Lolita
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Vladimir Nabokov
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A Vera
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PRÓLOGO
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Lolita o las Confesiones de un viudo de raza blanca: tales eran los dos títulos con los cuales el autor de esta nota recibió las extrañas páginas que prologa. «Humbert Humbert», su autor, había muerto de trombosis coronaria, en la prisión, el 16 de noviembre de 1952, pocos días antes de que se fijara el comienzo de su proceso. Su abogado, mi buen amigo y pariente Clarence Choate Clark, Esquire, que pertenece ahora al foro del distrito de Columbia, me pidió que publicara el manuscrito apoyando su demanda en una cláusula del testamento de su cliente que daba a mi eminente primo facultades para obrar según su propio criterio en cuanto se relacionara con la publicación de Lolita. Es posible que la decisión de Clark se debiera al hecho de que el editor elegido acabara de obtener el Premio Polingo por una modesta obra (¿Tienen sentido los sentidos?) donde se discuten ciertas perversiones y estados morbosos.
Mi tarea resultó más simple de lo que ambos habíamos supuesto. Salvo la corrección de algunos solecismos y la cuidadosa supresión de unos pocos y tenaces detalles que, a pesar de los esfuerzos de «H. H.», aún subsistían en su texto como señales y lápidas (indicadoras de lugares o personas que el gusto habría debido evitar y la compasión suprimir), estas notables Memorias se presentan intactas. El curioso apellido de su autor es invención suya y, desde luego, esa máscara –a través de la cual parecen brillar dos ojos hipnóticos– no se ha levantado, de acuerdo con los deseos de su portador. Mientras que «Haze» sólo rima con el verdadero apellido de la heroína, su nombre está demasiado implicado en la trama íntima del libro para que nos hayamos permitido alterarlo; por lo demás, como advertirá el propio lector, no había necesidad de hacerlo. El curioso puede encontrar referencias al crimen de «H. H.» en los periódicos de septiembre de 1952; la causa y el propósito del crimen se habrían mantenido en un misterio absoluto de no haber permitido el autor que estas Memorias fueran a dar bajo la luz de mi lámpara.
En provecho de lectores anticuados que desean rastrear los destinos de las personas más allá de la historia real; pueden suministrarse unos pocos detalles recibidos del señor Windmuller, de Ramsdale, que desea ocultar su identidad para que «las largas sombras de esta historia dolorosa y sórdida» no lleguen hasta la comunidad a la cual está orgulloso de pertenecer. Su hija, Louise, está ahora en las aulas de un colegio: Mona Dahl estudia en París. Rita se ha casado recientemente con el dueño de un hotel de Florida. La señora de Richard F. Schiller murió al dar a luz a un niño que nació muerto, en la Navidad de 1952, en Gray Star, un establecimiento del lejano noroeste. Vivian Darkbloom es autora de una biografía, Mi réplica, que se publicará próximamente. Los críticos que han examinado el manuscrito lo declaran su mejor libro. Los cuidadores de los diversos cementerios mencionados informan que no se ven fantasmas por ningún lado.
Considerada sencillamente como novela, Lolita presenta situaciones y emociones que el lector encontraría exasperantes por su vaguedad si su expresión se hubiese diluido mediante insípidas evasivas. Por cierto que no se hallará en todo el libro un solo término obsceno; en verdad, el robusto filisteo a quien las convenciones modernas persuaden de que acepte sin escrúpulos una profusa ornamentación de palabras de cuatro letras en cualquier novela trivial, sentirá no poco asombro al comprobar que aquí están ausentes. Pero si, para alivio de esos paradójicos mojigatos, algún editor intentara disimular o suprimir escenas que cierto tipo de mentalidad llamaría «afrodisíacas» (véase en este sentido la documental resolución sentenciada el 6 de diciembre de 1933 por el Honorable John M. Woolsey con respecto a otro libro, considerablemente más explícito), habría que desistir por completo de la publicación de Lolita, puesto que esas escenas mismas –que torpemente podríamos acusar de poseer una existencia sensual y gratuita– son las más estrictamente funcionales en el desarrollo de una trágica narración que apunta sin desviarse nada menos que a una apoteosis moral. El cínico alegará que la pornografía comercial tiene la misma pretensión; el médico objetará que la apasionada confesión de «H. H.» es una tempestad en un tubo de ensayo; que por lo menos el doce por ciento de los varones adultos norteamericanos –estimación harto moderada según la doctora Blanche Schwarzmann (comunicación verbal)– pasan anualmente de un modo u otro por la peculiar experiencia descrita con tal desesperación por «H. H.»; que si nuestro ofuscado autobiógrafo hubiera consultado, en ese verano fatal de 1947, a un psicópata competente, no habría ocurrido el desastre. Pero tampoco habría aparecido este libro.
Se excusará a este comentador que repita lo que ha enfatizado en sus libros y conferencias: lo ofensivo no suele ser más que un sinónimo de lo insólito. Una obra de arte es, desde luego, siempre original; su naturaleza misma, por lo tanto, hace que se presente como una sorpresa más o menos alarmante. No tengo la intención de glorificar a «H. H.». Sin duda, es un hombre abominable, abyecto, un ejemplo flagrante de lepra moral, una mezcla de ferocidad y jocosidad que acaso revele una suprema desdicha, pero que no puede ejercer atracción. Su capricho llega a la extravagancia. Muchas de sus opiniones formuladas aquí y allá sobre las gentes y el paisaje de este país son ridículas. Cierta desesperada honradez que vibra en su confesión no lo absuelve de pecados de diabólica astucia. Es un anormal. No es un caballero. Pero, ¡con qué magia su violín armonioso conjura en nosotros una ternura, una compasión hacia Lolita que nos entrega a la fascinación del libro, al propio tiempo que abominamos de su autor!
Como exposición de un caso, Lolita habrá de ser, sin duda, una obra clásica en los círculos psiquiátricos. Como obra de arte, trasciende su aspecto expiatorio. Y más importante aún, para nosotros, que su trascendencia científica y su dignidad literaria es el impacto ético que el libro tendrá sobre el lector serio. Pues en este punzante estudio personal se encierra una lección general. La niña descarriada, la madre egoísta, el anheloso maniático no son tan sólo vívidos caracteres de una historia única; nos previenen contra peligrosas tendencias, evidencian males poderosos. Lolita hará que todos nosotros –padres, sociólogos, educadores– nos consagremos con celo y visión mucho mayores a la tarea de lograr una generación mejor en un mundo más seguro.
JOHN RAY JR., Doctor en Filosofía, Widworth, Mass.
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PRIMERA PARTE
1
Lolita, luz de mi vida, fuego de mis entrañas. Pecado mío, alma mía. Lo-li-ta: la punta de la lengua emprende un viaje de tres pasos desde el borde del paladar para apoyarse, en el tercero, en el borde de los dientes. Lo.Li.Ta.
Era Lo, sencillamente Lo, por la mañana, un metro cuarenta y ocho de estatura con pies descalzos. Era Lola con pantalones. Era Dolly en la escuela. Era Dolores cuando firmaba. Pero en mis brazos era siempre Lolita.
¿Tuvo Lolita una precursora? Por cierto que la tuvo. En verdad, Lolita no pudo existir para mí si un verano no hubiese amado a otra... «En un principado junto al mar.» ¿Cuándo? Tantos años antes de que naciera Lolita como tenía yo ese verano. Siempre puede uno contar con un asesino para una prosa fantástica.
Señoras y señores del jurado, la prueba número uno es lo que envidiaron los serafines de Poe, los errados, simples serafines de nobles alas. Mirad esta maraña de espinas.
2
Nací en París en 1910. Mi padre era una persona suave, de trato fácil, una ensalada de orígenes raciales: ciudadano suizo de ascendencia francesa y austríaca, con una corriente del Danubio en las venas. Revisaré en un minuto algunas encantadoras postales de brillo azulino. Poseía un lujoso hotel en la Riviera. Su padre y sus dos abuelos habían vendido vino, alhajas y seda, respectivamente. A los treinta años se casó con una muchacha inglesa, hija de Jerome Dunn, el alpinista, y nieta de los párrocos de Dorset, expertos en temas oscuros: paleopedología y arpas eólicas. Mi madre, muy fotogénica, murió a causa de un absurdo accidente (un rayo durante un pic-nic) cuando tenía yo tres años, y salvo una zona de tibieza en el pasado más impenetrable, nada subsiste de ella en las hondonadas y valles del recuerdo sobre los cuales, si aún pueden ustedes sobrellevar mi estilo (escribo bajo vigilancia), se puso el sol de mi infancia: sin duda todos ustedes conocen esos fragantes resabios de días suspendidos, como moscas minúsculas, en torno de algún seto en flor o súbitamente invadido y atravesado por las trepadoras, al pie de una colina, en la penumbra estival: sedosa tibieza, dorados moscardones.
La hermana mayor de mi madre, Sybil, casada con un primo de mi padre que le abandonó, servía en mi ámbito familiar como gobernanta gratuita y ama de llaves. Alguien me dijo después que estuvo enamorada de mi padre y que él, livianamente, sacó provecho de tal sentimiento en un día lluvioso, para olvidar la cosa cuando el tiempo aclaró. Yo le tenía mucho cariño, a pesar de la rigidez –la rigidez fatal– de algunas de sus normas. Quizá lo que ella deseaba era hacer de mí, en la plenitud del tiempo, un viudo mejor que mi padre. Mi Sybil tenía los ojos azules, ribeteados de rojo, y la piel como de cera. Era poéticamente supersticiosa. Decía que estaba segura de morir no bien cumpliera yo dieciséis y así fue. Su marido, un gran traficante de perfumes, pasó la mayor parte del tiempo en Norteamérica, donde acabó fundando una compañía que adquirió bienes raíces.
Crecí como un niño feliz, saludable, en un mundo brillante de libros ilustrados, arena limpia, naranjos, perros amistosos, paisajes marítimos y rostros sonrientes. En torno a mí, la espléndida mansión Mirana giraba como una especie de universo privado, un cosmos blanqueado dentro del otro más vasto y azul que resplandecía fuera de él. Desde la fregona de delantal hasta el potentado de franela, todos gustaban de mí, todos me mimaban. Maduras damas norteamericanas se apoyaban en sus bastones y se inclinaban hacia mí como torres de Pisa. Princesas rusas arruinadas que no podían pagar a mi padre me compraban bombones caros. Y él, mon cher petit papa, me sacaba a navegar y a pasear en bicicleta, me enseñaba a nadar y a zambullirme y a esquiar en el agua, me leía Don Quijote y Les Misérables y yo lo adoraba y lo respetaba y me enorgullecía de él cuando llegaban a mí las discusiones de los criados sobre sus varias amigas, seres hermosos y afectuosos que me festejaban mucho y vertían preciosas lágrimas sobre mi alegre orfandad.
Asistía a una escuela diurna inglesa a pocas millas de Mirana; allí jugaba al tenis y a la pelota, obtenía excelentes calificaciones y estaba en términos perfectos con mis compañeros y profesores. Los únicos acontecimientos definitivamente sexuales que recuerdo antes de que cumpliera trece años (o sea antes de que viera por primera vez a mi pequeña Annabel) fueron una conversación solemne, decorosa y puramente teórica sobre las sorpresas de la pubertad, sostenida en el rosal de la escuela con un alumno norteamericano, hijo de una actriz cinematográfica por entonces muy celebrada y a la cual veía muy rara vez en el mundo tridimensional, y ciertas interesantes reacciones de mi organismo ante determinadas fotografías, nácar y sombras, con hendiduras infinitamente suaves, en el suntuoso La Beauté Humaine, de Pichon, que había hurtado de debajo de una pila de Graphics encuadernados en papel jaspeado, en la biblioteca de la mansión. Después, con su estilo deliciosamente afable, mi padre me suministró toda la información que consideró necesaria sobre el sexo; eso fue justo antes de enviarme, en el otoño de 1923, a un lycée de Lyon (donde habríamos de pasar tres inviernos); pero, ay, en el verano de ese año mi padre recorría Italia con Madame de R. y su hija, y yo no tenía a nadie con quien consolarme, a nadie a quien consultar.
3
Como yo, Annabel era de origen híbrido: medio inglesa, medio holandesa. Hoy recuerdo sus rasgos con nitidez mucho menor que hace pocos años, antes de conocer a Lolita. Hay dos clases de memoria visual: con una, recreamos diestramente una imagen en el laboratorio de nuestra mente con los ojos abiertos (y así veo a Annabel, en términos generales tales como «piel color de miel», «brazos delgados», «pelo castaño y corto», «pestañas largas», «boca grande, brillante»); con la otra, evocamos instantáneamente con los ojos cerrados, en la oscura intimidad de los párpados, el objetivo, réplica absolutamente óptica de un rostro amado, un diminuto espectro de colores naturales (y así veo a Lolita).
Permítaseme, pues, que al describir a Annabel me limite decorosamente a decir que era una niña encantadora, pocos meses menor que yo. Sus padres eran viejos amigos de mi tía y tan rígidos como ella. Habían alquilado una villa no lejos de Mirana. Calvo y moreno el señor Leigh, gruesa y empolvada la señora de Leigh (de soltera, Vanessa van Ness). ¡Cómo la detestaba! Al principio, Annabel y yo hablábamos de temas periféricos. Ella recogía puñados de fina arena y la dejaba escurrirse entre sus dedos. Nuestras mentes estaban afinadas según el común de los pre-adolescentes europeos inteligentes de nuestro tiempo y nuestra generación, y dudo mucho que pudiera atribuirse a nuestro genio individual el interés por la pluralidad de mundos habitados, los partidos de tenis, el infinito, el solipsismo, etcétera. La blandura y fragilidad de los cachorros nos producía el mismo, intenso dolor. Annabel quería ser enfermera en algún país asiático donde hubiera hambre; yo, ser un espía famoso.
Nos enamoramos simultáneamente, de una manera frenética, impúdica, agonizante. Y desesperada, debería agregar, porque este arrebato de mutua posesión sólo se habría saciado si cada uno se hubiera embebido y saturado realmente de cada partícula del alma y el corazón del otro; pero ahí nos quedábamos ambos, incapaces hasta de encontrar esas oportunidades de juntarnos que habrían sido tan fáciles para los chicos callejeros. Después de un enloquecido intento de encontrarnos cierta noche, en el jardín de Annabel (más adelante hablaré de ello), la única intimidad que se nos permitió fue la de permanecer fuera del alcance del oído, pero no de la vista, en la parte populosa de la plage. Allí, en la muelle arena, a pocos metros de nuestros mayores, nos quedábamos tendidos la mañana entera, en un petrificado paroxismo, y aprovechábamos cada bendita grieta abierta en el espacio y el tiempo; su mano, medio oculta en la arena, se deslizaba hacia mí, sus bellos dedos morenos se acercaban cada vez más, como en sueños; entonces su rodilla opalina iniciaba una cautelosa travesía; a veces, una providencial muralla construida por los niños nos garantizaba amparo suficiente para rozarnos los labios salados; esos contactos incompletos producían en nuestros cuerpos jóvenes, sanos e inexpertos, un estado de exasperación tal, que ni aun el agua fría y azul, bajo la cual nos aferrábamos, podía aliviar.
Entre algunos tesoros perdidos durante los vagabundeos de mi edad adulta, había una instantánea tomada por mi tía que mostraba a Annabel, sus padres y cierto doctor Cooper, un caballero serio, maduro y cojo que ese mismo verano cortejaba a mi tía, agrupados en torno a una mesa de un café sobre la acera. Annabel no salió bien, sorprendida mientras se inclinaba sobre el chocolat glacé; sus delgados hombros desnudos y la raya de su pelo era lo único que podía identificarse (tal como recuerdo aquella fotografía) en la soleada bruma donde se diluyó su perdido encanto. Pero yo, sentado a cierta distancia del resto, salí con una especie de dramático realce: un jovencito triste, ceñudo, con una camisa oscura de deporte y pantalones cortos de excelente hechura, las piernas cruzadas mostrando el perfil, la mirada perdida. Esta fotografía se tomó el último día de nuestro verano fatal y pocos minutos antes de que hiciéramos nuestro segundo y último intento para torcer el destino. Con el más baladí de los pretextos (ésa era nuestra última oportunidad y ninguna otra cosa importaba de veras) escapamos del café a la playa, donde encontramos una extensión de arena solitaria, y allí, en la sombra violeta de unas rocas rojas que formaban como una caverna, tuvimos un breve encuentro, con un par de anteojos negros perdidos como únicos testigos. Yo estaba de rodillas y a punto de besar a mi amada, cuando dos bañistas barbudos, un viejo lobo de mar y su hermano, aparecieron de entre las aguas con exclamaciones de aliento. Cuatro meses después, Annabel murió de tifus en Corfú.
4
Repaso una y otra vez esos míseros recuerdos y me pregunto si fue entonces, en el resplandor de aquel verano remoto, cuando empezó a hendirse mi vida. ¿O mi desmedido deseo por esa niña no fue sino la primera muestra de una singularidad inherente? Cuando procuro analizar mis propios anhelos, motivaciones y actos, me rindo ante una especie de imaginación retrospectiva que atiborra la facultad analítica que con infinitas alternativas bifurca incesantemente cada rumbo visualizado en la perspectiva enloquecedoramente compleja de mi pasado. Estoy persuadido, sin embargo, de que en cierto modo fatal y mágico, Lolita empezó con Annabel.
Sé también que la conmoción producida por la muerte de Annabel consolidó la frustración de ese verano de pesadilla y la convirtió en un obstáculo permanente para cualquier romance ulterior, a través de los fríos años de mi juventud. Lo espiritual y lo físico se habían fundido en nosotros con perfección tal que no puede sino resultar incomprensible para los jovenzuelos materialistas, rudos y de mentes uniformes, típicos de nuestro tiempo. Mucho después de su muerte sentía que sus pensamientos flotaban en torno a los míos. Antes de conocernos ya habíamos tenido los mismos sueños. Comparamos anotaciones. Encontramos extrañas afinidades. En el mismo mes de junio del mismo año (1919), un canario perdido había revoloteado en su casa y la mía, en dos países vastamente alejados. ¡Ah, Lolita, si tú me hubieras querido así!
He reservado para el desenlace de mi fase «Annabel» el relato de nuestra cita infructuosa. Una noche, Annabel se las compuso para burlar la viciosa vigilancia de su familia. Bajo un macizo de mimosas nerviosas y esbeltas, al fondo de su villa, encontramos amparo en las ruinas de un muro bajo, de piedra. A través de la oscuridad y los árboles tiernos, veíamos arabescos de ventanas iluminadas que, retocadas por las tintas de colores del recuerdo sensible, se me aparecen hoy como naipes –acaso porque una partida de bridge mantenía ocupado al enemigo–. Ella tembló y se crispó cuando le besé el ángulo de los labios abiertos y el lóbulo caliente de la oreja. Un racimo de estrellas brillaba plácidamente sobre nosotros, entre siluetas de largas hojas delgadas; ese cielo vibrante parecía tan desnudo como ella bajo su vestido liviano. Vi su rostro contra el cielo, extrañamente nítido, como si emitiera una tenue irradiación. Sus piernas, sus adorables piernas vivientes, no estaban muy juntas y cuando localicé lo que buscaba, sus rasgos infantiles adquirieron una expresión soñadora y atemorizada. Estaba sentada algo más arriba que yo, y cada vez que en su solitario éxtasis se abandonaba al impulso de besarme, inclinaba la cabeza con un movimiento muelle, letárgico, como de vertiente, que era casi lúgubre, y sus rodillas desnudas apretaban mi mano para soltarla de nuevo; y su boca temblorosa, crispada por la actitud de alguna misteriosa pócima, se acercaba a mi rostro con intensa aspiración. Procuraba aliviar el dolor del anhelo restregando ásperamente sus labios secos contra los míos; después mi amada se echaba atrás con una sacudida nerviosa de la cabeza, para volver a acercarse oscuramente, alimentándome con su boca abierta; mientras, con una generosidad pronta a ofrecérselo todo, yo le hacía tomar el cetro de mi pasión.
Recuerdo el perfume de ciertos polvos de tocador –creo que se los había robado a la doncella española de su madre–: un olor a almizcle dulzón. Se mezcló con su propio olor a bizcocho y súbitamente mis sentidos se enturbiaron. La repentina agitación de un arbusto cercano impidió que desbordaran, y mientras ambos nos apartábamos, esperando con un dolor en las venas lo que quizá no fuera sino un gato vagabundo, llegó de la casa la voz de su madre que la llamaba –con frenesí que iba en aumento– y el doctor Cooper apareció cojeando gravemente en el jardín. Pero ese macizo de mimosas, el racimo de estrellas, la comezón, la llama, el néctar y el dolor quedaron en mí, y a partir de entonces ella me hechizó, hasta que, al fin, veinticuatro años después, rompí el hechizo encarnándola en otra.
5
Cuando me vuelvo para mirarlos, los días de mi juventud parecen huir de mí en una ráfaga de pálidos deshechos reiterados, como esas tempestades matinales de nieve en que el pasajero de tren ve remolinear papel de seda ajado tras el último vagón. Durante mis relaciones sanitarias con mujeres, yo era práctico, irónico, enérgico. Mientras fui estudiante, en Londres y París, las mujeres pagadas me bastaron. Mis estudios eran minuciosos e intensos, aunque no particularmente fructíferos. Al principio proyecté graduarme en psiquiatría, como hacen muchos talentos manqués. Pero ni para esto servía: un extraño agotamiento me atenazaba («Doctor, me siento tan oprimido...»). Y viré hacia la literatura inglesa, donde tantos poetas frustrados acababan como profesores vestidos de tweed con la pipa en los labios. París me sentaba de maravilla. Discutía películas soviéticas con expatriados. Me codeaba con uranistas en Deux Magots. Publicaba tortuosos ensayos en diarios oscuros. Componía pastiches:
... Poco me importa
que Fräulein von Kulp
pueda volverse,
la mano sobre la puerta;
a nadie he de seguir, ni a Fresca,
ni a Gaviota.
Los seis o siete entendidos que leyeron mi artículo: «El tema proustiano en una carta de Keats a Benjamín Bailey», rieron entre dientes. Inicié una Histoire abrégée de la poésie anglaise por cuenta de una importante editorial y después empecé a compilar ese manual de literatura francesa para estudiantes de habla inglesa (con comparaciones tomadas de las letras inglesas) que habría de ocuparme durante la década del cuarenta y cuyo último volumen estaba casi listo para la imprenta por la época de mi arresto.
Encontré trabajo; enseñaba inglés a un grupo de adultos en Auteuil. Después, una escuela de varones me empleó durante un par de inviernos. De vez en cuando, aprovechaba las relaciones que había hecho con sociólogos y psicólogos para visitar en su compañía varias instituciones, tales como orfanatos y reformatorios, donde podían contemplarse pálidas jóvenes pubescentes, de pestañas gruesas, con una impunidad perfecta como la que nos está asegurada en sueños.
Ahora creo llegado el momento de presentar al lector algunas consideraciones de orden general. Entre los límites de los nueve y los catorce años, surgen doncellas que revelan a ciertos viajeros embrujados, dos o más veces mayores que ellas, su verdadera naturaleza, no humana, sino nínfica (o sea demoníaca); propongo llamar «nínfulas» a esas criaturas escogidas.
Se advertirá que reemplazo términos espaciales por temporales. En realidad, querría que el lector considerara los «nueve» y los «catorce» como los límites –playas espejeantes, rocas rosadas– de una isla encantada, habitada por esas nínfulas mías y rodeada por un mar vasto y brumoso. Entre esos límites temporales, ¿son nínfulas todas las niñas? No, desde luego. De lo contrario, quienes supiéramos el secreto, nosotros, los viajeros solitarios, los ninfulómanos, habríamos enloquecido hace mucho tiempo. Tampoco es la belleza una piedra de toque; y la vulgaridad –o al menos lo que una comunidad determinada considera como tal– no daña forzosamente ciertas características misteriosas, la gracia letal, el evasivo, cambiante, trastornador, insidioso encanto mediante el cual la nínfula se distingue de esas contemporáneas suyas que dependen incomparablemente más del mundo espacial de fenómenos sincrónicos que de esa isla intangible de tiempo hechizado donde Lolita juega con sus semejantes. Dentro de los mismos límites temporales, el número de verdaderas nínfulas es harto inferior al de las jovenzuelas provisionalmente feas, o tan sólo agradables, o «simpáticas», o hasta «bonitas» y «atractivas», comunes, regordetas, informes, de piel fría, niñas esencialmente humanas, vientrecitos abultados y trenzas, que acaso lleguen a transformarse en mujeres de gran belleza (pienso en los toscos budines con medias negras y sombreros blancos que se convierten en deslumbrantes estrellas cinematográficas). Si pedimos a un hombre normal que elija a la niña más bonita en una fotografía de un grupo de colegialas o girl-scouts, no siempre señalará a la nínfula. Hay que ser artista y loco, un ser infinitamente melancólico, con una burbuja de ardiente veneno en las entrañas y una llama de suprema voluptuosidad siempre encendida en su sutil espinazo (¡oh, cómo tiene uno que rebajarse y esconderse!), para reconocer de inmediato, por signos inefables –el diseño ligeramente felino de un pómulo, la delicadeza de un miembro aterciopelado y otros indicios que la desesperación, la vergüenza y las lágrimas de ternura me prohiben enumerar–, al pequeño demonio mortífero entre el común de las niñas; y allí está, no reconocida e ignorante de su fantástico poder.
Además, puesto que la idea de tiempo gravita con tan mágico influjo sobre todo ello, el estudioso no ha de sorprenderse al saber que ha de existir una brecha de varios años –nunca menos de diez, diría yo, treinta o cuarenta por lo general y tantos como cincuenta en algunos pocos casos conocidos– entre doncella y hombre para que este último pueda caer bajo el hechizo de la nínfula. Es una cuestión de ajuste focal, de cierta distancia que el ojo interior supera contrayéndose y de cierto contraste que la mente percibe con un jadeo de perverso deleite. Cuando yo era niño y ella era niña, mi pequeña Annabel no era para mí una nínfula; yo era su igual, un faunúnculo por derecho propio, en esa misma y encantada isla del tiempo; pero hoy, en septiembre de 1952, al cabo de veintinueve años, creo distinguir en ella el elfo fatal de mi vida. Nos queríamos con amor prematuro, con la violencia que a menudo destruye vidas adultas. Yo era un muchacho fuerte y sobreviví; pero el veneno estaba en la herida y la herida permaneció siempre abierta. Y pronto me encontré madurando en una civilización que permite a un hombre de veinticinco años cortejar a una muchacha de dieciséis, pero no a una niña de doce.
No es de asombrarse, pues, si mi vida adulta, durante el período europeo de mi existencia, resultó monstruosamente doble. Abiertamente, yo mantenía las relaciones llamadas normales con cierto número de mujeres terrenas, provistas de calabazas o peras como pechos; secretamente, me consumía en un horno infernal de localizada codicia por cada nínfula que encontraba y a la cual no me atrevía a acercarme, como un pusilánime respetuoso de la ley. Las hembras humanas que me era permitido utilizar no servían sino como agentes paliativos. Estoy dispuesto a creer que las sensaciones provocadas en mí por la fornicación natural, eran muy semejantes a las conocidas por los grandes machos normales ayuntados con sus grandes cónyuges normales en ese ritmo que sacude el mundo. Lo malo era que esos caballeros no habían tenido vislumbres de un deleite incomparablemente más punzante, y yo sí... La más turbia de mis poluciones era mil veces más deslumbrante que todo el adulterio imaginado por el escritor de genio más viril o por el impotente más talentoso. Mi mundo estaba escindido. Yo percibía dos sexos, y no uno; y ninguno de los dos era el mío. El anatomista los habría declarado femeninos. Pero para mí, a través del prisma de mis sentidos, eran tan diferentes como el día y la noche. Ahora puedo razonar sobre todo esto. En aquel entonces, y hasta por lo menos los treinta y cinco años, no comprendí tan claramente mis angustias. Mientras mi cuerpo sabía qué anhelaba, mi espíritu rechazaba cada clamor de mi cuerpo. De pronto me sentía avergonzado, atemorizado; de pronto tenía un optimismo febril. Los tabúes me estrangulaban. Los psicoanalistas me acunaban con seudoliberaciones y seudolíbidos. El hecho de que para mí los únicos objetos de estremecimiento amoroso fueran hermanas de Annabel, sus doncellas y damas de honor, se me aparecía como un pronóstico de demencia. En otras ocasiones me decía que todo era cuestión de actitud, que nada había de malo en sentirse así. Permítaseme recordar que en Inglaterra, durante la aprobación del Acta de Niños y Jóvenes en 1933, se definió el término «niña» como «criatura que tiene más de ocho años, pero menos de catorce» (después de lo cual, desde los catorce años hasta los diecisiete, la definición estatuida es «joven»). Por otro lado, en Massachussetts, EEUU, un «niño descarriado» es, técnicamente, un ser «entre los siete y los diecisiete años de edad» (que, además, se asocia habitualmente con personas viciosas e inmorales). Hugh Broughton, escritor polemista del reinado de Jaime I, probó que Rahab era una prostituta desde temprana edad. Esto es muy interesante y me atrevería a suponer que ya están ustedes viéndome al borde de una crisis y echando espuma por la boca. Pero no, no es así; sólo barajo encantadoras posibilidades en un mazo de naipes. Tengo algunas otras imágenes. Aquí está Virgilio, que pudo cantar a la nínfula con un tono único, pero quizá prefería otra cosa... Allí, dos de las hijas pre-núbiles del rey Akenatón y la reina Nefertiti (la pareja real tenía una progenie de seis), con muchos collares de cuentas brillantes por todo atavío, abandonadas sobre almohadones, intactas después de tres mil años, con sus suaves cuerpos morenos de cachorros, el pelo corto, los alargados ojos de ébano... Más allá, algunas novias forzadas a sentarse en el fascinum, marfil de los templos del saber clásico. El matrimonio antes de la pubertad no es raro, aun en nuestros días, en algunas provincias de la India oriental. Después de todo, Dante se enamoró perdidamente de su Beatriz cuando tenía ella nueve años, una chiquilla rutilante, pintada y encantadora, enjoyada, con un vestido carmesí... y eso era en 1274, en Florencia, durante una fiesta privada en el alegre mes de mayo. Y cuando Petrarca se enamoró locamente de su Laura, ella era una nínfula rubia de doce años que corría con el viento, con el polen, con el polvo, una flor dorada huyendo por la hermosa planicie al pie del Vaucluse.
Pero seamos decorosos y civilizados, Humbert Humbert hacía todo lo posible por ser correcto. Y lo era de veras, genuinamente. Tenía el más profundo respeto por las niñas ordinarias, con su pureza y vulnerabilidad, y bajo ninguna circunstancia habría perturbado la inocencia de una criatura de haber el menor riesgo de alboroto. Pero cómo latía su corazón cuando vislumbraba entre el montón inocente a una niña demoníaca, «enfant charmante et fourbe», de ojos turbios, labios brillantes, diez años encarcelados, no bien le demostraba uno que estaba mirándola. Así pasaba la vida. Humbert era perfectamente capaz de tener relaciones con Eva, pero suspiraba por Lilith. El desarrollo del seno aparece tempranamente después de los cambios somáticos que acompañan la pubescencia. Y el índice inmediato de maduración asequible es la aparición de pelo. Mi mazo de naipes se estremece de posibilidades... Un naufragio. Un atoll y en su soledad, la temblorosa hija de un pasajero ahogado. ¡Querida, éste es sólo un juego! Qué maravillosas eran mis aventuras imaginarias mientras permanecía sentado en el duro banco de un parque fingiendo sumergirme en un trémulo libro. Alrededor del quieto estudioso jugaban libremente las nínfulas, como si él hubiera sido una estatua familiar o parte de la sombra y el lustre de un viejo árbol. Una vez, una niña de perfecta belleza con delantal de tarlatán, apoyó con estrépito su pie pesadamente armado a mi lado, sobre el banco, para deslizar sobre mí sus delgados brazos desnudos y ajustar la correa de su patín, y yo me diluí en el sol, con mi libro como hoja de higuera, mientras sus rizos castaños caían sobre su rodilla despellejada, y la sombra de las hojas que yo compartía latía y se disolvía en su pierna radiante, junto a mi mejilla camaleónica. Otra vez, una pelirroja se asió de la correa en el subterráneo y una revelación de rubio vello axilar quedó en mi sangre durante semanas. Podría enumerar una larga serie de esas diminutas aventuras unilaterales. Muchas acababan en un intenso sabor de infierno. Ocurría, por ejemplo, que desde mi balcón distinguía una ventana iluminada a través de la calle y lo que parecía una nínfula en el acto de desvestirse ante un espejo cómplice. Así aislada, a esa distancia, la visión adquiría un sutilísimo encanto que me hacía precipitar hacia mi solitaria gratificación. Pero repentinamente, aviesamente, el tierno ejemplar de desnudez que había adorado se transformaba en el repulsivo brazo desnudo de un hombre que leía su diario a la luz de la lámpara, junto a la ventana abierta, en la noche cálida, húmeda, desesperada del verano.
Saltos sobre la cuerda; rayuela. La anciana de negro que estaba sentada a mi lado, en mi banco, en mi deleitoso tormento (una nínfula buscaba a tientas, debajo de mí, un guijarro perdido), me preguntó si me dolía el estómago. ¡Bruja insolente! Ah, dejadme solo en mi parque pubescente, en mi jardín musgoso. Dejadlas jugar en torno a mí para siempre. ¡Y que nunca crezcan!
6
A propósito: me he preguntado a menudo qué se hizo después de esas nínfulas. En este mundo hecho de hierro forjado, de causas y efectos entrecruzados, ¿podría ocurrir que el oculto latido que les robé no afectara su futuro? Yo la había poseído, y ella nunca lo supo. Muy bien. Pero; ¿eso no habría de descubrirse en el futuro? Implicando su imagen en mi voluptuosidad, ¿no interfería yo su destino? ¡Oh, fuente de grande y terrible obsesión!
Sin embargo, llegué a saber cómo eran esas nínfulas encantadoras, enloquecedoras, de brazos frágiles, una vez crecidas. Recuerdo que caminaba un día por una calle animada en un gris ocaso de primavera, cerca de la Madeleine. Una muchacha baja y delgada pasó junto a mí con paso rápido y vacilante sobre sus altos tacones. Nos volvimos para mirarnos al mismo tiempo. Ella se detuvo. Me acerqué. Tenía esa típica carita redonda y con hoyuelos de las muchachas francesas, y apenas me llegaba al pelo del pecho. Me gustaron sus largas pestañas y el ceñido traje sastre que tapizaba de gris perla su cuerpo joven, en el cual aún subsistía –eco nínfico, escalofrío de deleite– algo infantil que se mezclaba con el frétillement de su cuerpo. Le pregunté su precio, y respondió prontamente, con precisión melodiosa y argentina (¡un pájaro, un verdadero pájaro!) Cent. Traté de regatear, pero ella vio el terrible, solitario deseo en mis ojos bajos, dirigidos hacia su frente redonda y su sombrero rudimentario (una banda, un ramillete), batiendo las pestañas dijo: Tant pis, y se volvió como para marcharse. ¡Apenas tres años antes, quizá, podía haberla visto, camino de su casa, al regresar de la escuela! Esa evocación resolvió las cosas. Me guió por la habitual escalera empinada, con la habitual campanilla para el monsieur al que quizás no interesaba un encuentro con otro monsieur, el lúgubre ascenso hasta el cuarto abyecto, todo cama y bidet. Como de costumbre, me pidió de inmediato su petit cadeau, y como de costumbre le pregunté su nombre (Monique) y su edad (dieciocho). El trivial estilo de las busconas me era harto familiar. Todas responden dix-huit: un ágil gorjeo, una nota de determinación y anhelosa impostura que emiten diez veces por día, pobres criaturillas. Pero en el caso de Monique, no cabía duda de que agregaba dos o tres años a su edad. Lo deduje por muchos detalles de su cuerpo compacto, pulcro, curiosamente inmaduro. Se desvistió con fascinante rapidez y permaneció un momento parcialmente envuelta en el sucio voile de la ventana, escuchando con infantil placer (la mosquita muerta) a un organillero que tocaba abajo, en el patio rebosante de crepúsculo. Cuando le examiné las manos pequeñas y le llamé la atención sobre las uñas sucias, me dijo con un mohín candoroso: Oui, ce n'est pas bien, y se dirigió hacia el lavabo, pero le dije que no importaba, que no importaba nada. Con su pelo castaño y ondulado, sus luminosos ojos grises, su piel pálida, era perfectamente encantadora. Sus caderas no eran más grandes que las de un muchacho en cuclillas; en verdad no vacilo en decir (y por cierto que éste es el motivo por el cual me demoro con gratitud en el recuerdo de ese cuarto de penumbra tamizada) que entre las ochenta grues poco más o menos que habían «trabajado» sobre mí, fue ella la única que me proporcionó un tormento de genuino placer. «Il était malin, celui qui a inventé ce truc-lá», comentó amablemente y volvió a vestirse con la misma prodigiosa rapidez.
Le pedí otro encuentro, más elaborado, para más tarde, en ese mismo día, y dijo que me encontraría a las nueve, en el café de la esquina. Juró que nunca había posé un lapin en toda su joven vida. Volvimos al mismo cuarto y no pude menos que decirle qué bonita era, a lo cual respondió modestamente: «Tu es bien gentil de dire ça». Después, advirtiendo lo que también yo advertí en el espejo que reflejaba nuestro pequeño edén –una terrible mueca de ternura que me hacía apretar los dientes y torcer la boca–, la concienzuda Monique (¡oh, había sido una nínfula sin tacha!) quiso saber si debía quitarse la pintura de los labios avant qu'on se couche, por si yo pensaba besarla. Desde luego, lo pensaba. Con ella me abandoné hasta un punto desconocido con cualquiera de sus precursoras, y mi última visión de esa noche con Monique, la de largas pestañas, se ilumina con una alegría que pocas veces asocio con cualquier acontecimiento de mi vida amorosa, humillante, sórdida y taciturna. La gratificación de cincuenta que le di pareció enloquecerla mientras brotaba en la llovizna de esa noche de abril, con Humbert bogando en su estrecha estela. Se detuvo frente a un escaparate y dijo con deleite: «Je vais m'acheter des bas!», y nunca olvidaré cómo sus infantiles labios parisienses explotaron al decir bas, pronunciando la palabra con tal apetito que transformó la «a» en el vivaz estallido de una breve «o».
Me cité con ella para el día siguiente, a las 14,15, en mi propio cuarto, pero el encuentro fue menos exitoso; me pareció menos juvenil, más mujer después de una noche. Un resfrío que me contagió me hizo cancelar la cuarta cita; no lamenté romper una serie emocional que amenazaba abrumarme con angustiosas fantasías y diluirse en ocre decepción. Que la esbelta, suave, Monique permanezca, pues, como fue durante uno o dos minutos: una nínfula delincuente que brillaba a través de la joven materialista.
Mi breve relación con Monique inicio una corriente de pensamientos que pueden parecer harto evidentes al lector que conoce los cabos. Un anuncio de una revista pornográfica me llevó a la oficina de cierta mademoiselle Edith, que empezó ofreciéndome la elección de un alma gemela en un álbum más bien sucio («regardez-moi cette belle brune!»): Cuando aparté el álbum y me las arreglé de algún modo para soltar mi criminal anhelo, me miró como si hubiera estado a punto de mostrarme la puerta. Sin embargo, después de preguntarme qué precio estaba dispuesto a desembolsar, consintió en ponerme en contacto con una persona qui pourrait arranger la chose. Al día siguiente, una mujer asmática, groseramente pintada, gárrula, con olor a ajo, un acento provenzal casi burlesco y bigote negro sobre los labios rojos, me llevó hasta el que parecía su propio domicilio. Allí, después de juntar las puntas de sus dedos gordos y besárselas para significar que su mercancía era un pimpollo delicioso, corrió teatralmente una cortina, descubriendo lo que consideré como la parte del cuarto donde solía dormir una familia numerosa y desaprensiva. En ese momento, sólo había allí una muchacha de por lo menos quince años, monstruosamente gorda, cetrina, de repulsiva fealdad, con trenzas espesas y lazos rojos, sentada en una silla mientras mecía ficticiamente una muñeca calva. Cuando sacudí la cabeza y traté de huir de la trampa, la mujer, hablando a todo trapo, empezó a levantar la sucia camisa de lana sobre el joven torso de giganta. Después, viéndome resuelto a marcharme, me pidió son argent. Entonces se abrió una puerta en el extremo del cuarto y dos hombres que habían estado comiendo en la cocina se sumaron a la gresca. Eran deformes, con los pescuezos al aire, morenos, y uno de ellos usaba anteojos negros. A sus espaldas espiaban un muchachuelo y un niño que andaban de puntillas, con las piernas torcidas y embarradas. Con la lógica insolente de las pesadillas, la enfurecida alcahueta señaló al de los anteojos negros y dijo que había estado en la policía, lui, de modo que me convenía hacer lo que se me había dicho. Me dirigí hacia Marie –ése era su nombre estelar–, que por entonces había trasladado tranquilamente sus pesadas ancas hasta un banquillo frente a la mesa de la cocina para seguir con la sopa interrumpida, mientras el niño de puntillas recogía la muñeca. Con una oleada de piedad que dramatizó mi ademán idiota, deslicé un billete en su mano indiferente. Ella transfirió mi dádiva al exdetective, mientras se me permitía retirarme.
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Ignoro si el álbum de la alcahueta fue o no otro eslabón en la guirnalda de margaritas; lo cierto es que poco después, por mi propia seguridad, resolví casarme. Se me ocurrió que horarios regulares, alimentos caseros, todas las convenciones del matrimonio, la rutina profiláctica de las actividades de dormitorio y, acaso, el probable florecimiento de ciertos valores morales podían ayudarme, si no para purgarme de mis degradantes y peligrosos deseos, por lo menos para mantenerlos bajo mi dominio. Algún dinero recibido después de la muerte de mi padre (no demasiado: el Mirana se había vendido mucho antes), sumado a mi postura atractiva, aunque algo brutal, me permitió iniciar la busca con ecuanimidad. Después de considerables deliberaciones, mi elección recayó sobre la hija de un doctor polaco: el buen hombre me trataba sucesivamente por mis vahídos y mi taquicardia. Jugábamos al ajedrez: su hija me miraba detrás de su caballete de pintura, e introducía ojos y articulaciones –tomadas de mí– en los trastos cubistas que por entonces pintaban las señoritas cultas, en vez de lilas y corderillos. Permítaseme repetirlo con serena firmeza: yo era, y aún soy, a pesar de mes malheurs, un varón excepcionalmente apuesto; de movimientos lentos, alto, con suave pelo negro y aire melancólico, pero tanto más seductor. La virilidad excepcional suele reflejar, en los rasgos visibles del sujeto, algo sombrío y congestionado que pertenece a lo que debe ocultar. Y ése era mi caso. Muy bien sabía yo, ay, que podía obtener a cualquier hembra adulta que se me antojara castañeteando los dedos; en verdad, ya era todo un hábito mío el no mostrarme demasiado atento con las mujeres, a menos que se precipitaran, con la sangre encendida, en mi frío regazo. De haber sido yo un françáis moyen aficionado a las damas de relumbrón, podría haber encontrado fácilmente, entre las muchas bellezas enloquecidas que rompían contra mi sombrío peñasco, criaturas mucho más fascinantes que Valeria. Pero mi elección estaba condicionada por consideraciones cuya esencia era, como habría de advertirlo demasiado tarde, una lamentable transacción. Todo lo cual demuestra hasta qué punto Humbert era siempre estúpido en cuestiones de sexo.
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Aunque me dijera a mí mismo que sólo buscaba una presencia que sirviera de blanco para mis tiros, un pot-au-feu superlativo, lo que realmente me atraía en Valeria era que imitaba a una niña. No lo hacía porque hubiera adivinado algo en mí; era sencillamente su estilo, y sucumbí a él. En realidad, ya andaba cerca de los treinta (nunca llegué a saber su verdadera edad, porque hasta su pasaporte mentía) y había perdido su virginidad en circunstancias que variaban según su estado de ánimo rememorativo. Por mi parte, yo era tan candoroso como sólo un pervertido puede serlo. Ella tenía un aire retozón, de pichona, se vestía a la gamine, mostraba generosamente sus piernas suaves, sabía cómo destacar el blanco de una prenda íntima con el negro terciopelo de sus chinelas, hacía mohínes, tenía hoyuelos, era juguetona, sacudía su pelo corto, rubio y rizado de la manera más graciosa y trivial que pudiera imaginarse.
Después de una sucinta ceremonia en la mairie, la llevé al nuevo apartamento que había alquilado y, con cierta sorpresa de su parte, hice que se pusiera antes de tocarla, un tosco camisón que me había ingeniado para hurtar del lavadero de un orfanato. Esa noche nupcial me procuró cierta diversión. Pero la realidad no tardó en afirmarse. Los rubios rizos revelaron sus raíces negras; el vello se convirtió en púas sobre una piel rasurada; los volubles labios húmedos, que yo había atiborrado de amor, traicionaron ignominiosamente su semejanza con la parte correspondiente en un preciado retrato de su mamá muerta, tan parecida a un sapo; al fin, en vez de una pálida niña del arroyo, Humbert Humbert tuvo en sus manos un baba enorme, hinchado, de piernas cortas, pechos grandes y casi sin seso.
Ese estado de cosas duró desde 1935 hasta 1939. La única ventaja de mi mujer era su naturaleza tácita, que favorecía la ilusión de un extraño bienestar en nuestro pequeño y mísero departamento: dos cuartos, una vista brumosa desde una ventana, una pared de ladrillos desde la otra, una cocina estrecha, una bañera en forma de zapato dentro de la cual me sentía como Marat, pero sin ninguna doncella de cuello blanco que me apuñalara. Pasamos juntos unas pocas noches apacibles, ella hundida en su Paris-Soir, yo trabajando en una mesa desvencijada. Íbamos al cinematógrafo, a ver carreras de bicicletas y combates de boxeo. Yo recurría muy pocas veces a su carne rancia; sólo en casos de gran necesidad y desesperación. El almacenero que vivía frente a nosotros tenía una hijita cuya sombra me enloquecía; pero con ayuda de Valeria encontraba, después de todo, ciertos desahogos legales para mi fantástica tendencia. En cuanto a la cocinera, descartamos tácitamente el pot-au-feu y comíamos casi siempre en un lugar atestado de la Rue Bonaparte, con manteles manchados de vino y entre una algarabía foránea. En la casa vecina, un anticuario exhibía en su escaparate abigarrado una vieja estampa norteamericana, espléndida, llameante, verde, roja, dorada, azul, índigo: una locomotora con una chimenea gigantesca, grandes faroles barrocos y un barredor tremendo, que arrastraba sus coches color malva a través de la noche tormentosa, en la pradera, y mezclaba su humo tachonado de chispas con las aterciopeladas nubes henchidas de truenos.
Las nubes estallaron. En el verano de 1939 mon oncle d'Amérique murió legándome una renta anual de unos pocos miles de dólares a condición de que me fuera a vivir a los Estados Unidos y demostrara ciertos interés por sus asuntos. La perspectiva encontró en mí la mejor de las bienvenidas. Sentí que mi vida necesitaba una sacudida. Además, había otra cosa: en la felpa de la comodidad matrimonial aparecían agujeros de polillas... En las últimas semanas, había advertido que mi gorda Valeria no era ya la misma: había adquirido un extraño desasosiego y a veces hasta mostraba cierta irritación muy poco afín con el carácter que se suponía encarnado con ella. Cuando le informé que estábamos a punto de embarcarnos para Nueva York, pareció perpleja, angustiada. Hubo algunas tediosas dificultades con sus documentos. Tenía un pasaporte que, por algún motivo, su participación de la sólida nacionalidad suiza de su marido no podía superar; resolví que la necesidad de hacer colas en la préfecture y otras formalidades era lo que le había vuelto tan inquieta, a pesar de mis pacientes descripciones de Norteamérica como el país de los niños rosados y los grandes árboles, donde la vida era tanto mejor que en el insulso y turbio París.
Una mañana, salíamos de cierta oficina con sus papeles casi en orden, cuando Valeria, que iba zarandeándose a mi lado, empezó a sacudir vigorosamente su cabeza lanuda sin decir una sola palabra. Callé durante un instante y al fin le pregunté si le pasaba algo. Me respondió (traduzco de su francés, que a su vez sería, según imagino, la traducción de una trivialidad eslava): «Hay otro hombre en mi vida».
En verdad, ésas son palabras feas para los oídos de un marido. Confieso que me ofuscaron. Golpearla allí mismo, en la calle, como habría hecho un hombre honrado del común, no era cosa factible. Años de oculto sufrimiento me habían enseñado un autocontrol sobrehumano. La hice subir, pues, a un taxi que se había deslizado de manera invitadora a lo largo de la acera durante algún tiempo, y en esa relativa intimidad sugerí que aclarara su tremenda revelación. Una furia creciente me sofocaba, no porque sintiera un afecto especial hacia esa figura ridícula, madame Humbert, sino porque los problemas de uniones legales e ilegales, sólo podían resolverse por sí mismos, y ahí estaba ella, Valeria, una esposa de comedia, preparándose a disponer de mi comodidad y mi destino. Le pregunté el nombre de su amante. Repetí mi pregunta; pero ella se empeñó en un grotesco balbuceo, discurriendo sobre su infelicidad conmigo y anunciando planes para un divorcio inmediato: «Mais, qui est-ce», grité al fin, golpeándole la rodilla con el puño. Ella, sin pestañear, fijó en mí sus ojos como si la respuesta hubiera sido demasiado simple para las palabras, después se encogió ligeramente de hombros y señaló la espesa nuca del conductor del taxi, que se detuvo en un pequeño café y se presentó. No recuerdo su ridículo nombre, pero después de todos esos años aún puedo verlo con toda nitidez: un fornido ruso blanco, ex coronel, de bigote espeso y corte de pelo a la prusiana. Había miles de ellos trabajando en ese oficio de necios por todo París. Nos sentamos a una mesa. El zarista pidió vino y Valeria, después de aplicarse una servilleta mojada sobre la rodilla, siguió hablando... en mí, más que a mí. Vertía palabras en este digno receptáculo con volubilidad que nunca había sospechado en ella. De cuando en cuando, dirigía una descarga eslava hacia su insólito amante. La situación era absurda y lo fue aún más cuando el coronel-taximetrista, deteniendo a Valeria con una sonrisa posesiva, empezó a desarrollar sus opiniones y proyectos. Con un acento atroz en su cuidadoso francés, esbozó el mundo de amor y trabajo en el cual se proponía entrar tomado de la mano de su mujer-niña, Valeria. Valeria, mientras tanto, había empezado a arreglarse, sentada entre él y yo; se pintaba los labios fruncidos, triplicaba su mentón para observarse la pechera de la blusa, etcétera. El coronel hablaba de ella como si hubiera estado ausente, y también como si Valeria hubiera sido una especie de pupila a punto de pasar, por su propio bien, de las manos de un tutor sensato a las de otro más sensato todavía. Y aunque mi ira impotente haya exagerado y desfigurado ciertas impresiones, puedo jurar que el ruso llegó a consultarme sobre problemas tales como la alimentación de mi mujer, sus períodos, su guardarropa y los libros que había leído o debía leer: «Creo que Jean Christophe le gustará...», dijo. ¡Oh, el señor Taxovich era todo un letrado!
Puse fin a esa cháchara sugiriendo a Valeria que empacara en seguida sus pocas pertenencias, y el bobo del coronel se ofreció galantemente para llevarlas en su automóvil. Volviendo a su condición profesional, condujo a los Humbert a su domicilio. Durante el camino, Valeria habló y Humbert el Terrible deliberó con Humbert el Pequeño si Humbert Humbert debía matar al amante, o a los dos, o a ninguno. Recuerdo la ocasión en que empuñé una pistola automática perteneciente a un camarada de estudios, en los días (he hablado de ellos, pero poco importa) en que jugaba con la idea de gozar de su hermana, una diáfana nínfula con un arco de pelo negro, y luego darme muerte. Ahora me preguntaba si Valechka, como la llamaba el coronel, era digna de que disparara contra ella, o la estrangulara, o la ahogara. Tenía piernas muy vulnerables y resolví limitarme a lastimarla horriblemente no bien estuviéramos a solas.
Pero nunca estuvimos a solas. Valechka –que ahora vertía torrentes de lágrimas teñidas por el revoltijo de su maquillaje multicolor– empezó a llenar un baúl, y dos valijas, una caja que estuvo a punto de estallar, mientras el maldito coronel, que revoloteaba alrededor de ella incesantemente, hacía imposibles mis sueños de ponerme mis botas de montaña y darle un buen puntapié en el trasero. No puedo decir que el coronel se portara con insolencia o cosa semejante; por el contrario, exhibió –como una representación suplementaria en esa función que me habían endilgado– una discreta cortesía de viejo estilo, subrayando sus movimientos con toda clase de excusas mal pronunciadas (j'ai demannde perdone... est-ce que j'ai puis...) y volviéndose con todo tacto cuando Valechka descolgó de la cuerda para tender, sobre la bañera, sus calzones rosados. Pero el coronel parecía llenar el lugar en todo momento, le gredin, ya acomodando su persona a la anatomía de un sofá, ya leyendo mi periódico en mi silla, ya desatando el nudo de un cordel, ya enrollando un cigarrillo, ya contando las cucharitas de té, ya visitando el cuarto de baño, ya ayudando a su muñeca a envolver el ventilador eléctrico que su padre le había regalado, ya llevando a la calle su equipaje. Yo me senté a medias apoyado en el alféizar de la ventana, con los brazos cruzados, muriéndome de odio, de hastío. Al fin, ambos estuvieron fuera del trémulo apartamento –seguía resonando en cada nervio mío la vibración de mi portazo a sus espaldas, pobre sucedáneo del revés que debía haberle dado en la mejilla, según las normas del cinematógrafo–. Representando torpemente mi papel, me precipité al cuarto de baño para comprobar si se habían llevado mi agua de colonia inglesa; allí estaba, pero advertí, con un estremecimiento de furioso asco, que el antiguo consejero del zar no había tirado la cadena después de vaciar su vejiga. Ese solemne estanque de orina ajena donde se desintegraba una colilla pardusca, me hirió como un insulto supremo y busqué, enloquecido, un arma alrededor de mí. En realidad, me atrevo a decir que sólo una cortesía de clase media rusa (con un dejo oriental, quizá) había sugerido al buen coronel (¡Maximovich!, súbitamente su nombre vuela en taxi hacia mí), persona muy formal como todos los de su condición, que encubriera sus necesidades privadas con un decoroso silencio, como para no humillar la pequeñez del domicilio de su huésped con el fragor de una impetuosa cascada, al cabo de su propio chorro aminorado. Pero todo ello no pasó por mi mente mientras exploraba la cocina, rugiendo de rabia, en pos de algo mejor que una escoba. Al fin, abandonando la busca, salí de la casa con la heroica decisión de atacarlo a puño limpio: a pesar de mi vigor natural, no soy un púgil, mientras que Maximovich, bajo, pero de hombros anchos, parecía hecho de hierro. La calle desierta, donde no quedó más rastro de la partida de mi mujer que un botón de vidrio arrojado al arroyo después de permanecer durante tres innecesarios años en un estuche roto, evitó que me sangraran las narices. Pero no importa. Tuve mi pequeña venganza a su debido tiempo. Un hombre de Pasadena me dijo un día que la señora Maximovich, née Zborovski, había muerto al dar a luz en 1945; de algún modo, la pareja había ido a parar a California, donde se había prestado, a cambio de un salario excelente, a un largo experimento ideado por un distinguido etnólogo norteamericano. El experimento consistía en observar las reacciones humanas y raciales a una dieta de bananas y dátiles, en una constante posición de cuatro patas. Mi informante, un doctor, juró que había visto con sus propios ojos a la obesa Valechka y a su coronel, por entonces con el pelo gris y también muy corpulento, gateando diligentemente por los bien barridos suelos de una serie de cuartos muy iluminados (frutas en uno, agua en otro, esteras en un tercero, etc.), en compañía de otros cuadrúpedos alquilados, escogidos entre grupos indigentes y desesperados. He tratado de encontrar los resultados de esas pruebas en la Revista de Antropología, pero parece que aún no se han publicado. Desde luego, se necesita algún tiempo para que fructifiquen esos productos científicos. Espero que se publiquen ilustrados con buenas fotografías, aunque no es muy probable que la biblioteca de una cárcel albergue obras tan eruditas. El libro a que me veo limitado en estos días, a pesar de las gestiones de mi abogado, es un claro ejemplo del absurdo eclecticismo que gobierna la elección de libros en las bibliotecas carcelarias. Tienen la Biblia, desde luego, y Dickens (un ejemplar antiguo, Nueva York, ed. G. W. Lillingham, MDCCCLXXXVII); el Tesoro de la juventud, con algunas bonitas fotografías de girls scouts con pelo color de miel, en pantalones cortos; y El anuncio de un crimen, de Agatha Christie. Pero también tienen coruscantes fruslerías tales como Un vagabundo en Italia, de Percy Elphinstone, autor de Vuelta a Venecia, Boston 1868, y un Quién es quién en el teatro relativamente al día (1946) –actores, productores, autores, fotografías de escenas–. Examinando el último volumen, di con una de esas coincidencias que los lógicos abominan y los poetas aman. Transcribo casi toda la página:
«Pym, Roland. Nació en Lundy, Massachusetts, en 1922. Estudió arte escénico en Elsinore Playhouse, Derby, Nueva York. Se inició en Fuegos de artificio. En su vasto repertorio figuran: A dos cuadras de aquí, La muchacha de verde, Maridos mezclados, Toca y vete, El encantador Juan, He soñado contigo.»
«Quilty, Clare. Dramaturgo norteamericano. Nació en Ocean City, Nueva Jersey. 1911. Estudió en la Universidad de Columbia. Se inició en la carrera del comercio, pero la abandonó por el arte dramático. Es autor de La pequeña ninfa, La dama que amaba los relámpagos (en colaboración con Vivian Darkbloom), Era oscura, El hongo extraño, Amor paternal y otras piezas. Son notables su abundantes producciones para niños. La pequeña ninfa viajó 22. 000 kilómetros y se representó 280 veces en su rumbo hacia Nueva York. Hobies: autos de carreras, fotografía, animales domésticos.»
«Quine, Dolores. Nació en 1882, en Dayton, Ohio. Estudió arte escénico en la American Academy. Actuó por primera vez en Ottawa, en 1900. En 1904 debutó en Nueva York con Nunca hables a extraños. Desde entonces reapareció en... (sigue una lista de obras).»
¡Cómo me retuerce con dolor desesperado la lectura del nombre de mi amada, aunque atribuido a una vieja bruja! Acaso también ella pudo ser actriz. Nació en 1935. Apareció (advierto el desliz de mi pluma en el párrafo precedente, pero no lo corrijas, por favor, Clarence) en El escritor asesinado. ¡Oh, Lolita mía, sólo puedo jugar con palabras!
9
Los trámites del divorcio demoraron mi viaje y las tinieblas de otra guerra mundial ya se habían posado sobre el globo cuando, después de un invierno de tedio y neumonía en Portugal, llegué por fin a los Estados Unidos. En Nueva York acepté con avidez la liviana tarea que se me ofreció; consistía, sobre todo, en redactar y revisar anuncios de perfumes. Me felicité por la periodicidad irregular y los aspectos semiliterarios de ese trabajo; me ocupaba de él cuando no tenía nada que hacer. Por otro lado, una universidad de Nueva York me apremiaba a que completara mi historia comparada de la literatura francesa para estudiantes de habla inglesa. El primer volumen me llevó un par de años, durante los cuales rara vez le consagré menos de quince horas diarias de trabajo. Cuando evoco esos días, los veo nítidamente divididos en una amplia zona de luz y una estrecha banda de sombra: la luz pertenecía al solaz de investigar en bibliotecas suntuosas; la sombra, a los deseos atormentadores y los insomnios sobre los cuales ya he dicho bastante. El lector, que ya me conoce, imaginará con facilidad cómo me cubría de polvo y me acaloraba al tratar de obtener un vislumbre de nínfulas (siempre remotas, ay) jugando en Central Park, y cómo me repugnaba el brillo de desodorizadas muchachas de carrera que un alegre perro en una de las oficinas descargaba sobre mí. Omitamos todo eso. Un tremendo agotamiento nervioso me envió a un sanatorio por más de un año; volví a mi trabajo, sólo para hospitalizarme de nuevo.
Una sana vida al aire libre pareció prometerme algún alivio. Uno de mis doctores favoritos, tipo cínico y encantador, de pequeña barba parda, tenía un hermano, y ese hermano organizaba una expedición al Canadá ártico. Me vinculé a ella para «registrar reacciones psíquicas». Con dos jóvenes botánicos y un viejo carpintero, compartía de cuando en cuando (y nunca con demasiado éxito) los favores de nuestra dietista, la doctora Anita Johnson, que muy pronto, con alegría de mi parte, fue remitida de vuelta. Yo tenía una noción muy vaga sobre el objeto de la expedición. A juzgar por el número de meteorólogos incluidos en ella, supongo que rastreábamos hasta su cubil (en algún punto de la isla del Príncipe de Gales, entiendo) el fluctuante polo norte magnético. Un grupo, juntamente con los canadienses, estableció una estación magnética en Pierre Point, Melville Sound. Otro grupo, igualmente extraviado, recogió plancton. Un tercer grupo estudió la tuberculosis en la tundra. Bert, el fotógrafo, un tipo inseguro con el cual hube de participar en buena parte de menesteres domésticos (también él tenía ciertas perturbaciones físicas), sostenía que los grandes hombres de nuestro equipo, los verdaderos jefes que nunca veíamos, se proponían sobre todo comprobar la influencia del mejoramiento climático sobre el pelaje del zorro polar.
Vivíamos en cabañas prefabricadas, de madera, en medio de un mundo precámbrico de granito. Teníamos montones de provisiones –el Reader's Digest, una batidora para ice cream, retretes químicos, gorros de papel para Navidad. Mi salud mejoró maravillosamente, a pesar o a causa de todo ese aburrimiento, de toda esa vacuidad. Rodeado por una triste vegetación de sauces y líquenes; penetrado y, supongo, lavado por un viento sibilante; sentado sobre una piedra, bajo un cielo absolutamente translúcido (a través del cual, sin embargo, no se vislumbraba nada de importancia), me sentía curiosamente alejado de mi propio yo. Ninguna tentación me enloquecía. Las rotundas y grasientas niñas esquimales, con su olor a pescado, su horrible pelo de cuervo y sus caras de cobayos, despertaban en mí menos deseos que la doctora Johnson. No existen nínfulas en las regiones polares.
Dejé a quienes me aventajaban en ello el cuidado de analizar ventisqueros y aluviones, y durante algún tiempo procuré anotar lo que candorosamente tomaba por «reacciones» (advertí, por ejemplo, que bajo el sol de medianoche los sueños tienden a ser de vivos colores, y mi amigo el fotógrafo me lo confirmó). Además, se suponía que debía asesorar a mis diversos compañeros sobre cierto número de asuntos importantes, tales como la nostalgia, el temor de animales desconocidos, las fantasías culinarias, las emisiones nocturnas, las aficiones, la elección de programas radiofónicos, los cambios de perspectivas, etcétera. Todos se hartaron a tal punto de ello que pronto abandoné el proyecto por completo, y sólo hacia el fin de mis veinte meses de trabajo frío (como uno de los botánicos lo llamó jocosamente) pergeñé un informe perfectamente espurio y muy chispeante que el lector encontrará publicado en los Anales de Psicofísica del Adulto, de 1945 ó 1946, así como en el ejemplar de Exploraciones árticas dedicado a esa expedición. La cual, en suma, no tenía una verdadera relación con el cobre de la isla Victoria ni con nada parecido, como hube de enterarme por mi afable doctor, pues la índole del verdadero propósito de la exploración era de las llamadas «archisecretas»; así permítaseme agregar tan sólo que, sea como fuere, dicho propósito se logró admirablemente.
El lector lamentará saber que poco después de mi regreso a la civilización, tuve otro ataque de locura (si puede aplicarse ese término cruel a la melancolía y a una sensación de angustia insoportable). Debo mi completa recuperación a un descubrimiento que hice en ese mismo y carísimo sanatorio. Descubrí que había una fuente inagotable de placer en jugar con los psiquiatras: consistía en guiarlos con astucia, cuidando de que no se enteraran de que conocía todas las tretas de su oficio, inventándoles sueños elaborados, de estilo puramente clásico (que los hacían soñar y despertarse a gritos a ellos mismos, los extorsionistas de sueños), burlándolos con fingidas «escenas primitivas», ocultándoles siempre el menor vislumbre de la propia condición sexual. Soborné a una enfermera para tener acceso a los ficheros y descubrí con regocijo una tarjeta en que se me describía como «homosexual en potencia» e «impotente total». El deporte era tan bueno y sus resultados –en mi caso– tan rotundos que me quedé todo un mes después de haber sanado (dormía admirablemente y comía como una colegiala). Y hasta agregué otra semana sólo por el placer de habérmelas con un poderoso recién llegado, una celebridad desplazada y sin duda trastornada, conocida por su destreza para hacer creer a los pacientes que habían asistido a su propia concepción.
10
Cuando me dieron de alta busqué un sitio en la campiña de Nueva Inglaterra o una aldea soñoliente (olmos, iglesia blanca) donde pasar un verano estudioso, acrecentando las notas que ya colmaban un cajón y bañándome en algún lago cercano. Mi trabajo volvía a interesarme –me refiero a mis esfuerzos de erudición–; lo demás, mi participación activa en los perfumes póstumos de mi tío, se había reducido al mínimo.
Uno de sus antiguos empleados, descendiente de una familia distinguida, me sugirió que pasara unos pocos meses en la residencia de ciertos primos suyos venidos a menos, un señor McCoo, retirado, y su mujer, que deseaban alquilar su piso alto, donde tenían dos hijas pequeñas, una niña de meses y otra de doce años, y un bello jardín, no lejos de un hermoso lago. Contesté que la cosa pintaba muy bien.
Cambié cartas con esas personas, las persuadí de que era un animal muy doméstico y pasé una noche fantástica en el tren, imaginando con todos los pormenores posibles a la enigmática nínfula a la que ejercitaría en francés y mimaría en humbértico. Nadie me recibió en la estación de juguete donde bajé con mi lujosa maleta nueva, y nadie respondió al teléfono; pero al fin, un angustiado McCoo de ropas mojadas irrumpió en el único hotel de la verdirrosa Ramsdale con la noticia de que su casa había ardido por completo –quizá a causa de la conflagración sincrónica que durante la noche entera había rugido en mis venas–. Su familia, me explicó, se había refugiado en una granja de su propiedad, llevándose el automóvil, pero una amiga de su mujer, la señora Haze, ilustre personaje que vivía en la calle Lawn, número 342, se ofrecía para alojarme. Cierta dama que vivía frente a la señora Haze había prestado al señor McCoo su limousine, un maravilloso y anticuado artefacto conducido por un negro. Desvanecido el único motivo de mi llegada, el arreglo mencionado me parecería ridículo. Muy bien, McCoo tendría que reedificar por completo su casa, ¿y qué? ¿No la había asegurado bastante? Me sentía enfurecido, decepcionado, harto, pero como cortés europeo no pude rehusar que me despacharan hacia la calle Lawn en ese coche fúnebre, intuyendo que de lo contrario el señor McCoo urdiría un ardid aún más complicado para librarse de mí. Lo vi escabullirse y mi chófer sacudió la cabeza con una risilla. En route, me juré a mí mismo que no soñaría siquiera con permanecer en Ramsdale bajo ninguna circunstancia, y que ese mismo día volaría a las Bermudas o las Bahamas. Posibilidades de ternuras junto a las playas en tecnicolor ya me habían cosquilleado en el espinazo tiempo antes y, en verdad, el primo de McCoo no había hecho sino torcer esa corriente de ideas con su sugestión bien recibida pero, tal como ahora se revelaba, absolutamente insensata.
Y a propósito de virajes bruscos: estuvimos a punto de atropellar a un insolente perro suburbano (uno de esos que acechan a la espera de automóviles) cuando tomamos la calle Lawn. Poco más adelante apareció la casa Haze, un horror de madera blanca, de aspecto sombrío y vetusto, más gris que blanca –el típico lugar en que se encuentra uno, en vez de ducha, con un tubo de goma fijado a la canilla de la bañera–. Di la propina al chófer y esperé que se marchara en seguida, para regresar a mi hotel sin que me vieran y empacar; pero el hombre no hizo más que cruzar la calle, pues una anciana lo llamaba desde la entrada de su casa. ¿Qué otra cosa podía hacer yo? Apreté el timbre.
Una criada de color me hizo entrar y me dejó de pie sobre el felpudo mientras se precipitaba de nuevo hacia la cocina, donde se quemaba algo que no debía quemarse.
El vestíbulo tenía diversos adornos; un canillón colgante sobre la puerta, un artefacto de madera rojiblanca, de los que se venden en los mercados mexicanos, y la reproducción preferida por la clase media presuntuosamente artística, la Arlesiana de van Gogh. Una puerta abierta a la derecha dejaba ver una sala con más trastos mexicanos en una rinconera y un sofá a rayas contra la pared. Al final del pasillo había una escalera, y mientras me secaba el sudor de la frente (sólo entonces advertí el calor que hacía fuera) y miraba, por mirar algo, una pelota de tenis gris sobre un arcón de roble, me llegó desde el descanso la voz de contralto de la señora Haze, que inclinada sobre el pasamanos preguntó melodiosamente: «¿Es monsieur Humbert?» La ceniza de un cigarrillo cayó como rúbrica. Después, la propia dama fue bajando los escalones en este orden: sandalias, pantalones pardos, blusa de seda amarilla, cara cuadrada. Con el índice seguía golpeando el cigarrillo.
Creo que lo mejor será describirla desde ahora, para acabar con ello. La pobre señora estaba entre los treinta y los cuarenta, tenía la frente brillante, cejas depiladas y rasgos muy simples, pero no sin atracción, de un tipo que podía definirse como una copia mala de Marlene Dietrich. Palmeándose las asentaderas, me guió hasta el saloncito y hablamos un minuto sobre el incendio de McCoo y el privilegio de vivir en Ramsdale. Sus enormes ojos color verde mar tenían una curiosa manera de viajar sobre mí, evitando cuidadosamente mis propios ojos. Su sonrisa consistía apenas en levantar una ceja enigmática; estirándose desde el sofá donde hablaba, sacudía espasmódicamente su cigarrillo sobre tres ceniceros y la chimenea vecina (donde yacía el pardusco centro de una manzana roída). Era a todas luces una de esas mujeres cuyas cumplidas palabras pueden reflejar un club del libro, o un club de bridge, o cualquier otro mortal convencionalismo, pero nunca su alma; mujeres desprovistas por completo de humorismo; mujeres absolutamente indiferentes, en el fondo, a la docena de temas posibles para una conversación en una sala, pero muy cuidadosas sobre las normas de tal conversación, a través de cuyo luminoso celofán pueden distinguirse sin esfuerzo apetitosas frustraciones. Yo tenía clara conciencia de que si por una maldita casualidad llegaba a ser su huésped, ella se conduciría metódicamente según su propia concepción del hospedaje, y yo me vería otra vez atrapado en una de esas tediosas aventuras que tan bien conocía.
Pero no había peligro de que me quedara allí. No podía ser feliz en ese tipo de casa, con revistas manoseadas sobre cada silla y una especie de abominable hibridación entre la comedia de los llamados muebles funcionales modernos y la tragedia de mecedoras decrépitas y mesas de luz desvencijadas y bombillas fundidas. Me guió escaleras arriba, hasta «mi» cuarto. Lo inspeccioné a través de la bruma de mi rechazo, pero discerní sobre «mi cama» «La sonata de Kreutzer», de René Prinet. ¡Y llamaba a ese cuarto de sirvienta un «semiestudio»! ¡Salgamos de aquí en el acto!, me dije con firmeza mientras fingía considerar el precio ridículo y ominosamente bajo que mi voluntariosa huéspeda me pedía por cuarto y pensión.
Pero mi cortesía europea me obligó a sobrellevar la ordalía. Cruzamos el descanso de la escalera hacia el ala derecha de la casa, donde «Yo y Lo tenemos nuestros cuartos» (Lo debía de ser la criada), y la huéspeda-amante apenas pudo ocultar un estremecimiento cuando concedió al melindroso individuo un examen del único cuarto de baño, minúsculo y oblongo, entre el descanso y el cuarto de «Lo», con objetos blandos y mojados colgando sobre la dudosa bañera (con el signo de interrogación de un pelo en su interior); allí estaban la previsible serpiente de goma y su complemento, una cubierta rosada que tapaba tímidamente el retrete.
«Veo que no se siente usted favorablemente impresionado», dijo la dama apoyando un instante su mano sobre mi manga. Combinaba un frío atrevimiento –el exceso de lo que se llama «aplomo»– con una timidez y una tristeza que hacían tan artificial la nitidez con que elegía sus palabras como la entonación de un profesor de «dicción». «Confieso que ésta no es una casa muy... pulcra –continuó la condenada–, pero le aseguro (y me miró los labios) que estará usted muy cómodo, muy cómodo en verdad... Permítame que le muestre el jardín» (dijo estas últimas palabras con más ánimo y con una especie de atracción simpática en la voz).
La seguí de mal grado por las escaleras y, después por la cocina, al final del vestíbulo, en el ala derecha de la casa –donde también estaban el comedor y el saloncito (bajo «mi» cuarto, a la izquierda, sólo había un garage). En la cocina, la criada negra, una mujer regordeta y más o menos joven, dijo: «Me marcho ya, señora Haze», mientras tomaba su bolso negro y brillante de la manija de la puerta que daba a la entrada trasera. «Sí, Louise», respondió la señora Haze con un suspiro. «La llamaré el viernes». Pasamos a una despensa pequeña y entramos en el comedor, paralelo al saloncito que ya había admirado. Advertí un calcetín blanco en el suelo. Con un gruñido de desaprobación, la señora Haze se inclinó sin detenerse y lo arrojó en una alacena junto a la despensa. Inspeccionamos rápidamente una mesa de caoba con una frutera en el centro que sólo contenía el carozo todavía brillante de una ciruela. Busqué tanteando el horario que tenía en el bolsillo y lo pesqué subrepticiamente para dar con el primer tren. Aún seguía a la señora Haze por el comedor cuando, más allá del cuarto, hubo un estallido de verdor –«la galería» entonó la señora Haze– y entonces sin el menor aviso, una oleada azul se hinchó bajo mi corazón y vi sobre una estera, en un estanque de sol, semidesnuda, de rodillas, a mi amor de la Riviera que se volvió para espiarme sobre sus anteojos negros.
