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miércoles, 1 de agosto de 2007

CONAN , EL DESTRUCTOR // R. JORDAN

Robert Jordán

Conan el destructor



CAPITULO 1



El sol bermejo abrasaba la llanura zamoria, y también estaba abrasando al desfile que avanzaba por las rocosas planicies y los ondulados cerros. Los jinetes vestían corazas negras y yelmos con nasal. Las mangas de cota de malla eran negras, y también las grebas que les protegían desde las botas hasta las rodillas, donde terminaban los oscuros calzones. Todo su equipo tenía el color de la noche más cerrada. Sus caballos también llevaban guarniciones de hierro negro: testeras bardas y crineras que les cubrían la cabeza y la cerviz, pectorales que les protegían el pecho. De la cadera de cada uno de los soldados colgaba una espada larga y curva, y en cada una de las sillas de montar, de elevada frontera, se mecía una maza rematada en punta. Pero las manos que habrían tenido que empuñar lanzas sostenían en cambio cachiporras de madera y largas clavas. Y también transportaban redes de gruesa urdimbre, con pesas añadidas, lo bastante robustas como para retener a un tigre.

Al final del desfile marchaba una carreta de ruedas altas, tirada por dos caballos, y sobre ésta, una gran jaula con barrotes de hierro tan gruesos como la muñeca de un hombre. El conductor de la carreta fustigaba sin cesar los lomos de las bestias con su largo azote, pues, a pesar del calor del sol y del peso de las armaduras, la columna avanzaba a paso rápido, y no le salía a cuenta arriesgar la vida demorándose por el camino.

El comandante de la columna les sacaba una cabeza a todos los demás, y les sobrepasaba en anchura de hombros por más de un palmo. Los complejos relieves de oro de su negra coraza —elaborados arabescos que circundaban a un león en su salto— lo señalaban como notable guerrero y hombre bien situado. Había elegido hacía años aquel símbolo, y muchos decían de él que luchaba con la ferocidad de aquella bestia. Dos heridas finas, reblanquecidas por el tiempo, una que le atravesaba la ancha nariz, y otra que empezaba en el rabillo del ojo izquierdo y terminaba en la punta de la barbilla, daban fe de que no era nuevo en el oficio de las armas. En aquel momento las heridas estaban casi ocultas bajo el polvo, que se había ido mezclando con el sudor que le empapaba la cara.

—No servirá para nada —murmuraba entre dientes—. Esto no servirá para nada, maldición de Erlik.

—Todo lo que yo hago sirve para algo, Bombatta.

El corpulento guerrero se crispó al ver que uno de los jinetes, que no se cubría el rostro sólo con el yelmo, sino también con una máscara de flexible cuero negro, galopaba hasta él. No había pensado que pudieran oírle.

—No veo la necesidad de... —empezó a decir, pero el otro le interrumpió; su voz, aun disfrazada por la máscara, conservaba el tono imperioso.

—Lo que debe hacerse, se debe hacer, tal como está escrito en los Pergaminos de Skelos. Tal como está escrito, Bombatta.

—Tú ordena —dijo el otro de mala gana— y yo obedeceré.

—Por supuesto, Bombatta. Pero tienes que hacerme una pregunta. Hazla. —El talludo guerrero vaciló—. Hazla, Bombatta, te lo ordeno.

—Lo que ahora buscamos —dijo pausadamente Bombatta—, o, mejor dicho, el lugar donde buscarlo... no aparece en los pergaminos.

El negro cuero ahogó la risa del jinete de negra máscara. Bombatta enrojeció al oír su tono burlón.

—Ah, Bombatta. ¿Crees que mis poderes están limitados a lo que aprendo de los Pergaminos? ¿Crees que sólo sé lo que está escrito en ellos?

—No —respondió, tan secamente como se atrevió.

—Entonces, obedéceme, Bombatta. Obedéceme, y confía en que encontraremos lo que buscamos.

—Tú ordena, y yo obedeceré.

El corpulento guerrero espoleó a su montura, sin preocuparse por los hombres que debían seguirle. Sabía que una mayor rapidez se interpretaría como señal de obediencia, como signo de confianza en las órdenes que había recibido. Que murmuraran los demás, empapados en sudor. Volvió a espolear al caballo, ignorando la espuma que empezaba a mojar la garganta del animal. Sus dudas no mermaron, pero llevaba demasiado tiempo esforzándose por alcanzar su posición presente como para perderla, aun cuando tuviera que guiar a hombres y caballos hasta la muerte.

A menudo, las llanuras de Zamora eran escenario de extraños hechos; tan a menudo, que eran pocos quienes, al presenciarlos, los juzgaban extraños. La locura, los bandidos y los votos sagrados habían sido causa, en diversos momentos, de que un hombre vestido como un noble arrojara monedas de oro por las arenas, de que una columna de hombres desnudos cabalgara de espaldas, y de que un desfile de muchachas, vestidas tan sólo con pintura azul que las cubría desde la frente hasta los pies, danzaran y cantaran al ardiente calor. Y quien hubiese tratado de unir los efectos con sus causas se habría encontrado con sorpresas.

Se habían dado casos todavía más extraños, pero pocos más singulares que el de dos hombres que estaban trabajando lejos de toda ciudad o aldea, bajo el sol abrasador, en una hondonada al pie de un cerro cubierto de pedregales. Sus caballos, amarrados allí cerca, mordisqueaban hierbas escasas y duras.

Uno de los dos era un joven alto, de pesada musculatura. Con el esfuerzo de sus grandes brazos, estaba poniendo un bloque de piedra grande y liso, tan largo como alto es un hombre, encima de cuatro grises peñascos que había empujado hasta allí. Para nivelar el bloque, colocaba debajo de éste piedras del tamaño de un puño. De su garganta, al extremo de una correa de cuero, colgaba un amuleto de oro en forma de dragón.

Este joven de ojos de zafiro parecía más guerrero que albañil. Un sable de modelo antiguo colgaba de su cinturón, y tanto en el puño de este arma como en el de su daga podía apreciarse el desgaste del uso frecuente. Su rostro —un cordel de cuero le sujetaba la negra melena de corte cuadrado detrás de la cabeza— sólo habría revelado sus pocos años a un observador casual. Quien mirara con más perspicacia, sin embargo, podía distinguir en él varias vidas de experiencia, vidas de sangre y acero.

El compañero de este joven con ojos del color del cielo era su antíteis, tanto físicamente como por su oficio. Se trataba de un hombre de poca estatura, enjuto y fuerte, de ojos negros, y tenía el grasiento cabello moreno atado tras la nuca, desde donde le llegaba hasta la espalda; estaba metido hasta los muslos en un estrecho hoyo, y se esforzaba con una pala de mango roto por hacerlo más profundo. Al lado del hoyo había dos sacos de cuero muy llenos. Se quitaba continuamente el sudor de los ojos, y maldecía el trabajo al que no estaba habituado, pero, cada vez que veía los sacos, volvía a cavar con esfuerzos redoblados. Pero finalmente, arrojó a un lado la rota pala.

—Ya es lo bastante hondo, ¿eh, Conan?

El musculoso joven no le oyó. Estaba mirando, ceñudo, lo que había construido. Se trataba de un altar; algo en lo que tenía poca experiencia. Pero en los adustos yermos montañosos de su nativa Cimmeria, había aprendido a pagar las deudas, a pesar de su coste, a pesar de su dificultad.

—Conan, ¿ya es lo bastante hondo?

El cimmerio miró torvamente a su compañero.

—Si no hubieses abierto la boca en mal momento, Malak, ahora no tendríamos que enterrar las gemas. Amfrates no se habría enterado de quién se las robó, la Guardia de la Ciudad tampoco lo sabría, y ahora estaríamos sentados en la taberna de Abuletes, bebiendo vino con una bailarina en el regazo, y no tendríamos que sudar aquí en las llanuras. Sigue cavando.

—Yo no quería gritar tu nombre —murmuró Malak.

Abrió uno de los sacos y sacó con la pala un puñado de zafiros y rubíes, de esmeraldas y ópalos. Sus ojos se iluminaron con destellos verdes cuando volvió a meter adentro las relucientes piedras: una centelleante cascada de color azul, y carmesí, y verde, y dorado. Suspirando quejumbroso, ató fuertemente la apretadera.

—Yo no pensaba que ese hombre tuviera tantas. Me he quedado sorprendido. No lo hice a propósito.

—Cava, Malak —dijo Conan, fijándose en el altar más que en el otro hombre.

El cimmerio aferró el amuleto de oro con su pesado puño. Se lo había dado Valeria, y le parecía que la sentía cerca cada vez que lo tocaba. Valeria: amante, guerrero y ladrona, todo en una única y esbelta belleza de cabellos dorados. Había muerto, vaciándole la vida de alegría. La había visto morir. Pero también la había visto regresar, y combatir a su lado para salvarle la vida. Hay que pagar las deudas.

Malak había vuelto a tomar la pala de mango roto, pero, en vez de cavar más, ojeó el altar de soslayo.

—No sabía que creyeras en los dioses, cimmerio. Nunca te he visto rezar.

—El dios de mi tierra es Crom —respondió Conan—, el Oscuro Señor del Montículo. Cuando el hombre nace, le otorga vida y voluntad, y nunca más vuelve a ayudarlo. No presta atención a las ofrendas votivas, ni escucha los rezos ni las plegarias. Cada uno hace lo que quiere con los dones de Crom; es asunto suyo.

—Pero ¿y ese altar? —exclamó Malak cuando Conan hubo callado.

—Estamos en una tierra distinta, con dioses distintos. No son los míos, pero Valeria creía en ellos. —Ceñudo, Conan se quitó el amuleto del dragón—. Tal vez los dioses nos escuchen, como dicen los sacerdotes. Tal vez yo pueda hacer algo para ayudar a Valeria a reunirse con ellos.

—A saber lo que puede influir en los dioses —dijo Malak, encogiéndose de hombros. El enjuto y fuerte ladrón salió trepando del hoyo, y se sentó, cruzado de piernas, al lado de los sacos de cuero—. Ni siquiera los sacerdotes se ponen de acuerdo, así que, ¿cómo quieres tú...?

Calló al oír caballos galopando al otro lado del cerro.

Malak gritó, y se arrojó sobre los sacos de cuero. Al instante, se metió varias gemas en la boca —y su rostro se desfiguró dolorosamente— y arrojó los sacos dentro del hoyo. Desesperadamente, empezó a echar tierra adentro con la pala, metió piedras a base de patadas, lo que fuera con tal de llenarlo antes de que llegaran los jinetes.

Conan apoyó la mano en el puño forrado en cuero de su sable, y aguardó en calma; sus fríos ojos azules oteaban el cerro en busca del primero de los recién llegados. Se dijo que podía tratarse de cualquiera. Que tal vez no quisieran nada de ellos dos. Pero no lo creía.







CAPITULO 2



Un único jinete, con un yelmo negro con nasal y coraza negra con relieves de oro, apareció en lo alto del cerro, y Malak rió tembloroso.

—Un solo hombre. Es corpulento, pero podremos hacerle frente, si intenta...

—Yo he oído otros caballos —dijo Conan.

—Que Erlik se los lleve a su reino —gimió Malak. Hincó la pala de mango roto bajo el borde de un peñasco no muy grande, y lo empujó hacia el hoyo—. A los caballos —decía entre jadeos—. Podremos dejarlos atrás.

El peñasco cayó en el estrecho hoyo, y lo tapó.

Conan resopló, pero no le dio ninguna otra respuesta. El caballo del guerrero que les estaba observando iba cargado con tanta armadura como su jinete, ciertamente. Pensó que, aunque ellos dos pudieran sacarle ventaja, les duraría poco. Sus monturas eran del tipo que podía encontrar con urgencia un par de hombres necesitados de huir a toda prisa de Shadizar, aunque cada uno les hubiera costado lo mismo que un caballo de guerra del ejército real. Si huían al galope, ambos animales caerían rendidos al cabo de media milla, y tendrían que seguir adelante a pie; su perseguidor les daría alcance con toda comodidad.

El otro se había detenido en lo alto del cerro.

—¿A qué espera? —pregunto Malak, al mismo tiempo que tiraba de dos dagas que llevaba en el talabarte—. Si hemos de morir, no veo ninguna razón por la que...

De repente, el guerrero de negra armadura levantó el brazo y lo agitó en alto. Más de ochenta jinetes con armadura aparecieron aullando en lo alto del cerro, como una negra ola que se dividía a ambos lados del hombre que seguía inmóvil con el brazo en alto. A galope tendido, los guerreros cabalgaron a derecha e izquierda, y se cerraron en círculo en torno a Conan y Malak, a trescientos pasos de ellos.

—Ni que fuéramos un ejército —dijo Conan—. Parece que alguien nos considera peligrosos, Malak.

—Son tantos... —gimió Malak, y miró con dolor a los caballos de ambos, que ahora relinchaban, nerviosos, y piafaban como si hubieran querido echarse a correr. El ladrón parecía dispuesto a echarse a correr también—. El oro que nos gastamos por alquilarlos nos habría bastado para vivir varios meses en el lujo. ¿Quién podía pensar que Amfrates se irritaría tanto?

—Quizá no le gusta que le roben las gemas —le dijo Conan secamente.

—No nos llevamos todas las que tenía —murmuró el enjuto y fuerte ladrón—. Podría estar agradecido de que le dejáramos una parte. Habría podido gastarse un par de monedas quemando incienso en el templo para dar las gracias a los dioses por lo que le ha quedado. No hacía falta que...

El cimmerio apenas si escuchaba la tirada de su compañero. Hacía tiempo que había aprendido a escuchar selectivamente al hombrecillo, aunque sólo fuera para no tener que oír cómo gemía por lo que podía o debía haber ocurrido, pero obviamente no ocurriría.

En aquel momento, el norteño de acerados ojos estaba atento a cuatro de los guerreros que los rodeaban, cuatro hombres que habían cabalgado juntos; estaban buscando algo en un fardo que colgaba de la silla de uno de ellos. Volvió a mirar hacia lo alto del cerro. Otro jinete, enmascarado, se había reunido con el primero que habían visto, y estaba observando lo que ocurría abajo.

Aquel primero que había aparecido en el collado sostuvo en alto un cuerno de bronce con espiral, similar a los cuernos de caza que empleaban los nobles. Se oyó una sonora nota en lo alto del cerro, y los cuatro que habían estado buscando en el fardo lo deshicieron de repente y arremetieron al galope contra Conan y Malak. Otros cuatro los siguieron y se unieron a ellos.

El corpulento cimmerio frunció todavía más el ceño. Venían con una red, y los que iban a los extremos blandían largas cachiporras, como para derribar a una presa que hubiera tratado de eludir la captura.

Malak dio dos nerviosos pasos hacia los caballos.

—Espera. —A pesar de la juventud de Conan, había una nota de autoridad en su voz que detuvo al ladrón menos corpulento—. Espéralos, si no quieres que nos cacen como a conejos. —Malak asintió, sombrío, y aferró las dagas todavía con mayor fuerza.

Los jinetes estaban cada vez más cerca. A cien pasos. Cincuenta. Diez. Los guerreros proferían gritos de triunfo en su ataque.

—Ahora —dijo Conan, y saltó... a la red.

Gimiendo, Malak le siguió.

A medio salto, el sable del cimmerio abandonó por fin su vaina de raído chagrín. Con la fuerza de los robustos hombros de Conan, el acero rasgó la red por una esquina. El jinete que la había sujetado por allí siguió adelante, gritando de sorpresa; sólo le había quedado un jirón de grueso cordel en la mano. Otro guerrero que le seguía soltó las riendas y desenvainó el sable curvo que le colgaba del talabarte. Conan se arrojó al suelo para evitar su mandoble y luego acometió hacia arriba, y su acero entró por debajo de la negra coraza. El traspasado guerrero pareció saltar hacia atrás desde la silla de montar.

Mientras aún caía, Conan le extrajo del cuerpo el acero ensangrentado y se volvió, pues un primitivo instinto le había advertido del peligro. Otro rostro que se cernía sobre el suyo, o por lo menos la parte de aquel que no quedaba cubierta por el negro yelmo, estaba lleno de rabia, crispado como si hubiera querido blandir una espada en vez de una cachiporra. Sin embargo, la gruesa clava, más larga que el brazo de un hombre, podía partir cráneos si golpeaba con fuerza suficiente, y el jinete puso toda su voluntad en ello. La espada del cimmerio centelleó al acometer hacia arriba, al clavarse en carne y huesos. La cachiporra y la mano que todavía la aferraba cayeron al suelo. Cuando el hombre, chillando, se agarró el muñón bañado en sangre con la mano que le quedaba, su caballo se desbocó y lo alejó de allí. Conan se apresuró a buscar un nuevo enemigo.

Malak estaba enzarzado con otro de los que llevaban la red, e intentaba desmontarlo. Una de las dagas del ladrón de poca estatura se clavó entre yelmo y coraza. Con un grito que se convirtió en gorgoteo, el jinete cayó, y arrastró a Malak en su caída. El ladrón de ojos negros se puso en pie al instante, con las dagas prestas. El otro hombre no se movió.

Por un instante, Conan y su compañero hicieron frente a los cinco atacantes que seguían con vida. La red había quedado abandonada en el suelo. Los otros dos que habían ayudado a acarrearla tenían aferrado el puño de la espada. Los que blandían clavas parecían vacilar. De pronto, uno de ellos soltó la cachiporra; antes de que hubiera acabado de desenvainar la espada, el cuerno sonó de nuevo. Entonces, tras proferir un juramento, volvió a envainarla, y los cinco regresaron galopando al círculo de guerreros.

Malak se lamió los labios.

—¿Por qué quieren capturarnos vivos? No lo entiendo.

—Puede que Amfrates esté todavía más loco de lo que pensábamos —respondió Conan, sombrío—. Quizá quiere ver durante cuánto tiempo puede hacernos chillar el Gremio de Torturadores antes de que muramos.

—¡Por Mitra! —exclamó Malak—. ¿Por qué has tenido que decírmelo?

Conan se encogió de hombros.

—Tú me lo has preguntado. —El cuerno volvió a sonar—. Prepárate. Van a atacarnos de nuevo.

Una vez más, cuatro jinetes se adelantaron con una red extendida, pero, esta vez, una veintena de otros guerreros los escoltaban. Cuando se acercaron, Conan hizo un gesto con disimulo; Malak se encogió de hombros y asintió. Ambos aguardaron de pie, igual que habían hecho antes. La red se acercó más y más. A sólo tres pasos de ellos, la mitad de los escoltas formaron en torno a la red. Esta vez no podrían cortarla fácilmente, ni matar a sus portadores.

Cuando los escoltas se acercaron a la red, Conan saltó a la izquierda y Malak a la derecha. Tanto los portadores de la red como los escoltas pasaron galopando entre ellos, profiriendo maldiciones e intentando obligar a los caballos a volverse. Una cachiporra trató de golpear la cabeza de Conan. El hombre que la blandía gruñó, sorprendido, cuando el cimmerio le aferró la muñeca con la mano, y gritó incrédulamente cuando el corpulento joven lo desmontó de un tirón. Conan le agarró el puño de la espada y lo empleó para golpearle; el otro escupió sangre y dientes, y se desplomó.

El estruendo de cascos advirtió a Conan de que alguien le atacaba por la espalda. Cogió la larga cachiporra que acababa de caer de una mano sin fuerzas y, poniéndose en pie, dio un golpe del revés con la clava. La gruesa porra de madera se agrietó al golpear en el vientre al atacante. El jinete abrió los ojos desorbitadamente y soltó aire con un único y sofocado jadeo; dobló el cuerpo como si hubiera tratado de aferrar la clava con todos sus miembros, y cayó del caballo.

—¡Conan!

Antes de que el último oponente cayera a tierra, el cimmerio ya estaba tratando de averiguar por qué había gritado Malak. Dos de los guerreros en armadura negra estaban inclinados para golpear con sus clavas un cuerpo ensangrentado que se debatía en tierra.

Gritando salvajemente, el cimmerio se arrojó contra ellos, y asestó mandobles con su sangriento acero. Cayeron dos cadáveres a su lado, mientras ponía en pie al ladrón de poca estatura, que tenía la mirada aturdida y reguerillos de sangre por el rostro. Vio que los portadores de la red se acercaban de nuevo, y que Malak apenas si se ponía sostener en pie, y que, desde luego, no estaba en condiciones de luchar.

Henchiendo los músculos del robusto hombro y del brazo, Conan arrojó a su compañero a un lado y saltó hacia la red. La agarró con la mano y tiró de ella. Un sorprendido guerrero fue catapultado desde su silla y aterrizó sobre la trama de gruesas cuerdas, y se fue enredando en ella a medida que se revolvía. Una clava golpeó las espaldas del cimmerio, le hizo tambalearse, pero éste se volvió, rugiendo, y clavó su acero bajo una coraza de hierro.

No tenía esperanzas de escapar. Lo sabía. Se apiñaban demasiados hombres a su alrededor, y le golpeaban con mazas y clavas. El polvo que levantaban los caballos se le pegaba en el sudoroso cuerpo. El olor a cobre de la sangre le llenaba las narices, y tenía los oídos repletos del clamor de los hombres, que gritaban de rabia porque Conan no caía. Pronto tendría que derrumbarse, pero no se iba a rendir. Su espada era un torbellino de afilado acero, que teñía de color encarnado todo lo que tocaba. Tan sólo con su furia, se abría paso a cuchilladas entre la pina de hombres montados; pero la masa giraba y volvía a envolverle.

El cuerno sonó con fuerza, la insolente nota volvió a hacerse oír entre el tumulto. Y los hombres que se habían agolpado en torno a Conan se retiraron. Con obvia reluctancia, abandonaron a sus callados muertos y gimoteantes heridos, y se alejaron al galope para volver a formar en círculo a trescientos pasos de distancia.

Conan contempló maravillado cómo se marchaban. La sangre se mezclaba con el polvo en su rostro, y le manchaba la espalda y la pechera de la túnica. Vio que Malak ya no estaba. Sí, sí estaba. Capturado. En la red, y un brazo y una pierna asomaban por entre la gruesa urdimbre, como un cerdo de camino hacia el mercado. La pena se adueñó del cimmerio, y la resolución de no terminar de aquella manera.

Se volvió lentamente, tratando de no perder de vista a quienes le rodeaban. Algunos caballos deambulaban sin jinete entre el círculo y él mismo. Podía hacerse con alguno y abrirse camino luchando, si se decidía a abandonar a Malak. No trató de acercarse a los caballos. Algunos de los caídos estaban cerca de él; unos yacían inertes, otros se retorcían. Unos pocos gritaban pidiendo socorro, o alargaban una mano hacia los guerreros en armadura negra que los estaban contemplando.

—¡Venid, pues! —gritó Conan al círculo de hierro—. ¡Acabemos ya, si tenéis agallas!

Aquí y allá, se movió algún caballo, como si su jinete se hubiera agitado con ira, pero sólo le respondió el silencio.

El ruido de los guijarros que bajaban rodando por el collado le advirtió de la llegada de los dos que se habían quedado en lo alto del cerro. El hombre más corpulento de la armadura guarnecida en oro se detuvo a diez pasos del cimmerio, pero el jinete de la máscara de cuero se acercó hasta cinco pasos antes de tirar de la rienda. Conan se aprestó. No podía reconocer al que se le estaba acercando, porque la máscara le ocultaba todo el rostro salvo los ojos, y la capa de lana negra cubría todo lo demás, pero, si quería un combate singular, Conan estaba dispuesto.

La solitaria figura alzó las manos para quitarse el yelmo. Con éste se sacó también la máscara, y el cimmerio, a pesar de sí mismo, tuvo que ahogar un grito. Tenía enfrente a una mujer, cuyos oscuros ojos ardían sin llama sobre los prominentes pómulos, cuya cabellera negra estaba peinada en prietas trenzas en torno a su cabeza. Ciertamente era bella, con la belleza que la mujer sólo alcanza cuando ya ha dejado atrás la adolescencia, pero había fiereza en su hermosura, en la firmeza de su bonita mandíbula y en la cualidad penetrante de su mirada. Se había echado hacia atrás la capa, con lo que habían quedado al descubierto los calzones de montar y una túnica de seda negra, que se ceñían en torno a cada una de las curvas de sus opulentos senos y sus redondeadas caderas. Conan respiró hondo. Jamás habría esperado tener que vérselas precisamente con aquella mujer.

—Tú eres el llamado Conan. —Hablaba con voz sensual, mas imperiosa.

Conan no le respondió. Ya se sorprendía bastante de que la mujer hubiera abandonado su perfumado palacio y sus claros jardines por el bochorno de las llanuras, pero que hubiera ido en busca del cimmerio —y de esto último no le cabía duda alguna— era un buen motivo de preocupación. Sin embargo, Conan había vivido durante suficiente tiempo entre los que se llamaban a sí mismos civilizados como para conocer algunas normas necesarias para sobrevivir entre ellos. No le daría ninguna información hasta que supiera más.

Las delicadas cejas de la mujer montada se arrugaron ante su silencio.

—Sabes quién soy yo, ¿verdad?

—Eres Taramis —se limitó a responder Conan, y la mujer frunció todavía más el entrecejo.

—La princesa Taramis. —Pronunció con más énfasis la segunda palabra. Conan no se mostraba con el rostro menos torvo, ni había bajado la espada. Para ser una mujer, Taramis era alta, y erguía el cuerpo para aprovechar hasta la última pulgada de su estatura—. Soy la princesa del reino de Zamora. Tirídates, tu rey, es mi hermano.

—Tirídates no es mi rey —dijo Conan. Taramis sonrió, como si hubiera vuelto a encontrar un camino conocido.

—Sí —murmuró—. Eres un norteño, un bárbaro, ¿verdad? Y un ladrón.

Conan tensó el cuerpo. No podía hacer más, aparte de observar a los jinetes que le rodeaban para ver si se le estaban acercando con sus redes; sin embargo, sabía que el verdadero peligro se hallaba en la mujer que tenía delante.

—¿Qué quieres de mí? —preguntó.

—Sírveme, Conan el Ladrón.

Ya había tenido clientes ocasionales, que le pagaban con oro por algún robo en concreto, y, en aquel momento, parecía que su otra opción era luchar con los guerreros en armadura negra que seguían con vida. Sin embargo, tuvo un toque de perversidad.

—No.

—¿Me rechazas? —le dijo Taramis, incrédula.

—No me gusta que me den caza como si fuera un animal. No acepto que me echen una red como si fuera un jabalí.

