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miércoles, 1 de agosto de 2007

A TRAVÉS DE LAS PUERTAS DE LA LLAVE DE PLATA // LOVECRAFT & PRICE

H. P. Lovecraft & E. H. Price
A TRAVÉS DE LAS PUERTAS DE LA LLAVE DE PLATA




I

En una inmensa sala de paredes ornadas con tapices de extrañas figuras y
suelo cubierto con alfombras de Boukhara de extraordinaria manufactura e increíble
antigüedad, se hallaban cuatro hombres sentados en torno a una mesa atestada de
documentos. En los rincones de unos trípodes de hierro forjado que un negro de
avanzadísima edad y oscura librea alimentaba de cuando en cuando, emanaban los
hipnóticos perfumes del olíbano, mientras en un nicho profundo, a uno de los lados,
latía acompasado un extraño reloj en forma de ataúd, cuya esfera estaba adornada
de enigmáticos jeroglíficos, y cuyas cuatro manecillas no giraban de acuerdo con
ningún sistema cronológico de este planeta. Era una estancia turbadora y extraña,
pero muy en consonancia con las actividades que se desarrollaban en ella. Porque
allí, en la residencia de Nueva Orleans del místico, matemático y orientalista más
grande de este continente, se estaba ventilando el reparto de la herencia de un
sabio, místico, escritor y soñador no menos eminente, que cuatro años antes había
desaparecido de este mundo.
Randolph Carter, que durante toda su vida había tratado de sustraerse al
tedio y a las limitaciones de la realidad ordinaria evocando paisajes de ensueño y
fabulosos accesos a otras dimensiones, desapareció del mundo de los hombres el 7
de octubre de 1928, a la edad de cincuenta y cuatro años. Su carrera había sido
extraña y solitaria, y había quienes suponían, por sus extravagantes novelas, que
habían debido sucederle cosas aún más extrañas que las que se conocían de él. Su
asociación con Harley Warren, el místico de Carolina del Sur cuyos estudios sobre la
primitiva lengua naakal de los sacerdotes himalayos tan atroces consecuencias
tuvieron, fue muy íntima. Efectivamente, Carter había sido quien -una noche
enloquecedora y terrible, en un antiguo cementerio- vio descender a Warren a la
cripta húmeda y salitrosa de la que nunca regresó. Carter vivía en Boston, pero
todos sus antepasados procedían de esa región montañosa y agreste que se
extiende tras la vetusta ciudad de Arkham, llena de leyendas y brujerías. Y fue allí,
entre esos montes antiguos, preñados de misterio, donde, finalmente, había
desaparecido él también.
Parks, su viejo criado, que murió a principios de 1930, se había referido a
cierto cofrecillo de madera extrañamente aromática, cubierto de horribles adornos
que había encontrado en el desván, a un pergamino indescifrable, y a una llave de
plata labrada con raros dibujos que contenía la arqueta. En torno a estos objetos, el
propio Carter había mantenido correspondencia con otras personas. Carter, según
dijo, le había contado que esta llave provenía de sus antepasados y que le ayudaría
a abrir las puertas de su infancia perdida, y de extrañas dimensiones y fantásticas
regiones que hasta entonces había visitado sólo en sueños vagos, fugaces y
evanescentes. Un día, finalmente, Carter había cogido el cofrecillo con su
contenido, y se había marchado en su coche para no volver más.
Más tarde habían encontrado el coche al borde de una carretera vieja y
cubierta de yerba que, a espaldas de la desolada ciudad de Arkham, atraviesa las
colinas que habitaron un día los antepasados de Carter, de cuya gran residencia
sólo queda el sótano ruinoso, abierto de cara al cielo. En un bosquecillo de olmos
inmensos había desaparecido en 1781 otro de los Carter, no muy lejos de la casita
medio derruida donde la bruja Goody Fowler preparaba sus abominables pociones,
tiempo atrás. En 1692, la región había sido colonizada por gentes que huían de la
caza de brujas de Salem, y aún ahora conserva una fama vagamente siniestra,
aunque debida a unos hechos difíciles de determinar. Edmund Carter había logrado
huir justo a tiempo del Monte de las Horcas, adonde le querían llevar sus
conciudadanos, pero todavía corrían muchos rumores acerca de sus hechizos y
brujerías. ¡Y ahora, al parecer, su único descendiente había ido a reunirse con él!
En el coche habían encontrado el cofrecillo de horribles relieves y fragante
madera, así como el pergamino indescifrable. La llave de plata no estaba. Se
supone que Carter se la había llevado consigo. Y no se tenían referencias del caso.
La policía de Boston había dicho que las vigas derrumbadas de la vieja morada de
los Carter mostraban cierto desorden, y alguien había encontrado un pañuelo en la
siniestra ladera rocosa cubierta de árboles que se eleva detrás de las ruinas, no
lejos de la terrible caverna llamada de las Serpientes.
Fue entonces cuando las leyendas que corrían por la región sobre la Caverna
de las Serpientes cobraron renovada vitalidad. Los campesinos volvieron a hablar
en voz baja de las prácticas impías a las que el viejo Edmund Carter el brujo se
había entregado en aquella horrible gruta, a lo que ahora venía a añadirse la
extraordinaria afición que el propio Randolph Carter había mostrado de niño por ese
lugar. Durante la infancia de Carter, la venerable mansión se había mantenido en
pie, con su anticuada techumbre de cuatro vertientes, habitada sólo por su tío
abuelo Christopher. El la había visitado con frecuencia, y había hablado de modo
especial sobre la Caverna de las Serpientes. Las gentes recordaban que más de una
vez se había referido a una grieta que había en un rincón ignorado de la cueva, y
hacían cábalas sobre el cambio que había experimentado a raíz de un día que pasó
entero dentro de la caverna, a los nueve años de edad. Esto había sucedido en
octubre, y desde entonces parecía haber adquirido una inusitada facultad de
predecir acontecimientos futuros.
La noche en que desapareció Carter, había llovido, y nadie pudo encontrar la
menor huella de los pasos que dio al bajar del coche. En el interior de la Caverna de
las Serpientes se había formado un barro líquido y viscoso, debido a las grandes
filtraciones de agua. Sólo los rústicos ignorantes murmuraron sobre ciertas huellas
que habían creído descubrir en el sitio donde los grandes olmos sobresalían por
encima de la carretera y en la siniestra pendiente próxima a la Caverna de las
Serpientes donde había sido encontrado el pañuelo. Pero, ¿quién iba a hacer caso
de aquellos rumores, según los cuales esas huellas eran idénticas a las que dejaban
las botas de puntera cuadrada que había usado Randolph Carter cuando era niño?
Esa historia era tan insensata como aquella otra de que habían visto las huellas
inconfundibles de las botas de Benjiah Corey, que según decían iban al encuentro
de las huellas pequeñas de la carretera. El viejo Benjiah Corey había sido el criado
del señor Carter cuando Randolph era muy joven, pero hacía treinta años que había
muerto.
Debieron ser esos rumores -añadidos a las manifestaciones que el propio
Carter había hecho a Parks y a otros sobre su suposición de que la labrada llave de
plata le ayudaría a abrir las puertas de su perdida infancia- los que indujeron a
ciertos investigadores ocultistas a declarar que el desaparecido había conseguido
dar la vuelta a la marcha del tiempo, regresando, a través de cincuenta y cuatro
años, a ese día de octubre de 1883 en que, siendo niño, había permanecido tantas
horas en la Caverna de las Serpientes. Sostenían que, cuando salió aquella noche
de la cueva, Carter había logrado de algún modo viajar hasta 1928 y volver. ¿Acaso
no sabía después las cosas que habrían de suceder más tarde? Y no obstante,
jamás se había referido a suceso alguno posterior a 1928.
Uno de estos sabios -un viejo excéntrico de Providence, Rhode Island, que
había mantenido una larga y estrecha correspondencia con Carter tenía una teoría
aún más complicada: decía que no sólo había regresado a la niñez, sino que había
alcanzado un grado de liberación aún mayor, pudiendo recorrer ahora a capricho
los paisajes prismáticos de sus sueños infantiles. Tras haber sufrido una extraña
visión, este hombre publicó un relato sobre la desaparición de Carter, en el que
insinuaba la posibilidad de que éste ocupase el trono de ópalo de Ilek-Vad, fabulosa
ciudad de innumerables torreones, asentada en lo alto de los acantilados de cristal
que dominan ese mar crepuscular en que los gnorri, barbudas criaturas provistas
de aletas natatorias, construyen sus singulares laberintos.
Fue este anciano, Ward Phillips, quien más enérgicamente se opuso al
reparto de los bienes de Carter entre sus herederos -todos ellos primos lejanosalegando
que éste aún seguía con vida en otra dimensión del tiempo, y que muy
bien podría ser que regresara un día. Contra este argumento se alzó uno de los
primos, Ernest K. Aspinwall, de Chicago, diez años mayor que Carter, que era un
abogado experto y combativo como un joven cuando se trataba de batallas
forenses. Durante cuatro años la contienda había sido furiosa; pero la hora del
reparto había sonado, y esta inmensa y extraña sala de Nueva Orleans iba a ser el
escenario del acuerdo.
La casa pertenecía al albacea testamentario de Carter para los asuntos
literarios y financieros: el distinguido erudito en misterios y antigüedades
orientales, Etienne-Laurent de Marigny, de ascendencia criolla. Carter había
conocido a De Marigny durante la guerra, cuando ambos servían en la Legión
Extranjera francesa, y en seguida se sintió atraído por él a causa de la similitud de
gustos y pareceres. Cuando, durante un memorable permiso colectivo, el erudito y
joven criollo condujo al ávido soñador bostoniano a Bayona, en el sur de Francia, y
le enseñó ciertos secretos terribles que ocultaban las tenebrosas criptas
inmemoriales excavadas bajo esa ciudad milenaria y henchida de misterios, la
amistad entre ambos quedó sellada para siempre. El testamento de Carter
nombraba como albacea a De Marigny, y ahora este estudioso infatigable presidía
de mala gana el reparto de la herencia. Era un triste deber para él porque, como le
pasaba al viejo excéntrico de Rhode Island, tampoco él creía que Carter hubiera
muerto. Pero, ¿qué peso podían tener los sueños de dos místicos frente a la rígida
ciencia mundana?
En aquella extraña habitación del viejo barrio francés, se habían sentado en
torno a la mesa unos hombres que pretendían tener algún interés en el asunto. La
reunión se había anunciado, como es de rigor en estos casos, en los periódicos de
las ciudades donde se suponía que pudiera vivir alguno de los herederos de Carter.
Sin embargo, sólo había allí cuatro personas reunidas escuchando el tic-tac singular
de aquel reloj en forma de ataúd que no marcaba ninguna hora terrestre, y el
rumor cristalino de la fuente del patio que se veía a través de las cortinas. A
medida que pasaban las horas lentamente, los semblantes de los cuatro se iban
borrando tras el humo ondulante de los trípodes que cada vez parecían necesitar
menos los cuidados de aquel viejo negro de furtivos movimientos y creciente
nerviosidad.
Los presentes eran el propio Etienne de Marigny, hombre enjuto de cuerpo,
moreno, elegante, de grandes bigotes y aspecto joven; Aspinwall, representante de
los herederos, de cabellos blancos y rostro apoplético, rollizo, y con enormes
patillas; Phillips, el místico de Providence, flaco, de pelo gris, nariz larga, cara
afeitada y cargado de espaldas; el cuarto era de edad indefinida, delgado, rostro
moreno y barbudo, absolutamente impasible, tocado de un turbante que denotaba
su elevada casta brahmánica. Sus ojos eran negros como la noche, llenos de fuego,
casi sin iris, y parecía mirar desde un abismo situado muy por detrás de su rostro.
Se había presentado a sí mismo como el swami Chandraputra, un adepto venido de
Benarés con cierta información de suma importancia. Tanto De Marigny como
Phillips -que habían mantenido correspondencia con él- habían reconocido
inmediatamente la autenticidad de sus pretensiones esotéricas. Su voz tenía un
acento singular, un tanto forzado, hueco, metálico, como si el empleo del inglés
resultara difícil a sus órganos vocales; no obstante, su lenguaje era tan fluido,
correcto y natural como el de cualquier anglosajón. Su indumentaria general era
europea, pero las ropas le quedaban flojas y le caían extraordinariamente mal, lo
cual, sumado a su barba negra y espesa, su turbante oriental y sus blancos
mitones, le daba un aire de exótica excentricidad.
De Marigny, manoseando el pergamino hallado en el coche de Carter, decía:
-No, no he podido descifrar una sola letra del pergamino. El señor Phillips,
aquí presente, también ha desistido. El coronel Churchward afirma que no se trata
de la lengua naakal, y que no tiene el menor parecido con los jeroglíficos de las
mazas de guerra de la Isla de Pascua. Los relieves del cofre, en cambio, recuerdan
muchísimo a las esculturas de la Isla de Pascua. Que yo recuerde, lo más parecido
a estos caracteres del pergamino (observen cómo todas las letras parecen colgar de
las líneas horizontales) es la caligrafía de un libro que poseía el malogrado Harley
Warren. Le acababa de llegar de la India, precisamente cuando Carter y yo
habíamos ido a visitarle, en 1919, y no quiso decirnos de qué se trataba.
Aseguraba que era mejor que no supiéramos nada, y nos dio a entender que acaso
su origen fuera extraterrestre. Se lo llevó consigo aquel día de diciembre en que
bajó a la cripta del antiguo cementerio, pero ni él ni su libro volvieron a la
superficie otra vez. Hace algún tiempo le envié aquí, a nuestro amigo el swami
Chandraputra, el dibujo de alguna de aquellas letras, hecho de memoria, y una
fotocopia del manuscrito de Carter. El cree que podrá aportar alguna luz sobre tales
caracteres después de realizar ciertas investigaciones y consultas. En cuanto a la
llave, Carter me envió una fotografía. Sus extraños arabescos no son letras, pero
parece como si perteneciesen a la misma tradición cultural que el pergamino.
Carter decía siempre que estaba a punto de resolver el misterio, aunque nunca
llegó a darme detalles. Una vez casi se puso poético hablando de todo este asunto.
Aquella antigua llave de plata, según decía, abriría las sucesivas puertas que
impiden nuestro libre caminar por los imponentes corredores del espacio y del
tiempo, hasta el mismo confín que ningún hombre ha traspasado jamás desde que
Shaddad, empleando su genio terrible, construyó y ocultó en las arenas de la
pétrea Arabia las prodigiosas cúpulas y los incontables alminares de Irem, la ciudad
de los mil pilares. Según escribió Carter, han regresado santones hambrientos y
nómadas enloquecidos por la sed, para hablar de su pórtico monumental y de la
mano esculpida sobre la clave del arco; pero ningún hombre lo ha cruzado y ha
vuelto después para decirnos que sus huellas atestiguan su paso por las arenas del
interior. Carter suponía que la llave era precisamente lo que la mano ciclópea
intentaba agarrar en vano. Lo que no sabemos es por qué razón no se llevó Carter
el pergamino lo mismo que la llave. Tal vez lo olvidaría, o quizá se abstuvo al
recordar que su amigo llevaba consigo un libro de parecidos caracteres al
descender a la cripta, y no regresó. O sencillamente, puede que no tuviera nada
que ver con la empresa que él pretendía llevar a cabo.
Al interrumpirse De Marigny, el anciano señor Phillips dijo con voz áspera y
chillona:
-Sólo podemos conocer los vagabundeos de Carter por nuestros propios
sueños. Yo he estado en lugares muy extraños en mis sueños, y he oído cosas muy
raras y significativas en Ulthar, al otro lado del río Skai. Parece que el pergamino
no debía de hacerle falta, ya que Carter, lo que pretendía era regresar al mundo de
los sueños de su niñez, y ahora es rey de Ilek-Vad.
El señor Aspinwall se puso aún más apoplético y farfulló:
-¿Por qué no hacen que se calle ese viejo loco? Ya hemos tenido bastantes
tonterías de ese tipo. El problema ahora es hacer el reparto, y ya es hora de que
nos pongamos a ello.
Por primera vez habló el swami Chandraputra con su voz singularmente
metálica y lejana:
-Señores, en todo este asunto hay algo más de lo que ustedes piensan. El
señor Aspinwall no hace bien en burlarse de la veracidad de los sueños. El señor
Phillips tiene una idea incompleta de la cuestión, quizá porque no ha soñado lo
suficiente. Por mi parte, he soñado muchísimo. En la India soñamos todos mucho, y
ésta parece ser también la costumbre de los Carter. Usted, señor Aspinwall, es
primo suyo por parte de madre, y por lo tanto no es Carter. Mis propios sueños, y
algunas otras fuentes de información, me han revelado ciertas cosas que todavía
siguen oscuras para ustedes. Por ejemplo, Randolph Carter dejó olvidado ese
pergamino que no pudo descifrar, pero le habría sido muy conveniente llevárselo.
Como ven ustedes, he llegado a enterarme de muchas cosas que le sucedieron a
Carter desde que, hace cuatro años, en el atardecer del siete de octubre, abandonó
su coche y se fue con la llave de plata.
Aspinwall soltó una risotada, pero los demás quedaron en suspenso, presos
de un renovado interés. El humo de los trípodes aumentaba, y el tic-tac
extravagante de aquel reloj en forma de ataúd pareció convertirse en los puntos y
rayas de algún mensaje telegráfico remoto y terrible, procedente de los espacios
exteriores. El hindú se echó hacia atrás, cerró los ojos casi por completo y siguió
hablando en su tono ligeramente forzado, aunque con fluidez. Y a medida que
hablaba, fue tomando forma ante su auditorio el cuadro de lo que había sucedido a
Randolph Carter.

