SILVINA OCAMPO
LA SED
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SILVINA OCAMPO nació en Buenos
Aires. Ha publicado varios libros de poesías:
Viaje Olvidado, Enumeración de la Patria,
Espacios Meétricos, Los Nombres, y una
colección de cuentos: Autobiografia de Irene.
En 1942 obtuvo el Premio Municipal.
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VIII
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LA SED
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Mi amiga Keng-Su me decía:
—En la ventana del hotel brillaba esa luz
diáfana que a veces y de un modo fugaz anticipa, en
diciembre, el mes de marzo. Sientes como yo la
presencia del mar: se extiende, penetra en todos los
objetos, en los follajes, en los troncos de los árboles
de todos los jardines, en nuestros rostros y en
nuestras cabelleras.
Esta sonoridad, esta frescura que solo hay en
las grutas, hace dos meses entró en mi luminosa
habitación, trayendo en sus pliegues azules y verdes
algo más que el aire y que el espectáculo diario de las
plantas y del firmamento.
Trajo una mariposa amarilla con nervaduras
anaranjadas y negras. La mariposa se posh en la flor
de un vaso: reflejada en el espejo agregaba pétalos a
la flor sobre la cual abría y cerraba las alas. Me
acerqué tratando de no proyectar una sombra sobre
ella: los lepidópteros temen las sombras. Huyó de la
sombra de mi mano para posarse en el marco del
espejo.
Me acerque de nuevo y pude apresar sus alas
entre mis dedos delicados. Pense: "Tendria que
soltarla. No es una flor, no puedo colocarla en un
florero, no puedo darle agua, no puedo conservarla
entre las hojas de un libro, como un pensamiento".
Pensé: "No es un pájaro, no puedo encerrarla en una
jaula de mimbre con una pequeña bañera y un tarrito
enlozado, con alpiste". —Sobre la mesa —prosiguió—,
entre mis peinetas y mis horquillas, había un alfiler de
oro con una turquesa. Lo tomé y atravesé con
dificultad el cuerpo resistente de la mariposa —ahora
cuando recuerdo aquel momento me estremezco como
si hubiera oído una pequeña voz quejándose en el
cuerpo oscuro del insecto. Luego clavé el alfiler con su
presa en la tapa de una caja de jabones donde guardó
la lima, la tijera y el barniz con que pinto mis uñas.
La mariposa abría y cerraba las alas como
siguiendo el ritmo de mi respiración. En mis dedos
quedó un polvillo irisado y suave. La dejé en mi
habitación ensayando su inmóvil vuelo de agonía.
A la noche, cuando volvi, la mariposa habia
volado llevándose el alfiler. La busqué en el jardín de
la plaza, situada frente al hotel, sobre las favoritas y
las retamas, sobre las flores de los tilos, sobre el
césped; sobre un montón de hojas caídas. La busqué
vanamente.
En mis sueños sentí remordimientos. Me decía:
¿Por qué no la encerré adentro de una caja? ¿ Por
que no la cubrí con un vaso de vidrio? ¿Por qué no la
perforé con un alfiler mis grueso y pesado?"
Keng-Su permaneció un instante silenciosa.
Estábamos sentadas sobre la arena, debajo de la
carpa. Escuchábamos el rumor de las olas tranquilas.
Eran las siete de la tarde y hacía un inusitado calor.
—Durante muchos días no vine a la playa —
continuó Keng—Su anudando su cabellera negra—;
tenía que terminar de bordar una tapicería para Miss
Eldington, la dueña del hotel. Sabes cómo es de
exigente. Además yo necesitaba dinero para pagar los
gastos.
Durante muchos días sucedieron cosas insólitas
en mi habitación. Tal vez las he soñado.
Mi biblioteca se compone de cuatro o cinco
libros que siempre llevo a veranear conmigo. La
lectura no es uno de mis entretenimientos favoritos,
pero siempre mi madre me aconsejaba, para que mis
sueños fueran agradables, la lectura de estos libros: El
libro de Mencius, La Fiesta de [as Linternas,
Hoei—Lan Ki (Historia del circulo de tiza) y El Libro
de las Recompensas y de las Penas.
Varias veces encontré el último de estos libros
abierto sobre mi mesa, con algunos párrafos marcados
con pequeños puntitos que parecían hechos con un
alfiler. Después yo repetia, involuntariamente, de
memoria estos párrafos. No puedo olvidarlos.
