2ª parte -- GEORGE ORWEL -- 1984
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VII
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Winston se despertó muy emocionado. Le dijo a Julia: «He soñado que... », y se detuvo porque no podía
explicarlo. Era excesivamente complicado. No sólo se trataba del sueño, sino de unos recuerdos relacionados
con él que habían surgido en su mente segundos después de despertarse. Siguió tendido, con los ojos
cerrados y envuelto aún en la atmósfera del sueño. Era un amplio y luminoso ensueño en el que su vida
entera parecía extenderse ante él como un paisaje en una tarde de verano después de la lluvia. Todo había
ocurrido dentro del pisapapeles de cristal, pero la superficie de éste era la cúpula del cielo y dentro de la
cúpula todo estaba inundado por una luz clara y suave gracias a la cual podían verse interminables distancias.
El ensueño había partido de un gesto hecho por su madre con el brazo y vuelto a hacer, treinta años
más tarde, por la mujer judía del noticiario cinematográfico cuando trataba de proteger a su niño de las balas
antes de que los autogiros los destrozaran a ambos.
-¿Sabes? -dijo Winston-; hasta ahora mismo he creído que había asesinado a mi madre.
-¿Por qué la asesinaste? -le preguntó Julia medio dormida.
-No, no la asesiné. Físicamente, no.
En el ensueño había recordado su última visión de la madre y, pocos instantes después de despertar, le
había vuelto el racimo de pequeños acontecimientos que rodearon aquel hecho. Sin duda, había estado reprimiendo
deliberadamente aquel recuerdo durante muchos años. No estaba seguro de la fecha, pero debió
de ser hacía menos de diez años o, a lo mas, doce.
Su padre había desaparecido poco antes. No podía recordar cuánto tiempo antes, pero sí las revueltas circunstancias
de aquella época, el pánico periódico causado por las incursiones aéreas y las carreras para refugiarse
en las estaciones del Metro, los montones de escombros, las consignas que aparecían por las esquinas
en llamativos carteles, las pandillas de jóvenes con camisas del mismo color, las enormes colas en
las panaderías, el intermitente crepitar de las ametralladoras a lo lejos... y, sobre todo, el hecho de que nunca
había bastante comida. Recordaba las largas tardes pasadas con otros chicos rebuscando en las latas de la
basura y en los montones de desperdicios, encontrando a veces hojas de verdura, mondaduras de patata e
incluso, con mucha suerte, mendrugos de pan, duros como piedra, que los niños sacaban cuidadosamente
de entre la ceniza; y también, la paciente espera de los camiones que llevaban pienso para el ganado y que a
veces dejaban caer, al saltar en un bache, bellotas o avena.
Cuando su padre desapareció, su madre no se mostró sorprendida ni demasiado apenada, pero se operó
en ella un súbito cambio. Parecía haber perdido por completo los ánimos. Era evidente -incluso para un
niño como Winstonque la mujer esperaba algo que ella sabía con toda seguridad que ocurriría. Hacía todo
lo necesario -guisaba, lavaba la ropa y la remendaba, arreglaba las camas, barría el suelo, limpiaba el polvo-,
todo ello muy despacio y evitándose todos los movimientos inútiles. Su majestuoso cuerpo tenía una
tendencia natural a la inmovilidad. Se quedaba las horas muertas casi inmóvil en la cama, con su niñita en
los brazos, una criatura muy silenciosa de dos o tres años con un rostro tal delgado que parecía simiesco.
De vez en cuando, la madre cogía en brazos a Winston y le estrechaba contra ella, sin decir nada. A pesar
de su escasa edad y de su natural egoísmo, Winston sabía que todo esto se relacionaba con lo que había de
ocurrir: aquel acontecimiento implícito en todo y del que nadie hablaba.
Recordaba la habitación donde vivían, una estancia oscura y siempre cerrada casi totalmente ocupada por
la cama. Había un hornillo de gas y un estante donde ponía los alimentos. Recordaba el cuerpo estatuario
de su madre inclinado sobre el hornillo de gas moviendo algo en la sartén. Sobre todo recordaba su continua
hambre y las sórdidas y feroces batallas a las horas de comer. Winston le preguntaba a su madre, con
reproche una y otra vez, por qué no había más comida. Gritaba y la fastidiaba, descompuesto en su afán de
lograr una parte mayor. Daba por descontado que él, el varón, debía tener la ración mayor. Pero por mucho
que la pobre mujer le diera, él pedía invariablemente más. En cada comida la madre le suplicaba que no
fuera tan egoísta y recordase que su hermanita estaba enferma y necesitaba alimentarse; pero era inútil.
Winston cogía pedazos de comida del plato de su hermanita y trataba de apoderarse de la fuente. Sabía que
con su conducta condenaba al hambre a su madre y a su hermana, pero no podía evitarlo. Incluso creía tener
derecho a ello. El hambre que le torturaba parecía justificarlo. Entre comidas, si su madre no tenía mucho
cuidado, se apoderaba de la escasa cantidad de alimento guardado en la alacena.
Un día dieron una ración de chocolate. Hacía mucho tiempo -meses enteros- que no daban chocolate.
Winston recordaba con toda claridad aquel cuadrito oscuro y preciadísimo. Era una tableta de dos onzas
(por entonces se hablaba todavía de onzas) que les correspondía para los tres. Parecía lógico que la tableta
fuera dividida en tres partes iguales. De pronto -en el ensueño-, como si estuviera escuchando a otra persona,
Winston se oyó gritar exigiendo que le dieran todo el chocolate. Su madre le dijo que no fuese ansioso.
Discutieron mucho; hubo llantos, lloros, reprimendas, regateos... su hermanita agarrándose a la madre con
las dos manos -exactamente como una monita- miraba a Winston con ojos muy abiertos y llenos de tristeza.
Al final, la madre le dio al niño las tres cuartas partes de la tableta y a la hermanita la otra cuarta parte. La
pequeña la cogió y se puso a mirarla con indiferencia, sin saber quizás lo que era. Winston se la quedó mirando
un momento. Luego, con un súbito movimiento, le arrancó a la nena el trocito de chocolate y salió
huyendo.
-¡Winston! ¡Winston! -le gritó su madre-. Ven aquí, devuélvele a tu hermana el chocolate.
El niño se detuvo pero no regresó a su sitio. Su madre lo miraba preocupadísima. Incluso en ese momento,
pensaba en aquello, en lo que había de suceder de un momento a otro y que Winston ignoraba. La hermanita,
consciente de que le habían robado algo, rompió a llorar. Su madre la abrazó con fuerza. Algo
había en aquel gesto que le hizo comprender a Winston que su hermana se moría. Salió corriendo escaleras
abajo con el chocolate derretiéndosele entre los dedos.
Nunca volvió a ver a su madre. Después de comerse el chocolate, se sintió algo avergonzado y corrió por
las calles mucho tiempo hasta que el hambre le hizo volver. Pero su madre ya no estaba allí. En aquella
época, estas desapariciones eran normales. Todo seguía igual en la habitación. Sólo faltaban la madre y la
hermanita. Ni siquiera se había llevado el abrigo. Ni siquiera ahora estaba seguro Winston de que su madre
hubiera muerto. Era muy posible que la hubieran mandado a un campo de trabajos forzados. En cuanto a su
hermana, quizás se la hubieran llevado -como hicieron con el mismo Winston- a una de las colonias de
niños huérfanos (les llamaban Centros de Reclamación) que fueron una de las consecuencias de la guerra
civil; o quizás la hubieran enviado con la madre al campo de trabajos forzados o sencillamente la habrían
dejado morir en cualquier rincón.
El ensueño seguía vivo en su mente, sobre todo el gesto protector de la madre, que parecía contener un
profundo significado. Entonces recordó otro ensueño que había tenido dos meses antes, cuando se le había
aparecido hundiéndose sin cesar en aquel barco, pero sin dejar de mirarlo a él a través del agua que se oscurecía
por momentos.
Le contó á Julia la historia de la desaparición de su madre. Sin abrir los ojos, la joven dio una vuelta en la
cama y se colocó en una posición más cómoda.
-Ya me figuro que serías un cerdito en aquel tiempo -dijo indiferente-. Todos los niños son unos cerdos. -
Sí, pero el sentido de esa historia...
Winston comprendió, por la respiración de Julia, que estaba a punto de volverse a dormir. Le habría gustado
seguirle contando cosas de su madre. No suponía, basándose en lo que podía recordar de ella, que
hubiera sido una mujer extraordinaria, ni siquiera inteligente. Sin embargo, estaba seguro de que su madre
poseía una especie de nobleza, de pureza, sólo por el hecho de regirse por normas privadas. Los sentimientos
de ella eran realmente suyos y no los que el Estado le mandaba tener. No se le habría ocurrido pensar
que una acción ineficaz, sin consecuencias prácticas, careciera por ello de sentido. Cuando se amaba a alguien,
se le amaba por él mismo, y si no había nada más que darle, siempre se le podía dar amor. Cuando él
se había apoderado de todo el chocolate, su madre abrazó a la niña con inmensa ternura. Aquel acto no
cambiaba nada, no servía para producir más chocolate, no podía evitar la muerte de la niña ni la de ella,
pero a la madre le parecía natural realizarlo. La mujer refugiada en aquel barco (en el noticiario) también
había protegido al niño con sus brazos, con lo cual podía salvarlo de las balas con la misma eficacia que si
lo hubiera cubierto con un papel. Lo terrible era que el Partido había persuadido a la gente de que los simples
impulsos y sentimientos de nada servían. Cuando se estaba bajo las garras del Partido, nada importaba
lo que se sintiera o se dejara de sentir, lo que se hiciera o se dejara de hacer. Cuanto le sucedía a uno se desvanecía
y ni usted ni sus acciones volvían a figurar para nada. Le apartaban a usted, con toda limpieza, del
curso de la historia. Sin embargo, hacía sólo dos generaciones, se dejaban gobernar por sentimientos privados
que nadie ponía en duda. Lo que importaba eran las relaciones humanas, y un gesto completamente
inútil, un abrazo, una lágrima, una palabra cariñosa dirigida a un moribundo, poseían un valor en sí. De
pronto pensó Winston que los proles seguían con sus sentimientos y emociones. No eran leales a un Partido,
a un país ni a un ideal, sino que se guardaban mutua lealtad unos a otros. Por primera vez en su vida,
Winston no despreció a los proles ni los creyó sólo una fuerza inerte. Algún día muy remoto recobrarían
sus fuerzas y se lanzarían a la regeneración del mundo. Los proles continuaban siendo humanos. No se
habían endurecido por dentro. Se habían atenido a las emociones primitivas que él, Winston, tenía que
aprender de nuevo por un esfuerzo consciente. Y al pensar esto, recordó que unas semanas antes había visto
sobre el pavimento una mano arrancada en un bombardeo y que la había apartado con el pie tirándola a la
alcantarilla como si fuera un inservible troncho de lechuga.
-Los proles son seres humanos dijo en voz alta- Nosotros, en cambio, no somos humanos.
Por qué? dijo Julia, que había vuelto a despertarse. Winston reflexionó un momento.
-¿No se te ha ocurrido pensar dijo- que lo mejor que haríamos sería marcharnos de aquí antes de que sea
demasiado tarde y no volver a vernos jamás?
-Sí, querido, se me ha ocurrido varias veces, pero no estoy dispuesta a hacerlo.
-Hemos tenido suerte dijo Winston-; pero esto no puede durar mucho tiempo. Somos jóvenes. Tú pareces
normal e inocente. Si te alejas de la gente como yo, puedes vivir todavía cincuenta años más.
-No. Ya he pensado en todo eso. Lo que tú hagas, eso haré yo. Y no te desanimes tanto. Yo sé arreglármelas
para seguir viviendo.
-Quizás podamos seguir juntos otros seis meses, un año... no se sabe. Pero al final es seguro que tendremos
que separarnos. ¿Te das cuenta de lo solos que nos encontraremos? Cuando nos hayan cogido, no
habrá nada, lo que se dice nada, que podamos hacer el uno por el otro. Si confieso, te fusilarán, y si me
niego a confesar, te fusilarán también. Nada de lo que yo pueda hacer o decir, o dejar de decir y hacer, serviría
para aplazar tu muerte ni cinco minutos. Ninguno de nosotros dos sabrá siquiera si el otro vive o ha
muerto. Sería inútil intentar nada. Lo único importante es que no nos traicionemos, aunque por ello no iban
a variar las cosas.
-Si quieren que confesemos -replicó Julia- lo haremos. Todos confiesan siempre. Es imposible evitarlo.
Te torturan.
-No me refiero a la confesión. Confesar no es traicionar. No importa lo que digas o hagas, sino los sentimientos.
Si pueden obligarme a dejarte de amar... esa sería la verdadera traición.
Julia reflexionó sobre ello.
-A eso no pueden obligarte -dijo al cabo de un rato-. Es lo único que no pueden hacer. Pueden forzarte a
decir cualquier cosa, pero no hay manera de que te lo hagan creer. Dentro de ti no pueden entrar nunca.
-Eso es verdad elijo Winston con un poco más de esperanza-. No pueden penetrar en nuestra alma. Si podemos
sentir que merece la pena seguir siendo humanos, aun que esto no tenga ningún resultado positivo,
los habremos derrotado.
Y pensó en la telepantalla, que nunca dormía, que nunca se distraía ni dejaba de oír. Podían espiarle a
uno día y noche, pero no perdiendo la cabeza era posible burlarlos. Con toda su habilidad, nunca habían
logrado encontrar el procedimiento de saber lo que pensaba otro ser humano. Quizás esto fuera menos cierto
cuando le tenían a uno en sus manos. No se sabía lo que pasaba dentro del Ministerio del Amor, pero era
fácil figurárselo: torturas, drogas, delicados instrumentos que registraban las reacciones nerviosas, agotamiento
progresivo por la falta de sueño, por la soledad y los interrogatorios implacables y persistentes. Los
hechos no podían ser ocultados, se los exprimían a uno con la tortura o les seguían la pista con los interrogatorios.
Pero si la finalidad que uno se proponía no era salvar la vida sino haber sido humanos hasta el
final, ¿qué importaba todo aquello? Los sentimientos no podían cambiarlos; es más, ni uno mismo podría
suprimirlos.. Sin duda, podrían saber hasta el más pequeño detalle de todo lo que uno hubiera hecho, dicho
o pensado; pero el fondo del corazón, cuyo contenido era un misterio incluso para su dueño, se mantendría
siempre inexpugnable.
Winston se despertó muy emocionado. Le dijo a Julia: «He soñado que... », y se detuvo porque no podía
explicarlo. Era excesivamente complicado. No sólo se trataba del sueño, sino de unos recuerdos relacionados
con él que habían surgido en su mente segundos después de despertarse. Siguió tendido, con los ojos
cerrados y envuelto aún en la atmósfera del sueño. Era un amplio y luminoso ensueño en el que su vida
entera parecía extenderse ante él como un paisaje en una tarde de verano después de la lluvia. Todo había
ocurrido dentro del pisapapeles de cristal, pero la superficie de éste era la cúpula del cielo y dentro de la
cúpula todo estaba inundado por una luz clara y suave gracias a la cual podían verse interminables distancias.
El ensueño había partido de un gesto hecho por su madre con el brazo y vuelto a hacer, treinta años
más tarde, por la mujer judía del noticiario cinematográfico cuando trataba de proteger a su niño de las balas
antes de que los autogiros los destrozaran a ambos.
-¿Sabes? -dijo Winston-; hasta ahora mismo he creído que había asesinado a mi madre.
-¿Por qué la asesinaste? -le preguntó Julia medio dormida.
-No, no la asesiné. Físicamente, no.
En el ensueño había recordado su última visión de la madre y, pocos instantes después de despertar, le
había vuelto el racimo de pequeños acontecimientos que rodearon aquel hecho. Sin duda, había estado reprimiendo
deliberadamente aquel recuerdo durante muchos años. No estaba seguro de la fecha, pero debió
de ser hacía menos de diez años o, a lo mas, doce.
Su padre había desaparecido poco antes. No podía recordar cuánto tiempo antes, pero sí las revueltas circunstancias
de aquella época, el pánico periódico causado por las incursiones aéreas y las carreras para refugiarse
en las estaciones del Metro, los montones de escombros, las consignas que aparecían por las esquinas
en llamativos carteles, las pandillas de jóvenes con camisas del mismo color, las enormes colas en
las panaderías, el intermitente crepitar de las ametralladoras a lo lejos... y, sobre todo, el hecho de que nunca
había bastante comida. Recordaba las largas tardes pasadas con otros chicos rebuscando en las latas de la
basura y en los montones de desperdicios, encontrando a veces hojas de verdura, mondaduras de patata e
incluso, con mucha suerte, mendrugos de pan, duros como piedra, que los niños sacaban cuidadosamente
de entre la ceniza; y también, la paciente espera de los camiones que llevaban pienso para el ganado y que a
veces dejaban caer, al saltar en un bache, bellotas o avena.
Cuando su padre desapareció, su madre no se mostró sorprendida ni demasiado apenada, pero se operó
en ella un súbito cambio. Parecía haber perdido por completo los ánimos. Era evidente -incluso para un
niño como Winstonque la mujer esperaba algo que ella sabía con toda seguridad que ocurriría. Hacía todo
lo necesario -guisaba, lavaba la ropa y la remendaba, arreglaba las camas, barría el suelo, limpiaba el polvo-,
todo ello muy despacio y evitándose todos los movimientos inútiles. Su majestuoso cuerpo tenía una
tendencia natural a la inmovilidad. Se quedaba las horas muertas casi inmóvil en la cama, con su niñita en
los brazos, una criatura muy silenciosa de dos o tres años con un rostro tal delgado que parecía simiesco.
De vez en cuando, la madre cogía en brazos a Winston y le estrechaba contra ella, sin decir nada. A pesar
de su escasa edad y de su natural egoísmo, Winston sabía que todo esto se relacionaba con lo que había de
ocurrir: aquel acontecimiento implícito en todo y del que nadie hablaba.
Recordaba la habitación donde vivían, una estancia oscura y siempre cerrada casi totalmente ocupada por
la cama. Había un hornillo de gas y un estante donde ponía los alimentos. Recordaba el cuerpo estatuario
de su madre inclinado sobre el hornillo de gas moviendo algo en la sartén. Sobre todo recordaba su continua
hambre y las sórdidas y feroces batallas a las horas de comer. Winston le preguntaba a su madre, con
reproche una y otra vez, por qué no había más comida. Gritaba y la fastidiaba, descompuesto en su afán de
lograr una parte mayor. Daba por descontado que él, el varón, debía tener la ración mayor. Pero por mucho
que la pobre mujer le diera, él pedía invariablemente más. En cada comida la madre le suplicaba que no
fuera tan egoísta y recordase que su hermanita estaba enferma y necesitaba alimentarse; pero era inútil.
Winston cogía pedazos de comida del plato de su hermanita y trataba de apoderarse de la fuente. Sabía que
con su conducta condenaba al hambre a su madre y a su hermana, pero no podía evitarlo. Incluso creía tener
derecho a ello. El hambre que le torturaba parecía justificarlo. Entre comidas, si su madre no tenía mucho
cuidado, se apoderaba de la escasa cantidad de alimento guardado en la alacena.
Un día dieron una ración de chocolate. Hacía mucho tiempo -meses enteros- que no daban chocolate.
Winston recordaba con toda claridad aquel cuadrito oscuro y preciadísimo. Era una tableta de dos onzas
(por entonces se hablaba todavía de onzas) que les correspondía para los tres. Parecía lógico que la tableta
fuera dividida en tres partes iguales. De pronto -en el ensueño-, como si estuviera escuchando a otra persona,
Winston se oyó gritar exigiendo que le dieran todo el chocolate. Su madre le dijo que no fuese ansioso.
Discutieron mucho; hubo llantos, lloros, reprimendas, regateos... su hermanita agarrándose a la madre con
las dos manos -exactamente como una monita- miraba a Winston con ojos muy abiertos y llenos de tristeza.
Al final, la madre le dio al niño las tres cuartas partes de la tableta y a la hermanita la otra cuarta parte. La
pequeña la cogió y se puso a mirarla con indiferencia, sin saber quizás lo que era. Winston se la quedó mirando
un momento. Luego, con un súbito movimiento, le arrancó a la nena el trocito de chocolate y salió
huyendo.
-¡Winston! ¡Winston! -le gritó su madre-. Ven aquí, devuélvele a tu hermana el chocolate.
El niño se detuvo pero no regresó a su sitio. Su madre lo miraba preocupadísima. Incluso en ese momento,
pensaba en aquello, en lo que había de suceder de un momento a otro y que Winston ignoraba. La hermanita,
consciente de que le habían robado algo, rompió a llorar. Su madre la abrazó con fuerza. Algo
había en aquel gesto que le hizo comprender a Winston que su hermana se moría. Salió corriendo escaleras
abajo con el chocolate derretiéndosele entre los dedos.
Nunca volvió a ver a su madre. Después de comerse el chocolate, se sintió algo avergonzado y corrió por
las calles mucho tiempo hasta que el hambre le hizo volver. Pero su madre ya no estaba allí. En aquella
época, estas desapariciones eran normales. Todo seguía igual en la habitación. Sólo faltaban la madre y la
hermanita. Ni siquiera se había llevado el abrigo. Ni siquiera ahora estaba seguro Winston de que su madre
hubiera muerto. Era muy posible que la hubieran mandado a un campo de trabajos forzados. En cuanto a su
hermana, quizás se la hubieran llevado -como hicieron con el mismo Winston- a una de las colonias de
niños huérfanos (les llamaban Centros de Reclamación) que fueron una de las consecuencias de la guerra
civil; o quizás la hubieran enviado con la madre al campo de trabajos forzados o sencillamente la habrían
dejado morir en cualquier rincón.
El ensueño seguía vivo en su mente, sobre todo el gesto protector de la madre, que parecía contener un
profundo significado. Entonces recordó otro ensueño que había tenido dos meses antes, cuando se le había
aparecido hundiéndose sin cesar en aquel barco, pero sin dejar de mirarlo a él a través del agua que se oscurecía
por momentos.
Le contó á Julia la historia de la desaparición de su madre. Sin abrir los ojos, la joven dio una vuelta en la
cama y se colocó en una posición más cómoda.
-Ya me figuro que serías un cerdito en aquel tiempo -dijo indiferente-. Todos los niños son unos cerdos. -
Sí, pero el sentido de esa historia...
Winston comprendió, por la respiración de Julia, que estaba a punto de volverse a dormir. Le habría gustado
seguirle contando cosas de su madre. No suponía, basándose en lo que podía recordar de ella, que
hubiera sido una mujer extraordinaria, ni siquiera inteligente. Sin embargo, estaba seguro de que su madre
poseía una especie de nobleza, de pureza, sólo por el hecho de regirse por normas privadas. Los sentimientos
de ella eran realmente suyos y no los que el Estado le mandaba tener. No se le habría ocurrido pensar
que una acción ineficaz, sin consecuencias prácticas, careciera por ello de sentido. Cuando se amaba a alguien,
se le amaba por él mismo, y si no había nada más que darle, siempre se le podía dar amor. Cuando él
se había apoderado de todo el chocolate, su madre abrazó a la niña con inmensa ternura. Aquel acto no
cambiaba nada, no servía para producir más chocolate, no podía evitar la muerte de la niña ni la de ella,
pero a la madre le parecía natural realizarlo. La mujer refugiada en aquel barco (en el noticiario) también
había protegido al niño con sus brazos, con lo cual podía salvarlo de las balas con la misma eficacia que si
lo hubiera cubierto con un papel. Lo terrible era que el Partido había persuadido a la gente de que los simples
impulsos y sentimientos de nada servían. Cuando se estaba bajo las garras del Partido, nada importaba
lo que se sintiera o se dejara de sentir, lo que se hiciera o se dejara de hacer. Cuanto le sucedía a uno se desvanecía
y ni usted ni sus acciones volvían a figurar para nada. Le apartaban a usted, con toda limpieza, del
curso de la historia. Sin embargo, hacía sólo dos generaciones, se dejaban gobernar por sentimientos privados
que nadie ponía en duda. Lo que importaba eran las relaciones humanas, y un gesto completamente
inútil, un abrazo, una lágrima, una palabra cariñosa dirigida a un moribundo, poseían un valor en sí. De
pronto pensó Winston que los proles seguían con sus sentimientos y emociones. No eran leales a un Partido,
a un país ni a un ideal, sino que se guardaban mutua lealtad unos a otros. Por primera vez en su vida,
Winston no despreció a los proles ni los creyó sólo una fuerza inerte. Algún día muy remoto recobrarían
sus fuerzas y se lanzarían a la regeneración del mundo. Los proles continuaban siendo humanos. No se
habían endurecido por dentro. Se habían atenido a las emociones primitivas que él, Winston, tenía que
aprender de nuevo por un esfuerzo consciente. Y al pensar esto, recordó que unas semanas antes había visto
sobre el pavimento una mano arrancada en un bombardeo y que la había apartado con el pie tirándola a la
alcantarilla como si fuera un inservible troncho de lechuga.
-Los proles son seres humanos dijo en voz alta- Nosotros, en cambio, no somos humanos.
Por qué? dijo Julia, que había vuelto a despertarse. Winston reflexionó un momento.
-¿No se te ha ocurrido pensar dijo- que lo mejor que haríamos sería marcharnos de aquí antes de que sea
demasiado tarde y no volver a vernos jamás?
-Sí, querido, se me ha ocurrido varias veces, pero no estoy dispuesta a hacerlo.
-Hemos tenido suerte dijo Winston-; pero esto no puede durar mucho tiempo. Somos jóvenes. Tú pareces
normal e inocente. Si te alejas de la gente como yo, puedes vivir todavía cincuenta años más.
-No. Ya he pensado en todo eso. Lo que tú hagas, eso haré yo. Y no te desanimes tanto. Yo sé arreglármelas
para seguir viviendo.
-Quizás podamos seguir juntos otros seis meses, un año... no se sabe. Pero al final es seguro que tendremos
que separarnos. ¿Te das cuenta de lo solos que nos encontraremos? Cuando nos hayan cogido, no
habrá nada, lo que se dice nada, que podamos hacer el uno por el otro. Si confieso, te fusilarán, y si me
niego a confesar, te fusilarán también. Nada de lo que yo pueda hacer o decir, o dejar de decir y hacer, serviría
para aplazar tu muerte ni cinco minutos. Ninguno de nosotros dos sabrá siquiera si el otro vive o ha
muerto. Sería inútil intentar nada. Lo único importante es que no nos traicionemos, aunque por ello no iban
a variar las cosas.
-Si quieren que confesemos -replicó Julia- lo haremos. Todos confiesan siempre. Es imposible evitarlo.
Te torturan.
-No me refiero a la confesión. Confesar no es traicionar. No importa lo que digas o hagas, sino los sentimientos.
Si pueden obligarme a dejarte de amar... esa sería la verdadera traición.
Julia reflexionó sobre ello.
-A eso no pueden obligarte -dijo al cabo de un rato-. Es lo único que no pueden hacer. Pueden forzarte a
decir cualquier cosa, pero no hay manera de que te lo hagan creer. Dentro de ti no pueden entrar nunca.
-Eso es verdad elijo Winston con un poco más de esperanza-. No pueden penetrar en nuestra alma. Si podemos
sentir que merece la pena seguir siendo humanos, aun que esto no tenga ningún resultado positivo,
los habremos derrotado.
Y pensó en la telepantalla, que nunca dormía, que nunca se distraía ni dejaba de oír. Podían espiarle a
uno día y noche, pero no perdiendo la cabeza era posible burlarlos. Con toda su habilidad, nunca habían
logrado encontrar el procedimiento de saber lo que pensaba otro ser humano. Quizás esto fuera menos cierto
cuando le tenían a uno en sus manos. No se sabía lo que pasaba dentro del Ministerio del Amor, pero era
fácil figurárselo: torturas, drogas, delicados instrumentos que registraban las reacciones nerviosas, agotamiento
progresivo por la falta de sueño, por la soledad y los interrogatorios implacables y persistentes. Los
hechos no podían ser ocultados, se los exprimían a uno con la tortura o les seguían la pista con los interrogatorios.
Pero si la finalidad que uno se proponía no era salvar la vida sino haber sido humanos hasta el
final, ¿qué importaba todo aquello? Los sentimientos no podían cambiarlos; es más, ni uno mismo podría
suprimirlos.. Sin duda, podrían saber hasta el más pequeño detalle de todo lo que uno hubiera hecho, dicho
o pensado; pero el fondo del corazón, cuyo contenido era un misterio incluso para su dueño, se mantendría
siempre inexpugnable.
_
VIII
VIII
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Lo habían hecho, por fin lo habían hecho.
La habitación donde estaban era alargada y de suave iluminación. La telepantalla había sido amortiguada
hasta producir sólo un leve murmullo. La riqueza de la alfombra azul oscuro daba la impresión de andar
sobre el terciopelo. En un extremo de la habitación estaba sentado O'Brien ante una mesa, bajo una lámpara
de pantalla verde, con un montón de papeles a cada lado. No se molestó en levantar la cabeza cuando el
criado hizo pasar a Julia y Winston.
El corazón de Winston latía tan fuerte que dudaba de poder hablar. Lo habían hecho; por fin lo habían
hecho... Esto era lo único que Winston podía pensar. Había sido un acto de inmensa audacia entrar en este
despacho, y una locura inconcebible venir juntos; aunque realmente habían llegado por caminos diferentes
y sólo se reunieron a la puerta de O'Brien. Pero sólo el hecho de traspasar aquel umbral requería un gran
esfuerzo nervioso. En muy raras ocasiones se podía penetrar en las residencias del Partido Interior, ni siquiera
en el barrio donde tenían sus domicilios. La atmósfera del inmenso bloque de casas, la riqueza de
amplitud de todo lo que allí había, los olores -tan poco familiares- a buena comida y a excelente tabaco, los
ascensores silenciosos e increíblemente rápidos, los criados con chaqueta blanca apresurándose de un lado
a otro... todo ello era intimidante. Aunque tenía un buen pretexto para ir allí, temblaba a cada paso por miedo
a que surgiera de algún rincón un guardia uniformado de negro, le pidiera sus documentos y le mandara
salir. Sin embargo, el criado de O'Brien los había hecho entrar a los dos sin demora. Era un hombre sencillo,
de pelo negro y chaqueta blanca con un rostro inexpresivo y achinado. El corredor por el que los había
conducido, estaba muy bien alfombrado y las paredes cubiertas con papel crema de absoluta limpieza.
Winston no recordaba haber visto ningún pasillo cuyas paredes no estuvieran manchadas por el contacto de
cuerpos humanos.
O'Brien tenía un pedazo de papel entre los dedos y parecía estarlo estudiando atentamente. Su pesado
rostro inclinado tenía un aspecto formidable e inteligente a la vez. Se estuvo unos veinte segundos inmóvil.
Luego se acercó el hablescribe y dictó un mensaje en la híbrida jerga de los ministerios.
«Reí 1 coma 5 coma 7 aprobado excelente. Sugerencia contenida doc G doblemás ridículo rozando crimental
destruir. No conviene construir antes conseguir completa información maquinaria puntofinal mensaje.
»
Se levantó de la silla y se acercó a ellos cruzando parte de la silenciosa alfombra. Algo del ambiente oficial
parecía haberse desprendido de él al terminar con las palabras de neolengua, pero su expresión era más
severa que de costumbre, como si no le agradara ser interrumpido. El terror que ya sentía Winston se vio
aumentado por el azoramiento corriente que se experimenta al serle molesto a alguien. Creía haber cometido
una estúpida equivocación. Pues ¿qué prueba tenía él de que OBrien fuera un conspirador político? Sólo
un destello de sus ojos y una observación equívoca. Aparte de eso, todo eran figuraciones suyas fundadas
en un ensueño. Ni siquiera podía fingir que habían venido solamente a recoger el diccionario porque en tal
caso no podría explicar la presencia de Julia. Al pasar O'Brien frente a la telepantalla, 'pareció acordarse de
algo. Se detuvo, volvióse y giró una llave que había en la pared. Se oyó un chasquido. La voz se había callado
de golpe.
Julia lanzó una pequeña exclamación, un apagado grito de sorpresa. En medio de su pánico, a Winston le
causó aquello una impresión tan fuerte que no pudo evitar estas palabras:
--¿Puedes cerrarlo?
-Sí -dijo OBrien-; podemos cerrarlos. Tenemos ese privilegio.
Estaba sentado frente a ellos. Su maciza figura los dominaba y la expresión de su cara continuaba indescifrable.
Esperaba a que Winston hablase; pero ¿sobre qué? Incluso ahora podía concebirse perfectamente
que no fuese más que un hombre ocupado preguntándose con irritación por qué lo habían interrumpido.
Nadie hablaba. Después de cerrar la telepantalla, la habitación parecía mortalmente silenciosa. Los segundos
transcurrían enormes. Winston dificultosamente conseguía mantener su mirada fija en los ojos de
OBrien. Luego, de pronto, el sombrío rostro se iluminó con el inicio de una sonrisa. Con su gesto característico,
O'Brien se aseguró las gafas sobre la nariz.
-¿Lo digo yo o lo dices tú? preguntó O'Brien.
-Lo diré yo -respondió Winston al instante-. ¿Está eso completamente cerrado?
-Sí; no funciona ningún aparato en esta habitación. Estamos solos.
-Pues vinimos aquí porque...
Se interrumpió dándose cuenta por primera vez de la vaguedad de sus propósitos. No sabía exactamente
qué clase de ayuda esperaba de OBrien. Prosiguió, consciente de que sus palabras sonaban vacilantes y
presuntuosas:
-Creemos que existe un movimiento clandestino, una especie de organización secreta que actúa contra el
Partido y que tú estás metido en esto. Queremos formar parte de esta organización y trabajar en lo que podamos.
Somos enemigos del Partido. No creemos en los principios de Ingsoc. Somos criminales del pensamiento.
Además, somos adúlteros. Te digo todo esto porque deseamos ponernos a tu merced. Si quieres
que nos acusemos de cualquier otra cosa, estamos dispuestos a hacerlo.
Winston dejó de hablar al darse cuenta de que la puerta se había abierto. Miró por encima de su hombro.
Era el criado de cara amarillenta, que había entrado sin llamar. Traía una bandeja con una botella y vasos.
-Martín es uno de los nuestros -dijo O'Brien impasible-. Pon aquí las bebidas, Martín. Sí, en la mesa redonda.
¿Tenemos bastantes sillas? Sentémonos para hablar cómodamente. Siéntate tú también, Martín.
Ahora puedes dejar de ser criado durante diez minutos.
El hombrecillo se sentó a sus anchas, pero sin abandonar el aire servil. Parecía un lacayo al que le han
concedido el privilegio de sentarse con sus amos. Winston lo miraba con el rabillo del ojo. Le admiraba que
aquel hombre se pasara la vida representando un papel y que le pareciera peligroso prescindir de su fingida
personalidad aunque fuera por unos momentos. O'Brien tomó la botella por el cuello y llenó los vasos de un
líquido rojo oscuro. A Winston le recordó algo que desde hacía muchos años no bebía, un anuncio luminoso
que representaba una botella que se movía sola y llenaba un vaso incontables veces. Visto desde arriba,
el líquido parecía casi negro, pero la botella, de buen cristal, tenía un color rubí. Su sabor era agridulce. Vio
que Julia cogía su vaso y lo olía con gran curiosidad.
-Se llama vino -dijo O'Brien con una débil sonrisa-. Seguramente, ustedes lo habrán oído citaren los libros.
Creo que a los miembros del Partido Exterior no les llega. -Su cara volvió a ensombrecerse y levantó
el vaso-: Creo que debemos empezar brindando por nuestro jefe: por Emmanuel Goldstein.
Winston cogió su vaso titubeando. Había leído referencias del vino y había soñado con él. Como el pisapapeles
de cristal o las canciones del señor Charrington, pertenecía al romántico y desaparecido pasado, la
época en que él se recreaba en sus secretas meditaciones. No sabía por qué, siempre había creído que el
vino tenía un sabor intensamente dulce, como de mermelada y un efecto intoxicante inmediato. Pero al beberlo
ahora por primera vez, le decepcionó. La verdad era que después de tantos años de beber ginebra
aquello le parecía insípido. Volvió a dejar el vaso vacío sobre la mesa.
-Entonces, ¿existe de verdad ese Goldstein? preguntó.
-Sí, esa persona no es ninguna fantasía, y vive. Dónde, no lo sé.
-Y la conspiración..., la organización, ¿es auténtica? ¿no es sólo un invento de la Policía del Pensamiento?
-No, es una realidad. La llamamos la Hermandad. Nunca se sabe de la Hermandad, sino que existe y que
uno pertenece a ella. En seguida volveré a hablarte de eso. -Miró el reloj de pulsera-. Ni siquiera los miembros
del Partido Interior deben mantener cerrada la telepantalla más de media hora. No debíais haber venido
aquí juntos; tendréis que marcharos por separado. Tú, camarada -le dijo a Julia-, te marcharás primero.
Disponemos de unos veinte minutos. Comprenderéis que debo empezar por haceros algunas preguntas. En
términos generales, ¿qué estáis dispuestos a hacer?
-Todo aquello de que seamos capaces -dijo Winston.
O'Brien había ladeado un poco su silla hacia Winston de manera que casi le volvía la espalda a Julia,
dando por cierto que Winston podía hablar a la vez por sí y por ella. Empezó pestañeando un momento y
luego inició sus preguntas con voz baja e inexpresiva, como si se tratara de una rutina, una especie de catecismo,
la mayoría de cuyas respuestas le fueran ya conocidas.
-¿Estáis dispuestos a dar vuestras vidas?
-Sí.
-¿Estáis dispuestos a cometer asesinatos?
-Sí.
--¿A cometer actos de sabotaje que pueden causar la muerte de centenares de personas inocentes?
-Sí.
-¿A vender a vuestro país a las potencias extranjeras?
-Sí.
-¿Estáis dispuestos a hacer trampas, a falsificar, a hacer chantaje, a corromper a los niños, a distribuir
drogas, a fomentar la prostitución, a extender enfermedades venéreas... a hacer todo lo que pueda causar
desmoralización y debilitar el poder del Partido?
-Sí.
-Si, por ejemplo, sirviera de algún modo a nuestros intereses arrojar ácido sulfúrico a la cara de un niño,
¿estaríais dispuestos a hacerlo?
-Sí.
-¿Estáis dispuestos a perder vuestra identidad y a -vivir el resto de vuestras vidas como camareros, cargadores
de puerto, etc.?
-Sí.
-¿Estáis dispuestos a suicidaros si os lo ordenamos y en el momento en que lo ordenásemos?
-Sí.
-¿Estáis dispuestos, los dos, a separaros y no volveros a ver nunca?
-No -interrumpió Julia.
A Winston le pareció que había pasado muchísimo tiempo antes de contestar. Durante algunos momentos
creyó haber perdido el habla. Se le movía la lengua sin emitir sonidos, formando las primeras sílabas de
una palabra y luego de otra. Hasta que lo dijo, no sabía qué palabra iba a decir:
-No -dijo por fin.
-Hacéis bien en decírmelo -repuso O'Brien-. Es necesario que lo conozcamos todo.
Se volvió hacia Julia y añadió con una voz algo más animada:
-- ¿Te das cuenta de que, aunque él sobreviviera, sería una persona diferente? Podríamos vernos obligados
a darle una nueva identidad. Le cambiaríamos la cara, los movimientos, la forma de sus manos, el color
del pelo... hasta la voz, y tú también podrías convertirte en una persona distinta. Nuestros cirujanos transforman
a las personas de manera que es imposible reconocerlas. A veces, es necesario. En ciertos casos,
amputamos algún miembro.
Winston no pudo evitar otra mirada de soslayo a la cara mongólica de Martín. No se le notaban cicatrices.
Julia estaba algo más pálida y le resaltaban las pecas, pero miró a O'Brien con valentía. Murmuró algo
que parecía conformidad.
-Bueno. Entonces ya está todo arreglado -dijo O'Brien.
Sobre la mesa había una caja de plata con cigarrillos. Con aire distraído, O'Brien la fue acercando a los
otros. Tomó él un cigarrillo, se levantó y empezó a pasear por la habitación como si de este modo pudiera
pensar mejor. Eran cigarrillos muy buenos; no se les caía el tabaco y el papel era sedoso. O'Brien volvió a
mirar su reloj de pulsera.
-Vuelve a tu servicio, Martín -dijo-. Volveré a poner en marcha la telepantalla dentro de un cuarto de
hora. Fíjate bien en las caras de estos camaradas antes de salir. Es posible que los vuelvas a ver. Yo quizá
no.
Exactamente como habían hecho al entrar, los ojos oscuros del hombrecillo recorrieron rápidos los rostros
de Julia y Winston. No había en su actitud la menor afabilidad. Estaba registrando unas facciones, grabándoselas,
pero no sentía el menor interés por ellos o parecía no sentirlo. Se le ocurrió a Winston que quizás
un rostro transformado no fuera capaz de variar de expresión. Sin hablar ni una palabra ni hacer el menor
gesto de despedida, salió Martín, cerrando silenciosamente la puerta tras él. O'Brien seguía paseando
por la estancia con una mano en el bolsillo de su «mono» negro y en la otra el cigarrillo.
-Ya comprenderéis -dijo- que tendréis que luchar a oscuras. Siempre a oscuras. Recibiréis órdenes y las
obedeceréis sin saber por qué. Más adelante os mandaré un libro que os aclarará la verdadera naturaleza de
la sociedad en que vivimos y la estrategia que hemos de emplear para destruirla. Cuando hayáis leído el
libro, seréis plenamente miembros de la Hermandad. Pero entre los fines generales por los que luchamos y
las tareas inmediatas de cada momento habrá un vacío para vosotros sobre el que nada sabréis. Os digo que
la Hermandad existe, pero no puedo deciros si la constituyen un centenar de miembros o diez millones. Por
vosotros mismos no llegaréis a saber nunca si hay una docena de afiliados. Tendréis sólo tres o cuatro personas
en contacto con vosotros que se renovarán de vez en cuando a medida que vayan desapareciendo.
Como yo he sido el primero en entrar en contacto con vosotros, seguiremos manteniendo la comunicación.
Cuando recibáis órdenes, procederán de mí. Si creemos necesario comunicaros algo, lo haremos por medio
de Martín. Cuando, finalmente, os cojan, confesaréis. Esto es inevitable. Pero tendréis muy poco que confesar
aparte de vuestra propia actuación. No podréis traicionar más que a unas cuantas personas sin importancia.
Quizá ni siquiera os sea posible delatarme. Por entonces, quizá yo haya muerto o seré ya una persona
diferente con una cara distinta.
Siguió paseando sobre la suave alfombra. A pesar de su corpulencia, tenía una notable gracia de movimientos.
Gracia que aparecía incluso en el gesto de meterse la mano en el bolsillo o de manejar el cigarrillo.
Más que de fuerza daba una impresión de confianza y de comprensión irónica. Aunque hablara en serio,
nada tenía de la rigidez del fanático. Cuando hablaba de asesinatos, suicidio, enfermedades venéreas,
miembros amputados o caras cambiadas, lo hacía en tono de broma. «Esto es inevitable parecía decir su
voz-; «esto es lo que hemos de hacer queramos o no. Pero ya no tendremos que hacerlo cuando la vida
vuelva a ser digna de ser vivida.» Una oleada de admiración, casi de adoración, iba de Winston a O'Brien.
Casi había olvidado la sombría figura de Goldstein. Contemplando las vigorosas espaldas de OBrien y su
rostro enérgicamente tallado, tan feo y a la vez tan civilizado, era imposible creer en la derrota, en que él
fuera vencido. No se concebía una estratagema, un peligro a que él no pudiera hacer frente. Hasta Julia parecía
impresionada. Había dejado quemarse solo su cigarrillo y escuchaba con intensa atención. OBrien
prosiguió:
-Habréis oído rumores sobre la existencia de la Hermandad. Supongo que la habréis imaginado a vuestra
manera. Seguramente creeréis que se trata de un mundo subterráneo de conspiradores que se reúnen en sótanos,
que escriben mensajes sobre los muros y se reconocen unos a otros por señales secretas, palabras
misteriosas o movimientos especiales de las manos. Nada de eso. Los miembros de la Hermandad no tienen
modo alguno de reconocerse entre ellos y es imposible que ninguno de los miembros llegue a individualizar
sino a muy contados de sus afiliados. El propio Goldstein, si cayera en manos de la Policía del Pensamiento,
no podría dar una lista completa de los afiliados ni información alguna que les sirviera para hacer el
servicio. En realidad, no hay tal lista. La Hermandad no puede ser barrida porque no es una organización en
el sentido corriente de la palabra. Nada mantiene su cohesión a no ser la idea de que es indestructible. No
tendréis nada en que apoyaros aparte de esa idea. No encontraréis camaradería ni estímulo. Cuando finalmente
seáis detenidos por la Policía, nadie os ayudará. Nunca ayudamos a nuestros afiliados. Todo lo más,
cuando es absolutamente necesario que alguien calle, introducimos clandestinamente una hoja de afeitar en
la celda del compañero detenido. Es la única ayuda que a veces prestamos. Debéis acostumbraros a la idea
de vivir sin esperanza. Trabajaréis algún tiempo, os detendrán, confesaréis y luego os matarán. Esos serán
los únicos resultados que podréis ver. No hay posibilidad de que se produzca ningún cambio perceptible
durante vuestras vidas. Nosotros somos los muertos. Nuestra única vida verdadera está en el futuro. Tomaremos
parte en él como puñados de polvo y astillas de hueso. Pero no se sabe si este futuro está más o menos
lejos. Quizá tarde mil años. Por ahora lo único posible es ir extendiendo el área de la cordura poco a
poco. No podemos actuar colectivamente. Sólo podemos difundir nuestro conocimiento de individuo en
individuo, de generación en generación. Ante la Policía del Pensamiento no hay otro medio.
Se detuvo y miró por tercera vez su reloj.
-Ya es casi la hora de que te vayas, camarada -le dijo a Julia-. Espera. La botella está todavía por la mitad.
Llenó los vasos y levantó el suyo.
-¿Por qué brindaremos esta vez? --dijo, sin perder su tono irónico-. ¿Por el despiste de la Policía del Pensamiento?
¿Por la muerte del Gran Hermano? ¿Por la humanidad? ¿Por el futuro?
-Por el pasado -dijo Winston.
-Sí, el pasado es más importante -concedió O'Brien seriamente.
Vaciaron los vasos y un momento después se levantó Julia para marcharse. O'Brien cogió una cajita que
estaba sobre un pequeño armario y le dio a la joven una tableta delgada y blanca para que se la colocara en
la lengua. Era muy importante no salir oliendo a vino; los encargados del ascensor eran muy observadores.
En cuanto Julia cerró la puerta, O'Brien pareció olvidarse de su existencia. Dio unos cuantos pasos más y se
paró.
-Hay que arreglar todavía unos cuantos detalles -dijo-. Supongo que tendrás algún escondite.
Winston le explicó lo ¿le la habitación sobre la tienda del señor Charrington.
-Por ahora, basta con eso. Más tarde te buscaremos otra cosa. Hay que cambiar de escondite con frecuencia.
Mientras tanto, te enviaré una copia del libro. -Winston observó que hasta O'Brien parecía pronunciar
esa palabra en cursiva-. Ya supondrás que me refiero al libro de Goldstein. Te lo mandaré lo más pronto
posible. Quizá tarde algunos días en lograr el ejemplar. Comprenderás_ que circulan muy pocos. La Policía
del Pensamiento los descubre y destruye casi con la misma rapidez que los imprimimos nosotros. Pero da
lo mismo. Ese libro es indestructible. Si el último ejemplar desapareciera, podríamos reproducirlo de memoria.
¿Sueles llevar una cartera a la oficina? -añadió.
-Sí. Casi siempre.
-¿Cómo es?
-Negra, muy usada. Con dos correas.
Negra, dos correas, muy usada... Bien. Algún día de éstos, no puedo darte una fecha exacta, uno de los
mensajes que te lleguen en tu trabajo de la mañana contendrá una errata y tendrás que pedir que te lo repitan.
Al día siguiente irás al trabajo sin la cartera. A cierta hora del día, en la calle, se te acercará un hombre
y te tocará en el brazo, diciéndote: «Creo que se te ha caído esta cartera». La que te dé contendrá un ejemplar
del libro de Goldstein. Tienes que, devolverlo a los catorce días o antes por el mismo procedimiento.
Estuvieron callados un momento.
-Falta un par de minutos para que tengas que irte --dijo O'Brien-. Quizá volvamos a encontrarnos, aunque
es muy poco probable, y entonces nos veremos en...
Winston lo miró fijamente.
-¿... En el sitio donde no hay oscuridad? -dijo vacilando.
O’Brien asintió con la cabeza, sin dar señales de extrañeza:
-En el sitio donde no hay oscuridad -repitió como si hubiera recogido la alusión-. Y mientras tanto, ¿hay
algo que quieras decirme antes de salir de aquí? ¿Alguna pregunta?
Winston pensó unos instantes. No creía tener nada más que preguntar. En vez de cosas relacionadas con
OBrien o la Hermandad, le acudía a la mente una imagen superpuesta de la oscura habitación donde su
madre había pasado los últimos días y el dormitorio en casa del señor Charrington, el pisapapeles de cristal
y el grabado con su marco de palo rosa. Entonces dijo:
-¿Oíste alguna vez una vieja canción que empieza: Naranjas y limones, dicen las campanas de San Clemente.
OBrien, muy serio, continuó la canción:
Me debes tres peniques, dicen las campanas de San Martín.
¿Cuándo me pagarás?, dicen las campanas de Old Bailey.
Cuando me haga rico, dicen las campanas de Shoreditch
-¡Sabías el último verso!! dijo Winston.
-Sí, lo sé, y ahora creo que es hora de que te vayas. Pero, espera, toma antes una de estas tabletas.
OBrien, después de darle la tableta, le estrechó la mano con tanta fuerza que los huesos de Winston casi
crujieron. Winston se volvió al llegar a la puerta, pero ya O'Brien empezaba a eliminarlo de sus pensamientos.
Esperaba con la mano puesta en la llave que controlaba la telepantalla. Más allá veía Winston la mesa
despacho con su lámpara de pantalla verde, el hablescribe y las bandejas de alambre cargadas de papeles.
El incidente había terminado. Dentro de treinta segundos pensó Winston- reanudaría O'Brien su interrumpido
e importante trabajo al servicio del Partido.
Lo habían hecho, por fin lo habían hecho.
La habitación donde estaban era alargada y de suave iluminación. La telepantalla había sido amortiguada
hasta producir sólo un leve murmullo. La riqueza de la alfombra azul oscuro daba la impresión de andar
sobre el terciopelo. En un extremo de la habitación estaba sentado O'Brien ante una mesa, bajo una lámpara
de pantalla verde, con un montón de papeles a cada lado. No se molestó en levantar la cabeza cuando el
criado hizo pasar a Julia y Winston.
El corazón de Winston latía tan fuerte que dudaba de poder hablar. Lo habían hecho; por fin lo habían
hecho... Esto era lo único que Winston podía pensar. Había sido un acto de inmensa audacia entrar en este
despacho, y una locura inconcebible venir juntos; aunque realmente habían llegado por caminos diferentes
y sólo se reunieron a la puerta de O'Brien. Pero sólo el hecho de traspasar aquel umbral requería un gran
esfuerzo nervioso. En muy raras ocasiones se podía penetrar en las residencias del Partido Interior, ni siquiera
en el barrio donde tenían sus domicilios. La atmósfera del inmenso bloque de casas, la riqueza de
amplitud de todo lo que allí había, los olores -tan poco familiares- a buena comida y a excelente tabaco, los
ascensores silenciosos e increíblemente rápidos, los criados con chaqueta blanca apresurándose de un lado
a otro... todo ello era intimidante. Aunque tenía un buen pretexto para ir allí, temblaba a cada paso por miedo
a que surgiera de algún rincón un guardia uniformado de negro, le pidiera sus documentos y le mandara
salir. Sin embargo, el criado de O'Brien los había hecho entrar a los dos sin demora. Era un hombre sencillo,
de pelo negro y chaqueta blanca con un rostro inexpresivo y achinado. El corredor por el que los había
conducido, estaba muy bien alfombrado y las paredes cubiertas con papel crema de absoluta limpieza.
Winston no recordaba haber visto ningún pasillo cuyas paredes no estuvieran manchadas por el contacto de
cuerpos humanos.
O'Brien tenía un pedazo de papel entre los dedos y parecía estarlo estudiando atentamente. Su pesado
rostro inclinado tenía un aspecto formidable e inteligente a la vez. Se estuvo unos veinte segundos inmóvil.
Luego se acercó el hablescribe y dictó un mensaje en la híbrida jerga de los ministerios.
«Reí 1 coma 5 coma 7 aprobado excelente. Sugerencia contenida doc G doblemás ridículo rozando crimental
destruir. No conviene construir antes conseguir completa información maquinaria puntofinal mensaje.
»
Se levantó de la silla y se acercó a ellos cruzando parte de la silenciosa alfombra. Algo del ambiente oficial
parecía haberse desprendido de él al terminar con las palabras de neolengua, pero su expresión era más
severa que de costumbre, como si no le agradara ser interrumpido. El terror que ya sentía Winston se vio
aumentado por el azoramiento corriente que se experimenta al serle molesto a alguien. Creía haber cometido
una estúpida equivocación. Pues ¿qué prueba tenía él de que OBrien fuera un conspirador político? Sólo
un destello de sus ojos y una observación equívoca. Aparte de eso, todo eran figuraciones suyas fundadas
en un ensueño. Ni siquiera podía fingir que habían venido solamente a recoger el diccionario porque en tal
caso no podría explicar la presencia de Julia. Al pasar O'Brien frente a la telepantalla, 'pareció acordarse de
algo. Se detuvo, volvióse y giró una llave que había en la pared. Se oyó un chasquido. La voz se había callado
de golpe.
Julia lanzó una pequeña exclamación, un apagado grito de sorpresa. En medio de su pánico, a Winston le
causó aquello una impresión tan fuerte que no pudo evitar estas palabras:
--¿Puedes cerrarlo?
-Sí -dijo OBrien-; podemos cerrarlos. Tenemos ese privilegio.
Estaba sentado frente a ellos. Su maciza figura los dominaba y la expresión de su cara continuaba indescifrable.
Esperaba a que Winston hablase; pero ¿sobre qué? Incluso ahora podía concebirse perfectamente
que no fuese más que un hombre ocupado preguntándose con irritación por qué lo habían interrumpido.
Nadie hablaba. Después de cerrar la telepantalla, la habitación parecía mortalmente silenciosa. Los segundos
transcurrían enormes. Winston dificultosamente conseguía mantener su mirada fija en los ojos de
OBrien. Luego, de pronto, el sombrío rostro se iluminó con el inicio de una sonrisa. Con su gesto característico,
O'Brien se aseguró las gafas sobre la nariz.
-¿Lo digo yo o lo dices tú? preguntó O'Brien.
-Lo diré yo -respondió Winston al instante-. ¿Está eso completamente cerrado?
-Sí; no funciona ningún aparato en esta habitación. Estamos solos.
-Pues vinimos aquí porque...
Se interrumpió dándose cuenta por primera vez de la vaguedad de sus propósitos. No sabía exactamente
qué clase de ayuda esperaba de OBrien. Prosiguió, consciente de que sus palabras sonaban vacilantes y
presuntuosas:
-Creemos que existe un movimiento clandestino, una especie de organización secreta que actúa contra el
Partido y que tú estás metido en esto. Queremos formar parte de esta organización y trabajar en lo que podamos.
Somos enemigos del Partido. No creemos en los principios de Ingsoc. Somos criminales del pensamiento.
Además, somos adúlteros. Te digo todo esto porque deseamos ponernos a tu merced. Si quieres
que nos acusemos de cualquier otra cosa, estamos dispuestos a hacerlo.
Winston dejó de hablar al darse cuenta de que la puerta se había abierto. Miró por encima de su hombro.
Era el criado de cara amarillenta, que había entrado sin llamar. Traía una bandeja con una botella y vasos.
-Martín es uno de los nuestros -dijo O'Brien impasible-. Pon aquí las bebidas, Martín. Sí, en la mesa redonda.
¿Tenemos bastantes sillas? Sentémonos para hablar cómodamente. Siéntate tú también, Martín.
Ahora puedes dejar de ser criado durante diez minutos.
El hombrecillo se sentó a sus anchas, pero sin abandonar el aire servil. Parecía un lacayo al que le han
concedido el privilegio de sentarse con sus amos. Winston lo miraba con el rabillo del ojo. Le admiraba que
aquel hombre se pasara la vida representando un papel y que le pareciera peligroso prescindir de su fingida
personalidad aunque fuera por unos momentos. O'Brien tomó la botella por el cuello y llenó los vasos de un
líquido rojo oscuro. A Winston le recordó algo que desde hacía muchos años no bebía, un anuncio luminoso
que representaba una botella que se movía sola y llenaba un vaso incontables veces. Visto desde arriba,
el líquido parecía casi negro, pero la botella, de buen cristal, tenía un color rubí. Su sabor era agridulce. Vio
que Julia cogía su vaso y lo olía con gran curiosidad.
-Se llama vino -dijo O'Brien con una débil sonrisa-. Seguramente, ustedes lo habrán oído citaren los libros.
Creo que a los miembros del Partido Exterior no les llega. -Su cara volvió a ensombrecerse y levantó
el vaso-: Creo que debemos empezar brindando por nuestro jefe: por Emmanuel Goldstein.
Winston cogió su vaso titubeando. Había leído referencias del vino y había soñado con él. Como el pisapapeles
de cristal o las canciones del señor Charrington, pertenecía al romántico y desaparecido pasado, la
época en que él se recreaba en sus secretas meditaciones. No sabía por qué, siempre había creído que el
vino tenía un sabor intensamente dulce, como de mermelada y un efecto intoxicante inmediato. Pero al beberlo
ahora por primera vez, le decepcionó. La verdad era que después de tantos años de beber ginebra
aquello le parecía insípido. Volvió a dejar el vaso vacío sobre la mesa.
-Entonces, ¿existe de verdad ese Goldstein? preguntó.
-Sí, esa persona no es ninguna fantasía, y vive. Dónde, no lo sé.
-Y la conspiración..., la organización, ¿es auténtica? ¿no es sólo un invento de la Policía del Pensamiento?
-No, es una realidad. La llamamos la Hermandad. Nunca se sabe de la Hermandad, sino que existe y que
uno pertenece a ella. En seguida volveré a hablarte de eso. -Miró el reloj de pulsera-. Ni siquiera los miembros
del Partido Interior deben mantener cerrada la telepantalla más de media hora. No debíais haber venido
aquí juntos; tendréis que marcharos por separado. Tú, camarada -le dijo a Julia-, te marcharás primero.
Disponemos de unos veinte minutos. Comprenderéis que debo empezar por haceros algunas preguntas. En
términos generales, ¿qué estáis dispuestos a hacer?
-Todo aquello de que seamos capaces -dijo Winston.
O'Brien había ladeado un poco su silla hacia Winston de manera que casi le volvía la espalda a Julia,
dando por cierto que Winston podía hablar a la vez por sí y por ella. Empezó pestañeando un momento y
luego inició sus preguntas con voz baja e inexpresiva, como si se tratara de una rutina, una especie de catecismo,
la mayoría de cuyas respuestas le fueran ya conocidas.
-¿Estáis dispuestos a dar vuestras vidas?
-Sí.
-¿Estáis dispuestos a cometer asesinatos?
-Sí.
--¿A cometer actos de sabotaje que pueden causar la muerte de centenares de personas inocentes?
-Sí.
-¿A vender a vuestro país a las potencias extranjeras?
-Sí.
-¿Estáis dispuestos a hacer trampas, a falsificar, a hacer chantaje, a corromper a los niños, a distribuir
drogas, a fomentar la prostitución, a extender enfermedades venéreas... a hacer todo lo que pueda causar
desmoralización y debilitar el poder del Partido?
-Sí.
-Si, por ejemplo, sirviera de algún modo a nuestros intereses arrojar ácido sulfúrico a la cara de un niño,
¿estaríais dispuestos a hacerlo?
-Sí.
-¿Estáis dispuestos a perder vuestra identidad y a -vivir el resto de vuestras vidas como camareros, cargadores
de puerto, etc.?
-Sí.
-¿Estáis dispuestos a suicidaros si os lo ordenamos y en el momento en que lo ordenásemos?
-Sí.
-¿Estáis dispuestos, los dos, a separaros y no volveros a ver nunca?
-No -interrumpió Julia.
A Winston le pareció que había pasado muchísimo tiempo antes de contestar. Durante algunos momentos
creyó haber perdido el habla. Se le movía la lengua sin emitir sonidos, formando las primeras sílabas de
una palabra y luego de otra. Hasta que lo dijo, no sabía qué palabra iba a decir:
-No -dijo por fin.
-Hacéis bien en decírmelo -repuso O'Brien-. Es necesario que lo conozcamos todo.
Se volvió hacia Julia y añadió con una voz algo más animada:
-- ¿Te das cuenta de que, aunque él sobreviviera, sería una persona diferente? Podríamos vernos obligados
a darle una nueva identidad. Le cambiaríamos la cara, los movimientos, la forma de sus manos, el color
del pelo... hasta la voz, y tú también podrías convertirte en una persona distinta. Nuestros cirujanos transforman
a las personas de manera que es imposible reconocerlas. A veces, es necesario. En ciertos casos,
amputamos algún miembro.
Winston no pudo evitar otra mirada de soslayo a la cara mongólica de Martín. No se le notaban cicatrices.
Julia estaba algo más pálida y le resaltaban las pecas, pero miró a O'Brien con valentía. Murmuró algo
que parecía conformidad.
-Bueno. Entonces ya está todo arreglado -dijo O'Brien.
Sobre la mesa había una caja de plata con cigarrillos. Con aire distraído, O'Brien la fue acercando a los
otros. Tomó él un cigarrillo, se levantó y empezó a pasear por la habitación como si de este modo pudiera
pensar mejor. Eran cigarrillos muy buenos; no se les caía el tabaco y el papel era sedoso. O'Brien volvió a
mirar su reloj de pulsera.
-Vuelve a tu servicio, Martín -dijo-. Volveré a poner en marcha la telepantalla dentro de un cuarto de
hora. Fíjate bien en las caras de estos camaradas antes de salir. Es posible que los vuelvas a ver. Yo quizá
no.
Exactamente como habían hecho al entrar, los ojos oscuros del hombrecillo recorrieron rápidos los rostros
de Julia y Winston. No había en su actitud la menor afabilidad. Estaba registrando unas facciones, grabándoselas,
pero no sentía el menor interés por ellos o parecía no sentirlo. Se le ocurrió a Winston que quizás
un rostro transformado no fuera capaz de variar de expresión. Sin hablar ni una palabra ni hacer el menor
gesto de despedida, salió Martín, cerrando silenciosamente la puerta tras él. O'Brien seguía paseando
por la estancia con una mano en el bolsillo de su «mono» negro y en la otra el cigarrillo.
-Ya comprenderéis -dijo- que tendréis que luchar a oscuras. Siempre a oscuras. Recibiréis órdenes y las
obedeceréis sin saber por qué. Más adelante os mandaré un libro que os aclarará la verdadera naturaleza de
la sociedad en que vivimos y la estrategia que hemos de emplear para destruirla. Cuando hayáis leído el
libro, seréis plenamente miembros de la Hermandad. Pero entre los fines generales por los que luchamos y
las tareas inmediatas de cada momento habrá un vacío para vosotros sobre el que nada sabréis. Os digo que
la Hermandad existe, pero no puedo deciros si la constituyen un centenar de miembros o diez millones. Por
vosotros mismos no llegaréis a saber nunca si hay una docena de afiliados. Tendréis sólo tres o cuatro personas
en contacto con vosotros que se renovarán de vez en cuando a medida que vayan desapareciendo.
Como yo he sido el primero en entrar en contacto con vosotros, seguiremos manteniendo la comunicación.
Cuando recibáis órdenes, procederán de mí. Si creemos necesario comunicaros algo, lo haremos por medio
de Martín. Cuando, finalmente, os cojan, confesaréis. Esto es inevitable. Pero tendréis muy poco que confesar
aparte de vuestra propia actuación. No podréis traicionar más que a unas cuantas personas sin importancia.
Quizá ni siquiera os sea posible delatarme. Por entonces, quizá yo haya muerto o seré ya una persona
diferente con una cara distinta.
Siguió paseando sobre la suave alfombra. A pesar de su corpulencia, tenía una notable gracia de movimientos.
Gracia que aparecía incluso en el gesto de meterse la mano en el bolsillo o de manejar el cigarrillo.
Más que de fuerza daba una impresión de confianza y de comprensión irónica. Aunque hablara en serio,
nada tenía de la rigidez del fanático. Cuando hablaba de asesinatos, suicidio, enfermedades venéreas,
miembros amputados o caras cambiadas, lo hacía en tono de broma. «Esto es inevitable parecía decir su
voz-; «esto es lo que hemos de hacer queramos o no. Pero ya no tendremos que hacerlo cuando la vida
vuelva a ser digna de ser vivida.» Una oleada de admiración, casi de adoración, iba de Winston a O'Brien.
Casi había olvidado la sombría figura de Goldstein. Contemplando las vigorosas espaldas de OBrien y su
rostro enérgicamente tallado, tan feo y a la vez tan civilizado, era imposible creer en la derrota, en que él
fuera vencido. No se concebía una estratagema, un peligro a que él no pudiera hacer frente. Hasta Julia parecía
impresionada. Había dejado quemarse solo su cigarrillo y escuchaba con intensa atención. OBrien
prosiguió:
-Habréis oído rumores sobre la existencia de la Hermandad. Supongo que la habréis imaginado a vuestra
manera. Seguramente creeréis que se trata de un mundo subterráneo de conspiradores que se reúnen en sótanos,
que escriben mensajes sobre los muros y se reconocen unos a otros por señales secretas, palabras
misteriosas o movimientos especiales de las manos. Nada de eso. Los miembros de la Hermandad no tienen
modo alguno de reconocerse entre ellos y es imposible que ninguno de los miembros llegue a individualizar
sino a muy contados de sus afiliados. El propio Goldstein, si cayera en manos de la Policía del Pensamiento,
no podría dar una lista completa de los afiliados ni información alguna que les sirviera para hacer el
servicio. En realidad, no hay tal lista. La Hermandad no puede ser barrida porque no es una organización en
el sentido corriente de la palabra. Nada mantiene su cohesión a no ser la idea de que es indestructible. No
tendréis nada en que apoyaros aparte de esa idea. No encontraréis camaradería ni estímulo. Cuando finalmente
seáis detenidos por la Policía, nadie os ayudará. Nunca ayudamos a nuestros afiliados. Todo lo más,
cuando es absolutamente necesario que alguien calle, introducimos clandestinamente una hoja de afeitar en
la celda del compañero detenido. Es la única ayuda que a veces prestamos. Debéis acostumbraros a la idea
de vivir sin esperanza. Trabajaréis algún tiempo, os detendrán, confesaréis y luego os matarán. Esos serán
los únicos resultados que podréis ver. No hay posibilidad de que se produzca ningún cambio perceptible
durante vuestras vidas. Nosotros somos los muertos. Nuestra única vida verdadera está en el futuro. Tomaremos
parte en él como puñados de polvo y astillas de hueso. Pero no se sabe si este futuro está más o menos
lejos. Quizá tarde mil años. Por ahora lo único posible es ir extendiendo el área de la cordura poco a
poco. No podemos actuar colectivamente. Sólo podemos difundir nuestro conocimiento de individuo en
individuo, de generación en generación. Ante la Policía del Pensamiento no hay otro medio.
Se detuvo y miró por tercera vez su reloj.
-Ya es casi la hora de que te vayas, camarada -le dijo a Julia-. Espera. La botella está todavía por la mitad.
Llenó los vasos y levantó el suyo.
-¿Por qué brindaremos esta vez? --dijo, sin perder su tono irónico-. ¿Por el despiste de la Policía del Pensamiento?
¿Por la muerte del Gran Hermano? ¿Por la humanidad? ¿Por el futuro?
-Por el pasado -dijo Winston.
-Sí, el pasado es más importante -concedió O'Brien seriamente.
Vaciaron los vasos y un momento después se levantó Julia para marcharse. O'Brien cogió una cajita que
estaba sobre un pequeño armario y le dio a la joven una tableta delgada y blanca para que se la colocara en
la lengua. Era muy importante no salir oliendo a vino; los encargados del ascensor eran muy observadores.
En cuanto Julia cerró la puerta, O'Brien pareció olvidarse de su existencia. Dio unos cuantos pasos más y se
paró.
-Hay que arreglar todavía unos cuantos detalles -dijo-. Supongo que tendrás algún escondite.
Winston le explicó lo ¿le la habitación sobre la tienda del señor Charrington.
-Por ahora, basta con eso. Más tarde te buscaremos otra cosa. Hay que cambiar de escondite con frecuencia.
Mientras tanto, te enviaré una copia del libro. -Winston observó que hasta O'Brien parecía pronunciar
esa palabra en cursiva-. Ya supondrás que me refiero al libro de Goldstein. Te lo mandaré lo más pronto
posible. Quizá tarde algunos días en lograr el ejemplar. Comprenderás_ que circulan muy pocos. La Policía
del Pensamiento los descubre y destruye casi con la misma rapidez que los imprimimos nosotros. Pero da
lo mismo. Ese libro es indestructible. Si el último ejemplar desapareciera, podríamos reproducirlo de memoria.
¿Sueles llevar una cartera a la oficina? -añadió.
-Sí. Casi siempre.
-¿Cómo es?
-Negra, muy usada. Con dos correas.
Negra, dos correas, muy usada... Bien. Algún día de éstos, no puedo darte una fecha exacta, uno de los
mensajes que te lleguen en tu trabajo de la mañana contendrá una errata y tendrás que pedir que te lo repitan.
Al día siguiente irás al trabajo sin la cartera. A cierta hora del día, en la calle, se te acercará un hombre
y te tocará en el brazo, diciéndote: «Creo que se te ha caído esta cartera». La que te dé contendrá un ejemplar
del libro de Goldstein. Tienes que, devolverlo a los catorce días o antes por el mismo procedimiento.
Estuvieron callados un momento.
-Falta un par de minutos para que tengas que irte --dijo O'Brien-. Quizá volvamos a encontrarnos, aunque
es muy poco probable, y entonces nos veremos en...
Winston lo miró fijamente.
-¿... En el sitio donde no hay oscuridad? -dijo vacilando.
O’Brien asintió con la cabeza, sin dar señales de extrañeza:
-En el sitio donde no hay oscuridad -repitió como si hubiera recogido la alusión-. Y mientras tanto, ¿hay
algo que quieras decirme antes de salir de aquí? ¿Alguna pregunta?
Winston pensó unos instantes. No creía tener nada más que preguntar. En vez de cosas relacionadas con
OBrien o la Hermandad, le acudía a la mente una imagen superpuesta de la oscura habitación donde su
madre había pasado los últimos días y el dormitorio en casa del señor Charrington, el pisapapeles de cristal
y el grabado con su marco de palo rosa. Entonces dijo:
-¿Oíste alguna vez una vieja canción que empieza: Naranjas y limones, dicen las campanas de San Clemente.
OBrien, muy serio, continuó la canción:
Me debes tres peniques, dicen las campanas de San Martín.
¿Cuándo me pagarás?, dicen las campanas de Old Bailey.
Cuando me haga rico, dicen las campanas de Shoreditch
-¡Sabías el último verso!! dijo Winston.
-Sí, lo sé, y ahora creo que es hora de que te vayas. Pero, espera, toma antes una de estas tabletas.
OBrien, después de darle la tableta, le estrechó la mano con tanta fuerza que los huesos de Winston casi
crujieron. Winston se volvió al llegar a la puerta, pero ya O'Brien empezaba a eliminarlo de sus pensamientos.
Esperaba con la mano puesta en la llave que controlaba la telepantalla. Más allá veía Winston la mesa
despacho con su lámpara de pantalla verde, el hablescribe y las bandejas de alambre cargadas de papeles.
El incidente había terminado. Dentro de treinta segundos pensó Winston- reanudaría O'Brien su interrumpido
e importante trabajo al servicio del Partido.
_
IX
IX
_
Winston se encontraba cansadísimo, tan cansado que le parecía estarse convirtiendo en gelatina. Pensó
que su cuerpo no sólo tenía la flojedad de la gelatina, sino su transparencia. Era como si al levantar la mano
fuera a ver la luz a través de ella. Trabajaba tanto que sólo le quedaba una frágil estructura de nervios, huesos
y piel. Todas las sensaciones le parecían ampliadas. Su «mono» le estaba ancho, el suelo le hacía cosquillas
en los pies y hasta el simple movimiento de abrir y cerrar la mano constituía para él un esfuerzo que
le hacía sonar los huesos.
Había trabajado más de noventa horas en cinco días, lo mismo que todos los funcionarios del Ministerio.
Ahora había terminado todo y nada tenía que hacer hasta el día siguiente por la mañana. Podía pasar seis
horas en su refugio y otras nueve en su cama. Bajo el tibio sol de la tarde se dirigió despacio en dirección a
la tienda del señor Charrington, sin perder de vista las patrullas, pero convencido, irracionalmente, de que
aquella tarde no se cernía sobre él ningún peligro. La pesada cartera que llevaba le golpeaba la rodilla a
cada paso. Dentro llevaba el libro, que tenía ya desde seis días antes pero que aún no había abierto. Ni siquiera
lo había mirado.