—Puedo hacerte inmensamente rico, y proporcionarte títulos y una buena posición. Podrías vivir como un señor en un palacio de mármol, y no como un ladrón, en sucios callejones.

Conan negó con la cabeza pausadamente.

—De todo lo que tienes en tus manos, sólo quiero una cosa, y no pienso pedírtela.

—¿Sólo una? ¿De qué se trata, bárbaro?

—De mi libertad. —El cimmerio sonrió; era la sonrisa de un lobo acorralado—. Y me la ganaré yo solo.

La princesa zamoria de ojos oscuros le miró sorprendida.

—¿De verdad crees poder derrotar a todos mis guerreros?

—Quizá ellos me maten a mí, pero morir sin rendirse también es una forma de libertad.

Mirándole todavía fijamente, Taramis habló como sin darse cuenta de que hablaba.

—Los pergaminos decían la verdad. —De repente, pareció agitarse—. Quiero que entres a mi servicio, Conan, y vas a pedirme que te acepte.

El guerrero alto de la armadura guarnecida en oro habló.

—No parece digno de ti que negocies con sujetos de esta calaña. Deja que yo le haga frente, y lo arrastraremos hasta Shadizar metido en una red, igual que su cómplice.

Sin dejar de mirar a Conan, Taramis hizo un gesto como si hubiera estado tratando de ahuyentar a un mosquito.

—Cállate, Bombatta.

Le tendió la mano al cimmerio, con la palma vuelta hacia arriba; movía los dedos como si hubiera estado palpando algo. Conan sintió que se le revolvía el aire dentro de su amplio pecho, y que el vello de los brazos se le erizaba. Se encontró con que había dado un paso hacia atrás. Aseguró los pies en el suelo, y aferró el puño de su espada.

Taramis bajó la mano, y se fijó en la tosca estructura de piedra que había construido.

—Todos los hombres sienten un deseo en el corazón, algo por lo que matarían o morirían. —Tomó de la pechera de su túnica una cadenilla de finas anillas de oro, a cuyo extremo colgaba una lágrima de claro cristal. Aferró fuertemente el cristal con la mano izquierda, y señaló con la diestra al burdo altar—. Vamos a ver qué es lo que tú buscas, Conan.

De entre los dedos que ocultaban el cristal brotó un rayo de luz carmesí. Los caballos de los guerreros bufaron nerviosamente. Sólo la montura de Taramis seguía quieta, aunque moviera los ojos de un lado para otro y le temblaran los flancos. El rayo apareció una vez más, y otra, y otra, hasta que un incesante fulgor del más puro tono bermejo brilló en torno a su puño.

De pronto, se encendieron llamas en la desnuda piedra del altar, y las monturas de los guerreros piafaron y se encabritaron, presas del pánico. Si Conan hubiese tratado de huir, no habría hallado oposición alguna, pues los jinetes estaban dedicando todas sus energías a dominar a las aterrorizadas bestias, pero el corpulento cimmerio ni siquiera se dio cuenta. Entre las llamas yacía una figura, una mujer, con el cabello largo y rubio arreglado sobre los hombros, y el cuerpo, de firmes músculos, bellamente torneado y sin tacha.

Conan retuvo un nombre entre los dientes, y murmuró, en cambio:

—¡Brujería!

—Sí, brujería. —La voz de Taramis era suave, pero se hacía oír de manera extraña entre los histéricos relinchos de los caballos—. La brujería que puede darte lo que deseas, Conan. Valeria.

—Está muerta —dijo Conan ásperamente—. Muerta, y no podemos cambiarlo.

—¿No podemos cambiarlo, bárbaro? —Entre los fuegos, la cabeza de la figura se volvió. Sus ojos azules y claros miraron a los de Conan. La apariencia de mujer incorporó medio cuerpo y le tendió la mano al cimmerio—. Puedo devolvértela —dijo Taramis—. Puedo devolverla a este mundo.

Conan resopló.

—¿Como un cadáver viviente? Ya me he encontrado con otros. Es mejor seguir muerto.

—Nada de cadáveres, bárbaro. Cálida carne. Esbelta carne. Puedo traértela, y rehacerla a tu gusto. ¿Quieres estar seguro para siempre de su devoción? Puedo asegurártelo. ¿Quieres que se arrastre a tus pies, que te adore como a un dios? Yo...

—¡No! —El cimmerio sintió que el aliento no le salía de la garganta—. Era una mujer guerrero. No quiero que... —No terminó su ronca frase.

—Así, ¿ahora me crees? —La mujer de oscuros ojos gesticuló; las llamas y la imagen de Valeria desaparecieron a la vez, y sólo quedó la desnuda piedra, en absoluto abrasada. La lágrima de cristal pendía una vez más de la garganta de Taramis—. Puedo hacer lo que te he dicho.

Poco a poco, Conan fue bajando la espada. No le gustaba la brujería, ni siquiera cuando la practicaba algún mago sin mala intención, y estos últimos, ciertamente, eran pocos. Pero... podía satisfacer una deuda. Y salvar otra vida con la suya.

—Soltad a Malak —dijo con abatimiento. Bombatta sonrió con desprecio.

—Ahora que puede haber un ladrón menos en las calles de Shadizar, ¿crees que soltaremos a esa rata? No le sirve de nada a nadie en el mundo.

—Poco importará que haya un ladrón de más o de menos en Shadizar —dijo Conan—, y es un amigo. Si no lo soltáis, proseguiremos esta conversación con el acero.

El corpulento guerrero abrió la boca de nuevo, pero Taramis lo hizo callar con una mirada.

—Soltad a ese ladronzuelo —dijo tranquilamente.

El tenso rostro de Bombatta estaba lleno de ira y de frustración. Obligó violentamente a su caballo a darse la vuelta y galopó hacia los que tenían a Malak preso dentro de la red. Al cabo de un momento, cortaron las cuerdas, y el enjuto y fuerte ladrón rodó por el rocoso suelo.

—Casi me han roto los huesos —gritó Malak, corriendo hacia Conan—. ¿Qué era ese fuego? ¿Por qué seguimos viv...? —Vio a Taramis, y pareció que los ojos fueran a saltarle del rostro—. ¡Ahhh! —Empezó a hacer aduladoras reverencias, al mismo tiempo que, frenético, iba dirigiendo miradas interrogadoras al cimmerio—. Somos hombres honestos, oh mi muy honrada princesa, no hagáis caso de lo que puedan decir las lenguas mentirosas de Shadizar. Nosotros... ofrecemos nuestros servicios como... guardianes de caravanas. De verdad, en nuestra vida no hemos cogido ni una granada sin pagarla. Tenéis que creernos...

—Márchate, hombrecillo —dijo Taramis—, si no quieres que te cuente las verdades que sé de ti.

Mirando a Conan, dubitativo, Malak dio un paso vacilante hacia los caballos.

—Tendremos que separarnos por un tiempo —le dijo Conan—, todo igual que después de la pelea en el Mesón de las Tres Coronas. Márchate, y que tengas suerte.

Con una última mirada de desesperación a los guardias, el hombrecillo corrió hacia su montura.

Cuando Malak hubo desaparecido al galope por el cerro —le iba dando con la fusta al caballo, y miraba por encima del hombro para asegurarse de que le habían dejado marcharse de verdad—, Conan se volvió hacia Taramis.

—¿Qué quieres que haga? —le preguntó.

—Lo sabrás a su debido tiempo —le respondió la bella mujer. Una sonrisa de triunfo apareció en sus labios—. Ahora, en cambio, quiero oír de ti ciertas palabras.

Conan no vaciló.

—Querría entrar a tu servicio, Taramis.

Hay que pagar las deudas, no importa a qué coste.







CAPITULO 3



Shadizar era una ciudad de cúpulas de oro y chapiteles de alabastro; apuntaba hacia el cerúleo firmamento desde el polvo y las piedras de la planicie zamoria. En los patios umbríos, entre las higueras, chapoteaban fuentes de puro cristal, y un sol atroz se reflejaba en los relucientes muros blancos que resguardaban la fresca penumbra. Shadizar la Perversa, la llamaban, y otros veinte nombres, cada uno de ellos menos cortés que el anterior, y todos ganados con justicia.

Tras los grandes muros de granito de la ciudad, se buscaba el placer con la misma avidez que el oro, y a menudo se intercambiaba el uno por el otro. Los opulentos aristócratas se lamían los labios ante las trémulas doncellas como lo hubieran hecho delante de unos pastelillos. Las damas de ardiente mirada acechaban a su presa cual gatas sensuales de movimientos sinuosos. Un hombre de noble cuna y su mujer, que se habían dedicado, cada uno por su cuenta, a una vida de carnales deleites, se habían convertido en el blanco de muchas burlas, porque se contaba que se habían citado a ciegas y no habían descubierto quién era el otro hasta que ya fue demasiado tarde.

Pero aunque la perversión y el libertinaje fueran el alma de Shadizar, sólo el comercio proporcionaba el oro necesario para mantenerlos. Las caravanas llegaban desde los extremos más lejanos del mundo que ellos conocían, desde Turan y Corinthia, desde Iranistán y Khoraja, desde Koth y Shem. Perlas, sedas y oro, marfil, perfumes y especias, eran la música de la silenciosa pavana de la Ciudad de los Diez Mil Pecados.

A la hora en que Conan entró a caballo junto con la partida de guerreros en armadura negra de Taramis, las calles de la urbe estaban abarrotadas de comerciantes. Hombres vestidos con burdas túnicas y cargados con cestas de fruta esquivaban los látigos de los muleros, quienes guiaban sus hileras de bestias rebuznadoras por las calles, en las que se alineaban los toldos de las tiendas listados con colores brillantes, y mesas donde se exhibían muestras de lo que se podía comprar dentro. Altaneros nobles vestidos con sedas y rollizos mercaderes en oscuro terciopelo, aprendices con delantal de cuero y prostitutas que apenas si se cubrían con tintineantes cinturones de monedas, todos se apartaban de los camellos de largas patas de las caravanas, y de los hombres polvorientos, de facciones foráneas y mirada codiciosa, que los guiaban. De un lado a otro de la calle, se imponían los balidos y los cacareos de las ovejas y pollos que se llevaban a vender, los gritos de los buhoneros y de las putas que pregonaban su oferta, de los mendigos que pedían y los mercaderes que hacían negocios. Por todas partes se encontraba un hedor compuesto, a partes iguales, de especias, asaduras, perfume y sudor.

Taramis no se dejaba demorar por la congestión de las angostas calles. La mitad de los guerreros la precedían formados en cuña, y golpeaban con las largas clavas que aún llevaban a los que habían sido demasiado lentos en apartarse. El resto de la guardia de negro atuendo componía la retaguardia, y Conan y Taramis se hallaban en el centro. El corpulento cimmerio pensó que, efectivamente, se trataba de una guardia, aunque en teoría él mismo hubiera entrado al servicio de la aristócrata. Inclinó el cuerpo, sin desmontar, para coger una pera de gran tamaño del carretón de un frutero, y se obligó a sí mismo a aparentar un aire de negligente despreocupación, y a fingir que no prestaba atención a nada, salvo a comerse la suculenta fruta y a observar a la multitud.

El interminable gentío tenía que apartarse a ambos lados de la calle; los mercaderes y las rameras, los nobles y los mendigos, se apiñaban en el mismo sitio, pisoteaban las chucherías que alguien mostraba dispuestas sobre una manta, y tumbaban las mesas que había delante de las tiendas. Contemplaban al grupo de guerreros con el rostro sombrío. Era posible distinguir a los más lentos por su rostro ensangrentado. La mayoría callaba, pero los guardias que precedían a Taramis agitaron las clavas ante los transeúntes, y se oyeron gritos aislados tales como: «¡Aclamad todos a la princesa Taramis!», o «¡Que los dioses bendigan a la princesa Taramis!».

Conan se fijó en una caravana que se había metido por una calle lateral. En el camello que iba al frente, en los viandantes que tropezaban con él, y en el hombre esbelto, de piel oscura, tocado con un turbante sucio, que tiraba continuamente de la cuerda con que tenía sujeta a la bestia. Los otros camellos, que notaban la agitación del primero, gruñían y se movían nerviosamente.

Al pasar por delante de la caravana, Conan arrojó a un lado el hueso de la pera. Al morro del cabello que iba en cabeza. Con un salvaje bramido, la gris y polvorienta bestia se encabritó, y el hombre del turbante no pudo retener la cuerda en las manos. Por un instante, el animal no pareció comprender que había quedado libre. Entonces arremetió, seguido por media docena de camellos, contra la columna de guerreros de negra armadura. El cimmerio soltó las riendas de su caballo, y éste se unió a la estampida.

Oyó gritos a sus espaldas, pero se agachó a lomos del caballo y lo dejó galopar. Los buhoneros y tenderos en fuga, y el grupo de camellos, con Conan en su centro, pasaron por un recodo no muy cerrado de la calle. Los perseguidores —no cabía duda de que le perseguirían— no podían verle, pero aquello sólo duraría unos pocos momentos. Saltó del caballo. Sintió un fuerte golpe en las costillas al rodar entre las patas de los camellos. Entonces se puso en pie, dio un salto y, delante de un comerciante que lo miraba boquiabierto, se ocultó tras un montón de canastas de prieta trama. Las pezuñas que golpeaban ruidosamente el pavimento acabaron por alejarse, y una veintena de guerreros de torva faz y negra armadura llegó con gran estruendo; Bombatta iba al frente.

Conan se puso en pie poco a poco, poniéndose bien el talabarte, cuando los jinetes hubieron desaparecido por el otro extremo de la calle. Se frotó el lugar donde el camello le había pateado. Pensó que los camellos eran bestias maliciosas. No como los caballos. Nunca se había sentido capaz de entenderse con los camellos. De repente, comprendió que el tejedor de canastas todavía le estaba mirando.

—Buenas canastas —le dijo Conan—, pero no son lo que quiero.

El boquiabierto comerciante no dejó de mirarle hasta que hubo cruzado la calle a la carrera y desaparecido por un estrecho callejón que apestaba a orina y a basura putrefacta.

El cimmerio corrió por los tortuosos y angostos callejones, profiriendo maldiciones cada vez que resbalaba en la capa de mugre. Cuando entraba en una nueva calleja, se detenía sólo el tiempo necesario para asegurarse de que no vinieran guerreros en armadura negra por ningún lado, y entonces echaba a correr y se metía por un nuevo pasaje. Atravesó Shadizar moviéndose en zigzag, hasta que, a la sombra del muro meridional de la ciudad, se coló por la puerta trasera del mesón de Manetes.

Entró por un pasillo fresco y aireado, aunque también lleno de olores de mala comida. Las camareras miraban sobresaltadas al corpulento cimmerio cuando entraban y salían de las cocinas, pues los clientes no solían acceder al mesón desde la tortuosa calleja de su parte trasera. Además, un joven alto como aquél, con la espada y la daga colgándole del cinturón, y hielo azul en los ojos, tampoco se parecía al cliente habitual.

En la taberna, los muleros, camelleros y carretilleros, extranjeros en su mayoría, ocupaban las mesas, y el olor a sudor y a animales competía con el aroma del vino rancio. Mozas de partido de esbeltas caderas, vestidas con fajas cortas de seda ligera y vistosamente coloreada, o con todavía menos, se exhibían entre las mesas dispersas sobre el piso cubierto de arena. Más de una de las zorras miró con ardor al cimmerio de anchas espaldas; algunas, sentadas en el regazo de hombres que ya les habían puesto monedas de plata en la mano, se ganaron gruñidos e incluso bofetadas, pero los clientes preferían hacer pagar a las mozas su ira. Aun quienes se creían fieros como mastines reconocían a un lobo en el joven de abultada musculatura, y desviaban hacia otros sus pensamientos y su cólera.

Conan no se daba cuenta de la agitación que estaba causando. Una vez se hubo asegurado de que no había guerreros con armadura negra en la taberna, no tuvo interés en nada más de lo que pudiera haber allí. Se acercó con ligereza al mostrador, desde donde Manetes estaba al tanto de todo. Los oscuros ojos del mesonero, que era alto y tan delgado que se le podían contar los huesos, estaban muy hundidos en su cadavérico rostro. Sin embargo, su aspecto hambriento no parecía haber afectado nunca a la clientela, aunque Conan se veía incapaz de discernir el porqué.

—¿Malak está aquí? —le preguntó en voz baja.

—Al final de las escaleras —le respondió Manetes—. La tercera puerta a la derecha. —Se frotó las manos con el sucio delantal y miró con suspicacia detrás del cimmerio, como buscando perseguidores—. ¿Andáis metidos en algún lío?

—Nada que pueda molestarte —le respondió Conan, y fue hacia las escaleras.

No temía por la discreción del enjuto tabernero. En otro momento, había rescatado a la hija de Manetes de las garras de dos iranistanios que habían querido venderla en Aghrapur. Manetes callaría aunque le pusieran hierros al rojo en los pies.

Una vez en el segundo piso, Conan abrió de un empujón la puerta que le habían indicado, y retrocedió violentamente, pues una daga había estado a punto de rajarle la garganta.

—¡Soy yo, imbécil! —masculló.

Sonriendo nerviosamente, Malak envainó el arma y volvió al cuarto. Conan entró también, y cerró la puerta con otro empujón.

—Lo siento. —El enjuto y fuerte ladrón rió, tembloroso—. Ocurre que... bueno... Conan, por la gracia de Mitra, Taramis estaba ahí fuera dándonos caza, y ese fuego... se trataba de brujería, ¿verdad?... y no sabía lo que te había ocurrido, y... ¿cómo has logrado liberarte? Ya casi había olvidado la pelea en el Mesón de las Tres Coronas, y que teníamos que volver a encontrarnos aquí igual que aquella vez. Y ahora, ¿cómo nos marcharemos de la ciudad? ¿Desenterramos las gemas? Empecemos por ir allí y desenterrarlas. Esas piedras preciosas nos permitirán...

—Cálmate —le dijo Conan—. No nos vamos de Shadizar. Aún no. Taramis me ha confiado una misión.

—¿Qué clase de misión? —le preguntó Malak con cautela—. ¿Y cuánto oro ofrece?

—Todavía no sé lo que quiere. Por lo que respecta al precio... Taramis dice que puede resucitar a Valeria.

Malak silbó entre dientes. Miró en derredor con sus oscuros ojos, como si hubiera estado buscando una salida.

—Brujería —logró decir por fin—. Sabía que ese fuego era cosa de brujería. Pero ¿crees que de verdad tiene tanto poder? Y aun cuando lo tenga, ¿puedes confiar en ella?

—Tengo que correr ese riesgo, por Valeria. Le debo... —Conan sacudió la cabeza. Malak era un amigo, pero no iba a entender aquello—. Tú no tienes razón para tomar parte en esto, así que, si me ayudas, te daré mi mitad de las gemas de Abuletes.

Malak se animó al instante.

—No tenías que ofrecerme eso, cimmerio. Somos compañeros, ¿verdad? De todos modos, acepto, para que todo sea justo. Eso sí, siempre que no tenga que entrar en el palacio de Taramis. Hace unos pocos años mandó encerrar a tres primos míos en sus mazmorras, y dos de ellos murieron allí.

—Taramis no sabría distinguirte de la muchacha-gallina de Hanumán, Malak. Con todo, no voy a pedirte eso, y puedes estar seguro de que ella tampoco te lo pedirá. Allá, en la llanura, sólo quiso que te marcharas.

—Con eso sólo demostró que no conocía mi talento —dijo el hombrecillo, resoplando—. Si busca un ladrón, ¿hay alguno mejor que yo? Pero ¿qué estoy diciendo? Voy a quemar incienso en el templo de Mitra para agradecerle que Taramis te haya elegido a ti, y no a mí. ¿Qué es lo que quieres que haga?

—Yo entraré en el palacio de Taramis. Tú observarás cuidadosamente el edificio. No sé adonde tendré que ir, y, si he de marcharme de la ciudad, tal vez no tenga tiempo para buscarte. También tienes que averiguar dónde está Akiro.

—¿Otro brujo? —exclamó Malak.

Ciertamente, Akiro era brujo. Este hombre de poca estatura, rollizo, de piel amarilla como los hombres del lejano Khitai —si bien nunca había revelado el lugar de su nacimiento— había ayudado en otra ocasión a Conan con sus poderes. El cimmerio no confiaba plenamente en él —no confiaba en ningún brujo—, pero Akiro había apreciado a Valeria. Quizá esto último ayudara a inclinar la balanza.

—Le necesitaré en este asunto, Malak, para que vigile las brujerías de Taramis, y se asegure de que Valeria no regresa hechizada.

—Lo encontraré, cimmerio. ¿Tienes tiempo para beber por nuestra suerte, o debes volver de inmediato al palacio de Taramis?

—Ahora voy por primera vez —dijo Conan, riendo—. Dejé a su compañía sin despedirme, y sus guardias me están buscando por las calles. Pero espero poder llegar a palacio sin tener que matar a ninguno.

Malak negó con la cabeza.

—Tendrás suerte si no te clava la cabeza en una pica de puro airada.

—Tal vez esté airada, pero no me hará nada. No buscaba a un ladrón cualquiera, Malak, sino a mí. Conocía mi nombre, y salió a la llanura para encontrarme. No sé qué pretende hacer, pero necesita a Conan de Cimmeria.







CAPITULO 4



Desde la ciudad que lo circundaba, el palacio de Taramis parecía una fortaleza, aunque, por supuesto, no tan imponente como el Palacio Real. Quien tratara de superar a éste, se arriesgaba a que le acortaran el cuerpo en una cabeza, por muy borrachín que fuera el rey Tirídates. Los muros almenados de granito de Taramis cuadruplicaban en altura a un hombre alto y, con todo, les faltaban dos pasos para igualar a los del rey. Había torres de planta cuadrada en las cuatro esquinas, y otras dos que flanqueaban las altas puertas guarnecidas de hierro.

Estas puertas estaban abiertas cuando se acercó Conan; las guardaban dos guerreros con corazas negras y yelmos con nasal, y lanzas de punta larga que los soldados sostenían elegantemente inclinadas. Había otras parejas, rígidas como la misma piedra que protegían, en lo alto de las torres, y todavía más a lo largo de los muros. El corpulento cimmerio torció el labio con menosprecio al contemplar a los guardias. Parecían estatuas, y tenían la misma utilidad. En una noche con luna, un ladrón ciego habría podido pasar entre ellos sin que se enteraran.

El sol se acercaba ya al horizonte occidental, y los guardias de las grandes puertas estaban a punto de terminar su turno, aburridos, y abstraídos pensando en la comida, el vino y las camareras que les aguardaban en sus barracones. Cuando Conan se les hubo acercado a tres pasos, entendieron que pretendía entrar, y no simplemente pasar de largo. Según su experiencia, los hombres como él sólo entraban en el palacio de la princesa del reino camino hacia las mazmorras. Todos bajaron las lanzas a la vez, y le apuntaron al pecho con sus largas puntas.

—Márchate —le gritó uno de ellos.

Todos miraron el polvo mezclado con sudor que le cubría el cuerpo, y sonrieron con malicia. El que ya había hablado volvió a abrir la boca.

—Te hemos dicho que...

De repente, Bombatta apareció, y empujó a un guardia a cada lado, como si no los hubiera visto en su camino. Los guerreros se estrellaron contra las gruesas maderas y las guarniciones de hierro de la puerta abierta, y cayeron aturdidos. Bombatta ocupaba ahora su lugar, mirando a Conan con odio, y vacilaba en empuñar la espada.

—¿Te atreves a venir después de que...? El corpulento guerrero de rostro marcado tomó estremecido aliento. Sus ojos negros miraban directamente a los de Conan.

—¿Adonde habías ido, por los nueve Infiernos de Zandrú?

—Los camellos asustaron a mi caballo —dijo Conan despreocupadamente—. Además, quería beberme un par de jarras de vino para aclararme el polvo que me había quedado en la garganta después de la cabalgata hasta Shadizar.

Los dientes le rechinaron a Bombatta.

—Ven conmigo —rezongó, y se volvió para entrar en palacio. Los guardias, que se acababan de poner en pie, se apartaron cautamente de su camino, pero, en cuanto estuvo dentro, Bombatta gritó—: ¡Togra! ¡Cambia a esos bufones de la puerta!

Conan le siguió, pero no quería correr detrás de otro hombre como un lacayo y, sin embargo, tenía que hacerlo para no quedarse atrás. Decidió caminar a su propio ritmo, y fingió no ver cómo el rostro de Bombatta se ensombrecía al tener que aflojar el paso para no perder al cimmerio.

Un camino amplio y enlosado iba desde la puerta hasta el palacio propiamente dicho, por un elaborado jardín donde las fuentes de mármol salpicaban y brillaban entre desvaídas neblinas, y los chapiteles de alabastro se erguían hasta triplicar la altura del muro exterior. Los grandes árboles arrojaban sombras acogedoras. En los claros había arbustos floridos, y plantas traídas de países tan lejanos como Vendhia y Zíngara. Lo atravesaban cuidados caminos y, sin moverse de donde estaba, Conan alcanzaba a ver a media docena de jardineros, esclavos a juzgar por sus túnicas cortas y sus piernas desnudas, que trabajaban por embellecerlo todavía más.

Un pórtico de altas columnas aflautadas circundaba el palacio propiamente dicho, y en el interior había gran cantidad de patios con suelo de mármol pulido, bajo las balconadas de las niveas paredes que brillaban aun a la luz del ocaso. Tapices de maravillosa labor guarnecían los corredores, y había gran cantidad de alfombras de Vendhia extendidas sobre los suelos. Los esclavos se afanaban por encender las lámparas de oro ante la inminente llegada de la noche.

Bombatta anduvo más y más por el palacio, hasta el punto de que Conan se preguntó si estaría mostrándole todo el edificio. Entonces, entró en un patio y se detuvo, sin advertir ni prestar atención a que Bombatta también se hubiera detenido. Había pedestales en derredor, y en cada uno de ellos un símbolo tallado en alabastro, pórfido u obsidiana. Reconoció algunos que había visto en las cartas de los astrólogos. Se alegraba de no conocer algunos de los demás; no los miró durante mucho rato. Entre los pedestales había grupos de hombres vestidos con túnicas azafranadas y negras, bordadas con símbolos arcanos, en diferentes grados de complejidad. Otros, ataviados con túnicas de oro, se mantenían aparte. Todas las miradas se volvieron hacia él cuando entró en el patio, miradas interesadas, miradas que pesaban, medían y evaluaban.