—Keng-Su, repítelos, por favor. No conozco
esos libros y me gustaria oir esas palabras de tus
labios. Keng—Su palideció levemente y jugando con la
arena me dijo:
—No tengo inconveniente. A cada día correspondía
un párrafo. Bastaba que saliera un momento
de mi habitación para que me esperara el libro abierto
y la frase marcada con los inexplicables puntitos. La
primera frase que lei fué la siguiente:
"Si deseamos sinceramente acumular virtudes
y atesorar méritos tenemos que amar no solo a los
hombres, sino a los animales, pájaros, peces, insectos,
y en general a todos los seres diferentes de los
hombres, que vuelan, corren y se mueven."
Al otro día leí: "Por pequeños que seamos,
nos anima el mismo principio de vida: todos estamos
arraigados en la existencia y del mismo modo
tememos la muerte."
Guardé el libro dentro del armario, pero al otro
día lo encontré sobre mi cama, con este párrafo
marcado: "Caminando, de pié sentada o acostada, si
ves un insecto pereciendo, trata de liberarlo y de
conservarle la vida. iSi lo matas con tus propias
manos, que destino te esperará!... "
Escondí el libro en el cajón de la cómoda, que
cerré con Have; al otro día estaba sobre la cómoda,
con la siguiente leyenda subrayada:
"Song-Kiao, que vivió bajo la dinastía de los
Song, un día construyó un puente con pequeñas
cañas para que unas hormigas cruzaran un arroyo, y
obtuvo el primer grado de Tchoang-Youen (primer
doctor entre los doctores). Keng-Su, ¿qué obtendrás
por tu oscuro crimen?... "
A las dos de la mañana, el día de mi
cumpleaños, creí volverme Ioca al leer:
"Aquel que recibe un castigo injusto conserva
un resentimiento en su alma."
Busqué en la enciclopedia de una librería (conozco
al dueño, un Hombre bondadoso, y me permitió
consultar varios libros) el tiempo que viven los insectos
lepidópteros después de la última metamorfosis; pero
como existen cien mil especies diferentes es difícil
conocer la duración de la vida de los individuos de
cada especie; algunos, en estado de imago, viven dos
o tres días; pero ¿pertenecía mi mariposa a esta
especie tan efímera?
Los párrafos seguían apareciendo en el libro,
misteriosamente subrayados con puntitos: "Algunos
hombres caen en la desdicha; otros obtienen la dicha.
No existe un camino determinado que los conduzca a
una u otra parte. Depende todo del hombre, que tiene
el poder de atraer el bien o el mal, con su conducta. Si
el hombre obra rectamente obtiene la felicidad; si obra
perversamente recibe la desdicha. Son rigurosas las
medidas de la dicha y de la aflicción, y proporcionadas
a las virtudes y a la gravedad de los crímenes."
Cuando mis manos bordaban, mis pensamientos
urdían las tramas horribles de un mundo de
mariposas.
Tan obcecada estaba, que estas marcas de
mis labores, que llevo en la yema de los dedos, me
parecían pinchazos de la mariposa.
Durante las comidas intentaba conversaciones
sobre insectos, con los compañeros de mesa. Nadie
se interesaba en estas cuestiones, salvo una señora
que me dijo: "A veces me pregunto cuánto vivirán las
mariposas. ¡Parecen tan frágiles! Y he oído decir que
cruzan (en grandes bandadas) el océano, atravesando
distancias prodigiosas. El año pasado había una verdadera
plaga en estas playas".
A veces tenía que deshacer una rama entera
de mi labor: insensiblemente habia bordado con lanas
amarillas, en lugar de hojas o de pequeños dragones,
formas de alas.
En la parte superior de la tapicería tuve que
bordar tres mariposas. ¿Por que hacerlas me repugnaba
tanto, ya que involuntariamente, a cada instante,
bordaba sus alas?
En esos días, como sentía cansada la vista,
consulté a un médico. En la sala de espera me
entretuve con esas revistas viejas que hay en todos
los consultorios. En una de ellas vi una lamina cubierta
de mariposas. Sobre la imagen de una mariposa me
pareció descubrir los puntitos del alfiler; no podria
asegurar que esto fuera justificado, pues el papel tenía
manchas y no tuve tiempo de examinarlo con atención.
A las once de la noche caminé hasta el espigón
proyectando un viaje a las montañas. Hacia frío y el
agua me contemplaba con crueldad.
Antes de regresar al hotel me detuve debajo de
los árboles de la plaza, para respirar el olor de las
flores. Buscando siempre la mariposa, arranqué una
hoja y ví en la verde superficie una serie de agujeritos:
pertenecian, sin duda, a un hormiguero.