Era la misma niña: los mismos hombros frágiles y color de miel, la misma espalda esbelta, desnuda, sedosa, el mismo pelo castaño. Un pañuelo a motas anudado en torno al pecho ocultaba a mis viejos ojos de mono, pero no a la mirada del joven recuerdo, los senos juveniles. Y como si yo hubiera sido, en un cuento de hadas, la nodriza de una princesita (perdida, raptada, encontrada en harapos gitanos a través de los cuales su desnudez sonreía al rey y a sus sabuesos), reconocí el pequeño lunar en su flanco. Con ansia y deleite (el rey grita de júbilo, las trompetas atruenan, la nodriza está borracha) volví a ver su encantadora sonrisa, en aquel último día inmortal de locura, tras las «Roches Roses». Los veinticinco años vividos desde entonces se empequeñecieron hasta un latido agónico, hasta desaparecer.
Me es muy difícil expresar con fuerza adecuada esa llamarada, ese estremecimiento, ese impacto de apasionada anagnórisis. En el brevísimo instante durante el cual mi mirada envolvió a la niña arrodillada (sobre los severos anteojos negros parpadeaban los ojos del pequeño Herr Doktor que me curaría de todos mis dolores), mientras pasaba junto a ella en mi disfraz de adulto –un buen pedazo de triunfal virilidad–, el vacío de mi alma logró succionar cada detalle de su brillante hermosura, para cotejarla con los rasgos de mi novia muerta. Poco después, desde luego, ella, esa nouvelle, esa Lolita, mi Lolita, habría de eclipsar por completo a su prototipo. Todo lo que quiero destacar es que mi descubrimiento fue una consecuencia fatal de ese «principado junto al mar» de mi torturado pasado. Entre ambos acontecimientos, no había existido más que una serie de tanteos y desatinos, y falsos rudimentos de goce. Todo cuanto compartían formaba parte de uno de ellos.
Pero no me ilusiono. Mis jueces considerarán todo esto como la mascarada de un insano con gran afición por el fruit vert. Au fond, ça m'est bien égal. Sólo puedo decir que mientras esa Haze y yo bajábamos los escalones hacia el jardín anheloso, mis rodillas eran como reflejos de rodillas en agua rizada, y mis labios eran como arena, y...
—Ésta es mi Lo —dijo ella–. Y ésas son mis azucenas.
—Sí, sí –dije–. ¡Son hermosas, hermosas, hermosas!
11
La prueba número dos es una agenda encuadernada en imitación cuero negro con una fecha dorada, 1947, en escalier sobre el ángulo superior izquierdo. Hablo de ese pulcro producto de la Blank Blank Co., Blanqton, Mass., como si realmente estuviera frente a mí. En verdad, fue destruido hace cinco años y lo que ahora examinaremos (por cortesía de una memoria fotográfica) no es sino una breve materialización, un minúsculo fénix inmaturo.
Recuerdo la cosa con tal exactitud porque en realidad la escribí dos veces. Primero anoté cada etapa con lápiz (entre muchas enmiendas y borrones) en las hojas de lo que se llama comercialmente «repuesto para máquina de escribir»; después copié todo con abreviaturas obvias, con mi letra más pequeña y satánica, en el librillo negro que acabo de mencionar.
El 30 de mayo es día de abstinencia por edicto en New Hampshire, pero no en las Carolinas. Ese día, una epidemia de «fiebre intestinal» hizo que Ramsdale cerrara sus escuelas durante el verano. El lector puede comprobar el informe meteorológico en el Ramsdale Journal de 1947. Pocos días después, me mudé a casa de la señora Haze y el diario que me propongo exponer (como un espía que transmite de memoria el contenido de la nota que se ha tragado) abarca casi todo junio.
Jueves. Día muy cálido. Desde un punto ventajoso (ventanas del cuarto de baño) vi a Dolores descolgando ropa en la luz tamizada por los manzanos, tras la casa. Salí. Ella llevaba una camisa a cuadros, blue jeans, zapatillas de goma. Cada movimiento que hacía en las salpicaduras de sol punzaba la cuerda más secreta y sensible de mi cuerpo abyecto. Un rato después se sentó junto a mí en el último escalón de la entrada trasera y empezó a recoger guijarros entre sus pies –guijarros, Dios mío, y después un vidrio curvo de botella de leche parecida a una boca regañosa– para arrojarlos contra una lata. Ping. No acertarás otra vez..., no podrás –qué agonía– otra vez. Ping. Maravillosa piel, oh, maravillosa: suave y tostada, sin el menor defecto. La crema produce acné. El exceso de sustancia oleosa que alimenta los bulbos pilosos de la piel produce, cuando es excesiva, una irritación que abre paso a infecciones. Pero las nínfulas no tienen acné aunque se atiborren de comida pingüe. Dios mío, qué agonía ese tenue lustre sedoso en sus sienes que se intensifica hasta el brillante pelo castaño. Y el huesecillo a un lado de su tobillo cubierto de polvo. «¿La hija de McCoo? ¿Ginny McCoo? Oh, es un espanto. Mala. Y coja. Casi se muere de parálisis». Ping. La vírgula brillante de su antebrazo al bajar. Cuando se puso de pie para llevarse la ropa, pude admirar desde lejos los fondillos descoloridos de sus blue jeans recogidos. Más allá del jardín, la blanda señora Haze, completada por una cámara fotográfica, creció como una cuerda de fakir y después de varias alharacas heliotrópicas –ojos tristes hacia arriba, ojos alegres hacia abajo– tuvo el descaro de retratarme mientras parpadeaba sobre los escalones. Humbert le Bel.
Viernes. La vi cuando se marchaba a alguna parte con una niña morena llamada Rose. ¿Por qué su modo de andar me excitaba tan abominablemente? Analicémoslo. Una desvaída sugestión de pulgares vueltos hacia adentro. Una especie de cimbreante aflojamiento bajo la rodilla, prolongado hasta el fin de cada pisada. El espectro de un arrastre. Muy infantil, infinitamente meretricia, Humbert Humbert se siente además infinitamente turbado por el lenguaje vulgar de la pequeña, con su voz aguda y agria. Después la oí gritar redomadas sandeces a Rose por encima del cerco. Pausa. «Ahora tengo que irme, nena».
Sábado (principio acaso corregido). Sé que es una locura continuar con este diario, pero escribirlo me procura un peculiar estremecimiento. Y sólo una esposa enamorada podría descifrar esta letra microscópica. Permítaseme decir con un sollozo que hoy mi L. tomaba un baño de sol en la llamada «galería», pero su madre y otra mujer anduvieron incesantemente por los alrededores. Desde luego, podía sentarme en la mecedora y fingir que leía. Preferí no arriesgarme, y me mantuve lejos: temía que ese miedo horrible, insensato, ridículo, lastimoso que me paralizaba pudiera impedir que diera a mi entrée un aire fortuito.
Domingo. El ondulante calor todavía con nosotros; una semana muy favorable. Esta vez escogí una posición estratégica, con un obeso periódico y una pipa nueva, en la mecedora de la galería, antes de que llegara L. Con gran decepción mía, apareció con su madre, las dos en mallas de dos piezas, negras, nuevas como mi pipa. Mi amor, mi adorada estuvo un momento junto a mí –quería las historietas–, y olía casi como la otra niña de la Riviera, pero más intensamente, con armónicas más ásperas –un olor tórrido que me puso en movimiento de inmediato.. –, pero L. ya me había arrancado de un tirón la sección codiciada para retirarse a su estera, cerca de su mamá paquidérmica. Allí mi belleza se echó boca abajo, mostrándome, mostrando a los mil ojos desorbitados en mi sangre, sus omóplatos ligeramente prominentes y la pelusilla en la ondulación de su espinazo... En silencio, la alumna de sexto grado disfrutaba de sus historietas verdes, rojas, azules. Era la nínfula más encantadora que pudiera recordar... Mientras observaba a través de napas de luz prismáticas, con labios secos, concentrando mi guía y meciéndome levemente bajo mi periódico, sentí que mi percepción de L., debidamente enfocada, podía valerme de inmediato una bienaventuranza de suplicante, pero como un ave de rapiña que prefiere una presa en movimiento a otra inmóvil, me las ingenié para que esa lastimosa conquista coincidiera con uno de los varios movimientos infantiles que L. hacía de cuando en cuando mientras leía, por ejemplo, para tratar de rascarse la mitad de la espalda, revelando una axila punteada. Pero, de pronto, la gorda Haze lo arruinó todo volviéndose hacia mí y pidiéndome fuego, para iniciar una conversación so pretexto de un libro lleno de patrañas, escrito por cierto popular farsante.
Lunes. Delectatio amorosa. Paso mis tristes días entre mutismos y dolores. Esta tarde debíamos ir (mamá Haze, Dolores y yo) a bañarnos al lago, pero la mañana nacarada degeneró al mediodía en lluvia, y Lo hizo un escándalo.
La edad media de la pubertad femenina se ha fijado en los trece años y nueve meses, en Nueva York y Chicago. La edad varía, según los casos individuales. Herry Edgar se enamoró de Virginia cuando ésta tenía apenas catorce años. Le daba lecciones de álgebra. Je m'imagine cela. Pasaron su luna de miel en Petersburg, Fla. «Monsieur Poe-poe», como llamaba al poeta-poeta, un alumno en una de las clases de Humbert Humbert.
Tengo todas las características que, según los estudiosos, suscitan reacciones perturbadoras en una muchachuela: mandíbula firme, mano musculosa, voz profunda y sonora, hombros anchos. Además, se me encuentra parecido a cierto cantor por el cual Lo anda chiflada.
Martes. Llueve. Lago de las Lluvias. Mamá, fuera de casa, de compras. Sabía que L. estaba cerca. Después de una sinuosa maniobra, me encontré con ella en el dormitorio de su madre. Me pidió que le sacara una mota del ojo izquierdo. Blusa a rayas. Aunque adoro la fragancia intoxicable de Lo, debería lavarse el pelo de cuando en cuando. Durante un instante, ambos estuvimos en el mismo baño tibio y verde del espejo, que reflejaba la copa de un álamo y a nosotros, en el cielo. La sostuve fuertemente por los hombros; después, con ternura, le tomé las sienes y le volví la cabeza. «Es aquí –dijo–, aquí lo siento». «Los campesinos suizos usan la punta de la lengua... La sacan de una lamida. ¿Quieres que trate?» «Bueno», dijo. Le pasé suavemente mi aguijón trémulo por el salado globo del ojo. «Uy –dijo–, ya se fue». «¿El otro, ahora?» –Estás loco –empezó–. No tengo nad...» Pero entonces reparó en mis labios fruncidos, que se le acercaban. «Bueno», dijo condescendiente. El sombrío Humbert se inclinó sobre esa cara tibia y rósea, y apretó su boca contra el ojo vibrante. Lolita rió y escapó rozándome. Mi corazón pareció latir en todas partes al mismo tiempo. Nunca en mi vida... ni siquiera cuando acariciaba a la otra, en Francia, nunca...
Noche. Nunca he experimentado tal agonía. Me gustaría describir su cara, sus manos... y no puedo, porque mi propio deseo me ciega cuando está cerca. No me habitúo a estar con nínfulas, maldito sea. Si cierro los ojos, no veo sino una fracción de Lo inmovilizada, una imagen cinematográfica, un encanto súbito, recóndito, como cuando se sienta levantando una rodilla bajo la falda de tarlatán para anudarse el lazo de un zapato, «Dolores Haze ne montrez paz voz zhambres (ésta es la madre, que cree saber francés). Poeta à mes heures, compuse un madrigal al negro humo de sus pestañas, al pálido gris de sus ojos vacíos, a las cinco pecas asimétricas de su nariz respingada, al vello rubio de sus piernas tostadas; pero lo rompí y ahora no puedo recordarlo. Sólo puedo describir los rasgos de Lo en los términos más triviales (diario resumido): puedo decir que tiene el pelo castaño, los labios rojos como un caramelo rojo lamido, el superior ligeramente hinchado. (¡Oh, si fuera yo una escritora que pudiera hacerla posar bajo una luz desnuda! Pero soy el flaco Humbert Humbert, huesudo y de pelo en pecho, con espesas cejas negras, acento curioso y un oscuro pozo de monstruos que se pudren tras una sonrisa de muchacho). Tampoco es ella la niña frágil de una novela femenina. Lo que me enloquece es la naturaleza ambigua de esta nínfula –de cada nínfula, quizá–; esa mezcla que percibo en mi Lolita de tierna y soñadora puerilidad, con la especie de vulgaridad descarada que emana de las chatas caras bonitas en anuncios y revistas, el confuso rosado de las criadas adolescentes del viejo mundo (con su olor a sudor y margaritas estrujadas). Y todo ello mezclado, nuevamente, con la inmaculada, exquisita ternura que rezuma del almizcle y el barro, de la mugre y la muerte, oh Dios, oh Dios. Y lo más singular es que ella, esta Lolita, mi Lolita, ha individualizado mi antiguo deseo, de modo que por encima de todo está... Lolita.
Miércoles. «Oye, haz que mamá nos lleve a ti y a mi al lago, mañana». Ésas fueron las palabras textuales que mi viejo amor de doce años me dijo en un susurro voluptuoso, al encontrarnos por casualidad en la entrada de la casa, yo fuera, ella dentro. El reflejo del sol vespertino, un deslumbrante diamante blanco con innumerables destellos iridiscentes, titilaba en la capota de un automóvil estacionado. El follaje de un álamo voluminoso hacía corretear sus blandas sombras sobre la pared de tablas de la casa. Dos álamos temblaban y se estremecían. Llegaban los sonidos informes del tránsito remoto; un niño llamaba «¡Nancy, Naaancy!» En la casa, Lolita había puesto su disco favorito, «La pequeña Carmen», que yo solía llamar «Directores enanos», chiste que la hacía resoplar de desdén.
Jueves. Anoche nos sentamos Lolita y yo en la galería de la señora Haze. El tibio crepúsculo se había ahondado en amorosa oscuridad. La chica vieja había acabado de narrar con grandes pormenores el argumento de una película que ella y L. habían visto el invierno pasado: el boxeador había caído muy bajo cuando conoció al buen sacerdote (que también había sido boxeador en su robusta juventud y que aún podía aporrear a un pecador). Estábamos sentados sobre almohadones amontonados en el suelo, y L. estaba entre la mujer y yo (se había apretujado, la mimosa). A mi vez, me lancé a un bullicioso relato de mis aventuras árticas. La musa de la invención me tendió un fusil y maté a un oso blanco que estaba sentado, y exclamó: «¡Ah!» Mientras tanto, tenía una aguda conciencia de la proximidad de L. y al hablar hacía ademanes invisibles para tocarle la mano, el hombro... Al fin, después de envolver por completo a mi luminosa amada en ese oleaje de caricias etéreas, me atreví a rozarle la pierna a lo largo de la pelusilla de la tibia, y me reí de mis propios chistes, y temblé y oculté mis temores, y una o dos veces sentí con mis rápidos labios la tibieza de su pelo, mientras le sacudía la cabeza tomándola jocosamente de la nariz. También ella traveseó un buen rato, hasta que su madre le dijo terminantemente que se estuviera quieta y arrojó la muñeca a las sombras. Yo reí y hablé a Haze a través de las piernas de Lo, para deslizar la mano sobre la grácil espalda de mi nínfula y sentirle la piel bajo la camisa de muchacho. Pero sabía que todo era inútil, y la ropa me apretaba lastimosamente y casi me alegré cuando la suave voz de su madre anunció en la oscuridad: «Y ahora, todos creemos que Lo debe irse a la cama». «Váyanse al diablo», dijo Lo. «Pues mañana no habrá picnic», dijo Haze. «Éste es un país libre», dijo Lo. Cuando la enfadada Lo se marchó, no me moví por pura inercia, mientras Haze fumaba su décimo cigarrillo de aquella noche y se quejaba otra vez de Lo.
Ya había sido mala cuando sólo tenía un año y solía arrojar sus juguetes de la cuna para que su pobre madre estuviera todo el tiempo recogiéndolos, ¡niña perversa! Ahora, a los doce, era una verdadera peste, dijo Haze. Lo único que ambicionaba en la vida era llegar a ser un día tambor mayor para menearse y hacer cabriolas, o bailarina de jazz. Sus calificaciones eran bajas, pero andaba mejor en su nueva escuela que en la de Pisky. (Pisky era la ciudad natal de Haze, en el medio Oeste. La casa de Ramsdale pertenecía a su difunta suegra. Aún no hacía dos años que se había mudado a Ramsdale). «¿Por qué no era feliz allá?» «Oh, yo misma pasé por ello de niña –dijo la señora Haze–. Chicos que le retuercen a una el brazo, que arrojan andanadas de libros, que tiran del pelo, que lastiman los pechos, que levantan las faldas... Desde luego, la melancolía es peculiar del desarrollo, pero Lo exagera. Es hosca, evasiva. Grosera y desafiante. Puso una estilográfica en el asiento de Viola, una italiana compañera suya en la escuela. ¿Sabe usted qué me gustaría? Si usted, monsieur, todavía sigue con nosotras en el otoño, le pediría que la ayudara en sus tareas..., usted parece saberlo todo, geografía, matemáticas, francés...» «¡Oh, todo!», dijo monsieur. «¡Eso quiere decir que seguirá usted con nosotras!» Yo tuve ganas de decirle que me quedaría allí eternamente, sólo para acariciar de cuando en cuando a mi incipiente alumna. Pero estaba harto de Haze. De modo que me limité a gruñir y a estirar mis piernas en disonancia (le mot juste) y me marché a mi cuarto. Pero la mujer, evidentemente, no estaba dispuesta a postergar la cosa. Cuando ya me encontraba en mi fría cama, apretando contra mi cara el fragante espectro de Lolita, oí que mi infatigable huéspeda se apoyaba pesadamente contra la puerta para susurrar a través de ella, sólo para cerciorarse –dijo– de que yo tenía la revista que le había pedido el otro día. Desde su cuarto, Lo gritó que ella la tenía. En esta casa somos una biblioteca circulante. Dios santo.
Viernes. Me pregunto qué dirán mis editores académicos si citara la vermeillette fente, de Ronsard, o un petit mont feutré de mousse délicate, tracé sur le milieu d'un fillet escarlatte, de Remy Beleau, etc. Probablemente tendré otro colapso nervioso si me quedo en esta casa, bajo la urgencia de esta tentación intolerable, junto a mi amada –mi amada–, mi vida y mi prometida. ¿La madre naturaleza la habrá iniciado ya en el Misterio de la Menarca? Tremenda sensación. Maldición gitana. Caída del techo, la abuela nos visita. «El señor Útero (cito de una revista para jóvenes) empieza a construir una suave pared, previendo que deberá alojar a un bebé». El minúsculo chiflado en su celda acolchada.
A propósito: si alguna vez cometo un asesinato serio... Subrayo el si. El motivo debería ser algo más importante que lo ocurrido con Valeria. Obsérvese que entonces yo era más bien inepto. Cuando me lleven a la muerte, recuerden ustedes que sólo un estallido de locura podría darme la simple energía para conducirme como un bruto (todo esto corregido, quizá). A veces ocurre, en sueños. Pero, ¿saben ustedes qué pasa? Por ejemplo, tengo un fusil. Por ejemplo, apunto contra un enemigo suave, quietamente interesado. Oh, aprieto el gatillo, pero las balas caen blandamente al suelo, una tras otra, desde el tímido cañón. En esos sueños, mi única preocupación es ocultar el fiasco al enemigo, que se aburre por momentos.
Durante la comida, la vieja gata me dijo, con una ojeada de burla maternal dirigida a Lo (yo acababa de describir con locuacidad el delicioso bigote como cepillo de dientes que no estaba muy resuelto a dejarme crecer): «Es mejor que no lo haga, pues alguien se pondrá completamente chiflada». En un instante Lo empujó el plato de pescado hervido, derribando su leche, y salió del cuarto: «¿Le aburriría mucho –dijo Haze– ir a nadar mañana con nosotras al lago, si Lo se disculpa por su comportamiento?»
Después oí portazos y otros ruidos que provenían de cavernas estremecidas donde las dos rivales se habían trenzado.
Lo no se disculpó. Nada de lago. Quizá hubiese sido divertido.
Sábado. He dejado la puerta abierta durante varios días, mientras escribía en mi cuarto, pero sólo hoy ha caído en la trampa. Entre idas y venidas, pataditas y bromas adicionales (que ocultaban su turbación al visitarme sin haber sido llamada), Lo entró y después de revolotear a mi alrededor se interesó por los laberintos de pesadilla que mi pluma trazaba sobre una hoja de papel. Ah, no: no eran los resultados del inspirado descanso de un calígrafo, entre dos párrafos; eran los horrendos jeroglíficos (que ella no podía descifrar) de mi fatal deseo. Cuando Lo inclinó sus rizos castaños sobre el escritorio ante el cual estaba sentado, Humbert el Ronco la rodeó con su brazo, en una miserable imitación de fraternidad; y mientras examinaba, con cierta miopía, el papel que sostenía, mi inocente visitante fue sentándose lentamente sobre mi rodilla. Su perfil adorable, sus labios entreabiertos, su pelo suave estaban a pocos centímetros de mi colmillo descubierto, y sentía la tibieza de sus piernas a través de la rudeza de sus ropas cotidianas. De pronto, supe que podía besarla. Supe que me dejaría hacerlo, y hasta que cerraría los ojos, como enseña Hollywood. Una vainilla doble con chocolate caliente... apenas algo más insólito que eso. No puedo explicar al lector –cuyas cejas, supongo habrán viajado ya hasta lo alto de su frente calva– cómo supe todo ello; quizá mi oído de mono había percibido inconscientemente algún leve cambio en el ritmo de su respiración –pues ahora Lo no miraba de veras mi galimatías y esperaba con curiosidad y compostura (oh, mi límpida nínfula) que el atractivo huésped hiciera lo que rabiaba por hacer–. Una niña moderna, una ávida lectora de revistas cinematográficas, una experta en primeros planos soñadores, no encontrará muy raro –me dije– que un amigo mayor, apuesto, de intensa virilidad... demasiado tarde. La casa toda vibró súbitamente con la voluble voz de Louise, que contaba a la señora Haze, recién llegada de la calle, cómo ella y Leslie Thomson habían encontrado algo muerto en el sótano, y Lolita no iba a perderse semejante cuento.
Domingo. Cambiante, malhumorada, alegre, torpe, graciosa, con la acre gracia de su niñez retozona, dolorosamente deseable de la cabeza a los pies (¡toda Nueva Inglaterra por la pluma de una escritora!), desde el moño hecho a toda prisa y las horquillas que sostienen el pelo hasta la pequeña cicatriz de su pierna (donde un patinador le dio un puntapié, en Pisky), un par de centímetros sobre la gruesa media blanca. Se ha ido con su madre a casa de los Hamilton, para una fiesta de cumpleaños o cosa así. Falda amplia de algodón. ¡Precioso cachorro!
Lunes. Mañana lluviosa. Ces matins gris si doux... Mi pijama blanco tiene dibujos lilas en la espalda. Parezco una de esas infladas arañas pálidas que se ven en los jardines viejos. Sentadas en medio de una tela luminosa y sacudiendo levemente tal o cual hebra. Mi red está tendida sobre la casa toda, mientras aguzo el oído desde mi silla, como un brujo astuto. ¿Estará Lo en su cuarto? Tiro suavemente del hilo de seda. No está. Oigo el staccato del cilindro de papel higiénico que gira; y mi filamento no ha registrado pisadas desde el cuarto de baño hasta su cuarto. ¿Seguirá cepillándose los dientes? (El único acto sanitario que Lo cumple con verdadero celo). No. La puerta del cuarto de baño acaba de abrirse, de modo que habrá que buscar en alguna otra parte de la casa la hermosa presa de tibios colores. Tendamos una hebra por la escalera. Así compruebo que no está en la cocina, abriendo la heladera o chillando a su detestada mamá (la cual ha de gozar en su tercera conversación telefónica de la mañana, arrulladora, amortiguadamente alegre). Bueno, busquemos a tientas y esperemos. Me deslizo con el pensamiento hasta el saloncito y encuentro callada la radio (y mamá sigue hablando suavemente con la señora Chatfield o la señora Hamilton, sonriendo, ahuecando la mano libre sobre el teléfono, negando implícitamente que niegue esos divertidos rumores, susurrando con la intimidad que nunca tiene esa mujer resuelta cuando habla cara a cara). ¡De modo que mi nínfula no está en ninguna parte de la casa! ¡Se ha ido! Lo que imaginé como una onda prismática resulta apenas una telaraña gris; la casa está vacía, muerta. Y entonces llega la risilla dulce y suave de Lo a través de mi puerta entreabierta. «No le digas a mamá que me he comido todo tu jamón». Salto afuera. Ya se ha ido. Lolita, ¿dónde estás? La bandeja de mi desayuno, amorosamente preparado por mi huéspeda, me mira desabridamente, esperando que lo coma. ¡Lolita, Lolita!
Martes. Las nubes volvieron a impedir el picnic en ese lago inalcanzable. ¿Es una maquinación del destino? Ayer me probé ante el espejo un par nuevo de pantalones de baño.
Miércoles. Por la tarde, Haze (zapatos razonables, traje sastre) dijo que iría a la ciudad a comprar un regalo para el amigo de una amiga, y me pidió que la acompañara, ya que tenía yo tan buen gusto para tejidos y perfumes. «Elija su preferido», ronroneó. ¿Qué podía hacer Humbert, especialista en perfumes? Me había arrinconado entre su automóvil y la entrada. «Apúrese», me dijo, mientras yo doblaba laboriosamente mi ancho cuerpo para subir al auto (sin dejar de pensar con desesperación en una escapatoria). Haze había puesto en marcha el motor y refunfuñaba delicadamente contra un camión que daba marcha atrás, después de llevar a la vieja e inválida señorita Vecina una nueva silla de ruedas, cuando llegó la voz aguda de mi Lolita desde la ventana del salón: «¡Eh, ustedes! ¿Adonde van? ¡Yo voy también! ¡Esperen!» «¡Ignórela», gruñó Haze (ahogando el motor). Tanto peor para mi gentil conductora: Lo ya abría la puerta de mi lado. «Esto es intolerable», empezó Haze; pero Lo ya se había metido dentro, estremeciéndose de placer. «Eh, tú, mueve el trasero», dijo Lo. «¡Lo!», gritó Haze (mirándome de soslayo y, esperando que yo expulsara a la niña descarada). «Y conduce con cuidado», dijo Lo (no por primera vez), mientras se echaba atrás, mientras yo me echaba atrás, mientras el automóvil arrancaba. «Es intolerable», dijo Haze pasando a segunda violentamente, «que una niña sea tan mal educada. Y tan insistente. Cuando nadie la llama. Y necesita un baño».
Mis nudillos rozaban los blue jeans de la niña. Iba descalza; en las uñas de los pies quedaban restos de esmalte color cereza y había un pedazo de tela adhesiva sobre el dedo gordo. Dios, ¡qué no habría dado yo por besar aquí y allá esos pies de huesos finos, dedos largos y agilidad de mono! De pronto su mano se deslizó en la mía y sin que nuestra acompañante lo viera apreté, palmoteé, sacudí esa garra tibia durante todo el viaje hasta la tienda. Las aletas de la nariz marlenesca de nuestra conductora brillaban (ya consumida o aventada su ración de polvo), mientras ella sostenía un elegante monólogo con el tránsito local, y sonreía de perfil, y hacía mohines de perfil, y batía las pintadas pestañas de perfil, y yo rogaba que nunca llegáramos a esa tienda. Pero llegamos.
No tengo otra cosa que consignar, salvo: primo, que la Haze mayor hizo que la Haze menor se sentara detrás durante el regreso; segundo, que la dama resolvió comprar la elección de Humbert para la parte de atrás de sus bien formadas orejas.
Jueves. Pasamos entre granizos y ventarrones el principio tropical del mes. En un volumen de la Enciclopedia infantil encontré un mapa de los Estados Unidos que un lápiz infantil había empezado a calcar en una hoja de papel de seda, y en cuyo reverso, contra el contorno incompleto de Florida y el Golfo, había una lista mimeográfica de nombres pertenecientes, sin duda, a la clase de Lo en la escuela de Ramsdale. Es un poema que ya sé de memoria.
Angel, Grace
Austin, Floyd
Beale, Jack
Beale, Mary
Buck, Daniel
Buyron, Marguerite
Campbell, Alice
Carmine, Rose
Chatfield, Phyllis
Clarke, Gordon
Cowan, John
Cowan, Marion
Duncan, Walter
Falter, Ted
Fantazia, Irving
Falshmann, Irving
Fox, George
Glave, Donald
Goodale, Donald
Green, Lucinda
Hamilton, Mary Rose
Haze, Dolores
Moneck, Rosaline
Knigth, Kenneth
McCoo, Virginia
McCrystal, Vivian
McFate, Aubrey
Miranda, Viola
Rosato, Emil
Schelenker, Lena
Scott, Donald
Sheridan, Agnes
Sherva, Oleg
Smith, Hazle
Talbot, Edgar
Waing, Lull
Williams, Ralph
Windmuller, Louise
¡Un poema, un poema, en verdad! Qué extraño y dulce fue descubrir ese «Haze, Dolores» (¡ella!) en su especial glorieta de nombres, con su guardia de rosas, una princesa encantada entre sus dos damas de honor. Trato de analizar el estremecimiento de deleite que corre por mi espinazo al leer ése nombre entre los demás. ¿Qué es lo que me excita casi hasta las lágrimas (ardientes, opalescentes, espesas lagrimas de poeta y amante)? ¿Qué es? ¿El sutil anonimato de ese nombre con su velo formal («Dolores») y esa trasposición abstracta de nombre y apellido, que es semejante a un par nuevo de pálidos guantes o una máscara? ¿Es «máscara» la palabra clave? ¿Es porque siempre hay deleite en el misterio semitraslúcido, la lumbre a través de la cual la carne y los ojos –que sólo yo he sido escogido para conocer– sonríen al dejarme solo? ¿O es porque puedo imaginar tan bien el resto de la clase abigarrada, en torno a mi dolorosa y brumosa amada: Grace y sus granos maduros; Ginny y su pierna con aparato ortopédico; Gordon, el ansioso; Duncan, el payaso hediondo; Agnes, de uñas comidas; Viola, con sus espinillas en la piel y el busto vigoroso; la bonita Rosaline; la morena Mary Rose; la adorable Stella; Ralph, que fanfarronea y roba; Irving, a quien tengo lástima. Y allí está ella, perdida entre todos, royendo un lápiz, detestada por los maestros, con los ojos de todos los muchachos fijos en su pelo y en su cuello, mi Lolita.
Viernes. Anhelo algún desastre terrible. Un terremoto. Una explosión espectacular: su madre eliminada de manera horrible, pero instantáneamente y para siempre, junto con todo ser viviente en millas a la redonda. Lolita salta a mis brazos. Su sorpresa, mis explicaciones, demostraciones, ululatos. ¡Vanas e insensatas fantasías! Un Humbert osado habría jugado con ella de una manera más repugnante (ayer, por ejemplo, cuando entró de nuevo en mi cuarto para mostrarme sus dibujos escolares); podría haberla sobornado... y acabar con la cosa. Un tipo más simple y práctico se habría atenido sobriamente a varios sucedáneos..., pero si ustedes saben adonde ir, yo no sé. A pesar de mi aire viril, soy horriblemente tímido. Mi alma romántica se vuelve trémula y viscosa ante la sola idea de recurrir a alguna inmundicia. A esos obscenos monstruos marinos. Mais allez-y, allez-y! Annabel sosteniéndose sobre un pie para ponerse pantalones cortos, yo mareado de rabia, sirviéndole de pantalla.
(La misma fecha, después, muy tarde). He prendido la luz para disipar un sueño. Tenía un antecedente indudable. Durante la comida, Haze anunció benévolamente que puesto que el pronóstico anunciaba un fin de semana con sol, iríamos el domingo al lago, después de la iglesia. Mientras yacía en mi cama, entre meditaciones, urdí un plan final para aprovechar el picnic anunciado. Sabía que mamá Haze odiaba a mi amada porque era gentil conmigo. De modo que planeé el día junto al lago de manera que satisfaciera a la madre. Le hablaría sólo a ella, pero en un momento apropiado diría que había olvidado mi reloj pulsera y mis anteojos negros en algún lugar, y me hundiría con mi nínfula en el bosque. En ese instante, la realidad se desvanecía, y la busca de los anteojos se transformaba en una tranquila orgía... A las tres de la mañana tomé un soporífero y entonces un sueño que no era una secuela, sino una parodia, me reveló con una especie de significativa claridad, el lago que aún no había visitado: estaba cubierto por una lámina de hielo esmeralda, y un esquimal picado de viruela trataba en vano de romperlo con un hacha, aunque mimosas importadas y oleandros florecían en sus orillas cubiertas de granza. Estoy seguro de que la doctora Blanche Schwarzmann me habría pagado un montón de dinero por enriquecer con ese sueño sus archivos. Por desgracia, el resto era francamente ecléctico. La Haze mayor y la Haze menor corrían a caballo en torno al lago, y yo también corría, meciendo diestramente mi cuerpo, con las piernas arqueadas por la montura, aunque no había ningún caballo entre ellas: sólo el aire elástico –una de esas pequeñas omisiones debidas a la distracción del agente que sueña-.
Sábado. El corazón sigue saltando en el pecho. Aún me retuerzo y emito graves lamentos al recordar mi turbación. Vista dorsal. Vislumbre de piel sedosa entre camisa en T y pantalones de gimnasia blancos. Inclinada sobre el alféizar de una ventana, en el acto de arrancar hojas de un álamo y sosteniendo al mismo tiempo una charla torrencial con un chico vendedor de diarios, abajo (Kenneth Knigth, supongo), que acababa de lanzar el Ramsdale Journal en la entrada con un envío muy preciso. Empecé a deslizarme hacia ella. Mis brazos y piernas eran superficies convexas entre las cuales –más que sobre las cuales– avanzaba lentamente, mediante algún modo neutro de locomoción: Humbert, la Araña Herida. Debí tardar horas en llegar hasta ella: creía verla por el extremo opuesto de un telescopio, y me movía como un paralítico, con miembros blandos y deformes, en una terrible concentración. Al fin estuve tras ella, cuando tuve la desgraciada idea de hacerle una broma –sacudiéndola por la nuca o algo semejante, para encubrir mi verdadero manège–, y ella chilló con un agudo y breve gemido: «¡Sal de ahí!» (qué grosera, la tunanta), y con una mueca horrible Humbert el Humilde se batió en fúnebre retirada, mientras ella seguía parloteando hacia la calle.
Pero oigamos lo que ocurrió después... Acabado el almuerzo, me recliné en una silla baja, para tratar de leer. De pronto, dos hábiles manitas me cubrieron los ojos: se había deslizado por detrás, como reiterando, en la secuencia de un ballet, mi maniobra matutina. Al tratar de interceptar el sol, sus dedos eran un carmesí luminoso, contenía apenas la risa y brincaba a uno y otro lado, mientras yo extendía los brazos a derecha e izquierda, hacia atrás, aunque sin cambiar de posición. Mi mano corrió sobre sus ágiles piernas, el libro partió de mi regazo como un trineo y la señora Haze apareció para decir indulgentemente: «Dele una tunda si interrumpe sus meditaciones de estudioso. Cómo me gusta este jardín (no había entonación exclamativa en su voz). No es divino el sol (tampoco había entonación interrogativa)». Y con un suspiro de fingida satisfacción, la odiosa señora se sentó en tierra y miró el cielo, echándose atrás y apoyándose sobre las manos abiertas. Entonces una vieja pelota gris de tenis rebotó sobre ella. La voz de Lo llegó arrogante desde la casa: «Pardon-nez, madre. No le apuntaba a usted». Desde luego que no, mi dulce amor.
12
Ésa resultó la última de unas veinte anotaciones mías. Se verá por ellas que el esquema de la inventiva del diablo era día tras día el mismo. Al principio me tentaba para después burlarme, dejándome con un dolor sordo en las raíces mismas de mi ser. Yo sabía exactamente qué debía hacer y cómo hacerlo sin enturbiar la castidad de una niña; después de todo, tenía cierta experiencia en mi vida de pederosis: había amado visualmente, en los parques, a nínfulas pecosas; había insinuado mi paso cauteloso y bestial por entre la parte atestada de un ómnibus repleto de colegialas con sus libros a cuestas. Pero durante casi tres semanas, mis patéticas maquinaciones se habían visto interrumpidas. El causante de tales interrupciones era, por lo común, la señora Haze (cuyo temor principal, como habrá observado el lector, no era tanto que yo gozara con Lo cuanto que Lo gozara conmigo). La pasión que sentía yo por esa nínfula –la primera nínfula en mi vida que por fin estaba al alcance de mis garras angustiadas, dolientes y tímidas– me habría llevado sin duda, de regreso al sanatorio, de no haber comprendido el Diablo que debía proporcionarme cierto alivio si quería jugar conmigo durante más tiempo.
El lector habrá reparado, asimismo, en el curioso Espejismo del Lago. Habría sido lógico por parte del señor Arthur McFate (como podríamos llamar a ese diablo mío) procurarme cierto solaz en la playa prometida, en la presunta selva. En realidad, la promesa que había hecho la señora Haze se revelaba fraudulenta: no me había dicho que Mary Rose Hamilton (una pequeña belleza morena, por su parte) nos acompañaría, y que las dos nínfulas se lo pasarían cuchicheando aparte y divirtiéndose aparte, mientras la señora Haze y su apuesto huésped conversarían quietamente, semidesnudos, lejos de ojos que espiaran. Al fin, los ojos espiaron y las lenguas se agitaron. ¡Qué rara es la vida! Nos precipitamos para apartar los destinos que procurábamos entrelazar. Antes de mi llegada, mi huéspeda proyectaba que una vieja solterona, la señorita Phalen, cuya madre había sido cocinera en la familia Haze, se fuera a vivir en la casa con Lolita y conmigo, mientras la señora Haze buscaba algún empleo conveniente en la ciudad más cercana. La señora Haze había visto las cosas muy claramente: el anteojudo y encorvado Herr Humbert llegaría con sus baúles de Europa Central para juntar polvo en su rincón sobre un montón de libracos: la chicuela abominable estaría firmemente vigilada por la señorita Phalen (que ya había cobijado a mi Lo bajo su ala de gallina: Lo recordaba ese verano de 1944 con un estremecimiento de indignación) y la propia señora Haze se emplearía como recepcionista en una ciudad elegante. Pero un suceso no del todo complicado se opuso a ese programa. La señorita Phalen se rompió una cadera en Savannah, Ga., el mismo día en que llegué a Ramsdale.
El domingo que siguió al sábado ya descrito amaneció tan rutilante como había pronosticado la oficina meteorológica. Cuando dejé la bandeja de mi desayuno sobre la silla junto a la puerta de mi cuarto para que la señora Haze la retirara cuando quisiera, capté la siguiente situación deslizándome silenciosamente en mis viejas zapatillas (lo único viejo que tenía) por el descanso de la escalera hasta el pasamanos. Había surgido un nuevo inconveniente. La señora Hamilton acababa de telefonear para decir que su hija «tenía temperatura». La señora Haze informó a su hija que deberían postergar el picnic. La fogosa Haze menor informó a la fría Haze mayor que en ese caso no la acompañaría a la iglesia. La madre dijo «muy bien» y se marchó.
Yo había salido al descanso de la escalera inmediatamente después de afeitarme, todavía con jabón en las orejas y con mi pijama blanco con flores azules (no lilas, esa vez) en la espalda; después me quité el jabón, me perfumé el pelo y las axilas, me puse una bata de seda púrpura y canturreando nerviosamente, bajé las escaleras en busca de Lo.
Quiero que mis lectores participen de la escena que he de evocar. Quiero que examinen cada pormenor y vean por sí mismos hasta qué punto fue cauteloso y casto lo ocurrido, si se lo considera como lo que mi abogado ha llamado (en una conversación privada) «simpatía imparcial». Empecemos, pues. Tengo ante mí una tarea difícil.
Protagonista: Humbert el Canturreador. Época: la mañana de un domingo de junio. Lugar: un cuarto soleado. Detalles: un viejo escritorio americano, revistas, un fonógrafo, chucherías mexicanas (el difunto Harold E. Haze –Dios lo bendiga– había engendrado a mi amada en la hora de la siesta, en un cuarto azulino, durante su luna de miel en Veracruz, y en la casa entera había recuerdos, entre ellos Dolores).
Lo usaba esa mañana un bonito vestido estampado que ya le había visto una vez, con falda amplia, talle ajustado, mangas cortas y de color rosa, realzado por un rosa más intenso. Para completar la armonía de colores, se había pintado los labios y llevaba en las manos ahuecadas una hermosa, trivial, edénica manzana roja. Pero no estaba calzada para ir a la iglesia. Y su blanco bolso dominical había quedado olvidado junto al fonógrafo.
El corazón me latió como un tambor en un sueño cuando Lo se sentó, ahuecando la fresca falda, sumergiéndose, a mi lado, en el sofá, y empezó a jugar con la fruta brillante. La arrojó al aire lleno de puntos luminosos, la atrapó y oí el ruido como de ventosa que hizo en su mano.
Humbert Humbert arrebató la manzana.
«Dámela», suplicó, mostrando las palmas de mármol. Tendí la deliciosa fruta. Lolita la tomó y la mordió. Mi corazón fue como nieve bajo esa piel carmesí, y con una ligereza de mono, típica de esa nínfula norteamericana, arrancó de mis distraídas manos la revista que yo había abierto (lástima que ninguna película haya registrado el extraño dibujo, la trabazón monográfica de nuestros movimientos simultáneos o sobrepuestos). Con precipitación, estorbada por la manzana desfigurada que sostenía, Lo recorrió violentamente las páginas en pos de algo que deseaba mostrar a Humbert. Al fin lo encontró. Me fingí interesado y acerqué mi mejilla, mientras ella se limpiaba la boca con el dorso de la mano. Reaccioné lentamente ante la fotografía, por culpa de la bruma luminosa a través de la cual la observaba, mientras Lolita restregaba y entrechocaba impaciente las rodillas desnudas. Confusamente fueron surgiendo un pintor superrealista que descansaba, en posición supina, en una playa, y junto a él, en la misma posición, semienterrado en la arena, un calco de la Venus de Milo. «Fotografía de la semana» decía el epígrafe. Arrojé esa imagen obscena. De inmediato, en un fingido esfuerzo por recobrarla, Lolita se tendió sobre mí. La tomé por el fino talle. La revista escapó al suelo como un gallo asustado. Ella se volvió, se echó hacia atrás y se apoyó en el ángulo derecho del escritorio. Entonces, con perfecta sencillez, la impúdica niña extendió sus piernas sobre mi regazo.
Por entonces yo estaba en un estado de excitación que lindaba con la locura; pero al propio tiempo tenía la astucia de un loco. Sentado allí, en ese sofá, me las compuse para aproximarme a sus cándidos miembros mediante una serie de movimientos furtivos. No era fácil distraer la atención de la niña mientras llevaba a cabo los oscuros ajustes necesarios para que la treta resultara. Hablaba ligero, contenía la respiración, inventaba un súbito dolor de dientes para explicar lo entrecortado de mi jadeo, y mientras tanto, fijando siempre una mirada interior de maniático en mi dorada meta, fui aumentando sigilosamente la proximidad. Como mi jadeo adquirió cierto ritmo deliciosamente mecánico, empecé a recitar, mutilándolas apenas, las palabras de una cancioncilla muy popular –Tarlatán amarillo– y arroz con leche. –La cabeza me duele– de ser tu amante... –. Seguí repitiendo esa automática nadería y mantuve a Lolita bajo su especial hechizo (especial a causa de mis mutilaciones); mientras tanto, tenía un miedo mortal de que algún acto divino me interrumpiera, me quitara esa carga dorada en cuya sensación mi ser todo parecía concentrado. Esa ansiedad me obligó a trabajar durante el primer minuto, con más precipitación de la que era conveniente. De pronto, ella tomó posesión del Tarlatán amarillo, del arroz con leche, de la cabeza doliente, y su voz se insinuó en mi canto y corrigió la melodía que yo deformaba. Era una voz musical, con dulzura de manzanas. Sus piernas se estremecieron un poco. Y allí estaba ella, reclinada contra el ángulo derecho del escritorio. Lola la colegiala, devorando su fruto inmemorial, cantando a través de su jugo, perdiendo una zapatilla, restregando el talón de su pie desnudo contra un sucio tobillo, contra la pila de revistas viejas amontonadas a mi izquierda, sobre el sofá... y cada movimiento suyo me ayudaba a ocultar y mejorar el oculto sistema de correspondencia táctil entre mi ente enfermo y la belleza de su cuerpo con hoyuelos, bajo el inocente vestido de algodón.
Mis dedos escudriñadores sintieron que los pelos diminutos se erizaban ligeramente. Y me perdí en el ardor punzante, pero saludable, que como la bruma estival flotaba en torno de la pequeña Haze . Que se quede así, que se quede así... Cuando hizo un esfuerzo para arrojar el resto de la manzana a la chimenea, su joven cuerpo, sus inocentes piernas sin pudor se movieron sobre mi regazo tenso, torturado, subrepticiamente laborioso, y de súbito un cambio misterioso ocurrió en mis sentidos. Ingresé en el nivel de existencia donde nada importaba, salvo la infusión de goce que fermentaba en mi cuerpo. Lo que había empezado como una distensión deliciosa de mis raíces más íntimas, se convirtió en una rutilante comezón que ahora llegaba al estado de una seguridad, una confianza, una firmeza absoluta inhallables en la vida consciente. Con esa honda y cálida dulzura así establecida y encaminada hasta su convulsión última, sentí que podía demorarme para prolongar tal incandescencia, Lolita había sido solipcizada con impunidad. El sol cómplice latía en los álamos; estábamos fantásticamente, divinamente solos. Yo la observaba –rósea, cubierta de polvillo dorado– a través del velo de mi deleite gobernado, ignorante de él, ajena a él, y el sol estaba en sus labios, y sus labios aún parecían formar las palabras de la cancioncilla, que ya no llegaba a mi conciencia. Ya todo estaba listo. Los nervios del placer estaban al descubierto. El menor placer bastaría para poner en libertad todo paraíso. Había dejado de ser Humbert el Canalla, el gusano degenerado de ojos tristes aferrado a la bota que lo echaría de un puntapié. Estaba por encima de las tribulaciones del ridículo, más allá de las posibilidades de retribución. En mi serrallo exclusivo, era un turco fornido y radiante que, con plena conciencia de su libertad, posponía deliberadamente el momento de gozar. Suspendido al borde de ese voluptuoso abismo (una delicadeza de equilibrio fisiológico comparable a determinadas técnicas artísticas), seguía repitiendo palabras sueltas –tarlatán, arroz con leche, amante, aaa... maaa... nte–, como alguien que hablara en sueños.
El día anterior, Lolita se había dado un golpe contra el pesado arcón del vestíbulo, y jadeé: «¡Mira, mira! ¡Mira lo que te has hecho, ah, mira!» Pues juro que había un cardenal en su encantador muslo de nínfula, que mi enorme mano velluda lentamente masajeó y envolvió, tal como se hacen cosquillas y caricias a un niño que ríe, justamente así y «Oh, no es nada», gritó con una súbita nota chillona en la voz, y agitó el cuerpo, y se contorsionó, y echó atrás la cabeza, y mi boca quejosa, señores del jurado, llegó casi hasta su cuello desnudo, mientras sofocaba contra su pecho izquierdo el último latido del éxtasis más prolongado que haya conocido nunca hombre o monstruo.
En seguida (como si hubiéramos luchado y de pronto yo hubiese soltado a mi presa), se deslizó del sofá y saltó sobre sus pies –sobre su pie, más bien– para atender el teléfono, que sonaba con estrépito formidable y que, en cuanto a mí, podía seguir sonando durante siglos. Con el tubo en una mano, pestañeando, las mejillas encendidas y el pelo revuelto, paseando sobre mí y los muebles una mirada igualmente ausente, mientras hablaba o escuchaba (a su madre, que le decía que fuera a almorzar con ella a casa de los Chatfield –ni Lo ni Humbert sabían qué embrollo estaba preparando Haze–), golpeaba el borde de la mesa con la zapatilla que tenía en la otra mano. ¡Bendito sea Dios, no había advertido nada!
Con un pañuelo de seda multicolor sobre el cual se detuvieron al pasar, sus ojos de oyente, me sequé el sudor de la frente y, sumergido en una euforia de abandono, recompuse mis vestiduras reales. Ella seguía al teléfono, discutiendo con su madre (mi Carmencita quería que la llevaran en automóvil) cuando subí las escaleras cantando cada vez más fuerte para provocar un diluvio de agua humeante y rugiente en la bañera.
Ahora puedo recordar también las palabras de esa canción, que, según creo, nunca supe muy bien:
Esta noche en tu puerta,
mi Carmencita,
bajo el cielo y la luna
nos pelearemos.
Tarlatán amarillo
y arroz con leche.
La cabeza me duele
de ser tu amante.
El fusil alevoso
que ha de matarte,
en el puño lo llevo,
no he de soltarlo.
(Supongo que tomó su treinta y dos y le metió una bala entre los ojos a su muñeca).
14
Almorcé en la ciudad: hacía años que no sentía tanta hambre. Cuando volví a mi vagabundeo, la casa seguía sin Lolita. Pasé la tarde pensando, proyectando, dirigiendo dichosamente mi experiencia de la mañana.
Me sentía orgulloso de mí mismo. Había hurtado la miel de un espasmo sin perturbar la moral de una menor. No había hecho el menor daño. El mago había echado leche, melaza, espumoso champaña en el blanco bolso nuevo de una damita, y el bolso estaba intacto. Así había construido, delicadamente, mi sueño innoble, ardiente, pecaminoso, pero Lolita estaba a salvo, y también yo. Lo que había poseído frenéticamente, cobijándolo en mi regazo, empotrándolo, no era ella misma, sino mi propia creación, otra Lolita fantástica, acaso más real que Lolita. Una Lolita que flotaba entre ella y yo, sin voluntad ni conciencia, sin vida propia.
La niña no sabía nada. No le había hecho nada. Y nada me impedía repetir una maniobra que la había afectado tan poco, como si hubiera sido ella una imagen fotográfica titilando sobre una pantalla, y yo un humilde encorvado que se atormentaba a sí mismo en la oscuridad. La tarde siguió fluyendo, en maduro silencio, y los altos árboles llenos de savia parecían saberlo todo; el deseo, aún más intenso que antes, empezó a dolerme de nuevo. Que vuelva pronto, rogué, dirigiéndome a un Dios prestado. Que mientras mamá esté en la cocina, podamos representar nuevamente la escena del escritorio. Por favor, la adoro tan horriblemente...
No. «Horriblemente» no es el término exacto. El júbilo con que me llenaba la visión de nuevos deleites no era horrible, sino patético. Patético, porque a pesar del fuego insaciable de mi apetito venéreo, me proponía con la fuerza y resolución más fervientes proteger la pureza de esa niña de doce años.
Ahora, vean ustedes cuál fue el premio de mis angustias. Lolita no regresó a casa: se había ido con los Chatfield a un cinematógrafo. La mesa estaba puesta con más elegancia que de costumbre: hasta había candelabros, qué les parece. Envuelta en su aura nauseabunda, la señora Haze tocó los cubiertos a ambos lados de su plato como si hubieran sido teclas de un piano, y sonrió a su plato vacío (estaba a dieta), y dijo que ojalá me gustara la ensalada (receta tomada de una revista). Dijo que ojalá me gustara el picadillo frío, también. Había sido un día perfecto. La señora Chatfield era una persona encantadora. Phyllis, su hija, se marchaba a un campamento veraniego al día siguiente. Por tres semanas. Había resuelto que Lolita iría el jueves. En vez de esperar hasta el mes próximo como habían planeado al principio. Y se quedaría allí después de que Phyllis regresara. Hasta que empezaran las clases. Una perspectiva maravillosa. Dios mío.
Oh, caí de las nubes. ¿No significaba eso que perdía a mi amada, precisamente cuando la había hecho mía en secreto? Para explicar mi humor tétrico debí recurrir al mismo dolor de muelas ya simulado en la mañana. Debió ser un molar enorme con un absceso grande como una guinda.
—Tenemos un dentista excelente –dijo Haze–. Era nuestro vecino. El doctor Quilty. Primo o tío, creo, del autor teatral. ¿Cree usted que le pasará? Bueno, como quiera. En el otoño haré que «ate» un poco a Lolita, como decía mi madre. Quizá la sosiegue un poco. Temo que le haya fastidiado mucho estos días. Tendremos no pocos encontronazos antes de que se marche. Se negó resueltamente a partir, y confieso que la dejé con los Chatfield porque temía enfrentarla a solas. La película quizá la dulcifique. Phyllis es una niña muy simpática, y no hay el menor motivo para que Lo no guste de ella. En realidad, monsieur, me da mucha pena ese dolor suyo... Sería mucho más razonable que mañana, a primera hora, llame a Ivor Quilty, si el dolor persistiera. Además, usted sabe, creo que un campamento veraniego es mucho más sano y... bueno, es mucho más razonable que entontecerse en un lugar suburbano y usar el lápiz labial de mamá y fastidiar a caballeros estudiosos y ariscos y armar barullos a la menor provocación.
—¿Está usted segura –dije al fin– de que será feliz allí? (¡Ineficaz, lamentablemente ineficaz!)
—Le hará bien –dijo Haze–. Además no todo serán juegos. El campamento está bajo la dirección de Shirley Holmes, la autora de El campamento para niñas. Esa vida enseñará a Dolores Haze a adquirir muchas cosas: salud, buenas maneras, seriedad. Y sobre todo el sentido de la responsabilidad hacia los demás. ¿Tomamos los candelabros y nos sentamos un rato en la galería, o quiere usted irse a la cama y cuidar de esa muela?
Preferí cuidar de mi muela.
15
Al día siguiente, se marcharon a la ciudad para comprar cosas necesarias para el campamento: toda compra hacía maravillas con Lo. Durante la comida pareció de su habitual humor sarcástico. En seguida de comer, subió a su cuarto para sumergirse en las historietas adquiridas para los días lluviosos del campamento (las leyó tantas veces que cuando llegó el jueves no las llevó consigo). También yo me retiré a mi cubil, y escribí cartas. Mi plan era marcharme a la playa y después, cuando empezaran las clases, reanudar mi existencia en casa de la señora Haze. Porque ya sabía que me era imposible vivir sin la niña. El miércoles salieron nuevamente de compras; me pidió que atendiera el teléfono si la directora del campamento llamaba durante su ausencia. Llamó, y un mes después, o poco más, ambos tuvimos ocasión de recordar nuestra agradable charla. Ese miércoles, Lo comió en su cuarto. Había llorado durante una de las consabidas riñas con su madre y, como ya había ocurrido en ocasiones anteriores, no quería que yo viera sus ojos hinchados: tenía una piel delicada que después de un llanto prolongado se inflamaba y enrojecía, volviéndose morbosamente seductora. Lamenté mucho su error acerca de mi estética privada, pues ese toque de carmesí boticelliano, ese rosa intenso alrededor de los labios, esas pestañas húmedas y pegoteadas me encantaban. Y desde luego, esos accesos de pudor me privaban de muchas oportunidades de plausible consuelo. Pero esa vez había algo más de lo que yo pensaba. Mientras estábamos sentados en la oscuridad de la galería (una ráfaga violenta había apagado las velas), Haze me reveló con una risa lóbrega, que había dicho a Lo que su amado Humbert aprobaba enteramente la idea del campamento. «Ahora –agregó– ha puesto el grito en el cielo, so pretexto de que usted y yo queremos librarnos de ella. El verdadero motivo es otro: le he dicho que mañana cambiaremos por otros más ordinarios algunos camisones demasiado lujosos que me hizo comprarle. ¿Comprende usted? Ella se ve como una estrella; yo la veo como una chica sana, fuerte y decididamente común. Supongo que ésa es la raíz de nuestras dificultades».
El miércoles me las arreglé para ver un instante a solas a Lo: estaba en el descanso de la escalera, con una camisa vieja y pantalones cortos blancos, manchados de verde, revolviendo cosas en un baúl. Dije algo que pretendía ser afable y gracioso, pero se limitó a resoplar sin mirarme. El desesperado, agonizante Humbert la palmeó tímidamente en el coxis, y ella lo golpeó con todas sus fuerzas con uno de los botines del difunto Mr. Haze. «Traidor», dijo mientras yo me precipitaba escaleras abajo frotándome el brazo entre ostentosos lamentos. Lolita no consintió en comer con Hum y mamá: se lavó la cabeza y se acostó con sus ridículos libros. Y el jueves, la tranquila señora Haze la llevó al campamento.
Autores más grandes que yo escribieron: «Imagine el lector», etc. Pensándolo bien, puedo dar a esas imaginaciones un puntapié en el trasero. Sabía que me había enamorado de Lolita para siempre; pero también sabía que ella no sería siempre Lolita. El uno de enero tendría trece años. Dos años más, y habría dejado de ser una nínfula para convertirse en una «jovencita» y después en una «muchacha», ese colmo de horrores. El término «para siempre» sólo se aplicaba a mi pasión, a la Lolita eterna reflejada en mi sangre. La otra Lolita cuyas crestas ilíacas aún no llameaban, la Lolita que ahora yo podía tocar y oler y oír y ver, la Lolita de la voz estridente y el abundante pelo castaño –mechones y remolinos a los lados, rizos detrás–, la Lolita de nuca tensa y cálida y vocabulario vulgar –«fantástico», «super», «podrido», «fenómeno»–, esa Lolita, mi Lolita, se perdería para siempre para el pobre Catulo. ¿Cómo podía permitirme, pues, no verla durante dos meses de insomnios estivales? ¡Dos meses robados a los dos años de su vida de nínfula! Me disfrazaría de niña sombría y anticuada –la tosca mademoiselle Humbert– y pondría mi tienda en las cercanías del campamento, esperando que las rubicundas nínfulas clamaran: «Adoptemos a esa niña de voz ronca» y llevaran a la triste Berte au Gran Pied de tímida sonrisa a su rústica tierra, Berte dormiría con Dolores Haze...
Sueños ociosos y estériles. Dos meses de belleza, dos meses de ternura se perderían para siempre y no podría hacer nada, nada, mais rien.
Pero ese jueves reveló una gota de preciosa miel en su pulpa. Haze debía llevar a Lo al campamento casi de madrugada. Cuando me llegaron los diversos ruidos de la partida, salté de la cama y me asomé a la ventana. Bajo los álamos, el automóvil ya estaba con el motor en marcha. De pie en la acera, Louise se protegía los ojos con la mano como si la pequeña viajera ya se alejara bajo el fuerte sol matinal. Pero el ademán resultó prematuro. «¡Apúrate!», gritó Haze. Mi Lolita, que había cerrado la puerta del automóvil y bajaba el vidrio de la ventanilla y saludaba a Louise y los álamos, (a ninguno de los cuales volvería a ver nunca más), interrumpió el movimiento fatal: miró hacia arriba y... corrió hacia la casa. Haze la llamó furiosa. Un instante después, oí cómo mi amor corría escaleras arriba. Mi corazón se ensanchó con tal fuerza que casi estalló en mi pecho. Me sujeté los pantalones del pijama, abrí la puerta y simultáneamente Lolita apareció jadeante con su vestido dominguero, y cayó en mis brazos, y la boca inocente de mi adorada palpitante se fundió bajo la feroz presión de unas oscuras mandíbulas masculinas. En seguida la oí –viva, inviolada– bajar las escaleras. El movimiento fatal se reanudó. La pierna dorada se introdujo en el automóvil, la puerta se cerró –volvió a cerrarse– y Haze, la conductora sentada al violento volante, se llevó a mi vida mascullando con sus labios color rojo-goma palabras enfurecidas e inaudibles. Mientras tanto, sin que ni ellas ni Louise la vieran, la señorita Vecina, inválida, agitaba la mano débil pero rítmicamente en su galería con enredaderas.
16
El hueco de mi mano estaba aún lleno con el marfil de Lolita, con la sensación de su espalda pre-adolescente –una sensación deslizante, con suavidad marfileña–, de su piel bajo la tela delgada que yo había restregado mientras la abrazaba. Me dirigí hacia su cuarto en desorden, abrí la puerta del ropero y me sumergí en un revoltijo de cosas que la habían tocado. Encontré una prenda rosada, liviana, rota... Envolví en ella el corazón henchido de Humbert. Un caos punzante bullía en mi interior; pero era necesario que dejara esas cosas y me recobrara cuanto antes, pues oí la voz aterciopelada de la criada que me llamaba desde las escaleras. Tenía un mensaje para mí, dijo; y retribuyendo mi automático «gracias» con un amable «de nada», la buena Louise depositó en mi mano trémula un sobre sin estampilla, curiosamente inmaculado.
«Ésta es una confesión: te amo...»
Así empezaba la carta, y durante un instante confundí sus garabatos histéricos con la mala letra de una colegiala.
«El domingo pasado, en la iglesia –¡qué malo fuiste negándote a ir a ver nuestras hermosas ventanas nuevas!–, sólo el domingo pasado, cuando supliqué al Señor que me iluminara, recibí instrucciones de actuar como ahora lo hago. No hay otra alternativa. Te he querido desde el minuto en que te vi. Soy una mujer apasionada y solitaria, y tú eres el amor de mi vida.
Ahora, amado mío, vida mía, mon cher, cher, cher, monsieur, has leído esta confesión. Ahora lo sabes todo. De modo que te suplico: márchate en seguida. Es la orden de la dueña de casa. Despido a un huésped. Lo echo. ¡Fuera! ¡Vete! Departez! Volveré a la hora de comer, si no tengo un accidente (¿qué importaría?), y no quiero encontrarte en la casa. Por favor, por favor, vete en seguida, ahora, no leas siquiera esta carta absurda hasta el fin. Vete. Adiós.
La situación, chéri, es muy simple. Desde luego, sé con absoluta certeza que no soy nada para ti, menos que nada. Oh, sí, te gusta hablar conmigo (y burlarte de mí), le has tomado afecto a nuestra casa acogedora, a los libros que me gustan, a mi jardín encantador, hasta a los alborotos de Lo, pero... yo no soy nada para ti. ¿No es cierto? Absolutamente nada. Pero si después de leer mi «confesión» resolvieras con tu oscuro y romántico aire europeo, que soy lo bastante atractiva para sacar ventaja de mi carta y hacerme avances, entonces serías un criminal, peor que el raptor que viola a un niño. Ya lo ves chéri. Si resolvieras quedarte, si te encontrara en casa (cosa que no ha de ser, lo sé, y por eso soy capaz de desahogarme), tu permanencia sólo significaría una cosa: que me quieres tanto como yo a ti, como compañero para toda la vida, que estás dispuesto a unir nuestras vidas para siempre y a ser un padre para mi niñita.
Déjame divagar un poco más, amado mío, pues sé que ya habrás roto esta carta y sus pedazos (ilegibles) estarán en el vórtice del inodoro. Amado mío mon, tres, tres cher, qué mundo de amor he construido para ti durante este junio maravilloso. Sé qué reservado, qué "inglés" eres. Tu reticencia europea, tu sentido del decoro se sentirá alarmado ante la osadía de una muchacha norteamericana. Tú, que ocultas tus sentimientos más poderosos, me considerarás una tontuela descarada al verme abrir de tal modo mi destrozado corazón. El señor Haze era una persona maravillosa, un alma pura, pero era veinte años mayor que yo y... bueno, no diré chismes sobre el pasado. Amado mío, tu curiosidad se habrá saciado si has ignorado mi pedido y has leído esta carta hasta su amargo fin. Pero no hagas eso. Destrúyela y vete. No te olvides de dejar la llave en el escritorio de tu cuarto. Y alguna dirección a la cual pueda enviar los doce dólares que te debo hasta fin de mes. Adiós, amado. Reza por mí... si alguna vez rezas.
C. H.»
Lo que he transcrito es cuanto recuerdo de la carta, y cuanto recuerdo de la carta lo recuerdo palabra por palabra (inclusive el abominable francés). Era por lo menos dos veces más larga. He suprimido un pasaje lírico que en esa ocasión salté, acerca de un hermano de Lolita que murió a los cuatro años cuando ella tenía dos, y que «me habría gustado mucho». ¿Qué más puedo decir?... Ah, sí. Acaso el «vórtice del inodoro» (adonde, en efecto, fue a parar la carta) sea una contribución mía. Probablemente Haze me suplicaba que hiciera un fuego especial para consumirla.
Mi primer movimiento fue de rechazo y retirada. El segundo fue como la tranquila mano de un amigo que se apoyara sobre mi hombro pidiéndome que no me precipitara. Así lo hice. Salí de mi estupor y me encontré en el cuarto de Lo. Sobre la cama, entre el hocico de un cantor y las pestañas de una actriz de cine, vi pegado en la pared un anuncio a toda página arrancado de una revista cursi. Representaba a un joven recién casado, moreno, con una mirada vaga en sus ojos irlandeses. Exhibía una bata de Fulano y sostenía una bandeja de Mengano, con desayuno para dos. El epígrafe, del Rev. Thomas Morell, lo llamaba «héroe conquistador». La dama conquistada (invisible) se incorporaba sin duda para recibir su mitad del desayuno. No se veía bien cómo su compañero de cama le pasara la bandeja sin dejarla caer. Lolita había señalado con una flecha la cara macilenta del novio y había escrito con letras mayúsculas: «H. H.» Y en verdad, a pesar de la diferencia de unos pocos años, el parecido era evidente. Debajo de ése, había otro anuncio en colores. Un distinguido autor teatral fumaba solemnemente un cigarrillo X. Siempre había fumado cigarrillos X. El parecido era leve. Debajo de este segundo anuncio estaba el casto lecho de Lo, cubierto de historietas. En el respaldar se había saltado el esmalte, dejando marcas negras, más o menos redondas, sobre el blanco. Después de cerciorarme de que Louise se había marchado, me tendí en la cama de Lo y releí la carta.
17
¡Señores del jurado! No puedo asegurar que ciertas nociones relativas al asunto en mano –si puedo acuñar tal expresión– no hayan pasado antes por mi mente. Mi mente no las retuvo en ninguna forma lógica o en cualquier relación determinada con ocasiones definitivamente recogidas; pero no puedo asegurar –permítaseme repetirlo– que no haya jugado con ellas (para crear otra expresión) en la bruma de mis pensamientos, en la negrura de mi pasión. Pudo haber momentos –debió haberlos, si es que conozco a mi Humbert– en que consideré la idea de casarme con una viuda madura (o sea Charlotte Haze) sin ningún pariente en el vasto mundo gris, sólo para seguir junto a su hija (Lo, Lola, Lolita). Y aun estoy dispuesto a decir a mis atormentadores que quizá una o dos veces eché una fría mirada apreciativa a los labios coralinos, al pelo bronceado, al cuello (peligrosamente flojo) de Charlotte, y procuré vagamente incluirla en un sueño plausible. Lo confieso bajo tortura. Tortura imaginaria, pero tanto más horrible. Quisiera poder divagar y contar más acerca del pavor nocturnus que me perseguía horriblemente cuando un término cualquiera me impresionaba en el curso de las desordenadas lecturas de mi adolescencia, términos tales como peine forte et dure (¡qué genio del dolor debió inventar eso!) o el terrible, misterioso, insidioso «trauma», «hecho traumático». Pero mi narración ya es bastante caótica.
Un rato después, rompí la carta y me marché a mi cuarto, y reflexioné, y me revolví el pelo, y me puse la bata púrpura, y me quejé con los dientes apretados, y súbitamente... súbitamente, señores del jurado, esbocé una sonrisa dostoievskiana que alboreó (a través de la mueca que torcía mis labios) como un sol distante y terrible. Imaginé (bajo condiciones de nueva y perfecta visibilidad) todas las caricias fortuitas que el marido de su madre podría derrochar en Lolita. La apretaría contra mí tres veces por día... todos los días. Todas mis perturbaciones acabarían, sería un hombre sano. «Sostenerte levemente sobre una suave rodilla y depositar en tu blanda mejilla el beso de un padre...» ¡Cuánto ha leído Humbert!
Después, con toda la cautela posible, en puntas de pie mentales, por así decirlo, conjuré la imagen de Charlotte como compañera posible. Por Dios, quizá fuera capaz de brindarle ese pomelo económicamente dividido, ese desayuno sin azúcar.
Humbert Humbert, sudando bajo la violenta luz blanca, sacudido, aturdido por los gritos de los policías sudorosos, está dispuesto ahora a hacer una nueva declaración (quel mot) volviendo del revés su conciencia y rasgando su forro más íntimo. No planeaba casarme con la pobre Charlotte para eliminarla de algún modo vulgar, feroz y peligroso; por ejemplo, echando cinco tabletas de bicloruro de mercurio en su aperitivo. Pero en mi cerebro resonante y nublado se insinuó un pensamiento farmacopeico, delicadamente relacionado con esa idea. ¿Por qué limitarme a la modesta caricia enmascarada que ya había intentado? Otras imágenes de deseo se presentaron ante mí, sonrientes, fluctuantes. Me vi administrando una poderosa pócima soporífera a madre e hija para acariciar a la última durante toda la noche, con perfecta impunidad. La casa estaba llena de los ronquidos de Charlotte, mientras Lolita apenas respiraba al dormir, tan quieta como una niña pintada. «Mamá, juro que Kenny no me tocó siquiera». «O tú mientes, Dolores Haze, o fue un íncubo». No, no iría tan lejos.
Así urdía y soñaba Humbert el íncubo, y el rojo sol del deseo y la decisión (las dos cosas que crean un mundo viviente) estaba cada vez más alto, mientras en una sucesión de balcones una sucesión de libertinos con vasos centelleantes en las manos brindaban por la maravilla del pasado y las noches futuras. Después, metafóricamente, arrojé el vaso e imaginé, lleno de osadía (pues esas visiones me habían embriagado, sacudiendo la quietud de mi naturaleza), cómo podía extorsionar –no, ésta es una palabra demasiado fuerte–, cómo podía persuadir a Haze, amenazando a esa pobre paloma enamorada con abandonarla si trataba de impedirme que jugara con mi hijastra legal. En una palabra, ante una oferta tan sorprendente, ante semejante variedad y vastedad de alternativas, me sentía tan indefenso como Adán en la pre-exhibición de historia oriental primitiva, reflejada en su huerto de manzanos...
Y ahora, tomemos en cuenta esta importante observación: el artista que hay en mí ha cedido paso al caballero. Sólo con gran esfuerzo de voluntad, he conseguido ajustar el estilo de estas memorias al tono del diario que llevaba cuando la señora Haze no era sino un obstáculo para mí. Ese diario mío ya no existe; pero he considerado que mi deber es preservar su entonación, por falsa y brutal que ahora me parezca. Por fortuna, mi historia ha llegado a un punto en que puedo dejar de insultar a la pobre Charlotte en consideración a la verosimilitud retrospectiva.
Deseoso de evitar a la pobre Charlotte dos o tres horas de expectativa en un camino sinuoso (y quizás, un golpe en la cabeza que esfumaría nuestros diferentes sueños), hice un concienzudo pero inútil intento de comunicarme telefónicamente con ella, en el campamento. Había salido media hora antes; como me comunicaron con Lo, le dije –temblando y exaltado por mi dominio sobre el destino– que iba a casarme con su madre. Tuve que repetirlo dos veces, porque algo le impedía prestarme atención. «Fenómeno –dijo riendo–. ¿Cuándo es la cosa? Un momento... el cachorro... un perrito se lleva mi calcetín. Oye...» Y agregó que pensaba divertirse mucho. Al colgar comprendí que un par de horas en ese campamento habían bastado para borrar con nuevas impresiones de la mente de Lolita la imagen del apuesto Humbert Humbert. Pero ¿qué importaba, ahora? La haría volver no bien pasara un lapso decente después de la boda. «La flor de azahar apenas se había marchitado sobre la tumba...», como podría decir un poeta. Pero no soy poeta. No soy más que un registrador muy consciente.
Cuando Louise se marchó, revisé la heladera y habiéndola encontrado demasiado puritana, fui a la ciudad y compré la mejor comida que encontré. También compré una buena bebida y dos o tres clases de vitaminas. Estaba casi seguro de que con la ayuda de esos estimulantes y mis recursos naturales compensaría cualquier dificultad con que podía tropezar mi indiferencia, urgida a demostrar un ardor poderoso e impaciente. Una vez más, el ingenioso Humbert evocó a Charlotte vista en el caleidoscopio de una imaginación viril. Estaba bien formada y se cuidaba mucho, eso no podía negarse, y era la hermana mayor de mi Lolita –me aferraba a esa idea, pero visualizaba con demasiada realidad sus ancas pesadas, sus rodillas redondas, el busto maduro, la áspera piel rosada del cuello («áspera» en comparación con la miel y la seda) y todo el resto de esa cosa lamentable y chata que es «una mujer atractiva».