II

«Las colinas que se extienden más allá de la ciudad de Arkham están
impregnadas de extraña magia por algo, quizá, que el viejo hechicero Edmund
Carter invocaría de las estrellas, o que haría emerger de las más profundas criptas
de la tierra, cuando se refugió en aquellos parajes al huir de Salem en 1692. Tan
pronto como Randolph Carter volvió a las colinas, comprendió que se encontraba
cerca de las puertas que sólo unos pocos hombres temerarios y execrados han
logrado abrir a través de las titánicas murallas que separan el mundo y lo absoluto.
Presentía que aquí y ahora podría poner en práctica con éxito el mensaje,
descifrado meses antes, que se ocultaba en los arabescos de aquella enmohecida e
increíblemente antigua llave de plata. Ahora sabía cómo hacerla girar y cómo
alzarla bajo los rayos del sol poniente, y qué fórmulas ceremoniales debían
entonarse en el vacío, al dar la novena y última vuelta. En un lugar tan próximo al
vértice transdimensional y a la puerta mística, era imposible que la llave fallara en
la misión para la que había sido creada. Era seguro que Carter descansaría aquella
noche de su perdida niñez, por la que nunca había dejado de suspirar.
»Salió del coche con la llave en el bolsillo, y caminó cuesta arriba por la
serpeante carretera, adentrándose en el corazón de aquella comarca embrujada y
sombría. Cruzó las tapias de piedra cubiertas de enredadera, el bosque de árboles
amenazadores y ramaje retorcido, el huerto abandonado, la granja desierta de
rotas ventanas abiertas, y las ruinas sin nombre. A la hora del crepúsculo, cuando
las lejanas agujas de campanario de Kingsport relucían con resplandores rojizos,
sacó la llave, le dio las vueltas necesarias y entonó las fórmulas requeridas. Sólo
más adelante se dio cuenta de la prontitud con que surtió efecto este ritual.
»Luego, en la creciente oscuridad del crepúsculo, oyó una voz del pasado: la
del viejo Benjiah Corey, el criado de su tío abuelo. ¿No hacía treinta años que había
muerto Benjiah? ¿Pero treinta años a partir de qué fecha? ¿En qué año estaba
ahora? ¿Dónde había estado? ¿Qué tenía de raro que Benjiah le estuviera llamando
hoy, 7 de octubre de 1833? ¿Acaso no llevaba fuera de casa mucho más rato de lo
que tía Martha le tenía dicho? ¿Qué llave era esta que llevaba en el bolsillo de la
blusa, en vez del pequeño catálogo que le regalara su padre al cumplir los nueve
años? ¿No la había encontrado en el desván de casa? ¿Atravesaría el pórtico que
sus ojos perspicaces habían descubierto entre las rocas desgarradas del fondo de
aquella cueva interior que se abría tras la Caverna de las Serpientes? Todo el
mundo relacionaba ese lugar con Edmund Carter el hechicero. La gente no quería
pasar por allí; nadie más que él había descubierto la grieta de la roca, ni se había
escurrido por ella hasta la gran cámara interior donde se encontraba el portón.
¿Qué manos habrían tallado la roca viva formando como un pórtico de templo?
¿Quizá las del viejo Edmund, el hechicero, o acaso las de otros seres invocados por
él y que actuaban bajo su mandato?
»Aquella noche, el pequeño Randolph cenó con tío Chris y tía Martha en el
viejo caserón del enorme tejado.
»A la mañana siguiente se levantó temprano, cruzó el huerto de manzanos,
y se internó por la arboleda de arriba, donde estaba oculta la Caverna de las
Serpientes, tenebrosa y amenazante, entre grotescos e hinchados robles. Sentía en
su interior una insospechada ansiedad, y ni siquiera se dio cuenta de que se le
había caído el pañuelo, al registrarse el bolsillo para ver si traía la llave. Se deslizó
a través del negro orificio con intrépida seguridad, alumbrándose el camino con las
cerillas que había cogido del cuarto de estar. Un momento después, se había colado
a través de la grieta de la roca, y se hallaba en la inmensa gruta interior, cuya
rocosa pared final recordaba la forma de un pórtico labrado intencionadamente en
la piedra. Allí permaneció en pie, ante la pared húmeda y goteante, silencioso,
aterrado, encendiendo cerilla tras cerilla mientras la contemplaba. ¿Aquella
prominencia que emergía de la clave del arco sería acaso la gigantesca mano
esculpida? Entonces sacó la llave, hizo ciertos movimientos y entonó determinados
cánticos cuyo origen recordaba confusamente. ¿Habría olvidado algo ? El sólo sabía
que deseaba cruzar la barrera que le separaba de las regiones ilimitadas de sus
sueños, de los abismos donde todas las dimensiones se disuelven en lo absoluto.

