aquel raro, discordante ruido.
—iQué mal tocan! —dijo uno.
Los músicos diéronse por ofendidos y se
largaron. Detrás de ellos, uno tras otro, fuéronse también
los comensales, porque ya estaba anocheciendo.
Y cuando por los cuatro costados envolviólos la
sombra, y ya empezaban a respirar a sus anchas...
súbitamente, ante cada uno de ellos, con el fulgor de
un relámpago, surgió la figura de Lázaro; rostro
azuleante de muerto, vestidura nupcial lujosa y
brillante y fría mirada, del fondo de la cual destilaba,
inmóvil, algo espantoso. Cual petrificados quedáronse
ellos en distintos sitios y la sombra los circundaba;
pero en la sombra, con toda claridad, destacábase la
terrible visión, la sobrenatural imagen de aquel que,
por espacio de tres dias yaciera bajo el enigmático
poder de la muerte. Muerto estuvo tres días; tres
veces salió y se puso el sol y él estaba muerto;
jugaban los chicos, bordoneaba el agua en los
guijarros, ardía el polvo, levantado en el camino por
los pies de los viandantes... y él estaba muerto. Y
ahora otra vez se hallaba entre los hombres..., los
palpaba..., los miraba..., ¡los mirabal... y por entre los
negros redondeles de sus pupilas. como al través de
opaco vidrio, miraba a las gentes el más
incomprensible Allá.
_
III
_
Nadie se preocupaba de Lázaro, amigos y
deudos, todos sin excepción, lo habían abandonado y
el gran desierto que rodeaba la ciudad santa, llegaba
hasta los umbrales mismos de su casa. Y en su casa
se metía y en su cuarto se instalaba cual si fuese su
mujer y apagaba los fuegos.
Nadie se preocupaba de Lázaro. Una tras otra,
fuéronse de su lado sus hermanas.... Maria y Marta...
Resistióse mucho a hacerlo Marta, porque no sabía
quien iría luego a alimentarlo y le daba lástima y
lloraba y oraba. Pero una noche, habiéndose levantado
en el desierto un huracán que, silbando, zarandeaba
los cipreses sobre el techo, vistióse sus ropas
con sigilo y con el mismo sigilo se fué. Seguro que
Lázaro oiría el ruido de la puerta que, mal cerrada,
volteaba sobre sus goznes bajo los intermitentes
embates del viento... pero no se levantó ni salió a
mirar. Y toda la noche, hasta ser de día, estuvieron
zumbando sobre su cabeza los cipreses y crujiendo,
quejumbrosa, la puerta, dando paso franco hasta el
interior de la casa, al frio y ansiosamente galopante
desierto.
Cual a un leproso huíanle todos y como a un
leproso querían colgarle al cuello una campanilla, con
el fin de evitar oportunamente su encuentro. Pero hubo
quién, palideciendo, dijo que seria terrible eso de oir
en el silencio de la noche, al pie de la ventana, el
tintineo de la campanilla de Lazaro... y todos también,
palideciendo, le dieron la razón.
Y como tampoco él se cuidaba de si mismo,
es posible que se hubiera muerto de hambre, si sus
vecinos, por efecto de cierto temor, no se hubieran
encargado de llevarle la comida. Valíanse para esto de
los niños, que eran los únicos que no se asustaban de
Lázaro; sino que, lejos de eso, burlábanse de él, como
suelen hacerlo, con inocente crueldad, de todos los
desdichados.
Mostrábansele indiferentes, y con la misma
indiferencia pagaba Lázaro; no sentía el menor antojo
de acariciar sus negras cabecitas ni mirar a sus ojillos,
brillantes e ingenuos. Rendida al poder del tiempo y
del desierto, derrumbóse su casa, y mucho hacía ya
que se le fueran con sus vecinos sus hambrientas
escuálidas cabras.
Desgarráronsele también sus lujosas vestiduras
nupciales. Según se las pusiera aquel venturoso
día, en que tocó la música, así las llevó sin
mudárseles, cual si no advirtiese diferencia alguna
entre lo nuevo y lo viejo, entre lo roto y lo entero.
Aquellos vistosos colores se destiñeron y perdieron su
brillo; los malignos perros de la ciudad y los agudos
abrojos del desierto convirtieron en andrajos su
delicado cíngulo.
Un día, que el implacable sol volviérase un
verdugo de toda cosa viva y hasta los escorpiones
permanecian amodorrados bajo sus piedras,
conteniendo su loca ansia de morder, Lázaro, sentado
inmóvil bajo los rayos solares, alzaba a lo alto su
azulesco rostro y sus greñudas y salvajes barbazas.
Cuando todavía los hombres le hablaban,
preguntáronle una vez:
—Pobre Lázaro, ¿es que lo gusta estarte
sentado, mirando al sol?
Y contestó él: —Sí.
Tan grande debia de ser el frio de tres dias en
la tumba y tan profunda su tiniebla, que no habia ya en
la tierra calor ni luz bastantes a calentar a Lazaro y a
iluminar las sombras de sus ojos —pensaban los
preguntones y, suspirando, se alejaban.