Pero en aquel momento pense que mi visíon
del mundo se estaba transformando y que muy pronto
mi piel, el agua, el aire, la tierra y hasta el cielo se
cubririan de esos puntitos, y entonces —fué cómo el
relámpago de una esperanza— pensé que no tendría
motivos de inquietud, ya que una sola mariposa, con
un alfiler, a menos de ser inmortal, no sería capaz —
de tanta actividad.
Mi tapicería estaba casi concluida y las
personas que la vieron me felicitaron.
Hice nuevas incursiones en el jardín de la
plaza, hasta que descubrí, entre un montón de hojas,
la mariposa. Era la misma, sin duda. Parecía una flor
mustia. Envejecidas las alas, no brillaban. Ese cuerpo,
horadado, torcido, había sufrido. La miré sin compasión.
Mi amiga Keng-Su me decía:
—En la ventana del hotel brillaba esa luz
diáfana que a veces y de un modo fugaz anticipa, en
diciembre, el mes de marzo. Sientes como yo la
presencia del mar: se extiende, penetra en todos los
objetos, en los follajes, en los troncos de los árboles
de todos los jardines, en nuestros rostros y en
nuestras cabelleras.
Esta sonoridad, esta frescura que solo hay en
las grutas, hace dos meses entró en mi luminosa
habitación, trayendo en sus pliegues azules y verdes
algo más que el aire y que el espectáculo diario de las
plantas y del firmamento.
Trajo una mariposa amarilla con nervaduras
anaranjadas y negras. La mariposa se posh en la flor
de un vaso: reflejada en el espejo agregaba pétalos a
la flor sobre la cual abría y cerraba las alas. Me
acerqué tratando de no proyectar una sombra sobre
ella: los lepidópteros temen las sombras. Huyó de la
sombra de mi mano para posarse en el marco del
espejo.
Me acerque de nuevo y pude apresar sus alas
entre mis dedos delicados. Pense: "Tendria que
soltarla. No es una flor, no puedo colocarla en un
florero, no puedo darle agua, no puedo conservarla
entre las hojas de un libro, como un pensamiento".
Pensé: "No es un pájaro, no puedo encerrarla en una
jaula de mimbre con una pequeña bañera y un tarrito
enlozado, con alpiste". —Sobre la mesa —prosiguió—,
entre mis peinetas y mis horquillas, había un alfiler de
oro con una turquesa. Lo tomé y atravesé con
dificultad el cuerpo resistente de la mariposa —ahora
cuando recuerdo aquel momento me estremezco como
si hubiera oído una pequeña voz quejándose en el
cuerpo oscuro del insecto. Luego clavé el alfiler con su
presa en la tapa de una caja de jabones donde guardó
la lima, la tijera y el barniz con que pinto mis uñas.
La mariposa abría y cerraba las alas como
siguiendo el ritmo de mi respiración. En mis dedos
quedó un polvillo irisado y suave. La dejé en mi
habitación ensayando su inmóvil vuelo de agonía.
A la noche, cuando volvi, la mariposa habia
volado llevándose el alfiler. La busqué en el jardín de
la plaza, situada frente al hotel, sobre las favoritas y
las retamas, sobre las flores de los tilos, sobre el
césped; sobre un montón de hojas caídas. La busqué
vanamente.
En mis sueños sentí remordimientos. Me decía:
¿Por qué no la encerré adentro de una caja? ¿ Por
que no la cubrí con un vaso de vidrio? ¿Por qué no la
perforé con un alfiler mis grueso y pesado?"
Keng-Su permaneció un instante silenciosa.
Estábamos sentadas sobre la arena, debajo de la
carpa. Escuchábamos el rumor de las olas tranquilas.
Eran las siete de la tarde y hacía un inusitado calor.
—Durante muchos días no vine a la playa —
continuó Keng—Su anudando su cabellera negra—;
tenía que terminar de bordar una tapicería para Miss
Eldington, la dueña del hotel. Sabes cómo es de
exigente. Además yo necesitaba dinero para pagar los
gastos.
Durante muchos días sucedieron cosas insólitas
en mi habitación. Tal vez las he soñado.
Mi biblioteca se compone de cuatro o cinco
libros que siempre llevo a veranear conmigo. La
lectura no es uno de mis entretenimientos favoritos,
pero siempre mi madre me aconsejaba, para que mis
sueños fueran agradables, la lectura de estos libros: El
libro de Mencius, La Fiesta de [as Linternas,
Hoei—Lan Ki (Historia del circulo de tiza) y El Libro
de las Recompensas y de las Penas.