III

»Resulta difícil explicar con palabras lo que sucedió entonces. Fue una
sucesión de paradojas, de contradicciones, de anomalías que no tienen cabida en la
vida vigil, pero que llenan nuestros sueños más fantásticos, donde se aceptan como
cosa corriente, hasta que regresamos a nuestro mundo objetivo, estrecho, rígido,
encorsetado por los principios de una lógica tridimensional.»
Al proseguir su relato, el hindú tuvo que evitar muchos escollos para no dar
la impresión de delirios triviales y pueriles, en vez de transmitir la experiencia de
un hombre trasladado a su niñez a través de los años. El señor Aspinwall,
disgustado, dio un bufido y dejó prácticamente de escuchar.
«El ritual de la llave de plata, tal como lo había llevado a cabo Randolph
Carter en aquella cueva tenebrosa y oculta en el interior de otra cueva, tuvo un
resultado inmediato. Desde el primer movimiento, desde la primera sílaba que
había pronunciado, sintió el aura de una extraña y pavorosa mutación. Su
percepción del espacio y del tiempo experimentó un trastorno profundísimo y
perdió las nociones que conocemos nosotros como movimiento y duración.
Imperceptiblemente, conceptos tales como el de edad o el de localización espacial
dejaron de tener significado alguno. El día anterior, Randolph Carter había saltado
milagrosamente un abismo de años. Ahora no había ya diferencia alguna entre niño
y hombre. Sólo existía la entidad Randolph Carter, dotada de cierta cantidad de
imágenes que habían perdido ya toda conexión con las escenas terrestres y las
circunstancias con que habían sido adquiridas. Poco antes estaba en el interior de
una caverna, en cuya pared del fondo parecían destacarse vagamente los trazos de
un arco monstruoso y de una mano gigantesca esculpida. Ahora no había ya ni
caverna ni ausencia de caverna, ni paredes ni ausencia de paredes. Había un fluir
de sensaciones no tanto visuales como cerebrales, en medio de las cuales la
entidad que era Randolph Carter captaba y archivaba todo lo que su espíritu
percibía, aun sin tener clara conciencia de cómo tales impresiones llegaban hasta
él.
»Cuando hubo concluido el ritual, Carter se dio cuenta de que no se hallaba
en ninguna región descrita por los geógrafos de la Tierra, ni en época alguna cuya
fecha pudieran determinar los historiadores. Sin embargo, lo qué estaba
sucediendo le era en cierto modo familiar. En los misteriosos fragmentos pnakóticos
figuraban alusiones a procesos análogos y, una vez descifrados los símbolos
grabados en la llave de plata, todo un capítulo del Necronomicon, obra del árabe
loco Abdul Alhazred, había adquirido significado. Acababa de abrir una puerta. No
se trataba de la Ultima Puerta, desde luego, sino de la que daba acceso, desde el
tiempo terrenal, a aquella extensión de la Tierra situada fuera del tiempo, en la
que, a su vez, se halla la Ultima Puerta. Esta comunica con los pavorosos misterios
del Vacío Final que se extiende más allá de todos los mundos, de todos los
universos y de toda la materia.
»Ante ella habría un Guía verdaderamente terrible, un Guía que había
morado en la Tierra hace millones de años, cuando la existencia del hombre ni
siquiera podía imaginarse, cuando formas ya olvidadas pululaban por el planeta
cubierto todavía de vapores, construyendo extrañas ciudades entre cuyas ruinas
retozaron más tarde los primeros mamíferos. Carter recordaba la manera vaga con
que el abominable Necronomicon describía a este Guía:
»Y hay quienes se han atrevido a asomarse al otro lado del Velo, y a
aceptarle a El como guía -había escrito el árabe loco- mas habrían dado muestras
de mayor prudencia no aceptando trato alguno con El; porque está en el Libro de
Thoth cuán terrible es el precio de una simple mirada. Y aquellos que entraren no
podrán volver jamás, porque en los espacios infinitos que transcienden nuestro
mundo existen formas tenebrosas que atrapan y envuelven. La Entidad que fluctúa
en la noche, y la Malignidad capaz de desafiar al Signo Arquetípico, y la Horda que
vigila el portal secreto de cada tumba y medra con lo que se forma en los
moradores de ésta.. todos estos Horrores son inferiores al del que guarda el
umbral, al de ESE que guiará al temerario, más allá de todos los mundos, hasta el
Abismo de los devoradores innominados. Porque EL es ‘UMR AT-TA WIL, El Más
Antiguo, nombre que el escriba traduce por EL DE LA VIDA PROLONGADA’.
»En medio del caos, sus recuerdos y su imaginación presentaron ante él
confusas imágenes de perfiles inciertos; pero Carter sabía que no tenían
consistencia, puesto que sólo eran proyecciones de su propia mente. Pero también
se daba cuenta de que esas imágenes no habían aparecido en su conciencia por
azar, sino más bien a causa de la realidad inmensa, inefable y sin dimensiones que
le rodeaba, la cual se esforzaba por expresarse en los únicos símbolos que él podía
comprender. Ningún espíritu de la Tierra es capaz de captar directamente -sino sólo
por símbolos- las formas indecibles que se entrelazan en los tortuosos abismos
exteriores al tiempo y a las dimensiones que conocemos.
»Delante de Carter se desplegó una vaporosa formación de siluetas y de
escenas confusas que le sugirieron de algún modo las eras primordiales de la
Tierra, sepultadas en un pasado de millones y millones de años. Monstruosas
formas de vida se movían con lentitud a través de escenarios fantásticos como
jamás han aparecido ni en los más delirantes sueños del hombre, en medio de
vegetaciones increíbles, de acantilados, de montañas y de edificios distintos en todo
a los que el hombre construye. Había ciudades bajo el mar, y estaban habitadas; y
había torres que se alzaban en los desiertos, y de ellas despegaban globos y
cilindros, y también criaturas aladas, y regresaban a ellas después de cruzar los
espacios. Carter veía todo esto, aunque las imágenes no guardaban clara relación
entre sí, ni tampoco con él. Y él mismo no poseía forma ni posición estables, sino
sólo vagas intuiciones de forma y posición proporcionadas por su imaginación en
continuo movimiento.
»Carter habría deseado encontrar regiones encantadas de sus sueños
infantiles, donde las galeras navegaban curso arriba por el río Oukranos y cruzaban
las doradas agujas de Thran, donde las caravanas de elefantes vagaban por las
junglas perfumadas de Kle, más allá de los palacios olvidados de
columnas de marfil que duermen intactos y fascinantes bajo la luna. Pero,
intoxicado por visiones más vastas y profundas, apenas si sabía ahora lo que
buscaba. En su mente despertaron pensamientos de infinito y blasfemo
atrevimiento; y comprendió que se enfrentaría al Temible Guía sin temor, y que le
preguntaría cosas monstruosas y terribles.
»De pronto, el cambiante cortejo de impresiones pareció fijarse. Había
grandes masas de enormes rocas erguidas, cubiertas de unos relieves extraños e
incomprensibles que se ordenaban según las leyes de alguna geometría ignorada e
invertida. La luz se filtraba de un cielo de color indeterminado, tomaba direcciones
desconcertantes y contradictorias, y, casi como un ser dotado de intencionalidad,
jugaba por encima de algo que parecía una especie de semicírculo de pedestales
hexagonales cubiertos de jeroglíficos gigantescos y coronados por unas formas
veladas e indefinidas.
»Había, además, otra figura que no ocupaba ningún pedestal, sino que
parecía cernerse o flotar sobre la vaporosa superficie horizontal que parecía ser el
suelo. No tenía silueta estable, pero adoptaba formas fugaces que sugerían remoto
antepasado del hombre o acaso algún ser que hubiese seguido una evolución
paralela a la humana. Su tamaño, sin embargo, era aproximadamente el de la
mitad de un hombre normal. Como las figuras de los pedestales, parecía
pesadamente embozado en una especie de tejido de color neutro. Carter no
descubrió en el tejido ninguna abertura para mirar. Pero sin duda no la necesitaba
la criatura embozada, ya que debía pertenecer a una clase de seres de estructuras
y facultades totalmente ajenas al mundo físico que conocemos.
»Un momento después, Carter comprobó que así era, en efecto, ya que la
Silueta había hablado directamente a su espíritu sin recurrir a ningún lenguaje ni
emitir un solo sonido. Y aunque el nombre con que se dio a conocer era pavoroso y
terrible, Randolph Carter no se dejó vencer por el miedo. Al contrario, contestó sin
emplear tampoco ningún sonido ni lenguaje, y le rindió el homenaje que había
aprendido del Necronomicon. Porque esta silueta era nada menos que la de Aquel
ante quien ha temblado el mundo entero desde que Lomar emergió de las aguas y
los Hijos de las Brumas de Fuego habían bajado a la Tierra para enseñarle al
hombre la Sabiduría Arquetípica. Era, en efecto, el espantoso Guía y Guardián del
Umbral: UMR AT-AWIL, El Más Antiguo, cuyo nombre ha traducido el escriba por EL DE LA VIDA PROLONGADA.
»El Guía estaba enterado, puesto que El todo lo sabe, del viaje y la llegada
de Carter, y también de que éste buscador de sueños y secretos se mantenía sin
miedo ante su presencia. De El no irradiaba horror ni malignidad alguna, y Carter
comenzó a preguntarse si las alusiones horrendas y blasfemas del árabe loco no
obedecerían a la envidia y al deseo jamás cumplido de haber hecho lo que él estaba
a punto de realizar. O acaso el Guía reservase su horror y su malignidad para
aquellos que le temían. Como la comunicación telepática continuaba, Carter acabó
finalmente por interpretar el mensaje en forma de palabras:
»‘Soy, en efecto, ese Más Antiguo que tú sabes -dijo el Guía-. Los
Primigenios y Yo te hemos estado esperando. Aunque has tardado mucho, te doy la
bienvenida. Tienes la llave y has abierto la Primera Puerta. Ahora tienes que
atravesar la Ultima Puerta, que ya está preparada para tu prueba. Si tienes miedo,
no debes seguir. Todavía puedes regresar sin peligro donde viniste Pero si decides
proseguir... ’
»Hubo un silencio ominoso, pero la irradiación seguía siendo amistosa.
Carter no dudó un segundo, porque ardía en deseos de seguir adelante.
»‘Continuaré replicó , y te acepto como Guía.’
»Al recibir esta respuesta, el Guía pareció hacer un gesto, a juzgar por los
movimientos del tejido en que se hallaba embozado, que podían obedecer al hecho
de haber levantado un brazo. Después hizo otra señal, y gracias a sus
conocimientos de lo oculto, Carter entendió que estaba muy cerca de la Ultima
Puerta. La luz adquirió entonces una coloración inexplicable y las siluetas de los
pedestales hexagonales se hicieron más definidas. Al perfilarse más, tomaron un
mayor parecido con el hombre, aunque Carter sabía que no podían ser hombres.
Sobre sus cabezas tapadas llevaban unas mitras altas de inciertos colores que
recordaban extrañamente a las de las abominables figuras talladas por algún
escultor olvidado a lo largo de los barrancos rocosos de cierta montaña inmensa y
prohibida de Tartaria. Entre los repliegues de sus tupidos velos aparecían unos
cetros largos cuyos pomos esculpidos representaban un misterio grotesco y arcaico.
»Carter adivinó quiénes eran y de dónde provenían, así como a Quién
servían; y también sospechaba cuál era el precio de su servicio. .Pero aún se
consideraba dichoso, porque en una aventura tan extraordinaria, podría aprender
todos los secretos del universo. La condenación -se dijo- es sólo una palabra que
circula entre aquellos cuya ceguera les lleva a condenar a todos los que ven,
aunque sea con un solo ojo. Se asombraba de la inmensa variedad de quienes
hablaban sin ton ni son de los perversos Primigenios, como si Ellos pudieran
abandonar sus sueños eternos para desatar su cólera sobre la humanidad. Esto
sería tan absurdo -pensó- como imaginar un mamut ensañándose con una
lombriz».
»Luego las figuras de los pedestales hexagonales le saludaron inclinando sus
extraños cetros esculpidos e irradiando un mensaje telepático que él entendió:
»‘Te saludamos a ti, El Más Antiguo; y a ti, Randolph Carter, que por tu
audacia te has convertido en uno de los nuestros.’
»Carter vio entonces que había un pedestal vacío que, con un gesto, El Más
Antiguo le indicó que estaba reservado para él. Y vio también otro pedestal, más
alto que los demás, en el centro de la fila -que no era semicírculo, ni elipse, ni
parábola, ni hipérbola- que formaban todos ellos. ‘Este debe ser el trono del propio
Guía’, pensó. Caminando y subiendo de manera singular e indefinible, Carter fue a
ocupar su sitio, y al hacerlo, vio que el Guía se había sentado también.
»Gradualmente y como entre brumas, fue distinguiendo un objeto que El
Más Antiguo sostenía entre los pliegues para que lo vieran, o lo captaran con un
sentido equivalente, sus embozados compañeros. Era una gran esfera, o algo
parecido, de un metal oscuramente iridiscente; y al mostrarla el Guía, una sorda e
intensa impresión de sonido comenzó a latir como un pulso que no se parecía a
ningún ritmo de la Tierra. Era algo así como un cántico, o lo que una imaginación
humana podría haber interpretado como tal. Luego, el objeto parecido a una esfera
comenzó a adquirir luminosidad, igual que si brillara con una luz fría y pulsátil de
color indefinible, y Carter comprobó que sus destellos se acompasaban con el ritmo
extraño de los cánticos. Entonces, todas las siluetas mitradas de los pedestales
iniciaron un singular balanceo, siguiendo el mismo ritmo inexplicable, mientras los
nimbos de una luz indefinible -semejante a la de la esfera- envolvían sus cubiertas
cabezas.
El hindú interrumpió su relato y miró con curiosidad el reloj de forma de
ataúd, con su esfera cubierta de jeroglíficos y sus cuatro manecillas, cuyo tic-tac
desconcertante seguía un ritmo ajeno a la Tierra.
»-A usted, señor De Marigny -dijo súbitamente a su sabio anfitrión- no es
preciso hablarle del ritmo particularmente extraño que seguían las embozadas
siluetas de los pedestales hexagonales con sus cánticos y balanceos. Además de
Carter, es usted el único en América que ha sentido alguna premonición de la
Dimensión Exterior. Supongo que este reloj se lo enviaría el yogui de quien solía
hablar el pobre Harvey Warren, el vidente que decía haber sido el único que había
estado en Yian-Ho, escondido reducto de la antiquísima Leng, llevándose ciertas
cosas de aquella ciudad pavorosa y prohibida. Me pregunto qué objetos delicados
conocerá usted de allá. Si mis sueños y lecturas no me engañan, esa ciudad fue
construida por quienes conocían bastante bien la Primera Entrada. Pero seguiré mi
relato.
»Por último -prosiguió el swami- el balanceo y los cánticos cesaron, los
nimbos fosforescentes que rodeaban sus cabezas, ahora caídas e inmóviles,
palidecieron y las figuras se hundieron extrañamente en sus pedestales. La esfera,
no obstante, continuó palpitando con inexplicable luz. Carter comprendió que los
Primigenios dormían de nuevo como cuando los viera por primera vez, y se
preguntó de qué sueños cósmicos les habría sacado su llegada. Lentamente, fue
abriéndose camino en su espíritu el auténtico sentido de esos cánticos extraños:
había sido un ritual de iniciación, y El Más Antiguo había cantado para inducir en
sus Compañeros una nueva categoría de sueño cuyos ensueños permitieran abrir la
Ultima Puerta para pasar la cual la llave de plata servía de pasaporte. Y comprendió
que en lo más hondo de ese sueño profundo, los Primigenios contemplaban las
insondables inmensidades de las infinitas dimensiones exteriores, y que así
cumplían lo que su presencia les había exigido. El Guía no compartía este sueño,
sino que parecía seguir dándoles instrucciones mediante una irradiación sutil y sin
palabras. Sin duda les imponía las imágenes de aquello que quería que soñaran sus
Compañeros; y Carter comprendió que cuando cada Primigenio soñase el sueño
ordenado, nacería el germen de una manifestación visible para sus ojos terrestres.
Cuando los sueños de todas las Siluetas se fundieran en una unidad, surgiría esta
manifestación, y todo lo que él desease se materializaría mediante concentración.
El había visto cosas parecidas en la Tierra: en la India, donde la voluntad de un
círculo de adeptos, combinada y proyectada, puede hacer que un pensamiento
tome sustancia tangible; y en la arcaica Atlaanât, de la que muy pocos se atreven a
hablar.
»Carter no sabía a ciencia cierta en qué consistía la Ultima Puerta, ni cómo
debía atravesarla; pero se sintió invadido por un sentimiento de tensa expectación.
Tenía conciencia de poseer alguna clase de corporeidad y de llevar la llave fatal en
la mano. Las masas descollantes de roca que se alzaban frente a él parecían como
una muralla informe, hacia el centro de la cual se sentían sus ojos irresistiblemente
atraídos. Y entonces, de súbito, sintió que la irradiación mental del Más Antiguo
había dejado de fluir.
»Por primera vez se dio cuenta de lo absurdo y terrible que puede ser el
silencio mental y físico. Durante las primeras fases de su aventura percibía aún
cierto ritmo, que acaso no fuera sino el latido lejano y secreto de la extensión
tridimensional de la Tierra. Pero, ahora, la quietud del abismo parecía haberlo
inmovilizado todo. A pesar de su conciencia de poseer un cuerpo físico, no
consiguió oír su propia respiración. El resplandor de la esfera de ‘Umr at-Tawil’ se
había quedado inmóvil y petrificado. Un halo imponente, más resplandeciente aún
que los nimbos que rodearon las cabezas de las Siluetas, brillaba aterradoramente
en torno al cráneo amortajado del espantoso Guía.
»Un vértigo infinito invadió a Carter, cuyo sentimiento de orientación había
desaparecido por completo. Las luces extrañas parecían poseer la calidad de la más
impenetrable negrura acumulada sobre las mismas tinieblas. En torno a los
Primigenios, tan solitarios sobre sus tronos hexagonales, reinaba una atmósfera de
la más pasmosa lejanía. Luego se sintió arrebatado hacia unas profundidades
inconmensurables, notando sobre su rostro los efluvios de un cálido perfume. Era
como si flotara en un mar tórrido y rojizo, un mar de vino embriagador cuyas olas
espumosas rompieran contra unas costas de bronce incandescente. Un gran temor
le invadió al vislumbrar aquella vasta extensión marina cuyo oleaje rompía en
costas lejanas. Pero el tiempo del silencio había terminado: las olas le hablaban con
un lenguaje sin sonidos ni palabras articuladas:
»‘El-Hombre-Que-Conoce-La-Verdad está más allá del bien y del mal -
entonaba una voz que no era voz-. El Hombre-Que-Conoce-La-Verdad ha
comprendido la identidad de lo Uno y el Todo. El-Hombre-Que-Conoce-La-Verdad
ha comprendido que la Ilusión es la Realidad Unica y que la Sustancia es la Gran
Impostora.’
»Y entonces, en aquellas elevadas construcciones rocosas hacia las cuales se
sentían sus ojos atraídos tan irresistiblemente, apareció el perfil titánico de un arco
semejante al que recordaba haber visto hacía muchísimo tiempo en aquella cueva
oculta en el interior de otra cueva, en la lejana e irreal superficie de la Tierra
tridimensional.
»Se dio cuenta de que había utilizado la llave de plata, de que la había
movido instintivamente, sin previo aprendizaje, de acuerdo con un ritual muy
semejante al que le sirvió para abrir la Primera Puerta. Ahora comprendió que aquel
mar rosado y embriagador que lamía sus mejillas no era sino la masa impenetrable
de la sólida muralla, que se disolvía ante su conjuro y ante el vórtice en que se
habían concentrado los pensamientos de los Primigenios. Guiado aún por una
instintiva y ciega determinación siguió avanzando en el vacío..., y atravesó la
Ultima Puerta.