Y cuando el globo rojizo, incandescente, se
inclinaba hacia la tierra, salíase Lazaro al desierto e
iba a plantarse frente al sol. como si quisiera cogerlo.
Siempre caminaba cara al sol, los que tuvieron
ocasión de seguirlo y ver lo que hacia por las noches
en el yermo, conservaban indelebles en la memoria la
larga silueta de aquel hombre alto, sombrio sobre el
rojo y enorme disco encendido del astro. Ahuyentábalos
la noche con sus terrores y no llegaban a saber lo
que hacía Lázaro en el desierto; pero su imágen negra
sobre rojo, quedá—baseles grabada en el cerebra, con
caracteres imborrables. Como una fiera, que revuelve
los ojos y se frota el hocico con sus patas, asi también
apartaban ellos la vista y se restregaban los ojos; pero
la imagen de Lazaro quedaba impresa en ellos hasta
la muerte.
Pero había individuos que vivian lejos y nunca
habían visto a Lázaro y solo tenian de él vagas referencias.
Por efecto de esa curiosidad irresistible, más
poderosa todavia que el miedo, aunque del miedo se
nutre, con una íntima burla en el alma, llegábanse a
Lazaro, que estaba sentado al sol, y lo interpelaban.
Por aquel entonces, ya el aspecto exterior de Lázaro
había mejorado y no resultaba tan imponente; asi que,
al pronto, ellos chascaban los dedos y pensaban que
los habitantes de la ciudad santa eran unos estúpidos.
Pero luego de terminarse el breve coloquio, cuando ya
se iban a sus casas, mostraban un aspecto tal, que en
seguida los habitantes de la ciudad santa los conocian
y comentaban:
—Todavia hay locos que van a ver a Lázaro —
y sonreían compasivos y alzaban al cielo los brazos.
Llegaban, con estruendo de armas, valientes guerreros
que no conocian el miedo; llegaban, con risas y
canciones, jóvenes felices; y discretos publicanos,
preocupados con el dinero, y los arrogantes ministros
del templo deteniín sus rebaños junto al hebreo
Lázaro..., pero ninguno volvía de allí como habia ido.
La misma sombra terrible caía sobre las almas y
confería un nuevo aspecto al viejo mundo conocido.
Asi expresaban sus sentimientos aquellos que
se prestaban aún a hablar:
Todos los objetos, visibles para los ojos y
tangibles para la mano, vuélvense vacios, livianos y
translúcidos... semejantes a claras sombras en la
bruma nocturna, asi se vuelven:
porque esa misma gran bruma que envuelve
toda la creacion, no iluminada por el sol ni por la luna,
ni por las estrellas, que cual velo negro infinito arropa
a la tierra como una madre, envolvíalos a todos; todos
los cuerpos penetrábamos, asi el hierro como la piedra
y soltábanse las partes del cuerpo, faltas de encaje, y
en lo hondo de esas partes penetraba también y
disgregábanse las partes en partículas; porque ese
gran vacío, que envuelve la creación no se colmaba ni
con el sol ni con la luna o las estrellas, sino que
imperaba sin límites, por doquiera calaba, separándolo
todo, cuerpos de cuerpos y partes de partes; en el vacio
hundían sus raices los árboles y ellos tambien
estaban vacios; en el vacio, amenazando con espectral
caida, gravitaban los templos, los palacios y las
casas y ellos tambien estaban vacios; y en el vacio
agitábase inquieto el hombre y también resultaba vacio
y leve cual una sombra: porque no existia el tiempo y
el principio de cada cosa fundiase con su fin; apenas
labraban un edificio y aun sus constructores daban
martillazos; cuando ya se dejaban ver sus escombros
y en el lugar de ellos, el vacio; apenas nacia una
criatura, cuando ya sobre su cabeza ardian los blandones
fúnebres y se apagaban y ya el vacio ocupaba el
lugar del hombre y de los fúnebres blandones; y abrazado
por el vacio y la sombra, temblaba sin esperanza
el hombre ante el horror de lo Infinito.
Asi decian aquellos que aun se prestaban a
hablar. Pero es de suponer que aún habrían podido
decir más aquellos otros que se negaban a hablar y en
silencio morían.
_
IV
_
Por aquel tiempo habia en Roma un escultor
famoso. Del barro, el mármol y el bronce creaba
cuerpos de dioses y hombres y era tal su divina
belleza que todos la reputaban sin igual.
El, sin embargo, no estaba satisfecho de sus
obras y afirmaba que aún había algo más bello que no
podía reproducirse ni en el marmol ni en el bronce. —
Aún no pude captar el fulgor de la Tuna —decia— ni
tampoco el del sol... y mis mármoles no tienen alma ni
mis bellos bronces, vida.— y cuando ]as noches de
luna, vagaba despacio el artista por la ciudad y,
recortando ]as negras sombras de los cipreses, se
deslizaba con su blanco jitón bajo la luna, los amigos
que se lo encontraban, echábanse a reir afecfuosamente
y decian:
¿Es que andas tras de cazar el fulgor de la
luna, Aurelio? ¿Por que no te trajiste un cesto? Y él,
también riendo, señalaba a sus ojos: —Estos son mis
cestos, en los que recojo la luz de la luna y el
resplandor del sol.