En el sexto día de la Semana del Odio, después de los ' desfiles, discursos, gritos, cánticos, banderas, películas,
figuras de cera, estruendo de trompetas y tambores, arrastrar de pies cansados, rechinar de tanques,
zumbido de las escuadrillas aéreas, salvas de cañonazos..., después de seis días de todo esto, cuando el gran
orgasmo político llegaba a su punto culminante y el odio general contra Eurasia era ya un delirio tan exacerbado
que si la multitud hubiera podido apoderarse de los dos mil prisioneros de guerra eurasiáticos que
habían sido ahorcados públicamente el último día de los festejos, los habría despedazado..., en ese momento
precisamente se había anunciado que Oceanía no estaba en guerra con Eurasia. Oceanía luchaba ahora
contra Asia Oriental. Eurasia era aliada.
Desde luego, no se reconoció que se hubiera producido ningún engañó. Sencillamente, se hizo saber del
modo más repentino y en todas partes al mismo tiempo que el enemigo no era Eurasia, sino Asia Oriental.
Winston tomaba parte en una manifestación que se celebraba en una de las plazas centrales de Londres en
el momento del cambiazo. Era de noche y todo estaba cegadoramente iluminado con focos. En la plaza
había varios millares de personas, incluyendo mil niños de las escuelas con el uniforme de los Espías. En
una plataforma forrada de trapos rojos, un orador del Partido Interior, un hombre delgaducho y bajito con
unos brazos desproporcionadamente largos y un cráneo grande y calvo con unos cuantos mechones sueltos
atravesados sobre él, arengaba a la multitud. La pequeña figura, retorcida de odio, se agarraba al micrófono
con una mano mientras que con la otra, enorme, al final de un brazo huesudo, daba zarpazos amenazadores
por encima de su cabeza. Su voz, que los altavoces hacían metálica, soltaba una interminable sarta de atrocidades,
matanzas en masa, deportaciones, saqueos, violaciones, torturas de prisioneros, bombardeos de
poblaciones civiles, agresiones injustas, propaganda mentirosa y tratados incumplidos. Era casi imposible
escucharle sin convencerse primero y luego volverse loco. A cada momento, la furia de la multitud hervía
inconteniblemente y la voz del orador era ahogada por una salvaje y bestial gritería que brotaba incontrolablemente
de millares de gargantas. Los chillidos más salvajes eran los de los niños de las escuelas. El
discurso duraba ya unos veinte minutos cuando un mensajero subió apresuradamente a la plataforma y le
entregó a aquel hombre un papelito. Él lo desenrolló y lo leyó sin dejar de hablar. Nada se alteró en su voz
ni en su gesto, ni siquiera en el contenido de lo que decía. Pero, de pronto, los nombres eran diferentes. Sin
necesidad de comunicárselo por palabaras, una oleada de comprensión agitó a la multitud. ¡Oceanía estaba
en guerra con Asia Oriental! Pero, inmediatamente, se produjo una tremenda conmoción. Las banderas, los
carteles que decoraban la plaza estaban todos equivocados. Aquellos no eran los rostros del enemigo. ¡Sabotaje!
¡Los agentes de Goldstein eran los culpables! Hubo una fenomenal algarabía mientras todos se dedicaban
a arrancar carteles y a romper banderas, pisoteando luego los trozos de papel y cartón roto. Los
Espías realizaron prodigios de actividad subiéndose a los tejados para cortar las bandas de tela pintada que
cruzaban la calle. Pero a los dos o tres minutos se había terminado todo. El orador, que no había soltado el
micrófono, seguía vociferando y dando zarpazos al aire. Al minuto siguiente, la masa volvía a gritar su odio
exactamente como antes. Sólo que el objetivo había cambiado.
Lo que más le impresionó a Winston fue que el orador dio el cambiazo exactamente a la mitad de una
frase, no sólo sin detenerse, sino sin cambiar siquiera la construcción de la frase. Pero en aquellos momentos
tenía Winston otras cosas de qué preocuparse. Fue entonces, en medio de la gran algarabía, cuando se le
acercó un desconocido y, dándole un golpecito en un hombro, le dijo: «Perdone, creo que se le ha caído a
usted esta cartera». Winston tomó la cartera sin hablar, como abstraído. Sabía que iban a pasar varios días
sin que pudiera abrirla. En cuanto terminó la manifestación, se fue directamente al Ministerio de la Verdad,
aunque eran ya las veintitrés. Lo mismo hizo todo el personal del Ministerio. En verdad, las órdenes que
repetían continuamente las telepantallas ordenándoles reintegrarse a sus puestos apenas eran necesarias.
Todos sabían lo que les tocaba hacer en tales casos.
Oceanía estaba en guerra con Asia Oriental; Oceanía había estado siempre en guerra con Asia Oriental.
Una gran parte de la literatura política de aquellos cinco años quedaba anticuada, absolutamente inservible.
Documentos e informes de todas clases, periódicos, libros, folletos de propaganda, películas, bandas sonoras,
fotografías... todo ello tenía que ser rectificado a la velocidad del rayo. Aunque nunca se daban órdenes
en estos casos, se sabía que los jefes de departamento deseaban que dentro de una semana no quedara en
toda Oceanía ni una sola referencia a la guerra con Eurasia ni a la alianza con Asia Oriental. El trabajo que
esto suponía era aplastante. Sobre todo porque las operaciones necesarias para realizarlo no se llamaban por
sus nombres verdaderos. En el Departamento de Registro todos trabajaban dieciocho horas de las veinticuatro
con dos turnos de tres horas cada uno para dormir. Bajaron colchones y los pusieron por los pasillos.
Las comidas se componían de sandwiches y café de la Victoria traído en carritos por los camareros de la
cantina: Cada vez que Winston interrumpía el trabajo para uno de sus dos descansos diarios, procuraba
dejarlo todo terminado y que en su mesa no quedaran papeles. Pero cuando volvía al cabo de tres horas, con
el cuerpo dolorido y los ojos hinchados, se encontraba con que otra lluvia de cilindros de papel le había
cubierto la mesa como una nevada, casi enterrando el hablescribe y esparciéndose por el suelo, de modo
que su primer trabajo consistía en ordenar todo aquello para tener sitio donde moverse. Lo peor de todo era
que no se trataba de un trabajo mecánico. A veces bastaba con sustituir un nombre por otro, pero los informes
detallados de acontecimientos exigían mucho cuidado e imaginación.
Incluso los conocimientos geográficos necesarios para trasladar la guerra de una parte del mundo a otra
eran considerables.
Al tercer día le dolían los ojos insoportablemente y tenía que limpiarse las gafas cada cinco minutos. Era
como luchar contra alguna tarea física aplastante, algo que uno tenía derecho a negarse a realizar y que sin
embargo se hacía por una impaciencia neurótica de verlo terminado. Es curioso que no le preocupara el
hecho de que todas las palabras que iba murmurando en el hablescribe, así como cada línea escrita con su
lápiz-pluma, era una mentira deliberada. Lo único que le angustiaba era el temor de que la falsificación no
fuera perfecta, y esto mismo les ocurría a todos sus compañeros. En la mañana del sexto día el aluvión de
cilindros de papel fue disminuyendo. Pasó media hora sin que saliera ninguno por el tubo; luego salió otro
rollo y después nada absolutamente. Por todas partes ocurría igual. Un hondo y secreto suspiro recorrió el
Ministerio. Se acababa de realizar una hazaña que nadie podría mencionar nunca. Era imposible ya que
ningún ser humano pudiera probar documentalmente que la guerra con Eurasia había sucedido. Inesperadamente,
se anunció que todos los trabajadores del Ministerio estaban libres hasta el día siguiente por la mañana.
Era mediodía. Winston, que llevaba todavía la cartera con el libro, la cual había permanecido entre
sus pies mientras trabajaba y debajo de su cuerpo mientras dormía, se fue a casa, se afeitó y casi se quedó
dormido en el baño, aunque el agua estaba casi fría.
Luego, con una sensación voluptuosa, subió las escaleras de la tienda del señor Charrington. Por supuesto,
estaba cansadísimo, pero se la había pasado el sueño. Abrió la ventana, encendió la pequeña y sucia
estufa y puso a calentar un cazo con agua. Julia llegaría en seguida., Mientras la esperaba, tenía el libro.
Sentóse en la desvencijada butaca y desprendió las correas de la cartera.
Era un pesado volumen negro, encuadernado por algún aficionado y en cuya cubierta no había nombre ni
título alguno. La impresión también era algo irregular. Las páginas estaban muy gastadas por los bordes y
el libro se abría con mucha facilidad, como si hubiera pasado por muchas manos. La inscripción de la portada
decía:
TEORIA Y PRACTICA DEL COLECTIVISMO
OLIGÁRQUICO
por
EMMANUEL GOLDSTEIN
Winston empezó a leer:
CAPÍTULO PRIMERO
La ignorancia es la fuerza
Durante todo el tiempo de que se tiene noticia probablemente desde fines del período neolítico- ha habido
en el mundo tres clases de personas: los Altos, los Medianos y los Bajos. Se han subdividido de muchos
modos, han llevado muy diversos nombres y su número relativo, así como la actitud que han guardado unos
hacia otros, ha variado de época en época; pero la estructura esencial de la sociedad nunca ha cambiado.
Incluso después de enormes conmociones y de cambios que parecían irrevocables, la misma estructura ha
vuelto a imponerse, igual que un giroscopio vuelve siempre a la posición de equilibrio por mucho que lo
empujemos en un sentido o en otro.
Los objetivos de estos tres grupos son por completo inconciliables.
Winston interrumpió la lectura, sobre todo para poder disfrutar bien del hecho asombroso de hallarse leyendo
tranquilo y seguro. Estaba solo, sin telepantalla, sin nadie que escuchara por la cerradura, sin sentir
el impulso nervioso de mirar por encima del hombro o de cubrir la página con la mano. Un airecillo suave
le acariciaba la mejilla. De lejos venían los gritos de los niños que jugaban. En la habitación misma no
había más sonido que el débil tictac del reloj, un ruido como de insecto. Se arrellanó más cómodamente en
la butaca y puso los pies en los hierros de la chimenea. Aquello era una bendición, era la eternidad. De
pronto, como suele hacerse cuando sabemos que un libro será leído y releído por nosotros, sintió el deseo
de «calarlo» primero. Así, lo abrió por un sitio distinto y se encontró en el capítulo III. Siguió leyendo:
CAPITULO III
La guerra es la paz
La desintegración del mundo en tres grandes superestados fue un acontecimiento que pudo haber sido
previsto y que en realidad lo fue- antes de mediar el siglo xx. Al ser absorbida Europa por Rusia y el Imperio
Británico por los Estados Unidos, habían nacido ya en esencia dos de los tres poderes ahora existentes,
Eurasia y Oceanía. El tercero, Asia Oriental, sólo surgió como unidad aparte después de otra década de
confusa lucha. Las fronteras entre los tres superestados son arbitrarias en algunas zonas y en otras fluctúan
según los altibajos de la guerra, pero en general se atienen a líneas geográficas. Eurasia comprende toda la
parte norte de la masa terrestre europea y asiática, desde Portugal hasta el Estrecho de Bering. Oceanía
comprende las Américas, las islas del Atlántico, incluyendo a las Islas Británicas, Australasia y África meridional.
Asia Oriental, potencia más pequeña que las otras y con una frontera occidental menos definida,
abarca China y los países que se hallan al sur de ella, las islas del Japón y una amplia y fluctuante porción
de Manchuria, Mongolia y el Tibet.
Estos tres superestados, en una combinación o en otra, están en guerra permanente y llevan así veinticinco
años. Sin embargo, ya no es la guerra aquella lucha desesperada y aniquiladora que era en las primeras
décadas del siglo XX. Es una lucha por objetivos limitados entre combatientes incapaces de destruirse unos
a otros, sin una causa material para luchar y que no se hallan divididos por diferencias ideológicas claras.
Esto no quiere decir que la conducta en la guerra ni la actitud hacia ella sean menos sangrientas ni más caballerosas.
Por el contrario, el histerismo bélico es continuo y universal, y las violaciones, los saqueos, la
matanza de niños, la esclavización de poblaciones enteras y represalias contra los prisioneros hasta el punto
de quemarlos y enterrarlos vivos, se consideran normales, y cuando esto no lo comete el enemigo sino el
bando propio, se estima meritorio. Pero en un sentido físico, la guerra afecta a muy pocas personas, la mayoría
especialistas muy bien preparados, y causa pocas bajas relativamente. Cuando hay lucha, tiene lugar
en confusas fronteras que el hombre medio apenas puede situar en un mapa o en torno a las fortalezas flotantes
que guardan los lugares estratégicos en el mar. En los centros de civilización la guerra no significa
más que una continua escasez de víveres y alguna que otra bomba cohete que puede causar unas veintenas
de víctimas. En realidad, la guerra ha cambiado de carácter. Con más exactitud, puede decirse que ha variado
el orden de importancia de las razones que determinaban una guerra. Se han convertido en dominantes y
son reconocidos conscientemente motivos que ya estaban latentes en las grandes guerras de la primera mitad
del siglo xx.
Para comprender la naturaleza de la guerra actual -pues, a pesar del reagrupamiento que ocurre cada pocos
años, siempre es la misma guerra- hay que darse cuenta en primer lugar de que esa guerra no puede ser
decisiva. Ninguno de los tres superestados podría ser conquistado definitivamente ni siquiera por los otros
dos en combinación. Sus fuerzas están demasiado bien equilibradas. Y sus defensas son demasiado poderosas.
Eurasia está protegida por sus grandes espacios terrestres, Oceanía por la anchura del Atlántico y del
Pacífico, Asia Oriental por la fecundidad y laboriosidad de sus habitantes. Además, ya no hay nada por qué
luchar. Con. las economías autárquicas, la lucha por los mercados, que era una de las causas principales de
las guerras anteriores, ha dejado de tener, sentido, y la competencia por las materias primas ya no es una
cuestión de vida o muerte. Cada uno de los tres superestados es tan inmenso que puede obtener casi todas
las materias que necesita dentro de sus propias fronteras. Si acaso, se propone la guerra el dominio del trabajo.
Entre las fronteras de los superestados, y sin pertenecer de un modo permanente a ninguno de ellos, se
extiende un cuadrilátero, con sus ángulos en Tánger, Brazzaville, Darwin y Hong-Kong, que contiene casi
una quinta parte de la población de la Tierra. Las tres potencias luchan constantemente por la posesión de
estas regiones densamente pobladas, así como por las zonas polares. En la práctica, ningún poder controla
totalmente esa área disputada. Porciones de ella están cambiando a cada momento de manos, y lo que en
realidad determina los súbitos y múltiples cambios de alianzas es la posibilidad de apoderarse de uno u otro
pedazo de tierra mediante una inesperada traición.
Todos esos territorios disputados contienen valiosos minerales y algunos de ellos producen ciertas cosas,
como la goma, que en los climas fríos es preciso sintetizar por métodos relativamente caros. Pero, sobre
todo, proporcionan una inagotable reserva de mano de obra muy barata. La potencia que controle el África
Ecuatorial, los países del Oriente Medio, la India Meridional o el Archipiélago Indonesio, dispone también
de centenares de millones de trabajadores mal pagados y muy resistentes. Los habitantes de esas regiones,
reducidos más o menos abiertamente a la condición de esclavos, pasan continuamente de un conquistador a
otro y son empleados como carbón o aceite en la carrera de armamento, armas que sirven para capturar más
territorios y ganar así más mano de obra, con lo cual se pueden tener más armas que servirán para conquistar
más territorios, y así indefinidamente. Es interesante observar que la lucha nunca sobrepasa los límites
de las zonas disputadas. Las fronteras de Eurasia avanzan y retroceden entre la cuenca del Congo y la orilla
septentrional del Mediterráneo; las islas del Océano índico y del Pacífico son conquistadas y reconquistadas
constantemente por Oceanía y por Asia Oriental; en Mongolia, la línea divisoria entre Eurasia y Asia
Oriental nunca es estable; en tomo al Polo Norte, las tres potencias reclaman inmensos territorios en su
mayor parte inhabitados e inexplorados; pero el equilibrio de poder no se altera apenas con todo ello y el
territorio que constituye el suelo patrio de cada uno de los tres superestados nunca pierde su independencia.
Además, la mano de obra de los pueblos explotados alrededor del Ecuador no es verdaderamente necesaria
para la economía mundial. Nada atañe a la riqueza del mundo, ya que todo lo que produce se dedica a fines
de guerra, y el objeto de prepararse para una guerra no es más que ponerse en situación de emprender otra
guerra. Las poblaciones esclavizadas permiten, con su trabajo, que se acelere el ritmo de la guerra. Pero si
no existiera ese refuerzo de trabajo, la estructura de la sociedad y el proceso por el cual ésta se mantiene no
variarían en lo esencial.
La finalidad principal de la guerra moderna (de acuerdo con los principios del doblepensar) la reconocen
y, a la vez, no la reconocen, los cerebros dirigentes del Partido Interior. Consiste en usar los productos de
las máquinas sin elevar por eso el nivel general de la vida. Hasta fines del siglo xix había sido un problema
latente de la sociedad industrial qué había de hacerse con el sobrante de los artículos de consumo. Ahora,
aunque son pocos los seres humanos que pueden comer lo suficiente, este problema no es urgente y nunca
podría tener caracteres graves aunque no se emplearan procedimientos artificiales para destruir esos productos.
El mundo de hoy, si lo comparamos con el anterior a 1914, está desnudo, hambriento y lleno de
desolación; y aún más si lo comparamos con el futuro que las gentes de aquella época esperaba. A principios
del siglo XX la visión de una sociedad futura increíblemente rica, ordenada, eficaz y con tiempo para
todo -un reluciente mundo antiséptico de cristal, acero y cemento, un mundo de nívea blancura- era el ideal
de casi todas las personas cultas. La ciencia y la tecnología se desarrollaban a una velocidad prodigiosa y
parecía natural que este desarrollo no se interrumpiera jamás. Sin embargo, no continuó el perfeccionamiento,
en parte por el empobrecimiento causado por una larga serie de guerras y revoluciones, y en parte
porque el progreso científico y técnico se basaba en un hábito empírico de pensamiento que no podía existir
en una sociedad estrictamente reglamentada. En conjunto, el mundo es hoy más primitivo que hace cincuenta
años. Algunas zonas secundarias han progresado y se han realizado algunos perfeccionamientos,
ligados siempre a la guerra y al espionaje policíaco, pero los experimentos científicos y los inventos no han
seguido su curso y los destrozos causados por la guerra atómica de los años cincuenta y tantos nunca llegaron
a ser reparados. No obstante, perduran los peligros del maquinismo. Cuando aparecieron las grandes
máquinas, se pensó, lógicamente, que cada vez haría menos falta la servidumbre del trabajo y que esto contribuiría
en gran medida a suprimir las desigualdades en la condición humana. Si las máquinas eran empleadas
deliberadamente con esa finalidad, entonces el hambre, la suciedad, el analfabetismo, las enfermedades
y el cansancio serían necesariamente eliminados al cabo de unas cuantas generaciones. Y, en
realidad, sin ser empleada con esa finalidad, sino sólo por un proceso automático -produciendo riqueza que
no había más remedio que distribuir-, elevó efectivamente la máquina el nivel de vida de las gentes que
vivían a mediados de siglo. Estas gentes vivían muchísimo mejor que las de fines del siglo xix.
Pero también resultó claro que un aumento de bienestar tan extraordinario amenazaba con la destrucción
-era ya, en sí mismo, la destrucción- de una sociedad jerárquica. En un mundo en que todos trabajaran pocas
horas, tuvieran bastante que comer, vivieran en casas cómodas e higiénicas, con cuarto de baño, calefacción
y refrigeraci6n, y poseyera cada uno un auto o quizás un aeroplano, habría desaparecido la forma
más obvia e hiriente de desigualdad. Si la riqueza llegaba a generalizarse, no serviría para distinguir a nadie.
Sin duda, era posible imaginarse una sociedad en que la riqueza, en el sentido de posesiones y lujos
personales, fuera equitativamente distribuida mientras que el poder siguiera en manos de una minoría, de
una pequeña casta privilegiada. Pero, en la práctica, semejante sociedad no podría conservarse estable, porque
si todos disfrutasen por igual del lujo y del ocio, la gran masa de seres humanos, a quienes la pobreza
suele imbecilizar, aprenderían muchas cosas y empezarían a pensar por sí mismos; y si empezaran a reflexionar,
se darían cuenta más pronto o más tarde que la minoría privilegiada no tenía derecho alguno a
imponerse a los demás y acabarían barriéndoles. A la larga, una sociedad jerárquica sólo sería posible basándose
en la pobreza y en la ignorancia. Regresar al pasado agrícola -como querían algunos pensadores de
principios de este siglo- no era una solución práctica, puesto que estaría en contra de la tendencia a la mecanización,
que se había hecho casi instintiva en el mundo entero, y, además, cualquier país que permaneciera
atrasado industrialmente sería inútil en un sentido militar y caería antes o después bajo el dominio de
un enemigo bien armado.
Tampoco era una buena solución mantener la pobreza de las masas restringiendo la producción. Esto se
practicó en gran medida entre 1920 y 1940. Muchos países dejaron que su economía se anquilosara. No se
renovaba el material indispensable para la buena marcha de las industrias, quedaban sin cultivar las tierras,
y grandes masas de población, sin tener en qué trabajar, vivían de la caridad del Estado. Pero también esto
implicaba una debilidad militar, y como las privaciones que infligía eran innecesarias, despertaba inevitablemente
una gran oposición. El problema era mantener en marcha las ruedas de la industria sin aumentar
la riqueza real del mundo. Los bienes habían de ser producidos, pero no distribuidos. Y, en la práctica, la
única manera de lograr esto era la guerra continua.
El acto esencial de la guerra es la destrucción, no forzosamente de vidas humanas, sino de los productos
del trabajo. La guerra es una manera de pulverizar o de hundir en el fondo del mar los materiales que en la
paz constante podrían emplearse para que las masas gozaran de excesiva comodidad y, con ello, se hicieran
a la larga demasiado inteligentes. Aunque las armas no se destruyeran, su fabricación no deja de ser un método
conveniente de gastar trabajo sin producir nada que pueda ser consumido. En una fortaleza flotante,
por ejemplo, se emplea el trabajo que hubieran dado varios centenares de barcos de carga. Cuando se queda
anticuada, y sin haber producido ningún beneficio material para nadie, se construye una nueva fortaleza
flotante mediante un enorme acopio de mano de obra. En principio, el esfuerzo de guerra se planea para
consumir todo lo que sobre después de haber cubierto unas mínimas necesidades de la población. Este mínimo
se calcula siempre en mucho menos de lo necesario, de manera que hay una escasez crónica de casi
todos los artículos necesarios para la vida, lo cual se considera como una ventaja. Constituye una táctica
deliberada mantener incluso a los grupos favorecidos al borde de la escasez, porque un estado general de
escasez aumenta la importancia de los pequeños privilegios y hace que la distinción entre un grupo y otro
resulte más evidente. En comparación con el nivel de vida de principios del siglo XX, incluso los miembros
del Partido Interior llevan una vida austera y laboriosa. Sin embargo, los pocos lujos que disfrutan -un buen
piso, mejores telas, buena calidad del alimento, bebidas y tabaco, dos o tres criados, un auto o un autogiro
privado- los colocan en un mundo diferente del de los miembros del Partido Exterior, y estos últimos poseen
una ventaja similar en comparación con las masas sumergidas, a las que llamamos «los proles». La
atmósfera social es la de una ciudad sitiada, donde la posesión de un trozo de carne de caballo establece la
diferencia entre la riqueza y la pobreza. Y, al mismo tiempo, la idea de que se está en guerra, y por tanto en
peligro, hace que la entrega de todo el poder a una reducida casta parezca la condición natural e inevitable
para sobrevivir.
Se verá que la guerra no sólo realiza la necesaria distinción, sino que la efectúa de un modo aceptable
psicológicamente. En principio, sería muy sencillo derrochar el trabajo sobrante construyendo templos y
pirámides, abriendo zanjas y volviéndolas a llenar o incluso produciendo inmensas cantidades de bienes y
prendiéndoles fuego. Pero esto sólo daría la base económica y no la emotiva para una sociedad jerarquizada.
Lo que interesa no es la moral de las masas, cuya actitud no importa mientras se hallen absorbidas por
su trabajo, sino la moral del Partido mismo. Se espera que hasta el más humilde de los miembros del Partido
sea competente, laborioso e incluso inteligente -siempre dentro de límites reducidos, claro está-, pero
siempre es preciso que sea un fanático ignorante y crédulo en el que prevalezca el miedo, el odio, la adulación
y una continua sensación orgiástica de triunfo. En otras palabras, es necesario que ese hombre posea la
mentalidad típica de la guerra. No importa que haya o no haya guerra y, ya que no es posible una victoria
decisiva, tampoco importa si la guerra va bien o mal. Lo único preciso es que exista un estado de guerra. La
desintegración de la inteligencia especial que el Partido necesita de sus miembros, y que se logra mucho
mejor en una atmósfera de guerra, es ya casi universal, pero se nota con más relieve a medida que subimos
en la escala jerárquica. Precisamente es en el Partido Interior donde la histeria bélica y el odio al enemigo
son más intensos. Para ejercer bien sus funciones administrativas, se ve obligado con frecuencia el miembro
del Partido Interior a saber que esta o aquella noticia de guerra es falsa y puede saber muchas veces que
una pretendida guerra o no existe o se está realizando con fines completamente distintos a los declarados.
Pero ese conocimiento queda neutralizado fácilmente mediante la técnica del doblepensar. De modo que
ningún miembro del Partido Interior vacila ni un solo instante en su creencia mística de que la guerra es una
realidad y que terminará victoriosamente con el dominio indiscutible de Oceanía sobre el mundo entero.
Todos los miembros del Partido Interior creen -en esta futura victoria total como en un artículo de fe. Se
conseguirá, o bien paulatinamente mediante la adquisición de más territorios sobre los que se basará una
aplastante preponderancia, o bien por el descubrimiento de algún arma secreta. Continúa sin cesar la búsqueda
de nuevas armas, y ésta es una de las poquísimas actividades en que todavía pueden encontrar salida
la inventiva y las investigaciones científicas. En la Oceanía de hoy la ciencia -en su antiguo sentido- ha
dejado casi de existir. En neolengua no hay palabra para ciencia. El método empírico de pensamiento, en el
cual se basaron todos los adelantos científicos del pasado, es opuesto a los principios fundamentales de
Ingsoc. E incluso el progreso técnico sólo existe cuando sus productos pueden ser empleados para disminuir
la libertad humana.
Las dos finalidades del Partido son conquistar toda la superficie de la Tierra y extinguir de una vez para
siempre la posibilidad de toda libertad del pensamiento. Hay, por tanto, dos grandes problemas que ha de
resolver el Partido. Uno es el de descubrir, contra la voluntad del interesado, lo que está pensando determinado
ser humano, y el otro es cómo suprimir, en pocos segundos y sin previo aviso, a varios centenares de
millones de personas. Éste es el principal objetivo de las investigaciones científicas. El hombre de ciencia
actual es una mezcla de psicólogo y policía que estudia con extraordinaria minuciosidad el significado de
las expresiones faciales, gestos y tonos de voz, los efectos de las drogas que obligan a decir la verdad, la
terapéutica del shock, del hipnotismo y de la tortura física; y si es un químico, un físico o un biólogo, sólo
se preocupará por aquellas ramas que dentro de su especialidad sirvan para matar. En los grandes laboratorios
del Ministerio de la Paz, en las estaciones experimentales ocultas en las selvas brasileñas, en el desierto
australiano o en las islas perdidas del Antártico, trabajan incansablemente los equipos técnicos. Unos se
dedican sólo a planear la logística de las guerras futuras; otros, a idear bombas cohete cada vez mayores,
explosivos cada vez más poderosos y corazas cada vez más impenetrables; otros buscan gases más mortíferos
o venenos que puedan ser producidos en cantidades tan inmensas que destruyan la vegetación de todo
un continente, o cultivan gérmenes inmunizados contra todos los posibles antibióticos; otros se esfuerzan
por producir un vehículo que se abra paso por la tierra como un submarino bajo el agua, o un aeroplano tan
independiente de su base como un barco en el mar, otros exploran posibilidades aún más remotas, como la
de concentrar los rayos del sol mediante gigantescas lentes suspendidas en el espacio a miles de kilómetros,
o producir terremotos artificiales utilizando el calor del centro de la Tierra.
Pero ninguno de estos proyectos se aproxima nunca a su realización, y ninguno de los tres superestados
adelanta a los otros dos de un modo definitivo. Lo más notable es que las tres potencias tienen ya, con la
bomba atómica, un arma mucho más poderosa que cualquiera de las que ahora tratan de convertir en realidad.
Aunque el Partido, según su costumbre, quiere atribuirse el invento, las bombas atómicas aparecieron
por primera vez a principios de los años cuarenta y tantos de este siglo y fueron usadas en gran escala unos
diez años después. En aquella época cayeron unos centenares de bombas en los centros industriales, principalmente
de la Rusia Europea, Europa Occidental y Norteamérica. El objeto perseguido era convencer a los
gobernantes de todos los países que unas cuantas bombas más terminarían con la sociedad organizada y por
tanto con su poder. A partir de entonces, y aunque no se llegó a ningún acuerdo formal, no se arrojaron más
bombas atómicas. Las potencias actuales siguen produciendo bombas atómicas y almacenándolas en espera
de la oportunidad decisiva que todos creen llegará algún día. Mientras tanto, el arte de la guerra ha permanecido
estacionado durante treinta o cuarenta años. Los autogiros se usan más que antes, los aviones de
bombardeo han sido sustituidos en gran parte por los proyectiles autoimpulsados y el frágil tipo de barco de
guerra fue reemplazado por las fortalezas flotantes, casi imposibles de hundir. Pero, aparte de ello, apenas
ha habido adelantos bélicos. Se siguen usando el tanque, el submarino, el torpedo, la ametralladora e incluso
el rifle y la granada de mano. Y, a pesar de las interminables matanzas comunicadas por la Prensa y las
telepantallas, las desesperadas batallas de las guerras anteriores -en las cuales morían en pocas semanas
centenares de miles e incluso millones de hombres- no han vuelto a repetirse.
Ninguno de los tres superestados intenta nunca una maniobra que suponga el riesgo de una seria derrota.
Cuando se lleva a cabo una operación de grandes proporciones, suele tratarse de un ataque por sorpresa
contra un aliado. La estrategia que siguen los tres superestados -o que pretenden seguir-- es la misma. Su
plan es adquirir, mediante una combinación, un anillo de bases que rodee completamente a uno de los estados
rivales para firmar luego un pacto de amistad con ese rival y seguir en relaciones pacíficas con él durante
el tiempo que sea preciso para que se confíen. En este tiempo, se almacenan bombas atómicas en los
sitios estratégicos. Esas bombas, cargadas en los cohetes, serán disparadas algún día simultáneamente, con
efectos tan devastadores que no habrá posibilidad de respuesta. Entonces se firmará un pacto de amistad
con la otra potencia, en preparación de un nuevo ataque. No es preciso advertir que este plan es un ensueño
de imposible realización. Nunca hay verdadera lucha a no ser en las zonas disputadas en el Ecuador y en
los Polos: no hay invasiones del territorio enemigo. Lo cual explica que en algunos sitios sean arbitrarias
las fronteras entre los superestados. Por ejemplo, Eurasia podría conquistar fácilmente las Islas Británicas,
que forman parte, geográficamente, de Europa, y también sería posible para Oceanía avanzar sus fronteras
hasta el Rin e incluso hasta el Vístula. Pero esto violaría el principio -seguido por todos los bandos, aunque
nunca formulado- de la integridad cultural. Así, si Oceanía conquistara las áreas que antes se conocían con
los nombres de Francia y Alemania, sería necesario exterminar a todos sus habitantes -tarea de gran dificultad
físicao asimilarse una población de un centenar de millones de personas que, en lo técnico, están a la
misma altura que los oceánicos. El problema es el mismo para todos los superestados, siendo absolutamente
imprescindible que su estructura no entre en contacto con extranjeros, excepto en reducidas proporciones
con prisioneros de guerra y esclavos de color. Incluso el aliado oficial del momento es considerado
con mucha suspicacia. El ciudadano medio de Oceanía nunca ve a un ciudadano de Eurasia ni de Asia
Oriental -aparte de los prisioneros- y se le prohibe que aprenda lenguas extranjeras. Si se le permitiera entrar
en relación con extranjeros, descubriría que son criaturas iguales a él en lo esencial y que casi todo lo
que se le ha dicho sobre ellos es una sarta de mentiras. Se rompería así el mundo cerrado en que vive y quizá
desaparecieran él miedo, el odio y la rigidez fanática en que se basa su moral. Se admite, por tanto, en
los tres Estados que por mucho que cambien de manos Persia, Egipto, Java o Ceilán, las fronteras principales
nunca podrán ser cruzadas más que por las bombas.
Bajo todo esto hallamos un hecho al que nunca se alude, pero admitido tácitamente y sobre el que se basa
toda conducta oficial, a saber: que las condiciones de vida de los tres superestados son casi las mismas. En
Oceanía prevalece la ideología llamada Ingsoc, en Eurasia el neobolchevismo y en Asia Oriental lo que se
conoce por un nombre chino que suele traducirse por «adoración de la muerte», pero que quizá quedaría
mejor expresado como «desaparición del yo». Al ciudadano de Oceanía no se le permite saber nada de las
otras dos ideologías, pero se le enseña a condenarlas como bárbaros insultos contra la moralidad y el sentido
común. La verdad es que apenas pueden distinguirse las tres ideologías, y los sistemas sociales que ellas
soportan son los mismos. En los tres existe la misma estructura piramidal, idéntica adoración a un jefe semidivino,
la misma economía orientada hacia una guerra continua. De ahí que no sólo no puedan conquistarse
mutuamente los tres superestados, sino que no tendrían ventaja alguna si lo consiguieran. Por el contrario,
se ayudan mutuamente manteniéndose en pugna. Y los grupos dirigentes de las tres Potencias saben
y no saben, a la vez, lo que están haciendo. Dedican sus vidas a la conquista del mundo, pero están convencidos
al mismo tiempo de que es absolutamente necesario que la guerra continúe eternamente sin ninguna
victoria definitiva. Mientras tanto, el hecho de que no hay peligro de conquista hace posible la denegación
sistemática de la realidad, que es la característica principal del Ingsoc y de sus sistemas rivales. Y aquí
hemos de repetir que, al hacerse continua, la guerra ha cambiado fundamentalmente de carácter.
En tiempos pasados, una guerra, casi por definición, era algo que más pronto o más tarde tenía un final;
generalmente, una clara victoria o una derrota indiscutible. Además, en el pasado, la guerra era uno de los
principales instrumentos con que se mantenían las sociedades humanas en contacto con la realidad física.
Todos los gobernantes de todas las épocas intentaron imponer un falso concepto del mundo a sus súbditos,
pero no podían fomentar ilusiones que perjudicasen la eficacia militar. Como quiera que la derrota significaba
la pérdida de la independencia o cualquier otro resultado indeseable, habían de tomar serias precauciones
para evitar la derrota. Estos hechos no podían ser ignorados. Aun admitiendo que en filosofía, en
ciencia, en ética o en política dos y dos pudieran ser cinco, cuando se fabricaba un cañón o un aeroplano
tenían que ser cuatro. Las naciones mal preparadas acababan siempre siendo conquistadas, y la lucha por
una mayor eficacia no admitía ilusiones. Además, para ser eficaces había que aprender del pasado, lo cual
suponía estar bien enterado de lo ocurrido en épocas anteriores. Los periódicos y los libros de historia eran
parciales, naturalmente, pero habría sido imposible una falsificación como la que hoy se realiza. La guerra
era una garantía de cordura. Y respecto a las clases gobernantes, era el freno más seguro. Nadie podía ser,
desde el poder, absolutamente irresponsable desde el momento en que una guerra cualquiera podía ser ganada
o perdida.
Pero cuando una guerra se hace continua, deja de ser peligrosa porque desaparece toda necesidad militar.
El progreso técnico puede cesar y los hechos más palpables pueden ser negados o descartados como cosas
sin importancia. Lo único eficaz en Oceanía es la Policía del Pensamiento. Como cada uno de los tres superestados
es inconquistable, cada uno de ellos es, por tanto, un mundo separado dentro del cual puede ser
practicada con toda tranquilidad cualquier perversión mental. La realidad sólo ejerce su presión sobre las
necesidades de la vida cotidiana: la necesidad de comer y de beber, de vestirse y tener un techo, de no beber
venenos ni caerse de las ventanas, etc... Entre la vida y la muerte, y entre el placer físico y el dolor físico,
sigue habiendo una distinción, pero eso es todo. Cortados todos los contactos con el mundo exterior y
con el pasado, el ciudadano de Oceanía es como un hombre en el espacio interestelar, que no tiene manera
de saber por dónde se va hacia arriba y por dónde hacia abajo. Los gobernantes de un Estado como éste son
absolutos como pudieran serlo los faraones o los césares. Se ven obligados a evitar que sus gentes se mueran
de hambre en cantidades excesivas, y han de mantenerse al mismo nivel de baja técnica militar que sus
rivales. Pero, una vez conseguido ese mínimo, pueden retorcer y deformar la realidad dándole la forma que
se les antoje.
Por tanto, la guerra de ahora, comparada con las antiguas, es una impostura. Se podría comparar esto a
las luchas entre ciertos rumiantes cuyos cuernos están colocados de tal manera que no pueden herirse. Pero
aunque es una impostura, no deja de tener sentido. Sirve para consumir el sobrante de bienes y ayuda a
conservarla atmósfera mental imprescindible para una sociedad jerarquizada. Como se ve, la guerra es ya
sólo un asunto de política interna. En el pasado, los grupos dirigentes de todos los países, aunque reconocieran
sus propios intereses e incluso los de sus enemigos y gritaran en lo posible la destructividad de la
guerra, en definitiva luchaban unos contra otros y el vencedor aplastaba al vencido. En nuestros días río
luchan unos contra otros, sino cada grupo dirigente contra sus propios súbditos, y el objeto de la guerra no
es conquistar territorio ni defenderlo, sino mantener intacta la estructura de la sociedad. Por lo tanto, la palabra
guerra se ha hecho equívoca. Quizá sería acertado decir que la guerra, al hacerse continua, ha dejado
de existir. La presión que ejercía sobre los seres humanos entre la Edad neolítica y principios del siglo XX
ha desaparecido, siendo sustituida por algo completamente distinto. El efecto sería muy parecido si los tres
superestados, en vez de pelear cada uno con los otros, llegaran al acuerdo -respetándolo- de vivir en paz
perpetua sin traspasar cada uno las fronteras del otro. En ese caso, cada uno de ellos seguiría siendo un
mundo cerrado libre de la angustiosa influenció del peligro externo. Una paz que fuera de verdad permanente
sería lo mismo que una guerra permanente. Éste es el sentido verdadero (aunque la mayoría de los
miembros del Partido lo entienden sólo de un modo superficial) de la consigna del Partido: la guerra es la
paz.
Winston dejó de leer un momento. A una gran distancia había estallado una bomba. La inefable sensación
de estar leyendo el libro prohibido, en una habitación sin telepantalla, seguía llenándolo de satisfacción.
La soledad y la seguridad eran sensaciones físicas, mezcladas por el cansancio de su cuerpo, la suavidad
de la alfombra, la caricia de la débil brisa que entraba por la ventana... El libro le fascinaba o, más
exactamente, lo tranquilizaba. En cierto sentido, no le enseñaba nada nuevo, pero esto era una parte de su
encanto. Decía lo que el propio Winston podía haber dicho, si le hubiera sido posible ordenar sus propios
pensamientos y darles una clara expresión. Este libro era el producto de una mente semejante a la suya,
pero mucho más poderosa, más sistemática y libre de temores. Pensó Winston que los mejores libros son
los que nos dicen lo que ya sabemos. Había vuelto al capítulo 1 cuando oyó los pasos de Julia en la escalera.
Se levantó del sillón para salirle al encuentro. Julia entró en ese momento, tiró su bolsa al suelo y se
lanzó a los brazos de él. Hacía más de una semana que no se habían visto.
-Tengo el libro -dijo Winston en cuanto se apartaron.
-¿Ah, sí? Muy bien -dijo ella sin gran interés y casi inmediatamente se arrodilló junto a la estufa para
hacer café.
No volvieron a hablar del libro hasta después de media hora de estar en la cama. La tarde era bastante
fresca para que mereciera la pena cerrar la ventana. De abajo llegaban las habituales canciones y el ruido de
botas sobre el empedrado. La mujer de los brazos rojizos parecía no moverse del patio. A todas horas del
día estaba lavando y tendiendo ropa. Julia tenía sueño, Winston volvió a coger el libro, que estaba en el
suelo, y se sentó apoyando la espalda en la cabecera de la cama.
-Tenemos que leerlo elijo-. Y tú también. Todos los miembros de la Hermandad deben leerlo.
-Léelo tú --dijo Julia con los ojos cerrados-. Léelo en voz alta. Así es mejor. Y me puedes explicar los
puntos difíciles.
El viejo reloj marcaba las seis, o sea, las dieciocho. Disponían de tres o cuatro horas más. Winston se puso
el libro abierto sobre las rodillas en ángulo y empezó a leer:
CAPITULO PRIMERO
La ignorancia es la fuerza
»Durante todo el tiempo de que se tiene noticia, probablemente desde fines del período neolítico, ha
habido en el mundo tres clases de personas: los Altos, los Medianos y los Bajos. Se han subdividido de
muchos modos, han llevado muy diversos nombres y su número relativo, así como la actitud que han guardado
unos hacia otros, han variado de época en época; pero la estructura esencial de la sociedad nunca ha
cambiado. Incluso después de enormes conmociones y de cambios que parecían irrevocables, la misma
estructura ha vuelto a imponerse, igual que un giroscopio vuelve siempre a la posición de equilibrio por
mucho que lo empujemos en un sentido o en otro.
-Julia, ¿estás despierta? -dijo Winston.
-Sí, amor mío, te escucho. Sigue. Es maravilloso.
Winston continuó leyendo:
Los fines de estos tres grupos son inconciliables. Los Altos quieren quedarse donde están. Los Medianos
tratan de arrebatarles sus puestos a los Altos. La finalidad de los Bajos, cuando la tienen -porque su principal
característica es hallarse aplastados por las exigencias de la vida cotidiana-, consiste en abolir todas las
distinciones y crear una sociedad en que todos los hombres sean iguales. Así, vuelve a presentarse continuamente
la misma lucha social. Durante largos períodos, parece que los Altos se encuentran muy seguros
en su poder, pero siempre llega un momento en que pierden la confianza en sí mismos o se debilita su capacidad
para gobernar, o ambas cosas a la vez. Entonces son derrotados por los Medianos, que llevan junto
a ellos a los Bajos porque les han asegurado que ellos representan la libertad y la justicia. En cuanto logran
sus objetivos, los Medianos abandonan a los Bajos y los relegan a su antigua posición de servidumbre, convirtiéndose
ellos en los Altos. Entonces, un grupo de los Medianos se separa de los demás y empiezan a
luchar entre ellos. De los tres grupos, solamente los Bajos no logran sus objetivos ni siquiera transitoriamente.
Sería exagerado afirmar que en toda la Historia no ha habido progreso material. Aun hoy, en un
período de decadencia, el ser humano se encuentra mejor que hace unos cuantos siglos. Pero ninguna reforma
ni revolución alguna han conseguido acercarse ni un milímetro a la igualdad humana. Desde el punto
de vista de los Bajos, ningún cambio histórico ha significado mucho más que un cambio en el nombre de
sus amos.
A fines del siglo XIX eran muchos los que habían visto claro este juego. De ahí que surgieran escuelas
del pensamiento que interpretaban la Historia como un proceso cíclico y aseguraban que la desigualdad era
la ley inalterable de la vida humana. Desde luego, esta doctrina ha tenido siempre sus partidarios, pero se
había introducido un cambio significativo. En el pasado, la necesidad de una forma jerárquica de la sociedad
había sido la doctrina privativa de los Altos. Fue defendida por reyes, aristócratas, jurisconsultos, etc.
Los Medianos, mientras luchaban por el poder, utilizaban términos como «libertad», «justicia» y «fraternidad
». Sin embargo, el concepto de la fraternidad humana empezó a ser atacado por individuos que todavía
no estaban en el Poder, pero que esperaban estarlo pronto. En el pasado, los Medianos hicieron revoluciones
bajo la bandera de la igualdad, pero se limitaron a imponer una nueva tiranía apenas desaparecida la
anterior. En cambio, los nuevos grupos de Medianos proclamaron de antemano su tiranía. El socialismo,
teoría que apareció a principios del siglo XIX y que fue el último eslabón de una cadena que se extendía
hasta las rebeliones de esclavos en la Antigüedad, seguía profundamente infestado por las viejas utopías.
Pero a cada variante de socialismo aparecida a partir de 1900 se abandonaba más abiertamente la pretensión
de establecer la libertad y la igualdad. Los nuevos movimientos que surgieron a mediados del siglo,
Ingsoc en Oceanía, neobolchevismo en Eurasia y adoración de la muerte en Asia oriental, tenían como finalidad
consciente la perpetuación de la falta de libertad y de la desigualdad social. Estos nuevos movimientos,
claro está, nacieron de los antiguos y tendieron a conservar sus nombres y aparentaron respetar sus
ideologías. Pero el propósito de todos ellos era sólo detener el progreso e inmovilizar a la Historia en un
momento dado. El movimiento de péndulo iba a ocurrir una vez más y luego a detenerse. Como de costumbre,
los Altos serían desplazados por los Medianos, que entonces se convertirían a su vez en Altos, pero
esta vez, por una estrategia consciente, estos últimos Altos conservarían su posición permanentemente.
Las nuevas doctrinas surgieron en parte a causa de la acumulación de conocimientos históricos y del aumento
del sentido histórico, que apenas había existido antes del siglo XIX. Se entendía ya el movimiento
cíclico de la Historia, o parecía entenderse; y al ser comprendido podía ser también alterado. Pero la causa
principal y subyacente era que ya a principios del siglo xx era técnicamente posible la igualdad humana.
Seguía siendo cierto que los hombres no eran iguales en sus facultades innatas y que las funciones habían
de especializarse de modo que favorecían inevitablemente a unos individuos sobre otros; pero ya no eran
precisas las diferencias de clase ni las grandes diferencias de riqueza. Antiguamente, las diferencias de clase
no sólo habían sido inevitables, sino deseables. La desigualdad era el precio de la civilización. Sin embargo,
el desarrollo del maquinismo iba a cambiar esto. Aunque fuera aún necesario que los seres humanos
realizaran diferentes clases de trabajo, ya no era preciso que vivieran en diferentes niveles sociales o económicos.
Por tanto, desde el punto de vista de los nuevos grupos que estaban a punto de apoderarse del
mando, no era ya la igualdad humana un ideal por el que convenía luchar, sino un peligro que había de ser
evitado. En épocas más antiguas, cuando una sociedad justa y pacífica no era posible, resultaba muy fácil
creer en ella. La idea de un paraíso terrenal en el que los hombres vivirían como hermanos, sin leyes y sin
trabajo agotador, estuvo obsesionando a muchas imaginaciones durante miles de años. Y esta visión tuvo
una cierta importancia incluso entre los grupos que de hecho se aprovecharon de cada cambio histórico.
Los herederos de la Revolución francesa, inglesa y americana habían creído parcialmente en sus frases sobre
los derechos humanos, libertad de expresión, igualdad ante la ley y demás, e incluso se dejaron influir
en su conducta por algunas de ellas hasta cierto punto. Pero hacia la década cuarta del siglo XX todas las
corrientes de pensamiento, político eran autoritarias. Pero ese paraíso terrenal quedó desacreditado precisamente
cuando podía haber sido realizado, y en el segundo cuarto del siglo xx volvieron a ponerse en
práctica procedimientos que ya no se usaban desde hacía siglos: encarcelamiento sin proceso, empleo de
los prisioneros de guerra como esclavos, ejecuciones públicas, tortura para extraer confesiones, uso de rehenes
y deportación de poblaciones en masa. Todo esto se hizo habitual y fue defendido por individuos
considerados como inteligentes y avanzados. Los nuevos sistemas políticos se basaban en la jerarquía y la
regimentación.
Después de una década de guerras nacionales, guerras civiles, revoluciones y contrarrevoluciones en todas
partes del mundo, surgieron el Ingsoc y sus rivales cómo teorías políticas inconmovibles. Pero ya las
habían anunciado los varios sistemas, generalmente llamados totalitarios, que aparecieron durante el segundo
cuarto de siglo y se veía claramente el perfil que había de tener el mundo futuro. La nueva aristocracia
estaba formada en su mayoría por burócratas, hombres de ciencia, técnicos, organizadores sindicales,
especialistas en propaganda, sociólogos, educadores, periodistas y políticos profesionales. Esta gente, cuyo
origen estaba en la clase media asalariada y en la capa superior de la clase obrera, había sido formada y
agrupada por el mundo inhóspito de la industria monopolizada y el gobierno centralizado. Comparados con
los miembros de las clases dirigentes en el pasado, esos hombres eran menos avariciosos, les tentaba menos
el lujo y más el placer de mandar, y, sobre todo, tenían más consciencia de lo que estaban haciendo y se
dedicaban con mayor intensidad a aplastar a la oposición. Esta última diferencia era esencial. Comparadas
con la que hoy existe, todas las tiranías del pasado fueron débiles e ineficaces. Los grupos gobernantes se
hallaban contagiados siempre en cierta medida por las ideas liberales y no les importaba dejar cabos sueltos
por todas partes. Sólo se preocupaban por los actos realizados y no se interesaban por lo que los súbditos
pudieran pensar. En parte, esto se debe a que en el pasado ningún Estado tenía el poder necesario para someter
a todos sus ciudadanos a una vigilancia constante. Sin embargo, el invento de la imprenta facilitó
mucho el manejo de la opinión pública, y el cine y la radio contribuyeron en gran escala a acentuar este
proceso. Con el desarrollo de la televisión y el adelanto técnico que hizo posible recibir y transmitir simultáneamente
en el mismo aparato, terminó la vida privada. Todos los ciudadanos, o por lo menos todos
aquellos ciudadanos que poseían la suficiente importancia para que mereciese la pena vigilarlos, podían ser
tenidos durante las veinticuatro horas del día bajo la constante observación de la policía y rodeados sin cesar
por la propaganda oficial, mientras que se les cortaba toda comunicación con el mundo exterior.
Por primera vez en la Historia existía la posibilidad de forzar a los gobernados, no sólo a una completa
obediencia a la voluntad del Estado, sino a la completa uniformidad de opinión.
Después del período revolucionario entre los años cincuenta y tantos y setenta, la sociedad volvió a agruparse
como siempre, en Altos, Medios y Bajos. Pero el nuevo grupo de Altos, a diferencia de sus predecesores,
no actuaba ya por instinto, sino que sabía lo que necesitaba hacer para salvaguardar su posición. Los
privilegiados se habían dado cuenta desde hacía bastante tiempo de que la base más segura para la oligarquía
es el colectivismo. La riqueza y los privilegios se defienden más fácilmente cuando se poseen conjuntamente.
La llamada «abolición de la propiedad privada», que ocurrió a mediados de esté siglo, quería
decir que la propiedad iba a concentrarse en un número mucho menor de manos que anteriormente, pero
con esta diferencia: que los nuevos dueños constituirían un grupo en vez de una masa de individuos. Individualmente,
ningún miembro del Partido posee nada, excepto insignificantes objetos de uso personal. Colectivamente,
el Partido es el dueño de todo lo que hay en Oceanía, porque lo controla todo y dispone de los
productos como mejor se le antoja. En los años que siguieron a la Revolución pudo ese grupo tomar el
mando sin encontrar apenas oposición porque todo el proceso fue presentado como un acto de colectivización.
Siempre se había dado por cierto que si la clase capitalista era expropiada, el socialismo se impondría,
y era un hecho que los capitalistas habían sido expropiados. Las fábricas, las minas, las tierras, las casas,
los medios de transporte, todo se les había quitado, y como todo ello dejaba de ser propiedad privada, era
evidente que pasaba a ser propiedad pública. El Ingsoc, procedente del antiguo socialismo y que había
heredado su fraseología, realizó los principios fundamentales de ese socialismo, con el resultado, previste y
deseado, de que la desigualdad económica se hizo permanente.
Pero los problemas que plantea la perpetuación de una sociedad jerarquizada son mucho más complicados.
Sólo hay cuatro medios de que un grupo dirigente sea derribado del Poder. O es vencido desde fuera, o
gobierna tan ineficazmente que las masas se le rebelan, o permite la formación de un grupo medio que lo
pueda desplazar, o pierde la confianza en sí mismo y la voluntad de mando. Estas causas no operan sueltas,
y por lo general se presentan las cuatro combinadas en cierta medida. El factor que decide en última instancia
es la actitud mental de la propia clase gobernante.
Después de mediados del siglo XX, el primer peligro había desaparecido. No había posibilidad de una
derrota infligida por una potencia enemiga. Cada uno de los tres superestados en que ahora se divide el
mundo es inconquistable, y sólo podría llegar a ser conquistado por lentos cambios demográficos, que un
Gobierno con amplios poderes puede evitar muy fácilmente. El segundo peligro es sólo teórico. Las masas
nunca se levantan por su propio impulso y nunca lo harán por la sola razón de que están oprimidas. Las crisis
económicas del pasado fueron absolutamente innecesarias y ahora no se tolera que ocurran, pero de todos
modos ninguna razón de descontento podrá tener ahora resultados políticos, ya que no hay modo de
que el descontento se articule. En cuanto al problema de la superproducción, que ha estado latente en nuestra
sociedad desde el desarrollo del maquinismo, queda resuelto por el recurso de la guerra continua (véase
el capítulo III), que es también necesaria para mantener la moral pública a un elevado nivel. Por tanto, desde
el punto de vista de nuestros actuales gobernantes, los únicos peligros auténticos son la aparición de un
nuevo grupo de personas muy capacitadas y ávidas de poder o el crecimiento del espíritu liberal y del escepticismo
en las propias filas gubernamentales. O sea, todo se reduce a un problema de educación, a moldear
continuamente la mentalidad del grupo dirigente y del que se halla: inmediatamente debajo de él. En
cambio, la consciencia de las masas sólo ha de ser influida de un modo negativo.
Con este fondo se puede deducir la estructura general de la sociedad de Oceanía. En el vértice de la pirámide
está el Gran Hermano. Éste es infalible y todopoderoso. Todo triunfo, todo descubrimiento científico,
toda sabiduría, toda felicidad, toda virtud, se considera que procede directamente de su inspiración y de
su poder. Nadie ha visto nunca al Gran Hermano. Es una cara en los carteles, una voz en la telepantalla.
Podemos estar seguros de que nunca morirá y no hay manera de saber cuándo nació. El Gran Hermano es
la concreción con que el Partido se presenta al mundo. Su función es actuar como punto de mira para todo
amor, miedo o respeto, emociones que se sienten con mucha mayor facilidad hacia un individuo que hacia
una organización. Detrás del Gran Hermano se halla el Partido Interior, del cual sólo forman parte seis millones
de personas, o sea, menos del seis por ciento de la población de Oceanía. Después del Partido Interior,
tenemos el Partido Exterior; y si el primero puede ser descrito como «el cerebro del Estado», el segundo
pudiera ser comparado a las manos. Más abajo se encuentra la masa amorfa de los proles, que constituyen
quizá el 85 por ciento de la población. En los términos de nuestra anterior clasificación, los proles son
los Bajos. Y las masas de esclavos procedentes de las tierras ecuatoriales, que pasan constantemente de
vencedor a vencedor (no olvidemos que «vencedor» sólo debe ser tomado de un modo relativo) y no forman
parte de la población propiamente dicha.
En principio, la pertenencia a estos tres grupos no es hereditaria. No se considera que un niño nazca dentro
del Partido Interior porque sus padres pertenezcan a él. La entrada en cada una de las ramas del Partido
se realiza mediante examen a la edad de dieciséis años. Tampoco hay prejuicios raciales ni dominio de una
provincia sobre otra. En los más elevados puestos del Partido encontramos judíos, negros, sudamericanos
de pura sangre india, y los dirigentes de cualquier zona proceden siempre de los habitantes de esa área. En
ninguna parte de Oceanía tienen sus habitantes la sensación de ser una población colonial regida desde una
capital remota. Oceanía no tiene capital y su jefe titular es una persona cuya residencia nadie conoce. No
está centralizada en modo alguno, aparte de que el inglés es su principal lingua franca y que la neolengua
es su idioma oficial. Sus gobernantes no se hallan ligados por lazos de sangre, sino por la adherencia a una
doctrina común. Es verdad que nuestra sociedad se compone de estratos -una división muy rígida en estratos-
ateniéndose a lo que a primera vista parecen normas hereditarias. Hay mucho menos intercambio entre
los diferentes grupos de lo que había en la época capitalista o en las épocas preindustriales. Entre las dos
ramas del Partido se verifica algún intercambio, pero solamente lo necesario para que los débiles sean excluidos
del Partido Interior y qué los miembros ambiciosos del Partido Exterior pasen a ser inofensivos al
subir de categoría. En la práctica, los proletarios no pueden entrar en el Partido. Los más dotados de ellos,
que podían quizá constituir un núcleo de descontentos, son fichados por la Policía del Pensamiento y eliminados.
Pero semejante estado de cosas no es permanente ni de ello se hace cuestión de principio. El Partido
no es una clase en el antiguo sentido de la palabra. No se propone transmitir el poder a sus hijos como tales
descendientes directos, y si no hubiera otra manera de mantener en los puestos de mando a los individuos
más capaces, estaría dispuesto el Partido a reclutar una generación completamente nueva de entre las filas
del proletariado. En los años cruciales, el hecho de que el Partido no fuera un cuerpo hereditario contribuyó
muchísimo a neutralizar la oposición. El socialista de la vieja escuela, acostumbrado a luchar contra algo
que se llamaba «privilegios de clase», daba por cierto que todo lo que no es hereditario no puede ser permanente.
No comprendía que la continuidad de una oligarquía no necesita ser física ni se paraba a pensar
que las aristocracias hereditarias han sido siempre de corta vida, mientras que organizaciones basadas en la
adopción han durado centenares y miles de años. Lo esencial de la regla oligárquica no es la herencia de
padre a hijo, sino la persistencia de una cierta manera de ver el mundo y de un cierto modo de vida impuesto
por los muertos a los vivos. Un grupo dirigente es tal grupo dirigente en tanto pueda nombrarla sus
sucesores. El Partido no se preocupa de perpetuar su sangre, sino de perpetuarse a sí mismo. No importa
quién detenta el Poder con tal de que la estructura jerárquica sea siempre la misma.
Todas las creencias, costumbres, aficiones, emociones y actitudes mentales que caracterizan a nuestro
tiempo sirven para sostener la mística del Partido y evitar que la naturaleza de la sociedad actual sea percibida
por la masa. La rebelión física o cualquier movimiento preliminar hacia la rebelión no es posible en
nuestros días. Nada hay que temer de los proletarios. Dejados aparte, continuarán, de generación en generación
y de siglo en siglo, trabajando, procreando y muriendo, no sólo sin sentir impulsos de rebelarse, sino
sin la facultad de comprender que el mundo podría ser diferente de lo que es. Sólo podrían convertirse en
peligrosos si el progreso de la técnica industrial hiciera necesario educarles mejor; pero como la rivalidad
militar y comercial ha perdido toda importancia, el nivel de la educación popular declina continuamente.
Las opiniones que tenga o no tenga la masa se consideran con absoluta indiferencia. A los proletarios se les
puede conceder la libertad intelectual por la sencilla razón de que no tienen intelecto alguno. En cambio, a
un miembro del Partido no se le puede tolerar ni siquiera la más pequeña desviación ideológica.
Todo miembro del Partido vive, desde su nacimiento hasta su muerte, vigilado por la Policía del Pensamiento.
Incluso cuando está solo no puede tener la seguridad de hallarse efectivamente solo. Dondequiera
que esté, dormido o despierto, trabajando o descansando, en el baño o en la cama, puede ser inspeccionado
sin previo aviso y sin que él sepa que lo inspeccionan. Nada de lo que hace es indiferente para la Policía del
Pensamiento. Sus amistades, sus distracciones, su conducta con su mujer y sus hijos, la expresión de su
rostro cuando se encuentra solo, las palabras que murmura durmiendo, incluso los movimientos característicos
de su cuerpo, son analizados escrupulosamente. No sólo una falta efectiva en su conducta, sino cualquier
pequeña excentricidad, cualquier cambio de costumbres, cualquier gesto nervioso que pueda ser el
síntoma de una lucha interna, será estudiado con todo interés. El miembro del Partido carece de toda libertad
para decidirse por una dirección determinada; no puede elegir en modo alguno. Por otra parte, sus actos
no están regulados por ninguna ley ni por un código de conducta claramente formulado. En Oceanía no
existen leyes. Los pensamientos y actos que, una vez descubiertos, acarrean la muerte segura, no están
prohibidos expresamente y las interminables purgas, torturas, detenciones y vaporizaciones no se le aplican
al individuo como castigo por crímenes que haya cometido, sino que son sencillamente el barrido de personas
que quizás algún día pudieran cometer un crimen político. No sólo se le exige al miembro del Partido
que tenga las opiniones que se consideran buenas, sino también los instintos ortodoxos. Muchas de las
creencias y actitudes que se le piden no llegan a fijarse nunca en normas estrictas y no podrían ser proclamadas
sin incurrir en flagrantes contradicciones con los principios mismos del Ingsoc. Si una persona es
ortodoxa por naturaleza (en neolengua se le llama piensabien) sabrá en cualquier circunstancia, sin detenerse
a pensarlo, cuál es la creencia acertada o la emoción deseable. Pero en todo caso, un enfrentamiento
mental complicado, que comienza en la infancia y se concentra en torno a las palabras neolingüísticas paracrimen,
negroblanco y doblepensar, le convierte en un ser incapaz de pensar demasiado sobre cualquier
tema.
Se espera que todo miembro del Partido carezca de emociones privadas y que su entusiasmo no se enfríe
en ningún momento. Se supone que vive en un continuo frenesí de odio contra los enemigos extranjeros y
los traidores de su propio país, en una exaltación triunfal de las victorias y en absoluta humildad y entrega
ante el poder y la sabiduría del Partido. Los descontentos producidos por esta vida tan seca y poco satisfactoria
son suprimidos de raíz mediante la vibración emocional de los Dos Minutos de Odio, y las especulaciones
que podrían quizá llevar a una actitud escéptica o rebelde son aplastadas en sus comienzos o,
mejor dicho, antes de asomar a la consciencia, mediante la disciplina interna adquirida desde la niñez. La
primera etapa de esta disciplina, que puede ser enseñada incluso a los niños, se llama en neolengua paracrimen.
Paracrimen significa la facultad de parar, de cortar en seco, de un modo casi instintivo, todo pensamiento
peligroso que pretenda salir a la superficie. Incluye esta facultad la de no percibir las analogías, de
no darse cuenta de los errores de lógica, de no comprender los razonamientos más sencillos si son contrarios
a los principios del Ingsoc y de sentirse fastidiado e incluso asqueado por todo pensamiento orientado
en una dirección herética. Paracrimen equivale, pues, a estupidez protectora. Pero no basta con la estupidez.
Por el contrario, la ortodoxia en su más completo sentido exige un control sobre nuestros procesos
mentales, un autodominio tan completo como el de una contorsionista sobre su cuerpo. La sociedad oceánica
se apoya en definitiva sobre la creencia de que el Gran Hermano es omnipotente y que el Partido es infalible.
Pero como en realidad el Gran Hermano no es omnipotente y el Partido no es infalible, se requiere
una incesante flexibilidad para enfrentarse con los hechos. La palabra clave en esto es negroblanco. Como
tantas palabras neolingüísticas, ésta tiene dos significados contradictorios. Aplicada a un contrario, significa
la costumbre de asegurar descaradamente que lo negro es blanco en contradicción con la realidad de los
hechos. Aplicada a un miembro del Partido significa la buena y leal voluntad de afirmar que lo negro es
blanco cuando la disciplina del Partido lo exija. Pero también se designa con esa palabra la facultad de
creer que lo negro es blanco, más aún, de saber que lo negro es blanco y olvidar que alguna vez se creyó lo
contrario. Esto exige una continua alteración del pasado, posible gracias al sistema de pensamiento que
abarca a todo lo demás y que se conoce con el nombre de doblepensar.
La alteración del pasado es necesaria por dos razones, una de las cuales es subsidiaria y, por decirlo así,
de precaución. La razón subsidiaria es que el miembro del Partido, lo mismo que el proletario, tolera las
condiciones de vida actuales, en gran parte porque no tiene con qué compararlas. Hay que cortarle radicalmente
toda relación con el pasado, así como hay que aislarlo de los países extranjeros, porque es necesario
que se crea en mejores condiciones que sus antepasados y que se haga la ilusión de que el nivel de comodidades
materiales crece sin cesar. Pero la razón más importante para «reforman» el pasado es la necesidad
de salvaguardar la infalibilidad del Partido. No solamente es preciso poner al día los discursos, estadísticas
y datos de toda clase para demostrar que las predicciones del Partido nunca fallan, sino que no puede admitirse
en ningún caso que la doctrina política del Partido haya cambiado lo más mínimo porque cualquier
variación de táctica política es una confesión de debilidad. Si, por ejemplo, Eurasia o Asia Oriental es la
enemiga de hoy, es necesario que ese país (el que sea de los dos, según las circunstancias) figure como el
enemigo de siempre. Y si los hechos demuestran otra cosa, habrá que cambiar los hechos. Así, la Historia
ha de ser escrita continuamente. Esta falsificación diaria del pasado, realizada por el Ministerio de la Verdad,
es tan imprescindible para la estabilidad del régimen como la represión y el espionaje efectuados por
el Ministerio del Amor.
La mutabilidad del pasado es el eje del Ingsoc. Los acontecimientos pretéritos no tienen existencia objetiva,
sostiene el Partido, sino que sobreviven sólo en los documentos y en las memorias de los hombres. El
pasado es únicamente lo que digan los testimonios escritos y la memoria humana. Pero como quiera que el
Partido controla por completo todos los documentos y también la mente de todos sus miembros, resulta que
el pasado será lo que el Partido quiera que sea. También resulta que aunque el pasado puede ser cambiarlo,
nunca lo ha sido en ningún caso concreto. En efecto, cada vez que ha habido que darle nueva forma por las
exigencias del momento, esta nueva versión es ya el pasado y no ha existido ningún pasado diferente. Esto
sigue siendo así incluso cuando -como ocurre a menudo- el mismo acontecimiento tenga que ser alterado,
hasta hacerse irreconocible, varias veces en el transcurso de un año. En cualquier momento se halla el Partido
en posesión de la verdad absoluta y,, naturalmente, lo absoluto no puede haber sido diferente de lo que
es ahora. Se verá, pues, que el control del pasado depende por completo del entrenamiento de la memoria.
La seguridad de que todos los escritos están de acuerdo con el punto de vista ortodoxo que exigen las circunstancias,
no es más que una labor mecánica. Pero también es preciso recordar que los acontecimientos
ocurrieron de la manera deseada. Y si es necesario adaptar de nuevo nuestros recuerdos o falsificar los documentos,
también es necesario olvidar que se ha hecho esto. Este truco puede aprenderse como cualquier
otra técnica mental. La mayoría de los miembros del Partido lo aprenden y desde luego lo consiguen muy
bien todos aquellos que son inteligentes además de ortodoxos. En el antiguo idioma se conoce esta operación
con toda franqueza como «control de la realidad». En neolengua se le llama doplepemar, aunque también
es verdad que doblepensar comprende muchas cosas.
Doblepensar significa el poder, la facultad de sostener dos opiniones contradictorias simultáneamente,
dos creencias contrarias albergadas a la vez en la mente. El intelectual del Partido sabe en qué dirección
han de ser alterados sus recuerdos; por tanto, sabe que está trucando la realidad; pero al mismo tiempo se
satisface a sí mismo por medio del ejercicio del doblepensar en el sentido de que la realidad no queda violada.
Este proceso ha de ser consciente, pues, si no, no se verificaría con la suficiente precisión, pero también
tiene que ser inconsciente para que no deje un sentimiento de falsedad y, por tanto, de culpabilidad. El
doblepensar está arraigando en el corazón mismo del Ingsoc, ya que el acto esencial del Partido es el empleo
del engaño consciente, conservando a la vez la firmeza de propósito que caracteriza a la auténtica honradez.
Decir mentiras a la vez que se cree sinceramente en ellas, olvidar todo hecho que no convenga recordar,
y luego, cuando vuelva a ser necesario, sacarlo del olvido sólo por el tiempo que convenga, negar la
existencia de la realidad objetiva sin dejar ni por un momento de saber que existe esa realidad que se niega...,
todo esto es indispensable. Incluso para usar la palabra doblepensar es preciso emplear el doblepensar.
Porque para usar la palabra se admite que se están haciendo trampas con la realidad. Mediante un nuevo
acto de doblepensar se borra este conocimiento; y así indefinidamente, manteniéndose la mentira siempre
unos pasos delante de la verdad. En definitiva, gracias al doblepensar ha sido capaz el Partido y seguirá
siéndolo durante miles de años- de parar el curso de la Historia.
Todas las oligarquías del pasado han perdido el poder porque se anquilosaron o por haberse reblandecido
excesivamente. O bien se hacían estúpidas y arrogantes, incapaces de adaptarse a las nuevas circunstancias,
y eran vencidas, o bien se volvían liberales y corbardes, haciendo concesiones cuando debieron usar la
fuerza, y también fueron derrotadas. Es decir, cayeron por exceso de consciencia o por pura inconsciencia.
El gran éxito del Partido es haber logrado un sistema de pensamiento en que tanto la consciencia como la
inconsciencia pueden existir simultáneamente. Y ninguna otra base intelectual podría servirle al Partido
para asegurar su permanencia. Si uno ha de gobernar, y de seguir gobernando siempre, es imprescindible
que desquicie el sentido de la realidad. Porque el secreto del gobierno infalible consiste en combinar la
creencia en la propia infalibilidad con la facultad de aprender de los pasados errores.
No es preciso decir que los más sutiles cultivadores del doblepensar son aquellos que lo inventaron y que
saben perfectamente que este sistema es la mejor organización del engaño mental. En nuestra sociedad,
aquellos que saben mejor lo que está ocurriendo son a la vez los que están más lejos de ver al mundo como
realmente es. En general, a mayor comprensión, mayor autoengaño: los más inteligentes son en esto los
menos cuerdos. Un claro ejemplo de ello es que la histeria de guerra aumenta en intensidad a medida que
subimos en la escala social. Aquellos cuya actitud hacia la guerra es más racional son los súbditos de los
territorios disputados. Para estas gentes, la guerra es sencillamente una calamidad continua que pasa por
encima de ellos con movimiento de marea. Para ellos es completamente indiferente cuál de los bandos va a
ganar. Saben que un cambio de dueño significa sólo que seguirán haciendo el mismo trabajo que antes,
pero sometidos a nuevos amos que los tratarán lo mismo que los anteriores. Los trabajadores algo más favorecidos,
a los que llamamos proles, sólo se dan cuenta de un modo intermitente de que hay guerra. Cuando
es necesario se les inculca el frenesí de odio y miedo, pero si se les deja tranquilos son capaces de olvidar
durante largos períodos que existe una guerra. Y en las filas del Partido -sobre todo en las del Partido
Interior hallamos el verdadero entusiasmo bélico. Sólo creen en la conquista del mundo los que saben que
es imposible. Esta peculiar trabazón de elementos opuestos -conocimiento con ignorancia, cinismo con
fanatismo- es una de las características distintivas de la sociedad oceánica. La ideología oficial abunda en
contradicciones incluso cuando no hay razón alguna que las justifique. Así, el Partido rechaza y vivifica
todos los principios que defendió en un principio el movimiento socialista, y pronuncia esa condenación
precisamente en nombre del socialismo. Predica el desprecio de las clases trabajadoras. Un desprecio al que
nunca se había llegado, y a la vez viste a sus miembros con un uniforme que fue en tiempos el distintivo de
los obreros manuales y que fue adoptado por esa misma razón. Sistemáticamente socava la solidaridad de la
familia y al mismo tiempo llama a su jefe supremo con un nombre que es una evocación de la lealtad familiar.
Incluso los nombres de los cuatro ministerios que los gobiernan revelan un gran descaro al tergiversar
deliberadamente los hechos. El Ministerio de la Paz se ocupa de la guerra; El Ministerio de la Verdad, de
las mentiras; el Ministerio del Amor, de la tortura, y el Ministerio de la Abundancia, del hambre. Estas contradicciones
no son accidentales, no resultan de la hipocresía corriente. Son ejercicios de doblepensar. Porque
sólo mediante la reconciliación de las contradicciones es posible retener el mando indefinidamente. Si
no, se volvería al antiguo ciclo. Si la igualdad humana ha de ser evitada para siempre, si los Altos, como los
hemos llamado, han de conservar sus puestos de un modo permanente, será imprescindible que el estado
mental predominante sea la locura controlada.