IV

»La progresión de Randolph Carter a través de aquel ciclópeo espesor de
muralla era como un vertiginoso precipitarse a través de los insondables abismos
interestelares. Sentía, a una gran distancia, el oleaje triunfante y celeste de dulzura
mortal; después, un batir de alas enormes y como el gorjeo o murmullo de unos
seres ignorados en la Tierra y en el sistema solar. Miró hacia atrás, y vio, no una
entrada sólo, sino una multitud de puertas, en algunas de las cuales clamaban
ciertas Formas que él procuró no recordar.
»Y, de repente, experimentó un terror más grande aún que el que le
produjeron aquellas Formas, un terror del que no podía sustraerse porque radicaba
en él mismo. Al traspasar la Primera Puerta, había perdido algo de su propia
consistencia, sumiéndose en dudas sobre la forma de su cuerpo y su afinidad con
los objetos brumosos y difusos que le rodeaban; sin embargo, no se había alterado
su sentido de la propia unidad. Había seguido siendo Randolph Carter, un punto fijo
en el caos polidimensional. Ahora, una vez cruzada la Ultima Puerta, se dio cuenta,
en un instante de miedo aniquilador, de que no era una persona, sino muchas
personas a la vez.
»Se encontraba en muchos lugares al mismo tiempo. En la Tierra, a siete de
octubre de mil ochocientos ochenta y tres, un niño llamado Randolph abandonaba
la Caverna de las Serpientes, salía a la luz apacible de la tarde, bajaba corriendo la
ladera rocosa, cruzaba el huerto de manzanos retorcidos y entraba en casa de tío
Christopher, situada en las colinas de Arkham; y no obstante, en ese mismo
momento, que sin saber cómo también pertenecía a primeros de mil novecientos
veintiocho, una sombra vaga que también era Randolph Carter se hallaba sentada
sobre un pedestal entre los Primigenios, en la prolongación tridimensional de la
Tierra. Al mismo tiempo, había un tercer Randolph Carter, en el amorfo e ignorado
abismo del cosmos que se extiende más allá de la Ultima Puerta. Y en otras zonas,
en un caos de escenas cuya infinita multiplicidad y monstruosa diversidad le
arrastraban al borde de la locura, había una ilimitada confusión de seres que eran
tan él mismo como la manifestación espacial que ahora se hallaba al otro lado de la
Ultima Puerta.
»Había docenas de Carter en cada época conocida o supuesta de la historia
de la Tierra, y en aquellas edades del planeta, aún más remotas, que escapan a
todo conocimiento y conjetura. Los había bajo forma humana y no humana,
vertebrada e invertebrada, dotada de conciencia y desprovista de ella, animal y
vegetal. Y más aún los había que no tenían nada en común con la vida terrestre,
que se agitaban de manera repugnante en otros planetas, sistemas, galaxias y
continuos cósmicos. Veía esporas de vida eterna que vagaban de mundo en mundo,
de universo en universo, y todas eran igualmente él mismo. Alguna de estas
visiones le recordaba ciertos sueños -confusos y vívidos a la vez, fugaces y
duraderos- que había tenido durante muchos años desde que comenzó a soñar; y
algunas de ellas le resultaban pasmosas, fascinantes, casi horriblemente familiares,
lo cual era inexplicable según la lógica terrestre.
»Ante esta experiencia, Randolph Carter se sintió poseído por un supremo
horror; horror que ni siquiera pudo sospechar aquella noche espantosa en que dos
hombres se aventuraron, bajo la luna menguante, en cierta necrópolis horrenda y
antigua, de la que sólo uno de ellos pudo regresar. Ni la muerte, ni la fatalidad, ni
la ansiedad pueden producir la insoportable desesperación que resulta de perder la
propia identidad. Sumergirse en la nada supone caer en un olvido apacible; pero
tener conciencia de existir y saber, no obstante, que ya no se es un ser definido,
distinto de los demás seres, que ya no se posee la propia mismidad, es la indecible
culminación del horror y de la angustia.
»Sabía que en Boston había existido un Randolph Carter, pero no estaba
seguro de si él -el fragmento componente de la entidad que ahora se hallaba al otro
lado de la Ultima Puerta- había sido ése o algún otro. Su yo había sido aniquilado; y
no obstante, él -si es que efectivamente podía, ante aquella absoluta falta de
existencia individual, decir él con entera propiedad- tenía conciencia de ser
igualmente una legión de yos. Era como si su cuerpo se hubiese transformado
repentinamente en una de esas efigies de brazos y cabezas múltiples que se adoran
en los templos de la India, y contemplase el conglomerado resultante de un
atolondrado intento de distinguir su cuerpo original de dichas reproducciones, si es
que realmente (¡qué idea majestuosa!) había un original distinto de las infinitas
encarnaciones.
»En medio de estas espantosas reflexiones, el fragmento de Randolph Carter
que había atravesado la Ultima Puerta fue arrebatado de lo que parecía el colmo del
horror para ir a parar a los negros abismos de otro horror aún más profundo, que
esta vez procedía del exterior. Era una fuerza personal que súbitamente apareció
frente a él, envolviéndole, penetrándole, invadiéndole. Además de poseer presencia
concreta, parecía también formar parte de él mismo y coexistir asimismo con todo
tiempo y todo espacio. No hubo imagen visual alguna, pero la sensación de entidad
y la horrible idea de una combinación de los conceptos de localización, identidad e
infinidad, le causaron un terror paralizante que superaba cualquier experiencia que
las personalidades de Carter fueran capaces de soportar en sus existencias.
»Frente a este espantoso prodigio, el fragmento Carter olvidó la pérdida de
su identidad. Ante él -y dentro de él- resplandecía una entidad que era Todo-en-
Uno y Uno-en-Todo, a la vez ilimitada e infinitamente idéntica a sí misma. No
pertenecía a un solo continuo espacio temporal, sino que formaba parte de la
misma esencia animada del torbellino caótico de la vida y del ser; del último, del
absoluto torbellino de confines y que rebasa tanto el campo de la fantasía como el
de la matemática. Era, seguramente, Aquel a quien en algunos cultos secretos de la
Tierra daban el nombre de Yog-Sothoth, y entre otros adoraban con nombres
distintos; Aquel a quien los crustáceos de Yuggoth llaman El-del-Más-Allá,
prosternándose ante él, y los seres vaporosos de la nebulosa espiral representan
con un signo intraducible. Pero, en un instante de clarividencia, el fragmento Carter
comprendió cuán triviales y fraccionarias son todas estas concepciones.
»Y entonces, el Ser se dirigió al fragmento Carter mediante unos efluvios
prodigiosos que herían, quemaban y ensordecían mediante una concentración de
energía que consumía al que la recibía, con su insospechable violencia, y que
poseía un ritmo extraterrestre semejante al extraño balanceo de los Primigenios y
al parpadeo de las monstruosas luces de aquella turbadora región situada detrás de
la Primera Puerta. Era como si los soles y los mundos y los universos se hubieran
concentrado en un punto cuya verdadera posición espacial se hubieran propuesto
aniquilar con un impacto de irresistible furia. Pero, en medio de un terror inmenso,
se atenúan otros terrores menores: pareció como si aquellas oleadas aislasen de
alguna manera al Carter que estaba Más-Allá-de-la-Puerta-Ultima de toda la infinita
multiplicidad de los demás Carter, lo cual le restituyó, por así decir, cierto
sentimiento de identidad. Pronto fue capaz de empezar a traducir aquellos efluvios
en formas lingüísticas por él conocidas, y disminuyeron sus sensaciones de horror y
opresión. El espanto se convirtió en sagrado pavor, y lo que le había parecido
diabólico y blasfemo, adquirió ahora la apariencia de una rnajestad inefable.
»Randolph Carter -parecía decir-, mis manifestaciones en la extensión de tu
planeta, que son los Primigenios, te han enviado a mí porque, aun cuando podías
haber regresado a las regiones menores del sueño que perdiste con tu infancia, sin
embargo, has alzado el vuelo hacia más grandes y más nobles anhelos e intereses.
Deseabas navegar por el Oukranos, buscar las olvidadas ciudades de marfil de
Kled, el país de las orquídeas, y ocupar el trono de ópalo de Ilek-Vad, cuyas torres
fabulosas e innumerables cúpulas se elevan poderosas hacia una única estrella roja
que brilla en un firmamento extraño a tu Tierra y a toda la materia. Ahora, después
de haber atravesado las dos Puertas, deseas cosas más elevadas aún. No huyes
como un niño de una visión desagradable a un sueño placentero, sino que te
sumerges como un hombre en el último y más recóndito de los secretos que yace
detrás de todas las visiones y de todos los sueños.
»Lo que deseas es de mi complacencia; y yo estoy dispuesto a concederte lo
que sólo he otorgado once veces a seres de tu planeta; y de ellas, cinco a los que
tú llamas hombres, o a seres parecidos al hombre. Estoy dispuesto , a mostrarte el
Ultimo Misterio, cuya contemplación aniquila a los débiles de espíritu. Pero antes de
contemplar el primero y último de los misterios, todavía eres libre de regresar, si
quieres, por las dos Puertas, porque el Velo aún no te ha sido retirado de los ojos».