Y era verdad; brillaba en sus ojos la luna y el sol
resplandecía en ellos. Sólo que no podía trasladarlos al
mármol y aquel era el luminoso dolor de su vida.
Procedia de antiguo linaje patricio, estaba
casado con una mujer de buena condición, tenia hijos
y no podia sufrir deficiencia de ninguna clase.
Luego que hubo llegado a sus oídos la vaga
fama de Lázaro, consultó con su mujer y sus amigos y
emprendió la larga peregrinación a Judea, al solo fín
de ver con sus propios ojos a aquel hombre milagrosamente
resucitado. Sentíase por aquel entonces un
tanto aburrido y esperaba reavivar con aquel viaje su
adormecida atención. Cuanto le habían referido del
resucitado, no fué parte a intimidarlo; había meditado
mucho sobre la muerte, y aunque no le resultaba
simpática, menos simpáticos le eran todavía aquellos
que la descartaban de su vida.
A este lado... la bellisima vida; a este otro ... la
enigmática muerte —pensaba é l— y nada mejor
podía discurrir el hombre que lo vivo..., alegrarse con
la vida y la belleza es lo vivo. Y hasta sentía cierto
presuntuoso deseo; ver a Lázaro con la verdad de sus
ojos y volver a la vida su alma de igual modo que
volviera su cuerpo. Lo cual le parecia tanto más fácil
cuanto que aquellos rumores sobre el resucitado, raros
y medrosos, no expresaban toda la verdad acerca de
é l y solamente de un modo confuso prevenian contra
algo espantoso.
Ya se levantaba Lazaro de la piedra para
seguir al sol que iba a ocultarse en el desierto, cuando
hubo de llegarse a é l un opulento romano, seguido
de un esclavo armado, y en voz recia, le dijo:
—¡Lázaro!
Y reparó Lázaro en el bello arrogante rostro
nimbado por la fama y las radiantes vestiduras y las
gemas que centelleaban al sol. Los rojizos rayos del
astro daban a la cabeza y a la cara un cierto parecido
con el bronce vagamente brillante... y Lázaro lo
advirtió. Sentóse dócilmente en su sitio y agobiado,
bajó la vista.
—Si... no tienes nada de bello, mi pobre Lázaro
—dijo lentamente el romano, jugando con su cadenilla
de oro— incluso terrible pareces, mi pobre amigo; y la
muerte no anduvo perezosa el dia que tan imprudentemente
caiste en sus brazos. Pero estás inflado como
un tonel y los gordos son gente buenaza, por lo
general —decia el gran Usar— y no me explico por
que la gente te tiene tanto miedo. ¿Me permitirás
pasar la noche en tu casa? Es tarde ya y no tengo
posada.
Nadie hasta entonces pidiérale hospitalidad por
una noche en su casa al resucitado.
—Yo no tengo casa —dijo Lázaro.
—Yo soy algo martial y puedo dormir sentado
—respondióle el romano—. Encenderemos lumbre...
—Yo no tengo fuego.
—Pues entonces, nos sentaremos en la sombra,
como dos amigos y conversaremos.
Pienso que tendrás algo de vino ...
—Yo no tengo vino.
El romano echóse a reir.
—Ahora comprendo por que estás tan sombrío
y descontento de tú segunda vida. ¡Te falta el vino!
Bien...; es igual, nos pasaremos sin él ; mira, hay
manantiales cuyas aguas se suben a la cabeza lo
mismo que el falerno.
Despidió con un gesto al esclavo y ambos se
quedaron solos. Y de nuevo rompió a hablar el
escultor; pero habríase dicho que, juntamente con el
sol declinante, íbase la vida de sus palabras y
quedábanse pálidas y hueras... cual si se tambaleasen
sobre sus mal seguros pies, como si resbalasen y
cayesen, ebrias de un vino de pena y desesperanza. Y
dejáronse ver negros resquicios entre ellas..., cual
remotas alusiones al gran vacio y a la gran tiniebla.
—jAhora soy tu huésped y no me ofenderás,
Lázaro! —dijo—. La hospitalidad es un deber, incluso
para quién estuvo muerto tres dias. ¡Porque tres dias,
según me han dicho, estuviste en el sepulcro!... ¡Oh y
que frio debe de hacer allí!... Allí debiste aprender esa
mala costumbre de prescindir del fuego, aún en
invierno... Con lo amante que soy yo de la luz... y lo
pronto que oscurece aquí ... Tienes un diseño muy
interesante de cejas y frente; se diría las calcinadas
ruinas de un palacio, después de un terremoto. Pero
por que vas vestido de un modo tan raro y feo? Yo he
visto a los recién casados en vuestro país y hay que
ver como van vestidos... de un modo tan ridículo... ¡tan
horrible!... Pero ¿acaso eres tú uno de ellos?