Varias veces encontré el último de estos libros
abierto sobre mi mesa, con algunos párrafos marcados
con pequeños puntitos que parecían hechos con un
alfiler. Después yo repetia, involuntariamente, de
memoria estos párrafos. No puedo olvidarlos.
—Keng-Su, repítelos, por favor. No conozco
esos libros y me gustaria oir esas palabras de tus
labios. Keng—Su palideció levemente y jugando con la
arena me dijo:
—No tengo inconveniente. A cada día correspondía
un párrafo. Bastaba que saliera un momento
de mi habitación para que me esperara el libro abierto
y la frase marcada con los inexplicables puntitos. La
primera frase que lei fué la siguiente:
"Si deseamos sinceramente acumular virtudes
y atesorar méritos tenemos que amar no solo a los
hombres, sino a los animales, pájaros, peces, insectos,
y en general a todos los seres diferentes de los
hombres, que vuelan, corren y se mueven."
Al otro día leí: "Por pequeños que seamos,
nos anima el mismo principio de vida: todos estamos
arraigados en la existencia y del mismo modo
tememos la muerte."
Guardé el libro dentro del armario, pero al otro
día lo encontré sobre mi cama, con este párrafo
marcado: "Caminando, de pié sentada o acostada, si
ves un insecto pereciendo, trata de liberarlo y de
conservarle la vida. iSi lo matas con tus propias
manos, que destino te esperará!... "
Escondí el libro en el cajón de la cómoda, que
cerré con Have; al otro día estaba sobre la cómoda,
con la siguiente leyenda subrayada:
"Song-Kiao, que vivió bajo la dinastía de los
Song, un día construyó un puente con pequeñas
cañas para que unas hormigas cruzaran un arroyo, y
obtuvo el primer grado de Tchoang-Youen (primer
doctor entre los doctores). Keng-Su, ¿qué obtendrás
por tu oscuro crimen?... "
A las dos de la mañana, el día de mi
cumpleaños, creí volverme Ioca al leer:
"Aquel que recibe un castigo injusto conserva
un resentimiento en su alma."
Busqué en la enciclopedia de una librería (conozco
al dueño, un Hombre bondadoso, y me permitió
consultar varios libros) el tiempo que viven los insectos
lepidópteros después de la última metamorfosis; pero
como existen cien mil especies diferentes es difícil
conocer la duración de la vida de los individuos de
cada especie; algunos, en estado de imago, viven dos
o tres días; pero ¿pertenecía mi mariposa a esta
especie tan efímera?
Los párrafos seguían apareciendo en el libro,
misteriosamente subrayados con puntitos: "Algunos
hombres caen en la desdicha; otros obtienen la dicha.
No existe un camino determinado que los conduzca a
una u otra parte. Depende todo del hombre, que tiene
el poder de atraer el bien o el mal, con su conducta. Si
el hombre obra rectamente obtiene la felicidad; si obra
perversamente recibe la desdicha. Son rigurosas las
medidas de la dicha y de la aflicción, y proporcionadas
a las virtudes y a la gravedad de los crímenes."
Cuando mis manos bordaban, mis pensamientos
urdían las tramas horribles de un mundo de
mariposas.
Tan obcecada estaba, que estas marcas de
mis labores, que llevo en la yema de los dedos, me
parecían pinchazos de la mariposa.
Durante las comidas intentaba conversaciones
sobre insectos, con los compañeros de mesa. Nadie
se interesaba en estas cuestiones, salvo una señora
que me dijo: "A veces me pregunto cuánto vivirán las
mariposas. ¡Parecen tan frágiles! Y he oído decir que
cruzan (en grandes bandadas) el océano, atravesando
distancias prodigiosas. El año pasado había una verdadera
plaga en estas playas".
A veces tenía que deshacer una rama entera
de mi labor: insensiblemente habia bordado con lanas
amarillas, en lugar de hojas o de pequeños dragones,
formas de alas.
En la parte superior de la tapicería tuve que
bordar tres mariposas. ¿Por que hacerlas me repugnaba
tanto, ya que involuntariamente, a cada instante,
bordaba sus alas?
En esos días, como sentía cansada la vista,
consulté a un médico. En la sala de espera me
entretuve con esas revistas viejas que hay en todos
los consultorios. En una de ellas vi una lamina cubierta
de mariposas. Sobre la imagen de una mariposa me
pareció descubrir los puntitos del alfiler; no podria
asegurar que esto fuera justificado, pues el papel tenía
manchas y no tuve tiempo de examinarlo con atención.