—Este es Conan —dijo Bombatta, y Conan entendió que no se estaba dirigiendo a los hombres, sino a Taramis, que se hallaba por encima de todos ellos en una balconada.

La voluptuosa aristócrata todavía llevaba puestos los vestidos sucios del viaje, y su rostro estaba lleno de arrogante furia. Miró fijamente a Conan a los ojos. Parecía esperar que el cimmerio bajara la mirada y, al ver que no lo hacía, sacudió la cabeza, irritada.

—Macedlo lavar —ordenó—, y traédmelo. Sin decir nada más abandonó la balconada, e incluso su espalda parecía encolerizada.

Sin embargo, su furia no era mayor que la del mismo Conan.

—¡Que me hagan lavar! —gritaba—. ¡No soy un caballo! Para su sorpresa, el rostro marcado de Bombatta se hizo reflejo de su ira.

—¡Los baños están por aquí, ladrón!

El guerrero de armadura negra casi gruñó las palabras, y se marchó con largas zancadas, sin volverse para ver si Conan le seguía.

Pero el cimmerio sólo tuvo un momento de duda. Se alegraba de que se le presentara una oportunidad de sacudirse el polvo; sólo la manera en que se la habían ofrecido —si es que aquello podía llamarse oferta— le molestaba.

La estancia a la que llevaron a Conan tenía mosaicos en las paredes, donde se veían imágenes de cielos azules y rápidos de río y, en el centro de la habitación, un ancho estanque de azulejos blancos. Al otro lado del estanque había un sofá bajo y una pequeña mesa con frascos de aceites. Sin embargo, sólo las sirvientas del baño lograron hacerle sonreír. Cuatro muchachas le miraron con sus ojos oscuros, y ocultaron con la mano sus risillas. Todas tenían el cabello igualmente moreno, e idénticamente trenzado en torno a la cabeza, pero las túnicas cortas de lino blanco les cubrían holgadamente las redondeces, que variaban desde la esbeltez a la opulencia.

—Mandaremos a buscarte, ladrón —dijo Bombatta. La sonrisa de Conan se esfumó.

—Tu tono de voz empieza a molestarme —dijo fríamente.

—Si no te necesitáramos...

—Que tu mano no se contenga por eso. Estaré aquí... luego.

Bombatta acercó una mano crispada a su arma; entonces, las cicatrices del rostro se le pusieron lívidas, y salió airado de la estancia.

Las cuatro jóvenes habían callado durante la confrontación. Entonces se apretujaron todas juntas, y miraron a Conan con ojos temerosos.

—No voy a morderos —les dijo él amablemente. Se le acercaron, dubitativas; empezaron a quitarle el atuendo y a charlar.

—Creí que ibas a luchar con él, mi señor.

—Bombatta es un militar fiero, mi señor. Un hombre peligroso.

—Por supuesto, mi señor, eres tan alto como él. No sabía que hubiera más hombres tan altos como Bombatta.

—Pero Bombatta es más corpulento. No es que dude de tus fuerzas, mi señor.

—Basta —dijo Conan, riendo, y apartándolas de sí—. No habléis todas a la vez. En primer lugar: no soy el señor de nadie. En segundo lugar, sé lavarme solo. Y por fin, decidme, ¿cómo os llamáis?

—Yo soy Aniya, mi señor —le respondió la más esbelta—. Éstas son Tafis, Anouk y Liella. Y estamos aquí para lavarte, mi señor.

Conan observó con interés sus esbeltas formas.

—Se me ocurren cosas mejores que hacer —murmuró. Para su sorpresa, Aniya se puso colorada.

—Eso... eso está prohibido, mi señor —balbuceó—. Tenemos obligaciones para con el Dios Durmiente.

Las otras tres dieron un respingo, y el rostro de Aniya palideció con la misma rapidez con que se había ruborizado.

—¿El Dios Durmiente? —dijo Conan—. ¿Qué dios es ese?

—Por favor, mi señor —gimió Aniya—, no se debe hablar de él. Por favor. Si revelaras lo que te he dicho, yo sería... sería castigada.

—No diré nada —le prometió Conan.

Pero por más que habló, no le quisieron explicar nada que no tuviera que ver con su baño.

Aguardó, sin moverse, a que le enjabonaran y aclararan, y a que lo enjabonaran y aclararan de nuevo. Lo secaron con suaves toallas, y le hicieron masajes en la piel con óleos fragantes. Sin duda, no eran los más fragantes. Se esforzó por evitar que le aplicaran estos últimos, si bien, cuando hubieron terminado, le pareció igualmente que olía como un petimetre aristócrata. Mientras lo estaban vistiendo con ropajes de seda blanca, entró un hombre calvo y arrugado.

—Yo soy Jarvaneus —dijo el anciano, inclinándose ligeramente—, Jefe de Camareros de la princesa Taramis. —Se le notó en la voz que se consideraba infinitamente superior a un ladrón—. Si ya has terminado, te llevaré a... —Tosió al ver que Conan recogía su talabarte—. No lo vas a necesitar.

Conan se abrochó el talabarte y envainó el sable y la daga. En ningún caso le gustaba que lo desarmaran y, cuanto más veía, menos ganas tenía de quedarse sin armas en aquel palacio.

—Llévame con Taramis —dijo. Jarvaneus se sofocó.

—Voy a llevarte ante la princesa Taramis.

El cimmerio le indicó con un gesto que le guiara.

Después de que el anciano lo hubiera dejado, Conan pensó que una sorpresa se iba añadiendo a otra. No lo habían llevado a una sala de audiencias. Las lámparas de oro iluminaban la noche cada vez más negra. Una cama grande, redonda, velada con diáfana seda blanca, ocupaba uno de los extremos de la gran estancia. El piso de baldosas de mármol estaba cubierto de alfombras de Vendhia y de Iranistán, y en su centro había una mesilla de bronce pulimentado, sobre la que reposaba una jarra de cristal llena de vino y dos copas de oro forjado a martillo. Taramis, envuelta en ropajes de seda negra desde la garganta hasta los pies, estaba reclinada sobre cojines al lado de la mesa.

No estaban solos en la estancia. En cada rincón había un guerrero con armadura negra, sin yelmo, y con la espada colgando a la espalda, de tal manera que la empuñadura asomaba tras el hombro derecho. Estos hombres miraban al frente, sin mover un músculo, sin que parecieran respirar ni parpadear.

—Son mis salvaguardias —dijo Taramis, señalándolos a los cuatro—. Los mejores guerreros de Bombatta, casi tan buenos como él mismo. Pero no te preocupes. Sólo atacan cuando yo se lo ordeno. ¿Quieres vino?

Se levantó ágilmente y se puso a llenar las copas. Conan sintió que el aliento se le quedaba en la garganta. Al inclinarse la mujer, las sedas negras le habían quedado tirantes sobre las nalgas. En su multitud de pliegues, el atuendo era opaco, pero, al estirarse, transparentaba. Y Taramis no llevaba ninguna otra prenda debajo, salvo su fino cutis. Al acercarse a él con el vino, se encontró con que el cimmerio no apartaba los ojos del leve balanceo de sus opulentos senos.

—Como te decía, si quieres comer algo, puedo hacer que te sirvan.

Por la voz con que habló, se notó que la aristócrata se estaba divirtiendo.

Conan se sobresaltó, se ruborizó, y se ruborizó todavía más al darse cuenta de lo que había hecho.

—No. No, no quiero comer nada.

Furioso consigo mismo, tomó una copa. Se preguntó cómo podía haber estado contemplando a Taramis como un mozuelo que jamás hubiera visto a otra mujer. Si no podía tener más seso, más le valía dejarlo correr todo. Se aclaró la garganta.

—Querías que llevara a cabo una misión. No puedo hacerlo sin saber de qué se trata.

—¿Quieres recobrar a esa Valeria?

Se acercó a él, hasta rozarle el pecho con los senos. Aun a través de la túnica, parecían arder como dos carbones ardientes.

—Quiero que vuelva a la vida.

El cimmerio se acercó a los cojines —con la esperanza de afectar despreocupación— y se tendió de espaldas. Taramis se acercó a él; Conan miró hacia arriba, y tuvo que apartar los ojos de la tentadora línea de sus caderas, su vientre y su pecho. No vio la menuda sonrisa que asomaba a sus labios.

—No olvides en ningún momento lo que deseas, ladrón, y sigue mis órdenes.

—Todavía no me has explicado lo que debo hacer.

El cimmerio tuvo que reprimir un suspiro de alivio cuando Taramis se alejó de él y empezó a caminar de un lado para otro.

—Tengo una sobrina, la dama Jehnna —dijo pausadamente Taramis—. Ha pasado toda su vida confinada. Sus padres, es decir, mi hermano y su esposa, murieron cuando todavía era un bebé. La impresión fue demasiado para ella. La niña es... delicada, y su mente frágil. Pero ahora tiene que partir de viaje, y tú deberás acompañarla.

Conan se atragantó con el vino.

—¿Yo debo acompañarla? —dijo en cuanto hubo recobrado el aliento—. No estoy acostumbrado a acompañar a mujeres de la nobleza.

—Quieres decir que sólo eres un ladrón —dijo Taramis, y sonrió al ver que Conan se revolvía incómodamente—. Aún no te he entregado a la Guardia de la Ciudad, Conan. ¿Para qué voy a hacerlo? Necesito un ladrón, porque Jehnna tiene que robar una llave, una llave que sólo puede tocar ella, y también puede tocar sólo ella el tesoro al que se podrá llegar con la llave. ¿Quién puede ayudarla mejor que el mejor de los ladrones de Zamora?

El corpulento joven sintió que la cabeza le daba vueltas. Dejó cuidadosamente la copa sobre la mesa. Lo último que necesitaba era el vino.

—Tengo que llevarme de viaje a esta niña, la dama Jehnna, y ayudarla a robar una llave embrujada y un tesoro —dijo estupefacto—. Si éste es el servicio que requieres a cambio de Valeria, lo haré, aunque no entiendo por qué no puede viajar con un séquito de siervos y un centenar de tus guardias, en vez de un único ladrón.

—Porque, según los Pergaminos de Skelos, esos que tú dices no pueden acompañarla.

—Esos pergaminos... —empezó a decir Conan, pero la mujer envuelta en sedas le indicó bruscamente con la mano que callara.

—Profecías —se apresuró a decir—. Explican lo que tiene que hacerse, y cómo. No pienses en ellas. Están escritas en una lengua antigua que sólo entienden los... eruditos. —Le miró inquisitivamente, y luego siguió hablando—. Son un tanto vagos en lo que respecta a los números, pero sólo se menciona específicamente a dos acompañantes. Esos dos seréis tú y Bombatta.

Conan gruñó, porque no prestaba tanta atención a los pergaminos como a preocupaciones más inmediatas. ¿Tendría que viajar con Bombatta? Bueno, ya se encargaría de él si era necesario.

—¿Dónde se encuentra esa llave?

—La dama Jehnna te lo explicará.

—Preferiría tener un mapa —dijo Conan—, y un plano del lugar donde está guardada la llave. Lo mismo digo del tesoro. ¿Y de qué tipo de tesoro se trata? ¿Necesitaremos bestias de carga para transportarlo?

—La dama Jehnna lo reconocerá en cuanto lo vea, mi hábil ladrón. Y es capaz de sostenerlo con las manos; nadie más podría hacerlo. Te basta con saber esto. En cuanto al mapa, te diré que no tenemos ninguno, que no podemos tener ninguno aparte del que se halla en la cabeza de Jehnna. Cuando nació, le fueron arrojados hechizos que la conectaron a esa llave. Advertirá la presencia de la llave durante el viaje, y sabrá cómo hallarla. Cuando tenga la llave en la mano, podrá encontrar el tesoro del mismo modo.

Conan suspiró. No porque le sorprendiera que Taramis tratase de ocultarle algunos secretos. La mayoría de clientes se resistían a confiar por completo en un ladrón, aun cuando lo contrataran. Sin embargo, aquello no le facilitaba las cosas.

—¿Hay algo más que deba saber, para lo que deba prepararme? Recuerda que, si nos encontramos con demasiadas sorpresas, no sólo podría morir yo, sino también tu sobrina.

—Jehnna no debe sufrir ningún daño! —exclamó Taramis.

—Voy a protegerla, pero no puedo hacerlo si me dejas en completa ignorancia. Si sabes alguna cosa más...

—Muy bien. Sé... por una fuente fidedigna, que la llave se halla en posesión de un hombre llamado Amón-Rama, un estigio.

—Un brujo. —Conan lo imaginó, después de todo lo que había oído.

—Sí, un brujo. Verás, te estoy diciendo todo lo que sé. Deseo tanto o más que tú que esta expedición tenga éxito. ¿Estás asustado, o puedes hacer frente a lo que te encuentres? Recuerda a tu Valeria.

Ante estas palabras, el rostro de Conan se ensombreció.

—He dicho que voy a hacerlo, y lo haré.

—Muy bien —dijo Taramis—. Ahora voy a comentarte algo que es tan importante como todo lo demás, al menos para ti. En la séptima noche a partir de hoy se dará una configuración de estrellas que sólo se repite una vez cada mil años. Sólo podré devolverte a Valeria durante esa configuración. Sólo en el caso de que para entonces hayas regresado con el tesoro y con la dama Jehnna. —Alzó la mano para acallar las protestas—. Mis astrólogos no son capaces de localizar la llave ni el tesoro, pero me han asegurado que es posible encontrarlos y volver con ellos antes de que pase ese tiempo.

—Te lo han asegurado —dijo él, riendo torvamente.

Miró al interior de su copa, y apuró de un solo trago el vino que quedaba. Pensó que, una hora antes, se había sumergido hasta las rodillas en brujería, y con cautela. Ahora, la hechicería le cubría hasta el cuello, y la neblina le impedía ver.

De pronto, se oyó un chillido en el palacio, un chillido de muchacha. Se oyó otra vez, y otra. Conan se puso en pie de un salto, y echó mano de la espada. Vio que los guardias estaban tensos, y se dio cuenta de que él mismo era la causa. Los chillidos no les habían inquietado en lo más mínimo.

—Es mi sobrina —se apresuró a decirle Taramis—. Jehnna sufre pesadillas. Siéntate, Conan. Siéntate. Voy a tranquilizarla y vuelvo en seguida.

Y para sorpresa de Conan, la princesa del reino de Zamora salió corriendo de la estancia.

Taramis no tuvo que ir muy lejos, y la cólera dio alas a sus pies. Había creído que aquellas pesadillas ya estaban solucionadas, que no volverían a molestarles por las noches. Su sobrina estaba acurrucada en el centro del lecho, y sollozaba entre espasmos a la mortecina luz de la luna que entraba por las ventanas terminadas en arco. Taramis no se sorprendió al no encontrar a ningún sirviente con ella. Todos sabían que sólo la princesa era capaz de hacer frente a las sombrías visiones que atormentaban a Jehnna por la noche. La aristócrata se arrodilló al lado de la cama y agarró a Jehnna por los hombros.

La muchacha se sobresaltó, y entonces vio a Taramis y la abrazó con fuerza.

—¡Era un sueño! —dijo, llorando—. ¡Un horrible sueño!

Jehnna, que aún no tenía dieciocho años, era una chica esbelta y guapa, pero sus ojos grandes y oscuros estaban cuajados de lágrimas, y sus carnosos labios temblaban sin freno.

—Era sólo un sueño —dijo Taramis para tranquilizarla, y le acarició el cabello largo y negro—. Nada más que un sueño.

—Pero he visto... he visto...

—Chst. Reposa, Jehnna. Mañana comenzará tu gran aventura. No puedes permitir que un sueño te asuste.

—Pero me ha asustado... —dijo Jehnna, vacilante.

—Calla, niña.

Taramis le puso suavemente los dedos en las sienes a Jehnna, y le cantó en voz baja. Poco a poco, los sollozos de la niña se fueron calmando, sus temblores se apaciguaron. Cuando empezó a respirar con el ritmo pausado y profundo del durmiente, Taramis se puso en pie. En cien ocasiones anteriores, había pensado que el sueño y los recuerdos del sueño habían desaparecido, pero, otras tantas veces, el mismo maldito sueño había vuelto para acosarla. Se frotó sus propias sienes. El mismo poder que llevaba a la muchacha hacia su destino hacía cada vez más difícil liberarla de aquella pesadilla. Pero desprovista de su poder y su destino, no habría tenido pesadillas. Jehna era la Elegida de quien hablaban los pergaminos, eso era lo que importaba. Ahora, la pesadilla se esfumaría durante el tiempo necesario. Por fuerza.

Taramis había seguido aquel camino durante toda su vida, ya desde la infancia. Tan pronto como tuvo uso de razón, su propia tía, la princesa Elfaine, empezó a enseñarle los dos únicos medios por los que una mujer puede hacerse poderosa: la seducción y la brujería. Al morir Elfaine, la niña Taramis, que sólo tenía diez años de edad, no asistió a los ritos fúnebres. Sus mayores creyeron que su ausencia se debía a la pena. En realidad, había estado registrando los aposentos privados de su tía, y había robado los libros de hechicería y objetos mágicos que Elfaine había ido reuniendo a lo largo de su vida. Y también encontró allí los Pergaminos de Skelos. En el siguiente cambio de fase de la luna, había dado inicio a veinte años de trabajo que se estaban acercando a su culminación.

Se dio cuenta de que Bombatta se hallaba a la puerta, y contemplaba a la muchacha que estaba en la cama. Se le acercó de inmediato y lo cogió por ambos brazos. Por un momento, él se resistió; luego se dejó llevar al corredor en penumbra.

—Ya ni siquiera lo ocultas, ¿verdad? —dijo Taramis con engañosa calma—. Deseas a mi sobrina. No trates de negarlo.

El hombre era mucho más alto que la mujer, pero se iba apoyando ora en un pie, ora en el otro, como un muchacho que aguarda el castigo.

—No puedo evitarlo —murmuró por fin—. Tú eres fuego y pasión. Ella es inocencia y pureza. No puedo evitarlo.

—Y no debe perder su inocencia. Está escrito en los Pergaminos de Skelos.

En verdad, los pergaminos no requerían que Jehnna fuera virgen; sólo que se viera libre de la más insignificante semilla de maldad, y que fuera un alma pura, incapaz de pensar mal de otros y de querer hacerles daño, así como de creer que los demás pudieran quererle algún mal a ella. Su vida de riguroso confinamiento la había hecho así. Pero Taramis había advertido lo que le estaba ocurriendo a Bombatta antes de que él mismo se diera cuenta, y se labrara esperanzas.

—Y aunque no fuera así —dijo Taramis—, tú eres mío, y no quiero compartir lo que es mío.

—No me gusta que te quedes sola con el ladrón —masculló Bombatta.

—¿Sola? —Taramis rió—. Tus cuatro mejores guardias están a mi lado, dispuestos a agarrarlo o a destriparlo si me amenaza. —El corpulento guerrero murmuró algo, y la mujer arrugó el entrecejo—. Habla fuerte para que te oiga, Bombatta. No me gusta que me oculten cosas.

Por un largo momento, él la contempló con ardientes ojos negros, y entonces dijo:

—No soporto la idea de que ese ladrón te mire, te desee, te toque...

—No te olvides de quién eres.

Cada una de las palabras hirió como una gélida navaja. Bombatta dio un paso hacia atrás, y se arrodilló lentamente, con la cabeza gacha.

—Perdóname —murmuró—. Pero no podemos confiar en ese Conan. Es un extranjero, un ladrón.

—¡Necio! Los pergaminos dicen que un ladrón con ojos del color del cielo debe acompañar a Jehnna. No hay ningún otro en Shadizar, tal vez no lo haya en toda Zamora. Haz lo que te he ordenado. Tienes que seguir al pie de la letra las instrucciones de los pergaminos. Al pie de la letra, Bombatta.

—Todo lo que tú ordenes —musitó—, yo lo haré. Taramis le tocó la cabeza, del mismo modo en que habría acariciado a uno de sus perros de caza.

—Por supuesto, Bombatta.

Se sintió traspuesta por la victoria, que sin duda se hallaba ya a su alcance. Tendría el Cuerno de Dagoth. Tendría inmortalidad y poder. Esta idea le cosquilleó por todo el cuerpo, y sintió ardores que se le arremolinaron en el vientre. Le tembló la mano sobre los negros cabellos de Bombatta. Respiró hondo.

—Puedes estar seguro de que todo sucederá como lo he planeado, Bombatta. Ahora, vuelve a tus aposentos y duerme. Duerme, y sueña en nuestro triunfo.

Sin levantarse, Bombatta la contempló mientras se marchaba, y sus ojos de obsidiana brillaron en la oscuridad.

Cuando Taramis entró en su alcoba, Conan se puso en pie.

—¿Cómo está tu sobrina? —preguntó.

—Se encuentra mejor. Está durmiendo. —La voluptuosa aristócrata levantó una mano, y los guardias vestidos de negro se marcharon de la habitación sin decir palabra—. Y tú, ¿duermes, ladrón, o estás despierto? ¿A estas horas quieres hablar de mi sobrina?

Los pliegues de sus diáfanas sedas se agitaban con cada uno de sus pasos, y dejaban entrever atisbos de su piel desnuda.

El cimmerio la miró, dubitativo. Si se hubiera tratado de una sirvienta, o incluso de la hija de un rico mercader, habría adivinado sus intenciones. Ante una princesa, vacilaba.

—¿Todavía eres hombre? —dijo ella, riendo—. ¿O llorando por Valeria te has quedado sin hombría?

Conan gruñó. Sabía que no podría hacerle comprender a Taramis lo que había existido, y aún existía, entre él y Valeria. Él mismo no lo entendía bien. Pero de algo sí estaba seguro.

—Soy un hombre —dijo.

Taramis le rodeó el cuello con las manos. Las negras sedas se arrebujaron en torno a sus pies. Sus ojos oscuros, y sus redondeadas desnudeces, le formularon un desafío.

—Pruébalo —le dijo con sorna.

Desdeñando el lecho, Conan la tendió en el suelo y le dio las pruebas que le pedía.







CAPITULO 5



Contemplando la hoguera de estiércol seco —pequeña, para no llamar la atención de otros que pudieran estar pasando la noche en la llanura zamoria—, Conan pensó brevemente en otras llamas, mágicas, que había visto sobre un tosco altar de piedra. Habían cabalgado una jornada entera después de salir de Shadizar, y Malak aún no aparecía.

El cimmerio no quería admitir que necesitaba la ayuda de otro, pero estaba convencido de que Akiro le haría falta durante el viaje. Y también más tarde, en el caso de que Taramis le diera lo que le había prometido. Por los Nueve Infiernos de Zandrú, ¿dónde estaba Malak?

Ceñudo, abandonó sus inútiles ensueños y se puso a observar a sus compañeros. O, más bien, a uno de los dos.

Bombatta llenó solícitamente una copa de plata con el vino de uno de los odres de piel de cabra que llevaban, y se la ofreció a Jehnna. Sonriendo agradecida, la joven la tomó con una mano que había ocultado hasta entonces bajo su capa de blanquísima lana; sujetaba con fuerza esta prenda en torno al cuerpo para resguardarse del frío de la noche. Conan no había esperado una muchacha como aquélla, y no acababa de acostumbrarse a la realidad. Taramis le había hablado de su sobrina como de una niña, y el cimmerio se había formado la imagen de una jovencita de nueve o diez años, no la de una moza de su misma edad, cuyo esbelto cuerpo se movía, envuelto en sus ropajes, con la inconsciente gracia de una gacela.

—Explícanos adonde ir —dijo Conan bruscamente—. ¿Mañaña por la mañana tendremos que seguir en la misma dirección, Jehnna?

—Llámala «dama Jehnna», ladrón —le corrigió Bomhatta, entre dientes.

Jehnna parpadeó, como sorprendida de que le hablaran. Sus ojos castaños, tan grandes y trémulos como los de un cervato recién nacido, miraron al cimmerio por unos momentos, y luego se volvieron hacia Bombatta. Le dirigió la respuesta al guerrero de negra armadura.

—Luego sabré más, pero, por ahora, sólo sé que tenemos que cabalgar hacia el oeste.

Conan pensó que por aquel camino llegarían a los montes Karpashios. Estos formaban una cordillera abrupta, elevada, donde uno podía perderse fácilmente si no estaba familiarizado con la región ni tenía ningún guía que la conociera. Los mapas sólo mostraban los pasos principales, que servían como rutas de comercio. Y sus habitantes, aunque no tan fieros como los montañeses kezankios, tampoco se mostraban amistosos con los extraños. Sabían cómo darles la bienvenida con una sonrisa y luego clavarles el puñal entre las costillas.

El cimmerio no se sorprendió de que Jehnna no le respondiera a él. Desde que, antes del alba, habían salido del palacio de Taramis, no le había dicho ni una sola palabra; sólo hablaba con Bombatta. Pero el cimmerio era experto en su oficio y, para un ladrón, la información es tan vital como la sangre.

—¿Cómo sabes el camino? —le preguntó—. ¿Es que la llave te atrae hacia sí?

—No está permitido hacerle preguntas, ladrón —masculló Bombatta.

Un lobo aulló en la noche, y el prolongado y lastimero aullido pareció mezclarse con las tinieblas coronadas por el cuarto creciente de la luna.

—¿Qué ha sido eso, Bombatta? —preguntó Jehnna con curiosidad.

El hombre de rostro marcado miró hostilmente a Conan por última vez antes de responder.

—Sólo un animal, niña. Como un perro.

Los ojos castaños de la muchacha delataron su interés.

—¿Veremos alguno?

—Tal vez, niña.

Conan negó con la cabeza. La muchacha parecía deleitarse con todo y no saber nada. Las calles de Shadizar, vacías a la hora en que habían partido, las tiendas y los camellos dormidos de la caravana acampada frente a las puertas de la ciudad, la jauría de hienas que les había seguido de lejos durante la mitad del día sin reunir valor para atacarles; todo ello la había fascinado por igual, y continuamente miraba a Bombatta con ojos brillantes y le hacía preguntas.

—Si me falta información, podríamos morir todos —dijo Conan.

—¡No la asustes, ladrón! —le gritó Bombatta. Jehnna puso la mano sobre la malla metálica que cubría el brazo del guerrero.

—No tengo miedo, Bombatta. Mi buen Bombatta.

—Entonces, dime cómo es que sabes dónde encontrar la llave —insistió Conan—. O díselo a Bombatta, si todavía no quieres hablar conmigo.