El sol giró como siempre en torno a la casa, mientras la tarde maduró en ocaso. Tomé un trago. Y otro. Y otro más. Gin con jugo de ananás, mi mezcla favorita, siempre redobla mis energías. Resolví ocuparme de nuestro descuidado terreno. Une petite attention. Estaba lleno de maleza y un maldito perro –odio a los perros– había ensuciado las piedras chatas donde en algún tiempo hubo un reloj de sol. El gin y Lolita bailaban en mí, y estuve a punto de caer sobre las sillas plegadizas que intenté abrir. ¡Cebras encarnadas! Hay algunos eructos que suenan como salvas... por lo menos los míos. Una vieja cerca, al fin del jardín, nos separaba de las lilas y los depósitos de basuras del vecino; pero no había nada entre el frente de nuestro jardín (que formaba un declive a un lado de la casa) y la calle. Por lo tanto, podía atisbar (con la actitud de quien lleva a cabo una buena acción) el regreso de Charlotte: había que arrancar en seguida esa muela. Mientras impulsaba la guadaña –pedazos de hierba remolineando en el sol bajo–, no perdía de vista esa parte de la calle suburbana. Aparecía bajo una bóveda de árboles inmensos, bajaba hacia nosotros, abruptamente, más allá de la casa de ladrillos y enredaderas de la anciana señorita Vecina y su empinado jardín (mucho más cuidado que el nuestro), para desaparecer tras nuestra entrada, que yo no podía ver desde donde trabajaba, entre dichos eructos. Acabé con la maleza. Dos niñas. Marión y Mabel, cuyas idas y venidas había seguido mecánicamente (pero, ¿quién podía reemplazar a mi Lolita?), se dirigieron hacia la avenida (desde la cual fluía nuestra calle), una empujando su bicicleta, ambas hablando a gritos con sus voces soleadas. Leslie, el jardinero y chófer de la anciana Vecina, un negro muy amable y atlético, me sonrió desde lejos y gritó y volvió a gritar y comentó con ademanes que esa tarde estaba yo muy activo. El cuzco de nuestro vecino, el ropavejero, corrió tras un automóvil azul..., pero no era el de Charlotte. La más bonita de ambas niñas, Mabel, creo –pantalones cortos, corpiño con poco que sostener, pelo brillante, una verdadera nínfula–, volvió corriendo por la calle e hizo un bollo con su bolsa de papel; el frente de la residencia de los Humbert la ocultó de ese viejo verde... De la penumbra de la avenida arbolada irrumpió una camioneta arrastrando sobre el techo algunas hojas antes de que las sombras se cerraran, y se bamboleó con ritmo absurdo; su conductor tenía la mano izquierda apoyada sobre el techo, y el perro ropavejero corría al vehículo. Hubo una pausa sonriente y de pronto el corazón me saltó en el pecho cuando presencié el regreso del sedán azul. Lo vi deslizarse por la pendiente y desaparecer tras la esquina de la casa. Vislumbré su pálido perfil sereno. Se me ocurrió que Charlotte no podía saber si me había marchado antes de subir las escaleras. Un minuto después, con expresión de gran angustia, se asomó para descubrirme desde la ventana del cuarto de Lo. Subí corriendo las escaleras y pude llegar al cuarto antes de que saliera.
18
Cuando la novia es una viuda y el novio un viudo, cuando la primera ha vivido en esa ciudad pequeña unos dos años y el segundo apenas un mes; cuando monsieur quiere acabar con el maldito asunto lo antes posible y madame consiente con una sonrisa tolerante, la boda es por lo común un acontecimiento «tranquilo». La novia puede prescindir de la diadema de azahares para sujetarse el velo consabido, no lleva una orquídea blanca en el libro de misa. La hija de la novia podría agregar –en este caso– un toque de vivido bermellón al enlace de H. y H. Pero yo sabía que aún no me atrevería a mostrarme demasiado efusivo con Lolita, y así coincidí en que no valía la pena hacer venir a la niña de su querido campamento.
Para las cosas de la vida cotidiana, mi soi-disant apasionada y solitaria Charlotte, era materialista y trivial. Además, descubrí que si bien no podía dominar su corazón y sus gritos, era una mujer de principios. En seguida de ser más o menos mi amante (a pesar de los estimulantes, un nervioso, angustiado «chéri» –¡un heroico chéri!– tuvo ciertas dificultades iniciales, ampliamente compensadas por una exhibición fantástica de ternuras europeas), la buena Charlotte me interrogó acerca de mis relaciones con Dios. Pude responderle que en cuanto a eso, mi espíritu estaba en blanco; en cambio dije –rindiendo tributo a una piadosa trivialidad– que creía en un espíritu cósmico. Mirándose las uñas, Charlotte me preguntó además si no había en mi familia una ascendencia extraña. Le respondí preguntándole a mi vez si se hubiera casado conmigo de haber sido mi abuelo materno, por ejemplo, turco. Dijo que eso no importaba en absoluto, pero si alguna vez descubría que yo no creía en nuestro Dios cristiano, se suicidaría. Lo dijo con tal solemnidad que me hizo estremecer. Fue entonces cuando supe que era una mujer de principios.
Oh, Charlotte era muy amable: decía «perdón» si un leve hipo interrumpía el flujo de sus palabras, y cuando hablaba con sus amigas me llamaba «el señor Humbert». Pensé que le agradaría verme entrar en su comunidad aureolado por cierto encanto. El día de nuestras bodas apareció un articulillo en las Noticias Sociales de Ramsdale Journal, con una fotografía de Charlotte –una ceja alzada– y una errata en su nombre («Hazer»). A pesar de este contretemps, la publicidad caldeó el hornillo de porcelana de su corazón e hizo que los cascabeles de mi cola sonaran con un ruido temible. Sumándose a las actividades religiosas y trabando relación con las madres más en vista de los compañeros de Lo, en el curso de unos veinte meses Charlotte había llegado a ser una ciudadana aceptable, si no prominente, pero nunca se había visto asociada en situación tan prestigiosa. Y fui yo quien me hice llamar Edgar H. Humbert (agregué el «Edgar» sólo porque se me antojó «escritor y explorador»). El hermano de McCoo, cuando tomó nota del dato, me preguntó qué había escrito. Cuanto le dije fue: «Varios libros sobre Peacock y Rainbow, y otros poetas». Se dijo también que Charlotte y yo nos conocíamos desde hacía varios años, y que yo era un pariente lejano de su primer marido. Insinué que había tenido algo que ver con ella trece años antes, pero la prensa no mencionó ese dato. Dije a Charlotte que las columnas de los diarios deben contener un cúmulo de errores.
Sigamos con mi curioso relato. Cuando debí gozar de mi promoción de inquilino a amante, ¿experimenté sólo amargura y repulsión? No. El señor Humbert confiesa cierta titilación de su vanidad, una débil ternura, hasta una especie de remordimiento que corrió oscuramente por el acero de su daga confabulada. Nunca había pensado que la señora Haze, más bien ridícula, pero más bien «atractiva», con su ciega fe en la sabiduría religiosa y el club del libro, su lenguaje afectado, su actitud dura, fría y desdeñosa con una adorable niña de brazos aterciopelados, pudiera convertirse en una criatura tan conmovedora e indefensa cuando puse mis manos sobre ella, cosa que ocurrió en el umbral del cuarto de Lolita, mientras ella retrocedía temblorosa, repitiendo «No, no, no, por favor...»
El cambio mejoró su aspecto. Su forzada sonrisa se transformó desde entonces en el resplandor de una adoración profunda: un resplandor que tenía algo suave y húmedo y en el cual reconocí, asombrado, cierto parecido con la mitad encantadora, vacía, perdida de Lo cuando saboreaba una nueva clase de helado o cuando admiraba en silencio mis trajes caros e impecables. Hondamente fascinado, observaba a Charlotte cuando intercambiaba preocupaciones maternas con otras damas y hacía esa mueca nacional de resignación femenina (ojos en blanco, boca torcida), cuya versión infantil también había visto en la propia Lo. Bebimos unos tragos antes de volver a casa y con su ayuda pude evocar a la hija mientras acariciaba a la madre. Ése era el blanco vientre dentro del cual mi nínfula había sido un pececillo curvado en 1934. Ese pelo cuidadosamente teñido, tan estéril para mi olfato y mi tacto, adquiría en ciertos momentos, bajo la luz junto a la cama, el matiz si no la contextura de los rizos de Lo. Mientras manejaba a mi flamante esposa me repetía que biológicamente eso era lo más parecido a Lolita que podía conseguir; que a la edad de Lolita, Lotte había sido una colegiala tan deseable como su hija y como algún día lo sería la hija de Lolita. Mi mujer había desenterrado debajo de una colección de zapatos (el señor Haze parecía tener pasión por ellos) un álbum de más de treinta años para que pudiera ver a Lotte cuando era una niña. Y a pesar de la mala iluminación y los vestidos sin gracia, pude esbozar una primera versión de las piernas, las mejillas, la nariz respingada de Lolita. Lottelita, Lolitchen.
Así atisbé, a través de la barrera de los años, en oscuros ventanucos. Y cuando por medio de caricias lamentablemente ardientes, puerilmente lascivas, ella, la de nobles pezones y muslos macizos, me preparaba para el cumplimiento de mis deberes nocturnos, lo que yo procuraba recoger con desesperación era el aroma de una nínfula mientras ladraba entre el sotobosque de oscuras selvas marchitas.
No puedo decir qué amable, qué conmovedora era mi pobre mujer. Durante el desayuno en la cocina de luminosidad deprimente, con su brillo niquelado y su almanaque y su coqueto rincón para el desayuno (que simulaba la confitería donde se arrullaban Charlotte y Humbert en sus días de colegio), se sentaba envuelta en su bata roja, el codo sobre la mesa cubierta de plástico, la mejilla en el puño, y me observaba con ternura intolerable mientras yo consumía mi jamón con huevos. La cara de Humbert podía crisparse de neuralgia, pero a los ojos de Charlotte rivalizaba en belleza y animación con el sol y las sombras de las hojas que temblaban sobre el blanco de la heladera. Mi exasperación solemne era para ella el silencio del amor. Mis módicos ingresos sumados a los suyos, aún más modestos, le parecían toda una fortuna, no porque la suma resultante alcanzara ahora para casi cubrir todas las necesidades hogareñas, sino porque hasta mi dinero brillaba ante sus ojos con la magia de mi virilidad, y veía nuestra cuenta común como una de esas avenidas sureñas que al mediodía tienen una sombra intensa a un lado y una luz suave al otro, hasta que se pierden en la lejanía, donde asoman montañas rosadas.
En los cincuenta días de nuestra cohabitación, Charlotte concentró las actividades de otros tantos años. La pobre mujer se ajetreó con un montón de cosas que había olvidado mucho antes o que no le habían interesado mucho, como si (para prolongar estas entonaciones proustianas) mi casamiento con la madre de la niña que amaba hubiera permitido a mi mujer readquirir por poder una abundancia de juventud. Con el celo de una joven desposada, empezó a «embellecer el hogar». Yo me había aprendido de memoria cada grieta de ese hogar –desde los días en que seguía mentalmente, desde mi silla, cada paso de Lolita por la casa–, y me sentía unido a él, a su fealdad y suciedad mismas, por una relación emocional. Y ahora sentía casi que el desdichado habitáculo se estremecía en su temor al baño de masilla y pintura que Charlotte pensaba darle. Nunca fue tan lejos, gracias a Dios, pero gastó energías tremendas lavando visillos, encerando persianas venecianas, comprando nuevos visillos y nuevas persianas, devolviéndolas a la tienda, reemplazándolas por otras, etcétera, en un constante claroscuro de sonrisas y ceños fruncidos, dudas y malhumores. Chapaleaba en cretonas y chinzes, cambiaba los colores del sofá (el sagrado sofá donde una burbuja paradisíaca había estallado en mí). Cambió de lugar los muebles y se mostró encantada al descubrir en un tratado doméstico que «es posible separar un par de sofás y sus lámparas respectivas». Juntamente con los autores de Tu casa eres tú, desarrolló un odio tremendo contra cierto tipo de sillas y mesas pequeñas. Creía que un cuarto con una profusión generosa de vidrio y recios paneles de madera era un ejemplo del tipo de cuarto masculino, mientras que el femenino se caracterizaba por las ventanas y el maderamen más leves. Las novelas que la veía leer en la época de mi llegada fueron reemplazadas por catálogos ilustrados y guías domésticas. Encargó en una tienda situada en la calle Roosevelt, 4640, Filadelfia, un «colchón con forro de damasco» para nuestro lecho matrimonial (aunque el colchón viejo me parecía bastante resistente y duradero para el peso que debía soportar).
Su medio natural era el oeste –como el de su difunto marido– y todavía no había visto bastante en la recatada Ramsdale, la perla de un estado del este, para conocer a todas las personas inobjetables. Conocía superficialmente al jovial dentista que vivía en una especie de castillo desvencijado de madera, detrás de nuestro jardín. Durante un té en la iglesia había conocido a la mujer del dueño del horror «colonial» situado en la esquina de la avenida. De cuando en cuando, se visitaba con la señorita Vecina; pero la mayoría de las matronas patricias que Charlotte visitaba o encontraba en las funciones al aire libre o a quienes telefoneaba –damas tan exquisitas como la señora Glave, la señora Sheridan, la señora MacCrystal, la señora Knigth y otras–, muy pocas veces visitaban a mi olvidada esposa. En verdad, la única pareja con la cual tenía relaciones de verdadera cordialidad, desprovista de toda arrière-pensée o intenciones prácticas, eran los Farlow, que acababan de volver de un viaje de negocios a Chile justo a tiempo para asistir a nuestra boda, con los Chatfield, los McCoo y unos pocos más (pero no la señora Jork o la Talbot, más orgullosa todavía). John Farlow era un hombre de edad media, apacible, apaciblemente atlético, apaciblemente afortunado en su corretaje de artículos deportivos, que tenía una oficina en Parkington, a cuarenta millas de Ramsdale: fue él quien me dio los cartuchos para el Colt y me enseñó a usarlo, durante una excursión dominical por el bosque. Además, era lo que él mismo llamaba un abogado ocasional y había manejado algunos negocios de Charlotte. Jean, su joven mujer (y prima hermana), era una muchacha de miembros largos y anteojos de arlequín, con dos perros boxer, dos pechos puntiagudos y una gran boca roja. Pintaba –paisajes y retratos– y recuerdo nítidamente que alabé, mientras bebíamos unos cocktails, el retrato que había hecho de una sobrina suya, la pequeña Rosaline Honeck, un encanto de uniforme de girl-scout, con birrete verde, cinturón verde, encantadores rizos hasta los hombros. Y John dijo que era una lástima que Dolly (mi Lolita) y Rosaline se llevaran tan mal en la escuela pero que esperaba regresaran del campamento. Hablamos de la escuela. Tenía sus defectos, tenía sus virtudes.
—Desde luego, casi todos los comerciantes son aquí italianos –dijo John–, pero por otro lado...
—Desearía que Dolly y Rosaline pasaran juntas todo el verano –lo interrumpió Jean, riendo.
Súbitamente imaginé a Lo volviendo del campamento –tostada, tibia, somnolienta, drogada–, y casi lloré de pasión e impaciencia.
19
Unas palabras más sobre la señora Humbert mientras las cosas andan bien (pronto ocurrirá un feo accidente). Siempre había percibido sus tendencias posesivas, pero nunca pensé que se mostrara tan frenéticamente celosa de todo cuanto no fuera ella en mi vida. Demostró una curiosidad exacerbada e insaciable por mi pasado. Quiso que resucitara a todos mis amores para poder insultarlos y pisotearlos y anularlos totalmente, destruyendo así mi pasado. Me hizo narrarle mi casamiento con Valeria, que fue desde luego una perdida; pero también debí inventar, o agrandar atrozmente, una serie de amantes para el mórbido deleite de Charlotte. Para tenerla contenta, debía regalarle un catálogo ilustrado de mujeres, perfectamente diferenciadas según las normas de esos anuncios norteamericanos en que se representan escolares en una sutil proporción de razas, con un chiquillo –sólo uno, pero todo lo bonito que son capaces de hacerlo– color chocolate y ojos redondos en el medio de la primera fila. Así presenté a mis mujeres, y las hice sonreír y menearse –la lánguida rubia, la orgullosa morena, la sensual pelirroja–, como en una exhibición de burdel. Cuanto más populares y triviales las mostraba, más agradable era el desfile a la señora Humbert.
Nunca he confesado tanto en mi vida ni he recibido tantas confesiones. La sinceridad y descaro con que Charlotte discutía lo que llamaba su «vida amorosa», desde el primer jugueteo hasta el catch-as-catch-can conyugal, contrastaban mucho con mis volubles composiciones, pero técnicamente ambas enumeraciones eran afines, puesto que ambas revelaban el mismo linaje (operetas almibaradas, psicoanálisis, novelas baratas), del que yo tomaba mis caracteres y ella su modo de expresión. Ciertos curiosos hábitos sexuales del buen Harold Haze me divertían bastante, aunque Charlotte consideraba impropio mi regocijo. Pero, por lo demás, su autobiografía estaba tan desprovista de interés como lo estaría su autopsia. Nunca he visto a una mujer más saludable que ella, a pesar de sus dietas de adelgazamiento.
De mi Lolita hablaba poco, menos aún del borroso niño rubio cuya fotografía, con exclusión de toda otra, adornaba nuestro yermo dormitorio. En uno de sus sueños sin gusto, profetizó que el alma del niño muerto volvería a la tierra encarnada en el hijo que tendría en su actual matrimonio. Y aunque yo no tenía particular apuro por abastecer la serie Humbert con una réplica de los productos Harold (con un estremecimiento incestuoso había llegado a considerar hija mía a Lolita), se me ocurrió que un internamiento prolongado con una buena operación cesárea y otras complicaciones en una maternidad segura, durante la próxima primavera, me daría oportunidad para estar a solas con mi Lolita durante semanas, quizá y... atiborrar a la niña de somníferos.
¡Oh, Charlotte odiaba a su hija! Lo que yo consideraba especialmente delictuoso es que se había desviado de sus normas para responder con gran diligencia a los cuestionarios de un libro absurdo que tenía (Guía para el desarrollo de su hijo), publicado en Chicago. Ese galimatías se sucedía año tras año, y se suponía que mamá llevaba una especie de inventario en cada cumpleaños de su hija. Al cumplir Lo los doce años, el 1° de enero de 1947, Charlotte Haze, née Becker, subrayó los siguientes epítetos, diez entre un total de cuarenta, bajo la rúbrica «La personalidad de su hijo»: agresiva, ruidosa, desconfiada, disconforme, impaciente, irritable, curiosa, desatenta, obstinada y mordaz (subrayado dos veces). Había ignorado los otros treinta adjetivos, entre los cuales figuraban alegre, vivaz, etc. Era realmente enloquecedor. Con una brutalidad que nunca aparecía en la serena naturaleza de mi encantadora esposa, destrozaba las cosillas de Lo que habían peregrinado por varias partes de la casa para congelarse allí como tantos otros animalitos hipnotizados. Ni siquiera soñaba la buena señora que una mañana, cuando un malestar estomacal (resultado de mis intentos de mejorar sus salsas) me impidió acompañarla a la iglesia, la engañé con una de las tobilleras de Lolita. ¡Y su actitud hacia las cartas de mi sabrosa amada!
«Queridos Mamita y Humbertito:
Espero que estén bien. Muchas gracias por los dulces. Yo (tachado y escrito encima) perdí mi sweater nuevo en el bosque. En los últimos días ha hecho frío. Estoy muy
Cariños
Dolly»
—La aturdida se ha olvidado una palabra después de «estoy muy» –dijo la señora Humbert–. Ese sweater era de pura lana... Y espero que no vuelvas a mandarle dulces sin consultarme.
20
Había un lago a pocas millas de Ramsdale; lo visitamos a diario durante una semana de gran calor, a fines de julio. Ahora me veo obligado a describir con algunos tediosos pormenores nuestro último viaje al lago, en una mañana tropical de un miércoles.
Habíamos dejado el automóvil en una playa de estacionamiento, no lejos del camino, y caminábamos por una vereda abierta en el bosque de pinos, cuando Charlotte observó que Jean Farlow, en pos de efectos de luz raros (Jean pertenecía a la vieja escuela de pintura), había visto a Leslie zambulléndose «en el ébano» (como se había burlado John), a las cinco de la mañana, del sábado anterior.
—El agua debía de estar muy fría –dije.
—Eso no interesa –dijo mi lógica y maldita esposa–. Es un tipo infranormal, ¿comprendes? Además (pronunciando con una dicción cuidadosa que empezaba a dañar mi salud), tengo toda la impresión de que Louise está enamorada de ese tonto.
La impresión... «Tenemos la impresión de que Dolly no anda bien», etc. (de un viejo informe de la escuela).
Los Humbert caminaban, en sandalias y batas.
—¿Sabes, Hum? Tengo un sueño muy ambicioso –sentenció lady Hum bajando la cabeza (pudorosa a causa de su sueño y hermanada con el suelo ocre)–. Me gustaría conseguir una criada de veras, como la muchacha alemana de que alguna vez hablaron los Talbot. Y hacerla vivir en nuestra casa.
—No hay cuarto –dije.
—Vamos –dijo con una curiosa sonrisa–, sin duda subestimas las posibilidades del hogar de los Humbert, chéri. La pondríamos en el cuarto de Lo. De todos modos, ya tenía pensado convertir esa covacha en cuarto de huéspedes. Es el más frío y feo de la casa.
—¿Qué estás diciendo? –exclamé con la piel de los pómulos tensa (me tomo el trabajo de acotar este detalle, porque con la piel de mi hija me ocurría lo mismo cuando sentía recelo, repugnancia, irritación).
—¿Ofendo tus recuerdos románticos? –preguntó mi mujer, aludiendo a su primera entrega.
—¡No, demonios! –exclamé–. Me pregunto dónde pondrás a tu hija cuando tengas a tus huéspedes y a tu criada.
—Ah... –dijo la señora Humbert, con expresión soñadora, sonriendo, emitiendo su «Ah» simultáneamente con una suave exhalación de aire y alzando una ceja–. La pequeña Lo, mucho me lo temo, no está incluida para nada en el proyecto. Lo se irá directamente del campamento a una buena escuela donde haya disciplina, disciplina estricta y una firme instrucción religiosa. Y después... el Beardsley College. Lo he planeado todo. No tienes que preocuparte por eso...
Siguió diciendo que ella, la señora Humbert, tendría que vencer su pereza habitual y escribir a la hermana de la señorita Phalen, que enseñaba en St. Algebra. De pronto surgió el lago deslumbrante. Dije que me había olvidado los anteojos negros en el automóvil, que ya la alcanzaría...
Siempre había pensado que retorcerse las manos era un ademán ficticio –el oscuro resultado, quizá, de algún rito medieval–; pero mientras me dirigía al bosque para entregarme a la meditación y la angustia, ése era el ademán («¡Mira, señor, estas cadenas!») que más se habría acercado a la expresión tácita de mi estado de ánimo.
Si Charlotte hubiera sido Valeria, yo habría sabido cómo «manejar» la situación; y «manejar» es la palabra exacta. En aquellos días me bastaba retorcer la frágil muñeca de la gorda Valechka (se había golpeado en el suelo al caer de una bicicleta) para que cambiara inmediatamente de opinión. Pero nada semejante era posible con Charlotte. Esa suave norteamericana me asustaba. Mi leve sueño de dominarla por medio de la pasión que sentía hacia mí se reveló absolutamente equivocado. No me atrevía a hacer nada por no enturbiar la imagen mía que Charlotte adoraba. Yo la había adulado cuando ella era la terrible dueña de mi chiquilla y algo servil persistía aún en mi actitud hacia ella. El único triunfo que ocultaba en mi mano era su ignorancia de mi monstruoso amor hacia Lo. Los sentimientos de Lo con respecto a mí la fastidiaban, pero mis propios sentimientos no podía adivinarlos. Yo podía haber dicho a Valeria: «Mira, gorda tonta, c'est moi qui décide qué debe hacerse con Dolores Humbert». A Charlotte no podía decirle siquiera (con tono propiciatorio): «Excúsame, querida, pero no estoy de acuerdo. Demos a la niña una oportunidad más. Permíteme ser su tutor durante un año. Tú misma me lo pediste una vez». En realidad, no podía decir nada acerca de Lo a Charlotte sin traicionarme. ¡Oh, nadie puede imaginar (como nunca había imaginado yo mismo) lo que son esas mujeres de principios! Charlotte, que no advirtió la falsedad de todas las convenciones cotidianas y normas de conducta, de todos los alimentos y los libros y las personas que prefería, era capaz de distinguir en seguida una entonación falsa en cuanto dijera yo para tratar de retener a Lo. Era como un músico que es un individuo vulgar y odioso en la vida corriente, desprovisto de tacto y gusto, pero que oye una nota falsa con destreza diabólica. Para persuadir a Charlotte era preciso romperle la cabeza. Y si le rompía la cabeza, también se rompería la imagen que ella se había hecho de mí. Si decía: «O dispongo lo que me parece bien acerca de Lolita y tú me ayudas a hacer las cosas bien, o nos separamos en seguida», Charlotte habría empalidecido como una mujer de vidrio y habría respondido lentamente: «Muy bien. Aunque te retractes o expliques, hemos terminado». Y habríamos terminado.
Ése era el lío. Recuerdo que llegué a la plaza de estacionamiento y bombee un chorro de agua con gusto a herrumbre y la bebí ávidamente, como si hubiera podido darme sabiduría mágica, juventud, libertad, una concubina menuda. Durante un instante, envuelto en mi bata púrpura, meciendo mis pies en el aire, me senté en el filo de una mesa rústica, bajo los pinos. No muy lejos, dos doncellitas con pantalones cortos y corpiños salieron de una letrina salpicada por el sol y con un letrero que decía: «Damas». Mascando su chicle, Mabel (o la doble de Mabel) pedaleaba laboriosamente, distraídamente, una bicicleta, y Marion, sacudiéndose el pelo a causa de las moscas, estaba sentada detrás, con las piernas muy abiertas. Y así, lentamente, absortas, se mezclaron con la luz y la sombra. ¡Lolita! La solución natural era eliminar a la señora Humbert. Pero ¿cómo?
Ningún hombre logra jamás el crimen perfecto; el azar, sin embargo, puede lograrlo. Recordemos la famosa liquidación de cierta madame Lacour, en Arles, al sur de Francia, a fines del siglo pasado. Un hombre desconocido, con barba, que según se pensó después había sido un amante secreto de la dama, se dirigió a ella en una calle atestada de gente, poco después de su casamiento con el coronel Lacour, y le dio tres puñaladas mortales en la espalda, mientras el coronel, una especie de pequeño bull-dog, se colgaba del brazo del asesino. Por una coincidencia milagrosa, en el instante mismo en que el asesino se libraba de las mandíbulas del enfurecido espeso (mientras varios curiosos cerraban círculo en torno al grupo), un italiano medio chiflado que vivía en la casa más cercana del lugar donde se desarrollaba la escena hizo estallar por un curioso accidente cierta clase de explosivo en el cual trabajaba y en seguida la calle se convirtió en un alboroto de humo, ladrillos que volaban y gente que disparaba. La explosión no hirió a nadie (aunque puso fuera de combate al coronel Lacour); pero el vengativo amante de la dama huyó entre la multitud, y vivió feliz y contento.
Pero observen ustedes qué ocurre cuando el autor del hecho planea una impunidad perfecta.
Regresé al lago. El lugar donde nosotros y otras parejas «simpáticas» (los Farlow, los Chatfield) nos bañábamos era una especie de pequeña ensenada; mi Charlotte lo prefería porque era casi «una especie de playa privada». La parte más frecuentada del lago estaba a la izquierda y no podía verse desde nuestra ensenada. A la derecha, los pinos pronto cedían lugar a una curva de pantanos que de nuevo se convertía en bosque, al lado opuesto.
Me senté junto a mi mujer tan silenciosamente que se sobresaltó.
—¿Nos bañamos? –dijo.
—Dentro de un minuto. Déjame seguir pensando una cosa...
Pensé. Pasó más de un minuto.
—Bueno. Ahora, vamos.
—¿Figuraba yo en esos pensamientos?
—Sí, desde luego.
—Ojalá que sea así... –dijo Charlotte, entrando en el agua, que puso piel de gallina en sus pesados muslos.
Entonces, juntando las manos extendidas, apretando la boca y componiendo una expresión muy poco agraciada bajo su gorra de baño negra, Charlotte se zambulló entre grandes salpicaduras.
Ambos nadábamos lentamente en el trémulo resplandor del lago. En la orilla opuesta, a unos mil pasos (si es que puede uno caminar sobre el agua), pude distinguir las siluetas minúsculas de dos hombres que trabajaban como castores en la playa. Sabía exactamente quiénes eran: un policía retirado de origen polaco y el plomero retirado que poseía casi toda la madera a esa orilla del lago. Sabía también que estaban construyendo un embarcadero, sólo por la triste diversión que eso les deparaba. Los golpes que llegaban hasta nosotros parecían mucho más grandes que cuanto podríamos distinguir de los brazos y herramientas de esos enanos. En verdad, era como si el encargado de esos efectos sonoros trabajara a destiempo con el titiritero, sobre todo porque el pesado resonar de cada golpe diminuto se arrastraba más allá de su versión visual. La breve franja de arena blanca que era «nuestra playa» –de la cual nos habíamos apartado un poco en busca de profundidad–, estaba vacía en días de trabajo. No había nadie en torno de nosotros, salvo las dos figurillas tan ocupadas de la orilla opuesta y un aeroplano particular color rojo oscuro que planeó sobre nosotros y desapareció en el azul. El lugar era, en verdad, perfecto para un súbito crimen entre burbujas, y contaba además con un detalle interesantísimo: el hombre de ley y el hombre de agua, bastante cerca para presenciar un accidente y bastante lejos para no observar un crimen. Estaban bastante cerca para oír a un bañista enloquecido que se agitara y pidiera a gritos que alguien salvara a su mujer a punto de ahogarse; y estaban demasiado lejos para distinguir (si miraban demasiado pronto) que el nadador desesperado sujetaba a su mujer debajo del agua. Todavía no me encontraba en esa etapa; sólo quiero expresar la facilidad del acto, lo cuidado del planteo. Mientras tanto, Charlotte seguía nadando con concienzuda torpeza (era una sirena muy mediocre), pero no sin cierto solemne placer (¿acaso no estaba su tritón junto a ella?); y al tiempo que yo observaba, con la rigurosa lucidez de una futura meditación (es decir, tratando de ver las cosas como recordaría haberlas visto), la vítrea blancura de su cara mojada tan poco tostada a pesar de todos sus esfuerzos, y sus labios pálidos, y la desnuda frente convexa, y la tensa gorra negra, y la carnosa nuca mojada, me dije que cuanto debía hacer era quedarme a la zaga, tomar aliento, atraparla por el tobillo y sumergirme con mi cadáver cautivo. Digo cadáver porque la sorpresa, el pánico y la falta de experiencia la harían aspirar de golpe un mortal galón de lago, mientras yo la sujetaría por lo menos durante un minuto, con los ojos abiertos bajo el agua. El gesto fatal pasó como la cola de un cometa a través de la blancura del crimen completa. Era como un terrible ballet silencioso: el bailarín sostenía a la bailarina por los pies y se hundía en la penumbra cristalina. Yo no podía subir a la superficie en busca de un bocado de aire, sin dejar de sujetarla bajo el agua, para después volver a sumergirme tantas veces como fuera necesario. Y sólo cuando el telón cayera para siempre sobre ella, me permitiría pedir auxilio. Y cuando veinte minutos después, los títeres cada vez más grandes llegaran en un bote a remo, pintado a medias, la pobre señora Humbert Humbert, víctima de un calambre o una oclusión coronaria, o de ambas cosas, estaría de cabeza sobre el limo del fondo, a unos treinta pies de la sonriente superficie del lago.
Sencillo, ¿no es cierto? Sólo que... ¡no me resolvía a hacerlo!
Charlotte nadaba a mi lado –una foca confiada y torpe–, y toda la lógica de mi pasión gritaba en mis oídos: ¡Éste es el momento! Pero no podía. Me volví en silencio hacia la playa, y en silencio, concienzudamente, ella también volvió, y el infierno seguía gritando su consejo y yo seguía sin resolverme a ahogar a la pobre criatura gorda y resbalosa. Los gritos se hicieron cada vez más remotos, mientras yo me hacía clara cuenta del melancólico hecho de que ni al día siguiente, ni el viernes, ni ningún otro día o noche podría ya darle muerte. Oh, me veía a mí mismo golpeando de alienación los pechos de Valeria o lastimándola de algún otro modo, y me veía con igual claridad disparando contra el vientre de su amante y haciéndole exclamar «¡Aaah!» y desplomarse. Pero no podía matar a Charlotte, sobre todo cuando las cosas no eran a la postre tan desesperadas, quizá, como parecían a primera vista en esa desdichada mañana. Si la atrapaba por el pie a pesar de sus pataleos, si veía sus ojos estupefactos y oía su voz atroz, si pasaba por esa ordalía, el espectro de mi mujer me acosaría durante toda la vida. Si hubiera vivido en 1447, y no en 1947, acaso habría vendado los ojos de mi naturaleza apacible administrando a mi mujer algún veneno clásico de una ágata hueca, algún delicado filtro letal. Pero en nuestra era de la clase media no habrían resultado los métodos empleados en los dorados palacios del pasado. Ahora hay que ser científico si se quiere ser asesino. No, yo no era una cosa ni la otra. Señores y señoras del jurado, la mayoría de los delincuentes sexuales que anhelan un contacto palpitante, suavemente plañidero, pero no forzosamente copulativo, con una jovencita, son extranjeros inocuos, inadaptados, pasivos, tímidos, sólo piden a la comunidad que les permita observar su comportamiento inofensivo y soi-disant aberrante, sus ínfimas, cálidas, húmedas manías privadas de desviación sexual, sin que la policía y la sociedad caiga sobre ellos. ¡No somos demonios sexuales! ¡No violamos como los buenos soldados! Somos caballeros tristes, suaves, con ojos de perro, con bastante demonio para sofrenar nuestra ansiedad en presencia de adultos, pero dispuestos a dar años y años de vida por una sola oportunidad de tocar a una nínfula. Hay que descartarlo: no somos asesinos. Los poetas nunca matan. Ah, mi pobre Charlotte, no me odies en tu eterno cielo, entre una alquimia eterna de asfalto y goma y metal y piedra... pero gracias a Dios, sin agua, sin agua.
Sin embargo, esa vez Charlotte se salvó por los pelos, para hablar con objetividad. Y ahora llega lo esencial de mi parábola del crimen perfecto.
Nos sentamos sobre nuestras toallas, en el sol sediento. Ella miró alrededor, soltó sus breteles y se volvió sobre el vientre para dar a su espalda una oportunidad de ser festejada. Dijo que me quería. Suspiró hondamente. Tendió una mano y buscó sus cigarrillos en el bolsillo de su bata. Se sentó y fumó. Se examinó el hombro derecho. Me besó pesadamente con la boca abierta, llena de humo. De pronto, bajo el banco de arena que había a nuestras espaldas, al pie de los matorrales y pinos, rodó una piedra, y después otra.
—¡Esos niños que se lo pasan espiando! –dijo Charlotte sujetándose de nuevo los breteles y volviendo a acostarse–. Tendré que hablarle de ellos a Peter Krestovski.
En el sendero se oyó un crujido, una pisada y Jean Farlow apareció con su caballete y sus pinceles.
—Nos asustaste –dijo Charlotte.
Jean dijo que había estado allí en un verde escondrijo, espiando a la naturaleza (por lo común los espías son fusilados), tratando de acabar una vista del lago, pero era inútil, no tenía ningún talento (cosa absolutamente cierta).
—¿Usted no ha tratado nunca de pintar, Humbert?
Charlotte, que estaba un poco celosa de Jean, quiso saber si John también vendría al lago. Regresaría a su casa a la hora del almuerzo. La había dejado allí en su camino hacia Parkington y la recogería en cualquier momento. Era una mañana espléndida. Ella siempre se sentía como una traidora con Cavall y Melampo por dejarlos atados en días tan deslumbrantes. Se sentó en la blanca arena, entre Charlotte y yo. Llevaba pantalones cortos. Sus largas piernas morenas eran para mí casi tan atractivas como las de una yegua castaña. Al sonreír mostraba las encías.
—Estuve a punto de pintarlos en mi cuadro –dijo–. Y hasta descubrí algo en que ustedes no repararon. Usted (dirigiéndose a Humbert) tenía puesto su reloj pulsera, sí, señor, lo tenía.
—Sumergible –dijo suavemente Charlotte, poniendo boca de pescado.
Jean puso mi puño sobre su rodilla, examinó el regalo de Charlotte y volvió a depositar la mano de Humbert en la arena, con la palma hacia arriba.
—De modo que tú puedes verlo todo desde allí –dijo Charlotte con coquetería.
Jean suspiró.
—Una vez –dijo– vi a dos niños, un varón y una chiquilla, haciendo el amor aquí mismo, en el crepúsculo. Sus sombras eran gigantescas. Y ya te he contado aquello del señor Tomson, al amanecer... La próxima vez espero ver al viejo gordo Ivor... Ese hombre está completamente chiflado. La última vez me contó un cuento realmente indecente sobre su sobrino. Parece que...
—¡Hola! –dijo la voz de John.
21
Mi costumbre de callar cuando me sentía disgustado o, más exactamente, el aura fría e irrespirable de mi disgustado silencio solía enloquecer de miedo a Valeria, que sollozaba y se lamentaba diciendo: Ce qui me rend folle, c'est que je ne sais à quoi tu penses quand tu est comme ça. Traté de callar con Charlotte: se puso a gorjear y cacarear tomándome de la barbilla. ¡Una mujer asombrosa! Opté por retirarme a mi antiguo cuarto, ahora «estudio» permanente, mascullando que después de todo tenía que escribir una obra especializada, y la animosa Charlotte siguió embelleciendo el hogar, parloteando por teléfono y escribiendo cartas. Desde mi ventana, a través del temblor de las hojas de los álamos, la veía cruzar la calle y enviar su carta a la hermana de la señorita Phalen.
La semana de chaparrones y días nublados que transcurrió después de nuestra última visita a las inmóviles arenas del lago, fue una de las más tétricas que puedo recordar. Después aparecieron dos o tres confusos rayos de esperanza... antes del sol definitivo.
Se me ocurrió que tenía una mente muy ágil para planear y que podía utilizarla. Si no me atrevía a mezclarme con los proyectos relativos a su hija (cada vez más cálida y tostada en los días luminosos de insalvable distancia), podía sin duda urgir algunos medios generales para afirmarme de una manera general, para después encauzarla hacia una ocasión particular.
Una noche, la propia Charlotte me dio la oportunidad que yo esperaba.
—Tengo una sorpresa para ti –dijo mirándome con ojos de amor sobre su cucharada de sopa–. En el otoño nos iremos a Inglaterra.
Tragué mi cucharada, me sequé los labios con papel rosado (¡ah, los frescos y ricos lienzos del Hotel Mirana!) y dije:
—También yo tengo una sorpresa para ti, querida: No iremos a Inglaterra.
—¿Por qué, qué pasa? –dijo ella mirando con más sorpresa de la que yo había previsto, mis manos (que doblaban y rasgaban y estrujaban y volvían a rasgar involuntariamente la inocente servilleta de papel).
Pero mi rostro sonriente la tranquilizó.
—La cosa es muy simple –respondí–. Hasta en los hogares más armoniosos, como el nuestro, no todas las decisiones las toma la mujer. Hay ciertas cosas que el marido debe resolver. Me imagino muy bien el estremecimiento que tú, una sana muchacha norteamericana, sentirás al cruzar el Atlántico en el mismo buque que Lady Bumble, o Sam Buble, el rey de la carne envasada, o una ramera de Hollywood. Y no dudo que tú y yo haríamos un hermoso anuncio para la agencia de viajes cuando nos fotografíen mirando (tú con los ojos bien abiertos, yo dominando mi envidiosa admiración) los centinelas de Palacio, o Scarlet Guards, o Beaver Eaters, o como se los llame. Como bien sabes, sólo tengo tristes recuerdos del viejo mundo podrido... Los anuncios en colores de tus revistas no cambiarán la situación.
—Querido... –dijo Charlotte–. Yo no...
—Espera un minuto. Esto que discutimos es algo al margen. Ahora me refiero a algo más general. Cuando querías que pasara mis tardes tomando sol en el lago en vez de trabajar, cedí alegremente y me convertí en un atractivo muchacho bronceado, en vez de seguir comportándome como un estudioso y, bueno... como un educador. Cuando me llevas a Burdon con los encantadores Farlow, te sigo mansamente. No, espera. Cuando decoras tu casa, no intervengo en tus ideas. Cuando resuelves... cuando resuelves toda clase de asuntos, puedo estar en desacuerdo completo o parcial... pero no digo nada. Ignoro el detalle. No puedo ignorar lo general. Me encanta que seas mi dueña, pero cada juego tiene sus reglas. No estoy enfadado. No, no hagas eso. Pero soy una mitad de este hogar, y tengo una voz débil pero clara.
Charlotte se me había acercado, había caído de rodillas y sacudía la cabeza lentamente, pero con vehemencia, mientras aferraba mis pantalones. Dijo que nunca había pensado en eso. Dijo que yo era su dueño y su dios. Dijo que Louise se había marchado, que hiciéramos el amor en seguida. Dijo que yo debía perdonarla, o moriría...
Ese incidente me llenó de júbilo. Le dije que no era cuestión de pedir perdón, sino de cambiar su modo de ser. Y resolví sacar ventaja de ello para pasarme un buen tiempo, aislado y huraño, trabajando en mi libro... o al menos fingiendo trabajar.
La cama turca de mi antiguo cuarto se había convertido ahora en el sofá que siempre había sido en el fondo, y Charlotte me había advertido desde el principio de nuestra unión que el cuarto se volvería «la guarida de un escritor». Un par de días después del «asunto Inglaterra», estaba yo sentado en un sillón nuevo y muy cómodo con un vasto volumen en mi regazo, cuando Charlotte golpeó con el dedo anular y entró. Qué diferentes eran sus movimientos de los de mi Lolita cuando solía visitarme en sus blue jeans sucios, oliendo a huerto y a ninfolandia, chabacana y descarada, oscuramente depravada, con la parte inferior de la camisa desabrochada. Pero permítaseme decir algo. Tras el ímpetu de la Haze menor y el aplomo de la Haze mayor, corría un hilo de tímida vida que tenía el mismo gusto, que murmuraba del mismo modo. Un gran doctor francés me dijo una vez que en los parientes próximos la más leve regurgitación estomacal tiene la misma «voz».
Charlotte entró, pues. Sentía que no todo andaba bien entre nosotros. Yo había fingido dormirme la noche anterior (y la noche anterior a ésa) en cuanto nos habíamos acostado, para levantarme al amanecer.
Tiernamente, me preguntó si no me «interrumpía».
—No, por el momento –dije volviendo el volumen C de la Enciclopedia de las niñas para examinar un grabado impreso en la retiración, como dicen los impresores.
Charlotte se dirigió hacia una mesilla de imitación caoba, con un cajón. Puso la mano sobre ella. La mesita era horrible, sin duda, pero no le había hecho nada.
—Siempre he querido preguntarte –dijo (en tono comercial, no coqueto)– para qué está cerrado esto. ¿La quieres en tu cuarto? Es un objeto tan feo...
—Deja eso en paz –dije (estaba en un Camping en Escandinavia).
—¿Tiene llave?
—Está escondida.
—Oh, Hum...
—Guardo cartas de amor.
Me echó una de esas miradas heridas que me irritaban tanto y después, sin saber si yo hablaba en serio ni cómo continuar la conversación, permaneció mirando el vidrio de la ventana –más que a través de él–, tamborileando con sus agudas uñas rosadas, mientras yo volvía lentamente varias páginas (Canadá, Campo, Canciones, Conducta).
Al fin (Canoas) rodó hasta mi sillón y se sentó pesadamente en el brazo, envuelto en tweed, inundándome con el perfume que usaba mi primera mujer.
—¿Desea su señoría aquí el verano? –preguntó, señalando un paisaje otoñal en un estado del este.
—¿Por qué? –dije con lentitud y nitidez.
Ella se encogió de hombros. Acaso Harold solía tomarse vacaciones en otoño. Estación apacible. Reflejo condicional por parte de Charlotte.
—Creo que sé dónde se encuentra eso –dijo sin dejar de señalar–. Recuerdo que hay un hotel, El cazador encantado. ¿Bonito, verdad? Y la comida es una delicia. Y nadie molesta a nadie.
Restregó su mejilla contra mi sien. Valeria pronto pasó por todo eso.
—¿Te gustaría comer algo especial para la comida, querido? John y Jean vendrán a visitarnos un poco más tarde.
Respondí con un gruñido. Me besó en el labio inferior y dijo inspiradamente que haría una torta (subsistía la tradición desde mis días de inquilino de que yo adoraba las tortas) y me devolvió mi ociosidad.
Dejé cuidadosamente el libro abierto donde Charlotte se había sentado (las hojas intentaron moverse, pero un lápiz las detuvo) y revisé el escondrijo de la llave: estaba bajo la vieja y cara navaja que usaba antes de que ella me comprara otra mejor y más barata. ¿Era ése el lugar perfecto, allí, bajo esa navaja, en la hendidura de su estuche de terciopelo? El estuche estaba en un baúl donde guardaba diversos papeles. ¿Podía encontrar un sitio mejor? Es curioso lo difícil que resulta esconder cosas, sobre todo cuando se tiene una mujer que pasa el tiempo bregando con los muebles.
22
Creo que fue exactamente una semana después de nuestra última visita al lago cuando el correo de la tarde trajo una respuesta de la segunda señorita Phalen. La dama escribía que acababa de volver a St. Algèbre, después del entierro de su hermana: «Euphemia nunca fue la misma desde que se rompió la cadera». En cuanto a la hija de la señora Humbert, deseaba informar que ya era demasiado tarde para anotarla ese año; pero ella, la Phalen sobreviviente, estaba del todo segura de que si el señor y la señora Humbert llevaban a Dolores en enero, su admisión era cosa hecha.
Al día siguiente, después del almuerzo, fui a ver a «nuestro» doctor, un tipo afable cuyo tacto admirable y su fe absoluta en unas pocas drogas patentadas encubrían su ignorancia y su indiferencia hacia la ciencia médica. El hecho de que Lo volvería a Ramsdale era un tesoro de anticipación. Debía prepararme plenamente para ese acontecimiento. En realidad, ya había empezado mi campaña antes, cuando Charlotte aún no había tomado su cruel decisión. Debía asegurarme de que cuando llegara mi encantadora niña, esa misma noche, y, después, noche tras noche, hasta que St. Algèbre me la arrebatara, tendría los medios para hacer dormir a dos personas tan profundamente que ningún sonido o roce las despertara. Durante casi todo el mes de julio ensayé con varios polvos soporíferos, experimentándolos en Charlotte, gran tomadora de píldoras. La última dosis que le di (ella pensó que era una tableta de bromuro suave para aplacar sus nervios) la derrumbó durante cuatro largas horas. Puse la radio al máximo. Le había encendido una luz en la cara. La sacudí, la pinché, la pellizqué, y nada alteró el ritmo de su respiración calma y poderosa. Sin embargo, cuando hice algo tan simple como darle un beso, despertó de inmediato, fresca y fuerte como un pulpo (y apenas pude escapar). Eso no resultaría, pensé. Había que encontrar algo más seguro. Al principio, el doctor Byron no pareció creerme cuando le dije que su última prescripción no era rival digna de mis insomnios. Sugirió que volviera a probar, y durante un momento distrajo mi atención mostrándome retratos de su familia. Tenía una hija fascinante de la edad de Dolly; pero advertí sus tretas e insistí para que me prescribiera la píldora más fuerte que existiera. Me sugirió que jugara al golf, pero acabó recomendándome algo que, según dijo, «daría buen resultado». Abrió un botiquín y tomó un frasco lleno de cápsulas de color azul-violeta, con una banda púrpura en un extremo. Dijo que acababan de lanzarse al mercado y eran especiales no para neuróticos que se tranquilizan con una prescripción de agua hábilmente administrada, sino para grandes artistas insomnes, que debían morir unas cuantas horas por día a fin de vivir siglos. Me encanta burlar a los doctores y, mientras me regocijaba interiormente, me metí las píldoras en el bolsillo encogiéndome significativamente de hombros. La verdad es que tuve que andarme con cuidado con esas píldoras. Una vez, durante otra entrevista, un estúpido lapso me hizo mencionar mi última estadía en el sanatorio; y creo que vi estremecerse las puntas de sus orejas. Como ni Charlotte ni nadie tenía la suficiente perspicacia para enterarse de mi pasado, expliqué apresuradamente que había llevado a cabo algunas investigaciones entre dementes, para una novela. Pero no importa; el viejo granuja tenía una muchachita encantadora...
Salí del consultorio exultante. Conduciendo el automóvil de mi mujer con un dedo, regresé a casa alegremente. Ramsdale tenía, después de todo, muchos encantos. Las cigarras rehilaban su canto; la avenida estaba recién lavada. Suavemente, como deslizándome sobre seda, doblé hacia nuestra callecita soñolienta. Todo parecía perfecto ese día. Tan azul, tan verde... Sabía que el sol brillaba porque la llave del encendido se reflejaba en el parabrisas; y sabía que eran exactamente las tres y media porque la enfermera que daba masajes a la señorita Vecina todas las tardes bajaba por la estrecha acera con sus medias y zapatos blancos. Como de costumbre, el histérico setter de Junk me ladró mientras bajaba la pendiente, y como de costumbre el periódico local aguardaba a la entrada, donde Kenny acababa de arrojarlo.
El día anterior había acabado el régimen de recogimiento impuesto por mí mismo, y esa tarde llamé jubilosamente al abrir la puerta de la sala. Charlotte estaba sentada ante el escritorio del rincón, volviéndome su nuca color crema y sus greñas broncíneas. Usaba la misma blusa amarilla y los pantalones castaños con que me recibió el día en que la conocí. Todavía con la mano apoyada en la falleba, repetí mi animoso grito. La mano que escribía se detuvo. Charlotte permaneció sin moverse un instante; después se volvió lentamente y apoyó el codo en el respaldo curvo de la silla. Su rostro, desfigurado por la emoción, no era un espectáculo agradable para mis ojos. Miró mis piernas y dijo:
—La señora Haze, la gorda puta, la vaca vieja, la mamá abominable; la vieja estúpida Haze ha dejado de ser una incauta. Ahora... ahora...
Mi rubia acusadora se detuvo, tragándose su veneno y sus lágrimas. Lo que Humbert Humbert dijo –o intentó decir– carece de importancia. Charlotte siguió:
—Eres un monstruo. Eres un farsante abominable, un criminal. Si te acercas... me asomaré gritando a la ventana. ¡Atrás!
Creo que puede omitirse lo que H. H. murmuró.
—Me marcho esta noche. Todo esto es tuyo. Pero nunca, nunca volverás a ver a esa desgraciada mocosa. ¡Fuera de este cuarto!
Salí. Me dirigí al ex-semi-estudio. Con los brazos en jarra, permanecí un instante absolutamente inmóvil y sereno, observando desde el umbral la mesita violada, con su cajón abierto, una llave en la cerradura, otras cuatro sobre la tabla de la mesa. Atravesé el descanso rumbo al dormitorio de los Humbert y con toda tranquilidad retiré mi diario de debajo de las almohadas y lo guardé en mi bolsillo. Después empecé a bajar las escaleras, pero me detuve en la mitad: Charlotte hablaba por teléfono, situado junto a la puerta lateral del cuarto de estar. Quise oír lo que decía: cancelaba un pedido por algún otro. Después volvió a la sala. Recobré el ritmo normal de mi respiración y crucé el pasillo hacia la cocina. Allí abrí una botella de whisky. Charlotte no resistía el whisky. Fui al comedor y a través de la puerta entreabierta, contemplé la voluminosa espalda de Charlotte.
—Arruinas mi vida y la tuya –dije serenamente–. Seamos civilizados. Todo es alucinación tuya. Estás loca, Charlotte. Las notas que has encontrado son fragmentos de una novela. Tus nombres y el de ella figuran en ellos por mera casualidad... sólo porque los tenía a mano. Piénsalo. Te daré un trago.
No respondió ni se volvió; siguió escribiendo sus vertiginosos garabatos. Una tercera carta, sin duda (ya había dos en sus sobres sellados sobre el escritorio). Volví a la cocina.
Tomé dos vasos (¿a St. Algèbre, a Lo?) y abrí la heladera. Me rugió frenéticamente mientras le arrancaba el hielo de su corazón. Corregirlo. Hacérselo leer de nuevo. No recordaré los detalles. Cambiar, falsificar. Escribir un fragmento y mostrárselo, o dejarlo por ahí. ¿Por qué gimen a veces tan horriblemente las canillas? Una situación horrible, en verdad. Los cubitos de hielo en forma de almohadas –almohadas para el osito polar, Lo– emitieron sonidos chirriantes, crujientes, torturados, mientras el agua caliente los soltaba de sus cárceles. Acerqué los vasos. Eché en ellos el whisky y un chorro de soda. La heladera ladró al cerrarse. Llevando los vasos crucé el comedor y hablé a través de la puerta de la sala, que estaba apenas entreabierta, sin espacio siquiera para dejar pasar mi codo.
—Te he preparado un trago –dije.
No respondió, la vieja loca, y dejé los vasos sobre el aparador, junto al teléfono, que había empezado a llamar.
—Habla Leslie, Leslie Tomson –dijo Leslie Tomson, el aficionado a los baños al alba–. La señora Humbert, señor... La han atropellado, venga pronto.
Respondí, quizá con cierta brusquedad, que mi mujer estaba sana y salva, y todavía con el receptor en la mano abría la puerta y dije:
—Este tipo dice que te han matado, Charlotte...
Pero en el cuarto no estaba Charlotte.
Me precipité afuera. La parte opuesta de nuestra calle ofrecía un aspecto singular. Un gran Packard negro y brillante había trepado el empinado jardín de la señorita Vecina avanzando en sesgo desde la calzada (donde había caído una manta de viaje) y allí estaba, resplandeciendo al sol, con las puertas abiertas como alas, con las ruedas delanteras hundidas en las siemprevivas. A la derecha anatómica del automóvil, sobre el cuidado césped de la pendiente, un anciano caballero de bigotes blancos, impecablemente vestido –traje gris cruzado, corbata de moño a lunares– yacía de espaldas, con las piernas juntas, como una figura de cera de tamaño natural. Debo trasladar en una secuencia de palabras el impacto de una visión instantánea; su acumulación física en las páginas desfigura el verdadero fogonazo, la indisoluble unicidad de mi impresión: la manta caída, el automóvil, el muñeco-anciano, la enfermera de la señorita Vecina corriendo entre crujidos, con un vaso semivacío en la mano, de regreso hacia la oculta entrada de la casa, donde podía imaginarse a la semidesvanecida, aprisionada, decrépita dama chillando, pero no bastante fuerte como para apagar los ladridos rítmicos del setter de Junk, que corría de grupo en grupo, desde un montón de vecinos ya reunidos en la acera junto a la manta que estaba registrando, hacia el automóvil –que había perseguido hasta allí– y por fin hasta un tercer grupo formado por Leslie, dos policías y un hombre fornido de anteojos de carey. Debo explicar aquí que la inmediata aparición de los gendarmes, apenas un minuto después del accidente, se debió a que apuntaban el número de los automóviles ilegalmente estacionados en una esquina, a dos cuadras de la pendiente; que el tipo de anteojos era Frederick Beale, hijo, conductor del Packard; que su padre, de setenta y nueve años, a quien la enfermera había echado agua en el verde lecho donde yacía, no era víctima de un síncope, sino que se recobraba cómodamente y metódicamente de un leve ataque cardíaco, o de su posibilidad; y por fin, que la manta caída sobre la calzada (cuyas rajaduras verdes y retorcidas solía señalarme con reprobación mi mujer) ocultaba los restos mutilados de Charlotte Humbert, derribada y arrastrada por el automóvil de los Beale al cruzar corriendo la calle para echar tres cartas en el buzón, situado en la esquina del jardín de la señorita Vecina. Una bonita niña con un sucio vestido rosa me alcanzó las cartas; me libré de ellas rompiéndolas en pedazos y guardando sus restos en el bolsillo de mi pantalón.
Al fin llegaron tres doctores y los Farlow para sumarse a la escena. El viudo, un hombre de excepcional dominio, no lloraba ni desvariaba. Quizá tartamudeaba un poco, pero sólo abría la boca para impartir las informaciones o directivas que eran estrictamente necesarias en cuanto a la identificación, examen y destino de una mujer muerta, cuya cabeza era una sopa de huesos, sesos, pelo broncíneo y sangre. El sol era todavía de un rojo brillante cuando sus dos amigos, el cariñoso John y Jean, con los ojos húmedos, lo acostaron en el cuarto de Dolly. Para estar cerca, el matrimonio durmió esa noche en el dormitorio de los Humbert. Creo que no se comportaron tan inocentemente como la solemnidad de la ocasión lo requería.
No hay motivos para que me demore, en la relación de estos hechos, sobre las formalidades previas al entierro o en el entierro mismo, tan apacible como lo había sido el matrimonio. Pero debo referir unos pocos incidentes relativos a los cuatro o cinco días posteriores a la absurda muerte de Charlotte.
La primera noche de mi viudez me emborraché tanto que dormí casi tan profundamente como la niña que había dormido en esa cama. A la mañana siguiente me apresuré a revisar los pedazos de cartas que guardaba en mi bolsillo. Estaban demasiado mezclados para reconstruir cada una de ellas. Supuse que «... y te conviene encontrarlo, pues no puedo comprarte...» provenía de una carta a Lo; otros fragmentos parecían aludir a la intención de Charlotte de huir con Lo a Parkington, o quizá de regreso a Pisky, para impedir que el buitre arrebatara su precioso corderillo. Otros pedazos –nunca había supuesto que tenía manos tan fuertes– se referían evidentemente a una inscripción no en St. Algèbre, sino en otra escuela cuyos métodos tenían fama de ser tan duros, inhumanos y estériles (aunque en ella se jugaba al croquet bajo los olmos) que se había ganado el apodo de «Reformatorio para señoritas». Por fin, la tercera carta se dirigía sin duda a mí. Leí algunas frases como «... después de un año de separación podremos...», «... oh, querido, querido mío, oh mi...», «... pero que si me hubieras traicionado con una mujer...», «... o tal vez moriré...» Pero en general, todo cuanto pude espiar me reveló poca cosa; los varios fragmentos de esas tres apresuradas misivas que tenía reunidos en las palmas de mis manos estaban tan confundidos como lo habían estado en la cabeza de la pobre Charlotte. Ese día, John tuvo que entrevistarse con un cliente, y Jean dio de comer a sus perros, de modo que me vi provisionalmente privado de la compañía de mis amigos. Esas amables personas temían que me suicidara al quedarme solo, y como no había otros amigos a mi disposición (la señorita Vecina se encontraba incomunicada, los McCoo estaban ocupados en la construcción de una casa nueva, a varias millas de la mía, y los Chatfield habían viajado a Maine, solicitados por alguna dificultad familiar), asignaron a Leslie y Louise la misión de hacerme compañía, so pretexto de ayudarme a ordenar y empacar varias cosas huérfanas. En un momento de soberbia inspiración, mostré a los bondadosos y crédulos Farlow (esperábamos que Leslie llegara para su cita con Louise) una pequeña fotografía de Charlotte que había encontrado entre sus cosas. Sonreía desde una roca, a través del pelo revuelto. Había sido tomada en abril de 1934, una primavera memorable. Durante una visita de negocios a los Estados Unidos, yo había tenido ocasión de pasar varios meses en Pisky. Nos habíamos conocido y... habíamos tenido una intensa aventura. Pero, ay, yo estaba casado y ella estaba comprometida con Haze. Cuando volví a Europa, seguimos escribiéndonos por intermedio de un amigo, ya muerto. Jean susurró que había oído algunos rumores y miró la instantánea; sin dejar de mirarla, la tendió a John, y John se quitó la pipa de los labios y miró a la encantadora e inmóvil Charlotte Becker, y me la devolvió. Después, ambos se marcharon por unas pocas horas. La dichosa Louise retozaba con su galán en el sótano.
No bien se marcharon los Farlow, apareció un clérigo de barbilla azulada. Traté de que la entrevista fuera lo más breve posible, aunque sin herir sus sentimientos ni despertar sus dudas. Sí, consagraría mi vida entera al bienestar de la niña. Le mostré una crucecita que Charlotte Becker me había dado cuando éramos jóvenes. Yo tenía una prima, una solterona respetable que vivía en Nueva York. Allí encontraríamos una buena escuela privada para Dolly. ¡Oh, las argucias de Humbert!
Pensando en Louise y Leslie, que podían informar –cosa que no dejaron de hacer– a John y Jean, hablé por teléfono a gritos tremendos (larga distancia) y simulé una conversación con Shirley Holmes. Cuando John y Jean volvieron, los embauqué por completo diciéndoles, en un balbuceo deliberadamente confuso y desesperado, que Lo había partido con su grupo a una excursión de cinco días y no era posible dar con ella.
—Dios santo –dijo Jean–. ¿Qué haremos ahora?
John dijo que la cosa era muy simple: llamaría a la policía para que alcanzara a las excursionistas; apenas le llevaría una hora de tiempo. En realidad, él mismo conocía el campo y...
—Oigan –siguió–: puedo ir allá ahora mismo. Y tú puedes dormir con Jean (en realidad no agregó esto último, pero Jean apoyó su oferta con tal apasionamiento que pareció implicada en sus palabras).
Me abatí. Discutí con John para que las cosas volvieran a su estado anterior. Dije que no podía soportar a la chiquilla a mi alrededor, sollozando, abrazándome. Era tan nerviosa... La experiencia podía influir sobre su futuro. Los psicoanalistas hablaban de casos así. Hubo un súbito silencio.
—Bueno, tú eres el doctor –dijo John, no sin cierta brusquedad–. Pero después de todo, yo era amigo y consejero de Charlotte. De cualquier modo, quisiera saber qué piensas hacer con la niña.
—John. Lo es la hija de él, no de Harold Haze –exclamó Jean–. ¿No comprendes que Humbert es el verdadero padre de Dolly?
—Comprendo –dijo John–. Lo siento. Sí... comprendo... No me había dado cuenta. Esto simplifica las cosas, desde luego. Y hagas lo que hicieras, estará muy bien.
El desconsolado padre siguió diciendo que iría en busca de su delicada hija inmediatamente después del entierro, y que haría lo posible por distraerla en lugares muy diferentes... quizá un viajecillo a Nuevo México o California. Siempre, claro está, que su padre viviera.
Encarné con tal arte la serenidad de la desesperación absoluta, la contención previa a un frenético estallido, que los inapreciables Farlow me mudaron a casa de ellos. Tenían un cuarto de huéspedes, como siempre existen en este país; y eso fue conveniente, yo temía el insomnio y un espectro.
Debo explicar ahora mis razones para mantener alejada a Dolores. Desde luego, al principio, recién eliminada Charlotte, cuando volví a entrar en mi casa como padre único y me eché dos whiskys con soda entre pecho y espalda y me encerré en el cuarto de baño para aislarme de vecinos y amigos, sólo hubo una cosa en mi mente, en mis latidos: la conciencia de que pocas horas después, la tibia Lolita de pelo castaño, mi Lolita solamente mía, estaría en mis brazos, derramando lágrimas que sorbería con mis labios no bien asomaran.
Pero mientras permanecía pensando con los ojos desorbitados, todo encendido frente al espejo, John Farlow llamó suavemente a la puerta para preguntarme si me sentía bien. Y comprendí en seguida que sería una locura de mi parte traerla a esa casa, con todos esos entrometidos ajetreándose a mi alrededor y proyectando apartarla de mí. En verdad, la imprevisible Lo podría demostrar –¿quién podía decirlo?– cierta estúpida desconfianza hacia mí, un vago temor o cosa semejante... y adiós al mágico premio en el instante mismo del triunfo.
Hablando de entrometidos, tuve otra visita: la del amigo Beale, el tipo que eliminó a mi mujer. Pesado y solemne, parecido al asistente de un verdugo, con sus mandíbulas de bulldog, sus ojuelos negros, sus anteojos de espesa armazón y su nariz conspicua, fue presentado por John, que nos dejó cerrando la puerta tras sí, con el mayor tacto. Mi grotesco visitante dijo que tenía dos hijas gemelas en la misma clase que mi hijastra, y desenrolló un gran diagrama que había hecho del accidente. Como habría dicho mi hijastra, el diagrama «estaba fenómeno», con toda clase de flechas y líneas de puntos en tintas de diferentes colores. El trayecto de la señora Humbert estaba ilustrado en varios puntos por una serie de esas siluetas que se usan en las estadísticas y los anuncios. Su propio camino tropezaba claramente e ineludiblemente con una línea sinuosa trazada con seguridad y que representaba dos virajes sucesivos –uno hecho por el automóvil de Beale para evitar el perro de Junk (el perro no figuraba) y el segundo, una especie de exagerada continuación del primero, hecho para evitar la tragedia–. Una cruz muy negra indicaba el lugar donde la pequeña silueta había ido a dar en la acera. Busqué alguna marca similar que indicara el lugar de la pendiente donde el inmenso padre de cera de mi visitante se había reclinado, pero no la había. Ese caballero, sin embargo, firmaba el documento como testigo, debajo del nombre de Leslie Tomson, la señora Vecina y otras pocas personas.
Mientras su lápiz-picaflor volaba delicadamente y diestramente de un punto a otro, Frederick demostró su absoluta inocencia y la distracción de mi mujer: mientras él evitaba al perro, ella resbaló sobre el asfalto recién lavado y cayó adelante, cuando en realidad debió echarse atrás (Fred demostró cómo hacerlo con un sacudón de sus altas hombreras). Dije que, en verdad, no era de él la culpa, y la investigación coincidió conmigo.
Resoplando violentamente por las negras ventanas de su nariz, sacudió su cabeza y mi mano; después, con aire de perfecto savoir vivre y caballerosa generosidad, se ofreció para pagar los gastos del entierro. Esperaba que yo rehusara su ofrecimiento. Con un ebrio sollozo de gratitud, lo acepté. Eso lo desconcertó. Lentamente, con incredulidad, repitió lo que acababa de decir. Volví a agradecérselo, aún más profusamente que antes.
Después de esa fantasmal entrevista, se aclaró por el momento la bruma de mi mente. ¡No era de asombrarse! Había visto concretamente al agente del destino. Había palpado la carne misma del destino... y sus hombreras. Había ocurrido una brillante, monstruosa, súbita mutación, y allí estaba el instrumento. En la maraña del diagrama (ama de casa apresurada, pavimento resbaladizo, un maldito perro, un automóvil grande, un mono sentado al volante) podía distinguir confusamente mi propia y vil contribución. De no haber sido yo tan tonto –o un genio tan intuitivo– para guardar ese diario mío, los fluidos producidos por el furor vindicativo y el ardor de la vergüenza no habrían cegado a Charlotte en su carrera hacia el buzón. Pero aun habiéndola cegado, nada habría ocurrido si el destino preciso, ese fantasma sincronizador, no hubiera mezclado en su alambique el automóvil y el perro y el sol y la sombra y la humedad y el débil y el fuerte y la piedra. ¡Adiós, Marlene! El ceremonioso apretón de manos del gordo destino (encarnado por Beale, antes de salir de mi cuarto) me arrancó de mi sopor; y lloré, señores y señoras del jurado: lloré.
Olmos y álamos volvían sus estremecidas espaldas contra una súbita ráfaga y una negra nube asomaba sobre la torre blanca de la iglesia de Ramsdale cuando miré en torno a mí por última vez. Dejaba en pos de aventuras desconocidas la triste casa donde había alquilado un cuarto sólo dos meses antes. Los visillos –económicos y prácticos visillos de bambú– estaban bajos. En las entradas o en la casa, su rico tejido se presta al drama moderno. Una gota de lluvia cayó sobre mis nudillos. Volví a la casa en busca de algo, mientras John acomodaba mi equipaje en el automóvil. Entonces ocurrió algo gracioso. No sé si en estas trágicas notas he destacado bastante la peculiar atracción que la apostura del autor –seudocéltico, atractivamente simiesco, juvenilmente varonil– ejercía para mujeres de toda edad y ambiente. Desde luego, tales declaraciones hechas en primera persona pueden parecer ridículas. Pero de cuando en cuando debo recordar al lector mi aspecto, así como un novelista profesional que atribuye a un personaje suyo una cierta afectación o un perro, debe mostrar esa afectación o ese perro cada vez que el personaje aparece en el curso del libro. Pero en el caso actual es aún más importante. Mi núbil Lo sucumbía al encanto de Humbert como al de la música sincopada; la adulta Lotte me quería con una pasión madura, posesiva, que ahora deploro y respeto más de lo que me tomo el trabajo de decir. Jean Farlow, de treinta y un años y absolutamente neurótica, también parecía sentir una fuerte atracción por mí. Era agradable, con algo de talle indígena a causa del matiz siena de su piel. Sus labios eran como anchos pólipos carmesíes, y cuando emitía su risa inconfundible mostraba grandes dientes romos y encías pálidas.
Era muy alta, usaba pantalones con sandalias o polleras acampanadas con zapatos de bailarina, bebía cualquier alcohol fuerte en cualquier cantidad, había tenido dos abortos, escribía relatos sobre animales, pintaba, como sabe el lector, paisajes, alimentaba ya el cáncer que la mataría a los treinta y tres años y yo la encontraba sin la menor atracción. Júzguese, pues, mi alarma cuando pocos segundos antes de marcharme (estábamos en el pasillo), Jean, con sus dedos siempre trémulos, me tomó por las sienes y con lágrimas en sus brillantes ojos celestes intentó sin éxito pegarse a mis labios.
—Cuídate –dijo–. Besa a tu hija por mí.
Un trueno resonó en la casa toda y ella agregó:
—Quizá en alguna parte, algún día, en momentos menos tristes, volvamos a vernos...
(Jean, dondequiera que estés, en un espacio temporal negativo o en un tiempo espiritual positivo, perdóname todo esto, inclusive los paréntesis).
Después, cambié apretones de manos con los dos en la calle, en la calle empinada, y todo giró y huyó ante el blanco diluvio que se acercaba, y un camión con un colchón proveniente de Filadelfia fue acercándose a una casa vacía, y el polvo corrió y remolineó sobre la laja de piedra donde Charlotte –cuando levantaron la manta– aparecía curvada, con los ojos intactos, las negras pestañas aún mojadas, pegoteadas, como las tuyas, Lolita.
25
Podría suponerse que allanadas todas las dificultades y ante una perspectiva de placeres delirantes e ilimitados, me arrellanaría mentalmente suspirando de delicioso alivio. Eh bien, pas du tout! En vez de entibiarme a los rayos de la sonriente Oportunidad, me sentí obsesionado por toda clase de dudas y temores puramente éticos. Por ejemplo: ¿no sorprendería que me hubiera mostrado tan firme para impedir la presencia de Lo en los acontecimientos alegres y tristes de su familia inmediata? Se recordará que no había asistido a nuestro casamiento. Otra cosa: admitiendo que el largo brazo velludo de la Coincidencia se había extendido para eliminar a una mujer inocente, ¿podría no ignorar la Coincidencia lo que había hecho su otro brazo y enviar a Lo un pésame prematuro? En verdad, sólo el Ramsdale Journal había publicado el accidente –no el Parkington Recorder ni el Climax Herald, pues el campamento estaba en otro estado y las muertes locales carecían de intereses federales–. Pero no podía dejar de imaginar que de algún modo Dolly Haze ya había sido informada y que en el instante mismo en que iba a buscarla, amigos desconocidos por mí la llevaban a Ramsdale. Aún más inquietante que todas esas conjeturas y preocupaciones era el hecho de que Humbert Humbert, un reciente ciudadano norteamericano de oscuro origen europeo, no hubiera tomado medidas para ser el custodio legal de la hija (doce años y siete meses de edad) de su mujer muerta. ¿Me atrevería alguna vez a dar ese paso? No podía retener un estremecimiento cuando imaginaba mi desnudez rodeada de misteriosos estatutos bajo el brillo implacable de la ley.
Mi proyecto era una maravilla de arte primitivo. Volaría al campamento, diría a Lolita que su madre estaba a punto de sufrir una grave operación en un hospital inventado y me trasladaría con mi soñolienta nínfula de hotel en hotel, mientras su madre mejoraba y mejoraba hasta morir. Pero mientras me acercaba al campamento crecía mi ansiedad. No podía soportar la idea de no encontrar en él a Lolita o de encontrar a una nueva asustada Lolita que pidiera a gritos algún amigo familiar (no los Farlow, gracias a Dios, pues apenas los conocía), pero quizá alguna otra persona ignorada por mí. Al fin resolví hacer la llamada a larga distancia que había simulado tan bien pocos días antes. Llovía mucho cuando entré en un fangoso suburbio de Parkington, justo frente al cruce, uno de cuyos ramales contorneaba la ciudad y llevaba al camino que cruzaba las colinas hasta el lago Climax y al campamento.
Detuve el motor y durante un tranquilo instante permanecí sentado en el automóvil, meditando sobre la llamada telefónica, observando la lluvia, la acera inundada, una boca de agua: algo horrible, en verdad, pintada de color rojo y plata, que extendía los muñones de sus brazos para que los barnizara la lluvia, que goteaba por sus cadenas argénteas como sangre estilizada. No es de asombrarse que esté prohibido estacionar junto a esos tullidos de pesadillas. Fui hasta una estación de servicio. Me esperaba una sorpresa cuando los níqueles bajaron satisfactoriamente y una voz pudo responder a la mía.
Holmes, la directora del campamento, me informó que Dolly se había marchado el lunes (ya era miércoles) a una excursión por las colinas de su grupo, y que se la esperaba para ese mismo día. Si quería ir yo al día siguiente... Sin entrar en detalles, dije que su madre estaba en el hospital, que la situación era grave, que no debía informarse a la niña de tal gravedad y que debería estar lista para partir conmigo en la tarde del día siguiente. Las dos voces se despidieron con una explosión de ternura y buena voluntad, y por algún antojadizo desperfecto mecánico, mis monedas volvieron a mí con un tintineo que casi me hizo reír, a pesar de la decepción de mi deleite postergado. Me pregunto si esa súbita descarga, la devolución espasmódica, no estaba relacionada de algún modo, en la mente del destino, con mi invento de esa excursión antes de saber que era real.
¿Qué pasó luego? Me dirigí hacia el centro de Parkington y pasé toda la tarde (había aclarado, la ciudad parecía de plata y vidrio) comprando cosas hermosas para Lo. ¡Dios santo, qué absurdas adquisiciones hizo la predilección que Humbert tenía en esos días por las telas vivas, las puntillas, los pliegues suaves, las faldas generosamente acampanadas! Oh, Lolita, tú eres mi niña, así como Virginia fue la de Poe y Beatriz la de Dante. ¿Y a qué niña no le gusta girar en una falda circular? «¿Busca algo especial?», me preguntaban voces melosas. «¿Trajes de baño? Los tenemos de todos los tonos: rosa-sueño, malva-bellota, rojo-tulipán, negro-carbón. ¿Un traje de gimnasia? ¿Una falda-pantalón?» No. Lola y yo odiábamos las faldas-pantalón. Una de mis guías en esas cuestiones fue una anotación antropométrica hecha por la madre de Lo en su duodécimo cumpleaños –el lector recordará ese libro sobre niños–. Yo tenía la sensación de que Charlotte, movida por oscuros motivos de envidia y desamor, había agregado una pulgada aquí y allá. Pero como la nínfula habría crecido, sin duda, en los últimos siete meses, podía aceptar con seguridad casi todas esas medidas de enero: caderas, de cresta a cresta, apenas 73 centímetros, quizá menos; circunferencia del muslo, 43; cintura, 58; pecho, 68; cuello, 28; altura, 1 m. 48; peso, 38 kilos; cociente de inteligencia, 121; apéndice vermiforme presente, gracias a Dios.