Pero hay una cuestión que hasta ahora hemos dejado a un lado. A saber: ¿por qué debe ser evitada la
igualdad humana? Suponiendo que la mecánica de este proceso haya quedado aquí claramente descrita,
debemos preguntarnos: ¿cuál es el motivo de este enorme y minucioso esfuerzo planeado para congelar la
historia de un determinado momento?
Llegamos con esto al secreto central. Como hemos visto, la mística del Partido, y sobre todo la del Partido
Interior, depende del doblepensar. Pero a más profundidad aún, se halla el motivo original, el instinto
nunca puesto en duda, el instinto que los llevó por primera vez a apoderarse de los mandos y que produjo el
doblepensar, la Policía del Pensamiento, la guerra continua y todos los demás elementos que se han hecho
necesarios para el sostenimiento del Poder. Este motivo consiste realmente en...
Winston se dio cuenta del silencio, lo mismo que se da uno cuenta de un nuevo ruido. Le parecía que Julia
había estado completamente inmóvil desde hacía un rato. Estaba echada de lado, desnuda de la cintura
para arriba, con su mejilla apoyada en la mano y una sombra oscura atravesándole los ojos. Su seno subía y
bajaba poco a poco y con regularidad.
Julia.
No hubo respuesta.
-Julia, ¿estás despierta?
Silencio. Estaba dormida. Cerró el libro y lo depositó cuidadosamente en el suelo, se echó y estiró la colcha
sobre los dos.
Todavía, pensó, no se había enterado de cuál era el último secreto. Entendía el cómo; no entendía el porqué.
El capítulo 1, como el capítulo III, no le habían enseñado nada que él no supiera. Solamente le habían
servido para sistematizar los conocimientos que ya poseía. Pero después de leer aquellas páginas tenía una
mayor seguridad de no estar loco. Encontrarse en minoría, incluso en minoría de uno solo, no significaba
estar loco. Había la verdad y lo que no era verdad, y si uno se aferraba a la verdad incluso contra el mundo
entero, no estaba uno loco. Un rayo amarillento del sol poniente entraba por la ventana y se aplastaba sobre
la almohada. Winston cerró los ojos. El sol en sus ojos y el suave cuerpo de la muchacha tocando al suyo le
daba una sensación de sueño, fuerza y confianza. Todo estaba bien y él se hallaba completamente seguro
allí. Se durmió con el pensamiento «la cordura no depende de las estadísticas», convencido de que esta
observación contenía una sabiduría profunda.
Winston se encontraba cansadísimo, tan cansado que le parecía estarse convirtiendo en gelatina. Pensó
que su cuerpo no sólo tenía la flojedad de la gelatina, sino su transparencia. Era como si al levantar la mano
fuera a ver la luz a través de ella. Trabajaba tanto que sólo le quedaba una frágil estructura de nervios, huesos
y piel. Todas las sensaciones le parecían ampliadas. Su «mono» le estaba ancho, el suelo le hacía cosquillas
en los pies y hasta el simple movimiento de abrir y cerrar la mano constituía para él un esfuerzo que
le hacía sonar los huesos.
Había trabajado más de noventa horas en cinco días, lo mismo que todos los funcionarios del Ministerio.
Ahora había terminado todo y nada tenía que hacer hasta el día siguiente por la mañana. Podía pasar seis
horas en su refugio y otras nueve en su cama. Bajo el tibio sol de la tarde se dirigió despacio en dirección a
la tienda del señor Charrington, sin perder de vista las patrullas, pero convencido, irracionalmente, de que
aquella tarde no se cernía sobre él ningún peligro. La pesada cartera que llevaba le golpeaba la rodilla a
cada paso. Dentro llevaba el libro, que tenía ya desde seis días antes pero que aún no había abierto. Ni siquiera
lo había mirado.
En el sexto día de la Semana del Odio, después de los ' desfiles, discursos, gritos, cánticos, banderas, películas,
figuras de cera, estruendo de trompetas y tambores, arrastrar de pies cansados, rechinar de tanques,
zumbido de las escuadrillas aéreas, salvas de cañonazos..., después de seis días de todo esto, cuando el gran
orgasmo político llegaba a su punto culminante y el odio general contra Eurasia era ya un delirio tan exacerbado
que si la multitud hubiera podido apoderarse de los dos mil prisioneros de guerra eurasiáticos que
habían sido ahorcados públicamente el último día de los festejos, los habría despedazado..., en ese momento
precisamente se había anunciado que Oceanía no estaba en guerra con Eurasia. Oceanía luchaba ahora
contra Asia Oriental. Eurasia era aliada.
Desde luego, no se reconoció que se hubiera producido ningún engañó. Sencillamente, se hizo saber del
modo más repentino y en todas partes al mismo tiempo que el enemigo no era Eurasia, sino Asia Oriental.
Winston tomaba parte en una manifestación que se celebraba en una de las plazas centrales de Londres en
el momento del cambiazo. Era de noche y todo estaba cegadoramente iluminado con focos. En la plaza
había varios millares de personas, incluyendo mil niños de las escuelas con el uniforme de los Espías. En
una plataforma forrada de trapos rojos, un orador del Partido Interior, un hombre delgaducho y bajito con
unos brazos desproporcionadamente largos y un cráneo grande y calvo con unos cuantos mechones sueltos
atravesados sobre él, arengaba a la multitud. La pequeña figura, retorcida de odio, se agarraba al micrófono
con una mano mientras que con la otra, enorme, al final de un brazo huesudo, daba zarpazos amenazadores
por encima de su cabeza. Su voz, que los altavoces hacían metálica, soltaba una interminable sarta de atrocidades,
matanzas en masa, deportaciones, saqueos, violaciones, torturas de prisioneros, bombardeos de
poblaciones civiles, agresiones injustas, propaganda mentirosa y tratados incumplidos. Era casi imposible
escucharle sin convencerse primero y luego volverse loco. A cada momento, la furia de la multitud hervía
inconteniblemente y la voz del orador era ahogada por una salvaje y bestial gritería que brotaba incontrolablemente
de millares de gargantas. Los chillidos más salvajes eran los de los niños de las escuelas. El
discurso duraba ya unos veinte minutos cuando un mensajero subió apresuradamente a la plataforma y le
entregó a aquel hombre un papelito. Él lo desenrolló y lo leyó sin dejar de hablar. Nada se alteró en su voz
ni en su gesto, ni siquiera en el contenido de lo que decía. Pero, de pronto, los nombres eran diferentes. Sin
necesidad de comunicárselo por palabaras, una oleada de comprensión agitó a la multitud. ¡Oceanía estaba
en guerra con Asia Oriental! Pero, inmediatamente, se produjo una tremenda conmoción. Las banderas, los
carteles que decoraban la plaza estaban todos equivocados. Aquellos no eran los rostros del enemigo. ¡Sabotaje!
¡Los agentes de Goldstein eran los culpables! Hubo una fenomenal algarabía mientras todos se dedicaban
a arrancar carteles y a romper banderas, pisoteando luego los trozos de papel y cartón roto. Los
Espías realizaron prodigios de actividad subiéndose a los tejados para cortar las bandas de tela pintada que
cruzaban la calle. Pero a los dos o tres minutos se había terminado todo. El orador, que no había soltado el
micrófono, seguía vociferando y dando zarpazos al aire. Al minuto siguiente, la masa volvía a gritar su odio
exactamente como antes. Sólo que el objetivo había cambiado.
Lo que más le impresionó a Winston fue que el orador dio el cambiazo exactamente a la mitad de una
frase, no sólo sin detenerse, sino sin cambiar siquiera la construcción de la frase. Pero en aquellos momentos
tenía Winston otras cosas de qué preocuparse. Fue entonces, en medio de la gran algarabía, cuando se le
acercó un desconocido y, dándole un golpecito en un hombro, le dijo: «Perdone, creo que se le ha caído a
usted esta cartera». Winston tomó la cartera sin hablar, como abstraído. Sabía que iban a pasar varios días
sin que pudiera abrirla. En cuanto terminó la manifestación, se fue directamente al Ministerio de la Verdad,
aunque eran ya las veintitrés. Lo mismo hizo todo el personal del Ministerio. En verdad, las órdenes que
repetían continuamente las telepantallas ordenándoles reintegrarse a sus puestos apenas eran necesarias.
Todos sabían lo que les tocaba hacer en tales casos.
Oceanía estaba en guerra con Asia Oriental; Oceanía había estado siempre en guerra con Asia Oriental.
Una gran parte de la literatura política de aquellos cinco años quedaba anticuada, absolutamente inservible.
Documentos e informes de todas clases, periódicos, libros, folletos de propaganda, películas, bandas sonoras,
fotografías... todo ello tenía que ser rectificado a la velocidad del rayo. Aunque nunca se daban órdenes
en estos casos, se sabía que los jefes de departamento deseaban que dentro de una semana no quedara en
toda Oceanía ni una sola referencia a la guerra con Eurasia ni a la alianza con Asia Oriental. El trabajo que
esto suponía era aplastante. Sobre todo porque las operaciones necesarias para realizarlo no se llamaban por
sus nombres verdaderos. En el Departamento de Registro todos trabajaban dieciocho horas de las veinticuatro
con dos turnos de tres horas cada uno para dormir. Bajaron colchones y los pusieron por los pasillos.
Las comidas se componían de sandwiches y café de la Victoria traído en carritos por los camareros de la
cantina: Cada vez que Winston interrumpía el trabajo para uno de sus dos descansos diarios, procuraba
dejarlo todo terminado y que en su mesa no quedaran papeles. Pero cuando volvía al cabo de tres horas, con
el cuerpo dolorido y los ojos hinchados, se encontraba con que otra lluvia de cilindros de papel le había
cubierto la mesa como una nevada, casi enterrando el hablescribe y esparciéndose por el suelo, de modo
que su primer trabajo consistía en ordenar todo aquello para tener sitio donde moverse. Lo peor de todo era
que no se trataba de un trabajo mecánico. A veces bastaba con sustituir un nombre por otro, pero los informes
detallados de acontecimientos exigían mucho cuidado e imaginación.
Incluso los conocimientos geográficos necesarios para trasladar la guerra de una parte del mundo a otra
eran considerables.
Al tercer día le dolían los ojos insoportablemente y tenía que limpiarse las gafas cada cinco minutos. Era
como luchar contra alguna tarea física aplastante, algo que uno tenía derecho a negarse a realizar y que sin
embargo se hacía por una impaciencia neurótica de verlo terminado. Es curioso que no le preocupara el
hecho de que todas las palabras que iba murmurando en el hablescribe, así como cada línea escrita con su
lápiz-pluma, era una mentira deliberada. Lo único que le angustiaba era el temor de que la falsificación no
fuera perfecta, y esto mismo les ocurría a todos sus compañeros. En la mañana del sexto día el aluvión de
cilindros de papel fue disminuyendo. Pasó media hora sin que saliera ninguno por el tubo; luego salió otro
rollo y después nada absolutamente. Por todas partes ocurría igual. Un hondo y secreto suspiro recorrió el
Ministerio. Se acababa de realizar una hazaña que nadie podría mencionar nunca. Era imposible ya que
ningún ser humano pudiera probar documentalmente que la guerra con Eurasia había sucedido. Inesperadamente,
se anunció que todos los trabajadores del Ministerio estaban libres hasta el día siguiente por la mañana.
Era mediodía. Winston, que llevaba todavía la cartera con el libro, la cual había permanecido entre
sus pies mientras trabajaba y debajo de su cuerpo mientras dormía, se fue a casa, se afeitó y casi se quedó
dormido en el baño, aunque el agua estaba casi fría.
Luego, con una sensación voluptuosa, subió las escaleras de la tienda del señor Charrington. Por supuesto,
estaba cansadísimo, pero se la había pasado el sueño. Abrió la ventana, encendió la pequeña y sucia
estufa y puso a calentar un cazo con agua. Julia llegaría en seguida., Mientras la esperaba, tenía el libro.
Sentóse en la desvencijada butaca y desprendió las correas de la cartera.
Era un pesado volumen negro, encuadernado por algún aficionado y en cuya cubierta no había nombre ni
título alguno. La impresión también era algo irregular. Las páginas estaban muy gastadas por los bordes y
el libro se abría con mucha facilidad, como si hubiera pasado por muchas manos. La inscripción de la portada
decía:
TEORIA Y PRACTICA DEL COLECTIVISMO
OLIGÁRQUICO
por
EMMANUEL GOLDSTEIN
Winston empezó a leer:
CAPÍTULO PRIMERO
La ignorancia es la fuerza
Durante todo el tiempo de que se tiene noticia probablemente desde fines del período neolítico- ha habido
en el mundo tres clases de personas: los Altos, los Medianos y los Bajos. Se han subdividido de muchos
modos, han llevado muy diversos nombres y su número relativo, así como la actitud que han guardado unos
hacia otros, ha variado de época en época; pero la estructura esencial de la sociedad nunca ha cambiado.
Incluso después de enormes conmociones y de cambios que parecían irrevocables, la misma estructura ha
vuelto a imponerse, igual que un giroscopio vuelve siempre a la posición de equilibrio por mucho que lo
empujemos en un sentido o en otro.
Los objetivos de estos tres grupos son por completo inconciliables.
Winston interrumpió la lectura, sobre todo para poder disfrutar bien del hecho asombroso de hallarse leyendo
tranquilo y seguro. Estaba solo, sin telepantalla, sin nadie que escuchara por la cerradura, sin sentir
el impulso nervioso de mirar por encima del hombro o de cubrir la página con la mano. Un airecillo suave
le acariciaba la mejilla. De lejos venían los gritos de los niños que jugaban. En la habitación misma no
había más sonido que el débil tictac del reloj, un ruido como de insecto. Se arrellanó más cómodamente en
la butaca y puso los pies en los hierros de la chimenea. Aquello era una bendición, era la eternidad. De
pronto, como suele hacerse cuando sabemos que un libro será leído y releído por nosotros, sintió el deseo
de «calarlo» primero. Así, lo abrió por un sitio distinto y se encontró en el capítulo III. Siguió leyendo:
CAPITULO III
La guerra es la paz
La desintegración del mundo en tres grandes superestados fue un acontecimiento que pudo haber sido
previsto y que en realidad lo fue- antes de mediar el siglo xx. Al ser absorbida Europa por Rusia y el Imperio
Británico por los Estados Unidos, habían nacido ya en esencia dos de los tres poderes ahora existentes,
Eurasia y Oceanía. El tercero, Asia Oriental, sólo surgió como unidad aparte después de otra década de
confusa lucha. Las fronteras entre los tres superestados son arbitrarias en algunas zonas y en otras fluctúan
según los altibajos de la guerra, pero en general se atienen a líneas geográficas. Eurasia comprende toda la
parte norte de la masa terrestre europea y asiática, desde Portugal hasta el Estrecho de Bering. Oceanía
comprende las Américas, las islas del Atlántico, incluyendo a las Islas Británicas, Australasia y África meridional.
Asia Oriental, potencia más pequeña que las otras y con una frontera occidental menos definida,
abarca China y los países que se hallan al sur de ella, las islas del Japón y una amplia y fluctuante porción
de Manchuria, Mongolia y el Tibet.
Estos tres superestados, en una combinación o en otra, están en guerra permanente y llevan así veinticinco
años. Sin embargo, ya no es la guerra aquella lucha desesperada y aniquiladora que era en las primeras
décadas del siglo XX. Es una lucha por objetivos limitados entre combatientes incapaces de destruirse unos
a otros, sin una causa material para luchar y que no se hallan divididos por diferencias ideológicas claras.
Esto no quiere decir que la conducta en la guerra ni la actitud hacia ella sean menos sangrientas ni más caballerosas.
Por el contrario, el histerismo bélico es continuo y universal, y las violaciones, los saqueos, la
matanza de niños, la esclavización de poblaciones enteras y represalias contra los prisioneros hasta el punto
de quemarlos y enterrarlos vivos, se consideran normales, y cuando esto no lo comete el enemigo sino el
bando propio, se estima meritorio. Pero en un sentido físico, la guerra afecta a muy pocas personas, la mayoría
especialistas muy bien preparados, y causa pocas bajas relativamente. Cuando hay lucha, tiene lugar
en confusas fronteras que el hombre medio apenas puede situar en un mapa o en torno a las fortalezas flotantes
que guardan los lugares estratégicos en el mar. En los centros de civilización la guerra no significa
más que una continua escasez de víveres y alguna que otra bomba cohete que puede causar unas veintenas
de víctimas. En realidad, la guerra ha cambiado de carácter. Con más exactitud, puede decirse que ha variado
el orden de importancia de las razones que determinaban una guerra. Se han convertido en dominantes y
son reconocidos conscientemente motivos que ya estaban latentes en las grandes guerras de la primera mitad
del siglo xx.
Para comprender la naturaleza de la guerra actual -pues, a pesar del reagrupamiento que ocurre cada pocos
años, siempre es la misma guerra- hay que darse cuenta en primer lugar de que esa guerra no puede ser
decisiva. Ninguno de los tres superestados podría ser conquistado definitivamente ni siquiera por los otros
dos en combinación. Sus fuerzas están demasiado bien equilibradas. Y sus defensas son demasiado poderosas.
Eurasia está protegida por sus grandes espacios terrestres, Oceanía por la anchura del Atlántico y del
Pacífico, Asia Oriental por la fecundidad y laboriosidad de sus habitantes. Además, ya no hay nada por qué
luchar. Con. las economías autárquicas, la lucha por los mercados, que era una de las causas principales de
las guerras anteriores, ha dejado de tener, sentido, y la competencia por las materias primas ya no es una
cuestión de vida o muerte. Cada uno de los tres superestados es tan inmenso que puede obtener casi todas
las materias que necesita dentro de sus propias fronteras. Si acaso, se propone la guerra el dominio del trabajo.
Entre las fronteras de los superestados, y sin pertenecer de un modo permanente a ninguno de ellos, se
extiende un cuadrilátero, con sus ángulos en Tánger, Brazzaville, Darwin y Hong-Kong, que contiene casi
una quinta parte de la población de la Tierra. Las tres potencias luchan constantemente por la posesión de
estas regiones densamente pobladas, así como por las zonas polares. En la práctica, ningún poder controla
totalmente esa área disputada. Porciones de ella están cambiando a cada momento de manos, y lo que en
realidad determina los súbitos y múltiples cambios de alianzas es la posibilidad de apoderarse de uno u otro
pedazo de tierra mediante una inesperada traición.
Todos esos territorios disputados contienen valiosos minerales y algunos de ellos producen ciertas cosas,
como la goma, que en los climas fríos es preciso sintetizar por métodos relativamente caros. Pero, sobre
todo, proporcionan una inagotable reserva de mano de obra muy barata. La potencia que controle el África
Ecuatorial, los países del Oriente Medio, la India Meridional o el Archipiélago Indonesio, dispone también
de centenares de millones de trabajadores mal pagados y muy resistentes. Los habitantes de esas regiones,
reducidos más o menos abiertamente a la condición de esclavos, pasan continuamente de un conquistador a
otro y son empleados como carbón o aceite en la carrera de armamento, armas que sirven para capturar más
territorios y ganar así más mano de obra, con lo cual se pueden tener más armas que servirán para conquistar
más territorios, y así indefinidamente. Es interesante observar que la lucha nunca sobrepasa los límites
de las zonas disputadas. Las fronteras de Eurasia avanzan y retroceden entre la cuenca del Congo y la orilla
septentrional del Mediterráneo; las islas del Océano índico y del Pacífico son conquistadas y reconquistadas
constantemente por Oceanía y por Asia Oriental; en Mongolia, la línea divisoria entre Eurasia y Asia
Oriental nunca es estable; en tomo al Polo Norte, las tres potencias reclaman inmensos territorios en su
mayor parte inhabitados e inexplorados; pero el equilibrio de poder no se altera apenas con todo ello y el
territorio que constituye el suelo patrio de cada uno de los tres superestados nunca pierde su independencia.
Además, la mano de obra de los pueblos explotados alrededor del Ecuador no es verdaderamente necesaria
para la economía mundial. Nada atañe a la riqueza del mundo, ya que todo lo que produce se dedica a fines
de guerra, y el objeto de prepararse para una guerra no es más que ponerse en situación de emprender otra
guerra. Las poblaciones esclavizadas permiten, con su trabajo, que se acelere el ritmo de la guerra. Pero si
no existiera ese refuerzo de trabajo, la estructura de la sociedad y el proceso por el cual ésta se mantiene no
variarían en lo esencial.
La finalidad principal de la guerra moderna (de acuerdo con los principios del doblepensar) la reconocen
y, a la vez, no la reconocen, los cerebros dirigentes del Partido Interior. Consiste en usar los productos de
las máquinas sin elevar por eso el nivel general de la vida. Hasta fines del siglo xix había sido un problema
latente de la sociedad industrial qué había de hacerse con el sobrante de los artículos de consumo. Ahora,
aunque son pocos los seres humanos que pueden comer lo suficiente, este problema no es urgente y nunca
podría tener caracteres graves aunque no se emplearan procedimientos artificiales para destruir esos productos.
El mundo de hoy, si lo comparamos con el anterior a 1914, está desnudo, hambriento y lleno de
desolación; y aún más si lo comparamos con el futuro que las gentes de aquella época esperaba. A principios
del siglo XX la visión de una sociedad futura increíblemente rica, ordenada, eficaz y con tiempo para
todo -un reluciente mundo antiséptico de cristal, acero y cemento, un mundo de nívea blancura- era el ideal
de casi todas las personas cultas. La ciencia y la tecnología se desarrollaban a una velocidad prodigiosa y
parecía natural que este desarrollo no se interrumpiera jamás. Sin embargo, no continuó el perfeccionamiento,
en parte por el empobrecimiento causado por una larga serie de guerras y revoluciones, y en parte
porque el progreso científico y técnico se basaba en un hábito empírico de pensamiento que no podía existir
en una sociedad estrictamente reglamentada. En conjunto, el mundo es hoy más primitivo que hace cincuenta
años. Algunas zonas secundarias han progresado y se han realizado algunos perfeccionamientos,
ligados siempre a la guerra y al espionaje policíaco, pero los experimentos científicos y los inventos no han
seguido su curso y los destrozos causados por la guerra atómica de los años cincuenta y tantos nunca llegaron
a ser reparados. No obstante, perduran los peligros del maquinismo. Cuando aparecieron las grandes
máquinas, se pensó, lógicamente, que cada vez haría menos falta la servidumbre del trabajo y que esto contribuiría
en gran medida a suprimir las desigualdades en la condición humana. Si las máquinas eran empleadas
deliberadamente con esa finalidad, entonces el hambre, la suciedad, el analfabetismo, las enfermedades
y el cansancio serían necesariamente eliminados al cabo de unas cuantas generaciones. Y, en
realidad, sin ser empleada con esa finalidad, sino sólo por un proceso automático -produciendo riqueza que
no había más remedio que distribuir-, elevó efectivamente la máquina el nivel de vida de las gentes que
vivían a mediados de siglo. Estas gentes vivían muchísimo mejor que las de fines del siglo xix.
Pero también resultó claro que un aumento de bienestar tan extraordinario amenazaba con la destrucción
-era ya, en sí mismo, la destrucción- de una sociedad jerárquica. En un mundo en que todos trabajaran pocas
horas, tuvieran bastante que comer, vivieran en casas cómodas e higiénicas, con cuarto de baño, calefacción
y refrigeraci6n, y poseyera cada uno un auto o quizás un aeroplano, habría desaparecido la forma
más obvia e hiriente de desigualdad. Si la riqueza llegaba a generalizarse, no serviría para distinguir a nadie.
Sin duda, era posible imaginarse una sociedad en que la riqueza, en el sentido de posesiones y lujos
personales, fuera equitativamente distribuida mientras que el poder siguiera en manos de una minoría, de
una pequeña casta privilegiada. Pero, en la práctica, semejante sociedad no podría conservarse estable, porque
si todos disfrutasen por igual del lujo y del ocio, la gran masa de seres humanos, a quienes la pobreza
suele imbecilizar, aprenderían muchas cosas y empezarían a pensar por sí mismos; y si empezaran a reflexionar,
se darían cuenta más pronto o más tarde que la minoría privilegiada no tenía derecho alguno a
imponerse a los demás y acabarían barriéndoles. A la larga, una sociedad jerárquica sólo sería posible basándose
en la pobreza y en la ignorancia. Regresar al pasado agrícola -como querían algunos pensadores de
principios de este siglo- no era una solución práctica, puesto que estaría en contra de la tendencia a la mecanización,
que se había hecho casi instintiva en el mundo entero, y, además, cualquier país que permaneciera
atrasado industrialmente sería inútil en un sentido militar y caería antes o después bajo el dominio de
un enemigo bien armado.
Tampoco era una buena solución mantener la pobreza de las masas restringiendo la producción. Esto se
practicó en gran medida entre 1920 y 1940. Muchos países dejaron que su economía se anquilosara. No se
renovaba el material indispensable para la buena marcha de las industrias, quedaban sin cultivar las tierras,
y grandes masas de población, sin tener en qué trabajar, vivían de la caridad del Estado. Pero también esto
implicaba una debilidad militar, y como las privaciones que infligía eran innecesarias, despertaba inevitablemente
una gran oposición. El problema era mantener en marcha las ruedas de la industria sin aumentar
la riqueza real del mundo. Los bienes habían de ser producidos, pero no distribuidos. Y, en la práctica, la
única manera de lograr esto era la guerra continua.
El acto esencial de la guerra es la destrucción, no forzosamente de vidas humanas, sino de los productos
del trabajo. La guerra es una manera de pulverizar o de hundir en el fondo del mar los materiales que en la
paz constante podrían emplearse para que las masas gozaran de excesiva comodidad y, con ello, se hicieran
a la larga demasiado inteligentes. Aunque las armas no se destruyeran, su fabricación no deja de ser un método
conveniente de gastar trabajo sin producir nada que pueda ser consumido. En una fortaleza flotante,
por ejemplo, se emplea el trabajo que hubieran dado varios centenares de barcos de carga. Cuando se queda
anticuada, y sin haber producido ningún beneficio material para nadie, se construye una nueva fortaleza
flotante mediante un enorme acopio de mano de obra. En principio, el esfuerzo de guerra se planea para
consumir todo lo que sobre después de haber cubierto unas mínimas necesidades de la población. Este mínimo
se calcula siempre en mucho menos de lo necesario, de manera que hay una escasez crónica de casi
todos los artículos necesarios para la vida, lo cual se considera como una ventaja. Constituye una táctica
deliberada mantener incluso a los grupos favorecidos al borde de la escasez, porque un estado general de
escasez aumenta la importancia de los pequeños privilegios y hace que la distinción entre un grupo y otro
resulte más evidente. En comparación con el nivel de vida de principios del siglo XX, incluso los miembros
del Partido Interior llevan una vida austera y laboriosa. Sin embargo, los pocos lujos que disfrutan -un buen
piso, mejores telas, buena calidad del alimento, bebidas y tabaco, dos o tres criados, un auto o un autogiro
privado- los colocan en un mundo diferente del de los miembros del Partido Exterior, y estos últimos poseen
una ventaja similar en comparación con las masas sumergidas, a las que llamamos «los proles». La
atmósfera social es la de una ciudad sitiada, donde la posesión de un trozo de carne de caballo establece la
diferencia entre la riqueza y la pobreza. Y, al mismo tiempo, la idea de que se está en guerra, y por tanto en
peligro, hace que la entrega de todo el poder a una reducida casta parezca la condición natural e inevitable
para sobrevivir.
Se verá que la guerra no sólo realiza la necesaria distinción, sino que la efectúa de un modo aceptable
psicológicamente. En principio, sería muy sencillo derrochar el trabajo sobrante construyendo templos y
pirámides, abriendo zanjas y volviéndolas a llenar o incluso produciendo inmensas cantidades de bienes y
prendiéndoles fuego. Pero esto sólo daría la base económica y no la emotiva para una sociedad jerarquizada.
Lo que interesa no es la moral de las masas, cuya actitud no importa mientras se hallen absorbidas por
su trabajo, sino la moral del Partido mismo. Se espera que hasta el más humilde de los miembros del Partido
sea competente, laborioso e incluso inteligente -siempre dentro de límites reducidos, claro está-, pero
siempre es preciso que sea un fanático ignorante y crédulo en el que prevalezca el miedo, el odio, la adulación
y una continua sensación orgiástica de triunfo. En otras palabras, es necesario que ese hombre posea la
mentalidad típica de la guerra. No importa que haya o no haya guerra y, ya que no es posible una victoria
decisiva, tampoco importa si la guerra va bien o mal. Lo único preciso es que exista un estado de guerra. La
desintegración de la inteligencia especial que el Partido necesita de sus miembros, y que se logra mucho
mejor en una atmósfera de guerra, es ya casi universal, pero se nota con más relieve a medida que subimos
en la escala jerárquica. Precisamente es en el Partido Interior donde la histeria bélica y el odio al enemigo
son más intensos. Para ejercer bien sus funciones administrativas, se ve obligado con frecuencia el miembro
del Partido Interior a saber que esta o aquella noticia de guerra es falsa y puede saber muchas veces que
una pretendida guerra o no existe o se está realizando con fines completamente distintos a los declarados.
Pero ese conocimiento queda neutralizado fácilmente mediante la técnica del doblepensar. De modo que
ningún miembro del Partido Interior vacila ni un solo instante en su creencia mística de que la guerra es una
realidad y que terminará victoriosamente con el dominio indiscutible de Oceanía sobre el mundo entero.
Todos los miembros del Partido Interior creen -en esta futura victoria total como en un artículo de fe. Se
conseguirá, o bien paulatinamente mediante la adquisición de más territorios sobre los que se basará una
aplastante preponderancia, o bien por el descubrimiento de algún arma secreta. Continúa sin cesar la búsqueda
de nuevas armas, y ésta es una de las poquísimas actividades en que todavía pueden encontrar salida
la inventiva y las investigaciones científicas. En la Oceanía de hoy la ciencia -en su antiguo sentido- ha
dejado casi de existir. En neolengua no hay palabra para ciencia. El método empírico de pensamiento, en el
cual se basaron todos los adelantos científicos del pasado, es opuesto a los principios fundamentales de
Ingsoc. E incluso el progreso técnico sólo existe cuando sus productos pueden ser empleados para disminuir
la libertad humana.
Las dos finalidades del Partido son conquistar toda la superficie de la Tierra y extinguir de una vez para
siempre la posibilidad de toda libertad del pensamiento. Hay, por tanto, dos grandes problemas que ha de
resolver el Partido. Uno es el de descubrir, contra la voluntad del interesado, lo que está pensando determinado
ser humano, y el otro es cómo suprimir, en pocos segundos y sin previo aviso, a varios centenares de
millones de personas. Éste es el principal objetivo de las investigaciones científicas. El hombre de ciencia
actual es una mezcla de psicólogo y policía que estudia con extraordinaria minuciosidad el significado de
las expresiones faciales, gestos y tonos de voz, los efectos de las drogas que obligan a decir la verdad, la
terapéutica del shock, del hipnotismo y de la tortura física; y si es un químico, un físico o un biólogo, sólo
se preocupará por aquellas ramas que dentro de su especialidad sirvan para matar. En los grandes laboratorios
del Ministerio de la Paz, en las estaciones experimentales ocultas en las selvas brasileñas, en el desierto
australiano o en las islas perdidas del Antártico, trabajan incansablemente los equipos técnicos. Unos se
dedican sólo a planear la logística de las guerras futuras; otros, a idear bombas cohete cada vez mayores,
explosivos cada vez más poderosos y corazas cada vez más impenetrables; otros buscan gases más mortíferos
o venenos que puedan ser producidos en cantidades tan inmensas que destruyan la vegetación de todo
un continente, o cultivan gérmenes inmunizados contra todos los posibles antibióticos; otros se esfuerzan
por producir un vehículo que se abra paso por la tierra como un submarino bajo el agua, o un aeroplano tan
independiente de su base como un barco en el mar, otros exploran posibilidades aún más remotas, como la
de concentrar los rayos del sol mediante gigantescas lentes suspendidas en el espacio a miles de kilómetros,
o producir terremotos artificiales utilizando el calor del centro de la Tierra.
Pero ninguno de estos proyectos se aproxima nunca a su realización, y ninguno de los tres superestados
adelanta a los otros dos de un modo definitivo. Lo más notable es que las tres potencias tienen ya, con la
bomba atómica, un arma mucho más poderosa que cualquiera de las que ahora tratan de convertir en realidad.
Aunque el Partido, según su costumbre, quiere atribuirse el invento, las bombas atómicas aparecieron
por primera vez a principios de los años cuarenta y tantos de este siglo y fueron usadas en gran escala unos
diez años después. En aquella época cayeron unos centenares de bombas en los centros industriales, principalmente
de la Rusia Europea, Europa Occidental y Norteamérica. El objeto perseguido era convencer a los
gobernantes de todos los países que unas cuantas bombas más terminarían con la sociedad organizada y por
tanto con su poder. A partir de entonces, y aunque no se llegó a ningún acuerdo formal, no se arrojaron más
bombas atómicas. Las potencias actuales siguen produciendo bombas atómicas y almacenándolas en espera
de la oportunidad decisiva que todos creen llegará algún día. Mientras tanto, el arte de la guerra ha permanecido
estacionado durante treinta o cuarenta años. Los autogiros se usan más que antes, los aviones de
bombardeo han sido sustituidos en gran parte por los proyectiles autoimpulsados y el frágil tipo de barco de
guerra fue reemplazado por las fortalezas flotantes, casi imposibles de hundir. Pero, aparte de ello, apenas
ha habido adelantos bélicos. Se siguen usando el tanque, el submarino, el torpedo, la ametralladora e incluso
el rifle y la granada de mano. Y, a pesar de las interminables matanzas comunicadas por la Prensa y las
telepantallas, las desesperadas batallas de las guerras anteriores -en las cuales morían en pocas semanas
centenares de miles e incluso millones de hombres- no han vuelto a repetirse.
Ninguno de los tres superestados intenta nunca una maniobra que suponga el riesgo de una seria derrota.
Cuando se lleva a cabo una operación de grandes proporciones, suele tratarse de un ataque por sorpresa
contra un aliado. La estrategia que siguen los tres superestados -o que pretenden seguir-- es la misma. Su
plan es adquirir, mediante una combinación, un anillo de bases que rodee completamente a uno de los estados
rivales para firmar luego un pacto de amistad con ese rival y seguir en relaciones pacíficas con él durante
el tiempo que sea preciso para que se confíen. En este tiempo, se almacenan bombas atómicas en los
sitios estratégicos. Esas bombas, cargadas en los cohetes, serán disparadas algún día simultáneamente, con
efectos tan devastadores que no habrá posibilidad de respuesta. Entonces se firmará un pacto de amistad
con la otra potencia, en preparación de un nuevo ataque. No es preciso advertir que este plan es un ensueño
de imposible realización. Nunca hay verdadera lucha a no ser en las zonas disputadas en el Ecuador y en
los Polos: no hay invasiones del territorio enemigo. Lo cual explica que en algunos sitios sean arbitrarias
las fronteras entre los superestados. Por ejemplo, Eurasia podría conquistar fácilmente las Islas Británicas,
que forman parte, geográficamente, de Europa, y también sería posible para Oceanía avanzar sus fronteras
hasta el Rin e incluso hasta el Vístula. Pero esto violaría el principio -seguido por todos los bandos, aunque
nunca formulado- de la integridad cultural. Así, si Oceanía conquistara las áreas que antes se conocían con
los nombres de Francia y Alemania, sería necesario exterminar a todos sus habitantes -tarea de gran dificultad
físicao asimilarse una población de un centenar de millones de personas que, en lo técnico, están a la
misma altura que los oceánicos. El problema es el mismo para todos los superestados, siendo absolutamente
imprescindible que su estructura no entre en contacto con extranjeros, excepto en reducidas proporciones
con prisioneros de guerra y esclavos de color. Incluso el aliado oficial del momento es considerado
con mucha suspicacia. El ciudadano medio de Oceanía nunca ve a un ciudadano de Eurasia ni de Asia
Oriental -aparte de los prisioneros- y se le prohibe que aprenda lenguas extranjeras. Si se le permitiera entrar
en relación con extranjeros, descubriría que son criaturas iguales a él en lo esencial y que casi todo lo
que se le ha dicho sobre ellos es una sarta de mentiras. Se rompería así el mundo cerrado en que vive y quizá
desaparecieran él miedo, el odio y la rigidez fanática en que se basa su moral. Se admite, por tanto, en
los tres Estados que por mucho que cambien de manos Persia, Egipto, Java o Ceilán, las fronteras principales
nunca podrán ser cruzadas más que por las bombas.
Bajo todo esto hallamos un hecho al que nunca se alude, pero admitido tácitamente y sobre el que se basa
toda conducta oficial, a saber: que las condiciones de vida de los tres superestados son casi las mismas. En
Oceanía prevalece la ideología llamada Ingsoc, en Eurasia el neobolchevismo y en Asia Oriental lo que se
conoce por un nombre chino que suele traducirse por «adoración de la muerte», pero que quizá quedaría
mejor expresado como «desaparición del yo». Al ciudadano de Oceanía no se le permite saber nada de las
otras dos ideologías, pero se le enseña a condenarlas como bárbaros insultos contra la moralidad y el sentido
común. La verdad es que apenas pueden distinguirse las tres ideologías, y los sistemas sociales que ellas
soportan son los mismos. En los tres existe la misma estructura piramidal, idéntica adoración a un jefe semidivino,
la misma economía orientada hacia una guerra continua. De ahí que no sólo no puedan conquistarse
mutuamente los tres superestados, sino que no tendrían ventaja alguna si lo consiguieran. Por el contrario,
se ayudan mutuamente manteniéndose en pugna. Y los grupos dirigentes de las tres Potencias saben
y no saben, a la vez, lo que están haciendo. Dedican sus vidas a la conquista del mundo, pero están convencidos
al mismo tiempo de que es absolutamente necesario que la guerra continúe eternamente sin ninguna
victoria definitiva. Mientras tanto, el hecho de que no hay peligro de conquista hace posible la denegación
sistemática de la realidad, que es la característica principal del Ingsoc y de sus sistemas rivales. Y aquí
hemos de repetir que, al hacerse continua, la guerra ha cambiado fundamentalmente de carácter.
En tiempos pasados, una guerra, casi por definición, era algo que más pronto o más tarde tenía un final;
generalmente, una clara victoria o una derrota indiscutible. Además, en el pasado, la guerra era uno de los
principales instrumentos con que se mantenían las sociedades humanas en contacto con la realidad física.
Todos los gobernantes de todas las épocas intentaron imponer un falso concepto del mundo a sus súbditos,
pero no podían fomentar ilusiones que perjudicasen la eficacia militar. Como quiera que la derrota significaba
la pérdida de la independencia o cualquier otro resultado indeseable, habían de tomar serias precauciones
para evitar la derrota. Estos hechos no podían ser ignorados. Aun admitiendo que en filosofía, en
ciencia, en ética o en política dos y dos pudieran ser cinco, cuando se fabricaba un cañón o un aeroplano
tenían que ser cuatro. Las naciones mal preparadas acababan siempre siendo conquistadas, y la lucha por
una mayor eficacia no admitía ilusiones. Además, para ser eficaces había que aprender del pasado, lo cual
suponía estar bien enterado de lo ocurrido en épocas anteriores. Los periódicos y los libros de historia eran
parciales, naturalmente, pero habría sido imposible una falsificación como la que hoy se realiza. La guerra
era una garantía de cordura. Y respecto a las clases gobernantes, era el freno más seguro. Nadie podía ser,
desde el poder, absolutamente irresponsable desde el momento en que una guerra cualquiera podía ser ganada
o perdida.
Pero cuando una guerra se hace continua, deja de ser peligrosa porque desaparece toda necesidad militar.
El progreso técnico puede cesar y los hechos más palpables pueden ser negados o descartados como cosas
sin importancia. Lo único eficaz en Oceanía es la Policía del Pensamiento. Como cada uno de los tres superestados
es inconquistable, cada uno de ellos es, por tanto, un mundo separado dentro del cual puede ser
practicada con toda tranquilidad cualquier perversión mental. La realidad sólo ejerce su presión sobre las
necesidades de la vida cotidiana: la necesidad de comer y de beber, de vestirse y tener un techo, de no beber
venenos ni caerse de las ventanas, etc... Entre la vida y la muerte, y entre el placer físico y el dolor físico,
sigue habiendo una distinción, pero eso es todo. Cortados todos los contactos con el mundo exterior y
con el pasado, el ciudadano de Oceanía es como un hombre en el espacio interestelar, que no tiene manera
de saber por dónde se va hacia arriba y por dónde hacia abajo. Los gobernantes de un Estado como éste son
absolutos como pudieran serlo los faraones o los césares. Se ven obligados a evitar que sus gentes se mueran
de hambre en cantidades excesivas, y han de mantenerse al mismo nivel de baja técnica militar que sus
rivales. Pero, una vez conseguido ese mínimo, pueden retorcer y deformar la realidad dándole la forma que
se les antoje.
Por tanto, la guerra de ahora, comparada con las antiguas, es una impostura. Se podría comparar esto a
las luchas entre ciertos rumiantes cuyos cuernos están colocados de tal manera que no pueden herirse. Pero
aunque es una impostura, no deja de tener sentido. Sirve para consumir el sobrante de bienes y ayuda a
conservarla atmósfera mental imprescindible para una sociedad jerarquizada. Como se ve, la guerra es ya
sólo un asunto de política interna. En el pasado, los grupos dirigentes de todos los países, aunque reconocieran
sus propios intereses e incluso los de sus enemigos y gritaran en lo posible la destructividad de la
guerra, en definitiva luchaban unos contra otros y el vencedor aplastaba al vencido. En nuestros días río
luchan unos contra otros, sino cada grupo dirigente contra sus propios súbditos, y el objeto de la guerra no
es conquistar territorio ni defenderlo, sino mantener intacta la estructura de la sociedad. Por lo tanto, la palabra
guerra se ha hecho equívoca. Quizá sería acertado decir que la guerra, al hacerse continua, ha dejado
de existir. La presión que ejercía sobre los seres humanos entre la Edad neolítica y principios del siglo XX
ha desaparecido, siendo sustituida por algo completamente distinto. El efecto sería muy parecido si los tres
superestados, en vez de pelear cada uno con los otros, llegaran al acuerdo -respetándolo- de vivir en paz
perpetua sin traspasar cada uno las fronteras del otro. En ese caso, cada uno de ellos seguiría siendo un
mundo cerrado libre de la angustiosa influenció del peligro externo. Una paz que fuera de verdad permanente
sería lo mismo que una guerra permanente. Éste es el sentido verdadero (aunque la mayoría de los
miembros del Partido lo entienden sólo de un modo superficial) de la consigna del Partido: la guerra es la
paz.
Winston dejó de leer un momento. A una gran distancia había estallado una bomba. La inefable sensación
de estar leyendo el libro prohibido, en una habitación sin telepantalla, seguía llenándolo de satisfacción.
La soledad y la seguridad eran sensaciones físicas, mezcladas por el cansancio de su cuerpo, la suavidad
de la alfombra, la caricia de la débil brisa que entraba por la ventana... El libro le fascinaba o, más
exactamente, lo tranquilizaba. En cierto sentido, no le enseñaba nada nuevo, pero esto era una parte de su
encanto. Decía lo que el propio Winston podía haber dicho, si le hubiera sido posible ordenar sus propios
pensamientos y darles una clara expresión. Este libro era el producto de una mente semejante a la suya,
pero mucho más poderosa, más sistemática y libre de temores. Pensó Winston que los mejores libros son
los que nos dicen lo que ya sabemos. Había vuelto al capítulo 1 cuando oyó los pasos de Julia en la escalera.
Se levantó del sillón para salirle al encuentro. Julia entró en ese momento, tiró su bolsa al suelo y se
lanzó a los brazos de él. Hacía más de una semana que no se habían visto.
-Tengo el libro -dijo Winston en cuanto se apartaron.
-¿Ah, sí? Muy bien -dijo ella sin gran interés y casi inmediatamente se arrodilló junto a la estufa para
hacer café.
No volvieron a hablar del libro hasta después de media hora de estar en la cama. La tarde era bastante
fresca para que mereciera la pena cerrar la ventana. De abajo llegaban las habituales canciones y el ruido de
botas sobre el empedrado. La mujer de los brazos rojizos parecía no moverse del patio. A todas horas del
día estaba lavando y tendiendo ropa. Julia tenía sueño, Winston volvió a coger el libro, que estaba en el
suelo, y se sentó apoyando la espalda en la cabecera de la cama.
-Tenemos que leerlo elijo-. Y tú también. Todos los miembros de la Hermandad deben leerlo.
-Léelo tú --dijo Julia con los ojos cerrados-. Léelo en voz alta. Así es mejor. Y me puedes explicar los
puntos difíciles.
El viejo reloj marcaba las seis, o sea, las dieciocho. Disponían de tres o cuatro horas más. Winston se puso
el libro abierto sobre las rodillas en ángulo y empezó a leer:
CAPITULO PRIMERO
La ignorancia es la fuerza
»Durante todo el tiempo de que se tiene noticia, probablemente desde fines del período neolítico, ha
habido en el mundo tres clases de personas: los Altos, los Medianos y los Bajos. Se han subdividido de
muchos modos, han llevado muy diversos nombres y su número relativo, así como la actitud que han guardado
unos hacia otros, han variado de época en época; pero la estructura esencial de la sociedad nunca ha
cambiado. Incluso después de enormes conmociones y de cambios que parecían irrevocables, la misma
estructura ha vuelto a imponerse, igual que un giroscopio vuelve siempre a la posición de equilibrio por
mucho que lo empujemos en un sentido o en otro.
-Julia, ¿estás despierta? -dijo Winston.
-Sí, amor mío, te escucho. Sigue. Es maravilloso.
Winston continuó leyendo:
Los fines de estos tres grupos son inconciliables. Los Altos quieren quedarse donde están. Los Medianos
tratan de arrebatarles sus puestos a los Altos. La finalidad de los Bajos, cuando la tienen -porque su principal
característica es hallarse aplastados por las exigencias de la vida cotidiana-, consiste en abolir todas las
distinciones y crear una sociedad en que todos los hombres sean iguales. Así, vuelve a presentarse continuamente
la misma lucha social. Durante largos períodos, parece que los Altos se encuentran muy seguros
en su poder, pero siempre llega un momento en que pierden la confianza en sí mismos o se debilita su capacidad
para gobernar, o ambas cosas a la vez. Entonces son derrotados por los Medianos, que llevan junto
a ellos a los Bajos porque les han asegurado que ellos representan la libertad y la justicia. En cuanto logran
sus objetivos, los Medianos abandonan a los Bajos y los relegan a su antigua posición de servidumbre, convirtiéndose
ellos en los Altos. Entonces, un grupo de los Medianos se separa de los demás y empiezan a
luchar entre ellos. De los tres grupos, solamente los Bajos no logran sus objetivos ni siquiera transitoriamente.
Sería exagerado afirmar que en toda la Historia no ha habido progreso material. Aun hoy, en un
período de decadencia, el ser humano se encuentra mejor que hace unos cuantos siglos. Pero ninguna reforma
ni revolución alguna han conseguido acercarse ni un milímetro a la igualdad humana. Desde el punto
de vista de los Bajos, ningún cambio histórico ha significado mucho más que un cambio en el nombre de
sus amos.
A fines del siglo XIX eran muchos los que habían visto claro este juego. De ahí que surgieran escuelas
del pensamiento que interpretaban la Historia como un proceso cíclico y aseguraban que la desigualdad era
la ley inalterable de la vida humana. Desde luego, esta doctrina ha tenido siempre sus partidarios, pero se
había introducido un cambio significativo. En el pasado, la necesidad de una forma jerárquica de la sociedad
había sido la doctrina privativa de los Altos. Fue defendida por reyes, aristócratas, jurisconsultos, etc.
Los Medianos, mientras luchaban por el poder, utilizaban términos como «libertad», «justicia» y «fraternidad
». Sin embargo, el concepto de la fraternidad humana empezó a ser atacado por individuos que todavía
no estaban en el Poder, pero que esperaban estarlo pronto. En el pasado, los Medianos hicieron revoluciones
bajo la bandera de la igualdad, pero se limitaron a imponer una nueva tiranía apenas desaparecida la
anterior. En cambio, los nuevos grupos de Medianos proclamaron de antemano su tiranía. El socialismo,
teoría que apareció a principios del siglo XIX y que fue el último eslabón de una cadena que se extendía
hasta las rebeliones de esclavos en la Antigüedad, seguía profundamente infestado por las viejas utopías.
Pero a cada variante de socialismo aparecida a partir de 1900 se abandonaba más abiertamente la pretensión
de establecer la libertad y la igualdad. Los nuevos movimientos que surgieron a mediados del siglo,
Ingsoc en Oceanía, neobolchevismo en Eurasia y adoración de la muerte en Asia oriental, tenían como finalidad
consciente la perpetuación de la falta de libertad y de la desigualdad social. Estos nuevos movimientos,
claro está, nacieron de los antiguos y tendieron a conservar sus nombres y aparentaron respetar sus
ideologías. Pero el propósito de todos ellos era sólo detener el progreso e inmovilizar a la Historia en un
momento dado. El movimiento de péndulo iba a ocurrir una vez más y luego a detenerse. Como de costumbre,
los Altos serían desplazados por los Medianos, que entonces se convertirían a su vez en Altos, pero
esta vez, por una estrategia consciente, estos últimos Altos conservarían su posición permanentemente.
Las nuevas doctrinas surgieron en parte a causa de la acumulación de conocimientos históricos y del aumento
del sentido histórico, que apenas había existido antes del siglo XIX. Se entendía ya el movimiento
cíclico de la Historia, o parecía entenderse; y al ser comprendido podía ser también alterado. Pero la causa
principal y subyacente era que ya a principios del siglo xx era técnicamente posible la igualdad humana.
Seguía siendo cierto que los hombres no eran iguales en sus facultades innatas y que las funciones habían
de especializarse de modo que favorecían inevitablemente a unos individuos sobre otros; pero ya no eran
precisas las diferencias de clase ni las grandes diferencias de riqueza. Antiguamente, las diferencias de clase
no sólo habían sido inevitables, sino deseables. La desigualdad era el precio de la civilización. Sin embargo,
el desarrollo del maquinismo iba a cambiar esto. Aunque fuera aún necesario que los seres humanos
realizaran diferentes clases de trabajo, ya no era preciso que vivieran en diferentes niveles sociales o económicos.
Por tanto, desde el punto de vista de los nuevos grupos que estaban a punto de apoderarse del
mando, no era ya la igualdad humana un ideal por el que convenía luchar, sino un peligro que había de ser
evitado. En épocas más antiguas, cuando una sociedad justa y pacífica no era posible, resultaba muy fácil
creer en ella. La idea de un paraíso terrenal en el que los hombres vivirían como hermanos, sin leyes y sin
trabajo agotador, estuvo obsesionando a muchas imaginaciones durante miles de años. Y esta visión tuvo
una cierta importancia incluso entre los grupos que de hecho se aprovecharon de cada cambio histórico.
Los herederos de la Revolución francesa, inglesa y americana habían creído parcialmente en sus frases sobre
los derechos humanos, libertad de expresión, igualdad ante la ley y demás, e incluso se dejaron influir
en su conducta por algunas de ellas hasta cierto punto. Pero hacia la década cuarta del siglo XX todas las
corrientes de pensamiento, político eran autoritarias. Pero ese paraíso terrenal quedó desacreditado precisamente
cuando podía haber sido realizado, y en el segundo cuarto del siglo xx volvieron a ponerse en
práctica procedimientos que ya no se usaban desde hacía siglos: encarcelamiento sin proceso, empleo de
los prisioneros de guerra como esclavos, ejecuciones públicas, tortura para extraer confesiones, uso de rehenes
y deportación de poblaciones en masa. Todo esto se hizo habitual y fue defendido por individuos
considerados como inteligentes y avanzados. Los nuevos sistemas políticos se basaban en la jerarquía y la
regimentación.
Después de una década de guerras nacionales, guerras civiles, revoluciones y contrarrevoluciones en todas
partes del mundo, surgieron el Ingsoc y sus rivales cómo teorías políticas inconmovibles. Pero ya las
habían anunciado los varios sistemas, generalmente llamados totalitarios, que aparecieron durante el segundo
cuarto de siglo y se veía claramente el perfil que había de tener el mundo futuro. La nueva aristocracia
estaba formada en su mayoría por burócratas, hombres de ciencia, técnicos, organizadores sindicales,
especialistas en propaganda, sociólogos, educadores, periodistas y políticos profesionales. Esta gente, cuyo
origen estaba en la clase media asalariada y en la capa superior de la clase obrera, había sido formada y
agrupada por el mundo inhóspito de la industria monopolizada y el gobierno centralizado. Comparados con
los miembros de las clases dirigentes en el pasado, esos hombres eran menos avariciosos, les tentaba menos
el lujo y más el placer de mandar, y, sobre todo, tenían más consciencia de lo que estaban haciendo y se
dedicaban con mayor intensidad a aplastar a la oposición. Esta última diferencia era esencial. Comparadas
con la que hoy existe, todas las tiranías del pasado fueron débiles e ineficaces. Los grupos gobernantes se
hallaban contagiados siempre en cierta medida por las ideas liberales y no les importaba dejar cabos sueltos
por todas partes. Sólo se preocupaban por los actos realizados y no se interesaban por lo que los súbditos
pudieran pensar. En parte, esto se debe a que en el pasado ningún Estado tenía el poder necesario para someter
a todos sus ciudadanos a una vigilancia constante. Sin embargo, el invento de la imprenta facilitó
mucho el manejo de la opinión pública, y el cine y la radio contribuyeron en gran escala a acentuar este
proceso. Con el desarrollo de la televisión y el adelanto técnico que hizo posible recibir y transmitir simultáneamente
en el mismo aparato, terminó la vida privada. Todos los ciudadanos, o por lo menos todos
aquellos ciudadanos que poseían la suficiente importancia para que mereciese la pena vigilarlos, podían ser
tenidos durante las veinticuatro horas del día bajo la constante observación de la policía y rodeados sin cesar
por la propaganda oficial, mientras que se les cortaba toda comunicación con el mundo exterior.
Por primera vez en la Historia existía la posibilidad de forzar a los gobernados, no sólo a una completa
obediencia a la voluntad del Estado, sino a la completa uniformidad de opinión.
Después del período revolucionario entre los años cincuenta y tantos y setenta, la sociedad volvió a agruparse
como siempre, en Altos, Medios y Bajos. Pero el nuevo grupo de Altos, a diferencia de sus predecesores,
no actuaba ya por instinto, sino que sabía lo que necesitaba hacer para salvaguardar su posición. Los
privilegiados se habían dado cuenta desde hacía bastante tiempo de que la base más segura para la oligarquía
es el colectivismo. La riqueza y los privilegios se defienden más fácilmente cuando se poseen conjuntamente.
La llamada «abolición de la propiedad privada», que ocurrió a mediados de esté siglo, quería
decir que la propiedad iba a concentrarse en un número mucho menor de manos que anteriormente, pero
con esta diferencia: que los nuevos dueños constituirían un grupo en vez de una masa de individuos. Individualmente,
ningún miembro del Partido posee nada, excepto insignificantes objetos de uso personal. Colectivamente,
el Partido es el dueño de todo lo que hay en Oceanía, porque lo controla todo y dispone de los
productos como mejor se le antoja. En los años que siguieron a la Revolución pudo ese grupo tomar el
mando sin encontrar apenas oposición porque todo el proceso fue presentado como un acto de colectivización.
Siempre se había dado por cierto que si la clase capitalista era expropiada, el socialismo se impondría,
y era un hecho que los capitalistas habían sido expropiados. Las fábricas, las minas, las tierras, las casas,
los medios de transporte, todo se les había quitado, y como todo ello dejaba de ser propiedad privada, era
evidente que pasaba a ser propiedad pública. El Ingsoc, procedente del antiguo socialismo y que había
heredado su fraseología, realizó los principios fundamentales de ese socialismo, con el resultado, previste y
deseado, de que la desigualdad económica se hizo permanente.
Pero los problemas que plantea la perpetuación de una sociedad jerarquizada son mucho más complicados.
Sólo hay cuatro medios de que un grupo dirigente sea derribado del Poder. O es vencido desde fuera, o
gobierna tan ineficazmente que las masas se le rebelan, o permite la formación de un grupo medio que lo
pueda desplazar, o pierde la confianza en sí mismo y la voluntad de mando. Estas causas no operan sueltas,
y por lo general se presentan las cuatro combinadas en cierta medida. El factor que decide en última instancia
es la actitud mental de la propia clase gobernante.
Después de mediados del siglo XX, el primer peligro había desaparecido. No había posibilidad de una
derrota infligida por una potencia enemiga. Cada uno de los tres superestados en que ahora se divide el
mundo es inconquistable, y sólo podría llegar a ser conquistado por lentos cambios demográficos, que un
Gobierno con amplios poderes puede evitar muy fácilmente. El segundo peligro es sólo teórico. Las masas
nunca se levantan por su propio impulso y nunca lo harán por la sola razón de que están oprimidas. Las crisis
económicas del pasado fueron absolutamente innecesarias y ahora no se tolera que ocurran, pero de todos
modos ninguna razón de descontento podrá tener ahora resultados políticos, ya que no hay modo de
que el descontento se articule. En cuanto al problema de la superproducción, que ha estado latente en nuestra
sociedad desde el desarrollo del maquinismo, queda resuelto por el recurso de la guerra continua (véase
el capítulo III), que es también necesaria para mantener la moral pública a un elevado nivel. Por tanto, desde
el punto de vista de nuestros actuales gobernantes, los únicos peligros auténticos son la aparición de un
nuevo grupo de personas muy capacitadas y ávidas de poder o el crecimiento del espíritu liberal y del escepticismo
en las propias filas gubernamentales. O sea, todo se reduce a un problema de educación, a moldear
continuamente la mentalidad del grupo dirigente y del que se halla: inmediatamente debajo de él. En
cambio, la consciencia de las masas sólo ha de ser influida de un modo negativo.
Con este fondo se puede deducir la estructura general de la sociedad de Oceanía. En el vértice de la pirámide
está el Gran Hermano. Éste es infalible y todopoderoso. Todo triunfo, todo descubrimiento científico,
toda sabiduría, toda felicidad, toda virtud, se considera que procede directamente de su inspiración y de
su poder. Nadie ha visto nunca al Gran Hermano. Es una cara en los carteles, una voz en la telepantalla.
Podemos estar seguros de que nunca morirá y no hay manera de saber cuándo nació. El Gran Hermano es
la concreción con que el Partido se presenta al mundo. Su función es actuar como punto de mira para todo
amor, miedo o respeto, emociones que se sienten con mucha mayor facilidad hacia un individuo que hacia
una organización. Detrás del Gran Hermano se halla el Partido Interior, del cual sólo forman parte seis millones
de personas, o sea, menos del seis por ciento de la población de Oceanía. Después del Partido Interior,
tenemos el Partido Exterior; y si el primero puede ser descrito como «el cerebro del Estado», el segundo
pudiera ser comparado a las manos. Más abajo se encuentra la masa amorfa de los proles, que constituyen
quizá el 85 por ciento de la población. En los términos de nuestra anterior clasificación, los proles son
los Bajos. Y las masas de esclavos procedentes de las tierras ecuatoriales, que pasan constantemente de
vencedor a vencedor (no olvidemos que «vencedor» sólo debe ser tomado de un modo relativo) y no forman
parte de la población propiamente dicha.
En principio, la pertenencia a estos tres grupos no es hereditaria. No se considera que un niño nazca dentro
del Partido Interior porque sus padres pertenezcan a él. La entrada en cada una de las ramas del Partido
se realiza mediante examen a la edad de dieciséis años. Tampoco hay prejuicios raciales ni dominio de una
provincia sobre otra. En los más elevados puestos del Partido encontramos judíos, negros, sudamericanos
de pura sangre india, y los dirigentes de cualquier zona proceden siempre de los habitantes de esa área. En
ninguna parte de Oceanía tienen sus habitantes la sensación de ser una población colonial regida desde una
capital remota. Oceanía no tiene capital y su jefe titular es una persona cuya residencia nadie conoce. No
está centralizada en modo alguno, aparte de que el inglés es su principal lingua franca y que la neolengua
es su idioma oficial. Sus gobernantes no se hallan ligados por lazos de sangre, sino por la adherencia a una
doctrina común. Es verdad que nuestra sociedad se compone de estratos -una división muy rígida en estratos-
ateniéndose a lo que a primera vista parecen normas hereditarias. Hay mucho menos intercambio entre
los diferentes grupos de lo que había en la época capitalista o en las épocas preindustriales. Entre las dos
ramas del Partido se verifica algún intercambio, pero solamente lo necesario para que los débiles sean excluidos
del Partido Interior y qué los miembros ambiciosos del Partido Exterior pasen a ser inofensivos al
subir de categoría. En la práctica, los proletarios no pueden entrar en el Partido. Los más dotados de ellos,
que podían quizá constituir un núcleo de descontentos, son fichados por la Policía del Pensamiento y eliminados.
Pero semejante estado de cosas no es permanente ni de ello se hace cuestión de principio. El Partido
no es una clase en el antiguo sentido de la palabra. No se propone transmitir el poder a sus hijos como tales
descendientes directos, y si no hubiera otra manera de mantener en los puestos de mando a los individuos
más capaces, estaría dispuesto el Partido a reclutar una generación completamente nueva de entre las filas
del proletariado. En los años cruciales, el hecho de que el Partido no fuera un cuerpo hereditario contribuyó
muchísimo a neutralizar la oposición. El socialista de la vieja escuela, acostumbrado a luchar contra algo
que se llamaba «privilegios de clase», daba por cierto que todo lo que no es hereditario no puede ser permanente.
No comprendía que la continuidad de una oligarquía no necesita ser física ni se paraba a pensar
que las aristocracias hereditarias han sido siempre de corta vida, mientras que organizaciones basadas en la
adopción han durado centenares y miles de años. Lo esencial de la regla oligárquica no es la herencia de
padre a hijo, sino la persistencia de una cierta manera de ver el mundo y de un cierto modo de vida impuesto
por los muertos a los vivos. Un grupo dirigente es tal grupo dirigente en tanto pueda nombrarla sus
sucesores. El Partido no se preocupa de perpetuar su sangre, sino de perpetuarse a sí mismo. No importa
quién detenta el Poder con tal de que la estructura jerárquica sea siempre la misma.
Todas las creencias, costumbres, aficiones, emociones y actitudes mentales que caracterizan a nuestro
tiempo sirven para sostener la mística del Partido y evitar que la naturaleza de la sociedad actual sea percibida
por la masa. La rebelión física o cualquier movimiento preliminar hacia la rebelión no es posible en
nuestros días. Nada hay que temer de los proletarios. Dejados aparte, continuarán, de generación en generación
y de siglo en siglo, trabajando, procreando y muriendo, no sólo sin sentir impulsos de rebelarse, sino
sin la facultad de comprender que el mundo podría ser diferente de lo que es. Sólo podrían convertirse en
peligrosos si el progreso de la técnica industrial hiciera necesario educarles mejor; pero como la rivalidad
militar y comercial ha perdido toda importancia, el nivel de la educación popular declina continuamente.
Las opiniones que tenga o no tenga la masa se consideran con absoluta indiferencia. A los proletarios se les
puede conceder la libertad intelectual por la sencilla razón de que no tienen intelecto alguno. En cambio, a
un miembro del Partido no se le puede tolerar ni siquiera la más pequeña desviación ideológica.
Todo miembro del Partido vive, desde su nacimiento hasta su muerte, vigilado por la Policía del Pensamiento.
Incluso cuando está solo no puede tener la seguridad de hallarse efectivamente solo. Dondequiera
que esté, dormido o despierto, trabajando o descansando, en el baño o en la cama, puede ser inspeccionado
sin previo aviso y sin que él sepa que lo inspeccionan. Nada de lo que hace es indiferente para la Policía del
Pensamiento. Sus amistades, sus distracciones, su conducta con su mujer y sus hijos, la expresión de su
rostro cuando se encuentra solo, las palabras que murmura durmiendo, incluso los movimientos característicos
de su cuerpo, son analizados escrupulosamente. No sólo una falta efectiva en su conducta, sino cualquier
pequeña excentricidad, cualquier cambio de costumbres, cualquier gesto nervioso que pueda ser el
síntoma de una lucha interna, será estudiado con todo interés. El miembro del Partido carece de toda libertad
para decidirse por una dirección determinada; no puede elegir en modo alguno. Por otra parte, sus actos
no están regulados por ninguna ley ni por un código de conducta claramente formulado. En Oceanía no
existen leyes. Los pensamientos y actos que, una vez descubiertos, acarrean la muerte segura, no están
prohibidos expresamente y las interminables purgas, torturas, detenciones y vaporizaciones no se le aplican
al individuo como castigo por crímenes que haya cometido, sino que son sencillamente el barrido de personas
que quizás algún día pudieran cometer un crimen político. No sólo se le exige al miembro del Partido
que tenga las opiniones que se consideran buenas, sino también los instintos ortodoxos. Muchas de las
creencias y actitudes que se le piden no llegan a fijarse nunca en normas estrictas y no podrían ser proclamadas
sin incurrir en flagrantes contradicciones con los principios mismos del Ingsoc. Si una persona es
ortodoxa por naturaleza (en neolengua se le llama piensabien) sabrá en cualquier circunstancia, sin detenerse
a pensarlo, cuál es la creencia acertada o la emoción deseable. Pero en todo caso, un enfrentamiento
mental complicado, que comienza en la infancia y se concentra en torno a las palabras neolingüísticas paracrimen,
negroblanco y doblepensar, le convierte en un ser incapaz de pensar demasiado sobre cualquier
tema.
Se espera que todo miembro del Partido carezca de emociones privadas y que su entusiasmo no se enfríe
en ningún momento. Se supone que vive en un continuo frenesí de odio contra los enemigos extranjeros y
los traidores de su propio país, en una exaltación triunfal de las victorias y en absoluta humildad y entrega
ante el poder y la sabiduría del Partido. Los descontentos producidos por esta vida tan seca y poco satisfactoria
son suprimidos de raíz mediante la vibración emocional de los Dos Minutos de Odio, y las especulaciones
que podrían quizá llevar a una actitud escéptica o rebelde son aplastadas en sus comienzos o,
mejor dicho, antes de asomar a la consciencia, mediante la disciplina interna adquirida desde la niñez. La
primera etapa de esta disciplina, que puede ser enseñada incluso a los niños, se llama en neolengua paracrimen.
Paracrimen significa la facultad de parar, de cortar en seco, de un modo casi instintivo, todo pensamiento
peligroso que pretenda salir a la superficie. Incluye esta facultad la de no percibir las analogías, de
no darse cuenta de los errores de lógica, de no comprender los razonamientos más sencillos si son contrarios
a los principios del Ingsoc y de sentirse fastidiado e incluso asqueado por todo pensamiento orientado
en una dirección herética. Paracrimen equivale, pues, a estupidez protectora. Pero no basta con la estupidez.
Por el contrario, la ortodoxia en su más completo sentido exige un control sobre nuestros procesos
mentales, un autodominio tan completo como el de una contorsionista sobre su cuerpo. La sociedad oceánica
se apoya en definitiva sobre la creencia de que el Gran Hermano es omnipotente y que el Partido es infalible.
Pero como en realidad el Gran Hermano no es omnipotente y el Partido no es infalible, se requiere
una incesante flexibilidad para enfrentarse con los hechos. La palabra clave en esto es negroblanco. Como
tantas palabras neolingüísticas, ésta tiene dos significados contradictorios. Aplicada a un contrario, significa
la costumbre de asegurar descaradamente que lo negro es blanco en contradicción con la realidad de los
hechos. Aplicada a un miembro del Partido significa la buena y leal voluntad de afirmar que lo negro es
blanco cuando la disciplina del Partido lo exija. Pero también se designa con esa palabra la facultad de
creer que lo negro es blanco, más aún, de saber que lo negro es blanco y olvidar que alguna vez se creyó lo
contrario. Esto exige una continua alteración del pasado, posible gracias al sistema de pensamiento que
abarca a todo lo demás y que se conoce con el nombre de doblepensar.
La alteración del pasado es necesaria por dos razones, una de las cuales es subsidiaria y, por decirlo así,
de precaución. La razón subsidiaria es que el miembro del Partido, lo mismo que el proletario, tolera las
condiciones de vida actuales, en gran parte porque no tiene con qué compararlas. Hay que cortarle radicalmente
toda relación con el pasado, así como hay que aislarlo de los países extranjeros, porque es necesario
que se crea en mejores condiciones que sus antepasados y que se haga la ilusión de que el nivel de comodidades
materiales crece sin cesar. Pero la razón más importante para «reforman» el pasado es la necesidad
de salvaguardar la infalibilidad del Partido. No solamente es preciso poner al día los discursos, estadísticas
y datos de toda clase para demostrar que las predicciones del Partido nunca fallan, sino que no puede admitirse
en ningún caso que la doctrina política del Partido haya cambiado lo más mínimo porque cualquier
variación de táctica política es una confesión de debilidad. Si, por ejemplo, Eurasia o Asia Oriental es la
enemiga de hoy, es necesario que ese país (el que sea de los dos, según las circunstancias) figure como el
enemigo de siempre. Y si los hechos demuestran otra cosa, habrá que cambiar los hechos. Así, la Historia
ha de ser escrita continuamente. Esta falsificación diaria del pasado, realizada por el Ministerio de la Verdad,
es tan imprescindible para la estabilidad del régimen como la represión y el espionaje efectuados por
el Ministerio del Amor.
La mutabilidad del pasado es el eje del Ingsoc. Los acontecimientos pretéritos no tienen existencia objetiva,
sostiene el Partido, sino que sobreviven sólo en los documentos y en las memorias de los hombres. El
pasado es únicamente lo que digan los testimonios escritos y la memoria humana. Pero como quiera que el
Partido controla por completo todos los documentos y también la mente de todos sus miembros, resulta que
el pasado será lo que el Partido quiera que sea. También resulta que aunque el pasado puede ser cambiarlo,
nunca lo ha sido en ningún caso concreto. En efecto, cada vez que ha habido que darle nueva forma por las
exigencias del momento, esta nueva versión es ya el pasado y no ha existido ningún pasado diferente. Esto
sigue siendo así incluso cuando -como ocurre a menudo- el mismo acontecimiento tenga que ser alterado,
hasta hacerse irreconocible, varias veces en el transcurso de un año. En cualquier momento se halla el Partido
en posesión de la verdad absoluta y,, naturalmente, lo absoluto no puede haber sido diferente de lo que
es ahora. Se verá, pues, que el control del pasado depende por completo del entrenamiento de la memoria.
La seguridad de que todos los escritos están de acuerdo con el punto de vista ortodoxo que exigen las circunstancias,
no es más que una labor mecánica. Pero también es preciso recordar que los acontecimientos
ocurrieron de la manera deseada. Y si es necesario adaptar de nuevo nuestros recuerdos o falsificar los documentos,
también es necesario olvidar que se ha hecho esto. Este truco puede aprenderse como cualquier
otra técnica mental. La mayoría de los miembros del Partido lo aprenden y desde luego lo consiguen muy
bien todos aquellos que son inteligentes además de ortodoxos. En el antiguo idioma se conoce esta operación
con toda franqueza como «control de la realidad». En neolengua se le llama doplepemar, aunque también
es verdad que doblepensar comprende muchas cosas.
Doblepensar significa el poder, la facultad de sostener dos opiniones contradictorias simultáneamente,
dos creencias contrarias albergadas a la vez en la mente. El intelectual del Partido sabe en qué dirección
han de ser alterados sus recuerdos; por tanto, sabe que está trucando la realidad; pero al mismo tiempo se
satisface a sí mismo por medio del ejercicio del doblepensar en el sentido de que la realidad no queda violada.
Este proceso ha de ser consciente, pues, si no, no se verificaría con la suficiente precisión, pero también
tiene que ser inconsciente para que no deje un sentimiento de falsedad y, por tanto, de culpabilidad. El
doblepensar está arraigando en el corazón mismo del Ingsoc, ya que el acto esencial del Partido es el empleo
del engaño consciente, conservando a la vez la firmeza de propósito que caracteriza a la auténtica honradez.
Decir mentiras a la vez que se cree sinceramente en ellas, olvidar todo hecho que no convenga recordar,
y luego, cuando vuelva a ser necesario, sacarlo del olvido sólo por el tiempo que convenga, negar la
existencia de la realidad objetiva sin dejar ni por un momento de saber que existe esa realidad que se niega...,
todo esto es indispensable. Incluso para usar la palabra doblepensar es preciso emplear el doblepensar.
Porque para usar la palabra se admite que se están haciendo trampas con la realidad. Mediante un nuevo
acto de doblepensar se borra este conocimiento; y así indefinidamente, manteniéndose la mentira siempre
unos pasos delante de la verdad. En definitiva, gracias al doblepensar ha sido capaz el Partido y seguirá
siéndolo durante miles de años- de parar el curso de la Historia.
Todas las oligarquías del pasado han perdido el poder porque se anquilosaron o por haberse reblandecido
excesivamente. O bien se hacían estúpidas y arrogantes, incapaces de adaptarse a las nuevas circunstancias,
y eran vencidas, o bien se volvían liberales y corbardes, haciendo concesiones cuando debieron usar la
fuerza, y también fueron derrotadas. Es decir, cayeron por exceso de consciencia o por pura inconsciencia.