Jehnna volvió los ojos brevemente hacia Conan, y luego se quedó mirando al vacío que mediaba entre el cimmerio y el guerrero de negra armadura.

—No sé deciros exactamente cómo conozco el camino, sólo sé que lo conozco. Como si ya lo hubiera recorrido antes. —Negó con la cabeza y soltó una risilla—. Evidentemente, eso no puede ser. En verdad, no recuerdo haber abandonado el palacio de mi tía hasta hoy.

—Si supieras explicarme adonde tenemos que ir —le dijo Conan—, aunque sea vagamente, yo podría guiaros por un atajo más corto que el camino que tú conoces. —Acordándose de la configuración de estrellas que, según Taramis, era necesaria para resucitar a Valeria, se tocó el amuleto de oro que llevaba al cuello y añadió—: Tenemos poco tiempo.

Una vez más, Jehnna negó suavemente con la cabeza.

—Si el camino que veo delante de mí es el correcto, entonces... lo recuerdo. Pero primero tengo que verlo. —De pronto, se echó a reír, y se tumbó de espaldas para poder contemplar el firmamento—. Además, no quiero que este viaje se acabe en seguida. Querría que no terminara jamás.

—Eso es imposible, niña —le dijo Bombatta—. Tenemos que volver a Shadizar antes de que pasen otras seis noches.

Conan tuvo que esforzarse para impedir que su rostro revelara inquietud. La configuración tenía que producirse al cabo de seis días, pero Bombatta no tenía ningún interés en la resurrección de Valeria. ¿Qué más había de ocurrir aquella noche?

—Es hora de que te acuestes, niña —le dijo el guerrero de rostro marcado—. Tendremos que ponernos en marcha temprano.

Bombatta comenzó a prepararle el lecho: apartó las rocas, y removió la tierra con su daga.

—Por favor, Bombatta —le dijo Jehnna—, ¿no puedo seguir despierta un rato más? Las estrellas se ven muy diferentes desde aquí que desde los jardines de palacio. Casi parece que pueda tocarlas. —Sin responderle, Bombatta extendió las mantas sobre el suelo que le había ablandado—. Bueno, está bien —dijo suspirando, y ocultó un bostezo con una mano—. Sólo quería conocerlo todo, y hay tantas cosas...

Cuando se hubo tendido, Bombatta cogió otra manta y la cubrió con sorprendente dulzura.

—Te dejaré conocer todo lo que pueda —le dijo suavemente—. Todo lo que pueda, niña, pero tenemos que volver a Shadizar en las próximas seis noches.

Acomodando los brazos a modo de cojín, Jehnna murmuró algo, adormilada.

Al ver como Bombatta aguardaba agachado al lado de la joven, Conan pensó en un amante. Si Jehnna no hubiera sido claramente virgen, el cimmerio habría pensado que el otro hombre era su amante.

Poniéndose en pie, Bombatta se acercó al fuego y empezó a echarle tierra encima con el pie.

—Yo haré la primera guardia, ladrón —dijo.

Sin más palabras, volvió al lado de Jehnna, desenvainó la espada y se sentó con las piernas cruzadas y el acero desnudo sobre las rodillas.

Conan apretó los dientes. Bombatta se había sentado entre Jehnna y el cimmerio, como si hubiera tenido que protegerla de éste. Sin perderlo de vista, Conan se tendió en el suelo, y apoyó la mano en el puño de su propia espada. No se cubrió con ninguna manta. Estaba habituado a fríos más intensos que el de la llanura zamoria, y la manta le habría entorpecido si se daba el caso de que tuviera que desenvainar el arma. Habría podido morir por aquella circunstancia ante un hombre que ya tuviera el acero en la mano. Sin embargo, aunque no confiara en Bombatta, un nuevo misterio se había añadido a los demás. ¿Qué tenía que ocurrir en Shadizar al cabo de seis noches? Todavía estaba pensando en ello cuando se durmió.

El sol bermejo maltrataba con saña al trío de jinetes en su camino hacia el este por las llanuras zamorias, y Jehnna se había puesto el capuchón de su capa, blanca como la nieve, en un vano intento de protegerse el rostro con su sombra. Entendía que Bombatta había estado en lo cierto al decirle que la capa la protegería del sol —había sacado la mano de debajo de la capa durante los momentos necesarios para sentir la fuerza directa de los rayos del sol, y había quedado convencida—, pero no del calor. Le pareció que habría podido prescindir de conocer aquello. Más adelante, se erguía una masa grisácea de montañas coronadas de nieve, los montes Karpashios, que les prometían humedad y frescura. Jehnna se lamió los labios, pero de poco le sirvió.

—Las montañas, Bombatta... —dijo—. ¿Tardaremos mucho en llegar allí?

El guerrero se volvió, y la muchacha sintió un estremecimiento de miedo al ver su rostro marcado, sudoroso, medio cubierto por el negro yelmo. Se dijo a sí misma que era necia. ¿Cómo podía temer a Bombatta, a quien había conocido durante toda la vida? Desde luego, era necia.

—Aún tardaremos, niña —le respondió—. Mañana. Tal vez antes del mediodía.

—Pero parece que estén muy cerca —protestó ella.

—Es el aire de las llanuras, niña. Hace que las distancias parezcan muy cortas. Las montañas están a varias leguas de aquí.

Jehnna pensó en pedir otro sorbo de agua, pero había visto a Bombatta examinando los odres después del último trago, y sopesándolos para ver cuánta les quedaba. Entonces miró a Conan, que cabalgaba al frente; llevaba la acémila atada a su silla. El norteño había bebido un sorbo de agua al despertar y, desde entonces, no había vuelto a mirar los odres. Ahora cabalgaba pausadamente, con la mano apoyada en el puño del arma, escudriñando siempre lo que hubiera más adelante, aparentando no darse cuenta de que el sol los estaba abrasando desde el alba y aún no había llegado a su cénit.

Pensó que se trataba de un joven extraño, aunque apenas si había conocido a otros con quienes pudiera compararlo. No tenía más años que ella, de eso estaba segura, pero sus ojos —qué color más extraño tenían sus ojos; eran azules— le parecían extraordinariamente más maduros. La sed no le molestaba, ni el calor. ¿Había algo que pudiera detenerle? ¿La lluvia, el viento, la nieve? Había oído contar que existía nieve en las montañas, y que se amontonaba hasta hacerse tan alta como un palacio. No, seguro que Conan seguiría adelante, y que nada lo detendría. Quizá su tía lo había mandado con ella por eso. Quizás era un héroe, un príncipe disfrazado, como los que aparecían en los cuentos que las criadas le habían contado cuando su tía no estaba.

Miró a Bombatta por el rabillo del ojo.

—¿Es apuesto, Bombatta?

—¿Quién dices que es apuesto? —preguntó él ásperamente.

—Conan.

El guerrero se volvió hacia ella; por un instante, Jehnna volvió a sentir miedo.

—No debes pensar en tales cosas. —Bombatta hablaba con voz dura, en la que no había vestigios de la amabilidad que había tenido anteriormente para con ella—. Y menos si se trata de ese hombre.

—No te enfades conmigo, Bombatta —le rogó la joven—. Yo te quiero, y no querría que te enfadaras conmigo.

La tristeza apareció fugazmente en el rostro de Bombatta.

—Yo... también te quiero, Jehnna. No me he enfadado contigo. Sólo ocurre que... No pienses en ese ladrón. Olvídalo por completo. Es lo mejor que puedes hacer.

—No sé cómo voy a olvidarlo, puesto que viaja con nosotros. Además, Bombatta, yo lo encuentro apuesto, como los príncipes de los cuentos.

—No es ningún príncipe —rezongó Bombatta. Jehnna se sintió defraudada, pero siguió hablando.

—Con todo, yo creo que sí lo es. Quiero decir que es apuesto. Pero no tengo a nadie con quién compararlo, sólo contigo y con los esclavos y sirvientes del palacio de Taramis, y creo que ninguno de ellos es apuesto. Siempre están haciendo reverencias y arrastrándose. —El rostro de Bombatta había ido endureciéndose al escucharla; Jehnna buscó entre sus palabras la que debía de haberle ofendido—. Oh, por supuesto que tú también eres apuesto, Bombatta. No quería decir que tú no lo seas.

Los dientes del corpulento guerrero rechinaron audiblemente.

—Te he dicho que no pienses en estas cosas.

—Es más alto que cualquiera de los esclavos. Es casi tan alto como tú, Bombatta. ¿Crees que es tan fuerte como tú? Quizá Taramis lo ha mandado con nosotros por eso, porque es tan fuerte como tú, y tan valiente como tú, y tan gran guerrero como tú.

—Jehnna!

La muchacha se sobresaltó, y le miró fijamente. Bombatta nunca le había gritado hasta entonces. Nunca.

Respirando con fuerza, el guerrero siguió adelante, con el puño en la cadera, sin apartar la mirada del frente. Al fin, dijo:

—Ese Conan es un ladrón, niña. Sólo un ladrón, nada más. La princesa Taramis tuvo sus propias razones para mandarlo con nosotros. Ni tú ni yo debemos cuestionarlas.

Mordiéndose los labios, Jehnna meditó lo que acababa de descubrir. Cuando Taramis le había dicho que llegaba el día del viaje, ella había sentido júbilo. Iba a cumplir con su destino. Encontraría el Cuerno de Dagoth y se lo devolvería a su tía, y luego iba a recibir grandes honores. Pero si Conan era un ladrón, y Taramis le había mandado con ellos...

—Bombatta, ¿acaso vamos a robar el Cuerno de Dagoth?

El guerrero agitó bruscamente la mano, y al instante miró a Conan. El joven gigante de ojos azules aún cabalgaba adelantado, y estaba demasiado lejos para oírles si no gritaban. Por la rigidez de sus espaldas, Jehnna pensó que les estaba ignorando deliberadamente a Bombatta y a ella misma. Por algún motivo que no comprendía del todo, la molestaba que Conan pudiera ignorarla. Y encima, a propósito.

—Niña —dijo Bombatta en voz baja—, Taramis te ordenó que no dijeras ese nombre delante de nadie, aparte de mí y de ella misma. Ya lo sabes. Es nuestro secreto.

—Conan no puede oírnos —protestó la muchacha—. Y dime, ¿vamos a robar...?

—¡No! —Bombatta le hablaba en tono de excesiva paciencia, como cada vez que la muchacha amenazaba con sacarlo de sus casillas—. No, Jehnna, no vamos a robar. Sólo tú puedes tocar la llave. Sólo tú puedes tocar el Cuerno. Nadie más, en todo el mundo. ¿No crees que eso es una prueba de tu destino? No debes dudar de tu tía, ni de mí.

—Claro que no, Bombatta. Sólo ocurre que... oh, lo siento. No quería molestarte. —El guerrero de rostro marcado murmuró algo por lo bajo; ella le miró—. ¿Qué, Bombatta?

En vez de responder, el guerrero se adelantó hasta Conan.

Ella le miró, y de pronto se dio cuenta de que alguien había cabalgado hasta lo alto de un cerro que se hallaba al norte, y se les estaba acercando a gran velocidad. Cuando estuvo próximo, vio que se trataba de un hombrecillo feo, de corta estatura y miembros fuertes, vestido con un jubón de cuero y calzones sucios. De pronto, entendió la palabra que Bombatta había murmurado. Había dicho «Malak».

Conan se permitió una sonrisa cuando Malak apareció cabalgando en lo alto del cerro, llevando con una cuerda a otro caballo ensillado. Escupió la lisa piedra que se había puesto bajo la lengua, tocando la mejilla, para que le humedeciera la boca.

—¡Eh, Malak! —gritó.

—¡Eh, Conan! —Una amplia sonrisa atravesó el rostro del enjuto y fuerte ladrón—. Ha sido difícil encontrarte, cimmerio. No sé rastrear pistas, ¿sabes? Soy un hombre de ciudad, un civilizado...

Bombatta se interpuso entre los dos y tiró de las riendas, arrojando polvo y guijarros a ambos lados. Ignoró a Conan y miró con ceño al hombrecillo, cuya sonrisa se fue desvaneciendo ante la mirada asesina del otro.

—La princesa Taramis te dejó con vida —le gruñó Bombatta—. Debiste esconderte en una pocilga cuando aún tenías tiempo.

—Yo le pedí que viniera —dijo Conan. Bombatta obligó a su caballo a volverse, y sus cicatrices palidecieron como lívidas marcas en su rostro.

—\Tú se lo has pedido! ¿Te crees que puedes decidir quién viene con nosotros, ladrón? La princesa Taramis...

—Taramis quiere que acompañe a Jehnna —le dijo Conan, interrumpiéndolo—, y yo quiero que Malak venga.

—¡Y yo te digo que no!

Conan tomó aliento. No quería perder la calma. No quería matar a aquel necio.

—Entonces, seguid adelante sin mí —dijo, fingiendo mayor tranquilidad que la que sentía.

Entonces, fue Bombatta quien tuvo que tomar aliento. Con todo, le rechinaron los dientes, y no logró aparentar la misma calma que el cimmerio.

—Por razones que no puedes saber, ladrón, la dama Jehnna, yo y tú tenemos que ir solos.

—Taramis dijo que el número de expedicionarios era vago —le replicó Conan, y se alegró al ver la cara de sorpresa del otro.

—¿Ella te lo ha dicho? Conan asintió.

—Taramis no quiere que fracasemos. Me lo ha explicado todo.

—Por supuesto —dijo lentamente Bombatta, mas había algo en su tono de voz que hizo que Conan dudara súbitamente de sus propias palabras.

Pero de todos modos, pensó que Taramis no le habría ocultado nada que pudiera ser importante para el éxito de la misión.

—¿Y bien? —dijo Conan—. ¿Malak puede venir con nosotros, o prefieres que los dos nos marchemos por otro camino?

Bombatta aferró con tal fuerza el puño de la espada que le palidecieron los nudillos.

—Está bien, ese enano miserable puede venir —murmuró con voz ronca—. Pero que no cometa ningún error, ladrón. Si fracasamos por su culpa, os haré trizas a los dos y os daré de comer a los perros. ¡Y guardadles el debido respeto a la princesa Taramis y a la dama Jehnna!

Tomó las riendas y volvió al lado de Jehnna, quien, montada en su caballo, les observaba con preocupación.

—Creo que ese hombre me tiene antipatía. —Malak rió débilmente.

—Has sobrevivido a la antipatía de otros hombres —le respondió Conan—. También sobrevivirás a la de Bombatta. Vaya bestia lastimosa —añadió, y, cuando el hombrecillo enarcó una ceja, Conan señaló a su caballo de refresco.

Malak rió entre dientes.

—Es el único que pude robar. Lo traigo para Akiro.

—¿Está cerca de aquí? No tengo tiempo para ir a buscarlo hasta muy lejos.

—No está lejos. En la misma dirección en la que estáis cabalgando, algo más hacia el sur.

—Entonces, tendremos que darnos prisa —dijo Conan—. Apenas nos queda tiempo.

Conan se puso en marcha, y Malak le siguió. El cimmerio se volvió de medio cuerpo, sobre su silla de elevada frontera, para asegurarse de que Bombatta y la muchacha le seguían. Así era, pero a la misma distancia a la que se habían mantenido durante toda la mañana. Conan no sabía si Bombatta quería evitar la polvareda, o si, simplemente, no quería cabalgar a su lado. Sospechaba esto último, y sólo lamentaba el perder oportunidades de contemplar a Jehnna.

Mientras cabalgaban, Malak le echó miradas sin cesar y murmuró por lo bajo. Al cabo de un rato, le dijo:

—Eh, ¿Conan? ¿Puedes aclararme por qué decía ese hombre que existen razones para que no os acompañe, y qué es todo eso que te ha contado Taramis?

—Estaba esperando que lo preguntaras.

Conan sonrió, y le refirió todo lo que le había dicho la princesa, es decir, todo lo relacionado con la llave y el tesoro. Estando en brazos del cimmerio, la princesa había dicho otras cosas que el corpulento joven no quería revelar.

Cuando hubo terminado, Malak sacudió la cabeza, aturdido.

—Y yo que creía que sólo tenía que preocuparme por esa resurrección de Valeria. ¡Ay! ¡Escúchame! Ya hablo como si cualquier faquir callejero de Shadizar pudiera conseguirlo. Esto ocurre cuando uno pasa demasiado tiempo en contacto con demasiada magia, cimmerio. Uno acaba por aceptarla como algo natural. Es entonces cuando la magia te mata, o te hace algo peor. Recuerda mis palabras.

Se puso a murmurar algo, y Conan reconoció una plegaria a Bel, el dios shemítico de los ladrones.

—Podría ser peor —dijo el cimmerio.

—¡Dices que podría ser peor! —Malak casi chillaba—. Una muchacha con un mapa en la cabeza. Eso es brujería, no me lo negarás. Una llave mágica guardada por un hechicero, y un tesoro brujesco que, sin duda, se hallará bajo la protección de otro mago, si no de dos o de tres. Un hombre prudente no debería exponerse a todo eso. Escucha. Conozco a tres hermanas que viven en Arenjun. Son trillizas, tienen unos cuerpos que hacen llorar de felicidad, y su padre está sordo. Si quieres, quédate con dos. Olvidemos Shadizar, como si nunca hubiéramos estado allí, como si ni siquiera hubiésemos oído hablar de esa ciudad. Taramis no nos encontrará jamás en Arenjun, aunque lo intente. Tampoco Amfrates. ¿Qué te parece? Vayámonos a Arenjun, ¿de acuerdo?

—¿Y Valeria? —le respondió Conan tranquilamente—. ¿Quieres que también la olvide? Márchate a Arenjun si quieres, Malak. Yo ya he estado, y no tengo ninguna razón para volver allí.

—Entonces, ¿vas a seguir adelante? —dijo Malak—. ¿Independientemente de lo que yo haga? —Conan asintió con torva faz. El hombrecillo cerró los ojos y musitó otra plegaria, en esta ocasión a Kiala, la diosa iranistania de la fortuna—. Muy bien —dijo por fin—. Voy a ir contigo, cimmerio. Pero sólo porque vas a cederme la mitad de las joyas de Amfrates que te corresponde. Ése es el trato.

—Por supuesto —le respondió Conan alegremente—. Jamás te acusaría de obrar por amistad.

—Pues claro que no —dijo Malak, y entonces arrugó el entrecejo con suspicacia, como sospechando que el cimmerio no acababa de entender el trato—. Por lo menos, esto tiene su parte buena.

—¿Y cuál es? —le preguntó Conan.

—Oh, pues que somos los mejores ladrones de Shadizar —dijo Malak, riendo—, es decir, los mejores del mundo, y el tal Amón-Rama no se enterará de que hemos entrado en sus dominios hasta después de que nos marchemos.







CAPITULO 6



En otro tiempo, la montaña había vomitado rocas fundidas de las entrañas del planeta. Mil años antes, había alcanzado su última erupción, había sacudido la tierra en todas direcciones, como una tempestad sacude los mares, a lo largo de mil leguas; había derribado ciudades, tronos y dinastías. Había ocultado los cielos con su ceniza y, en una última y mortífera chanza, la montaña de fuego sustituyó por nieve el verdor de la primavera durante tres años, y por hielo los calores del verano. Los aldeanos de los montes Karpashios ya no recordaban por qué, pero sabían que aquélla era una montaña de muerte, y que perderían el alma si la pisaban.

Media montaña había desaparecido en la última y titánica explosión, y había aparecido en su lugar un alargado cráter oblongo, y un profundo lago, de casi media legua de anchura, en el fondo de éste. A dos lados de la gigantesca sima había escarpados, que multiplicaban por varios centenares la altura de un hombre. En las otras dos caras había pendientes más suaves y, al pie de una de ellas, a orillas del lago, un palacio que sólo un par de ojos humanos debía de haber visto hasta entonces.

Este palacio se asemejaba a una gema gigantesca, de infinitas facetas, con torres, y torreones, y cúpulas de cristal diamantino. En ninguna de sus partes se distinguían junturas o canterías. Parecía una única talla hecha en un inmenso diamante, que refulgía a la luz del sol.

En el centro del palacio-joya había una espaciosa cámara abovedada, cuyos muros, capaces de reflejar la luz, estaban ocultos tras grandes tapices dorados. En el centro de la estancia había un plinto esbelto y traslúcido, que sostenía una gema más roja que el mismo color rojo, una piedra que brillaba como si el fuego y la sangre de un corazón se hubieran condensado y solidificado para formarlo.

Amón-Rama, en otro tiempo taumaturgo del Anillo Negro de Estigia, se acercó al esbelto chapitel; su túnica con capuchón de color escarlata le flotaba sinuosamente en torno al cuerpo alto y enjuto. Su rostro alargado y moreno se asemejaba al de un predador; la nariz recordaba al pico de un ave de rapiña. Diez mil brujerías sin alma habían extinguido toda luz de sus ojos negros. Rodeó la gema con sus manos garrudas, pero tuvo buen cuidado de no tocarla. El Corazón de Ahrimán. Cada vez que sus ojos lo veían, exultaba de gozo.

Sus compatriotas de antaño lo habían expulsado del Anillo Negro al descubrir que poseía el Corazón. Aun aquellos siniestros magos temían el contacto con ciertas cosas. No querían arriesgarse a desvelar según qué poderes ocultos. El brujo frunció sus finos labios con desdén. No temía a nada; se atrevía a lo que fuera. Simplemente con apoderarse de la gema, se había puesto por encima de aquellos necios. De haber tenido coraje, ellos lo habrían matado, pero todos sabían qué poderes había ganado al hacerse con el Corazón, y temían hacer frente a su respuesta si fracasaban en el intento.

Puso los dedos en posiciones precisas a ambos lados de la gema, e inició un cántico en un idioma que llevaba mil años muerto.

—A'bath taa'bak, udamai mor'aas. A'bath taa'bak, endal cafa'ar. A'bath taa'bak, A'bath mor'aas, A'bath cafa'ar.

Las paredes de cristal del palacio retemblaron levemente y, a cada palabra, el fulgor del Corazón de Ahrimán se intensificó, se intensificó y se volvió más claro. Seguía igual de rojo que los rubíes y la sangre y, sin embargo, transparentaba como el agua y, en su interior, aparecieron unas figurillas que parecían andar por cerros rocosos.

Amón-Rama entrecerró los ojos para estudiar mejor la imagen. Jinetes. Una muchacha y tres hombres, con dos caballos de refresco. La posición de sus dedos varió ligeramente y, de repente, pareció que la muchacha ocupara toda la gema.

«Es la chica», pensó, y sonrió cruelmente. Era la Elegida, la Elegida a la que había estado buscando durante todos aquellos años. Estaba ligada al Corazón de Ahrimán, y el Corazón a ella. La mujer de Shadizar había querido servirse de la joven. Aquella Taramis tenía coraje; había osado querer emplear el Corazón para sus planes, y poseía habilidades nada despreciables en el manejo de fuerzas, pero no contaba con Amón-Rama. La joya tenía muchos poderes, muchos otros aparte del que ella quería utilizar. Una vez la muchacha, la Elegida, estuviera en sus manos, Amón-Rama tendría acceso a todos los poderes de la gema. Ya sabría cuáles emplear, y cuáles no. Pensó que dejaría con vida a la necia de Taramis; tendría que arrastrarse a sus pies como una esclava. Pero eso quedaba para más adelante.

—Ven conmigo, muchacha —susurró—. Traédmela, mis bravos guerreros. Traedme a la Elegida.

Una vez más, sus dedos formaron otra figura en torno a la gema, y salmodió, esta vez con palabras no aptas para una garganta humana, no aptas para un oído humano. Ardieron en el. aire como el más puro dolor, y las paredes de cristal gimieron con su sufrimiento. El Corazón de Ahrimán fulguró, más rojo, más brillante. La cruenta luz se dividía, y se entremezclaba, y se volvía a dividir, y arrojaba sombras sanguinolentas sobre cada una de las superficies de la estancia, hasta que pareció que hubiera habido allí veinte hombres, cincuenta hombres, un centenar. Y el mago seguía cantando, y la penetrante luz brillaba más y más.

Conan sintió necesidad de darse prisa, y esta necesidad se volvió más y más fuerte con cada paso que daba su caballo en dirección a la cordillera Karpashia, ya cercana. Estaba tan cercana... Se dijo que tenía que desviarse para salir al encuentro de Akiro, pero vio que el tiempo que le quedaba era desesperadamente breve. Cada hora que pasara buscando al rollizo brujo supondría una hora menos para buscar la llave, una hora menos para hallar el tesoro y volver a Shadizar. Cada hora de retraso suponía el riesgo de llegar una hora tarde, el riesgo de que Valeria no resucitara. La necesidad de encontrar a Akiro le parecía cada vez más insignificante, la de llegar a las montañas se había vuelto urgente. Por encima de todo lo demás, debía llevar a Jehnna a las montañas.

—Aquí, Conan.

El cimmerio se volvió al oír la voz de Malak, pero siguió cabalgando.

—¿Y Akiro? —dijo Malak. El ladrón gesticuló, sin soltar la cuerda con la que guiaba a la montura de refresco—. Tenemos que desviarnos al sur desde aquí. Bueno, íbamos a... yo creía que... —Riendo tembloroso, sacudió la cabeza—. Al fin y al cabo, tal vez no tenga importancia.

Conan, vacilante, tiró de las riendas. Ceñudo, miró hacia las montañas, luego hacia el sur, y de nuevo hacia las montañas. Akiro era importante; la rapidez, esencial; la demora, intolerable.

Bombatta y Jehnna cabalgaron hasta los dos ladrones de dispar apariencia. Algún mechón del negro cabello de la muchacha caía sobre su rostro sonrojado, y su mirada estaba fija en las grises montañas que iban de un extremo al otro del horizonte.

El guerrero de negra armadura frunció el ceño, sudoroso.

—¿Por qué te has detenido, bárbaro?

Conan apretó las quijadas, pero no le respondió. Irritado, retorció la cuerda con la que sujetaba la acémila. «Tiempo», pensó. Tiempo. Sabía que lo estaba malgastando al detenerse allí con su caballo, sin ir a buscar al anciano mago ni cabalgar hacia las montañas. Pero ¿cuál era la decisión correcta?

—Erlik te maldiga, bárbaro, tenemos que seguir adelante. Ya casi hemos llegado a las montañas. ¡Tenemos que encontrar el Coraz... la llave, y sin tardanza!

Malak interrumpió la tirada de Bombatta.