Además de esas medidas, yo podía desde luego, visualizar a Lolita con alucinante lucidez; y como persistía en mí una comezón en el sitio exacto, sobre mi esternón, adonde había llegado una o dos veces su sedosa cabellera, y sentía su tibio peso sobre mi regazo (de modo que siempre sentía en mí a Lolita, así como una mujer siente su embarazo no me sorprendió descubrir después que mi cálculo había sido más o menos correcto.
Por otra parte, había examinado detenidamente las páginas de un libro de ventas para el verano y revisaba con aire de gran conocedor los diversos y hermosos artículos, zapatos deportivos, escarpines de cabritilla flexible para niñas flexibles . La pintada muchacha de negro que asistía a todas esas urgentes necesidades mías traducía la erudición y la precisa descripción paternal en eufemismos comerciales tales como «petite». Otra mujer, mucho mayor, vestida de blanco, de espeso maquillaje, parecía curiosamente impresionada por mi conocimiento de las modas infantiles; quizá tuviera yo una enana por amante. Así, cuando me mostraron una falda con dos «bonitos» bolsillos al frente, dirigí intencionadamente una candorosa pregunta masculina y fui retribuido con una demostración acerca de cómo se abría el cierre relámpago, en la parte trasera. Me divertí mucho con todas esas compras: minúsculas Lolitas fantasmales bailaban, caían, volaban como mariposas sobre el escaparate. Completé el encargo con un pijama de algodón de estilo carnicero. Humbert, el carnicero.
Hay algo de mitológico y de encantador en esas grandes tiendas, donde, según los anuncios, una empleada puede adquirir un guardarropa completo para su oficina y su hermanita puede soñar con el día en que su jersey de lana hará babear a los muchachones al fondo de la clase. Figuras de niños (tamaño natural) con narices respingadas y caras pardas, verdosas, pecosas, faunescas, flotaban a mi alrededor. Advertí que era el único comprador en ese lugar más bien feérico donde me movía como un pez, en un acuario glauco. Sentí que extraños pensamientos se formaban en la mente de las lánguidas damas que me escoltaban de escaparate en escaparate, desde la orilla rocosa a las algas marinas, y los cinturones y brazaletes que escogí parecían caer de manos de sirenas en el agua transparente. Compré una valija elegante, puse en ella el resto de las adquisiciones y partí hacia el hotel más cercano, satisfecho de mi jornada.
De algún modo, relacionándolo con esa tarde serena y poética, de minuciosas compras, recordé el hotel o posada con el seductor nombre el «El cazador encantado», que Charlotte había mencionado poco antes de mi liberación. Con ayuda de una guía lo localicé en la apartada ciudad de Briceland, a una hora del campamento de Lo. Pude telefonear, pero temiendo que mi voz se alterara y se descompusiera en tímidos graznidos en inconexo inglés, resolví enviar un cable para reservar un cuarto con camas gemelas para la noche siguiente. ¡Qué cómico, desmañado y vacilante Príncipe Encantador era yo! ¡Cómo han de reírse algunos de mis lectores al enterarse de mis dificultades con la redacción del telegrama! ¿Qué debía poner: Humbert e hija? ¿Humbert y su hijita? ¿Homberg y su hija inmatura? ¿Homberg y su niña? El cómico error –la «g» al final– que resultó al fin, pudo ser un eco telepático de esas vacilaciones mías.
Y después, en el terciopelo de una noche de verano, mis cavilaciones acerca del filtro que llevaba conmigo... ¡Oh, mísero Hamburg! ¿No era un Cazador muy Encantado cuando deliberaba consigo mismo acerca de su estuche de mágicos pertrechos? ¿Recurriría a una de esas cápsulas color amatista para rechazar el monstruo del insomnio?
Había cuarenta cápsulas..., cuarenta noches con una frágil y pequeña durmiente en mi palpitante compañía; ¿podía robarme una de esas noches para dormir? No, sin duda; era demasiado preciosa cada una de esas minúsculas ciruelas, cada sistema planetario microscópico, con su viviente polvo de estrellas. Oh, permítaseme mostrarme empalagoso por una vez. Estoy tan cansado de ser cínico...
26
El cotidiano dolor de cabeza en el aire opaco de esta tumba que es mi celda me perturba, pero no debo perseverar. He escrito ya más de cien páginas y no he llegado a nada todavía. Mi calendario se confunde. Debió de ser hacia el 15 de agosto de 1947. No creo que pueda seguir. Corazón, cabeza, todo... Lolita, Lolita, Lolita, Lolita, Lolita, Lolita, Lolita, Lolita. Repítelo hasta llenar la página, tipógrafo.
27
Todavía en Parkington. Al fin pude dormir una hora. Me despertó una sesión gratuita y horriblemente agotadora con un pequeño y velludo hermafrodita, absolutamente extraño para mí. Por entonces eran las seis de la mañana, y de pronto se me ocurrió que no estaría mal llegar al campamento antes de lo anunciado. Tenía desde Parkington unas cien millas todavía, y habría más aún hacia las colinas Hazy y Briceland. Si había dicho que iría en busca de Dolly por la tarde, sólo había sido porque mi capricho insistía en que la misericordiosa noche cayera lo antes posible sobre mi impaciencia. Pero ahora preveía toda clase de equivocaciones y la posibilidad de que una demora le diera la oportunidad de hacer una inútil llamada a Ramsdale. Sin embargo, cuando a las nueve y treinta intenté emprender el viaje, me lo impidió una batería descargada y ya había pasado el mediodía cuando dejé Parkington.
Llegué a destino a las dos y media; estacioné el automóvil en un bosquecillo de pinos, donde un muchacho de camisa verde y pelo rojo arrojaba herraduras en melancólica soledad. Lacónicamente, me indicó una oficina en un cottage revocado. Casi moribundo, debí sobrellevar durante varios minutos la curiosa conmiseración de la directora del campamento, una mujer desaliñada y gastada, de pelo color herrumbre. ¿Deseaba el señor Haze, perdón, el señor Humbert hablar con los encargados del campamento? ¿O visitar las cabañas donde vivían las niñas, cada una dedicada a un personaje de Disney? ¿O visitar el Pabellón? ¿O debía ir Charlie en busca de la niña? Las jovencitas acababan de arreglar el comedor para un baile. (Quizá la mujer diría después a alguien: El pobre tipo parecía su propio espectro).
Permítaseme evocar un momento esa escena en todos sus pormenores triviales y fatales: la bruja Holmes escribiendo un recibo, sacudiendo la cabeza, abriendo un cajón del escritorio, devolviendo el cambio en mi palma impaciente, desplegando después sobre ella un billete con un triunfante «... ¡y cinco!»; fotografías de niñas; una brillante polilla o mariposa, todavía viva, pinchada en la pared («estudio del natural»); el diploma enmarcado del dietista del campamento; mis manos trémulas; una ficha exhibida por la eficiente señorita Holmes con un informe del comportamiento de Dolly Haze en el mes de julio («buena conducta; excelente para el remo y la natación»); un eco de árboles y pájaros; mi corazón palpitante... Yo estaba de espaldas a la puerta: sentí que la sangre me subía a la cabeza cuando oí detrás de mí su respiración, su voz. Llegó arrastrando y golpeando su pesada valija. «¡Tú!», exclamó, y se quedó inmóvil, mirándome con ojos ladinos, alegres, abiertos los suaves labios en una sonrisa algo tonta, pero maravillosamente cariñosa.
Estaba más delgada y alta, y durante un segundo me pareció que su rostro era menos bonito que la huella mental acariciada por mí durante más de un mes: sus mejillas parecían hundidas y demasiadas pecas diluían sus rasgos inmaturos y rosados. Esa primera impresión (un intervalo humano muy estrecho entre dos latidos de tigre) llevaba en sí la nítida implicación de que todo cuanto debía hacer el viudo Humbert, todo cuanto quería hacer o haría, era dar a esa huerfanita descolorida, aunque tostada por el sol y aux yeux battus (y hasta en las sombras plomizas bajo los ojos había pecas) una educación firme, una adolescencia saludable y feliz, un hogar limpio, inobjetables amigas de su misma edad entre las cuales (si el destino se dignaba compensarme) podía encontrar, acaso, una bonita magdlein sólo para Herr Doktor Humbert. Pero en un abrir y cerrar de ojos, mi angelical línea de conducta se esfumó y caí sobre mi presa (¡el tiempo se adelanta a nuestras fantasías!) y ella fue mi Lolita, de nuevo, en verdad, más Lolita mía que nunca. Dejé que mi mano se apoyara sobre su tibia cabeza castaña y tomé su equipaje. Era toda rosa y miel, vestida con su brillante vestido con un dibujo de manzanillas rojas, y sus brazos y piernas tenían un tono pardo, hondamente dorado, con rasguños de finas líneas de puntos de rubíes coagulados, y los bordes elásticos de sus calcetines estaban vueltos en el nivel recordado, y a causa de su andar infantil –o quizá porque yo la había memorizado como siempre, usando sus zapatos sin tacones–, los pesados zapatos deportivos parecían demasiado grandes y con tacones demasiado altos para ella. Adiós, campamento, alegre campamento. Adiós, comidas feas y malsanas, adiós, Charlie. En el auto caliente se sentó junto a mí, dio una súbita palmada en su rodilla encantadora y, después, trabajando violentamente con los dientes un pedazo de goma de mascar, bajó rápidamente la ventanilla de su lado y volvió a recostarse. Corrimos por la selva abigarrada y desnuda.
—¿Cómo está mamá? –preguntó cortésmente.
Dije que los doctores no sabían aún cuál era la enfermedad. De todos modos, algo abdominal. ¿Abdominable? No, abdominal. Debíamos demorarnos un poco en los alrededores. El hospital estaba en el campo, cerca de la alegre ciudad de Lepingville, donde había vivido un gran poeta a principios del siglo XIX y donde asistiríamos a todos los espectáculos. Encontró formidable la idea y preguntó si llegaríamos a Lepingville antes de las veintiuna.
—Estaremos en Briceland a la hora de comer –dije– y mañana visitaremos Lepingville. ¿Qué tal esa excursión? ¿Lo pasaste bien en el campamento?
—Hummmm.
—¿Te apena marcharte?
—Hummmm.
—No gruñas, Lo. Dime algo.
—¿Qué papá? (emitió la palabra con irónica deliberación).
—Lo que se te ocurra.
—¿Te parece bien que te llame así? (sus ojos escrutaron el camino).
—Muy bien.
—Es un ensayo... ¿Cuándo te enamoraste de mamá?
—Algún día, Lo, comprenderás muchas emociones y situaciones; por ejemplo, la armonía, la belleza de la relación espiritual.
—¡Bah! –dijo la cínica nínfula.
Hubo un silencio de poca holgura en el diálogo, colmado por el paisaje.
—Mira, Lo, todas esas vacas en la colina.
—Creo que vomitaré si vuelvo a ver una vaca.
—¿Sabes, Lo? Te eché terriblemente de menos.
—Yo no. Para que sepas, he sido asquerosamente traidora contigo. Pero no importa un comino, porque de todos modos tú dejaste de preocuparte por mí. Eh, señor, usted conduce mucho más ligero que mamita.
Aminoré la ciega velocidad hasta una marcha miope.
—¿Por qué supones que he dejado de preocuparme por ti, Lo?
—Bueno... ¿acaso me has besado hasta ahora?
Muriendo, gimiendo interiormente, vi al frente una curva razonablemente amplia, y me metí y anduve a los tumbos entre la maleza. Recuerda que es sólo una niña, recuerda que es sólo...
Apenas se detuvo el automóvil, Lolita se precipitó literalmente en mis brazos. Sin atreverme a abandonarme, sin atreverme a admitir que ése (dulce humedad y fuego trémulo) era el principio de la vida inefable a la cual, hábilmente auxiliado por el destino, por fin había dado realidad, toqué sus labios con tenues sorbos, nada falaces. Pero ella, con un estremecimiento impaciente, apretó su boca contra la mía con tal fuerza que sentí sus grandes dientes delanteros. Sabía, desde luego, que no era sino un juego inocente de su parte, un retozo que imitaba el simulacro de un amor inventado, y puesto que, como dirían los psicópatas y también los violadores, los límites y reglas de esos juegos infantiles son imprecisos, o al menos demasiado infantilmente sutiles para que el partícipe de mayor edad los perciba, yo sentía un terror fatal de ir demasiado lejos y hacerla retroceder espantada y asqueada. Y sobre todo, sentía una ansiedad agónica de introducirla en la hermética reclusión de «El cazador encantado», y nos faltaban todavía ochenta millas de marcha. Una dichosa intuición disolvió nuestro abrazo... un segundo antes de que un automóvil patrullero se pusiera a la par del nuestro.
Rubicundo y cejudo, el conductor me clavó los ojos:
—¿No han visto un sedán azul, parecido al suyo, antes del cruce?
—No.
—No lo hemos visto –dijo Lo, inclinándose prontamente por encima de mí, su mano inocente apoyada en mis piernas–. Pero, ¿está seguro de que era azul? Porque...
El policía (¿qué sombra nuestra perseguía?) envió su mejor sonrisa a la tunante y dio una vuelta en forma de U.
Seguimos la marcha.
—¡Cabeza de zapallo! –observó Lo–. Debió prenderte a ti.
—¿Por qué, Dios mío?
—Bueno, en este lugar la velocidad máxima es de cincuenta y... No, pedazo de tonto, no aminores. Ya se ha ido.
—Nos queda por hacer un buen trecho –dije– y quiero llegar antes de que anochezca. De modo que pórtate bien.
—Niña mala, mala –dijo Lo nuevamente–. Delincuente juvenil, pero franca y comprensiva. Esa luz era roja. Nunca he visto conducir peor.
Atravesamos en silencio una ciudad silenciosa.
—Oye... mamá se volvería completamente loca si descubriera que somos amantes.
—Dios santo, Lo, no hables así.
—Pero somos amantes, ¿no es cierto?
—No, que yo sepa. Creo que volverá a llover. ¿No quieres contarme tus travesuras en el campamento?
—Hablas como un libro, papá.
—¿Qué diabluras has hecho? Insisto en que me cuentes.
—¿Te escandalizas fácilmente?
—No. Vamos...
—Metámonos en algún lugar escondido y te contaré.
—Lo, debo pedirte seriamente que no te hagas la tonta.
¿Y bien?
—Bueno... tomé parte de todas las actividades que me proponían.
—Ensuite?
—Ansuit, me enseñaron a vivir alegremente y plenamente en la soledad, y a desarrollar una personalidad cabal, a ser una monada, en resumen.
—Sí, vi algo de eso en el folleto.
—Adorábamos nuestros cantos en torno al fuego que ardía en la gran chimenea de piedra, o bajo las estrellas de m..., donde cada niña fundía su espíritu regocijado con la voz del grupo.
—Tu memoria es excelente, Lo, pero debo pedirte que no sueltes palabrotas. ¿Qué más?
—He hecho mío el lema de la girl scout –dijo Lo melodiosamente–. Colmo mi vida con hermosas acciones, tales como... bueno, de eso no me acuerdo. Mi deber es... ser útil. Soy amiga de los animales machos. Obedezco las órdenes. Soy alegre. Otro automóvil patrullero. Soy frugal y mis pensamientos, palabras y actos son absolutamente asquerosos.
—Espero que eso sea todo, niña ingeniosa...
—Sí. Eso es todo. No... espera un minuto. Cocinábamos en un horno de campaña.
—Eso parece muy interesante.
—Lavábamos sillones de platos. «Sillones» quiere decir en el colegio «muchos-muchos-muchos-muchos»... Oh, sí, último en orden, pero no en importancia, como dice mamá... déjame pensar... ¿qué era? Ah, sí: nos tomaban radiografías. Caray, qué divertido.
—C'est bien tout?
—C'est. Salvo una cosita, algo que no puedo contarte sin ruborizarme de pies a cabeza.
—¿Me lo contarás después?
—Si nos sentamos en la oscuridad y me dejas hablar en voz baja, te lo contaré. ¿Duermes en tu cuarto de siempre o en dulce montón con mamá?
—En mi cuarto de siempre. Tu madre sufrirá una operación muy seria, Lo.
—¿Quieres parar en esa confitería? –dijo Lo.
Sentada en un banco alto, con una faja de sol a través de su brazo desnudo y atezado, Lolita atacó un complicado helado coronado con jarabe sintético. Lo edificó y se lo sirvió un muchachón granujiento, con una corbata grasienta, que miró a mi frágil niña en su leve vestido de algodón con deliberación carnal. Mi impaciencia por llegar a Briceland y «El cazador encantado» era más fuerte de lo que podía soportar. Por fortuna, Lo despachó el helado con su habitual presteza.
—¿Cuánto dinero tienes? –pregunté.
—Ni un céntimo –dijo ella tristemente, levantando las cejas y mostrándome el vacío interior de su bolso.
—Arreglaremos ese asunto a su debido tiempo –dije sutilmente–. ¿Vamos?
—Oye, ¿habrá aquí cuarto de baño?
—No vayas ahora –dije con firmeza–. Será un lugar inmundo. Vámonos.
En general, era una niña obediente. La besé en el cuello cuando volvimos al automóvil.
—No hagas eso –dijo mirándome con genuina sorpresa–. No me babees, puerco.
Se restregó el lugar donde acababa de besarla contra su hombro levantado.
—Perdona –le dije–. Es que te quiero mucho, sabes...
Marchamos bajo un cielo lúgubre, remontando un camino sinuoso, y después empezamos a descender nuevamente.
(¡Oh, Lolita, nunca llegaremos allí!)
El polvo empezaba a saturar a la bonita y pequeña Briceland, con su falsa arquitectura colonial, las tiendas de curiosidades y sus árboles importados cuando atravesamos las calles débilmente iluminadas en busca de «El cazador encantado». El aire, a pesar de la firme llovizna que adornaba con sus cuentas de cristal, era verde y tibio; ante la taquilla de un cine chorreaban luces como alhajas y se había formado una cola de personas, casi todos niños y ancianos.
—¡Oh, quiero ver esa película! Vengamos después de comer. ¡Oh, tráeme!
—Tal vez –cantó Humbert, sabiendo perfectamente bien, ¡astuto diablo hinchado!, que a las nueve, cuando empezara la película, ella estaría seguramente muerta en sus brazos.
—¡Cuidado! –gritó Lo, sacudiéndose cuando un maldito camión se detuvo en una esquina frente a nosotros, con un latido de sus luces traseras.
Sentía que si no dábamos con el hotel pronto, inmediatamente, milagrosamente, en la cuadra siguiente, perdería todo dominio sobre la cafetera de Charlotte, con sus ineficaces limpiaparabrisas y sus frenos caprichosos. Pero los transeúntes a quienes pedía informes eran también visitantes o preguntaban frunciendo el ceño: «¿El cazador qué»..., como si yo hubiera estado loco. O bien iniciaban explicaciones tan complicadas, con ademanes geométricos, generalidades geográficas y datos estrictamente locales (... después siga hacia el sur, hasta encontrar la casa... ) que no podía sino extraviarme en el laberinto de su bienintencionada jerigonza. Lo, cuyas entrañas deliciosamente prismáticas ya habían digerido el helado, empezó a pensar en una comilona y a cargarme con ello. En cuanto a mí, aunque me había acostumbrado mucho tiempo antes a una especie de destino secundario (el ineficiente secretario de McFate, por así decirlo) que estorbaba torpemente el generoso y magnífico plan de su patrón, dar vueltas y vueltas por las avenidas de Briceland era, quizá, la prueba más exasperante que había enfrentado hasta entonces. Meses después pude reírme del candor juvenil que me había hecho empecinarme con ese hotel determinado, con su curioso nombre; pues a lo largo de nuestro camino infinitos hoteles proclamaban su disponibilidad con luces de neón, prontos a alojar a vendedores, convictos escapados, impotentes, grupos familiares, así como a las más corrompidas y vigorosas parejas. Ah, dichosos conductores deslizándose a través de noches estivales, qué retozos, qué impecables caminos si súbitamente esas posadas perdieran su pigmentación y se volvieran transparentes como cajas de cristal.
El milagro que ansiaba ocurrió, después de todo. Un hombre y una muchacha, más o menos amontonados en un oscuro automóvil, bajo árboles profusos, nos dijeron que estábamos en el corazón mismo de el Parque, pero que sólo debíamos virar a la izquierda, en la próxima luz de tránsito, y lo encontraríamos. No vimos ninguna luz de tránsito (en verdad, el Parque era tan negro como los pecados que ocultaba), pero poco después de caer bajo el suave encanto de una curva agradablemente graduada, los viajeros advirtieron un brillo diamantino a través de la bruma, después apareció un resplandor de agua... y allí estaba, maravillosamente, inexorablemente, bajo los árboles espectrales, al cabo de un sendero cubierto de granza, el pálido palacio encantado.
A primera vista, una fila de automóviles estacionados, como cerdos en un establo, parecían impedir el acceso; pero después, como por arte de magia, un formidable convertible, centelleante, de color rubí, empezó a moverse –enérgicamente conducido por un chófer de hombros anchos– y nos deslizamos llenos de gratitud en la brecha que dejó. En seguida lamenté mi prisa, pues advertí que mi predecesor había sacado partido de un cobertizo que a modo de garage se veía cerca, y con espacio suficiente para otro automóvil. Pero estaba demasiado impaciente para seguir su ejemplo.
—¡Demonios! Parece fenómeno –observó mi vulgar amada mirando de reojo la decoración del frente, mientras se lanzaba a la llovizna audible y con mano infantil soltaba de un tirón su pollera metida en su hendidura de durazno (para citar a Robert Browing)–. Bajo las luces eléctricas, falsas hojas agrandadas de castaño envolvían columnas blancas. Un negro giboso y de cabeza cana, con uniforme raído, tomó nuestro equipaje y lo llevó lentamente al vestíbulo. Estaba lleno de ancianas y clérigos. Lolita se puso en cuclillas para acariciar a un perro de aguas de cara pálida, manchas azuladas y orejas negras que se desmayó bajo su mano –y quién no se habría desmayado, amor mío– sobre la alfombra floreada, mientras yo me abría un pasadizo hacia el escritorio a través de la multitud. Allí, un viejo calvo y porcino –todos eran viejos en ese hotel– examinó mis rasgos con una sonrisa afable, después exhibió mi telegrama (mutilado), luchó con ciertas oscuras dudas, miró el reloj y por fin dijo que lo lamentaba mucho pero que había reservado el cuarto con camas gemelas hasta las seis y media, y ya no disponía de él. Una convención religiosa se había sumado a una exposición floral en Briceland y...
—El nombre –dije fríamente– no es Humberq ni Humburg, sino Herbert, quiero decir Humbert, y cualquier cuarto me es lo mismo. Bastará poner un catre para mi hija. Tiene diez años, y está muy cansada.
El viejo rosado miró afectuosamente a Lo, todavía en cuclillas, escuchando de perfil, con los labios entreabiertos, lo que la dueña del perro, una anciana envuelta en velos violáceos, le decía desde las profundidades de un sillón tapizado en cretona.
Las dudas –sean cuales fueren– del viejo obsceno quedaron disipadas ante la visión de ese pimpollo. Dijo que quizá tuviera –en realidad lo tenía– un cuarto con una cama doble. En cuanto al catre...
—Señor Potts, ¿tenemos catres disponibles?
Potts, también rosado y calvo, con pelos blancos que asomaban de sus orejas y otros agujeros, dijo que vería qué podía hacerse. Fue y habló, mientras yo tomaba mi estilográfica. ¡Impaciente Humbert!
—Nuestras camas dobles son triples, en realidad –dijo afablemente Potts mientras nos conducía–. En una noche de mucho público durmieron juntas tres señoras y una niña. Creo que una de las señoras era un hombre disfrazado. Sin embargo... ¿no hay un catre disponible en el 49, señor Swine?
—Creo que lo pidieron los Swonn –dijo Swine, el payaso viejo que me había recibido.
—Nos arreglaremos de algún modo –dije–. Mi mujer quizá llegue después, pero aun así... creo que nos arreglaremos.
Los dos cerdos rosados se incluyeron entre mis mejores amigos. Con la letra clara y lenta del crimen escribí: «Doctor Edgard H. Humbert e hija, calle Lawn, 342, Ramsdale». Una llave (¡342!) me fue mostrada a medias (mágico objeto a punto de ser escamoteado) y entregada al Tío Tom. Lo dejó al perro como habría de dejarme a mí algún día, se enderezó sobre sus piernas; una gota de lluvia cayó sobre la tumba de Charlotte; una negra joven y atractiva abrió la puerta del ascensor y la niña sentenciada entró seguida por su padre, que se aclaraba la garganta, y por el crustáceo Tom.
Parodia de pasillo de hotel. Parodia de silencio y muerte.
—Oh, es el número de nuestra casa –dijo Lo, alegremente.
Había una cama doble, un espejo, una cama doble en el espejo, una puerta de ropero con espejo, una puerta de cuarto de baño ídem, una ventana azul oscuro, una cama reflejada en ella, la misma en el espejo del ropero, dos sillas, una mesa con tapa de cristal, dos mesas de noche, una cama doble: una gran cama de madera, para ser exacto, con un cubrecama de felpilla, y dos lámparas de noche de pantallas rosas y rizadas, a derecha e izquierda.
Estuve a punto de dejar un billete de cinco dólares en esa alma sepia, pero pensé que la generosidad sería mal interpretada, y puse un cuarto. Agregué otro. Se retiró. Clic. Enfin seuls.
—¿Dormiremos en un solo cuarto? –dijo Lo.
Sus rasgos adquirieron un peculiar dinamismo: no era enfado ni aversión (aunque estaban al borde mismo de ello), sirio mero dinamismo como siempre que quería hacer una pregunta de violenta trascendencia.
—Les he pedido que pongan un catre. Dormiré en él, si quieres.
—Estás loco.
—¿Por qué, querida?
—Porque cuando mi querida mamá lo descubra, querido, se divorciará de ti y me estrangulará a mí.
Sólo dinamismo. Sin tomar la cosa demasiado en serio.
—Óyeme –dije sentándome, mientras ella permanecía a pocos pasos, mirándose con satisfacción, no desagradablemente sorprendida de su propio aspecto, colmando con su resplandor rosáceo el sorprendido y complacido espejo del ropero.
—Oye, Lo. Aclaremos esto de una vez por todas. Prácticamente, soy tu padre. Siento gran ternura por ti. En ausencia de tu madre, soy responsable de tu bienestar. No somos ricos, y mientras viajemos, estaremos obligados a... Tendremos que andar juntos bastante tiempo. Dos personas que comparten un cuarto inician inevitablemente una especie de... cómo diré... una especie de...
—La palabra es incesto –dijo Lo, y se metió en el ropero, volvió a salir con una risilla joven y dorada, abrió la puerta contigua y después de mirar dentro cuidadosamente, con ojos humosos, para no cometer otro error, se retiró al cuarto de baño.
Abrí la ventana, me quité la camisa empapada de sudor, me la cambié, me cercioré de que tenía el frasco de píldoras en el bolsillo de mi chaqueta, abrí el...
Lo reapareció. Traté de abrazarla: como al azar, un poco de retenida ternura antes de comer.
—Oye, dejemos los besuqueos por ahora y vayamos a comer algo.
Fue entonces cuando presenté mi sorpresa.
¡Oh, qué niña delicada! Se dirigió hacia la valija abierta como deslizándose desde lejos, en una especie de marcha muy lenta, fijando los ojos en el distante cofre del tesoro, sobre el soporte de equipaje (¿había algo anormal en esos grandes ojos grises o estaban ambos sumidos en la misma bruma encantada?) Se acercó levantando bastante los pies de talones más bien altos, e inclinando sus hermosas rodillas de muchacho mientras atravesaba el dilatado espacio con la lentitud de quien camina bajo el agua o en un sueño. Después levantó por los breteles un vestido de color cobre, encantador y costoso, extendiéndolo muy lentamente entre sus manos silenciosas, como un cazador de pájaros apasionado que contuviera su aliento sobre el pájaro increíble que extiende por los extremos de sus alas flamígeras. Después (mientras yo seguía observándola) tomó la lenta serpiente de un brillante cinturón y se lo probó.
Después se precipitó a mis brazos impacientes, radiante, abandonada, para acariciarme con sus ojos tiernos, misteriosos, impuros, indiferentes, umbríos... como la más barata de las bellezas baratas. Pues eso es lo que imitan las nínfulas, mientras nosotros nos quejamos y morimos.
—¿Qué becía de las desuquestos? –murmuré en su pelo, perdido el dominio de las palabras.
—Si quieres saberlo –dijo–, no lo haces bien.
—¿Cómo, entonces?
—Cuando llegue el momento –dijo la esponjilla.
Seva ascender, pulsata, brulansz kitzelans, dementissima. Ascensor resonas, pausa, resonans, populus in corridoro. Hanc nisi mors mihi adimet nemo! Juncen puellula, jo pensavo fondissime, nobserva nibbil quidquam; pero desde luego, en otro momento pude haber cometido algún desatino. Por fortuna, Lo volvió al cofre del tesoro.
Desde el cuarto de baño –donde me llevó un buen tiempo volver al ritmo normal por un propósito exasperante– oí de pie, tamborileando, reteniendo el aliento, los «oh» y «ah» de Lolita y su candoroso deleite.
Había usado el jabón sólo porque era un jabón de muestra.
—Bueno, vamos, querida, si tienes tanta hambre como yo.
Y así fuimos hacia el ascensor; la hija meciendo su viejo bolso blanco, el padre caminando al frente (nota bene: nunca detrás, ella no es una dama). Mientras aguardábamos (ahora uno junto al otro) que nos bajaran, ella echó atrás la cabeza, bostezó con disimulo y sacudió sus rizos.
—¿A qué hora te hacían levantar en ese campamento?
—A las seis... –otro bostezo– y media –un nuevo bostezo con un estremecimiento de su cuerpo entero–. A las seis y media –repitió mientras la garganta volvía a henchírsele.
El comedor nos recibió con un olor a tocino frito y una sonrisa pálida. Era un lugar vasto y presuntuoso, con murales cursis que representaban cazadores encantados en posturas y estados de encantamiento diversos, en medio de una mescolanza de animales, dríadas y árboles descoloridos.
Unas cuantas ancianas, dos clérigos, un hombre con chaqueta deportiva terminaban de comer en silencio. El comedor se cerraba a las nueve, y las muchachas vestidas de verde encargadas de servirnos mostraron, por suerte, un apuro desesperado para librarse de nosotros.
—¿No es exactamente igual, igualito a Quilty? –dijo Lo en voz baja.
Su agudo codo tostado no señalaba, pero ardía visiblemente por señalar a un solitario comensal de mejillas espesas, en el rincón más alejado del cuarto.
—¿A nuestro gordo dentista de Ramsdale?
Lo contuvo el bocado de agua que acababa de sorber y dejó sobre la mesa su vaso oscilante.
—No, por supuesto –dijo con un atoramiento de risa–. Quiero decir igual al escritor del anuncio de «Droms».
¡Oh Fama! ¡Oh Fémina!
Cuando depositaron el postre (una inmensa cuña de pastel de cerezas para la jovencita y helado de vainilla –que fue agregado en su mayor parte al pastel– para su protector), tomé el frasquillo con las Píldoras Púrpura de Papá. Cuando evoco esos murales nauseabundos, ese momento extraño y monstruoso, sólo puedo explicar mi comportamiento de entonces por el mecanismo de ese vacío de pesadilla en que evoluciona una mente alterada; pero en ese instante todo me pareció simple e inevitable. Miré alrededor, me cercioré de que el último comensal se había marchado, quité la tapa, y con la más absoluta deliberación eché el filtro en mi palma. Había ensayado cuidadosamente ante un espejo el ademán de llevarme la mano abierta a la boca y el gesto de tragar (fingidamente) una píldora. Como esperaba, Lo dio una zarpada al frasco con sus atiborradas cápsulas hermosamente coloreadas, cargadas con el Sueño de la Bella.
—¡Azul! –exclamó–. Azul violeta. ¿De qué son?
—De Cielos estivales –dije–, plumas e higos, y la uva de sangre de emperadores.
—No, en serio... por favor...
—Oh, sólo vitaminas X. Dan la fuerza de un buey. ¿Quieres probar una?
Lolita extendió la mano, asintiendo vigorosamente. Yo esperaba que la droga obrara rápidamente. Así fue, por cierto. Lolita había tenido un día agotador; había remado por la mañana con Bárbara, cuya hermana era jefa costera. Así empezó a contarme la nínfula adorable y accesible, entre bostezos contenidos contra el paladar, de volumen creciente. Y había hecho muchas otras cosas, además. Cuando bogamos desde el comedor, Lolita olvidó, desde luego, la película que había pasado vagamente por su cabeza. En el ascensor se inclinó contra mí, sonriendo apenas –¿no quieres contarme?–, con los ojos de oscuras pestañas semicerrados. «Sueño, ¿eh?», dijo el tío Tom que subía al tranquilo caballero franco-irlandés y a su hija, así como a dos damas marchitas, expertas en rosas. Miraron con simpatía a mi amada frágil, tostada, vacilante y aturdida. Casi tuve que llevarla a nuestro cuarto. Se sentó en el borde de la cama, meciéndose ligeramente, hablando con voz arrastrada, con gravedad de paloma:
—Si te lo digo... si te lo digo... me prometes (dormida, tan dormida... cabeza colgando, los ojos en blanco... ) que no te quejarás...
—Después, Lo. Ahora, a la cama. Te dejaré sola, y te meterás en la cama. Te doy diez minutos.
—Oh, he sido una niña tan repugnante... –siguió, sacudiendo el pelo, quitándose con dedos lentos una cinta de terciopelo de la cabeza–. Déjame contarte...
—Mañana, Lo. Ahora vete a la cama, vete a la cama... por Dios, vete a la cama.
Me metí la llave en el bolsillo y bajé las escaleras.
28
¡Señores del jurado! ¡Sobrellevadme! ¡Permitidme tomar sólo un instante de vuestro precioso tiempo! De modo que había llegado le grand moment. Había dejado a mi Lolita sentada al borde de la cama abismal, levantando letárgicamente un pie, tanteando con los cordones de los zapatos, mostrando al hacerlo el lado interior de los muslos hasta el borde de los calzones –siempre había sido singularmente descuidada o desvergonzada o ambas cosas, al mostrar las piernas. Ésa, pues, fue la hermética visión de Lo que encerré, después de comprobar que la puerta no tenía cerrojo por dentro. La llave, con su ficha numerada de madera, se convirtió desde ese instante en el poderoso sésamo de un futuro formidable y arrebatado. Era mía, era parte de mi puño caliente y velludo. Pocos minutos después –unos veinte, una media hora, sicher ist sicher, como solía decir mi tío Gustave– entraría en el 342 para encontrar a mi nínfula, a mi belleza, a mi prometida, aprisionada en su sueño de cristal. ¡Señores del jurado! Si mi felicidad hubiera podido hablar, habría llenado el recatado hotel con un rugido ensordecedor. Y hoy mi único pesar es que no deposité tranquilamente la llave «342» en el escritorio para marcharme de la ciudad, del país, del continente, del hemisferio... del globo mismo, esa misma noche.
Permítaseme explicarme. Yo no me sentía indebidamente perturbado por sus insinuaciones autoacusadoras. Estaba bien resuelto a proseguir mi táctica de preservar su pureza actuando sólo en el secreto de la noche, sólo en una niña desnuda y completamente anestesiada. Contención y reverencia eran aún mi lema, aunque esa «pureza» –al fin completamente descartada por la ciencia moderna– hubiera sido ligeramente turbada por alguna experiencia juvenil erótica, sin duda homosexual, en ese maldito campamento. Desde luego, según mi modo de ser anticuado europeo, yo, Jean-Jacques Humbert, había dado por sentado, al conocerla, que era una niña tan inviolada como lo era la noción estereotipada de «niña normal», desde el lamentable fin del Mundo Antiguo a. de C. y sus prácticas fascinantes. En nuestra era de las luces no estamos rodeados por pequeñas bellezas esclavas que pueden recogerse al azar, entre los negocios y el baño, como solía hacerse en días de los romanos. Y no usamos, como los orientales en tiempos más espléndidos, a menudas anfitrionas de popa a proa entre el cordero y el sorbete de rosas. Lo esencial es que el antiguo vínculo entre el mundo adulto y el mundo infantil ha sido escindido en nuestros días por nuevas costumbres y nuevas leyes. A pesar de que había espigado en el ámbito psiquiátrico y social, en realidad yo sabía muy poco sobre los niños. Después de todo, Lolita sólo tenía doce años, y aun haciendo concesiones al momento y el lugar, aun teniendo en cuenta el rudo comportamiento de las colegialas norteamericanas, yo seguía creyendo que cuanto ocurría entre esas mocosas impetuosas ocurría en edad más avanzada, en un ambiente diferente. Por lo tanto (para retomar el hilo de mi narración), el moralista que hay en mí eludió el problema ateniéndose a las nociones convencionales de lo que debe ser una niña de doce años. El médico de niños que hay en mí (un farsante, como lo son casi todos... pero esto no importa ahora) eructó un picadillo neo-freudiano y conjuré una Dolly soñadora y exacerbada, en el período «latente» de su niñez. Por fin, el sensual que hay en mí (un gran monstruo insano) no puso objeciones a cierta depravación sobre su presa. Pero en alguna parte, tras el vehemente deleite, sombras perplejas deliberaron... ¡y lo que lamento es no haberlas atendido! Debí comprender que Lolita ya había revelado ser muy distinta de la inocente Annabel y que el mal nínfeo que respiraba por cada poro de esa niña predestinada para mi secreto goce haría imposible el secreto, y letal el goce. Debí comprender (por indicios que me llegaban de alguna parte de Lolita, o de un ángel exhausto, a sus espaldas) que sólo obtendría horror y dolor del rapto esperado. ¡Oh, alados señores del jurado!
Y Lolita era mía, la llave estaba en mi mano, mi mano estaba en mi bolsillo, Lolita era mía. Durante las evocaciones y esquemas a que había consagrado tantos insomnios, había ido eliminando poco a poco todo rasgo superfluo, y apilando capa tras capa de traslúcida visión había conformado la imagen última. Desnuda –sólo con un calcetín y su brazalete–, tendida en la cama donde mi filtro la había abatido... así la concebí. Su mano todavía asía una cinta de terciopelo; su cuerpo color de miel, con la imagen blanca en negativo de un traje de baño rudimentario impresa sobre la piel tostada, me presentaba sus pálidos pezones; en la luz rosada, un minúsculo penacho púbico brillaba sobre su redondo montículo. La llave fría, enganchada en su cálido aditamento de madera, estaba muy bien colocada en mi bolsillo y mi mano la asía firmemente.
Erré por varios cuartos públicos, gloria abajo, tristeza arriba; pues el aspecto del placer es siempre triste: el placer nunca está seguro –aunque la víctima aterciopelada esté encerrada en un calabozo– de que algún demonio rival o un dios influyente no estorbe el triunfo preparado. En términos corrientes, necesitaba un trago; pero no había bar en ese lugar venerable, lleno de filisteos sudorosos.
Viré hacia el baño para caballeros. Allí, una persona de negro clerical –una «reunión animada», comme on dit–, rechazando la ayuda de Viena, me preguntó si me había gustado la conferencia del doctor Boyd, y se mostró perplejo cuando yo (el rey Sigmund II) le dije que Boyd era infantil. Después de lo cual arrojé diestramente la toalla de papel con que me había secado mis manos sensibles en el receptáculo destinado a recibir y zarpé hacia el vestíbulo. Apoyé cómodamente mis codos sobre el escritorio y pregunté al señor Potts si estaba seguro de que mi mujer no había telefoneado. ¿Y en cuanto al catre? Respondió que no había telefoneado (estaba muerta, desde luego) y que instalarían el catre al día siguiente, si resolvíamos quedarnos. Desde un lugar atestado de gente y llamado Sala de los Cazadores, llegaron muchas voces que discutían sobre la horticultura o la eternidad. Otro cuarto, llamado Sala de las Frambuesas, profusamente iluminado, con mesitas brillantes y una más grande con «refrescos», aún estaba vacío, salvo la presencia de una criada (ese tipo de mujer gastada, con sonrisa cristalina y el modo de hablar de Charlotte); flotó hasta mí para preguntarme si yo era el señor Braddock, pues en ese caso la señorita Bearde me buscaba. «Qué nombre para una mujer» , dije y me fui.
Mi sangre irisada entraba y salía de mi corazón. Aguardaría hasta las nueve y media. Volví al vestíbulo y comprobé un cambio: unas cuantas personas de vestidos floreados y trajes negros habían formado grupillos aquí y allá, y el travieso azar me brindó la visión de una niña encantadora, de la edad de Lolita, con un vestido semejante al de ella, pero enteramente blanco, y con un lazo blanco en el pelo negro. No era bonita, pero era una nínfula, y sus pálidas piernas marfileñas, su cuello lila formaron durante un momento memorable una deliciosa antifonía (en términos de música espinal) con mi deseo de Lolita, tostada y rosada, encendida y sucia. La pálida niña advirtió mi mirada (que era realmente casual y afable). Ridículamente afectada, perdió por completo el dominio de sí, volteó los ojos, se acarició la mejilla con el reverso de la mano, se tiró del borde de la falda y acabó volviéndome sus gráciles omóplatos para emprender una charla ficticia con su madre bovina.
Salí de un ruidoso vestíbulo y permanecí fuera, sobre los blancos escalones, mirando los centenares de insectos que revoloteaban en torno a las luces, en la negra noche mojada, llena de murmullos y ruidos. Todo lo que haría, lo que me atrevía a hacer sería una fruslería.
De pronto tuve conciencia de que en la oscuridad, a mi lado, había una persona sentada en una silla, en la galería. No podía verla, pero oí que se movía al echarse adelante, después una discreta regurgitación, y al fin la nota de una plácida vuelta a la posición anterior. Estaba a punto de abandonar aquel lugar, cuando una voz masculina se dirigió a mí.
—¿De dónde diablos la ha sacado?
—¿Cómo?
—Dije que el tiempo está mejorando.
—Así parece.
—¿Quién es la chiquilla?
—Mi hija.
—Miente, no es su hija.
—¿Cómo?
—Dije que tuvimos mucho calor en julio. ¿Qué es de su madre?
—Ha muerto.
—Lo siento. A propósito, ¿no quieren ustedes almorzar conmigo mañana? Esta multitud espantosa ya se habrá retirado.
—Y nosotros también. Adiós.
—Lo siento. Estoy bastante borracho. Buenas noches. Esa chiquilla necesita dormir mucho. El sueño es una rosa, dicen los persas. ¿Fuma?
—No ahora.
Encendió un fósforo. Pero acaso porque estaba borracho o porque el viento lo estaba, la llama iluminó a otra persona, un hombre muy viejo, uno de esos huéspedes permanentes de los hoteles anticuados, en su mecedora blanca. Nadie dijo nada, y la oscuridad volvió a su lugar inicial. Después oí que el viejo residente tosía y se libraba de alguna mucosidad sepulcral.
Salí de la galería. Había pasado por lo menos media hora. Hubiera debido pedir un trago. La tensión empezaba a atormentarme. Si una cuerda de violín puede sentir dolor, yo era esa cuerda. Pero habría sido inconveniente demostrar precipitación. Mientras me abría paso a través de una constelación de personas fijas en un rincón del vestíbulo, hubo un resplandor deslumbrante y el radiante doctor Braddock, dos matronas ornamentadas con orquídeas, la niña de blanco y acaso los dientes descubiertos de Humbert Humbert que se deslizaba entre la pequeña desposada y el clérigo encantado quedaron inmortalizados, en la medida en que puede considerarse inmortal el papel y la impresión de un periódico pueblerino. Un grupo gorjeante se había reunido en torno al ascensor. Volví a elegir las escaleras. El 342 estaba cerca de la salida de emergencia. Todavía era posible... pero la llave estaba ya en la cerradura, y en seguida me encontré en el cuarto.
29
La puerta del cuarto de baño iluminado estaba abierta; además, un esqueleto de luz provenía de las lámparas exteriores más allá de las persianas. Esos rayos entrecruzados penetraban la oscuridad del dormitorio y revelaban esta situación:
Vestida con uno de sus viejos camisones, mi Lolita estaba acostada de lado, volviéndome la espalda, en medio de la cama. Su cuerpo apenas velado y sus piernas desnudas formaban una Z. Se había puesto las dos almohadas bajo la oscura cabeza despeinada; una banda de luz pálida atravesaba sus últimas vértebras.
Me pareció que me desvestía y me ponía el pijama con esa fantástica instantaneidad que se produce al cortarse en una escena cinematográfica el proceso de sustitución. Ya había puesto mi rodilla en el borde de la cama, cuando Lolita volvió la cabeza y me miró a través de las sombras listeadas.
Eso era algo que el intruso no esperaba. La treta de las píldoras (cosa bastante sórdida, entre nous dit) tenía por objeto producir un sueño profundo, imperturbable para todo un regimiento... y allí estaba ella, mirándome y llamándome confusamente «Bárbara». Y Bárbara, vestida con mi pijama –demasiado apretado para ella–, permaneció inmóvil, en suspenso, sobre la pequeña sonámbula. Suavemente, con un suspiro indefenso, Dolly se volvió, recobrando su posición anterior. Durante dos minutos, por lo menos, esperé inmovilizado sobre el borde mismo, como aquel sastre con su paracaídas casero, hace cuarenta años, a punto de arrojarse desde la torre Eiffel. Su respiración débil tenía el ritmo del sueño. Al fin me tendí en mi estrecho margen de cama, tiré de las sábanas, deslicé hacia el sur mis pies fríos como una piedra... y Lolita levantó la cabeza y me bostezó.
Como después me explicó un útil farmacéutico, la píldora púrpura no pertenecía a la noble familia de los barbitúricos y aunque habría producido sueño en un neurótico que la tomara por una droga potente, era un sedante demasiado suave para obrar demasiado tiempo sobre una nínfula vivaz, aunque cansada. Si el doctor de Ramsdale era un charlatán o un viejo astuto, carece de importancia. Lo importante es que había sido engañado. Cuando Lolita volvió a abrir los ojos, comprendí que aunque la droga obrara unas horas después, la seguridad con que había contado era falsa. Lentamente, su cabeza se volvió para caer en su egoísta provisión de almohada. Yo permanecía en mi estrecha franja, fijando los ojos en su pelo revuelto, en el brillo de su carne de nínfula, en la media cadera y el medio hombro confusamente entrevistos, tratando de sondear la profundidad de su sueño por el ritmo de su respiración. Pasó algún tiempo, todo siguió igual y resolví que podía correr el albur de aproximarme a ese brillo encantador, enloquecedor... Pero apenas me moví hacia su tibia vecindad, cuando su respiración se alteró, y tuve la odiosa sensación de que la pequeña Dolores estaba completamente despierta y estallaría en lágrimas si la tocaba con cualquier parte de mi perversidad. Por favor, lector: a pesar de tu exasperación contra el tierno, morbosamente sensible, infinitamente circunspecto héroe de mi libro, ¡no omitas estas páginas esenciales! Imagíname: no puedo existir si no me imaginas. Trata de discernir a la liebre en mí, temblando en la selva de mi propia iniquidad; y hasta sonríe un poco. Después de todo, no hay nada malo en sonreír. Por ejemplo, yo no tenía donde apoyar la cabeza, y un acceso de acedía (¡y llaman «francesas» a esas fritangas, gran Dieu!) se sumaba a mi incomodidad.
Mi nínfula volvió a hundirse en el sueño, pero no me atreví a zarpar hacia mi viaje encantado. La Petite Dormeuse ou l'Amant Ridicule. Al día siguiente la atiborraría de aquellas otras píldoras que habían abatido a su mamá. En el cajón de los guantes... ¿o en el bolso de Gladstone? ¿Esperaría una hora más para acercarme de nuevo? La ciencia de la ninfulomanía es harto precisa: un contacto real me haría desbordarme en un segundo. Tardaría diez segundos separado por un espacio de un milímetro. Resolví esperar.
No hay nada más ruidoso que un hotel norteamericano; y se suponía que ése era un lugar tranquilo, agradable, anticuado, hogareño..., ideal para un «vida apacible» y todo ese tipo de boberías. El chirrido de la puerta del ascensor –a varios metros al noroeste de mi cabeza, pero que oía tan nítidamente como si hubiera estado dentro de mi sien– alternó hasta mucho después de medianoche con los zumbidos y estallidos de las varias evoluciones de la máquina. De cuando en cuando, inmediatamente al este de mi oreja izquierda (téngase presente que yo continuaba de espaldas, sin atreverme a dirigir mi lado más vil hacia la cadera nebulosa de mi compañera de lecho), el corredor vibraba con alegres, resonantes e ineptas exclamaciones que terminaban en una descarga de despedidas. Cuando eso terminaba, empezaba un inodoro inmediatamente al norte de mi cerebro. Era un inodoro viril, enérgico, bronco y fue usado muchas veces. Sus regurgitaciones, sus sorbidos y sus corrientes posteriores sacudían la pared a mis espaldas. Después, alguien situado en dirección sur se descompuso de manera extravagante y vomitó casi su vida juntamente con su alcohol, y su inodoro resonó como un verdadero Niágara, justo al lado de nuestro cuarto de baño. Y cuando por fin las cataratas enmudecieron y todos los cazadores encantados conciliaron el sueño, la avenida bajo la ventana de mi insomnio, al oeste de mi vigilia –una digna, neta avenida eminentemente residencial, de árboles inmensos– degeneró en vil pavimento de camiones que rugieron en la noche de viento y lluvia.
¡Y a pocos centímetros de mi vida quemante estaba la nebulosa Lolita! Después de una larga vigilia sin abandono, mis tentáculos avanzaron hacia ella, y esta vez el crujido del colchón no la despertó. Me las compuse para aproximar tanto mi cuerpo voraz junto al de ella, que sentí el aura de su hombro desnudo como un tibio aliento sobre mi mejilla. Entonces se sentó, balbuceó, murmuró algo con insensata rapidez acerca de botes, tiró de las sábanas y volvió a hundirse en su inconsciencia oscura, poderosa, joven. Cuando volvió a acostarse, en su abundante flujo de sueño –un instante antes dorado, ahora luna–, su brazo me golpeó la cara. Durante un segundo la retuve. Se liberó de la sombra de mi abrazo sin advertirlo, sin violencia, sin repulsa personal, sólo en el murmullo neutro y quejoso de una niña que exige su descanso natural. Y la situación fue otra vez la misma: Lolita con su espalda curvada vuelta hacia Humbert, Humbert con la cabeza apoyada sobre su mano, ardiendo de deseo y dispepsia.
Yo necesitaba un viajecillo hasta el cuarto de baño en busca de un vaso de agua –que es la mejor medicina que conozco para mi caso, salvo la leche con rabanitos–. Y cuando regresé a la extraña atmósfera de pálidas franjas donde las ropas viejas y nuevas de Lolita se reclinaban en diversas actitudes de encantamiento sobre muebles que parecían flotar vagamente, mi hija imposible se sentó y en voz clara pidió agua para ella también. Tomó el vaso de papel blando y frío con su mano umbrosa y tragó su contenido agradecida, con sus largas pestañas dirigidas hacia el vaso. Después, con ademán infantil más encantador que cualquier caricia carnal, Lolita secó sus labios contra mi hombro. Volvió a caer sobre la almohada (yo había tomado la mía mientras bebía) y se durmió instantáneamente.
Yo no me había atrevido a ofrecerle una segunda dosis de droga ni había abandonado la esperanza de que la primera consolidara aún su sueño. Empecé a deslizarme hacia ella, dispuesto a cualquier decepción, sabiendo que era mejor esperar, pero incapaz de esperar. Mi almohada olía a su pelo. Avancé hacia mi lustrosa amada, deteniéndome o retrocediendo cada vez que se movía o parecía a punto de moverse. Una brisa del país mágico empezaba a alterar mis pensamientos, que ahora parecían inclinados en bastardilla, como si el fantasma de esa brisa arrugara la superficie que los reflejaba. El tiempo y de nuevo mi conciencia despierta encerraron el camino errado, mi cuerpo se deslizó en el ámbito del sueño, se evadió de ella, y una o dos veces me sorprendí incurriendo en un melancólico ronquido. Brumas de ternuras encubrían montañas de deseo. De cuando en cuando me parecía que la presa encantada saldría al encuentro del cazador encantado, y que su cadera avanzaba hacia mí bajo la blanda arena de una playa remota y fabulosa. Pero después su oscuridad con hoyuelos se movía, y entonces yo advertía que estaba más lejos que nunca.
Si me demoro algún tiempo en los temores y vacilaciones de esa noche distante, es porque insisto en demostrar que no soy ni fui nunca ni pude haber sido un canalla brutal. Las regiones apacibles y vagas en que me movía eran el patrimonio de los poetas, no el terreno del crimen. Si hubiera llegado a mi meta, mi éxtasis habría sido todo suavidad, un caso de combustión interna cuyo calor apenas habría sentido Lolita, aun completamente despierta. Pero seguía esperando que mi nínfula se engolfara en una plenitud de estupor que me permitiera paladear algo más que una vislumbre suya. Así, entre aproximaciones de tanteo, en medio de una confusión que la metamorfoseaba en un halo lunar, en un aterciopelado arbusto en flor, soñaba que readquiría la conciencia, soñaba que estaba acostado esperando.
En las primeras horas de la mañana hubo un momento de quietud en el hotel sin sosiego. Después, alrededor de las cuatro, se precipitó la catarata del baño del corredor y se oyó abrirse una puerta. Un poco después de las cinco empezó a llegarme un monólogo coruscante desde algún patio o playa de estacionamiento. No era en realidad un monólogo, puesto que el hablante se detuvo unos pocos segundos para escuchar (aparentemente) a otro tipo, pero esa voz no llegó hasta mí, de modo que no pude atribuir ningún sentido a la parte escuchada. Su entonación práctica, sin embargo, me ayudó a admitir la presencia del amanecer, y el cuarto no tardó en bañarse en un lila grisáceo, cuando varios inodoros industriosos empezaron su labor, unos tras otros, y el ascensor zumbante y chirriante empezó a subir y bajar a tempranos ascendentes, y durante unos minutos dormité miserablemente, y Charlotte era una sirena en aguas verdosas, y en algún lugar del pasillo el doctor Boyd dijo «Buenos días tenga usted» con voz que sabía a fruta, y después Lolita bostezó.
¡Frígidas damas del jurado! Yo había pensado que pasarían meses, años acaso, antes de que me atreviera a revelarme a Dolores Haze; pero a las seis ya estaba despierta, y a las seis y quince éramos amantes.
Al oír el quejido de su bostezo inicial, fingí un sueño de hermoso perfil. Sencillamente, no sabía qué hacer. ¿Se alarmaría viéndome a su lado, y no en una cama adicional? ¿Tomaría su ropa y se encerraría en el cuarto de baño? ¿Me pediría que la llevara de inmediato a Ramsdale –junto al lecho de su madre–, o de regreso al campamento? Pero mi Lo era una chiquilla deportiva. Sentí sus ojos fijos en mí, y cuando al fin prorrumpió en ese encantador cloqueo suyo, comprendí que sus ojos reían. Rodó junto a mí y su tibio pelo castaño rozó mi clavícula. Hice una mediocre imitación de alguien que despierta. Permanecimos acostados, sin movernos. Después le acaricié el pelo, y nos besamos suavemente. Su beso, para mi delirante confusión, tenía algunos cómicos refinamientos de ondulaciones y sondeos. Como para comprobar si yo estaba satisfecho y había aprendido la lección, se apartó para observarme. Sus pómulos estaban enrojecidos, el labio inferior le brillaba, mi desmayo era inminente. De pronto, con un ímpetu de rudo entusiasmo (signo de una nínfula), puso su boca contra mi oreja... pero durante un rato mi mente no pudo analizar en palabras el cálido trueno de su susurro, y ella rió, y se apartó el pelo de la cara, y volvió a intentarlo, y a poco la curiosa sensación de vivir en un insensato mundo de sueños recién creado donde todo era lícito, se apoderó de mí, a medida que comprendía lo que mi nínfula acababa de sugerirme. Respondí que no sabía qué juego habían inventado ella y Charlie.
—¿Quieres decir que nunca... ?
Sus rasgos se torcieron en una mueca de enfadada incredulidad.
—Nunca has... –empezó nuevamente–. Déjame, ¿quieres? –dijo con un gemido vibrante, apartando vivamente su hombro dorado de mis labios.
(Era muy curiosa esa tendencia suya –que después persistió largo tiempo– a considerar cualquier caricia, salvo los besos en la boca, como una «bobería romántica» o «anormal».)
—¿Quieres decir –insistió, ahora de rodillas sobre mí– que nunca lo hiciste cuando eras niño?
—Nunca –respondí verazmente.
—Bueno –dijo Lolita–, pues aquí empezamos.
Pero no he de abrumar a mis lectores con el informe detallado de la presunción de Lolita. Básteme decir que no percibí huella de modestia en esa hermosa y recién formada, profundamente, definitivamente depravada por la coeducación moderna, las costumbres juveniles, los juegos en torno al fuego del campamento y todo el resto. Consideraba el acto en sí apenas como parte de un mundo furtivo de jovenzuelos, desconocido para los adultos. Lo que los adultos hacían con miras a la procreación no era cosa suya. Sólo el orgullo impidió a Lolita batirse en retirada; pues en mi extraña actitud fingí estupidez suprema y la dejé conducirse a su antojo... al menos mientras me fue posible. Pero en verdad éstas son cuestiones que no vienen al caso; no me interesa el llamado «sexo». Cualquiera puede imaginar esos elementos de animalidad. Una tarea más importante me reclama: fijar de una vez por todas la peligrosa magia de las nínfulas.
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Debo andar con tiento. Debo hablar en un susurro. ¡Oh tú, veterano reportero de crímenes, oh tú, grave y anciano ujier, oh tú, en un tiempo popular gendarme, ahora en solitario confinamiento después de engalanar durante años esa esquina de la escuela, oh tú, mísero jubilado a quien lee un niño! Sería inconcebible, ¿no es cierto?, imaginaros locamente enamorado de mi Lolita. Si yo hubiera sido pintor y la administración de «El cazador encantado» hubiera perdido el juicio y me hubiera encargado la decoración de su comedor con frescos de mi propia cosecha, esto es lo que habría concebido. Permítaseme enumerar algunos fragmentos:
Habría pintado un lago. Habría pintado un árbol flamígero de flores. Habría pintado estudios del natural: un tigre persiguiendo a un ave del paraíso, una serpiente atragantada envolviendo el tronco desollado de un animalejo. Habría pintado un sultán, con expresión de doliente agonía (desmentida, por así decirlo, por su moldeante caricia), ayudando a una joven esclava calipgia a trepar por una columna de ónix. Habría pintado esos glóbulos luminosos de resplandor ovárico que viajan por los costados opalescentes de las cambiadoras de discos, en los bares. Habría pintado toda clase de actividades del grupo intermedio en el campamento: remo, risas, rizos al sol, junto al lago. Habría pintado álamos, manzanos, un domingo suburbano. Habría pintado un ópalo de fuego disolviéndose en un estanque ondulado, un último latido, un último dejo de color, rojo penetrante, rosa punzante, un suspiro, una niña que se aleja.
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Si procuro describir esas cosas no es para revivirlas en mi infinita desdicha actual, sino para discernir la parte infernal y la parte celestial en ese mundo extraño, terrible, enloquecedor... el amor de la nínfula. Lo bestial y lo hermoso se juntaban en un punto, y es esa frontera la que desearía precisar. Pero siento que no puedo hacerlo por completo. ¿Por qué?
La estipulación del código romano según la cual una niña de doce años puede casarse, fue adoptada por la Iglesia y aún subsiste, más o menos tácita, en algunas partes de los Estados Unidos. A los quince, el matrimonio es legal en todas partes. No hay nada de malo, digamos, en ambos hemisferios, en que un bruto de cuarenta años atiborrado de bebida se quite sus prendas empapadas en sudor y se acueste con su joven esposa. «En climas de temperaturas tan estimulantes y templadas como el de St. Louis, Chicago y Cincinnati (dice una vieja revista de la biblioteca de la cárcel) las niñas maduran poco después de los doce años de edad». Dolores Haze nació a menos de trescientas millas de la estimulante Cincinnati. No he hecho más que seguir a la naturaleza. Soy el fiel sabueso de la naturaleza. ¿Por qué, entonces, este horror del que no logro desprenderme?
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Lolita me contó cómo la habían pervertido. Mientras comíamos desabridas bananas harinosas, duraznos magullados y apetitosas papas fritas, die Kleine me lo dijo todo. Su relato voluble e inconexo fue comentado por más de una moue cómica. Como creo que ya he observado, recuerdo especialmente una mueca torcida sobre la base de un «¡Uf!»: la boca estirada como caramelo chirle, los ojos blancos, en una consabida mezcla de jocosa repulsión, resignación, y tolerancia ante la flaqueza infantil.
Su asombroso relato empezó con una mención inicial de su compañera de tienda, en el verano anterior, en otro campamento, un lugar «muy selecto», como observó. Esa camarada («una verdadera holgazana», «medio loca», pero «una chica muy bien») la adiestró en diversas manipulaciones. Al principio, la leal Lolita se negó a decirme su nombre.
—¿Fue Grace Angel? –pregunté.
Sacudió la cabeza. No, no era ella, era la hija de un gran borracho. El pa...
—¿Fue acaso Rose Carmine?
—¡No, claro que no! Su padre...
—¿Fue Agnes Sheridan, entonces?...
Lolita tragó y sacudió la cabeza. Después tomó la ofensiva:
—Oye, ¿cómo conoces a todas esas chicas?
Se lo expliqué.
—Bueno, algunas eran bastante malas en el colegio, pero eso no... Si quieres saberlo, se llamaba Elizabeth Talbot. Ahora va a una escuela privada, la muy presuntuosa... Su padre es empresario.
Con una curiosa punzada recordé la frecuencia con que la pobre Charlotte solía deslizar en su conversación pormenores tan elegantes como: «El año pasado, cuando mi hija partió en excursión con la hija de los Talbot...»
Quise saber si su madre conocía esas diversiones sáficas.
—¡Dios, no! –exclamó Lo, imitando temor y alivio y llevándose al pecho una mano agitada por un temblor falso.
Pero yo estaba más interesado en sus experiencias heterosexuales. Lolita había ingresado en el sexto grado a los once años, poco después de trasladarse a Ramsdale desde el oeste. ¿Qué significaba eso de «bastante malas»?
Bueno, las hermanas Miranda habían dormido en la misma cama durante años, y Donald Scott, el muchacho más bruto de la escuela, había hecho cosas con Hazel Smith, en el garage de su tío y Kenneth Knight –el más inteligente– solía exhibirse cada vez que se le presentaba la ocasión, y...
—Volvamos al campamento –dije.
Y al fin escuché toda la historia.
Bárbara Burke, una rubia fornida dos años mayor que Lo y la mejor nadadora del campamento, tenía una canoa muy especial que compartía con Lo «porque además de ella yo era la única que podía llegar a la Isla del Sauce» (alguna prueba de natación). Durante el mes de julio, todas las mañanas –repara bien en ello, lector: cada dichosa mañana...– Charlie Holmes ayudaba a Bárbara y Lo a llevar el bote a Onyx o Eryx (dos lagos pequeños, entre los bosques). Charlie era el hijo de la directora del campamento, tenía trece años y era el único varón humano en un par de millas a la redonda (salvo un viejo operario cansino y sordo como una tapia y un granjero que aparecía a veces en un Ford destartalado para vender huevos en el campamento, como todos los granjeros). Todas las mañanas, pues, oh lector mío, los tres niños tomaban un atajo a través del inocente y hermoso bosquecito, vibrante de todos los emblemas de la juventud, rocío, cantos de pájaros, y en un lugar determinado, entre el profuso sotobosque, Lo oficiaba de centinela mientras Bárbara y el muchachito se abrazaban tras un matorral.
Al principio, Lo se negó a «probar cómo era la cosa», pero la curiosidad y la camaradería prevalecieron, y muy pronto ella y Bárbara lo hicieron sucesivamente con el silencioso, rudo y tosco aunque infatigable Charlie, que tenía tanto atractivo como una zanahoria cruda. Si bien admitía que era «bastante divertido» y «bueno para la piel», me alegra decir que Lolita tenía el mayor desdén por las maneras y la mentalidad de Charlie. Por lo demás, su temperamento no había sido excitado por ese asqueroso demonio. Al contrario, creo que lo había embotado, a pesar de lo «divertido» de la cosa.
Ya estaban a punto de dar las diez. Al mermar mi deseo, una pálida sensación de horror suscitada por la opacidad real de un gris día neurálgico se apoderó de mí y zumbó en mis sienes. Tostada, desnuda, frágil, Lo, volviendo hacia el espejo su cara demacrada, se irguió con los brazos en jarra, los pies (calzados en zapatillas nuevas con ribete de marabú) apartados, y a través de la cortina de su pelo se dirigió a sí misma una mueca vulgar. Del corredor llegaron las voces arrulladoras de las criadas de color, y al fin hubo un débil intento de abrir nuestra puerta. Indiqué a Lo que entrara en el cuarto de baño y se diera el baño que necesitaba tanto. La cara era una mescolanza espantosa, con detalles de papas fritas. Lo se probó un deux-pièces marinero de lana, después una blusa sin mangas con una falda de mucho vuelo, a cuadros; pero el primer conjunto le iba demasiado apretado y el segundo demasiado amplio, y cuando le supliqué que se diera prisa (la situación empezaba a asustarme), Lo arrojó perversamente a un rincón hermosos regalos míos, y se puso el vestido del día anterior. Cuando al fin estuvo lista, le di un bolso nuevo de imitación becerro (en el cual había deslizado unas monedas) y le dije que se comprara una revista en el vestíbulo.
—Bajaré en un minuto –le dije–. Y en tu lugar, querida, yo no hablaría con extraños.
Salvo mis pobres regalitos, no había demasiado que empacar; pero estaba obligado a consagrar una peligrosa cantidad de tiempo (¿qué tramaría Lo abajo?) arreglando la cama de manera que sugiriera el nido abandonado de un padre inquieto y su hija traviesa, en vez del saturnal de un ex-convicto con una pareja de viejas gordas rameras. Después acabé de vestirme y llamé al botones canoso para que se llevara las valijas.
Todo andaba bien. Allí, en el vestíbulo, Lolita estaba sumergida en un sillón rojo-sangre, sumergida en una espeluznante revista cinematográfica. Un individuo de mi edad, con traje de tweed (el genre del hotel se había transformado en el curso de la noche en una espuria atmósfera de señores provincianos), observaba a Lolita por encima de su cigarro y su diario viejo. Lolita llevaba sus calcetines blancos y profesionales y sus zapatos deportivos y ese llamativo vestido rosa de escote cuadrado. Una salpicadura de luz exánime destacaba el dorado de sus piernas y brazos tostados. Allí estaba, con las piernas descuidadamente cruzadas, corriendo las líneas y pestañeando de cuando en cuando. La mujer de Bill lo había adorado mucho antes de que se conocieran: en realidad, ella admiraba en secreto al famoso joven actor cuando lo veía comer helados en la confitería del Schowb. Nada podía ser más infantil que su nariz respingada, su cara pecosa o la mancha púrpura en el cuello (donde había banqueteado un vampiro), o el movimiento inconsciente de su lengua explorando una franja rosada en torno a sus labios hinchados. Nada podía ser más inocente que leer historias sobre Bill, un enérgico actorzuelo que se hacía sus propios vestidos y estudiaba literatura seria; nada podía ser más candoroso que la raya de su brillante pelo castaño, y la sedosa pelusa de las sienes; nada podía ser más ingenuo... Pero qué envidia repugnante habría sentido ese individuo obsceno –sea quien fuere; se parecía un poco a mi tío Gustave, también un gran admirador de le découvert– de haber sabido que cada nervio mío aún estaba ungido y rodeado por la sensación de su cuerpo, el cuerpo de algún daimon inmortal disfrazado de niña.
¿Ese cerdo rosado que era el señor Swoon estaba bien seguro de que mi mujer no había telefoneado? Sí, lo estaba. Si llamaba, ¿quería decirle que nos habíamos marchado a Aunt Clares? Sí, encantado. Pagué la cuenta y levanté a Lo de su sillón. Fue leyendo hasta el automóvil. Siempre leyendo, la llevé hasta una cafetería, pocas cuadras al sur. Oh, comió con buena gana. Hasta apartó su revista para comer, pero un curioso embotamiento había reemplazado su habitual vivacidad. No ignoraba que mi pequeña Lo podía ser intratable; me crucé de brazos y sonreí, esperando un estallido. No me había bañado ni afeitado. Mis nervios estaban tensos. No me gustaba el modo en que mi amante se encogió de hombros y frunció la nariz cuando intenté iniciar una conversación trivial. Con una sonrisa pregunté si Phyllis estaba al corriente de todo antes de reunirse con sus padres en Maine.
—Oye: dejemos ese tema –me dijo Lo con una mueca doliente.
Después intenté, también infructuosamente, de interesarla en el mapa caminero. Permítaseme recordar a mi paciente lector, cuyo apacible temperamento debió imitar Lolita, que nuestro destino era la alegre ciudad de Lepingville, cercana al hipotético hospital. Ese destino era en sí perfectamente arbitrario (como habrían de serlo, ay, muchos otros) y metí en él mis pies preguntándome cómo explicar todo ello y qué otros objetivos plausibles inventaría después de ver todas las películas de Lepingville. Humbert se sentía cada vez más incómodo. Esa sensación era muy peculiar: una tensión oprimente y horrible, como si hubiera estado sentado frente al pequeño espectro de alguien a quien había dado muerte.
Al regresar al automóvil, una expresión de dolor pasó por el rostro de Lo. Volvió a pasar, más significativamente, cuando se sentó a mi lado. Sin duda la reprodujo por segunda vez para que yo reparara bien en ella. Cometí la tontería de preguntarle qué le pasaba. «Nada, estúpido», dijo. «¿Cómo», pregunté. Permaneció callada. Dejamos Briceland. La locuaz Lo seguía en silencio. Frías arañas de pánico corrieron por mi espalda. Era una huérfana. Una niña solitaria, desamparada, con la cual un adulto había tenido un triple contacto esa misma mañana. El cumplimiento del sueño de toda mi vida, ¿había sobrepasado toda esperanza? En todo caso, podía decirse que había excedido su propia marca... y se había precipitado en una pesadilla. Y permítaseme ser absolutamente franco: en el fondo de ese negro vórtice sentía de nuevo el escozor del deseo, tan monstruoso era mi apetito. A los tormentos de la culpa se mezclaba la idea agonizante de que su malhumor me prohibiría hacer el amor con ella no bien encontrara un camino tranquilo donde estacionar en paz. En otras palabras, el pobre Humbert Humbert era terriblemente desdichado, y mientras guiaba su automóvil, obstinado y demente, hacia Lepingville, hurgaba en su mente en pos de alguna broma que le diera pretexto para volverse hacia su compañera de asiento. Pero fue ella quien rompió el silencio.
—Oh, una ardilla aplastada –dijo–. Qué vergüenza.
—Sí, ¿no es cierto? (rápido, esperanzado Humbert).
—Paremos en la próxima estación de servicio –siguió Lo–. Quiero ir al cuarto de baño,
—Pararemos donde quieras –dije.
Y entonces, el verdor de una arboleda encantadora, solitaria, enhiesta (robles, creo; en esa época los árboles americanos estaban más allá de mis conocimientos) devolvió el eco de nuestro motor, un camino rojizo y cubierto de helechos volvió su cabeza a nuestra derecha antes de entrar en el bosquecillo y sugerí que quizá...
—Sigue –chilló agudamente mi Lo.
—Está bien, no te enfades (¡al suelo, pobre bestia, al suelo!).
—Puerco –dijo, sonriéndome dulcemente–. Criatura repugnante. Yo era una niña fresca como una flor, y mira lo que has hecho de mí. Debería llamar a la policía y decirle que me has violado. Oh, puerco, puerco, viejo puerco.
¿Bromeaba? En sus palabras absurdas vibraba una siniestra histeria. Después, con un sonido sibilante, empezó a quejarse de dolores, dijo que no podía estar sentada, dijo que le había roto algo. El sudor me corría por el cuello y estuvimos a punto de aplastar a un animalejo que cruzó el camino con la cola erguida, y mi malhumorada compañera volvió a insultarme. Cuando nos detuvimos en la estación de servicio, bajó sin decir una palabra y estuvo ausente largo rato. Lentamente, amorosamente, un individuo entrado en años, de nariz rota, limpió mis parabrisas. En todas partes hacen de manera diferente; usan desde franelas hasta cepillos con jabón. Este tipo empleó una esponja rosa.
Al fin apareció. Con voz neutra que me hacía tanto daño, me dijo:
—Dame unas monedas. Quiero llamar al hospital para hablar con mamá. ¿Cuál es el número?
—Sube –dije–. No puedes llamar.
—¿Por qué?
—Sube y cierra la puerta.
Subió y cerró la puerta. El viejo encargado de la estación de servicio le sonrió. Enfilé hacia el camino.
—¿Por qué no puedo llamar a mi madre si quiero hacerlo?
—Porque tu madre está muerta –respondí.
33
En la alegre ciudad de Lepingville le compré cuatro revistas de historietas, una caja de dulces, una caja de toallas higiénicas, dos tortas, un juego de manicura, un reloj de viaje con cuadrante luminoso, un anillo con un topacio verdadero, una raqueta de tenis, patines, zapatos blancos de talones altos, anteojos largavista, una radio portátil, goma de mascar, un impermeable transparente, algunas prendas de vestir –pantalones de vestir, toda clase de vestidos para el verano–. En el hotel tomamos cuartos separados, pero en mitad de la noche vino a mí sollozando. ¿Comprenden ustedes? Lo no tenía absolutamente ninguna parte a donde ir.