El gran éxito del Partido es haber logrado un sistema de pensamiento en que tanto la consciencia como la
inconsciencia pueden existir simultáneamente. Y ninguna otra base intelectual podría servirle al Partido
para asegurar su permanencia. Si uno ha de gobernar, y de seguir gobernando siempre, es imprescindible
que desquicie el sentido de la realidad. Porque el secreto del gobierno infalible consiste en combinar la
creencia en la propia infalibilidad con la facultad de aprender de los pasados errores.
No es preciso decir que los más sutiles cultivadores del doblepensar son aquellos que lo inventaron y que
saben perfectamente que este sistema es la mejor organización del engaño mental. En nuestra sociedad,
aquellos que saben mejor lo que está ocurriendo son a la vez los que están más lejos de ver al mundo como
realmente es. En general, a mayor comprensión, mayor autoengaño: los más inteligentes son en esto los
menos cuerdos. Un claro ejemplo de ello es que la histeria de guerra aumenta en intensidad a medida que
subimos en la escala social. Aquellos cuya actitud hacia la guerra es más racional son los súbditos de los
territorios disputados. Para estas gentes, la guerra es sencillamente una calamidad continua que pasa por
encima de ellos con movimiento de marea. Para ellos es completamente indiferente cuál de los bandos va a
ganar. Saben que un cambio de dueño significa sólo que seguirán haciendo el mismo trabajo que antes,
pero sometidos a nuevos amos que los tratarán lo mismo que los anteriores. Los trabajadores algo más favorecidos,
a los que llamamos proles, sólo se dan cuenta de un modo intermitente de que hay guerra. Cuando
es necesario se les inculca el frenesí de odio y miedo, pero si se les deja tranquilos son capaces de olvidar
durante largos períodos que existe una guerra. Y en las filas del Partido -sobre todo en las del Partido
Interior hallamos el verdadero entusiasmo bélico. Sólo creen en la conquista del mundo los que saben que
es imposible. Esta peculiar trabazón de elementos opuestos -conocimiento con ignorancia, cinismo con
fanatismo- es una de las características distintivas de la sociedad oceánica. La ideología oficial abunda en
contradicciones incluso cuando no hay razón alguna que las justifique. Así, el Partido rechaza y vivifica
todos los principios que defendió en un principio el movimiento socialista, y pronuncia esa condenación
precisamente en nombre del socialismo. Predica el desprecio de las clases trabajadoras. Un desprecio al que
nunca se había llegado, y a la vez viste a sus miembros con un uniforme que fue en tiempos el distintivo de
los obreros manuales y que fue adoptado por esa misma razón. Sistemáticamente socava la solidaridad de la
familia y al mismo tiempo llama a su jefe supremo con un nombre que es una evocación de la lealtad familiar.
Incluso los nombres de los cuatro ministerios que los gobiernan revelan un gran descaro al tergiversar
deliberadamente los hechos. El Ministerio de la Paz se ocupa de la guerra; El Ministerio de la Verdad, de
las mentiras; el Ministerio del Amor, de la tortura, y el Ministerio de la Abundancia, del hambre. Estas contradicciones
no son accidentales, no resultan de la hipocresía corriente. Son ejercicios de doblepensar. Porque
sólo mediante la reconciliación de las contradicciones es posible retener el mando indefinidamente. Si
no, se volvería al antiguo ciclo. Si la igualdad humana ha de ser evitada para siempre, si los Altos, como los
hemos llamado, han de conservar sus puestos de un modo permanente, será imprescindible que el estado
mental predominante sea la locura controlada.
Pero hay una cuestión que hasta ahora hemos dejado a un lado. A saber: ¿por qué debe ser evitada la
igualdad humana? Suponiendo que la mecánica de este proceso haya quedado aquí claramente descrita,
debemos preguntarnos: ¿cuál es el motivo de este enorme y minucioso esfuerzo planeado para congelar la
historia de un determinado momento?
Llegamos con esto al secreto central. Como hemos visto, la mística del Partido, y sobre todo la del Partido
Interior, depende del doblepensar. Pero a más profundidad aún, se halla el motivo original, el instinto
nunca puesto en duda, el instinto que los llevó por primera vez a apoderarse de los mandos y que produjo el
doblepensar, la Policía del Pensamiento, la guerra continua y todos los demás elementos que se han hecho
necesarios para el sostenimiento del Poder. Este motivo consiste realmente en...
Winston se dio cuenta del silencio, lo mismo que se da uno cuenta de un nuevo ruido. Le parecía que Julia
había estado completamente inmóvil desde hacía un rato. Estaba echada de lado, desnuda de la cintura
para arriba, con su mejilla apoyada en la mano y una sombra oscura atravesándole los ojos. Su seno subía y
bajaba poco a poco y con regularidad.
Julia.
No hubo respuesta.
-Julia, ¿estás despierta?
Silencio. Estaba dormida. Cerró el libro y lo depositó cuidadosamente en el suelo, se echó y estiró la colcha
sobre los dos.
Todavía, pensó, no se había enterado de cuál era el último secreto. Entendía el cómo; no entendía el porqué.
El capítulo 1, como el capítulo III, no le habían enseñado nada que él no supiera. Solamente le habían
servido para sistematizar los conocimientos que ya poseía. Pero después de leer aquellas páginas tenía una
mayor seguridad de no estar loco. Encontrarse en minoría, incluso en minoría de uno solo, no significaba
estar loco. Había la verdad y lo que no era verdad, y si uno se aferraba a la verdad incluso contra el mundo
entero, no estaba uno loco. Un rayo amarillento del sol poniente entraba por la ventana y se aplastaba sobre
la almohada. Winston cerró los ojos. El sol en sus ojos y el suave cuerpo de la muchacha tocando al suyo le
daba una sensación de sueño, fuerza y confianza. Todo estaba bien y él se hallaba completamente seguro
allí. Se durmió con el pensamiento «la cordura no depende de las estadísticas», convencido de que esta
observación contenía una sabiduría profunda.
_
X
X
_
Se despertó con la sensación de haber dormido mucho tiempo, pero una mirada al antiguo reloj le dijo
que eran sólo las veinte y treinta. Siguió adormilado un rato; le despertó otra vez la habitual canción del
patio:
Era sólo una ilusión sin esperanza
Que pasó como un día de abril,
pero aquella mirada, aquella palabra
y los ensueños que despertaron
me robaron el corazón.
Esta canción conservaba su popularidad. Se oía por todas partes. Había sobrevivido a la Canción del
Odio. Julia se despertó al oírla, se estiró con lujuria y se levantó.
-Tengo hambre -dijo—. Vamos a hacer un poco de café. ¡Caramba) La estufa se ha apagado y el agua está
fría. -Cogió la estufa y la sacudió-. No tiene ya gasolina.
-Supongo que el viejo Charrington podrá dejarnos alguna -dijo Winston.
-Lo curioso es que me había asegurado de que estuviera llena añadió ella-. Parece que se ha enfriado.
Él también se levantó y se vistió. La incansable voz proseguía:
Dicen que el tiempo lo cura todo,
dicen que siempre se olvida,
pero las sonrisas y lágrimas
a lo largo de los artos
retuercen el corazón.
Mientras se apretaba el cinturón del «mono», Winston se asomó a la ventana. El sol debía de haberse
ocultado detrás de las casas porque ya no daba en el patio. El cielo estaba tan azul, entre las chimeneas, que
parecía recién lavado. Incansablemente, la lavandera seguía yendo del lavadero a las cuerdas, cantando y
callándose y no dejaba de colgar pañales. Se preguntó Winston si aquella mujer lavaría ropa como medio
de vida, o si era la esclava de veinte o treinta nietos. Julia se acercó a él; juntos contemplaron fascinados el
ir y venir de la mujerona. Al mirarla en su actitud característica, alcanzando el tendedero con sus fuertes
brazos, o al agacharse sacando sus poderosas ancas, pensó Winston, sorprendido, que era una hermosa mujer.
Nunca se le había ocurrido que el cuerpo de una mujer de cincuenta años, deformado hasta adquirir
dimensiones monstruosas a causa de los partos y endurecido, embastecido por el trabajo, pudiera ser un
hermoso cuerpo. Pero así era, y después de todo, ¿por qué no? El sólido y deformado cuerpo, como un bloque
de granito, y la basta piel enrojecida guardaba la misma relación con el cuerpo de una muchacha que
un fruto con la flor de su árbol. ¿Y por qué va a ser inferior el fruto a la flor?
-Es hermosa -murmuró.
-Por lo menos tiene un metro de caderas elijo Julia.
-Es su estilo de belleza.
Winston abarcó con su brazo derecho el fino talle de Julia, que se apoyó sobre su costado. Nunca podrían
permitírselo. La mujer de abajo no se preocupaba con sutilezas mentales; tenía fuertes brazos, un corazón
cálido y un vientre fértil. Se preguntó Winston cuántos hijos habría tenido. Seguramente unos quince.
Habría florecido momentáneamente -quizá durante un año- y luego se había hinchado como una fruta fertilizada
y se había hecho dura y basta, y a partir de entonces su vida se había reducido a lavar, fregar, remendar,
guisar, barrer, sacar brillo, primero para sus hijos y luego para sus nietos durante una continuidad de
treinta años. Y al final todavía cantaba. La reverencia mística que Winston sentía hacia ella tenía cierta relación
con el aspecto del pálido y limpio cielo que se extendía por entre las chimeneas y los tejados en una
distancia infinita. Era curioso pensar que el cielo era el mismo para todo el mundo, lo mismo para los habitantes
de Eurasia y de Asia Oriental, que para los de Oceanía. Y en realidad las gentes que vivían bajo ese
mismo cielo eran muy parecidas en todas partes, centenares o millares de millones de personas como aquélla,
personas que ignoraban mutuamente sus existencias, separadas por muros de odio y mentiras, y sin embargo
casi exactamente iguales; gentes que nunca habían aprendido a pensar, pero que almacenaban en sus
corazones, en sus vientres y en sus músculos la energía que en el futuro habría de cambiar al mundo. ¡Si
había alguna esperanza, radicaba en los proles! Sin haber leído el final del libro, sabía Winston que ese
tenía que ser el mensaje final de Goldstein. El futuro pertenecía a los proles. Y, ¿podía él estar seguro de
que cuando llegara el tiempo de los proles, el mundo que éstos construyeran no le resultaría tan extraño a
él, a Winston Smith, como le era ahora el mundo del Partido? Sí, porque por lo menos sería un mundo de
cordura. Donde hay igualdad puede haber sensatez. Antes o después ocurriría esto, la fuerza almacenada se
transmutaría en consciencia. Los proles eran inmortales, no cabía dudarlo cuando se miraba aquella heroica
figura del patio. Al final se despertarían. Y 'hasta que ello ocurriera, aunque tardasen mil años, sobrevivirían
a pesar de todos los obstáculos como los pájaros, pasándose de cuerpo a cuerpo la vitalidad que el Partido
no poseía y que éste nunca podría aniquilar.
-¿Te acuerdas -le dijo a Julia- de aquel pájaro que cantó para nosotros, el primer día en que estuvimos
juntos en el lindero del bosque?
-No cantaba para nosotros -respondió ella-. Cantaba para distraerse, porque le gustaba. Tampoco; sencillamente,
estaba cantando.
Los pájaros cantaban; los proles cantaban también, pero el Partido no cantaba. Por todo el mundo, en
Londres y en Nueva York, en África y en el Brasil, así como en las tierras prohibidas más allá de las fronteras,
en las calles de París y Berlín, en las aldeas de la interminable llanura rusa, en los bazares de China y
del Japón, por todas partes existía la misma figura inconquistable, el mismo cuerpo deformado por el trabajo
y por los partos, en lucha permanente desde el nacer al morir, y que sin embargo cantaba. De esas poderosas
entrañas nacería antes o después una raza de seres conscientes. «Nosotros somos los muertos; el futuro
es de ellos», pensó Winston. Pero era posible participar de ese futuro si se mantenía alerta la mente como
ellos, los proles, mantenían vivos sus cuerpos. Todo el secreto estaba en pasarse de unos a otros la doctrina
secreta de que dos y dos son cuatro.
-Nosotros somos los muertos -dijo Winston. -Nosotros somos los muertos -repitió Julia con obediencia
escolar.
-Vosotros sois los muertos -dijo una voz de hierro tras ellos.
Winston y Julia se separaron con un violento sobresalto. A Winston parecían habérsele helado las entrañas
y, mirando a Julia, observó que se le habían abierto los ojos desmesuradamente y que había empalidecido
hasta adquirir su cara un color amarillo lechoso. La mancha del colorete en las mejillas se destacaba
violentamente como si fueran parches sobre la piel.
-Vosotros sois los muertos -repitió la voz de hierro.
-Ha sido detrás del cuadro -murmuró Julia.
-Ha sido detrás del cuadro -repitió la voz-. Quedaos exactamente donde estáis. No hagáis ningún movimiento
hasta que se os ordene.
¡Por fin, aquello había empezado! Nada podían hacer sino mirarse fijamente. Ni siquiera se les ocurrió
escaparse, salir de la casa antes de que fuera demasiado tarde. Sabían que era inútil. Era absurdo pensar que
la voz de hierro procedente del muro pudiera ser desobedecida. Se oyó un chasquido como si hubiese girado
un resorte, y un ruido de cristal roto. El cuadro había caído al suelo descubriendo la telepantalla que
ocultaba.
-Ahora pueden vernos -dijo Julia.
-Ahora podemos veros -dijo la voz-. Permaneced en el centro de la habitación. Espalda contra espalda.
Poneos las manos enlazadas detrás de la cabeza. No os toquéis el uno al otro.
Por supuesto, no se tocaban, pero a Winston le parecía sentir el temblor del cuerpo de Julia. O quizá no
fuera más que su propio temblor. Podía evitar que los dientes le castañetearan, pero no podía controlar las
rodillas. Se oyeron unos pasos de pesadas botas en el piso bajo dentro y fuera de la casa. El patio parecía
estar lleno de hombres; arrastraban algo sobre las piedras. La mujer dejó de cantar súbitamente. Se produjo
un resonante ruido, como si algo rodara por el patio. Seguramente, era el barreño de lavar la ropa. Luego,
varios gritos de ira que terminaron con un alarido de dolor.
-La casa está rodeada -dijo Winston.
-La casa está rodeada elijo la voz.
Winston oyó que Julia le decía:
-Supongo que podremos decirnos adiós.
-Podéis deciros adiós -dijo la voz. Y luego, otra voz por completo distinta, una voz fina y culta que Winston
creía haber oído alguna vez, dijo:
-Y ya que estamos en esto, aquí tenéis una vela para alumbraras mientras os acostáis, aquí tenéis un
hacha para cortaras la cabeza.
Algo cayó con estrépito sobre la cama a espaldas de Winston. Era el marco de la ventana, que había sido
derribado por la escalera de mano que habían apoyado allí desde abajo. Por la escalera de la casa subía gente.
Pronto se llenó la habitación de hombres corpulentos con uniformes negros, botas fuertes y altas porras
en las manos.
Ya Winston no temblaba. Ni siquiera movía los ojos. Sólo le importaba una cosa: estarse inmóvil y no
darles motivo para que le golpearan. Un individuo con aspecto de campeón de lucha libre, cuya boca era
sólo una raya, se detuvo frente a él, balanceando la porra entre los dedos pulgar e índice mientras parecía
meditar. Winston lo miró a los ojos. Era casi intolerable la sensación de hallarse desnudo, con las manos
detrás de la cabeza. El hombre sacó un poco la lengua, una lengua blanquecina, y se lamió el sitio donde
debía haber tenido los labios. Dejó de prestarle atención a Winston. Hubo otro ruido violento. Alguien
había cogido el pisapapeles de cristal y lo había arrojado contra el hogar de la chimenea, donde se había
hecho trizas.
El fragmento de coral, un pedacito de materia roja como un capullito de los que adornan algunas tartas,
rodó por la estera. «¡Qué pequeño es!», pensó Winston. Detrás de él se produjo un ruido sordo y una exclamación
contenida, a la vez que recibía un violento golpe en el tobillo que casi le hizo caer al suelo. Uno
de los hombres le había dado a Julia un puñetazo en la boca del estómago, haciéndola doblarse como un
metro de bolsillo. La joven se retorcía en el suelo esforzándose por respirar. Winston no se atrevió a volver
la cabeza ni un milímetro, pero a veces entraba en su radio de visión la lívida y angustiada cara de Julia. A
pesar del terror que sentía, era como si el dolor que hacía retorcerse a la joven lo tuviera él dentro de su
cuerpo, aquel dolor espantoso que sin embargo era menos importante que la lucha por volver a respirar.
Winston sabía de qué se trataba: conocía el terrible dolor que ni siquiera puede ser sentido porque antes que
nada es necesario volver a respirar. Entonces, dos de los hombres la levantaron por las rodillas y los hombros
y se la llevaron de la habitación como un saco. Winston pudo verle la cara amarilla, y contorsionada,
con los ojos cerrados y sin haber perdido todavía el colorete de las mejillas.
Siguió inmóvil como una estatua. Aún no le habían pegado. Le acudían a la mente pensamientos de muy
poco interés en aquel momento, pero que no podía evitar. Se preguntó qué habría sido del señor Charrington
y qué le habrían hecho a la mujer del patio. Sintió urgentes deseos de orinar y se sorprendió de ello
porque lo había hecho dos horas antes. Notó que el reloj dé la repisa de la chimenea marcaba las nueve, es
decir, las veintiuna, pero por la luz parecía ser más temprano. ¿No debía estar oscureciendo a las veintiuna
de una tarde de agosto? Pensó que quizás Julia y él se hubieran equivocado de hora. Quizás habían creído
que eran las veinte y treinta cuando fueran en realidad las cero treinta de la mañana siguiente, pero no siguió
pensando en ello. Aquello no tenía interés. Se sintieron otros pasos, más leves éstos, en el pasillo. El
señor Charrington entró en la habitación. Los hombres de los uniformes negros adoptaron en seguida una
actitud más sumisa. También habían cambiado la actitud y el aspecto del señor Charrington. Se fijó en los
fragmentos del pisapapeles de cristal.
-Recoged esos pedazos -dijo con tono severo. Un hombre se agachó para recogerlos.
Charrington no hablaba ya con acento eockney. Winston comprendió en seguida que aquélla era la voz
que él había oído poco antes en la telepantalla. Charrington llevaba toda vía su chaqueta de terciopelo, pero
el cabello, que antes tenía casi blanco, se le había vuelto completamente negro. No llevaba ya gafas. Miró a
Winston de un modo breve y cortante, como si sólo le interesase comprobar su identidad y no le prestó más
atención. Se le reconocía fácilmente, pero ya no era la misma persona. Se le había enderezado el cuerpo y
parecía haber crecido. En el rostro sólo se le notaban cambios muy pequeños, pero que sin embargo lo
transformaban por completo. Las cejas negras eran menos peludas, no tenía arrugas, e incluso las facciones
le habían cambiado algo. Parecía tener ahora la nariz más corta_ Era el rostro alerta y frío de un hombre de
unos treinta y cinco años. Pensó Winston que por primera vez en su vida contemplaba, sabiendo que era
uno de ellos, a un miembro de la Policía del Pensamiento.
Se despertó con la sensación de haber dormido mucho tiempo, pero una mirada al antiguo reloj le dijo
que eran sólo las veinte y treinta. Siguió adormilado un rato; le despertó otra vez la habitual canción del
patio:
Era sólo una ilusión sin esperanza
Que pasó como un día de abril,
pero aquella mirada, aquella palabra
y los ensueños que despertaron
me robaron el corazón.
Esta canción conservaba su popularidad. Se oía por todas partes. Había sobrevivido a la Canción del
Odio. Julia se despertó al oírla, se estiró con lujuria y se levantó.
-Tengo hambre -dijo—. Vamos a hacer un poco de café. ¡Caramba) La estufa se ha apagado y el agua está
fría. -Cogió la estufa y la sacudió-. No tiene ya gasolina.
-Supongo que el viejo Charrington podrá dejarnos alguna -dijo Winston.
-Lo curioso es que me había asegurado de que estuviera llena añadió ella-. Parece que se ha enfriado.
Él también se levantó y se vistió. La incansable voz proseguía:
Dicen que el tiempo lo cura todo,
dicen que siempre se olvida,
pero las sonrisas y lágrimas
a lo largo de los artos
retuercen el corazón.
Mientras se apretaba el cinturón del «mono», Winston se asomó a la ventana. El sol debía de haberse
ocultado detrás de las casas porque ya no daba en el patio. El cielo estaba tan azul, entre las chimeneas, que
parecía recién lavado. Incansablemente, la lavandera seguía yendo del lavadero a las cuerdas, cantando y
callándose y no dejaba de colgar pañales. Se preguntó Winston si aquella mujer lavaría ropa como medio
de vida, o si era la esclava de veinte o treinta nietos. Julia se acercó a él; juntos contemplaron fascinados el
ir y venir de la mujerona. Al mirarla en su actitud característica, alcanzando el tendedero con sus fuertes
brazos, o al agacharse sacando sus poderosas ancas, pensó Winston, sorprendido, que era una hermosa mujer.
Nunca se le había ocurrido que el cuerpo de una mujer de cincuenta años, deformado hasta adquirir
dimensiones monstruosas a causa de los partos y endurecido, embastecido por el trabajo, pudiera ser un
hermoso cuerpo. Pero así era, y después de todo, ¿por qué no? El sólido y deformado cuerpo, como un bloque
de granito, y la basta piel enrojecida guardaba la misma relación con el cuerpo de una muchacha que
un fruto con la flor de su árbol. ¿Y por qué va a ser inferior el fruto a la flor?
-Es hermosa -murmuró.
-Por lo menos tiene un metro de caderas elijo Julia.
-Es su estilo de belleza.
Winston abarcó con su brazo derecho el fino talle de Julia, que se apoyó sobre su costado. Nunca podrían
permitírselo. La mujer de abajo no se preocupaba con sutilezas mentales; tenía fuertes brazos, un corazón
cálido y un vientre fértil. Se preguntó Winston cuántos hijos habría tenido. Seguramente unos quince.
Habría florecido momentáneamente -quizá durante un año- y luego se había hinchado como una fruta fertilizada
y se había hecho dura y basta, y a partir de entonces su vida se había reducido a lavar, fregar, remendar,
guisar, barrer, sacar brillo, primero para sus hijos y luego para sus nietos durante una continuidad de
treinta años. Y al final todavía cantaba. La reverencia mística que Winston sentía hacia ella tenía cierta relación
con el aspecto del pálido y limpio cielo que se extendía por entre las chimeneas y los tejados en una
distancia infinita. Era curioso pensar que el cielo era el mismo para todo el mundo, lo mismo para los habitantes
de Eurasia y de Asia Oriental, que para los de Oceanía. Y en realidad las gentes que vivían bajo ese
mismo cielo eran muy parecidas en todas partes, centenares o millares de millones de personas como aquélla,
personas que ignoraban mutuamente sus existencias, separadas por muros de odio y mentiras, y sin embargo
casi exactamente iguales; gentes que nunca habían aprendido a pensar, pero que almacenaban en sus
corazones, en sus vientres y en sus músculos la energía que en el futuro habría de cambiar al mundo. ¡Si
había alguna esperanza, radicaba en los proles! Sin haber leído el final del libro, sabía Winston que ese
tenía que ser el mensaje final de Goldstein. El futuro pertenecía a los proles. Y, ¿podía él estar seguro de
que cuando llegara el tiempo de los proles, el mundo que éstos construyeran no le resultaría tan extraño a
él, a Winston Smith, como le era ahora el mundo del Partido? Sí, porque por lo menos sería un mundo de
cordura. Donde hay igualdad puede haber sensatez. Antes o después ocurriría esto, la fuerza almacenada se
transmutaría en consciencia. Los proles eran inmortales, no cabía dudarlo cuando se miraba aquella heroica
figura del patio. Al final se despertarían. Y 'hasta que ello ocurriera, aunque tardasen mil años, sobrevivirían
a pesar de todos los obstáculos como los pájaros, pasándose de cuerpo a cuerpo la vitalidad que el Partido
no poseía y que éste nunca podría aniquilar.
-¿Te acuerdas -le dijo a Julia- de aquel pájaro que cantó para nosotros, el primer día en que estuvimos
juntos en el lindero del bosque?
-No cantaba para nosotros -respondió ella-. Cantaba para distraerse, porque le gustaba. Tampoco; sencillamente,
estaba cantando.
Los pájaros cantaban; los proles cantaban también, pero el Partido no cantaba. Por todo el mundo, en
Londres y en Nueva York, en África y en el Brasil, así como en las tierras prohibidas más allá de las fronteras,
en las calles de París y Berlín, en las aldeas de la interminable llanura rusa, en los bazares de China y
del Japón, por todas partes existía la misma figura inconquistable, el mismo cuerpo deformado por el trabajo
y por los partos, en lucha permanente desde el nacer al morir, y que sin embargo cantaba. De esas poderosas
entrañas nacería antes o después una raza de seres conscientes. «Nosotros somos los muertos; el futuro
es de ellos», pensó Winston. Pero era posible participar de ese futuro si se mantenía alerta la mente como
ellos, los proles, mantenían vivos sus cuerpos. Todo el secreto estaba en pasarse de unos a otros la doctrina
secreta de que dos y dos son cuatro.
-Nosotros somos los muertos -dijo Winston. -Nosotros somos los muertos -repitió Julia con obediencia
escolar.
-Vosotros sois los muertos -dijo una voz de hierro tras ellos.
Winston y Julia se separaron con un violento sobresalto. A Winston parecían habérsele helado las entrañas
y, mirando a Julia, observó que se le habían abierto los ojos desmesuradamente y que había empalidecido
hasta adquirir su cara un color amarillo lechoso. La mancha del colorete en las mejillas se destacaba
violentamente como si fueran parches sobre la piel.
-Vosotros sois los muertos -repitió la voz de hierro.
-Ha sido detrás del cuadro -murmuró Julia.
-Ha sido detrás del cuadro -repitió la voz-. Quedaos exactamente donde estáis. No hagáis ningún movimiento
hasta que se os ordene.
¡Por fin, aquello había empezado! Nada podían hacer sino mirarse fijamente. Ni siquiera se les ocurrió
escaparse, salir de la casa antes de que fuera demasiado tarde. Sabían que era inútil. Era absurdo pensar que
la voz de hierro procedente del muro pudiera ser desobedecida. Se oyó un chasquido como si hubiese girado
un resorte, y un ruido de cristal roto. El cuadro había caído al suelo descubriendo la telepantalla que
ocultaba.
-Ahora pueden vernos -dijo Julia.
-Ahora podemos veros -dijo la voz-. Permaneced en el centro de la habitación. Espalda contra espalda.
Poneos las manos enlazadas detrás de la cabeza. No os toquéis el uno al otro.
Por supuesto, no se tocaban, pero a Winston le parecía sentir el temblor del cuerpo de Julia. O quizá no
fuera más que su propio temblor. Podía evitar que los dientes le castañetearan, pero no podía controlar las
rodillas. Se oyeron unos pasos de pesadas botas en el piso bajo dentro y fuera de la casa. El patio parecía
estar lleno de hombres; arrastraban algo sobre las piedras. La mujer dejó de cantar súbitamente. Se produjo
un resonante ruido, como si algo rodara por el patio. Seguramente, era el barreño de lavar la ropa. Luego,
varios gritos de ira que terminaron con un alarido de dolor.
-La casa está rodeada -dijo Winston.
-La casa está rodeada elijo la voz.
Winston oyó que Julia le decía:
-Supongo que podremos decirnos adiós.
-Podéis deciros adiós -dijo la voz. Y luego, otra voz por completo distinta, una voz fina y culta que Winston
creía haber oído alguna vez, dijo:
-Y ya que estamos en esto, aquí tenéis una vela para alumbraras mientras os acostáis, aquí tenéis un
hacha para cortaras la cabeza.
Algo cayó con estrépito sobre la cama a espaldas de Winston. Era el marco de la ventana, que había sido
derribado por la escalera de mano que habían apoyado allí desde abajo. Por la escalera de la casa subía gente.
Pronto se llenó la habitación de hombres corpulentos con uniformes negros, botas fuertes y altas porras
en las manos.
Ya Winston no temblaba. Ni siquiera movía los ojos. Sólo le importaba una cosa: estarse inmóvil y no
darles motivo para que le golpearan. Un individuo con aspecto de campeón de lucha libre, cuya boca era
sólo una raya, se detuvo frente a él, balanceando la porra entre los dedos pulgar e índice mientras parecía
meditar. Winston lo miró a los ojos. Era casi intolerable la sensación de hallarse desnudo, con las manos
detrás de la cabeza. El hombre sacó un poco la lengua, una lengua blanquecina, y se lamió el sitio donde
debía haber tenido los labios. Dejó de prestarle atención a Winston. Hubo otro ruido violento. Alguien
había cogido el pisapapeles de cristal y lo había arrojado contra el hogar de la chimenea, donde se había
hecho trizas.
El fragmento de coral, un pedacito de materia roja como un capullito de los que adornan algunas tartas,
rodó por la estera. «¡Qué pequeño es!», pensó Winston. Detrás de él se produjo un ruido sordo y una exclamación
contenida, a la vez que recibía un violento golpe en el tobillo que casi le hizo caer al suelo. Uno
de los hombres le había dado a Julia un puñetazo en la boca del estómago, haciéndola doblarse como un
metro de bolsillo. La joven se retorcía en el suelo esforzándose por respirar. Winston no se atrevió a volver
la cabeza ni un milímetro, pero a veces entraba en su radio de visión la lívida y angustiada cara de Julia. A
pesar del terror que sentía, era como si el dolor que hacía retorcerse a la joven lo tuviera él dentro de su
cuerpo, aquel dolor espantoso que sin embargo era menos importante que la lucha por volver a respirar.
Winston sabía de qué se trataba: conocía el terrible dolor que ni siquiera puede ser sentido porque antes que
nada es necesario volver a respirar. Entonces, dos de los hombres la levantaron por las rodillas y los hombros
y se la llevaron de la habitación como un saco. Winston pudo verle la cara amarilla, y contorsionada,
con los ojos cerrados y sin haber perdido todavía el colorete de las mejillas.
Siguió inmóvil como una estatua. Aún no le habían pegado. Le acudían a la mente pensamientos de muy
poco interés en aquel momento, pero que no podía evitar. Se preguntó qué habría sido del señor Charrington
y qué le habrían hecho a la mujer del patio. Sintió urgentes deseos de orinar y se sorprendió de ello
porque lo había hecho dos horas antes. Notó que el reloj dé la repisa de la chimenea marcaba las nueve, es
decir, las veintiuna, pero por la luz parecía ser más temprano. ¿No debía estar oscureciendo a las veintiuna
de una tarde de agosto? Pensó que quizás Julia y él se hubieran equivocado de hora. Quizás habían creído
que eran las veinte y treinta cuando fueran en realidad las cero treinta de la mañana siguiente, pero no siguió
pensando en ello. Aquello no tenía interés. Se sintieron otros pasos, más leves éstos, en el pasillo. El
señor Charrington entró en la habitación. Los hombres de los uniformes negros adoptaron en seguida una
actitud más sumisa. También habían cambiado la actitud y el aspecto del señor Charrington. Se fijó en los
fragmentos del pisapapeles de cristal.
-Recoged esos pedazos -dijo con tono severo. Un hombre se agachó para recogerlos.
Charrington no hablaba ya con acento eockney. Winston comprendió en seguida que aquélla era la voz
que él había oído poco antes en la telepantalla. Charrington llevaba toda vía su chaqueta de terciopelo, pero
el cabello, que antes tenía casi blanco, se le había vuelto completamente negro. No llevaba ya gafas. Miró a
Winston de un modo breve y cortante, como si sólo le interesase comprobar su identidad y no le prestó más
atención. Se le reconocía fácilmente, pero ya no era la misma persona. Se le había enderezado el cuerpo y
parecía haber crecido. En el rostro sólo se le notaban cambios muy pequeños, pero que sin embargo lo
transformaban por completo. Las cejas negras eran menos peludas, no tenía arrugas, e incluso las facciones
le habían cambiado algo. Parecía tener ahora la nariz más corta_ Era el rostro alerta y frío de un hombre de
unos treinta y cinco años. Pensó Winston que por primera vez en su vida contemplaba, sabiendo que era
uno de ellos, a un miembro de la Policía del Pensamiento.
_
Parte tercera
I
Parte tercera
I
_
No sabía dónde estaba. Seguramente en el Ministerio del Amor; pero no había manera de comprobarlo.
Se encontraba en una celda de alto techo, sin ventanas y con paredes de reluciente porcelana blanca.
Lámparas ocultas inundaban el recinto de fría luz y había un sonido bajo y constante, un zumbido que
Winston suponía relacionado con la ventilación mecánica. Un banco, o mejor dicho, una especie de estante
a lo largo de la pared, le daba la vuelta a la celda, interrumpido sólo por la puerta y, en el extremo opuesto,
por un retrete sin asiento de madera. Había cuatro telepantallas, una en cada pared.
Winston sentía un sordo dolor en el vientre. Le venía doliendo desde que lo encerraron en el camión para
llevarlo allí. Pero también tenía hambre, un hambre roedora, anor mal. Aunque estaba justificada, porque
por lo menos hacía veinticuatro horas que no había comido; quizá treinta y seis. No sabía, quizá nunca lo
sabría, si lo habían detenido de día o de noche. Desde que lo detuvieron no le habían dado nada de comer.
Se estuvo lo más quieto que pudo en el estrecho banco, con las manos cruzadas sobre las rodillas. Había
aprendido ya a estarse quieto. Si se hacían movimientos inesperados, le chillaban a uno desde la telepantalla,
pero la necesidad de comer algo le atenazaba de un modo espantoso. Lo que más le apetecía era un pedazo
de pan. Tenía una vaga idea de que en el bolsillo de su «mono» tenía unas cuantas migas de pan. Incluso
era posible -lo pensó porque de cuando en cuando algo le hacía cosquillas en la pierna que tuviera allí
guardado un buen mendrugo. Finalmente, pudo más la tentación que el miedo; se metió una mano en el
bolsillo.
-¡Smith! -gritó una voz desde la telepantalla-. ¡6079! ¡Smith W! ¡En las celdas, las manos fuera de los
bolsillos!
Volvió a inmovilizarse y a cruzar las manos sobre las rodillas. Antes de llevarlo allí lo habían dejado algunas
horas en otro sitio que debía de ser una cárcel corriente o un calabozo temporal usado por las patrullas.
No sabía exactamente cuánto tiempo le habían tenido allí; desde luego varias horas; pero no había relojes
ni luz natural y resultaba casi imposible calcular el tiempo. Era un sitio ruidoso y maloliente. Lo habían
dejado en una celda parecida a esta en que ahora se hallaba, pero horriblemente sucia y continuamente
llena de gente. Por lo menos había a la vez diez o quince personas, la mayoría de las cuales eran criminales
comunes, pero también se hallaban entre ellos unos cuantos prisioneros políticos. Winston se había sentado
silencioso, apoyado contra la pared, encajado entre unos cuerpos sucios y demasiado preocupado por el
miedo y por el dolor que sentía en el vientre para interesarse por lo que le rodeaba. Sin embargo, notó la
asombrosa diferencia de conducta entre los prisioneros del Partido y los otros. Los prisioneros del Partido
estaban siempre callados y llenos de terror, pero los criminales corrientes parecían no temer a nadie. Insultaban
a los guardias, se resistían a que les quitaran los objetos que llevaban, escribían palabras obscenas en
el suelo, comían descaradamente alimentos robados que sacaban de misteriosos escondrijos de entre sus
ropas e incluso le respondían a gritos a la telepantalla cuando ésta intentaba restablecer el orden. Por otra
parte, algunos de ellos parecían hallarse en buenas relaciones con los guardias, los llamaban con apodos y
trataban de sacarles cigarrillos. También los guardias trataban a los criminales ordinarios con cierta tolerancia,
aunque, naturalmente, tenían-que manejarlos con rudeza. Se hablaba mucho allí de los campos de trabajos
forzados adonde los presos esperaban ser enviados. Por lo visto, se estaba bien en los campos siempre
que se tuvieran ciertos apoyos y se conociera el tejemaneje. Había allí soborno, favoritismo e inmoralidades
de toda clase, abundaba la homosexualidad y la prostitución e incluso se fabricaba clandestinamente alcohol
destilándolo de las patatas. Los cargos de confianza sólo se los daban a los criminales propiamente dichos,
sobre todo a los gangsters y a los asesinos de toda clase, que constituían una especie de aristocracia.
En los campos de trabajos forzados, todas las tareas sucias y viles eran realizadas por los presos políticos.
En aquella celda había presenciado Winston un constante entrar y salir de presos de la más variada condición:
traficantes de drogas, ladrones, bandidos, gente del mercado negro, borrachos y prostitutas. Algunos
de los borrachos eran tan violentos que los demás presos tenían que ponerse de acuerdo para sujetarlos.
Una horrible mujer de unos sesenta años, con grandes pechos caídos y greñas de cabello blanco sobre la
cara, entró empujada por los guardias. Cuatro de éstos la sujetaban mientras ella daba patadas y chillaba.
Tuvieron que quitarle las botas con las que la vieja les castigaba las espinillas y la empujaron haciéndola
caer sentada sobre las piernas de Winston. El golpe fue tan violento que Winston creyó que se le habían
partido los huesos de los muslos. La mujer les gritó a los guardias, que ya se marchaban: «¡Hijos de perra!
». Luego, notando que estaba sentada en las piernas de Winston, se dejó resbalar hasta la madera.
-Perdona, querido -le dijo-. No me hubiera sentado encima de ti, pero esos matones me empujaron. No
saben tratar a una dama. -Se calló unos momentos y, después de darse unos golpecitos en el pecho, eructó
ruidosamente-. Perdona, chico erijo-. Yo ya no soy yo.
Se inclinó hacia delante y vomitó copiosamente sobre el suelo.
Esto va mejor ---dijo, volviendo a apoyar la espalda en la pared y cerrando los ojos-. Es lo que yo digo:
lo mejor es echarlo fuera mientras esté reciente en el estómago.
Reanimada, volvió a fijarse en Winston y pareció tomarle un súbito cariño. Le pasó uno de sus fláccidos
brazos por los hombros y lo atrajo hacia ella, echándole encima un pestilente vaho a cerveza y porquería.
-¿Cómo te llamas, cariño? -le dijo.
-Smith.
-¿Smith? -repitió la mujer-. Tiene gracia. Yo también me llamo Smith. Es que -añadió sentimentalmente
yo podía ser tu madre.
En efecto, podía ser mi madre, pensó Winston. Tenía aproximadamente la misma edad y el mismo aspecto
físico y era probable que la gente cambiara algo después de pasar veinte años en un campo de trabajos
forzados.
Nadie más le había hablado. Era sorprendente hasta qué punto despreciaban los criminales ordinarios a
los presos del Partido. Los llamaban, despectivamente, los polits, y no sentían ningún interés por lo que
hubieran hecho o dejado de hacer. Los presos del Partido parecían tener un miedo atroz a hablar con nadie
y, sobre todo, a hablar unos con otros. Sólo una vez, cuando dos miembros del Partido, ambos mujeres,
fueron sentadas juntas en el banco, oyó Winston entre la algarabía de voces, unas cuantas palabras murmuradas
precipitadamente y, sobre todo, la referencia a algo que llamaban la «habitación uno-cero-uno». No
sabía a qué se podían referir.
Quizá llevara dos o tres horas en este nuevo sitio. El dolor de vientre no se le pasaba, pero se le aliviaba
algo a ratos y entonces sus pensamientos eran un poco menos tétricos. En cambio, cuando aumentaba el
dolor, sólo pensaba en el dolor mismo y en su hambre. Al aliviarse, se apoderaba el pánico de él. Había
momentos en que se figuraba de modo tan gráfico las cosas que iban a hacerle que el corazón le galopaba y
se le cortaba la respiración. Sentía los porrazos que iban a darle en los codos y las patadas que le darían las
pesadas botas claveteadas de hierro. Se veía a sí mismo retorciéndose en el suelo, pidiendo a gritos misericordia
por entre los dientes partidos. Apenas recordaba a Julia. No podía concentrar en ella su mente. La
amaba y no la traicionaría; pero eso era sólo un hecho, conocido por él como conocía las reglas de aritmética.
No sentía amor por ella y ni siquiera se preocupaba por lo que pudiera estarle sucediendo a Julia en ese
momento. En cambio pensaba con más frecuencia en OBrien con cierta esperanza. O'Brien tenía que saber
que lo habían detenido. Había dicho que la Hermandad nunca intentaba salvar a sus miembros. Pero la cuchilla
de afeitar se la proporcionarían si podían. Quizá pasaran cinco segundos antes de que los guardias
pudieran entrar en la celda. La hoja penetraría en su carne con quemadora frialdad e incluso los dedos que
la sostuvieran quedarían cortados hasta el hueso. Todo esto se le representaba a él, que en aquellos momentos
se encogía ante el más pequeño dolor. No estaba seguro de utilizar la hoja de afeitar incluso si se la llegaban
a dar. Lo más natural era seguir existiendo momentáneamente, aceptando otros diez minutos de vida
aunque al final de aquellos largos minutos no hubiera más que una tortura insoportable.
A veces procuraba calcular el número de mosaicos de porcelana que cubrían las paredes de la celda. No
debía de ser difícil, pero siempre perdía la cuenta. Se preguntaba a cada momento dónde estaría y qué hora
sería. Llegó a estar seguro de que afuera hacía sol y poco después estaba igualmente convencido de que era
noche cerrada. Sabía instintivamente que en aquel lugar nunca se apagaban las luces. Era el sitio donde no
había oscuridad: y ahora sabía por qué O'Brien había reconocido la alusión. En el Ministerio del Amor no
había ventanas. Su celda podía hallarse en el centro del edificio o contra la pared trasera, podía estar diez
pisos bajo tierra o treinta sobre el nivel del suelo. Winston se fue trasladando mentalmente de sitio y trataba
de comprender, por la sensación vaga de su cuerpo, si estaba colgado a gran altura o enterrado a gran profundidad.
Afuera se oía ruido de pesados pasos. La puerta de acero se abrió con estrépito. Entró un joven oficial,
con impecable uniforme negro, una figura que parecía brillar por todas partes con reluciente cuero y cuyo
pálido y severo rostro era como una máscara de cera. Avanzó unos pasos dentro de la celda y volvió a salir
para ordenar a los guardias que esperaban afuera que hiciesen entrar al preso que traían. El poeta Ampleforth
entró dando tumbos en la celda. La puerta volvió a cerrarse de golpe.
Ampleforth hizo dos o tres movimientos inseguros como buscando una salida y luego empezó a pasear
arriba y abajo por la celda. Todavía no se había dado cuenta de la presencia de Winston. Sus turbados ojos
miraban la pared un metro por encima del nivel de la cabeza de Winston. No llevaba zapatos; por los agujeros
de los calcetines le salían los dedos gordos. Llevaba varios días sin afeitarse y la incipiente barba le
daba un aire rufianesco que no le iba bien a su aspecto larguirucho y débil ni a sus movimientos nerviosos.
Winston salió un poco de su letargo. Tenía que hablarle a Ampleforth aunque se expusiera al chillido de
la telepantalla. Probablemente, Ampleforth era el que le traía la hoja de afeitar.
-Ampleforth.
La telepantalla no dijo nada. Ampleforth se detuvo, sobresaltado. Su mirada se concentró unos momentos
sobre Winston.
-¡Ah, Smith! -dijo-. ¡También tú!
-¿De qué te acusan?
-Para decirte la verdad... -sentóse embarazosamente en el banco de enfrente a Winston-. Sólo hay un delito,
¿verdad?
-¿Y tú lo has cometido?
-Por lo visto.
Se llevó una mano a la frente y luego las dos apretándose las sienes en un esfuerzo por recordar algo.
-Estas cosas suelen ocurrir -empezó vagamente-. A fuerza de pensar en ello, se me ha ocurrido que pudiera
ser... fue desde luego una indiscreción, lo reconozco. Estábamos preparando una edición definitiva de
los poemas de Kipling. Dejé la palabra Dios al final de un verso. ¡No pude evitarlo! -añadió casi con indignación,
levantando la cara para mirar a Winston-. Era imposible cambiar ese verso. God (Dios) tenía que
rimar con God. ¿Te das cuenta de que sólo hay doce rimas para rod en nuestro idioma? Durante muchos
días me he estado arañando el cerebro. Inútil, no había ninguna otra rima posible.
Cambió la expresión de su cara. Desapareció de ella la angustia y por unos momentos pareció satisfecho.
Era una especie de calor intelectual que lo animaba, la alegría del pedante que ha descubierto algún dato
inútil.
-¿Has pensado alguna vez -dijo- que toda la historia de la poesía inglesa ha sido determinada por el
hecho de que en el idioma inglés escasean las rimas?
No, aquello no se le había ocurrido nunca a Winston ni le parecía que en aquellas circunstancias fuera un
asunto muy interesante.
-¿Sabes si es ahora de día o de noche? -le preguntó. Ampleforth se sobresaltó de nuevo:
-No había pensado en ello. Me detuvieron hace dos días, quizá tres. -Su mirada recorrió las paredes como
si esperase encontrar una ventana-. Aquí no hay diferencia entre el día y la noche. No es posible calcular la
hora.
Hablaron sin mucho sentido durante unos minutos hasta que, sin razón aparente, un alarido de la telepantalla
los mandó callar. Winston se inmovilizó como ya sabía hacerlo. En cambio, Ampleforth, demasiado
grande para acomodarse en el estrecho banco, no sabía cómo ponerse y se movía nervioso. Unos ladridos
de la telepantalla le ordenaron que se estuviera quieto. Pasó el tiempo. Veinte minutos, quizás una hora...
Era imposible saberlo. Una vez más se acercaban pasos de botas. A Winston se le contrajo el vientre. Pronto,
muy pronto, quizá dentro de cinco minutos, quizás ahora mismo, el ruido de pasos significaría que le
había llegado su turno.
Se abrió la puerta. El joven oficial de antes entró en la celda. Con un rápido movimiento de la mano señaló
a Ampleforth.
-Habitación uno-cero-uno -dijo.
Ampleforth salió conducido por los guardias con las facciones alteradas, pero sin comprender.
A Winston le pareció que pasaba mucho tiempo. Había vuelto a dolerle atrozmente el estómago. Su mente
daba vueltas por el mismo camino. Tenía sólo seis pensamientos: el dolor de vientre; un pedazo de pan;
la sangre y los gritos; O'Brien; Julia; la hoja de afeitar. Sintió otra contracción en las entrañas; se acercaban
las pesadas botas. Al abrirse la puerta, la oleada de aire trajo un intenso olor a sudor frío. Parsons entró en
la celda. Vestía sus shorts caquis y una camisa de sport.
Esta vez, el asombro de Winston le hizo olvidarse de sus preocupaciones.
-¡Tú aquí! -exclamó.
Parsons dirigió a Winston una mirada que no era de interés ni de sorpresa, sino sólo de pena. Empezó a
andar de un lado a otro con movimientos mecánicos. Luego empezó a temblar, pero se dominaba apretando
los puños. Tenía los ojos muy abiertos.
-¿De qué te acusan? -le preguntó Winston.
-Crimental -dijo Parsons dando a entender con el tono de su voz que reconocía plenamente su culpa y, a
la vez, un horror incrédulo de que esa palabra pudiera aplicarse a un hombre como él. Se detuvo frente a
Winston y le preguntó con angustia-: ¿No me matarán, verdad, amigo? No le matan a uno cuando no ha
hecho nada concreto y sólo es culpable de haber tenido pensamientos que no pudo evitar. Sé que le juzgan
a uno con todas las garantías. Tengo gran confianza en ellos. Saben perfectamente mi hoja de servicios.
También tú sabes cómo he sido yo siempre. No he sido inteligente, pero siempre he tenido la mejor voluntad.
He procurado servir lo mejor posible al Partido, ¿no crees? Me castigarán a cinco años, ¿verdad? O
quizá diez. Un tipo como yo puede resultar muy útil en un campo de trabajos forzados. Creo que no me
fusilarán por una pequeña y única equivocación.
-¿Eres culpable de algo? --dijo Winston.
-¡Claro que soy culpable! -exclamó Parsons mirando servilmente a la telepantalla-. ¿No creerás que el
Partido puede detener a un hombre inocente? -Se le calmó su rostro de rana e incluso tomó una actitud beatífica-.
El crimen del pensamiento es una cosa horrible dijo sentenciosamente-. Es una insidia que se apodera
de uno sin que se dé cuenta. ¿Sabes cómo me ocurrió a mí? ¡Mientras dormía! Sí, así fue. Me he pasado
la vida trabajando tan contento, cumpliendo con mi deber lo mejor que podía y, ya ves, resulta que tenía un
mal pensamiento oculto en la cabeza. ¡Y yo sin saberlo! Una noche, empecé a hablar dormido, y ¿sabes lo
que me oyeron decir?
Bajó la voz, como alguien que por razones médicas tiene que pronunciar unas palabras obscenas.
-¡Abajo el Gran Hermano! Sí, eso dije. Y parece ser que lo repetí varias veces. Entre nosotros, chico, te
confesaré que me alegró que me detuvieran antes de que la cosa pasara a mayores. ¿Sabes lo que voy a decirles
cuando me lleven ante el tribunal? «Gracias -les diré-, «gracias por haberme salvado antes de que
fuera demasiado tarde». -¿Quién te denunció? -dijo Winston.
-Fue mi niña -dijo Parsons con cierto orgullo dolido-. Estaba escuchando por el agujero de la cerradura.
Me oyó decir aquello y llamó a la patrulla al día siguiente. No se le puede pedir más lealtad política a una
niña de siete años, ¿no te parece? No le guardo ningún rencor. La verdad es que estoy orgulloso de ella,
pues lo que hizo demuestra que la he educado muy bien.
Anduvo un poco más por la celda mirando varias veces, con deseo contenido, a la taza del retrete. Luego,
se bajó a toda prisa los pantalones.
-Perdona, chico -dijo-. No puedo evitarlo. Es por la espera, ¿sabes?
Asentó su amplio trasero sobre la taza. Winston se cubrió la cara con las manos.
-¡Smith! -chilló la voz de la telepantalla-. ¡6079 Smith W! Descúbrete la cara. En las celdas, nada de taparse
la cara.
Winston se descubrió el rostro. Parsons usó el retrete ruidosa y abundantemente. Luego resultó que no
funcionaba el agua y la celda estuvo oliendo espantosamente durante varias horas.
Se llevaron a Parsons. Entraron y salieron más presos, misteriosamente. Una mujer fue enviada a la
«habitación 101» y Winston observó que esas palabras la hicieron cambiar de color. Llegó el momento en
que, si hubiera sido de día cuando le llevaron allí, sería ya la última hora de la tarde; y de haber entrado por
la tarde, sería ya media noche. Había seis presos en la celda entre hombres y mujeres. Todos estaban sentados
muy quietos. Frente a Winston se hallaba un hombre con cara de roedor; apenas tenía barbilla y sus
dientes eran afilados y salientes. Los carrillos le formaban bolsones de tal modo que podía pensarse que
almacenaba allí comida. Sus ojos gris pálido se movían temerosamente de un lado a otro y se desviaba su
mirada en cuanto tropezaba con la de otra persona.
Se abrió la puerta de nuevo y entró otro preso cuyo aspecto le causó un escalofrío a Winston. Era un
hombre de aspecto vulgar, quizás un ingeniero o un técnico. Pero lo sorprendente en él era su figura esquelética.
Su delgadez era tan exagerada que la boca y los ojos parecían de un tamaño desproporcionado y en
sus ojos se almacenaba un intenso y criminal odio contra algo o contra alguien.
El individuo se sentó en el banco a poca distancia de Winston. Éste no volvió a mirarle, pero la cara de
calavera se le había quedado tan grabada como si la tuviera continua mente frente a sus ojos. De pronto
comprendió de qué se trataba. Aquel hombre se moría de hambre. Lo mismo pareció ocurrírseles casi a la
vez a cuantos allí se hallaban. Se produjo un leve movimiento por todo el banco. El hombre de la cara de
ratón miraba de cuando en cuando al esquelético y desviaba en seguida la mirada con aire culpable para
volverse a fijarse en él irresistiblemente atraído. Por fin se levantó, cruzó pesadamente la celda, se rebuscó
en el bolsillo del «mono» y con aire tímido sacó un mugriento mendrugo de pan y se lo tendió al hambriento.
La telepantalla rugió furiosa. El de la cara de ratón volvió a su sitio de un brinco. El esquelético se había
llevado inmediatamente las manos detrás de la espalda como para demostrarle a todo el mundo que se había
negado a aceptar el ofrecimiento.
-¡Bumstead! -gritó la voz de un modo ensordecedor`. ¡2713 Bumstead J! Tira ese pedazo de pan.
El individuo tiró el mendrugo al suelo.
-Ponte de pie de cara a la puerta y sin hacer ningún movimiento.
El hombre obedeció mientras le temblaban los bolsones de sus mejillas. Se abrió la puerta de golpe y entró
el joven oficial, que se apartó para dejar pasar a un guardia achaparrado con enormes brazos y hombros.
Se colocó frente al hombre del mendrugo y, a una orden muda del oficial, le lanzó un terrible puñetazo a la
boca apoyándolo con todo el peso de su cuerpo. La fuerza del golpe empujó al individuo hasta la otra pared
de la celda. Se cayó junto al retrete. Le brotaba una sangre negruzca de la boca y de la nariz. Después, gimiendo
débilmente, consiguió ponerse en pie. Entre un chorro de sangre y saliva, se le cayeron de la boca
las dos mitades de una dentadura postiza.
Los presos estaban muy quietos, todos ellos con las manos cruzadas sobre las rodillas. El hombre ratonil
volvió a su sitio. Se le oscurecía la carne en uno de los lados de la cara. Se le hinchó la boca hasta formar
una masa informe con un agujero negro en medio. Sus ojos grises seguían moviéndose, sintiéndose más
culpable que nunca y como tratando de averiguar cuánto lo despreciaban los otros por aquella humillación.
Se abrió la puerta. Con un pequeño gesto, el oficial señaló al hombre esquelético.
-Habitación 101 dijo.
Winston oyó a su lado una ahogada exclamación de pánico. El hombre se dejó caer al suelo de rodillas y
rogaba con las manos juntas:
-¡Camarada! ¡Oficial! No tienes que llevarme a ese sitio; ¿no te lo he dicho ya todo? ¿Qué más quieres
saber? ¡Todo lo confesaría, todo! Dime de qué se trata y lo confesaré. ¡Escribe lo que quieras y lo firmaré!
Pero no me lleves a la habitación 101.
-Habitación 101 -dijo el oficial.
La cara del hombre, ya palidísima, se volvió de un color increíble. Era -no había lugar a dudas- de un tono
verde.
-¡Haz algo por mí! -chilló-. Me has estado matando de hambre durante varias semanas. Acaba conmigo
de una vez. Dispara contra mí. Ahórcame. Condéname a veinticinco años. ¿Queréis que denuncie a alguien
más? Decidme de quién se trata y yo diré todo lo que os convenga. No me importa quién sea ni lo que vayáis
a hacerle. Tengo mujer y tres hijos. El mayor de ellos no tiene todavía seis años. Podéis coger a los
cuatro y cortarles el cuerpo delante de mí y yo lo contemplaré sin rechistar. Pero no me llevéis a la habitación
101.
-Habitación 101 -dijo el oficial.
El hombre del rostro de calavera miró frenéticamente a los demás presos como si esperara encontrar alguno
que pudiera poner en su lugar. Sus ojos se detuvieron en la aporreada cara del que le había ofrecido el
mendrugo. Lo señaló con su mano huesuda y temblorosa.
-¡A ése es al que debíais llevar, no a mí! -gritó-. ¿No habéis oído lo que dijo cuando le pegaron? Os lo
contaré si queréis oírme. El sí que está contra el Partido y no yo. -Los guardias avanzaron dos pasos. La voz
del hombre se elevó histéricamente-. ¡No lo habéis oído! -repitió-. La telepantalla no funcionaba bien. Ése
es al que debéis llevaros. ¡Sí, él, él; yo no!
Los dos guardias lo sujetaron por el brazo, pero en ese momento el preso se tiró al suelo y se agarró a una
de las patas de hierro que sujetaban el banco. Lanzaba un aullido que parecía de algún animal. Los guardias
tiraban de él. Pero se aferraba con asombrosa fuerza. Estuvieron forcejeando así quizá unos veinte segundos.
Los presos seguían inmóviles con las manos cruzadas sobre las rodillas mirando fijamente frente a
ellos. El aullido se cortó; el hombre sólo tenía ya alientos para sujetarse. Entonces se oyó un grito diferente.
Un guardia le había roto de una patada los dedos de una mano. Lo pusieron de pie alzándolo como un pelele.
-Habitación 101 -dijo el oficial.
Y se lo llevaron al hombre, que apenas podía apoyarse en el suelo y que se sujetaba con la otra la mano
partida. Había perdido por completo los ánimos.
Pasó mucho tiempo. Si había sido media noche cuando se llevaron al hombre de la cara de calavera, era
ya por la mañana; si había sido por la mañana, ahora sería por la tarde. Winston estaba solo desde hacía
varias horas. Le producía tal dolor estarse sentado en el estrecho banco que se atrevió a levantarse de cuando
en cuando y dar unos pasos por la celda sin que la telepantalla se lo prohibiera. El mendrugo de pan seguía
en el suelo, -en el mismo sitio donde lo había tirado el individuo de cara ratonil. Al principio, necesitó
Winston esforzarse mucho para no mirarlo, pero ya no tenía hambre, sino sed. Se le había puesto la boca
pegajosa y de un sabor malísimo. El constante zumbido y la invariable luz blanca le causaban una sensación
de mareo y de tener vacía la cabeza. Cuando no podía resistir más el dolor de los huesos, se levantaba,
pero volvía a sentarse en seguida porque estaba demasiado mareado para permanecer en pie. En cuanto
conseguía dominar sus sensaciones físicas, le volvía el terror. A veces pensaba con leve esperanza en O'-
Brien y en la hoja de afeitar. Bien pudiera llegar la hoja escondida en el alimento que le dieran, si es que
llegaban a darle alguno. En Julia pensaba menos. Estaría sufriendo, quizás más que él. Probablemente estaría
chillando de dolor en este mismo instante. Pensó: «Si pudiera salvar a Julia duplicando mi dolor, ¿lo
haría? Sí, lo haría». Esto era sólo una decisión intelectual, tomada porque sabia que su deber era ese; pero,
en verdad, no lo sentía. En aquel sitio no se podía sentir nada excepto el dolor físico y la anticipación de
venideros dolores. Además, ¿era posible, mientras se estaba sufriendo realmente, desear que por una u otra
razón le aumentara a uno el dolor? Pero a esa pregunta no estaba él todavía en condiciones de responder.
Las botas volvieron a acercarse. Se abrió la puerta. Entró O'Brien.
Winston se puso en pie. El choque emocional de ver a aquel hombre le hizo abandonar toda preocupación.
Por primera vez en muchos años, olvidó la presencia de la telepantalla.
-¡También a ti te han cogido! -exclamó.
-Hace mucho tiempo que me han cogido -repuso O'Brien con una ironía suave y como si lo lamentara. Se
apartó un poco para que pasara un corpulento guardia que tenía una larga porra negra en la mano.
-Ya sabías que ocurriría esto, Winston -dijo O'Brien-. No te engañes a ti mismo. Lo sabías... Siempre lo
has sabido.
Sí, ahora comprendía que siempre lo había sabido. Pero no había tiempo de pensar en ello. Sólo tenía
ojos para la porra que se balanceaba en la mano del guardia. El golpe podía caer en cualquier parte de su
cuerpo: en la coronilla, encima de la oreja, en el antebrazo, en el codo...
¡En el codo! Dio un brinco y se quedó casi paralizado sujetándose con la otra mano el codo golpeado.
Había visto luces amarillas. ¡Era inconcebible que un solo golpe pudiera causar tanto dolor! Cayó al suelo.
Volvió a ver claro. Los otros dos lo miraban desde arriba. El guardia se reía de sus contorsiones. Por lo
menos, ya sabía una cosa. Jamás, por ninguna razón del mundo, puede uno desear un aumento de dolor. Del
dolor físico sólo se puede desear una cosa: que cese. Nada en el mundo es tan malo como el dolor físico.
Ante eso no hay héroes. No hay héroes, pensó una y otra vez mientras se retorcía en el suelo, sujetándose
inútilmente su inutilizado brazo izquierdo.
II
Winston yacía sobre algo que parecía una cama de campaña aunque más elevada sobre el suelo y que estaba
sujeta para que no pudiera moverse. Sobre su rostro caía una luz más fuerte que la normal. O'Brien
estaba de pie a su lado, mirándole fijamente. Al otro lado se hallaba un hombre con chaqueta blanca en una
de cuyas manos tenía preparada una jeringuilla hipodérmica.
Aunque ya hacía un rato que había abierto los ojos, no acababa de darse plena cuenta de lo que le rodeaba.
Tenía la impresión de haber venido nadando hasta esta habitación desde un mundo muy distinto, una
especie de mundo submarino. No sabía cuánto tiempo había estado en aquellas profundidades. Desde el
momento en que lo detuvieron no había visto oscuridad ni luz diurna. Además sus recuerdos no eran continuos.
A veces la conciencia, incluso esa especie de conciencia que tenemos en los sueños, se le había parado
en seco y sólo había vuelto a funcionar después de un rato de absoluto vacío. Pero si esos ratos eran segundos,
horas, días, o semanas, no había manera de saberlo.
La pesadilla comenzó con aquel primer golpe en el codo. Más tarde se daría cuenta de que todo lo ocurrido
entonces había sido sólo una ligera introducción, un interrogatorio rutinario al que eran sometidos casi
todos los presos. Todos tenían que confesar, como cuestión de mero trámite, una larga serie de delitos: espionaje,
sabotaje y cosas por el estilo. Aunque la tortura era real, la confesión era sólo cuestión de trámite.
Winston no podía recordar cuántas veces le habían pegado ni cuánto tiempo habían durado los castigos.
Recordaba, en cambio, que en todo momento había en torno suyo cinco o seis individuos con uniformes
negros. A veces emplearon los puños, otras las porras, también varas de acero y, por supuesto, las botas.
Sabía que había rodado varias veces por el suelo con el impudor de un animal retorciéndose en un inútil
esfuerzo por evitar los golpes, pero con aquellos movimientos sólo conseguía que le propinaran más patadas
en las costillas, en el vientre, en los codos, en las espinillas, en los testículos y en la base de la columna
vertebral. A veces gritaba pidiendo misericordia incluso antes de que empezaran a pegarle y bastaba con
que un puño hiciera el movimiento de retroceso precursor del golpe para que confesara todos los delitos,
verdaderos o imaginarios, de que le acusaban. Otras veces, cuando se decidía a no confesar nada, tenían
que sacarle las palabras entre alaridos de dolor y en otras ocasiones se decía a sí mismo, dispuesto a transigir:
«Confesaré, pero todavía no. Tengo que resistir hasta que el dolor sea insoportable. Tres golpes más,
dos golpes más y les diré lo que quieran». Cuando le golpeaban hasta dejarlo tirado como un saco de patatas
en el suelo de piedra para que recobrara alguna energía, al cabo de varias horas volvían a buscarlo y le
pegaban otra vez. También había períodos más largos de descanso. Los recordaba confusamente porque los
pasaba adormilado o con el conocimiento casi perdido. Se acordaba de que un barbero había ido a afeitarle
la barba al rape y algunos hombres de actitud profesional, con batas blancas, le tomaban el pulso, le observaban
sus movimientos reflejos, le levantaban los párpados y le recorrían el cuerpo con dedos rudos en
busca de huesos rotos o le ponían inyecciones en el brazo para hacerle dormir.
Las palizas se hicieron menos frecuentes y quedaron reducidas casi únicamente a amenazas, a anunciarle
un horror al que le enviarían en cuanto sus respuestas no fueran satisfactorias. Los que le interrogaban no
eran ya rufianes con uniformes negros, sino intelectuales del Partido, hombrecillos regordetes con movimientos
rápidos y gafas brillantes que se relevaban para «trabajarlo» en turnos que duraban -no estaba seguro-
diez o doce horas. Estos otros interrogadores procuraban que se hallase sometido a un dolor leve,
pero constante, aunque ellos no se basaban en el dolor para hacerle confesar. Le daban bofetadas, le retorcían
las orejas, le tiraban del pelo, le hacían sostenerse en una sola pierna, le negaban el permiso para orinar,
le enfocaban la cara con insoportables reflectores hasta que le hacían llorar a lágrima viva... Pero la
finalidad de esto era sólo humillarlo y destruir en él la facultad de razonar, de encontrar argumentos. La
verdadera arma de aquellos hombres era el despiadado interrogatorio que proseguía hora tras hora, lleno de
trampas, deformando todo lo que él había dicho, haciéndole confesar a cada paso mentiras y contradicciones,
hasta que empezaba a llorar no sólo de vergüenza sino de cansancio nervioso. A veces lloraba media
docena de veces en una sola sesión. Casi todo el tiempo lo estaban insultando y lo amenazaban, a cada vacilación,
con volverlo a entregar a los guardias. Pero de pronto cambiaban de tono, lo llamaban camarada,
trataban de despertar sus sentimientos en nombre del Ingsoc y del Gran Hermano, y le preguntaban compungidos
si no le quedaba la suficiente lealtad hacia el Partido para desear no haber hecho todo el mal que
había hecho. Con los nervios destrozados después de tantas horas de interrogatorio, estos amistosos reproches
le hacían llorar con más fuerza. Al final se había convertido en un muñeco: una boca que afirmaba lo
que le pedían y una mano que firmaba todo lo que le ponían delante. Su única preocupación consistía en
descubrir qué deseaban hacerle declarar para confesarlo inmediatamente antes de que empezaran a insultarlo
y a amenazarlo. Confesó haber asesinado a distinguidos miembros del Partido, haber distribuido propaganda
sediciosa, robo de fondos públicos, venta de secretos militares al extranjero, sabotajes de toda clase...
Confesó que había sido espía a sueldo de Asia Oriental ya en 1968. Confesó que tenía creencias religiosas,
que admiraba el capitalismo y que era un pervertido sexual. Confesó haber asesinado a su esposa, aunque
sabía perfectamente y tenían que saberlo también sus verdugos- que su mujer vivía aún. Confesó que durante
muchos años había estado en relación con Goldstein y había sido miembro de una organización clandestina
a la que habían pertenecido casi todas las personas que él había conocido en su vida. Lo más fácil
era confesarlo todo fuera verdad o mentira- y comprometer a todo el mundo. Además, en cierto sentido,
todo ello era verdad. Era cierto que había sido un enemigo del Partido y a los ojos del Partido no había distinción
alguna entre los pensamientos y los actos.
También recordaba otras cosas que surgían en su mente de un modo inconexo, como cuadros aislados rodeados
de oscuridad.
Estaba en una celda que podía haber estado oscura o con luz, no lo sabía, porque lo único que él veía era
un par de ojos. Allí cerca se oía el tic-tac, lento y regular, de un instrumento. Los ojos aumentaron de tamaño
y se hicieron más luminosos. De pronto, Winston salió flotando de su asiento y sumergiéndose en los
ojos, fue tragado por ellos.
Estaba atado a una silla rodeada de esferas graduadas, bajo cegadores focos. Un hombre con bata blanca
leía los discos. Fuera se oía que se acercaban pasos. La puerta se abrió de golpe. El oficial de cara de cera
entró seguido por dos guardias.
-Habitación 101 -dijo el oficial.
El hombre de la bata blanca no se volvió. Ni siquiera, miró a Winston; se limitaba a observar los discos.
Winston rodaba por un interminable corredor de un kilómetro de anchura inundado por una luz dorada y
deslumbrante. Se reía a carcajadas y gritaba confesiones sin cesar. Lo confesaba todo, hasta lo que había
logrado callar bajo las torturas. Le contaba toda la historia de su vida a un público que ya la conocía. Lo
rodeaban los guardias, sus otros verdugos de lentes, los hombres de las batas blancas, OBrien, Julia, el señor
Charrington, y todos rodaban alegremente por el pasillo riéndose a carcajadas. Winston se había escapado
de algo terrorífico con que le amenazaban y que no había llegado a suceder. Todo estaba muy bien, no
había más dolor y hasta los más mínimos detalles de su vida quedaban al descubierto, comprendidos y perdonados.
Intentó levantarse, incorporarse en la cama donde lo habían tendido, pues casi tenía la seguridad de haber
oído la voz de OBrien. Durante todos los interrogatorios anteriores, a pesar de no haberlo llegado a ver,
había tenido la constante sensación de que O'Brien estaba allí cerca, detrás de él. Esa O'Brien quien lo
había dirigido todo. Él había lanzado a los guardias contra Winston y también él había evitado que lo mataran.
Fue él quién decidió cuándo tenía Winston que gritar de dolor, cuándo podía descansar, cuándo lo tenían
que alimentar, cuándo habían de dejarlo dormir y cuándo tenían que reanimarlo con inyecciones. Era él
quien sugería las preguntas y las respuestas. Era su atormentador, su protector, su inquisidor y su amigo. Y
una vez Winston no podía recordar si esto ocurría mientras dormía bajo el efecto de la droga, o durante el
sueño normal o en un momento en que estaba despierto- una voz le había murmurado al oído: «No te preocupes,
Winston; estás bajo mi custodia. Te he vigilado durante siete años. Ahora ha llegado el momento
decisivo. Te salvaré; te haré perfecto». No estaba seguro si era la voz de O'Brien; pero desde luego era la
misma voz que le había dicho en aquel otro sueño, siete años antes: «Nos encontraremos en el sitio donde
no hay oscuridad».
Ahora no podía moverse. Le habían sujetado bien el cuerpo boca arriba. Incluso la cabeza estaba sujeta
por detrás al lecho. O'Brien lo miraba serio, casi triste. Su rostro, visto desde abajo, parecía basto y gastado,
y con bolsas bajo los ojos y arrugas de cansancio de la nariz a la barbilla. Era mayor de lo que Winston
creía. Quizás tuviera cuarenta y ocho o cincuenta años. Apoyaba la mano en una palanca que hacía mover
la aguja de la esfera, en la que se veían unos números.
-Te dije -murmuró O'Brien- que, si nos encontrábamos de nuevo, sería aquí.
-Sí -dijo Winston.
Sin advertencia previa -excepto un leve movimiento de la mano de O'Brien- le inundó una oleada dolorosa.
Era un dolor espantoso porque no sabía de dónde venía y tenía la sensación de que le habían causado un
daño mortal. No sabía si era un dolor interno o el efecto de algún recurso eléctrico, pero sentía como si todo
el cuerpo se le descoyuntara. Aunque el dolor le hacía sudar por la frente, lo único que le preocupaba es
que se le rompiera la columna vertebral. Apretó los dientes y respiró por la nariz tratando de estarse callado
lo más posible.
-Tienes miedo erijo O'Brien observando su cara- de que de un momento a otro se te rompa algo. Sobre
todo, temes que se te parta la espina dorsal. Te imaginas ahora mismo las vértebras soltándose y el líquido
raquídeo saliéndose. ¿Verdad que lo estás pensando, Winston?
Winston no contestó. O'Brien presionó sobre la palanca. La ola de dolor se retiró con tanta rapidez como
había llegado.
-Eso era cuarenta dijo O'Brien-. Ya ves que los números llegan hasta el ciento. Recuerda, por favor, durante
nuestra conversación, que está en mi mano infligirte dolor en el momento y en el grado que yo desee.
Si me dices mentiras o si intentas engañarme de alguna manera, o te dejas caer por debajo de tu nivel normal
de inteligencia, te haré dar un alarido inmediatamente. ¿Entendido?
-Sí -dijo Winston.
O'Brien adoptó una actitud menos severa. Se ajustó pensativo las gafas y anduvo unos pasos por la habitación.
Cuando volvió a hablar, su voz era suave y paciente. Parecía un médico, un maestro, incluso un
sacerdote, deseoso de explicar y de persuadir antes que de castigar.
-Me estoy tomando tantas molestias contigo, Winston, porque tú lo mereces. Sabes perfectamente lo que
te ocurre. Lo has sabido desde hace muchos años aunque te has esforzado en convencerte de que no lo sabías.
Estás trastornado mentalmente. Padeces de una memoria defectuosa. Eres incapaz de recordar los
acontecimientos reales y te convences a ti mismo porque estabas decidido a no curarte. No estabas dispuesto
a hacer el pequeño esfuerzo de voluntad necesario. Incluso ahora, estoy seguro de ello, te aferras a tu
enfermedad por creer que es una virtud. Ahora te pondré un ejemplo y te convencerás de lo que digo. Vamos
a ver, en este momento, ¿con qué potencia está en guerra Oceanía?
-Cuando me detuvieron, Oceanía estaba en guerra con Asia Oriental.
-Con Asia Oriental. Muy bien. Y Oceanía ha estado siempre en guerra con Asia Oriental, ¿verdad?
Winston contuvo la respiración. Abrió la boca para hablar, pero no pudo. Era incapaz de apartar los ojos
del disco numerado.
-La verdad, por favor, Winston. Tu verdad. Dime lo que creas recordar.
-Recuerdo que hasta una semana antes de haber sido yo detenido, no estábamos en guerra con Asia
Oriental en absoluto. Éramos aliados de ella. La guerra era contra Eurasia. Una guerra que había durado
cuatro años. Y antes de eso...