—¿Y qué pasa con Akiro, cimmerio? ¿Vamos a buscarlo, o no? Por las uñas de los pies de Ogún, ya no sé qué hacer.

El hombre de rostro marcado ahogó una maldición en la garganta.

—¿Otro, bárbaro? ¿Todavía quieres añadir a otro a nuestro grupo? ¡Taramis cree que eres esencial para la expedición, pero a mí me parece que nos estás poniendo en peligro a todos! ¡Si viene otro, tal vez baste para arruinar la profecía! ¿O tal vez no te importa? ¿Nos estás retrasando a sabiendas, por miedo a lo que podamos encontrarnos? ¿Es eso, apestoso cobarde de las tierras norteñas? —Acabó gritando, con un palmo de acero fuera de la vaina y sed de sangre en el rostro.

Conan le devolvió la mirada con ojos glaciales. Su rabia, que ya no tenía fuerzas para controlar, se encendió al rojo vivo. Habló con palabras llanas y contundentes.

—Desenvaina tu espada, zamorio. Desenvaínala, y muere. Puedo encontrar la llave junto con Jehnna sin necesidad de ti.

De pronto, Jehnna se interpuso con el caballo entre los dos hombres que se miraban con odio. Para sorpresa de ambos, sus grandes ojos castaños estaban llenos de fuego.

—¡Parad los dos! —les ordenó con aspereza—. Tenéis que escoltarme hasta la llave. ¿Cómo vais a hacerlo, si reñís como dos perros en un callejón?

Conan parpadeó con incredulidad. Un gato atacado por un ratón no se habría sorprendido tanto.

Bombatta se había quedado con la boca abierta al escucharla. Al cabo la cerró, pero también envainó el acero.

—Vamos a las montañas —le dijo éste bruscamente a la muchacha.

Conan sofocó sin contemplaciones la rabia que amenazaba con inflamarse de nuevo en él, y dominó sus emociones con la misma fuerza con que el forro de cuero ceñía el puño de su espada. Aparentando calma, se volvió con su caballo hacia el sur.

—¡No puedes hacerlo! —protestó Jehnna. En su frustración, golpeó la frontera de la silla con el puñito. Su aire imperioso se había desvanecido, como telarañas arrastradas por el viento—. ¡Conan! Tienes que ir por el camino que yo te indique. ¡Tienes que hacerlo!

Suspirando, el corpulento cimmerio se detuvo y volvió el rostro.

—Jehnna, ahora no estamos jugando en los jardines del palacio de tu tía. Haré lo que deba, no lo que alguien crea que he de hacer.

—Yo creo que esto se parece mucho a un juego —dijo Jehnna, malhumorada—. Es como un laberinto gigante, sólo que tú te niegas a jugar.

—En este laberinto —le dijo Conan—, la muerte puede acechar en cualquier recodo.

'—¡Pues claro que no! —El rostro de la esbelta muchacha devino en vivo retrato de la estupefacción—. Mi tía me ha criado para esto. Es mi destino. Si pudiera sufrir algún daño, no me habría enviado.

Conan la miró fijamente.

—Por supuesto que no —dijo con voz pausada—.Jehnna, te voy a llevar hasta la llave y el tesoro, y de nuevo hasta Shadizar, y te prometo que no permitiré que te ocurra nada. Pero ahora tienes que venir conmigo, porque tal vez necesitemos las habilidades del hombre al que busco.

Jehnna, vacilante, asintió.

—Muy bien. Iré contigo.

Una vez más, Conan se puso en marcha hacia el sur, y Malak y Jehnna lo acompañaron. Bombatta, cuyo rostro marcado estaba sombrío como una nube de tormenta, los siguió de lejos.

En el salón de espejos del palacio de cristal no había sombras. El fulgor bermejo había desaparecido, y el Corazón de Ahrimán había recobrado su ordinario brillo de color sangre.

Tambaleándose ligeramente, Amón-Rama se alejó del cristalino plinto sobre el que reposaba la gema. Su alargado rostro parecía aún más alargado, y su tez morena había palidecido. Para ejecutar hechicerías a larga distancia, era necesario algún esfuerzo. Tenía que reposar y alimentarse antes de volver a intentarlo.

En aquel momento, sin embargo, no pensaba tanto en el alimento o el sueño como en el fracaso de su conjuro. Había sido incapaz de ver lo que sucedía en la llanura; no había podido emplear el Corazón para espiar y, a la vez, como nexo de poder. Descartó la suposición de que la muchacha tuviera algo que ver con ello. Era la Elegida, ciertamente, pero carecía de poderes taumatúrgicos. La vida de la muchacha tenía una única meta, y la brujería le estaba vetada por la misma naturaleza de lo que se le exigía.

Entonces, aquello sólo podía deberse a uno de los hombres. Tampoco eran magos. En el caso contrario, habría detectado las vibraciones de su poder al contemplarlos en el Corazón. Cualquier talismán capaz de protegerlos de las energías que él les arrojaba se habría delatado con la misma claridad que un brujo. Así, sólo quedaba una posible respuesta, que, sin embargo, parecía inaceptable. Uno de ellos —uno de los dos guerreros, sin duda— poseía una fuerza de voluntad extraordinariamente poderosa.

El nigromante estigio sonrió con crueldad. Una voluntad de acero. Tras apoderarse de la muchacha, podría divertirse a costa de aquel hombre.

Pero primero, comida, vino y sueño. Fatigado, Amón-Rama salió de la cámara de espejos. Sobre su delgada y transparente columna, el Corazón de Ahrimán refulgió con malevolencia.







CAPITULO 7



El sol de color sangre había descendido hasta los picos montañosos, como una ardiente esfera, que abrasaba a los cuatro jinetes aun cuando la luz del día ya se estuviera extinguiendo. Bombada no cesaba de maldecir desde que se habían puesto en camino hacia el sur, pero en voz baja, y Conan no trataba de entender lo que estaba diciendo. Si le hubiera oído, habría tenido que intervenir, y estaba resuelto a que Jehnna no viera la muerte del guerrero, por mucho que le gustara la idea de matarlo cuando ella no estuviese.

—Tras del siguiente collado, Conan —dijo Malak súbitamente—. Que Selket me apuñale si Akiro no está acampado allí. Eso si no me mintieron en Shadizar.

—Ya lo has dicho tres veces —le respondió Jehnna, irritada. El enjuto y fuerte ladrón se encogió de hombros, y sonrió.

—Incluso yo cometo errores de vez en cuando, dama mía. Pero os aseguro que esta vez estoy en lo cierto.

Al subir por la pendiente, la montura de Conan mandaba las piedras rodando ladera abajo con sus cascos. El cimmerio empezaba a preguntarse si Malak sabía exactamente en qué país tenían que buscar a Akiro. Entonces llegó a lo alto del collado, y gritó:

—¡Por los testículos de Hannumán!

—¡Habla bien delante de Jehnna! —gruñó Bombatta, pero él mismo, al dar alcance a Conan, murmuró—: ¡Por las tripas y la vejiga de Erlik el Negro!

El lugar donde Akiro había acampado se encontraba a sus pies; consistía en una choza de arcilla y piedras, edificada en la ladera de un cerro. El rollizo mago de piel amarilla, sin embargo, estaba atado de pies y manos a un poste grueso y recto clavado en el suelo, delante de la choza, y en torno a sus pies había ramas apiladas, que comenzaban a arder. Tres hombres estaban de pie ante la incipiente hoguera, de espaldas a los que se hallaban en lo alto del collado, y tendían los brazos de tal modo que las holgadas mangas de sus vestiduras parecían alas. Aparte, más de veinte hombres, cuyos sucios y raídos andrajos contrastaban vivamente con los prístinos atuendos de la tríada, miraban y aullaban, y sacudían las lanzas en aprobación.

—A mí nunca me ha gustado Akiro —dijo Malak débilmente.

—Le necesitamos —respondió Conan. Miró a Bombatta; no le formuló la pregunta, pero el zamorio pudo leérsela en los ojos.

—No, bárbaro. Has sido tú quien nos has traído hasta aquí en busca de este hombre; es asunto tuyo.

—¿Qué hacéis hablando —les preguntó Jehnna, colérica— en vez de bajar a ayudar a ese desdichado? ¿Bombatta?

—Mi deber es protegerte, niña. ¿Qué prefieres, acompañarme hasta abajo para pelear con los salvajes, o quedarte sola aquí arriba, donde podrían aparecer más?

—Todavía tenemos tiempo de ir a Arenjun —sugirió Malak.

—Tú irás directamente a liberar a Akiro, Malak. —Conan fue rápido en desenvainar el sable, y el sol poniente tino el acero de premonitorio color carmesí—. No podrá aguantar esas llamas durante mucho tiempo más. —Entonces, espoleó el caballo y bajó al galope de la colina.

—Que Donar me socorra —susurró Malak a espaldas del cimmerio—, ¡imagina cómo serán estos hombres que han logrado atar a un brujo!

Murmurando breves plegarias a unos diez dioses distintos, el ladrón de poca estatura saltó al caballo que llevaba para Akiro y siguió al cimmerio.

Conan atacó en silencio; el estrépito de los herrados cascos sobre la piedra apenas si se oía entre los aullidos y cánticos de los lanceros. Su caballo irrumpió entre varios de ellos y los hizo retroceder a ambos lados entre alaridos, como el navio que hiende las olas. Otros lograron acercarse a él con las espadas prestas, pero el cimmerio, por el momento, los ignoró. El trío vestido de blanco no había cesado en sus cánticos, ni apartado los ojos de Akiro. Debían de estar realizando algún tipo de brujería, y el cimmerio estaba seguro de tener que detenerlos para salvar a su amigo.

El primero de los tres fue arrollado por la montura de Conan, con un grito de sorpresa y crujido de huesos. El corpulento joven no sintió ningún pesar por haberlo atacado por la espalda. Aquello no era una diversión, sino una guerra en miniatura. Ellos querían matar a un amigo suyo, y los detendría como pudiera.

Aquel de los hombres de larga túnica que le había quedado a la derecha gruñó, y se sacó una daga de la holgada manga. El cimmerio no pudo evitar el mirarlo con horror, aun cuando al mismo tiempo levantara la espada. Al gruñir, el enemigo había dejado al descubierto sus dientes acabados en punta, y llevaba al cuello un collar de manos humanas resecas. Manos pequeñas. Manos de niños.

Entonces, Conan se hizo oír por primera vez desde que había bajado de la colina; rugió con rabia al herir con el acero aquella boca repugnante de afilados dientes. Con un grito que devino en gorgoteo, el otro se arrancó la espada. Se cubrió el rostro con las garrudas manos; le manaba la sangre entre los dedos temblorosos, y la pálida túnica se le manchaba de escarlata.

Entonces, Conan ya no tuvo más tiempo para pensar en aquel brujo —si es que era tal—, ni en el último miembro del trío, que parecía haber desaparecido. Al principio, los seguidores del terceto se habían quedado inmóviles, paralizados por la sorpresa. Ahora arremetían contra él.

Conan agarró, justo por detrás de la punta, la primera lanza que le acometía, y la arrancó de la mano de un hombre, cuya garganta fue seccionada al momento por el sable del cimmerio. Con el astil de la lanza, detuvo otra acometida, a la vez que partía en dos un segundo astil con su acero. Desesperadamente, le dio la vuelta a la lanza y hundió su alargada punta en el rostro de uno de sus atacantes. Con el sable, hendió otro cráneo hasta llegar a los ojos.

Tres hombres habían muerto en otros tantos latidos de corazón, y los demás retrocedieron. Eran bastantes para dominarlo por el mero peso del número, pero algunos, sin duda, morirían. Habían podido comprobarlo, y ninguno quiso ponerse al frente. Se agitaban con nerviosismo, iban avanzando, y sus oscuros ojos ardían con una mezcla de miedo y de vergüenza por ese mismo miedo.

Cuidadosamente, sin apartar los ojos de los lanceros que se le estaban acercando con lentitud, Conan desmontó. Si no hubiera bajado del caballo, sus enemigos habrían tenido ventaja sobre él gracias a sus largas lanzas. Conan se dijo con sarcasmo que también podían sacar algún provecho de ser veinte contra uno. Más le valía tomar la iniciativa. Observó la desordenada línea, encontró su punto más débil y se lanzó al ataque.

De repente, una bola de fuego le pasó volando por encima del hombro y golpeó en la cara a un andrajoso lancero, y explotó arrojando pedazos de carne chamuscados.

Conan se sobresaltó a pesar suyo, y miró a sus espaldas. Malak hacía cabriolas con abandono al lado del fuego, y sonreía como un necio. Enfrente del enjuto y fuerte ladrón estaba Akiro; en su burda túnica marrón y sus perneras de correas cruzadas aún había llamas. El viejo brujo movía los labios como si hubiera estado cantando, pero no emitía ningún sonido que Conan pudiera oír. Hizo complicados pases con las manos, y terminó con una palmada a la altura del pecho. Y cuando separó las manos, una nueva bola de fuego salió volando de entre sus palmas. Al instante, empezó a gesticular de nuevo, pero ya había dos cuerpos con renegridos muñones en el lugar de la cabeza, y con esto bastó y sobró. Aullando de terror, los harapientos lanceros arrojaron las armas y huyeron corriendo a la luz menguante del crepúsculo. Sus gritos se fueron alejando hacia el sur hasta desvanecerse.

—¡Bastardos, simiente mestiza de camello enfermo! —murmuraba Akiro. Se miró las manos, sopló en las palmas y las sacudió entre sí para limpiárselas. Su fino cabello gris y largos mostachos se le habían desordenado en mechones discordes. Se los alisó con rabia—. Les voy a enseñar una lección que hará que sus hijos y los hijos de sus hijos tiemblen a la sola mención de mi nombre. Haré que se les hiele la sangre, y los huesos les tiemblen como gelatina.

—Akiro —dijo Conan.

El mago de azafranada piel agitó el puño en la dirección en que habían huido los hombres.

—Decían que yo difamo a sus dioses. ¡Los llaman dioses! —Hizo una mueca y escupió—. Esos necios chamanes ni siquiera saben reconocer un elemental de fuego. ¡Les dije que si sacrificaban a un niño más, yo haría caer un rayo sobre sus cabezas, y por el Nónuple Sendero del Poder que lo haré!

—Tal vez no puedas —dijo Malak—. Al fin y al cabo, han logrado maniatarte y casi quemarte vivo. Quizá te convendría dejarlos en paz.

El rostro de Akiro se suavizó hasta perder toda expresión.

—No temas, Malak —dijo suavemente—. No voy a hacer que se te caigan los testículos. —Malak se tambaleó, y se quedó mirando al mago con ojos desorbitados—. Creo apreciar en tu rostro el respeto debido —le dijo Akiro con voz amable—. Así pues, voy a contar lo que ocurrió. Los tres chamanes, que se llamaban a sí mismos sacerdotes, lograron arrojarme un hechizo mientras dormía. Un hechizo menor, que sin embargo permitió a sus seguidores arrojarse sobre mí y atarme. —Entonces habló con voz más dura, y paulatinamente más aguda—. Me ataron las manos, para que no pudiera hacer ningún gesto significativo. Me metieron jirones de tela dentro de la boca —se interrumpió un momento para escupir—, con lo que me impidieron pronunciar palabras mágicas. Entonces, se propusieron sacrificarme a sus dioses. ¡Ellos los llaman dioses! ¡Yo les voy a enseñar lo que son los dioses! ¡Antes de morir, entraré en su panteón como demonio! Voy a... pero, esa muchacha...

Conan parpadeó. Se había decidido a esperar a que Akiro se quedase sin aliento —no se podía hacer otra cosa cuando el mago se lanzaba a hacer discursos de aquella manera—, pero la repentina suavidad con que habló, y el cambio de asunto, le cogieron por sorpresa. Advirtió que Bombatta, finalmente, estaba bajando del altozano junto con Jehnna. A la luz del ocaso, no se veía de ellos más que una silueta indistinta, y Conan, aun con sus ojos criados en la montaña, no habría estado seguro de que uno de los dos era una mujer si no lo hubiese sabido ya.

—Es inocente —dijo Akiro, y Malak rió chillonamente.

—Quieres decir que eres capaz de ver desde aquí si alguna vez ha...

—¡Cierra el pico, Malak! —le gritó el anciano—. Esto no tiene nada que ver con la carne. Es una cuestión del espíritu, y terrible.

—¡Terrible! —exclamó Conan—. No es lo que yo elegiría para mí, pero ¿terrible? Akiro asintió.

—A criaturas como ellas hay que protegerlas como a niños hasta que adquieren algún conocimiento del mundo, porque, si no, están destinadas a servir de presa. Es raro que un inocente aparezca de manera espontánea. A la mayoría los crían así con fines mágicos.

—Los crían así —murmuró Conan, frunciendo el ceño. Lejos de la choza, y de los cadáveres, Bombatta estaba ayudando a Jehnna a desmontar. El guerrero de negra armadura se interpuso entre ella y la carnicería, y no permitió que la viera.

—Valeria... —dijo Akiro, y el cimmerio se sobresaltó.

—En parte, he venido a verte por ella, Akiro.

—Aguarda. —Akiro se metió en la burda choza. Se oyeron juramentos, y el estrépito con que alguien revolvía trastos. Cuando volvió a salir, le entregó a Conan una pequeña y bonita vasija de piedra, sellada con cera de abeja—. Esto es por Valeria —dijo. Akiro hinchó los labios y se tiró de los bigotes, uno con cada mano.

—He estudiado esta cuestión durante largo tiempo, cimmerio. He arrojado los Huesos del Destino, escrutado las estrellas, y leído las cartas K'far; todo para descubrir qué es lo que te atormenta.

—Ya no me siento atormentado, Akiro. Por lo menos...

—No trates de engañarme —dijo el mago, interrumpiéndole—. ¿Cómo voy a ayudarte si no me dices la verdad? Tu vida y la de Valeria quedaron muy entrelazadas. Ella fue a la vez tu amada y tu cantarada en el combate. Murió en tu lugar, y el vínculo que os unía era tan poderoso que ni siquiera la muerte pudo impedirle que regresara para salvarte. Cimmerio, un vínculo tan potente entre la vida y la muerte es peligroso. La propia Valeria lo cortaría si supiese lo que te he dicho, pero algunos conocimientos están ocultos a los que moran más allá de las tinieblas.

—Akiro, yo no quiero que destruyas ese vínculo, y no es necesario hacerlo.

—Escúchame, norteño testarudo. Esto no lo podrás arreglar a golpe de espada. Si no me haces caso, ya sé cuál será tu destino. Las cartas, los huesos, las estrellas, todos me han dicho lo mismo. Al final, ese vínculo te arrastrará a una muerte en vida. Te encontrarás atrapado a medio camino entre el mundo de los vivos y el de los muertos, pero sin estar en ninguno de los dos, ni poder llegar a ninguno de los dos, por toda la eternidad. Sólo el olvido puede salvarte. Sufrí grandes dolores para poder mezclar la poción de ese frasco. Borrará de tu memoria todo recuerdo de Valeria. No quedará nada que esté relacionado con ella. Créeme, cimmerio, si supiera a qué destino te enfrentas, la misma Valeria te diría que bebieras del frasco sin más demora. Esa mujer no solía esquivar las decisiones difíciles.

—¿Y si Valeria pudiese resucitar? —le preguntó Conan con voz suave—. No por unos momentos, como en aquella otra ocasión, sino para vivir el resto de la vida que le correspondía. ¿Entonces qué, Akiro?

El rollizo mago calló durante largos momentos. Se volvió hacia Jehnna, y se lamió morosamente los labios.

—Creo que tenemos que llevarnos estos cuerpos de aquí para poder comer —dijo por fin—. Esto lo tengo que escuchar con el estómago lleno.







CAPITULO 8



El viejo mago no quiso volver a quedarse el frasco, y Conan, finalmente, se lo guardó en el zurrón. Al fin, fueron él mismo y Malak quienes se llevaron los cadáveres a rastras. Akiro murmuró algo sobre sus espaldas y sus ancianos huesos, aunque hubiera bastante músculo debajo de toda su grasa. Una vez más, Bombatta se negó a dejar sola a Jehnna, y a permitirle que se acercara a ver lo que el corpulento cimmerio y su menudo amigo estaban arrastrando hasta el otro lado del cerro.

Akiro había dicho que necesitaba comer antes de ponerse a escuchar, y volvió a insistir en ello. Cogieron unos conejos que el brujo había capturado por la mañana —siguiendo el procedimiento habitual de la piedra y la honda—, los clavaron en el espetón y los asaron, y sacaron de la choza una cesta llena hasta la mitad de naranjas corinthias. Finalmente, royeron los últimos huesos, y echaron las pieles de naranja al fuego que alumbraba con su dorada luz delante de la pequeña choza. Bombatta sacó una amoladera de su zurrón y se puso a afilar la hoja de su sable. Malak se puso a hacer malabarismos con tres naranjas para deleite de Jehnna, aunque siempre perdiera una en el segundo pase.

—Forma parte del juego —dijo el ladrón enjuto y fuerte, al recoger una naranja del suelo por cuarta vez consecutiva—. Para que los trucos que haré después parezcan más sorprendentes por comparación.

Akiro tocó a Conan en el brazo y señaló a la oscuridad con un gesto de cabeza. Ambos se alejaron de la hoguera; los demás no parecieron darse cuenta.

Cuando estuvieron lo bastante lejos como para que no pudieran oírles desde la choza, Akiro dijo:

—Ahora, explícame cómo quieres resucitar a Valeria.

Conan miró intrigado al rollizo mago, aunque, a la luz de la luna, no podía verle la cara; solamente sombras. Todos los brujos solían obrar por su cuenta, por motivos propios. Aun los más benignos. Apenas si los había que pudieran llamarse benignos. Incluso Akiro, con quien ya había viajado antes, representaba un misterio para Conan. Sin embargo, ¿podía haber alguien de plena confianza en aquel trance?

—Taramis —empezó a decir Conan—, la princesa del reino, me ha prometido que resucitara a Valeria. No como una sombra, no como un cadáver animado, sino viva, igual que cuando vivía.

El brujo calló durante cierto tiempo, y se tiró de los largos mostachos que le adornaban los labios.

—Yo no creía que en el mundo de hoy viviera alguien con semejante poder —dijo por fin—. Y todavía me parece más increíble que lo tenga una princesa de la casa real zamoria.

—¿Crees que miente? —Conan suspiró, pero Akiro negó con la cabeza.

—Quizá no. Está escrito que Malthaneus de Ofir hizo lo mismo hace mil años, y tal vez Ahmad Al-Rashid, en Samara, hace el doble de tiempo. Puede que haya llegado la hora en que el mundo ha de volver a contemplar semejantes maravillas.

—Así, crees que Taramis puede hacer lo que ha prometido.

—Por supuesto —siguió diciendo Akiro, meditativo—. Malthaneus es el mayor de los magos blancos que han vivido desde que el Círculo del Sendero de la Mano Derecha fue destruido en los días anteriores a Aquerón, y se dice que Ahmad Al-Rashid recibió la triple bendición del propio Mitra.

—Estás saltando de un asunto a otro como un mono —masculló Conan—. ¿No puedes centrarte en una sola cosa?

—Puedo decir que ya ha habido resurrecciones en el pasado. Y que Taramis podría ser capaz de lograrlo. —Calló por unos momentos, y Conan tuvo la impresión de que había fruncido el poblado y gris entrecejo—. Pero ¿cómo es que quiere hacerlo por ti?

En tan pocas palabras como le fije posible, el cimmerio le habló de la misión en la que acompañaba a Jehnna, de la llave y del tesoro, y del poco tiempo que les quedaba.

—Un estigio —murmuró Akiro cuando Conan hubo terminado—. Se dice que no existe ningún pueblo que no albergue ni una sola chispa de bondad, pero yo nunca he conocido a ningún estigio al que le pudiera dar la espalda.

—Debe de tratarse de un hechicero poderoso —dijo Conan—. Sin duda, demasiado poderoso para ti. Akiro soltó una breve carcajada.

—No quieras jugar conmigo de esta manera, jovenzuelo. Soy demasiado viejo como para dejarme engañar así. Tengo que hacer frente a esos malditos brujos del monte.

—No me sabría mal tu compañía, Akiro.

—Soy demasiado anciano para cabalgar por las montañas, cimmerio. Ven, volvamos al lado de la hoguera. Aquí las noches son frescas, y el fuego da calor.

Frotándose las manos, el canoso mago se marchó sin aguardar a que Conan lo siguiera.

—Al menos, Bombada estará más tranquilo —murmuró Conan—. Tiene miedo de que Malak o tú mismo impidáis que se cumpla alguna parte de la profecía de Skelos.

Akiro se detuvo con un pie en el aire, sin terminar la zancada. Se volvió poco a poco hasta encararse con el corpulento joven.

—¿Skelos?

—Sí, los Pergaminos de Skelos. En ellos está escrito lo que tenemos que encontrar en esta misión, y lo que debemos hacer para tener éxito; eso es lo que dice Taramis. ¿Has oído hablar de ese Skelos?

—Un taumaturgo que murió hace siglos —le respondió Akiro, como ausente—, que escribió varios volúmenes sobre la ciencia mágica. Ahora son tan raros como una virgen en Shadizar. —Avanzó la cabeza, y miró fijamente a Conan en la oscuridad—. ¿Taramis los tiene en su poder? ¿Los Pergaminos de Skelos?

—Los citaba como si los tuviera. Debe de tenerlos. ¿Adonde vas?

Akiro entró en la choza con una ligereza que desmentía sus quejidos de debilidad.

—Dices que queda poco tiempo —le respondió, volviendo la cabeza—. Debemos partir hacia las montañas antes de la primera luz, y yo tengo que dormir.

Sonriendo, Conan le siguió. Pensó que, a veces, el mejor truco es el que uno mismo no ha preparado.

Al llegar adonde estaba la hoguera, Conan encontró a Jehnna mirando fijamente al fuego, con la mirada abstraída. Bombatta, que todavía estaba pasando la amoladera por el acero, le lanzaba miradas de irritación a Malak, quien, a su vez, se había tendido bajo una manta y roncaba de tal manera que parecía que estuviera cortando lona. El guerrero de rostro marcado no era el único molesto por este sonido. Se oyeron airados murmullos en el interior de la choza, aunque sólo las palabras «... necesito dormir», «... mis viejos huesos», y «... como un buey con el vientre enfermo» se entendían.