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Vladimir Nabokov
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A Vera
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PRÓLOGO
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Lolita o las Confesiones de un viudo de raza blanca: tales eran los dos títulos con los cuales el autor de esta nota recibió las extrañas páginas que prologa. «Humbert Humbert», su autor, había muerto de trombosis coronaria, en la prisión, el 16 de noviembre de 1952, pocos días antes de que se fijara el comienzo de su proceso. Su abogado, mi buen amigo y pariente Clarence Choate Clark, Esquire, que pertenece ahora al foro del distrito de Columbia, me pidió que publicara el manuscrito apoyando su demanda en una cláusula del testamento de su cliente que daba a mi eminente primo facultades para obrar según su propio criterio en cuanto se relacionara con la publicación de Lolita. Es posible que la decisión de Clark se debiera al hecho de que el editor elegido acabara de obtener el Premio Polingo por una modesta obra (¿Tienen sentido los sentidos?) donde se discuten ciertas perversiones y estados morbosos.
Mi tarea resultó más simple de lo que ambos habíamos supuesto. Salvo la corrección de algunos solecismos y la cuidadosa supresión de unos pocos y tenaces detalles que, a pesar de los esfuerzos de «H. H.», aún subsistían en su texto como señales y lápidas (indicadoras de lugares o personas que el gusto habría debido evitar y la compasión suprimir), estas notables Memorias se presentan intactas. El curioso apellido de su autor es invención suya y, desde luego, esa máscara –a través de la cual parecen brillar dos ojos hipnóticos– no se ha levantado, de acuerdo con los deseos de su portador. Mientras que «Haze» sólo rima con el verdadero apellido de la heroína, su nombre está demasiado implicado en la trama íntima del libro para que nos hayamos permitido alterarlo; por lo demás, como advertirá el propio lector, no había necesidad de hacerlo. El curioso puede encontrar referencias al crimen de «H. H.» en los periódicos de septiembre de 1952; la causa y el propósito del crimen se habrían mantenido en un misterio absoluto de no haber permitido el autor que estas Memorias fueran a dar bajo la luz de mi lámpara.
En provecho de lectores anticuados que desean rastrear los destinos de las personas más allá de la historia real; pueden suministrarse unos pocos detalles recibidos del señor Windmuller, de Ramsdale, que desea ocultar su identidad para que «las largas sombras de esta historia dolorosa y sórdida» no lleguen hasta la comunidad a la cual está orgulloso de pertenecer. Su hija, Louise, está ahora en las aulas de un colegio: Mona Dahl estudia en París. Rita se ha casado recientemente con el dueño de un hotel de Florida. La señora de Richard F. Schiller murió al dar a luz a un niño que nació muerto, en la Navidad de 1952, en Gray Star, un establecimiento del lejano noroeste. Vivian Darkbloom es autora de una biografía, Mi réplica, que se publicará próximamente. Los críticos que han examinado el manuscrito lo declaran su mejor libro. Los cuidadores de los diversos cementerios mencionados informan que no se ven fantasmas por ningún lado.
Considerada sencillamente como novela, Lolita presenta situaciones y emociones que el lector encontraría exasperantes por su vaguedad si su expresión se hubiese diluido mediante insípidas evasivas. Por cierto que no se hallará en todo el libro un solo término obsceno; en verdad, el robusto filisteo a quien las convenciones modernas persuaden de que acepte sin escrúpulos una profusa ornamentación de palabras de cuatro letras en cualquier novela trivial, sentirá no poco asombro al comprobar que aquí están ausentes. Pero si, para alivio de esos paradójicos mojigatos, algún editor intentara disimular o suprimir escenas que cierto tipo de mentalidad llamaría «afrodisíacas» (véase en este sentido la documental resolución sentenciada el 6 de diciembre de 1933 por el Honorable John M. Woolsey con respecto a otro libro, considerablemente más explícito), habría que desistir por completo de la publicación de Lolita, puesto que esas escenas mismas –que torpemente podríamos acusar de poseer una existencia sensual y gratuita– son las más estrictamente funcionales en el desarrollo de una trágica narración que apunta sin desviarse nada menos que a una apoteosis moral. El cínico alegará que la pornografía comercial tiene la misma pretensión; el médico objetará que la apasionada confesión de «H. H.» es una tempestad en un tubo de ensayo; que por lo menos el doce por ciento de los varones adultos norteamericanos –estimación harto moderada según la doctora Blanche Schwarzmann (comunicación verbal)– pasan anualmente de un modo u otro por la peculiar experiencia descrita con tal desesperación por «H. H.»; que si nuestro ofuscado autobiógrafo hubiera consultado, en ese verano fatal de 1947, a un psicópata competente, no habría ocurrido el desastre. Pero tampoco habría aparecido este libro.
Se excusará a este comentador que repita lo que ha enfatizado en sus libros y conferencias: lo ofensivo no suele ser más que un sinónimo de lo insólito. Una obra de arte es, desde luego, siempre original; su naturaleza misma, por lo tanto, hace que se presente como una sorpresa más o menos alarmante. No tengo la intención de glorificar a «H. H.». Sin duda, es un hombre abominable, abyecto, un ejemplo flagrante de lepra moral, una mezcla de ferocidad y jocosidad que acaso revele una suprema desdicha, pero que no puede ejercer atracción. Su capricho llega a la extravagancia. Muchas de sus opiniones formuladas aquí y allá sobre las gentes y el paisaje de este país son ridículas. Cierta desesperada honradez que vibra en su confesión no lo absuelve de pecados de diabólica astucia. Es un anormal. No es un caballero. Pero, ¡con qué magia su violín armonioso conjura en nosotros una ternura, una compasión hacia Lolita que nos entrega a la fascinación del libro, al propio tiempo que abominamos de su autor!
Como exposición de un caso, Lolita habrá de ser, sin duda, una obra clásica en los círculos psiquiátricos. Como obra de arte, trasciende su aspecto expiatorio. Y más importante aún, para nosotros, que su trascendencia científica y su dignidad literaria es el impacto ético que el libro tendrá sobre el lector serio. Pues en este punzante estudio personal se encierra una lección general. La niña descarriada, la madre egoísta, el anheloso maniático no son tan sólo vívidos caracteres de una historia única; nos previenen contra peligrosas tendencias, evidencian males poderosos. Lolita hará que todos nosotros –padres, sociólogos, educadores– nos consagremos con celo y visión mucho mayores a la tarea de lograr una generación mejor en un mundo más seguro.
JOHN RAY JR., Doctor en Filosofía, Widworth, Mass.
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PRIMERA PARTE
1
Lolita, luz de mi vida, fuego de mis entrañas. Pecado mío, alma mía. Lo-li-ta: la punta de la lengua emprende un viaje de tres pasos desde el borde del paladar para apoyarse, en el tercero, en el borde de los dientes. Lo.Li.Ta.
Era Lo, sencillamente Lo, por la mañana, un metro cuarenta y ocho de estatura con pies descalzos. Era Lola con pantalones. Era Dolly en la escuela. Era Dolores cuando firmaba. Pero en mis brazos era siempre Lolita.
¿Tuvo Lolita una precursora? Por cierto que la tuvo. En verdad, Lolita no pudo existir para mí si un verano no hubiese amado a otra... «En un principado junto al mar.» ¿Cuándo? Tantos años antes de que naciera Lolita como tenía yo ese verano. Siempre puede uno contar con un asesino para una prosa fantástica.
Señoras y señores del jurado, la prueba número uno es lo que envidiaron los serafines de Poe, los errados, simples serafines de nobles alas. Mirad esta maraña de espinas.
2
Nací en París en 1910. Mi padre era una persona suave, de trato fácil, una ensalada de orígenes raciales: ciudadano suizo de ascendencia francesa y austríaca, con una corriente del Danubio en las venas. Revisaré en un minuto algunas encantadoras postales de brillo azulino. Poseía un lujoso hotel en la Riviera. Su padre y sus dos abuelos habían vendido vino, alhajas y seda, respectivamente. A los treinta años se casó con una muchacha inglesa, hija de Jerome Dunn, el alpinista, y nieta de los párrocos de Dorset, expertos en temas oscuros: paleopedología y arpas eólicas. Mi madre, muy fotogénica, murió a causa de un absurdo accidente (un rayo durante un pic-nic) cuando tenía yo tres años, y salvo una zona de tibieza en el pasado más impenetrable, nada subsiste de ella en las hondonadas y valles del recuerdo sobre los cuales, si aún pueden ustedes sobrellevar mi estilo (escribo bajo vigilancia), se puso el sol de mi infancia: sin duda todos ustedes conocen esos fragantes resabios de días suspendidos, como moscas minúsculas, en torno de algún seto en flor o súbitamente invadido y atravesado por las trepadoras, al pie de una colina, en la penumbra estival: sedosa tibieza, dorados moscardones.
La hermana mayor de mi madre, Sybil, casada con un primo de mi padre que le abandonó, servía en mi ámbito familiar como gobernanta gratuita y ama de llaves. Alguien me dijo después que estuvo enamorada de mi padre y que él, livianamente, sacó provecho de tal sentimiento en un día lluvioso, para olvidar la cosa cuando el tiempo aclaró. Yo le tenía mucho cariño, a pesar de la rigidez –la rigidez fatal– de algunas de sus normas. Quizá lo que ella deseaba era hacer de mí, en la plenitud del tiempo, un viudo mejor que mi padre. Mi Sybil tenía los ojos azules, ribeteados de rojo, y la piel como de cera. Era poéticamente supersticiosa. Decía que estaba segura de morir no bien cumpliera yo dieciséis y así fue. Su marido, un gran traficante de perfumes, pasó la mayor parte del tiempo en Norteamérica, donde acabó fundando una compañía que adquirió bienes raíces.
Crecí como un niño feliz, saludable, en un mundo brillante de libros ilustrados, arena limpia, naranjos, perros amistosos, paisajes marítimos y rostros sonrientes. En torno a mí, la espléndida mansión Mirana giraba como una especie de universo privado, un cosmos blanqueado dentro del otro más vasto y azul que resplandecía fuera de él. Desde la fregona de delantal hasta el potentado de franela, todos gustaban de mí, todos me mimaban. Maduras damas norteamericanas se apoyaban en sus bastones y se inclinaban hacia mí como torres de Pisa. Princesas rusas arruinadas que no podían pagar a mi padre me compraban bombones caros. Y él, mon cher petit papa, me sacaba a navegar y a pasear en bicicleta, me enseñaba a nadar y a zambullirme y a esquiar en el agua, me leía Don Quijote y Les Misérables y yo lo adoraba y lo respetaba y me enorgullecía de él cuando llegaban a mí las discusiones de los criados sobre sus varias amigas, seres hermosos y afectuosos que me festejaban mucho y vertían preciosas lágrimas sobre mi alegre orfandad.
Asistía a una escuela diurna inglesa a pocas millas de Mirana; allí jugaba al tenis y a la pelota, obtenía excelentes calificaciones y estaba en términos perfectos con mis compañeros y profesores. Los únicos acontecimientos definitivamente sexuales que recuerdo antes de que cumpliera trece años (o sea antes de que viera por primera vez a mi pequeña Annabel) fueron una conversación solemne, decorosa y puramente teórica sobre las sorpresas de la pubertad, sostenida en el rosal de la escuela con un alumno norteamericano, hijo de una actriz cinematográfica por entonces muy celebrada y a la cual veía muy rara vez en el mundo tridimensional, y ciertas interesantes reacciones de mi organismo ante determinadas fotografías, nácar y sombras, con hendiduras infinitamente suaves, en el suntuoso La Beauté Humaine, de Pichon, que había hurtado de debajo de una pila de Graphics encuadernados en papel jaspeado, en la biblioteca de la mansión. Después, con su estilo deliciosamente afable, mi padre me suministró toda la información que consideró necesaria sobre el sexo; eso fue justo antes de enviarme, en el otoño de 1923, a un lycée de Lyon (donde habríamos de pasar tres inviernos); pero, ay, en el verano de ese año mi padre recorría Italia con Madame de R. y su hija, y yo no tenía a nadie con quien consolarme, a nadie a quien consultar.
3
Como yo, Annabel era de origen híbrido: medio inglesa, medio holandesa. Hoy recuerdo sus rasgos con nitidez mucho menor que hace pocos años, antes de conocer a Lolita. Hay dos clases de memoria visual: con una, recreamos diestramente una imagen en el laboratorio de nuestra mente con los ojos abiertos (y así veo a Annabel, en términos generales tales como «piel color de miel», «brazos delgados», «pelo castaño y corto», «pestañas largas», «boca grande, brillante»); con la otra, evocamos instantáneamente con los ojos cerrados, en la oscura intimidad de los párpados, el objetivo, réplica absolutamente óptica de un rostro amado, un diminuto espectro de colores naturales (y así veo a Lolita).
Permítaseme, pues, que al describir a Annabel me limite decorosamente a decir que era una niña encantadora, pocos meses menor que yo. Sus padres eran viejos amigos de mi tía y tan rígidos como ella. Habían alquilado una villa no lejos de Mirana. Calvo y moreno el señor Leigh, gruesa y empolvada la señora de Leigh (de soltera, Vanessa van Ness). ¡Cómo la detestaba! Al principio, Annabel y yo hablábamos de temas periféricos. Ella recogía puñados de fina arena y la dejaba escurrirse entre sus dedos. Nuestras mentes estaban afinadas según el común de los pre-adolescentes europeos inteligentes de nuestro tiempo y nuestra generación, y dudo mucho que pudiera atribuirse a nuestro genio individual el interés por la pluralidad de mundos habitados, los partidos de tenis, el infinito, el solipsismo, etcétera. La blandura y fragilidad de los cachorros nos producía el mismo, intenso dolor. Annabel quería ser enfermera en algún país asiático donde hubiera hambre; yo, ser un espía famoso.
Nos enamoramos simultáneamente, de una manera frenética, impúdica, agonizante. Y desesperada, debería agregar, porque este arrebato de mutua posesión sólo se habría saciado si cada uno se hubiera embebido y saturado realmente de cada partícula del alma y el corazón del otro; pero ahí nos quedábamos ambos, incapaces hasta de encontrar esas oportunidades de juntarnos que habrían sido tan fáciles para los chicos callejeros. Después de un enloquecido intento de encontrarnos cierta noche, en el jardín de Annabel (más adelante hablaré de ello), la única intimidad que se nos permitió fue la de permanecer fuera del alcance del oído, pero no de la vista, en la parte populosa de la plage. Allí, en la muelle arena, a pocos metros de nuestros mayores, nos quedábamos tendidos la mañana entera, en un petrificado paroxismo, y aprovechábamos cada bendita grieta abierta en el espacio y el tiempo; su mano, medio oculta en la arena, se deslizaba hacia mí, sus bellos dedos morenos se acercaban cada vez más, como en sueños; entonces su rodilla opalina iniciaba una cautelosa travesía; a veces, una providencial muralla construida por los niños nos garantizaba amparo suficiente para rozarnos los labios salados; esos contactos incompletos producían en nuestros cuerpos jóvenes, sanos e inexpertos, un estado de exasperación tal, que ni aun el agua fría y azul, bajo la cual nos aferrábamos, podía aliviar.
Entre algunos tesoros perdidos durante los vagabundeos de mi edad adulta, había una instantánea tomada por mi tía que mostraba a Annabel, sus padres y cierto doctor Cooper, un caballero serio, maduro y cojo que ese mismo verano cortejaba a mi tía, agrupados en torno a una mesa de un café sobre la acera. Annabel no salió bien, sorprendida mientras se inclinaba sobre el chocolat glacé; sus delgados hombros desnudos y la raya de su pelo era lo único que podía identificarse (tal como recuerdo aquella fotografía) en la soleada bruma donde se diluyó su perdido encanto. Pero yo, sentado a cierta distancia del resto, salí con una especie de dramático realce: un jovencito triste, ceñudo, con una camisa oscura de deporte y pantalones cortos de excelente hechura, las piernas cruzadas mostrando el perfil, la mirada perdida. Esta fotografía se tomó el último día de nuestro verano fatal y pocos minutos antes de que hiciéramos nuestro segundo y último intento para torcer el destino. Con el más baladí de los pretextos (ésa era nuestra última oportunidad y ninguna otra cosa importaba de veras) escapamos del café a la playa, donde encontramos una extensión de arena solitaria, y allí, en la sombra violeta de unas rocas rojas que formaban como una caverna, tuvimos un breve encuentro, con un par de anteojos negros perdidos como únicos testigos. Yo estaba de rodillas y a punto de besar a mi amada, cuando dos bañistas barbudos, un viejo lobo de mar y su hermano, aparecieron de entre las aguas con exclamaciones de aliento. Cuatro meses después, Annabel murió de tifus en Corfú.
4
Repaso una y otra vez esos míseros recuerdos y me pregunto si fue entonces, en el resplandor de aquel verano remoto, cuando empezó a hendirse mi vida. ¿O mi desmedido deseo por esa niña no fue sino la primera muestra de una singularidad inherente? Cuando procuro analizar mis propios anhelos, motivaciones y actos, me rindo ante una especie de imaginación retrospectiva que atiborra la facultad analítica que con infinitas alternativas bifurca incesantemente cada rumbo visualizado en la perspectiva enloquecedoramente compleja de mi pasado. Estoy persuadido, sin embargo, de que en cierto modo fatal y mágico, Lolita empezó con Annabel.
Sé también que la conmoción producida por la muerte de Annabel consolidó la frustración de ese verano de pesadilla y la convirtió en un obstáculo permanente para cualquier romance ulterior, a través de los fríos años de mi juventud. Lo espiritual y lo físico se habían fundido en nosotros con perfección tal que no puede sino resultar incomprensible para los jovenzuelos materialistas, rudos y de mentes uniformes, típicos de nuestro tiempo. Mucho después de su muerte sentía que sus pensamientos flotaban en torno a los míos. Antes de conocernos ya habíamos tenido los mismos sueños. Comparamos anotaciones. Encontramos extrañas afinidades. En el mismo mes de junio del mismo año (1919), un canario perdido había revoloteado en su casa y la mía, en dos países vastamente alejados. ¡Ah, Lolita, si tú me hubieras querido así!
He reservado para el desenlace de mi fase «Annabel» el relato de nuestra cita infructuosa. Una noche, Annabel se las compuso para burlar la viciosa vigilancia de su familia. Bajo un macizo de mimosas nerviosas y esbeltas, al fondo de su villa, encontramos amparo en las ruinas de un muro bajo, de piedra. A través de la oscuridad y los árboles tiernos, veíamos arabescos de ventanas iluminadas que, retocadas por las tintas de colores del recuerdo sensible, se me aparecen hoy como naipes –acaso porque una partida de bridge mantenía ocupado al enemigo–. Ella tembló y se crispó cuando le besé el ángulo de los labios abiertos y el lóbulo caliente de la oreja. Un racimo de estrellas brillaba plácidamente sobre nosotros, entre siluetas de largas hojas delgadas; ese cielo vibrante parecía tan desnudo como ella bajo su vestido liviano. Vi su rostro contra el cielo, extrañamente nítido, como si emitiera una tenue irradiación. Sus piernas, sus adorables piernas vivientes, no estaban muy juntas y cuando localicé lo que buscaba, sus rasgos infantiles adquirieron una expresión soñadora y atemorizada. Estaba sentada algo más arriba que yo, y cada vez que en su solitario éxtasis se abandonaba al impulso de besarme, inclinaba la cabeza con un movimiento muelle, letárgico, como de vertiente, que era casi lúgubre, y sus rodillas desnudas apretaban mi mano para soltarla de nuevo; y su boca temblorosa, crispada por la actitud de alguna misteriosa pócima, se acercaba a mi rostro con intensa aspiración. Procuraba aliviar el dolor del anhelo restregando ásperamente sus labios secos contra los míos; después mi amada se echaba atrás con una sacudida nerviosa de la cabeza, para volver a acercarse oscuramente, alimentándome con su boca abierta; mientras, con una generosidad pronta a ofrecérselo todo, yo le hacía tomar el cetro de mi pasión.
Recuerdo el perfume de ciertos polvos de tocador –creo que se los había robado a la doncella española de su madre–: un olor a almizcle dulzón. Se mezcló con su propio olor a bizcocho y súbitamente mis sentidos se enturbiaron. La repentina agitación de un arbusto cercano impidió que desbordaran, y mientras ambos nos apartábamos, esperando con un dolor en las venas lo que quizá no fuera sino un gato vagabundo, llegó de la casa la voz de su madre que la llamaba –con frenesí que iba en aumento– y el doctor Cooper apareció cojeando gravemente en el jardín. Pero ese macizo de mimosas, el racimo de estrellas, la comezón, la llama, el néctar y el dolor quedaron en mí, y a partir de entonces ella me hechizó, hasta que, al fin, veinticuatro años después, rompí el hechizo encarnándola en otra.
5
Cuando me vuelvo para mirarlos, los días de mi juventud parecen huir de mí en una ráfaga de pálidos deshechos reiterados, como esas tempestades matinales de nieve en que el pasajero de tren ve remolinear papel de seda ajado tras el último vagón. Durante mis relaciones sanitarias con mujeres, yo era práctico, irónico, enérgico. Mientras fui estudiante, en Londres y París, las mujeres pagadas me bastaron. Mis estudios eran minuciosos e intensos, aunque no particularmente fructíferos. Al principio proyecté graduarme en psiquiatría, como hacen muchos talentos manqués. Pero ni para esto servía: un extraño agotamiento me atenazaba («Doctor, me siento tan oprimido...»). Y viré hacia la literatura inglesa, donde tantos poetas frustrados acababan como profesores vestidos de tweed con la pipa en los labios. París me sentaba de maravilla. Discutía películas soviéticas con expatriados. Me codeaba con uranistas en Deux Magots. Publicaba tortuosos ensayos en diarios oscuros. Componía pastiches:
... Poco me importa
que Fräulein von Kulp
pueda volverse,
la mano sobre la puerta;
a nadie he de seguir, ni a Fresca,
ni a Gaviota.
Los seis o siete entendidos que leyeron mi artículo: «El tema proustiano en una carta de Keats a Benjamín Bailey», rieron entre dientes. Inicié una Histoire abrégée de la poésie anglaise por cuenta de una importante editorial y después empecé a compilar ese manual de literatura francesa para estudiantes de habla inglesa (con comparaciones tomadas de las letras inglesas) que habría de ocuparme durante la década del cuarenta y cuyo último volumen estaba casi listo para la imprenta por la época de mi arresto.
Encontré trabajo; enseñaba inglés a un grupo de adultos en Auteuil. Después, una escuela de varones me empleó durante un par de inviernos. De vez en cuando, aprovechaba las relaciones que había hecho con sociólogos y psicólogos para visitar en su compañía varias instituciones, tales como orfanatos y reformatorios, donde podían contemplarse pálidas jóvenes pubescentes, de pestañas gruesas, con una impunidad perfecta como la que nos está asegurada en sueños.
Ahora creo llegado el momento de presentar al lector algunas consideraciones de orden general. Entre los límites de los nueve y los catorce años, surgen doncellas que revelan a ciertos viajeros embrujados, dos o más veces mayores que ellas, su verdadera naturaleza, no humana, sino nínfica (o sea demoníaca); propongo llamar «nínfulas» a esas criaturas escogidas.
Se advertirá que reemplazo términos espaciales por temporales. En realidad, querría que el lector considerara los «nueve» y los «catorce» como los límites –playas espejeantes, rocas rosadas– de una isla encantada, habitada por esas nínfulas mías y rodeada por un mar vasto y brumoso. Entre esos límites temporales, ¿son nínfulas todas las niñas? No, desde luego. De lo contrario, quienes supiéramos el secreto, nosotros, los viajeros solitarios, los ninfulómanos, habríamos enloquecido hace mucho tiempo. Tampoco es la belleza una piedra de toque; y la vulgaridad –o al menos lo que una comunidad determinada considera como tal– no daña forzosamente ciertas características misteriosas, la gracia letal, el evasivo, cambiante, trastornador, insidioso encanto mediante el cual la nínfula se distingue de esas contemporáneas suyas que dependen incomparablemente más del mundo espacial de fenómenos sincrónicos que de esa isla intangible de tiempo hechizado donde Lolita juega con sus semejantes. Dentro de los mismos límites temporales, el número de verdaderas nínfulas es harto inferior al de las jovenzuelas provisionalmente feas, o tan sólo agradables, o «simpáticas», o hasta «bonitas» y «atractivas», comunes, regordetas, informes, de piel fría, niñas esencialmente humanas, vientrecitos abultados y trenzas, que acaso lleguen a transformarse en mujeres de gran belleza (pienso en los toscos budines con medias negras y sombreros blancos que se convierten en deslumbrantes estrellas cinematográficas). Si pedimos a un hombre normal que elija a la niña más bonita en una fotografía de un grupo de colegialas o girl-scouts, no siempre señalará a la nínfula. Hay que ser artista y loco, un ser infinitamente melancólico, con una burbuja de ardiente veneno en las entrañas y una llama de suprema voluptuosidad siempre encendida en su sutil espinazo (¡oh, cómo tiene uno que rebajarse y esconderse!), para reconocer de inmediato, por signos inefables –el diseño ligeramente felino de un pómulo, la delicadeza de un miembro aterciopelado y otros indicios que la desesperación, la vergüenza y las lágrimas de ternura me prohiben enumerar–, al pequeño demonio mortífero entre el común de las niñas; y allí está, no reconocida e ignorante de su fantástico poder.
Además, puesto que la idea de tiempo gravita con tan mágico influjo sobre todo ello, el estudioso no ha de sorprenderse al saber que ha de existir una brecha de varios años –nunca menos de diez, diría yo, treinta o cuarenta por lo general y tantos como cincuenta en algunos pocos casos conocidos– entre doncella y hombre para que este último pueda caer bajo el hechizo de la nínfula. Es una cuestión de ajuste focal, de cierta distancia que el ojo interior supera contrayéndose y de cierto contraste que la mente percibe con un jadeo de perverso deleite. Cuando yo era niño y ella era niña, mi pequeña Annabel no era para mí una nínfula; yo era su igual, un faunúnculo por derecho propio, en esa misma y encantada isla del tiempo; pero hoy, en septiembre de 1952, al cabo de veintinueve años, creo distinguir en ella el elfo fatal de mi vida. Nos queríamos con amor prematuro, con la violencia que a menudo destruye vidas adultas. Yo era un muchacho fuerte y sobreviví; pero el veneno estaba en la herida y la herida permaneció siempre abierta. Y pronto me encontré madurando en una civilización que permite a un hombre de veinticinco años cortejar a una muchacha de dieciséis, pero no a una niña de doce.
No es de asombrarse, pues, si mi vida adulta, durante el período europeo de mi existencia, resultó monstruosamente doble. Abiertamente, yo mantenía las relaciones llamadas normales con cierto número de mujeres terrenas, provistas de calabazas o peras como pechos; secretamente, me consumía en un horno infernal de localizada codicia por cada nínfula que encontraba y a la cual no me atrevía a acercarme, como un pusilánime respetuoso de la ley. Las hembras humanas que me era permitido utilizar no servían sino como agentes paliativos. Estoy dispuesto a creer que las sensaciones provocadas en mí por la fornicación natural, eran muy semejantes a las conocidas por los grandes machos normales ayuntados con sus grandes cónyuges normales en ese ritmo que sacude el mundo. Lo malo era que esos caballeros no habían tenido vislumbres de un deleite incomparablemente más punzante, y yo sí... La más turbia de mis poluciones era mil veces más deslumbrante que todo el adulterio imaginado por el escritor de genio más viril o por el impotente más talentoso. Mi mundo estaba escindido. Yo percibía dos sexos, y no uno; y ninguno de los dos era el mío. El anatomista los habría declarado femeninos. Pero para mí, a través del prisma de mis sentidos, eran tan diferentes como el día y la noche. Ahora puedo razonar sobre todo esto. En aquel entonces, y hasta por lo menos los treinta y cinco años, no comprendí tan claramente mis angustias. Mientras mi cuerpo sabía qué anhelaba, mi espíritu rechazaba cada clamor de mi cuerpo. De pronto me sentía avergonzado, atemorizado; de pronto tenía un optimismo febril. Los tabúes me estrangulaban. Los psicoanalistas me acunaban con seudoliberaciones y seudolíbidos. El hecho de que para mí los únicos objetos de estremecimiento amoroso fueran hermanas de Annabel, sus doncellas y damas de honor, se me aparecía como un pronóstico de demencia. En otras ocasiones me decía que todo era cuestión de actitud, que nada había de malo en sentirse así. Permítaseme recordar que en Inglaterra, durante la aprobación del Acta de Niños y Jóvenes en 1933, se definió el término «niña» como «criatura que tiene más de ocho años, pero menos de catorce» (después de lo cual, desde los catorce años hasta los diecisiete, la definición estatuida es «joven»). Por otro lado, en Massachussetts, EEUU, un «niño descarriado» es, técnicamente, un ser «entre los siete y los diecisiete años de edad» (que, además, se asocia habitualmente con personas viciosas e inmorales). Hugh Broughton, escritor polemista del reinado de Jaime I, probó que Rahab era una prostituta desde temprana edad. Esto es muy interesante y me atrevería a suponer que ya están ustedes viéndome al borde de una crisis y echando espuma por la boca. Pero no, no es así; sólo barajo encantadoras posibilidades en un mazo de naipes. Tengo algunas otras imágenes. Aquí está Virgilio, que pudo cantar a la nínfula con un tono único, pero quizá prefería otra cosa... Allí, dos de las hijas pre-núbiles del rey Akenatón y la reina Nefertiti (la pareja real tenía una progenie de seis), con muchos collares de cuentas brillantes por todo atavío, abandonadas sobre almohadones, intactas después de tres mil años, con sus suaves cuerpos morenos de cachorros, el pelo corto, los alargados ojos de ébano... Más allá, algunas novias forzadas a sentarse en el fascinum, marfil de los templos del saber clásico. El matrimonio antes de la pubertad no es raro, aun en nuestros días, en algunas provincias de la India oriental. Después de todo, Dante se enamoró perdidamente de su Beatriz cuando tenía ella nueve años, una chiquilla rutilante, pintada y encantadora, enjoyada, con un vestido carmesí... y eso era en 1274, en Florencia, durante una fiesta privada en el alegre mes de mayo. Y cuando Petrarca se enamoró locamente de su Laura, ella era una nínfula rubia de doce años que corría con el viento, con el polen, con el polvo, una flor dorada huyendo por la hermosa planicie al pie del Vaucluse.
Pero seamos decorosos y civilizados, Humbert Humbert hacía todo lo posible por ser correcto. Y lo era de veras, genuinamente. Tenía el más profundo respeto por las niñas ordinarias, con su pureza y vulnerabilidad, y bajo ninguna circunstancia habría perturbado la inocencia de una criatura de haber el menor riesgo de alboroto. Pero cómo latía su corazón cuando vislumbraba entre el montón inocente a una niña demoníaca, «enfant charmante et fourbe», de ojos turbios, labios brillantes, diez años encarcelados, no bien le demostraba uno que estaba mirándola. Así pasaba la vida. Humbert era perfectamente capaz de tener relaciones con Eva, pero suspiraba por Lilith. El desarrollo del seno aparece tempranamente después de los cambios somáticos que acompañan la pubescencia. Y el índice inmediato de maduración asequible es la aparición de pelo. Mi mazo de naipes se estremece de posibilidades... Un naufragio. Un atoll y en su soledad, la temblorosa hija de un pasajero ahogado. ¡Querida, éste es sólo un juego! Qué maravillosas eran mis aventuras imaginarias mientras permanecía sentado en el duro banco de un parque fingiendo sumergirme en un trémulo libro. Alrededor del quieto estudioso jugaban libremente las nínfulas, como si él hubiera sido una estatua familiar o parte de la sombra y el lustre de un viejo árbol. Una vez, una niña de perfecta belleza con delantal de tarlatán, apoyó con estrépito su pie pesadamente armado a mi lado, sobre el banco, para deslizar sobre mí sus delgados brazos desnudos y ajustar la correa de su patín, y yo me diluí en el sol, con mi libro como hoja de higuera, mientras sus rizos castaños caían sobre su rodilla despellejada, y la sombra de las hojas que yo compartía latía y se disolvía en su pierna radiante, junto a mi mejilla camaleónica. Otra vez, una pelirroja se asió de la correa en el subterráneo y una revelación de rubio vello axilar quedó en mi sangre durante semanas. Podría enumerar una larga serie de esas diminutas aventuras unilaterales. Muchas acababan en un intenso sabor de infierno. Ocurría, por ejemplo, que desde mi balcón distinguía una ventana iluminada a través de la calle y lo que parecía una nínfula en el acto de desvestirse ante un espejo cómplice. Así aislada, a esa distancia, la visión adquiría un sutilísimo encanto que me hacía precipitar hacia mi solitaria gratificación. Pero repentinamente, aviesamente, el tierno ejemplar de desnudez que había adorado se transformaba en el repulsivo brazo desnudo de un hombre que leía su diario a la luz de la lámpara, junto a la ventana abierta, en la noche cálida, húmeda, desesperada del verano.
Saltos sobre la cuerda; rayuela. La anciana de negro que estaba sentada a mi lado, en mi banco, en mi deleitoso tormento (una nínfula buscaba a tientas, debajo de mí, un guijarro perdido), me preguntó si me dolía el estómago. ¡Bruja insolente! Ah, dejadme solo en mi parque pubescente, en mi jardín musgoso. Dejadlas jugar en torno a mí para siempre. ¡Y que nunca crezcan!
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A propósito: me he preguntado a menudo qué se hizo después de esas nínfulas. En este mundo hecho de hierro forjado, de causas y efectos entrecruzados, ¿podría ocurrir que el oculto latido que les robé no afectara su futuro? Yo la había poseído, y ella nunca lo supo. Muy bien. Pero; ¿eso no habría de descubrirse en el futuro? Implicando su imagen en mi voluptuosidad, ¿no interfería yo su destino? ¡Oh, fuente de grande y terrible obsesión!
Sin embargo, llegué a saber cómo eran esas nínfulas encantadoras, enloquecedoras, de brazos frágiles, una vez crecidas. Recuerdo que caminaba un día por una calle animada en un gris ocaso de primavera, cerca de la Madeleine. Una muchacha baja y delgada pasó junto a mí con paso rápido y vacilante sobre sus altos tacones. Nos volvimos para mirarnos al mismo tiempo. Ella se detuvo. Me acerqué. Tenía esa típica carita redonda y con hoyuelos de las muchachas francesas, y apenas me llegaba al pelo del pecho. Me gustaron sus largas pestañas y el ceñido traje sastre que tapizaba de gris perla su cuerpo joven, en el cual aún subsistía –eco nínfico, escalofrío de deleite– algo infantil que se mezclaba con el frétillement de su cuerpo. Le pregunté su precio, y respondió prontamente, con precisión melodiosa y argentina (¡un pájaro, un verdadero pájaro!) Cent. Traté de regatear, pero ella vio el terrible, solitario deseo en mis ojos bajos, dirigidos hacia su frente redonda y su sombrero rudimentario (una banda, un ramillete), batiendo las pestañas dijo: Tant pis, y se volvió como para marcharse. ¡Apenas tres años antes, quizá, podía haberla visto, camino de su casa, al regresar de la escuela! Esa evocación resolvió las cosas. Me guió por la habitual escalera empinada, con la habitual campanilla para el monsieur al que quizás no interesaba un encuentro con otro monsieur, el lúgubre ascenso hasta el cuarto abyecto, todo cama y bidet. Como de costumbre, me pidió de inmediato su petit cadeau, y como de costumbre le pregunté su nombre (Monique) y su edad (dieciocho). El trivial estilo de las busconas me era harto familiar. Todas responden dix-huit: un ágil gorjeo, una nota de determinación y anhelosa impostura que emiten diez veces por día, pobres criaturillas. Pero en el caso de Monique, no cabía duda de que agregaba dos o tres años a su edad. Lo deduje por muchos detalles de su cuerpo compacto, pulcro, curiosamente inmaduro. Se desvistió con fascinante rapidez y permaneció un momento parcialmente envuelta en el sucio voile de la ventana, escuchando con infantil placer (la mosquita muerta) a un organillero que tocaba abajo, en el patio rebosante de crepúsculo. Cuando le examiné las manos pequeñas y le llamé la atención sobre las uñas sucias, me dijo con un mohín candoroso: Oui, ce n'est pas bien, y se dirigió hacia el lavabo, pero le dije que no importaba, que no importaba nada. Con su pelo castaño y ondulado, sus luminosos ojos grises, su piel pálida, era perfectamente encantadora. Sus caderas no eran más grandes que las de un muchacho en cuclillas; en verdad no vacilo en decir (y por cierto que éste es el motivo por el cual me demoro con gratitud en el recuerdo de ese cuarto de penumbra tamizada) que entre las ochenta grues poco más o menos que habían «trabajado» sobre mí, fue ella la única que me proporcionó un tormento de genuino placer. «Il était malin, celui qui a inventé ce truc-lá», comentó amablemente y volvió a vestirse con la misma prodigiosa rapidez.
Le pedí otro encuentro, más elaborado, para más tarde, en ese mismo día, y dijo que me encontraría a las nueve, en el café de la esquina. Juró que nunca había posé un lapin en toda su joven vida. Volvimos al mismo cuarto y no pude menos que decirle qué bonita era, a lo cual respondió modestamente: «Tu es bien gentil de dire ça». Después, advirtiendo lo que también yo advertí en el espejo que reflejaba nuestro pequeño edén –una terrible mueca de ternura que me hacía apretar los dientes y torcer la boca–, la concienzuda Monique (¡oh, había sido una nínfula sin tacha!) quiso saber si debía quitarse la pintura de los labios avant qu'on se couche, por si yo pensaba besarla. Desde luego, lo pensaba. Con ella me abandoné hasta un punto desconocido con cualquiera de sus precursoras, y mi última visión de esa noche con Monique, la de largas pestañas, se ilumina con una alegría que pocas veces asocio con cualquier acontecimiento de mi vida amorosa, humillante, sórdida y taciturna. La gratificación de cincuenta que le di pareció enloquecerla mientras brotaba en la llovizna de esa noche de abril, con Humbert bogando en su estrecha estela. Se detuvo frente a un escaparate y dijo con deleite: «Je vais m'acheter des bas!», y nunca olvidaré cómo sus infantiles labios parisienses explotaron al decir bas, pronunciando la palabra con tal apetito que transformó la «a» en el vivaz estallido de una breve «o».
Me cité con ella para el día siguiente, a las 14,15, en mi propio cuarto, pero el encuentro fue menos exitoso; me pareció menos juvenil, más mujer después de una noche. Un resfrío que me contagió me hizo cancelar la cuarta cita; no lamenté romper una serie emocional que amenazaba abrumarme con angustiosas fantasías y diluirse en ocre decepción. Que la esbelta, suave, Monique permanezca, pues, como fue durante uno o dos minutos: una nínfula delincuente que brillaba a través de la joven materialista.
Mi breve relación con Monique inicio una corriente de pensamientos que pueden parecer harto evidentes al lector que conoce los cabos. Un anuncio de una revista pornográfica me llevó a la oficina de cierta mademoiselle Edith, que empezó ofreciéndome la elección de un alma gemela en un álbum más bien sucio («regardez-moi cette belle brune!»): Cuando aparté el álbum y me las arreglé de algún modo para soltar mi criminal anhelo, me miró como si hubiera estado a punto de mostrarme la puerta. Sin embargo, después de preguntarme qué precio estaba dispuesto a desembolsar, consintió en ponerme en contacto con una persona qui pourrait arranger la chose. Al día siguiente, una mujer asmática, groseramente pintada, gárrula, con olor a ajo, un acento provenzal casi burlesco y bigote negro sobre los labios rojos, me llevó hasta el que parecía su propio domicilio. Allí, después de juntar las puntas de sus dedos gordos y besárselas para significar que su mercancía era un pimpollo delicioso, corrió teatralmente una cortina, descubriendo lo que consideré como la parte del cuarto donde solía dormir una familia numerosa y desaprensiva. En ese momento, sólo había allí una muchacha de por lo menos quince años, monstruosamente gorda, cetrina, de repulsiva fealdad, con trenzas espesas y lazos rojos, sentada en una silla mientras mecía ficticiamente una muñeca calva. Cuando sacudí la cabeza y traté de huir de la trampa, la mujer, hablando a todo trapo, empezó a levantar la sucia camisa de lana sobre el joven torso de giganta. Después, viéndome resuelto a marcharme, me pidió son argent. Entonces se abrió una puerta en el extremo del cuarto y dos hombres que habían estado comiendo en la cocina se sumaron a la gresca. Eran deformes, con los pescuezos al aire, morenos, y uno de ellos usaba anteojos negros. A sus espaldas espiaban un muchachuelo y un niño que andaban de puntillas, con las piernas torcidas y embarradas. Con la lógica insolente de las pesadillas, la enfurecida alcahueta señaló al de los anteojos negros y dijo que había estado en la policía, lui, de modo que me convenía hacer lo que se me había dicho. Me dirigí hacia Marie –ése era su nombre estelar–, que por entonces había trasladado tranquilamente sus pesadas ancas hasta un banquillo frente a la mesa de la cocina para seguir con la sopa interrumpida, mientras el niño de puntillas recogía la muñeca. Con una oleada de piedad que dramatizó mi ademán idiota, deslicé un billete en su mano indiferente. Ella transfirió mi dádiva al exdetective, mientras se me permitía retirarme.
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Ignoro si el álbum de la alcahueta fue o no otro eslabón en la guirnalda de margaritas; lo cierto es que poco después, por mi propia seguridad, resolví casarme. Se me ocurrió que horarios regulares, alimentos caseros, todas las convenciones del matrimonio, la rutina profiláctica de las actividades de dormitorio y, acaso, el probable florecimiento de ciertos valores morales podían ayudarme, si no para purgarme de mis degradantes y peligrosos deseos, por lo menos para mantenerlos bajo mi dominio. Algún dinero recibido después de la muerte de mi padre (no demasiado: el Mirana se había vendido mucho antes), sumado a mi postura atractiva, aunque algo brutal, me permitió iniciar la busca con ecuanimidad. Después de considerables deliberaciones, mi elección recayó sobre la hija de un doctor polaco: el buen hombre me trataba sucesivamente por mis vahídos y mi taquicardia. Jugábamos al ajedrez: su hija me miraba detrás de su caballete de pintura, e introducía ojos y articulaciones –tomadas de mí– en los trastos cubistas que por entonces pintaban las señoritas cultas, en vez de lilas y corderillos. Permítaseme repetirlo con serena firmeza: yo era, y aún soy, a pesar de mes malheurs, un varón excepcionalmente apuesto; de movimientos lentos, alto, con suave pelo negro y aire melancólico, pero tanto más seductor. La virilidad excepcional suele reflejar, en los rasgos visibles del sujeto, algo sombrío y congestionado que pertenece a lo que debe ocultar. Y ése era mi caso. Muy bien sabía yo, ay, que podía obtener a cualquier hembra adulta que se me antojara castañeteando los dedos; en verdad, ya era todo un hábito mío el no mostrarme demasiado atento con las mujeres, a menos que se precipitaran, con la sangre encendida, en mi frío regazo. De haber sido yo un françáis moyen aficionado a las damas de relumbrón, podría haber encontrado fácilmente, entre las muchas bellezas enloquecidas que rompían contra mi sombrío peñasco, criaturas mucho más fascinantes que Valeria. Pero mi elección estaba condicionada por consideraciones cuya esencia era, como habría de advertirlo demasiado tarde, una lamentable transacción. Todo lo cual demuestra hasta qué punto Humbert era siempre estúpido en cuestiones de sexo.
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Aunque me dijera a mí mismo que sólo buscaba una presencia que sirviera de blanco para mis tiros, un pot-au-feu superlativo, lo que realmente me atraía en Valeria era que imitaba a una niña. No lo hacía porque hubiera adivinado algo en mí; era sencillamente su estilo, y sucumbí a él. En realidad, ya andaba cerca de los treinta (nunca llegué a saber su verdadera edad, porque hasta su pasaporte mentía) y había perdido su virginidad en circunstancias que variaban según su estado de ánimo rememorativo. Por mi parte, yo era tan candoroso como sólo un pervertido puede serlo. Ella tenía un aire retozón, de pichona, se vestía a la gamine, mostraba generosamente sus piernas suaves, sabía cómo destacar el blanco de una prenda íntima con el negro terciopelo de sus chinelas, hacía mohínes, tenía hoyuelos, era juguetona, sacudía su pelo corto, rubio y rizado de la manera más graciosa y trivial que pudiera imaginarse.
Después de una sucinta ceremonia en la mairie, la llevé al nuevo apartamento que había alquilado y, con cierta sorpresa de su parte, hice que se pusiera antes de tocarla, un tosco camisón que me había ingeniado para hurtar del lavadero de un orfanato. Esa noche nupcial me procuró cierta diversión. Pero la realidad no tardó en afirmarse. Los rubios rizos revelaron sus raíces negras; el vello se convirtió en púas sobre una piel rasurada; los volubles labios húmedos, que yo había atiborrado de amor, traicionaron ignominiosamente su semejanza con la parte correspondiente en un preciado retrato de su mamá muerta, tan parecida a un sapo; al fin, en vez de una pálida niña del arroyo, Humbert Humbert tuvo en sus manos un baba enorme, hinchado, de piernas cortas, pechos grandes y casi sin seso.
Ese estado de cosas duró desde 1935 hasta 1939. La única ventaja de mi mujer era su naturaleza tácita, que favorecía la ilusión de un extraño bienestar en nuestro pequeño y mísero departamento: dos cuartos, una vista brumosa desde una ventana, una pared de ladrillos desde la otra, una cocina estrecha, una bañera en forma de zapato dentro de la cual me sentía como Marat, pero sin ninguna doncella de cuello blanco que me apuñalara. Pasamos juntos unas pocas noches apacibles, ella hundida en su Paris-Soir, yo trabajando en una mesa desvencijada. Íbamos al cinematógrafo, a ver carreras de bicicletas y combates de boxeo. Yo recurría muy pocas veces a su carne rancia; sólo en casos de gran necesidad y desesperación. El almacenero que vivía frente a nosotros tenía una hijita cuya sombra me enloquecía; pero con ayuda de Valeria encontraba, después de todo, ciertos desahogos legales para mi fantástica tendencia. En cuanto a la cocinera, descartamos tácitamente el pot-au-feu y comíamos casi siempre en un lugar atestado de la Rue Bonaparte, con manteles manchados de vino y entre una algarabía foránea. En la casa vecina, un anticuario exhibía en su escaparate abigarrado una vieja estampa norteamericana, espléndida, llameante, verde, roja, dorada, azul, índigo: una locomotora con una chimenea gigantesca, grandes faroles barrocos y un barredor tremendo, que arrastraba sus coches color malva a través de la noche tormentosa, en la pradera, y mezclaba su humo tachonado de chispas con las aterciopeladas nubes henchidas de truenos.
Las nubes estallaron. En el verano de 1939 mon oncle d'Amérique murió legándome una renta anual de unos pocos miles de dólares a condición de que me fuera a vivir a los Estados Unidos y demostrara ciertos interés por sus asuntos. La perspectiva encontró en mí la mejor de las bienvenidas. Sentí que mi vida necesitaba una sacudida. Además, había otra cosa: en la felpa de la comodidad matrimonial aparecían agujeros de polillas... En las últimas semanas, había advertido que mi gorda Valeria no era ya la misma: había adquirido un extraño desasosiego y a veces hasta mostraba cierta irritación muy poco afín con el carácter que se suponía encarnado con ella. Cuando le informé que estábamos a punto de embarcarnos para Nueva York, pareció perpleja, angustiada. Hubo algunas tediosas dificultades con sus documentos. Tenía un pasaporte que, por algún motivo, su participación de la sólida nacionalidad suiza de su marido no podía superar; resolví que la necesidad de hacer colas en la préfecture y otras formalidades era lo que le había vuelto tan inquieta, a pesar de mis pacientes descripciones de Norteamérica como el país de los niños rosados y los grandes árboles, donde la vida era tanto mejor que en el insulso y turbio París.
Una mañana, salíamos de cierta oficina con sus papeles casi en orden, cuando Valeria, que iba zarandeándose a mi lado, empezó a sacudir vigorosamente su cabeza lanuda sin decir una sola palabra. Callé durante un instante y al fin le pregunté si le pasaba algo. Me respondió (traduzco de su francés, que a su vez sería, según imagino, la traducción de una trivialidad eslava): «Hay otro hombre en mi vida».
En verdad, ésas son palabras feas para los oídos de un marido. Confieso que me ofuscaron. Golpearla allí mismo, en la calle, como habría hecho un hombre honrado del común, no era cosa factible. Años de oculto sufrimiento me habían enseñado un autocontrol sobrehumano. La hice subir, pues, a un taxi que se había deslizado de manera invitadora a lo largo de la acera durante algún tiempo, y en esa relativa intimidad sugerí que aclarara su tremenda revelación. Una furia creciente me sofocaba, no porque sintiera un afecto especial hacia esa figura ridícula, madame Humbert, sino porque los problemas de uniones legales e ilegales, sólo podían resolverse por sí mismos, y ahí estaba ella, Valeria, una esposa de comedia, preparándose a disponer de mi comodidad y mi destino. Le pregunté el nombre de su amante. Repetí mi pregunta; pero ella se empeñó en un grotesco balbuceo, discurriendo sobre su infelicidad conmigo y anunciando planes para un divorcio inmediato: «Mais, qui est-ce», grité al fin, golpeándole la rodilla con el puño. Ella, sin pestañear, fijó en mí sus ojos como si la respuesta hubiera sido demasiado simple para las palabras, después se encogió ligeramente de hombros y señaló la espesa nuca del conductor del taxi, que se detuvo en un pequeño café y se presentó. No recuerdo su ridículo nombre, pero después de todos esos años aún puedo verlo con toda nitidez: un fornido ruso blanco, ex coronel, de bigote espeso y corte de pelo a la prusiana. Había miles de ellos trabajando en ese oficio de necios por todo París. Nos sentamos a una mesa. El zarista pidió vino y Valeria, después de aplicarse una servilleta mojada sobre la rodilla, siguió hablando... en mí, más que a mí. Vertía palabras en este digno receptáculo con volubilidad que nunca había sospechado en ella. De cuando en cuando, dirigía una descarga eslava hacia su insólito amante. La situación era absurda y lo fue aún más cuando el coronel-taximetrista, deteniendo a Valeria con una sonrisa posesiva, empezó a desarrollar sus opiniones y proyectos. Con un acento atroz en su cuidadoso francés, esbozó el mundo de amor y trabajo en el cual se proponía entrar tomado de la mano de su mujer-niña, Valeria. Valeria, mientras tanto, había empezado a arreglarse, sentada entre él y yo; se pintaba los labios fruncidos, triplicaba su mentón para observarse la pechera de la blusa, etcétera. El coronel hablaba de ella como si hubiera estado ausente, y también como si Valeria hubiera sido una especie de pupila a punto de pasar, por su propio bien, de las manos de un tutor sensato a las de otro más sensato todavía. Y aunque mi ira impotente haya exagerado y desfigurado ciertas impresiones, puedo jurar que el ruso llegó a consultarme sobre problemas tales como la alimentación de mi mujer, sus períodos, su guardarropa y los libros que había leído o debía leer: «Creo que Jean Christophe le gustará...», dijo. ¡Oh, el señor Taxovich era todo un letrado!
Puse fin a esa cháchara sugiriendo a Valeria que empacara en seguida sus pocas pertenencias, y el bobo del coronel se ofreció galantemente para llevarlas en su automóvil. Volviendo a su condición profesional, condujo a los Humbert a su domicilio. Durante el camino, Valeria habló y Humbert el Terrible deliberó con Humbert el Pequeño si Humbert Humbert debía matar al amante, o a los dos, o a ninguno. Recuerdo la ocasión en que empuñé una pistola automática perteneciente a un camarada de estudios, en los días (he hablado de ellos, pero poco importa) en que jugaba con la idea de gozar de su hermana, una diáfana nínfula con un arco de pelo negro, y luego darme muerte. Ahora me preguntaba si Valechka, como la llamaba el coronel, era digna de que disparara contra ella, o la estrangulara, o la ahogara. Tenía piernas muy vulnerables y resolví limitarme a lastimarla horriblemente no bien estuviéramos a solas.
Pero nunca estuvimos a solas. Valechka –que ahora vertía torrentes de lágrimas teñidas por el revoltijo de su maquillaje multicolor– empezó a llenar un baúl, y dos valijas, una caja que estuvo a punto de estallar, mientras el maldito coronel, que revoloteaba alrededor de ella incesantemente, hacía imposibles mis sueños de ponerme mis botas de montaña y darle un buen puntapié en el trasero. No puedo decir que el coronel se portara con insolencia o cosa semejante; por el contrario, exhibió –como una representación suplementaria en esa función que me habían endilgado– una discreta cortesía de viejo estilo, subrayando sus movimientos con toda clase de excusas mal pronunciadas (j'ai demannde perdone... est-ce que j'ai puis...) y volviéndose con todo tacto cuando Valechka descolgó de la cuerda para tender, sobre la bañera, sus calzones rosados. Pero el coronel parecía llenar el lugar en todo momento, le gredin, ya acomodando su persona a la anatomía de un sofá, ya leyendo mi periódico en mi silla, ya desatando el nudo de un cordel, ya enrollando un cigarrillo, ya contando las cucharitas de té, ya visitando el cuarto de baño, ya ayudando a su muñeca a envolver el ventilador eléctrico que su padre le había regalado, ya llevando a la calle su equipaje. Yo me senté a medias apoyado en el alféizar de la ventana, con los brazos cruzados, muriéndome de odio, de hastío. Al fin, ambos estuvieron fuera del trémulo apartamento –seguía resonando en cada nervio mío la vibración de mi portazo a sus espaldas, pobre sucedáneo del revés que debía haberle dado en la mejilla, según las normas del cinematógrafo–. Representando torpemente mi papel, me precipité al cuarto de baño para comprobar si se habían llevado mi agua de colonia inglesa; allí estaba, pero advertí, con un estremecimiento de furioso asco, que el antiguo consejero del zar no había tirado la cadena después de vaciar su vejiga. Ese solemne estanque de orina ajena donde se desintegraba una colilla pardusca, me hirió como un insulto supremo y busqué, enloquecido, un arma alrededor de mí. En realidad, me atrevo a decir que sólo una cortesía de clase media rusa (con un dejo oriental, quizá) había sugerido al buen coronel (¡Maximovich!, súbitamente su nombre vuela en taxi hacia mí), persona muy formal como todos los de su condición, que encubriera sus necesidades privadas con un decoroso silencio, como para no humillar la pequeñez del domicilio de su huésped con el fragor de una impetuosa cascada, al cabo de su propio chorro aminorado. Pero todo ello no pasó por mi mente mientras exploraba la cocina, rugiendo de rabia, en pos de algo mejor que una escoba. Al fin, abandonando la busca, salí de la casa con la heroica decisión de atacarlo a puño limpio: a pesar de mi vigor natural, no soy un púgil, mientras que Maximovich, bajo, pero de hombros anchos, parecía hecho de hierro. La calle desierta, donde no quedó más rastro de la partida de mi mujer que un botón de vidrio arrojado al arroyo después de permanecer durante tres innecesarios años en un estuche roto, evitó que me sangraran las narices. Pero no importa. Tuve mi pequeña venganza a su debido tiempo. Un hombre de Pasadena me dijo un día que la señora Maximovich, née Zborovski, había muerto al dar a luz en 1945; de algún modo, la pareja había ido a parar a California, donde se había prestado, a cambio de un salario excelente, a un largo experimento ideado por un distinguido etnólogo norteamericano. El experimento consistía en observar las reacciones humanas y raciales a una dieta de bananas y dátiles, en una constante posición de cuatro patas. Mi informante, un doctor, juró que había visto con sus propios ojos a la obesa Valechka y a su coronel, por entonces con el pelo gris y también muy corpulento, gateando diligentemente por los bien barridos suelos de una serie de cuartos muy iluminados (frutas en uno, agua en otro, esteras en un tercero, etc.), en compañía de otros cuadrúpedos alquilados, escogidos entre grupos indigentes y desesperados. He tratado de encontrar los resultados de esas pruebas en la Revista de Antropología, pero parece que aún no se han publicado. Desde luego, se necesita algún tiempo para que fructifiquen esos productos científicos. Espero que se publiquen ilustrados con buenas fotografías, aunque no es muy probable que la biblioteca de una cárcel albergue obras tan eruditas. El libro a que me veo limitado en estos días, a pesar de las gestiones de mi abogado, es un claro ejemplo del absurdo eclecticismo que gobierna la elección de libros en las bibliotecas carcelarias. Tienen la Biblia, desde luego, y Dickens (un ejemplar antiguo, Nueva York, ed. G. W. Lillingham, MDCCCLXXXVII); el Tesoro de la juventud, con algunas bonitas fotografías de girls scouts con pelo color de miel, en pantalones cortos; y El anuncio de un crimen, de Agatha Christie. Pero también tienen coruscantes fruslerías tales como Un vagabundo en Italia, de Percy Elphinstone, autor de Vuelta a Venecia, Boston 1868, y un Quién es quién en el teatro relativamente al día (1946) –actores, productores, autores, fotografías de escenas–. Examinando el último volumen, di con una de esas coincidencias que los lógicos abominan y los poetas aman. Transcribo casi toda la página:
«Pym, Roland. Nació en Lundy, Massachusetts, en 1922. Estudió arte escénico en Elsinore Playhouse, Derby, Nueva York. Se inició en Fuegos de artificio. En su vasto repertorio figuran: A dos cuadras de aquí, La muchacha de verde, Maridos mezclados, Toca y vete, El encantador Juan, He soñado contigo.»
«Quilty, Clare. Dramaturgo norteamericano. Nació en Ocean City, Nueva Jersey. 1911. Estudió en la Universidad de Columbia. Se inició en la carrera del comercio, pero la abandonó por el arte dramático. Es autor de La pequeña ninfa, La dama que amaba los relámpagos (en colaboración con Vivian Darkbloom), Era oscura, El hongo extraño, Amor paternal y otras piezas. Son notables su abundantes producciones para niños. La pequeña ninfa viajó 22. 000 kilómetros y se representó 280 veces en su rumbo hacia Nueva York. Hobies: autos de carreras, fotografía, animales domésticos.»
«Quine, Dolores. Nació en 1882, en Dayton, Ohio. Estudió arte escénico en la American Academy. Actuó por primera vez en Ottawa, en 1900. En 1904 debutó en Nueva York con Nunca hables a extraños. Desde entonces reapareció en... (sigue una lista de obras).»
¡Cómo me retuerce con dolor desesperado la lectura del nombre de mi amada, aunque atribuido a una vieja bruja! Acaso también ella pudo ser actriz. Nació en 1935. Apareció (advierto el desliz de mi pluma en el párrafo precedente, pero no lo corrijas, por favor, Clarence) en El escritor asesinado. ¡Oh, Lolita mía, sólo puedo jugar con palabras!
9
Los trámites del divorcio demoraron mi viaje y las tinieblas de otra guerra mundial ya se habían posado sobre el globo cuando, después de un invierno de tedio y neumonía en Portugal, llegué por fin a los Estados Unidos. En Nueva York acepté con avidez la liviana tarea que se me ofreció; consistía, sobre todo, en redactar y revisar anuncios de perfumes. Me felicité por la periodicidad irregular y los aspectos semiliterarios de ese trabajo; me ocupaba de él cuando no tenía nada que hacer. Por otro lado, una universidad de Nueva York me apremiaba a que completara mi historia comparada de la literatura francesa para estudiantes de habla inglesa. El primer volumen me llevó un par de años, durante los cuales rara vez le consagré menos de quince horas diarias de trabajo. Cuando evoco esos días, los veo nítidamente divididos en una amplia zona de luz y una estrecha banda de sombra: la luz pertenecía al solaz de investigar en bibliotecas suntuosas; la sombra, a los deseos atormentadores y los insomnios sobre los cuales ya he dicho bastante. El lector, que ya me conoce, imaginará con facilidad cómo me cubría de polvo y me acaloraba al tratar de obtener un vislumbre de nínfulas (siempre remotas, ay) jugando en Central Park, y cómo me repugnaba el brillo de desodorizadas muchachas de carrera que un alegre perro en una de las oficinas descargaba sobre mí. Omitamos todo eso. Un tremendo agotamiento nervioso me envió a un sanatorio por más de un año; volví a mi trabajo, sólo para hospitalizarme de nuevo.
Una sana vida al aire libre pareció prometerme algún alivio. Uno de mis doctores favoritos, tipo cínico y encantador, de pequeña barba parda, tenía un hermano, y ese hermano organizaba una expedición al Canadá ártico. Me vinculé a ella para «registrar reacciones psíquicas». Con dos jóvenes botánicos y un viejo carpintero, compartía de cuando en cuando (y nunca con demasiado éxito) los favores de nuestra dietista, la doctora Anita Johnson, que muy pronto, con alegría de mi parte, fue remitida de vuelta. Yo tenía una noción muy vaga sobre el objeto de la expedición. A juzgar por el número de meteorólogos incluidos en ella, supongo que rastreábamos hasta su cubil (en algún punto de la isla del Príncipe de Gales, entiendo) el fluctuante polo norte magnético. Un grupo, juntamente con los canadienses, estableció una estación magnética en Pierre Point, Melville Sound. Otro grupo, igualmente extraviado, recogió plancton. Un tercer grupo estudió la tuberculosis en la tundra. Bert, el fotógrafo, un tipo inseguro con el cual hube de participar en buena parte de menesteres domésticos (también él tenía ciertas perturbaciones físicas), sostenía que los grandes hombres de nuestro equipo, los verdaderos jefes que nunca veíamos, se proponían sobre todo comprobar la influencia del mejoramiento climático sobre el pelaje del zorro polar.
Vivíamos en cabañas prefabricadas, de madera, en medio de un mundo precámbrico de granito. Teníamos montones de provisiones –el Reader's Digest, una batidora para ice cream, retretes químicos, gorros de papel para Navidad. Mi salud mejoró maravillosamente, a pesar o a causa de todo ese aburrimiento, de toda esa vacuidad. Rodeado por una triste vegetación de sauces y líquenes; penetrado y, supongo, lavado por un viento sibilante; sentado sobre una piedra, bajo un cielo absolutamente translúcido (a través del cual, sin embargo, no se vislumbraba nada de importancia), me sentía curiosamente alejado de mi propio yo. Ninguna tentación me enloquecía. Las rotundas y grasientas niñas esquimales, con su olor a pescado, su horrible pelo de cuervo y sus caras de cobayos, despertaban en mí menos deseos que la doctora Johnson. No existen nínfulas en las regiones polares.
Dejé a quienes me aventajaban en ello el cuidado de analizar ventisqueros y aluviones, y durante algún tiempo procuré anotar lo que candorosamente tomaba por «reacciones» (advertí, por ejemplo, que bajo el sol de medianoche los sueños tienden a ser de vivos colores, y mi amigo el fotógrafo me lo confirmó). Además, se suponía que debía asesorar a mis diversos compañeros sobre cierto número de asuntos importantes, tales como la nostalgia, el temor de animales desconocidos, las fantasías culinarias, las emisiones nocturnas, las aficiones, la elección de programas radiofónicos, los cambios de perspectivas, etcétera. Todos se hartaron a tal punto de ello que pronto abandoné el proyecto por completo, y sólo hacia el fin de mis veinte meses de trabajo frío (como uno de los botánicos lo llamó jocosamente) pergeñé un informe perfectamente espurio y muy chispeante que el lector encontrará publicado en los Anales de Psicofísica del Adulto, de 1945 ó 1946, así como en el ejemplar de Exploraciones árticas dedicado a esa expedición. La cual, en suma, no tenía una verdadera relación con el cobre de la isla Victoria ni con nada parecido, como hube de enterarme por mi afable doctor, pues la índole del verdadero propósito de la exploración era de las llamadas «archisecretas»; así permítaseme agregar tan sólo que, sea como fuere, dicho propósito se logró admirablemente.
El lector lamentará saber que poco después de mi regreso a la civilización, tuve otro ataque de locura (si puede aplicarse ese término cruel a la melancolía y a una sensación de angustia insoportable). Debo mi completa recuperación a un descubrimiento que hice en ese mismo y carísimo sanatorio. Descubrí que había una fuente inagotable de placer en jugar con los psiquiatras: consistía en guiarlos con astucia, cuidando de que no se enteraran de que conocía todas las tretas de su oficio, inventándoles sueños elaborados, de estilo puramente clásico (que los hacían soñar y despertarse a gritos a ellos mismos, los extorsionistas de sueños), burlándolos con fingidas «escenas primitivas», ocultándoles siempre el menor vislumbre de la propia condición sexual. Soborné a una enfermera para tener acceso a los ficheros y descubrí con regocijo una tarjeta en que se me describía como «homosexual en potencia» e «impotente total». El deporte era tan bueno y sus resultados –en mi caso– tan rotundos que me quedé todo un mes después de haber sanado (dormía admirablemente y comía como una colegiala). Y hasta agregué otra semana sólo por el placer de habérmelas con un poderoso recién llegado, una celebridad desplazada y sin duda trastornada, conocida por su destreza para hacer creer a los pacientes que habían asistido a su propia concepción.
10
Cuando me dieron de alta busqué un sitio en la campiña de Nueva Inglaterra o una aldea soñoliente (olmos, iglesia blanca) donde pasar un verano estudioso, acrecentando las notas que ya colmaban un cajón y bañándome en algún lago cercano. Mi trabajo volvía a interesarme –me refiero a mis esfuerzos de erudición–; lo demás, mi participación activa en los perfumes póstumos de mi tío, se había reducido al mínimo.
Uno de sus antiguos empleados, descendiente de una familia distinguida, me sugirió que pasara unos pocos meses en la residencia de ciertos primos suyos venidos a menos, un señor McCoo, retirado, y su mujer, que deseaban alquilar su piso alto, donde tenían dos hijas pequeñas, una niña de meses y otra de doce años, y un bello jardín, no lejos de un hermoso lago. Contesté que la cosa pintaba muy bien.
Cambié cartas con esas personas, las persuadí de que era un animal muy doméstico y pasé una noche fantástica en el tren, imaginando con todos los pormenores posibles a la enigmática nínfula a la que ejercitaría en francés y mimaría en humbértico. Nadie me recibió en la estación de juguete donde bajé con mi lujosa maleta nueva, y nadie respondió al teléfono; pero al fin, un angustiado McCoo de ropas mojadas irrumpió en el único hotel de la verdirrosa Ramsdale con la noticia de que su casa había ardido por completo –quizá a causa de la conflagración sincrónica que durante la noche entera había rugido en mis venas–. Su familia, me explicó, se había refugiado en una granja de su propiedad, llevándose el automóvil, pero una amiga de su mujer, la señora Haze, ilustre personaje que vivía en la calle Lawn, número 342, se ofrecía para alojarme. Cierta dama que vivía frente a la señora Haze había prestado al señor McCoo su limousine, un maravilloso y anticuado artefacto conducido por un negro. Desvanecido el único motivo de mi llegada, el arreglo mencionado me parecería ridículo. Muy bien, McCoo tendría que reedificar por completo su casa, ¿y qué? ¿No la había asegurado bastante? Me sentía enfurecido, decepcionado, harto, pero como cortés europeo no pude rehusar que me despacharan hacia la calle Lawn en ese coche fúnebre, intuyendo que de lo contrario el señor McCoo urdiría un ardid aún más complicado para librarse de mí. Lo vi escabullirse y mi chófer sacudió la cabeza con una risilla. En route, me juré a mí mismo que no soñaría siquiera con permanecer en Ramsdale bajo ninguna circunstancia, y que ese mismo día volaría a las Bermudas o las Bahamas. Posibilidades de ternuras junto a las playas en tecnicolor ya me habían cosquilleado en el espinazo tiempo antes y, en verdad, el primo de McCoo no había hecho sino torcer esa corriente de ideas con su sugestión bien recibida pero, tal como ahora se revelaba, absolutamente insensata.
Y a propósito de virajes bruscos: estuvimos a punto de atropellar a un insolente perro suburbano (uno de esos que acechan a la espera de automóviles) cuando tomamos la calle Lawn. Poco más adelante apareció la casa Haze, un horror de madera blanca, de aspecto sombrío y vetusto, más gris que blanca –el típico lugar en que se encuentra uno, en vez de ducha, con un tubo de goma fijado a la canilla de la bañera–. Di la propina al chófer y esperé que se marchara en seguida, para regresar a mi hotel sin que me vieran y empacar; pero el hombre no hizo más que cruzar la calle, pues una anciana lo llamaba desde la entrada de su casa. ¿Qué otra cosa podía hacer yo? Apreté el timbre.
Una criada de color me hizo entrar y me dejó de pie sobre el felpudo mientras se precipitaba de nuevo hacia la cocina, donde se quemaba algo que no debía quemarse.
El vestíbulo tenía diversos adornos; un canillón colgante sobre la puerta, un artefacto de madera rojiblanca, de los que se venden en los mercados mexicanos, y la reproducción preferida por la clase media presuntuosamente artística, la Arlesiana de van Gogh. Una puerta abierta a la derecha dejaba ver una sala con más trastos mexicanos en una rinconera y un sofá a rayas contra la pared. Al final del pasillo había una escalera, y mientras me secaba el sudor de la frente (sólo entonces advertí el calor que hacía fuera) y miraba, por mirar algo, una pelota de tenis gris sobre un arcón de roble, me llegó desde el descanso la voz de contralto de la señora Haze, que inclinada sobre el pasamanos preguntó melodiosamente: «¿Es monsieur Humbert?» La ceniza de un cigarrillo cayó como rúbrica. Después, la propia dama fue bajando los escalones en este orden: sandalias, pantalones pardos, blusa de seda amarilla, cara cuadrada. Con el índice seguía golpeando el cigarrillo.
Creo que lo mejor será describirla desde ahora, para acabar con ello. La pobre señora estaba entre los treinta y los cuarenta, tenía la frente brillante, cejas depiladas y rasgos muy simples, pero no sin atracción, de un tipo que podía definirse como una copia mala de Marlene Dietrich. Palmeándose las asentaderas, me guió hasta el saloncito y hablamos un minuto sobre el incendio de McCoo y el privilegio de vivir en Ramsdale. Sus enormes ojos color verde mar tenían una curiosa manera de viajar sobre mí, evitando cuidadosamente mis propios ojos. Su sonrisa consistía apenas en levantar una ceja enigmática; estirándose desde el sofá donde hablaba, sacudía espasmódicamente su cigarrillo sobre tres ceniceros y la chimenea vecina (donde yacía el pardusco centro de una manzana roída). Era a todas luces una de esas mujeres cuyas cumplidas palabras pueden reflejar un club del libro, o un club de bridge, o cualquier otro mortal convencionalismo, pero nunca su alma; mujeres desprovistas por completo de humorismo; mujeres absolutamente indiferentes, en el fondo, a la docena de temas posibles para una conversación en una sala, pero muy cuidadosas sobre las normas de tal conversación, a través de cuyo luminoso celofán pueden distinguirse sin esfuerzo apetitosas frustraciones. Yo tenía clara conciencia de que si por una maldita casualidad llegaba a ser su huésped, ella se conduciría metódicamente según su propia concepción del hospedaje, y yo me vería otra vez atrapado en una de esas tediosas aventuras que tan bien conocía.
Pero no había peligro de que me quedara allí. No podía ser feliz en ese tipo de casa, con revistas manoseadas sobre cada silla y una especie de abominable hibridación entre la comedia de los llamados muebles funcionales modernos y la tragedia de mecedoras decrépitas y mesas de luz desvencijadas y bombillas fundidas. Me guió escaleras arriba, hasta «mi» cuarto. Lo inspeccioné a través de la bruma de mi rechazo, pero discerní sobre «mi cama» «La sonata de Kreutzer», de René Prinet. ¡Y llamaba a ese cuarto de sirvienta un «semiestudio»! ¡Salgamos de aquí en el acto!, me dije con firmeza mientras fingía considerar el precio ridículo y ominosamente bajo que mi voluntariosa huéspeda me pedía por cuarto y pensión.
Pero mi cortesía europea me obligó a sobrellevar la ordalía. Cruzamos el descanso de la escalera hacia el ala derecha de la casa, donde «Yo y Lo tenemos nuestros cuartos» (Lo debía de ser la criada), y la huéspeda-amante apenas pudo ocultar un estremecimiento cuando concedió al melindroso individuo un examen del único cuarto de baño, minúsculo y oblongo, entre el descanso y el cuarto de «Lo», con objetos blandos y mojados colgando sobre la dudosa bañera (con el signo de interrogación de un pelo en su interior); allí estaban la previsible serpiente de goma y su complemento, una cubierta rosada que tapaba tímidamente el retrete.
«Veo que no se siente usted favorablemente impresionado», dijo la dama apoyando un instante su mano sobre mi manga. Combinaba un frío atrevimiento –el exceso de lo que se llama «aplomo»– con una timidez y una tristeza que hacían tan artificial la nitidez con que elegía sus palabras como la entonación de un profesor de «dicción». «Confieso que ésta no es una casa muy... pulcra –continuó la condenada–, pero le aseguro (y me miró los labios) que estará usted muy cómodo, muy cómodo en verdad... Permítame que le muestre el jardín» (dijo estas últimas palabras con más ánimo y con una especie de atracción simpática en la voz).
La seguí de mal grado por las escaleras y, después por la cocina, al final del vestíbulo, en el ala derecha de la casa –donde también estaban el comedor y el saloncito (bajo «mi» cuarto, a la izquierda, sólo había un garage). En la cocina, la criada negra, una mujer regordeta y más o menos joven, dijo: «Me marcho ya, señora Haze», mientras tomaba su bolso negro y brillante de la manija de la puerta que daba a la entrada trasera. «Sí, Louise», respondió la señora Haze con un suspiro. «La llamaré el viernes». Pasamos a una despensa pequeña y entramos en el comedor, paralelo al saloncito que ya había admirado. Advertí un calcetín blanco en el suelo. Con un gruñido de desaprobación, la señora Haze se inclinó sin detenerse y lo arrojó en una alacena junto a la despensa. Inspeccionamos rápidamente una mesa de caoba con una frutera en el centro que sólo contenía el carozo todavía brillante de una ciruela. Busqué tanteando el horario que tenía en el bolsillo y lo pesqué subrepticiamente para dar con el primer tren. Aún seguía a la señora Haze por el comedor cuando, más allá del cuarto, hubo un estallido de verdor –«la galería» entonó la señora Haze– y entonces sin el menor aviso, una oleada azul se hinchó bajo mi corazón y vi sobre una estera, en un estanque de sol, semidesnuda, de rodillas, a mi amor de la Riviera que se volvió para espiarme sobre sus anteojos negros.