Ocultábase ya el sol, negras sombras gigantescas
venian del oriente... ; cual pies enormes y
descalzos hacían crujir la arena y un leve escalofrío
corríase por la espalda.
—En la sombra pareces todavía más grande,
Lázaro; se diría que has engordado en este instante.
¿No sera que te alimenta la sombra?... Pero yo daría
algo por tener aquí fuego..., por poco que fuere...,
solamente unas brasas... Si no estuviera esto tan
oscuro, diría que me estás mirando, Lázaro... Sí, no
hay duda que me miras... Porque lo siento...; sí..., y
ahora te has sonreído.
Hízose de noche y el aire se llenó de una
pesada negrura.
—¡Que gusto mañana, cuando vuelva a salir
el sol!... Porque has de saber que yo soy un gran
escultor, por lo menos eso dicen mis amigos. Yo
creo...; sí..., eso se llama crear...; pero para eso
necesito la luz del dia. Infundo vida al Trio mármol,
moldeo en el fuego el sonoro bronco, en el radiante,
cálido fuego. ¿Por que me has tocado con tu mano?
—Vámonos —dijo Lázaro—. Eres mi huésped.
Y ambos se encaminaron a la casa. Y la larga
noche tendióse por la tierra. No aguardaba el esclavo
a su señor y marchó en su busca cuando ya iba alto el
sol. Y vió con asombro, cara a los quemantes rayos
del sol, que estaban sentados, uno junto al otro,
Lázaro y su amo, y fijos en lo alto los ojos, callaban.
Echóse a llorar el esclavo y gritó recio:
—Señor, ¿qué te pasa? iSeñor!
Aquel mismo dia regresó el escultor a Roma.
Todo el camino fué Aurelio ensimismado y silencioso,
mirándolo todo de hito en hito... la gente, los barcos, el
mar..., y habríase dicho que hacía esfuerzos por
recordar algo. Sobrevino en el mar una recia tempestad
y todo el tiempo que duró estúvose Aurelio sobre
cubierta mirando las olas que se encrespaban y caian.
Al llegar a su casa chocóles a sus deudos el terrible
cambio que sufriera; pero él los tranquilizó diciéndoles
estas ambiguas palabras:
—Lo encontré.
Y sin quitarse aquel sucio traje con que hiciera
el camino, puso inmediatamente manos a la obra, y el
mármol plegábase dócil, retumbando bajo los recios
martillazos. Larga y tensamente estuvo trabajando el
artista, sin siquiera interrumpir su labor para tomar un
bocado, hasta que, al fin, una mañana anunció estar
ya terminada su obra y mandó llamar a los amigos,
severos estimadores y expertos en achaques de buen
gusto. Y en tanto llegaban, vistióse ropas suntuosas,
de fiesta, brillantes de oro rubio, rojas de púrpura.
—He ahi lo que he creado —dijo pensativo.
Miraron sus amigos y la sombra del más profundo
agravio cubrió sus semblantes. Era aquello algo
monstruoso, sin forma conocida habitual, pero no
exento de cierto aire novedoso, de cosa nunca vista.
Sobre una tenue, encorvada florecilla, o algo
semejante, posábase torcido y raro, el ciego, informe y
arrugado pecho de alguien vuelto hacia adentro, de
unos trazos que pugnaban impotentes por huir de sí
mismos. Y al azar, por debajo de uno de esos salientes,
bárbaramente clamantes, veíase una mariposa
admirablemente esculpida, de alitas translúcidas,
como temblando en impotente ansia de volar.
¿Por que esa admirable mariposa, Aurelio? —
preguntó uno indeciso.
—No sé —respondióle el escultor.
Pero era preciso decir la verdad; y uno de los
amigos, aquel que queria más a Aurelio, con tono
firme dijo:
—¡Eso es algo informe, mi pobre amigo! Hay
que destruirlo. Dame acá el martillo. —Y de dos
martillazos destrozó al monstruoso grupo, dejando
sólo aquella mariposa, admirablemente esculpida.
A partir de aquel dia, ya no volvió Aurelio a crear
nada. Con absoluta indiferencia miraba el mármol y el
bronce y todas sus divinas creaciones anteriores, en las
cuales anidara la belleza inmortal. Pensando
despertarle su antiguo fervor por el trabajo, vivificar su
alma mortecina, llevándolo a contemplar las más bellas
obras de otros artistas..., pero no sacudió ante ellas su
apatia y la sonrisa no vino a caldear sus cerrados
labios. Y sólo, después que le hubieron hablado largo y
tendido de la belleza, objetó cansado y bostezante:
—Pues para que lo sepáis, todo eso es...
mentira. Pero de dia, en cuanto brillaba el sol, salíase
a su espléndido jardín construido con un alarde de arte
y buscando allí un lugar adonde no hiciese sombra,
entregaba su desnuda cabeza y sus nublados ojos a
su brillo y su flama. Revoloteaban por alli mariposas
rojas y blancas; en la marmórea fuente corria, chapoteaba
el agua, manando de las crispadas fauces de un
sátiro; y él que estaba alli sentado, sin moverse... cual
pálido trasunto de aquel que en la profunda lejanía, en
las mismas puertas del pedregoso yermo, permanecía
asi también, sentado y sin moverse, bajo los ardientes
rayos del sol.