A las once de la noche caminé hasta el espigón
proyectando un viaje a las montañas. Hacia frío y el
agua me contemplaba con crueldad.
Antes de regresar al hotel me detuve debajo de
los árboles de la plaza, para respirar el olor de las
flores. Buscando siempre la mariposa, arranqué una
hoja y ví en la verde superficie una serie de agujeritos:
pertenecian, sin duda, a un hormiguero.
Pero en aquel momento pense que mi visíon
del mundo se estaba transformando y que muy pronto
mi piel, el agua, el aire, la tierra y hasta el cielo se
cubririan de esos puntitos, y entonces —fué cómo el
relámpago de una esperanza— pensé que no tendría
motivos de inquietud, ya que una sola mariposa, con
un alfiler, a menos de ser inmortal, no sería capaz —
de tanta actividad.
Mi tapicería estaba casi concluida y las
personas que la vieron me felicitaron.
Hice nuevas incursiones en el jardín de la
plaza, hasta que descubrí, entre un montón de hojas,
la mariposa. Era la misma, sin duda. Parecía una flor
mustia. Envejecidas las alas, no brillaban. Ese cuerpo,
horadado, torcido, había sufrido. La miré sin compasión.
Hay en el mundo tantas mariposas muertas. Me
sentí aliviada.
Busqué en vano el alfiler de oro con la
turquesa. Mi padre me lo había regalado. En el mundo
no hallaría otro alfiler como ése. Tenía el prestigio que
solo tienen los recuerdos de familia.
Pero una vez más en el libro tuve que ver un
párrafo marcado:
"Hay personas que inmediatamente son
castigadas o recompensadas; hay otras cuyas recompensas
y castigos tardan tanto en llegar que no las
alcanzan sino en los hijos o en los nietos. Por eso
hemos visto morir a jóvenes cuyas culpas no parecían
merecer un castigo tan severo, pero esas culpas se
agravaban con los crímenes que habian cometido sus
antepasados."
Luego leí una frase interrumpida: "Como la
sombra sigue los cuerpos... "
Con que impaciencia había esperado esa
mañana, y que indiferente resultó después de tantos
dias de sufrimiento: pasé la aguja con la última lana
por la tapicería (esa lana era del color oscuro que
daña mi vista).
Me saqué los anteojos y salí del trabajo como
de un túnel. La alegría de terminar un bordado se
parece a la inocencia. Logré olvidarme de la mariposa
—continuo Keng—Su ajustando en sus cabellos una
tira de papel amarillo—. El mar, como un espejo, con
sus volados blancos de espuma, me besaba los pies.
Yo he nacido en América y me gustan los mares. Al
penetrar en las ondas vi algunas mariposas muertas
que ensuciaban la orilla. Salté para no tocarlas con
mis pies desnudos.
Soy buena nadadora. Me has visto nadar algunas
veces, pero las olas entorpecian mis movimientos.
Soy nadadora de agua dulce y no me gusta nadar con
la cabeza dentro del aqua. Tengo siempre la tentación
de alejarme de la costa, de perderme debajo del
cóncavo cielo.
—¿No tienes miedo? A doscientos metros de la
costa ya me asusta la idea de encontrar delfines que
podrían escoltarine hasta la muerte —le dije.
Keng-Su desaprobó mis temores. Sus oblicuos
ojos brillaban.
—Me deslicé perezosamente —continuó—.
Creo que sonreí al ver el cielo tan profundo y al sentir
mi cuerpo transparente e impersonal como el agua.
Me parecía que me despojaba de los días pasados
como de una larga pesadilla, como de una vestidura
sucia, como de una enfermedad horrible de la piel.
Suavemente recobraba la salud.
La feliciclad me penetraba, me anonadaba.
Pero un momento después una sombra diminuta sobre
el mar me perturbó: era como la sombra de un pétalo o
de una hoja doble; no era la sombra de un pez.
Alcé los ojos. Vi la mariposa: las llamas de sus
alas luminosas oscurecían el color del cielo. Con el
alfiler fijo en el cuerpo —como un órgano artificial pero
definitivamente adherido—, me seguía. Se elevaba y
bajaba, rozaba apenas el agua delante de mi, como
buscando un apoyo en flores invisibles. Traté de
capturarla. Su velocidad vertiginosa y el sol me deslumbraban.