Era la misma niña: los mismos hombros frágiles y color de miel, la misma espalda esbelta, desnuda, sedosa, el mismo pelo castaño. Un pañuelo a motas anudado en torno al pecho ocultaba a mis viejos ojos de mono, pero no a la mirada del joven recuerdo, los senos juveniles. Y como si yo hubiera sido, en un cuento de hadas, la nodriza de una princesita (perdida, raptada, encontrada en harapos gitanos a través de los cuales su desnudez sonreía al rey y a sus sabuesos), reconocí el pequeño lunar en su flanco. Con ansia y deleite (el rey grita de júbilo, las trompetas atruenan, la nodriza está borracha) volví a ver su encantadora sonrisa, en aquel último día inmortal de locura, tras las «Roches Roses». Los veinticinco años vividos desde entonces se empequeñecieron hasta un latido agónico, hasta desaparecer.
Me es muy difícil expresar con fuerza adecuada esa llamarada, ese estremecimiento, ese impacto de apasionada anagnórisis. En el brevísimo instante durante el cual mi mirada envolvió a la niña arrodillada (sobre los severos anteojos negros parpadeaban los ojos del pequeño Herr Doktor que me curaría de todos mis dolores), mientras pasaba junto a ella en mi disfraz de adulto –un buen pedazo de triunfal virilidad–, el vacío de mi alma logró succionar cada detalle de su brillante hermosura, para cotejarla con los rasgos de mi novia muerta. Poco después, desde luego, ella, esa nouvelle, esa Lolita, mi Lolita, habría de eclipsar por completo a su prototipo. Todo lo que quiero destacar es que mi descubrimiento fue una consecuencia fatal de ese «principado junto al mar» de mi torturado pasado. Entre ambos acontecimientos, no había existido más que una serie de tanteos y desatinos, y falsos rudimentos de goce. Todo cuanto compartían formaba parte de uno de ellos.
Pero no me ilusiono. Mis jueces considerarán todo esto como la mascarada de un insano con gran afición por el fruit vert. Au fond, ça m'est bien égal. Sólo puedo decir que mientras esa Haze y yo bajábamos los escalones hacia el jardín anheloso, mis rodillas eran como reflejos de rodillas en agua rizada, y mis labios eran como arena, y...
—Ésta es mi Lo —dijo ella–. Y ésas son mis azucenas.
—Sí, sí –dije–. ¡Son hermosas, hermosas, hermosas!
11
La prueba número dos es una agenda encuadernada en imitación cuero negro con una fecha dorada, 1947, en escalier sobre el ángulo superior izquierdo. Hablo de ese pulcro producto de la Blank Blank Co., Blanqton, Mass., como si realmente estuviera frente a mí. En verdad, fue destruido hace cinco años y lo que ahora examinaremos (por cortesía de una memoria fotográfica) no es sino una breve materialización, un minúsculo fénix inmaturo.
Recuerdo la cosa con tal exactitud porque en realidad la escribí dos veces. Primero anoté cada etapa con lápiz (entre muchas enmiendas y borrones) en las hojas de lo que se llama comercialmente «repuesto para máquina de escribir»; después copié todo con abreviaturas obvias, con mi letra más pequeña y satánica, en el librillo negro que acabo de mencionar.
El 30 de mayo es día de abstinencia por edicto en New Hampshire, pero no en las Carolinas. Ese día, una epidemia de «fiebre intestinal» hizo que Ramsdale cerrara sus escuelas durante el verano. El lector puede comprobar el informe meteorológico en el Ramsdale Journal de 1947. Pocos días después, me mudé a casa de la señora Haze y el diario que me propongo exponer (como un espía que transmite de memoria el contenido de la nota que se ha tragado) abarca casi todo junio.
Jueves. Día muy cálido. Desde un punto ventajoso (ventanas del cuarto de baño) vi a Dolores descolgando ropa en la luz tamizada por los manzanos, tras la casa. Salí. Ella llevaba una camisa a cuadros, blue jeans, zapatillas de goma. Cada movimiento que hacía en las salpicaduras de sol punzaba la cuerda más secreta y sensible de mi cuerpo abyecto. Un rato después se sentó junto a mí en el último escalón de la entrada trasera y empezó a recoger guijarros entre sus pies –guijarros, Dios mío, y después un vidrio curvo de botella de leche parecida a una boca regañosa– para arrojarlos contra una lata. Ping. No acertarás otra vez..., no podrás –qué agonía– otra vez. Ping. Maravillosa piel, oh, maravillosa: suave y tostada, sin el menor defecto. La crema produce acné. El exceso de sustancia oleosa que alimenta los bulbos pilosos de la piel produce, cuando es excesiva, una irritación que abre paso a infecciones. Pero las nínfulas no tienen acné aunque se atiborren de comida pingüe. Dios mío, qué agonía ese tenue lustre sedoso en sus sienes que se intensifica hasta el brillante pelo castaño. Y el huesecillo a un lado de su tobillo cubierto de polvo. «¿La hija de McCoo? ¿Ginny McCoo? Oh, es un espanto. Mala. Y coja. Casi se muere de parálisis». Ping. La vírgula brillante de su antebrazo al bajar. Cuando se puso de pie para llevarse la ropa, pude admirar desde lejos los fondillos descoloridos de sus blue jeans recogidos. Más allá del jardín, la blanda señora Haze, completada por una cámara fotográfica, creció como una cuerda de fakir y después de varias alharacas heliotrópicas –ojos tristes hacia arriba, ojos alegres hacia abajo– tuvo el descaro de retratarme mientras parpadeaba sobre los escalones. Humbert le Bel.
Viernes. La vi cuando se marchaba a alguna parte con una niña morena llamada Rose. ¿Por qué su modo de andar me excitaba tan abominablemente? Analicémoslo. Una desvaída sugestión de pulgares vueltos hacia adentro. Una especie de cimbreante aflojamiento bajo la rodilla, prolongado hasta el fin de cada pisada. El espectro de un arrastre. Muy infantil, infinitamente meretricia, Humbert Humbert se siente además infinitamente turbado por el lenguaje vulgar de la pequeña, con su voz aguda y agria. Después la oí gritar redomadas sandeces a Rose por encima del cerco. Pausa. «Ahora tengo que irme, nena».
Sábado (principio acaso corregido). Sé que es una locura continuar con este diario, pero escribirlo me procura un peculiar estremecimiento. Y sólo una esposa enamorada podría descifrar esta letra microscópica. Permítaseme decir con un sollozo que hoy mi L. tomaba un baño de sol en la llamada «galería», pero su madre y otra mujer anduvieron incesantemente por los alrededores. Desde luego, podía sentarme en la mecedora y fingir que leía. Preferí no arriesgarme, y me mantuve lejos: temía que ese miedo horrible, insensato, ridículo, lastimoso que me paralizaba pudiera impedir que diera a mi entrée un aire fortuito.
Domingo. El ondulante calor todavía con nosotros; una semana muy favorable. Esta vez escogí una posición estratégica, con un obeso periódico y una pipa nueva, en la mecedora de la galería, antes de que llegara L. Con gran decepción mía, apareció con su madre, las dos en mallas de dos piezas, negras, nuevas como mi pipa. Mi amor, mi adorada estuvo un momento junto a mí –quería las historietas–, y olía casi como la otra niña de la Riviera, pero más intensamente, con armónicas más ásperas –un olor tórrido que me puso en movimiento de inmediato.. –, pero L. ya me había arrancado de un tirón la sección codiciada para retirarse a su estera, cerca de su mamá paquidérmica. Allí mi belleza se echó boca abajo, mostrándome, mostrando a los mil ojos desorbitados en mi sangre, sus omóplatos ligeramente prominentes y la pelusilla en la ondulación de su espinazo... En silencio, la alumna de sexto grado disfrutaba de sus historietas verdes, rojas, azules. Era la nínfula más encantadora que pudiera recordar... Mientras observaba a través de napas de luz prismáticas, con labios secos, concentrando mi guía y meciéndome levemente bajo mi periódico, sentí que mi percepción de L., debidamente enfocada, podía valerme de inmediato una bienaventuranza de suplicante, pero como un ave de rapiña que prefiere una presa en movimiento a otra inmóvil, me las ingenié para que esa lastimosa conquista coincidiera con uno de los varios movimientos infantiles que L. hacía de cuando en cuando mientras leía, por ejemplo, para tratar de rascarse la mitad de la espalda, revelando una axila punteada. Pero, de pronto, la gorda Haze lo arruinó todo volviéndose hacia mí y pidiéndome fuego, para iniciar una conversación so pretexto de un libro lleno de patrañas, escrito por cierto popular farsante.
Lunes. Delectatio amorosa. Paso mis tristes días entre mutismos y dolores. Esta tarde debíamos ir (mamá Haze, Dolores y yo) a bañarnos al lago, pero la mañana nacarada degeneró al mediodía en lluvia, y Lo hizo un escándalo.
La edad media de la pubertad femenina se ha fijado en los trece años y nueve meses, en Nueva York y Chicago. La edad varía, según los casos individuales. Herry Edgar se enamoró de Virginia cuando ésta tenía apenas catorce años. Le daba lecciones de álgebra. Je m'imagine cela. Pasaron su luna de miel en Petersburg, Fla. «Monsieur Poe-poe», como llamaba al poeta-poeta, un alumno en una de las clases de Humbert Humbert.
Tengo todas las características que, según los estudiosos, suscitan reacciones perturbadoras en una muchachuela: mandíbula firme, mano musculosa, voz profunda y sonora, hombros anchos. Además, se me encuentra parecido a cierto cantor por el cual Lo anda chiflada.
Martes. Llueve. Lago de las Lluvias. Mamá, fuera de casa, de compras. Sabía que L. estaba cerca. Después de una sinuosa maniobra, me encontré con ella en el dormitorio de su madre. Me pidió que le sacara una mota del ojo izquierdo. Blusa a rayas. Aunque adoro la fragancia intoxicable de Lo, debería lavarse el pelo de cuando en cuando. Durante un instante, ambos estuvimos en el mismo baño tibio y verde del espejo, que reflejaba la copa de un álamo y a nosotros, en el cielo. La sostuve fuertemente por los hombros; después, con ternura, le tomé las sienes y le volví la cabeza. «Es aquí –dijo–, aquí lo siento». «Los campesinos suizos usan la punta de la lengua... La sacan de una lamida. ¿Quieres que trate?» «Bueno», dijo. Le pasé suavemente mi aguijón trémulo por el salado globo del ojo. «Uy –dijo–, ya se fue». «¿El otro, ahora?» –Estás loco –empezó–. No tengo nad...» Pero entonces reparó en mis labios fruncidos, que se le acercaban. «Bueno», dijo condescendiente. El sombrío Humbert se inclinó sobre esa cara tibia y rósea, y apretó su boca contra el ojo vibrante. Lolita rió y escapó rozándome. Mi corazón pareció latir en todas partes al mismo tiempo. Nunca en mi vida... ni siquiera cuando acariciaba a la otra, en Francia, nunca...
Noche. Nunca he experimentado tal agonía. Me gustaría describir su cara, sus manos... y no puedo, porque mi propio deseo me ciega cuando está cerca. No me habitúo a estar con nínfulas, maldito sea. Si cierro los ojos, no veo sino una fracción de Lo inmovilizada, una imagen cinematográfica, un encanto súbito, recóndito, como cuando se sienta levantando una rodilla bajo la falda de tarlatán para anudarse el lazo de un zapato, «Dolores Haze ne montrez paz voz zhambres (ésta es la madre, que cree saber francés). Poeta à mes heures, compuse un madrigal al negro humo de sus pestañas, al pálido gris de sus ojos vacíos, a las cinco pecas asimétricas de su nariz respingada, al vello rubio de sus piernas tostadas; pero lo rompí y ahora no puedo recordarlo. Sólo puedo describir los rasgos de Lo en los términos más triviales (diario resumido): puedo decir que tiene el pelo castaño, los labios rojos como un caramelo rojo lamido, el superior ligeramente hinchado. (¡Oh, si fuera yo una escritora que pudiera hacerla posar bajo una luz desnuda! Pero soy el flaco Humbert Humbert, huesudo y de pelo en pecho, con espesas cejas negras, acento curioso y un oscuro pozo de monstruos que se pudren tras una sonrisa de muchacho). Tampoco es ella la niña frágil de una novela femenina. Lo que me enloquece es la naturaleza ambigua de esta nínfula –de cada nínfula, quizá–; esa mezcla que percibo en mi Lolita de tierna y soñadora puerilidad, con la especie de vulgaridad descarada que emana de las chatas caras bonitas en anuncios y revistas, el confuso rosado de las criadas adolescentes del viejo mundo (con su olor a sudor y margaritas estrujadas). Y todo ello mezclado, nuevamente, con la inmaculada, exquisita ternura que rezuma del almizcle y el barro, de la mugre y la muerte, oh Dios, oh Dios. Y lo más singular es que ella, esta Lolita, mi Lolita, ha individualizado mi antiguo deseo, de modo que por encima de todo está... Lolita.
Miércoles. «Oye, haz que mamá nos lleve a ti y a mi al lago, mañana». Ésas fueron las palabras textuales que mi viejo amor de doce años me dijo en un susurro voluptuoso, al encontrarnos por casualidad en la entrada de la casa, yo fuera, ella dentro. El reflejo del sol vespertino, un deslumbrante diamante blanco con innumerables destellos iridiscentes, titilaba en la capota de un automóvil estacionado. El follaje de un álamo voluminoso hacía corretear sus blandas sombras sobre la pared de tablas de la casa. Dos álamos temblaban y se estremecían. Llegaban los sonidos informes del tránsito remoto; un niño llamaba «¡Nancy, Naaancy!» En la casa, Lolita había puesto su disco favorito, «La pequeña Carmen», que yo solía llamar «Directores enanos», chiste que la hacía resoplar de desdén.
Jueves. Anoche nos sentamos Lolita y yo en la galería de la señora Haze. El tibio crepúsculo se había ahondado en amorosa oscuridad. La chica vieja había acabado de narrar con grandes pormenores el argumento de una película que ella y L. habían visto el invierno pasado: el boxeador había caído muy bajo cuando conoció al buen sacerdote (que también había sido boxeador en su robusta juventud y que aún podía aporrear a un pecador). Estábamos sentados sobre almohadones amontonados en el suelo, y L. estaba entre la mujer y yo (se había apretujado, la mimosa). A mi vez, me lancé a un bullicioso relato de mis aventuras árticas. La musa de la invención me tendió un fusil y maté a un oso blanco que estaba sentado, y exclamó: «¡Ah!» Mientras tanto, tenía una aguda conciencia de la proximidad de L. y al hablar hacía ademanes invisibles para tocarle la mano, el hombro... Al fin, después de envolver por completo a mi luminosa amada en ese oleaje de caricias etéreas, me atreví a rozarle la pierna a lo largo de la pelusilla de la tibia, y me reí de mis propios chistes, y temblé y oculté mis temores, y una o dos veces sentí con mis rápidos labios la tibieza de su pelo, mientras le sacudía la cabeza tomándola jocosamente de la nariz. También ella traveseó un buen rato, hasta que su madre le dijo terminantemente que se estuviera quieta y arrojó la muñeca a las sombras. Yo reí y hablé a Haze a través de las piernas de Lo, para deslizar la mano sobre la grácil espalda de mi nínfula y sentirle la piel bajo la camisa de muchacho. Pero sabía que todo era inútil, y la ropa me apretaba lastimosamente y casi me alegré cuando la suave voz de su madre anunció en la oscuridad: «Y ahora, todos creemos que Lo debe irse a la cama». «Váyanse al diablo», dijo Lo. «Pues mañana no habrá picnic», dijo Haze. «Éste es un país libre», dijo Lo. Cuando la enfadada Lo se marchó, no me moví por pura inercia, mientras Haze fumaba su décimo cigarrillo de aquella noche y se quejaba otra vez de Lo.
Ya había sido mala cuando sólo tenía un año y solía arrojar sus juguetes de la cuna para que su pobre madre estuviera todo el tiempo recogiéndolos, ¡niña perversa! Ahora, a los doce, era una verdadera peste, dijo Haze. Lo único que ambicionaba en la vida era llegar a ser un día tambor mayor para menearse y hacer cabriolas, o bailarina de jazz. Sus calificaciones eran bajas, pero andaba mejor en su nueva escuela que en la de Pisky. (Pisky era la ciudad natal de Haze, en el medio Oeste. La casa de Ramsdale pertenecía a su difunta suegra. Aún no hacía dos años que se había mudado a Ramsdale). «¿Por qué no era feliz allá?» «Oh, yo misma pasé por ello de niña –dijo la señora Haze–. Chicos que le retuercen a una el brazo, que arrojan andanadas de libros, que tiran del pelo, que lastiman los pechos, que levantan las faldas... Desde luego, la melancolía es peculiar del desarrollo, pero Lo exagera. Es hosca, evasiva. Grosera y desafiante. Puso una estilográfica en el asiento de Viola, una italiana compañera suya en la escuela. ¿Sabe usted qué me gustaría? Si usted, monsieur, todavía sigue con nosotras en el otoño, le pediría que la ayudara en sus tareas..., usted parece saberlo todo, geografía, matemáticas, francés...» «¡Oh, todo!», dijo monsieur. «¡Eso quiere decir que seguirá usted con nosotras!» Yo tuve ganas de decirle que me quedaría allí eternamente, sólo para acariciar de cuando en cuando a mi incipiente alumna. Pero estaba harto de Haze. De modo que me limité a gruñir y a estirar mis piernas en disonancia (le mot juste) y me marché a mi cuarto. Pero la mujer, evidentemente, no estaba dispuesta a postergar la cosa. Cuando ya me encontraba en mi fría cama, apretando contra mi cara el fragante espectro de Lolita, oí que mi infatigable huéspeda se apoyaba pesadamente contra la puerta para susurrar a través de ella, sólo para cerciorarse –dijo– de que yo tenía la revista que le había pedido el otro día. Desde su cuarto, Lo gritó que ella la tenía. En esta casa somos una biblioteca circulante. Dios santo.
Viernes. Me pregunto qué dirán mis editores académicos si citara la vermeillette fente, de Ronsard, o un petit mont feutré de mousse délicate, tracé sur le milieu d'un fillet escarlatte, de Remy Beleau, etc. Probablemente tendré otro colapso nervioso si me quedo en esta casa, bajo la urgencia de esta tentación intolerable, junto a mi amada –mi amada–, mi vida y mi prometida. ¿La madre naturaleza la habrá iniciado ya en el Misterio de la Menarca? Tremenda sensación. Maldición gitana. Caída del techo, la abuela nos visita. «El señor Útero (cito de una revista para jóvenes) empieza a construir una suave pared, previendo que deberá alojar a un bebé». El minúsculo chiflado en su celda acolchada.
A propósito: si alguna vez cometo un asesinato serio... Subrayo el si. El motivo debería ser algo más importante que lo ocurrido con Valeria. Obsérvese que entonces yo era más bien inepto. Cuando me lleven a la muerte, recuerden ustedes que sólo un estallido de locura podría darme la simple energía para conducirme como un bruto (todo esto corregido, quizá). A veces ocurre, en sueños. Pero, ¿saben ustedes qué pasa? Por ejemplo, tengo un fusil. Por ejemplo, apunto contra un enemigo suave, quietamente interesado. Oh, aprieto el gatillo, pero las balas caen blandamente al suelo, una tras otra, desde el tímido cañón. En esos sueños, mi única preocupación es ocultar el fiasco al enemigo, que se aburre por momentos.
Durante la comida, la vieja gata me dijo, con una ojeada de burla maternal dirigida a Lo (yo acababa de describir con locuacidad el delicioso bigote como cepillo de dientes que no estaba muy resuelto a dejarme crecer): «Es mejor que no lo haga, pues alguien se pondrá completamente chiflada». En un instante Lo empujó el plato de pescado hervido, derribando su leche, y salió del cuarto: «¿Le aburriría mucho –dijo Haze– ir a nadar mañana con nosotras al lago, si Lo se disculpa por su comportamiento?»
Después oí portazos y otros ruidos que provenían de cavernas estremecidas donde las dos rivales se habían trenzado.
Lo no se disculpó. Nada de lago. Quizá hubiese sido divertido.
Sábado. He dejado la puerta abierta durante varios días, mientras escribía en mi cuarto, pero sólo hoy ha caído en la trampa. Entre idas y venidas, pataditas y bromas adicionales (que ocultaban su turbación al visitarme sin haber sido llamada), Lo entró y después de revolotear a mi alrededor se interesó por los laberintos de pesadilla que mi pluma trazaba sobre una hoja de papel. Ah, no: no eran los resultados del inspirado descanso de un calígrafo, entre dos párrafos; eran los horrendos jeroglíficos (que ella no podía descifrar) de mi fatal deseo. Cuando Lo inclinó sus rizos castaños sobre el escritorio ante el cual estaba sentado, Humbert el Ronco la rodeó con su brazo, en una miserable imitación de fraternidad; y mientras examinaba, con cierta miopía, el papel que sostenía, mi inocente visitante fue sentándose lentamente sobre mi rodilla. Su perfil adorable, sus labios entreabiertos, su pelo suave estaban a pocos centímetros de mi colmillo descubierto, y sentía la tibieza de sus piernas a través de la rudeza de sus ropas cotidianas. De pronto, supe que podía besarla. Supe que me dejaría hacerlo, y hasta que cerraría los ojos, como enseña Hollywood. Una vainilla doble con chocolate caliente... apenas algo más insólito que eso. No puedo explicar al lector –cuyas cejas, supongo habrán viajado ya hasta lo alto de su frente calva– cómo supe todo ello; quizá mi oído de mono había percibido inconscientemente algún leve cambio en el ritmo de su respiración –pues ahora Lo no miraba de veras mi galimatías y esperaba con curiosidad y compostura (oh, mi límpida nínfula) que el atractivo huésped hiciera lo que rabiaba por hacer–. Una niña moderna, una ávida lectora de revistas cinematográficas, una experta en primeros planos soñadores, no encontrará muy raro –me dije– que un amigo mayor, apuesto, de intensa virilidad... demasiado tarde. La casa toda vibró súbitamente con la voluble voz de Louise, que contaba a la señora Haze, recién llegada de la calle, cómo ella y Leslie Thomson habían encontrado algo muerto en el sótano, y Lolita no iba a perderse semejante cuento.
Domingo. Cambiante, malhumorada, alegre, torpe, graciosa, con la acre gracia de su niñez retozona, dolorosamente deseable de la cabeza a los pies (¡toda Nueva Inglaterra por la pluma de una escritora!), desde el moño hecho a toda prisa y las horquillas que sostienen el pelo hasta la pequeña cicatriz de su pierna (donde un patinador le dio un puntapié, en Pisky), un par de centímetros sobre la gruesa media blanca. Se ha ido con su madre a casa de los Hamilton, para una fiesta de cumpleaños o cosa así. Falda amplia de algodón. ¡Precioso cachorro!
Lunes. Mañana lluviosa. Ces matins gris si doux... Mi pijama blanco tiene dibujos lilas en la espalda. Parezco una de esas infladas arañas pálidas que se ven en los jardines viejos. Sentadas en medio de una tela luminosa y sacudiendo levemente tal o cual hebra. Mi red está tendida sobre la casa toda, mientras aguzo el oído desde mi silla, como un brujo astuto. ¿Estará Lo en su cuarto? Tiro suavemente del hilo de seda. No está. Oigo el staccato del cilindro de papel higiénico que gira; y mi filamento no ha registrado pisadas desde el cuarto de baño hasta su cuarto. ¿Seguirá cepillándose los dientes? (El único acto sanitario que Lo cumple con verdadero celo). No. La puerta del cuarto de baño acaba de abrirse, de modo que habrá que buscar en alguna otra parte de la casa la hermosa presa de tibios colores. Tendamos una hebra por la escalera. Así compruebo que no está en la cocina, abriendo la heladera o chillando a su detestada mamá (la cual ha de gozar en su tercera conversación telefónica de la mañana, arrulladora, amortiguadamente alegre). Bueno, busquemos a tientas y esperemos. Me deslizo con el pensamiento hasta el saloncito y encuentro callada la radio (y mamá sigue hablando suavemente con la señora Chatfield o la señora Hamilton, sonriendo, ahuecando la mano libre sobre el teléfono, negando implícitamente que niegue esos divertidos rumores, susurrando con la intimidad que nunca tiene esa mujer resuelta cuando habla cara a cara). ¡De modo que mi nínfula no está en ninguna parte de la casa! ¡Se ha ido! Lo que imaginé como una onda prismática resulta apenas una telaraña gris; la casa está vacía, muerta. Y entonces llega la risilla dulce y suave de Lo a través de mi puerta entreabierta. «No le digas a mamá que me he comido todo tu jamón». Salto afuera. Ya se ha ido. Lolita, ¿dónde estás? La bandeja de mi desayuno, amorosamente preparado por mi huéspeda, me mira desabridamente, esperando que lo coma. ¡Lolita, Lolita!
Martes. Las nubes volvieron a impedir el picnic en ese lago inalcanzable. ¿Es una maquinación del destino? Ayer me probé ante el espejo un par nuevo de pantalones de baño.
Miércoles. Por la tarde, Haze (zapatos razonables, traje sastre) dijo que iría a la ciudad a comprar un regalo para el amigo de una amiga, y me pidió que la acompañara, ya que tenía yo tan buen gusto para tejidos y perfumes. «Elija su preferido», ronroneó. ¿Qué podía hacer Humbert, especialista en perfumes? Me había arrinconado entre su automóvil y la entrada. «Apúrese», me dijo, mientras yo doblaba laboriosamente mi ancho cuerpo para subir al auto (sin dejar de pensar con desesperación en una escapatoria). Haze había puesto en marcha el motor y refunfuñaba delicadamente contra un camión que daba marcha atrás, después de llevar a la vieja e inválida señorita Vecina una nueva silla de ruedas, cuando llegó la voz aguda de mi Lolita desde la ventana del salón: «¡Eh, ustedes! ¿Adonde van? ¡Yo voy también! ¡Esperen!» «¡Ignórela», gruñó Haze (ahogando el motor). Tanto peor para mi gentil conductora: Lo ya abría la puerta de mi lado. «Esto es intolerable», empezó Haze; pero Lo ya se había metido dentro, estremeciéndose de placer. «Eh, tú, mueve el trasero», dijo Lo. «¡Lo!», gritó Haze (mirándome de soslayo y, esperando que yo expulsara a la niña descarada). «Y conduce con cuidado», dijo Lo (no por primera vez), mientras se echaba atrás, mientras yo me echaba atrás, mientras el automóvil arrancaba. «Es intolerable», dijo Haze pasando a segunda violentamente, «que una niña sea tan mal educada. Y tan insistente. Cuando nadie la llama. Y necesita un baño».
Mis nudillos rozaban los blue jeans de la niña. Iba descalza; en las uñas de los pies quedaban restos de esmalte color cereza y había un pedazo de tela adhesiva sobre el dedo gordo. Dios, ¡qué no habría dado yo por besar aquí y allá esos pies de huesos finos, dedos largos y agilidad de mono! De pronto su mano se deslizó en la mía y sin que nuestra acompañante lo viera apreté, palmoteé, sacudí esa garra tibia durante todo el viaje hasta la tienda. Las aletas de la nariz marlenesca de nuestra conductora brillaban (ya consumida o aventada su ración de polvo), mientras ella sostenía un elegante monólogo con el tránsito local, y sonreía de perfil, y hacía mohines de perfil, y batía las pintadas pestañas de perfil, y yo rogaba que nunca llegáramos a esa tienda. Pero llegamos.
No tengo otra cosa que consignar, salvo: primo, que la Haze mayor hizo que la Haze menor se sentara detrás durante el regreso; segundo, que la dama resolvió comprar la elección de Humbert para la parte de atrás de sus bien formadas orejas.
Jueves. Pasamos entre granizos y ventarrones el principio tropical del mes. En un volumen de la Enciclopedia infantil encontré un mapa de los Estados Unidos que un lápiz infantil había empezado a calcar en una hoja de papel de seda, y en cuyo reverso, contra el contorno incompleto de Florida y el Golfo, había una lista mimeográfica de nombres pertenecientes, sin duda, a la clase de Lo en la escuela de Ramsdale. Es un poema que ya sé de memoria.
Angel, Grace
Austin, Floyd
Beale, Jack
Beale, Mary
Buck, Daniel
Buyron, Marguerite
Campbell, Alice
Carmine, Rose
Chatfield, Phyllis
Clarke, Gordon
Cowan, John
Cowan, Marion
Duncan, Walter
Falter, Ted
Fantazia, Irving
Falshmann, Irving
Fox, George
Glave, Donald
Goodale, Donald
Green, Lucinda
Hamilton, Mary Rose
Haze, Dolores
Moneck, Rosaline
Knigth, Kenneth
McCoo, Virginia
McCrystal, Vivian
McFate, Aubrey
Miranda, Viola
Rosato, Emil
Schelenker, Lena
Scott, Donald
Sheridan, Agnes
Sherva, Oleg
Smith, Hazle
Talbot, Edgar
Waing, Lull
Williams, Ralph
Windmuller, Louise
¡Un poema, un poema, en verdad! Qué extraño y dulce fue descubrir ese «Haze, Dolores» (¡ella!) en su especial glorieta de nombres, con su guardia de rosas, una princesa encantada entre sus dos damas de honor. Trato de analizar el estremecimiento de deleite que corre por mi espinazo al leer ése nombre entre los demás. ¿Qué es lo que me excita casi hasta las lágrimas (ardientes, opalescentes, espesas lagrimas de poeta y amante)? ¿Qué es? ¿El sutil anonimato de ese nombre con su velo formal («Dolores») y esa trasposición abstracta de nombre y apellido, que es semejante a un par nuevo de pálidos guantes o una máscara? ¿Es «máscara» la palabra clave? ¿Es porque siempre hay deleite en el misterio semitraslúcido, la lumbre a través de la cual la carne y los ojos –que sólo yo he sido escogido para conocer– sonríen al dejarme solo? ¿O es porque puedo imaginar tan bien el resto de la clase abigarrada, en torno a mi dolorosa y brumosa amada: Grace y sus granos maduros; Ginny y su pierna con aparato ortopédico; Gordon, el ansioso; Duncan, el payaso hediondo; Agnes, de uñas comidas; Viola, con sus espinillas en la piel y el busto vigoroso; la bonita Rosaline; la morena Mary Rose; la adorable Stella; Ralph, que fanfarronea y roba; Irving, a quien tengo lástima. Y allí está ella, perdida entre todos, royendo un lápiz, detestada por los maestros, con los ojos de todos los muchachos fijos en su pelo y en su cuello, mi Lolita.
Viernes. Anhelo algún desastre terrible. Un terremoto. Una explosión espectacular: su madre eliminada de manera horrible, pero instantáneamente y para siempre, junto con todo ser viviente en millas a la redonda. Lolita salta a mis brazos. Su sorpresa, mis explicaciones, demostraciones, ululatos. ¡Vanas e insensatas fantasías! Un Humbert osado habría jugado con ella de una manera más repugnante (ayer, por ejemplo, cuando entró de nuevo en mi cuarto para mostrarme sus dibujos escolares); podría haberla sobornado... y acabar con la cosa. Un tipo más simple y práctico se habría atenido sobriamente a varios sucedáneos..., pero si ustedes saben adonde ir, yo no sé. A pesar de mi aire viril, soy horriblemente tímido. Mi alma romántica se vuelve trémula y viscosa ante la sola idea de recurrir a alguna inmundicia. A esos obscenos monstruos marinos. Mais allez-y, allez-y! Annabel sosteniéndose sobre un pie para ponerse pantalones cortos, yo mareado de rabia, sirviéndole de pantalla.
(La misma fecha, después, muy tarde). He prendido la luz para disipar un sueño. Tenía un antecedente indudable. Durante la comida, Haze anunció benévolamente que puesto que el pronóstico anunciaba un fin de semana con sol, iríamos el domingo al lago, después de la iglesia. Mientras yacía en mi cama, entre meditaciones, urdí un plan final para aprovechar el picnic anunciado. Sabía que mamá Haze odiaba a mi amada porque era gentil conmigo. De modo que planeé el día junto al lago de manera que satisfaciera a la madre. Le hablaría sólo a ella, pero en un momento apropiado diría que había olvidado mi reloj pulsera y mis anteojos negros en algún lugar, y me hundiría con mi nínfula en el bosque. En ese instante, la realidad se desvanecía, y la busca de los anteojos se transformaba en una tranquila orgía... A las tres de la mañana tomé un soporífero y entonces un sueño que no era una secuela, sino una parodia, me reveló con una especie de significativa claridad, el lago que aún no había visitado: estaba cubierto por una lámina de hielo esmeralda, y un esquimal picado de viruela trataba en vano de romperlo con un hacha, aunque mimosas importadas y oleandros florecían en sus orillas cubiertas de granza. Estoy seguro de que la doctora Blanche Schwarzmann me habría pagado un montón de dinero por enriquecer con ese sueño sus archivos. Por desgracia, el resto era francamente ecléctico. La Haze mayor y la Haze menor corrían a caballo en torno al lago, y yo también corría, meciendo diestramente mi cuerpo, con las piernas arqueadas por la montura, aunque no había ningún caballo entre ellas: sólo el aire elástico –una de esas pequeñas omisiones debidas a la distracción del agente que sueña-.
Sábado. El corazón sigue saltando en el pecho. Aún me retuerzo y emito graves lamentos al recordar mi turbación. Vista dorsal. Vislumbre de piel sedosa entre camisa en T y pantalones de gimnasia blancos. Inclinada sobre el alféizar de una ventana, en el acto de arrancar hojas de un álamo y sosteniendo al mismo tiempo una charla torrencial con un chico vendedor de diarios, abajo (Kenneth Knigth, supongo), que acababa de lanzar el Ramsdale Journal en la entrada con un envío muy preciso. Empecé a deslizarme hacia ella. Mis brazos y piernas eran superficies convexas entre las cuales –más que sobre las cuales– avanzaba lentamente, mediante algún modo neutro de locomoción: Humbert, la Araña Herida. Debí tardar horas en llegar hasta ella: creía verla por el extremo opuesto de un telescopio, y me movía como un paralítico, con miembros blandos y deformes, en una terrible concentración. Al fin estuve tras ella, cuando tuve la desgraciada idea de hacerle una broma –sacudiéndola por la nuca o algo semejante, para encubrir mi verdadero manège–, y ella chilló con un agudo y breve gemido: «¡Sal de ahí!» (qué grosera, la tunanta), y con una mueca horrible Humbert el Humilde se batió en fúnebre retirada, mientras ella seguía parloteando hacia la calle.
Pero oigamos lo que ocurrió después... Acabado el almuerzo, me recliné en una silla baja, para tratar de leer. De pronto, dos hábiles manitas me cubrieron los ojos: se había deslizado por detrás, como reiterando, en la secuencia de un ballet, mi maniobra matutina. Al tratar de interceptar el sol, sus dedos eran un carmesí luminoso, contenía apenas la risa y brincaba a uno y otro lado, mientras yo extendía los brazos a derecha e izquierda, hacia atrás, aunque sin cambiar de posición. Mi mano corrió sobre sus ágiles piernas, el libro partió de mi regazo como un trineo y la señora Haze apareció para decir indulgentemente: «Dele una tunda si interrumpe sus meditaciones de estudioso. Cómo me gusta este jardín (no había entonación exclamativa en su voz). No es divino el sol (tampoco había entonación interrogativa)». Y con un suspiro de fingida satisfacción, la odiosa señora se sentó en tierra y miró el cielo, echándose atrás y apoyándose sobre las manos abiertas. Entonces una vieja pelota gris de tenis rebotó sobre ella. La voz de Lo llegó arrogante desde la casa: «Pardon-nez, madre. No le apuntaba a usted». Desde luego que no, mi dulce amor.
12
Ésa resultó la última de unas veinte anotaciones mías. Se verá por ellas que el esquema de la inventiva del diablo era día tras día el mismo. Al principio me tentaba para después burlarme, dejándome con un dolor sordo en las raíces mismas de mi ser. Yo sabía exactamente qué debía hacer y cómo hacerlo sin enturbiar la castidad de una niña; después de todo, tenía cierta experiencia en mi vida de pederosis: había amado visualmente, en los parques, a nínfulas pecosas; había insinuado mi paso cauteloso y bestial por entre la parte atestada de un ómnibus repleto de colegialas con sus libros a cuestas. Pero durante casi tres semanas, mis patéticas maquinaciones se habían visto interrumpidas. El causante de tales interrupciones era, por lo común, la señora Haze (cuyo temor principal, como habrá observado el lector, no era tanto que yo gozara con Lo cuanto que Lo gozara conmigo). La pasión que sentía yo por esa nínfula –la primera nínfula en mi vida que por fin estaba al alcance de mis garras angustiadas, dolientes y tímidas– me habría llevado sin duda, de regreso al sanatorio, de no haber comprendido el Diablo que debía proporcionarme cierto alivio si quería jugar conmigo durante más tiempo.
El lector habrá reparado, asimismo, en el curioso Espejismo del Lago. Habría sido lógico por parte del señor Arthur McFate (como podríamos llamar a ese diablo mío) procurarme cierto solaz en la playa prometida, en la presunta selva. En realidad, la promesa que había hecho la señora Haze se revelaba fraudulenta: no me había dicho que Mary Rose Hamilton (una pequeña belleza morena, por su parte) nos acompañaría, y que las dos nínfulas se lo pasarían cuchicheando aparte y divirtiéndose aparte, mientras la señora Haze y su apuesto huésped conversarían quietamente, semidesnudos, lejos de ojos que espiaran. Al fin, los ojos espiaron y las lenguas se agitaron. ¡Qué rara es la vida! Nos precipitamos para apartar los destinos que procurábamos entrelazar. Antes de mi llegada, mi huéspeda proyectaba que una vieja solterona, la señorita Phalen, cuya madre había sido cocinera en la familia Haze, se fuera a vivir en la casa con Lolita y conmigo, mientras la señora Haze buscaba algún empleo conveniente en la ciudad más cercana. La señora Haze había visto las cosas muy claramente: el anteojudo y encorvado Herr Humbert llegaría con sus baúles de Europa Central para juntar polvo en su rincón sobre un montón de libracos: la chicuela abominable estaría firmemente vigilada por la señorita Phalen (que ya había cobijado a mi Lo bajo su ala de gallina: Lo recordaba ese verano de 1944 con un estremecimiento de indignación) y la propia señora Haze se emplearía como recepcionista en una ciudad elegante. Pero un suceso no del todo complicado se opuso a ese programa. La señorita Phalen se rompió una cadera en Savannah, Ga., el mismo día en que llegué a Ramsdale.
El domingo que siguió al sábado ya descrito amaneció tan rutilante como había pronosticado la oficina meteorológica. Cuando dejé la bandeja de mi desayuno sobre la silla junto a la puerta de mi cuarto para que la señora Haze la retirara cuando quisiera, capté la siguiente situación deslizándome silenciosamente en mis viejas zapatillas (lo único viejo que tenía) por el descanso de la escalera hasta el pasamanos. Había surgido un nuevo inconveniente. La señora Hamilton acababa de telefonear para decir que su hija «tenía temperatura». La señora Haze informó a su hija que deberían postergar el picnic. La fogosa Haze menor informó a la fría Haze mayor que en ese caso no la acompañaría a la iglesia. La madre dijo «muy bien» y se marchó.
Yo había salido al descanso de la escalera inmediatamente después de afeitarme, todavía con jabón en las orejas y con mi pijama blanco con flores azules (no lilas, esa vez) en la espalda; después me quité el jabón, me perfumé el pelo y las axilas, me puse una bata de seda púrpura y canturreando nerviosamente, bajé las escaleras en busca de Lo.
Quiero que mis lectores participen de la escena que he de evocar. Quiero que examinen cada pormenor y vean por sí mismos hasta qué punto fue cauteloso y casto lo ocurrido, si se lo considera como lo que mi abogado ha llamado (en una conversación privada) «simpatía imparcial». Empecemos, pues. Tengo ante mí una tarea difícil.
Protagonista: Humbert el Canturreador. Época: la mañana de un domingo de junio. Lugar: un cuarto soleado. Detalles: un viejo escritorio americano, revistas, un fonógrafo, chucherías mexicanas (el difunto Harold E. Haze –Dios lo bendiga– había engendrado a mi amada en la hora de la siesta, en un cuarto azulino, durante su luna de miel en Veracruz, y en la casa entera había recuerdos, entre ellos Dolores).
Lo usaba esa mañana un bonito vestido estampado que ya le había visto una vez, con falda amplia, talle ajustado, mangas cortas y de color rosa, realzado por un rosa más intenso. Para completar la armonía de colores, se había pintado los labios y llevaba en las manos ahuecadas una hermosa, trivial, edénica manzana roja. Pero no estaba calzada para ir a la iglesia. Y su blanco bolso dominical había quedado olvidado junto al fonógrafo.
El corazón me latió como un tambor en un sueño cuando Lo se sentó, ahuecando la fresca falda, sumergiéndose, a mi lado, en el sofá, y empezó a jugar con la fruta brillante. La arrojó al aire lleno de puntos luminosos, la atrapó y oí el ruido como de ventosa que hizo en su mano.
Humbert Humbert arrebató la manzana.
«Dámela», suplicó, mostrando las palmas de mármol. Tendí la deliciosa fruta. Lolita la tomó y la mordió. Mi corazón fue como nieve bajo esa piel carmesí, y con una ligereza de mono, típica de esa nínfula norteamericana, arrancó de mis distraídas manos la revista que yo había abierto (lástima que ninguna película haya registrado el extraño dibujo, la trabazón monográfica de nuestros movimientos simultáneos o sobrepuestos). Con precipitación, estorbada por la manzana desfigurada que sostenía, Lo recorrió violentamente las páginas en pos de algo que deseaba mostrar a Humbert. Al fin lo encontró. Me fingí interesado y acerqué mi mejilla, mientras ella se limpiaba la boca con el dorso de la mano. Reaccioné lentamente ante la fotografía, por culpa de la bruma luminosa a través de la cual la observaba, mientras Lolita restregaba y entrechocaba impaciente las rodillas desnudas. Confusamente fueron surgiendo un pintor superrealista que descansaba, en posición supina, en una playa, y junto a él, en la misma posición, semienterrado en la arena, un calco de la Venus de Milo. «Fotografía de la semana» decía el epígrafe. Arrojé esa imagen obscena. De inmediato, en un fingido esfuerzo por recobrarla, Lolita se tendió sobre mí. La tomé por el fino talle. La revista escapó al suelo como un gallo asustado. Ella se volvió, se echó hacia atrás y se apoyó en el ángulo derecho del escritorio. Entonces, con perfecta sencillez, la impúdica niña extendió sus piernas sobre mi regazo.
Por entonces yo estaba en un estado de excitación que lindaba con la locura; pero al propio tiempo tenía la astucia de un loco. Sentado allí, en ese sofá, me las compuse para aproximarme a sus cándidos miembros mediante una serie de movimientos furtivos. No era fácil distraer la atención de la niña mientras llevaba a cabo los oscuros ajustes necesarios para que la treta resultara. Hablaba ligero, contenía la respiración, inventaba un súbito dolor de dientes para explicar lo entrecortado de mi jadeo, y mientras tanto, fijando siempre una mirada interior de maniático en mi dorada meta, fui aumentando sigilosamente la proximidad. Como mi jadeo adquirió cierto ritmo deliciosamente mecánico, empecé a recitar, mutilándolas apenas, las palabras de una cancioncilla muy popular –Tarlatán amarillo– y arroz con leche. –La cabeza me duele– de ser tu amante... –. Seguí repitiendo esa automática nadería y mantuve a Lolita bajo su especial hechizo (especial a causa de mis mutilaciones); mientras tanto, tenía un miedo mortal de que algún acto divino me interrumpiera, me quitara esa carga dorada en cuya sensación mi ser todo parecía concentrado. Esa ansiedad me obligó a trabajar durante el primer minuto, con más precipitación de la que era conveniente. De pronto, ella tomó posesión del Tarlatán amarillo, del arroz con leche, de la cabeza doliente, y su voz se insinuó en mi canto y corrigió la melodía que yo deformaba. Era una voz musical, con dulzura de manzanas. Sus piernas se estremecieron un poco. Y allí estaba ella, reclinada contra el ángulo derecho del escritorio. Lola la colegiala, devorando su fruto inmemorial, cantando a través de su jugo, perdiendo una zapatilla, restregando el talón de su pie desnudo contra un sucio tobillo, contra la pila de revistas viejas amontonadas a mi izquierda, sobre el sofá... y cada movimiento suyo me ayudaba a ocultar y mejorar el oculto sistema de correspondencia táctil entre mi ente enfermo y la belleza de su cuerpo con hoyuelos, bajo el inocente vestido de algodón.
Mis dedos escudriñadores sintieron que los pelos diminutos se erizaban ligeramente. Y me perdí en el ardor punzante, pero saludable, que como la bruma estival flotaba en torno de la pequeña Haze . Que se quede así, que se quede así... Cuando hizo un esfuerzo para arrojar el resto de la manzana a la chimenea, su joven cuerpo, sus inocentes piernas sin pudor se movieron sobre mi regazo tenso, torturado, subrepticiamente laborioso, y de súbito un cambio misterioso ocurrió en mis sentidos. Ingresé en el nivel de existencia donde nada importaba, salvo la infusión de goce que fermentaba en mi cuerpo. Lo que había empezado como una distensión deliciosa de mis raíces más íntimas, se convirtió en una rutilante comezón que ahora llegaba al estado de una seguridad, una confianza, una firmeza absoluta inhallables en la vida consciente. Con esa honda y cálida dulzura así establecida y encaminada hasta su convulsión última, sentí que podía demorarme para prolongar tal incandescencia, Lolita había sido solipcizada con impunidad. El sol cómplice latía en los álamos; estábamos fantásticamente, divinamente solos. Yo la observaba –rósea, cubierta de polvillo dorado– a través del velo de mi deleite gobernado, ignorante de él, ajena a él, y el sol estaba en sus labios, y sus labios aún parecían formar las palabras de la cancioncilla, que ya no llegaba a mi conciencia. Ya todo estaba listo. Los nervios del placer estaban al descubierto. El menor placer bastaría para poner en libertad todo paraíso. Había dejado de ser Humbert el Canalla, el gusano degenerado de ojos tristes aferrado a la bota que lo echaría de un puntapié. Estaba por encima de las tribulaciones del ridículo, más allá de las posibilidades de retribución. En mi serrallo exclusivo, era un turco fornido y radiante que, con plena conciencia de su libertad, posponía deliberadamente el momento de gozar. Suspendido al borde de ese voluptuoso abismo (una delicadeza de equilibrio fisiológico comparable a determinadas técnicas artísticas), seguía repitiendo palabras sueltas –tarlatán, arroz con leche, amante, aaa... maaa... nte–, como alguien que hablara en sueños.
El día anterior, Lolita se había dado un golpe contra el pesado arcón del vestíbulo, y jadeé: «¡Mira, mira! ¡Mira lo que te has hecho, ah, mira!» Pues juro que había un cardenal en su encantador muslo de nínfula, que mi enorme mano velluda lentamente masajeó y envolvió, tal como se hacen cosquillas y caricias a un niño que ríe, justamente así y «Oh, no es nada», gritó con una súbita nota chillona en la voz, y agitó el cuerpo, y se contorsionó, y echó atrás la cabeza, y mi boca quejosa, señores del jurado, llegó casi hasta su cuello desnudo, mientras sofocaba contra su pecho izquierdo el último latido del éxtasis más prolongado que haya conocido nunca hombre o monstruo.
En seguida (como si hubiéramos luchado y de pronto yo hubiese soltado a mi presa), se deslizó del sofá y saltó sobre sus pies –sobre su pie, más bien– para atender el teléfono, que sonaba con estrépito formidable y que, en cuanto a mí, podía seguir sonando durante siglos. Con el tubo en una mano, pestañeando, las mejillas encendidas y el pelo revuelto, paseando sobre mí y los muebles una mirada igualmente ausente, mientras hablaba o escuchaba (a su madre, que le decía que fuera a almorzar con ella a casa de los Chatfield –ni Lo ni Humbert sabían qué embrollo estaba preparando Haze–), golpeaba el borde de la mesa con la zapatilla que tenía en la otra mano. ¡Bendito sea Dios, no había advertido nada!
Con un pañuelo de seda multicolor sobre el cual se detuvieron al pasar, sus ojos de oyente, me sequé el sudor de la frente y, sumergido en una euforia de abandono, recompuse mis vestiduras reales. Ella seguía al teléfono, discutiendo con su madre (mi Carmencita quería que la llevaran en automóvil) cuando subí las escaleras cantando cada vez más fuerte para provocar un diluvio de agua humeante y rugiente en la bañera.
Ahora puedo recordar también las palabras de esa canción, que, según creo, nunca supe muy bien:
Esta noche en tu puerta,
mi Carmencita,
bajo el cielo y la luna
nos pelearemos.
Tarlatán amarillo
y arroz con leche.
La cabeza me duele
de ser tu amante.
El fusil alevoso
que ha de matarte,
en el puño lo llevo,
no he de soltarlo.
(Supongo que tomó su treinta y dos y le metió una bala entre los ojos a su muñeca).
14
Almorcé en la ciudad: hacía años que no sentía tanta hambre. Cuando volví a mi vagabundeo, la casa seguía sin Lolita. Pasé la tarde pensando, proyectando, dirigiendo dichosamente mi experiencia de la mañana.
Me sentía orgulloso de mí mismo. Había hurtado la miel de un espasmo sin perturbar la moral de una menor. No había hecho el menor daño. El mago había echado leche, melaza, espumoso champaña en el blanco bolso nuevo de una damita, y el bolso estaba intacto. Así había construido, delicadamente, mi sueño innoble, ardiente, pecaminoso, pero Lolita estaba a salvo, y también yo. Lo que había poseído frenéticamente, cobijándolo en mi regazo, empotrándolo, no era ella misma, sino mi propia creación, otra Lolita fantástica, acaso más real que Lolita. Una Lolita que flotaba entre ella y yo, sin voluntad ni conciencia, sin vida propia.
La niña no sabía nada. No le había hecho nada. Y nada me impedía repetir una maniobra que la había afectado tan poco, como si hubiera sido ella una imagen fotográfica titilando sobre una pantalla, y yo un humilde encorvado que se atormentaba a sí mismo en la oscuridad. La tarde siguió fluyendo, en maduro silencio, y los altos árboles llenos de savia parecían saberlo todo; el deseo, aún más intenso que antes, empezó a dolerme de nuevo. Que vuelva pronto, rogué, dirigiéndome a un Dios prestado. Que mientras mamá esté en la cocina, podamos representar nuevamente la escena del escritorio. Por favor, la adoro tan horriblemente...
No. «Horriblemente» no es el término exacto. El júbilo con que me llenaba la visión de nuevos deleites no era horrible, sino patético. Patético, porque a pesar del fuego insaciable de mi apetito venéreo, me proponía con la fuerza y resolución más fervientes proteger la pureza de esa niña de doce años.
Ahora, vean ustedes cuál fue el premio de mis angustias. Lolita no regresó a casa: se había ido con los Chatfield a un cinematógrafo. La mesa estaba puesta con más elegancia que de costumbre: hasta había candelabros, qué les parece. Envuelta en su aura nauseabunda, la señora Haze tocó los cubiertos a ambos lados de su plato como si hubieran sido teclas de un piano, y sonrió a su plato vacío (estaba a dieta), y dijo que ojalá me gustara la ensalada (receta tomada de una revista). Dijo que ojalá me gustara el picadillo frío, también. Había sido un día perfecto. La señora Chatfield era una persona encantadora. Phyllis, su hija, se marchaba a un campamento veraniego al día siguiente. Por tres semanas. Había resuelto que Lolita iría el jueves. En vez de esperar hasta el mes próximo como habían planeado al principio. Y se quedaría allí después de que Phyllis regresara. Hasta que empezaran las clases. Una perspectiva maravillosa. Dios mío.
Oh, caí de las nubes. ¿No significaba eso que perdía a mi amada, precisamente cuando la había hecho mía en secreto? Para explicar mi humor tétrico debí recurrir al mismo dolor de muelas ya simulado en la mañana. Debió ser un molar enorme con un absceso grande como una guinda.
—Tenemos un dentista excelente –dijo Haze–. Era nuestro vecino. El doctor Quilty. Primo o tío, creo, del autor teatral. ¿Cree usted que le pasará? Bueno, como quiera. En el otoño haré que «ate» un poco a Lolita, como decía mi madre. Quizá la sosiegue un poco. Temo que le haya fastidiado mucho estos días. Tendremos no pocos encontronazos antes de que se marche. Se negó resueltamente a partir, y confieso que la dejé con los Chatfield porque temía enfrentarla a solas. La película quizá la dulcifique. Phyllis es una niña muy simpática, y no hay el menor motivo para que Lo no guste de ella. En realidad, monsieur, me da mucha pena ese dolor suyo... Sería mucho más razonable que mañana, a primera hora, llame a Ivor Quilty, si el dolor persistiera. Además, usted sabe, creo que un campamento veraniego es mucho más sano y... bueno, es mucho más razonable que entontecerse en un lugar suburbano y usar el lápiz labial de mamá y fastidiar a caballeros estudiosos y ariscos y armar barullos a la menor provocación.
—¿Está usted segura –dije al fin– de que será feliz allí? (¡Ineficaz, lamentablemente ineficaz!)
—Le hará bien –dijo Haze–. Además no todo serán juegos. El campamento está bajo la dirección de Shirley Holmes, la autora de El campamento para niñas. Esa vida enseñará a Dolores Haze a adquirir muchas cosas: salud, buenas maneras, seriedad. Y sobre todo el sentido de la responsabilidad hacia los demás. ¿Tomamos los candelabros y nos sentamos un rato en la galería, o quiere usted irse a la cama y cuidar de esa muela?
Preferí cuidar de mi muela.
15
Al día siguiente, se marcharon a la ciudad para comprar cosas necesarias para el campamento: toda compra hacía maravillas con Lo. Durante la comida pareció de su habitual humor sarcástico. En seguida de comer, subió a su cuarto para sumergirse en las historietas adquiridas para los días lluviosos del campamento (las leyó tantas veces que cuando llegó el jueves no las llevó consigo). También yo me retiré a mi cubil, y escribí cartas. Mi plan era marcharme a la playa y después, cuando empezaran las clases, reanudar mi existencia en casa de la señora Haze. Porque ya sabía que me era imposible vivir sin la niña. El miércoles salieron nuevamente de compras; me pidió que atendiera el teléfono si la directora del campamento llamaba durante su ausencia. Llamó, y un mes después, o poco más, ambos tuvimos ocasión de recordar nuestra agradable charla. Ese miércoles, Lo comió en su cuarto. Había llorado durante una de las consabidas riñas con su madre y, como ya había ocurrido en ocasiones anteriores, no quería que yo viera sus ojos hinchados: tenía una piel delicada que después de un llanto prolongado se inflamaba y enrojecía, volviéndose morbosamente seductora. Lamenté mucho su error acerca de mi estética privada, pues ese toque de carmesí boticelliano, ese rosa intenso alrededor de los labios, esas pestañas húmedas y pegoteadas me encantaban. Y desde luego, esos accesos de pudor me privaban de muchas oportunidades de plausible consuelo. Pero esa vez había algo más de lo que yo pensaba. Mientras estábamos sentados en la oscuridad de la galería (una ráfaga violenta había apagado las velas), Haze me reveló con una risa lóbrega, que había dicho a Lo que su amado Humbert aprobaba enteramente la idea del campamento. «Ahora –agregó– ha puesto el grito en el cielo, so pretexto de que usted y yo queremos librarnos de ella. El verdadero motivo es otro: le he dicho que mañana cambiaremos por otros más ordinarios algunos camisones demasiado lujosos que me hizo comprarle. ¿Comprende usted? Ella se ve como una estrella; yo la veo como una chica sana, fuerte y decididamente común. Supongo que ésa es la raíz de nuestras dificultades».
El miércoles me las arreglé para ver un instante a solas a Lo: estaba en el descanso de la escalera, con una camisa vieja y pantalones cortos blancos, manchados de verde, revolviendo cosas en un baúl. Dije algo que pretendía ser afable y gracioso, pero se limitó a resoplar sin mirarme. El desesperado, agonizante Humbert la palmeó tímidamente en el coxis, y ella lo golpeó con todas sus fuerzas con uno de los botines del difunto Mr. Haze. «Traidor», dijo mientras yo me precipitaba escaleras abajo frotándome el brazo entre ostentosos lamentos. Lolita no consintió en comer con Hum y mamá: se lavó la cabeza y se acostó con sus ridículos libros. Y el jueves, la tranquila señora Haze la llevó al campamento.
Autores más grandes que yo escribieron: «Imagine el lector», etc. Pensándolo bien, puedo dar a esas imaginaciones un puntapié en el trasero. Sabía que me había enamorado de Lolita para siempre; pero también sabía que ella no sería siempre Lolita. El uno de enero tendría trece años. Dos años más, y habría dejado de ser una nínfula para convertirse en una «jovencita» y después en una «muchacha», ese colmo de horrores. El término «para siempre» sólo se aplicaba a mi pasión, a la Lolita eterna reflejada en mi sangre. La otra Lolita cuyas crestas ilíacas aún no llameaban, la Lolita que ahora yo podía tocar y oler y oír y ver, la Lolita de la voz estridente y el abundante pelo castaño –mechones y remolinos a los lados, rizos detrás–, la Lolita de nuca tensa y cálida y vocabulario vulgar –«fantástico», «super», «podrido», «fenómeno»–, esa Lolita, mi Lolita, se perdería para siempre para el pobre Catulo. ¿Cómo podía permitirme, pues, no verla durante dos meses de insomnios estivales? ¡Dos meses robados a los dos años de su vida de nínfula! Me disfrazaría de niña sombría y anticuada –la tosca mademoiselle Humbert– y pondría mi tienda en las cercanías del campamento, esperando que las rubicundas nínfulas clamaran: «Adoptemos a esa niña de voz ronca» y llevaran a la triste Berte au Gran Pied de tímida sonrisa a su rústica tierra, Berte dormiría con Dolores Haze...
Sueños ociosos y estériles. Dos meses de belleza, dos meses de ternura se perderían para siempre y no podría hacer nada, nada, mais rien.
Pero ese jueves reveló una gota de preciosa miel en su pulpa. Haze debía llevar a Lo al campamento casi de madrugada. Cuando me llegaron los diversos ruidos de la partida, salté de la cama y me asomé a la ventana. Bajo los álamos, el automóvil ya estaba con el motor en marcha. De pie en la acera, Louise se protegía los ojos con la mano como si la pequeña viajera ya se alejara bajo el fuerte sol matinal. Pero el ademán resultó prematuro. «¡Apúrate!», gritó Haze. Mi Lolita, que había cerrado la puerta del automóvil y bajaba el vidrio de la ventanilla y saludaba a Louise y los álamos, (a ninguno de los cuales volvería a ver nunca más), interrumpió el movimiento fatal: miró hacia arriba y... corrió hacia la casa. Haze la llamó furiosa. Un instante después, oí cómo mi amor corría escaleras arriba. Mi corazón se ensanchó con tal fuerza que casi estalló en mi pecho. Me sujeté los pantalones del pijama, abrí la puerta y simultáneamente Lolita apareció jadeante con su vestido dominguero, y cayó en mis brazos, y la boca inocente de mi adorada palpitante se fundió bajo la feroz presión de unas oscuras mandíbulas masculinas. En seguida la oí –viva, inviolada– bajar las escaleras. El movimiento fatal se reanudó. La pierna dorada se introdujo en el automóvil, la puerta se cerró –volvió a cerrarse– y Haze, la conductora sentada al violento volante, se llevó a mi vida mascullando con sus labios color rojo-goma palabras enfurecidas e inaudibles. Mientras tanto, sin que ni ellas ni Louise la vieran, la señorita Vecina, inválida, agitaba la mano débil pero rítmicamente en su galería con enredaderas.
16
El hueco de mi mano estaba aún lleno con el marfil de Lolita, con la sensación de su espalda pre-adolescente –una sensación deslizante, con suavidad marfileña–, de su piel bajo la tela delgada que yo había restregado mientras la abrazaba. Me dirigí hacia su cuarto en desorden, abrí la puerta del ropero y me sumergí en un revoltijo de cosas que la habían tocado. Encontré una prenda rosada, liviana, rota... Envolví en ella el corazón henchido de Humbert. Un caos punzante bullía en mi interior; pero era necesario que dejara esas cosas y me recobrara cuanto antes, pues oí la voz aterciopelada de la criada que me llamaba desde las escaleras. Tenía un mensaje para mí, dijo; y retribuyendo mi automático «gracias» con un amable «de nada», la buena Louise depositó en mi mano trémula un sobre sin estampilla, curiosamente inmaculado.
«Ésta es una confesión: te amo...»
Así empezaba la carta, y durante un instante confundí sus garabatos histéricos con la mala letra de una colegiala.
«El domingo pasado, en la iglesia –¡qué malo fuiste negándote a ir a ver nuestras hermosas ventanas nuevas!–, sólo el domingo pasado, cuando supliqué al Señor que me iluminara, recibí instrucciones de actuar como ahora lo hago. No hay otra alternativa. Te he querido desde el minuto en que te vi. Soy una mujer apasionada y solitaria, y tú eres el amor de mi vida.
Ahora, amado mío, vida mía, mon cher, cher, cher, monsieur, has leído esta confesión. Ahora lo sabes todo. De modo que te suplico: márchate en seguida. Es la orden de la dueña de casa. Despido a un huésped. Lo echo. ¡Fuera! ¡Vete! Departez! Volveré a la hora de comer, si no tengo un accidente (¿qué importaría?), y no quiero encontrarte en la casa. Por favor, por favor, vete en seguida, ahora, no leas siquiera esta carta absurda hasta el fin. Vete. Adiós.
La situación, chéri, es muy simple. Desde luego, sé con absoluta certeza que no soy nada para ti, menos que nada. Oh, sí, te gusta hablar conmigo (y burlarte de mí), le has tomado afecto a nuestra casa acogedora, a los libros que me gustan, a mi jardín encantador, hasta a los alborotos de Lo, pero... yo no soy nada para ti. ¿No es cierto? Absolutamente nada. Pero si después de leer mi «confesión» resolvieras con tu oscuro y romántico aire europeo, que soy lo bastante atractiva para sacar ventaja de mi carta y hacerme avances, entonces serías un criminal, peor que el raptor que viola a un niño. Ya lo ves chéri. Si resolvieras quedarte, si te encontrara en casa (cosa que no ha de ser, lo sé, y por eso soy capaz de desahogarme), tu permanencia sólo significaría una cosa: que me quieres tanto como yo a ti, como compañero para toda la vida, que estás dispuesto a unir nuestras vidas para siempre y a ser un padre para mi niñita.
Déjame divagar un poco más, amado mío, pues sé que ya habrás roto esta carta y sus pedazos (ilegibles) estarán en el vórtice del inodoro. Amado mío mon, tres, tres cher, qué mundo de amor he construido para ti durante este junio maravilloso. Sé qué reservado, qué "inglés" eres. Tu reticencia europea, tu sentido del decoro se sentirá alarmado ante la osadía de una muchacha norteamericana. Tú, que ocultas tus sentimientos más poderosos, me considerarás una tontuela descarada al verme abrir de tal modo mi destrozado corazón. El señor Haze era una persona maravillosa, un alma pura, pero era veinte años mayor que yo y... bueno, no diré chismes sobre el pasado. Amado mío, tu curiosidad se habrá saciado si has ignorado mi pedido y has leído esta carta hasta su amargo fin. Pero no hagas eso. Destrúyela y vete. No te olvides de dejar la llave en el escritorio de tu cuarto. Y alguna dirección a la cual pueda enviar los doce dólares que te debo hasta fin de mes. Adiós, amado. Reza por mí... si alguna vez rezas.
C. H.»
Lo que he transcrito es cuanto recuerdo de la carta, y cuanto recuerdo de la carta lo recuerdo palabra por palabra (inclusive el abominable francés). Era por lo menos dos veces más larga. He suprimido un pasaje lírico que en esa ocasión salté, acerca de un hermano de Lolita que murió a los cuatro años cuando ella tenía dos, y que «me habría gustado mucho». ¿Qué más puedo decir?... Ah, sí. Acaso el «vórtice del inodoro» (adonde, en efecto, fue a parar la carta) sea una contribución mía. Probablemente Haze me suplicaba que hiciera un fuego especial para consumirla.
Mi primer movimiento fue de rechazo y retirada. El segundo fue como la tranquila mano de un amigo que se apoyara sobre mi hombro pidiéndome que no me precipitara. Así lo hice. Salí de mi estupor y me encontré en el cuarto de Lo. Sobre la cama, entre el hocico de un cantor y las pestañas de una actriz de cine, vi pegado en la pared un anuncio a toda página arrancado de una revista cursi. Representaba a un joven recién casado, moreno, con una mirada vaga en sus ojos irlandeses. Exhibía una bata de Fulano y sostenía una bandeja de Mengano, con desayuno para dos. El epígrafe, del Rev. Thomas Morell, lo llamaba «héroe conquistador». La dama conquistada (invisible) se incorporaba sin duda para recibir su mitad del desayuno. No se veía bien cómo su compañero de cama le pasara la bandeja sin dejarla caer. Lolita había señalado con una flecha la cara macilenta del novio y había escrito con letras mayúsculas: «H. H.» Y en verdad, a pesar de la diferencia de unos pocos años, el parecido era evidente. Debajo de ése, había otro anuncio en colores. Un distinguido autor teatral fumaba solemnemente un cigarrillo X. Siempre había fumado cigarrillos X. El parecido era leve. Debajo de este segundo anuncio estaba el casto lecho de Lo, cubierto de historietas. En el respaldar se había saltado el esmalte, dejando marcas negras, más o menos redondas, sobre el blanco. Después de cerciorarme de que Louise se había marchado, me tendí en la cama de Lo y releí la carta.
17
¡Señores del jurado! No puedo asegurar que ciertas nociones relativas al asunto en mano –si puedo acuñar tal expresión– no hayan pasado antes por mi mente. Mi mente no las retuvo en ninguna forma lógica o en cualquier relación determinada con ocasiones definitivamente recogidas; pero no puedo asegurar –permítaseme repetirlo– que no haya jugado con ellas (para crear otra expresión) en la bruma de mis pensamientos, en la negrura de mi pasión. Pudo haber momentos –debió haberlos, si es que conozco a mi Humbert– en que consideré la idea de casarme con una viuda madura (o sea Charlotte Haze) sin ningún pariente en el vasto mundo gris, sólo para seguir junto a su hija (Lo, Lola, Lolita). Y aun estoy dispuesto a decir a mis atormentadores que quizá una o dos veces eché una fría mirada apreciativa a los labios coralinos, al pelo bronceado, al cuello (peligrosamente flojo) de Charlotte, y procuré vagamente incluirla en un sueño plausible. Lo confieso bajo tortura. Tortura imaginaria, pero tanto más horrible. Quisiera poder divagar y contar más acerca del pavor nocturnus que me perseguía horriblemente cuando un término cualquiera me impresionaba en el curso de las desordenadas lecturas de mi adolescencia, términos tales como peine forte et dure (¡qué genio del dolor debió inventar eso!) o el terrible, misterioso, insidioso «trauma», «hecho traumático». Pero mi narración ya es bastante caótica.
Un rato después, rompí la carta y me marché a mi cuarto, y reflexioné, y me revolví el pelo, y me puse la bata púrpura, y me quejé con los dientes apretados, y súbitamente... súbitamente, señores del jurado, esbocé una sonrisa dostoievskiana que alboreó (a través de la mueca que torcía mis labios) como un sol distante y terrible. Imaginé (bajo condiciones de nueva y perfecta visibilidad) todas las caricias fortuitas que el marido de su madre podría derrochar en Lolita. La apretaría contra mí tres veces por día... todos los días. Todas mis perturbaciones acabarían, sería un hombre sano. «Sostenerte levemente sobre una suave rodilla y depositar en tu blanda mejilla el beso de un padre...» ¡Cuánto ha leído Humbert!
Después, con toda la cautela posible, en puntas de pie mentales, por así decirlo, conjuré la imagen de Charlotte como compañera posible. Por Dios, quizá fuera capaz de brindarle ese pomelo económicamente dividido, ese desayuno sin azúcar.
Humbert Humbert, sudando bajo la violenta luz blanca, sacudido, aturdido por los gritos de los policías sudorosos, está dispuesto ahora a hacer una nueva declaración (quel mot) volviendo del revés su conciencia y rasgando su forro más íntimo. No planeaba casarme con la pobre Charlotte para eliminarla de algún modo vulgar, feroz y peligroso; por ejemplo, echando cinco tabletas de bicloruro de mercurio en su aperitivo. Pero en mi cerebro resonante y nublado se insinuó un pensamiento farmacopeico, delicadamente relacionado con esa idea. ¿Por qué limitarme a la modesta caricia enmascarada que ya había intentado? Otras imágenes de deseo se presentaron ante mí, sonrientes, fluctuantes. Me vi administrando una poderosa pócima soporífera a madre e hija para acariciar a la última durante toda la noche, con perfecta impunidad. La casa estaba llena de los ronquidos de Charlotte, mientras Lolita apenas respiraba al dormir, tan quieta como una niña pintada. «Mamá, juro que Kenny no me tocó siquiera». «O tú mientes, Dolores Haze, o fue un íncubo». No, no iría tan lejos.
Así urdía y soñaba Humbert el íncubo, y el rojo sol del deseo y la decisión (las dos cosas que crean un mundo viviente) estaba cada vez más alto, mientras en una sucesión de balcones una sucesión de libertinos con vasos centelleantes en las manos brindaban por la maravilla del pasado y las noches futuras. Después, metafóricamente, arrojé el vaso e imaginé, lleno de osadía (pues esas visiones me habían embriagado, sacudiendo la quietud de mi naturaleza), cómo podía extorsionar –no, ésta es una palabra demasiado fuerte–, cómo podía persuadir a Haze, amenazando a esa pobre paloma enamorada con abandonarla si trataba de impedirme que jugara con mi hijastra legal. En una palabra, ante una oferta tan sorprendente, ante semejante variedad y vastedad de alternativas, me sentía tan indefenso como Adán en la pre-exhibición de historia oriental primitiva, reflejada en su huerto de manzanos...
Y ahora, tomemos en cuenta esta importante observación: el artista que hay en mí ha cedido paso al caballero. Sólo con gran esfuerzo de voluntad, he conseguido ajustar el estilo de estas memorias al tono del diario que llevaba cuando la señora Haze no era sino un obstáculo para mí. Ese diario mío ya no existe; pero he considerado que mi deber es preservar su entonación, por falsa y brutal que ahora me parezca. Por fortuna, mi historia ha llegado a un punto en que puedo dejar de insultar a la pobre Charlotte en consideración a la verosimilitud retrospectiva.
Deseoso de evitar a la pobre Charlotte dos o tres horas de expectativa en un camino sinuoso (y quizás, un golpe en la cabeza que esfumaría nuestros diferentes sueños), hice un concienzudo pero inútil intento de comunicarme telefónicamente con ella, en el campamento. Había salido media hora antes; como me comunicaron con Lo, le dije –temblando y exaltado por mi dominio sobre el destino– que iba a casarme con su madre. Tuve que repetirlo dos veces, porque algo le impedía prestarme atención. «Fenómeno –dijo riendo–. ¿Cuándo es la cosa? Un momento... el cachorro... un perrito se lleva mi calcetín. Oye...» Y agregó que pensaba divertirse mucho. Al colgar comprendí que un par de horas en ese campamento habían bastado para borrar con nuevas impresiones de la mente de Lolita la imagen del apuesto Humbert Humbert. Pero ¿qué importaba, ahora? La haría volver no bien pasara un lapso decente después de la boda. «La flor de azahar apenas se había marchitado sobre la tumba...», como podría decir un poeta. Pero no soy poeta. No soy más que un registrador muy consciente.
Cuando Louise se marchó, revisé la heladera y habiéndola encontrado demasiado puritana, fui a la ciudad y compré la mejor comida que encontré. También compré una buena bebida y dos o tres clases de vitaminas. Estaba casi seguro de que con la ayuda de esos estimulantes y mis recursos naturales compensaría cualquier dificultad con que podía tropezar mi indiferencia, urgida a demostrar un ardor poderoso e impaciente. Una vez más, el ingenioso Humbert evocó a Charlotte vista en el caleidoscopio de una imaginación viril. Estaba bien formada y se cuidaba mucho, eso no podía negarse, y era la hermana mayor de mi Lolita –me aferraba a esa idea, pero visualizaba con demasiada realidad sus ancas pesadas, sus rodillas redondas, el busto maduro, la áspera piel rosada del cuello («áspera» en comparación con la miel y la seda) y todo el resto de esa cosa lamentable y chata que es «una mujer atractiva».