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V
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Y hete aqui que hubo de llamar a Lázaro a su
palacio, el propio divino Augusto.
Vistieron suntuosamente a Lázaro, con solemnes
atavíos nupciales, como si el tiempo los legitimase
y hasta el fín de sus dias hubiese de seguir siendo el
navío de una novia ignorada. Parecia como si a un
viejo y podrido féretro que ya empezaba a pudrirse y
deshacerse, le hubiesen dado capa de oro y
colgádole nuevos y alegres cascabeles. Y triunfalmente
llevándolo entre todos, todos ataviados y
brillantes, cual si de verdad fuese aquel un viaje de
bodas y trompeteaban los batidores en sus trompetas
pidiendo paso para el legado del emperador. Pero
desiertos estaban los caminos de Lázaro; su país
entero maldecía ya el nombre del resucitado y el
pueblo huía al solo anuncio de su aproximación
terrible. Las trompetas eran las únicas que sonaban y
el desierto les respondia con sus largos ecos.
Lleváronlo luego por el mar. Y fué el mas lujoso
y el mas triste navío, que jamás se hubiese reflejado
en las ondas del Mediterráneo. Muchos pasajeros iban
a bordo de él, pero resultaba silencioso como una
tumba y parecía cual si llorase el agua, al hendirla la
aguda y esbelta proa. Solo iba allí sentado Lázaro,
expuesta al sol la frente; escuchaba el rumor de las
olas y callaba mientras lejos de él, en confuso
enjambre de tristes sombas, sentábanse y bostezaban
marineros y embajadores. Si en aquellos momentos
hubiese estallado una tempestad y desgarrado el
viento las rojas velas, es seguro que el bajel habríase
hundido, sin que ninguno de los que a bordo llevaba
hubiese tenido fuerzas ni deseo de luchar por su vida.
Haciendo un supremo esfuerzo, asomábanse algunos
a la borda y fijaban ansiosos la vista en el azul, diáfano
abismo... ¿No se deslizarían por entre las ondas los
hombros rosados de una náyade?... ¿no retozaría en
ellas, levantando con sus cascos ruidosos surtidores,
algún ebrio centauro, loco de alegria? Pero desierto
estaba el mar y mudo y vacío el ecuóreo abismo.
Indiferente recorrió Lázaro las calles de la
ciudad eterna. Habríase dicho que toda su riqueza,
sus grandes edificios, erigidos por titanes, todo aquel
brillo y. belleza de un vivir refinado..., eran para él
apenas otra cosa que el eco del viento en el desierto,
el reflejo de las muertas inestables arenas. Rodaban
las carrozas, pasaban densos grupos de gentes recias,
gallardas, bellas y altivas, fundadoras de la ciudad
eterna y orgullosas partícipes de su vida; sonaban
canciones..., reían las fuentes y las mujeres con su risa
perlada..., filosofaban los borrachos... y los que no lo
estaban escuchaban sus discursos, y los cascos de los
corceles aporreaban a más y mejor las piedras del
pavimento. Y rodeado por doquiera de alegre rumor,
cual un frío manchón de silencio, cruzaba la ciudad el
sombrio, pesado Lázaro, sembrando a su paso el
desánimo, sombra y una vaga, consuntiva pena.
¿Quién se atreve a estar triste en Roma? —
murmuraban los ciudadanos y fruncian el ceño; pero
ya, al cabo de dos dias, nadie ignoraba en la curiosa
Roma al milagrosamente resucitado y con terror se
apartaban de él.
Pero también allí habia muchos osados que
querían probar sus fuerzas y Lázaro acudia dócilmente
a sus imprudentes llamadas. Ocupado en los asuntos
de Estado, tardó el emperador en recibirlo y por
espacio de siete dias enteros anduvo el milagrosamente
resucitado por entre la muchedumbre.
Y una vez hubo de llegarse Lázaro a un alegre
borracho y éste riendo con sus rojos labios, lo saludó
diciendo:
—iVen acá, Lazaro, y bebe!... ¡Que Augusto no
podrá contener la risa, cuando te vea borracho!
Y reían aquellas mujeres desnudas, borrachas,
y ponían pétalos de rosa en las azulosas manos de
Lázaro. Pero no bien fijaban los borrachos sus ojos en
los ojos de Lázaro... ya se había acabado para siempre
su alegría. Toda su vida seguian ya borrachos; no
bebian ya, pero no se les pasaba la jumera... y en vez
de esa jovial locuacidad que el vino infunde, sueños
espantables ensombrecían sus mentes infelices.