Me seguía, vacilante y rápida; al principio
parecía que la brisa la llevaba sin su consentimiento;
luego creí ver en ella mas resolución y mas seguridad.
¿Qué buscaba? Algo que no era el agua, algo que no
era el aire, algo que no era una sombra. (Me dirás que
esto es una locura; a veces he desechado la idea que
ahora te confieso.) Buscaba mis ojos, el centro de
mis ojos, para clavar en ellos su alfiler
El terror se apoderó de mis ojos indefensos
como si no me pertenecieran, como si ya no pudiera
defenderlos de ese ataque omnipotente.
Trataba de hundir la cara en el agua. Apenas
podia respirar. El insecto me asediaba por todos lados.
Sentía que ese alfiler, ese recuerdo de familia que se
habia transformado en el arma adversa, horrible, me
pinchaba la cabeza. Afortunadamente, yo estaba cerca
de la orilla.
Cubrí mis ojos con una mano y nadé durante
cinco minutos que me parecieron cinco años, hasta la
costa. El bullicio de los bañistas seguramente ahuyentó
a la mariposa. Cuando abrí los ojos, había
desaparecido. Casi me desmayé en la arena. Este
papel, donde pinté yo misma un dios con tinta
colorada, me preserva ahora de todo mal.
Keng-Su me enseñó el papel amarillo, que
había colocado tan cuidadosamente entre los dientes
de su peineta, sobre su cabellera.
—Me rodearon unos bañistas y me preguntaron
que me sucedía. Les dije: "He visto un fantasma". Un
señor muy amable me dijo: "Es la primera vez que un
hecho asi ocurre en esta playa", y agregó: "Pero no es
peligroso. Usted es una gran nadadora. No se aflija".
Durante una semana entera pensé en ese fantasma.
Podria dibujártelo, si me dieras un papel y un
lápiz. No se trata de una mariposa común; se trata de
un pequeño monstruo. A veces, al mirarme al espejo,
veia sus ojos sobrepuestos a los míos. He visto
hombres con caras de animales y me han inspirado
cierta repugnancia; un animal con cara humana me
produce terror.
Imagínate una boca desdeñosa, de labios finos,
rizados; unos ojos penetrantes, duros y negros;
una frente abultada y resuelta, cubierta de pelusa.
Imagínate una cara diminuta y mezquina —como una
noche oscura—, con cuatro alas amarillas, dos antenas
y un alfiler de oro; una cara que al desmernbrarse
conservaría en cada una de sus partes la totalidad de
su expresión y de su poder. Imagínate ese monstruo,
de apariencia frágil, volando, inexorable (por su misma
pequenez e inestabilidad); llegando siempre —tal
como yo lo imagino— de la avenida de las tumbas de
los Ming.
—Habrás contribuido a formar una nueva especie
de mariposas, Keng-Su: una mariposa temible,
maravillosa. Tu nombre figurará en los libros decia
sentí aliviada.
Busqué en vano el alfiler de oro con la
turquesa. Mi padre me lo había regalado. En el mundo
no hallaría otro alfiler como ése. Tenía el prestigio que
solo tienen los recuerdos de familia.
Pero una vez más en el libro tuve que ver un
párrafo marcado:
"Hay personas que inmediatamente son
castigadas o recompensadas; hay otras cuyas recompensas
y castigos tardan tanto en llegar que no las
alcanzan sino en los hijos o en los nietos. Por eso
hemos visto morir a jóvenes cuyas culpas no parecían
merecer un castigo tan severo, pero esas culpas se
agravaban con los crímenes que habian cometido sus
antepasados."
Luego leí una frase interrumpida: "Como la
sombra sigue los cuerpos... "
Con que impaciencia había esperado esa
mañana, y que indiferente resultó después de tantos
dias de sufrimiento: pasé la aguja con la última lana
por la tapicería (esa lana era del color oscuro que
daña mi vista).
Me saqué los anteojos y salí del trabajo como
de un túnel. La alegría de terminar un bordado se
parece a la inocencia. Logré olvidarme de la mariposa
—continuo Keng—Su ajustando en sus cabellos una
tira de papel amarillo—. El mar, como un espejo, con
sus volados blancos de espuma, me besaba los pies.
Yo he nacido en América y me gustan los mares. Al
penetrar en las ondas vi algunas mariposas muertas
que ensuciaban la orilla. Salté para no tocarlas con
mis pies desnudos.
Soy buena nadadora. Me has visto nadar algunas
veces, pero las olas entorpecian mis movimientos.