El sol giró como siempre en torno a la casa, mientras la tarde maduró en ocaso. Tomé un trago. Y otro. Y otro más. Gin con jugo de ananás, mi mezcla favorita, siempre redobla mis energías. Resolví ocuparme de nuestro descuidado terreno. Une petite attention. Estaba lleno de maleza y un maldito perro –odio a los perros– había ensuciado las piedras chatas donde en algún tiempo hubo un reloj de sol. El gin y Lolita bailaban en mí, y estuve a punto de caer sobre las sillas plegadizas que intenté abrir. ¡Cebras encarnadas! Hay algunos eructos que suenan como salvas... por lo menos los míos. Una vieja cerca, al fin del jardín, nos separaba de las lilas y los depósitos de basuras del vecino; pero no había nada entre el frente de nuestro jardín (que formaba un declive a un lado de la casa) y la calle. Por lo tanto, podía atisbar (con la actitud de quien lleva a cabo una buena acción) el regreso de Charlotte: había que arrancar en seguida esa muela. Mientras impulsaba la guadaña –pedazos de hierba remolineando en el sol bajo–, no perdía de vista esa parte de la calle suburbana. Aparecía bajo una bóveda de árboles inmensos, bajaba hacia nosotros, abruptamente, más allá de la casa de ladrillos y enredaderas de la anciana señorita Vecina y su empinado jardín (mucho más cuidado que el nuestro), para desaparecer tras nuestra entrada, que yo no podía ver desde donde trabajaba, entre dichos eructos. Acabé con la maleza. Dos niñas. Marión y Mabel, cuyas idas y venidas había seguido mecánicamente (pero, ¿quién podía reemplazar a mi Lolita?), se dirigieron hacia la avenida (desde la cual fluía nuestra calle), una empujando su bicicleta, ambas hablando a gritos con sus voces soleadas. Leslie, el jardinero y chófer de la anciana Vecina, un negro muy amable y atlético, me sonrió desde lejos y gritó y volvió a gritar y comentó con ademanes que esa tarde estaba yo muy activo. El cuzco de nuestro vecino, el ropavejero, corrió tras un automóvil azul..., pero no era el de Charlotte. La más bonita de ambas niñas, Mabel, creo –pantalones cortos, corpiño con poco que sostener, pelo brillante, una verdadera nínfula–, volvió corriendo por la calle e hizo un bollo con su bolsa de papel; el frente de la residencia de los Humbert la ocultó de ese viejo verde... De la penumbra de la avenida arbolada irrumpió una camioneta arrastrando sobre el techo algunas hojas antes de que las sombras se cerraran, y se bamboleó con ritmo absurdo; su conductor tenía la mano izquierda apoyada sobre el techo, y el perro ropavejero corría al vehículo. Hubo una pausa sonriente y de pronto el corazón me saltó en el pecho cuando presencié el regreso del sedán azul. Lo vi deslizarse por la pendiente y desaparecer tras la esquina de la casa. Vislumbré su pálido perfil sereno. Se me ocurrió que Charlotte no podía saber si me había marchado antes de subir las escaleras. Un minuto después, con expresión de gran angustia, se asomó para descubrirme desde la ventana del cuarto de Lo. Subí corriendo las escaleras y pude llegar al cuarto antes de que saliera.
18
Cuando la novia es una viuda y el novio un viudo, cuando la primera ha vivido en esa ciudad pequeña unos dos años y el segundo apenas un mes; cuando monsieur quiere acabar con el maldito asunto lo antes posible y madame consiente con una sonrisa tolerante, la boda es por lo común un acontecimiento «tranquilo». La novia puede prescindir de la diadema de azahares para sujetarse el velo consabido, no lleva una orquídea blanca en el libro de misa. La hija de la novia podría agregar –en este caso– un toque de vivido bermellón al enlace de H. y H. Pero yo sabía que aún no me atrevería a mostrarme demasiado efusivo con Lolita, y así coincidí en que no valía la pena hacer venir a la niña de su querido campamento.
Para las cosas de la vida cotidiana, mi soi-disant apasionada y solitaria Charlotte, era materialista y trivial. Además, descubrí que si bien no podía dominar su corazón y sus gritos, era una mujer de principios. En seguida de ser más o menos mi amante (a pesar de los estimulantes, un nervioso, angustiado «chéri» –¡un heroico chéri!– tuvo ciertas dificultades iniciales, ampliamente compensadas por una exhibición fantástica de ternuras europeas), la buena Charlotte me interrogó acerca de mis relaciones con Dios. Pude responderle que en cuanto a eso, mi espíritu estaba en blanco; en cambio dije –rindiendo tributo a una piadosa trivialidad– que creía en un espíritu cósmico. Mirándose las uñas, Charlotte me preguntó además si no había en mi familia una ascendencia extraña. Le respondí preguntándole a mi vez si se hubiera casado conmigo de haber sido mi abuelo materno, por ejemplo, turco. Dijo que eso no importaba en absoluto, pero si alguna vez descubría que yo no creía en nuestro Dios cristiano, se suicidaría. Lo dijo con tal solemnidad que me hizo estremecer. Fue entonces cuando supe que era una mujer de principios.
Oh, Charlotte era muy amable: decía «perdón» si un leve hipo interrumpía el flujo de sus palabras, y cuando hablaba con sus amigas me llamaba «el señor Humbert». Pensé que le agradaría verme entrar en su comunidad aureolado por cierto encanto. El día de nuestras bodas apareció un articulillo en las Noticias Sociales de Ramsdale Journal, con una fotografía de Charlotte –una ceja alzada– y una errata en su nombre («Hazer»). A pesar de este contretemps, la publicidad caldeó el hornillo de porcelana de su corazón e hizo que los cascabeles de mi cola sonaran con un ruido temible. Sumándose a las actividades religiosas y trabando relación con las madres más en vista de los compañeros de Lo, en el curso de unos veinte meses Charlotte había llegado a ser una ciudadana aceptable, si no prominente, pero nunca se había visto asociada en situación tan prestigiosa. Y fui yo quien me hice llamar Edgar H. Humbert (agregué el «Edgar» sólo porque se me antojó «escritor y explorador»). El hermano de McCoo, cuando tomó nota del dato, me preguntó qué había escrito. Cuanto le dije fue: «Varios libros sobre Peacock y Rainbow, y otros poetas». Se dijo también que Charlotte y yo nos conocíamos desde hacía varios años, y que yo era un pariente lejano de su primer marido. Insinué que había tenido algo que ver con ella trece años antes, pero la prensa no mencionó ese dato. Dije a Charlotte que las columnas de los diarios deben contener un cúmulo de errores.
Sigamos con mi curioso relato. Cuando debí gozar de mi promoción de inquilino a amante, ¿experimenté sólo amargura y repulsión? No. El señor Humbert confiesa cierta titilación de su vanidad, una débil ternura, hasta una especie de remordimiento que corrió oscuramente por el acero de su daga confabulada. Nunca había pensado que la señora Haze, más bien ridícula, pero más bien «atractiva», con su ciega fe en la sabiduría religiosa y el club del libro, su lenguaje afectado, su actitud dura, fría y desdeñosa con una adorable niña de brazos aterciopelados, pudiera convertirse en una criatura tan conmovedora e indefensa cuando puse mis manos sobre ella, cosa que ocurrió en el umbral del cuarto de Lolita, mientras ella retrocedía temblorosa, repitiendo «No, no, no, por favor...»
El cambio mejoró su aspecto. Su forzada sonrisa se transformó desde entonces en el resplandor de una adoración profunda: un resplandor que tenía algo suave y húmedo y en el cual reconocí, asombrado, cierto parecido con la mitad encantadora, vacía, perdida de Lo cuando saboreaba una nueva clase de helado o cuando admiraba en silencio mis trajes caros e impecables. Hondamente fascinado, observaba a Charlotte cuando intercambiaba preocupaciones maternas con otras damas y hacía esa mueca nacional de resignación femenina (ojos en blanco, boca torcida), cuya versión infantil también había visto en la propia Lo. Bebimos unos tragos antes de volver a casa y con su ayuda pude evocar a la hija mientras acariciaba a la madre. Ése era el blanco vientre dentro del cual mi nínfula había sido un pececillo curvado en 1934. Ese pelo cuidadosamente teñido, tan estéril para mi olfato y mi tacto, adquiría en ciertos momentos, bajo la luz junto a la cama, el matiz si no la contextura de los rizos de Lo. Mientras manejaba a mi flamante esposa me repetía que biológicamente eso era lo más parecido a Lolita que podía conseguir; que a la edad de Lolita, Lotte había sido una colegiala tan deseable como su hija y como algún día lo sería la hija de Lolita. Mi mujer había desenterrado debajo de una colección de zapatos (el señor Haze parecía tener pasión por ellos) un álbum de más de treinta años para que pudiera ver a Lotte cuando era una niña. Y a pesar de la mala iluminación y los vestidos sin gracia, pude esbozar una primera versión de las piernas, las mejillas, la nariz respingada de Lolita. Lottelita, Lolitchen.
Así atisbé, a través de la barrera de los años, en oscuros ventanucos. Y cuando por medio de caricias lamentablemente ardientes, puerilmente lascivas, ella, la de nobles pezones y muslos macizos, me preparaba para el cumplimiento de mis deberes nocturnos, lo que yo procuraba recoger con desesperación era el aroma de una nínfula mientras ladraba entre el sotobosque de oscuras selvas marchitas.
No puedo decir qué amable, qué conmovedora era mi pobre mujer. Durante el desayuno en la cocina de luminosidad deprimente, con su brillo niquelado y su almanaque y su coqueto rincón para el desayuno (que simulaba la confitería donde se arrullaban Charlotte y Humbert en sus días de colegio), se sentaba envuelta en su bata roja, el codo sobre la mesa cubierta de plástico, la mejilla en el puño, y me observaba con ternura intolerable mientras yo consumía mi jamón con huevos. La cara de Humbert podía crisparse de neuralgia, pero a los ojos de Charlotte rivalizaba en belleza y animación con el sol y las sombras de las hojas que temblaban sobre el blanco de la heladera. Mi exasperación solemne era para ella el silencio del amor. Mis módicos ingresos sumados a los suyos, aún más modestos, le parecían toda una fortuna, no porque la suma resultante alcanzara ahora para casi cubrir todas las necesidades hogareñas, sino porque hasta mi dinero brillaba ante sus ojos con la magia de mi virilidad, y veía nuestra cuenta común como una de esas avenidas sureñas que al mediodía tienen una sombra intensa a un lado y una luz suave al otro, hasta que se pierden en la lejanía, donde asoman montañas rosadas.
En los cincuenta días de nuestra cohabitación, Charlotte concentró las actividades de otros tantos años. La pobre mujer se ajetreó con un montón de cosas que había olvidado mucho antes o que no le habían interesado mucho, como si (para prolongar estas entonaciones proustianas) mi casamiento con la madre de la niña que amaba hubiera permitido a mi mujer readquirir por poder una abundancia de juventud. Con el celo de una joven desposada, empezó a «embellecer el hogar». Yo me había aprendido de memoria cada grieta de ese hogar –desde los días en que seguía mentalmente, desde mi silla, cada paso de Lolita por la casa–, y me sentía unido a él, a su fealdad y suciedad mismas, por una relación emocional. Y ahora sentía casi que el desdichado habitáculo se estremecía en su temor al baño de masilla y pintura que Charlotte pensaba darle. Nunca fue tan lejos, gracias a Dios, pero gastó energías tremendas lavando visillos, encerando persianas venecianas, comprando nuevos visillos y nuevas persianas, devolviéndolas a la tienda, reemplazándolas por otras, etcétera, en un constante claroscuro de sonrisas y ceños fruncidos, dudas y malhumores. Chapaleaba en cretonas y chinzes, cambiaba los colores del sofá (el sagrado sofá donde una burbuja paradisíaca había estallado en mí). Cambió de lugar los muebles y se mostró encantada al descubrir en un tratado doméstico que «es posible separar un par de sofás y sus lámparas respectivas». Juntamente con los autores de Tu casa eres tú, desarrolló un odio tremendo contra cierto tipo de sillas y mesas pequeñas. Creía que un cuarto con una profusión generosa de vidrio y recios paneles de madera era un ejemplo del tipo de cuarto masculino, mientras que el femenino se caracterizaba por las ventanas y el maderamen más leves. Las novelas que la veía leer en la época de mi llegada fueron reemplazadas por catálogos ilustrados y guías domésticas. Encargó en una tienda situada en la calle Roosevelt, 4640, Filadelfia, un «colchón con forro de damasco» para nuestro lecho matrimonial (aunque el colchón viejo me parecía bastante resistente y duradero para el peso que debía soportar).
Su medio natural era el oeste –como el de su difunto marido– y todavía no había visto bastante en la recatada Ramsdale, la perla de un estado del este, para conocer a todas las personas inobjetables. Conocía superficialmente al jovial dentista que vivía en una especie de castillo desvencijado de madera, detrás de nuestro jardín. Durante un té en la iglesia había conocido a la mujer del dueño del horror «colonial» situado en la esquina de la avenida. De cuando en cuando, se visitaba con la señorita Vecina; pero la mayoría de las matronas patricias que Charlotte visitaba o encontraba en las funciones al aire libre o a quienes telefoneaba –damas tan exquisitas como la señora Glave, la señora Sheridan, la señora MacCrystal, la señora Knigth y otras–, muy pocas veces visitaban a mi olvidada esposa. En verdad, la única pareja con la cual tenía relaciones de verdadera cordialidad, desprovista de toda arrière-pensée o intenciones prácticas, eran los Farlow, que acababan de volver de un viaje de negocios a Chile justo a tiempo para asistir a nuestra boda, con los Chatfield, los McCoo y unos pocos más (pero no la señora Jork o la Talbot, más orgullosa todavía). John Farlow era un hombre de edad media, apacible, apaciblemente atlético, apaciblemente afortunado en su corretaje de artículos deportivos, que tenía una oficina en Parkington, a cuarenta millas de Ramsdale: fue él quien me dio los cartuchos para el Colt y me enseñó a usarlo, durante una excursión dominical por el bosque. Además, era lo que él mismo llamaba un abogado ocasional y había manejado algunos negocios de Charlotte. Jean, su joven mujer (y prima hermana), era una muchacha de miembros largos y anteojos de arlequín, con dos perros boxer, dos pechos puntiagudos y una gran boca roja. Pintaba –paisajes y retratos– y recuerdo nítidamente que alabé, mientras bebíamos unos cocktails, el retrato que había hecho de una sobrina suya, la pequeña Rosaline Honeck, un encanto de uniforme de girl-scout, con birrete verde, cinturón verde, encantadores rizos hasta los hombros. Y John dijo que era una lástima que Dolly (mi Lolita) y Rosaline se llevaran tan mal en la escuela pero que esperaba regresaran del campamento. Hablamos de la escuela. Tenía sus defectos, tenía sus virtudes.
—Desde luego, casi todos los comerciantes son aquí italianos –dijo John–, pero por otro lado...
—Desearía que Dolly y Rosaline pasaran juntas todo el verano –lo interrumpió Jean, riendo.
Súbitamente imaginé a Lo volviendo del campamento –tostada, tibia, somnolienta, drogada–, y casi lloré de pasión e impaciencia.
19
Unas palabras más sobre la señora Humbert mientras las cosas andan bien (pronto ocurrirá un feo accidente). Siempre había percibido sus tendencias posesivas, pero nunca pensé que se mostrara tan frenéticamente celosa de todo cuanto no fuera ella en mi vida. Demostró una curiosidad exacerbada e insaciable por mi pasado. Quiso que resucitara a todos mis amores para poder insultarlos y pisotearlos y anularlos totalmente, destruyendo así mi pasado. Me hizo narrarle mi casamiento con Valeria, que fue desde luego una perdida; pero también debí inventar, o agrandar atrozmente, una serie de amantes para el mórbido deleite de Charlotte. Para tenerla contenta, debía regalarle un catálogo ilustrado de mujeres, perfectamente diferenciadas según las normas de esos anuncios norteamericanos en que se representan escolares en una sutil proporción de razas, con un chiquillo –sólo uno, pero todo lo bonito que son capaces de hacerlo– color chocolate y ojos redondos en el medio de la primera fila. Así presenté a mis mujeres, y las hice sonreír y menearse –la lánguida rubia, la orgullosa morena, la sensual pelirroja–, como en una exhibición de burdel. Cuanto más populares y triviales las mostraba, más agradable era el desfile a la señora Humbert.
Nunca he confesado tanto en mi vida ni he recibido tantas confesiones. La sinceridad y descaro con que Charlotte discutía lo que llamaba su «vida amorosa», desde el primer jugueteo hasta el catch-as-catch-can conyugal, contrastaban mucho con mis volubles composiciones, pero técnicamente ambas enumeraciones eran afines, puesto que ambas revelaban el mismo linaje (operetas almibaradas, psicoanálisis, novelas baratas), del que yo tomaba mis caracteres y ella su modo de expresión. Ciertos curiosos hábitos sexuales del buen Harold Haze me divertían bastante, aunque Charlotte consideraba impropio mi regocijo. Pero, por lo demás, su autobiografía estaba tan desprovista de interés como lo estaría su autopsia. Nunca he visto a una mujer más saludable que ella, a pesar de sus dietas de adelgazamiento.
De mi Lolita hablaba poco, menos aún del borroso niño rubio cuya fotografía, con exclusión de toda otra, adornaba nuestro yermo dormitorio. En uno de sus sueños sin gusto, profetizó que el alma del niño muerto volvería a la tierra encarnada en el hijo que tendría en su actual matrimonio. Y aunque yo no tenía particular apuro por abastecer la serie Humbert con una réplica de los productos Harold (con un estremecimiento incestuoso había llegado a considerar hija mía a Lolita), se me ocurrió que un internamiento prolongado con una buena operación cesárea y otras complicaciones en una maternidad segura, durante la próxima primavera, me daría oportunidad para estar a solas con mi Lolita durante semanas, quizá y... atiborrar a la niña de somníferos.
¡Oh, Charlotte odiaba a su hija! Lo que yo consideraba especialmente delictuoso es que se había desviado de sus normas para responder con gran diligencia a los cuestionarios de un libro absurdo que tenía (Guía para el desarrollo de su hijo), publicado en Chicago. Ese galimatías se sucedía año tras año, y se suponía que mamá llevaba una especie de inventario en cada cumpleaños de su hija. Al cumplir Lo los doce años, el 1° de enero de 1947, Charlotte Haze, née Becker, subrayó los siguientes epítetos, diez entre un total de cuarenta, bajo la rúbrica «La personalidad de su hijo»: agresiva, ruidosa, desconfiada, disconforme, impaciente, irritable, curiosa, desatenta, obstinada y mordaz (subrayado dos veces). Había ignorado los otros treinta adjetivos, entre los cuales figuraban alegre, vivaz, etc. Era realmente enloquecedor. Con una brutalidad que nunca aparecía en la serena naturaleza de mi encantadora esposa, destrozaba las cosillas de Lo que habían peregrinado por varias partes de la casa para congelarse allí como tantos otros animalitos hipnotizados. Ni siquiera soñaba la buena señora que una mañana, cuando un malestar estomacal (resultado de mis intentos de mejorar sus salsas) me impidió acompañarla a la iglesia, la engañé con una de las tobilleras de Lolita. ¡Y su actitud hacia las cartas de mi sabrosa amada!
«Queridos Mamita y Humbertito:
Espero que estén bien. Muchas gracias por los dulces. Yo (tachado y escrito encima) perdí mi sweater nuevo en el bosque. En los últimos días ha hecho frío. Estoy muy
Cariños
Dolly»
—La aturdida se ha olvidado una palabra después de «estoy muy» –dijo la señora Humbert–. Ese sweater era de pura lana... Y espero que no vuelvas a mandarle dulces sin consultarme.
20
Había un lago a pocas millas de Ramsdale; lo visitamos a diario durante una semana de gran calor, a fines de julio. Ahora me veo obligado a describir con algunos tediosos pormenores nuestro último viaje al lago, en una mañana tropical de un miércoles.
Habíamos dejado el automóvil en una playa de estacionamiento, no lejos del camino, y caminábamos por una vereda abierta en el bosque de pinos, cuando Charlotte observó que Jean Farlow, en pos de efectos de luz raros (Jean pertenecía a la vieja escuela de pintura), había visto a Leslie zambulléndose «en el ébano» (como se había burlado John), a las cinco de la mañana, del sábado anterior.
—El agua debía de estar muy fría –dije.
—Eso no interesa –dijo mi lógica y maldita esposa–. Es un tipo infranormal, ¿comprendes? Además (pronunciando con una dicción cuidadosa que empezaba a dañar mi salud), tengo toda la impresión de que Louise está enamorada de ese tonto.
La impresión... «Tenemos la impresión de que Dolly no anda bien», etc. (de un viejo informe de la escuela).
Los Humbert caminaban, en sandalias y batas.
—¿Sabes, Hum? Tengo un sueño muy ambicioso –sentenció lady Hum bajando la cabeza (pudorosa a causa de su sueño y hermanada con el suelo ocre)–. Me gustaría conseguir una criada de veras, como la muchacha alemana de que alguna vez hablaron los Talbot. Y hacerla vivir en nuestra casa.
—No hay cuarto –dije.
—Vamos –dijo con una curiosa sonrisa–, sin duda subestimas las posibilidades del hogar de los Humbert, chéri. La pondríamos en el cuarto de Lo. De todos modos, ya tenía pensado convertir esa covacha en cuarto de huéspedes. Es el más frío y feo de la casa.
—¿Qué estás diciendo? –exclamé con la piel de los pómulos tensa (me tomo el trabajo de acotar este detalle, porque con la piel de mi hija me ocurría lo mismo cuando sentía recelo, repugnancia, irritación).
—¿Ofendo tus recuerdos románticos? –preguntó mi mujer, aludiendo a su primera entrega.
—¡No, demonios! –exclamé–. Me pregunto dónde pondrás a tu hija cuando tengas a tus huéspedes y a tu criada.
—Ah... –dijo la señora Humbert, con expresión soñadora, sonriendo, emitiendo su «Ah» simultáneamente con una suave exhalación de aire y alzando una ceja–. La pequeña Lo, mucho me lo temo, no está incluida para nada en el proyecto. Lo se irá directamente del campamento a una buena escuela donde haya disciplina, disciplina estricta y una firme instrucción religiosa. Y después... el Beardsley College. Lo he planeado todo. No tienes que preocuparte por eso...
Siguió diciendo que ella, la señora Humbert, tendría que vencer su pereza habitual y escribir a la hermana de la señorita Phalen, que enseñaba en St. Algebra. De pronto surgió el lago deslumbrante. Dije que me había olvidado los anteojos negros en el automóvil, que ya la alcanzaría...
Siempre había pensado que retorcerse las manos era un ademán ficticio –el oscuro resultado, quizá, de algún rito medieval–; pero mientras me dirigía al bosque para entregarme a la meditación y la angustia, ése era el ademán («¡Mira, señor, estas cadenas!») que más se habría acercado a la expresión tácita de mi estado de ánimo.
Si Charlotte hubiera sido Valeria, yo habría sabido cómo «manejar» la situación; y «manejar» es la palabra exacta. En aquellos días me bastaba retorcer la frágil muñeca de la gorda Valechka (se había golpeado en el suelo al caer de una bicicleta) para que cambiara inmediatamente de opinión. Pero nada semejante era posible con Charlotte. Esa suave norteamericana me asustaba. Mi leve sueño de dominarla por medio de la pasión que sentía hacia mí se reveló absolutamente equivocado. No me atrevía a hacer nada por no enturbiar la imagen mía que Charlotte adoraba. Yo la había adulado cuando ella era la terrible dueña de mi chiquilla y algo servil persistía aún en mi actitud hacia ella. El único triunfo que ocultaba en mi mano era su ignorancia de mi monstruoso amor hacia Lo. Los sentimientos de Lo con respecto a mí la fastidiaban, pero mis propios sentimientos no podía adivinarlos. Yo podía haber dicho a Valeria: «Mira, gorda tonta, c'est moi qui décide qué debe hacerse con Dolores Humbert». A Charlotte no podía decirle siquiera (con tono propiciatorio): «Excúsame, querida, pero no estoy de acuerdo. Demos a la niña una oportunidad más. Permíteme ser su tutor durante un año. Tú misma me lo pediste una vez». En realidad, no podía decir nada acerca de Lo a Charlotte sin traicionarme. ¡Oh, nadie puede imaginar (como nunca había imaginado yo mismo) lo que son esas mujeres de principios! Charlotte, que no advirtió la falsedad de todas las convenciones cotidianas y normas de conducta, de todos los alimentos y los libros y las personas que prefería, era capaz de distinguir en seguida una entonación falsa en cuanto dijera yo para tratar de retener a Lo. Era como un músico que es un individuo vulgar y odioso en la vida corriente, desprovisto de tacto y gusto, pero que oye una nota falsa con destreza diabólica. Para persuadir a Charlotte era preciso romperle la cabeza. Y si le rompía la cabeza, también se rompería la imagen que ella se había hecho de mí. Si decía: «O dispongo lo que me parece bien acerca de Lolita y tú me ayudas a hacer las cosas bien, o nos separamos en seguida», Charlotte habría empalidecido como una mujer de vidrio y habría respondido lentamente: «Muy bien. Aunque te retractes o expliques, hemos terminado». Y habríamos terminado.
Ése era el lío. Recuerdo que llegué a la plaza de estacionamiento y bombee un chorro de agua con gusto a herrumbre y la bebí ávidamente, como si hubiera podido darme sabiduría mágica, juventud, libertad, una concubina menuda. Durante un instante, envuelto en mi bata púrpura, meciendo mis pies en el aire, me senté en el filo de una mesa rústica, bajo los pinos. No muy lejos, dos doncellitas con pantalones cortos y corpiños salieron de una letrina salpicada por el sol y con un letrero que decía: «Damas». Mascando su chicle, Mabel (o la doble de Mabel) pedaleaba laboriosamente, distraídamente, una bicicleta, y Marion, sacudiéndose el pelo a causa de las moscas, estaba sentada detrás, con las piernas muy abiertas. Y así, lentamente, absortas, se mezclaron con la luz y la sombra. ¡Lolita! La solución natural era eliminar a la señora Humbert. Pero ¿cómo?
Ningún hombre logra jamás el crimen perfecto; el azar, sin embargo, puede lograrlo. Recordemos la famosa liquidación de cierta madame Lacour, en Arles, al sur de Francia, a fines del siglo pasado. Un hombre desconocido, con barba, que según se pensó después había sido un amante secreto de la dama, se dirigió a ella en una calle atestada de gente, poco después de su casamiento con el coronel Lacour, y le dio tres puñaladas mortales en la espalda, mientras el coronel, una especie de pequeño bull-dog, se colgaba del brazo del asesino. Por una coincidencia milagrosa, en el instante mismo en que el asesino se libraba de las mandíbulas del enfurecido espeso (mientras varios curiosos cerraban círculo en torno al grupo), un italiano medio chiflado que vivía en la casa más cercana del lugar donde se desarrollaba la escena hizo estallar por un curioso accidente cierta clase de explosivo en el cual trabajaba y en seguida la calle se convirtió en un alboroto de humo, ladrillos que volaban y gente que disparaba. La explosión no hirió a nadie (aunque puso fuera de combate al coronel Lacour); pero el vengativo amante de la dama huyó entre la multitud, y vivió feliz y contento.
Pero observen ustedes qué ocurre cuando el autor del hecho planea una impunidad perfecta.
Regresé al lago. El lugar donde nosotros y otras parejas «simpáticas» (los Farlow, los Chatfield) nos bañábamos era una especie de pequeña ensenada; mi Charlotte lo prefería porque era casi «una especie de playa privada». La parte más frecuentada del lago estaba a la izquierda y no podía verse desde nuestra ensenada. A la derecha, los pinos pronto cedían lugar a una curva de pantanos que de nuevo se convertía en bosque, al lado opuesto.
Me senté junto a mi mujer tan silenciosamente que se sobresaltó.
—¿Nos bañamos? –dijo.
—Dentro de un minuto. Déjame seguir pensando una cosa...
Pensé. Pasó más de un minuto.
—Bueno. Ahora, vamos.
—¿Figuraba yo en esos pensamientos?
—Sí, desde luego.
—Ojalá que sea así... –dijo Charlotte, entrando en el agua, que puso piel de gallina en sus pesados muslos.
Entonces, juntando las manos extendidas, apretando la boca y componiendo una expresión muy poco agraciada bajo su gorra de baño negra, Charlotte se zambulló entre grandes salpicaduras.
Ambos nadábamos lentamente en el trémulo resplandor del lago. En la orilla opuesta, a unos mil pasos (si es que puede uno caminar sobre el agua), pude distinguir las siluetas minúsculas de dos hombres que trabajaban como castores en la playa. Sabía exactamente quiénes eran: un policía retirado de origen polaco y el plomero retirado que poseía casi toda la madera a esa orilla del lago. Sabía también que estaban construyendo un embarcadero, sólo por la triste diversión que eso les deparaba. Los golpes que llegaban hasta nosotros parecían mucho más grandes que cuanto podríamos distinguir de los brazos y herramientas de esos enanos. En verdad, era como si el encargado de esos efectos sonoros trabajara a destiempo con el titiritero, sobre todo porque el pesado resonar de cada golpe diminuto se arrastraba más allá de su versión visual. La breve franja de arena blanca que era «nuestra playa» –de la cual nos habíamos apartado un poco en busca de profundidad–, estaba vacía en días de trabajo. No había nadie en torno de nosotros, salvo las dos figurillas tan ocupadas de la orilla opuesta y un aeroplano particular color rojo oscuro que planeó sobre nosotros y desapareció en el azul. El lugar era, en verdad, perfecto para un súbito crimen entre burbujas, y contaba además con un detalle interesantísimo: el hombre de ley y el hombre de agua, bastante cerca para presenciar un accidente y bastante lejos para no observar un crimen. Estaban bastante cerca para oír a un bañista enloquecido que se agitara y pidiera a gritos que alguien salvara a su mujer a punto de ahogarse; y estaban demasiado lejos para distinguir (si miraban demasiado pronto) que el nadador desesperado sujetaba a su mujer debajo del agua. Todavía no me encontraba en esa etapa; sólo quiero expresar la facilidad del acto, lo cuidado del planteo. Mientras tanto, Charlotte seguía nadando con concienzuda torpeza (era una sirena muy mediocre), pero no sin cierto solemne placer (¿acaso no estaba su tritón junto a ella?); y al tiempo que yo observaba, con la rigurosa lucidez de una futura meditación (es decir, tratando de ver las cosas como recordaría haberlas visto), la vítrea blancura de su cara mojada tan poco tostada a pesar de todos sus esfuerzos, y sus labios pálidos, y la desnuda frente convexa, y la tensa gorra negra, y la carnosa nuca mojada, me dije que cuanto debía hacer era quedarme a la zaga, tomar aliento, atraparla por el tobillo y sumergirme con mi cadáver cautivo. Digo cadáver porque la sorpresa, el pánico y la falta de experiencia la harían aspirar de golpe un mortal galón de lago, mientras yo la sujetaría por lo menos durante un minuto, con los ojos abiertos bajo el agua. El gesto fatal pasó como la cola de un cometa a través de la blancura del crimen completa. Era como un terrible ballet silencioso: el bailarín sostenía a la bailarina por los pies y se hundía en la penumbra cristalina. Yo no podía subir a la superficie en busca de un bocado de aire, sin dejar de sujetarla bajo el agua, para después volver a sumergirme tantas veces como fuera necesario. Y sólo cuando el telón cayera para siempre sobre ella, me permitiría pedir auxilio. Y cuando veinte minutos después, los títeres cada vez más grandes llegaran en un bote a remo, pintado a medias, la pobre señora Humbert Humbert, víctima de un calambre o una oclusión coronaria, o de ambas cosas, estaría de cabeza sobre el limo del fondo, a unos treinta pies de la sonriente superficie del lago.
Sencillo, ¿no es cierto? Sólo que... ¡no me resolvía a hacerlo!
Charlotte nadaba a mi lado –una foca confiada y torpe–, y toda la lógica de mi pasión gritaba en mis oídos: ¡Éste es el momento! Pero no podía. Me volví en silencio hacia la playa, y en silencio, concienzudamente, ella también volvió, y el infierno seguía gritando su consejo y yo seguía sin resolverme a ahogar a la pobre criatura gorda y resbalosa. Los gritos se hicieron cada vez más remotos, mientras yo me hacía clara cuenta del melancólico hecho de que ni al día siguiente, ni el viernes, ni ningún otro día o noche podría ya darle muerte. Oh, me veía a mí mismo golpeando de alienación los pechos de Valeria o lastimándola de algún otro modo, y me veía con igual claridad disparando contra el vientre de su amante y haciéndole exclamar «¡Aaah!» y desplomarse. Pero no podía matar a Charlotte, sobre todo cuando las cosas no eran a la postre tan desesperadas, quizá, como parecían a primera vista en esa desdichada mañana. Si la atrapaba por el pie a pesar de sus pataleos, si veía sus ojos estupefactos y oía su voz atroz, si pasaba por esa ordalía, el espectro de mi mujer me acosaría durante toda la vida. Si hubiera vivido en 1447, y no en 1947, acaso habría vendado los ojos de mi naturaleza apacible administrando a mi mujer algún veneno clásico de una ágata hueca, algún delicado filtro letal. Pero en nuestra era de la clase media no habrían resultado los métodos empleados en los dorados palacios del pasado. Ahora hay que ser científico si se quiere ser asesino. No, yo no era una cosa ni la otra. Señores y señoras del jurado, la mayoría de los delincuentes sexuales que anhelan un contacto palpitante, suavemente plañidero, pero no forzosamente copulativo, con una jovencita, son extranjeros inocuos, inadaptados, pasivos, tímidos, sólo piden a la comunidad que les permita observar su comportamiento inofensivo y soi-disant aberrante, sus ínfimas, cálidas, húmedas manías privadas de desviación sexual, sin que la policía y la sociedad caiga sobre ellos. ¡No somos demonios sexuales! ¡No violamos como los buenos soldados! Somos caballeros tristes, suaves, con ojos de perro, con bastante demonio para sofrenar nuestra ansiedad en presencia de adultos, pero dispuestos a dar años y años de vida por una sola oportunidad de tocar a una nínfula. Hay que descartarlo: no somos asesinos. Los poetas nunca matan. Ah, mi pobre Charlotte, no me odies en tu eterno cielo, entre una alquimia eterna de asfalto y goma y metal y piedra... pero gracias a Dios, sin agua, sin agua.
Sin embargo, esa vez Charlotte se salvó por los pelos, para hablar con objetividad. Y ahora llega lo esencial de mi parábola del crimen perfecto.
Nos sentamos sobre nuestras toallas, en el sol sediento. Ella miró alrededor, soltó sus breteles y se volvió sobre el vientre para dar a su espalda una oportunidad de ser festejada. Dijo que me quería. Suspiró hondamente. Tendió una mano y buscó sus cigarrillos en el bolsillo de su bata. Se sentó y fumó. Se examinó el hombro derecho. Me besó pesadamente con la boca abierta, llena de humo. De pronto, bajo el banco de arena que había a nuestras espaldas, al pie de los matorrales y pinos, rodó una piedra, y después otra.
—¡Esos niños que se lo pasan espiando! –dijo Charlotte sujetándose de nuevo los breteles y volviendo a acostarse–. Tendré que hablarle de ellos a Peter Krestovski.
En el sendero se oyó un crujido, una pisada y Jean Farlow apareció con su caballete y sus pinceles.
—Nos asustaste –dijo Charlotte.
Jean dijo que había estado allí en un verde escondrijo, espiando a la naturaleza (por lo común los espías son fusilados), tratando de acabar una vista del lago, pero era inútil, no tenía ningún talento (cosa absolutamente cierta).
—¿Usted no ha tratado nunca de pintar, Humbert?
Charlotte, que estaba un poco celosa de Jean, quiso saber si John también vendría al lago. Regresaría a su casa a la hora del almuerzo. La había dejado allí en su camino hacia Parkington y la recogería en cualquier momento. Era una mañana espléndida. Ella siempre se sentía como una traidora con Cavall y Melampo por dejarlos atados en días tan deslumbrantes. Se sentó en la blanca arena, entre Charlotte y yo. Llevaba pantalones cortos. Sus largas piernas morenas eran para mí casi tan atractivas como las de una yegua castaña. Al sonreír mostraba las encías.
—Estuve a punto de pintarlos en mi cuadro –dijo–. Y hasta descubrí algo en que ustedes no repararon. Usted (dirigiéndose a Humbert) tenía puesto su reloj pulsera, sí, señor, lo tenía.
—Sumergible –dijo suavemente Charlotte, poniendo boca de pescado.
Jean puso mi puño sobre su rodilla, examinó el regalo de Charlotte y volvió a depositar la mano de Humbert en la arena, con la palma hacia arriba.
—De modo que tú puedes verlo todo desde allí –dijo Charlotte con coquetería.
Jean suspiró.
—Una vez –dijo– vi a dos niños, un varón y una chiquilla, haciendo el amor aquí mismo, en el crepúsculo. Sus sombras eran gigantescas. Y ya te he contado aquello del señor Tomson, al amanecer... La próxima vez espero ver al viejo gordo Ivor... Ese hombre está completamente chiflado. La última vez me contó un cuento realmente indecente sobre su sobrino. Parece que...
—¡Hola! –dijo la voz de John.
21
Mi costumbre de callar cuando me sentía disgustado o, más exactamente, el aura fría e irrespirable de mi disgustado silencio solía enloquecer de miedo a Valeria, que sollozaba y se lamentaba diciendo: Ce qui me rend folle, c'est que je ne sais à quoi tu penses quand tu est comme ça. Traté de callar con Charlotte: se puso a gorjear y cacarear tomándome de la barbilla. ¡Una mujer asombrosa! Opté por retirarme a mi antiguo cuarto, ahora «estudio» permanente, mascullando que después de todo tenía que escribir una obra especializada, y la animosa Charlotte siguió embelleciendo el hogar, parloteando por teléfono y escribiendo cartas. Desde mi ventana, a través del temblor de las hojas de los álamos, la veía cruzar la calle y enviar su carta a la hermana de la señorita Phalen.
La semana de chaparrones y días nublados que transcurrió después de nuestra última visita a las inmóviles arenas del lago, fue una de las más tétricas que puedo recordar. Después aparecieron dos o tres confusos rayos de esperanza... antes del sol definitivo.
Se me ocurrió que tenía una mente muy ágil para planear y que podía utilizarla. Si no me atrevía a mezclarme con los proyectos relativos a su hija (cada vez más cálida y tostada en los días luminosos de insalvable distancia), podía sin duda urgir algunos medios generales para afirmarme de una manera general, para después encauzarla hacia una ocasión particular.
Una noche, la propia Charlotte me dio la oportunidad que yo esperaba.
—Tengo una sorpresa para ti –dijo mirándome con ojos de amor sobre su cucharada de sopa–. En el otoño nos iremos a Inglaterra.
Tragué mi cucharada, me sequé los labios con papel rosado (¡ah, los frescos y ricos lienzos del Hotel Mirana!) y dije:
—También yo tengo una sorpresa para ti, querida: No iremos a Inglaterra.
—¿Por qué, qué pasa? –dijo ella mirando con más sorpresa de la que yo había previsto, mis manos (que doblaban y rasgaban y estrujaban y volvían a rasgar involuntariamente la inocente servilleta de papel).
Pero mi rostro sonriente la tranquilizó.
—La cosa es muy simple –respondí–. Hasta en los hogares más armoniosos, como el nuestro, no todas las decisiones las toma la mujer. Hay ciertas cosas que el marido debe resolver. Me imagino muy bien el estremecimiento que tú, una sana muchacha norteamericana, sentirás al cruzar el Atlántico en el mismo buque que Lady Bumble, o Sam Buble, el rey de la carne envasada, o una ramera de Hollywood. Y no dudo que tú y yo haríamos un hermoso anuncio para la agencia de viajes cuando nos fotografíen mirando (tú con los ojos bien abiertos, yo dominando mi envidiosa admiración) los centinelas de Palacio, o Scarlet Guards, o Beaver Eaters, o como se los llame. Como bien sabes, sólo tengo tristes recuerdos del viejo mundo podrido... Los anuncios en colores de tus revistas no cambiarán la situación.
—Querido... –dijo Charlotte–. Yo no...
—Espera un minuto. Esto que discutimos es algo al margen. Ahora me refiero a algo más general. Cuando querías que pasara mis tardes tomando sol en el lago en vez de trabajar, cedí alegremente y me convertí en un atractivo muchacho bronceado, en vez de seguir comportándome como un estudioso y, bueno... como un educador. Cuando me llevas a Burdon con los encantadores Farlow, te sigo mansamente. No, espera. Cuando decoras tu casa, no intervengo en tus ideas. Cuando resuelves... cuando resuelves toda clase de asuntos, puedo estar en desacuerdo completo o parcial... pero no digo nada. Ignoro el detalle. No puedo ignorar lo general. Me encanta que seas mi dueña, pero cada juego tiene sus reglas. No estoy enfadado. No, no hagas eso. Pero soy una mitad de este hogar, y tengo una voz débil pero clara.
Charlotte se me había acercado, había caído de rodillas y sacudía la cabeza lentamente, pero con vehemencia, mientras aferraba mis pantalones. Dijo que nunca había pensado en eso. Dijo que yo era su dueño y su dios. Dijo que Louise se había marchado, que hiciéramos el amor en seguida. Dijo que yo debía perdonarla, o moriría...
Ese incidente me llenó de júbilo. Le dije que no era cuestión de pedir perdón, sino de cambiar su modo de ser. Y resolví sacar ventaja de ello para pasarme un buen tiempo, aislado y huraño, trabajando en mi libro... o al menos fingiendo trabajar.
La cama turca de mi antiguo cuarto se había convertido ahora en el sofá que siempre había sido en el fondo, y Charlotte me había advertido desde el principio de nuestra unión que el cuarto se volvería «la guarida de un escritor». Un par de días después del «asunto Inglaterra», estaba yo sentado en un sillón nuevo y muy cómodo con un vasto volumen en mi regazo, cuando Charlotte golpeó con el dedo anular y entró. Qué diferentes eran sus movimientos de los de mi Lolita cuando solía visitarme en sus blue jeans sucios, oliendo a huerto y a ninfolandia, chabacana y descarada, oscuramente depravada, con la parte inferior de la camisa desabrochada. Pero permítaseme decir algo. Tras el ímpetu de la Haze menor y el aplomo de la Haze mayor, corría un hilo de tímida vida que tenía el mismo gusto, que murmuraba del mismo modo. Un gran doctor francés me dijo una vez que en los parientes próximos la más leve regurgitación estomacal tiene la misma «voz».
Charlotte entró, pues. Sentía que no todo andaba bien entre nosotros. Yo había fingido dormirme la noche anterior (y la noche anterior a ésa) en cuanto nos habíamos acostado, para levantarme al amanecer.
Tiernamente, me preguntó si no me «interrumpía».
—No, por el momento –dije volviendo el volumen C de la Enciclopedia de las niñas para examinar un grabado impreso en la retiración, como dicen los impresores.
Charlotte se dirigió hacia una mesilla de imitación caoba, con un cajón. Puso la mano sobre ella. La mesita era horrible, sin duda, pero no le había hecho nada.
—Siempre he querido preguntarte –dijo (en tono comercial, no coqueto)– para qué está cerrado esto. ¿La quieres en tu cuarto? Es un objeto tan feo...
—Deja eso en paz –dije (estaba en un Camping en Escandinavia).
—¿Tiene llave?
—Está escondida.
—Oh, Hum...
—Guardo cartas de amor.
Me echó una de esas miradas heridas que me irritaban tanto y después, sin saber si yo hablaba en serio ni cómo continuar la conversación, permaneció mirando el vidrio de la ventana –más que a través de él–, tamborileando con sus agudas uñas rosadas, mientras yo volvía lentamente varias páginas (Canadá, Campo, Canciones, Conducta).
Al fin (Canoas) rodó hasta mi sillón y se sentó pesadamente en el brazo, envuelto en tweed, inundándome con el perfume que usaba mi primera mujer.
—¿Desea su señoría aquí el verano? –preguntó, señalando un paisaje otoñal en un estado del este.
—¿Por qué? –dije con lentitud y nitidez.
Ella se encogió de hombros. Acaso Harold solía tomarse vacaciones en otoño. Estación apacible. Reflejo condicional por parte de Charlotte.
—Creo que sé dónde se encuentra eso –dijo sin dejar de señalar–. Recuerdo que hay un hotel, El cazador encantado. ¿Bonito, verdad? Y la comida es una delicia. Y nadie molesta a nadie.
Restregó su mejilla contra mi sien. Valeria pronto pasó por todo eso.
—¿Te gustaría comer algo especial para la comida, querido? John y Jean vendrán a visitarnos un poco más tarde.
Respondí con un gruñido. Me besó en el labio inferior y dijo inspiradamente que haría una torta (subsistía la tradición desde mis días de inquilino de que yo adoraba las tortas) y me devolvió mi ociosidad.
Dejé cuidadosamente el libro abierto donde Charlotte se había sentado (las hojas intentaron moverse, pero un lápiz las detuvo) y revisé el escondrijo de la llave: estaba bajo la vieja y cara navaja que usaba antes de que ella me comprara otra mejor y más barata. ¿Era ése el lugar perfecto, allí, bajo esa navaja, en la hendidura de su estuche de terciopelo? El estuche estaba en un baúl donde guardaba diversos papeles. ¿Podía encontrar un sitio mejor? Es curioso lo difícil que resulta esconder cosas, sobre todo cuando se tiene una mujer que pasa el tiempo bregando con los muebles.
22
Creo que fue exactamente una semana después de nuestra última visita al lago cuando el correo de la tarde trajo una respuesta de la segunda señorita Phalen. La dama escribía que acababa de volver a St. Algèbre, después del entierro de su hermana: «Euphemia nunca fue la misma desde que se rompió la cadera». En cuanto a la hija de la señora Humbert, deseaba informar que ya era demasiado tarde para anotarla ese año; pero ella, la Phalen sobreviviente, estaba del todo segura de que si el señor y la señora Humbert llevaban a Dolores en enero, su admisión era cosa hecha.
Al día siguiente, después del almuerzo, fui a ver a «nuestro» doctor, un tipo afable cuyo tacto admirable y su fe absoluta en unas pocas drogas patentadas encubrían su ignorancia y su indiferencia hacia la ciencia médica. El hecho de que Lo volvería a Ramsdale era un tesoro de anticipación. Debía prepararme plenamente para ese acontecimiento. En realidad, ya había empezado mi campaña antes, cuando Charlotte aún no había tomado su cruel decisión. Debía asegurarme de que cuando llegara mi encantadora niña, esa misma noche, y, después, noche tras noche, hasta que St. Algèbre me la arrebatara, tendría los medios para hacer dormir a dos personas tan profundamente que ningún sonido o roce las despertara. Durante casi todo el mes de julio ensayé con varios polvos soporíferos, experimentándolos en Charlotte, gran tomadora de píldoras. La última dosis que le di (ella pensó que era una tableta de bromuro suave para aplacar sus nervios) la derrumbó durante cuatro largas horas. Puse la radio al máximo. Le había encendido una luz en la cara. La sacudí, la pinché, la pellizqué, y nada alteró el ritmo de su respiración calma y poderosa. Sin embargo, cuando hice algo tan simple como darle un beso, despertó de inmediato, fresca y fuerte como un pulpo (y apenas pude escapar). Eso no resultaría, pensé. Había que encontrar algo más seguro. Al principio, el doctor Byron no pareció creerme cuando le dije que su última prescripción no era rival digna de mis insomnios. Sugirió que volviera a probar, y durante un momento distrajo mi atención mostrándome retratos de su familia. Tenía una hija fascinante de la edad de Dolly; pero advertí sus tretas e insistí para que me prescribiera la píldora más fuerte que existiera. Me sugirió que jugara al golf, pero acabó recomendándome algo que, según dijo, «daría buen resultado». Abrió un botiquín y tomó un frasco lleno de cápsulas de color azul-violeta, con una banda púrpura en un extremo. Dijo que acababan de lanzarse al mercado y eran especiales no para neuróticos que se tranquilizan con una prescripción de agua hábilmente administrada, sino para grandes artistas insomnes, que debían morir unas cuantas horas por día a fin de vivir siglos. Me encanta burlar a los doctores y, mientras me regocijaba interiormente, me metí las píldoras en el bolsillo encogiéndome significativamente de hombros. La verdad es que tuve que andarme con cuidado con esas píldoras. Una vez, durante otra entrevista, un estúpido lapso me hizo mencionar mi última estadía en el sanatorio; y creo que vi estremecerse las puntas de sus orejas. Como ni Charlotte ni nadie tenía la suficiente perspicacia para enterarse de mi pasado, expliqué apresuradamente que había llevado a cabo algunas investigaciones entre dementes, para una novela. Pero no importa; el viejo granuja tenía una muchachita encantadora...
Salí del consultorio exultante. Conduciendo el automóvil de mi mujer con un dedo, regresé a casa alegremente. Ramsdale tenía, después de todo, muchos encantos. Las cigarras rehilaban su canto; la avenida estaba recién lavada. Suavemente, como deslizándome sobre seda, doblé hacia nuestra callecita soñolienta. Todo parecía perfecto ese día. Tan azul, tan verde... Sabía que el sol brillaba porque la llave del encendido se reflejaba en el parabrisas; y sabía que eran exactamente las tres y media porque la enfermera que daba masajes a la señorita Vecina todas las tardes bajaba por la estrecha acera con sus medias y zapatos blancos. Como de costumbre, el histérico setter de Junk me ladró mientras bajaba la pendiente, y como de costumbre el periódico local aguardaba a la entrada, donde Kenny acababa de arrojarlo.
El día anterior había acabado el régimen de recogimiento impuesto por mí mismo, y esa tarde llamé jubilosamente al abrir la puerta de la sala. Charlotte estaba sentada ante el escritorio del rincón, volviéndome su nuca color crema y sus greñas broncíneas. Usaba la misma blusa amarilla y los pantalones castaños con que me recibió el día en que la conocí. Todavía con la mano apoyada en la falleba, repetí mi animoso grito. La mano que escribía se detuvo. Charlotte permaneció sin moverse un instante; después se volvió lentamente y apoyó el codo en el respaldo curvo de la silla. Su rostro, desfigurado por la emoción, no era un espectáculo agradable para mis ojos. Miró mis piernas y dijo:
—La señora Haze, la gorda puta, la vaca vieja, la mamá abominable; la vieja estúpida Haze ha dejado de ser una incauta. Ahora... ahora...
Mi rubia acusadora se detuvo, tragándose su veneno y sus lágrimas. Lo que Humbert Humbert dijo –o intentó decir– carece de importancia. Charlotte siguió:
—Eres un monstruo. Eres un farsante abominable, un criminal. Si te acercas... me asomaré gritando a la ventana. ¡Atrás!
Creo que puede omitirse lo que H. H. murmuró.
—Me marcho esta noche. Todo esto es tuyo. Pero nunca, nunca volverás a ver a esa desgraciada mocosa. ¡Fuera de este cuarto!
Salí. Me dirigí al ex-semi-estudio. Con los brazos en jarra, permanecí un instante absolutamente inmóvil y sereno, observando desde el umbral la mesita violada, con su cajón abierto, una llave en la cerradura, otras cuatro sobre la tabla de la mesa. Atravesé el descanso rumbo al dormitorio de los Humbert y con toda tranquilidad retiré mi diario de debajo de las almohadas y lo guardé en mi bolsillo. Después empecé a bajar las escaleras, pero me detuve en la mitad: Charlotte hablaba por teléfono, situado junto a la puerta lateral del cuarto de estar. Quise oír lo que decía: cancelaba un pedido por algún otro. Después volvió a la sala. Recobré el ritmo normal de mi respiración y crucé el pasillo hacia la cocina. Allí abrí una botella de whisky. Charlotte no resistía el whisky. Fui al comedor y a través de la puerta entreabierta, contemplé la voluminosa espalda de Charlotte.
—Arruinas mi vida y la tuya –dije serenamente–. Seamos civilizados. Todo es alucinación tuya. Estás loca, Charlotte. Las notas que has encontrado son fragmentos de una novela. Tus nombres y el de ella figuran en ellos por mera casualidad... sólo porque los tenía a mano. Piénsalo. Te daré un trago.
No respondió ni se volvió; siguió escribiendo sus vertiginosos garabatos. Una tercera carta, sin duda (ya había dos en sus sobres sellados sobre el escritorio). Volví a la cocina.
Tomé dos vasos (¿a St. Algèbre, a Lo?) y abrí la heladera. Me rugió frenéticamente mientras le arrancaba el hielo de su corazón. Corregirlo. Hacérselo leer de nuevo. No recordaré los detalles. Cambiar, falsificar. Escribir un fragmento y mostrárselo, o dejarlo por ahí. ¿Por qué gimen a veces tan horriblemente las canillas? Una situación horrible, en verdad. Los cubitos de hielo en forma de almohadas –almohadas para el osito polar, Lo– emitieron sonidos chirriantes, crujientes, torturados, mientras el agua caliente los soltaba de sus cárceles. Acerqué los vasos. Eché en ellos el whisky y un chorro de soda. La heladera ladró al cerrarse. Llevando los vasos crucé el comedor y hablé a través de la puerta de la sala, que estaba apenas entreabierta, sin espacio siquiera para dejar pasar mi codo.
—Te he preparado un trago –dije.
No respondió, la vieja loca, y dejé los vasos sobre el aparador, junto al teléfono, que había empezado a llamar.
—Habla Leslie, Leslie Tomson –dijo Leslie Tomson, el aficionado a los baños al alba–. La señora Humbert, señor... La han atropellado, venga pronto.
Respondí, quizá con cierta brusquedad, que mi mujer estaba sana y salva, y todavía con el receptor en la mano abría la puerta y dije:
—Este tipo dice que te han matado, Charlotte...
Pero en el cuarto no estaba Charlotte.
Me precipité afuera. La parte opuesta de nuestra calle ofrecía un aspecto singular. Un gran Packard negro y brillante había trepado el empinado jardín de la señorita Vecina avanzando en sesgo desde la calzada (donde había caído una manta de viaje) y allí estaba, resplandeciendo al sol, con las puertas abiertas como alas, con las ruedas delanteras hundidas en las siemprevivas. A la derecha anatómica del automóvil, sobre el cuidado césped de la pendiente, un anciano caballero de bigotes blancos, impecablemente vestido –traje gris cruzado, corbata de moño a lunares– yacía de espaldas, con las piernas juntas, como una figura de cera de tamaño natural. Debo trasladar en una secuencia de palabras el impacto de una visión instantánea; su acumulación física en las páginas desfigura el verdadero fogonazo, la indisoluble unicidad de mi impresión: la manta caída, el automóvil, el muñeco-anciano, la enfermera de la señorita Vecina corriendo entre crujidos, con un vaso semivacío en la mano, de regreso hacia la oculta entrada de la casa, donde podía imaginarse a la semidesvanecida, aprisionada, decrépita dama chillando, pero no bastante fuerte como para apagar los ladridos rítmicos del setter de Junk, que corría de grupo en grupo, desde un montón de vecinos ya reunidos en la acera junto a la manta que estaba registrando, hacia el automóvil –que había perseguido hasta allí– y por fin hasta un tercer grupo formado por Leslie, dos policías y un hombre fornido de anteojos de carey. Debo explicar aquí que la inmediata aparición de los gendarmes, apenas un minuto después del accidente, se debió a que apuntaban el número de los automóviles ilegalmente estacionados en una esquina, a dos cuadras de la pendiente; que el tipo de anteojos era Frederick Beale, hijo, conductor del Packard; que su padre, de setenta y nueve años, a quien la enfermera había echado agua en el verde lecho donde yacía, no era víctima de un síncope, sino que se recobraba cómodamente y metódicamente de un leve ataque cardíaco, o de su posibilidad; y por fin, que la manta caída sobre la calzada (cuyas rajaduras verdes y retorcidas solía señalarme con reprobación mi mujer) ocultaba los restos mutilados de Charlotte Humbert, derribada y arrastrada por el automóvil de los Beale al cruzar corriendo la calle para echar tres cartas en el buzón, situado en la esquina del jardín de la señorita Vecina. Una bonita niña con un sucio vestido rosa me alcanzó las cartas; me libré de ellas rompiéndolas en pedazos y guardando sus restos en el bolsillo de mi pantalón.
Al fin llegaron tres doctores y los Farlow para sumarse a la escena. El viudo, un hombre de excepcional dominio, no lloraba ni desvariaba. Quizá tartamudeaba un poco, pero sólo abría la boca para impartir las informaciones o directivas que eran estrictamente necesarias en cuanto a la identificación, examen y destino de una mujer muerta, cuya cabeza era una sopa de huesos, sesos, pelo broncíneo y sangre. El sol era todavía de un rojo brillante cuando sus dos amigos, el cariñoso John y Jean, con los ojos húmedos, lo acostaron en el cuarto de Dolly. Para estar cerca, el matrimonio durmió esa noche en el dormitorio de los Humbert. Creo que no se comportaron tan inocentemente como la solemnidad de la ocasión lo requería.
No hay motivos para que me demore, en la relación de estos hechos, sobre las formalidades previas al entierro o en el entierro mismo, tan apacible como lo había sido el matrimonio. Pero debo referir unos pocos incidentes relativos a los cuatro o cinco días posteriores a la absurda muerte de Charlotte.
La primera noche de mi viudez me emborraché tanto que dormí casi tan profundamente como la niña que había dormido en esa cama. A la mañana siguiente me apresuré a revisar los pedazos de cartas que guardaba en mi bolsillo. Estaban demasiado mezclados para reconstruir cada una de ellas. Supuse que «... y te conviene encontrarlo, pues no puedo comprarte...» provenía de una carta a Lo; otros fragmentos parecían aludir a la intención de Charlotte de huir con Lo a Parkington, o quizá de regreso a Pisky, para impedir que el buitre arrebatara su precioso corderillo. Otros pedazos –nunca había supuesto que tenía manos tan fuertes– se referían evidentemente a una inscripción no en St. Algèbre, sino en otra escuela cuyos métodos tenían fama de ser tan duros, inhumanos y estériles (aunque en ella se jugaba al croquet bajo los olmos) que se había ganado el apodo de «Reformatorio para señoritas». Por fin, la tercera carta se dirigía sin duda a mí. Leí algunas frases como «... después de un año de separación podremos...», «... oh, querido, querido mío, oh mi...», «... pero que si me hubieras traicionado con una mujer...», «... o tal vez moriré...» Pero en general, todo cuanto pude espiar me reveló poca cosa; los varios fragmentos de esas tres apresuradas misivas que tenía reunidos en las palmas de mis manos estaban tan confundidos como lo habían estado en la cabeza de la pobre Charlotte. Ese día, John tuvo que entrevistarse con un cliente, y Jean dio de comer a sus perros, de modo que me vi provisionalmente privado de la compañía de mis amigos. Esas amables personas temían que me suicidara al quedarme solo, y como no había otros amigos a mi disposición (la señorita Vecina se encontraba incomunicada, los McCoo estaban ocupados en la construcción de una casa nueva, a varias millas de la mía, y los Chatfield habían viajado a Maine, solicitados por alguna dificultad familiar), asignaron a Leslie y Louise la misión de hacerme compañía, so pretexto de ayudarme a ordenar y empacar varias cosas huérfanas. En un momento de soberbia inspiración, mostré a los bondadosos y crédulos Farlow (esperábamos que Leslie llegara para su cita con Louise) una pequeña fotografía de Charlotte que había encontrado entre sus cosas. Sonreía desde una roca, a través del pelo revuelto. Había sido tomada en abril de 1934, una primavera memorable. Durante una visita de negocios a los Estados Unidos, yo había tenido ocasión de pasar varios meses en Pisky. Nos habíamos conocido y... habíamos tenido una intensa aventura. Pero, ay, yo estaba casado y ella estaba comprometida con Haze. Cuando volví a Europa, seguimos escribiéndonos por intermedio de un amigo, ya muerto. Jean susurró que había oído algunos rumores y miró la instantánea; sin dejar de mirarla, la tendió a John, y John se quitó la pipa de los labios y miró a la encantadora e inmóvil Charlotte Becker, y me la devolvió. Después, ambos se marcharon por unas pocas horas. La dichosa Louise retozaba con su galán en el sótano.
No bien se marcharon los Farlow, apareció un clérigo de barbilla azulada. Traté de que la entrevista fuera lo más breve posible, aunque sin herir sus sentimientos ni despertar sus dudas. Sí, consagraría mi vida entera al bienestar de la niña. Le mostré una crucecita que Charlotte Becker me había dado cuando éramos jóvenes. Yo tenía una prima, una solterona respetable que vivía en Nueva York. Allí encontraríamos una buena escuela privada para Dolly. ¡Oh, las argucias de Humbert!
Pensando en Louise y Leslie, que podían informar –cosa que no dejaron de hacer– a John y Jean, hablé por teléfono a gritos tremendos (larga distancia) y simulé una conversación con Shirley Holmes. Cuando John y Jean volvieron, los embauqué por completo diciéndoles, en un balbuceo deliberadamente confuso y desesperado, que Lo había partido con su grupo a una excursión de cinco días y no era posible dar con ella.
—Dios santo –dijo Jean–. ¿Qué haremos ahora?
John dijo que la cosa era muy simple: llamaría a la policía para que alcanzara a las excursionistas; apenas le llevaría una hora de tiempo. En realidad, él mismo conocía el campo y...
—Oigan –siguió–: puedo ir allá ahora mismo. Y tú puedes dormir con Jean (en realidad no agregó esto último, pero Jean apoyó su oferta con tal apasionamiento que pareció implicada en sus palabras).
Me abatí. Discutí con John para que las cosas volvieran a su estado anterior. Dije que no podía soportar a la chiquilla a mi alrededor, sollozando, abrazándome. Era tan nerviosa... La experiencia podía influir sobre su futuro. Los psicoanalistas hablaban de casos así. Hubo un súbito silencio.
—Bueno, tú eres el doctor –dijo John, no sin cierta brusquedad–. Pero después de todo, yo era amigo y consejero de Charlotte. De cualquier modo, quisiera saber qué piensas hacer con la niña.
—John. Lo es la hija de él, no de Harold Haze –exclamó Jean–. ¿No comprendes que Humbert es el verdadero padre de Dolly?
—Comprendo –dijo John–. Lo siento. Sí... comprendo... No me había dado cuenta. Esto simplifica las cosas, desde luego. Y hagas lo que hicieras, estará muy bien.
El desconsolado padre siguió diciendo que iría en busca de su delicada hija inmediatamente después del entierro, y que haría lo posible por distraerla en lugares muy diferentes... quizá un viajecillo a Nuevo México o California. Siempre, claro está, que su padre viviera.
Encarné con tal arte la serenidad de la desesperación absoluta, la contención previa a un frenético estallido, que los inapreciables Farlow me mudaron a casa de ellos. Tenían un cuarto de huéspedes, como siempre existen en este país; y eso fue conveniente, yo temía el insomnio y un espectro.
Debo explicar ahora mis razones para mantener alejada a Dolores. Desde luego, al principio, recién eliminada Charlotte, cuando volví a entrar en mi casa como padre único y me eché dos whiskys con soda entre pecho y espalda y me encerré en el cuarto de baño para aislarme de vecinos y amigos, sólo hubo una cosa en mi mente, en mis latidos: la conciencia de que pocas horas después, la tibia Lolita de pelo castaño, mi Lolita solamente mía, estaría en mis brazos, derramando lágrimas que sorbería con mis labios no bien asomaran.
Pero mientras permanecía pensando con los ojos desorbitados, todo encendido frente al espejo, John Farlow llamó suavemente a la puerta para preguntarme si me sentía bien. Y comprendí en seguida que sería una locura de mi parte traerla a esa casa, con todos esos entrometidos ajetreándose a mi alrededor y proyectando apartarla de mí. En verdad, la imprevisible Lo podría demostrar –¿quién podía decirlo?– cierta estúpida desconfianza hacia mí, un vago temor o cosa semejante... y adiós al mágico premio en el instante mismo del triunfo.
Hablando de entrometidos, tuve otra visita: la del amigo Beale, el tipo que eliminó a mi mujer. Pesado y solemne, parecido al asistente de un verdugo, con sus mandíbulas de bulldog, sus ojuelos negros, sus anteojos de espesa armazón y su nariz conspicua, fue presentado por John, que nos dejó cerrando la puerta tras sí, con el mayor tacto. Mi grotesco visitante dijo que tenía dos hijas gemelas en la misma clase que mi hijastra, y desenrolló un gran diagrama que había hecho del accidente. Como habría dicho mi hijastra, el diagrama «estaba fenómeno», con toda clase de flechas y líneas de puntos en tintas de diferentes colores. El trayecto de la señora Humbert estaba ilustrado en varios puntos por una serie de esas siluetas que se usan en las estadísticas y los anuncios. Su propio camino tropezaba claramente e ineludiblemente con una línea sinuosa trazada con seguridad y que representaba dos virajes sucesivos –uno hecho por el automóvil de Beale para evitar el perro de Junk (el perro no figuraba) y el segundo, una especie de exagerada continuación del primero, hecho para evitar la tragedia–. Una cruz muy negra indicaba el lugar donde la pequeña silueta había ido a dar en la acera. Busqué alguna marca similar que indicara el lugar de la pendiente donde el inmenso padre de cera de mi visitante se había reclinado, pero no la había. Ese caballero, sin embargo, firmaba el documento como testigo, debajo del nombre de Leslie Tomson, la señora Vecina y otras pocas personas.
Mientras su lápiz-picaflor volaba delicadamente y diestramente de un punto a otro, Frederick demostró su absoluta inocencia y la distracción de mi mujer: mientras él evitaba al perro, ella resbaló sobre el asfalto recién lavado y cayó adelante, cuando en realidad debió echarse atrás (Fred demostró cómo hacerlo con un sacudón de sus altas hombreras). Dije que, en verdad, no era de él la culpa, y la investigación coincidió conmigo.
Resoplando violentamente por las negras ventanas de su nariz, sacudió su cabeza y mi mano; después, con aire de perfecto savoir vivre y caballerosa generosidad, se ofreció para pagar los gastos del entierro. Esperaba que yo rehusara su ofrecimiento. Con un ebrio sollozo de gratitud, lo acepté. Eso lo desconcertó. Lentamente, con incredulidad, repitió lo que acababa de decir. Volví a agradecérselo, aún más profusamente que antes.
Después de esa fantasmal entrevista, se aclaró por el momento la bruma de mi mente. ¡No era de asombrarse! Había visto concretamente al agente del destino. Había palpado la carne misma del destino... y sus hombreras. Había ocurrido una brillante, monstruosa, súbita mutación, y allí estaba el instrumento. En la maraña del diagrama (ama de casa apresurada, pavimento resbaladizo, un maldito perro, un automóvil grande, un mono sentado al volante) podía distinguir confusamente mi propia y vil contribución. De no haber sido yo tan tonto –o un genio tan intuitivo– para guardar ese diario mío, los fluidos producidos por el furor vindicativo y el ardor de la vergüenza no habrían cegado a Charlotte en su carrera hacia el buzón. Pero aun habiéndola cegado, nada habría ocurrido si el destino preciso, ese fantasma sincronizador, no hubiera mezclado en su alambique el automóvil y el perro y el sol y la sombra y la humedad y el débil y el fuerte y la piedra. ¡Adiós, Marlene! El ceremonioso apretón de manos del gordo destino (encarnado por Beale, antes de salir de mi cuarto) me arrancó de mi sopor; y lloré, señores y señoras del jurado: lloré.
Olmos y álamos volvían sus estremecidas espaldas contra una súbita ráfaga y una negra nube asomaba sobre la torre blanca de la iglesia de Ramsdale cuando miré en torno a mí por última vez. Dejaba en pos de aventuras desconocidas la triste casa donde había alquilado un cuarto sólo dos meses antes. Los visillos –económicos y prácticos visillos de bambú– estaban bajos. En las entradas o en la casa, su rico tejido se presta al drama moderno. Una gota de lluvia cayó sobre mis nudillos. Volví a la casa en busca de algo, mientras John acomodaba mi equipaje en el automóvil. Entonces ocurrió algo gracioso. No sé si en estas trágicas notas he destacado bastante la peculiar atracción que la apostura del autor –seudocéltico, atractivamente simiesco, juvenilmente varonil– ejercía para mujeres de toda edad y ambiente. Desde luego, tales declaraciones hechas en primera persona pueden parecer ridículas. Pero de cuando en cuando debo recordar al lector mi aspecto, así como un novelista profesional que atribuye a un personaje suyo una cierta afectación o un perro, debe mostrar esa afectación o ese perro cada vez que el personaje aparece en el curso del libro. Pero en el caso actual es aún más importante. Mi núbil Lo sucumbía al encanto de Humbert como al de la música sincopada; la adulta Lotte me quería con una pasión madura, posesiva, que ahora deploro y respeto más de lo que me tomo el trabajo de decir. Jean Farlow, de treinta y un años y absolutamente neurótica, también parecía sentir una fuerte atracción por mí. Era agradable, con algo de talle indígena a causa del matiz siena de su piel. Sus labios eran como anchos pólipos carmesíes, y cuando emitía su risa inconfundible mostraba grandes dientes romos y encías pálidas.
Era muy alta, usaba pantalones con sandalias o polleras acampanadas con zapatos de bailarina, bebía cualquier alcohol fuerte en cualquier cantidad, había tenido dos abortos, escribía relatos sobre animales, pintaba, como sabe el lector, paisajes, alimentaba ya el cáncer que la mataría a los treinta y tres años y yo la encontraba sin la menor atracción. Júzguese, pues, mi alarma cuando pocos segundos antes de marcharme (estábamos en el pasillo), Jean, con sus dedos siempre trémulos, me tomó por las sienes y con lágrimas en sus brillantes ojos celestes intentó sin éxito pegarse a mis labios.
—Cuídate –dijo–. Besa a tu hija por mí.
Un trueno resonó en la casa toda y ella agregó:
—Quizá en alguna parte, algún día, en momentos menos tristes, volvamos a vernos...
(Jean, dondequiera que estés, en un espacio temporal negativo o en un tiempo espiritual positivo, perdóname todo esto, inclusive los paréntesis).
Después, cambié apretones de manos con los dos en la calle, en la calle empinada, y todo giró y huyó ante el blanco diluvio que se acercaba, y un camión con un colchón proveniente de Filadelfia fue acercándose a una casa vacía, y el polvo corrió y remolineó sobre la laja de piedra donde Charlotte –cuando levantaron la manta– aparecía curvada, con los ojos intactos, las negras pestañas aún mojadas, pegoteadas, como las tuyas, Lolita.
25
Podría suponerse que allanadas todas las dificultades y ante una perspectiva de placeres delirantes e ilimitados, me arrellanaría mentalmente suspirando de delicioso alivio. Eh bien, pas du tout! En vez de entibiarme a los rayos de la sonriente Oportunidad, me sentí obsesionado por toda clase de dudas y temores puramente éticos. Por ejemplo: ¿no sorprendería que me hubiera mostrado tan firme para impedir la presencia de Lo en los acontecimientos alegres y tristes de su familia inmediata? Se recordará que no había asistido a nuestro casamiento. Otra cosa: admitiendo que el largo brazo velludo de la Coincidencia se había extendido para eliminar a una mujer inocente, ¿podría no ignorar la Coincidencia lo que había hecho su otro brazo y enviar a Lo un pésame prematuro? En verdad, sólo el Ramsdale Journal había publicado el accidente –no el Parkington Recorder ni el Climax Herald, pues el campamento estaba en otro estado y las muertes locales carecían de intereses federales–. Pero no podía dejar de imaginar que de algún modo Dolly Haze ya había sido informada y que en el instante mismo en que iba a buscarla, amigos desconocidos por mí la llevaban a Ramsdale. Aún más inquietante que todas esas conjeturas y preocupaciones era el hecho de que Humbert Humbert, un reciente ciudadano norteamericano de oscuro origen europeo, no hubiera tomado medidas para ser el custodio legal de la hija (doce años y siete meses de edad) de su mujer muerta. ¿Me atrevería alguna vez a dar ese paso? No podía retener un estremecimiento cuando imaginaba mi desnudez rodeada de misteriosos estatutos bajo el brillo implacable de la ley.
Mi proyecto era una maravilla de arte primitivo. Volaría al campamento, diría a Lolita que su madre estaba a punto de sufrir una grave operación en un hospital inventado y me trasladaría con mi soñolienta nínfula de hotel en hotel, mientras su madre mejoraba y mejoraba hasta morir. Pero mientras me acercaba al campamento crecía mi ansiedad. No podía soportar la idea de no encontrar en él a Lolita o de encontrar a una nueva asustada Lolita que pidiera a gritos algún amigo familiar (no los Farlow, gracias a Dios, pues apenas los conocía), pero quizá alguna otra persona ignorada por mí. Al fin resolví hacer la llamada a larga distancia que había simulado tan bien pocos días antes. Llovía mucho cuando entré en un fangoso suburbio de Parkington, justo frente al cruce, uno de cuyos ramales contorneaba la ciudad y llevaba al camino que cruzaba las colinas hasta el lago Climax y al campamento.
Detuve el motor y durante un tranquilo instante permanecí sentado en el automóvil, meditando sobre la llamada telefónica, observando la lluvia, la acera inundada, una boca de agua: algo horrible, en verdad, pintada de color rojo y plata, que extendía los muñones de sus brazos para que los barnizara la lluvia, que goteaba por sus cadenas argénteas como sangre estilizada. No es de asombrarse que esté prohibido estacionar junto a esos tullidos de pesadillas. Fui hasta una estación de servicio. Me esperaba una sorpresa cuando los níqueles bajaron satisfactoriamente y una voz pudo responder a la mía.
Holmes, la directora del campamento, me informó que Dolly se había marchado el lunes (ya era miércoles) a una excursión por las colinas de su grupo, y que se la esperaba para ese mismo día. Si quería ir yo al día siguiente... Sin entrar en detalles, dije que su madre estaba en el hospital, que la situación era grave, que no debía informarse a la niña de tal gravedad y que debería estar lista para partir conmigo en la tarde del día siguiente. Las dos voces se despidieron con una explosión de ternura y buena voluntad, y por algún antojadizo desperfecto mecánico, mis monedas volvieron a mí con un tintineo que casi me hizo reír, a pesar de la decepción de mi deleite postergado. Me pregunto si esa súbita descarga, la devolución espasmódica, no estaba relacionada de algún modo, en la mente del destino, con mi invento de esa excursión antes de saber que era real.
¿Qué pasó luego? Me dirigí hacia el centro de Parkington y pasé toda la tarde (había aclarado, la ciudad parecía de plata y vidrio) comprando cosas hermosas para Lo. ¡Dios santo, qué absurdas adquisiciones hizo la predilección que Humbert tenía en esos días por las telas vivas, las puntillas, los pliegues suaves, las faldas generosamente acampanadas! Oh, Lolita, tú eres mi niña, así como Virginia fue la de Poe y Beatriz la de Dante. ¿Y a qué niña no le gusta girar en una falda circular? «¿Busca algo especial?», me preguntaban voces melosas. «¿Trajes de baño? Los tenemos de todos los tonos: rosa-sueño, malva-bellota, rojo-tulipán, negro-carbón. ¿Un traje de gimnasia? ¿Una falda-pantalón?» No. Lola y yo odiábamos las faldas-pantalón. Una de mis guías en esas cuestiones fue una anotación antropométrica hecha por la madre de Lo en su duodécimo cumpleaños –el lector recordará ese libro sobre niños–. Yo tenía la sensación de que Charlotte, movida por oscuros motivos de envidia y desamor, había agregado una pulgada aquí y allá. Pero como la nínfula habría crecido, sin duda, en los últimos siete meses, podía aceptar con seguridad casi todas esas medidas de enero: caderas, de cresta a cresta, apenas 73 centímetros, quizá menos; circunferencia del muslo, 43; cintura, 58; pecho, 68; cuello, 28; altura, 1 m. 48; peso, 38 kilos; cociente de inteligencia, 121; apéndice vermiforme presente, gracias a Dios.