Sueños horribles venian a ser el único pábulo de sus
almas desatentadas. Sueños horribles, lo mismo de
noche que de dia, tenian los cautivos de sus monstruosos
engendros y la muerte misma era menos horrible
que aquellos sus fieros pródromos.
Pasó una vez Lázaro por delante de una
parejita de jóvenes, que se amaban y eran bellísimos
en su amor. Estrechando ufano y recio entre sus brazos
a su amada, dijo el joven con honda compasión:
—Miranos, Lazaro, y alégrate con nosotros.
¿Hay acaso en la vida algo más poderoso que el
amor?
Y miró Lázaro. Y toda su vida siguieron ellos
amándose, pero su amor se les volvió triste y sombrío
cual aquellos cipreses sepulcrales, cuyas raices se
nutren de la podredumbre de las tumbas y cuyas
agudas y negras copas tiéndense afanosamente al
cielo en la plácida hora vespertina. Lanzados por la
misteriosa fuerza de la vida uno en brazos del otro,
iban sus besos mezclados con lágrimas, su placer, con
dolor, y ambos sentíanse como dos esclavos; cual dos
sumisos esclavos de la vida exigente y servidores sin
rechistar de la amenazante silenciosa Nada. Eternamente
unidos, eternamente separados, chisporroteaban
como chispas y como chispas se apagaban en la
ilimitada oscuridad.
Y pasó Lazaro junto a un orgulloso sabio y el
sabio le dijo:
—Yo ya sé todo cuanto puedas decir de horrible,
Lázaro... ¿Con qué podrías tu asustarme ya?
Pero al cabo de breve tiempo, ya sintió el sabio
que conocer lo horrible... no es todavía lo horrible y
que la visión de la muerte... no es todavía la muerte. Y
sintió asimismo que la sabiduria y la necedad vienen a
ser iguales ante la faz de lo Infinito, porque el Infinito
no sabe nada de ellas. Y borróse el lindero entre vision
y ceguera, entre verdad y mentira, entre el arriba y el
abajo, y su pensamiento informe quedóse colgando en
el vacio. Y entonces llevóse el sabio las manos a la
cana cabeza y clamó, desolado:
—¡Ay, que no puedo pensar! ¡Que no puedo
pensar!
Así perecía, ante la mirada indiferente del milagrosamente
resucitado, todo cuanto contribuye a afianzar
la vida, el pensamiento y su gozo. Y empezaron
los hombres a decir que era peligroso Ilevarlo a presencia
del emperador y que era preferible matarlo y
enterrarlo en secreto y decirle al César que había
desaparecido no se sabía dónde. Y ya se afilaban los
cuchillos y jóvenes leales al poder de la vida, apréstabanse
con abnegación al homicidio... cuando Augusto
mandó que a la mañana siguiente le llevasen a Lázaro
y con ello frustró aquellos planes crueles.
Pero ya que era imposible eliminar del todo a
Lázaro acordaron los cortesanos atenuar por lo menos
la penosa impresión que producía su rostro. Y a ese
fin, reunieron hábiles artistas que, toda la noche trabajaron
modelando la cabeza de Lázaro. Le recortaron
las barbas, y se las rizaron, dándoles una apariencia
grata y bella. Desagradable resultaba aquel mortal viso
azul de sus brazos y su cara y con colorete se lo
quitaron; blanqueáronle las manos y le arrebolaron las
mejillas. Repelentes resultaban aquellas arrugas que
el sufrimiento marcara en su rostro senil y se las quitaron
y borraron del todo y sobre aquel fondo limpio
grabáronle con finos pinceles Ias arrugas de una benévola
risa y de.una jovialidad simpática y bonachona.
Con absoluta indiferencia sometióse Lázaro a
cuanto quisieron hacerle y quedó pronto convertido en
un anciano naturalmente gordo, guapo, apacible y
cariñoso abuelo de numerosos nietos. Aún no huyera
de sus labios la sonrisa con que contara divertidos
chascarrillos, aún perduraba en el rabillo del ojo una
mansa ternura senil... tal hacía pensar. Pero a quitarle
sus vestiduras nupciales, no se atrevieron, como tampoco
lograron cambiarle los ojos..., aquellos cristalillos
opacos y terribles, al trasluz de los cuales miraba a las
gentes el propio inescrutable Allá.
_
VI
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No impresionaron a Lázaro lo mas mínimo los
imperiales aposentos. Cual si no advirtiese la
diferencia entre su derruída casa, a cuyos umbrales
llegaba el desierto, y aquel sólido y bello palacio de
mármol...; con esa misma indiferencia miraba y no
miraba, al pasar.