V

«La brusca interrupción de aquellas ondas sumió a Carter en el silencio frío y
espantoso de una absoluta desolación. Por todos lados sentía el agobio de la
ilimitada inmensidad del vacío. Sin embargo, sabía que el Ser estaba aún allí.
Después, formuló mentalmente las palabras cuyo significado deseaba transmitir al
vacío:
»‘Acepto. No retrocederé.’
»Las ondas brotaron nuevamente, y Carter entendió que el Ser le había
oído. Y entonces emanó de aquel Espíritu ilimitado una corriente de sabiduría y
comprensión que abrió ante él horizontes nuevos y le preparó para contemplar una
visión del cosmos que jamás habría esperado llegar a tener. Le explicó cuán infantil
y estrecha es la noción de un mundo tridimensional, y qué infinidad de direcciones
existen además de las conocidas de abajo-arriba, delante-detrás y derechaizquierda.
Le mostró la pequeñez huera y presuntuosa de los dioses de la Tierra,
con sus mezquinos intereses humanos y sus odios, cóleras, amores y vanidades
ruines, sus apetencias de honores y sacrificios, y sus exigencias de que se les
tribute una fe contraria a toda razón y naturaleza.
»La mayor parte de estas revelaciones se traducían por sí mismas en
palabras ante Carter, pero en cambio le llegaban otras a través de otros sentidos.
Quizá con la vista, o tal vez con la imaginación, se daba cuenta de que se hallaba
en una región cuyas dimensiones eran ajenas a las que el ojo y el entendimiento
humano pueden concebir. En las sombras de lo que al principio había sido como
una concentración de poder, y luego como un vacío ilimitado, percibía ahora un
torbellino de fuerzas creadoras que aturdían sus sentidos. Desde algún punto de
vista inconcebiblemente elevado, dominó un panorama de formas prodigiosas cuyas
múltiples dimensiones rebasaban cualquier idea de ser, tamaño y contorno que su
entendimiento hubiera podido concebir hasta entonces, a pesar de haber
consagrado su vida al estudio de lo misterioso y lo oculto. Empezaba a comprender
vagamente por qué podía existir a un tiempo un niño llamado Randolph Carter en
una casa de campo de Arkham en el año mil ochocientos ochenta y tres, una forma
brumosa sobre un pedestal hexagonal al otro lado de la Primera Puerta, el
fragmento que ahora se hallaba ante la Presencia del abismo ilimitado, y todos los
demás Carter que percibía su imaginación o sus sentidos.
»Luego, las ondas más intensas trataron de aumentar su capacidad de
comprensión, ajustándole a la multiforme entidad de la que el fragmento que
actualmente era su yo constituía una parte infinitesimal. Le hicieron saber que cada
figura espacial no es más que el resultado de la intersección, en un plano, de una
figura correspondiente que posee además otra dimensión, como el cuadrado resulta
de la sección de un cubo, o el círculo de la de una esfera. El cubo y la esfera, con
sus tres dimensiones, corresponden a su vez a la sección de otras figuras de cuatro
dimensiones, que los hombres conocen sólo por sueños y conjeturas; y éstas a su
vez, son sección de otras figuras de cinco dimensiones, y así sucesivamente, hasta
remontarse a la inalcanzable infinitud arquetípica. El mundo de los hombres y de
los dioses humanos es tan sólo una fase infinitesimal de un ser infinitésimo: la fase
tridimensional de la pequeña totalidad que termina en la Primera Puerta, donde
‘Umr at-Tawil dicta sus sueños a los Primigenios’. Aunque los hombres la proclamen
como única y auténtica realidad, y tachen de irreal todo pensamiento sobre la
existencia de un universo original de dimensiones múltiples, la verdad consiste en
todo lo contrario. Lo que llamamos sustancia y realidad es sombra e ilusión, y lo
que llamamos sombra e ilusión es sustancia y realidad.
»El tiempo -siguieron informándole aquellas ondas- es inmóvil y no tiene
principio ni fin. Es erróneo considerarlo como movimiento y causa de todo cambio.
En realidad, el tiempo en sí mismo es una ilusión, porque, a excepción de la visión
estrecha de los seres de dimensiones limitadas, no existen cosas tales como
pasado, presente y futuro. Los hombres comprenden el tiempo en tanto que
significa cambio; ahora bien, el cambio también es una ilusión. Todo lo que fue, es
y será, existe simultáneamente.
»Estas revelaciones llegaban a Carter con tan sobrenatural solemnidad que
le impedían toda duda. Aun cuando casi escapasen a su comprensión, sentía que
eran ciertas a la luz de aquella realidad cósmica final que desmiente toda
perspectiva parcial y toda visión estrecha; por su parte, había ahondado en las más
profundas cuestiones filosóficas como para liberarse de la servidumbre que impone
toda concepción fragmentaria y parcelada. ¿Acaso no se había basado todo este
viaje al trasmundo en una convicción de la irrealidad de lo fragmentario y parcial ?
»Tras un silencio impresionante, las ondas continuaron diciéndole que lo que
los habitantes de las regiones de menos dimensiones llaman cambio, no es más
que una simple función de sus conciencias, las cuales contemplan el mundo desde
diversos ángulos cósmicos. Las Figuras que se obtienen al seccionar un cono
parecen variar según el ángulo del plano que lo secciona, engendrando el círculo, la
elipse, la parábola o la hipérbola, sin que el cono experimente cambio alguno; y del
mismo modo, los aspectos locales de una realidad inmutable e infinita parecen
cambiar con el ángulo cósmico de observación. Los débiles seres de los mundos
inferiores son esclavos de esta diversidad de ángulos de conciencia, ya que, aparte
alguna rara excepción, no llegan a dominarlos. Sólo unos pocos seres versados en
materias prohibidas han logrado una ínfima parte de ese dominio, conquistando de
este modo el tiempo y el cambio. Pero las entidades que habitan más allá de las
Puertas dominan todos los ángulos. Y pueden contemplar a voluntad, ya las
miríadas de facetas distintas del cosmos en su forma fragmentaria y sometida al
cambio, ya la inmutable totalidad no deformada por perspectiva alguna.
»Las ondas callaron otra vez, y Carter empezó a comprender vagamente,
preso de terror, el último sentido de aquella pérdida de la individualidad que al
principio le había horrorizado. Su intuición fue articulando los datos de las distintas
revelaciones, acercándose más y más a la comprensión del misterio. Comprendió
que gran parte de esta espantosa revelación -la división de su yo en millares de
duplicados terrestres- habría podido llegar a revelársele al atravesar la Primera
Puerta, si la magia de ‘Umr at-Tawil’ no lo hubiera impedido con el fin de que
pudiera utilizar con precisión la llave de plata para abrir la Ultima Puerta. Deseoso
de una mayor claridad, emitió ondas telepáticas para preguntar más detalles sobre
la relación entre sus múltiples manifestaciones: entre el fragmento que había
traspasado la Ultima Puerta, el que aún se alzaba sobre el pedestal hexagonal
detrás de la Primera Puerta, el niño de mil ochocientos ochenta y tres, el hombre
de mil novecientos veintiocho, las diversas formas primitivas de vida que
constituían sus antepasados y que habían ido configurando su ego, y los
abominables habitantes de remotísimas edades y universos perdidos que en su
primer destello de percepción absoluta había identificado consigo mismo. Poco a
poco, las ondas del Ser surgieron como respuesta, tratando de esclarecer lo que
casi estaba fuera de la comprensión humana.
»Todas las estirpes de los seres pertenecientes a dimensiones limitadas
prosiguieron las ondas y todas las fases evolutivas de cada uno de esos seres, son
meras manifestaciones de un ser arquetípico y eterno. Cada ser aislado -hijo,
padre, abuelo, y así sucesivamente- y cada fase evolutiva de un mismo ser -niño,
muchacho, joven, hombre- es tan sólo una de las infinitas facetas de ese mismo ser
arquetípico y eterno, originada por una variación del ángulo de la conciencia-plano
que lo corta. Randolph Carter en todas sus edades, Randolph Carter y todos sus
antepasados, humanos y prehumanos, terrestres y preterrestres, no son sino
meras facetas de un ‘Carter’ último y eterno, exterior al espacio y al tiempo,
proyecciones fantasmales diferenciadas únicamente por el ángulo con que el plano
de la conciencia había incidido en cada caso sobre el arquetipo eterno.
»Una ligera modificación del ángulo podría convertir al sabio de hoy en niño
de ayer; a Randolph Carter en Edmund Carter, el brujo que huyó de Salem a las
montañas de Arkham en mil seiscientos noventa y dos, o en Pickman Carter, que
empleó extraños procedimientos para rechazar a las hordas mongolas de Australia;
al Carter humano en una de aquellas entidades primordiales que habitaron en la
arcaica Hyperborea y adoraron al negro y pastoso Tsathoggua, después de huir de
Kythamil, el planeta doble que un día giró en torno a Arcturus; al Carter terrestre
en un antepasado remotísimo y rudimentario, morador del propio Kythamil, o
incluso en las criaturas aún más remotas de las transgalácticas Stronti, o en una
conciencia etérea y tetradimensional de un continuo espacio-temporal aún más
antiguo, o en una mente vegetal del futuro, habitante de un cometa radiactivo de
órbita inconcebible. Y así sucesivamente en infinitos ciclos cósmicos.
»Los arquetipos -vibraron las ondas-, son los pobladores del Ultimo Abismo;
son informes, inefables, y en los mundos inferiores apenas los vislumbran, unos
pocos soñadores. Por encima de todos ellos está el mismo ser que comunica estas
revelaciones, el cual, en verdad, es justamente el arquetipo del propio Carter. El
insaciable deseo de Carter y de todos sus antepasados por descubrir los secretos
cósmicos era el resultado natural de la procedencia del propio Arquetipo Supremo.
En cada mundo, todos los grandes hechiceros, todos los grandes pensadores, todos
los grandes artistas, son facetas de El.
»Casi desfallecido de pavor, pero exultante a la vez de una alegría terrible,
la conciencia de Randolph Carter rindió homenaje a aquella Entidad trascendente
de la cual derivaba. Y como de nuevo cesaron las ondas, meditó en el silencio
imponente, pensando en extraños tributos, en cuestiones aún más extrañas, y en
ruegos aún mayores. Pero a su cerebro ofuscado fluían contradictoriamente
imágenes de paisajes insólitos y revelaciones imprevistas. Se le ocurrió que, si
aquellos descubrimientos eran realmente ciertos, podría visitar corporalmente todas
aquellas edades infinitamente lejanas y aquellas regiones del universo que hasta
entonces sólo conocía en sueños. Le bastaría con poseer el poder mágico de
cambiar el ángulo del plano de su conciencia. ¿Y no le proporcionaría esa magia la
llave de plata? ¿No había transformado al principio a un hombre de mil novecientos
veintiocho en un niño de mil ochocientos ochenta y tres, y después en algo
absolutamente exterior al tiempo y al espacio? Era fantástico, pero a pesar de su
aparente falta de corporeidad, sabía que tenía aún la llave consigo.
»Mientras duraba el silencio, Randolph Carter emitió los pensamientos y
dudas que le asaltaban. Sabía que, en este abismo final, se hallaba situado en un
punto equidistante de cada una de las facetas de su arquetipo, humanas o no
humanas, terrestres o extraterrestres, galácticas o transgalácticas; y sentía una
curiosidad febril por conocer las otras facetas de su ser, especialmente las más
alejadas en tiempo y lugar del año terrestre de mil novecientos veintiocho, o las
que más le habían obsesionado en sueños durante su vida. Se daba cuenta de que
su Entidad arquetípica podía enviarle corporalmente, si quería, a cualquiera de esas
fases de vida pasadas y lejanas con sólo modificar el plano de incidencia de su
psique. Y así, pese a las maravillas que había presenciado, ardía en deseos de
experimentar ese otro prodigio de caminar, en carne y hueso, por los escenarios
increíbles y grotescos que sus visiones nocturnas le habían mostrado de manera
fragmentaria.
»Sin pretenderlo deliberadamente, estaba rogando a la Presencia que le
trasladara a un mundo fantástico y crepuscular cuyos cinco soles multicolores,
ignoradas constelaciones, barrancos sombríos y vertiginosos habitados por seres
con garras y hocico de tapir, extrañas torres metálicas, inexplicables túneles y
misteriosos cilindros flotantes, se había deslizado una y otra vez en sus sueños.
Presentía vagamente que aquel mundo era el que sin duda estaría más en contacto
con los demás universos, y anhelaba explorar a fondo los paisajes que tan sólo
había vislumbrado, y navegar por los espacios hacia aquellos mundos aún más
remotos con los que traficaban los habitantes de zarpas y hocico de tapir. No había
tiempo para el temor. Como en todas las crisis de su insólita vida, una aguda
curiosidad cósmica se imponía por encima de toda otra consideración.
»Cuando las ondas reanudaron sus espantosas vibraciones, Carter entendió
que su terrible petición había sido escuchada. El Ser le habló de los tenebrosos
abismos que tendría que atravesar, de la desconocida estrella quíntuple de cierta
galaxia insospechada en torno a la cual gira ese mundo extraño, y de los horribles
moradores de madrigueras contra los que perpetuamente lucha la raza de garras y
hocico. Le habló también de cómo el ángulo del plano de su conciencia y la relación
existente entre este ángulo y las coordenadas espacio-temporales del mundo
deseado debían inclinarse simultáneamente con el fin de hacer retornar a ese
mundo aquella faceta de Carter que ya había habitado allí.
»La Presencia le aconsejó que conservara los símbolos, por si alguna vez
deseaba regresar de aquel mundo remoto y ajeno que había escogido, y él replicó
con una afirmación impaciente, pues sentía que la llave de plata seguía en su
poder, y sabía que en ella estaban grabados dichos símbolos, ya que con ella había
logrado inclinar a la vez su plano personal y el universal cuando regresó a mil
ochocientos ochenta y tres. Y entonces el Ser, comprendiendo su impaciencia, le
hizo saber que estaba dispuesto a llevar a cabo la monstruosa transposición. Las
ondas cesaron bruscamente y sobrevino un instante de tensa quietud, de
espantosa e inenarrable expectación.
»Luego, sin previo aviso, percibió un zumbido y un batir de tambores que
fueron en aumento hasta convertirse en un tronar aterrador. Una vez más se sintió
Carter en el punto focal de una intensa concentración de energía que le abrasaba,
que le destrozaba, que le desintegraba con aquel ritmo insoportable del espacio
exterior que ya iba conociendo. Y sin embargo, no sabía exactamente si tal energía
era el fuego irresistible de una estrella fulgurante o el frío petrificador del abismo
final. Ante él brotaron franjas y rayos de color enteramente ajenos a cualquier
espectro luminoso de nuestro universo, trenzándose y entrelazándose mientras
cobraba conciencia de ir desplazándose a una prodigiosa velocidad. Y muy
fugazmente, vislumbró una figura solitaria sentada sobre un trono de apariencia
hexagonal.