Soy nadadora de agua dulce y no me gusta nadar con
la cabeza dentro del aqua. Tengo siempre la tentación
de alejarme de la costa, de perderme debajo del
cóncavo cielo.
—¿No tienes miedo? A doscientos metros de la
costa ya me asusta la idea de encontrar delfines que
podrían escoltarine hasta la muerte —le dije.
Keng-Su desaprobó mis temores. Sus oblicuos
ojos brillaban.
—Me deslicé perezosamente —continuó—.
Creo que sonreí al ver el cielo tan profundo y al sentir
mi cuerpo transparente e impersonal como el agua.
Me parecía que me despojaba de los días pasados
como de una larga pesadilla, como de una vestidura
sucia, como de una enfermedad horrible de la piel.
Suavemente recobraba la salud.
La feliciclad me penetraba, me anonadaba.
Pero un momento después una sombra diminuta sobre
el mar me perturbó: era como la sombra de un pétalo o
de una hoja doble; no era la sombra de un pez.
Alcé los ojos. Vi la mariposa: las llamas de sus
alas luminosas oscurecían el color del cielo. Con el
alfiler fijo en el cuerpo —como un órgano artificial pero
definitivamente adherido—, me seguía. Se elevaba y
bajaba, rozaba apenas el agua delante de mi, como
buscando un apoyo en flores invisibles. Traté de
capturarla. Su velocidad vertiginosa y el sol me deslumbraban.
Me seguía, vacilante y rápida; al principio
parecía que la brisa la llevaba sin su consentimiento;
luego creí ver en ella mas resolución y mas seguridad.
¿Qué buscaba? Algo que no era el agua, algo que no
era el aire, algo que no era una sombra. (Me dirás que
esto es una locura; a veces he desechado la idea que
ahora te confieso.) Buscaba mis ojos, el centro de
mis ojos, para clavar en ellos su alfiler
El terror se apoderó de mis ojos indefensos
como si no me pertenecieran, como si ya no pudiera
defenderlos de ese ataque omnipotente.
Trataba de hundir la cara en el agua. Apenas
podia respirar. El insecto me asediaba por todos lados.
Sentía que ese alfiler, ese recuerdo de familia que se
habia transformado en el arma adversa, horrible, me
pinchaba la cabeza. Afortunadamente, yo estaba cerca
de la orilla.
Cubrí mis ojos con una mano y nadé durante
cinco minutos que me parecieron cinco años, hasta la
costa. El bullicio de los bañistas seguramente ahuyentó
a la mariposa. Cuando abrí los ojos, había
desaparecido. Casi me desmayé en la arena. Este
papel, donde pinté yo misma un dios con tinta
colorada, me preserva ahora de todo mal.
Keng-Su me enseñó el papel amarillo, que
había colocado tan cuidadosamente entre los dientes
de su peineta, sobre su cabellera.
—Me rodearon unos bañistas y me preguntaron
que me sucedía. Les dije: "He visto un fantasma". Un
señor muy amable me dijo: "Es la primera vez que un
hecho asi ocurre en esta playa", y agregó: "Pero no es
peligroso. Usted es una gran nadadora. No se aflija".
Durante una semana entera pensé en ese fantasma.
Podria dibujártelo, si me dieras un papel y un
lápiz. No se trata de una mariposa común; se trata de
un pequeño monstruo. A veces, al mirarme al espejo,
veia sus ojos sobrepuestos a los míos. He visto
hombres con caras de animales y me han inspirado
cierta repugnancia; un animal con cara humana me
produce terror.
Imagínate una boca desdeñosa, de labios finos,
rizados; unos ojos penetrantes, duros y negros;
una frente abultada y resuelta, cubierta de pelusa.
Imagínate una cara diminuta y mezquina —como una
noche oscura—, con cuatro alas amarillas, dos antenas
y un alfiler de oro; una cara que al desmernbrarse
conservaría en cada una de sus partes la totalidad de
su expresión y de su poder. Imagínate ese monstruo,
de apariencia frágil, volando, inexorable (por su misma
pequenez e inestabilidad); llegando siempre —tal
como yo lo imagino— de la avenida de las tumbas de
los Ming.
—Habrás contribuido a formar una nueva especie
de mariposas, Keng-Su: una mariposa temible,
maravillosa. Tu nombre figurará en los libros decia
—le dije mientras nos desvestíamos para bañarnos.
Consulté mi reloj.
—Son ]as ocho de la noche. Entremos en el
mar. Las mariposas no vuelan de noche.