De pronto, el ceñudo rostro de Akiro apareció a la entrada de la choza; miraba fijamente a Malak y al movimiento de sus labios. Los ronquidos de Malak terminaron como si los hubiera cortado una navaja. Resoplando, el enjuto y fuerte ladrón se dio la vuelta y miró en torno con temor. Akiro había desaparecido. Vacilante, como sintiendo una mano en la garganta, Malak volvió a tumbarse. Entonces se puso a respirar más hondo, pero sin hacer ruidos que se oyeran entre el crepitar de la hoguera. Al cabo de unos momentos, se oyeron atronadores ronquidos dentro de la choza.

Jehnna se movió nerviosamente.

—¿Va a venir con nosotros?

—Sí. —Conan se sentó a su lado, con las piernas cruzadas—. Nos marcharemos antes de que salga el sol.

—¿Y en qué dirección iremos ahora?

—En la que tú digas.

El cimmerio sentía los ojos de la muchacha sobre sí; le hacían sentirse extrañamente incómodo. Su experiencia con mujeres no era poca. Sabía tratar con criadas impúdicas, y con las esposas demasiado jóvenes de los comerciantes. Aquella muchacha era virgen, y no sólo virgen. Akiro la había llamado inocente, y Conan juzgaba adecuada aquella palabra. Sin embargo, había ocurrido algo que no encajaba con aquel término.

—Antes —dijo Conan—, cuando Bombatta y yo hemos estado a punto de pelearnos, tú cambiaste, aunque sólo fuera por unos momentos. Te pareciste mucho a Taramis.

—Por unos breves momentos, fui Taramis. —Tenía los ojos muy abiertos, y se agitaba con nerviosismo—. Oh, no, en realidad no. Yo no quería que os pelearais, y me porté como mi tía, como si dos de los criados hubieran estado riñendo.

—Yo no soy esclavo tuyo —le respondió Conan con aspereza. Jehnna pareció amilanada.

—¿Por qué te ofendes? Tú sirves a mi tía, y a mí. Bombatta no se siente ofendido por ser un siervo de mi tía.

El susurro de la amoladera sobre el acero cesó, pero los dos que se hallaban al lado de la hoguera no se dieron cuenta.

—Que él doble la rodilla, si eso es lo que quiere —dijo Conan—. Yo alquilo mi espada y mi pericia por un día, o por diez, pero no sirvo a hombre, mujer ni dios.

—No importa —respondió ella—, estoy contenta de que me acompañes. No recuerdo haberle dicho nunca más de dos palabras seguidas a alguien, aparte de mi tía, Bombatta y las criadas que me visten. Tú eres muy distinto, e interesante. Todo esto es distinto e interesante. El cielo, y las estrellas, y tantas leguas y más leguas de espacio abierto.

Conan miró a sus grandes ojos castaños y se sintió cien años mayor que ella. Pensó que era la doncella más graciosa que había visto en su vida, y tan inocente, en verdad, que ella misma no comprendía los sentimientos que podía suscitar en un hombre.

—Esta tierra es peligrosa —murmuró—, y las montañas lo son todavía más, aun sin necesidad del hechicero estigio. No es un buen lugar para ti.

—Es mi destino —dijo ella simplemente, y Conan gruñó.

—¿Por qué? ¿Porque está escrito en los Pergaminos de Skelos?

—Porque me marcaron al nacer. Mira.

Ante los sorprendidos ojos de Conan, Jehnna cogió el cuello de su túnica y tiró hacia abajo, y se la fue sacando, hasta que sus pechos de raso, de color aceitunado, quedaron desnudos casi hasta los pezones. «Dulces montículos hechos para reposar en las manos de un hombre», pensó el cimmerio, que de repente sentía un nudo en la garganta.

—¿Ves? —le dijo Jehnna—. Mira. Llevo esta marca desde mi nacimiento, e indica mi destino. Está descrita en los pergaminos, pero fueron los dioses quienes me eligieron.

Conan vio, en efecto, que tenía una marca entre los pechos. Una estrella roja de ocho puntas, no más grande que la uña del pulgar de un hombre, y trazada con tanta precisión como el dibujo de un artesano.

De pronto, un acero curvo se interpuso entre ambos, y centelleó a la luz de la hoguera.

—No la toques, ladrón —masculló Bombatta—. ¡Ni ahora, ni nunca!

Al ir a responderle airado, Conan se dio cuenta de que había estado alargando un brazo hacia la muchacha. Las yemas de sus dedos casi tocaban el reluciente sable, como si hubiera sido esto lo que iban a acariciar. Furioso consigo mismo, Conan se puso derecho, y le devolvió a Bombatta su mirada de odio.

Jehnna iba contemplando a uno y a otro hombre, y una extraña expresión apareció en su cara, como si hubiera tenido pensamientos nuevos y perturbadores.

—Es tarde —dijo Conan ásperamente—. Será mejor que nos vayamos todos a dormir, porque mañana tendremos que partir temprano.

Bombatta le tendió a Jehnna la mano que tenía libre para ayudarla a levantarse; aún sostenía el sable delante de ella, como si hubiera sido un escudo. Los ojos de Conan no perdieron de vista a los del guerrero de rostro marcado mientras el corpulento zamorio se marchaba con Jehnna. La muchacha miró una única vez al corpulento joven cimmerio, con ojos apesadumbrados, pero permitió que la metieran entre sus mantas sin decir nada. Igual que la noche anterior, Bombatta se quedó a su lado como guardián.

Murmurando maldiciones por lo bajo, Conan se envolvió con sus propias mantas. Se dijo a sí mismo que aquello era una necedad. Había mujeres suficientes en el mundo para no tener que enredarse con una muchacha que probablemente ni siquiera sabía lo que hacía. Era una niña; su edad no importaba. Se durmió, y vio en sueños el lujurioso cuerpo de Taramis, y la noche de placer que habían compartido. Pero a menudo, durante el sueño, miraba, y veía que no era Taramis la que estaba abrazando, sino Jehnna. No tuvo un sueño tranquilo.

La negrura se cernía pesadamente sobre Shadizar, y los corredores cubiertos de tapicerías del palacio de Taramis estaban vacíos ya cuando la princesa salió de su alcoba. Sólo se oía el roce del dobladillo de su larga túnica de seda sobre las baldosas de mármol pulido de los corredores. Sus astrólogos, y los sacerdotes del antiguo culto que ella había revivido, comparecían a menudo en el gran salón donde estaba entrando, pero sólo ella acudía a las visitas nocturnas que realizaba cada vez con mayor frecuencia.

En los extremos de la estancia, unas lámparas de oro ingeniosamente cubiertas daban una luz tan suave que se habría podido confundir con la de la luna, tanta era su palidez. El suelo era de mármol negro, pulido hasta brillar como un espejo, y las aflautadas columnas de alabastro sostenían los arcos del elevado techo de azulejos de ónice, adornado con zafiros y diamantes que representaban el cielo nocturno, el cielo tal como era una sola vez cada mil años.

Debajo mismo del centro del falso cielo había un sofá tallado en mármol carmesí, pulido con cabellos de vírgenes, sobre el que reposaba algo que parecía la estatua de alabastro de un hombre con los ojos cerrados, desnudo, el doble de grande que un hombre corriente, más bello de lo que podría llegar a ser un mortal. Pero un único defecto estropeaba su perfección. En su ancha frente había una negra depresión de medio dedo de profundidad, un círculo tan ancho como la palma de un hombre. Había algo en aquella figura que sugería una eterna espera.

Lentamente, Taramis se acercó al sofá de mármol, y se detuvo delante de él. Su mirada acarició el cuerpo de alabastro, y se le aceleró la respiración. Había tenido muchos hombres en su vida; había elegido el primero, cuidadosamente, a los dieciséis años, y había ido escogiendo con el mismo cuidado a todos los demás. Conocía a los hombres igual que conocía las estancias de su propio palacio. Pero ¿qué sentiría al entregarse como amante a... un dios?

Dejó que la túnica se deslizara de sus hombros, y cayó de rodillas a los pies de la estatua. Nada de lo que estaba escrito en los Pergaminos de Skelos la obligaba a aquello, pero Taramis no se contentaba con lo que éstos le prometían.

Oprimiendo el rostro contra las frías plantas de los pies de alabastro, susurró:

—Soy tuya, oh gran Dagoth.

La dominó un impulso de ir más lejos que en todas las otras ocasiones, y llenó aquellos pies de besos gemebundos. Poco a poco, se fue incorporando, y no hubo porción de aquella pálida superficie que no humedecieran sus ardientes labios, ni acariciaran con su sensual redondez, hasta que se retorció sobre la estatua como si ésta hubiera sido un hombre. Tendió los dedos temblorosos para acariciarle suavemente la cara.

—Soy tuya, oh gran Dagoth —susurró de nuevo—, y seré tuya para siempre. Cuando despiertes, construiré templos para ti, derribaré los de otros dioses, pero no seré solamente tu sacerdotisa. Tu divina carne se mezclará con la mía, y a partir de entonces me mantendré casta, salvo para ti. Me sentaré a tu diestra, y por tu gracia recibiré poderes absolutos sobre la vida y la muerte. Volverán a celebrarse sacrificios por ti, y las naciones se inclinarán ante ti una vez más. Todo esto lo juro, oh gran Dagoth, y lo sello con mi carne y con mi alma.

De súbito, se quedó sin aliento. Aquello sobre lo que yacía aún conservaba la dureza de la piedra, pero había adquirido la calidez de la vida. Sin atreverse a creerlo, pensando que tal vez sólo se tratara del calor de su propio cuerpo, absorbido por la piedra, lo tocó con las manos desde las anchas y perfectas espaldas hasta el robusto pecho. Por todas partes sentía la misma calidez.

Casi al instante, el calor se esfumó, y sus últimas dudas se desvanecieron ante la incomprensible celeridad con que había desaparecido. Su dios le había mandado una señal. Su oferta había sido aceptada; habría de verse recompensada por ello. Sonriendo, se dejó llevar por el sueño encima mismo de la figura del Dios Durmiente.







CAPITULO 9



Conan aguzó la vista para escrutar lo que había más adelante. Las sombras eran largas y, en último término, el sol se había elevado a menos de dos palmos por encima del horizonte. Había sombras en abundancia por el escarpado muro de piedra que les aguardaba media legua más adelante, y también los finos contornos de los pliegues y quiebros de la roca, pero ni rastro de ningún paso de montaña.

—Jehnna? —llamó, volviendo el rostro.

No tuvo que decir nada más. Todos se habían sumido en el silencio al ver lo que les esperaba, e incluso la esbelta muchacha fruncía el ceño con preocupación.

—Tenemos que ir por ahí —decía insistentemente—. Sé que éste es el camino correcto. Ahora tenemos que ir en línea recta.

Conan espoleó a su caballo para que avanzara al trote. No importaba lo que pudieran encontrar más adelante —y más valdría que encontraran algo, por todos los dioses—, estaba impaciente por descubrir qué había.

Contempló los precipicios, que, desde el punto a donde se dirigían, se extendían hacia el norte y hacia el sur en una legua. El barranco menos elevado se hallaba a por lo menos cincuenta pasos de altura, y terminaba en un reborde prominente; el más elevado decuplicaba su altitud. Algunas grietas verticales y umbríos salientes partían el muro, pero en aquellas dos leguas, no había nada que sugiriese siquiera la existencia de un paso.

Conan sabía que podría trepar por allí. Había trepado por barrancos más altos y más lisos en las abruptas y ventosas montañas de su nativa Cimmeria. Malak también podría lograrlo, y quizás también Bombatta, pero Akiro no sabía escalar, y el cimmerio tampoco veía cómo llevar a Jehnna hasta arriba si no le crecían alas. Alas. Murmuró pensativamente. Tal vez el anciano pudiera emplear sus poderes para elevarse a sí mismo y a la muchacha hasta lo alto del barranco, mientras los demás subían de manera más ordinaria.

De pronto, vio algo que tenía enfrente. Jehnna había dicho que siguieran en línea recta, y delante mismo de ellos había una angosta grieta, que, a pesar de su angostura, se adentraba en el risco, y se perdía de vista al cabo de cincuenta pasos en un brusco recodo. Conan estaba seguro de que no podía tener tanta suerte, de que aquél no podía ser el sendero que buscaban. Pensó que les hubiera convenido mucho más un par de alas.

Miró a los demás. Estaba claro, por sus rostros, que todos habían visto lo mismo que él. Incluso Bombatta hacía una mueca de duda, y Malak musitaba plegarias en voz baja. Sólo Jehnna parecía segura de sí misma, y el cimmerio no pudo contenerse de preguntar:

—¿Por aquí? —Ella asintió con firmeza, y Conan suspiró—. Yo iré primero —dijo, y dejó suelto el sable dentro de su vaina de raído cuero—. Que me siga Malak, luego Akiro con la acémila, y después Jehnna. Bombatta, tú irás el último. —El guerrero de rostro marcado asintió, y también desató su curvo acero—. Y no dejéis de mirar hacia arriba —terminó diciendo.

Pensó que, sin embargo, poco podrían hacer si alguien les arrojaba piedras, u otra cosa que no podían ni imaginar.

—Por los dientes en llamas de Shakuru —dijo Malak amargamente—. A estas horas ya podríamos haber llegado a Arenjun.

Sin responderle, Conan cabalgó hasta la angosta abertura, y los demás lo siguieron. En lo alto, el cielo parecía una estrecha franja, y la luz no les llegaba, hasta el punto de que pareció que les hubiera alcanzado de nuevo el ocaso. Los altos precipicios apenas si estaban lo bastante separados como para permitir que pasaran caballo y jinete. Iban dejando atrás las paredes de roca gris, que a menudo les quedaban a tan sólo una pulgada de las rodillas por ambos lados.

Siguieron adelante, dando vueltas y giros, caminando en círculo, hasta que sólo los instintos de Conan supieron que todavía estaban avanzando hacia el oeste. El sol se hallaba ya sobre sus cabezas, y arrojaba una cascada de efímeras sombras al serpenteante abismo.

De pronto, Conan tiró de las riendas, y llenó de aire las narices.

—¿Qué ocurre? —le preguntó agriamente Bombatta.

—¿Acaso no tienes olfato? —le preguntó el cimmerio.

—Humo de madera quemada —dijo Akiro.

—Sí —dijo Conan—, y no puede tratarse tan sólo de una hoguera de acampada.

—¿Qué hacemos? —quiso saber Malak, y Conan resopló con una breve carcajada.

—¿Y qué podemos hacer, amigo mío? Seguir adelante, y ver qué es lo que se está quemando.

Todavía le quedaban tres recodos al sendero, y luego salieron a espacio abierto. Abandonaron la estrecha grieta que atravesaba la montaña, y encontraron una gran aldea en la ladera más escarpada del valle. Consistía en toscas cabanas alineadas a lo largo de senderos polvorientos que propiamente no podían llamarse calles. Al otro extremo de la aldea, Conan distinguió una docena de sutiles columnas de humo, restos de lo que se hubiera quemado. Unos pocos niños desnudos chillaban y se tiraban por el suelo acompañados por flacos perros, mientras que sus harapientos mayores, tan mugrientos como los pequeños, si no todavía más, miraban con sus oscuros ojos, con sorpresa y prevención, a los recién llegados.

—Cúbrete con el capuchón, Jehnna —le dijo en voz baja el cimmerio.

—Hace calor —protestó ella, pero Bombatta le puso el capuchón blanco para que le cubriera el rostro con su sombra.

Conan asintió. Como forasteros que eran, probablemente tendrían problemas sólo con pasar por aquella aldea, y no había manera de evitarla. Tampoco era necesario acrecentar los riesgos enseñando a la bonita joven que iba con ellos.

—No os detengáis por nada —dijo a los demás— hasta que hayamos dejado atrás este sitio. Por nada.

Con la mano presta para desenvainar la espada, empuñó las riendas y avanzó. Cabalgaban en el mismo orden con el que habían recorrido el angosto pasaje.

—Malak —dijo Akiro—, si ves algo en esta aldea que te interese, no trates de robarlo.

—¿Eh? —Malak apartó bruscamente la mano de una cesta de higos—. Anciano, por las tetillas de Fidesa, no soy estúpido.

Les seguían ojos suspicaces, ojos codiciosos que no perdían de vista sus caballos y armas, ojos inquisitivos que trataban de ver a través de la capa de Jehnna. Sin embargo, no eran muchos, y, cuando los viajeros llegaron al origen del humo —diez montones de ceniza que habían sido otras tantas chozas—, Conan entendió por qué no eran más. Los aldeanos se habían reunido para presenciar un brutal entretenimiento.

Seis soldados con petos de cuero hervido y yelmos de rojo penacho, apoyados en sus lanzas, reían en amplio círculo en torno a una mujer que aferraba un bastón de madera, más alto que ella misma y el doble de grueso que el pulgar de un hombre. Su piel, negra como el ébano pulido, delataba su origen sureño. Sólo se cubría el cuerpo, de fuerte musculatura, con un jirón de ropa que le ceñía ajustadamente los pequeños senos, y otro jirón, algo más holgado, que le ocultaba las partes; una gruesa cuerda que tenía atada al tobillo le impedía alejarse a más de un paso de una estaca clavada en el suelo.

—Estos hombres no son zamorios —dijo Jehnna—. Esto es territorio de Zamora, ¿verdad?

Conan pensó que no era el momento más oportuno para explicarle la situación en las fronteras. Aquellos hombres vestían la armadura de una de las ciudades-estado corinthias. Las montañas de la frontera entre Zamora y Corinthia eran reclamadas por ambos reinos, y los aldeanos pagaban los tributos necesarios a quienquiera que les mandara soldados, para negarle luego la soberanía en cuanto estos se marchaban.

La mujer negra se encorvó lentamente, sin apartar los ojos de los soldados que la rodeaban, para tantear el nudo que tenía en el tobillo. En cuanto sus dedos tocaron la cuerda, uno de los corinthios se le acercó y la pinchó con la lanza. La mujer se alejó tanto como pudo, y el bastón giró en sus manos como una criatura viva. El hombre, riendo, abandonó el ataque, y otro saltó sobre ella por la espalda. La mujer huyó de nuevo de la punta de una lanza, y aún tuvo que esquivar una tercera.

—¿Qué ha hecho esa mujer para merecerse esto? —preguntó Jehnna.

Conan reprimió un juramento, y agarró con más fuerza todavía el puño de su espada.

Un hombre de cara sucia que se hallaba entre los últimos del gentío miró a Jehnna y frunció el ceño.

—Es una mujer bandido. —Torció el cuello en un intento por verle el rostro, oculto por el capuchón—. Capturamos a otro y le dimos muerte lentamente, pero los soldados llegaron antes de que pudiéramos acabar con ella.

—Ahora lo harán ellos —dijo un segundo hombre, que también estaba intentando ver el rostro de Jehnna. Tenía un moretón hinchado, de color azul, bajo la mugre que le cubría la frente—. Pero no tendrían que haberle devuelto ese bastón. Mató a un hombre con él, y casi escapó.

Miró primero a Jehnna y luego a los demás, e hinchó los labios pensativamente.

—Bombatta —dijo Jehnna—, tienes que detenerlos. No importa lo que hiciera, estos hombres no tienen derecho a tratarla así. Son corinthios, y esto es territorio zamorio.

—Los ladrones y los bandidos merecen la muerte —le respondió severamente el zamorio de rostro marcado—. Y esta vez seguimos adelante.

Agarró la brida de la montura de la muchacha, pero tuvo que soltarla cuando ésta se acercó a caballo hasta donde estaba Conan.

—¿Y tú tampoco vas a hacer nada? —le preguntó.

El cimmerio tomó aliento, pero en aquella situación no valía la pena proferir maldiciones. Otros aldeanos se estaban volviendo para mirarlos, calculaban el valor de sus pertenencias con ojos codiciosos, y trataban de ver si Jehnna era lo bastante bella para la subasta de esclavos. Hombres como aquéllos no solían representar un peligro en espacios abiertos y a la luz del día, pero la incursión de los bandidos ya les había encendido la sangre, así como el cruel deporte de los soldados. El deseo estaba allí, claramente escrito en sus rostros, en los labios que se lamían, en las esquivas miradas. Al cabo de unos momentos, pese a los soldados, pese a la luz del día, aquellos hombres buscarían una nueva presa, y si trataban de marcharse a toda prisa sólo lograrían precipitar el ataque.

—Preparaos —ordenó en voz baja el cimmerio.

—Que Bel nos proteja —murmuró Malak cuando Conan se acercó a caballo a la muchedumbre.

Los sorprendidos aldeanos se fueron apartando a su paso mientras avanzaba hacia los soldados. Como casualmente, asintiendo con la cabeza a los corinthios, Conan entró en su círculo. Ellos se miraron con ceño entre sí, lo miraron a él, pues obviamente no estaban seguros de lo que quería el cimmerio. Conan desenvainó el sable.

—¡No la mates, nos dejarías sin diversión! —gritó uno de los corinthios.

La mujer de piel negra se adelantó hasta que la cuerda quedó tirante; tenía el bastón listo y recelo en los ojos.

Conan le dirigió una sonrisa con la esperanza de darle aliento. Su acero centelleó al sol, y cortó la cuerda que la retenía por el tobillo. Las miradas de ambos se encontraron; la mujer no había movido un solo músculo. Conan pensó de ella, con admiración, que no conocía el miedo.

—¿Qué ha hecho? —gritó un soldado—. No he podido verlo. ¿La ha herido?

Con la misma despreocupación con que había entrado en el círculo, Conan lo abandonó, sin prestar atención a las miradas dubitativas que le dirigían los corinthios. Antes de que el cimmerio se hubiera reunido con sus compañeros, la mujer negra aprovechó la oportunidad. Volteó el bastón a toda velocidad hasta cortar el aire como con un gemido, y atacó.

—¡Al galope! —rugió Conan.

El grueso extremo del arma de la mujer le aplastó la garganta a uno de los soldados, antes de que éstos hubieran tenido tiempo de comprender que, en efecto, la bandida estaba libre. El palo de madera golpeó de nuevo, esta vez un empenachado yelmo, hizo que las rodillas del corinthio cedieran, y luego giró para arrancarle la lanza de las manos a otro hombre, y le golpeó en la cara; se oyó el crujido del hueso, y manó un chorro de sangre.

Los aldeanos se dispersaron entre gritos ante la veloz espada de Conan y su caballo encabritado. Bombatta pugnó por agarrar las riendas del de Jehnna, aunque ella protestaba; gritaba palabras que Conan no podía oír y señalaba a la mujer que estaba luchando.

Tres soldados habían caído en menos tiempo del que se tarda en tomar tres veces aliento, y los tres restantes dudaban en acercarse a la mujer que los había abatido. Ésta volteaba el largo bastón sobre su cabeza, y profería un grito agudo y ululante. Los tres se miraron y acordaron una decisión. Huyeron como un solo hombre. La mujer hizo oír de nuevo su grito de combate, esta vez en tono triunfal. Y se echó a correr en pos de los soldados.

Conan, furioso, le quitó las riendas de la mano a Jehnna. La muchacha trató de hablar, pero el cimmerio espoleó su propio caballo al galope, guiando tras de sí al de Jehnna, y la joven no pudo hacer nada, salvo aferrarse a la elevada frontera de su silla de montar. Los aldeanos agitaban el puño ante ellos, y aquí y allá una lanza o una espada herrumbrosa, pero no hicieron ningún esfuerzo por detener a los veloces jinetes.

Conan no aminoró la marcha ni le devolvió las riendas a la muchacha hasta el momento en que, tras doblar un recodo, perdieron de vista la aldea.

—¿Por qué hemos dejado a esa mujer en el pueblo? Ella...

—Ya corre menos peligro que hace una hora —le gritó Conan—. ¿A qué hemos venido aquí, a rescatar bandidos o a buscar una llave?

El cimmerio se esforzó por refrenar su ira. La muchacha no tenía idea del peligro en que les había metido, y que aún no había quedado atrás.

Un estruendo de cascos en la lejanía hizo gruñir a Bombatta.

—Los corinthios. Es poco probable que no nos mencionen al pasar el parte.

—No mencionarán a la mujer de piel oscura —observó Akiro con sequedad—, y dirán que nosotros éramos muchos más. No es lo mismo retirarse ante una partida numerosa que sufrir una derrota a manos de una sola mujer.

Jehnna les fue mirando uno por uno.

—Teníamos que hacerlo —sostenía con tozudez—. No es posible que aquella mujer mereciera tal tormento.

—¿Hacia dónde vamos? —le preguntó Conan, respirando pesadamente.

Jehnna indicó en silencio que tenían que seguir adelante por el valle. El cimmerio pensó que, por lo menos, no tendrían que regresar a la aldea. No se dijeron nada al ponerse de nuevo en camino.








CAPITULO 10




El valle por el que huyeron de la aldea los llevó a otro valle, y luego a otro, y este tercero terminó en una cañada tortuosa de escarpados muros, llena de grandes peñascos, algunos de ellos medio enterrados en el pedregoso suelo. Los montes Karpashios se erguían en lo alto, con sus picos grises coronados a menudo de nieve, y las oscuras laderas inferiores escasamente pobladas por árboles enanos.

Conan miró hacia el sol, que ya había recorrido la mitad de su camino hacia el crepúsculo, y pensó en el tiempo transcurrido. Sólo les quedaban tres días, y aún no habían encontrado la llave; aún menos el tesoro. Y si no volvían a Shadizar con ambas cosas al tercer día... Con el rostro sombrío, tocó el amuleto en forma de dragón de oro que llevaba al cuello.

Malak se acercó a caballo hasta el cimmerio.

—Nos están siguiendo, Conan. El cimmerio asintió.

—Lo sé.

—Sólo uno, pero se está acercando cada vez más.

—Entonces, tendríamos que disuadirlo —dijo Conan—. Tú y Akiro seguid adelante con la muchacha, yo ya os daré alcance. —Se retrasó hasta coincidir con Bombatta en la retaguardia—. Nos están siguiendo —le dijo al hombre de rostro marcado.

—Ya lo sé —replicó Bombatta.

—Vayamos tú y yo a convencerle de que no lo haga. Bombatta dudó, y miró con ceño a Jehnna antes de asentir de mala gana.