VI

El hindú interrumpió su relato y observó que De Marigny y Phillips le
miraban absortos. Aspinwall pretendía ignorarle y mantenía los ojos
ostensiblemente fijos en los papeles que tenía ante sí. El ritmo extraño del reloj en
forma de ataúd tomó un sentido nuevo y ominoso, en tanto que las vaharadas de
los trípodes excesivamente recargados se entrelazaban componiendo siluetas
fantásticas e inexplicables, combinándose de manera inquietante con las grotescas
figuras de las tapicerías movidas por el viento. El viejo negro que los había llenado
se había ido, tal vez porque la tensión creciente que reinaba le había asustado. El
orador reanudó el monólogo con su lenguaje trabajoso y fluido, después de una
ligera vacilación.
-«Todo esto les habrá parecido difícil de creer -dijo-, pero aún más increíble
les van a parecer las cosas materiales y tangibles que vienen a continuación. Esa es
nuestra forma de proceder. Lo maravilloso resulta doblemente increíble al
trasladarlo de las regiones vagas de los sueños posibles a este mundo
tridimensional. No me extenderé mucho en ello porque resultaría una historia muy
distinta. Sólo les contaré lo que estrictamente deben saber.
»Carter, después de aquel torbellino de extraña y policroma cadencia, creyó
hallarse por un momento en uno de sus sueños más antiguos y reiterativos. Como
tantas veces en sus vagabundeos oníricos, se encontraba ahora entre multitudes de
seres con zarpas y hocico, y caminaba por las calles de un laberinto metálico
inexplicablemente construido, bajo los fulgores de una luz solar de variados
colores; y al mirar hacia abajo, vio que su cuerpo era como el de los demás:
rugoso, parcialmente cubierto de escamas y articulado de manera singular, muy
semejante al de un insecto, aunque recordaba rudimentariamente la forma
humana. Aún llevaba consigo la llave de plata, pero ahora la sujetaba con una
zarpa repugnante.
»Un momento después desapareció la sensación de estar soñando, y se
encontró más como si acabara de despertar. El abismo último, el Ser, la entidad
llamada Randolph Carter y perteneciente a una absurda y remota raza aún no
nacida en quién sabe qué mundo futuro, formaban parte de los sueños que
insistentemente visitaban al hechicero Zkauba, habitante del planeta Yaddith. Eran
sueños tan persistentes que obstaculizaban el cumplimiento de sus deberes,
consistentes en preparar hechizos para mantener a los dholes en sus madrigueras,
y llegaban a confundirse con sus recuerdos de miríadas de mundos que había
visitado con su envoltura de luz. Y ahora parecían más reales que nunca. Esta llave
de plata que tenía en su zarpa derecha, imagen exacta de una que había soñado,
no indicaba nada bueno. Debía descansar y reflexionar, y consultar las tablillas de
Nhing para ver qué debía hacer. Subió a un muro de metal por un callejón apartado
de los lugares de gran afluencia, entró en su aposento y se acercó a los estantes
donde se apilaban las tablillas grabadas.
»Siete fracciones de día más tarde, Zkauba se acuclilló en su prisma,
sobrecogido y desesperado, porque la verdad que. acababa de descubrir le había
abierto un nuevo caudal de vivencias. Nunca más volvería a conocer la paz de ser
una unidad. Efectivamente, en todo tiempo y espacio se vería desdoblado: Zkauba,
el hechicero de Yaddith, disgustado por la idea de que en el futuro sería un
repugnante mamífero de la Tierra llamado Carter, cosa que por otra parte ya había
sido; y Randolph Carter, de la ciudad terrestre de Boston, que temblaba de terror
ante aquella criatura de zarpas y hocico que había sido él en el pasado y en la que
se había convertido nuevamente.
»Durante las unidades de tiempo que transcurrieron en Yaddith -graznó el
swami, cuya voz trabajosa empezaba a dar muestras de cansancio- sucedieron
cosas que constituyen en sí otra historia y no pueden relatarse en cuatro palabras.
Hubo expediciones a Stronti, y a Mthura, y a Kath, y a otros mundos de las
veintiocho galaxias accesibles a las envolturas luminosas de las criaturas de
Yaddith, y viajes de ida y vuelta a través de millones y millones de años, realizados
con ayuda de la llave de plata y de otros muchos símbolos que los hechiceros de
Yaddith conocían. Hubo luchas tremendas con los pálidos y viscosos dholes que
moran en las madrigueras de aquel minado planeta. Hubo pavorosas sesiones de
estudio en bibliotecas donde se acumulaba una ingente masa de sabiduría recogida
de diez mil mundos vivos o muertos. Hubo violentas discusiones con otros espíritus
de Yaddith, incluso con el del Archiantiguo Buo. Zkauba no confesó a nadie lo que
le había sucedido a su personalidad, pero cuando en él predominaba el fragmento
Randolph Carter, se dedicaba frenéticamente a estudiar todos los medios posibles
para regresar a la Tierra, y a la humana forma, y practicaba desesperadamente el
lenguaje humano con sus extraños órganos vocales tan poco aptos para ello.
»El fragmento Carter no tardó en comprobar con horror que la llave de plata
no servía para regresar a la forma humana. Según dedujo demasiado tarde de
cosas que recordaba, de sus propios sueños y de la sabiduría de Yaddith, esta llave
había sido forjada en Hyperborea, en la Tierra, y sólo tenía poder sobre los ángulos
de conciencia de los seres humanos. No obstante, podía cambiar el ángulo
planetario y enviar a su poseedor a través del tiempo sin que su cuerpo sufriera
mutación alguna. Había un hechizo adicional que confería a la llave ilimitados
poderes, de los que de otro modo carecía; pero este hechizo también había sido
descubierto por el hombre en sus inalcanzables regiones del espacio, y jamás
podría ser reproducido por los hechiceros de Yaddith. Se hallaba escrito en el
pergamino indescifrable que acompañaba a la llave de plata en su cofrecillo de
horribles adornos, y Carter se lamentaba amargamente de habérselo olvidado. El
Ser ahora inaccesible del abismo ya le había advertido que debía conservar los
símbolos, y sin duda había creído que no le faltaba ninguno.
»A medida que el tiempo pasaba, se esforzaba en ahondar más y más en la
monstruosa ciencia de Yaddith, con objeto de hallar un medio para regresar al
abismo de la Entidad omnipotente. Con sus nuevos conocimientos, podría haber
sacado mucho provecho del enigmático pergamino; pero ese otro poder, en las
circunstancias presentes, era pura ironía. Había ocasiones, sin embargo, en que
predominaba la faceta Zkauba, y entonces se esforzaba por borrar los turbadores
recuerdos de Carter que tanto le angustiaban.
»Así transcurrieron períodos de tiempo más largos de lo que el cerebro
humano puede concebir, ya que los seres de Yaddith mueren tras prolongados
ciclos biológicos. Después de muchos centenares de revoluciones, el fragmento
Carter se fue imponiendo sobre el fragmento Zkauba, y se pasó grandes períodos
calculando la distancia espacial y temporal que habría entre Yaddith y la Tierra
habitada por los hombres. Las cifras eran inconcebibles -incalculables millones de
años luz- pero la sabiduría inmemorial de Yaddith permitió a Carter comprender
todas estas cosas. Ejercitó su poder de orientarse en sueños hacia la Tierra, y
aprendió muchas cosas acerca de nuestro planeta que jamás había sabido antes.
Pero no podía soñar con la fórmula del pergamino que necesitaba.
»Finalmente concibió un plan insensato para huir de Yaddith y empezó a
prepararlo tan pronto como descubrió una droga para mantener perpetuamente
aletargado al fragmento Zkauba, sin por ello anestesiar los recuerdos y
conocimientos de éste. Pensó que sus cálculos le permitirían realizar un viaje en
una de las envolturas luminosas, como ningún ser de Yaddith lo había realizado
jamás: un viaje corporal, a través de innumerables millones de años de increíbles
extensiones galácticas, hasta el sistema solar y la Tierra misma. Una vez en la
Tierra, aunque encarnado en un ser de zarpas y hocico, podría encontrar de algún
modo el pergamino de extraños jeroglíficos que había dejado en su coche
abandonado en Arkham, y descifrarlo; y con su ayuda, y la de la llave, recuperar su
aspecto terrestre normal.
»No ignoraba los peligros de la empresa. Sabía que cuando inclinara el
ángulo planetario hacia el período requerido (cosa imposible de hacer durante su
veloz trayectoria por el espacio), Yaddith sería un mundo muerto, dominado por los
triunfantes dholes, y que su huida en la envoltura luminosa estaría expuesta a
graves eventualidades. Sabía asimismo que habría de suspender su vida, a la
manera de un iniciado, para soportar un viaje de millones de años a través de
abismos insondables. Y sabía también que -en caso de rematar con éxito el viajedebería
inmunizarse contra las bacterias y demás condiciones terrestres hostiles a
un cuerpo de Yaddith. Además, debería adoptar algún medio de fingir la forma
humana de los habitantes de la Tierra, hasta que lograra encontrar y descifrar el
pergamino, y recuperar de verdad esa forma. En caso contrario, sería descubierto
probablemente por las gentes que le matarían, horrorizadas ante una criatura que
les resultaba inconcebible. Y debería llevar consigo algo de oro -fácil de obtener en
Yaddith- para desenvolverse durante su búsqueda.
»Los planes de Carter se fueron realizando lentamente. Se proveyó de una
envoltura luminosa de dureza excepcional, capaz de soportar tanto una prodigiosa
transición temporal como un vuelo sin igual a través del espacio. Comprobó todos
los cálculos y orientó una y otra vez sus sueños hacia la Tierra, tratando de
aproximarse lo más posible a mil novecientos veintiocho. Practicó la suspensión de
las funciones vitales. Descubrió los agentes bactericidas que necesitaba y logró
calcular la fuerza de gravedad a la cual debía acostumbrarse. Modeló con gran
habilidad una máscara de cera y confeccionó un atuendo que le permitiera
desenvolverse entre los hombres como un ser humano normal y corriente, e
inventó un hechizo doblemente poderoso con el que podría contener a los dholes en
el momento de su partida del negro y consumido planeta Yaddith de inconcebible
futuro. Tuvo también la precaución de hacerse con una buena provisión de drogas -
imposibles de obtener en la Tierra- para mantener aletargado al fragmento Zkauba,
hasta poder despojarse del cuerpo de Yaddith; y tampoco dejó de hacer acopio de
una pequeña reserva de oro para utilizarlo en la Tierra.
»El día de la partida estaba hecho un mar de dudas y recelos. Subió a la
plataforma de lanzamiento con el pretexto de trasladarse a la triple estrella Nython,
y se metió en la envoltura de brillante metal. Tenía el sitio justo para llevar a cabo
el ritual de la llave de plata y comenzó a ejecutarlo mientras se elevaba lentamente
la envoltura. Se originó un torbellino aterrador, se oscureció la luz del día y sintió
un dolor punzante e intolerable. El cosmos pareció tambalearse como gobernado
por un dios loco, y en la negrura del firmamento danzaron constelaciones nuevas.
»Inmediatamente, Carter sintió un nuevo equilibrio. El frío de los abismos
interestelares corroía el exterior de su envoltura, y pudo observar desde su interior
que flotaba libremente en el espacio. El edificio de metal del que acababa de
despegar se había hundido en ruinas años antes. Por debajo de él, el suelo estaba
plagado de gigantescos dholes; y mientras los miraba, uno de ellos se incorporó
varios centenares de pies y tendió hacia él una extremidad blancuzca y viscosa.
Pero sus hechizos surtieron efecto y un momento después se alejaba de Yaddith sin
haber sido alcanzado.