O'Brien lo hizo callar con un movimiento de la mano.
-Otro ejemplo. Hace algunos años sufriste una obcecación muy seria. Creíste que tres hombres que habían
sido miembros del Partido, llamados Jones, Aaronson y Rutherford -unos individuos que fueron ejecutados
por traición y sabotaje después de haber confesado todos sus delitos-; creíste, repito, que no eran culpables
de los delitos de que se les acusaba. Creíste que habías visto una prueba documental innegable que
demostraba que sus confesiones habían sido forzadas y falsas. Sufriste una alucinación que te hizo ver cierta
fotografía. Llegaste a creer que la habías tenido en tus manos. Era una foto como ésta.
Entre los dedos de OBrien había aparecido un recorte de periódico que pasó ante la vista de Winston durante
unos cinco segundos. Era una foto de periódico y no podía dudarse cuál. Sí, era la fotografía; otro
ejemplar del retrato de Jones, Aaronson y Rutherford en el acto del Partido celebrado en Nueva York, aquella
foto que Winston había descubierto por casualidad once años antes y había destruido en seguida. Y ahora
había vuelto a verla. Sólo unos instantes, pero estaba seguro de haberla visto otra vez. Hizo un desesperado
esfuerzo por incorporarse. Pero era imposible moverse ni siquiera un centímetro. Había olvidado hasta
la existencia de la amenazadora palanca. Sólo quería volver a coger la fotografía, o por lo menos verla más
tiempo.
-¡Existe! -gritó. No erijo O'Brien.
Cruzó la estancia. En la pared de enfrente había un «agujero de la memoria». O’Brien levantó la rejilla.
El pedazo de papel salió dando vueltas en el torbellino de aire caliente y se deshizo en una fugaz llama.
O'Brien volvió junto a Winston.
-Cenizas --,dijo-. Ni siquiera cenizas identificables. Polvo. Nunca ha existido.
-¡Pero existió! ¡Existe! Sí, existe en la memoria. Lo recuerdo. Y tú también lo recuerdas.
-Yo no lo recuerdo -dijo OBrien.
Winston se desanimó. Aquello era doblepensar. Sintió un mortal desamparo. Si hubiera estado seguro de
que O'Brien mentía, se habría quedado tranquilo. Pero era muy posible que O'Brien hubiera olvidado de
verdad la fotografía. Y en ese caso habría olvidado ya su negativa de haberla recordado y también habría
olvidado el acto de olvidarlo. ¿Cómo podía uno estar seguro de que todo esto no era más que un truco?
Quizás aquella demencia dislocación de los pensamientos pudiera tener una realidad efectiva. Eso era lo
que más desanimaba a Winston.
O'Brien lo miraba pensativo. Más que nunca, tenía el aire de un profesor esforzándose por llevar por
buen camino a un chico descarriado, pero prometedor.
-Hay una consigna del Partido sobre el control del pasado. Repítela, Winston, por favor.
-El que controla el pasado controla el futuro; y el que controla el presente controla el pasado -repitió
Winston, obediente.
-El que controla el presente controla el pasado -dijo O'Brien moviendo la cabeza con lenta aprobación-.
¿Y crees tú, Winston, que el pasado existe verdaderamente?
Otra vez invadió a Winston el desamparo. Sus ojos se volvieron hacia el disco. No sólo no sabía si la respuesta
que le evitaría el dolor sería sí o no, sino que ni siquiera sabía cuál de estas respuestas era la que él
tenía por cierta.
OBrien sonrió débilmente:
-No eres metafísico, Winston. Hasta este momento nunca habías pensado en lo que se conoce por existencia.
Te lo explicaré con más precisión. ¿Existe el pasado concretamente, en el espacio? ¿Hay algún sitio
en alguna parte, hay un mundo de objetos sólidos donde el pasado siga acaeciendo?
-No.
-Entonces, ¿dónde existe el pasado?
-En los documentos. Está escrito.
-En los documentos... Y, ¿dónde más?
-En la mente. En la memoria de los hombres.
-En la memoria. Muy bien. Pues nosotros, el Partido, controlamos todos los documentos y controlamos
todas las memorias. De manera que controlamos el pasado, ¿no es así?
-Pero, ¿cómo van ustedes a evitar que la gente recuerde lo que ha pasado? -exclamó Winston olvidando
del nuevo el martirizador eléctrico-. Es un acto involuntario. No puede uno evitarlo. ¿Cómo vais a controlar
la memoria? ¡La mía no la habéis controlado!
O'Brien volvió a ponerse serio. Tocó la palanca con la mano.
Al contrario dijo por fin-, eres tú el que no la ha controlado y por eso estás aquí. Te han traído porque te
han faltado humildad y autodisciplina. No has querido realizar el acto de sumisión que es el precio de la
cordura. Has preferido ser un loco, una minoría de uno solo. Convéncete, Winston; solamente el espíritu
disciplinado puede ver la realidad. Crees que la realidad es algo objetivo, externo, que existe por derecho
propio. Crees también que la naturaleza de la realidad se demuestra por sí misma. Cuando te engañas a ti
mismo pensando que ves algo, das por cierto que todos los demás están viendo lo mismo que tú. Pero te
aseguro, Winston, que la realidad no es externa. La realidad existe en la mente humana y en ningún otro
sitio. No en la mente individual, que puede cometer errores y que, en todo caso, perece pronto. Sólo la
mente del Partido, que es colectiva e inmortal, puede captar la realidad. Lo que el Partido sostiene que es
verdad es efectivamente verdad. Es imposible ver la realidad sino a través de los ojos del Partido. Este es el
hecho que tienes que volver a aprender, Winston. Para ello se necesita un acto de autodestrucción, un esfuerzo
de la voluntad. Tienes que humillarte si quieres volverte cuerdo.
Después de una pausa de unos momentos, prosiguió: Recuerdas haber escrito en tu Diario: «la libertad es
poder decir que dos más dos son cuatro?».
-Sí -dijo Winston.
O'Brien levantó la mano izquierda, con el reverso hacia Winston, y escondiendo el dedo pulgar extendió
los otros cuatro.
-¿Cuántos dedos hay aquí, Winston?
-Cuatro.
-¿Y si el Partido dice que no son cuatro sino cinco? Entonces, ¿cuántos hay?
-Cuatro.
La palabra terminó con un espasmo de dolor. La aguja de la esfera había subido a cincuenta y cinco. A
Winston le sudaba todo el cuerpo. Aunque apretaba los dientes, no podía evitar los roncos gemidos. O'-
Brien lo contemplaba, con los cuatro dedos todavía extendidos. Soltó la palanca y el dolor, aunque no desapareció
del todo, se alivió bastante.
-¿Cuántos dedos, Winston?
-Cuatro.
La aguja subió a sesenta.
-¿Cuántos dedos, Winston?
-¡Cuatro!! !¡Cuatro!! ¿Qué voy a decirte? ¡Cuatro!
La aguja debía de marcar más, pero Winston no la miró. El rostro severo y pesado y los cuatro dedos
ocupaban por completo su visión. Los dedos, ante sus ojos, parecían columnas, enormes, borrosos y vibrantes,
pero seguían siendo cuatro, sin duda alguna.
-¿Cuántos dedos, Winston?
-¡¡Cuatro!! ¡Para eso, para eso! ¡No sigas, es inútil!
-¡Cuántos dedos, Winston!
-¡Cinco! ¡Cinco! ¡Cinco!
-No, Winston; así no vale. Estás mintiendo. Sigues creyendo que son cuatro. Por favor, ¿cuántos dedos?
-¡¡Cuatro!! ¡¡Cinco!! ¡¡Cuatro!! Lo que quieras, pero termina de una vez. Para este dolor.
Ahora estaba sentado en el lecho con el brazo de O'Brien rodeándole los hombros. Quizá hubiera perdido
el conocimiento durante unos segundos. Se habían aflojado las ligaduras que sujetaban su cuerpo. Sentía
mucho frío, temblaba como un azogado, le castañeteaban los dientes y le corrían lágrimas por las mejillas.
Durante unos instantes se apretó contra O'Brien como un niño, confortado por el fuerte brazo que le rodeaba
los hombros. Tenía la sensación de que O'Brien era su protector, que el dolor venía de fuera, de otra
fuente, y que O'Brien le evitaría sufrir.
-Tardas mucho en aprender, Winston -dijo O'Brien con suavidad.
-No puedo evitarlo -balbuceó Winston-. ¿Cómo puedo evitar ver lo que tengo ante los ojos si no los cierro?
Dos y dos son cuatro.
-Algunas veces sí, Winston; pero otras veces son cinco. Y otras, tres. Y en ocasiones son cuatro, cinco y
tres a la vez. Tienes que esforzarte más. No es fácil recobrar la razón.
Volvió a tender a Winston en el lecho. Las ligaduras volvieron a inmovilizarlo, pero ya no sentía dolor y
le había desaparecido el temblor. Estaba débil y frío. O'Brien le hizo una señal con la cabeza al hombre de
la bata blanca, que había permanecido inmóvil durante la escena anterior y ahora, inclinándose sobre Winston,
le examinaba los ojos de cerca, le tomaba el pulso, le acercaba el oído al pecho y le daba golpecitos de
reconocimiento. Luego, mirando a O'Brien, movió la cabeza afirmativamente.
-Otra vez -dijo O'Brien.
El dolor invadió de nuevo el cuerpo de Winston. La aguja debía de marcar ya setenta o setenta y cinco.
Esta vez, había cerrado los ojos. Sabía que los dedos continuaban allí y que seguían siendo cuatro. Lo único
importante era conservar la vida hasta que pasaran las sacudidas dolorosas. Ya no tenía idea de si lloraba o
no. El dolor disminuyó otra vez. Abrió los ojos. O'Brien había vuelto a bajar la palanca.
-¿Cuántos dedos, Winston?
-¡Cuatro!! Supongo que son cuatro. Quisiera ver cinco. Estoy tratando de ver cinco.
-¿Qué deseas? ¿Persuadirme de que ves cinco o verlos de verdad?
-Verlos de verdad.
-Otra vez dijo O'Brien.
Es probable que la aguja marcase de ochenta a noventa. Sólo de un modo intermitente podía recordar
Winston a qué se debía su martirio. Detrás de sus párpados cerrados, un bosque de dedos se movía en una
extraña danza, entretejiéndose, desapareciendo unos tras otros y volviendo a aparecer. Quería contarlos,
pero no recordaba por qué. Sólo sabía que era imposible contarlos y que esto se debía a la misteriosa identidad
entre cuatro y cinco. El dolor desapareció de nuevo. Cuando abrió los ojos, halló que seguía viendo lo
mismo; es decir, innumerables dedos que se movían como árboles locos en todas direcciones cruzándose y
volviéndose a cruzar. Cerró otra vez los ojos.
-¿Cuántos dedos te estoy enseñando, Winston?
-No sé, no sé. Me matarás si aumentas el dolor. Cuatro, cinco, seis... Te aseguro que no lo sé.
-Esto va mejor -dijo O'Brien.
Le pusieron una inyección en el brazo. Casi instantáneamente se le esparció por todo el cuerpo una cálida
y beatífica sensación. Casi no se acordaba de haber sufrido. Abrió los ojos y miró agradecido a O'Brien. Le
conmovió ver a aquel rostro pesado, lleno de arrugas, tan feo y tan inteligente. Si se hubiera podido mover,
le habría tendido una mano. Nunca lo había querido tanto como en este momento y no sólo por haberle
suprimido el dolor. Aquel antiguo sentimiento, aquella idea de que no importaba que O'Brien fuera un amigo
o un enemigo, había vuelto a apoderarse de él. O'Brien era una persona con quien se podía hablar. Quizá
no deseara uno tanto ser amado como ser comprendido. O'Brien lo había torturado casi hasta enloquecerlo
y era seguro que dentro de un rato le haría matar. Pero no importaba. En cierto sentido, más allá de la amistad,
eran íntimos. De uno u otro modo y aunque las palabras que lo explicarían todo no pudieran ser pronunciadas
nunca, había desde luego un lugar donde podrían reunirse y charlar. O’Brien lo miraba con una
expresión reveladora de que el mismo pensamiento se le estaba ocurriendo. Empezó a hablar en un tono de
conversación corriente.
-¿Sabes dónde estás, Winston? -dijo.
-No sé. Me lo figuro. En el Ministerio del Amor.
-¿Sabes cuánto tiempo has estado aquí?
-No sé. Días, semanas, meses... creo que meses.
-¿Y por qué te imaginas que traemos aquí a la gente?
-Para hacerles confesar.
-No, no es ésa la razón. Di otra cosa.
-Para castigarlos.
-¡No! -exclamó O'Brien. Su voz había cambiado extraordinariamente y su rostro se había puesto de pronto
serio y animado a la vez-. ¡No! No te traemos sólo para hacerte confesar y para castigarte. ¿Quieres que
te diga para qué te hemos traído? ¡¡Para curarte!! ¡¡Para volverte cuerdo!! Debes saber, Winston, que ninguno
de los que traemos aquí sale de nuestras manos sin haberse curado. No nos interesan esos estúpidos
delitos que has cometido. Al Partido no le interesan los actos realizados; nos importa sólo el pensamiento.
No sólo destruimos a nuestros enemigos, sino que los cambiamos. ¿Comprendes lo que quiero decir?
Estaba inclinado sobre Winston. Su cara parecía enorme por su proximidad y horriblemente fea vista
desde abajo. Además, sus facciones se alteraban por aquella exaltación, aquella intensidad de loco. Otra vez
se le encogió el corazón a Winston. Si le hubiera sido posible, habría retrocedido. Estaba seguro de que
OBrien iba a mover la palanca por puro capricho. Sin embargo, en ese momento se apartó de él y paseó un
poco por la habitación. Luego prosiguió con menos vehemencia:
-Lo primero que debes comprender es que éste no es un lugar de martirio. Has leído cosas sobre las persecuciones
religiosas en el pasado. En la Edad Media había la Inquisición. No funcionó. Pretendían erradicar
la herejía y terminaron por perpetuarla. En las persecuciones antiguas por cada hereje quemado han
surgido otros miles de ellos. ¿Por qué? Porque se mataba a los enemigos abiertamente y mientras aún no se
habían arrepentido. Se moría por no abandonar las creencias heréticas. Naturalmente, así toda la gloria pertenecía
a la víctima y la vergüenza al inquisidor que la quemaba. Más tarde, en el siglo xx, han existido los
totalitarios, como los llamaban: los nazis alemanes y los comunistas rusos. Los rusos persiguieron a los
herejes con mucha más crueldad que ninguna otra inquisición. Y se imaginaron que habían aprendido de
los errores del pasado. Por lo menos sabían que no se deben hacer mártires. Antes de llevar a sus víctimas a
un juicio público, se dedicaban a destruirles la dignidad. Los deshacían moralmente y físicamente por medio
de la tortura y el aislamiento hasta convertirlos en seres despreciables, verdaderos peleles capaces de
confesarlo todo, que se insultaban a sí mismos acusándose unos a otros y pedían sollozando un poco de
misericordia. Sin embargo, después de unos cuantos años, ha vuelto a ocurrir lo mismo. Los muertos se han
convertido en mártires y se ha olvidado su degradación. ¿Por qué había vuelto a suceder esto? En primer
lugar, porque las confesiones que habían hecho eran forzadas y falsas. Nosotros no cometemos esta clase
de errores. Todas las confesiones que salen de aquí son verdaderas. Nosotros hacemos que sean verdaderas.
Y, sobre todo, no permitimos que los muertos se levanten contra nosotros. Por tanto, debes perder toda esperanza
de que la posteridad te reivindique, Winston. La posteridad no sabrá nada de ti. Desaparecerás por
completo de la corriente histórica. Te disolveremos en la estratosfera, por decirlo así. De ti no quedará nada:
ni un nombre en un papel, ni tu recuerdo en un ser vivo. Quedarás aniquilado tanto en el pretérito como
en el futuro. No habrás existido.
«Entonces, ¿para qué me torturan?», pensó Winston con una amargura momentánea. O'Brien se detuvo
en seco como si hubiera oído el pensamiento de Winston. Su ancho y feo rostro se le acercó con los ojos un
poco entornados y le dijo: -Estás pensando que si nos proponemos destruirte por completo, ¿para qué nos
tomamos todas estas molestias?; que si nada va a quedar de ti, ¿qué importancia puede tener lo que tú digas
o pienses? ¿Verdad que lo estás pensando?
-Sí -dijo Winston.
O'Brien sonrió levemente y prosiguió:
Te explicaré por qué nos molestamos en curarte. Tú, Winston, eres una mancha en el tejido; una mancha
que debemos borrar. ¿No te dije hace poco que somos diferentes de los martirizadores del pasado? No nos
contentamos con una obediencia negativa, ni siquiera con la sumisión más abyecta. Cuando por fin te rindas
a nosotros, tendrá que impulsarte a ello tu libre voluntad. No destruimos a los herejes porque se nos
resisten; mientras nos resisten no los destruimos. Los convertimos, captamos su mente, los reformamos. Al
hereje político le quitamos todo el mal y todas las ilusiones engañosas que lleva dentro; lo traemos a nuestro
lado, no en apariencia, sino verdaderamente, en cuerpo y alma. Lo hacemos uno de nosotros antes de
matarlo. Nos resulta intolerable que un pensamiento erróneo exista en alguna parte del mundo, por muy
secreto e inocuo que pueda ser. Ni siquiera en el instante de la muerte podemos permitir alguna desviación.
Antiguamente, el hereje subía a la hoguera siendo aún un hereje, proclamando su herejía y hasta disfrutando
con ella. Incluso la víctima de las purgas rusas se llevaba su rebelión encerrada en el cráneo cuando
avanzaba por un pasillo de la prisión en espera del tiro en la nuca. Nosotros, en cambio, hacemos perfecto
el cerebro que vamos a destruir. La consigna de todos los despotismos era: «No harás esto o lo otro». La
voz de mando de los totalitarios era: «Harás esto o aquello». Nuestra orden es: «Eres». Ninguno de los que
traemos aquí puede volverse contra nosotros. Les lavamos el cerebro. Incluso aquellos miserables traidores
en cuya inocencia creíste un día Jones, Aaronson y Rutherford- los conquistamos al final. Yo mismo participé
en su interrogatorio. Los vi ceder paulatinamente, sollozando, llorando a lágrima viva, y al final no los
dominaba el miedo ni el dolor, sino sólo un sentimiento de culpabilidad, un afán de penitencia. Cuando
acabamos con ellos no eran más que cáscaras de hombre. Nada quedaba en ellos sino el arrepentimiento
por lo que habían hecho y amor por el Gran Hermano. Era conmovedor ver cómo lo amaban. Pedían que se
les matase en seguida para poder morir con la mente limpia. Temían que pudiera volver a ensuciárseles.
La voz de O'Brien se había vuelto soñadora y en su rostro permanecía el entusiasmo del loco y la exaltación
del fanático. «No está mintiendo pensó Winston , no es un hipócrita; cree todo lo que dice.» A Winston
le oprimía el convencimiento de su propia inferioridad intelectual. Contemplaba aquella figura pesada y
de movimientos sin embargo agradables que paseaba de un lado a otro entrando y saliendo en su radio de
visión. O'Brien era, en todos sentidos, un ser de mayores proporciones que él. Cualquier idea que Winston
pudiera haber tenido o pudiese tener en lo sucesivo, ya se le había ocurrido a O’Brien, examinándola y rechazándola.
La mente de aquel hombre contenía a la de Winston. Pero, en ese caso, ¿cómo iba a estar loco
OBrien? El loco tenía que ser él, Winston. O'Brien se detuvo y lo miró fijamente. Su voz había vuelto a ser
dura:
No te figures que vas a salvarte, Winston, aunque te rindas a nosotros por completo. Jamás se salva nadie
que se haya desviado alguna vez. Y aunque decidiéramos dejarte vivir el resto de tu vida natural, nunca te
escaparás de nosotros. Lo que está ocurriendo aquí es para siempre. Es preciso que se te grabe de una vez
para siempre. Te aplastaremos hasta tal punto que no podrás recobrar tu antigua forma. Te sucederán cosas
de las que no te recobrarás aunque vivas mil años. Nunca podrás experimentar de nuevo un sentimiento
humano. Todo habrá muerto en tu interior. Nunca más serás capaz de amar, de amistad, de disfrutar de la
vida, de reírte, de sentir curiosidad por algo, de tener valor, de ser un hombre íntegro... Estarás hueco. Te
vaciaremos y te rellenaremos de... nosotros.
Se detuvo y le hizo una señal al hombre de la bata blanca. Winston tuvo la vaga sensación de que por detrás
de él le acercaban un aparato grande. OBrien se había sentado junto a la cama de modo que su rostro
quedaba casi al mismo nivel del de Winston.
-Tres mil -le dijo, por encima de la cabeza de Winston, al hombre de la bata blanca.
Dos compresas algo húmedas fueron aplicadas a las sienes de Winston. Éste sintió una nueva clase de
dolor. Era algo distinto. Quizá no fuese dolor. O'Brien le puso una mano sobre la suya para tranquilizarlo,
casi con amabilidad.
-Esta vez no te dolerá -le dijo-. No apartes tus ojos de los míos.
En aquel momento sintió Winston una explosión devastadora o lo que parecía una explosión, aunque no
era seguro que hubiese habido ningún ruido. Lo que si se produjo fue un cegador fogonazo. Winston no
estaba herido; sólo postrado. Aunque estaba tendido de espaldas cuando aquello ocurrió, tuvo la curiosa
sensación de que le habían empujado hasta quedar en aquella posición. El terrible e indoloro golpe le había
dejado aplastado. Y en el interior de su cabeza también había ocurrido algo. Al recobrar la visión, recordó
quién era y dónde estaba y reconoció el rostro que lo contemplaba; pero tenía la sensación de un gran vacío
interior. Era como si le faltase un pedazo del cerebro.
-Esto no durará mucho -dijo O'Brien-. Mírame a los ojos. ¿Con qué país está en guerra Oceanía?
Winston pensó. Sabía lo que significaba Oceanía y que él era un ciudadano de este país. También recordaba
que existían Eurasia y Asia Oriental; pero no sabía cuál estaba en guerra con cuál. En realidad, no
tenía idea de que hubiera guerra ninguna.
-No recuerdo.
Oceanía está en guerra con Asia Oriental. ¿Lo recuerdas ahora?
-Sí.
-Oceanía ha estado siempre en guerra con Asia Oriental. Desde el principio de tu vida, desde el principio
del Partido, desde el principio de la Historia, la guerra ha continuado sin interrupción, siempre la misma
guerra. ¿Lo recuerdas?
-Sí.
-Hace once años inventaste una leyenda sobre tres hombres que habían sido condenados a muerte por
traición. Pretendías que habías visto un pedazo de papel que probaba su inocencia. Ese recorte de papel
nunca existió. Lo inventaste y acabaste creyendo en él. Ahora recuerdas el momento en que lo inventaste,
¿te acuerdas?
-Sí.
-Hace poco te puse ante los ojos los dedos de mi mano. Viste cinco dedos. ¿Recuerdas?
-Sí.
O'Brien le enseñó los dedos de la mano izquierda con el pulgar oculto.
-Aquí hay cinco dedos. ¿Ves cinco dedos? -Sí.
Y los vio durante un fugaz momento. Llegó a ver cinco dedos, pero pronto volvió a ser todo normal y
sintió de nuevo el antiguo miedo, el odio y el desconcierto. Pero durante unos instantes -quizá no más de
treinta segundos- había tenido una luminosa certidumbre y todas las sugerencias de O'Brien habían venido
a llenar un hueco de su cerebro convirtiéndose en verdad absoluta. En esos instantes dos y dos podían haber
sido lo mismo tres que cinco, según se hubiera necesitado. Pero antes de que O'Brien hubiera dejado caer la
mano, ya se había desvanecido la ilusión. Sin embargo, aunque no podía volver a experimentarla, recordaba
aquello como se recuerda una viva experiencia en algún período remoto de nuestra vida en que hemos sido
una persona distinta.
-Ya has visto que es posible -le dijo O'Brien.
-Sí -dijo Winston.
O'Brien se levantó con aire satisfecho. A su izquierda vio Winston que el hombre de la bata blanca preparaba
una inyección. O'Brien miró a Winston sonriente. Se ajustó las gafas como en los buenos tiempos.
-¿Recuerdas haber escrito en tu diario que no importaba que yo fuera amigo o enemigo, puesto que yo
era por lo menos una persona que te comprendía y con quien podías hablar? Tenías razón. Me gusta hablar
contigo. Tu mentalidad atrae a la mía. Se parece a la mía excepto en que está enferma. Antes de que acabemos
esta sesión puedes hacerme algunas preguntas si quieres.
-¿La pregunta que quiera?
-Sí. Cualquiera. -Vio que los ojos de Winston se fijaban en la esfera graduada-: Ahora no funciona. ¿Cuál
es tu primera pregunta?
-¿Qué habéis hecho con Julia? -dijo Winston.
O'Brien volvió a sonreír.
-Te traicionó, Winston. Inmediatamente y sin reservas. Pocas veces he visto a alguien que se nos haya
entregado tan pronto. Apenas la reconocerías si la vieras. Toda su rebeldía, sus engaños, sus locuras, su
suciedad mental... todo eso ha desaparecido de ella como si lo hubiera quemado. Fue una conversión perfecta,
un caso para ponerlo en los libros de texto.
-¿La habéis torturado?
O'Brien no contestó.
-A ver, la pregunta siguiente.
-¿Existe el Gran Hermano?
-Claro que existe. El Partido existe. El Gran Hermano es la encarnación del Partido.
-¿Existe en el mismo sentido en que yo existo?
-Tú no existes -dijo O'Brien.
A Winston volvió a asaltarle una terrible sensación de desamparo. Comprendía por qué le decían a él que
no existía; pero era un juego de palabras estúpido. ¿No era un gran absurdo la afirmación «tú no existes»?
Pero, ¿de qué servía rechazar esos argumentos disparatados?
-Yo creo que existo -dijo con cansancio-. Tengo plena conciencia de mi propia identidad. He nacido y he
de morir. Tengo brazos y piernas. Ocupo un lugar concreto en el espacio. Ningún otro objeto sólido puede
ocupar a la vez el mismo punto. En este sentido, ¿existe el Gran Hermano?
-Eso no tiene importancia. Existe.
-Morirá el Gran Hermano?
-Claro que no. ¿Cómo va a morir? A ver, la pregunta siguiente.
Existe la Hermandad?
-Eso no lo sabrás nunca, Winston. Si decidimos libertarte cuando acabemos contigo y si llegas a vivir
noventa años, seguirás sin saber si la respuesta a esa pregunta es sí o no. Mientras vivas, será eso para ti un
enigma.
Winston yacía silencioso. Respiraba un poco más rápidamente. Todavía no había hecho la pregunta que
le preocupaba desde un principio. Tenía que preguntarlo, pero su lengua se resistía a pronunciar las palabras.
O'Brien parecía divertido. Hasta sus gafas parecían brillar irónicamente. Winston pensó de pronto:
«Sabe perfectamente lo que le voy a preguntan». Y entonces le fue fácil decir:
-¿Qué hay en la habitación 101?
La expresión del rostro de O'Brien no cambió. Respondió:
-Sabes muy bien lo que hay en la habitación 101, Winston. Todo el mundo sabe lo que hay en la habitación
101. -Levantó un dedo hacia el hombre de la bata blanca. Evidentemente, la sesión había terminado.
Winston sintió en el brazo el pinchazo de una inyección. Casi inmediatamente, se hundió en un profundo
sueño.
No sabía dónde estaba. Seguramente en el Ministerio del Amor; pero no había manera de comprobarlo.
Se encontraba en una celda de alto techo, sin ventanas y con paredes de reluciente porcelana blanca.
Lámparas ocultas inundaban el recinto de fría luz y había un sonido bajo y constante, un zumbido que
Winston suponía relacionado con la ventilación mecánica. Un banco, o mejor dicho, una especie de estante
a lo largo de la pared, le daba la vuelta a la celda, interrumpido sólo por la puerta y, en el extremo opuesto,
por un retrete sin asiento de madera. Había cuatro telepantallas, una en cada pared.
Winston sentía un sordo dolor en el vientre. Le venía doliendo desde que lo encerraron en el camión para
llevarlo allí. Pero también tenía hambre, un hambre roedora, anor mal. Aunque estaba justificada, porque
por lo menos hacía veinticuatro horas que no había comido; quizá treinta y seis. No sabía, quizá nunca lo
sabría, si lo habían detenido de día o de noche. Desde que lo detuvieron no le habían dado nada de comer.
Se estuvo lo más quieto que pudo en el estrecho banco, con las manos cruzadas sobre las rodillas. Había
aprendido ya a estarse quieto. Si se hacían movimientos inesperados, le chillaban a uno desde la telepantalla,
pero la necesidad de comer algo le atenazaba de un modo espantoso. Lo que más le apetecía era un pedazo
de pan. Tenía una vaga idea de que en el bolsillo de su «mono» tenía unas cuantas migas de pan. Incluso
era posible -lo pensó porque de cuando en cuando algo le hacía cosquillas en la pierna que tuviera allí
guardado un buen mendrugo. Finalmente, pudo más la tentación que el miedo; se metió una mano en el
bolsillo.
-¡Smith! -gritó una voz desde la telepantalla-. ¡6079! ¡Smith W! ¡En las celdas, las manos fuera de los
bolsillos!
Volvió a inmovilizarse y a cruzar las manos sobre las rodillas. Antes de llevarlo allí lo habían dejado algunas
horas en otro sitio que debía de ser una cárcel corriente o un calabozo temporal usado por las patrullas.
No sabía exactamente cuánto tiempo le habían tenido allí; desde luego varias horas; pero no había relojes
ni luz natural y resultaba casi imposible calcular el tiempo. Era un sitio ruidoso y maloliente. Lo habían
dejado en una celda parecida a esta en que ahora se hallaba, pero horriblemente sucia y continuamente
llena de gente. Por lo menos había a la vez diez o quince personas, la mayoría de las cuales eran criminales
comunes, pero también se hallaban entre ellos unos cuantos prisioneros políticos. Winston se había sentado
silencioso, apoyado contra la pared, encajado entre unos cuerpos sucios y demasiado preocupado por el
miedo y por el dolor que sentía en el vientre para interesarse por lo que le rodeaba. Sin embargo, notó la
asombrosa diferencia de conducta entre los prisioneros del Partido y los otros. Los prisioneros del Partido
estaban siempre callados y llenos de terror, pero los criminales corrientes parecían no temer a nadie. Insultaban
a los guardias, se resistían a que les quitaran los objetos que llevaban, escribían palabras obscenas en
el suelo, comían descaradamente alimentos robados que sacaban de misteriosos escondrijos de entre sus
ropas e incluso le respondían a gritos a la telepantalla cuando ésta intentaba restablecer el orden. Por otra
parte, algunos de ellos parecían hallarse en buenas relaciones con los guardias, los llamaban con apodos y
trataban de sacarles cigarrillos. También los guardias trataban a los criminales ordinarios con cierta tolerancia,
aunque, naturalmente, tenían-que manejarlos con rudeza. Se hablaba mucho allí de los campos de trabajos
forzados adonde los presos esperaban ser enviados. Por lo visto, se estaba bien en los campos siempre
que se tuvieran ciertos apoyos y se conociera el tejemaneje. Había allí soborno, favoritismo e inmoralidades
de toda clase, abundaba la homosexualidad y la prostitución e incluso se fabricaba clandestinamente alcohol
destilándolo de las patatas. Los cargos de confianza sólo se los daban a los criminales propiamente dichos,
sobre todo a los gangsters y a los asesinos de toda clase, que constituían una especie de aristocracia.
En los campos de trabajos forzados, todas las tareas sucias y viles eran realizadas por los presos políticos.
En aquella celda había presenciado Winston un constante entrar y salir de presos de la más variada condición:
traficantes de drogas, ladrones, bandidos, gente del mercado negro, borrachos y prostitutas. Algunos
de los borrachos eran tan violentos que los demás presos tenían que ponerse de acuerdo para sujetarlos.
Una horrible mujer de unos sesenta años, con grandes pechos caídos y greñas de cabello blanco sobre la
cara, entró empujada por los guardias. Cuatro de éstos la sujetaban mientras ella daba patadas y chillaba.
Tuvieron que quitarle las botas con las que la vieja les castigaba las espinillas y la empujaron haciéndola
caer sentada sobre las piernas de Winston. El golpe fue tan violento que Winston creyó que se le habían
partido los huesos de los muslos. La mujer les gritó a los guardias, que ya se marchaban: «¡Hijos de perra!
». Luego, notando que estaba sentada en las piernas de Winston, se dejó resbalar hasta la madera.
-Perdona, querido -le dijo-. No me hubiera sentado encima de ti, pero esos matones me empujaron. No
saben tratar a una dama. -Se calló unos momentos y, después de darse unos golpecitos en el pecho, eructó
ruidosamente-. Perdona, chico erijo-. Yo ya no soy yo.
Se inclinó hacia delante y vomitó copiosamente sobre el suelo.
Esto va mejor ---dijo, volviendo a apoyar la espalda en la pared y cerrando los ojos-. Es lo que yo digo:
lo mejor es echarlo fuera mientras esté reciente en el estómago.
Reanimada, volvió a fijarse en Winston y pareció tomarle un súbito cariño. Le pasó uno de sus fláccidos
brazos por los hombros y lo atrajo hacia ella, echándole encima un pestilente vaho a cerveza y porquería.
-¿Cómo te llamas, cariño? -le dijo.
-Smith.
-¿Smith? -repitió la mujer-. Tiene gracia. Yo también me llamo Smith. Es que -añadió sentimentalmente
yo podía ser tu madre.
En efecto, podía ser mi madre, pensó Winston. Tenía aproximadamente la misma edad y el mismo aspecto
físico y era probable que la gente cambiara algo después de pasar veinte años en un campo de trabajos
forzados.
Nadie más le había hablado. Era sorprendente hasta qué punto despreciaban los criminales ordinarios a
los presos del Partido. Los llamaban, despectivamente, los polits, y no sentían ningún interés por lo que
hubieran hecho o dejado de hacer. Los presos del Partido parecían tener un miedo atroz a hablar con nadie
y, sobre todo, a hablar unos con otros. Sólo una vez, cuando dos miembros del Partido, ambos mujeres,
fueron sentadas juntas en el banco, oyó Winston entre la algarabía de voces, unas cuantas palabras murmuradas
precipitadamente y, sobre todo, la referencia a algo que llamaban la «habitación uno-cero-uno». No
sabía a qué se podían referir.
Quizá llevara dos o tres horas en este nuevo sitio. El dolor de vientre no se le pasaba, pero se le aliviaba
algo a ratos y entonces sus pensamientos eran un poco menos tétricos. En cambio, cuando aumentaba el
dolor, sólo pensaba en el dolor mismo y en su hambre. Al aliviarse, se apoderaba el pánico de él. Había
momentos en que se figuraba de modo tan gráfico las cosas que iban a hacerle que el corazón le galopaba y
se le cortaba la respiración. Sentía los porrazos que iban a darle en los codos y las patadas que le darían las
pesadas botas claveteadas de hierro. Se veía a sí mismo retorciéndose en el suelo, pidiendo a gritos misericordia
por entre los dientes partidos. Apenas recordaba a Julia. No podía concentrar en ella su mente. La
amaba y no la traicionaría; pero eso era sólo un hecho, conocido por él como conocía las reglas de aritmética.
No sentía amor por ella y ni siquiera se preocupaba por lo que pudiera estarle sucediendo a Julia en ese
momento. En cambio pensaba con más frecuencia en OBrien con cierta esperanza. O'Brien tenía que saber
que lo habían detenido. Había dicho que la Hermandad nunca intentaba salvar a sus miembros. Pero la cuchilla
de afeitar se la proporcionarían si podían. Quizá pasaran cinco segundos antes de que los guardias
pudieran entrar en la celda. La hoja penetraría en su carne con quemadora frialdad e incluso los dedos que
la sostuvieran quedarían cortados hasta el hueso. Todo esto se le representaba a él, que en aquellos momentos
se encogía ante el más pequeño dolor. No estaba seguro de utilizar la hoja de afeitar incluso si se la llegaban
a dar. Lo más natural era seguir existiendo momentáneamente, aceptando otros diez minutos de vida
aunque al final de aquellos largos minutos no hubiera más que una tortura insoportable.
A veces procuraba calcular el número de mosaicos de porcelana que cubrían las paredes de la celda. No
debía de ser difícil, pero siempre perdía la cuenta. Se preguntaba a cada momento dónde estaría y qué hora
sería. Llegó a estar seguro de que afuera hacía sol y poco después estaba igualmente convencido de que era
noche cerrada. Sabía instintivamente que en aquel lugar nunca se apagaban las luces. Era el sitio donde no
había oscuridad: y ahora sabía por qué O'Brien había reconocido la alusión. En el Ministerio del Amor no
había ventanas. Su celda podía hallarse en el centro del edificio o contra la pared trasera, podía estar diez
pisos bajo tierra o treinta sobre el nivel del suelo. Winston se fue trasladando mentalmente de sitio y trataba
de comprender, por la sensación vaga de su cuerpo, si estaba colgado a gran altura o enterrado a gran profundidad.
Afuera se oía ruido de pesados pasos. La puerta de acero se abrió con estrépito. Entró un joven oficial,
con impecable uniforme negro, una figura que parecía brillar por todas partes con reluciente cuero y cuyo
pálido y severo rostro era como una máscara de cera. Avanzó unos pasos dentro de la celda y volvió a salir
para ordenar a los guardias que esperaban afuera que hiciesen entrar al preso que traían. El poeta Ampleforth
entró dando tumbos en la celda. La puerta volvió a cerrarse de golpe.
Ampleforth hizo dos o tres movimientos inseguros como buscando una salida y luego empezó a pasear
arriba y abajo por la celda. Todavía no se había dado cuenta de la presencia de Winston. Sus turbados ojos
miraban la pared un metro por encima del nivel de la cabeza de Winston. No llevaba zapatos; por los agujeros
de los calcetines le salían los dedos gordos. Llevaba varios días sin afeitarse y la incipiente barba le
daba un aire rufianesco que no le iba bien a su aspecto larguirucho y débil ni a sus movimientos nerviosos.
Winston salió un poco de su letargo. Tenía que hablarle a Ampleforth aunque se expusiera al chillido de
la telepantalla. Probablemente, Ampleforth era el que le traía la hoja de afeitar.
-Ampleforth.
La telepantalla no dijo nada. Ampleforth se detuvo, sobresaltado. Su mirada se concentró unos momentos
sobre Winston.
-¡Ah, Smith! -dijo-. ¡También tú!
-¿De qué te acusan?
-Para decirte la verdad... -sentóse embarazosamente en el banco de enfrente a Winston-. Sólo hay un delito,
¿verdad?
-¿Y tú lo has cometido?
-Por lo visto.
Se llevó una mano a la frente y luego las dos apretándose las sienes en un esfuerzo por recordar algo.
-Estas cosas suelen ocurrir -empezó vagamente-. A fuerza de pensar en ello, se me ha ocurrido que pudiera
ser... fue desde luego una indiscreción, lo reconozco. Estábamos preparando una edición definitiva de
los poemas de Kipling. Dejé la palabra Dios al final de un verso. ¡No pude evitarlo! -añadió casi con indignación,
levantando la cara para mirar a Winston-. Era imposible cambiar ese verso. God (Dios) tenía que
rimar con God. ¿Te das cuenta de que sólo hay doce rimas para rod en nuestro idioma? Durante muchos
días me he estado arañando el cerebro. Inútil, no había ninguna otra rima posible.
Cambió la expresión de su cara. Desapareció de ella la angustia y por unos momentos pareció satisfecho.
Era una especie de calor intelectual que lo animaba, la alegría del pedante que ha descubierto algún dato
inútil.
-¿Has pensado alguna vez -dijo- que toda la historia de la poesía inglesa ha sido determinada por el
hecho de que en el idioma inglés escasean las rimas?
No, aquello no se le había ocurrido nunca a Winston ni le parecía que en aquellas circunstancias fuera un
asunto muy interesante.
-¿Sabes si es ahora de día o de noche? -le preguntó. Ampleforth se sobresaltó de nuevo:
-No había pensado en ello. Me detuvieron hace dos días, quizá tres. -Su mirada recorrió las paredes como
si esperase encontrar una ventana-. Aquí no hay diferencia entre el día y la noche. No es posible calcular la
hora.
Hablaron sin mucho sentido durante unos minutos hasta que, sin razón aparente, un alarido de la telepantalla
los mandó callar. Winston se inmovilizó como ya sabía hacerlo. En cambio, Ampleforth, demasiado
grande para acomodarse en el estrecho banco, no sabía cómo ponerse y se movía nervioso. Unos ladridos
de la telepantalla le ordenaron que se estuviera quieto. Pasó el tiempo. Veinte minutos, quizás una hora...
Era imposible saberlo. Una vez más se acercaban pasos de botas. A Winston se le contrajo el vientre. Pronto,
muy pronto, quizá dentro de cinco minutos, quizás ahora mismo, el ruido de pasos significaría que le
había llegado su turno.
Se abrió la puerta. El joven oficial de antes entró en la celda. Con un rápido movimiento de la mano señaló
a Ampleforth.
-Habitación uno-cero-uno -dijo.
Ampleforth salió conducido por los guardias con las facciones alteradas, pero sin comprender.
A Winston le pareció que pasaba mucho tiempo. Había vuelto a dolerle atrozmente el estómago. Su mente
daba vueltas por el mismo camino. Tenía sólo seis pensamientos: el dolor de vientre; un pedazo de pan;
la sangre y los gritos; O'Brien; Julia; la hoja de afeitar. Sintió otra contracción en las entrañas; se acercaban
las pesadas botas. Al abrirse la puerta, la oleada de aire trajo un intenso olor a sudor frío. Parsons entró en
la celda. Vestía sus shorts caquis y una camisa de sport.
Esta vez, el asombro de Winston le hizo olvidarse de sus preocupaciones.
-¡Tú aquí! -exclamó.
Parsons dirigió a Winston una mirada que no era de interés ni de sorpresa, sino sólo de pena. Empezó a
andar de un lado a otro con movimientos mecánicos. Luego empezó a temblar, pero se dominaba apretando
los puños. Tenía los ojos muy abiertos.
-¿De qué te acusan? -le preguntó Winston.
-Crimental -dijo Parsons dando a entender con el tono de su voz que reconocía plenamente su culpa y, a
la vez, un horror incrédulo de que esa palabra pudiera aplicarse a un hombre como él. Se detuvo frente a
Winston y le preguntó con angustia-: ¿No me matarán, verdad, amigo? No le matan a uno cuando no ha
hecho nada concreto y sólo es culpable de haber tenido pensamientos que no pudo evitar. Sé que le juzgan
a uno con todas las garantías. Tengo gran confianza en ellos. Saben perfectamente mi hoja de servicios.
También tú sabes cómo he sido yo siempre. No he sido inteligente, pero siempre he tenido la mejor voluntad.
He procurado servir lo mejor posible al Partido, ¿no crees? Me castigarán a cinco años, ¿verdad? O
quizá diez. Un tipo como yo puede resultar muy útil en un campo de trabajos forzados. Creo que no me
fusilarán por una pequeña y única equivocación.
-¿Eres culpable de algo? --dijo Winston.
-¡Claro que soy culpable! -exclamó Parsons mirando servilmente a la telepantalla-. ¿No creerás que el
Partido puede detener a un hombre inocente? -Se le calmó su rostro de rana e incluso tomó una actitud beatífica-.
El crimen del pensamiento es una cosa horrible dijo sentenciosamente-. Es una insidia que se apodera
de uno sin que se dé cuenta. ¿Sabes cómo me ocurrió a mí? ¡Mientras dormía! Sí, así fue. Me he pasado
la vida trabajando tan contento, cumpliendo con mi deber lo mejor que podía y, ya ves, resulta que tenía un
mal pensamiento oculto en la cabeza. ¡Y yo sin saberlo! Una noche, empecé a hablar dormido, y ¿sabes lo
que me oyeron decir?
Bajó la voz, como alguien que por razones médicas tiene que pronunciar unas palabras obscenas.
-¡Abajo el Gran Hermano! Sí, eso dije. Y parece ser que lo repetí varias veces. Entre nosotros, chico, te
confesaré que me alegró que me detuvieran antes de que la cosa pasara a mayores. ¿Sabes lo que voy a decirles
cuando me lleven ante el tribunal? «Gracias -les diré-, «gracias por haberme salvado antes de que
fuera demasiado tarde». -¿Quién te denunció? -dijo Winston.
-Fue mi niña -dijo Parsons con cierto orgullo dolido-. Estaba escuchando por el agujero de la cerradura.
Me oyó decir aquello y llamó a la patrulla al día siguiente. No se le puede pedir más lealtad política a una
niña de siete años, ¿no te parece? No le guardo ningún rencor. La verdad es que estoy orgulloso de ella,
pues lo que hizo demuestra que la he educado muy bien.
Anduvo un poco más por la celda mirando varias veces, con deseo contenido, a la taza del retrete. Luego,
se bajó a toda prisa los pantalones.
-Perdona, chico -dijo-. No puedo evitarlo. Es por la espera, ¿sabes?
Asentó su amplio trasero sobre la taza. Winston se cubrió la cara con las manos.
-¡Smith! -chilló la voz de la telepantalla-. ¡6079 Smith W! Descúbrete la cara. En las celdas, nada de taparse
la cara.
Winston se descubrió el rostro. Parsons usó el retrete ruidosa y abundantemente. Luego resultó que no
funcionaba el agua y la celda estuvo oliendo espantosamente durante varias horas.
Se llevaron a Parsons. Entraron y salieron más presos, misteriosamente. Una mujer fue enviada a la
«habitación 101» y Winston observó que esas palabras la hicieron cambiar de color. Llegó el momento en
que, si hubiera sido de día cuando le llevaron allí, sería ya la última hora de la tarde; y de haber entrado por
la tarde, sería ya media noche. Había seis presos en la celda entre hombres y mujeres. Todos estaban sentados
muy quietos. Frente a Winston se hallaba un hombre con cara de roedor; apenas tenía barbilla y sus
dientes eran afilados y salientes. Los carrillos le formaban bolsones de tal modo que podía pensarse que
almacenaba allí comida. Sus ojos gris pálido se movían temerosamente de un lado a otro y se desviaba su
mirada en cuanto tropezaba con la de otra persona.
Se abrió la puerta de nuevo y entró otro preso cuyo aspecto le causó un escalofrío a Winston. Era un
hombre de aspecto vulgar, quizás un ingeniero o un técnico. Pero lo sorprendente en él era su figura esquelética.
Su delgadez era tan exagerada que la boca y los ojos parecían de un tamaño desproporcionado y en
sus ojos se almacenaba un intenso y criminal odio contra algo o contra alguien.
El individuo se sentó en el banco a poca distancia de Winston. Éste no volvió a mirarle, pero la cara de
calavera se le había quedado tan grabada como si la tuviera continua mente frente a sus ojos. De pronto
comprendió de qué se trataba. Aquel hombre se moría de hambre. Lo mismo pareció ocurrírseles casi a la
vez a cuantos allí se hallaban. Se produjo un leve movimiento por todo el banco. El hombre de la cara de
ratón miraba de cuando en cuando al esquelético y desviaba en seguida la mirada con aire culpable para
volverse a fijarse en él irresistiblemente atraído. Por fin se levantó, cruzó pesadamente la celda, se rebuscó
en el bolsillo del «mono» y con aire tímido sacó un mugriento mendrugo de pan y se lo tendió al hambriento.
La telepantalla rugió furiosa. El de la cara de ratón volvió a su sitio de un brinco. El esquelético se había
llevado inmediatamente las manos detrás de la espalda como para demostrarle a todo el mundo que se había
negado a aceptar el ofrecimiento.
-¡Bumstead! -gritó la voz de un modo ensordecedor`. ¡2713 Bumstead J! Tira ese pedazo de pan.
El individuo tiró el mendrugo al suelo.
-Ponte de pie de cara a la puerta y sin hacer ningún movimiento.
El hombre obedeció mientras le temblaban los bolsones de sus mejillas. Se abrió la puerta de golpe y entró
el joven oficial, que se apartó para dejar pasar a un guardia achaparrado con enormes brazos y hombros.
Se colocó frente al hombre del mendrugo y, a una orden muda del oficial, le lanzó un terrible puñetazo a la
boca apoyándolo con todo el peso de su cuerpo. La fuerza del golpe empujó al individuo hasta la otra pared
de la celda. Se cayó junto al retrete. Le brotaba una sangre negruzca de la boca y de la nariz. Después, gimiendo
débilmente, consiguió ponerse en pie. Entre un chorro de sangre y saliva, se le cayeron de la boca
las dos mitades de una dentadura postiza.
Los presos estaban muy quietos, todos ellos con las manos cruzadas sobre las rodillas. El hombre ratonil
volvió a su sitio. Se le oscurecía la carne en uno de los lados de la cara. Se le hinchó la boca hasta formar
una masa informe con un agujero negro en medio. Sus ojos grises seguían moviéndose, sintiéndose más
culpable que nunca y como tratando de averiguar cuánto lo despreciaban los otros por aquella humillación.
Se abrió la puerta. Con un pequeño gesto, el oficial señaló al hombre esquelético.
-Habitación 101 dijo.
Winston oyó a su lado una ahogada exclamación de pánico. El hombre se dejó caer al suelo de rodillas y
rogaba con las manos juntas:
-¡Camarada! ¡Oficial! No tienes que llevarme a ese sitio; ¿no te lo he dicho ya todo? ¿Qué más quieres
saber? ¡Todo lo confesaría, todo! Dime de qué se trata y lo confesaré. ¡Escribe lo que quieras y lo firmaré!
Pero no me lleves a la habitación 101.
-Habitación 101 -dijo el oficial.
La cara del hombre, ya palidísima, se volvió de un color increíble. Era -no había lugar a dudas- de un tono
verde.
-¡Haz algo por mí! -chilló-. Me has estado matando de hambre durante varias semanas. Acaba conmigo
de una vez. Dispara contra mí. Ahórcame. Condéname a veinticinco años. ¿Queréis que denuncie a alguien
más? Decidme de quién se trata y yo diré todo lo que os convenga. No me importa quién sea ni lo que vayáis
a hacerle. Tengo mujer y tres hijos. El mayor de ellos no tiene todavía seis años. Podéis coger a los
cuatro y cortarles el cuerpo delante de mí y yo lo contemplaré sin rechistar. Pero no me llevéis a la habitación
101.
-Habitación 101 -dijo el oficial.
El hombre del rostro de calavera miró frenéticamente a los demás presos como si esperara encontrar alguno
que pudiera poner en su lugar. Sus ojos se detuvieron en la aporreada cara del que le había ofrecido el
mendrugo. Lo señaló con su mano huesuda y temblorosa.
-¡A ése es al que debíais llevar, no a mí! -gritó-. ¿No habéis oído lo que dijo cuando le pegaron? Os lo
contaré si queréis oírme. El sí que está contra el Partido y no yo. -Los guardias avanzaron dos pasos. La voz
del hombre se elevó histéricamente-. ¡No lo habéis oído! -repitió-. La telepantalla no funcionaba bien. Ése
es al que debéis llevaros. ¡Sí, él, él; yo no!
Los dos guardias lo sujetaron por el brazo, pero en ese momento el preso se tiró al suelo y se agarró a una
de las patas de hierro que sujetaban el banco. Lanzaba un aullido que parecía de algún animal. Los guardias
tiraban de él. Pero se aferraba con asombrosa fuerza. Estuvieron forcejeando así quizá unos veinte segundos.
Los presos seguían inmóviles con las manos cruzadas sobre las rodillas mirando fijamente frente a
ellos. El aullido se cortó; el hombre sólo tenía ya alientos para sujetarse. Entonces se oyó un grito diferente.
Un guardia le había roto de una patada los dedos de una mano. Lo pusieron de pie alzándolo como un pelele.
-Habitación 101 -dijo el oficial.
Y se lo llevaron al hombre, que apenas podía apoyarse en el suelo y que se sujetaba con la otra la mano
partida. Había perdido por completo los ánimos.
Pasó mucho tiempo. Si había sido media noche cuando se llevaron al hombre de la cara de calavera, era
ya por la mañana; si había sido por la mañana, ahora sería por la tarde. Winston estaba solo desde hacía
varias horas. Le producía tal dolor estarse sentado en el estrecho banco que se atrevió a levantarse de cuando
en cuando y dar unos pasos por la celda sin que la telepantalla se lo prohibiera. El mendrugo de pan seguía
en el suelo, -en el mismo sitio donde lo había tirado el individuo de cara ratonil. Al principio, necesitó
Winston esforzarse mucho para no mirarlo, pero ya no tenía hambre, sino sed. Se le había puesto la boca
pegajosa y de un sabor malísimo. El constante zumbido y la invariable luz blanca le causaban una sensación
de mareo y de tener vacía la cabeza. Cuando no podía resistir más el dolor de los huesos, se levantaba,
pero volvía a sentarse en seguida porque estaba demasiado mareado para permanecer en pie. En cuanto
conseguía dominar sus sensaciones físicas, le volvía el terror. A veces pensaba con leve esperanza en O'-
Brien y en la hoja de afeitar. Bien pudiera llegar la hoja escondida en el alimento que le dieran, si es que
llegaban a darle alguno. En Julia pensaba menos. Estaría sufriendo, quizás más que él. Probablemente estaría
chillando de dolor en este mismo instante. Pensó: «Si pudiera salvar a Julia duplicando mi dolor, ¿lo
haría? Sí, lo haría». Esto era sólo una decisión intelectual, tomada porque sabia que su deber era ese; pero,
en verdad, no lo sentía. En aquel sitio no se podía sentir nada excepto el dolor físico y la anticipación de
venideros dolores. Además, ¿era posible, mientras se estaba sufriendo realmente, desear que por una u otra
razón le aumentara a uno el dolor? Pero a esa pregunta no estaba él todavía en condiciones de responder.
Las botas volvieron a acercarse. Se abrió la puerta. Entró O'Brien.
Winston se puso en pie. El choque emocional de ver a aquel hombre le hizo abandonar toda preocupación.
Por primera vez en muchos años, olvidó la presencia de la telepantalla.
-¡También a ti te han cogido! -exclamó.
-Hace mucho tiempo que me han cogido -repuso O'Brien con una ironía suave y como si lo lamentara. Se
apartó un poco para que pasara un corpulento guardia que tenía una larga porra negra en la mano.
-Ya sabías que ocurriría esto, Winston -dijo O'Brien-. No te engañes a ti mismo. Lo sabías... Siempre lo
has sabido.
Sí, ahora comprendía que siempre lo había sabido. Pero no había tiempo de pensar en ello. Sólo tenía
ojos para la porra que se balanceaba en la mano del guardia. El golpe podía caer en cualquier parte de su
cuerpo: en la coronilla, encima de la oreja, en el antebrazo, en el codo...
¡En el codo! Dio un brinco y se quedó casi paralizado sujetándose con la otra mano el codo golpeado.
Había visto luces amarillas. ¡Era inconcebible que un solo golpe pudiera causar tanto dolor! Cayó al suelo.
Volvió a ver claro. Los otros dos lo miraban desde arriba. El guardia se reía de sus contorsiones. Por lo
menos, ya sabía una cosa. Jamás, por ninguna razón del mundo, puede uno desear un aumento de dolor. Del
dolor físico sólo se puede desear una cosa: que cese. Nada en el mundo es tan malo como el dolor físico.
Ante eso no hay héroes. No hay héroes, pensó una y otra vez mientras se retorcía en el suelo, sujetándose
inútilmente su inutilizado brazo izquierdo.
II
Winston yacía sobre algo que parecía una cama de campaña aunque más elevada sobre el suelo y que estaba
sujeta para que no pudiera moverse. Sobre su rostro caía una luz más fuerte que la normal. O'Brien
estaba de pie a su lado, mirándole fijamente. Al otro lado se hallaba un hombre con chaqueta blanca en una
de cuyas manos tenía preparada una jeringuilla hipodérmica.
Aunque ya hacía un rato que había abierto los ojos, no acababa de darse plena cuenta de lo que le rodeaba.
Tenía la impresión de haber venido nadando hasta esta habitación desde un mundo muy distinto, una
especie de mundo submarino. No sabía cuánto tiempo había estado en aquellas profundidades. Desde el
momento en que lo detuvieron no había visto oscuridad ni luz diurna. Además sus recuerdos no eran continuos.
A veces la conciencia, incluso esa especie de conciencia que tenemos en los sueños, se le había parado
en seco y sólo había vuelto a funcionar después de un rato de absoluto vacío. Pero si esos ratos eran segundos,
horas, días, o semanas, no había manera de saberlo.
La pesadilla comenzó con aquel primer golpe en el codo. Más tarde se daría cuenta de que todo lo ocurrido
entonces había sido sólo una ligera introducción, un interrogatorio rutinario al que eran sometidos casi
todos los presos. Todos tenían que confesar, como cuestión de mero trámite, una larga serie de delitos: espionaje,
sabotaje y cosas por el estilo. Aunque la tortura era real, la confesión era sólo cuestión de trámite.
Winston no podía recordar cuántas veces le habían pegado ni cuánto tiempo habían durado los castigos.
Recordaba, en cambio, que en todo momento había en torno suyo cinco o seis individuos con uniformes
negros. A veces emplearon los puños, otras las porras, también varas de acero y, por supuesto, las botas.
Sabía que había rodado varias veces por el suelo con el impudor de un animal retorciéndose en un inútil
esfuerzo por evitar los golpes, pero con aquellos movimientos sólo conseguía que le propinaran más patadas
en las costillas, en el vientre, en los codos, en las espinillas, en los testículos y en la base de la columna
vertebral. A veces gritaba pidiendo misericordia incluso antes de que empezaran a pegarle y bastaba con
que un puño hiciera el movimiento de retroceso precursor del golpe para que confesara todos los delitos,
verdaderos o imaginarios, de que le acusaban. Otras veces, cuando se decidía a no confesar nada, tenían
que sacarle las palabras entre alaridos de dolor y en otras ocasiones se decía a sí mismo, dispuesto a transigir:
«Confesaré, pero todavía no. Tengo que resistir hasta que el dolor sea insoportable. Tres golpes más,
dos golpes más y les diré lo que quieran». Cuando le golpeaban hasta dejarlo tirado como un saco de patatas
en el suelo de piedra para que recobrara alguna energía, al cabo de varias horas volvían a buscarlo y le
pegaban otra vez. También había períodos más largos de descanso. Los recordaba confusamente porque los
pasaba adormilado o con el conocimiento casi perdido. Se acordaba de que un barbero había ido a afeitarle
la barba al rape y algunos hombres de actitud profesional, con batas blancas, le tomaban el pulso, le observaban
sus movimientos reflejos, le levantaban los párpados y le recorrían el cuerpo con dedos rudos en
busca de huesos rotos o le ponían inyecciones en el brazo para hacerle dormir.
Las palizas se hicieron menos frecuentes y quedaron reducidas casi únicamente a amenazas, a anunciarle
un horror al que le enviarían en cuanto sus respuestas no fueran satisfactorias. Los que le interrogaban no
eran ya rufianes con uniformes negros, sino intelectuales del Partido, hombrecillos regordetes con movimientos
rápidos y gafas brillantes que se relevaban para «trabajarlo» en turnos que duraban -no estaba seguro-
diez o doce horas. Estos otros interrogadores procuraban que se hallase sometido a un dolor leve,
pero constante, aunque ellos no se basaban en el dolor para hacerle confesar. Le daban bofetadas, le retorcían
las orejas, le tiraban del pelo, le hacían sostenerse en una sola pierna, le negaban el permiso para orinar,
le enfocaban la cara con insoportables reflectores hasta que le hacían llorar a lágrima viva... Pero la
finalidad de esto era sólo humillarlo y destruir en él la facultad de razonar, de encontrar argumentos. La
verdadera arma de aquellos hombres era el despiadado interrogatorio que proseguía hora tras hora, lleno de
trampas, deformando todo lo que él había dicho, haciéndole confesar a cada paso mentiras y contradicciones,
hasta que empezaba a llorar no sólo de vergüenza sino de cansancio nervioso. A veces lloraba media
docena de veces en una sola sesión. Casi todo el tiempo lo estaban insultando y lo amenazaban, a cada vacilación,
con volverlo a entregar a los guardias. Pero de pronto cambiaban de tono, lo llamaban camarada,
trataban de despertar sus sentimientos en nombre del Ingsoc y del Gran Hermano, y le preguntaban compungidos
si no le quedaba la suficiente lealtad hacia el Partido para desear no haber hecho todo el mal que
había hecho. Con los nervios destrozados después de tantas horas de interrogatorio, estos amistosos reproches
le hacían llorar con más fuerza. Al final se había convertido en un muñeco: una boca que afirmaba lo
que le pedían y una mano que firmaba todo lo que le ponían delante. Su única preocupación consistía en
descubrir qué deseaban hacerle declarar para confesarlo inmediatamente antes de que empezaran a insultarlo
y a amenazarlo. Confesó haber asesinado a distinguidos miembros del Partido, haber distribuido propaganda
sediciosa, robo de fondos públicos, venta de secretos militares al extranjero, sabotajes de toda clase...
Confesó que había sido espía a sueldo de Asia Oriental ya en 1968. Confesó que tenía creencias religiosas,
que admiraba el capitalismo y que era un pervertido sexual. Confesó haber asesinado a su esposa, aunque
sabía perfectamente y tenían que saberlo también sus verdugos- que su mujer vivía aún. Confesó que durante
muchos años había estado en relación con Goldstein y había sido miembro de una organización clandestina
a la que habían pertenecido casi todas las personas que él había conocido en su vida. Lo más fácil
era confesarlo todo fuera verdad o mentira- y comprometer a todo el mundo. Además, en cierto sentido,
todo ello era verdad. Era cierto que había sido un enemigo del Partido y a los ojos del Partido no había distinción
alguna entre los pensamientos y los actos.
También recordaba otras cosas que surgían en su mente de un modo inconexo, como cuadros aislados rodeados
de oscuridad.
Estaba en una celda que podía haber estado oscura o con luz, no lo sabía, porque lo único que él veía era
un par de ojos. Allí cerca se oía el tic-tac, lento y regular, de un instrumento. Los ojos aumentaron de tamaño
y se hicieron más luminosos. De pronto, Winston salió flotando de su asiento y sumergiéndose en los
ojos, fue tragado por ellos.
Estaba atado a una silla rodeada de esferas graduadas, bajo cegadores focos. Un hombre con bata blanca
leía los discos. Fuera se oía que se acercaban pasos. La puerta se abrió de golpe. El oficial de cara de cera
entró seguido por dos guardias.
-Habitación 101 -dijo el oficial.
El hombre de la bata blanca no se volvió. Ni siquiera, miró a Winston; se limitaba a observar los discos.
Winston rodaba por un interminable corredor de un kilómetro de anchura inundado por una luz dorada y
deslumbrante. Se reía a carcajadas y gritaba confesiones sin cesar. Lo confesaba todo, hasta lo que había
logrado callar bajo las torturas. Le contaba toda la historia de su vida a un público que ya la conocía. Lo
rodeaban los guardias, sus otros verdugos de lentes, los hombres de las batas blancas, OBrien, Julia, el señor
Charrington, y todos rodaban alegremente por el pasillo riéndose a carcajadas. Winston se había escapado
de algo terrorífico con que le amenazaban y que no había llegado a suceder. Todo estaba muy bien, no
había más dolor y hasta los más mínimos detalles de su vida quedaban al descubierto, comprendidos y perdonados.
Intentó levantarse, incorporarse en la cama donde lo habían tendido, pues casi tenía la seguridad de haber
oído la voz de OBrien. Durante todos los interrogatorios anteriores, a pesar de no haberlo llegado a ver,
había tenido la constante sensación de que O'Brien estaba allí cerca, detrás de él. Esa O'Brien quien lo
había dirigido todo. Él había lanzado a los guardias contra Winston y también él había evitado que lo mataran.
Fue él quién decidió cuándo tenía Winston que gritar de dolor, cuándo podía descansar, cuándo lo tenían
que alimentar, cuándo habían de dejarlo dormir y cuándo tenían que reanimarlo con inyecciones. Era él
quien sugería las preguntas y las respuestas. Era su atormentador, su protector, su inquisidor y su amigo. Y
una vez Winston no podía recordar si esto ocurría mientras dormía bajo el efecto de la droga, o durante el
sueño normal o en un momento en que estaba despierto- una voz le había murmurado al oído: «No te preocupes,
Winston; estás bajo mi custodia. Te he vigilado durante siete años. Ahora ha llegado el momento
decisivo. Te salvaré; te haré perfecto». No estaba seguro si era la voz de O'Brien; pero desde luego era la
misma voz que le había dicho en aquel otro sueño, siete años antes: «Nos encontraremos en el sitio donde
no hay oscuridad».
Ahora no podía moverse. Le habían sujetado bien el cuerpo boca arriba. Incluso la cabeza estaba sujeta
por detrás al lecho. O'Brien lo miraba serio, casi triste. Su rostro, visto desde abajo, parecía basto y gastado,
y con bolsas bajo los ojos y arrugas de cansancio de la nariz a la barbilla. Era mayor de lo que Winston
creía. Quizás tuviera cuarenta y ocho o cincuenta años. Apoyaba la mano en una palanca que hacía mover
la aguja de la esfera, en la que se veían unos números.
-Te dije -murmuró O'Brien- que, si nos encontrábamos de nuevo, sería aquí.
-Sí -dijo Winston.
Sin advertencia previa -excepto un leve movimiento de la mano de O'Brien- le inundó una oleada dolorosa.
Era un dolor espantoso porque no sabía de dónde venía y tenía la sensación de que le habían causado un
daño mortal. No sabía si era un dolor interno o el efecto de algún recurso eléctrico, pero sentía como si todo
el cuerpo se le descoyuntara. Aunque el dolor le hacía sudar por la frente, lo único que le preocupaba es
que se le rompiera la columna vertebral. Apretó los dientes y respiró por la nariz tratando de estarse callado
lo más posible.
-Tienes miedo erijo O'Brien observando su cara- de que de un momento a otro se te rompa algo. Sobre
todo, temes que se te parta la espina dorsal. Te imaginas ahora mismo las vértebras soltándose y el líquido
raquídeo saliéndose. ¿Verdad que lo estás pensando, Winston?
Winston no contestó. O'Brien presionó sobre la palanca. La ola de dolor se retiró con tanta rapidez como
había llegado.
-Eso era cuarenta dijo O'Brien-. Ya ves que los números llegan hasta el ciento. Recuerda, por favor, durante
nuestra conversación, que está en mi mano infligirte dolor en el momento y en el grado que yo desee.
Si me dices mentiras o si intentas engañarme de alguna manera, o te dejas caer por debajo de tu nivel normal
de inteligencia, te haré dar un alarido inmediatamente. ¿Entendido?
-Sí -dijo Winston.
O'Brien adoptó una actitud menos severa. Se ajustó pensativo las gafas y anduvo unos pasos por la habitación.
Cuando volvió a hablar, su voz era suave y paciente. Parecía un médico, un maestro, incluso un
sacerdote, deseoso de explicar y de persuadir antes que de castigar.
-Me estoy tomando tantas molestias contigo, Winston, porque tú lo mereces. Sabes perfectamente lo que
te ocurre. Lo has sabido desde hace muchos años aunque te has esforzado en convencerte de que no lo sabías.
Estás trastornado mentalmente. Padeces de una memoria defectuosa. Eres incapaz de recordar los
acontecimientos reales y te convences a ti mismo porque estabas decidido a no curarte. No estabas dispuesto
a hacer el pequeño esfuerzo de voluntad necesario. Incluso ahora, estoy seguro de ello, te aferras a tu
enfermedad por creer que es una virtud. Ahora te pondré un ejemplo y te convencerás de lo que digo. Vamos
a ver, en este momento, ¿con qué potencia está en guerra Oceanía?
-Cuando me detuvieron, Oceanía estaba en guerra con Asia Oriental.
-Con Asia Oriental. Muy bien. Y Oceanía ha estado siempre en guerra con Asia Oriental, ¿verdad?
Winston contuvo la respiración. Abrió la boca para hablar, pero no pudo. Era incapaz de apartar los ojos
del disco numerado.
-La verdad, por favor, Winston. Tu verdad. Dime lo que creas recordar.
-Recuerdo que hasta una semana antes de haber sido yo detenido, no estábamos en guerra con Asia
Oriental en absoluto. Éramos aliados de ella. La guerra era contra Eurasia. Una guerra que había durado
cuatro años. Y antes de eso...
O'Brien lo hizo callar con un movimiento de la mano.
-Otro ejemplo. Hace algunos años sufriste una obcecación muy seria. Creíste que tres hombres que habían
sido miembros del Partido, llamados Jones, Aaronson y Rutherford -unos individuos que fueron ejecutados
por traición y sabotaje después de haber confesado todos sus delitos-; creíste, repito, que no eran culpables
de los delitos de que se les acusaba. Creíste que habías visto una prueba documental innegable que
demostraba que sus confesiones habían sido forzadas y falsas. Sufriste una alucinación que te hizo ver cierta
fotografía. Llegaste a creer que la habías tenido en tus manos. Era una foto como ésta.
Entre los dedos de OBrien había aparecido un recorte de periódico que pasó ante la vista de Winston durante
unos cinco segundos. Era una foto de periódico y no podía dudarse cuál. Sí, era la fotografía; otro
ejemplar del retrato de Jones, Aaronson y Rutherford en el acto del Partido celebrado en Nueva York, aquella
foto que Winston había descubierto por casualidad once años antes y había destruido en seguida. Y ahora
había vuelto a verla. Sólo unos instantes, pero estaba seguro de haberla visto otra vez. Hizo un desesperado
esfuerzo por incorporarse. Pero era imposible moverse ni siquiera un centímetro. Había olvidado hasta
la existencia de la amenazadora palanca. Sólo quería volver a coger la fotografía, o por lo menos verla más
tiempo.
-¡Existe! -gritó. No erijo O'Brien.
Cruzó la estancia. En la pared de enfrente había un «agujero de la memoria». O’Brien levantó la rejilla.
El pedazo de papel salió dando vueltas en el torbellino de aire caliente y se deshizo en una fugaz llama.
O'Brien volvió junto a Winston.
-Cenizas --,dijo-. Ni siquiera cenizas identificables. Polvo. Nunca ha existido.
-¡Pero existió! ¡Existe! Sí, existe en la memoria. Lo recuerdo. Y tú también lo recuerdas.
-Yo no lo recuerdo -dijo OBrien.
Winston se desanimó. Aquello era doblepensar. Sintió un mortal desamparo. Si hubiera estado seguro de
que O'Brien mentía, se habría quedado tranquilo. Pero era muy posible que O'Brien hubiera olvidado de
verdad la fotografía. Y en ese caso habría olvidado ya su negativa de haberla recordado y también habría
olvidado el acto de olvidarlo. ¿Cómo podía uno estar seguro de que todo esto no era más que un truco?
Quizás aquella demencia dislocación de los pensamientos pudiera tener una realidad efectiva. Eso era lo
que más desanimaba a Winston.
O'Brien lo miraba pensativo. Más que nunca, tenía el aire de un profesor esforzándose por llevar por
buen camino a un chico descarriado, pero prometedor.
-Hay una consigna del Partido sobre el control del pasado. Repítela, Winston, por favor.
-El que controla el pasado controla el futuro; y el que controla el presente controla el pasado -repitió
Winston, obediente.
-El que controla el presente controla el pasado -dijo O'Brien moviendo la cabeza con lenta aprobación-.
¿Y crees tú, Winston, que el pasado existe verdaderamente?
Otra vez invadió a Winston el desamparo. Sus ojos se volvieron hacia el disco. No sólo no sabía si la respuesta
que le evitaría el dolor sería sí o no, sino que ni siquiera sabía cuál de estas respuestas era la que él
tenía por cierta.
OBrien sonrió débilmente:
-No eres metafísico, Winston. Hasta este momento nunca habías pensado en lo que se conoce por existencia.
Te lo explicaré con más precisión. ¿Existe el pasado concretamente, en el espacio? ¿Hay algún sitio
en alguna parte, hay un mundo de objetos sólidos donde el pasado siga acaeciendo?
-No.
-Entonces, ¿dónde existe el pasado?
-En los documentos. Está escrito.
-En los documentos... Y, ¿dónde más?
-En la mente. En la memoria de los hombres.
-En la memoria. Muy bien. Pues nosotros, el Partido, controlamos todos los documentos y controlamos
todas las memorias. De manera que controlamos el pasado, ¿no es así?
-Pero, ¿cómo van ustedes a evitar que la gente recuerde lo que ha pasado? -exclamó Winston olvidando
del nuevo el martirizador eléctrico-. Es un acto involuntario. No puede uno evitarlo. ¿Cómo vais a controlar
la memoria? ¡La mía no la habéis controlado!
O'Brien volvió a ponerse serio. Tocó la palanca con la mano.