Mientras los demás seguían adelante, Conan y Bombatta se apartaron del camino con sus caballos, cada uno hacia un lado opuesto. Dos de los grandes peñascos que abundaban en el valle les ocultaron de quienquiera que les estuviese siguiendo el rastro. Jehnna se giró para mirar hacia atrás, pero Conan le indicó con un gesto que volviera a mirar al frente. El hombre que les seguía no debía darse cuenta de que lo habían descubierto. La muchacha y sus dos acompañantes desaparecieron en otro recodo de la cañada. Conan desenvainó la espada y la colocó sobre la silla de montar. No tuvo que esperar mucho rato.

El traqueteo de las piedras bajo cascos herrados delató la llegada del perseguidor, y Conan frunció el ceño al oírlo. Aquel hombre no parecía temer que le descubrieran. El cimmerio intercambió miradas con Bombatta, y los dos se aprestaron.

Apareció el primer atisbo de un caballo entre los peñascos que los ocultaban, y Conan arremetió.

—¡Quieto! —gritó, y entonces se quedó boquiabierto.

Bombatta, a su lado, empezaba a proferir maldiciones.

La mujer de piel negra que habían visto en la aldea se sobresaltó y les miró fijamente, y se detuvo. Su caballo, dos palmos más bajo que los de los hombres, estaba enjaezado con una silla de montar del ejército de Corinthia, de la que colgaba un odre de cuero.

—Yo soy Zula —proclamó, orgullosa—, guerrero del Pueblo de la Montaña, que vive en el sur de la tierra llamada Keshán. Querría saber el nombre de quien me ha dado por segunda vez la vida.

—Yo me llamo Conan, y soy de Cimmeria. Zula le escudriñó atentamente el rostro.

—En verdad, que nunca había visto unos ojos como los tuyos. ¿Hay muchos en Cimmeria que tengáis los ojos como el zafiro?

—¡Que Erlik se quede con sus ojos —gritó Bombatta—, y también contigo, mujer! Ya has oído su nombre. ¡Ahora, sigue tu camino, y no nos molestes más!

La mujer no le miró, ni pareció haberle oído.

—Quiero ir contigo, Conan de Cimmeria. Quizá yo también pueda darte una segunda vida.

Conan negó lentamente con la cabeza. Aquello de dar una segunda vida le recordaba con tanta fuerza a Valeria que debía de tratarse de un augurio. Pero ¿de qué tipo de augurio?

—Yo no obré así por salvarte la vida, sino, más bien, para que nosotros escapáramos de aquella aldea sin tener que pelear. No me debes nada.

—Los motivos no importan —dijo ella—. Sólo los actos. Y por tus actos, yo estoy viva y libre, y de otra manera estaría muerta o cautiva.

Antes de que Conan pudiera pensar una respuesta, Jehnna y los demás aparecieron.

El cimmerio miró agriamente a los dos hombres que acompañaban a la muchacha.

—¿No os he dicho que ya os daríamos alcance? ¿Y si nos hubiéramos encontrado con una veintena de aldeanos? ¿Es así como cuidáis de Jehnna?

Malak sonrió débilmente, e hizo como que estaba mirando la cuerda con la que tiraban de la acémila. Akiro se encogió de hombros, y dijo:

—Soy demasiado viejo para obligar a una mujer a hacer algo.

—No seas tonto, Conan —dijo Jehnna—. Malak había dicho que nos estaba siguiendo una sola persona, y tú estuviste de acuerdo. Los oídos no me fallan. —Entonces se fijó en Zula—. Los aldeanos decían que eras una bandida.

—Mentían —le respondió con sorna la mujer de piel oscura—. Cuatro leguas más al sur existe cierta aldea, de la que esta gente robó a varias jóvenes. Yo, con otros guerreros, acepté dinero a cambio de rescatarlas. Fuimos de noche, y pegamos fuego a las cabanas donde guardan las provisiones para llamarles la atención a estos perros que dicen ser hombres. Hallamos a las mujeres, pero T'car, mi compañero en la batalla, recibió una lanzada y no pudo escapar, y yo no pude abandonarlo.

—Y así os capturaron a ambos —dijo Jehnna, casi sin aliento—. Tu acción fue valerosa, como las que aparecen en las historias de amor.

—Era mi compañero en la batalla —se limitó a decir Zula. Jehnna asintió bruscamente, como si hubiera tomado una decisión.

—Ven con nosotros.

—¡No! —gritó Bombatta—. Por la gracia de Mitra, Jehnna, ¿quieres ponerlo todo en peligro? Recuerda la profecía.

—En ninguna parte decía que no pueda llevar a una mujer conmigo. —Jehnna hablaba con firmeza, pero, aun así, se volvió hacia Conan—. Di tú que puede acompañarme. Tú te has traído a Malak y a Akiro. Yo sólo tengo a Bombatta, y últimamente me grita. Nunca me había gritado antes.

—Montada en ese cordero corinthio, no podrá seguir nuestro paso —dijo Malak, riendo. Zula le miró sin inmutarse.

—Puedo dejarte atrás, hombrecillo, y aun cuando hayas crecido lo seguiré haciendo.

Conan se tocó el amuleto que le colgaba sobre el pecho. Tal vez Bombatta tuviera razón. Tal vez, en efecto, hicieran peligrar el cumplimiento de la profecía, y en consecuencia la resurrección de Valeria. Pero quedaba aquel augurio. Había que dar una vida por segunda vez.

—Yo no te lo impediré —dijo por fin. Bombatta maldijo, pero Jehnna le hizo callar con su entusiasmo.

—Entonces, cabalga conmigo, y sé mi compañera.

—Voy a cabalgar con Conan —dijo Zula—, y también contigo. Jehnna sonrió, como si no hubiera comprendido la distinción que la mujer de negra piel acababa de establecer.

—Así pues, cabalguemos todos —dijo Conan y, una vez más, se puso en marcha por el desfiladero.

Al brillo de color sangre de la gema, Amón-Rama observaba las figuras en movimiento. «Dos más», pensó, y se concentró en el hombre rollizo de piel amarilla, fino cabello gris y bigotes. Tenía poder. Era un mago. Los finos labios de Amón-Rama se curvaron en una malévola sonrisa. Su poder no había de bastarle. Sólo se añadiría a su diversión.

—Venid a mí —susurró—. Traedme a la Elegida.

—... y cuando hayáis llevado esta llave y el tesoro hasta Shadizar, ¿entonces, qué?

Jehnna miró sorprendida a la otra mujer. Jamás se había planteado aquello.

—Oh, pues viviré en el palacio, como he hecho siempre. —Al pensarlo, arrugó el entrecejo con vaga insatisfacción. Pero ¿qué más podía hacer ella?—. Ése es mi destino —dijo con firmeza.

Zula gruñó sin más.

Sintiéndose mal sin saber por qué, Jehnna miró al frente, al enjuto y fuerte Malak que reía sin cesar, a Akiro, el hombre de panza grande y ojos astutos, y a Conan, el de anchas espaldas, que cabalgaba delante mientras bordeaban una montaña de pico nevado. Bombatta seguía en retaguardia, y miraba sin cesar a las alturas, buscando peligro a la menguante luz rojidorada que anunciaba la inminencia del crepúsculo.

Sin embargo, sólo pensaba en el cimmerio. No se parecía en nada a lo que había esperado. Akiro, e incluso Malak, podían ocupar un lugar en las historias que le contaban sus criadas, pero el alto norteño no encajaba de ninguna manera en aquellos relatos de apuestos príncipes y bellas princesas. Y no sólo eso. Le suscitaba sensaciones muy peculiares, sí, que no sabía identificar. Ninguna de esas sensaciones parecía corresponderse con lo que habría sentido si el hombre le recitara largos poemas que le hablaran de sus ojos. En todo caso, le costaba imaginar a Conan recitándole un poema. O entregándole una rosa, para que pudiera derramar lágrimas de cristal sobre ella mientras el cimmerio estuviera lejos. En cambio, Conan habría podido desmontarla con fiereza y... ¿y qué? No estaba segura, pero sí sabía que le habría hecho algo que no aparecía en los cuentos.

Se le ocurrió que tal vez Zula pudiera explicárselo, pero algo la hacía sentir incómoda ante la simple idea de preguntar por aquello. Pero quizá, si lograba ir introduciendo paso a paso la cuestión...

—Las mujeres guerreros —dijo de pronto— son algo desconocido para mí. ¿Todas las mujeres de tu tierra son guerreros? La mujer de piel oscura asintió.

—Nuestras montañas están rodeadas de enemigos, y somos pocos. No podemos conservar nuestras costumbres, según las cuales sólo los hombres son guerreros, junto con las pocas mujeres que quieran serlo. Tenemos que luchar para vivir.

—No sabía que en mi tierra hubiera mujeres que a la vez fueran guerreros —dijo Jehnna, que había cobrado interés en aquello—. ¿Podría serlo yo? —Se le ocurrió que así no habría tenido que pasarse el resto de su vida en los jardines de Taramis.

—Tal vez —le respondió Zula—, si te avienes a aceptar severos entrenamientos, y si tienes valor. Pero es una vida dura, y debes estar siempre preparada para la muerte. La tuya, o la de alguien cercano a ti.

La tristeza con que hablaba la otra mujer le recordó a Jehnna su propósito inicial.

—T'car... —dijo suavemente—. Dijiste que había sido tu compañero en la batalla. ¿Lo vuestro era... verdadero amor?

—¿Quieres decir si era mi amante? Sí, era mi amante, y se mostró en todo como el mejor de los hombres que he conocido.

—¿Cómo... cómo empezó todo? Entre tú y T'car, quiero decir.

Zula rió, como si le hubieran venido buenos recuerdos a la memoria.

—Muchas mujeres lo deseaban, porque era un hombre orgulloso y apuesto, pero yo les dije que, si querían acostarse con él, pelearan antes conmigo. No hubo ninguna que pudiera conmigo, y T'car, al verlo, me aceptó en su cabana.

Jehnna parpadeó. Aquello no se parecía a ninguno de los cuentos que había oído.

—Así que decidiste sin más que era tuyo, lo elegiste. ¿Eso les gusta a los hombres?

—Gusta a algunos hombres, niña, los que saben que son hombres. Hay otros que no tienen agallas.

—¿Y a quién elegirías entre los hombres que nos acompañan? ¿Quizás a Malak?

La mujer de piel negra resopló.

—Eso no tiene gracia ni como chiste. Elegiría a Conan.

—¿Porque te ha salvado la vida? —Jehnna sintió un ramalazo de ira, y no entendió el motivo—. ¿Por qué no Bombatta?

—Ese hombre sería brutal con tal de parecer fuerte, y, con todo, yo sabría doblegar su voluntad igual que doblo un junco. Conan puede mostrarse fuerte y gentil al mismo tiempo, pero no le doblegaría fácilmente, y tal vez no lo lograra. Yacer con un hombre que se deja doblegar fácilmente es como acostarse con un conejo. —Zula miró de reojo a Jehnna; ésta se dio cuenta de su propio rubor, y el obvio regocijo de la otra mujer la hizo sonrojarse aún más—. No te preocupes, niña. No trataré de quitártelo.

Jehnna se sorprendió a sí misma balbuciendo.

—Quitármelo... pero si no es mi... quiero decir... —Respiró hondo y trató de cabalgar con el cuerpo más erguido, como hacía Taramis cuando quería mostrarse imperiosa—. No me llames niña —dijo con gélida voz—. Soy una mujer.

—Por supuesto. Perdóname, Jehnna. —Zula calló durante un rato, y luego siguió hablando—. Entre mi pueblo, existe una costumbre asociada a la muerte de un amante. No voy a yacer con ningún hombre hasta que haya pasado un año desde la muerte de T'car. Él habría hecho lo mismo si yo hubiese muerto primero.

Entonces fue Jehnna quien cabalgó en silencio, meditando lo que acababa de oír. No le parecía que aquello pudiera serle útil. No había ninguna mujer con la que pudiera pelear por Conan —de hecho, no sabía pelear—, y tampoco estaba segura de lo que quería. Y lo otro...

—Zula, ya has mencionado en tres ocasiones eso de yacer con un hombre. ¿Qué querías decir?

El rostro de la negra mujer quedó desencajado de sorpresa.

—Por todos los dioses —murmuró—, eres una niña de verdad.

Jehnna abrió la boca para soltarle una furiosa réplica, pero se quedó boquiabierta. Tenía delante otra montaña, o más bien media montaña, porque hacía tiempo que su cumbre había desaparecido. Aun desde su falda, era evidente que un gran cráter había reemplazado al truncado pico.

—Conan —susurró, y luego gritó—: ¡Conan! ¡La llave! ¡Siento cómo tira de mí! ¡La llave está en ese cráter! Ansiosa, arreó el caballo al galope.








CAPITULO 11



—Espera, Jehnna —le gritó Conan por décima vez, aun sabiendo que ya era demasiado tarde.

La muchacha los había dejado atrás y, cuando el cimmerio aún la llamaba, llegó al borde del cráter y desapareció.

Maldiciendo, subió tras ella a toda la velocidad que pudo alcanzar su caballo por la pendiente. Los otros le siguieron en larga hilera, pero no pudo esperarles. Llegó al borde del cráter, y tuvo que sofocar un grito de asombro al pasar al otro lado.

En el fondo de la inmensa fosa había un lago al que no perturbaba ninguna brisa, que por su color azul marino debía de ser muy profundo. Las cristalinas aguas estaban circundadas por abruptos precipicios. Inmediatamente debajo de Conan había una ribera de arena negra poco extensa, en cuyos márgenes crecían juncales. Jehnna, que estaba cabalgando locamente cuesta abajo, ya se hallaba a mitad de camino de la orilla. Y al otro extremo del lago se alzaba un palacio de cristal, una imposible estructura de facetas brillantes; se le erizó el cabello de la nuca al verlo.

Para cuando Conan le dio alcance, el caballo de Jehnna, resollante, había metido los belfos en el agua, y la muchacha estaba mirando con ojos anhelantes las lejanas torres de cristal. La profundidad del cráter cubría prematuramente de sombras las arenas.

—¿La llave está en ese palacio? —le dijo Conan. Ella asintió emocionada.

—Sí. La siento, siento que está tirando de mí.

—Entonces tendremos que salir del cráter —le dijo Conan—, y rodear la montaña por fuera. Desde aquí, sólo podríamos ir nadando.

Los otros comenzaron a llegar, primero Bombatta y Zula, casi juntos, luego Akiro, y finalmente Malak con la acémila.

—¿Estás bien, niña? —gritó Bombatta, al mismo tiempo que Zula exclamaba:

—¿No te has hecho daño, Jehnna? —El hombre de rostro marcado y la negra mujer se miraron con aversión.

—Este es el camino —dijo Jehnna con insistencia—. Este es el camino que debemos seguir.

—¿Cómo? —le dijo Conan. Incluso Bombatta parecía vacilar.

—Podríamos dar un rodeo, niña. Sería lo mismo.

—Este es el camino —repitió Jehnna.

De pronto, Malak saltó del caballo y se metió entre los juncos. Volvió a salir arrastrando una canoa larga y estrecha, hecha con pellejos de animal dispuestos sobre un armazón de madera. Sostuvo en alto un puñado de cordeles y anzuelos de hueso.

—Los aldeanos nos han abierto un camino, ¿eh? —dijo sonriendo—. Al pescador no le importará que le tomemos prestada su canoa. También hay zaguales.

—Qué oportuno —murmuró Akiro— que la encontremos aquí. Tal vez demasiado oportuno.

—¿Qué quieres decir? —le preguntó Conan. El brujo se tiró de los grises bigotes y miró al palacio, que centelleaba aun cuando ya no recibiera la luz directa del sol.

—Yo no creo que los nativos de los montes Karpashios se dediquen a la pesca. Y aunque fueran pescadores, ¿pescarían delante de eso?

—Pero... la canoa está aquí —protestó Malak—. No puedes negar lo que tus ojos ven.

—Puedo negar a cualquiera de mis sentidos —le respondió Akiro con voz suave—, salvo a los de mi mente. Por lo que respecta a esa canoa, puede que alguien aguardara nuestra llegada.

El ladrón de poca estatura sofocó un grito, y soltó la canoa y los anzuelos cómo si hubieran sido otras tantas serpientes. Dio un rápido paso hacia atrás, y se frotó las manos, en el jubón de cuero.

—¿Ese estigio sabe de nuestra llegada? ¡Por las nalgas de Banda!

—En todo caso, no encenderemos ninguna hoguera cuando acampemos —dijo Conan al tiempo que desmontaba—. Si no sabe que estamos aquí, más vale que no le pongamos sobre aviso haciendo fuego.

—Tenemos que cruzar el lago ahora mismo —dijo Jehnna—. Ahora mismo. Os digo que la llave está allí.

—Todavía estará allí al alba —le respondió el cimmerio. Claramente de mala gana, Jehnna apartó los ojos del palacio por primera vez desde que llegara a la orilla, y apretó la mandíbula con resolución, pero Conan volvió a hablar antes de que la joven pudiera decir nada—: Yo no tengo más razones que tú para demorarme, Jehnna. Cruzaremos el lago cuando llegue el alba.

—El ladrón está en lo cierto, niña —dijo Bombatta. Apuntó al lago, cuyas aguas se iban volviendo negras a medida que avanzaba el ocaso—. Si la canoa se volcara, te ahogarías antes de que yo te encontrase. No puedo arriesgarme a que eso ocurra.

Jehnna, mohína, se encerró en su silencio, y Conan se volvió hacia Malak.

—Puedes marcharte, si así lo deseas. No habíamos contado con que ese Amón-Rama supiera de nosotros. Las joyas son tuyas.

—Joyas? —repitió Bombatta, pero los dos amigos le ignoraron. Malak dio un paso hacia el caballo, y se detuvo.

—Conan, yo... si tuviéramos alguna oportunidad, cimmerio... pero ese hombre ya sabe que vamos hacia allá... ¡por el ojo amenazante de Balor! Ya has oído a Akiro.

—Le he oído —dijo Conan.

—¿Y vas a quedarte? —preguntó Malak, y Conan asintió. El enjuto y fuerte ladrón suspiró—. No puedo cabalgar de noche por estas montañas —musitó—. Me iré por la mañana.

—Ahora que habéis arreglado eso —dijo Akiro, que masculló un quejido cuando desmontaba—, yo querría comer. —Apoyó los puños en la rabadilla y estiró los músculos—. Traemos carne seca de cordero en las alforjas. E higos.

Algo opresivo y solemne se adueñó de todos ellos en el mismo momento en que se pusieron a organizar el campamento. Aquel cráter tenía el efecto de volverlos a todos callados e introspectivos, con la excepción de Jehnna, que, con todo, estaba extasiada con la cercanía de una parte de su destino.

Al cabo de poco, los caballos estuvieron amarrados, la carne seca y los frutos se acabaron, y se hizo noche profunda. Jehnna se envolvió con las mantas, y Zula, para sorpresa de todos, se quedó sentada, con las piernas cruzadas, al lado de la esbelta muchacha; le cantó dulcemente hasta que se hubo dormido. Bombatta fruncía el ceño, celoso, pero la fiera mirada que la negra mujer dirigía a quienquiera entre los hombres que se acercara a Jehnna le mantenía a distancia incluso a él.

Al ascender la Luna llena, la oscuridad pareció ceder, porque parecía que el cráter atrapara y retuviera de algún modo su albo fulgor. Todo se tiño de un opaco brillo perlino de espectral palidez, en el que los rostros aparecían borrosos, pero podían distinguirse bien. Conan y Akiro se habían sentado juntos, entre los bultos envueltos en mantas que señalaban el lugar donde estaban durmiendo los demás. Se habían sentado, y contemplaban el palacio al otro extremo de las oscuras aguas, que brillaba sin iluminar nada, como un diamante que, puesto sobre terciopelo negro, reluce al capturar todo destello de luz.

—Este lugar me angustia —dijo por fin el cimmerio—. No me gusta.

—A nadie le gustaría, salvo a un hechicero —le respondió Akiro. Movió las manos en el aire, como si hubiera estado acariciando la pálida luz—. Siento el poder que surge aún de las rocas. En este lugar se desatan los lazos, y las ataduras que mantienen en orden lo ordinario se deshacen. Aquí, las barreras son débiles, y un nombre podría hacer venir a un muerto.

De pronto, un chillido rasgó la noche, y Jehnna se revolvió en sus sábanas; estaba gritando, con los ojos abiertos aunque durmiera.

—¡No! ¡No! ¡Basta!

Bombatta se levantó de un salto al despertarse y empuñó una espada, mientras que Malak maldecía y peleaba con sus mantas, con un puñal en cada mano. Zula estrechó contra su pecho a la esbelta joven y le murmuró algo en voz baja.

De repente, Jehnna abrazó a la negra mujer. Los gemidos le sacudieron el cuerpo.

—Ha sido horrible —dijo llorando, con voz ronca—. ¡Horrible!

—Un sueño —dijo Bombatta, apresurándose a envainar la espada. Se arrodilló al lado de la muchacha y trató de quitársela a Zula, pero ella la agarró todavía con más fuerza—. Sólo ha sido un sueño, niña —le dijo suavemente el guerrero—. Nada más. Vuelve a dormirte.

Zula le miró con aborrecimiento por encima del hombro de la joven.

—Los sueños son importantes. Pueden predecir el futuro. Tiene que contárnoslo.

—Estoy de acuerdo —dijo Akiro—. A menudo aparecen portentos en los sueños. Habla, Jehnna.

—Sólo era un sueño —masculló Bombatta—. Quién sabe lo que ha podido soñar en este lugar maligno.

—Habla —volvió a decirle Akiro a la muchacha.

Jehnna empezó a contárselo en voz baja, abrigada en los confortables brazos de Zula. Aún tenía los ojos desorbitados de terror.

—Yo era una niña, y apenas si sabía andar sola. Despertaba y me encontraba con que mi niñera estaba durmiendo, y me escapaba del cuarto de los niños. Quería encontrar a mi madre. Corría por muchos pasillos, hasta llegar a una habitación donde sabía que mi madre estaba durmiendo, y también mi padre. Su cama estaba en el centro de la habitación, rodeada de cortinas que colgaban del techo. Los vi allí durmiendo. Y también otra figura, que parecía un chico. Estaba agazapado a la cabecera de la cama, y miraba a mi madre y a mi padre. La luz escasa de las lámparas se reflejaba de manera extraña en sus manos. Levantaba una de las manos, y vi... y vi que sostenía una daga. Asestó la puñalada, y oí que mi padre hacía un ruido extraño, que gemía como si se hubiera hecho daño. Entonces, mi madre despertó. Chilló un nombre, y otra daga la hirió. Yo corrí. Quería gritar, pero parecía que no tuviera lengua. Sólo pude correr, y correr, y correr, y...

Zula la sacudió con violencia, y luego la abrazó con más fuerza todavía.

—No ha ocurrido nada, Jehnna. Ahora estás a salvo. Estás a salvo.

—El nombre —le insistió Akiro—. ¿Cuál era el nombre? Jehnna miró a hurtadillas, vacilante, todavía en brazos de Zula.

—Taramis —susurró—. Decía el nombre de Taramis. Oh, ¿por qué he tenido que soñar esto? ¿Por qué? Nadie abrió la boca, hasta que Bombatta dijo:

—Es un sueño absurdo. Un sueño repugnante, producto de este repugnante lugar. Incluso mis sueños se ven turbados por cosas que jamás han ocurrido.

—Eso parece —dijo Akiro por fin—. ¿Puedes cuidar de ella? —le pidió a Zula.

La mujer de piel oscura asintió, le acarició el cabello a Jehnna, y volvió a cantar la suave canción con que antes la había hecho dormirse. Bombatta se sentó al otro lado de la muchacha, como si esta vez también quisiera proteger su sueño. Los dos guerreros, el hombre y la mujer, se miraban sin parpadear.

Acompañado por Akiro, Conan anduvo lentamente hasta la orilla de lago, cuya negra superficie no se quebraba ni por la más insignificante onda.

—Cuando Jehnna apenas si podía aún caminar —dijo pausadamente el cimmerio—, Taramis debía de tener unos dieciséis años. La edad a la que pudo heredar los títulos y propiedades de su hermano.

—Quizá sólo era un sueño.

—Quizás —dijo Conan—. Quizás.

Amón-Rama contempló el rojo interior del Corazón de Ahrimán, y frunció el ceño al verlos dormir. No quedaba nadie despierto al otro extremo del lago envuelto en la noche. El último en dormirse había sido el brujo de piel amarilla, que había estado contemplando el firmamento y había intentado —y la sola idea hizo sonreír con menosprecio al estigio de aguileñas facciones—, había intentado acceder a los poderes aprisionados en el cráter. El brujo se había recogido cuando los demás ya respiraban lenta y hondamente bajo sus mantas. Pero estaba durmiendo. Llegarían al amanecer, y...

Arrugó todavía más el entrecejo. Al amanecer. Había pasado mucho tiempo de espera, y aún le aguardaban unas horas de más, y, con todo, hervía de impaciencia. En una hora tan tardía, nada podía salirle mal. Entonces, ¿por qué se sentía como si le hubieran corrido hormigas sobre la piel?

Su concentración en el Corazón menguó, y el fulgor se desvaneció, dejando tras de sí una gema más brillante que los rubíes. No quería pasar la noche así. Tenía que poner fin a aquello.

Salió de la cámara de espejos con rápidas zancadas, y anduvo por pasillos de cristal, el más pequeño de cuyos ornamentos de oro habría hecho las delicias de un rey, hasta el extremo superior del más elevado de los resplandecientes chapiteles del palacio. Desde aquella altura avizoró la orilla opuesta, como si sus ojos, abandonados a sus solas fuerzas, hubieran podido penetrar en la espectral palidez de la noche, y luego se sacó de la túnica bermeja con capuchón una tiza negra, hecha con huesos chamuscados de hombres asesinados y aliento de vírgenes.

Con rápidos trazos dibujó un pentagrama, dejando un ángulo abierto para poder entrar sin peligro. En cada una de las puntas de la estrella marcó dos símbolos, uno siempre igual y otro distinto en cada punta. Los símbolos idénticos sumarían fuerzas al poder protector del pentagrama. Los otros cinco servirían para la invocación. Sujetándose con cuidado los ropajes para no borrar ni una sola línea del dibujo —¡si lo hacía, podía ocurrir un desastre!— dio un paso adentro, y completó el último segmento del impío diagrama. Al principio con lentitud, y luego con mayor ímpetu, empezó a salmodiar, y acabó aullando sus palabras a la noche. Sin embargo, no oía ninguna de las palabras que estaba diciendo. Aquellas palabras no estaban hechas para los hombres. Sólo había podido pronunciarlas después de largos años de dolorosa práctica. En aquel lugar donde se rompían las ataduras, Amón-Rama invocó espíritus de cambio y de destrucción.