VII

»En aquella rara habitación de Nueva Orleans, de la que había huido
instintivamente el viejo criado negro, la voz del swami Chandraputra se hizo aún
más ronca:
-»Señores -continuó-, no voy a pedirles que crean estas cosas hasta que no
les haya mostrado una prueba irrefutable. Mientras tanto, cuando les hable de los
millares de años de luz, de los millares de años de tiempo, y de los billones de
kilómetros que Randolph Carter empleó en cruzar los espacios en su cuerpo
abominable e inhumano, protegido por una envoltura de metal electroactivo,
pueden considerarlo como pura fantasía. Carter había regulado cuidadosamente la
duración de su suspensión vital, disponiendo que ésta concluyera pocos años antes
de aterrizar en la Tierra en mil novecientos veintiocho.
»Nunca olvidará ese despertar. Recuerden, señores, que antes de
provocarse aquel letargo de millones de siglos, había vívido conscientemente
durante miles de años terrestres en medio de los prodigios extraños y horribles de
Yaddith. Sintió la intensa mordedura del frío, cesaron los sueños amenazadores, y
se asomó por los portillos de la envoltura. Las estrellas, las constelaciones, las
nebulosas, se desparramaban por todo el firmamento... Y, finalmente, sus
contornos adoptaron la majestad de las constelaciones de la Tierra que él conocía.
»Algún día podrá contarse su descenso al sistema solar. Vio Kynarth y
Yuggoth en el borde, paso muy cerca de Neptuno y vislumbró los infernales hongos
blancuzcos que ensucian la superficie, descubrió cierto secreto inenarrable a su
paso por las nieblas de Júpiter, vio el horror que mora en uno de sus satélites, y
contempló las ruinas ciclópeas esparcidas sobre el disco rojizo de Marte. Al
aproximarse a la Tierra, la vio como un tenue creciente que aumentaba de tamaño
de manera alarmante. Aflojó la velocidad, aunque la emoción de regresar le
impulsara a no perder ni un instante. Pero no pretendo contarles esas sensaciones
tal como yo las he sabido del propio Carter.
»Bien; finalmente, Carter se mantuvo inmóvil en las capas superiores de la
atmósfera terrestre, en espera de que la luz del día iluminase el hemisferio
occidental. Quería tomar tierra en el mismo lugar de donde había partido: cerca de
la Caverna de las Serpientes, en los montes de Arkham. Si alguno de ustedes ha
estado fuera de su hogar durante mucho tiempo -y sé que uno de ustedes sí lo ha
estado-, que calcule lo que le tuvo que emocionar la visión de las ondulantes
colinas de Nueva Inglaterra, de los grandes olmos y los huertos de árboles nudosos
y viejos cercados de piedra.
»Al despuntar el día, tomó tierra en el prado extiende más abajo de la
antigua propiedad de los Carter, y se alegró de poderlo hacer en el silencio y la
soledad. Era otoño, lo mismo que cuando partió, y el perfume de las colinas fue
como un bálsamo para su espíritu. Se las arregló para subir la envoltura por la
ladera, hasta el bosque, y ocultarla en la Caverna de las Serpientes; pero no
consiguió hacerla pasar por la grieta hasta la cueva interior. Allí mismo cubrió su
cuerpo extraño con las ropas humanas y la máscara de cera. La envoltura quedó en
aquel lugar durante un año, hasta que ciertas circunstancias le obligaron a buscarle
otro escondite.
»Se fue andando a Arkham, lo cual le sirvió para acostumbrarse a manejar
su cuerpo en posturas humanas y en las condiciones ambientales de la Tierra, y
entró en un banco para cambiar el oro por dinero. Hizo también ciertas
indagaciones haciéndose pasar por un extranjero que ignoraba el inglés, y
descubrió que estaba en mil novecientos treinta, sólo dos años después de la época
a la que había pretendido llegar.
»Naturalmente, su situación era horrible. Le era imposible dar a conocer su
identidad, estaba forzado a vivir en guardia en todo momento, tenía ciertas
dificultades respecto a la alimentación, y necesitaba disponer de su droga extraña
para mantener aletargado el fragmento Zkauba. Por todo ello se daba cuenta de
que debía actuar con la mayor rapidez posible. Marchó a Boston y tomó una
habitación en el ruinoso barrio de West End, donde pudo vivir sin grandes gastos y
en el más oscuro anonimato, y comenzó inmediatamente a hacer indagaciones
sobre los bienes y efectos de Randolph Carter. Fue entonces cuando se enteró de lo
ansioso que estaba el señor Aspinwall, aquí presente, por efectuar el reparto de la
herencia, y supo con cuánta valentía se empeñaban el señor De Marigny y el señor
Phillips en conservarla intacta.
»El hindú hizo una reverencia, pero su rostro barbudo, atezado e impasible
no manifestó expresión alguna.
-»Por medios indirectos -prosiguió-, Carter consiguió al fin una copia del
pergamino perdido, y comenzó el penoso trabajo de descifrarlo. Celebro poder decir
que he tenido la satisfacción de ayudarle en este trabajo; porque efectivamente,
recurrió muy pronto a mí, y por mediación mía entró en contacto con otros místicos
repartidos por el mundo. Me fui a vivir con él a Boston, en un pésimo tugurio de
Chambers Street. En cuanto al pergamino, me complazco en poder sacar de dudas
al señor De Marigny. Permítame que le diga que la lengua en que están escritos
estos jeroglíficos no es naacal, sino r’lyehiana, idioma que fue traído a la Tierra,
hace innumerables eras geológicas, por los descendientes de Cthulhu.
Naturalmente, se trata de la traducción de un original hyperbóreo, millones de años
más antiguo, escrito en la primordial lengua Tsath-yo.
»Hizo falta más tiempo para traducirlo de lo que Carter había calculado, pero
en ningún momento se dio por vencido. A principios de este año hizo grandes
progresos gracias a un libro que le trajeron del Nepal, y no cabe duda de que lo
logrará antes que pase mucho tiempo. Desgraciadamente, sin embargo, ha surgido
una dificultad. Se le ha terminado la droga que mantiene aletargado al fragmento
Zkauba. Pero esta calamidad no es tan grande como él temía. La personalidad de
Carter domina cada vez más en ese cuerpo, y cuando Zkauba logra alcanzar cierta
preponderancia, cosa que sucede durante períodos cada vez más breves y sólo
cuando experimenta alguna inusitada excitación, se suele quedar demasiado
confundido para contrarrestar el trabajo de Carter. No puede encontrar la envoltura
de metal, que podría llevarle de regreso a Yaddith; una vez estuvo a punto de
encontrarla, pero Carter, aprovechando que el fragmento Zkauba había vuelto a
sumirse en su letargo, la escondió en otro lugar. El único daño que ha hecho
Zkauba ha sido asustar a unas cuantas personas y dar origen a ciertos rumores
terroríficos que han circulado entre los polacos y los lituanos del barrio de West
End, de Boston. Hasta el momento, no ha llegado a estropear del todo el cuidadoso
disfraz preparado por el fragmento Carter, aunque a veces lo arroja de tal manera,
que ha tenido que recomponerlo por algunos sitios. Yo he visto lo que hay debajo
de ese disfraz... y no resulta agradable de ver.
»Hace un mes, Carter leyó el anuncio de esta reunión, y comprendió que
debía actuar rápidamente para salvar sus bienes. No podía esperar a terminar de
descifrar el pergamino y recobrar su forma humana. Por esta razón, me ha
enviado, para que yo actúe en su nombre.
»Señores, yo les aseguro formalmente que Randolph Carter no ha muerto;
que se halla temporalmente en una situación excepcional, pero que dentro de dos o
tres meses a lo sumo podrá presentarse en su verdadera forma, y exigir la
restitución de sus bienes. Estoy dispuesto a presentarles pruebas de ello si es
necesario. Por lo tanto, les ruego que suspendan esta reunión por tiempo
indefinido».