Al contrario dijo por fin-, eres tú el que no la ha controlado y por eso estás aquí. Te han traído porque te
han faltado humildad y autodisciplina. No has querido realizar el acto de sumisión que es el precio de la
cordura. Has preferido ser un loco, una minoría de uno solo. Convéncete, Winston; solamente el espíritu
disciplinado puede ver la realidad. Crees que la realidad es algo objetivo, externo, que existe por derecho
propio. Crees también que la naturaleza de la realidad se demuestra por sí misma. Cuando te engañas a ti
mismo pensando que ves algo, das por cierto que todos los demás están viendo lo mismo que tú. Pero te
aseguro, Winston, que la realidad no es externa. La realidad existe en la mente humana y en ningún otro
sitio. No en la mente individual, que puede cometer errores y que, en todo caso, perece pronto. Sólo la
mente del Partido, que es colectiva e inmortal, puede captar la realidad. Lo que el Partido sostiene que es
verdad es efectivamente verdad. Es imposible ver la realidad sino a través de los ojos del Partido. Este es el
hecho que tienes que volver a aprender, Winston. Para ello se necesita un acto de autodestrucción, un esfuerzo
de la voluntad. Tienes que humillarte si quieres volverte cuerdo.
Después de una pausa de unos momentos, prosiguió: Recuerdas haber escrito en tu Diario: «la libertad es
poder decir que dos más dos son cuatro?».
-Sí -dijo Winston.
O'Brien levantó la mano izquierda, con el reverso hacia Winston, y escondiendo el dedo pulgar extendió
los otros cuatro.
-¿Cuántos dedos hay aquí, Winston?
-Cuatro.
-¿Y si el Partido dice que no son cuatro sino cinco? Entonces, ¿cuántos hay?
-Cuatro.
La palabra terminó con un espasmo de dolor. La aguja de la esfera había subido a cincuenta y cinco. A
Winston le sudaba todo el cuerpo. Aunque apretaba los dientes, no podía evitar los roncos gemidos. O'-
Brien lo contemplaba, con los cuatro dedos todavía extendidos. Soltó la palanca y el dolor, aunque no desapareció
del todo, se alivió bastante.
-¿Cuántos dedos, Winston?
-Cuatro.
La aguja subió a sesenta.
-¿Cuántos dedos, Winston?
-¡Cuatro!! !¡Cuatro!! ¿Qué voy a decirte? ¡Cuatro!
La aguja debía de marcar más, pero Winston no la miró. El rostro severo y pesado y los cuatro dedos
ocupaban por completo su visión. Los dedos, ante sus ojos, parecían columnas, enormes, borrosos y vibrantes,
pero seguían siendo cuatro, sin duda alguna.
-¿Cuántos dedos, Winston?
-¡¡Cuatro!! ¡Para eso, para eso! ¡No sigas, es inútil!
-¡Cuántos dedos, Winston!
-¡Cinco! ¡Cinco! ¡Cinco!
-No, Winston; así no vale. Estás mintiendo. Sigues creyendo que son cuatro. Por favor, ¿cuántos dedos?
-¡¡Cuatro!! ¡¡Cinco!! ¡¡Cuatro!! Lo que quieras, pero termina de una vez. Para este dolor.
Ahora estaba sentado en el lecho con el brazo de O'Brien rodeándole los hombros. Quizá hubiera perdido
el conocimiento durante unos segundos. Se habían aflojado las ligaduras que sujetaban su cuerpo. Sentía
mucho frío, temblaba como un azogado, le castañeteaban los dientes y le corrían lágrimas por las mejillas.
Durante unos instantes se apretó contra O'Brien como un niño, confortado por el fuerte brazo que le rodeaba
los hombros. Tenía la sensación de que O'Brien era su protector, que el dolor venía de fuera, de otra
fuente, y que O'Brien le evitaría sufrir.
-Tardas mucho en aprender, Winston -dijo O'Brien con suavidad.
-No puedo evitarlo -balbuceó Winston-. ¿Cómo puedo evitar ver lo que tengo ante los ojos si no los cierro?
Dos y dos son cuatro.
-Algunas veces sí, Winston; pero otras veces son cinco. Y otras, tres. Y en ocasiones son cuatro, cinco y
tres a la vez. Tienes que esforzarte más. No es fácil recobrar la razón.
Volvió a tender a Winston en el lecho. Las ligaduras volvieron a inmovilizarlo, pero ya no sentía dolor y
le había desaparecido el temblor. Estaba débil y frío. O'Brien le hizo una señal con la cabeza al hombre de
la bata blanca, que había permanecido inmóvil durante la escena anterior y ahora, inclinándose sobre Winston,
le examinaba los ojos de cerca, le tomaba el pulso, le acercaba el oído al pecho y le daba golpecitos de
reconocimiento. Luego, mirando a O'Brien, movió la cabeza afirmativamente.
-Otra vez -dijo O'Brien.
El dolor invadió de nuevo el cuerpo de Winston. La aguja debía de marcar ya setenta o setenta y cinco.
Esta vez, había cerrado los ojos. Sabía que los dedos continuaban allí y que seguían siendo cuatro. Lo único
importante era conservar la vida hasta que pasaran las sacudidas dolorosas. Ya no tenía idea de si lloraba o
no. El dolor disminuyó otra vez. Abrió los ojos. O'Brien había vuelto a bajar la palanca.
-¿Cuántos dedos, Winston?
-¡Cuatro!! Supongo que son cuatro. Quisiera ver cinco. Estoy tratando de ver cinco.
-¿Qué deseas? ¿Persuadirme de que ves cinco o verlos de verdad?
-Verlos de verdad.
-Otra vez dijo O'Brien.
Es probable que la aguja marcase de ochenta a noventa. Sólo de un modo intermitente podía recordar
Winston a qué se debía su martirio. Detrás de sus párpados cerrados, un bosque de dedos se movía en una
extraña danza, entretejiéndose, desapareciendo unos tras otros y volviendo a aparecer. Quería contarlos,
pero no recordaba por qué. Sólo sabía que era imposible contarlos y que esto se debía a la misteriosa identidad
entre cuatro y cinco. El dolor desapareció de nuevo. Cuando abrió los ojos, halló que seguía viendo lo
mismo; es decir, innumerables dedos que se movían como árboles locos en todas direcciones cruzándose y
volviéndose a cruzar. Cerró otra vez los ojos.
-¿Cuántos dedos te estoy enseñando, Winston?
-No sé, no sé. Me matarás si aumentas el dolor. Cuatro, cinco, seis... Te aseguro que no lo sé.
-Esto va mejor -dijo O'Brien.
Le pusieron una inyección en el brazo. Casi instantáneamente se le esparció por todo el cuerpo una cálida
y beatífica sensación. Casi no se acordaba de haber sufrido. Abrió los ojos y miró agradecido a O'Brien. Le
conmovió ver a aquel rostro pesado, lleno de arrugas, tan feo y tan inteligente. Si se hubiera podido mover,
le habría tendido una mano. Nunca lo había querido tanto como en este momento y no sólo por haberle
suprimido el dolor. Aquel antiguo sentimiento, aquella idea de que no importaba que O'Brien fuera un amigo
o un enemigo, había vuelto a apoderarse de él. O'Brien era una persona con quien se podía hablar. Quizá
no deseara uno tanto ser amado como ser comprendido. O'Brien lo había torturado casi hasta enloquecerlo
y era seguro que dentro de un rato le haría matar. Pero no importaba. En cierto sentido, más allá de la amistad,
eran íntimos. De uno u otro modo y aunque las palabras que lo explicarían todo no pudieran ser pronunciadas
nunca, había desde luego un lugar donde podrían reunirse y charlar. O’Brien lo miraba con una
expresión reveladora de que el mismo pensamiento se le estaba ocurriendo. Empezó a hablar en un tono de
conversación corriente.
-¿Sabes dónde estás, Winston? -dijo.
-No sé. Me lo figuro. En el Ministerio del Amor.
-¿Sabes cuánto tiempo has estado aquí?
-No sé. Días, semanas, meses... creo que meses.
-¿Y por qué te imaginas que traemos aquí a la gente?
-Para hacerles confesar.
-No, no es ésa la razón. Di otra cosa.
-Para castigarlos.
-¡No! -exclamó O'Brien. Su voz había cambiado extraordinariamente y su rostro se había puesto de pronto
serio y animado a la vez-. ¡No! No te traemos sólo para hacerte confesar y para castigarte. ¿Quieres que
te diga para qué te hemos traído? ¡¡Para curarte!! ¡¡Para volverte cuerdo!! Debes saber, Winston, que ninguno
de los que traemos aquí sale de nuestras manos sin haberse curado. No nos interesan esos estúpidos
delitos que has cometido. Al Partido no le interesan los actos realizados; nos importa sólo el pensamiento.
No sólo destruimos a nuestros enemigos, sino que los cambiamos. ¿Comprendes lo que quiero decir?
Estaba inclinado sobre Winston. Su cara parecía enorme por su proximidad y horriblemente fea vista
desde abajo. Además, sus facciones se alteraban por aquella exaltación, aquella intensidad de loco. Otra vez
se le encogió el corazón a Winston. Si le hubiera sido posible, habría retrocedido. Estaba seguro de que
OBrien iba a mover la palanca por puro capricho. Sin embargo, en ese momento se apartó de él y paseó un
poco por la habitación. Luego prosiguió con menos vehemencia:
-Lo primero que debes comprender es que éste no es un lugar de martirio. Has leído cosas sobre las persecuciones
religiosas en el pasado. En la Edad Media había la Inquisición. No funcionó. Pretendían erradicar
la herejía y terminaron por perpetuarla. En las persecuciones antiguas por cada hereje quemado han
surgido otros miles de ellos. ¿Por qué? Porque se mataba a los enemigos abiertamente y mientras aún no se
habían arrepentido. Se moría por no abandonar las creencias heréticas. Naturalmente, así toda la gloria pertenecía
a la víctima y la vergüenza al inquisidor que la quemaba. Más tarde, en el siglo xx, han existido los
totalitarios, como los llamaban: los nazis alemanes y los comunistas rusos. Los rusos persiguieron a los
herejes con mucha más crueldad que ninguna otra inquisición. Y se imaginaron que habían aprendido de
los errores del pasado. Por lo menos sabían que no se deben hacer mártires. Antes de llevar a sus víctimas a
un juicio público, se dedicaban a destruirles la dignidad. Los deshacían moralmente y físicamente por medio
de la tortura y el aislamiento hasta convertirlos en seres despreciables, verdaderos peleles capaces de
confesarlo todo, que se insultaban a sí mismos acusándose unos a otros y pedían sollozando un poco de
misericordia. Sin embargo, después de unos cuantos años, ha vuelto a ocurrir lo mismo. Los muertos se han
convertido en mártires y se ha olvidado su degradación. ¿Por qué había vuelto a suceder esto? En primer
lugar, porque las confesiones que habían hecho eran forzadas y falsas. Nosotros no cometemos esta clase
de errores. Todas las confesiones que salen de aquí son verdaderas. Nosotros hacemos que sean verdaderas.
Y, sobre todo, no permitimos que los muertos se levanten contra nosotros. Por tanto, debes perder toda esperanza
de que la posteridad te reivindique, Winston. La posteridad no sabrá nada de ti. Desaparecerás por
completo de la corriente histórica. Te disolveremos en la estratosfera, por decirlo así. De ti no quedará nada:
ni un nombre en un papel, ni tu recuerdo en un ser vivo. Quedarás aniquilado tanto en el pretérito como
en el futuro. No habrás existido.
«Entonces, ¿para qué me torturan?», pensó Winston con una amargura momentánea. O'Brien se detuvo
en seco como si hubiera oído el pensamiento de Winston. Su ancho y feo rostro se le acercó con los ojos un
poco entornados y le dijo: -Estás pensando que si nos proponemos destruirte por completo, ¿para qué nos
tomamos todas estas molestias?; que si nada va a quedar de ti, ¿qué importancia puede tener lo que tú digas
o pienses? ¿Verdad que lo estás pensando?
-Sí -dijo Winston.
O'Brien sonrió levemente y prosiguió:
Te explicaré por qué nos molestamos en curarte. Tú, Winston, eres una mancha en el tejido; una mancha
que debemos borrar. ¿No te dije hace poco que somos diferentes de los martirizadores del pasado? No nos
contentamos con una obediencia negativa, ni siquiera con la sumisión más abyecta. Cuando por fin te rindas
a nosotros, tendrá que impulsarte a ello tu libre voluntad. No destruimos a los herejes porque se nos
resisten; mientras nos resisten no los destruimos. Los convertimos, captamos su mente, los reformamos. Al
hereje político le quitamos todo el mal y todas las ilusiones engañosas que lleva dentro; lo traemos a nuestro
lado, no en apariencia, sino verdaderamente, en cuerpo y alma. Lo hacemos uno de nosotros antes de
matarlo. Nos resulta intolerable que un pensamiento erróneo exista en alguna parte del mundo, por muy
secreto e inocuo que pueda ser. Ni siquiera en el instante de la muerte podemos permitir alguna desviación.
Antiguamente, el hereje subía a la hoguera siendo aún un hereje, proclamando su herejía y hasta disfrutando
con ella. Incluso la víctima de las purgas rusas se llevaba su rebelión encerrada en el cráneo cuando
avanzaba por un pasillo de la prisión en espera del tiro en la nuca. Nosotros, en cambio, hacemos perfecto
el cerebro que vamos a destruir. La consigna de todos los despotismos era: «No harás esto o lo otro». La
voz de mando de los totalitarios era: «Harás esto o aquello». Nuestra orden es: «Eres». Ninguno de los que
traemos aquí puede volverse contra nosotros. Les lavamos el cerebro. Incluso aquellos miserables traidores
en cuya inocencia creíste un día Jones, Aaronson y Rutherford- los conquistamos al final. Yo mismo participé
en su interrogatorio. Los vi ceder paulatinamente, sollozando, llorando a lágrima viva, y al final no los
dominaba el miedo ni el dolor, sino sólo un sentimiento de culpabilidad, un afán de penitencia. Cuando
acabamos con ellos no eran más que cáscaras de hombre. Nada quedaba en ellos sino el arrepentimiento
por lo que habían hecho y amor por el Gran Hermano. Era conmovedor ver cómo lo amaban. Pedían que se
les matase en seguida para poder morir con la mente limpia. Temían que pudiera volver a ensuciárseles.
La voz de O'Brien se había vuelto soñadora y en su rostro permanecía el entusiasmo del loco y la exaltación
del fanático. «No está mintiendo pensó Winston , no es un hipócrita; cree todo lo que dice.» A Winston
le oprimía el convencimiento de su propia inferioridad intelectual. Contemplaba aquella figura pesada y
de movimientos sin embargo agradables que paseaba de un lado a otro entrando y saliendo en su radio de
visión. O'Brien era, en todos sentidos, un ser de mayores proporciones que él. Cualquier idea que Winston
pudiera haber tenido o pudiese tener en lo sucesivo, ya se le había ocurrido a O’Brien, examinándola y rechazándola.
La mente de aquel hombre contenía a la de Winston. Pero, en ese caso, ¿cómo iba a estar loco
OBrien? El loco tenía que ser él, Winston. O'Brien se detuvo y lo miró fijamente. Su voz había vuelto a ser
dura:
No te figures que vas a salvarte, Winston, aunque te rindas a nosotros por completo. Jamás se salva nadie
que se haya desviado alguna vez. Y aunque decidiéramos dejarte vivir el resto de tu vida natural, nunca te
escaparás de nosotros. Lo que está ocurriendo aquí es para siempre. Es preciso que se te grabe de una vez
para siempre. Te aplastaremos hasta tal punto que no podrás recobrar tu antigua forma. Te sucederán cosas
de las que no te recobrarás aunque vivas mil años. Nunca podrás experimentar de nuevo un sentimiento
humano. Todo habrá muerto en tu interior. Nunca más serás capaz de amar, de amistad, de disfrutar de la
vida, de reírte, de sentir curiosidad por algo, de tener valor, de ser un hombre íntegro... Estarás hueco. Te
vaciaremos y te rellenaremos de... nosotros.
Se detuvo y le hizo una señal al hombre de la bata blanca. Winston tuvo la vaga sensación de que por detrás
de él le acercaban un aparato grande. OBrien se había sentado junto a la cama de modo que su rostro
quedaba casi al mismo nivel del de Winston.
-Tres mil -le dijo, por encima de la cabeza de Winston, al hombre de la bata blanca.
Dos compresas algo húmedas fueron aplicadas a las sienes de Winston. Éste sintió una nueva clase de
dolor. Era algo distinto. Quizá no fuese dolor. O'Brien le puso una mano sobre la suya para tranquilizarlo,
casi con amabilidad.
-Esta vez no te dolerá -le dijo-. No apartes tus ojos de los míos.
En aquel momento sintió Winston una explosión devastadora o lo que parecía una explosión, aunque no
era seguro que hubiese habido ningún ruido. Lo que si se produjo fue un cegador fogonazo. Winston no
estaba herido; sólo postrado. Aunque estaba tendido de espaldas cuando aquello ocurrió, tuvo la curiosa
sensación de que le habían empujado hasta quedar en aquella posición. El terrible e indoloro golpe le había
dejado aplastado. Y en el interior de su cabeza también había ocurrido algo. Al recobrar la visión, recordó
quién era y dónde estaba y reconoció el rostro que lo contemplaba; pero tenía la sensación de un gran vacío
interior. Era como si le faltase un pedazo del cerebro.
-Esto no durará mucho -dijo O'Brien-. Mírame a los ojos. ¿Con qué país está en guerra Oceanía?
Winston pensó. Sabía lo que significaba Oceanía y que él era un ciudadano de este país. También recordaba
que existían Eurasia y Asia Oriental; pero no sabía cuál estaba en guerra con cuál. En realidad, no
tenía idea de que hubiera guerra ninguna.
-No recuerdo.
Oceanía está en guerra con Asia Oriental. ¿Lo recuerdas ahora?
-Sí.
-Oceanía ha estado siempre en guerra con Asia Oriental. Desde el principio de tu vida, desde el principio
del Partido, desde el principio de la Historia, la guerra ha continuado sin interrupción, siempre la misma
guerra. ¿Lo recuerdas?
-Sí.
-Hace once años inventaste una leyenda sobre tres hombres que habían sido condenados a muerte por
traición. Pretendías que habías visto un pedazo de papel que probaba su inocencia. Ese recorte de papel
nunca existió. Lo inventaste y acabaste creyendo en él. Ahora recuerdas el momento en que lo inventaste,
¿te acuerdas?
-Sí.
-Hace poco te puse ante los ojos los dedos de mi mano. Viste cinco dedos. ¿Recuerdas?
-Sí.
O'Brien le enseñó los dedos de la mano izquierda con el pulgar oculto.
-Aquí hay cinco dedos. ¿Ves cinco dedos? -Sí.
Y los vio durante un fugaz momento. Llegó a ver cinco dedos, pero pronto volvió a ser todo normal y
sintió de nuevo el antiguo miedo, el odio y el desconcierto. Pero durante unos instantes -quizá no más de
treinta segundos- había tenido una luminosa certidumbre y todas las sugerencias de O'Brien habían venido
a llenar un hueco de su cerebro convirtiéndose en verdad absoluta. En esos instantes dos y dos podían haber
sido lo mismo tres que cinco, según se hubiera necesitado. Pero antes de que O'Brien hubiera dejado caer la
mano, ya se había desvanecido la ilusión. Sin embargo, aunque no podía volver a experimentarla, recordaba
aquello como se recuerda una viva experiencia en algún período remoto de nuestra vida en que hemos sido
una persona distinta.
-Ya has visto que es posible -le dijo O'Brien.
-Sí -dijo Winston.
O'Brien se levantó con aire satisfecho. A su izquierda vio Winston que el hombre de la bata blanca preparaba
una inyección. O'Brien miró a Winston sonriente. Se ajustó las gafas como en los buenos tiempos.
-¿Recuerdas haber escrito en tu diario que no importaba que yo fuera amigo o enemigo, puesto que yo
era por lo menos una persona que te comprendía y con quien podías hablar? Tenías razón. Me gusta hablar
contigo. Tu mentalidad atrae a la mía. Se parece a la mía excepto en que está enferma. Antes de que acabemos
esta sesión puedes hacerme algunas preguntas si quieres.
-¿La pregunta que quiera?
-Sí. Cualquiera. -Vio que los ojos de Winston se fijaban en la esfera graduada-: Ahora no funciona. ¿Cuál
es tu primera pregunta?
-¿Qué habéis hecho con Julia? -dijo Winston.
O'Brien volvió a sonreír.
-Te traicionó, Winston. Inmediatamente y sin reservas. Pocas veces he visto a alguien que se nos haya
entregado tan pronto. Apenas la reconocerías si la vieras. Toda su rebeldía, sus engaños, sus locuras, su
suciedad mental... todo eso ha desaparecido de ella como si lo hubiera quemado. Fue una conversión perfecta,
un caso para ponerlo en los libros de texto.
-¿La habéis torturado?
O'Brien no contestó.
-A ver, la pregunta siguiente.
-¿Existe el Gran Hermano?
-Claro que existe. El Partido existe. El Gran Hermano es la encarnación del Partido.
-¿Existe en el mismo sentido en que yo existo?
-Tú no existes -dijo O'Brien.
A Winston volvió a asaltarle una terrible sensación de desamparo. Comprendía por qué le decían a él que
no existía; pero era un juego de palabras estúpido. ¿No era un gran absurdo la afirmación «tú no existes»?
Pero, ¿de qué servía rechazar esos argumentos disparatados?
-Yo creo que existo -dijo con cansancio-. Tengo plena conciencia de mi propia identidad. He nacido y he
de morir. Tengo brazos y piernas. Ocupo un lugar concreto en el espacio. Ningún otro objeto sólido puede
ocupar a la vez el mismo punto. En este sentido, ¿existe el Gran Hermano?
-Eso no tiene importancia. Existe.
-Morirá el Gran Hermano?
-Claro que no. ¿Cómo va a morir? A ver, la pregunta siguiente.
Existe la Hermandad?
-Eso no lo sabrás nunca, Winston. Si decidimos libertarte cuando acabemos contigo y si llegas a vivir
noventa años, seguirás sin saber si la respuesta a esa pregunta es sí o no. Mientras vivas, será eso para ti un
enigma.
Winston yacía silencioso. Respiraba un poco más rápidamente. Todavía no había hecho la pregunta que
le preocupaba desde un principio. Tenía que preguntarlo, pero su lengua se resistía a pronunciar las palabras.
O'Brien parecía divertido. Hasta sus gafas parecían brillar irónicamente. Winston pensó de pronto:
«Sabe perfectamente lo que le voy a preguntan». Y entonces le fue fácil decir:
-¿Qué hay en la habitación 101?
La expresión del rostro de O'Brien no cambió. Respondió:
-Sabes muy bien lo que hay en la habitación 101, Winston. Todo el mundo sabe lo que hay en la habitación
101. -Levantó un dedo hacia el hombre de la bata blanca. Evidentemente, la sesión había terminado.
Winston sintió en el brazo el pinchazo de una inyección. Casi inmediatamente, se hundió en un profundo
sueño.
_
III
III
_
-Hay tres etapas en tu reintegración erijo O'Brien-; primero aprender, luego comprender y, por último,
aceptar. Ahora tienes que entrar en la segunda etapa.
Como siempre, Winston estaba tendido de espaldas, pero ya no lo ataban tan fuerte. Aunque seguía sujeto
al lecho, podía mover las rodillas un poco y volver la cabeza de uno a otro lado y levantar los antebrazos.
Además, ya no le causaba tanta tortura la palanca. Podía evitarse el dolor con un poco de habilidad, porque
ahora sólo lo castigaba O'Brien por faltas de inteligencia. A veces pasaba una sesión entera sin que se moviera
la aguja del disco. No recordaba cuántas sesiones habían sido. Todo el proceso se extendía por un
tiempo largo, indefinido -quizá varias semanas-, y los intervalos entre las sesiones quizá fueran de varios
días y otras veces sólo de una o dos horas.
-Mientras te hallas ahí tumbado -le dijo O'Brien-, te has preguntado con frecuencia, e incluso me lo has
preguntado a mí, por qué el Ministerio del Amor emplea tanto tiempo y trabajo en tu persona. Y cuando
estabas en libertad te preocupabas por lo mismo. Podías comprender el mecanismo de la sociedad en que
vivías, pero no los motivos subterráneos. ¿Recuerdas haber escrito en tu Diario: «Comprendo el cómo; no
comprendo el porqué»? Cuando pensabas en el porqué es cuando dudabas de tu propia cordura. Has leído
el libro de Goldstein, o partes de él por lo menos. ¿Te enseñó algo que ya no supieras?
-¿Lo has leído tú? dijo Winston.
-Lo escribí. Es decir, colaboré en su redacción. Ya sabes que ningún libro se escribe individualmente.
-¿Es cierto lo que dice?
-Como descripción, sí. Pero el programa que presenta es una tontería. La acumulación secreta de conocimientos,
la extensión paulatina de ilustración y, por último, la rebelión proletaria y el aniquilamiento del
Partido. Ya te figurabas que esto es lo que encontrarías en el libro. Pura tontería. Los proletarios no se sublevarán
ni dentro de mil años ni de mil millones de años. No pueden. Es inútil que te explique la razón por
la que no pueden rebelarse; ya la conoces. Si alguna vez te has permitido soñar en violentas sublevaciones,
debes renunciar a ello. El Partido no puede ser derribado por ningún procedimiento. Las normas del Partido,
su dominio es para siempre. Debes partir de ese punto en todos tus pensamientos.
O'Brien se acercó más al lecho.
-¡Para siempre! -repitió-.Y ahora volvamos a la cuestión del cómo y el porqué. Entiendes perfectamente
cómo se mantiene en el poder el Partido. Ahora dime, ¿por qué nos aferramos al poder? ¿Cuál es nuestro
motivo? ¿Por qué deseamos el poder? H4bla -añadió al ver que Winston no le respondía.
Sin embargo, Winston siguió callado unos instantes. Sentíase aplanado por una enorme sensación de cansancio.
El rostro de O'Brien había vuelto a animarse con su fanático entusiasmo. Sabía Winston de antemano
lo que iba a decirle O'Brien que el Partido no buscaba el poder por el poder mismo, sino sólo para el
bienestar de la mayoría. Que le interesaba tener en las manos las riendas porque los hombres de la masa
eran criaturas débiles y cobardes que no podían soportar la libertad ni encararse con la verdad y debían ser
dominados y engañados sistemáticamente por otros hombres más fuertes que ellos. Que la Humanidad sólo
podía escoger entre la libertad y la felicidad, y para la gran masa de la Humanidad era preferible la felicidad.
Que el Partido era el eterno guardián de los débiles, una secta dedicada a hacer el mal para lograr el
bien sacrificando su propia felicidad a la de los demás. Lo terrible, pensó Winston, lo verdaderamente terrible
era que cuando O'Brien le dijera esto, se lo estaría creyendo. No había más que verle la cara. O'Brien lo
sabía todo. Sabía mil veces mejor que Winston cómo era en realidad el mundo, en qué degradación vivía la
masa humana y por medio de qué mentiras y atrocidades la dominaba el Partido. Lo había entendido y pesado
todo y, sin embargo, no importaba: todo lo justificaba él por los fines. ¿Qué va uno a hacer, pensó
Winston, contra un loco que es más inteligente que uno, que le oye a uno pacientemente y que sin embargo
persiste en su locura?
-Nos gobernáis por nuestro propio bien -dijo débilmente-. Creéis que los seres humanos no están capacitados
para gobernarse, y en vista de ello...
Estuvo a punto de gritar. Una punzada de dolor se le había clavado en el cuerpo. O'Brien había presionado
la palanca y la aguja de la esfera marcaba treinta y cinco.
-Eso fue una estupidez, Winston; has dicho una tontería. Debías tener un poco más de sensatez.
Volvió a soltar la palanca y prosiguió:
-Ahora te diré la respuesta a mi pregunta. Se trata de esto: el Partido quiere tener el poder por amor al
poder mismo. No nos interesa el bienestar de los demás; sólo nos interesa el poder. No la riqueza ni el lujo,
ni la longevidad ni la felicidad; sólo el poder, el poder puro. Ahora comprenderás lo que significa el poder
puro. Somos diferentes de todas las oligarquías del pasado porque sabemos lo que estamos haciendo. Todos
los demás, incluso los que se parecían a nosotros, eran cobardes o hipócritas. Los nazis alemanes y los comunistas
rusos se acercaban mucho a nosotros por sus métodos, pero nunca tuvieron el valor de reconocer
sus propios motivos. Pretendían, y quizá lo creían sinceramente, que se habían apoderado de los mandos
contra su voluntad y para un tiempo limitado y que a la vuelta de la esquina, como quien dice, había un
paraíso donde todos los seres humanos serían libres e iguales. Nosotros no somos así. Sabemos que nadie
se apodera del mando con la intención de dejarlo. El poder no es un medio, sino un fin en sí mismo. No se
establece una dictadura para salvaguardar una revolución; se hace la revolución para establecer una- dictadura.
El objeto de la persecución no es más que la persecución misma. La tortura sólo tiene como finalidad
la misma tortura. Y el objeto del poder no es más que el poder. ¿Empiezas a entenderme?
A. Winston le asombraba el cansancio del rostro de O'Brien. Era fuerte, carnoso y brutal, lleno de inteligencia
y de una especie de pasión controlada ante la cual sentíase uno desarmado; pero, desde luego, estaba
cansado. Tenía bolsones bajo los ojos y la piel floja en las mejillas. O'Brien se inclinó sobre él para acercarle
más la cara, para que pudiera verla mejor.
-Estás pensando -le dijo- que tengo la cara avejentada y cansada. Piensas que estoy hablando del poder y
que ni siquiera puedo evitar la decrepitud de mi propio cuerpo.
¿No comprendes, Winston, que el individuo es sólo una célula? El cansancio de la célula supone el vigor
del organismo. ¿Acaso te mueres al cortarte las uñas?
Se apartó del lecho y empezó a pasear con una mano en el bolsillo.
-Somos los sacerdotes del poder -dijo-. El poder es Dios. Pero ahora el poder es sólo una palabra en lo
que a ti respecta. Y ya es hora de que tengas una idea de lo que el poder significa. Primero debes darte
cuenta de que el poder es colectivo. El individuo sólo detenta poder en tanto deja de ser un individuo. Ya
conoces la consigna del Partido: «La libertad es la esclavitud». ¿Se te ha ocurrido pensar que esta frase es
reversible? Sí, la esclavitud es la libertad. El ser humano es derrotado siempre que está solo, siempre que es
libre. Ha de ser así porque todo ser humano está condenado a morir irremisiblemente y la muerte es el mayor
de todos los fracasos; pero si el hombre logra someterse plenamente, si puede escapar de su propia
identidad, si es capaz de fundirse con el Partido de modo que él es el Partido, entonces será todopoderoso e
inmortal. Lo segundo de que tienes que darte cuenta es que el poder es poder sobre seres humanos. Sobre el
cuerpo, pero especialmente sobre el espíritu. El poder sobre la materia..., la realidad externa, como tú la
llamarías..., carece de importancia. Nuestro control sobre la materia es, desde luego, absoluto.
Durante unos momentos olvidó Winston la palanca. Hizo un violento esfuerzo para incorporarse y sólo
consiguió causarse dolor.
Pero, ¿cómo vais a controlar la materia? -exclamó sin poderse contener-. Ni siquiera conseguís controlar
el clima y la ley de la gravedad. Además, existen la enfermedad, el dolor, la muerte...
O'Brien le hizo callar con un movimiento de la mano:
-Controlamos la materia porque controlamos la mente. La realidad está dentro del cráneo. Irás aprendiéndolo
poco a poco, Winston. No hay nada que no podamos conseguir: la invisibilidad, la levitación...
absolutamente todo. Si quisiera, podría flotar ahora sobre el suelo como una pompa de jabón. No lo deseo
porque el Partido no lo desea. Debes librarte de esas ideas decimonónicas sobre las leyes de la Naturaleza.
Somos nosotros quienes dictamos las leyes de la Naturaleza.
-¡No las dictáis! Ni siquiera sois los dueños de este planeta. ¿Qué me dices de Eurasia y Asia Oriental?
Todavía no las habéis conquistado.
-Eso no tiene importancia. Las conquistaremos cuando nos convenga. Y si no las conquistásemos nunca,
¿en qué puede influir eso? Podemos borrarlas de la existencia. Oceanía es el mundo entero.
-Es que el mismo mundo no es más que una pizca de polvo. Y el hombre es sólo una insignificancia.
¿Cuánto tiempo lleva existiendo? La Tierra estuvo deshabitada durante millones de años.
-¡Qué tontería! La Tierra tiene sólo nuestra edad. ¿Cómo va a ser más vieja? No existe sino lo que admite
la conciencia humana.
-Pero las rocas están llenas de huesos de animales desaparecidos, mastodontes y enormes reptiles que vivieron
en la Tierra muchísimo antes de que apareciera el primer hombre.
-¿Has visto alguna vez esos huesos, Winston? Claro que no. Los inventaron los biólogos del siglo xix.
Nada hubo antes del hombre. Y después del hombre, si éste desapareciera definitivamente de la Tierra,
nada habría tampoco. Fuera del hombre no hay nada.
-Es que el universo entero está fuera de nosotros. ¡Piensa en las estrellas! Puedes verlas cuando quieras.
Algunas de ellas están a un millón de años-luz de distancia. Jamás podremos alcanzarlas.
¿Qué son las estrellas? -dijo O'Brien con indiferencia-. Solamente unas bolas de fuego a unos kilómetros
de distancia. Podríamos llegar a ellas si quisiéramos o hacerlas desaparecer, borrarlas de nuestra conciencia.
La Tierra es el centro del universo. El sol y las estrellas giran en torno a ella.
Winston hizo otro movimiento convulsivo. Esca vez no dijo nada. O'Brien prosiguió, como si contestara
a una objeción que le hubiera hecho Winston:
-Desde luego, para ciertos fines es eso verdad. Cuando navegamos por el océano o cuando predecimos un
eclipse, nos puede resultar conveniente dar por cierto que la Tierra gira alrededor del sol y que las estrellas
se encuentran a millones y millones de kilómetros de nosotros. Pero, ¿qué importa eso? ¿Crees que está
fuera de nuestros medios un sistema dual de astronomía? Las estrellas pueden estar cerca o lejos según las
necesitemos. ¿Crees que ésa es tarea difícil para nuestros matemáticos? ¿Has olvidado el doblepensar?
Winston se encogió en el lecho. Dijera lo que dijese, le venía encima la veloz respuesta como un porrazo,
y, sin embargo, sabía -,cabía- que llevaba razón. Seguramente había alguna manera de demostrar que la
creencia de que nada existe fuera de nuestra mente es una absoluta falsedad. ¿No se había demostrado hace
ya mucho tiempo que era una teoría indefendible? Incluso había un nombre para eso, aunque él lo había
olvidado. Una fina sonrisa recorrió los labios de O'Brien, que lo estaba mirando.
-Te digo, Winston, que la metafísica no es tu fuerte. La palabra que tratas de encontrar es solipsismo. Pero
estás equivocado. En este caso no hay solipsismo. En todo caso, habrá solipsismo colectivo, pero eso es
muy diferente; es precisamente lo contrario. En fin, todo esto es una digresión -añadió con tono distino-. El
verdadero poder, el poder por el que tenemos que luchar día y noche, no es poder sobre las cosas, sino sobre
los hombres. -Después de una pausa, asumió de nuevo su aire de maestro de escuela examinando a un
discípulo prometedor-: Vamos a ver, Winston, ¿cómo afirma un hombre su poder sobre otro?
Winston pensó un poco y respondió:
-Haciéndole sufrir.
-Exactamente. Haciéndole sufrir. No basta con la obediencia. Si no sufre, ¿cómo vas á estar seguro de
que obedece tu voluntad y no la suya propia? El poder radica en infligir dolor y humillación. El poder está
en la facultad de hacer pedazos los espíritus y volverlos a construir dándoles nuevas formas elegidas por ti.
¿Empiezas a ver qué clase de mundo estamos creando? Es lo contrario, exactamente lo contrario de esas
estúpidas utopías hedonistas que imaginaron los antiguos reformadores. Un mundo de miedo, de ración y
de tormento, un mundo de pisotear y ser pisoteado, un mundo que se hará cada día más despiadado. El progreso
de nuestro mundo será la consecución de más dolor. Las antiguas civilizaciones sostenían basarse en
el amor o en la justicia. La nuestra se funda en el odio. En nuestro mundo no habrá más emociones que el
miedo, la rabia, el triunfo y el autorebajamiento. Todo lo demás lo destruiremos, todo. Ya estamos suprimiendo
los hábitos mentales que han sobrevivido de antes de la Revolución. Hemos cortado los vínculos
que unían al hijo con el padre, un hombre con otro y al hombre con la mujer. Nadie se fía ya de su esposa,
de su hijo ni de un amigo. Pero en el futuro no habrá ya esposas ni amigos. Los niños se les quitarán a las
madres al nacer, como se les quitan los huevos a la gallina cuando los pone. El instinto sexual será arrancado
donde persista. La procreación consistirá en una formalidad anual como la renovación de la cartilla de
racionamiento. Suprimiremos el orgasmo. Nuestros neurólogos trabajan en ello. No habrá lealtad; no existirá
más fidelidad que la que se debe al Partido, ni más amor que el amor al Gran Hermano. No habrá risa,
excepto la risa triunfal cuando se derrota a un enemigo. No habrá arte, ni literatura, ni ciencia. No habrá ya
distinción entre la belleza y la fealdad. Todos los placeres serán destruidos. Pero siempre, no lo olvides,
Winston, siempre habrá el afán de poder, la sed de dominio, que aumentará constantemente y se hará cada
vez más sutil. Siempre existirá la emoción de la victoria, la sensación de pisotear a un enemigo indefenso.
Si quieres hacerte una idea de cómo será el futuro, figúrate una bota aplastando un rostro humano... incesantemente.
Se calló, como si esperase a que Winston le hablara. Pero éste se encogía más aún. No se le ocurría nada.
Parecía helársele el corazón. O'Brien prosiguió:
-Recuerda que es para siempre. Siempre estará ahí la cara que ha de ser pisoteada. El hereje, el enemigo
de la sociedad, estarán siempre a mano para que puedan ser derrota dos y humillados una y otra vez. Todo
lo que tú has 'sufrido desde que estás en nuestras manos, todo eso continuará sin cesar. El espionaje, las
traiciones, las detenciones, las torturas, las ejecuciones y las desapariciones se producirán continuamente.
Será un mundo de terror a la vez que un mundo triunfal. Mientras más poderoso sea el Partido, menos tolerante
será. A una oposición más débil corresponderá un despotismo más implacable. Goldstein y sus herejías
vivirán siempre. Cada día, a cada momento, serán derrotados, desacreditados, ridiculizados, les escupiremos
encima, y, sin embargo, sobrevivirán siempre. Este drama que yo he representado contigo durante
siete años volverá a ponerse en escena una y otra vez, generación tras generación, cada vez en forma más
sutil. Siempre tendremos al hereje a nuestro albedrío, chillando de dolor, destrozado, despreciable y, al final,
totalmente arrepentido, salvado de sus errores y arrastrándose a nuestros pies por su propia voluntad.
Ese es el mundo que estamos preparando, Winston. Un mundo de victoria tras victoria, de triunfos sin fin,
una presión constante sobre el nervio del poder. Ya veo que empiezas a darte cuenta de cómo será ese
mundo. Pero acabarás haciendo más que comprenderlo. Lo aceptarás, lo acogerás encantado, te convertirás
en parte de él.
Winston había recobrado suficiente energía para hablar:
-¡No podréis conseguirlo! -dijo débilmente.
-¿Qué has querido decir con esas palabras, Winston?
-No podréis crear un mundo como el que has descrito. Eso es un sueño, un imposible.
-¿Por qué?
-Es imposible fundar una civilización sobre el miedo, el odio y la crueldad. No perduraría.
--¿Por qué no?
-No tendría vitalidad. Se desintegraría, se suicidaría. -No seas tonto. Estás bajo la impresión de que el
odio es más agotador que el amor. ¿Por qué va a serlo? Y si lo fuera, ¿qué diferencia habría? Supón que
preferimos gastarnos más pronto. Supón que aceleramos el tempo de la vida humana de modo que los
hombres sean seniles a los treinta años. ¿Qué importaría? ¿No comprendes que la muerte del individuo no
es la muerte? El Partido es inmortal.
Como de costumbre, la voz había vencido a Winston. Además, temía éste que si persistía su desacuerdo
con O'Brien, se moviera de nuevo la aguja. Sin embargo, no podía estarse callado. Apagadamente, sin argumentos,
sin nada en que apoyarse excepto el inarticulado horror que le producía lo que había dicho O'-
Brien, volvió al ataque.
-No sé, no me importa. De un modo o de otro, fracasaréis. Algo os derrotará. La vida os derrotará.
-Nosotros, Winston, controlamos la vida en todos sus niveles. Te figuras que existe algo llamado la naturaleza
humana, que se irritará por lo que hacemos y se volverá contra nosotros. Pero no olvides que nosotros
creamos la naturaleza humana. Los hombres son infinitamente maleables. O quizás hayas vuelto a tu
antigua idea de que los proletarios o los esclavos se levantarán contra nosotros y nos derribarán. Desecha
esa idea. Están indefensos, como animales. La Humanidad es el Partido. Los otros están fuera, son insignificantes.
-No me importa. Al final, os vencerán. Antes o después os verán como sois, y entonces os despedazarán.
-¿Tienes alguna prueba de que eso esté ocurriendo? ¿O quizás alguna razón de que pudiera ocurrir?
-No. Es lo que creo. Sé que fracasaréis. Hay algo en el universo -no sé lo que es: algún espíritu, algún
principiocontra lo que no podréis.
-Acaso crees en Dios, Winston?
-No.
-Entonces, ¿qué principio es ese que ha de vencernos?
-No sé. El espíritu del Hombre.
-¿Y te consideras tú un hombre?
-Sí.
-Si tú eres un hombre, Winston, es que eres el último. Tu especie se ha extinguido; nosotros somos los
herederos. ¿Te das cuenta de que estás solo, absolutamente solo? Te encuentras fuera de la historia, no
existes. -Cambió de tono y de actitud y dijo con dureza-: ¿Te consideras moralmente superior a nosotros
por nuestras mentiras y nuestra crueldad?
-Sí, me considero superior.
O'Brien guardó silencio. Pero en seguida empezaron a hablar otras dos voces. Después de un momento,
Winston reconoció que una de ellas era la suya propia. Era una cinta magnetofónica de la conversación que
había sostenido con O'Brien la noche en que se había alistado en la Hermandad. Se oyó a sí mismo prometiendo
solemnemente mentir, robar, falsificar, asesinar, fomentar el hábito de las drogas y la prostitución,
propagar las enfermedades venéreas y arrojar vitriolo a la cara de un niño. O'Brien hizo un pequeño gesto
de impaciencia, como dando a entender que la demostración casi no merecía la pena. Luego hizo funcionar
un resorte y las voces se detuvieron.
-Levántate de ahí dijo O'Brien.
Las ataduras se habían soltado por sí mismas. Winston se puso en pie con gran dificultad.
-Eres el último hombre -dijo O'Brien-. Eres el guardián del espíritu humano. Ahora te verás como realmente
eres. Desnúdate.
Winston se soltó el pedazo de cuerda que le sostenía el «mono». Había perdido hacía tiempo la cremallera.
No podía recordar si había llegado a desnudarse del todo desde que lo detuvieron. Debajo del «mono»
tenía unos andrajos amarillentos que apenas podían reconocerse como restos de ropa interior. Al caérsele
todo aquello al suelo, vio que había un espejo de tres lunas en la pared del fondo. Se acercó a él y se detuvo
en seco. Se le había escapado un grito involuntario.
-Anda -dijo O'Brien-. Colócate entre las tres lunas. Así te verás también de lado.
Winston estaba aterrado. Una especie de esqueleto muy encorvado y de un color grisáceo andaba hacia
él. La imagen era horrible. Se acercó más al espejo. La cabeza de aquella criatura tan extraña aparecía deformada,
ya que avanzaba con el cuerpo casi doblado. Era una cabeza de presidiario con una frente abultada
y un cráneo totalmente calvo, una nariz retorcida y los pómulos magullados, con unos ojos feroces y
alertas. Las mejillas tenían varios costurones. Desde luego, era la cara de Winston, pero a éste le pareció
que había cambiado aún más por fuera que por dentro. Se había vuelto casi calvo y en un principio creyó
que tenía el pelo cano, pero era que el color de su cuero cabelludo estaba gris. El cuerpo entero, excepto las
manos y la cara, se había vuelto gris como si lo cubriera una vieja capa de polvo. Aquí y allá, bajo la suciedad,
aparecían las cicatrices rojas de las heridas, y cerca del tobillo sus varices formaban una masa inflamada
de, la que se desprendían escamas de piel. Pero lo verdaderamente espantoso era su delgadez. La
cavidad de sus costillas era tan estrecha como la de un esqueleto. Las piernas se le habían encogido de tal
manera que las rodillas eran más gruesas que los muslos. Esto le hizo comprender por qué O'Brien le había
dicho que se viera de lado. La curvatura de la espina dorsal era asombrosa. Los delgados hombros avanzaban
formando un gran hueco en el pecho y el cuello se doblaba bajo el peso del cráneo. De no haber sabido
que era su propio cuerpo, habría dicho Winston que se trataba de un hombre de más de sesenta años aquejado
de alguna terrible enfermedad.
-Has pensado a veces elijo OBrien- que mi cara, la cara de un miembro del Partido Interior, está avejentada
y revela un gran cansancio. ¿Qué piensas contemplando la tuya?
Cogió a Winston por los hombros y le hizo dar la vuelta hasta tenerlo de frente.
-¡Fíjate en qué estado te encuentras! -dijo-. Mira la suciedad que cubre tu cuerpo. ¿Sabes que hueles como
un macho cabrío? Es probable que ya no lo notes. Fíjate en tu horrible delgadez. ¿Ves? Te rodeo el brazo
con el pulgar y el índice. Y podría doblarte el cuello como una remolacha. ¿Sabes que has perdido veinticinco
kilos desde que estás en nuestras manos? Hasta el pelo se te cae a puñados. ¡Mira! -le arrancó un
mechón dé pelo-. Abre la boca. Te quedan nueve, diez, once dientes. ¿Cuántos tenías cuando te detuvimos?
Y los pocos que te quedan se te están cayendo. ¡¡Mira!!
Agarró uno de los dientes de abajo que le quedaban a Winston. Éste sintió un dolor agudísimo que le corrió
por toda la mandíbula. O'Brien se lo había arrancado de cuajo, tirándolo luego al suelo.
Te estás pudriendo, Winston. Te estás desmoronando. ¿Qué eres ahora? Una bolsa llena de porquería.
Mírate otra vez en el espejo. ¿Ves eso que tienes enfrente? Es el último hombre. Si eres humano, ésa es la
Humanidad.. Anda, vístete otra vez.
Winston empezó a vestirse con movimientos lentos y rígidos. Hasta ahora no había notado lo débil que
estaba. Sólo un pensamiento le ocupaba la mente: que debía de llevar en aquel sitio más tiempo de lo que se
figuraba. Entonces, al mirar los miserables andrajos que se habían caído en torno suyo, sintió una enorme
piedad por su pobre cuerpo. Antes de saber lo que estaba haciendo, se había sentado en un taburete junto al
lecho y había roto a llorar. Se daba plena cuenta de su terrible fealdad, de su inutilidad, de que era un montón
de huesos envueltos en trapos sucios que lloraba iluminado por una deslumbrante luz blanca. Pero no
podía contenerse. O'Brien -le puso una mano en el hombro casi con amabilidad.
-Esto no durará siempre -le dijo-. Puedes evitarte todo esto en cuanto quieras. Todo depende de ti.
-¡Tú tienes la culpa! -sollozó Winston-. Tú me convertiste en este guiñapo. .
-No, Winston, has sido tú mismo. Lo aceptaste cuando te pusiste contra el Partido. Todo ello estaba ya
contenido en aquel primer acto de rebeldía. Nada ha ocurrido que tú no hubieras previsto.
Después de una pausa, prosiguió:
Te hemos pegado, Winston; te hemos destrozado. Ya has visto cómo está tu cuerpo. Pues bien, tu espíritu
está en el mismo estado. Has sido golpeado e insultado, has gritado de dolor, te has arrastrado por el suelo
en tu propia sangre, y en tus vómitos has gemido pidiendo misericordia, has traicionado a todos. ¿Crees que
hay alguna degradación en que no hayas caído?
Winston dejó de llorar, aunque seguía teniendo los ojos llenos de lágrimas. Miró a O'Brien.
-No he traicionado a Julia -dijo.
O'Brien lo miró pensativo.
-No, no. Eso es cierto. No has traicionado a Julia.
El corazón de Winston volvió a llenarse de aquella adoración por O'Brien que nada parecía capaz de destruir.
«¡Qué inteligente pensó-, qué inteligente es este hombre!» Nunca dejaba O'Brien de comprender lo
que se le decía. Cualquiera otra persona habría contestado que había traicionado a Julia. ¿No se lo habían
sacado todo bajo tortura? Les había contado absolutamente todo lo que sabía de ella: su carácter, sus costumbres,
su vida pasada; había confesado, dando los más pequeños detalles, todo lo que había ocurrido
entre ellos, todo lo que él había dicho a ella y ella a él, sus comidas, alimentos comprados en el mercado
negro, sus relaciones sexuales, sus vagas conspiraciones contra el Partido... y, sin embargo, en el sentido
que él le daba a la palabra traicionar, no la había traicionado. Es decir, no había dejado de amarla. Sus sentimientos
hacia ella seguían siendo los mismos. O'Brien había entendido lo que él quería decir sin necesidad
de explicárselo.
-Dime -murmuró Winston-, ¿cuándo me matarán?
-A lo mejor, tardan aún mucho tiempo -respondió O'Brien-. Eres un caso difícil. Pero no pierdas la esperanza.
Todos se curan antes o después. Al final, te mataremos.
-Hay tres etapas en tu reintegración erijo O'Brien-; primero aprender, luego comprender y, por último,
aceptar. Ahora tienes que entrar en la segunda etapa.
Como siempre, Winston estaba tendido de espaldas, pero ya no lo ataban tan fuerte. Aunque seguía sujeto
al lecho, podía mover las rodillas un poco y volver la cabeza de uno a otro lado y levantar los antebrazos.
Además, ya no le causaba tanta tortura la palanca. Podía evitarse el dolor con un poco de habilidad, porque
ahora sólo lo castigaba O'Brien por faltas de inteligencia. A veces pasaba una sesión entera sin que se moviera
la aguja del disco. No recordaba cuántas sesiones habían sido. Todo el proceso se extendía por un
tiempo largo, indefinido -quizá varias semanas-, y los intervalos entre las sesiones quizá fueran de varios
días y otras veces sólo de una o dos horas.
-Mientras te hallas ahí tumbado -le dijo O'Brien-, te has preguntado con frecuencia, e incluso me lo has
preguntado a mí, por qué el Ministerio del Amor emplea tanto tiempo y trabajo en tu persona. Y cuando
estabas en libertad te preocupabas por lo mismo. Podías comprender el mecanismo de la sociedad en que
vivías, pero no los motivos subterráneos. ¿Recuerdas haber escrito en tu Diario: «Comprendo el cómo; no
comprendo el porqué»? Cuando pensabas en el porqué es cuando dudabas de tu propia cordura. Has leído
el libro de Goldstein, o partes de él por lo menos. ¿Te enseñó algo que ya no supieras?
-¿Lo has leído tú? dijo Winston.
-Lo escribí. Es decir, colaboré en su redacción. Ya sabes que ningún libro se escribe individualmente.
-¿Es cierto lo que dice?
-Como descripción, sí. Pero el programa que presenta es una tontería. La acumulación secreta de conocimientos,
la extensión paulatina de ilustración y, por último, la rebelión proletaria y el aniquilamiento del
Partido. Ya te figurabas que esto es lo que encontrarías en el libro. Pura tontería. Los proletarios no se sublevarán
ni dentro de mil años ni de mil millones de años. No pueden. Es inútil que te explique la razón por
la que no pueden rebelarse; ya la conoces. Si alguna vez te has permitido soñar en violentas sublevaciones,
debes renunciar a ello. El Partido no puede ser derribado por ningún procedimiento. Las normas del Partido,
su dominio es para siempre. Debes partir de ese punto en todos tus pensamientos.
O'Brien se acercó más al lecho.
-¡Para siempre! -repitió-.Y ahora volvamos a la cuestión del cómo y el porqué. Entiendes perfectamente
cómo se mantiene en el poder el Partido. Ahora dime, ¿por qué nos aferramos al poder? ¿Cuál es nuestro
motivo? ¿Por qué deseamos el poder? H4bla -añadió al ver que Winston no le respondía.
Sin embargo, Winston siguió callado unos instantes. Sentíase aplanado por una enorme sensación de cansancio.
El rostro de O'Brien había vuelto a animarse con su fanático entusiasmo. Sabía Winston de antemano
lo que iba a decirle O'Brien que el Partido no buscaba el poder por el poder mismo, sino sólo para el
bienestar de la mayoría. Que le interesaba tener en las manos las riendas porque los hombres de la masa
eran criaturas débiles y cobardes que no podían soportar la libertad ni encararse con la verdad y debían ser
dominados y engañados sistemáticamente por otros hombres más fuertes que ellos. Que la Humanidad sólo
podía escoger entre la libertad y la felicidad, y para la gran masa de la Humanidad era preferible la felicidad.
Que el Partido era el eterno guardián de los débiles, una secta dedicada a hacer el mal para lograr el
bien sacrificando su propia felicidad a la de los demás. Lo terrible, pensó Winston, lo verdaderamente terrible
era que cuando O'Brien le dijera esto, se lo estaría creyendo. No había más que verle la cara. O'Brien lo
sabía todo. Sabía mil veces mejor que Winston cómo era en realidad el mundo, en qué degradación vivía la
masa humana y por medio de qué mentiras y atrocidades la dominaba el Partido. Lo había entendido y pesado
todo y, sin embargo, no importaba: todo lo justificaba él por los fines. ¿Qué va uno a hacer, pensó
Winston, contra un loco que es más inteligente que uno, que le oye a uno pacientemente y que sin embargo
persiste en su locura?
-Nos gobernáis por nuestro propio bien -dijo débilmente-. Creéis que los seres humanos no están capacitados
para gobernarse, y en vista de ello...
Estuvo a punto de gritar. Una punzada de dolor se le había clavado en el cuerpo. O'Brien había presionado
la palanca y la aguja de la esfera marcaba treinta y cinco.
-Eso fue una estupidez, Winston; has dicho una tontería. Debías tener un poco más de sensatez.
Volvió a soltar la palanca y prosiguió:
-Ahora te diré la respuesta a mi pregunta. Se trata de esto: el Partido quiere tener el poder por amor al
poder mismo. No nos interesa el bienestar de los demás; sólo nos interesa el poder. No la riqueza ni el lujo,
ni la longevidad ni la felicidad; sólo el poder, el poder puro. Ahora comprenderás lo que significa el poder
puro. Somos diferentes de todas las oligarquías del pasado porque sabemos lo que estamos haciendo. Todos
los demás, incluso los que se parecían a nosotros, eran cobardes o hipócritas. Los nazis alemanes y los comunistas
rusos se acercaban mucho a nosotros por sus métodos, pero nunca tuvieron el valor de reconocer
sus propios motivos. Pretendían, y quizá lo creían sinceramente, que se habían apoderado de los mandos
contra su voluntad y para un tiempo limitado y que a la vuelta de la esquina, como quien dice, había un
paraíso donde todos los seres humanos serían libres e iguales. Nosotros no somos así. Sabemos que nadie
se apodera del mando con la intención de dejarlo. El poder no es un medio, sino un fin en sí mismo. No se
establece una dictadura para salvaguardar una revolución; se hace la revolución para establecer una- dictadura.
El objeto de la persecución no es más que la persecución misma. La tortura sólo tiene como finalidad
la misma tortura. Y el objeto del poder no es más que el poder. ¿Empiezas a entenderme?
A. Winston le asombraba el cansancio del rostro de O'Brien. Era fuerte, carnoso y brutal, lleno de inteligencia
y de una especie de pasión controlada ante la cual sentíase uno desarmado; pero, desde luego, estaba
cansado. Tenía bolsones bajo los ojos y la piel floja en las mejillas. O'Brien se inclinó sobre él para acercarle
más la cara, para que pudiera verla mejor.
-Estás pensando -le dijo- que tengo la cara avejentada y cansada. Piensas que estoy hablando del poder y
que ni siquiera puedo evitar la decrepitud de mi propio cuerpo.
¿No comprendes, Winston, que el individuo es sólo una célula? El cansancio de la célula supone el vigor
del organismo. ¿Acaso te mueres al cortarte las uñas?
Se apartó del lecho y empezó a pasear con una mano en el bolsillo.
-Somos los sacerdotes del poder -dijo-. El poder es Dios. Pero ahora el poder es sólo una palabra en lo
que a ti respecta. Y ya es hora de que tengas una idea de lo que el poder significa. Primero debes darte
cuenta de que el poder es colectivo. El individuo sólo detenta poder en tanto deja de ser un individuo. Ya
conoces la consigna del Partido: «La libertad es la esclavitud». ¿Se te ha ocurrido pensar que esta frase es
reversible? Sí, la esclavitud es la libertad. El ser humano es derrotado siempre que está solo, siempre que es
libre. Ha de ser así porque todo ser humano está condenado a morir irremisiblemente y la muerte es el mayor
de todos los fracasos; pero si el hombre logra someterse plenamente, si puede escapar de su propia
identidad, si es capaz de fundirse con el Partido de modo que él es el Partido, entonces será todopoderoso e
inmortal. Lo segundo de que tienes que darte cuenta es que el poder es poder sobre seres humanos. Sobre el
cuerpo, pero especialmente sobre el espíritu. El poder sobre la materia..., la realidad externa, como tú la
llamarías..., carece de importancia. Nuestro control sobre la materia es, desde luego, absoluto.
Durante unos momentos olvidó Winston la palanca. Hizo un violento esfuerzo para incorporarse y sólo
consiguió causarse dolor.
Pero, ¿cómo vais a controlar la materia? -exclamó sin poderse contener-. Ni siquiera conseguís controlar
el clima y la ley de la gravedad. Además, existen la enfermedad, el dolor, la muerte...
O'Brien le hizo callar con un movimiento de la mano:
-Controlamos la materia porque controlamos la mente. La realidad está dentro del cráneo. Irás aprendiéndolo
poco a poco, Winston. No hay nada que no podamos conseguir: la invisibilidad, la levitación...
absolutamente todo. Si quisiera, podría flotar ahora sobre el suelo como una pompa de jabón. No lo deseo
porque el Partido no lo desea. Debes librarte de esas ideas decimonónicas sobre las leyes de la Naturaleza.
Somos nosotros quienes dictamos las leyes de la Naturaleza.
-¡No las dictáis! Ni siquiera sois los dueños de este planeta. ¿Qué me dices de Eurasia y Asia Oriental?
Todavía no las habéis conquistado.
-Eso no tiene importancia. Las conquistaremos cuando nos convenga. Y si no las conquistásemos nunca,
¿en qué puede influir eso? Podemos borrarlas de la existencia. Oceanía es el mundo entero.
-Es que el mismo mundo no es más que una pizca de polvo. Y el hombre es sólo una insignificancia.
¿Cuánto tiempo lleva existiendo? La Tierra estuvo deshabitada durante millones de años.
-¡Qué tontería! La Tierra tiene sólo nuestra edad. ¿Cómo va a ser más vieja? No existe sino lo que admite
la conciencia humana.
-Pero las rocas están llenas de huesos de animales desaparecidos, mastodontes y enormes reptiles que vivieron
en la Tierra muchísimo antes de que apareciera el primer hombre.
-¿Has visto alguna vez esos huesos, Winston? Claro que no. Los inventaron los biólogos del siglo xix.
Nada hubo antes del hombre. Y después del hombre, si éste desapareciera definitivamente de la Tierra,
nada habría tampoco. Fuera del hombre no hay nada.
-Es que el universo entero está fuera de nosotros. ¡Piensa en las estrellas! Puedes verlas cuando quieras.
Algunas de ellas están a un millón de años-luz de distancia. Jamás podremos alcanzarlas.
¿Qué son las estrellas? -dijo O'Brien con indiferencia-. Solamente unas bolas de fuego a unos kilómetros
de distancia. Podríamos llegar a ellas si quisiéramos o hacerlas desaparecer, borrarlas de nuestra conciencia.
La Tierra es el centro del universo. El sol y las estrellas giran en torno a ella.
Winston hizo otro movimiento convulsivo. Esca vez no dijo nada. O'Brien prosiguió, como si contestara
a una objeción que le hubiera hecho Winston:
-Desde luego, para ciertos fines es eso verdad. Cuando navegamos por el océano o cuando predecimos un
eclipse, nos puede resultar conveniente dar por cierto que la Tierra gira alrededor del sol y que las estrellas
se encuentran a millones y millones de kilómetros de nosotros. Pero, ¿qué importa eso? ¿Crees que está
fuera de nuestros medios un sistema dual de astronomía? Las estrellas pueden estar cerca o lejos según las
necesitemos. ¿Crees que ésa es tarea difícil para nuestros matemáticos? ¿Has olvidado el doblepensar?
Winston se encogió en el lecho. Dijera lo que dijese, le venía encima la veloz respuesta como un porrazo,
y, sin embargo, sabía -,cabía- que llevaba razón. Seguramente había alguna manera de demostrar que la
creencia de que nada existe fuera de nuestra mente es una absoluta falsedad. ¿No se había demostrado hace
ya mucho tiempo que era una teoría indefendible? Incluso había un nombre para eso, aunque él lo había
olvidado. Una fina sonrisa recorrió los labios de O'Brien, que lo estaba mirando.
-Te digo, Winston, que la metafísica no es tu fuerte. La palabra que tratas de encontrar es solipsismo. Pero
estás equivocado. En este caso no hay solipsismo. En todo caso, habrá solipsismo colectivo, pero eso es
muy diferente; es precisamente lo contrario. En fin, todo esto es una digresión -añadió con tono distino-. El
verdadero poder, el poder por el que tenemos que luchar día y noche, no es poder sobre las cosas, sino sobre
los hombres. -Después de una pausa, asumió de nuevo su aire de maestro de escuela examinando a un
discípulo prometedor-: Vamos a ver, Winston, ¿cómo afirma un hombre su poder sobre otro?
Winston pensó un poco y respondió:
-Haciéndole sufrir.
-Exactamente. Haciéndole sufrir. No basta con la obediencia. Si no sufre, ¿cómo vas á estar seguro de
que obedece tu voluntad y no la suya propia? El poder radica en infligir dolor y humillación. El poder está
en la facultad de hacer pedazos los espíritus y volverlos a construir dándoles nuevas formas elegidas por ti.
¿Empiezas a ver qué clase de mundo estamos creando? Es lo contrario, exactamente lo contrario de esas
estúpidas utopías hedonistas que imaginaron los antiguos reformadores. Un mundo de miedo, de ración y
de tormento, un mundo de pisotear y ser pisoteado, un mundo que se hará cada día más despiadado. El progreso
de nuestro mundo será la consecución de más dolor. Las antiguas civilizaciones sostenían basarse en
el amor o en la justicia. La nuestra se funda en el odio. En nuestro mundo no habrá más emociones que el
miedo, la rabia, el triunfo y el autorebajamiento. Todo lo demás lo destruiremos, todo. Ya estamos suprimiendo
los hábitos mentales que han sobrevivido de antes de la Revolución. Hemos cortado los vínculos
que unían al hijo con el padre, un hombre con otro y al hombre con la mujer. Nadie se fía ya de su esposa,
de su hijo ni de un amigo. Pero en el futuro no habrá ya esposas ni amigos. Los niños se les quitarán a las
madres al nacer, como se les quitan los huevos a la gallina cuando los pone. El instinto sexual será arrancado
donde persista. La procreación consistirá en una formalidad anual como la renovación de la cartilla de
racionamiento. Suprimiremos el orgasmo. Nuestros neurólogos trabajan en ello. No habrá lealtad; no existirá
más fidelidad que la que se debe al Partido, ni más amor que el amor al Gran Hermano. No habrá risa,
excepto la risa triunfal cuando se derrota a un enemigo. No habrá arte, ni literatura, ni ciencia. No habrá ya
distinción entre la belleza y la fealdad. Todos los placeres serán destruidos. Pero siempre, no lo olvides,
Winston, siempre habrá el afán de poder, la sed de dominio, que aumentará constantemente y se hará cada
vez más sutil. Siempre existirá la emoción de la victoria, la sensación de pisotear a un enemigo indefenso.
Si quieres hacerte una idea de cómo será el futuro, figúrate una bota aplastando un rostro humano... incesantemente.
Se calló, como si esperase a que Winston le hablara. Pero éste se encogía más aún. No se le ocurría nada.
Parecía helársele el corazón. O'Brien prosiguió:
-Recuerda que es para siempre. Siempre estará ahí la cara que ha de ser pisoteada. El hereje, el enemigo
de la sociedad, estarán siempre a mano para que puedan ser derrota dos y humillados una y otra vez. Todo
lo que tú has 'sufrido desde que estás en nuestras manos, todo eso continuará sin cesar. El espionaje, las
traiciones, las detenciones, las torturas, las ejecuciones y las desapariciones se producirán continuamente.
Será un mundo de terror a la vez que un mundo triunfal. Mientras más poderoso sea el Partido, menos tolerante
será. A una oposición más débil corresponderá un despotismo más implacable. Goldstein y sus herejías
vivirán siempre. Cada día, a cada momento, serán derrotados, desacreditados, ridiculizados, les escupiremos
encima, y, sin embargo, sobrevivirán siempre. Este drama que yo he representado contigo durante
siete años volverá a ponerse en escena una y otra vez, generación tras generación, cada vez en forma más
sutil. Siempre tendremos al hereje a nuestro albedrío, chillando de dolor, destrozado, despreciable y, al final,
totalmente arrepentido, salvado de sus errores y arrastrándose a nuestros pies por su propia voluntad.
Ese es el mundo que estamos preparando, Winston. Un mundo de victoria tras victoria, de triunfos sin fin,
una presión constante sobre el nervio del poder. Ya veo que empiezas a darte cuenta de cómo será ese
mundo. Pero acabarás haciendo más que comprenderlo. Lo aceptarás, lo acogerás encantado, te convertirás
en parte de él.
Winston había recobrado suficiente energía para hablar:
-¡No podréis conseguirlo! -dijo débilmente.
-¿Qué has querido decir con esas palabras, Winston?
-No podréis crear un mundo como el que has descrito. Eso es un sueño, un imposible.
-¿Por qué?
-Es imposible fundar una civilización sobre el miedo, el odio y la crueldad. No perduraría.
--¿Por qué no?
-No tendría vitalidad. Se desintegraría, se suicidaría. -No seas tonto. Estás bajo la impresión de que el
odio es más agotador que el amor. ¿Por qué va a serlo? Y si lo fuera, ¿qué diferencia habría? Supón que
preferimos gastarnos más pronto. Supón que aceleramos el tempo de la vida humana de modo que los
hombres sean seniles a los treinta años. ¿Qué importaría? ¿No comprendes que la muerte del individuo no
es la muerte? El Partido es inmortal.
Como de costumbre, la voz había vencido a Winston. Además, temía éste que si persistía su desacuerdo
con O'Brien, se moviera de nuevo la aguja. Sin embargo, no podía estarse callado. Apagadamente, sin argumentos,
sin nada en que apoyarse excepto el inarticulado horror que le producía lo que había dicho O'-
Brien, volvió al ataque.
-No sé, no me importa. De un modo o de otro, fracasaréis. Algo os derrotará. La vida os derrotará.
-Nosotros, Winston, controlamos la vida en todos sus niveles. Te figuras que existe algo llamado la naturaleza
humana, que se irritará por lo que hacemos y se volverá contra nosotros. Pero no olvides que nosotros
creamos la naturaleza humana. Los hombres son infinitamente maleables. O quizás hayas vuelto a tu
antigua idea de que los proletarios o los esclavos se levantarán contra nosotros y nos derribarán. Desecha
esa idea. Están indefensos, como animales. La Humanidad es el Partido. Los otros están fuera, son insignificantes.
-No me importa. Al final, os vencerán. Antes o después os verán como sois, y entonces os despedazarán.
-¿Tienes alguna prueba de que eso esté ocurriendo? ¿O quizás alguna razón de que pudiera ocurrir?
-No. Es lo que creo. Sé que fracasaréis. Hay algo en el universo -no sé lo que es: algún espíritu, algún
principiocontra lo que no podréis.
-Acaso crees en Dios, Winston?
-No.
-Entonces, ¿qué principio es ese que ha de vencernos?
-No sé. El espíritu del Hombre.
-¿Y te consideras tú un hombre?
-Sí.
-Si tú eres un hombre, Winston, es que eres el último. Tu especie se ha extinguido; nosotros somos los
herederos. ¿Te das cuenta de que estás solo, absolutamente solo? Te encuentras fuera de la historia, no
existes. -Cambió de tono y de actitud y dijo con dureza-: ¿Te consideras moralmente superior a nosotros
por nuestras mentiras y nuestra crueldad?
-Sí, me considero superior.
O'Brien guardó silencio. Pero en seguida empezaron a hablar otras dos voces. Después de un momento,
Winston reconoció que una de ellas era la suya propia. Era una cinta magnetofónica de la conversación que
había sostenido con O'Brien la noche en que se había alistado en la Hermandad. Se oyó a sí mismo prometiendo
solemnemente mentir, robar, falsificar, asesinar, fomentar el hábito de las drogas y la prostitución,
propagar las enfermedades venéreas y arrojar vitriolo a la cara de un niño. O'Brien hizo un pequeño gesto
de impaciencia, como dando a entender que la demostración casi no merecía la pena. Luego hizo funcionar
un resorte y las voces se detuvieron.
-Levántate de ahí dijo O'Brien.
Las ataduras se habían soltado por sí mismas. Winston se puso en pie con gran dificultad.
-Eres el último hombre -dijo O'Brien-. Eres el guardián del espíritu humano. Ahora te verás como realmente
eres. Desnúdate.
Winston se soltó el pedazo de cuerda que le sostenía el «mono». Había perdido hacía tiempo la cremallera.
No podía recordar si había llegado a desnudarse del todo desde que lo detuvieron. Debajo del «mono»
tenía unos andrajos amarillentos que apenas podían reconocerse como restos de ropa interior. Al caérsele
todo aquello al suelo, vio que había un espejo de tres lunas en la pared del fondo. Se acercó a él y se detuvo
en seco. Se le había escapado un grito involuntario.
-Anda -dijo O'Brien-. Colócate entre las tres lunas. Así te verás también de lado.
Winston estaba aterrado. Una especie de esqueleto muy encorvado y de un color grisáceo andaba hacia
él. La imagen era horrible. Se acercó más al espejo. La cabeza de aquella criatura tan extraña aparecía deformada,
ya que avanzaba con el cuerpo casi doblado. Era una cabeza de presidiario con una frente abultada
y un cráneo totalmente calvo, una nariz retorcida y los pómulos magullados, con unos ojos feroces y
alertas. Las mejillas tenían varios costurones. Desde luego, era la cara de Winston, pero a éste le pareció
que había cambiado aún más por fuera que por dentro. Se había vuelto casi calvo y en un principio creyó
que tenía el pelo cano, pero era que el color de su cuero cabelludo estaba gris. El cuerpo entero, excepto las
manos y la cara, se había vuelto gris como si lo cubriera una vieja capa de polvo. Aquí y allá, bajo la suciedad,
aparecían las cicatrices rojas de las heridas, y cerca del tobillo sus varices formaban una masa inflamada
de, la que se desprendían escamas de piel. Pero lo verdaderamente espantoso era su delgadez. La
cavidad de sus costillas era tan estrecha como la de un esqueleto. Las piernas se le habían encogido de tal
manera que las rodillas eran más gruesas que los muslos. Esto le hizo comprender por qué O'Brien le había
dicho que se viera de lado. La curvatura de la espina dorsal era asombrosa. Los delgados hombros avanzaban
formando un gran hueco en el pecho y el cuello se doblaba bajo el peso del cráneo. De no haber sabido
que era su propio cuerpo, habría dicho Winston que se trataba de un hombre de más de sesenta años aquejado
de alguna terrible enfermedad.
-Has pensado a veces elijo OBrien- que mi cara, la cara de un miembro del Partido Interior, está avejentada
y revela un gran cansancio. ¿Qué piensas contemplando la tuya?
Cogió a Winston por los hombros y le hizo dar la vuelta hasta tenerlo de frente.
-¡Fíjate en qué estado te encuentras! -dijo-. Mira la suciedad que cubre tu cuerpo. ¿Sabes que hueles como
un macho cabrío? Es probable que ya no lo notes. Fíjate en tu horrible delgadez. ¿Ves? Te rodeo el brazo
con el pulgar y el índice. Y podría doblarte el cuello como una remolacha. ¿Sabes que has perdido veinticinco
kilos desde que estás en nuestras manos? Hasta el pelo se te cae a puñados. ¡Mira! -le arrancó un
mechón dé pelo-. Abre la boca. Te quedan nueve, diez, once dientes. ¿Cuántos tenías cuando te detuvimos?
Y los pocos que te quedan se te están cayendo. ¡¡Mira!!
Agarró uno de los dientes de abajo que le quedaban a Winston. Éste sintió un dolor agudísimo que le corrió
por toda la mandíbula. O'Brien se lo había arrancado de cuajo, tirándolo luego al suelo.