Y los recios pisos de mármol parecian volverse
bajo sus pies semejantes a las rnovedizas arenas del
yermo y aquella muchedumbre de gentes bien
vestidas y arrogantes convertíase en algo así como la
vacuidad del aire, bajo su mirada. No lo miraban a los
ojos al pasar, temiendo quedar sometidos al terrible
poder de sus pupilas; pero cuando por el pesado ruido
de sus pisadas sentían que ya pasaba de largo...
erguían la frente y con medrosa curiosidad contemplaban
la figura de aquel anciano sombrio, corpulento,
levemente encorvado, que despacio se adentraba en
el propio corazón del imperial palacio.
Si la muerte misma hubiera pasado ante ellos,
no los hubiera aterrado más; porque hasta entonces
sólo los muertos habían conocido a la muerte, y los
vivos sólo de la vida habian, y no había puente alguno
entre una y otra. Pero aquel hombre extraordinario
conocia a la muerte y tenia una significación ambigua
y terriblemente maldita. —¡Va a matar a nuestro
grande, divino Augusto!— pensaban los cortesanos
llenos de pavor y lanzaban impotentes maldiciones a
la zaga de Lázaro, el cual lentamente y con
indiferencia absoluta seguía adelante, adentrándose
cada vez más en las honduras del palacio.
Ya estaba también informado el Cesar de la
clase de hombre que era Lazaro, y aprestábase a
recibirlo. Pero era hombre varonil, sentía toda la
magnitud de su enorme e invencible poder y en su
fatal entrevista a solas con el milagrosamente
resucitado no quería apoyarse en la débil ayuda de la
gente. Solo con él, cara a cara los dos, recibió el
Cesar a Lázaro.
—No levantes hasta mí tu mirada, Lazaro —
ordenóle cuando aquél entró en la cámara.
Me han dicho que tu rostro es semejante al de
Medusa y que conviertes en piedra a quien miras.
Pero yo quiero mirarte a ti y hablar contigo antes que
me conviertas en piedra —añadió con imperial jovialidad,
no exenta de terror.
Y Ilegándose a Lázaro contempló de hito en
hito su rostro y sus extranas vestiduras nupciales. Y
padeció el engaño del artístico aliño, aunque su mirar
seguía siendo agudo e insolente.
—¡Vaya! Al parecer, no tienes nada de
espantoso, respetable anciano. Pero tanto peor para la
gente el que lo horrible asuma tan respetable y simpático
aspecto. Hablemos ahora.
Sentóse Augusto e interrogando con la mirada
tanto como con la palabra, inició el diálogo: — ¿Por
que no me has saludado, al entrar? Lázaro con indiferencia,
contestóle:
—No sabia que hubiera que hacerlo.
—Pero ¿quién eres tú?
Con cierto esfuerzo respondió Lázaro: —Yo he
sido un muerto.
—Bien. Ya lo he oído decir. Pero y ahora
¿quién eres?
Lázaro tardó en responder y al cabo repitió con
indiferencia y vaguedad:
—Yo he sido un muerto.
—Escúchame, desconocido —dijo el emperador,
expresando clara y severamente lo que ya antes
pensara— mi imperio es un imperio de vivos; mi
pueblo, un pueblo de vivos y no de muertos. Y tú estás
de más aquí. No se quien seas, no se lo que allí hayas
visto...; pero si mientes, abominaré de tu mentira; y si
dices verdad..., abominaré de tu verdad. Siento en mi
pecho el palpitar de la vida; en mis manos, el poder... y
mis altivos pensamientos, igual que las águilas, recorren
con sus alas el espacio. Y allí, a mis espaldas,
bajo la salvaguardia de mi poderío, bajo las redes de
las.leyes por mí promulgadas, viven y trabajan y se
alegran los hombres. ¿No oyes esta portentosa armonia
de la vida? ¿No oyes ese grito de guerra que lanzan
las gentes a la faz del que pasa, provocándole a
lucha?
Augusto extendió los brazos en actitud de rezo
y solemnemente exclamó:
—¡Bendita seas, grande, divina vida!
Pero Lázaro callaba; y con severidad creciente,
continuó el emperador:
—Tú estás de más aquí. Tú, despojo lamentable,
medio roído por la muerte, infundes a los hombres
tristeza y aversión a la vida; tú, como la oruga de los
campos, devoras la pingüe mies de la alegria y dejas
la baba de la desesperación y el encono. Tu verdad es
semejante al puñal tinto en sangre de nocturno
asesino... y como a un asesino voy a entregarte al
verdugo. Pero antes quiero mirarte a los ojos. Puede
que solo a los cobardes metan miedo y a los valientes
les despierten ansias de combate y victoria..., y, si asi
fuere, no serás digno del suplicio, sino de un premio...
Mírame también tu a mí, Lázaro.
Y al principio parecióle al divino Augusto que
era un amigo el que lo miraba... que así era de mansa,
de tiernamente halagadora la mirada de Lázaro. No
terror, sino una dulce serenidad prometía, y a una
tierna amante, a una compasiva hermana... o madre
parecíase lo Infinito. Pero sus abrazos volvíanse cada
vez mas fuertes y ya la respiración faltábale a los
labios ávidos de besos y ya por entre el suave talle del
cuerpo asomaban los férreos huesos, apretados .en
férreo círculo... y unas garras de no se sabia quién
rozaban el corazon y en él se clavaban.