Además de esas medidas, yo podía desde luego, visualizar a Lolita con alucinante lucidez; y como persistía en mí una comezón en el sitio exacto, sobre mi esternón, adonde había llegado una o dos veces su sedosa cabellera, y sentía su tibio peso sobre mi regazo (de modo que siempre sentía en mí a Lolita, así como una mujer siente su embarazo no me sorprendió descubrir después que mi cálculo había sido más o menos correcto.
Por otra parte, había examinado detenidamente las páginas de un libro de ventas para el verano y revisaba con aire de gran conocedor los diversos y hermosos artículos, zapatos deportivos, escarpines de cabritilla flexible para niñas flexibles . La pintada muchacha de negro que asistía a todas esas urgentes necesidades mías traducía la erudición y la precisa descripción paternal en eufemismos comerciales tales como «petite». Otra mujer, mucho mayor, vestida de blanco, de espeso maquillaje, parecía curiosamente impresionada por mi conocimiento de las modas infantiles; quizá tuviera yo una enana por amante. Así, cuando me mostraron una falda con dos «bonitos» bolsillos al frente, dirigí intencionadamente una candorosa pregunta masculina y fui retribuido con una demostración acerca de cómo se abría el cierre relámpago, en la parte trasera. Me divertí mucho con todas esas compras: minúsculas Lolitas fantasmales bailaban, caían, volaban como mariposas sobre el escaparate. Completé el encargo con un pijama de algodón de estilo carnicero. Humbert, el carnicero.
Hay algo de mitológico y de encantador en esas grandes tiendas, donde, según los anuncios, una empleada puede adquirir un guardarropa completo para su oficina y su hermanita puede soñar con el día en que su jersey de lana hará babear a los muchachones al fondo de la clase. Figuras de niños (tamaño natural) con narices respingadas y caras pardas, verdosas, pecosas, faunescas, flotaban a mi alrededor. Advertí que era el único comprador en ese lugar más bien feérico donde me movía como un pez, en un acuario glauco. Sentí que extraños pensamientos se formaban en la mente de las lánguidas damas que me escoltaban de escaparate en escaparate, desde la orilla rocosa a las algas marinas, y los cinturones y brazaletes que escogí parecían caer de manos de sirenas en el agua transparente. Compré una valija elegante, puse en ella el resto de las adquisiciones y partí hacia el hotel más cercano, satisfecho de mi jornada.
De algún modo, relacionándolo con esa tarde serena y poética, de minuciosas compras, recordé el hotel o posada con el seductor nombre el «El cazador encantado», que Charlotte había mencionado poco antes de mi liberación. Con ayuda de una guía lo localicé en la apartada ciudad de Briceland, a una hora del campamento de Lo. Pude telefonear, pero temiendo que mi voz se alterara y se descompusiera en tímidos graznidos en inconexo inglés, resolví enviar un cable para reservar un cuarto con camas gemelas para la noche siguiente. ¡Qué cómico, desmañado y vacilante Príncipe Encantador era yo! ¡Cómo han de reírse algunos de mis lectores al enterarse de mis dificultades con la redacción del telegrama! ¿Qué debía poner: Humbert e hija? ¿Humbert y su hijita? ¿Homberg y su hija inmatura? ¿Homberg y su niña? El cómico error –la «g» al final– que resultó al fin, pudo ser un eco telepático de esas vacilaciones mías.
Y después, en el terciopelo de una noche de verano, mis cavilaciones acerca del filtro que llevaba conmigo... ¡Oh, mísero Hamburg! ¿No era un Cazador muy Encantado cuando deliberaba consigo mismo acerca de su estuche de mágicos pertrechos? ¿Recurriría a una de esas cápsulas color amatista para rechazar el monstruo del insomnio?
Había cuarenta cápsulas..., cuarenta noches con una frágil y pequeña durmiente en mi palpitante compañía; ¿podía robarme una de esas noches para dormir? No, sin duda; era demasiado preciosa cada una de esas minúsculas ciruelas, cada sistema planetario microscópico, con su viviente polvo de estrellas. Oh, permítaseme mostrarme empalagoso por una vez. Estoy tan cansado de ser cínico...
26
El cotidiano dolor de cabeza en el aire opaco de esta tumba que es mi celda me perturba, pero no debo perseverar. He escrito ya más de cien páginas y no he llegado a nada todavía. Mi calendario se confunde. Debió de ser hacia el 15 de agosto de 1947. No creo que pueda seguir. Corazón, cabeza, todo... Lolita, Lolita, Lolita, Lolita, Lolita, Lolita, Lolita, Lolita. Repítelo hasta llenar la página, tipógrafo.
27
Todavía en Parkington. Al fin pude dormir una hora. Me despertó una sesión gratuita y horriblemente agotadora con un pequeño y velludo hermafrodita, absolutamente extraño para mí. Por entonces eran las seis de la mañana, y de pronto se me ocurrió que no estaría mal llegar al campamento antes de lo anunciado. Tenía desde Parkington unas cien millas todavía, y habría más aún hacia las colinas Hazy y Briceland. Si había dicho que iría en busca de Dolly por la tarde, sólo había sido porque mi capricho insistía en que la misericordiosa noche cayera lo antes posible sobre mi impaciencia. Pero ahora preveía toda clase de equivocaciones y la posibilidad de que una demora le diera la oportunidad de hacer una inútil llamada a Ramsdale. Sin embargo, cuando a las nueve y treinta intenté emprender el viaje, me lo impidió una batería descargada y ya había pasado el mediodía cuando dejé Parkington.
Llegué a destino a las dos y media; estacioné el automóvil en un bosquecillo de pinos, donde un muchacho de camisa verde y pelo rojo arrojaba herraduras en melancólica soledad. Lacónicamente, me indicó una oficina en un cottage revocado. Casi moribundo, debí sobrellevar durante varios minutos la curiosa conmiseración de la directora del campamento, una mujer desaliñada y gastada, de pelo color herrumbre. ¿Deseaba el señor Haze, perdón, el señor Humbert hablar con los encargados del campamento? ¿O visitar las cabañas donde vivían las niñas, cada una dedicada a un personaje de Disney? ¿O visitar el Pabellón? ¿O debía ir Charlie en busca de la niña? Las jovencitas acababan de arreglar el comedor para un baile. (Quizá la mujer diría después a alguien: El pobre tipo parecía su propio espectro).
Permítaseme evocar un momento esa escena en todos sus pormenores triviales y fatales: la bruja Holmes escribiendo un recibo, sacudiendo la cabeza, abriendo un cajón del escritorio, devolviendo el cambio en mi palma impaciente, desplegando después sobre ella un billete con un triunfante «... ¡y cinco!»; fotografías de niñas; una brillante polilla o mariposa, todavía viva, pinchada en la pared («estudio del natural»); el diploma enmarcado del dietista del campamento; mis manos trémulas; una ficha exhibida por la eficiente señorita Holmes con un informe del comportamiento de Dolly Haze en el mes de julio («buena conducta; excelente para el remo y la natación»); un eco de árboles y pájaros; mi corazón palpitante... Yo estaba de espaldas a la puerta: sentí que la sangre me subía a la cabeza cuando oí detrás de mí su respiración, su voz. Llegó arrastrando y golpeando su pesada valija. «¡Tú!», exclamó, y se quedó inmóvil, mirándome con ojos ladinos, alegres, abiertos los suaves labios en una sonrisa algo tonta, pero maravillosamente cariñosa.
Estaba más delgada y alta, y durante un segundo me pareció que su rostro era menos bonito que la huella mental acariciada por mí durante más de un mes: sus mejillas parecían hundidas y demasiadas pecas diluían sus rasgos inmaturos y rosados. Esa primera impresión (un intervalo humano muy estrecho entre dos latidos de tigre) llevaba en sí la nítida implicación de que todo cuanto debía hacer el viudo Humbert, todo cuanto quería hacer o haría, era dar a esa huerfanita descolorida, aunque tostada por el sol y aux yeux battus (y hasta en las sombras plomizas bajo los ojos había pecas) una educación firme, una adolescencia saludable y feliz, un hogar limpio, inobjetables amigas de su misma edad entre las cuales (si el destino se dignaba compensarme) podía encontrar, acaso, una bonita magdlein sólo para Herr Doktor Humbert. Pero en un abrir y cerrar de ojos, mi angelical línea de conducta se esfumó y caí sobre mi presa (¡el tiempo se adelanta a nuestras fantasías!) y ella fue mi Lolita, de nuevo, en verdad, más Lolita mía que nunca. Dejé que mi mano se apoyara sobre su tibia cabeza castaña y tomé su equipaje. Era toda rosa y miel, vestida con su brillante vestido con un dibujo de manzanillas rojas, y sus brazos y piernas tenían un tono pardo, hondamente dorado, con rasguños de finas líneas de puntos de rubíes coagulados, y los bordes elásticos de sus calcetines estaban vueltos en el nivel recordado, y a causa de su andar infantil –o quizá porque yo la había memorizado como siempre, usando sus zapatos sin tacones–, los pesados zapatos deportivos parecían demasiado grandes y con tacones demasiado altos para ella. Adiós, campamento, alegre campamento. Adiós, comidas feas y malsanas, adiós, Charlie. En el auto caliente se sentó junto a mí, dio una súbita palmada en su rodilla encantadora y, después, trabajando violentamente con los dientes un pedazo de goma de mascar, bajó rápidamente la ventanilla de su lado y volvió a recostarse. Corrimos por la selva abigarrada y desnuda.
—¿Cómo está mamá? –preguntó cortésmente.
Dije que los doctores no sabían aún cuál era la enfermedad. De todos modos, algo abdominal. ¿Abdominable? No, abdominal. Debíamos demorarnos un poco en los alrededores. El hospital estaba en el campo, cerca de la alegre ciudad de Lepingville, donde había vivido un gran poeta a principios del siglo XIX y donde asistiríamos a todos los espectáculos. Encontró formidable la idea y preguntó si llegaríamos a Lepingville antes de las veintiuna.
—Estaremos en Briceland a la hora de comer –dije– y mañana visitaremos Lepingville. ¿Qué tal esa excursión? ¿Lo pasaste bien en el campamento?
—Hummmm.
—¿Te apena marcharte?
—Hummmm.
—No gruñas, Lo. Dime algo.
—¿Qué papá? (emitió la palabra con irónica deliberación).
—Lo que se te ocurra.
—¿Te parece bien que te llame así? (sus ojos escrutaron el camino).
—Muy bien.
—Es un ensayo... ¿Cuándo te enamoraste de mamá?
—Algún día, Lo, comprenderás muchas emociones y situaciones; por ejemplo, la armonía, la belleza de la relación espiritual.
—¡Bah! –dijo la cínica nínfula.
Hubo un silencio de poca holgura en el diálogo, colmado por el paisaje.
—Mira, Lo, todas esas vacas en la colina.
—Creo que vomitaré si vuelvo a ver una vaca.
—¿Sabes, Lo? Te eché terriblemente de menos.
—Yo no. Para que sepas, he sido asquerosamente traidora contigo. Pero no importa un comino, porque de todos modos tú dejaste de preocuparte por mí. Eh, señor, usted conduce mucho más ligero que mamita.
Aminoré la ciega velocidad hasta una marcha miope.
—¿Por qué supones que he dejado de preocuparme por ti, Lo?
—Bueno... ¿acaso me has besado hasta ahora?
Muriendo, gimiendo interiormente, vi al frente una curva razonablemente amplia, y me metí y anduve a los tumbos entre la maleza. Recuerda que es sólo una niña, recuerda que es sólo...
Apenas se detuvo el automóvil, Lolita se precipitó literalmente en mis brazos. Sin atreverme a abandonarme, sin atreverme a admitir que ése (dulce humedad y fuego trémulo) era el principio de la vida inefable a la cual, hábilmente auxiliado por el destino, por fin había dado realidad, toqué sus labios con tenues sorbos, nada falaces. Pero ella, con un estremecimiento impaciente, apretó su boca contra la mía con tal fuerza que sentí sus grandes dientes delanteros. Sabía, desde luego, que no era sino un juego inocente de su parte, un retozo que imitaba el simulacro de un amor inventado, y puesto que, como dirían los psicópatas y también los violadores, los límites y reglas de esos juegos infantiles son imprecisos, o al menos demasiado infantilmente sutiles para que el partícipe de mayor edad los perciba, yo sentía un terror fatal de ir demasiado lejos y hacerla retroceder espantada y asqueada. Y sobre todo, sentía una ansiedad agónica de introducirla en la hermética reclusión de «El cazador encantado», y nos faltaban todavía ochenta millas de marcha. Una dichosa intuición disolvió nuestro abrazo... un segundo antes de que un automóvil patrullero se pusiera a la par del nuestro.
Rubicundo y cejudo, el conductor me clavó los ojos:
—¿No han visto un sedán azul, parecido al suyo, antes del cruce?
—No.
—No lo hemos visto –dijo Lo, inclinándose prontamente por encima de mí, su mano inocente apoyada en mis piernas–. Pero, ¿está seguro de que era azul? Porque...
El policía (¿qué sombra nuestra perseguía?) envió su mejor sonrisa a la tunante y dio una vuelta en forma de U.
Seguimos la marcha.
—¡Cabeza de zapallo! –observó Lo–. Debió prenderte a ti.
—¿Por qué, Dios mío?
—Bueno, en este lugar la velocidad máxima es de cincuenta y... No, pedazo de tonto, no aminores. Ya se ha ido.
—Nos queda por hacer un buen trecho –dije– y quiero llegar antes de que anochezca. De modo que pórtate bien.
—Niña mala, mala –dijo Lo nuevamente–. Delincuente juvenil, pero franca y comprensiva. Esa luz era roja. Nunca he visto conducir peor.
Atravesamos en silencio una ciudad silenciosa.
—Oye... mamá se volvería completamente loca si descubriera que somos amantes.
—Dios santo, Lo, no hables así.
—Pero somos amantes, ¿no es cierto?
—No, que yo sepa. Creo que volverá a llover. ¿No quieres contarme tus travesuras en el campamento?
—Hablas como un libro, papá.
—¿Qué diabluras has hecho? Insisto en que me cuentes.
—¿Te escandalizas fácilmente?
—No. Vamos...
—Metámonos en algún lugar escondido y te contaré.
—Lo, debo pedirte seriamente que no te hagas la tonta.
¿Y bien?
—Bueno... tomé parte de todas las actividades que me proponían.
—Ensuite?
—Ansuit, me enseñaron a vivir alegremente y plenamente en la soledad, y a desarrollar una personalidad cabal, a ser una monada, en resumen.
—Sí, vi algo de eso en el folleto.
—Adorábamos nuestros cantos en torno al fuego que ardía en la gran chimenea de piedra, o bajo las estrellas de m..., donde cada niña fundía su espíritu regocijado con la voz del grupo.
—Tu memoria es excelente, Lo, pero debo pedirte que no sueltes palabrotas. ¿Qué más?
—He hecho mío el lema de la girl scout –dijo Lo melodiosamente–. Colmo mi vida con hermosas acciones, tales como... bueno, de eso no me acuerdo. Mi deber es... ser útil. Soy amiga de los animales machos. Obedezco las órdenes. Soy alegre. Otro automóvil patrullero. Soy frugal y mis pensamientos, palabras y actos son absolutamente asquerosos.
—Espero que eso sea todo, niña ingeniosa...
—Sí. Eso es todo. No... espera un minuto. Cocinábamos en un horno de campaña.
—Eso parece muy interesante.
—Lavábamos sillones de platos. «Sillones» quiere decir en el colegio «muchos-muchos-muchos-muchos»... Oh, sí, último en orden, pero no en importancia, como dice mamá... déjame pensar... ¿qué era? Ah, sí: nos tomaban radiografías. Caray, qué divertido.
—C'est bien tout?
—C'est. Salvo una cosita, algo que no puedo contarte sin ruborizarme de pies a cabeza.
—¿Me lo contarás después?
—Si nos sentamos en la oscuridad y me dejas hablar en voz baja, te lo contaré. ¿Duermes en tu cuarto de siempre o en dulce montón con mamá?
—En mi cuarto de siempre. Tu madre sufrirá una operación muy seria, Lo.
—¿Quieres parar en esa confitería? –dijo Lo.
Sentada en un banco alto, con una faja de sol a través de su brazo desnudo y atezado, Lolita atacó un complicado helado coronado con jarabe sintético. Lo edificó y se lo sirvió un muchachón granujiento, con una corbata grasienta, que miró a mi frágil niña en su leve vestido de algodón con deliberación carnal. Mi impaciencia por llegar a Briceland y «El cazador encantado» era más fuerte de lo que podía soportar. Por fortuna, Lo despachó el helado con su habitual presteza.
—¿Cuánto dinero tienes? –pregunté.
—Ni un céntimo –dijo ella tristemente, levantando las cejas y mostrándome el vacío interior de su bolso.
—Arreglaremos ese asunto a su debido tiempo –dije sutilmente–. ¿Vamos?
—Oye, ¿habrá aquí cuarto de baño?
—No vayas ahora –dije con firmeza–. Será un lugar inmundo. Vámonos.
En general, era una niña obediente. La besé en el cuello cuando volvimos al automóvil.
—No hagas eso –dijo mirándome con genuina sorpresa–. No me babees, puerco.
Se restregó el lugar donde acababa de besarla contra su hombro levantado.
—Perdona –le dije–. Es que te quiero mucho, sabes...
Marchamos bajo un cielo lúgubre, remontando un camino sinuoso, y después empezamos a descender nuevamente.
(¡Oh, Lolita, nunca llegaremos allí!)
El polvo empezaba a saturar a la bonita y pequeña Briceland, con su falsa arquitectura colonial, las tiendas de curiosidades y sus árboles importados cuando atravesamos las calles débilmente iluminadas en busca de «El cazador encantado». El aire, a pesar de la firme llovizna que adornaba con sus cuentas de cristal, era verde y tibio; ante la taquilla de un cine chorreaban luces como alhajas y se había formado una cola de personas, casi todos niños y ancianos.
—¡Oh, quiero ver esa película! Vengamos después de comer. ¡Oh, tráeme!
—Tal vez –cantó Humbert, sabiendo perfectamente bien, ¡astuto diablo hinchado!, que a las nueve, cuando empezara la película, ella estaría seguramente muerta en sus brazos.
—¡Cuidado! –gritó Lo, sacudiéndose cuando un maldito camión se detuvo en una esquina frente a nosotros, con un latido de sus luces traseras.
Sentía que si no dábamos con el hotel pronto, inmediatamente, milagrosamente, en la cuadra siguiente, perdería todo dominio sobre la cafetera de Charlotte, con sus ineficaces limpiaparabrisas y sus frenos caprichosos. Pero los transeúntes a quienes pedía informes eran también visitantes o preguntaban frunciendo el ceño: «¿El cazador qué»..., como si yo hubiera estado loco. O bien iniciaban explicaciones tan complicadas, con ademanes geométricos, generalidades geográficas y datos estrictamente locales (... después siga hacia el sur, hasta encontrar la casa... ) que no podía sino extraviarme en el laberinto de su bienintencionada jerigonza. Lo, cuyas entrañas deliciosamente prismáticas ya habían digerido el helado, empezó a pensar en una comilona y a cargarme con ello. En cuanto a mí, aunque me había acostumbrado mucho tiempo antes a una especie de destino secundario (el ineficiente secretario de McFate, por así decirlo) que estorbaba torpemente el generoso y magnífico plan de su patrón, dar vueltas y vueltas por las avenidas de Briceland era, quizá, la prueba más exasperante que había enfrentado hasta entonces. Meses después pude reírme del candor juvenil que me había hecho empecinarme con ese hotel determinado, con su curioso nombre; pues a lo largo de nuestro camino infinitos hoteles proclamaban su disponibilidad con luces de neón, prontos a alojar a vendedores, convictos escapados, impotentes, grupos familiares, así como a las más corrompidas y vigorosas parejas. Ah, dichosos conductores deslizándose a través de noches estivales, qué retozos, qué impecables caminos si súbitamente esas posadas perdieran su pigmentación y se volvieran transparentes como cajas de cristal.
El milagro que ansiaba ocurrió, después de todo. Un hombre y una muchacha, más o menos amontonados en un oscuro automóvil, bajo árboles profusos, nos dijeron que estábamos en el corazón mismo de el Parque, pero que sólo debíamos virar a la izquierda, en la próxima luz de tránsito, y lo encontraríamos. No vimos ninguna luz de tránsito (en verdad, el Parque era tan negro como los pecados que ocultaba), pero poco después de caer bajo el suave encanto de una curva agradablemente graduada, los viajeros advirtieron un brillo diamantino a través de la bruma, después apareció un resplandor de agua... y allí estaba, maravillosamente, inexorablemente, bajo los árboles espectrales, al cabo de un sendero cubierto de granza, el pálido palacio encantado.
A primera vista, una fila de automóviles estacionados, como cerdos en un establo, parecían impedir el acceso; pero después, como por arte de magia, un formidable convertible, centelleante, de color rubí, empezó a moverse –enérgicamente conducido por un chófer de hombros anchos– y nos deslizamos llenos de gratitud en la brecha que dejó. En seguida lamenté mi prisa, pues advertí que mi predecesor había sacado partido de un cobertizo que a modo de garage se veía cerca, y con espacio suficiente para otro automóvil. Pero estaba demasiado impaciente para seguir su ejemplo.
—¡Demonios! Parece fenómeno –observó mi vulgar amada mirando de reojo la decoración del frente, mientras se lanzaba a la llovizna audible y con mano infantil soltaba de un tirón su pollera metida en su hendidura de durazno (para citar a Robert Browing)–. Bajo las luces eléctricas, falsas hojas agrandadas de castaño envolvían columnas blancas. Un negro giboso y de cabeza cana, con uniforme raído, tomó nuestro equipaje y lo llevó lentamente al vestíbulo. Estaba lleno de ancianas y clérigos. Lolita se puso en cuclillas para acariciar a un perro de aguas de cara pálida, manchas azuladas y orejas negras que se desmayó bajo su mano –y quién no se habría desmayado, amor mío– sobre la alfombra floreada, mientras yo me abría un pasadizo hacia el escritorio a través de la multitud. Allí, un viejo calvo y porcino –todos eran viejos en ese hotel– examinó mis rasgos con una sonrisa afable, después exhibió mi telegrama (mutilado), luchó con ciertas oscuras dudas, miró el reloj y por fin dijo que lo lamentaba mucho pero que había reservado el cuarto con camas gemelas hasta las seis y media, y ya no disponía de él. Una convención religiosa se había sumado a una exposición floral en Briceland y...
—El nombre –dije fríamente– no es Humberq ni Humburg, sino Herbert, quiero decir Humbert, y cualquier cuarto me es lo mismo. Bastará poner un catre para mi hija. Tiene diez años, y está muy cansada.
El viejo rosado miró afectuosamente a Lo, todavía en cuclillas, escuchando de perfil, con los labios entreabiertos, lo que la dueña del perro, una anciana envuelta en velos violáceos, le decía desde las profundidades de un sillón tapizado en cretona.
Las dudas –sean cuales fueren– del viejo obsceno quedaron disipadas ante la visión de ese pimpollo. Dijo que quizá tuviera –en realidad lo tenía– un cuarto con una cama doble. En cuanto al catre...
—Señor Potts, ¿tenemos catres disponibles?
Potts, también rosado y calvo, con pelos blancos que asomaban de sus orejas y otros agujeros, dijo que vería qué podía hacerse. Fue y habló, mientras yo tomaba mi estilográfica. ¡Impaciente Humbert!
—Nuestras camas dobles son triples, en realidad –dijo afablemente Potts mientras nos conducía–. En una noche de mucho público durmieron juntas tres señoras y una niña. Creo que una de las señoras era un hombre disfrazado. Sin embargo... ¿no hay un catre disponible en el 49, señor Swine?
—Creo que lo pidieron los Swonn –dijo Swine, el payaso viejo que me había recibido.
—Nos arreglaremos de algún modo –dije–. Mi mujer quizá llegue después, pero aun así... creo que nos arreglaremos.
Los dos cerdos rosados se incluyeron entre mis mejores amigos. Con la letra clara y lenta del crimen escribí: «Doctor Edgard H. Humbert e hija, calle Lawn, 342, Ramsdale». Una llave (¡342!) me fue mostrada a medias (mágico objeto a punto de ser escamoteado) y entregada al Tío Tom. Lo dejó al perro como habría de dejarme a mí algún día, se enderezó sobre sus piernas; una gota de lluvia cayó sobre la tumba de Charlotte; una negra joven y atractiva abrió la puerta del ascensor y la niña sentenciada entró seguida por su padre, que se aclaraba la garganta, y por el crustáceo Tom.
Parodia de pasillo de hotel. Parodia de silencio y muerte.
—Oh, es el número de nuestra casa –dijo Lo, alegremente.
Había una cama doble, un espejo, una cama doble en el espejo, una puerta de ropero con espejo, una puerta de cuarto de baño ídem, una ventana azul oscuro, una cama reflejada en ella, la misma en el espejo del ropero, dos sillas, una mesa con tapa de cristal, dos mesas de noche, una cama doble: una gran cama de madera, para ser exacto, con un cubrecama de felpilla, y dos lámparas de noche de pantallas rosas y rizadas, a derecha e izquierda.
Estuve a punto de dejar un billete de cinco dólares en esa alma sepia, pero pensé que la generosidad sería mal interpretada, y puse un cuarto. Agregué otro. Se retiró. Clic. Enfin seuls.
—¿Dormiremos en un solo cuarto? –dijo Lo.
Sus rasgos adquirieron un peculiar dinamismo: no era enfado ni aversión (aunque estaban al borde mismo de ello), sirio mero dinamismo como siempre que quería hacer una pregunta de violenta trascendencia.
—Les he pedido que pongan un catre. Dormiré en él, si quieres.
—Estás loco.
—¿Por qué, querida?
—Porque cuando mi querida mamá lo descubra, querido, se divorciará de ti y me estrangulará a mí.
Sólo dinamismo. Sin tomar la cosa demasiado en serio.
—Óyeme –dije sentándome, mientras ella permanecía a pocos pasos, mirándose con satisfacción, no desagradablemente sorprendida de su propio aspecto, colmando con su resplandor rosáceo el sorprendido y complacido espejo del ropero.
—Oye, Lo. Aclaremos esto de una vez por todas. Prácticamente, soy tu padre. Siento gran ternura por ti. En ausencia de tu madre, soy responsable de tu bienestar. No somos ricos, y mientras viajemos, estaremos obligados a... Tendremos que andar juntos bastante tiempo. Dos personas que comparten un cuarto inician inevitablemente una especie de... cómo diré... una especie de...
—La palabra es incesto –dijo Lo, y se metió en el ropero, volvió a salir con una risilla joven y dorada, abrió la puerta contigua y después de mirar dentro cuidadosamente, con ojos humosos, para no cometer otro error, se retiró al cuarto de baño.
Abrí la ventana, me quité la camisa empapada de sudor, me la cambié, me cercioré de que tenía el frasco de píldoras en el bolsillo de mi chaqueta, abrí el...
Lo reapareció. Traté de abrazarla: como al azar, un poco de retenida ternura antes de comer.
—Oye, dejemos los besuqueos por ahora y vayamos a comer algo.
Fue entonces cuando presenté mi sorpresa.
¡Oh, qué niña delicada! Se dirigió hacia la valija abierta como deslizándose desde lejos, en una especie de marcha muy lenta, fijando los ojos en el distante cofre del tesoro, sobre el soporte de equipaje (¿había algo anormal en esos grandes ojos grises o estaban ambos sumidos en la misma bruma encantada?) Se acercó levantando bastante los pies de talones más bien altos, e inclinando sus hermosas rodillas de muchacho mientras atravesaba el dilatado espacio con la lentitud de quien camina bajo el agua o en un sueño. Después levantó por los breteles un vestido de color cobre, encantador y costoso, extendiéndolo muy lentamente entre sus manos silenciosas, como un cazador de pájaros apasionado que contuviera su aliento sobre el pájaro increíble que extiende por los extremos de sus alas flamígeras. Después (mientras yo seguía observándola) tomó la lenta serpiente de un brillante cinturón y se lo probó.
Después se precipitó a mis brazos impacientes, radiante, abandonada, para acariciarme con sus ojos tiernos, misteriosos, impuros, indiferentes, umbríos... como la más barata de las bellezas baratas. Pues eso es lo que imitan las nínfulas, mientras nosotros nos quejamos y morimos.
—¿Qué becía de las desuquestos? –murmuré en su pelo, perdido el dominio de las palabras.
—Si quieres saberlo –dijo–, no lo haces bien.
—¿Cómo, entonces?
—Cuando llegue el momento –dijo la esponjilla.
Seva ascender, pulsata, brulansz kitzelans, dementissima. Ascensor resonas, pausa, resonans, populus in corridoro. Hanc nisi mors mihi adimet nemo! Juncen puellula, jo pensavo fondissime, nobserva nibbil quidquam; pero desde luego, en otro momento pude haber cometido algún desatino. Por fortuna, Lo volvió al cofre del tesoro.
Desde el cuarto de baño –donde me llevó un buen tiempo volver al ritmo normal por un propósito exasperante– oí de pie, tamborileando, reteniendo el aliento, los «oh» y «ah» de Lolita y su candoroso deleite.
Había usado el jabón sólo porque era un jabón de muestra.
—Bueno, vamos, querida, si tienes tanta hambre como yo.
Y así fuimos hacia el ascensor; la hija meciendo su viejo bolso blanco, el padre caminando al frente (nota bene: nunca detrás, ella no es una dama). Mientras aguardábamos (ahora uno junto al otro) que nos bajaran, ella echó atrás la cabeza, bostezó con disimulo y sacudió sus rizos.
—¿A qué hora te hacían levantar en ese campamento?
—A las seis... –otro bostezo– y media –un nuevo bostezo con un estremecimiento de su cuerpo entero–. A las seis y media –repitió mientras la garganta volvía a henchírsele.
El comedor nos recibió con un olor a tocino frito y una sonrisa pálida. Era un lugar vasto y presuntuoso, con murales cursis que representaban cazadores encantados en posturas y estados de encantamiento diversos, en medio de una mescolanza de animales, dríadas y árboles descoloridos.
Unas cuantas ancianas, dos clérigos, un hombre con chaqueta deportiva terminaban de comer en silencio. El comedor se cerraba a las nueve, y las muchachas vestidas de verde encargadas de servirnos mostraron, por suerte, un apuro desesperado para librarse de nosotros.
—¿No es exactamente igual, igualito a Quilty? –dijo Lo en voz baja.
Su agudo codo tostado no señalaba, pero ardía visiblemente por señalar a un solitario comensal de mejillas espesas, en el rincón más alejado del cuarto.
—¿A nuestro gordo dentista de Ramsdale?
Lo contuvo el bocado de agua que acababa de sorber y dejó sobre la mesa su vaso oscilante.
—No, por supuesto –dijo con un atoramiento de risa–. Quiero decir igual al escritor del anuncio de «Droms».
¡Oh Fama! ¡Oh Fémina!
Cuando depositaron el postre (una inmensa cuña de pastel de cerezas para la jovencita y helado de vainilla –que fue agregado en su mayor parte al pastel– para su protector), tomé el frasquillo con las Píldoras Púrpura de Papá. Cuando evoco esos murales nauseabundos, ese momento extraño y monstruoso, sólo puedo explicar mi comportamiento de entonces por el mecanismo de ese vacío de pesadilla en que evoluciona una mente alterada; pero en ese instante todo me pareció simple e inevitable. Miré alrededor, me cercioré de que el último comensal se había marchado, quité la tapa, y con la más absoluta deliberación eché el filtro en mi palma. Había ensayado cuidadosamente ante un espejo el ademán de llevarme la mano abierta a la boca y el gesto de tragar (fingidamente) una píldora. Como esperaba, Lo dio una zarpada al frasco con sus atiborradas cápsulas hermosamente coloreadas, cargadas con el Sueño de la Bella.
—¡Azul! –exclamó–. Azul violeta. ¿De qué son?
—De Cielos estivales –dije–, plumas e higos, y la uva de sangre de emperadores.
—No, en serio... por favor...
—Oh, sólo vitaminas X. Dan la fuerza de un buey. ¿Quieres probar una?
Lolita extendió la mano, asintiendo vigorosamente. Yo esperaba que la droga obrara rápidamente. Así fue, por cierto. Lolita había tenido un día agotador; había remado por la mañana con Bárbara, cuya hermana era jefa costera. Así empezó a contarme la nínfula adorable y accesible, entre bostezos contenidos contra el paladar, de volumen creciente. Y había hecho muchas otras cosas, además. Cuando bogamos desde el comedor, Lolita olvidó, desde luego, la película que había pasado vagamente por su cabeza. En el ascensor se inclinó contra mí, sonriendo apenas –¿no quieres contarme?–, con los ojos de oscuras pestañas semicerrados. «Sueño, ¿eh?», dijo el tío Tom que subía al tranquilo caballero franco-irlandés y a su hija, así como a dos damas marchitas, expertas en rosas. Miraron con simpatía a mi amada frágil, tostada, vacilante y aturdida. Casi tuve que llevarla a nuestro cuarto. Se sentó en el borde de la cama, meciéndose ligeramente, hablando con voz arrastrada, con gravedad de paloma:
—Si te lo digo... si te lo digo... me prometes (dormida, tan dormida... cabeza colgando, los ojos en blanco... ) que no te quejarás...
—Después, Lo. Ahora, a la cama. Te dejaré sola, y te meterás en la cama. Te doy diez minutos.
—Oh, he sido una niña tan repugnante... –siguió, sacudiendo el pelo, quitándose con dedos lentos una cinta de terciopelo de la cabeza–. Déjame contarte...
—Mañana, Lo. Ahora vete a la cama, vete a la cama... por Dios, vete a la cama.
Me metí la llave en el bolsillo y bajé las escaleras.
28
¡Señores del jurado! ¡Sobrellevadme! ¡Permitidme tomar sólo un instante de vuestro precioso tiempo! De modo que había llegado le grand moment. Había dejado a mi Lolita sentada al borde de la cama abismal, levantando letárgicamente un pie, tanteando con los cordones de los zapatos, mostrando al hacerlo el lado interior de los muslos hasta el borde de los calzones –siempre había sido singularmente descuidada o desvergonzada o ambas cosas, al mostrar las piernas. Ésa, pues, fue la hermética visión de Lo que encerré, después de comprobar que la puerta no tenía cerrojo por dentro. La llave, con su ficha numerada de madera, se convirtió desde ese instante en el poderoso sésamo de un futuro formidable y arrebatado. Era mía, era parte de mi puño caliente y velludo. Pocos minutos después –unos veinte, una media hora, sicher ist sicher, como solía decir mi tío Gustave– entraría en el 342 para encontrar a mi nínfula, a mi belleza, a mi prometida, aprisionada en su sueño de cristal. ¡Señores del jurado! Si mi felicidad hubiera podido hablar, habría llenado el recatado hotel con un rugido ensordecedor. Y hoy mi único pesar es que no deposité tranquilamente la llave «342» en el escritorio para marcharme de la ciudad, del país, del continente, del hemisferio... del globo mismo, esa misma noche.
Permítaseme explicarme. Yo no me sentía indebidamente perturbado por sus insinuaciones autoacusadoras. Estaba bien resuelto a proseguir mi táctica de preservar su pureza actuando sólo en el secreto de la noche, sólo en una niña desnuda y completamente anestesiada. Contención y reverencia eran aún mi lema, aunque esa «pureza» –al fin completamente descartada por la ciencia moderna– hubiera sido ligeramente turbada por alguna experiencia juvenil erótica, sin duda homosexual, en ese maldito campamento. Desde luego, según mi modo de ser anticuado europeo, yo, Jean-Jacques Humbert, había dado por sentado, al conocerla, que era una niña tan inviolada como lo era la noción estereotipada de «niña normal», desde el lamentable fin del Mundo Antiguo a. de C. y sus prácticas fascinantes. En nuestra era de las luces no estamos rodeados por pequeñas bellezas esclavas que pueden recogerse al azar, entre los negocios y el baño, como solía hacerse en días de los romanos. Y no usamos, como los orientales en tiempos más espléndidos, a menudas anfitrionas de popa a proa entre el cordero y el sorbete de rosas. Lo esencial es que el antiguo vínculo entre el mundo adulto y el mundo infantil ha sido escindido en nuestros días por nuevas costumbres y nuevas leyes. A pesar de que había espigado en el ámbito psiquiátrico y social, en realidad yo sabía muy poco sobre los niños. Después de todo, Lolita sólo tenía doce años, y aun haciendo concesiones al momento y el lugar, aun teniendo en cuenta el rudo comportamiento de las colegialas norteamericanas, yo seguía creyendo que cuanto ocurría entre esas mocosas impetuosas ocurría en edad más avanzada, en un ambiente diferente. Por lo tanto (para retomar el hilo de mi narración), el moralista que hay en mí eludió el problema ateniéndose a las nociones convencionales de lo que debe ser una niña de doce años. El médico de niños que hay en mí (un farsante, como lo son casi todos... pero esto no importa ahora) eructó un picadillo neo-freudiano y conjuré una Dolly soñadora y exacerbada, en el período «latente» de su niñez. Por fin, el sensual que hay en mí (un gran monstruo insano) no puso objeciones a cierta depravación sobre su presa. Pero en alguna parte, tras el vehemente deleite, sombras perplejas deliberaron... ¡y lo que lamento es no haberlas atendido! Debí comprender que Lolita ya había revelado ser muy distinta de la inocente Annabel y que el mal nínfeo que respiraba por cada poro de esa niña predestinada para mi secreto goce haría imposible el secreto, y letal el goce. Debí comprender (por indicios que me llegaban de alguna parte de Lolita, o de un ángel exhausto, a sus espaldas) que sólo obtendría horror y dolor del rapto esperado. ¡Oh, alados señores del jurado!
Y Lolita era mía, la llave estaba en mi mano, mi mano estaba en mi bolsillo, Lolita era mía. Durante las evocaciones y esquemas a que había consagrado tantos insomnios, había ido eliminando poco a poco todo rasgo superfluo, y apilando capa tras capa de traslúcida visión había conformado la imagen última. Desnuda –sólo con un calcetín y su brazalete–, tendida en la cama donde mi filtro la había abatido... así la concebí. Su mano todavía asía una cinta de terciopelo; su cuerpo color de miel, con la imagen blanca en negativo de un traje de baño rudimentario impresa sobre la piel tostada, me presentaba sus pálidos pezones; en la luz rosada, un minúsculo penacho púbico brillaba sobre su redondo montículo. La llave fría, enganchada en su cálido aditamento de madera, estaba muy bien colocada en mi bolsillo y mi mano la asía firmemente.
Erré por varios cuartos públicos, gloria abajo, tristeza arriba; pues el aspecto del placer es siempre triste: el placer nunca está seguro –aunque la víctima aterciopelada esté encerrada en un calabozo– de que algún demonio rival o un dios influyente no estorbe el triunfo preparado. En términos corrientes, necesitaba un trago; pero no había bar en ese lugar venerable, lleno de filisteos sudorosos.
Viré hacia el baño para caballeros. Allí, una persona de negro clerical –una «reunión animada», comme on dit–, rechazando la ayuda de Viena, me preguntó si me había gustado la conferencia del doctor Boyd, y se mostró perplejo cuando yo (el rey Sigmund II) le dije que Boyd era infantil. Después de lo cual arrojé diestramente la toalla de papel con que me había secado mis manos sensibles en el receptáculo destinado a recibir y zarpé hacia el vestíbulo. Apoyé cómodamente mis codos sobre el escritorio y pregunté al señor Potts si estaba seguro de que mi mujer no había telefoneado. ¿Y en cuanto al catre? Respondió que no había telefoneado (estaba muerta, desde luego) y que instalarían el catre al día siguiente, si resolvíamos quedarnos. Desde un lugar atestado de gente y llamado Sala de los Cazadores, llegaron muchas voces que discutían sobre la horticultura o la eternidad. Otro cuarto, llamado Sala de las Frambuesas, profusamente iluminado, con mesitas brillantes y una más grande con «refrescos», aún estaba vacío, salvo la presencia de una criada (ese tipo de mujer gastada, con sonrisa cristalina y el modo de hablar de Charlotte); flotó hasta mí para preguntarme si yo era el señor Braddock, pues en ese caso la señorita Bearde me buscaba. «Qué nombre para una mujer» , dije y me fui.
Mi sangre irisada entraba y salía de mi corazón. Aguardaría hasta las nueve y media. Volví al vestíbulo y comprobé un cambio: unas cuantas personas de vestidos floreados y trajes negros habían formado grupillos aquí y allá, y el travieso azar me brindó la visión de una niña encantadora, de la edad de Lolita, con un vestido semejante al de ella, pero enteramente blanco, y con un lazo blanco en el pelo negro. No era bonita, pero era una nínfula, y sus pálidas piernas marfileñas, su cuello lila formaron durante un momento memorable una deliciosa antifonía (en términos de música espinal) con mi deseo de Lolita, tostada y rosada, encendida y sucia. La pálida niña advirtió mi mirada (que era realmente casual y afable). Ridículamente afectada, perdió por completo el dominio de sí, volteó los ojos, se acarició la mejilla con el reverso de la mano, se tiró del borde de la falda y acabó volviéndome sus gráciles omóplatos para emprender una charla ficticia con su madre bovina.
Salí de un ruidoso vestíbulo y permanecí fuera, sobre los blancos escalones, mirando los centenares de insectos que revoloteaban en torno a las luces, en la negra noche mojada, llena de murmullos y ruidos. Todo lo que haría, lo que me atrevía a hacer sería una fruslería.
De pronto tuve conciencia de que en la oscuridad, a mi lado, había una persona sentada en una silla, en la galería. No podía verla, pero oí que se movía al echarse adelante, después una discreta regurgitación, y al fin la nota de una plácida vuelta a la posición anterior. Estaba a punto de abandonar aquel lugar, cuando una voz masculina se dirigió a mí.
—¿De dónde diablos la ha sacado?
—¿Cómo?
—Dije que el tiempo está mejorando.
—Así parece.
—¿Quién es la chiquilla?
—Mi hija.
—Miente, no es su hija.
—¿Cómo?
—Dije que tuvimos mucho calor en julio. ¿Qué es de su madre?
—Ha muerto.
—Lo siento. A propósito, ¿no quieren ustedes almorzar conmigo mañana? Esta multitud espantosa ya se habrá retirado.
—Y nosotros también. Adiós.
—Lo siento. Estoy bastante borracho. Buenas noches. Esa chiquilla necesita dormir mucho. El sueño es una rosa, dicen los persas. ¿Fuma?
—No ahora.
Encendió un fósforo. Pero acaso porque estaba borracho o porque el viento lo estaba, la llama iluminó a otra persona, un hombre muy viejo, uno de esos huéspedes permanentes de los hoteles anticuados, en su mecedora blanca. Nadie dijo nada, y la oscuridad volvió a su lugar inicial. Después oí que el viejo residente tosía y se libraba de alguna mucosidad sepulcral.
Salí de la galería. Había pasado por lo menos media hora. Hubiera debido pedir un trago. La tensión empezaba a atormentarme. Si una cuerda de violín puede sentir dolor, yo era esa cuerda. Pero habría sido inconveniente demostrar precipitación. Mientras me abría paso a través de una constelación de personas fijas en un rincón del vestíbulo, hubo un resplandor deslumbrante y el radiante doctor Braddock, dos matronas ornamentadas con orquídeas, la niña de blanco y acaso los dientes descubiertos de Humbert Humbert que se deslizaba entre la pequeña desposada y el clérigo encantado quedaron inmortalizados, en la medida en que puede considerarse inmortal el papel y la impresión de un periódico pueblerino. Un grupo gorjeante se había reunido en torno al ascensor. Volví a elegir las escaleras. El 342 estaba cerca de la salida de emergencia. Todavía era posible... pero la llave estaba ya en la cerradura, y en seguida me encontré en el cuarto.
29
La puerta del cuarto de baño iluminado estaba abierta; además, un esqueleto de luz provenía de las lámparas exteriores más allá de las persianas. Esos rayos entrecruzados penetraban la oscuridad del dormitorio y revelaban esta situación:
Vestida con uno de sus viejos camisones, mi Lolita estaba acostada de lado, volviéndome la espalda, en medio de la cama. Su cuerpo apenas velado y sus piernas desnudas formaban una Z. Se había puesto las dos almohadas bajo la oscura cabeza despeinada; una banda de luz pálida atravesaba sus últimas vértebras.
Me pareció que me desvestía y me ponía el pijama con esa fantástica instantaneidad que se produce al cortarse en una escena cinematográfica el proceso de sustitución. Ya había puesto mi rodilla en el borde de la cama, cuando Lolita volvió la cabeza y me miró a través de las sombras listeadas.
Eso era algo que el intruso no esperaba. La treta de las píldoras (cosa bastante sórdida, entre nous dit) tenía por objeto producir un sueño profundo, imperturbable para todo un regimiento... y allí estaba ella, mirándome y llamándome confusamente «Bárbara». Y Bárbara, vestida con mi pijama –demasiado apretado para ella–, permaneció inmóvil, en suspenso, sobre la pequeña sonámbula. Suavemente, con un suspiro indefenso, Dolly se volvió, recobrando su posición anterior. Durante dos minutos, por lo menos, esperé inmovilizado sobre el borde mismo, como aquel sastre con su paracaídas casero, hace cuarenta años, a punto de arrojarse desde la torre Eiffel. Su respiración débil tenía el ritmo del sueño. Al fin me tendí en mi estrecho margen de cama, tiré de las sábanas, deslicé hacia el sur mis pies fríos como una piedra... y Lolita levantó la cabeza y me bostezó.
Como después me explicó un útil farmacéutico, la píldora púrpura no pertenecía a la noble familia de los barbitúricos y aunque habría producido sueño en un neurótico que la tomara por una droga potente, era un sedante demasiado suave para obrar demasiado tiempo sobre una nínfula vivaz, aunque cansada. Si el doctor de Ramsdale era un charlatán o un viejo astuto, carece de importancia. Lo importante es que había sido engañado. Cuando Lolita volvió a abrir los ojos, comprendí que aunque la droga obrara unas horas después, la seguridad con que había contado era falsa. Lentamente, su cabeza se volvió para caer en su egoísta provisión de almohada. Yo permanecía en mi estrecha franja, fijando los ojos en su pelo revuelto, en el brillo de su carne de nínfula, en la media cadera y el medio hombro confusamente entrevistos, tratando de sondear la profundidad de su sueño por el ritmo de su respiración. Pasó algún tiempo, todo siguió igual y resolví que podía correr el albur de aproximarme a ese brillo encantador, enloquecedor... Pero apenas me moví hacia su tibia vecindad, cuando su respiración se alteró, y tuve la odiosa sensación de que la pequeña Dolores estaba completamente despierta y estallaría en lágrimas si la tocaba con cualquier parte de mi perversidad. Por favor, lector: a pesar de tu exasperación contra el tierno, morbosamente sensible, infinitamente circunspecto héroe de mi libro, ¡no omitas estas páginas esenciales! Imagíname: no puedo existir si no me imaginas. Trata de discernir a la liebre en mí, temblando en la selva de mi propia iniquidad; y hasta sonríe un poco. Después de todo, no hay nada malo en sonreír. Por ejemplo, yo no tenía donde apoyar la cabeza, y un acceso de acedía (¡y llaman «francesas» a esas fritangas, gran Dieu!) se sumaba a mi incomodidad.
Mi nínfula volvió a hundirse en el sueño, pero no me atreví a zarpar hacia mi viaje encantado. La Petite Dormeuse ou l'Amant Ridicule. Al día siguiente la atiborraría de aquellas otras píldoras que habían abatido a su mamá. En el cajón de los guantes... ¿o en el bolso de Gladstone? ¿Esperaría una hora más para acercarme de nuevo? La ciencia de la ninfulomanía es harto precisa: un contacto real me haría desbordarme en un segundo. Tardaría diez segundos separado por un espacio de un milímetro. Resolví esperar.
No hay nada más ruidoso que un hotel norteamericano; y se suponía que ése era un lugar tranquilo, agradable, anticuado, hogareño..., ideal para un «vida apacible» y todo ese tipo de boberías. El chirrido de la puerta del ascensor –a varios metros al noroeste de mi cabeza, pero que oía tan nítidamente como si hubiera estado dentro de mi sien– alternó hasta mucho después de medianoche con los zumbidos y estallidos de las varias evoluciones de la máquina. De cuando en cuando, inmediatamente al este de mi oreja izquierda (téngase presente que yo continuaba de espaldas, sin atreverme a dirigir mi lado más vil hacia la cadera nebulosa de mi compañera de lecho), el corredor vibraba con alegres, resonantes e ineptas exclamaciones que terminaban en una descarga de despedidas. Cuando eso terminaba, empezaba un inodoro inmediatamente al norte de mi cerebro. Era un inodoro viril, enérgico, bronco y fue usado muchas veces. Sus regurgitaciones, sus sorbidos y sus corrientes posteriores sacudían la pared a mis espaldas. Después, alguien situado en dirección sur se descompuso de manera extravagante y vomitó casi su vida juntamente con su alcohol, y su inodoro resonó como un verdadero Niágara, justo al lado de nuestro cuarto de baño. Y cuando por fin las cataratas enmudecieron y todos los cazadores encantados conciliaron el sueño, la avenida bajo la ventana de mi insomnio, al oeste de mi vigilia –una digna, neta avenida eminentemente residencial, de árboles inmensos– degeneró en vil pavimento de camiones que rugieron en la noche de viento y lluvia.
¡Y a pocos centímetros de mi vida quemante estaba la nebulosa Lolita! Después de una larga vigilia sin abandono, mis tentáculos avanzaron hacia ella, y esta vez el crujido del colchón no la despertó. Me las compuse para aproximar tanto mi cuerpo voraz junto al de ella, que sentí el aura de su hombro desnudo como un tibio aliento sobre mi mejilla. Entonces se sentó, balbuceó, murmuró algo con insensata rapidez acerca de botes, tiró de las sábanas y volvió a hundirse en su inconsciencia oscura, poderosa, joven. Cuando volvió a acostarse, en su abundante flujo de sueño –un instante antes dorado, ahora luna–, su brazo me golpeó la cara. Durante un segundo la retuve. Se liberó de la sombra de mi abrazo sin advertirlo, sin violencia, sin repulsa personal, sólo en el murmullo neutro y quejoso de una niña que exige su descanso natural. Y la situación fue otra vez la misma: Lolita con su espalda curvada vuelta hacia Humbert, Humbert con la cabeza apoyada sobre su mano, ardiendo de deseo y dispepsia.
Yo necesitaba un viajecillo hasta el cuarto de baño en busca de un vaso de agua –que es la mejor medicina que conozco para mi caso, salvo la leche con rabanitos–. Y cuando regresé a la extraña atmósfera de pálidas franjas donde las ropas viejas y nuevas de Lolita se reclinaban en diversas actitudes de encantamiento sobre muebles que parecían flotar vagamente, mi hija imposible se sentó y en voz clara pidió agua para ella también. Tomó el vaso de papel blando y frío con su mano umbrosa y tragó su contenido agradecida, con sus largas pestañas dirigidas hacia el vaso. Después, con ademán infantil más encantador que cualquier caricia carnal, Lolita secó sus labios contra mi hombro. Volvió a caer sobre la almohada (yo había tomado la mía mientras bebía) y se durmió instantáneamente.
Yo no me había atrevido a ofrecerle una segunda dosis de droga ni había abandonado la esperanza de que la primera consolidara aún su sueño. Empecé a deslizarme hacia ella, dispuesto a cualquier decepción, sabiendo que era mejor esperar, pero incapaz de esperar. Mi almohada olía a su pelo. Avancé hacia mi lustrosa amada, deteniéndome o retrocediendo cada vez que se movía o parecía a punto de moverse. Una brisa del país mágico empezaba a alterar mis pensamientos, que ahora parecían inclinados en bastardilla, como si el fantasma de esa brisa arrugara la superficie que los reflejaba. El tiempo y de nuevo mi conciencia despierta encerraron el camino errado, mi cuerpo se deslizó en el ámbito del sueño, se evadió de ella, y una o dos veces me sorprendí incurriendo en un melancólico ronquido. Brumas de ternuras encubrían montañas de deseo. De cuando en cuando me parecía que la presa encantada saldría al encuentro del cazador encantado, y que su cadera avanzaba hacia mí bajo la blanda arena de una playa remota y fabulosa. Pero después su oscuridad con hoyuelos se movía, y entonces yo advertía que estaba más lejos que nunca.
Si me demoro algún tiempo en los temores y vacilaciones de esa noche distante, es porque insisto en demostrar que no soy ni fui nunca ni pude haber sido un canalla brutal. Las regiones apacibles y vagas en que me movía eran el patrimonio de los poetas, no el terreno del crimen. Si hubiera llegado a mi meta, mi éxtasis habría sido todo suavidad, un caso de combustión interna cuyo calor apenas habría sentido Lolita, aun completamente despierta. Pero seguía esperando que mi nínfula se engolfara en una plenitud de estupor que me permitiera paladear algo más que una vislumbre suya. Así, entre aproximaciones de tanteo, en medio de una confusión que la metamorfoseaba en un halo lunar, en un aterciopelado arbusto en flor, soñaba que readquiría la conciencia, soñaba que estaba acostado esperando.
En las primeras horas de la mañana hubo un momento de quietud en el hotel sin sosiego. Después, alrededor de las cuatro, se precipitó la catarata del baño del corredor y se oyó abrirse una puerta. Un poco después de las cinco empezó a llegarme un monólogo coruscante desde algún patio o playa de estacionamiento. No era en realidad un monólogo, puesto que el hablante se detuvo unos pocos segundos para escuchar (aparentemente) a otro tipo, pero esa voz no llegó hasta mí, de modo que no pude atribuir ningún sentido a la parte escuchada. Su entonación práctica, sin embargo, me ayudó a admitir la presencia del amanecer, y el cuarto no tardó en bañarse en un lila grisáceo, cuando varios inodoros industriosos empezaron su labor, unos tras otros, y el ascensor zumbante y chirriante empezó a subir y bajar a tempranos ascendentes, y durante unos minutos dormité miserablemente, y Charlotte era una sirena en aguas verdosas, y en algún lugar del pasillo el doctor Boyd dijo «Buenos días tenga usted» con voz que sabía a fruta, y después Lolita bostezó.
¡Frígidas damas del jurado! Yo había pensado que pasarían meses, años acaso, antes de que me atreviera a revelarme a Dolores Haze; pero a las seis ya estaba despierta, y a las seis y quince éramos amantes.
Al oír el quejido de su bostezo inicial, fingí un sueño de hermoso perfil. Sencillamente, no sabía qué hacer. ¿Se alarmaría viéndome a su lado, y no en una cama adicional? ¿Tomaría su ropa y se encerraría en el cuarto de baño? ¿Me pediría que la llevara de inmediato a Ramsdale –junto al lecho de su madre–, o de regreso al campamento? Pero mi Lo era una chiquilla deportiva. Sentí sus ojos fijos en mí, y cuando al fin prorrumpió en ese encantador cloqueo suyo, comprendí que sus ojos reían. Rodó junto a mí y su tibio pelo castaño rozó mi clavícula. Hice una mediocre imitación de alguien que despierta. Permanecimos acostados, sin movernos. Después le acaricié el pelo, y nos besamos suavemente. Su beso, para mi delirante confusión, tenía algunos cómicos refinamientos de ondulaciones y sondeos. Como para comprobar si yo estaba satisfecho y había aprendido la lección, se apartó para observarme. Sus pómulos estaban enrojecidos, el labio inferior le brillaba, mi desmayo era inminente. De pronto, con un ímpetu de rudo entusiasmo (signo de una nínfula), puso su boca contra mi oreja... pero durante un rato mi mente no pudo analizar en palabras el cálido trueno de su susurro, y ella rió, y se apartó el pelo de la cara, y volvió a intentarlo, y a poco la curiosa sensación de vivir en un insensato mundo de sueños recién creado donde todo era lícito, se apoderó de mí, a medida que comprendía lo que mi nínfula acababa de sugerirme. Respondí que no sabía qué juego habían inventado ella y Charlie.
—¿Quieres decir que nunca... ?
Sus rasgos se torcieron en una mueca de enfadada incredulidad.
—Nunca has... –empezó nuevamente–. Déjame, ¿quieres? –dijo con un gemido vibrante, apartando vivamente su hombro dorado de mis labios.
(Era muy curiosa esa tendencia suya –que después persistió largo tiempo– a considerar cualquier caricia, salvo los besos en la boca, como una «bobería romántica» o «anormal».)
—¿Quieres decir –insistió, ahora de rodillas sobre mí– que nunca lo hiciste cuando eras niño?
—Nunca –respondí verazmente.
—Bueno –dijo Lolita–, pues aquí empezamos.
Pero no he de abrumar a mis lectores con el informe detallado de la presunción de Lolita. Básteme decir que no percibí huella de modestia en esa hermosa y recién formada, profundamente, definitivamente depravada por la coeducación moderna, las costumbres juveniles, los juegos en torno al fuego del campamento y todo el resto. Consideraba el acto en sí apenas como parte de un mundo furtivo de jovenzuelos, desconocido para los adultos. Lo que los adultos hacían con miras a la procreación no era cosa suya. Sólo el orgullo impidió a Lolita batirse en retirada; pues en mi extraña actitud fingí estupidez suprema y la dejé conducirse a su antojo... al menos mientras me fue posible. Pero en verdad éstas son cuestiones que no vienen al caso; no me interesa el llamado «sexo». Cualquiera puede imaginar esos elementos de animalidad. Una tarea más importante me reclama: fijar de una vez por todas la peligrosa magia de las nínfulas.
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Debo andar con tiento. Debo hablar en un susurro. ¡Oh tú, veterano reportero de crímenes, oh tú, grave y anciano ujier, oh tú, en un tiempo popular gendarme, ahora en solitario confinamiento después de engalanar durante años esa esquina de la escuela, oh tú, mísero jubilado a quien lee un niño! Sería inconcebible, ¿no es cierto?, imaginaros locamente enamorado de mi Lolita. Si yo hubiera sido pintor y la administración de «El cazador encantado» hubiera perdido el juicio y me hubiera encargado la decoración de su comedor con frescos de mi propia cosecha, esto es lo que habría concebido. Permítaseme enumerar algunos fragmentos:
Habría pintado un lago. Habría pintado un árbol flamígero de flores. Habría pintado estudios del natural: un tigre persiguiendo a un ave del paraíso, una serpiente atragantada envolviendo el tronco desollado de un animalejo. Habría pintado un sultán, con expresión de doliente agonía (desmentida, por así decirlo, por su moldeante caricia), ayudando a una joven esclava calipgia a trepar por una columna de ónix. Habría pintado esos glóbulos luminosos de resplandor ovárico que viajan por los costados opalescentes de las cambiadoras de discos, en los bares. Habría pintado toda clase de actividades del grupo intermedio en el campamento: remo, risas, rizos al sol, junto al lago. Habría pintado álamos, manzanos, un domingo suburbano. Habría pintado un ópalo de fuego disolviéndose en un estanque ondulado, un último latido, un último dejo de color, rojo penetrante, rosa punzante, un suspiro, una niña que se aleja.
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Si procuro describir esas cosas no es para revivirlas en mi infinita desdicha actual, sino para discernir la parte infernal y la parte celestial en ese mundo extraño, terrible, enloquecedor... el amor de la nínfula. Lo bestial y lo hermoso se juntaban en un punto, y es esa frontera la que desearía precisar. Pero siento que no puedo hacerlo por completo. ¿Por qué?
La estipulación del código romano según la cual una niña de doce años puede casarse, fue adoptada por la Iglesia y aún subsiste, más o menos tácita, en algunas partes de los Estados Unidos. A los quince, el matrimonio es legal en todas partes. No hay nada de malo, digamos, en ambos hemisferios, en que un bruto de cuarenta años atiborrado de bebida se quite sus prendas empapadas en sudor y se acueste con su joven esposa. «En climas de temperaturas tan estimulantes y templadas como el de St. Louis, Chicago y Cincinnati (dice una vieja revista de la biblioteca de la cárcel) las niñas maduran poco después de los doce años de edad». Dolores Haze nació a menos de trescientas millas de la estimulante Cincinnati. No he hecho más que seguir a la naturaleza. Soy el fiel sabueso de la naturaleza. ¿Por qué, entonces, este horror del que no logro desprenderme?
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Lolita me contó cómo la habían pervertido. Mientras comíamos desabridas bananas harinosas, duraznos magullados y apetitosas papas fritas, die Kleine me lo dijo todo. Su relato voluble e inconexo fue comentado por más de una moue cómica. Como creo que ya he observado, recuerdo especialmente una mueca torcida sobre la base de un «¡Uf!»: la boca estirada como caramelo chirle, los ojos blancos, en una consabida mezcla de jocosa repulsión, resignación, y tolerancia ante la flaqueza infantil.
Su asombroso relato empezó con una mención inicial de su compañera de tienda, en el verano anterior, en otro campamento, un lugar «muy selecto», como observó. Esa camarada («una verdadera holgazana», «medio loca», pero «una chica muy bien») la adiestró en diversas manipulaciones. Al principio, la leal Lolita se negó a decirme su nombre.
—¿Fue Grace Angel? –pregunté.
Sacudió la cabeza. No, no era ella, era la hija de un gran borracho. El pa...
—¿Fue acaso Rose Carmine?
—¡No, claro que no! Su padre...
—¿Fue Agnes Sheridan, entonces?...
Lolita tragó y sacudió la cabeza. Después tomó la ofensiva:
—Oye, ¿cómo conoces a todas esas chicas?
Se lo expliqué.
—Bueno, algunas eran bastante malas en el colegio, pero eso no... Si quieres saberlo, se llamaba Elizabeth Talbot. Ahora va a una escuela privada, la muy presuntuosa... Su padre es empresario.
Con una curiosa punzada recordé la frecuencia con que la pobre Charlotte solía deslizar en su conversación pormenores tan elegantes como: «El año pasado, cuando mi hija partió en excursión con la hija de los Talbot...»
Quise saber si su madre conocía esas diversiones sáficas.
—¡Dios, no! –exclamó Lo, imitando temor y alivio y llevándose al pecho una mano agitada por un temblor falso.
Pero yo estaba más interesado en sus experiencias heterosexuales. Lolita había ingresado en el sexto grado a los once años, poco después de trasladarse a Ramsdale desde el oeste. ¿Qué significaba eso de «bastante malas»?
Bueno, las hermanas Miranda habían dormido en la misma cama durante años, y Donald Scott, el muchacho más bruto de la escuela, había hecho cosas con Hazel Smith, en el garage de su tío y Kenneth Knight –el más inteligente– solía exhibirse cada vez que se le presentaba la ocasión, y...
—Volvamos al campamento –dije.
Y al fin escuché toda la historia.
Bárbara Burke, una rubia fornida dos años mayor que Lo y la mejor nadadora del campamento, tenía una canoa muy especial que compartía con Lo «porque además de ella yo era la única que podía llegar a la Isla del Sauce» (alguna prueba de natación). Durante el mes de julio, todas las mañanas –repara bien en ello, lector: cada dichosa mañana...– Charlie Holmes ayudaba a Bárbara y Lo a llevar el bote a Onyx o Eryx (dos lagos pequeños, entre los bosques). Charlie era el hijo de la directora del campamento, tenía trece años y era el único varón humano en un par de millas a la redonda (salvo un viejo operario cansino y sordo como una tapia y un granjero que aparecía a veces en un Ford destartalado para vender huevos en el campamento, como todos los granjeros). Todas las mañanas, pues, oh lector mío, los tres niños tomaban un atajo a través del inocente y hermoso bosquecito, vibrante de todos los emblemas de la juventud, rocío, cantos de pájaros, y en un lugar determinado, entre el profuso sotobosque, Lo oficiaba de centinela mientras Bárbara y el muchachito se abrazaban tras un matorral.
Al principio, Lo se negó a «probar cómo era la cosa», pero la curiosidad y la camaradería prevalecieron, y muy pronto ella y Bárbara lo hicieron sucesivamente con el silencioso, rudo y tosco aunque infatigable Charlie, que tenía tanto atractivo como una zanahoria cruda. Si bien admitía que era «bastante divertido» y «bueno para la piel», me alegra decir que Lolita tenía el mayor desdén por las maneras y la mentalidad de Charlie. Por lo demás, su temperamento no había sido excitado por ese asqueroso demonio. Al contrario, creo que lo había embotado, a pesar de lo «divertido» de la cosa.
Ya estaban a punto de dar las diez. Al mermar mi deseo, una pálida sensación de horror suscitada por la opacidad real de un gris día neurálgico se apoderó de mí y zumbó en mis sienes. Tostada, desnuda, frágil, Lo, volviendo hacia el espejo su cara demacrada, se irguió con los brazos en jarra, los pies (calzados en zapatillas nuevas con ribete de marabú) apartados, y a través de la cortina de su pelo se dirigió a sí misma una mueca vulgar. Del corredor llegaron las voces arrulladoras de las criadas de color, y al fin hubo un débil intento de abrir nuestra puerta. Indiqué a Lo que entrara en el cuarto de baño y se diera el baño que necesitaba tanto. La cara era una mescolanza espantosa, con detalles de papas fritas. Lo se probó un deux-pièces marinero de lana, después una blusa sin mangas con una falda de mucho vuelo, a cuadros; pero el primer conjunto le iba demasiado apretado y el segundo demasiado amplio, y cuando le supliqué que se diera prisa (la situación empezaba a asustarme), Lo arrojó perversamente a un rincón hermosos regalos míos, y se puso el vestido del día anterior. Cuando al fin estuvo lista, le di un bolso nuevo de imitación becerro (en el cual había deslizado unas monedas) y le dije que se comprara una revista en el vestíbulo.
—Bajaré en un minuto –le dije–. Y en tu lugar, querida, yo no hablaría con extraños.
Salvo mis pobres regalitos, no había demasiado que empacar; pero estaba obligado a consagrar una peligrosa cantidad de tiempo (¿qué tramaría Lo abajo?) arreglando la cama de manera que sugiriera el nido abandonado de un padre inquieto y su hija traviesa, en vez del saturnal de un ex-convicto con una pareja de viejas gordas rameras. Después acabé de vestirme y llamé al botones canoso para que se llevara las valijas.
Todo andaba bien. Allí, en el vestíbulo, Lolita estaba sumergida en un sillón rojo-sangre, sumergida en una espeluznante revista cinematográfica. Un individuo de mi edad, con traje de tweed (el genre del hotel se había transformado en el curso de la noche en una espuria atmósfera de señores provincianos), observaba a Lolita por encima de su cigarro y su diario viejo. Lolita llevaba sus calcetines blancos y profesionales y sus zapatos deportivos y ese llamativo vestido rosa de escote cuadrado. Una salpicadura de luz exánime destacaba el dorado de sus piernas y brazos tostados. Allí estaba, con las piernas descuidadamente cruzadas, corriendo las líneas y pestañeando de cuando en cuando. La mujer de Bill lo había adorado mucho antes de que se conocieran: en realidad, ella admiraba en secreto al famoso joven actor cuando lo veía comer helados en la confitería del Schowb. Nada podía ser más infantil que su nariz respingada, su cara pecosa o la mancha púrpura en el cuello (donde había banqueteado un vampiro), o el movimiento inconsciente de su lengua explorando una franja rosada en torno a sus labios hinchados. Nada podía ser más inocente que leer historias sobre Bill, un enérgico actorzuelo que se hacía sus propios vestidos y estudiaba literatura seria; nada podía ser más candoroso que la raya de su brillante pelo castaño, y la sedosa pelusa de las sienes; nada podía ser más ingenuo... Pero qué envidia repugnante habría sentido ese individuo obsceno –sea quien fuere; se parecía un poco a mi tío Gustave, también un gran admirador de le découvert– de haber sabido que cada nervio mío aún estaba ungido y rodeado por la sensación de su cuerpo, el cuerpo de algún daimon inmortal disfrazado de niña.
¿Ese cerdo rosado que era el señor Swoon estaba bien seguro de que mi mujer no había telefoneado? Sí, lo estaba. Si llamaba, ¿quería decirle que nos habíamos marchado a Aunt Clares? Sí, encantado. Pagué la cuenta y levanté a Lo de su sillón. Fue leyendo hasta el automóvil. Siempre leyendo, la llevé hasta una cafetería, pocas cuadras al sur. Oh, comió con buena gana. Hasta apartó su revista para comer, pero un curioso embotamiento había reemplazado su habitual vivacidad. No ignoraba que mi pequeña Lo podía ser intratable; me crucé de brazos y sonreí, esperando un estallido. No me había bañado ni afeitado. Mis nervios estaban tensos. No me gustaba el modo en que mi amante se encogió de hombros y frunció la nariz cuando intenté iniciar una conversación trivial. Con una sonrisa pregunté si Phyllis estaba al corriente de todo antes de reunirse con sus padres en Maine.
—Oye: dejemos ese tema –me dijo Lo con una mueca doliente.
Después intenté, también infructuosamente, de interesarla en el mapa caminero. Permítaseme recordar a mi paciente lector, cuyo apacible temperamento debió imitar Lolita, que nuestro destino era la alegre ciudad de Lepingville, cercana al hipotético hospital. Ese destino era en sí perfectamente arbitrario (como habrían de serlo, ay, muchos otros) y metí en él mis pies preguntándome cómo explicar todo ello y qué otros objetivos plausibles inventaría después de ver todas las películas de Lepingville. Humbert se sentía cada vez más incómodo. Esa sensación era muy peculiar: una tensión oprimente y horrible, como si hubiera estado sentado frente al pequeño espectro de alguien a quien había dado muerte.
Al regresar al automóvil, una expresión de dolor pasó por el rostro de Lo. Volvió a pasar, más significativamente, cuando se sentó a mi lado. Sin duda la reprodujo por segunda vez para que yo reparara bien en ella. Cometí la tontería de preguntarle qué le pasaba. «Nada, estúpido», dijo. «¿Cómo», pregunté. Permaneció callada. Dejamos Briceland. La locuaz Lo seguía en silencio. Frías arañas de pánico corrieron por mi espalda. Era una huérfana. Una niña solitaria, desamparada, con la cual un adulto había tenido un triple contacto esa misma mañana. El cumplimiento del sueño de toda mi vida, ¿había sobrepasado toda esperanza? En todo caso, podía decirse que había excedido su propia marca... y se había precipitado en una pesadilla. Y permítaseme ser absolutamente franco: en el fondo de ese negro vórtice sentía de nuevo el escozor del deseo, tan monstruoso era mi apetito. A los tormentos de la culpa se mezclaba la idea agonizante de que su malhumor me prohibiría hacer el amor con ella no bien encontrara un camino tranquilo donde estacionar en paz. En otras palabras, el pobre Humbert Humbert era terriblemente desdichado, y mientras guiaba su automóvil, obstinado y demente, hacia Lepingville, hurgaba en su mente en pos de alguna broma que le diera pretexto para volverse hacia su compañera de asiento. Pero fue ella quien rompió el silencio.
—Oh, una ardilla aplastada –dijo–. Qué vergüenza.
—Sí, ¿no es cierto? (rápido, esperanzado Humbert).
—Paremos en la próxima estación de servicio –siguió Lo–. Quiero ir al cuarto de baño,
—Pararemos donde quieras –dije.
Y entonces, el verdor de una arboleda encantadora, solitaria, enhiesta (robles, creo; en esa época los árboles americanos estaban más allá de mis conocimientos) devolvió el eco de nuestro motor, un camino rojizo y cubierto de helechos volvió su cabeza a nuestra derecha antes de entrar en el bosquecillo y sugerí que quizá...
—Sigue –chilló agudamente mi Lo.
—Está bien, no te enfades (¡al suelo, pobre bestia, al suelo!).
—Puerco –dijo, sonriéndome dulcemente–. Criatura repugnante. Yo era una niña fresca como una flor, y mira lo que has hecho de mí. Debería llamar a la policía y decirle que me has violado. Oh, puerco, puerco, viejo puerco.
¿Bromeaba? En sus palabras absurdas vibraba una siniestra histeria. Después, con un sonido sibilante, empezó a quejarse de dolores, dijo que no podía estar sentada, dijo que le había roto algo. El sudor me corría por el cuello y estuvimos a punto de aplastar a un animalejo que cruzó el camino con la cola erguida, y mi malhumorada compañera volvió a insultarme. Cuando nos detuvimos en la estación de servicio, bajó sin decir una palabra y estuvo ausente largo rato. Lentamente, amorosamente, un individuo entrado en años, de nariz rota, limpió mis parabrisas. En todas partes hacen de manera diferente; usan desde franelas hasta cepillos con jabón. Este tipo empleó una esponja rosa.
Al fin apareció. Con voz neutra que me hacía tanto daño, me dijo:
—Dame unas monedas. Quiero llamar al hospital para hablar con mamá. ¿Cuál es el número?
—Sube –dije–. No puedes llamar.
—¿Por qué?
—Sube y cierra la puerta.
Subió y cerró la puerta. El viejo encargado de la estación de servicio le sonrió. Enfilé hacia el camino.
—¿Por qué no puedo llamar a mi madre si quiero hacerlo?
—Porque tu madre está muerta –respondí.
33
En la alegre ciudad de Lepingville le compré cuatro revistas de historietas, una caja de dulces, una caja de toallas higiénicas, dos tortas, un juego de manicura, un reloj de viaje con cuadrante luminoso, un anillo con un topacio verdadero, una raqueta de tenis, patines, zapatos blancos de talones altos, anteojos largavista, una radio portátil, goma de mascar, un impermeable transparente, algunas prendas de vestir –pantalones de vestir, toda clase de vestidos para el verano–. En el hotel tomamos cuartos separados, pero en mitad de la noche vino a mí sollozando. ¿Comprenden ustedes? Lo no tenía absolutamente ninguna parte a donde ir.
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