Te estás pudriendo, Winston. Te estás desmoronando. ¿Qué eres ahora? Una bolsa llena de porquería.
Mírate otra vez en el espejo. ¿Ves eso que tienes enfrente? Es el último hombre. Si eres humano, ésa es la
Humanidad.. Anda, vístete otra vez.
Winston empezó a vestirse con movimientos lentos y rígidos. Hasta ahora no había notado lo débil que
estaba. Sólo un pensamiento le ocupaba la mente: que debía de llevar en aquel sitio más tiempo de lo que se
figuraba. Entonces, al mirar los miserables andrajos que se habían caído en torno suyo, sintió una enorme
piedad por su pobre cuerpo. Antes de saber lo que estaba haciendo, se había sentado en un taburete junto al
lecho y había roto a llorar. Se daba plena cuenta de su terrible fealdad, de su inutilidad, de que era un montón
de huesos envueltos en trapos sucios que lloraba iluminado por una deslumbrante luz blanca. Pero no
podía contenerse. O'Brien -le puso una mano en el hombro casi con amabilidad.
-Esto no durará siempre -le dijo-. Puedes evitarte todo esto en cuanto quieras. Todo depende de ti.
-¡Tú tienes la culpa! -sollozó Winston-. Tú me convertiste en este guiñapo. .
-No, Winston, has sido tú mismo. Lo aceptaste cuando te pusiste contra el Partido. Todo ello estaba ya
contenido en aquel primer acto de rebeldía. Nada ha ocurrido que tú no hubieras previsto.
Después de una pausa, prosiguió:
Te hemos pegado, Winston; te hemos destrozado. Ya has visto cómo está tu cuerpo. Pues bien, tu espíritu
está en el mismo estado. Has sido golpeado e insultado, has gritado de dolor, te has arrastrado por el suelo
en tu propia sangre, y en tus vómitos has gemido pidiendo misericordia, has traicionado a todos. ¿Crees que
hay alguna degradación en que no hayas caído?
Winston dejó de llorar, aunque seguía teniendo los ojos llenos de lágrimas. Miró a O'Brien.
-No he traicionado a Julia -dijo.
O'Brien lo miró pensativo.
-No, no. Eso es cierto. No has traicionado a Julia.
El corazón de Winston volvió a llenarse de aquella adoración por O'Brien que nada parecía capaz de destruir.
«¡Qué inteligente pensó-, qué inteligente es este hombre!» Nunca dejaba O'Brien de comprender lo
que se le decía. Cualquiera otra persona habría contestado que había traicionado a Julia. ¿No se lo habían
sacado todo bajo tortura? Les había contado absolutamente todo lo que sabía de ella: su carácter, sus costumbres,
su vida pasada; había confesado, dando los más pequeños detalles, todo lo que había ocurrido
entre ellos, todo lo que él había dicho a ella y ella a él, sus comidas, alimentos comprados en el mercado
negro, sus relaciones sexuales, sus vagas conspiraciones contra el Partido... y, sin embargo, en el sentido
que él le daba a la palabra traicionar, no la había traicionado. Es decir, no había dejado de amarla. Sus sentimientos
hacia ella seguían siendo los mismos. O'Brien había entendido lo que él quería decir sin necesidad
de explicárselo.
-Dime -murmuró Winston-, ¿cuándo me matarán?
-A lo mejor, tardan aún mucho tiempo -respondió O'Brien-. Eres un caso difícil. Pero no pierdas la esperanza.
Todos se curan antes o después. Al final, te mataremos.
_
IV
IV
_
Sentíase mucho mejor. Había engordado y cada día estaba más fuerte. Aunque hablar de días no era muy
exacto.
La luz blanca y el zumbido seguían como siempre, pero la nueva celda era un poco más confortable que
las demás en que había estado. La cama tenía una almohada y un colchón y había también un taburete. Lo
habían bañado, permitiéndole lavarse con bastante frecuencia en un barreño de hojalata. Incluso le proporcionaron
agua caliente. Tenía ropa interior nueva y un nuevo «mono». Le curaron las várices vendándoselas
adecuadamente. Le arrancaron el resto de los dientes y le pusieron una dentadura postiza.
Debían de haber pasado varias semanas e incluso meses. Ahora le habría sido posible medir el tiempo si
le hubiera interesado, pues lo alimentaban a intervalos regulares. Calculó que le llevaban tres comidas cada
veinticuatro horas, aunque no estaba seguro si se las llevaban de día o de noche. El alimento era muy bueno,
con carne cada tres comidas. Una vez le dieron también un paquete de cigarrillos. No tenía cerillas,
pero el guardia que le llevaba la comida, y que nunca le hablaba, le daba fuego. La primera vez que intentó
fumar, se mareó, pero perseveró, alargando el paquete mucho tiempo. Fumaba medio cigarrillo después de
cada comida.
Le dejaron una pizarra con un pizarrín atado a un pico. Al principio no lo usó. Se hallaba en un continuo
estado de atontamiento. Con frecuencia se tendía desde una comida hasta la siguiente sin moverse, durmiendo
a ratos y a ratos pensando confusamente. Se había acostumbrado a dormir con una luz muy fuerte
sobre el rostro. La única diferencia que notaba con ello era que sus sueños tenían así más coherencia. Soñaba
mucho y a veces tenía ensueños felices. Se veía en el País Dorado o sentado entre enormes, soleadas y
gloriosas ruinas con su madre, con Julia o con O'Brien, sin hacer nada, sólo tomando el sol y hablando de
temas pacíficos. Al despertarse, pensaba mucho tiempo sobre lo que había soñado. Había perdido la facultad
de esforzarse intelectualmente al desaparecer el estímulo del dolor. No se sentía aburrido ni deseaba
conversar ni distraerse por otro medio. Sólo quería estar aislado, que no le pegaran ni lo interrogaran, tener
bastante comida y estar limpio.
Gradualmente empezó a dormir menos, pero seguía sin desear levantarse de la cama. Su mayor afán era
yacer en calma y sentir cómo se concentraba más energía en su cuerpo. Se tocaba continuamente el cuerpo
para asegurarse de que no era una ilusión suya el que sus músculos se iban redondeando y su piel fortaleciendo.
Por último, vio con alegría que sus muslos eran mucho más gruesos que sus rodillas. Después de
esto, aunque sin muchas ganas al principio, empezó a hacer algún ejercicio con regularidad. Andaba hasta
tres kilómetros seguidos; los medía por los pasos que daba en torno a la celda. La espalda se le iba enderezando.
Intentó realizar ejercicios más complicados, y se asombró, humillado, de la cantidad asombrosa de
cosas que no podía hacer. No podía coger el taburete estirando el brazo ni sostenerse en una sola pierna sin
caerse. Intentó ponerse en cuclillas, pero sintió unos dolores terribles en los muslos y en las pantorrillas. Se
tendió de cara al suelo e intentó levantar el peso del cuerpo con las manos. Fue inútil; no podía elevarse ni
un centímetro. Pero después de unos días más -otras cuantas comidas- incluso eso llegó a realizarlo. Lo
hizo hasta seis veces seguidas. Empezó a enorgullecerse de su cuerpo y a albergar la intermitente ilusión de
que también su cara se le iba normalizando. Pero cuando casualmente se llevaba la mano a su cráneo calvo,
recordaba el rostro cruzado de cicatrices y deformado que había visto aquel día en el espejo. Se le fue activando
el espíritu. Sentado en la cama, con la espalda apoyada en la pared y la pizarra sobre las rodillas, se
dedicó con aplicación a la tarea de reeducarse.
Había capitulado, eso era ya seguro. En realidad -lo comprendía ahora- había estado expuesto a capitular
mucho antes de tomar esa decisión. Desde que le llevaron al Ministerio del Amor -e incluso durante aquellos
minutos en que Julia y él se habían encontrado indefensos espalda contra espalda mientras la voz de
hierro de la telepantalla les ordenaba lo que tenían que hacer- se dio plena cuenta de la superficialidad y
frivolidad de su intento de enfrentarse con el Partido. Sabía ahora que durante siete años lo había vigilado
la Policía del Pensamiento como si fuera un insecto cuyos movimientos se estudian bajo una lupa. Todos
sus actos físicos, todas sus palabras e incluso sus actitudes mentales habían sido registradas o deducidas por
el Partido. Incluso la motita de polvo blanquecino que Winston había dejado sobre la tapa de su diario la
habían vuelto a colocar cuidadosamente en su sitio. Durante los interrogatorios le hicieron oír cintas magnetofónicas
y le mostraron fotografías. Algunas de éstas recogían momentos en que Julia y él habían estado
juntos. Sí, incluso... Ya no podía seguir luchando contra el Partido. Además, el Partido tenía razón. ¿Cómo
iba a equivocarse el cerebro inmortal y colectivo? ¿Con qué normas externas podían comprobarse sus juicios?
La cordura era cuestión de estadística. Sólo había que aprender a pensar como ellos pensaban. ¡¡Claro
que...!
El pizarrín se le hacía extraño entre sus dedos entorpecidos. Empezó a escribir los pensamientos que le
acudían. Primero escribió con grandes mayúsculas:
LA LIBERTAD ES LA ESCLAVITUD
Luego, casi sin detenerse, escribió debajo:
DOS Y DOS SON CINCO
Pero luego sintió cierta dificultad para concentrarse. No recordaba lo que venía después, aunque estaba
seguro de saberlo. Cuando por fin se acordó de ello, fue sólo por un razonamiento. No fue espontáneo. Escribió:
EL PODER ES DIOS
Lo aceptaba todo. El pasado podía ser alterado. El pasado nunca había sido alterado. Oceanía estaba en
guerra con Asia Oriental. Oceanía había estado siempre en guerra con Asia Oriental. Jones, Aaronson y
Rutherford eran culpables de los crímenes de que se les acusó. Nunca había visto la fotografía que probaba
su inocencia. Esta foto no había existido nunca, la había inventado él. Recordó haber pensado lo contrario,
pero estos eran falsos recuerdos, productos de un autoengaño. ¡Qué fácil era todo! Rendirse, y lo demás
venía por sí solo. Era como andar contra una corriente que le echaba a uno hacia atrás por mucho que luchara
contra ella, y luego, de pronto, se decidiera uno a volverse y nadar a favor de la corriente. Nada
habría cambiado sino la propia actitud. Apenas sabía Winston por qué se había revelado. ¡Todo era tan fácil,
excepto...!
Todo podía ser verdad. Las llamadas leyes de la Naturaleza eran tonterías. La ley de la gravedad era una
imbecilidad. «Si yo quisiera -había dicho O'Brien-, podría flotar sobre este suelo como una pompa de jabón.
» Winston desarrolló esta idea: «Si él cree que está flotando sobre el suelo y yo simultáneamente creo
que estoy viéndolo flotar, ocurre efectivamente». De repente, como un madero de un naufragio que se suelta
y emerge en la superficie, le acudió este pensamiento: «No ocurre en realidad. Lo imaginamos. Es una
alucinación». Aplastó en el acto este pensamiento levantisco. Su error era evidente porque presuponía que
en algún sitio existía un mundo real donde ocurrían cosas reales. ¿Cómo podía existir un mundo semejante?
¿Qué conocimiento tenemos de nada si no es a través de nuestro propio espíritu? Todo ocurre en la mente y
sólo lo que allí sucede tiene una realidad.
No tuvo dificultad para eliminar estos engañosos pensamientos; no se vio en verdadero peligro de sucumbir
a ellos. Sin embargo, pensó que nunca debían habérsele ocurrido. Su cerebro debía lanzar una mancha
que tapara cualquier pensamiento peligroso al menor intento de asomarse a la conciencia. Este proceso
había de ser automático, instintivo. En neolengua se le llamaba paracrimen. Era el freno de cualquier acto
delictivo.
Se entrenó en el paracrimen. Se planteaba proposiciones como éstas: «El Partido dice que la tierra no es
redonda», y se ejercitaba en no entender los argumentos que contradecían a esta proposición. No era fácil.
Había que tener una gran facultad para improvisar y razonar. Por ejemplo, los problemas aritméticos derivados
de la afirmación dos y dos son cinco requerían una preparación intelectual de la que él carecía. Además
para ello se necesitaba una mentalidad atlética, por decirlo así. La habilidad de emplear la lógica en un
determinado momento y en el siguiente desconocer los más burdos errores lógicos. Era tan precisa la estupidez
como la inteligencia y tan difícil de conseguir.
Durante todo este tiempo, no dejaba de preguntarse con un rincón de su cerebro cuánto tardarían en matarlo.
«Todo depende de tí>, le había dicho O'Brien, pero Winston sabía muy bien que no podía abreviar
ese plazo con ningún acto consciente. Podría tardar diez minutos o diez años. Podían tenerlo muchos años
aislado, mandarlo a un campo de trabajos forzados o soltarlo durante algún tiempo, como solían hacer. Era
perfectamente posible que antes de matarlo le hicieran representar de nuevo todo el drama de su detención,
interrogatorios, etc. Lo cierto era que la muerte nunca llegaba en un momento esperado. La tradición -no la
tradición oral, sino un conocimiento difuso que le hacía a uno estar seguro de ello aunque no lo hubiera
oído nunca era que le mataban a uno por detrás de un tiro en la nuca. Un tiro que llegaba sin aviso cuando
le llevaban a uno de celda en celda por un pasillo.
Un día cayó en una ensoñación extraña. Se veía a sí mismo andando por un corredor en espera del disparo.
Sabía que dispararían de un momento a otro. Todo estaba ya arreglado, se había reconciliado plenamente
con el Partido. No más dudas ni más discusiones; no más dolor ni miedo. Tenía el cuerpo saludable y
fuerte. Andaba con gusto, contento de moverse él solo. Ya no iba por los estrechos y largos pasillos del
Ministerio del Amor, sino por un pasadizo de enorme anchura iluminado por el sol, un corredor de un kilómetro
de anchura por, el cual había transitado ya en aquel delirio que le produjeron las drogas. Se hallaba
en el País Dorado siguiendo unas huellas en los pastos roídos por los conejos. Sentía el muelle césped bajo
sus pies y la dulce tibieza del sol. Al borde del campo había unos olmos cuyas hojas se movían levemente y
algo más allá corría el arroyo bajo los sauces.
De pronto se despertó horrorizado. Le sudaba todo el cuerpo. Se había oído a sí mismo gritando:
-¡Julia! ¡Julia! !Julia! ¡Amor mío! Julia.
Durante un momento había tenido una impresionante alucinación de su presencia. No sólo parecía que
Julia estaba con él, sino dentro de él. Era como si la joven tuviera su misma piel. En aquel momento la
había querido más que nunca. Además, sabía que se encontraba viva y necesitaba de su ayuda.
Se tumbó en la cama y trató de tranquilizarse. ¿Qué había hecho? ¿Cuántos años de servidumbre se había
echado encima por aquel momento de debilidad?
Al cabo de unos instantes oiría los pasos de las botas. Era imposible que dejaran sin castigar aquel estallido.
Ahora sabrían, si no lo sabían ya antes, que él había roto el convenio tácito que tenía con ellos. Obedecía
al Partido, pero seguía odiándolo. Antes ocultaba un espíritu herético bajo una apariencia conformista.
Ahora había retrocedido otro paso: en su espíritu se había rendido, pero con la esperanza de mantener
inviolable lo esencial de su corazón, Winston sabía que estaba equivocado, pero prefería que su error
hubiera salido a la superficie de un modo tan evidente. O'Brien lo comprendería. Aquellas estúpidas exclamaciones
habían sido una excelente confesión.
Tendría que empezar de nuevo. Aquello iba a durar años y años. Se pasó una mano por la cara procurando
familiarizarse con su nueva forma. Tenía profundas arrugas en las mejillas, los pómulos angulosos y la
nariz aplastada. Además, desde la última vez en que se vio en el espejo tenía una dentadura postiza completa.
No era fácil conservar la inescrutabilidad cuando no se sabía la cara que tenía uno. En todo caso no bastaba
el control de las facciones. Por primera vez se dio cuenta de que la mejor manera de ocultar un secreto
es ante todo ocultárselo a uno mismo. De entonces en adelante no sólo debía pensar rectamente, sino sentir
y hasta soñar con rectitud, y todo el tiempo debería encerrar su odio en su interior como una especie de
pelota que formaba parte de sí mismo y que sin embargo estuviera desconectada del resto de su persona;
algo así como un quiste.
Algún día decidirían matarlo. Era imposible saber cuándo ocurriría, pero unos segundos antes podría adivinarse.
Siempre lo mataban a uno por la espalda mientras andaba por un pasillo. Pero le bastarían diez
segundos. Y entonces, de repente, sin decir una palabra, sin que se notara en los pasos que aún diera, sin
alterar el gesto... podría tirar el camuflaje, y ¡bang!, soltar las baterías de su odio. Sí, en esos segundos anteriores
a su muerte, todo su ser se convertiría en una enorme llamarada de odio. Y casi en el mismo instante
¡bang!, llegaría la bala, demasiado tarde, o quizá demasiado pronto. Le habrían destrozado el cerebro antes
de que pudieran considerarlo de ellos. El pensamiento herético quedaría impune. No se habría arrepentido,
quedaría para siempre fuera del alcance de esa gente. Con el tiro habrían abierto un agujero en esa perfección
de que se vanagloriaban. Morir odiándolos, ésa era la libertad.
Cerró los ojos. Su nueva tarea era más difícil que cualquier disciplina intelectual. Tenía primero que degradarse,
que mutilarse. Tenía que hundirse en lo más sucio. ¿Qué era lo más horrible, lo que a él le causaba
más repugnancia del Partido? Pensó en el Gran Hermano. Su enorme rostro (por verlo constantemente
en los carteles de propaganda se lo imaginaba siempre de un metro de anchura), con sus enormes bigotes
negros y los ojos que le seguían a uno a todas partes, era la imagen que primero se presentaba a su mente.
¿Cuáles eran sus verdaderos sentimientos hacia el Gran Hermano?
En el pasillo sonaron las pesadas botas. La puerta de acero se abrió con estrépito. OBrien entró en la celda.
Detrás de él venían el oficial de cara de cera y los guardias de negros uniformes.
-Levántate elijo OBrien-. Ven aquí.
Winston se acercó a él. O'Brien lo cogió por los hombros con sus enormes manazas y lo miró fijamente:
-Has pensado engañarme -le dijo-. Ha sido una tontería por tu parte. Ponte más derecho y mírame a la cara.
Después de unos minutos de silencio, prosiguió en tono más suave:
-Estás mejorando. Intelectualmente estás ya casi bien del todo. Sólo fallas en lo emocional. Dime, Winston,
y recuerda que no puedes mentirme; sabes muy bien que descubro todas tus mentiras. Dime: ¿cuáles
son los verdaderos sentimientos que te inspira el Gran Hermano?
-Lo odio.
-¿Lo odias? Bien. Entonces ha llegado el momento de aplicarte el último medio. Tienes que amar al Gran
Hermano. No basta que le obedezcas; tienes que amarlo.
Empujó delicadamente a Winston hacia los guardias.
-Habitación 101 -dijo.
Sentíase mucho mejor. Había engordado y cada día estaba más fuerte. Aunque hablar de días no era muy
exacto.
La luz blanca y el zumbido seguían como siempre, pero la nueva celda era un poco más confortable que
las demás en que había estado. La cama tenía una almohada y un colchón y había también un taburete. Lo
habían bañado, permitiéndole lavarse con bastante frecuencia en un barreño de hojalata. Incluso le proporcionaron
agua caliente. Tenía ropa interior nueva y un nuevo «mono». Le curaron las várices vendándoselas
adecuadamente. Le arrancaron el resto de los dientes y le pusieron una dentadura postiza.
Debían de haber pasado varias semanas e incluso meses. Ahora le habría sido posible medir el tiempo si
le hubiera interesado, pues lo alimentaban a intervalos regulares. Calculó que le llevaban tres comidas cada
veinticuatro horas, aunque no estaba seguro si se las llevaban de día o de noche. El alimento era muy bueno,
con carne cada tres comidas. Una vez le dieron también un paquete de cigarrillos. No tenía cerillas,
pero el guardia que le llevaba la comida, y que nunca le hablaba, le daba fuego. La primera vez que intentó
fumar, se mareó, pero perseveró, alargando el paquete mucho tiempo. Fumaba medio cigarrillo después de
cada comida.
Le dejaron una pizarra con un pizarrín atado a un pico. Al principio no lo usó. Se hallaba en un continuo
estado de atontamiento. Con frecuencia se tendía desde una comida hasta la siguiente sin moverse, durmiendo
a ratos y a ratos pensando confusamente. Se había acostumbrado a dormir con una luz muy fuerte
sobre el rostro. La única diferencia que notaba con ello era que sus sueños tenían así más coherencia. Soñaba
mucho y a veces tenía ensueños felices. Se veía en el País Dorado o sentado entre enormes, soleadas y
gloriosas ruinas con su madre, con Julia o con O'Brien, sin hacer nada, sólo tomando el sol y hablando de
temas pacíficos. Al despertarse, pensaba mucho tiempo sobre lo que había soñado. Había perdido la facultad
de esforzarse intelectualmente al desaparecer el estímulo del dolor. No se sentía aburrido ni deseaba
conversar ni distraerse por otro medio. Sólo quería estar aislado, que no le pegaran ni lo interrogaran, tener
bastante comida y estar limpio.
Gradualmente empezó a dormir menos, pero seguía sin desear levantarse de la cama. Su mayor afán era
yacer en calma y sentir cómo se concentraba más energía en su cuerpo. Se tocaba continuamente el cuerpo
para asegurarse de que no era una ilusión suya el que sus músculos se iban redondeando y su piel fortaleciendo.
Por último, vio con alegría que sus muslos eran mucho más gruesos que sus rodillas. Después de
esto, aunque sin muchas ganas al principio, empezó a hacer algún ejercicio con regularidad. Andaba hasta
tres kilómetros seguidos; los medía por los pasos que daba en torno a la celda. La espalda se le iba enderezando.
Intentó realizar ejercicios más complicados, y se asombró, humillado, de la cantidad asombrosa de
cosas que no podía hacer. No podía coger el taburete estirando el brazo ni sostenerse en una sola pierna sin
caerse. Intentó ponerse en cuclillas, pero sintió unos dolores terribles en los muslos y en las pantorrillas. Se
tendió de cara al suelo e intentó levantar el peso del cuerpo con las manos. Fue inútil; no podía elevarse ni
un centímetro. Pero después de unos días más -otras cuantas comidas- incluso eso llegó a realizarlo. Lo
hizo hasta seis veces seguidas. Empezó a enorgullecerse de su cuerpo y a albergar la intermitente ilusión de
que también su cara se le iba normalizando. Pero cuando casualmente se llevaba la mano a su cráneo calvo,
recordaba el rostro cruzado de cicatrices y deformado que había visto aquel día en el espejo. Se le fue activando
el espíritu. Sentado en la cama, con la espalda apoyada en la pared y la pizarra sobre las rodillas, se
dedicó con aplicación a la tarea de reeducarse.
Había capitulado, eso era ya seguro. En realidad -lo comprendía ahora- había estado expuesto a capitular
mucho antes de tomar esa decisión. Desde que le llevaron al Ministerio del Amor -e incluso durante aquellos
minutos en que Julia y él se habían encontrado indefensos espalda contra espalda mientras la voz de
hierro de la telepantalla les ordenaba lo que tenían que hacer- se dio plena cuenta de la superficialidad y
frivolidad de su intento de enfrentarse con el Partido. Sabía ahora que durante siete años lo había vigilado
la Policía del Pensamiento como si fuera un insecto cuyos movimientos se estudian bajo una lupa. Todos
sus actos físicos, todas sus palabras e incluso sus actitudes mentales habían sido registradas o deducidas por
el Partido. Incluso la motita de polvo blanquecino que Winston había dejado sobre la tapa de su diario la
habían vuelto a colocar cuidadosamente en su sitio. Durante los interrogatorios le hicieron oír cintas magnetofónicas
y le mostraron fotografías. Algunas de éstas recogían momentos en que Julia y él habían estado
juntos. Sí, incluso... Ya no podía seguir luchando contra el Partido. Además, el Partido tenía razón. ¿Cómo
iba a equivocarse el cerebro inmortal y colectivo? ¿Con qué normas externas podían comprobarse sus juicios?
La cordura era cuestión de estadística. Sólo había que aprender a pensar como ellos pensaban. ¡¡Claro
que...!
El pizarrín se le hacía extraño entre sus dedos entorpecidos. Empezó a escribir los pensamientos que le
acudían. Primero escribió con grandes mayúsculas:
LA LIBERTAD ES LA ESCLAVITUD
Luego, casi sin detenerse, escribió debajo:
DOS Y DOS SON CINCO
Pero luego sintió cierta dificultad para concentrarse. No recordaba lo que venía después, aunque estaba
seguro de saberlo. Cuando por fin se acordó de ello, fue sólo por un razonamiento. No fue espontáneo. Escribió:
EL PODER ES DIOS
Lo aceptaba todo. El pasado podía ser alterado. El pasado nunca había sido alterado. Oceanía estaba en
guerra con Asia Oriental. Oceanía había estado siempre en guerra con Asia Oriental. Jones, Aaronson y
Rutherford eran culpables de los crímenes de que se les acusó. Nunca había visto la fotografía que probaba
su inocencia. Esta foto no había existido nunca, la había inventado él. Recordó haber pensado lo contrario,
pero estos eran falsos recuerdos, productos de un autoengaño. ¡Qué fácil era todo! Rendirse, y lo demás
venía por sí solo. Era como andar contra una corriente que le echaba a uno hacia atrás por mucho que luchara
contra ella, y luego, de pronto, se decidiera uno a volverse y nadar a favor de la corriente. Nada
habría cambiado sino la propia actitud. Apenas sabía Winston por qué se había revelado. ¡Todo era tan fácil,
excepto...!
Todo podía ser verdad. Las llamadas leyes de la Naturaleza eran tonterías. La ley de la gravedad era una
imbecilidad. «Si yo quisiera -había dicho O'Brien-, podría flotar sobre este suelo como una pompa de jabón.
» Winston desarrolló esta idea: «Si él cree que está flotando sobre el suelo y yo simultáneamente creo
que estoy viéndolo flotar, ocurre efectivamente». De repente, como un madero de un naufragio que se suelta
y emerge en la superficie, le acudió este pensamiento: «No ocurre en realidad. Lo imaginamos. Es una
alucinación». Aplastó en el acto este pensamiento levantisco. Su error era evidente porque presuponía que
en algún sitio existía un mundo real donde ocurrían cosas reales. ¿Cómo podía existir un mundo semejante?
¿Qué conocimiento tenemos de nada si no es a través de nuestro propio espíritu? Todo ocurre en la mente y
sólo lo que allí sucede tiene una realidad.
No tuvo dificultad para eliminar estos engañosos pensamientos; no se vio en verdadero peligro de sucumbir
a ellos. Sin embargo, pensó que nunca debían habérsele ocurrido. Su cerebro debía lanzar una mancha
que tapara cualquier pensamiento peligroso al menor intento de asomarse a la conciencia. Este proceso
había de ser automático, instintivo. En neolengua se le llamaba paracrimen. Era el freno de cualquier acto
delictivo.
Se entrenó en el paracrimen. Se planteaba proposiciones como éstas: «El Partido dice que la tierra no es
redonda», y se ejercitaba en no entender los argumentos que contradecían a esta proposición. No era fácil.
Había que tener una gran facultad para improvisar y razonar. Por ejemplo, los problemas aritméticos derivados
de la afirmación dos y dos son cinco requerían una preparación intelectual de la que él carecía. Además
para ello se necesitaba una mentalidad atlética, por decirlo así. La habilidad de emplear la lógica en un
determinado momento y en el siguiente desconocer los más burdos errores lógicos. Era tan precisa la estupidez
como la inteligencia y tan difícil de conseguir.
Durante todo este tiempo, no dejaba de preguntarse con un rincón de su cerebro cuánto tardarían en matarlo.
«Todo depende de tí>, le había dicho O'Brien, pero Winston sabía muy bien que no podía abreviar
ese plazo con ningún acto consciente. Podría tardar diez minutos o diez años. Podían tenerlo muchos años
aislado, mandarlo a un campo de trabajos forzados o soltarlo durante algún tiempo, como solían hacer. Era
perfectamente posible que antes de matarlo le hicieran representar de nuevo todo el drama de su detención,
interrogatorios, etc. Lo cierto era que la muerte nunca llegaba en un momento esperado. La tradición -no la
tradición oral, sino un conocimiento difuso que le hacía a uno estar seguro de ello aunque no lo hubiera
oído nunca era que le mataban a uno por detrás de un tiro en la nuca. Un tiro que llegaba sin aviso cuando
le llevaban a uno de celda en celda por un pasillo.
Un día cayó en una ensoñación extraña. Se veía a sí mismo andando por un corredor en espera del disparo.
Sabía que dispararían de un momento a otro. Todo estaba ya arreglado, se había reconciliado plenamente
con el Partido. No más dudas ni más discusiones; no más dolor ni miedo. Tenía el cuerpo saludable y
fuerte. Andaba con gusto, contento de moverse él solo. Ya no iba por los estrechos y largos pasillos del
Ministerio del Amor, sino por un pasadizo de enorme anchura iluminado por el sol, un corredor de un kilómetro
de anchura por, el cual había transitado ya en aquel delirio que le produjeron las drogas. Se hallaba
en el País Dorado siguiendo unas huellas en los pastos roídos por los conejos. Sentía el muelle césped bajo
sus pies y la dulce tibieza del sol. Al borde del campo había unos olmos cuyas hojas se movían levemente y
algo más allá corría el arroyo bajo los sauces.
De pronto se despertó horrorizado. Le sudaba todo el cuerpo. Se había oído a sí mismo gritando:
-¡Julia! ¡Julia! !Julia! ¡Amor mío! Julia.
Durante un momento había tenido una impresionante alucinación de su presencia. No sólo parecía que
Julia estaba con él, sino dentro de él. Era como si la joven tuviera su misma piel. En aquel momento la
había querido más que nunca. Además, sabía que se encontraba viva y necesitaba de su ayuda.
Se tumbó en la cama y trató de tranquilizarse. ¿Qué había hecho? ¿Cuántos años de servidumbre se había
echado encima por aquel momento de debilidad?
Al cabo de unos instantes oiría los pasos de las botas. Era imposible que dejaran sin castigar aquel estallido.
Ahora sabrían, si no lo sabían ya antes, que él había roto el convenio tácito que tenía con ellos. Obedecía
al Partido, pero seguía odiándolo. Antes ocultaba un espíritu herético bajo una apariencia conformista.
Ahora había retrocedido otro paso: en su espíritu se había rendido, pero con la esperanza de mantener
inviolable lo esencial de su corazón, Winston sabía que estaba equivocado, pero prefería que su error
hubiera salido a la superficie de un modo tan evidente. O'Brien lo comprendería. Aquellas estúpidas exclamaciones
habían sido una excelente confesión.
Tendría que empezar de nuevo. Aquello iba a durar años y años. Se pasó una mano por la cara procurando
familiarizarse con su nueva forma. Tenía profundas arrugas en las mejillas, los pómulos angulosos y la
nariz aplastada. Además, desde la última vez en que se vio en el espejo tenía una dentadura postiza completa.
No era fácil conservar la inescrutabilidad cuando no se sabía la cara que tenía uno. En todo caso no bastaba
el control de las facciones. Por primera vez se dio cuenta de que la mejor manera de ocultar un secreto
es ante todo ocultárselo a uno mismo. De entonces en adelante no sólo debía pensar rectamente, sino sentir
y hasta soñar con rectitud, y todo el tiempo debería encerrar su odio en su interior como una especie de
pelota que formaba parte de sí mismo y que sin embargo estuviera desconectada del resto de su persona;
algo así como un quiste.
Algún día decidirían matarlo. Era imposible saber cuándo ocurriría, pero unos segundos antes podría adivinarse.
Siempre lo mataban a uno por la espalda mientras andaba por un pasillo. Pero le bastarían diez
segundos. Y entonces, de repente, sin decir una palabra, sin que se notara en los pasos que aún diera, sin
alterar el gesto... podría tirar el camuflaje, y ¡bang!, soltar las baterías de su odio. Sí, en esos segundos anteriores
a su muerte, todo su ser se convertiría en una enorme llamarada de odio. Y casi en el mismo instante
¡bang!, llegaría la bala, demasiado tarde, o quizá demasiado pronto. Le habrían destrozado el cerebro antes
de que pudieran considerarlo de ellos. El pensamiento herético quedaría impune. No se habría arrepentido,
quedaría para siempre fuera del alcance de esa gente. Con el tiro habrían abierto un agujero en esa perfección
de que se vanagloriaban. Morir odiándolos, ésa era la libertad.
Cerró los ojos. Su nueva tarea era más difícil que cualquier disciplina intelectual. Tenía primero que degradarse,
que mutilarse. Tenía que hundirse en lo más sucio. ¿Qué era lo más horrible, lo que a él le causaba
más repugnancia del Partido? Pensó en el Gran Hermano. Su enorme rostro (por verlo constantemente
en los carteles de propaganda se lo imaginaba siempre de un metro de anchura), con sus enormes bigotes
negros y los ojos que le seguían a uno a todas partes, era la imagen que primero se presentaba a su mente.
¿Cuáles eran sus verdaderos sentimientos hacia el Gran Hermano?
En el pasillo sonaron las pesadas botas. La puerta de acero se abrió con estrépito. OBrien entró en la celda.
Detrás de él venían el oficial de cara de cera y los guardias de negros uniformes.
-Levántate elijo OBrien-. Ven aquí.
Winston se acercó a él. O'Brien lo cogió por los hombros con sus enormes manazas y lo miró fijamente:
-Has pensado engañarme -le dijo-. Ha sido una tontería por tu parte. Ponte más derecho y mírame a la cara.
Después de unos minutos de silencio, prosiguió en tono más suave:
-Estás mejorando. Intelectualmente estás ya casi bien del todo. Sólo fallas en lo emocional. Dime, Winston,
y recuerda que no puedes mentirme; sabes muy bien que descubro todas tus mentiras. Dime: ¿cuáles
son los verdaderos sentimientos que te inspira el Gran Hermano?
-Lo odio.
-¿Lo odias? Bien. Entonces ha llegado el momento de aplicarte el último medio. Tienes que amar al Gran
Hermano. No basta que le obedezcas; tienes que amarlo.
Empujó delicadamente a Winston hacia los guardias.
-Habitación 101 -dijo.
_
V
V
_
En cada etapa de su encarcelamiento había sabido Winston -o creyó saber- hacia dónde se hallaba,
aproximadamente, en el enorme edificio sin ventanas. Probablemente, había pequeñas diferencias en la
presión del aire. Las celdas donde los guardias lo habían golpeado estaban bajo el nivel del suelo. La habitación
donde O'Brien lo había interrogado estaba cerca del techo. Este lugar de ahora estaba a muchos metros
bajo tierra. Lo más profundo a que se podía llegar.
Era mayor que casi todas las celdas donde había estado. Pero Winston no se fijó más que en dos mesitas
ante él, cada una de ellas cubierta con gamuza verde. Una de ellas estaba sólo a un metro o dos de él y la
otra más lejos, cerca de la puerta. Winston había sido atado a una silla tan fuerte que no se podía mover en
absoluto, ni siquiera podía mover la cabeza que le tenía sujeta por detrás una especie de almohadilla obligándole
a mirar de frente.
Se quedó sólo un momento. Luego se abrió la puerta y entró O'Brien.
-Me preguntaste una vez qué había en la habitación 101. Te dije que ya lo sabías. Todos lo saben. Lo que
hay en la habitación 101 es lo peor del mundo.
La puerta volvió a abrirse. Entró un guardia que llevaba algo, un objeto hecho de alambres, algo así como
una caja o una cesta. La colocó sobre la mesa próxima a la puerta: a causa de la posición de O'Brien, no
podía Winston ver lo que era aquello.
-Lo peor del mundo -continuó O'Brien- varía de individuo a individuo. Puede ser que le entierren vivo o
morir quemado, o ahogado o de muchas otras maneras. A, veces se trata de una cosa sin importancia, que ni
siquiera es mortal, pero que para el individuo es lo peor del mundo.
Se había apartado un poco de modo que Winston pudo ver mejor lo que había en la mesa. Era una jaula
alargada con un asa arriba para llevarla. En la parte delantera había algo que parecía una careta de esgrima
con la parte cóncava hacia afuera. Aunque estaba a tres o cuatro metros de él pudo ver que la jaula se dividía
a lo largo en dos departamentos y que algo se movía dentro de cada uno de ellos. Eran ratas.
-En tu caso -dijo O'Brien-, lo peor del mundo son las ratas.
Winston, en cuanto entrevió al principio la jaula, sintió un temblor premonitorio, un miedo a no sabía
qué. Pero ahora, al comprender para qué servía aquella careta de alambre, parecían deshacérsele los intestinos.
-No puedes hacer eso! -gritó con voz descompuesta-. !Es imposible! !No puedes hacerme eso!
Recuerdas -dijo O'Brien- el momento de pánico que surgía repetidas veces en tus sueños? Había frente a
ti un muro de negrura y en los oídos te vibraba un fuerte zumbido. Al otro lado del muro había algo terrible.
Sabías que sabías lo que era, pero no te atrevías a sacarlo a tu consciencia. Pues bien, lo que había al otro
lado del muro eran ratas.
-¡O'Brien! dijo Winston, haciendo un esfuerzo para controlar su voz-. Sabes muy bien que esto no es necesario.
¿Qué quieres que diga?
O'Brien no contestó directamente. Había hablado con su característico estilo de maestro de escuela. Miró
pensativo al vacío, como si estuviera dirigiéndose a un público que se encontraba detrás de Winston.
-El dolor no basta siempre. Hay ocasiones en que un ser humano es capaz de resistir el dolor incluso hasta
bordear la muerte. Pero para todos hay algo que no puede soportarse, algo tan inaguantable que ni siquiera
se puede pensar en ello. No se trata de valor ni de cobardía. Si te estás cayendo desde una gran altura, no
es cobardía que te agarres a una cuerda que encuentres a tu caída. Si subes a la superficie desde el fondo de
un río, no es cobardía llenar de aire los pulmones. Es sólo un instinto que no puede ser desobedecido. Lo
mismo te ocurre ahora con las ratas. Para ti son lo más intolerable del mundo, constituyen una presión que
no puedes resistir aunque te esfuerces en ello. Por eso las ratas te harán hacer lo que se te pide.
-Pero, ¿de qué se trata? ¿Cómo puedo hacerlo si no sé lo que es?
O'Brien levantó la jaula y la puso en la mesa más próxima a Winston, colocándola cuidadosamente sobre
la gamuza. Winston podía oírse la sangre zumbándole en los oídos. Se sentía más abandonado que nunca.
Estaba en medio de una gran llanura solitaria, un inmenso desierto quemado por el sol y le llegaban todos
los sonidos desde distancias inconmensurables. Sin embargo, la jaula de las ratas estaba sólo a dos metros
de él. Eran ratas enormes. Tenían esa edad en que el hocico de las ratas se vuelve hiriente y feroz y su piel
es parda en vez de gris.
-La rata -dijo O'Brien, que seguía dirigiéndose a su público invisible-, a pesar de ser un roedor, es carnívora.
Tú lo sabes. Habrás oído lo que suele ocurrir en los barrios pobres de nuestra ciudad. En algunas calles,
las mujeres no se atreven a dejar a sus niños solos en las casas ni siquiera cinco minutos. Las ratas los
atacan, y bastaría muy poco tiempo para que sólo quedaran de ellos los huesos. También atacan a los enfermos
y a los moribundos. Demuestran poseer una asombrosa inteligencia para conocer cuándo está indefenso
un ser humano.
Las ratas chillaban en su jaula. Winston las oía como desde una gran distancia. Las ratas luchaban entre
ellas; querían alcanzarse a través de la división de alambre. Oyó también un profundo y desesperado gemido.
Ese gemido era suyo.
OBrien levantó la jaula y, al hacerlo, apretó algo sobre ella. Era un resorte. Winston hizo un frenético esfuerzo
por desligarse de la silla. Era inútil: todas las partes de su cuerpo, incluso su cabeza, estaban inmovilizadas
perfectamente. O'Brien le acercó más la jaula. La tenía Winston a menos de un metro de su cara.
-He apretado el primer resorte --dijo O'Brien-. Supongo que comprenderás cómo está construida esta jaula.
La careta se adaptará a tu cabeza, sin dejar salida alguna. Cuando yo apriete el otro resorte, se levantará
el cierre de la jaula. Estos bichos, locos de hambre, se lanzarán contra ti como balas. ¿Has visto alguna vez
cómo se lanza una rata por el aire? Así te saltarán a la cara. A veces atacan primero a los ojos. Otras veces
se abren paso a través de las mejillas y devoran la lengua.
La jaula se acercaba; estaba ya junto a él. Winston oyó una serie de chillidos que parecían venir de encima
de su cabeza. Luchó furiosamente contra su propio pánico. Pensar, pensar, aunque sólo fuera medio
segundo..., pensar era la única esperanza. De pronto, el asqueroso olor de las ratas le 3io en el olfato como
si hubiera recibido un tremendo golpe. Sintió violentas náuseas y casi perdió el conocimiento. Todo lo veía
negro. Durante unos instantes se convirtió en un loco, en un animal que chillaba desesperadamente. Sin embargo,
de esas tinieblas fue naciendo una idea. Sólo había una manera de salvarse. Debía interponer a otro
ser humano, el cuero de otro ser humano entre las ratas y él.
El círculo que ajustaba la careta era lo bastante ancho para taparle la visión de todo lo que no fuera la
puertecita de alambre situada a dos palmos de su cara. Las ratas sabían lo que iba a pasar ahora. Una de
ellas saltaba alocada, mientras que la otra, mucho más vieja, se apoyaba con sus patas rosadas y husmeaba
con ferocidad. Winston veía sus patillas y sus dientes amarillos. Otra vez se apoderó de él un negro pánico.
Estaba ciego, desesperado, con el cerebro vacío.
-Era un castigo muy corriente en la China imperial dijo O'Brien, tan didáctico como siempre.
La careta le apretaba la cara. El alambre le arañaba las mejillas. Luego..., no, no fue alivio, sino sólo esperanza,
un diminuto fragmento de esperanza. Demasiado tarde, quizás fuese ya demasiado tarde. Pero
había comprendido de pronto que en todo el mundo sólo había una persona a la que pudiese transferir su
castigo, un cuerpo que podía arrojar entre las ratas y él. Y empezó a gritar una y otra vez, frenéticamente:
-¡Házselo a Julia! ¡Házselo a Julia! ¡A mí, no! ¡A Julia! No me importa lo que le hagas a ella. Desgárrale
la cara, descoyúntale los huesos. ¡Pero a mí, no! ¡A Julia! ¡A mí, no!
Caía hacia atrás hundiéndose en enormes abismos, alejándose de las ratas a vertiginosa velocidad. Estaba
todavía atado a la silla, pero había pasado a través del suelo, de los muros del edificio, de la tierra, de los
océanos, e iba lanzado por la atmósfera en los espacios interestelares, alejándose sin cesar de las ratas... Se
encontraba ya a muchos años-luz de distancia, pero O'Brien estaba aún a su lado. Todavía le apretaba el
alambre en las mejillas. Pero en la oscuridad que lo envolvía oyó otro chasquido metálico y sabía que el
primer resorte había vuelto a funcionar y la jaula no había llegado a abrirse.
En cada etapa de su encarcelamiento había sabido Winston -o creyó saber- hacia dónde se hallaba,
aproximadamente, en el enorme edificio sin ventanas. Probablemente, había pequeñas diferencias en la
presión del aire. Las celdas donde los guardias lo habían golpeado estaban bajo el nivel del suelo. La habitación
donde O'Brien lo había interrogado estaba cerca del techo. Este lugar de ahora estaba a muchos metros
bajo tierra. Lo más profundo a que se podía llegar.
Era mayor que casi todas las celdas donde había estado. Pero Winston no se fijó más que en dos mesitas
ante él, cada una de ellas cubierta con gamuza verde. Una de ellas estaba sólo a un metro o dos de él y la
otra más lejos, cerca de la puerta. Winston había sido atado a una silla tan fuerte que no se podía mover en
absoluto, ni siquiera podía mover la cabeza que le tenía sujeta por detrás una especie de almohadilla obligándole
a mirar de frente.
Se quedó sólo un momento. Luego se abrió la puerta y entró O'Brien.
-Me preguntaste una vez qué había en la habitación 101. Te dije que ya lo sabías. Todos lo saben. Lo que
hay en la habitación 101 es lo peor del mundo.
La puerta volvió a abrirse. Entró un guardia que llevaba algo, un objeto hecho de alambres, algo así como
una caja o una cesta. La colocó sobre la mesa próxima a la puerta: a causa de la posición de O'Brien, no
podía Winston ver lo que era aquello.
-Lo peor del mundo -continuó O'Brien- varía de individuo a individuo. Puede ser que le entierren vivo o
morir quemado, o ahogado o de muchas otras maneras. A, veces se trata de una cosa sin importancia, que ni
siquiera es mortal, pero que para el individuo es lo peor del mundo.
Se había apartado un poco de modo que Winston pudo ver mejor lo que había en la mesa. Era una jaula
alargada con un asa arriba para llevarla. En la parte delantera había algo que parecía una careta de esgrima
con la parte cóncava hacia afuera. Aunque estaba a tres o cuatro metros de él pudo ver que la jaula se dividía
a lo largo en dos departamentos y que algo se movía dentro de cada uno de ellos. Eran ratas.
-En tu caso -dijo O'Brien-, lo peor del mundo son las ratas.
Winston, en cuanto entrevió al principio la jaula, sintió un temblor premonitorio, un miedo a no sabía
qué. Pero ahora, al comprender para qué servía aquella careta de alambre, parecían deshacérsele los intestinos.
-No puedes hacer eso! -gritó con voz descompuesta-. !Es imposible! !No puedes hacerme eso!
Recuerdas -dijo O'Brien- el momento de pánico que surgía repetidas veces en tus sueños? Había frente a
ti un muro de negrura y en los oídos te vibraba un fuerte zumbido. Al otro lado del muro había algo terrible.
Sabías que sabías lo que era, pero no te atrevías a sacarlo a tu consciencia. Pues bien, lo que había al otro
lado del muro eran ratas.
-¡O'Brien! dijo Winston, haciendo un esfuerzo para controlar su voz-. Sabes muy bien que esto no es necesario.
¿Qué quieres que diga?
O'Brien no contestó directamente. Había hablado con su característico estilo de maestro de escuela. Miró
pensativo al vacío, como si estuviera dirigiéndose a un público que se encontraba detrás de Winston.
-El dolor no basta siempre. Hay ocasiones en que un ser humano es capaz de resistir el dolor incluso hasta
bordear la muerte. Pero para todos hay algo que no puede soportarse, algo tan inaguantable que ni siquiera
se puede pensar en ello. No se trata de valor ni de cobardía. Si te estás cayendo desde una gran altura, no
es cobardía que te agarres a una cuerda que encuentres a tu caída. Si subes a la superficie desde el fondo de
un río, no es cobardía llenar de aire los pulmones. Es sólo un instinto que no puede ser desobedecido. Lo
mismo te ocurre ahora con las ratas. Para ti son lo más intolerable del mundo, constituyen una presión que
no puedes resistir aunque te esfuerces en ello. Por eso las ratas te harán hacer lo que se te pide.
-Pero, ¿de qué se trata? ¿Cómo puedo hacerlo si no sé lo que es?
O'Brien levantó la jaula y la puso en la mesa más próxima a Winston, colocándola cuidadosamente sobre
la gamuza. Winston podía oírse la sangre zumbándole en los oídos. Se sentía más abandonado que nunca.
Estaba en medio de una gran llanura solitaria, un inmenso desierto quemado por el sol y le llegaban todos
los sonidos desde distancias inconmensurables. Sin embargo, la jaula de las ratas estaba sólo a dos metros
de él. Eran ratas enormes. Tenían esa edad en que el hocico de las ratas se vuelve hiriente y feroz y su piel
es parda en vez de gris.
-La rata -dijo O'Brien, que seguía dirigiéndose a su público invisible-, a pesar de ser un roedor, es carnívora.
Tú lo sabes. Habrás oído lo que suele ocurrir en los barrios pobres de nuestra ciudad. En algunas calles,
las mujeres no se atreven a dejar a sus niños solos en las casas ni siquiera cinco minutos. Las ratas los
atacan, y bastaría muy poco tiempo para que sólo quedaran de ellos los huesos. También atacan a los enfermos
y a los moribundos. Demuestran poseer una asombrosa inteligencia para conocer cuándo está indefenso
un ser humano.
Las ratas chillaban en su jaula. Winston las oía como desde una gran distancia. Las ratas luchaban entre
ellas; querían alcanzarse a través de la división de alambre. Oyó también un profundo y desesperado gemido.
Ese gemido era suyo.
OBrien levantó la jaula y, al hacerlo, apretó algo sobre ella. Era un resorte. Winston hizo un frenético esfuerzo
por desligarse de la silla. Era inútil: todas las partes de su cuerpo, incluso su cabeza, estaban inmovilizadas
perfectamente. O'Brien le acercó más la jaula. La tenía Winston a menos de un metro de su cara.
-He apretado el primer resorte --dijo O'Brien-. Supongo que comprenderás cómo está construida esta jaula.
La careta se adaptará a tu cabeza, sin dejar salida alguna. Cuando yo apriete el otro resorte, se levantará
el cierre de la jaula. Estos bichos, locos de hambre, se lanzarán contra ti como balas. ¿Has visto alguna vez
cómo se lanza una rata por el aire? Así te saltarán a la cara. A veces atacan primero a los ojos. Otras veces
se abren paso a través de las mejillas y devoran la lengua.
La jaula se acercaba; estaba ya junto a él. Winston oyó una serie de chillidos que parecían venir de encima
de su cabeza. Luchó furiosamente contra su propio pánico. Pensar, pensar, aunque sólo fuera medio
segundo..., pensar era la única esperanza. De pronto, el asqueroso olor de las ratas le 3io en el olfato como
si hubiera recibido un tremendo golpe. Sintió violentas náuseas y casi perdió el conocimiento. Todo lo veía
negro. Durante unos instantes se convirtió en un loco, en un animal que chillaba desesperadamente. Sin embargo,
de esas tinieblas fue naciendo una idea. Sólo había una manera de salvarse. Debía interponer a otro
ser humano, el cuero de otro ser humano entre las ratas y él.
El círculo que ajustaba la careta era lo bastante ancho para taparle la visión de todo lo que no fuera la
puertecita de alambre situada a dos palmos de su cara. Las ratas sabían lo que iba a pasar ahora. Una de
ellas saltaba alocada, mientras que la otra, mucho más vieja, se apoyaba con sus patas rosadas y husmeaba
con ferocidad. Winston veía sus patillas y sus dientes amarillos. Otra vez se apoderó de él un negro pánico.
Estaba ciego, desesperado, con el cerebro vacío.
-Era un castigo muy corriente en la China imperial dijo O'Brien, tan didáctico como siempre.
La careta le apretaba la cara. El alambre le arañaba las mejillas. Luego..., no, no fue alivio, sino sólo esperanza,
un diminuto fragmento de esperanza. Demasiado tarde, quizás fuese ya demasiado tarde. Pero
había comprendido de pronto que en todo el mundo sólo había una persona a la que pudiese transferir su
castigo, un cuerpo que podía arrojar entre las ratas y él. Y empezó a gritar una y otra vez, frenéticamente:
-¡Házselo a Julia! ¡Házselo a Julia! ¡A mí, no! ¡A Julia! No me importa lo que le hagas a ella. Desgárrale
la cara, descoyúntale los huesos. ¡Pero a mí, no! ¡A Julia! ¡A mí, no!
Caía hacia atrás hundiéndose en enormes abismos, alejándose de las ratas a vertiginosa velocidad. Estaba
todavía atado a la silla, pero había pasado a través del suelo, de los muros del edificio, de la tierra, de los
océanos, e iba lanzado por la atmósfera en los espacios interestelares, alejándose sin cesar de las ratas... Se
encontraba ya a muchos años-luz de distancia, pero O'Brien estaba aún a su lado. Todavía le apretaba el
alambre en las mejillas. Pero en la oscuridad que lo envolvía oyó otro chasquido metálico y sabía que el
primer resorte había vuelto a funcionar y la jaula no había llegado a abrirse.
_
VI
VI
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El Nogal estaba casi vacío. Un rayo de sol entraba por una ventana y caía, amarillento, sobre las polvorientas
mesas. Era la solitaria hora de las quince. Las telepantallas emitían una musiquilla ligera.
Winston, sentado en su rincón de costumbre, contemplaba un vaso vacío. De vez en cuando levantaba la
mirada a la cara que le miraba fijamente desde la pared de enfrente. EL GRAN HERMANO TE VIGILA,
decía el letrero. Sin que se lo pidiera, un camarero se acercó a llenarle el vaso con ginebra de la Victoria,
echándole también unas cuantas gotas de otra botella que tenía un tubito atravesándole el tapón. Era sacarina
aromatizada con clavo, la especialidad de la casa.
Winston escuchaba la telepantalla. Sólo emitía música, pero había la posibilidad de que de un momento a
otro diera su comunicado el Ministerio de la Paz. Las noticias del frente africano eran muy intranquilizadoras.
Winston había estado muy preocupado todo el día por esto. Un ejército eurasiático (Oceanía estaba en
perra con Eurasia; Oceanía había estado siempre en guerra con Eurasia) avanzaba hacia el sur con aterradora
velocidad. El comunicado de mediodía no se había referido a. ninguna zona concreta, pero probablemente
a aquellas horas se lucharía ya en la desembocadura del Congo. Brazzaville y Leopoldville estaban en
peligro. No había que mirar ningún mapa para saber lo que esto significaba. No era sólo cuestión de perder
el África central. Por primera vez en la guerra, el territorio de Oceanía se veía amenazado.
Una violenta emoción, no exactamente miedo, sino una especie de excitación indiferenciada, se apoderó
de él, para luego desaparecer. Dejó de pensar en la guerra. En aquellos días no podía fijar el pensamiento
en ningún tema más que unos momentos. Se bebió el vaso de un golpe. Como siempre, le hizo estremecerse
e incluso sentir algunas arcadas.
El líquido era horrible. El clavo y la sacarina, ya de por sí repugnantes, no podían suprimir el aceitoso
sabor de la ginebra, y lo peor de todo era que el olor de la ginebra, que le acompañaba día y noche, iba inseparablemente
unido en su mente con el olor de aquellas…
Nunca las nombraba, ni siquiera en sus más recónditos pensamientos. Era algo de que Winston tenía una
confusa conciencia, un olor que llevaba siempre pegado a la nariz. La ginebra le hizo eructar. Había engordado
desde que lo soltaron, recobrando su antiguo buen color, que incluso se le había intensificado. Tenía
las facciones más bastas, la piel de la nariz y de los pómulos era rojiza y rasposa, e incluso su calva tenía un
tono demasiado colorado. Un camarero, también sin que él se lo hubiera pedido, le trajo el tablero de ajedrez
y el número del Times correspondiente a aquel día, doblado de manera que estuviese a la vista el problema
de ajedrez. Luego, viendo que el vaso de Winston estaba vacío, le trajo la botella de ginebra y lo
llenó. No había que pedir nada. Los camareros conocían las costumbres de Winston. El tablero de ajedrez
le esperaba siempre, y siempre le reservaban la mesa del rincón. Aunque el café estuviera lleno, tenía aquella
mesa libre, pues nadie quería que lo vieran sentado demasiado cerca de él. Nunca se preocupaba de contar
sus bebidas. A intervalos irregulares le presentaban un papel sucio que le decían era la cuenta, pero
Winston tenía la impresión de que siempre le cobraban más de lo debido. No le importaba. Ahora siempre
le sobraba dinero. Le habían dado un cargo, una ganga donde cobraba mucho más que en su antigua colocación.
La música de la telepantalla se interrumpió y sonó una voz. Winston levantó la cabeza para escuchar. Pero
no era un comunicado del frente; sólo un breve anuncio del Ministerio de la Abundancia. En el trimestre
pasado, ya en el décimo Plan Trienal, la cantidad de cordones para los zapatos que se pensó producir había
sido sobrepasada en un noventa y ocho por ciento.
Estudió el problema de ajedrez y colocó las piezas. Era un final ingenioso. «Juegan las blancas y mate en
dos jugadas.» Winston miró el retrato del Gran Hermano. Las blancas siempre ganan, pensó con un confuso
misticismo. Siempre, sin excepción; está dispuesto así. En ningún problema de ajedrez, desde el principio
del mundo, han ganado las negras ninguna vez. ¿Acaso no simbolizan las blancas el invariable triunfo del
Bien sobre el Mal? El enorme rostro miraba a Winston con su poderosa calma. Las blancas siempre ganan.
La voz de la telepantalla se interrumpió y añadió en un tono diferente y mucho más grave: «Estad preparados
para escuchar un importante comunicado a las quince treinta. ¡Quince treinta! Son noticias de la mayor
importancia. Cuidado con no perdérselas. ¡Quince treinta!». La musiquilla volvió a sonar.
A Winston le latió el corazón con más rapidez. Sena el comunicado del frente; su instinto le dijo que
habría malas noticias. Durante todo el día había pensado con excitación en la posible derrota aplastante en
África. Le parecía estar viendo al ejército eurasiático cruzando la frontera que nunca había sido violada y
derramándose por aquellos territorios de Oceanía como una columna de hormigas. ¿Cómo no había sido
posible atacarlos por el flanco de algún modo? Recordaba con toda exactitud el dibujo de la costa occidental
africana. Cogió una pieza y la movió en el ajedrez. Aquél era el sitio adecuado. Pero a la vez que veía la
horda negra avanzando hacia el Sur, vio también otra fuerza, misteriosamente reunida, que de repente había
cortado por la retaguardia todas las comunicaciones terrestres y marítimas del enemigo. Sentía Winston
como si por la fuerza de su voluntad estuviera dando vida a esos ejércitos salvadores. Pero había que actuar
con rapidez. Si el enemigo dominaba toda el África, si lograban tener aeródromos y bases de submarinos en
El Cabo, cortarían a Oceanía en dos. Esto podía significarlo todo: la derrota, una nueva división del mundo,
la destrucción del Partido. Winston respiró hondamente. Sentía una extraordinaria mezcla de sentimientos,
pero en realidad no era una mezcla, sino una sucesión de capas o estratos de sentimientos en que no se sabía
cuál era la capa predominante.
Le pasó aquel sobresalto. Volvió a poner la pieza en su sitio, pero por un instante no pudo concentrarse
en el problema de ajedrez. Sus pensamientos volvieron a vagar. Casi conscientemente trazó con su dedo en
el polvo de la mesa:
2+2=
«Dentro de ti no pueden entrar nunca», le había dicho Julia. Pues, sí, podían penetrar en uno. «Lo que te
ocurre aquí es para siempre», le había dicho O'Brien. Eso era verdad. Había cosas, los actos propios, de las
que no era posible rehacerse. Algo moría en el interior de la persona; algo se quemaba, se cauterizaba.
Winston la había visto, incluso había hablado con ella. Ningún peligro había en esto. Winston sabía instintivamente
que ahora casi no se interesaban por lo que él hacía. Podía haberse citado con ella si lo hubiera
deseado. Esa única vez se habían encontrado por casualidad. Fue en el Parque, un día muy desagradable de
marzo en que la tierra parecía hierro y toda la hierba había muerto. Winston andaba rápidamente contra el
viento, con las manos heladas y los ojos acuosos, cuando la vio a menos de diez metros de distancia. En
seguida le sorprendió que había cambiado de un modo indefinible. Se cruzaron sin hacerse la menor señal.
Él se volvió y la siguió, pero sin un interés desmedido. Sabía que ya no había peligro, que nadie se interesaba
por ellos. Julia no le hablaba. Siguió andando en dirección oblicua sobre el césped, como si tratara
de librarse de él, y luego pareció resignarse a llevarlo a su lado. Por fin, llegaron bajo unos arbustos pelados
que no podían servir ni para esconderse ni para protegerse del viento. Allí se detuvieron. Hacía un frío molestísimo.
El viento silbaba entre las ramas. Winston le rodeó la cintura con un brazo.
No había telepantallas, pero debía de haber micrófonos ocultos. Además, podían verlos desde cualquier
parte. No importaba; nada importaba. Podrían haberse echado sobre el suelo y hacer eso si hubieran querido.
Su carne se estremeció de horror tan sólo al pensarlo. Ella no respondió cuando la agarró del brazo, ni
siquiera intentó desasirse. Ya sabía Winston lo que había cambiado en ella. Tenía el rostro más demacrado
y una larga cicatriz, oculta en parte por el cabello, le cruzaba la frente y la sien; pero el verdadero cambio
no radicaba en eso. Era que la cintura se le había ensanchado mucho y toda ella estaba rígida. Recordó
Winston como una vez después de la explosión de una bomba cohete había ayudado a sacar un cadáver de
entre unas ruinas y le había asombrado no sólo su increíble peso, sino su rigidez y lo difícil que resultaba
manejarlo, de modo que más parecía piedra que carne. El cuerpo de Julia le producía ahora la misma sensación.
Se le ocurrió pensar que la piel de esta mujer sería ahora de una contextura diferente.
No intentó besarla ni hablaron. Cuando marchaban juntos-por el césped, lo miró Julia a la cara por primera
vez. Fue sólo una mirada fugaz, llena de desprecio y de repugnancia. Se preguntó Winston si esta adversión
procedía sólo de sus relaciones pasadas, o si se la inspiraba también su desfigurado rostro y el agüilla
que le salía de los ojos. Sentáronse en dos sillas de hierro uno al lado del otro, pero no demasiado juntos.
Winston notó que Julia estaba a punto de hablar. Movió unos cuantos centímetros el basto zapato y aplastó
con él una rama. Su pie parecía ahora más grande, pensó Winston. Julia, por fin, dijo sólo esto:
Te traicioné.
-Yo también te traicioné -dijo él.
Julia lo miró otra vez con disgusto. Y dijo:
-A veces te amenazan con algo..., algo que no puedes soportar, que ni siquiera puedes imaginarte sin
temblar. Y entonces dices: «No me lo hagas a mí, házselo a otra persona, a Fulano de Tal». Y quizá pretendas,
más adelante, que fue sólo un truco y que lo dijiste únicamente para que dejaran de martirizarte y que
no lo pensabas de verdad. Pero, no. Cuando ocurre eso se desea de verdad y se desea que a la otra persona
se lo hicieran. Crees entonces que no hay otra manera de salvarte y estás dispuesto a salvarte así. Deseas de
todo corazón que eso tan terrible le ocurra a la otra persona y no a ti. No te importa en absoluto lo que pueda
sufrir. Sólo te importas entonces tú mismo.
-Sólo te importas entonces tú mismo -repitió Winston como un eco.
Y después de eso no puedes ya sentir por la otra persona lo mismo que antes.
No -dijo él-; no se siente lo mismo.
No parecían tener más que decirse. El viento les pegaba a los cuerpos sus ligeros «monos». A los pocos
instantes les producía una sensación embarazosa seguir allí callados. Además, hacía demasiado frío para
estarse quietos. Julia dijo algo sobre que debía coger el Metro y se levantó para marcharse. Tenemos que
vernos otro día -dijo Winston.
Sí, tenemos que vernos -dijo ella.
Winston, irresoluto, la siguió un poco. Iba a unos pasos detrás de ella. No volvieron a hablar. Aunque Julia
no le dijo que se apartara, andaba muy rápida para evitar que fuese junto a ella. Winston se había decidido
a acompañarla a la estación del Metro, pero de repente se le hizo un mundo tener que andar con tanto
frío. Le parecía que aquello no tenía sentido. No era tanto el deseo de apartarse de Julia como el de regresar
al café lo que le impulsaba, pues nunca le había atraído tanto El Nogal como en este momento. Tenía una
visión nostálgica de su mesa del rincón, con el periódico, el ajedrez y la ginebra que fluía sin cesar. Sobre
todo, allí haría calor. Por eso, poco después y no sólo accidentalmente, se dejó separar de ella por una pequeña
aglomeración de gente. Hizo un desganado intento de volver a seguirla, pero disminuyó el paso y se
volvió, marchando en dirección opuesta. Cinco metros más allá se volvió a mirar. No había demasiada circulación,
pero ya no podía distinguirla. Julia podría haber sido cualquiera de doce figuras borrosas que se
apresuraban en dirección al Metro. Es posible que no pudiera reconocer ya su cuerpo tan deformado.
«Cuando ocurre eso, se desea de verdad», y él lo había pensado en serio. No solamente lo había dicho,
sino que lo había deseado. Había deseado que fuera ella y no él quien tuviera que soportar a las...
Se produjo un sutil cambio en la música que brotaba de la telepantalla. Apareció una nota humorística,
«la nota amarilla». Una voz -quizá no estuviera sucediendo de verdad, sino que fuera sólo un recuerdo que
tomase forma de sonido- cantaba:
Bajo el Nogal de las ramas extendidas
yo te vendí y tú me vendiste.
Winston tenía los ojos más lacrimosos que de costumbre. Un camarero que pasaba junto a él vio que tenía
vacío el vaso y volvió a llenárselo de la botella de ginebra.
Winston olió el líquido. Aquello estaba más repugnante cuanto más lo bebía, pero era el elemento en que
él nadaba. Era su vida, su muerte y su resurrección. La ginebra lo hundía cada noche en un sopor animal, y
también era la ginebra lo que le hacía revivir todas las mañanas. Al despertarse -rara vez antes de las oncecon
los párpados pegajosos, una boca pastosa y la espalda -que parecía habérsele partido- le habría sido
imposible echarse abajo de la cama si no hubiera tenido siempre en la mesa de noche la botella de ginebra y
una taza. Durante la mañana se quedaba escuchando la telepantalla con una expresión pétrea y la botella
siempre a mano. Desde las quince hasta la hora de cerrar, se pasaba todo el tiempo en El Nogal. Nadie se
preocupaba de lo que hiciera, no le despertaba ningún silbato ni le dirigía advertencias la telepantalla. Dos
veces a la semana iba a un despacho polvoriento, que parecía un rincón olvidado, en el Ministerio de la
Verdad, y trabajaba un poco, si a aquello podía llamársele trabajo. Había sido nombrado miembro de un
subcomité de otro subcomité que dependía de uno de los innumerables subcomités que se ocupaban de las
dificultades de menos importancia planteadas por la preparación de la onceava edición del Diccionario de
Neolengua. En aquel despacho se dedicaban a redactar algo que llamaban el informe provisional, pero
Winston nunca había llegado a enterarse de qué tenían que informar. Tenía alguna relación con la cuestión
de si las comas deben ser colocadas dentro o fuera de las comillas. Había otros cuatro en el subcomité, todos
en situación semejante a la de Winston. Algunos días se marchaban apenas se habían reunido después
de reconocer sinceramente que no había nada-que hacer. Pero otros días se ponían a trabajar casi con encarnizamiento
haciendo grandes alardes de aprovechamiento del tiempo redactando largos informes que
nunca terminaban. En esas ocasiones discutían sobre cual era el asunto sobre cuya discusión se les había
encargado y esto les llevaba a complicadas argumentaciones y sutiles distingos con interminables digresiones,
peleas, amenazas e incluso recurrían a las autoridades superiores. Pero de pronto parecía retirárseles la
vida y se quedaban inmóviles en torno a la mesa mirándose unos a otros con ojos apagados como fantasmas
que se esfuman con el canto del gallo.
La telepantalla estuvo un momento silenciosa. Winston levantó la cabeza otra vez. ¡El comunicado! Pero
no, sólo era un cambio de música. Tenía el mapa de África detrás de los párpados, el movimiento de los
ejércitos que él imaginaba era este diagrama; una flecha negra dirigiéndose verticalmente hacia el Sur y una
flecha blanca en dirección horizontal, hacia el Este, cortando la cola de la primera. Como para darse ánimos,
miró el imperturbable rostro del retrato, ¿Podía concebirse que la segunda flecha no existiera?
Volvió a aflojársele el interés. Bebió más ginebra, cogió la pieza blanca e hizo un intento de jugada. Pero
no era aquélla la jugada acertada, porque...
Sin quererlo, le flotó en la memoria un recuerdo. Vio una habitación iluminada por la luz de una vela con
una gran cama de madera clara y él, un chico de nueve o diez años que estaba sentado en el suelo agitando
un cubilete de dados y riéndose excitado. Su madre estaba sentada frente a él y también se reía. Aquello
debió de ocurrir un mes antes de desaparecer ella. Fueron unos momentos de reconciliación en que Winston
no sentía aquel hambre imperiosa y le había vuelto temporalmente el cariño por su madre. Recordaba bien
aquel día, un día húmedo de lluvia continua. El agua chorreaba monótona por los cristales de las ventanas y
la luz del interior era demasiado débil para leer. El aburrimiento de los dos niños en la triste habitación era
insoportable. Winston gimoteaba, pedía inútilmente que le dieran de comer, recorría la habitación revolviéndolo
todo y dando patadas hasta que los vecinos tuvieron que protestar. Mientras, su hermanita lloraba
sin parar. Al final le dijo su madre: «Sé bueno y te compraré un juguete.' Sí, un juguete precioso que te gustará
mucho». Y había salido a pesar de la lluvia para ir a unos almacenes que estaban abiertos a esa hora y
volvió con una caja de cartón conteniendo el juego llamado «De las serpientes y las escaleras». Era muy
modesto. El cartón estaba rasgado y los pequeños dados de madera, tan mal cortados que apenas se sostenían.
Winston recordaba el olor a humedad del cartón. Había mirado el juego de mal humor. No le interesaba
gran cosa. Pero entonces su madre encendió una vela y se sentaron en el suelo a jugar. Jugaron ocho veces
ganando cuatro cada uno. La hermanita, demasiado pequeña para comprender de qué trataba el juego, miraba
y se reía porque los veía reír a ellos dos.. Habían pasado la tarde muy contentos, como cuando él era
más pequeño.
Apartó de su mente estas-imágenes. Era un falso recuerdo. De vez en cuando le asaltaban falsos recuerdos.
Esto no importaba mientras que se supiera lo que era. Winston volvió a fijar la atención en el tablero
de ajedrez, pero casi en el mismo instante dio un salto como si lo hubieran pinchado con un alfiler.
Un agudo trompetazo perforó el aire:' Era el comunicado, ¡victoria!; siempre significaba victoria la llamada
de la trompeta antes de las noticias. Una especie de corriente eléctrica recorrió a todos los que se
hallaban en el café. Hasta los camareros se sobresaltaron y aguzaron el oído.
La trompeta había dado paso a un enorme volumen de ruido. Una voz excitada gritaba en la telepantalla,
pero apenas había empezado fue ahogada por una espantosa algarabía en las calles. La noticia se había difundido
como por arte de magia. Winston había oído lo bastante para saber que todo había sucedido como
él lo había previsto: una inmensa armada, reunida secretamente, un golpe repentino a la retaguardia del
enemigo, la flecha blanca destrozando la cola de la flecha negra. Entre el estruendo se destacaban trozos de
frases triunfales: «Amplia maniobra estratégica... perfecta coordinación... tremenda derrota... medio millón
de prisioneros... completa desmoralización... controlamos el África entera... La guerra se acerca a su final...
victoria... la mayor victoria en la historia de la Humanidad. !Victoria, victoria, victoria!».
Bajo la mesa, los pies de Winston hacían movimientos convulsivos. No se había movido de su asiento,
pero mentalmente estaba corriendo, corriendo a vertiginosa velocidad, se mezclaba con la multitud, gritaba
hasta ensordecer. Volvió a mirar el retrato del Gran Hermano. ¡Aquél era el coloso que dominaba el mundo!
¡La roca contra la cual se estrellaban en vano las hordas asiáticas! Recordó que sólo hada diez minutos
-sí, diez minutos tan sólo- todavía se equivocaba su corazón al dudar si las noticias del frente serían de victoria
o de derrota. ¡Ah, era más que un ejército eurasiático lo que había perecido! Mucho había cambiado
en él desde aquel primer día en el Ministerio del Amor, pero hasta ahora no se había producido la cicatrización
final e indispensable, el cambio salvador. La voz de la telepantalla seguía enumerando el botín, la matanza,
los prisioneros, pero la gritería callejera había amainado un poco. Los camareros volvían a su trabajo.
Uno de ellos acercó la botella de ginebra. Winston, sumergido en su feliz ensueño, no prestó atención
mientras le llenaban el vaso. Ya no se veía corriendo ni gritando, sino de regreso al Ministerio del Amor,
con todo olvidado, con el alma blanca como la nieve. Estaba confesándolo todo en un proceso público,
comprometiendo a todos. Marchaba por un claro pasillo con la sensación de andar al sol y un guardia armado
lo seguía. La bala tan esperada penetraba por fin en su cerebro.
Contempló el enorme rostro. Le había costado cuarenta años saber qué clase de sonrisa era aquella oculta
bajo el bigote negro. !Qué cruel e inútil incomprensión! !Qué tozudez , la suya exilándose a sí mismo de
aquel corazón amante! Dos lágrimas, perfumadas de ginebra, le resbalaron por las mejillas. Pero ya todo
estaba arreglado, todo alcanzaba la perfección, la lucha había terminado. Se había vencido a sí mismo definitivamente.
Amaba al Gran Hermano.
_
El Nogal estaba casi vacío. Un rayo de sol entraba por una ventana y caía, amarillento, sobre las polvorientas
mesas. Era la solitaria hora de las quince. Las telepantallas emitían una musiquilla ligera.