—¡Oh, que dolor! —exclamó el divino Augusto—.
¡Pero mira, Lazaro, mira!
Lentamente abrióse una pesada puerta, cerrada
de siglos y por el creciente resquicio, entróse fría
y tranquilamente el amenazante horror de lo Infinito. Y
he aquí que como dos sombras penetraron alli el
inabarcable vacio y la inabarcable tiniebla, y apagaron
el sol; lleváronse la tierra de debajo de los pies y la
techumbre de sobre las cabezas. Y dejó de doler el
desgarrado corazon.
—Mira, mira, Lazaro —ordenó Augusto, tambaleándose.
Detúvose el tiempo y terriblemente se juntaron
el principio y el fin de toda cosa. Aún recién levantado
el trono, de Augusto derrumbóse y ya el vacío vino a
ocupar el lugar del trono y de Augusto. Sin duda
alguna, desplomóse Roma y una nueva ciudad vino a
ocupar su puesto y también, a su vez, se la tragó el
vacío. Cual colosales espectros, caían y desaparecían
en el vacío ciudades, imperios y países y con
indiferencia se los tragaban, sin hartarse, las negras
fauces de lo Infinito.
—Deténte —ordenó el emperador. Y ya en su
voz vibraba la indiferencia e inertes colgaban sus
manos y en su afanosa lucha con la creciente tiniebla
encendíanse y se apagaban sus aquilinos o j os.
—Me has matado, Lázaro —dijo de un modo
vago y bostezante.
Y aquellas palabras de desesperanza lo salvaron.
Acordóse del pueblo, a cuya defensa venía
obligado y un agudo, salvador dolor penetró en su
corazón agonizante. —¡Condenados a perecer! —
pensó con pena—. Sombras luminosas en la tiniebla
de lo infinito —pensó con espanto— frágiles arterias
con hervorosa sangre, corazones que saben del dolor
y la gran alegria", pensó con ternura.
Y asi pensando y sintiendo, inclinando la
balanza ya del lado de la vida, ya del lado de la
muerte, volvióse con lentitud a la vida para en sus
dolores y sus goces, encontrar amparo contra las
tinieblas del vacio y el espanto de lo Infinito.
—iNo; no me has matado, Lazaro! —dijo con
firmeza— ipero yo voy a matarte a tí! ¡Ven aca!
Aquella noche, comió y bebió con especial fruición el
divino Augusto. Más de cuando en cuando flaqueábale
en el aire la levantada mano y un opaco brillo deslucía
el radiante fulgor de sus ojos aquilinos... otras el horror
corríale en doloroso calofrio por las piernas. Vencido,
pero no muerto, esperando friamente su hora, cual una
negra sombra permaneció toda su vida a su cabecera,
imperando por las noches y cediendo dócilmente los
claros dias, a los sufrimientos y goces del vivir.
Al dia siguiente, por orden del emperador, con
un hierro candente quemáronle a Lázaro los ojos y lo
volvieron a su tierra. A quitarle la vida no fué osado el
divino Augusto.
Volvió Lazaro a su desierto y acogiólo el
desierto con sus vientos de alentar sibilante y su
calcinante sol. De nuevo se sentó sobre la piedra,
levantando a lo alto sus greñudas barbas salvajes y
dos negros huecos en lugar de sus quemados ojos,
miraban estúpida y terriblemente al cielo. En la lejanía,
zumbaba y rebullíase inquieta la ciudad santa; pero en
su proximidad todo estaba yermo y mudo; nadie se
acercaba al lugar donde dejaba correr los dias el
milagrosamente resucitado y hacia ya mucho tiempo
que los vecinos abandonaran su casa.
Traspasado por el hierro candente hasta lo
hondo del meollo, su maldita fama manteníase allí
como en emboscada; como desde una emboscada
lanzaba él miles de ojos invisibles sobre el hombre ... y
ya no osaba nadie mirar a Lázaro.
Pero al atardecer, cuando enrojeciendo y guiñando,
declinaba el Sol hacia su ocaso, lentamente
íbase tras él el ciego Lázaro. Tropezaba con los guijos
y caía, obeso y débil; a duras penas se levantaba y
seguia andando; y sobre el rojo fondo del poniente, su
negro torso y sus tendidos brazos, dábanle un prodigioso
parecido con la cruz.
Y sucedió que salió un dia al desierto y ya no
volvió más. Así por lo visto, acabó la segunda vida de
Lázaro, el que había pasado tres dias bajo el
misterioso poder de la muerte y resucitado milagrosamente
después.


_
(Tomado de las "Obras Completas" de
Andreiev, traducidas del ruso por Rafael Cansinos
Assens, y publicadas en la colección Obras Eternas de
Editorial Aguilar, que ha autorizado la inclusión de este
cuento en la presente edición)

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