VIII

De Marigny y Phillips se quedaron mirando al hindú como hipnotizados,
mientras Aspinwall emitía una serie de gruñidos y resoplidos. Por fin, el malhumor
del viejo abogado estalló en una furia incontenible, y dio un puñetazo en la mesa
con su mano de hinchadas venas apopléticas. Cuando pudo hablar, parecía más
bien que ladraba:
-¿Cuánto tiempo hay que soportar esta payasada? Llevo una hora
escuchando a este loco, a este impostor*, y ahora tiene la desfachatez de decir que
Carter está vivo...,. ¡y de pedir que se aplace la distribución de la herencia sin una
razón justificada! ¿Por qué no echa a la calle a este bribón, De Marigny? ¿Pretende
usted que nos dejemos tomar el pelo por un charlatán o un majadero?
De Marigny, sereno, alzó la mano con sosiego:
-Reflexionemos con calma. Esta historia es muy singular y hay en ella
algunas cosas que yo, como ocultista no del todo ignorante, considero muy lejos de
ser imposible. Además, desde mil novecientos treinta he venido recibiendo cartas
del swami que concuerdan con el relato.
Al interrumpirse, el viejo señor Phillips aventuró:


* Aquí Aspinwall hace un juego de palabras entre faker, impostor y fakir, como religioso mendicante hindú
(N. del T.).
-

El swami Chandraputra ha hablado de pruebas. A mí también me parece
que hay cosas muy significativas en esta historia, y también yo he recibido muchas
cartas del swami que lo confirman. Pero algunas de estas declaraciones parecen
excesivas. ¿No nos puede usted mostrar alguna prueba tangible?
Con el rostro impasible, el swami sacó un objeto del bolsillo de sus ropajes
holgados Y contestó con su voz ronca:
-Aunque ninguno de ustedes haya visto jamás la llave de plata, el señor De
Marigny y el señor Phillips sí la han visto en fotografía. ¿Les resulta entonces esto
familiar?
Nerviosamente, colocó sobre la mesa, con su enorme mano enfundada en
blancos mitones, una pesada llave de plata enmohecida, de unos doce o trece
centímetros de largo, de una artesanía exótica y absolutamente desconocida, y
cubierta de punta a punta por jeroglíficos sumamente extraños. De Marigny y
Phillips dejaron escapar una exclamación.
-¡Eso es! -exclamó De Marigny-. La fotografía no miente. ¡No puede haber
error!
Pero Aspinwall ya había soltado su respuesta:
-¡Locos! ¿Qué prueba eso? ¡Si esa es la llave que realmente perteneció a mi
primo, este extranjero, este condenado negro, tendrá que explicarnos cómo ha
venido a parar a sus manos! Randolph Carter desapareció con esa llave hace cuatro
años. ¿Cómo sabemos que no se la robó y le asesinó después? Mi primo estaba
medio chiflado y tenía relación con gente más chiflada aún. Vamos a ver, negro:
¿de dónde has sacado esa llave? ¿Has matado a Randolph Carter?
El semblante del swami, normalmente tranquilo, no se inmutó; pero sus
hundidos ojos negros llamearon peligrosamente en el fondo de sus órbitas y habló
con gran dificultad.
-Le ruego que se domine, señor Aspinwall. Hay otra clase de prueba que
podría enseñarles, pero el efecto que les causaría no sería agradable. Seamos
razonables. Aquí tengo algunos papeles que evidentemente han sido escritos en mil
novecientos treinta, y con letra inconfundible de Randolph Carter.
Sacó con torpeza un gran sobre del interior de sus holgadas vestiduras y se
lo tendió al furioso apoderado, mientras De Marigny y Phillips presenciaban la
escena hechos un mar de confusiones, y con una incipiente sensación de terror
insuperable.
-La escritura, por supuesto, es casi ilegible, pero recuerde que Randolph
Carter no tiene en la actualidad las manos bien adaptadas para la escritura
humana.
Aspinwall ojeó los papeles; estaba visiblemente perplejo, pero no cambió de
actitud. En la estancia reinaba una tensa excitación y un temor apenas reprimido.
El ritmo extraño del reloj en forma de ataúd resultaba completamente diabólico
para De Marigny y Phillips, pero al abogado no parecía impresionarle en absoluto.
Aspinwall habló otra vez:
-Esto parece una falsificación muy bien hecha. Y si no lo es, puede que
Randolph Carter se encuentre en poder de algún desaprensivo que lo tenga
secuestrado. Sólo cabe hacer una cosa: arrestar a este impostor. De Marigny,
¿quiere usted telefonear a la policía?
-Aguarde todavía -contestó el anfitrión-. No considero necesario que
intervenga la policía en este caso. Tengo una idea. Señor Aspinwall, este caballero
hindú es un ocultista de verdadero talento que afirma estar en íntima comunicación
con Randolph Carter. ¿Se quedaría usted satisfecho si contestara a ciertas
preguntas cuya respuesta sólo podría conocer alguien que estuviera en estrecho
contacto con él? Conozco a Carter y puedo hacer preguntas de esta índole.
Permítame traer un libro que, según creo, podrá servirnos de prueba.
Se dirigió hacia la puerta para ir a la biblioteca, y Phillips, perplejo, le siguió
maquinalmente. Aspinwall permaneció en su sitio escrutando con atención al hindú
que estaba sentado frente a él, con su rostro impasible. De repente, cuando
Chandraputra recogía con torpeza la llave y se la guardaba en el bolsillo, el
abogado soltó un grito gutural:
-¡Ah, cielos, ya lo entiendo! Este bribón está disfrazado. A mí no me hace
creer que es un indio del Asia. Esa cara... ¡No es una cara, es una máscara! La idea
me la ha debido dar su historia, pero es verdad. No la mueve por nada, y el
turbante y la barba le ocultan los bordes. ¡Este tipo es un vulgar criminal! Ni
siquiera es extranjero. Me he venido dando cuenta por su manera de hablar. Y
miren esos mitones. Sabe que puede dejar huellas dactilares. ¡Maldita sea, se la
voy a arrancar!...
-¡Alto! -la voz ronca y extraña del swami denotaba un terror ultraterreno- le
he dicho que había otra forma de probarle lo que digo, si era necesario, y le advertí
que no me provocara. Este viejo entrometido tiene razón: no soy un indio de
verdad. Este rostro es una máscara, pero el que hay debajo no es humano. Ustedes
también lo han sospechado, me he dado cuenta hace unos minutos. No resultaría
nada agradable que me quitara la máscara. Déjalo estar, Ernest. De todos modos
tengo que decírtelo ya: yo soy Randolph Carter.
Nadie se movió. Aspinwall soltó un gruñido e hizo un gesto vago. De Marigny
y Phillips, desde el otro extremo de la habitación, veían el congestionado rostro del
viejo y la espalda de la figura con turbante que se alzaba ante él. En el anormal
latido del reloj había algo espantoso, y el humo de los trípodes y las figuras de los
tapices parecían moverse al son de una danza macabra. El abogado, fuera de sí,
rompió el silencio:
-¡No; no eres mi primo, ladrón... no me asustarás! Tus razones tendrás para
no querer que te veamos la cara. Seguramente porque sabemos quién eres. ¡Fuera
esa máscara!
Al abalanzarse contra él, el swami le agarró la mano con las suyas,
enfundadas en los mitones, y emitió un extraño grito, mezcla de dolor y sorpresa.
De Marigny quiso interponerse entre los dos, pero se detuvo desconcertado cuando
el grito de protesta del falso hindú se transformó en una especie de zumbido o
rechinamiento inexplicable. Aspinwall tenía el rostro congestionado y enfurecido, y
lanzó su mano libre a la espesa barba de su oponente. Esta vez consiguió cogerla, y
de un tirón frenético, desprendió del turbante el rostro de cera, que quedó colgando
de la mano del abogado.
En el mismo instante, Aspinwall dejó escapar un grito ahogado y Phillips y
De Marigny vieron que su cara se contraía en la convulsión más salvaje, en la más
espantosa mueca de horror que nunca vieran en rostro humano. Entre tanto, el
falso swami había soltado su otra mano y se había quedado de pie, como atontado,
emitiendo una serie de ruidos entrecortados de lo más incomprensible. Luego, la
figura del turbante se acurrucó en una postura muy poco humana y comenzó a
arrastrarse de manera singular hacia el reloj en forma de ataúd, que seguía
marcando un ritmo cósmico anormal. Su cara descubierta estaba en ese momento
vuelta hacia otro lado, y De Marigny y Phillips no podían ver lo que el abogado
había puesto al descubierto. Centraron su atención en Aspinwall, que se había
desplomado en el suelo. El encanto se había roto... Pero cuando se acercaron al
viejo, estaba muerto.
Al volverse rápidamente hacia el swami, que retrocedía resollando, De
Marigny vio cómo de uno de sus brazos colgantes se desprendía un enorme mitón
blanco. Las vaharadas del olíbano eran espesas, y todo lo que logró ver de la mano
descubierta fue una cosa larga y negra. Antes que el criollo pudiera llegar hasta la
figura que retrocedía, el anciano señor Phillips le retuvo por el hombro.
-¡No! -susurró-. No sabemos con qué nos vamos a enfrentar. La otra faceta,
ya sabe, Zkauba, el hechicero de Yaddith...
La figura del turbante había llegado junto al extraño reloj, y los dos hombres
presenciaron a través de la humareda cómo una zarpa negra manipulaba en la
alargada puerta cubierta de jeroglíficos. Aquella manipulación produjo un extraño
golpeteo. Luego, la figura entró en la caja de forma de ataúd y cerró la tapa
después.
De Marigny no pudo contenerse, pero cuando se acercó y abrió el reloj,
estaba vacío. Seguía palpitando con el ritmo cósmico y misterioso que subyace en
todos los accesos del éxtasis místico. En el suelo habían quedado un enorme mitón
blanco y un hombre muerto con una máscara en su mano crispada; ni un solo
rastro más.
Transcurrió un año, y no se oyó hablar más de Randolph Carter. Sus bienes
siguen intactos aún. Las señas de Boston, desde donde un tal «swami
Chandraputra» había enviado información a diversos místicos entre los años 1930 y
1932, correspondían al domicilio de un extraño hindú, pero éste se había ausentado
poco antes de la reunión de Nueva Orleáns, y no se le volvió a ver desde entonces.
Era, al parecer, un individuo moreno, inexpresivo y con barba. El dueño de la casa
cree que la máscara de color oscuro que le mostraron se parece muchísimo a él.
Sin embargo, jamás se sospechó que hubiera relación alguna entre el desaparecido
hindú y las pesadillescas apariciones sobre las que tanto murmuraban los eslavos
del barrio. Las colinas de Arkham fueron registradas en busca de la «envoltura
metálica», pero sin resultado. Sin embargo, un empleado del First National Bank de
Arkham recuerda que en octubre de 1930, un extranjero con turbante cambió por
dinero cierta cantidad de barras de oro.
De Marigny y Phillips no saben qué pensar del caso. Después de todo, ¿qué
pruebas hay sobre él? Un relato, una llave que podía haber sido imitada de una de
las fotografías que Carter había distribuido en 1928, algunos documentos...
Ninguna de estas pruebas era concluyente. Había un extranjero enmascarado,
pero, ¿vivía alguien que hubiera visto lo que ocultaba la máscara? En medio de la
tensión nerviosa y del humo del olíbano, aquella desaparición en el interior del reloj
podía muy bien explicarse como una alucinación sufrida por ambos. Los hindúes
conocen muchos secretos de la hipnosis. La razón proclama que el swami era un
criminal que había tratado de apoderarse de la herencia de Randolph Carter. Pero la
autopsia decía que Aspinwall había muerto de un ataque. ¿Fue sólo un arrebato de
cólera lo que provocó el desenlace? Hay ciertos detalles en esa historia...
En una inmensa estancia con tapices de extrañas figuras y ambiente
impregnado por el humo del olíbano, Etienne-Laurent de Marigny se sienta a
menudo a escuchar el ritmo anómalo de ese reloj en forma de ataúd, cubierto de
extraños jeroglíficos.


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