Winston, sentado en su rincón de costumbre, contemplaba un vaso vacío. De vez en cuando levantaba la
mirada a la cara que le miraba fijamente desde la pared de enfrente. EL GRAN HERMANO TE VIGILA,
decía el letrero. Sin que se lo pidiera, un camarero se acercó a llenarle el vaso con ginebra de la Victoria,
echándole también unas cuantas gotas de otra botella que tenía un tubito atravesándole el tapón. Era sacarina
aromatizada con clavo, la especialidad de la casa.
Winston escuchaba la telepantalla. Sólo emitía música, pero había la posibilidad de que de un momento a
otro diera su comunicado el Ministerio de la Paz. Las noticias del frente africano eran muy intranquilizadoras.
Winston había estado muy preocupado todo el día por esto. Un ejército eurasiático (Oceanía estaba en
perra con Eurasia; Oceanía había estado siempre en guerra con Eurasia) avanzaba hacia el sur con aterradora
velocidad. El comunicado de mediodía no se había referido a. ninguna zona concreta, pero probablemente
a aquellas horas se lucharía ya en la desembocadura del Congo. Brazzaville y Leopoldville estaban en
peligro. No había que mirar ningún mapa para saber lo que esto significaba. No era sólo cuestión de perder
el África central. Por primera vez en la guerra, el territorio de Oceanía se veía amenazado.
Una violenta emoción, no exactamente miedo, sino una especie de excitación indiferenciada, se apoderó
de él, para luego desaparecer. Dejó de pensar en la guerra. En aquellos días no podía fijar el pensamiento
en ningún tema más que unos momentos. Se bebió el vaso de un golpe. Como siempre, le hizo estremecerse
e incluso sentir algunas arcadas.
El líquido era horrible. El clavo y la sacarina, ya de por sí repugnantes, no podían suprimir el aceitoso
sabor de la ginebra, y lo peor de todo era que el olor de la ginebra, que le acompañaba día y noche, iba inseparablemente
unido en su mente con el olor de aquellas…
Nunca las nombraba, ni siquiera en sus más recónditos pensamientos. Era algo de que Winston tenía una
confusa conciencia, un olor que llevaba siempre pegado a la nariz. La ginebra le hizo eructar. Había engordado
desde que lo soltaron, recobrando su antiguo buen color, que incluso se le había intensificado. Tenía
las facciones más bastas, la piel de la nariz y de los pómulos era rojiza y rasposa, e incluso su calva tenía un
tono demasiado colorado. Un camarero, también sin que él se lo hubiera pedido, le trajo el tablero de ajedrez
y el número del Times correspondiente a aquel día, doblado de manera que estuviese a la vista el problema
de ajedrez. Luego, viendo que el vaso de Winston estaba vacío, le trajo la botella de ginebra y lo
llenó. No había que pedir nada. Los camareros conocían las costumbres de Winston. El tablero de ajedrez
le esperaba siempre, y siempre le reservaban la mesa del rincón. Aunque el café estuviera lleno, tenía aquella
mesa libre, pues nadie quería que lo vieran sentado demasiado cerca de él. Nunca se preocupaba de contar
sus bebidas. A intervalos irregulares le presentaban un papel sucio que le decían era la cuenta, pero
Winston tenía la impresión de que siempre le cobraban más de lo debido. No le importaba. Ahora siempre
le sobraba dinero. Le habían dado un cargo, una ganga donde cobraba mucho más que en su antigua colocación.
La música de la telepantalla se interrumpió y sonó una voz. Winston levantó la cabeza para escuchar. Pero
no era un comunicado del frente; sólo un breve anuncio del Ministerio de la Abundancia. En el trimestre
pasado, ya en el décimo Plan Trienal, la cantidad de cordones para los zapatos que se pensó producir había
sido sobrepasada en un noventa y ocho por ciento.
Estudió el problema de ajedrez y colocó las piezas. Era un final ingenioso. «Juegan las blancas y mate en
dos jugadas.» Winston miró el retrato del Gran Hermano. Las blancas siempre ganan, pensó con un confuso
misticismo. Siempre, sin excepción; está dispuesto así. En ningún problema de ajedrez, desde el principio
del mundo, han ganado las negras ninguna vez. ¿Acaso no simbolizan las blancas el invariable triunfo del
Bien sobre el Mal? El enorme rostro miraba a Winston con su poderosa calma. Las blancas siempre ganan.
La voz de la telepantalla se interrumpió y añadió en un tono diferente y mucho más grave: «Estad preparados
para escuchar un importante comunicado a las quince treinta. ¡Quince treinta! Son noticias de la mayor
importancia. Cuidado con no perdérselas. ¡Quince treinta!». La musiquilla volvió a sonar.
A Winston le latió el corazón con más rapidez. Sena el comunicado del frente; su instinto le dijo que
habría malas noticias. Durante todo el día había pensado con excitación en la posible derrota aplastante en
África. Le parecía estar viendo al ejército eurasiático cruzando la frontera que nunca había sido violada y
derramándose por aquellos territorios de Oceanía como una columna de hormigas. ¿Cómo no había sido
posible atacarlos por el flanco de algún modo? Recordaba con toda exactitud el dibujo de la costa occidental
africana. Cogió una pieza y la movió en el ajedrez. Aquél era el sitio adecuado. Pero a la vez que veía la
horda negra avanzando hacia el Sur, vio también otra fuerza, misteriosamente reunida, que de repente había
cortado por la retaguardia todas las comunicaciones terrestres y marítimas del enemigo. Sentía Winston
como si por la fuerza de su voluntad estuviera dando vida a esos ejércitos salvadores. Pero había que actuar
con rapidez. Si el enemigo dominaba toda el África, si lograban tener aeródromos y bases de submarinos en
El Cabo, cortarían a Oceanía en dos. Esto podía significarlo todo: la derrota, una nueva división del mundo,
la destrucción del Partido. Winston respiró hondamente. Sentía una extraordinaria mezcla de sentimientos,
pero en realidad no era una mezcla, sino una sucesión de capas o estratos de sentimientos en que no se sabía
cuál era la capa predominante.
Le pasó aquel sobresalto. Volvió a poner la pieza en su sitio, pero por un instante no pudo concentrarse
en el problema de ajedrez. Sus pensamientos volvieron a vagar. Casi conscientemente trazó con su dedo en
el polvo de la mesa:
2+2=
«Dentro de ti no pueden entrar nunca», le había dicho Julia. Pues, sí, podían penetrar en uno. «Lo que te
ocurre aquí es para siempre», le había dicho O'Brien. Eso era verdad. Había cosas, los actos propios, de las
que no era posible rehacerse. Algo moría en el interior de la persona; algo se quemaba, se cauterizaba.
Winston la había visto, incluso había hablado con ella. Ningún peligro había en esto. Winston sabía instintivamente
que ahora casi no se interesaban por lo que él hacía. Podía haberse citado con ella si lo hubiera
deseado. Esa única vez se habían encontrado por casualidad. Fue en el Parque, un día muy desagradable de
marzo en que la tierra parecía hierro y toda la hierba había muerto. Winston andaba rápidamente contra el
viento, con las manos heladas y los ojos acuosos, cuando la vio a menos de diez metros de distancia. En
seguida le sorprendió que había cambiado de un modo indefinible. Se cruzaron sin hacerse la menor señal.
Él se volvió y la siguió, pero sin un interés desmedido. Sabía que ya no había peligro, que nadie se interesaba
por ellos. Julia no le hablaba. Siguió andando en dirección oblicua sobre el césped, como si tratara
de librarse de él, y luego pareció resignarse a llevarlo a su lado. Por fin, llegaron bajo unos arbustos pelados
que no podían servir ni para esconderse ni para protegerse del viento. Allí se detuvieron. Hacía un frío molestísimo.
El viento silbaba entre las ramas. Winston le rodeó la cintura con un brazo.
No había telepantallas, pero debía de haber micrófonos ocultos. Además, podían verlos desde cualquier
parte. No importaba; nada importaba. Podrían haberse echado sobre el suelo y hacer eso si hubieran querido.
Su carne se estremeció de horror tan sólo al pensarlo. Ella no respondió cuando la agarró del brazo, ni
siquiera intentó desasirse. Ya sabía Winston lo que había cambiado en ella. Tenía el rostro más demacrado
y una larga cicatriz, oculta en parte por el cabello, le cruzaba la frente y la sien; pero el verdadero cambio
no radicaba en eso. Era que la cintura se le había ensanchado mucho y toda ella estaba rígida. Recordó
Winston como una vez después de la explosión de una bomba cohete había ayudado a sacar un cadáver de
entre unas ruinas y le había asombrado no sólo su increíble peso, sino su rigidez y lo difícil que resultaba
manejarlo, de modo que más parecía piedra que carne. El cuerpo de Julia le producía ahora la misma sensación.
Se le ocurrió pensar que la piel de esta mujer sería ahora de una contextura diferente.
No intentó besarla ni hablaron. Cuando marchaban juntos-por el césped, lo miró Julia a la cara por primera
vez. Fue sólo una mirada fugaz, llena de desprecio y de repugnancia. Se preguntó Winston si esta adversión
procedía sólo de sus relaciones pasadas, o si se la inspiraba también su desfigurado rostro y el agüilla
que le salía de los ojos. Sentáronse en dos sillas de hierro uno al lado del otro, pero no demasiado juntos.
Winston notó que Julia estaba a punto de hablar. Movió unos cuantos centímetros el basto zapato y aplastó
con él una rama. Su pie parecía ahora más grande, pensó Winston. Julia, por fin, dijo sólo esto:
Te traicioné.
-Yo también te traicioné -dijo él.
Julia lo miró otra vez con disgusto. Y dijo:
-A veces te amenazan con algo..., algo que no puedes soportar, que ni siquiera puedes imaginarte sin
temblar. Y entonces dices: «No me lo hagas a mí, házselo a otra persona, a Fulano de Tal». Y quizá pretendas,
más adelante, que fue sólo un truco y que lo dijiste únicamente para que dejaran de martirizarte y que
no lo pensabas de verdad. Pero, no. Cuando ocurre eso se desea de verdad y se desea que a la otra persona
se lo hicieran. Crees entonces que no hay otra manera de salvarte y estás dispuesto a salvarte así. Deseas de
todo corazón que eso tan terrible le ocurra a la otra persona y no a ti. No te importa en absoluto lo que pueda
sufrir. Sólo te importas entonces tú mismo.
-Sólo te importas entonces tú mismo -repitió Winston como un eco.
Y después de eso no puedes ya sentir por la otra persona lo mismo que antes.
No -dijo él-; no se siente lo mismo.
No parecían tener más que decirse. El viento les pegaba a los cuerpos sus ligeros «monos». A los pocos
instantes les producía una sensación embarazosa seguir allí callados. Además, hacía demasiado frío para
estarse quietos. Julia dijo algo sobre que debía coger el Metro y se levantó para marcharse. Tenemos que
vernos otro día -dijo Winston.
Sí, tenemos que vernos -dijo ella.
Winston, irresoluto, la siguió un poco. Iba a unos pasos detrás de ella. No volvieron a hablar. Aunque Julia
no le dijo que se apartara, andaba muy rápida para evitar que fuese junto a ella. Winston se había decidido
a acompañarla a la estación del Metro, pero de repente se le hizo un mundo tener que andar con tanto
frío. Le parecía que aquello no tenía sentido. No era tanto el deseo de apartarse de Julia como el de regresar
al café lo que le impulsaba, pues nunca le había atraído tanto El Nogal como en este momento. Tenía una
visión nostálgica de su mesa del rincón, con el periódico, el ajedrez y la ginebra que fluía sin cesar. Sobre
todo, allí haría calor. Por eso, poco después y no sólo accidentalmente, se dejó separar de ella por una pequeña
aglomeración de gente. Hizo un desganado intento de volver a seguirla, pero disminuyó el paso y se
volvió, marchando en dirección opuesta. Cinco metros más allá se volvió a mirar. No había demasiada circulación,
pero ya no podía distinguirla. Julia podría haber sido cualquiera de doce figuras borrosas que se
apresuraban en dirección al Metro. Es posible que no pudiera reconocer ya su cuerpo tan deformado.
«Cuando ocurre eso, se desea de verdad», y él lo había pensado en serio. No solamente lo había dicho,
sino que lo había deseado. Había deseado que fuera ella y no él quien tuviera que soportar a las...
Se produjo un sutil cambio en la música que brotaba de la telepantalla. Apareció una nota humorística,
«la nota amarilla». Una voz -quizá no estuviera sucediendo de verdad, sino que fuera sólo un recuerdo que
tomase forma de sonido- cantaba:
Bajo el Nogal de las ramas extendidas
yo te vendí y tú me vendiste.
Winston tenía los ojos más lacrimosos que de costumbre. Un camarero que pasaba junto a él vio que tenía
vacío el vaso y volvió a llenárselo de la botella de ginebra.
Winston olió el líquido. Aquello estaba más repugnante cuanto más lo bebía, pero era el elemento en que
él nadaba. Era su vida, su muerte y su resurrección. La ginebra lo hundía cada noche en un sopor animal, y
también era la ginebra lo que le hacía revivir todas las mañanas. Al despertarse -rara vez antes de las oncecon
los párpados pegajosos, una boca pastosa y la espalda -que parecía habérsele partido- le habría sido
imposible echarse abajo de la cama si no hubiera tenido siempre en la mesa de noche la botella de ginebra y
una taza. Durante la mañana se quedaba escuchando la telepantalla con una expresión pétrea y la botella
siempre a mano. Desde las quince hasta la hora de cerrar, se pasaba todo el tiempo en El Nogal. Nadie se
preocupaba de lo que hiciera, no le despertaba ningún silbato ni le dirigía advertencias la telepantalla. Dos
veces a la semana iba a un despacho polvoriento, que parecía un rincón olvidado, en el Ministerio de la
Verdad, y trabajaba un poco, si a aquello podía llamársele trabajo. Había sido nombrado miembro de un
subcomité de otro subcomité que dependía de uno de los innumerables subcomités que se ocupaban de las
dificultades de menos importancia planteadas por la preparación de la onceava edición del Diccionario de
Neolengua. En aquel despacho se dedicaban a redactar algo que llamaban el informe provisional, pero
Winston nunca había llegado a enterarse de qué tenían que informar. Tenía alguna relación con la cuestión
de si las comas deben ser colocadas dentro o fuera de las comillas. Había otros cuatro en el subcomité, todos
en situación semejante a la de Winston. Algunos días se marchaban apenas se habían reunido después
de reconocer sinceramente que no había nada-que hacer. Pero otros días se ponían a trabajar casi con encarnizamiento
haciendo grandes alardes de aprovechamiento del tiempo redactando largos informes que
nunca terminaban. En esas ocasiones discutían sobre cual era el asunto sobre cuya discusión se les había
encargado y esto les llevaba a complicadas argumentaciones y sutiles distingos con interminables digresiones,
peleas, amenazas e incluso recurrían a las autoridades superiores. Pero de pronto parecía retirárseles la
vida y se quedaban inmóviles en torno a la mesa mirándose unos a otros con ojos apagados como fantasmas
que se esfuman con el canto del gallo.
La telepantalla estuvo un momento silenciosa. Winston levantó la cabeza otra vez. ¡El comunicado! Pero
no, sólo era un cambio de música. Tenía el mapa de África detrás de los párpados, el movimiento de los
ejércitos que él imaginaba era este diagrama; una flecha negra dirigiéndose verticalmente hacia el Sur y una
flecha blanca en dirección horizontal, hacia el Este, cortando la cola de la primera. Como para darse ánimos,
miró el imperturbable rostro del retrato, ¿Podía concebirse que la segunda flecha no existiera?
Volvió a aflojársele el interés. Bebió más ginebra, cogió la pieza blanca e hizo un intento de jugada. Pero
no era aquélla la jugada acertada, porque...
Sin quererlo, le flotó en la memoria un recuerdo. Vio una habitación iluminada por la luz de una vela con
una gran cama de madera clara y él, un chico de nueve o diez años que estaba sentado en el suelo agitando
un cubilete de dados y riéndose excitado. Su madre estaba sentada frente a él y también se reía. Aquello
debió de ocurrir un mes antes de desaparecer ella. Fueron unos momentos de reconciliación en que Winston
no sentía aquel hambre imperiosa y le había vuelto temporalmente el cariño por su madre. Recordaba bien
aquel día, un día húmedo de lluvia continua. El agua chorreaba monótona por los cristales de las ventanas y
la luz del interior era demasiado débil para leer. El aburrimiento de los dos niños en la triste habitación era
insoportable. Winston gimoteaba, pedía inútilmente que le dieran de comer, recorría la habitación revolviéndolo
todo y dando patadas hasta que los vecinos tuvieron que protestar. Mientras, su hermanita lloraba
sin parar. Al final le dijo su madre: «Sé bueno y te compraré un juguete.' Sí, un juguete precioso que te gustará
mucho». Y había salido a pesar de la lluvia para ir a unos almacenes que estaban abiertos a esa hora y
volvió con una caja de cartón conteniendo el juego llamado «De las serpientes y las escaleras». Era muy
modesto. El cartón estaba rasgado y los pequeños dados de madera, tan mal cortados que apenas se sostenían.
Winston recordaba el olor a humedad del cartón. Había mirado el juego de mal humor. No le interesaba
gran cosa. Pero entonces su madre encendió una vela y se sentaron en el suelo a jugar. Jugaron ocho veces
ganando cuatro cada uno. La hermanita, demasiado pequeña para comprender de qué trataba el juego, miraba
y se reía porque los veía reír a ellos dos.. Habían pasado la tarde muy contentos, como cuando él era
más pequeño.
Apartó de su mente estas-imágenes. Era un falso recuerdo. De vez en cuando le asaltaban falsos recuerdos.
Esto no importaba mientras que se supiera lo que era. Winston volvió a fijar la atención en el tablero
de ajedrez, pero casi en el mismo instante dio un salto como si lo hubieran pinchado con un alfiler.
Un agudo trompetazo perforó el aire:' Era el comunicado, ¡victoria!; siempre significaba victoria la llamada
de la trompeta antes de las noticias. Una especie de corriente eléctrica recorrió a todos los que se
hallaban en el café. Hasta los camareros se sobresaltaron y aguzaron el oído.
La trompeta había dado paso a un enorme volumen de ruido. Una voz excitada gritaba en la telepantalla,
pero apenas había empezado fue ahogada por una espantosa algarabía en las calles. La noticia se había difundido
como por arte de magia. Winston había oído lo bastante para saber que todo había sucedido como
él lo había previsto: una inmensa armada, reunida secretamente, un golpe repentino a la retaguardia del
enemigo, la flecha blanca destrozando la cola de la flecha negra. Entre el estruendo se destacaban trozos de
frases triunfales: «Amplia maniobra estratégica... perfecta coordinación... tremenda derrota... medio millón
de prisioneros... completa desmoralización... controlamos el África entera... La guerra se acerca a su final...
victoria... la mayor victoria en la historia de la Humanidad. !Victoria, victoria, victoria!».
Bajo la mesa, los pies de Winston hacían movimientos convulsivos. No se había movido de su asiento,
pero mentalmente estaba corriendo, corriendo a vertiginosa velocidad, se mezclaba con la multitud, gritaba
hasta ensordecer. Volvió a mirar el retrato del Gran Hermano. ¡Aquél era el coloso que dominaba el mundo!
¡La roca contra la cual se estrellaban en vano las hordas asiáticas! Recordó que sólo hada diez minutos
-sí, diez minutos tan sólo- todavía se equivocaba su corazón al dudar si las noticias del frente serían de victoria
o de derrota. ¡Ah, era más que un ejército eurasiático lo que había perecido! Mucho había cambiado
en él desde aquel primer día en el Ministerio del Amor, pero hasta ahora no se había producido la cicatrización
final e indispensable, el cambio salvador. La voz de la telepantalla seguía enumerando el botín, la matanza,
los prisioneros, pero la gritería callejera había amainado un poco. Los camareros volvían a su trabajo.
Uno de ellos acercó la botella de ginebra. Winston, sumergido en su feliz ensueño, no prestó atención
mientras le llenaban el vaso. Ya no se veía corriendo ni gritando, sino de regreso al Ministerio del Amor,
con todo olvidado, con el alma blanca como la nieve. Estaba confesándolo todo en un proceso público,
comprometiendo a todos. Marchaba por un claro pasillo con la sensación de andar al sol y un guardia armado
lo seguía. La bala tan esperada penetraba por fin en su cerebro.
Contempló el enorme rostro. Le había costado cuarenta años saber qué clase de sonrisa era aquella oculta
bajo el bigote negro. !Qué cruel e inútil incomprensión! !Qué tozudez , la suya exilándose a sí mismo de
aquel corazón amante! Dos lágrimas, perfumadas de ginebra, le resbalaron por las mejillas. Pero ya todo
estaba arreglado, todo alcanzaba la perfección, la lucha había terminado. Se había vencido a sí mismo definitivamente.
Amaba al Gran Hermano.
_
Apéndice
Los principios de neolengua
Los principios de neolengua
_
Neolengua era la lengua oficial de Oceanía y fue creada para solucionar las necesidades ideológicas del
Ingsoc o Socialismo Inglés. En el año 1984 aún no había nadie que utilizara la neolengua como elemento
único de comunicación, ni hablado ni escrito. Los editoriales del Times estaban escritos en neolengua, pero
era un tour de forte que solamente un especialista podía llevar a cabo. Se esperaba que la neolengua reemplazara
a la vieja lengua (o inglés corriente, diríamos nosotros) hacia el año 2050. Entretanto iba ganando
terreno de una manera segura y todos los miembros del Partido tendían, cada vez más, a usar palabras y
construcciones gramaticales de neolengua en el lenguaje ordinario. La versión utilizada en 1984, comprendida
en las ediciones novena y décima del Diccionario de Neolengua, era provisional, y contenía muchas
palabras superfluas y formaciones arcaicas que más tarde se suprimirían. Aquí nos referiremos a la última
versión, la más perfeccionada, tal como aparece en la onceava edición del Diccionario.
La intención de la neolengua no era solamente proveer un medio de expresión a la cosmovisión y hábitos
mentales propios de los devotos del Ingsoc, sino también imposibilitar otras formas de pensamiento. Lo que
se pretendía era que una vez la neolengua fuera adoptada' de una vez por todas y la vieja lengua olvidada,
cualquier pensamiento herético, es decir, un pensamiento divergente de los principios del Ingsoc, fuera
literalmente impensable, o por lo menos en tanto que el pensamiento depende de las palabras. Su vocabulario
estaba construido de tal modo que diera la expresión exacta y a menudo de un modo muy sutil a cada
significado que un miembro del Partido quisiera expresar, excluyendo todos los demás sentidos, así como
la posibilidad de llegar a otros sentidos por métodos indirectos. Esto se conseguía inventando nuevas palabras
y desvistiendo a las palabras restantes de cualquier significado heterodoxo, y a ser posible de cualquier
significado secundario. Por ejemplo: la palabra libre aún existía en neolengua, pero sólo se podía utilizar en
afirmaciones como «este perro está libre de piojos», o «este prado está libre de malas hierbas». No se podía
usar en su viejo sentido de «politicamente libre» o «intelectualmente libre», ya que la libertad política e
intelectual ya no existían como conceptos y por lo tanto necesariamente no tenían nombre. Aparte de la
supresión de palabras definitivamente heréticas, la reducción del vocabulario por sí sola se consideraba
como un objetivo deseable, y no sobrevivía ninguna palabra de la que se pudiera prescindir. La finalidad de
la neolengua no era aumentar, sino disminuir el área del pensamiento, objetivo que podía conseguirse reduciendo
el número de palabras al mínimo indispensable.
La neolengua se basaba en la lengua inglesa tal como ahora la conocemos, aunque muchas frases de neolengua,
incluso sin contener nuevas palabras, serían apenas inteligibles para el que hablara el inglés actual.
Las palabras de neolengua se dividían en tres clases distintas, conocidas por los nombres de vocabulario A,
vocabulario B (también llamado de palabras compuestas) y vocabulario C. Lo más simple sería discutir
cada clase separadamente, pero las peculiaridades gramaticales de la lengua pueden ser tratadas en la sección
dedicada al vocabulario A, ya que las mismas reglas se aplicaban a las tres categorías.
El vocabulario A. El vocabulario A consistía en las palabras de uso cotidiano: cosas como comer, beber,
trabajar, vestirse, subir y bajar escaleras, conducir vehículos, cuidar el jardín, cocinar y cosas por el estilo.
Se componía prácticamente de palabras que ya poseemos -palabras como golpear, correr, perro, árbol, azúcar,
casa, campo-; pero en comparación con el vocabulario inglés de hoy en día, su número era extremadamente
pequeño, al mismo tiempo que sus significados eran más rigurosamente restringidos. Todas las ambigüedades
y distintas variaciones de significado habían sido purgadas. En tanto que fuera posible, una
palabra de neolengua de este tipo quedaba reducida simplemente a un sonido preciso que expresaba un concepto
claramente entendido. Hubiera sido totalmente inconcebible utilizar el vocabulario A para propósitos
literarios o para discusiones políticas o filosóficas. Su intención era la de expresar pensamientos simples y
objetivos, casi siempre relacionados con objetos concretos o acciones físicas.
La gramática de la neolengua tenía dos grandes peculiaridades. La primera era una intercambiabilidad
casi total entre las distintas partes de la oración. Cualquier palabra de la lengua (en principio esto era aplicable
incluso a palabras abstractas como si o cuando) se podía usar como verbo, nombre, adjetivo o adverbio.
Entre la forma del verbo y la del nombre, cuando eran de la misma raíz, no había nunca ninguna variación
y así esta regla por si misma suponía la destrucción de muchas de las formas arcaicas. La palabra pensamiento,
por ejemplo, no existía en neolengua. En su lugar existía pensar, que hacía la función de verbo y
de nombre. Aquí no se seguía ningún principio etimológico. En algunos casos se conservaba el sustantivo
original y en otros casos el verbo. Incluso cuando un nombre y un verbo de significado parecido no tenían
una relación etimológica, con frecuencia se suprimía el uno o el otro. No existía, por ejemplo, una palabra
como cortar, ya que su significado quedaba lo suficientemente cubierto por el nombre-verbo cuchillo. Los
adjetivos se forzaban añadiendo el sufijo lleno al nombre-verbo, y los adverbios añadiendo demudo. Así,
por ejemplo, rapidolleno quería decir rapidez, y rapidodemodo significaba rápidamente. Se conservaron
algunos adjetivos de hoy en día como bueno, fuerte, grande, negro, blando, pero en un número muy reducido.
Por otra parte, su necesidad era mínima, ya que se llegaba a cualquier significado adjetival añadiendo
lleno a un sustantivo-verbo. No se conservaron ninguno de los adverbios hoy existentes exceptuando algunos
que acababan en demodo; la terminación demodo era invariable. La palabra bien, por ejemplo, se sustituyó
por buenmodo. Además, a cualquier palabra -y esto, como principio, se aplicaba a todas las palabras
del idioma-, se le daba sentido de negación añadiendo el prefijo in o se le daba fuerza con el sufijo plus, o
para aumentar el énfasis, dobleplus. Así por ejemplo, hirió significaba «caliente», mientras que plusfrío y
dobleplu frío significaban respectivamente «muy frió» y «extraordinariamente frío». También era posible,
como en el inglés de hoy en día, modificar el significado de casi todas las palabras con preposiciones afijas
como, ante, post, sobre, sub, etc. A base de este método fue posible disminuir enormemente el vocabulario.
Poniendo por caso la palabra bueno, ya no habría necesidad de la palabra malo ya que el significado requerido
se expresaba tan bien o incluso mejor por inbueno. Lo único necesario, en el caso de que dos palabras
formaran una pareja de significación opuesta, era decidir cuál suprimir. Oscuridad, por ejemplo, podía ser
reemplazada por inluz o luz por inascuro, según lo que se prefiera. La segunda característica de la gramática
de la neolengua era su regularidad. Aparte de algunas excepciones abajo mencionadas, todas las inflexiones
seguían las mismas reglas. Así, en todos los verbos el pretérito y el participio pasado eran el
mismo y terminaban en ed (1). El pretérito de pensar, pensé, de robar, robé, y así en toda la lengua; todas
las otras formas: mandó, dio, habló, trajo, cogido, etc. fueron abolidas. Los plurales de hombre, buey, vida
eran hombres, bueys, vidas.
(1) En inglés. En español acabarían en la misma letra o seguirían como los verbos regulares, ejemplo: robé, hace, pensé, comer,
comí. Los ejemplos ingleses robar, pensar en español ya son verbos y no justifican el ejemplo
La única clase de palabras a las que todavía se les permitía inflexiones irregulares eran los pronombres,
los relativos, los adjetivos demostrativos y los verbos auxiliares. Todos estos seguían su uso antiguo excepto
que «quien» había sido suprimido por innecesario y los tiempos condicionales de deber, debería, habían
caído en desuso ya que habían sido cubiertos por «haría, habría hecho». Había también ciertas irregularidades
en la formación de palabras creadas por la necesidad del habla fácil y rápida.
Una palabra que fuese difícil de pronunciar o que podía entenderse incorrectamente, se estimaba ipso
facto una mala palabra; así que ocasionalmente, por la eufonía, se insertaban letras en una palabra o se conservaba
una forma arcaica. Pero esta necesidad tenía más relación sobre todo con el vocabularío B. La razón
de la importancia concedida a la facilidad de la pronunciación, se aclarará más tarde en este ensayo.
El vocabulario B: El vocabulario B consistía en palabras que habían sido construidas deliberadamente
con propósitos políticos. Es decir, palabras que no solamente tenían en todos los casos implicaciones políticas
sino que además poseían la intención de imponer una deseable actitud mental en la persona que las utilizaba.
Sin una compresión total de los principios * del Ingsoc era difícil usar estas palabras correctamente.
En algunos casos se podían traducir a la vieja lengua o incluso a palabras tomadas del vocabulario A, pero
ello exigía una larga parrafada y siempre se perdían ciertos énfasis. Las palabras del vocabulario B eran una
especie de taquigrafía verbal que a menudo englobaban toda una serie de ideas expresadas en unas pocas
sílabas y a la vez con un sentido más exacto y más fuerte que en el lenguaje ordinario. Las palabras B eran
en todos los casos palabras compuestas. * Consistían en dos o más palabras juntadas de un modo fácilmente
pronunciable. El resultado era siempre un verbonombre y se utilizaba según las reglas normales. Pongamos
un único ejemplo: la palabra bimpensar, que significa de un modo general «ortodoxia», o si uno quiere
tomarla como verbo, «pensar de un modo ortodoxo». Su declinación era la siguiente: nombre-verbo, bienpensar;
pretérito y participio pasado, bienpensado participio presente, bienpensante; adjetivo, bienpensadolleno;
adverbio, bienpensadammte; nombre verbal, bienpensado.
*Palabras compuestas como ehablarsubir» también se encontraban, claro está, en el vocabulario A, pero
no eran más que abreviaciones de conveniencia y no tenían ideología de ningún color en especial
Las palabras B no se construían de acuerdo con ningún plan etimológico. Las palabras podían ser de
cualquier parte de la lengua, se podían poner en un orden cualquiera y ser mutiladas de modo que las hiciera
de fácil pronunciación a la vez qué indicaban su derivación. En la palabra crimenpensar (pensamientocrimen),
por ejemplo, el pensar iba detrás mientras que en pensarpol (Policía del Pensamiento) iba primero
y en la última palabra, policía había perdido las tres sílabas finales. Dada la dificultad de asegurar la eufonía,
las formaciones irregulares eran más comunes en el vocabulario B que en el vocabulario A. Por ejemplo,
las formas adjetivadas de Miniver, Minipax y Minimor eran, respectivamante, Miniverlleno, Minipaxlleno
y Minimorlleno, simplemente porque verdadlleno, pazlleno y amorlleno eran algo difíciles de pronunciar.
En principio, de todos modos, todas las palabras B se modulaban del mismo modo.
Algunas de las palabras B tenían significados muy sutiles, apenas inteligibles para quien no dominara la
lengua en su totalidad. Consideremos, por ejemplo, una frase típica del editorial del Times como ésta: «Viejos
pensadores incorazonsentir Ingsoc». El modo más sencillo de entender esto en la Viejalengua sería:
«Como que se formaron con las ideas de antes de la Revolución, no pueden tener una comprensión emocional
de los principios del Socialismo Inglés». Pero ésta no es una traducción adecuada. En primer lugar,
para lograr captar el significado de la frase arriba mencionada, habría que tener una idea clara de lo que se
entiende por Ingsoc. Y además, sólo una persona totalmente educada en el Irigsoc podía apreciar toda la
fuerza de la palabra corazonsentir, que implicaba una ciega y entusiasta aceptación difícil de imaginar hoy;
de la palabra viedopensar, que estaba inextricablemente mezclada con la idea de maldad y decadencia. Pero
la función especial de ciertas palabras de neolengua, de las que vio era una, no era tanto expresar su significado
como destruirlos. Estas palabras, pocas en número, por supuesto, habían extendido su significado hasta
el punto de contener, dentro de ellas mismas, toda una serie de palabras que como quedaban englobadas
por un solo término comprensivo, ahora podían ser relegadas y olvidadas. La mayor dificultad con la que se
encontraban los compiladores del Diccionario de Neolengua no era inventar nuevas palabras, sino la de
precisar, una vez inventadas aquéllas, cuál era su significado. Es decir, precisar qué series de palabras quedaban
invalidadas con su existencia. Tal como ya hemos visto con la palabra liben, las palabras que en su
día hubieran tenido un significado herético, a veces se conservaban por conveniencia, pero limpias de los
significados indeseables. Innombrables palabras como honor, justicia, moralidad, internacionalismo, democracia,
ciencia y religión simplemente habían dejado de existir. Unas cuantas palabras hacían de tapadera y,
al encubrirlas, las abolían. Todas las palabras agrupadas bajo los conceptos de libertad e igualdad, por
ejemplo, se contenían en una sola, crimenpensar, mientras que todas las palabras reunidas bajo los conceptos
de objetividad y racionalismo quedaban comprendidas en la única palabra viejopensar. Mayor precisión
hubiera sido peligrosa. Lo que se requería de un miembro del Partido era un punto de vista similar al de los
antiguos hebreos que sabían, sin saber mucho más, que todas las naciones aparte de la suya adoraban a
«dioses falsos». No necesitaban saber que estos dioses se llamaban Baal, Osiris, Moloch, Ashtaroth, etc.
Probablemente cuanto menos supiesen sobre ellos, mejor para su ortodoxia. Conocían a Jehová y sus mandamientos;
sabían, por lo tanto, que todos los dioses con otros nombres y atributos eran dioses falsos. De
manera parecida, el miembro del Partido sabía lo que constituía la correcta norma de conducta, y de un
modo increíblemente vago y general lo que podía apartarle de ella. Su vida sexual, por ejemplo, estaba totalmente
regulada por las dos palabras de neolengua sexocrimen (inmoralidad sexual) y buensexo (castidad).
El sexocrimm cubría infracciones de todo tipo: fornicación, adulterio, homosexualidad y otras perversiones
y, además, el coito normal practicado por placer. No había necesidad de nombrarlos separadamente,
ya que todos eran igualmente culpables y merecían la muerte. En el vocabulario C, que consistía en palabras
técnicas y científicas, existía la necesidad de dar nombres especializados a ciertas aberraciones sexuales,
pero el ciudadano normal no las necesitaba. Éste sabía lo que se quería decir buensexo, es decir, el coito
normal entre marido y mujer con el solo propósito de engendrar hijos y sin placer físico por parte de la mujer;
todo lo demás era sexocrímen. En neolengua era casi imposible seguir un pensamiento herético más allá
de la percepción de su carácter herético; a partir de este punto faltaban las palabras necesarias. Ninguna
palabra en el vocabulario B era ideológicamente neutral. Muchas eran eufemismos. Palabras como, por
ejemplo, gozocampo (campo de trabajos forzados) o Minipax (Ministerio de la Paz, es decir, Ministerio de
la Guerra) significaban exactamente lo opuesto de lo que parecían indicar. Algunas palabras, por otro lado,
traducían una franca y despreciativa comprensión por la naturaleza real de la sociedad de Oceanía. Por
ejemplo, prolealimento significaba la porquería de entretenimiento y falsas noticias que el Partido daba a
las masas. Otras palabras además eran ambivalentes, teniendo la connotación de «bueno» cuando eran aplicadas
al Partido y de «malo» cuando eran aplicadas al enemigo. Pero además había gran cantidad de palabras
que a primera vista parecían meras abreviaciones y que extraían su color ideológico no de su significado
sino de su estructura. Hasta donde fuera posible todo lo qué pudiera tener un significado político de
cualquier tipo entraba en el vocabulario B. Los nombres de organizaciones, grupos de personas, doctrinas,
países o instituciones o edificios públicos, habían quedado recortados de forma muy sencilla, es decir, una
sola palabra fácilmente pronunciable con el menor número de sílabas y que conservaba la derivación original.
En el Ministerio de la Verdad, por ejemplo, el Departamento de Registro donde trabajaba Winston
Smith se llamaba Regdep, el Departamento de Ficción se llamaba Ficdep, el Departamento de Teleprogramas
se llamaba Teledep, etc. La finalidad no era sólo ganar tiempo. Incluso en las primeras décadas del siglo veinte, las palabras y frases abreviadas habían sido uno de los rasgos característicos del lenguaje político
y era notorio que la tendencia a usar abreviaturas de este tipo era más marcada en países y organizaciones
totalitarias. Ejemplos de ello son palabras tales como Nazi, Gestap , Comintern, Inprecorr y Agitrop. Al
principio esta práctica se había adoptado instintivamente, pero en neolengua se utilizaba con un propósito
consciente. Habían observado que abreviando un nombre se estrechaba y alteraba sutilmente su significado,
perdiendo la mayoría de asociaciones de ideas que de otra manera habría mantenido. Las palabras Internacional
Comunista, por ejemplo, evocan la imagen polifacética de solidaridad humana, banderas rojas, barricadas,
Karl Marx y la Comuna de París. La palabra Comintern, por otro lado, sólo sugiere una organización
tupida y cerrada, con una doctrina concreta. Se refiere a algo tan fácilmente reconocible y limitado en su
propósito como una silla o una mesa. Comintern es una palabra que se puede pronunciar casi sin pensar,
mientras que Internacional Comunista, es una frase en la que uno tiene que detenerse por lo menos unos
momentos. Del mismo modo. las asociaciones ideológicas que la palabra Miniver evoca son menores y más
controlables que las sugeridas por Ministerio de la Verdad. Esta era la razón del hábito de abreviar siempre
que fuera posible, así como también el casi exagerado cuidado que dedicaban a facilitar la pronunciación de
las palabras. En neolengua, la obsesión de la eufonía pesaba más que cualquier otra consideración, salvo la
exactitud del significado. Si era necesario, siempre se sacrificaba la regularidad de la gramática en aras de
la eufonía. Y con razón, ya que lo que se requería, sobre todo por razones políticas, eran palabras cortas y
de significado inequívoco que pudieran pronunciarse rápidamente y que despertaran el mínimo de sugerencias
en la mente del parlante. Las palabras del vocabulario B incluso ganaban en fuerza por el hecho de ser tan parecidas. Casi invariablemente estas palabras -bienpensar, Minipax, prolealimento, sexocrimen, gozocampo,
Ingsoc, corazonsentir, pensarol y muchas otras- eran palabras de dos o tres sílabas con el acento
tónico igualmente distribuido entre la primera sílaba y la última. Su uso fomentaba una especie de conversación
similar a un cotorreo, a la vez roto y monótono; era esto precisamente lo que pretendían. La intención
era formar un lenguaje, sobre todo el que versaba sobre materias no neutrales ideológicamente, tan independiente
como fuera posible de la conciencia. En asuntos, de la vida cotidiana, sin duda era necesario, o
algunas veces necesario, reflexionar antes de hablar, pero un miembro del Partido, llamado a emitir un juicio
político o ético, debía ser capaz de disparar las opiniones correctas tan automáticamente como una ametralladora
las balas. Su entrenamiento lo preparaba para ello, el lenguaje le daba un instrumento casi infalible
y la textura de las palabras, con su sonido duro y una especie de fealdad salvaje de acuerdo con el espíritu
del Ingsoc, acababan de completar el proceso. Además contribuía el hecho de tener pocas palabras
donde escoger. En relación con el nuestro, el vocabulario de la neolengua era mínimo, y continuamente
inventaban nuevos modos de reducirlo. Desde luego, la neolengua difería de la mayoría de otros lenguajes
en que su vocabulario se empequeñecía en vez de agrandarse. Cada reducción era una ganancia, ya que
cuanto menor era el área para escoger, más pequeña era la tentación de pensar. En definitiva, -se esperaba
construir un lenguaje articulado que surgiera de la laringe sin involucrar en absoluto a los centros del cerebro.
Este objetivo se explicita francamente en la palabra de neolengua haNapato, que significa «cuacuar
como un pato»; como otras palabras de neolengua, baWpato era de significado ambivalente. Si las opiniones
cuacuadas eran ortodoxas, sólo implicaban alabanza y cuando el Times se refería a uno de los oradores
del Partido como a un dobleplusbum cuacuador estaba emitiendo un caluroso y valioso cumplido.
El vocabulario C. El vocabulario C era complementario de los otros dos y contenía totalmente términos
científicos y técnicos. Éstos se parecían a los términos científicos en uso hoy en día y procedían de las
mismas raíces, pero se tomó el cuidado habitual para definirlos rápidamente, y despojarlos de los significados
indeseables. Se atenían a las mismas reglas gramaticales que las palabras de los otros dos vocabularios.
Muy pocas palabras C tenían uso en las conversaciones cotidianas o en el lenguaje político. Cualquier científico
o técnico podía encontrar todas las palabras necesarias en la lista dedicada a su especialidad, pero
sólo tenía una mínima idea de las palabras de las otras listas. Solamente unas cuantas palabras eran comunes
a todas las listas y no existía un vocabulario que expresase la función de la ciencia como actitud mental
o como método intelectual independiente de sus ramas particulares. No había, de hecho, palabra para designar
la «Ciencia», quedando cualquier significado que pudiera tener suficientemente cubierto por la palabra
Ingsoc.
Por lo que se ha explicado, podrá verse que en neolengua la expresión de opiniones heterodoxas de bajo
nivel era casi imposible. Era factible, claro está, emitir herejías de un tono muy crudo y elemental, como
una especie de blasfemia. Hubiera sido posible, por ejemplo, decir el «Gran Hermano inbueno». Pero esta
aseveración, que a un oído ortodoxo le sonaba como una manifiesta absurdidad, no podría haber sido sostenida
con argumentos racionales, ya que faltaban las palabras necesarias. Sólo podían sostenerse ideas contrarias
al Ingsoc de una manera vaga y sin palabras, y formularlas en unos términos muy genéricos que
mezclaban y condenaban todo tipo de herejías, sin definirlas particularmente. De hecho, sólo podía utilizarse
la neolengua para fines heterodoxos traduciendo de un modo ilegítimo algunas de las palabras a la Viejalengua.
Por ejemplo, «Todos los hombres son iguales» era una afirmación posible en neolengua, pero en el
mismo sentido en que «Todos los hombres tienen el pelo rojo» pudiera serlo en Viejalengua. No contiene
ningún error gramatical, pero expresa una no-verdad palpable como que todos los hombres son de la misma
estatura, peso o fuerza. El concepto de igualdad política ya no existía y por lo tanto esta significación secundaria
había sido limpiada de la palabra igual. En 1984, cuando Viejalengua era todavía el medio normal
de comunicación, teóricamente existía el peligro de que al usar palabras de neolengua uno recordara sus
significados originales. En la práctica no era difícil, para alguien bien versado en el doblepmar, evitar que
esto ocurriera, pero dentro de dos generaciones se evitaría incluso la posibilidad de este peligro. Una persona
creciendo con neolengua como único lenguaje, no sabría nunca que igual había tenido antes la acepción
de «igualdad política», o que «libre» había significado anteriormente «intelectualmente libre», del mismo
modo que, por ejemplo, una persona que no hubiera oído hablar nunca de ajedrez, podría saber los segundos
significados aplicables a la reina y a la torre. Por lo tanto, quedaría descartada la posibilidad de cometer
muchos crímenes y errores simplemente porque no tenían nombre y, en consecuencia, son inimaginables. Y
era de esperar que con el paso del tiempo las características que distinguían a la neolengua, se volverían
más y más acusadas: sus palabras irían disminuyendo, sus significados cada vez más restringidos y más
remoto el peligro de utilizarlos impropiamente. Al desaparecer la Viejalengua se habría roto el último lazo
con el pasado. La historia ya se había reescrito, pero algunos fragmentos de la vieja literatura sobrevivían
aquí y allá, imperfectamente censurados, y mientras persistiera el conocimiento de la Viejalengua era posible
leerlos. En el futuro tales fragmentos, incluso si sobrevivieran, serían inteligibles e intraducibles. Era
imposible traducir un pasaje de Viejalengua a Neolengua, salvo que se refiriera a algún proceso técnico, a
hechos de la vida cotidiana o bien fuese ya de tendencia ortodoxa (bienpensante sería la expresión en neolengua).
En la práctica, esto suponía que ningún libro escrito antes de 1960 podía traducirse por completo.
La literatura anterior a la Revolución sólo podía estar sujeta a una traducción ideológica, o sea, a una alteración
tanto de las palabras como del sentido. Tomemos por ejemplo el tan conocido pasaje de la Declaración
de la Independencia:
Entendemos que son verdades evidentes el que todos los hombres han sido creados iguales, que han sido
dotados por su Creador con ciertos derechos: inalienables, entre los que se encuentran la vida, la libertad y
la búsqueda de la felicidad. Y que, para asegurar estos derechos, se han instituido entre los hombres los
gobiernos, cuyo poder depende del consentimiento de los gobernados. Y que cuando cualquier forma de
gobierno perjudica estos fines, el pueblo tiene derecho a alterarla o abolirla e instituir una nueva...
Hubiera sido imposible traducir este párrafo a neolengua conservando el sentido del original. La traducción
más aproximada consistiría en tragarse todo el pasaje como crimental Una traducción completa sólo
podía ser ideológica, con lo que las palabras de Jefferson se habrían convertido en un panegírico sobre el
gobierno absoluto.
Buena parte de la literatura del pasado ya se había transformado en esto. Consideraciones de prestigio
aconsejaban conservar el recuerdo de algunas figuras históricas, poniendo al mismo tiempo algunas de sus
grandes acciones en relación con la filosofía del Ingsoc. Varios escritores como Shakespeare, Milton,
Swift, Byron, Dickens y otros estaban en proceso de traducción. Una vez terminado este trabajo, sus escritos
originales, junto con el resto que hubiera sobrevivido de la literatura del pasado, sería destruido. Estas
traducciones eran un proceso lento y difícil y no se esperaba que fueran terminadas antes de la primera o
segunda década del siglo veintiuno. Había también gran cantidad de literatura meramente utilitaria manuales
técnicos indispensables y cosas por el estilo que debían ser tratados del mismo modo. Para dar tiempo a
este trabajo preliminar, se fijó una fecha tan lejana como el año 2050 para la adopción definitiva de la neolengua
Neolengua era la lengua oficial de Oceanía y fue creada para solucionar las necesidades ideológicas del
Ingsoc o Socialismo Inglés. En el año 1984 aún no había nadie que utilizara la neolengua como elemento
único de comunicación, ni hablado ni escrito. Los editoriales del Times estaban escritos en neolengua, pero
era un tour de forte que solamente un especialista podía llevar a cabo. Se esperaba que la neolengua reemplazara
a la vieja lengua (o inglés corriente, diríamos nosotros) hacia el año 2050. Entretanto iba ganando
terreno de una manera segura y todos los miembros del Partido tendían, cada vez más, a usar palabras y
construcciones gramaticales de neolengua en el lenguaje ordinario. La versión utilizada en 1984, comprendida
en las ediciones novena y décima del Diccionario de Neolengua, era provisional, y contenía muchas
palabras superfluas y formaciones arcaicas que más tarde se suprimirían. Aquí nos referiremos a la última
versión, la más perfeccionada, tal como aparece en la onceava edición del Diccionario.
La intención de la neolengua no era solamente proveer un medio de expresión a la cosmovisión y hábitos
mentales propios de los devotos del Ingsoc, sino también imposibilitar otras formas de pensamiento. Lo que
se pretendía era que una vez la neolengua fuera adoptada' de una vez por todas y la vieja lengua olvidada,
cualquier pensamiento herético, es decir, un pensamiento divergente de los principios del Ingsoc, fuera
literalmente impensable, o por lo menos en tanto que el pensamiento depende de las palabras. Su vocabulario
estaba construido de tal modo que diera la expresión exacta y a menudo de un modo muy sutil a cada
significado que un miembro del Partido quisiera expresar, excluyendo todos los demás sentidos, así como
la posibilidad de llegar a otros sentidos por métodos indirectos. Esto se conseguía inventando nuevas palabras
y desvistiendo a las palabras restantes de cualquier significado heterodoxo, y a ser posible de cualquier
significado secundario. Por ejemplo: la palabra libre aún existía en neolengua, pero sólo se podía utilizar en
afirmaciones como «este perro está libre de piojos», o «este prado está libre de malas hierbas». No se podía
usar en su viejo sentido de «politicamente libre» o «intelectualmente libre», ya que la libertad política e
intelectual ya no existían como conceptos y por lo tanto necesariamente no tenían nombre. Aparte de la
supresión de palabras definitivamente heréticas, la reducción del vocabulario por sí sola se consideraba
como un objetivo deseable, y no sobrevivía ninguna palabra de la que se pudiera prescindir. La finalidad de
la neolengua no era aumentar, sino disminuir el área del pensamiento, objetivo que podía conseguirse reduciendo
el número de palabras al mínimo indispensable.
La neolengua se basaba en la lengua inglesa tal como ahora la conocemos, aunque muchas frases de neolengua,
incluso sin contener nuevas palabras, serían apenas inteligibles para el que hablara el inglés actual.
Las palabras de neolengua se dividían en tres clases distintas, conocidas por los nombres de vocabulario A,
vocabulario B (también llamado de palabras compuestas) y vocabulario C. Lo más simple sería discutir
cada clase separadamente, pero las peculiaridades gramaticales de la lengua pueden ser tratadas en la sección
dedicada al vocabulario A, ya que las mismas reglas se aplicaban a las tres categorías.
El vocabulario A. El vocabulario A consistía en las palabras de uso cotidiano: cosas como comer, beber,
trabajar, vestirse, subir y bajar escaleras, conducir vehículos, cuidar el jardín, cocinar y cosas por el estilo.
Se componía prácticamente de palabras que ya poseemos -palabras como golpear, correr, perro, árbol, azúcar,
casa, campo-; pero en comparación con el vocabulario inglés de hoy en día, su número era extremadamente
pequeño, al mismo tiempo que sus significados eran más rigurosamente restringidos. Todas las ambigüedades
y distintas variaciones de significado habían sido purgadas. En tanto que fuera posible, una
palabra de neolengua de este tipo quedaba reducida simplemente a un sonido preciso que expresaba un concepto
claramente entendido. Hubiera sido totalmente inconcebible utilizar el vocabulario A para propósitos
literarios o para discusiones políticas o filosóficas. Su intención era la de expresar pensamientos simples y
objetivos, casi siempre relacionados con objetos concretos o acciones físicas.
La gramática de la neolengua tenía dos grandes peculiaridades. La primera era una intercambiabilidad
casi total entre las distintas partes de la oración. Cualquier palabra de la lengua (en principio esto era aplicable
incluso a palabras abstractas como si o cuando) se podía usar como verbo, nombre, adjetivo o adverbio.
Entre la forma del verbo y la del nombre, cuando eran de la misma raíz, no había nunca ninguna variación
y así esta regla por si misma suponía la destrucción de muchas de las formas arcaicas. La palabra pensamiento,
por ejemplo, no existía en neolengua. En su lugar existía pensar, que hacía la función de verbo y
de nombre. Aquí no se seguía ningún principio etimológico. En algunos casos se conservaba el sustantivo
original y en otros casos el verbo. Incluso cuando un nombre y un verbo de significado parecido no tenían
una relación etimológica, con frecuencia se suprimía el uno o el otro. No existía, por ejemplo, una palabra
como cortar, ya que su significado quedaba lo suficientemente cubierto por el nombre-verbo cuchillo. Los
adjetivos se forzaban añadiendo el sufijo lleno al nombre-verbo, y los adverbios añadiendo demudo. Así,
por ejemplo, rapidolleno quería decir rapidez, y rapidodemodo significaba rápidamente. Se conservaron
algunos adjetivos de hoy en día como bueno, fuerte, grande, negro, blando, pero en un número muy reducido.
Por otra parte, su necesidad era mínima, ya que se llegaba a cualquier significado adjetival añadiendo
lleno a un sustantivo-verbo. No se conservaron ninguno de los adverbios hoy existentes exceptuando algunos
que acababan en demodo; la terminación demodo era invariable. La palabra bien, por ejemplo, se sustituyó
por buenmodo. Además, a cualquier palabra -y esto, como principio, se aplicaba a todas las palabras
del idioma-, se le daba sentido de negación añadiendo el prefijo in o se le daba fuerza con el sufijo plus, o
para aumentar el énfasis, dobleplus. Así por ejemplo, hirió significaba «caliente», mientras que plusfrío y
dobleplu frío significaban respectivamente «muy frió» y «extraordinariamente frío». También era posible,
como en el inglés de hoy en día, modificar el significado de casi todas las palabras con preposiciones afijas
como, ante, post, sobre, sub, etc. A base de este método fue posible disminuir enormemente el vocabulario.
Poniendo por caso la palabra bueno, ya no habría necesidad de la palabra malo ya que el significado requerido
se expresaba tan bien o incluso mejor por inbueno. Lo único necesario, en el caso de que dos palabras
formaran una pareja de significación opuesta, era decidir cuál suprimir. Oscuridad, por ejemplo, podía ser
reemplazada por inluz o luz por inascuro, según lo que se prefiera. La segunda característica de la gramática
de la neolengua era su regularidad. Aparte de algunas excepciones abajo mencionadas, todas las inflexiones
seguían las mismas reglas. Así, en todos los verbos el pretérito y el participio pasado eran el
mismo y terminaban en ed (1). El pretérito de pensar, pensé, de robar, robé, y así en toda la lengua; todas
las otras formas: mandó, dio, habló, trajo, cogido, etc. fueron abolidas. Los plurales de hombre, buey, vida
eran hombres, bueys, vidas.
(1) En inglés. En español acabarían en la misma letra o seguirían como los verbos regulares, ejemplo: robé, hace, pensé, comer,
comí. Los ejemplos ingleses robar, pensar en español ya son verbos y no justifican el ejemplo
La única clase de palabras a las que todavía se les permitía inflexiones irregulares eran los pronombres,
los relativos, los adjetivos demostrativos y los verbos auxiliares. Todos estos seguían su uso antiguo excepto
que «quien» había sido suprimido por innecesario y los tiempos condicionales de deber, debería, habían
caído en desuso ya que habían sido cubiertos por «haría, habría hecho». Había también ciertas irregularidades
en la formación de palabras creadas por la necesidad del habla fácil y rápida.
Una palabra que fuese difícil de pronunciar o que podía entenderse incorrectamente, se estimaba ipso
facto una mala palabra; así que ocasionalmente, por la eufonía, se insertaban letras en una palabra o se conservaba
una forma arcaica. Pero esta necesidad tenía más relación sobre todo con el vocabularío B. La razón
de la importancia concedida a la facilidad de la pronunciación, se aclarará más tarde en este ensayo.
El vocabulario B: El vocabulario B consistía en palabras que habían sido construidas deliberadamente
con propósitos políticos. Es decir, palabras que no solamente tenían en todos los casos implicaciones políticas
sino que además poseían la intención de imponer una deseable actitud mental en la persona que las utilizaba.
Sin una compresión total de los principios * del Ingsoc era difícil usar estas palabras correctamente.
En algunos casos se podían traducir a la vieja lengua o incluso a palabras tomadas del vocabulario A, pero
ello exigía una larga parrafada y siempre se perdían ciertos énfasis. Las palabras del vocabulario B eran una
especie de taquigrafía verbal que a menudo englobaban toda una serie de ideas expresadas en unas pocas
sílabas y a la vez con un sentido más exacto y más fuerte que en el lenguaje ordinario. Las palabras B eran
en todos los casos palabras compuestas. * Consistían en dos o más palabras juntadas de un modo fácilmente
pronunciable. El resultado era siempre un verbonombre y se utilizaba según las reglas normales. Pongamos
un único ejemplo: la palabra bimpensar, que significa de un modo general «ortodoxia», o si uno quiere
tomarla como verbo, «pensar de un modo ortodoxo». Su declinación era la siguiente: nombre-verbo, bienpensar;
pretérito y participio pasado, bienpensado participio presente, bienpensante; adjetivo, bienpensadolleno;
adverbio, bienpensadammte; nombre verbal, bienpensado.
*Palabras compuestas como ehablarsubir» también se encontraban, claro está, en el vocabulario A, pero
no eran más que abreviaciones de conveniencia y no tenían ideología de ningún color en especial
Las palabras B no se construían de acuerdo con ningún plan etimológico. Las palabras podían ser de
cualquier parte de la lengua, se podían poner en un orden cualquiera y ser mutiladas de modo que las hiciera
de fácil pronunciación a la vez qué indicaban su derivación. En la palabra crimenpensar (pensamientocrimen),
por ejemplo, el pensar iba detrás mientras que en pensarpol (Policía del Pensamiento) iba primero
y en la última palabra, policía había perdido las tres sílabas finales. Dada la dificultad de asegurar la eufonía,
las formaciones irregulares eran más comunes en el vocabulario B que en el vocabulario A. Por ejemplo,
las formas adjetivadas de Miniver, Minipax y Minimor eran, respectivamante, Miniverlleno, Minipaxlleno
y Minimorlleno, simplemente porque verdadlleno, pazlleno y amorlleno eran algo difíciles de pronunciar.
En principio, de todos modos, todas las palabras B se modulaban del mismo modo.
Algunas de las palabras B tenían significados muy sutiles, apenas inteligibles para quien no dominara la
lengua en su totalidad. Consideremos, por ejemplo, una frase típica del editorial del Times como ésta: «Viejos
pensadores incorazonsentir Ingsoc». El modo más sencillo de entender esto en la Viejalengua sería:
«Como que se formaron con las ideas de antes de la Revolución, no pueden tener una comprensión emocional
de los principios del Socialismo Inglés». Pero ésta no es una traducción adecuada. En primer lugar,
para lograr captar el significado de la frase arriba mencionada, habría que tener una idea clara de lo que se
entiende por Ingsoc. Y además, sólo una persona totalmente educada en el Irigsoc podía apreciar toda la
fuerza de la palabra corazonsentir, que implicaba una ciega y entusiasta aceptación difícil de imaginar hoy;
de la palabra viedopensar, que estaba inextricablemente mezclada con la idea de maldad y decadencia. Pero
la función especial de ciertas palabras de neolengua, de las que vio era una, no era tanto expresar su significado
como destruirlos. Estas palabras, pocas en número, por supuesto, habían extendido su significado hasta
el punto de contener, dentro de ellas mismas, toda una serie de palabras que como quedaban englobadas
por un solo término comprensivo, ahora podían ser relegadas y olvidadas. La mayor dificultad con la que se
encontraban los compiladores del Diccionario de Neolengua no era inventar nuevas palabras, sino la de
precisar, una vez inventadas aquéllas, cuál era su significado. Es decir, precisar qué series de palabras quedaban
invalidadas con su existencia. Tal como ya hemos visto con la palabra liben, las palabras que en su
día hubieran tenido un significado herético, a veces se conservaban por conveniencia, pero limpias de los
significados indeseables. Innombrables palabras como honor, justicia, moralidad, internacionalismo, democracia,
ciencia y religión simplemente habían dejado de existir. Unas cuantas palabras hacían de tapadera y,
al encubrirlas, las abolían. Todas las palabras agrupadas bajo los conceptos de libertad e igualdad, por
ejemplo, se contenían en una sola, crimenpensar, mientras que todas las palabras reunidas bajo los conceptos
de objetividad y racionalismo quedaban comprendidas en la única palabra viejopensar. Mayor precisión
hubiera sido peligrosa. Lo que se requería de un miembro del Partido era un punto de vista similar al de los
antiguos hebreos que sabían, sin saber mucho más, que todas las naciones aparte de la suya adoraban a
«dioses falsos». No necesitaban saber que estos dioses se llamaban Baal, Osiris, Moloch, Ashtaroth, etc.
Probablemente cuanto menos supiesen sobre ellos, mejor para su ortodoxia. Conocían a Jehová y sus mandamientos;
sabían, por lo tanto, que todos los dioses con otros nombres y atributos eran dioses falsos. De
manera parecida, el miembro del Partido sabía lo que constituía la correcta norma de conducta, y de un
modo increíblemente vago y general lo que podía apartarle de ella. Su vida sexual, por ejemplo, estaba totalmente
regulada por las dos palabras de neolengua sexocrimen (inmoralidad sexual) y buensexo (castidad).
El sexocrimm cubría infracciones de todo tipo: fornicación, adulterio, homosexualidad y otras perversiones
y, además, el coito normal practicado por placer. No había necesidad de nombrarlos separadamente,
ya que todos eran igualmente culpables y merecían la muerte. En el vocabulario C, que consistía en palabras
técnicas y científicas, existía la necesidad de dar nombres especializados a ciertas aberraciones sexuales,
pero el ciudadano normal no las necesitaba. Éste sabía lo que se quería decir buensexo, es decir, el coito
normal entre marido y mujer con el solo propósito de engendrar hijos y sin placer físico por parte de la mujer;
todo lo demás era sexocrímen. En neolengua era casi imposible seguir un pensamiento herético más allá
de la percepción de su carácter herético; a partir de este punto faltaban las palabras necesarias. Ninguna
palabra en el vocabulario B era ideológicamente neutral. Muchas eran eufemismos. Palabras como, por
ejemplo, gozocampo (campo de trabajos forzados) o Minipax (Ministerio de la Paz, es decir, Ministerio de
la Guerra) significaban exactamente lo opuesto de lo que parecían indicar. Algunas palabras, por otro lado,
traducían una franca y despreciativa comprensión por la naturaleza real de la sociedad de Oceanía. Por
ejemplo, prolealimento significaba la porquería de entretenimiento y falsas noticias que el Partido daba a
las masas. Otras palabras además eran ambivalentes, teniendo la connotación de «bueno» cuando eran aplicadas
al Partido y de «malo» cuando eran aplicadas al enemigo. Pero además había gran cantidad de palabras
que a primera vista parecían meras abreviaciones y que extraían su color ideológico no de su significado
sino de su estructura. Hasta donde fuera posible todo lo qué pudiera tener un significado político de
cualquier tipo entraba en el vocabulario B. Los nombres de organizaciones, grupos de personas, doctrinas,
países o instituciones o edificios públicos, habían quedado recortados de forma muy sencilla, es decir, una
sola palabra fácilmente pronunciable con el menor número de sílabas y que conservaba la derivación original.
En el Ministerio de la Verdad, por ejemplo, el Departamento de Registro donde trabajaba Winston
Smith se llamaba Regdep, el Departamento de Ficción se llamaba Ficdep, el Departamento de Teleprogramas
se llamaba Teledep, etc. La finalidad no era sólo ganar tiempo. Incluso en las primeras décadas del siglo veinte, las palabras y frases abreviadas habían sido uno de los rasgos característicos del lenguaje político
y era notorio que la tendencia a usar abreviaturas de este tipo era más marcada en países y organizaciones
totalitarias. Ejemplos de ello son palabras tales como Nazi, Gestap , Comintern, Inprecorr y Agitrop. Al
principio esta práctica se había adoptado instintivamente, pero en neolengua se utilizaba con un propósito
consciente. Habían observado que abreviando un nombre se estrechaba y alteraba sutilmente su significado,
perdiendo la mayoría de asociaciones de ideas que de otra manera habría mantenido. Las palabras Internacional
Comunista, por ejemplo, evocan la imagen polifacética de solidaridad humana, banderas rojas, barricadas,
Karl Marx y la Comuna de París. La palabra Comintern, por otro lado, sólo sugiere una organización
tupida y cerrada, con una doctrina concreta. Se refiere a algo tan fácilmente reconocible y limitado en su
propósito como una silla o una mesa. Comintern es una palabra que se puede pronunciar casi sin pensar,
mientras que Internacional Comunista, es una frase en la que uno tiene que detenerse por lo menos unos
momentos. Del mismo modo. las asociaciones ideológicas que la palabra Miniver evoca son menores y más
controlables que las sugeridas por Ministerio de la Verdad. Esta era la razón del hábito de abreviar siempre
que fuera posible, así como también el casi exagerado cuidado que dedicaban a facilitar la pronunciación de
las palabras. En neolengua, la obsesión de la eufonía pesaba más que cualquier otra consideración, salvo la
exactitud del significado. Si era necesario, siempre se sacrificaba la regularidad de la gramática en aras de
la eufonía. Y con razón, ya que lo que se requería, sobre todo por razones políticas, eran palabras cortas y
de significado inequívoco que pudieran pronunciarse rápidamente y que despertaran el mínimo de sugerencias
en la mente del parlante. Las palabras del vocabulario B incluso ganaban en fuerza por el hecho de ser tan parecidas. Casi invariablemente estas palabras -bienpensar, Minipax, prolealimento, sexocrimen, gozocampo,
Ingsoc, corazonsentir, pensarol y muchas otras- eran palabras de dos o tres sílabas con el acento
tónico igualmente distribuido entre la primera sílaba y la última. Su uso fomentaba una especie de conversación
similar a un cotorreo, a la vez roto y monótono; era esto precisamente lo que pretendían. La intención
era formar un lenguaje, sobre todo el que versaba sobre materias no neutrales ideológicamente, tan independiente
como fuera posible de la conciencia. En asuntos, de la vida cotidiana, sin duda era necesario, o
algunas veces necesario, reflexionar antes de hablar, pero un miembro del Partido, llamado a emitir un juicio
político o ético, debía ser capaz de disparar las opiniones correctas tan automáticamente como una ametralladora
las balas. Su entrenamiento lo preparaba para ello, el lenguaje le daba un instrumento casi infalible
y la textura de las palabras, con su sonido duro y una especie de fealdad salvaje de acuerdo con el espíritu
del Ingsoc, acababan de completar el proceso. Además contribuía el hecho de tener pocas palabras
donde escoger. En relación con el nuestro, el vocabulario de la neolengua era mínimo, y continuamente
inventaban nuevos modos de reducirlo. Desde luego, la neolengua difería de la mayoría de otros lenguajes
en que su vocabulario se empequeñecía en vez de agrandarse. Cada reducción era una ganancia, ya que
cuanto menor era el área para escoger, más pequeña era la tentación de pensar. En definitiva, -se esperaba
construir un lenguaje articulado que surgiera de la laringe sin involucrar en absoluto a los centros del cerebro.
Este objetivo se explicita francamente en la palabra de neolengua haNapato, que significa «cuacuar
como un pato»; como otras palabras de neolengua, baWpato era de significado ambivalente. Si las opiniones
cuacuadas eran ortodoxas, sólo implicaban alabanza y cuando el Times se refería a uno de los oradores
del Partido como a un dobleplusbum cuacuador estaba emitiendo un caluroso y valioso cumplido.
El vocabulario C. El vocabulario C era complementario de los otros dos y contenía totalmente términos
científicos y técnicos. Éstos se parecían a los términos científicos en uso hoy en día y procedían de las
mismas raíces, pero se tomó el cuidado habitual para definirlos rápidamente, y despojarlos de los significados
indeseables. Se atenían a las mismas reglas gramaticales que las palabras de los otros dos vocabularios.
Muy pocas palabras C tenían uso en las conversaciones cotidianas o en el lenguaje político. Cualquier científico
o técnico podía encontrar todas las palabras necesarias en la lista dedicada a su especialidad, pero
sólo tenía una mínima idea de las palabras de las otras listas. Solamente unas cuantas palabras eran comunes
a todas las listas y no existía un vocabulario que expresase la función de la ciencia como actitud mental
o como método intelectual independiente de sus ramas particulares. No había, de hecho, palabra para designar
la «Ciencia», quedando cualquier significado que pudiera tener suficientemente cubierto por la palabra
Ingsoc.
Por lo que se ha explicado, podrá verse que en neolengua la expresión de opiniones heterodoxas de bajo
nivel era casi imposible. Era factible, claro está, emitir herejías de un tono muy crudo y elemental, como
una especie de blasfemia. Hubiera sido posible, por ejemplo, decir el «Gran Hermano inbueno». Pero esta
aseveración, que a un oído ortodoxo le sonaba como una manifiesta absurdidad, no podría haber sido sostenida
con argumentos racionales, ya que faltaban las palabras necesarias. Sólo podían sostenerse ideas contrarias
al Ingsoc de una manera vaga y sin palabras, y formularlas en unos términos muy genéricos que
mezclaban y condenaban todo tipo de herejías, sin definirlas particularmente. De hecho, sólo podía utilizarse
la neolengua para fines heterodoxos traduciendo de un modo ilegítimo algunas de las palabras a la Viejalengua.
Por ejemplo, «Todos los hombres son iguales» era una afirmación posible en neolengua, pero en el
mismo sentido en que «Todos los hombres tienen el pelo rojo» pudiera serlo en Viejalengua. No contiene
ningún error gramatical, pero expresa una no-verdad palpable como que todos los hombres son de la misma
estatura, peso o fuerza. El concepto de igualdad política ya no existía y por lo tanto esta significación secundaria
había sido limpiada de la palabra igual. En 1984, cuando Viejalengua era todavía el medio normal
de comunicación, teóricamente existía el peligro de que al usar palabras de neolengua uno recordara sus
significados originales. En la práctica no era difícil, para alguien bien versado en el doblepmar, evitar que
esto ocurriera, pero dentro de dos generaciones se evitaría incluso la posibilidad de este peligro. Una persona
creciendo con neolengua como único lenguaje, no sabría nunca que igual había tenido antes la acepción
de «igualdad política», o que «libre» había significado anteriormente «intelectualmente libre», del mismo
modo que, por ejemplo, una persona que no hubiera oído hablar nunca de ajedrez, podría saber los segundos
significados aplicables a la reina y a la torre. Por lo tanto, quedaría descartada la posibilidad de cometer
muchos crímenes y errores simplemente porque no tenían nombre y, en consecuencia, son inimaginables. Y
era de esperar que con el paso del tiempo las características que distinguían a la neolengua, se volverían
más y más acusadas: sus palabras irían disminuyendo, sus significados cada vez más restringidos y más
remoto el peligro de utilizarlos impropiamente. Al desaparecer la Viejalengua se habría roto el último lazo
con el pasado. La historia ya se había reescrito, pero algunos fragmentos de la vieja literatura sobrevivían
aquí y allá, imperfectamente censurados, y mientras persistiera el conocimiento de la Viejalengua era posible
leerlos. En el futuro tales fragmentos, incluso si sobrevivieran, serían inteligibles e intraducibles. Era
imposible traducir un pasaje de Viejalengua a Neolengua, salvo que se refiriera a algún proceso técnico, a
hechos de la vida cotidiana o bien fuese ya de tendencia ortodoxa (bienpensante sería la expresión en neolengua).
En la práctica, esto suponía que ningún libro escrito antes de 1960 podía traducirse por completo.
La literatura anterior a la Revolución sólo podía estar sujeta a una traducción ideológica, o sea, a una alteración
tanto de las palabras como del sentido. Tomemos por ejemplo el tan conocido pasaje de la Declaración
de la Independencia:
Entendemos que son verdades evidentes el que todos los hombres han sido creados iguales, que han sido
dotados por su Creador con ciertos derechos: inalienables, entre los que se encuentran la vida, la libertad y
la búsqueda de la felicidad. Y que, para asegurar estos derechos, se han instituido entre los hombres los
gobiernos, cuyo poder depende del consentimiento de los gobernados. Y que cuando cualquier forma de
gobierno perjudica estos fines, el pueblo tiene derecho a alterarla o abolirla e instituir una nueva...
Hubiera sido imposible traducir este párrafo a neolengua conservando el sentido del original. La traducción
más aproximada consistiría en tragarse todo el pasaje como crimental Una traducción completa sólo
podía ser ideológica, con lo que las palabras de Jefferson se habrían convertido en un panegírico sobre el
gobierno absoluto.
Buena parte de la literatura del pasado ya se había transformado en esto. Consideraciones de prestigio
aconsejaban conservar el recuerdo de algunas figuras históricas, poniendo al mismo tiempo algunas de sus
grandes acciones en relación con la filosofía del Ingsoc. Varios escritores como Shakespeare, Milton,
Swift, Byron, Dickens y otros estaban en proceso de traducción. Una vez terminado este trabajo, sus escritos
originales, junto con el resto que hubiera sobrevivido de la literatura del pasado, sería destruido. Estas
traducciones eran un proceso lento y difícil y no se esperaba que fueran terminadas antes de la primera o
segunda década del siglo veintiuno. Había también gran cantidad de literatura meramente utilitaria manuales
técnicos indispensables y cosas por el estilo que debían ser tratados del mismo modo. Para dar tiempo a
este trabajo preliminar, se fijó una fecha tan lejana como el año 2050 para la adopción definitiva de la neolengua
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