Nos acercábamos a la orilla. Keng—Su puso
un dedo sobre los labios, para que nos calláramos, y
senaló el cielo. La arena estaba tibia. Tomadas de la
mano, entramos en el mar lentamente para admirar
mejor los reflejos del cielo en las olas. Estuvimos un
rato con el agua hasta la cintura, refrescando nuestros
rostros. Después comenzamos a nadar, con temor y
con deleite. El agua nos llevaba en sus reflejos
dorados, como a peces felices, sin que hiciéramos el
menor esfuerzo.
¿Crees en los fantasmas? Keng-Su me
contestaba:
—En una noche como ésta... Tendría que ser
un fantasma para creer en fantasmas.
El silencio agrandaba los minutos. El mar
parecía un río enorme. En los acantilados se oía el
canto de los grillos, y llegaban ráfagas de olores
vegetales y de removidas tierras húmedas.
Iluminados por la luna, los ojos de Keng-Su se
abrieron desmesuradamente, como los ojos de un
animal. Me habló en inglés:
—Ahi está. Es ella.
Vi nítidamente la luna amarilla recortada en el
cielo nacarado. Lloraba en la voz de Keng-Su una
súplica. Creo que el agua desfigura las voces, suele
comunicarles una sonoridad de llanto; pero esta vez
Keng-Su lloraba, y no podré olvidar su llanto mientras
exista mi memoria. Me repitió en inglés:
—Ahi está. Mírala como se acerca buscando
mis ojos.
En la dorada claridad de la luna, Keng-Su
hundía la cabeza en el agua y se alejaba de la costa.
Luchaba contra un enemigo para mi invisible. Yo oía el
horrible chapoteo del agua y el sonido confuso de
unas palabras entrecortadas.
Traté de nadar, de seguirla. La llamé desesperadamente.
No podía alcanzarla. Nadé hacia la orilla
a pedir socorro. Busqué inútilmente al guardamarina,
al bañero. Oí el ruido del mar; vi una vez más el reflejo
imperturbable de la luna. Me desmayé en la arena.
Después debajo de la carpa encontré la tira de papel
amarillo, con el ídolo pintado.
Cuando pienso en Keng-Su, me parece que la
conoci en un sueño.
Consulté mi reloj.
—Son ]as ocho de la noche. Entremos en el
mar. Las mariposas no vuelan de noche.
Nos acercábamos a la orilla. Keng—Su puso
un dedo sobre los labios, para que nos calláramos, y
senaló el cielo. La arena estaba tibia. Tomadas de la
mano, entramos en el mar lentamente para admirar
mejor los reflejos del cielo en las olas. Estuvimos un
rato con el agua hasta la cintura, refrescando nuestros
rostros. Después comenzamos a nadar, con temor y
con deleite. El agua nos llevaba en sus reflejos
dorados, como a peces felices, sin que hiciéramos el
menor esfuerzo.
¿Crees en los fantasmas? Keng-Su me
contestaba:
—En una noche como ésta... Tendría que ser
un fantasma para creer en fantasmas.
El silencio agrandaba los minutos. El mar
parecía un río enorme. En los acantilados se oía el
canto de los grillos, y llegaban ráfagas de olores
vegetales y de removidas tierras húmedas.
Iluminados por la luna, los ojos de Keng-Su se
abrieron desmesuradamente, como los ojos de un
animal. Me habló en inglés:
—Ahi está. Es ella.
Vi nítidamente la luna amarilla recortada en el
cielo nacarado. Lloraba en la voz de Keng-Su una
súplica. Creo que el agua desfigura las voces, suele
comunicarles una sonoridad de llanto; pero esta vez
Keng-Su lloraba, y no podré olvidar su llanto mientras
exista mi memoria. Me repitió en inglés:
—Ahi está. Mírala como se acerca buscando
mis ojos.
En la dorada claridad de la luna, Keng-Su
hundía la cabeza en el agua y se alejaba de la costa.
Luchaba contra un enemigo para mi invisible. Yo oía el
horrible chapoteo del agua y el sonido confuso de
unas palabras entrecortadas.
Traté de nadar, de seguirla. La llamé desesperadamente.
No podía alcanzarla. Nadé hacia la orilla
a pedir socorro. Busqué inútilmente al guardamarina,
al bañero. Oí el ruido del mar; vi una vez más el reflejo
imperturbable de la luna. Me desmayé en la arena.
Después debajo de la carpa encontré la tira de papel
amarillo, con el ídolo pintado.
Cuando pienso en Keng-Su, me parece que la
conoci en un sueño.
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