Poco a poco, la palidez de la noche pareció congregarse a su alrededor, se condensó, se arremolinó, le envolvió, lo ocultó como una columna de humo. Y el humo se crecía y tomaba forma, se transformaba. Aparecieron unas alas cuya longitud cuadruplicaba la estatura de un hombre. Unas gigantescas alas que arañaron el remate de diamantino cristal de la torre. Entre los mágicos trazos había ahora una gigantesca ave, una águila de pico fiero, pero que sólo estaba compuesta de humo, el cual giraba y se arremolinaba en su interior.

Batió las grandes alas —no se oyó ningún sonido, como si no hubieran batido el aire de este mundo—, y la monstruosa figura se elevó en la noche. La vaporosa criatura se elevó con rapidez, hasta sobrevolar a gran altura las negras arenas de la orilla. Plegó sus etéreas alas, y el simulacro de ave caló hacia el suelo.

Atacó certeramente, directo hacia la esbelta figura de la muchacha. Aleteó con sus grandes alas para frenar la caída; no agitó las mantas de la negra mujer ni del guerrero de rostro marcado que dormían a uno y otro lado de la muchacha. Sus garras aferraron con fuerza el esbelto cuerpo, pero la muchacha no despertó, ni dio signo alguno de haber visto alterado su natural y profundo sueño.

Entonces, la vaporosa criatura se remontó hacia lo alto, y sus alas parecieron cubrir por completo el cielo cuando planeó sobre el negro lago hasta el refulgente chapitel. Al descender hacia la torre de cristal, el cuerpo de ave se disolvió una vez más en pilar de humo, un pilar que se posó sobre el pentagrama, se arremolinó y se disipó, dejando al descubierto a Amón-Rama, que sostenía a Jehnna entre las rojas mangas que le cubrían los brazos.

Borró cuidadosamente un segmento del diagrama con el pie, y salió afuera. Ya se encargaría luego de lo demás. Tenía que cuidar de un asunto de mayor importancia. El nigromante de apagados ojos sonrió aviesamente —sólo con los labios— al contemplar la bonita cara que se había vuelto hacia él en su inalterado sueño. Un asunto infinitamente más importante.

Los escalones de cristal, que repicaban bajo sus apresurados pasos, le llevaron a la parte de abajo del palacio. A toda prisa, pasó por el salón de espejos y entró en una estancia que en nada se asemejaba a cuantas existían en el resplandeciente edificio de muchas facetas, ni a ninguna otra que pudiera encontrarse en toda la tierra.

En el resto del palacio había siempre luz y claridad, aun sin necesidad de lámparas y sol. Allí había tinieblas. Las paredes parecían recubiertas de la más oscura sombra, si es que la estancia tenía paredes, o techo, o suelo, porque daba la impresión de extenderse hasta el infinito en todas direcciones, y desde su interior sólo se atisbaba luz por dos puntos. La puerta que comunicaba con el salón de espejos estaba enmarcada en fulgor, pero esa misma luminosidad se interrumpía bruscamente a la entrada. Sus rayos no penetraban en la habitación. La segunda luz sí se expandía por la estancia; un suave halo, que no procedía de ninguna fuente visible, circundaba un gran lecho sobre el que se apilaban los cojines de seda. Amón-Rama dejó su ligera carga sobre aquel lecho.

La contempló; sus ojos negros y apagados no dejaron traslucir ninguna emoción. Entonces, lentamente, le pasó una mano por el esbelto tobillo, por la redondeada cadera, hasta llegar al fino talle y los opulentos senos. Sus taumaturgias le habían consumido los vicios ordinarios desde hacía largos años, pero aún conservaba otros, otros que le procuraban oscuros placeres. Y se le ocurrió que no tenía razón alguna para no permitírselos, porque no quería darle a la muchacha el mismo uso que le había reservado la necia Taramis. Pero sólo cuando hubiera acabado de divertirse con los demás. Como la muchacha, la Elegida, ya se hallaba en sus manos, había perdido toda impaciencia. Era el tiempo de los preparativos.

—¡Óyeme ahora! —Clamó, y su voz se oyó desde la lejanía—. No quiero puertas, ni ventanas, ni grietas, ni abertura por la que entre el aire. ¡Así lo digo, y así se tendrá que hacer!

El palacio de cristal retumbó con sonidos metálicos parecidos a los de una gran campana, y se cumplió lo dicho. El palacio quedó sellado.

—Ahora, vamos a ver primero cómo reaccionan —murmuró.

Mirando por última vez el cuerpo inmóvil de Jehnna, salió de la estancia. Cuando hubo cerrado la puerta, sólo una luz siguió brillando dentro de la habitación, y Jehnna quedó flotando en el centro de infinitas tinieblas.








CAPITULO 12



Conan despertó cuando la penumbra de fantasmagóricos tonos perlinos aún coloreaba el cráter, pero, sin necesidad de que el cielo palideciera en oriente, advirtió que faltaba poco para la aurora.

Para cruzar el lago al alba tenían que levantarse antes de que amaneciera; así pues, había despertado a tiempo. Sabía levantarse a la hora, aunque debía reconocer que, en ocasiones, el vino se lo impedía.

Apartando a un lado las mantas, envainó el desnudo sable que había tenido a su lado durante toda la noche, y se puso en pie, desperezándose. Al ver las mantas vacías de Jehnna, frunció el ceño. Al instante, escudriñó la ladera del cráter que terminaba en su campamento. Los caballos estaban de pie, con la cabeza gacha, dormidos. Nada se movía.

Se agachó y empezó a dar empujones a Akiro y a Malak.

—Despertad —les dijo en voz baja—. Jehnna se ha marchado. Levantaos.

Luego los dejó —Malak escupía y maldecía, Akiro se quejaba amargamente de su edad y de su necesidad de sueño— y se acercó a Bombatta y a Zula, que seguían durmiendo, uno a cada lado de las mantas vacías donde había dormido Jehnna. Miró con odio al guerrero de rostro marcado, que roncaba débilmente, y le plantó una bota sobre las costillas.

Con un grito de sorpresa, Bombatta despertó. Al momento se puso en pie con torpeza, y aferró el sable.

—¡Te voy a matar, ladrón! Te...

—Jehnna ha desaparecido —dijo Conan con hosca frialdad—. Parecía que quisieras llevarla atada, y ahora la dejas marchar. ¡Puede que haya muerto!

Al oír las primeras palabras, la furia de Bombatta se desvaneció.

—Los caballos están todos aquí —gritó Malak. El guerrero de negra armadura recobró el ánimo.

—¡Por supuesto que están aquí! —rugió—. Jehnna no quema huir de su destino.

—¡Su destino! —exclamó Zula, con sorna—. Eso que tú llamas su destino. ¿Por qué no puede elegirlo ella?

—Si le has hecho algo... —le gritó Bombatta, y la mujer se irritó a su vez.

—¿Yo? Jamás le haría daño! ¡Eres tú quien la tratas como a un juguete, y crees que puedes emplearla para lo que te convenga!

Las cicatrices llegaron a asemejarse a blancas líneas en el rostro del corpulento guerrero.

—¡Chacal hembra infecto! Te voy a destripar...

—¡Ya pelearéis luego! —les gritó Conan—. ¡Ahora tenemos que encontrar a Jehnna!

La tensión que mediaba entre ambos se apaciguó, pero no desapareció. Con un sordo gruñido que le salió del fondo de la garganta, Bombatta volvió a envainar el sable que había desenvainado hasta la mitad, y Zula torció airadamente el labio al bajar el bastón que había alzado con ambas manos.

Akiro se había arrodillado delante de las mantas de Jehnna y se había puesto a palparlas. Estaba moviendo los labios en silencio, con los ojos cerrados. Al volver a abrirlos, aparecieron blancos por completo. Malak tuvo ruidosas arcadas, y se volvió.

—Un ave se llevó a la muchacha —dijo el anciano.

—Viejo necio —murmuró Bombatta, pero Akiro siguió hablando como si no le hubiera oído.

—Una gran ave, un ave de humo, que volaba sin hacer ruido. Se la llevó con sus garras.

Cerró de nuevo los párpados y, cuando los abrió, sus ojos volvían a estar normales.

—¿Lo llamas necio? —le dijo Conan a Bombatta—. Eres tú el necio. Y yo también. Tendríamos que haber supuesto que el estigio haría algo.

—¿Adonde se la llevó esa ave? —preguntó Zula. Akiro señaló el palacio de cristal que se hallaba al otro extremo del lago.

—Allí, por supuesto.

—Pues tendremos que ir allí —dijo la mujer. Conan asintió sin decir nada. Él y Bombatta corrieron a la vez hacia la canoa de piel y la botaron al agua.

—Pero podría estar embrujada —protestó Malak—. Akiro lo dijo.

—Tendremos que correr el riesgo —le replicó Conan. Se metió en el agua hasta las rodillas, al lado de la estrecha embarcación.

—¡Arriba! ¡Rápido!

Con torpe apresuramiento, subieron todos a la canoa; Zula iba enmedio, entre Akiro y Malak; Conan y Zula a los extremos. Los zaguales, en manos de aquellos hombres corpulentos, hendieron furiosamente las aguas, y la esbelta embarcación se alejó de la orilla.

—¡Por el cuenco de Sigyn! —gritó de pronto Malak—. ¡Lo había olvidado! ¡Yo me iba esta mañana! ¡Volved a la orilla!

Conan no cejó en el esfuerzo de sus poderosos brazos y hombros.

—Ve nadando —le dijo con aspereza.

El ladrón de poca estatura miró al agua, y se estremeció.

—El agua sólo es buena para beber —murmuró— cuando no hay vino.

Como no había viento ni oleaje que les frenaran, y dos hombres fuertes estaban remando con los zaguales, la canoa de piel parecía volar por la superficie del lago. Las ondas que producían con su avance se extendían hasta distancias increíbles, porque no había nada más que enturbiara la cristalina superficie. El palacio de cristal se erguía ante ellos, amenazador. Delante de la fachada del palacio que daba al agua había un embarcadero, perfectamente ordinario, salvo en que también parecía estar tallado en una única y gigantesca gema. Cuando llegaron al palacio, el sol asomaba ya por el borde del cráter, y el palacio devino en exhibición de luces.

Conan mantuvo la canoa cerca del extraño embarcadero mientras los demás bajaban. Cuando él mismo estuvo sobre la centelleante gema, sacó la canoa de piel del agua. Un ladrón que no planeara bien sus salidas y escapadas no habría durado mucho en Shadizar. Por el momento, el lago estaba tranquilo, pero no quería arriesgarse a que la embarcación se fuera a la deriva, por lo menos hasta que tuviera otros medios para abandonar aquel palacio ultraterreno.

Una vez la canoa estuvo a salvo, estudió el palacio. Se encontró con muros lisos y refulgentes. En los extremos derecho e izquierdo había columnas altas, aflautadas, de piedra translúcida. La uniforme y vitrea fachada de liso muro se erguía hacia lo alto, y terminaba en cúpulas con facetas y refulgentes chapiteles que apuntaban al cielo.

—Es fascinante —murmuró Akiro, acariciando el muro de cristal con las yemas de los dedos—. No se distinguen junturas. Está todo tallado en una única gema. Por entero. Es fascinante.

—Preferiría que estuviese hecho de mármol ordinario —dijo ásperamente Conan—. Yo podría apañar un modo de escalarlo. Venid. Tenemos que encontrar algún tipo de puerta.

—No hay ninguna —dijo Akiro, sin abandonar su ensimismamiento.

—¿Cómo...? —empezó a decir Conan, pero entonces se le ocurrió que era mejor no preguntarle al mago cómo sabía que no había puertas—. ¿Cómo podremos entrar dentro? —preguntó en cambio.

Akiro parpadeó sorprendido.

—Oh, eso es fácil. —Se acercó al borde del embarcadero y señaló a las aguas—: Ahí abajo hay una entrada. Lo he advertido desde el primer momento, quizá porque es la única entrada que he encontrado. Es lo bastante grande para nosotros.

—¿Tal vez la emplean para extraer agua del lago? —dijo Zula, vacilante.

—A mí no me gusta el agua —gruñó Malak, pero miraba con nerviosismo más bien al palacio.

Conan se arrodilló al lado del rollizo mago y contempló la superficie del lago. Una vez más estaba en calma, y nada vio salvo su propia imagen. Se dijo que no era posible que el tal Amón-Rama construyera un palacio sin entradas, y dejara una abertura tan accesible. Aquello era una trampa, y Jehnna su cebo. Así pues, ¡que el constructor de la trampa descubriera a qué suerte de criatura había querido capturar! Tomó aliento hasta llenarse los pulmones de aire y saltó al agua. Sólo un chapoteo dio noticia de su zambullida.

Bajo la superficie reinaba una grisácea claridad. El cimmerio buceó con potentes brazadas, y buscó por el frente del embarcadero. No se apreciaba en la superficie de cristal ninguno de los lodos y limos que suelen formarse sobre las obras de piedra sumergidas.

No tardó en encontrar la entrada: una gran abertura de tubería casi tan ancha como sus brazos abiertos, cerrada con una reja de gruesos barrotes de hierro. Agarrando los barrotes, apoyó las piernas en la piedra y empujó. No cedieron en lo más mínimo. Tiró con más fuerza, hasta que le crujieron los tendones, y, con todo, no lo consiguió. De pronto, se sobresaltó; había visto otras manos al lado de las suyas. Miró hacia arriba y vio el rostro tenso de Bombatta, que se había despojado de su armadura negra. Conan redobló sus esfuerzos. Se le estremecían tendones y huesos, y los pulmones le ardían.

De pronto, con un sordo chasquido, uno de los barrotes cedió, y arrastró tras de sí multitud de fragmentos de joya. La reja empezó a moverse cada vez que Conan tiraba de ella, y éste se encontró con que ya no precisaba de tantos esfuerzos. El cristal se agrietaba y se rompía y, uno por uno, fue arrancando todos los barrotes.

Dejando que cayeran al fondo, el cimmerio nadó a toda prisa hacia la superficie. Cuando su cabeza emergió, tomó aire. Aunque Bombatta apareciera a su lado, no se volvió. Desde el embarcadero, tres caras ansiosas les contemplaban.

—La entrada está abierta —dijo Conan entre jadeos—. Venid.

—Esperad un momento —dijo Akiro—. Recobrad el aliento. Tenemos que trazar un plan.

—No hay tiempo —le respondió Conan.

Tomó aire por última vez, dio una voltereta y se sumergió de nuevo.

Dándose rápidamente la vuelta, entró por la tubería, y avanzó por ella con rápidas brazadas. La luz quedó atrás, y nadó en la penumbra. Ya había recorrido treinta pasos. Cuarenta, y los pulmones le pedían aire. Cincuenta. Y súbitamente, distinguió un fulgor. Nadó con rapidez a su encuentro, y ascendió hacia el origen de la luz, frenándose entonces con brazos y piernas. Emergió a la superficie sin más chapoteo que el de una gota al caer.

Vio que se encontraba en un pozo, hecho del mismo liso cristal que el resto del palacio. A su lado, había un cubo de madera hundido en el agua, al extremo de una cuerda. Con gran cuidado, tiró de ésta. No se soltó.

Una mortífera sonrisa afloró a su rostro. Sin duda, Amón-Rama se sentía seguro, y creía que su trampa era sutil. Pero en las tierras norteñas había un antiguo dicho: atrapar a un cimmerio es como atrapar a tu propia muerte.

Alguien emergió a su lado, y el chapoteo resonó por todo el pozo, pero no se volvió para ver quién era. Ya sólo se permitía un único pensamiento. Aferró la cuerda y trepó con ambas manos, con torva faz. El cimmerio se había metido en la trampa, y con todo iba a cazar.

En el salón del los espejos, Amón-Rama, pensativo, se acariciaba el afilado mentón con su dedo largo y fino. Habían entrado en el palacio. El brujo había olvidado la tubería por la que el agua llegaba hasta el pozo, y sus enemigos la habían encontrado con pasmosa rapidez. Le aguardaba una buena diversión.

Con malévola sonrisa, tocó ligeramente la pared de espejos. Por supuesto, aquellos intrusos no tenían ninguna posibilidad de escapar, ni de —¡que los poderes de la oscuridad lo impidieran!— derrotarle. El palacio era suyo, hasta extremos que ningún rey habría podido imaginar. El chillido del cristal cuando le fueron arrancados los barrotes. Lo había oído. Las pisadas de sus pies en los corredores, la agitación del aire que conllevaba su aliento, todo lo oía. Pero no tenía por qué ofrecer verdadera esperanza a sus presas para divertirse. Bastaba con que creyeran en falsas esperanzas, y se divertiría aún más cuando les despojara de ellas.

Había llegado el momento de hacer preparativos. Dijo una palabra, alzó las manos, y los tapices de oro que ocultaban las paredes se enrollaron elegantemente hacia arriba, y dejaron al descubierto cien grandes espejos que circundaban la estancia. Todos los espejos reflejaban el traslúcido plinto sobre el que reposaba el refulgente Corazón de Ahrimán, pero no a Amón-Rama. Al pasar toda una vida inmerso en oscuras taumaturgias, el cuerpo terreno del practicante sufría peculiares efectos físicos. Amón-Rama no podía proyectar su reflejo sobre ninguna superficie.

La falange de espejos sólo se interrumpía en dos puntos. Uno era la puerta por la que se salía al corredor. Por el otro, se podía observar la eterna oscuridad y el lecho donde aún yacía el dormido cuerpo de Jehnna. Amón-Rama se introdujo por este último. Se oyó un estruendo por toda la sala, como el de una roca que cae a un estanque, y de pronto uno de los dos huecos que había entre los espejos desapareció. Ciento un reflejos del Corazón de Ahrimán aguardaban al lado de su original.

Akiro salió gruñendo del pozo e, ignorando el agua que le empapaba, contempló los muros parecidos a gemas, y los ornamentos de oro y plata, tan bellamente trabajados que parecía que la mente del hombre no pudiera concebirlos. Por todas partes había tapices con escenas de otros mundos, y alfombras, que se transformaban en una infinita variedad de color y diseño ante sus ojos.

—¿Akiro? —dijo Malak.

El obeso mago sacudió la cabeza con admiración. Todo aquello lo había hecho la brujería; allí no había nada forjado por manos humanas. Era espléndido.

—¿Akiro?

El mago, irritado, se volvió para mirar al ladrón de poca estatura. Malak tenía la cara medio oculta por el cabello, y estaba chapoteando en la misma agua que le chorreaba del atuendo. Akiro pensó que parecía una rata ahogada, y entonces se apresuró a apartarse su propio pelo mojado de delante del rostro.

—¿Sí? —masculló.

—Ya se van —dijo Malak.

Akiro miró en la dirección hacia donde señalaba el otro, y se calló un juramento que habría atemorizado al mismo aire. Bombatta y Zula estaban doblando una esquina del corredor, y Conan ya había desaparecido.

—Necios —murmuró—. ¡Esperad! —Corrió tras ellos con toda la velocidad que podían aguantar sus huesos envejecidos; Malak le pisaba los talones—. ¡Imbéciles! —gritaba el anciano mago—. ¡No os paseéis por el cubil de un mago como si fuera el jardín de un mercader! ¡Aquí puede ocurrir cualquier cosa!

Al doblar el recodo, Akiro vio a los otros más adelante, y Conan el frente. Espada en mano, el cimmerio pasó por una puerta que se hallaba al final del pasillo y, al instante, ésta se cerró haciendo un sonidojnetálico, y le aisló de los demás. Bombatta y Zula se lanzaron a golpear la puerta, él con la empuñadura de la espada, ella con el bastón.

Maldiciendo entre dientes, Akiro corrió a ayudarlos, pero, al llegar con ellos, se encontró con que sólo podía mirar con impotencia. La puerta era tan transparente como el cristal —podían ver claramente a Conan, que andaba con cautela por un salón de espejos, sable en mano—, pero los golpes de Bombatta y Zula no surtían ningún efecto, tal cual si se hubiera tratado del portalón de hierro de un castillo. Como para dar mayor fuerza al hueco estruendo de sus golpes, todos empezaron a gritar a la vez.

—¿Es que no nos oye? —gritó Malak—. ¡Conan! ¡Por los dedos de los pies de Ogún! ¡Conan!

Zula cayó de rodillas, y palpó la base de la puerta.

—Si pudiéramos levantar... ¡no hay ningún resquicio! ¡Ninguno!

—Retrocede —rugió Bombatta, aferrando el sable con ambas manos—. Si es posible romperla, la romperé.

—Retroceded tocios —gritó Akiro, imponiendo su voz—. Y callaos —añadió. Buscó en su bolsa y suspiró al sacar algunos polvos estropeados por el agua, pero siguió hablando apresuradamente—. Esto no es una pendencia de taberna, y no arreglaréis nada con la fuerza bruta. Ese estigio es un hechicero poderoso. Tenedlo en cuenta, porque si no acabaremos todos... ah, aquí está.

Sonriendo satisfecho, sacó un pequeño frasco, cubierto por entero de purísima cera de abeja y marcado con un sello de poder.

—Yo no veo a Jehnna —dijo súbitamente Bombatta—. Tendremos que abandonar al ladrón. Hemos de encontrar a Jehnna.

—Está aquí —dijo Akiro, sin apartar los ojos de la tarea de arrancar la cera del frasco. Tenía que hacerlo con cuidado para que el contenido no se echara a perder—. ¿No puedes percibir la...? No, por supuesto que no puedes. El nexo está aquí, el centro de todos los poderes de este palacio.

Acabó de arrancar la cera, y quedó al descubierto un compuesto de oscuro fulgor, que parecía grasa y humo a un mismo tiempo. Lo tocó con la yema del meñique de la mano izquierda, y trazó una runa en el lado derecho de la puerta transparente. Con el meñique de la diestra, dibujó el mismo símbolo en el lado izquierdo.

Akiro frunció el ceño; las runas habían empezado a sisear, y a hervir, aunque él no hubiera hecho nada. Al instante, se puso a salmodiar en voz baja. Existían otros poderes que habría debido invocar en voz alta, pero él los juzgaba peligrosos, indignos de confianza o repugnantes, o las tres cosas a la vez. Sufría cada vez mayor presión; la sentía en la cabeza. Estaba invocando a los espíritus, espíritus dedicados a abrir lo que no se podía abrir, a levantar lo que no se podía levantar. Sufrió todavía más presión, y supo que su llamada había tenido respuesta. Sufrió todavía más presión, y el sudor se le perló en la frente. Sufrió más presión, y más, y más, y...

Ahogando un grito, se tambaleó, y habría caído, de no haberse apoyado en la puerta.

—¿Y bien? —le preguntó Bombatta.

Tembloroso, Akiro miró con pasmo a la puerta. La presión seguía allí, y habría derribado el portalón de un castillo; y, sin embargo, no surtía efecto.

—Un hechicero sumamente poderoso —susurró, y luego añadió, mirando al salón de espejos—: Si creéis en algún dios, rezadle.








CAPITULO 13



Lentamente, Conan dio la vuelta al salón de espejos, con el sable presto frente a cualquier ataque. Los grandes espejos le mostraban en su acecho, y lo multiplicaban por diez mil en reflejos de reflejos, junto con los de la refulgente gema carmesí que reposaba sobre un esbelto y cristalino chapitel en el centro de la estancia. No se veía ningún hueco entre las siniestras imágenes, y el cimmerio ya no sabía cuál era el espejo que había descendido para ocultar la puerta por la que había entrado.

Hasta aquel momento, no se había acercado a la gema. Su fulgor y su color le habían dado toda la información necesaria acerca de su naturaleza. Jamás había visto algo tan rojo; su mismo color le hacía bizquear. Los objetos mágicos podían resultar peligrosos para quien no los comprendiera —lo había aprendido en difíciles lecciones—, y poco menos peligrosos para quien sí los entendiera. Con todo, era lo único que había en la estancia aparte del propio Conan. Se acercó paso a paso al esbelto plinto, y alargó una mano.

—Esto no me divierte, bárbaro.

El corpulento cimmerio se volvió y buscó el origen de las palabras, y, al encontrarlo, apenas si se sorprendió menos que al oírlas.

Uno de los grandes espejos ya no le reflejaba a él, sino que mostraba la figura de un hombre ataviado con una túnica con capuchón, roja como la sangre. Por la voz y el tamaño, concluyó que, al menos, se trataba de un hombre. El capuchón le ocultaba el rostro en sombras, mientras que la túnica le cubría en bermejos pliegues hasta tocar el suelo, y las largas mangas le llegaban a las yemas de los dedos.

—No tengo ninguna intención de divertirte, estigio —dijo Conan—. Libera a la muchacha, si no quieres que...

—Acabarás por fatigarte.

Una veintena de voces dijeron estas palabras a sus espaldas, y todas ellas pertenecían al estigio. Sospechando que aquello fuera un truco para distraerlo, Conan se arriesgó a mirar hacia atrás. Quedó estupefacto. La imagen encapuchada aparecía en veinte espejos.

—Me quedaré con la muchacha, y tú no podrás hacer nada.

—Es la Elegida, y la Elegida es mía.

—De nada te valdrán los músculos y el acero enfrente de mi poder.

A Conan, la cabeza le dio vueltas. Iban apareciendo cada vez más imágenes vestidas con túnica escarlata en los espejos, se añadían nuevas voces, hasta que el mago le rodeó, multiplicado por más de cien. Se le erizó el vello de los brazos, y los cabellos de la nuca, y apretó los dientes en un gruñido. Sin embargo, había tenido que hacer frente al miedo en muchas otras ocasiones, y estaba tan familiarizado con su poder, que roba fuerzas y voluntad, como con la sombría estampa de la muerte. Aunque esta última, inevitablemente, iba a derrotarlo algún día, ya había vencido en otras mil ocasiones al primero.

—¿Te crees que vas a asustarme, brujo? Escupo sobre tu poder, porque te escondes detrás de él como un perro asustado. No tienes el coraje de hacerme frente como un hombre.

—Valientes palabras —murmuraron empalagosamente las numerosas imágenes—. Quizá salga a enfrentarme contigo. —De repente, dos de las imágenes se dividieron por la mitad. De sus correspondientes espejos surgieron sendas formas, como borrones de color escarlata; estos dos borrones se tocaron, se entremezclaron, y, a un extremo de la habitación, apareció la figura del mago, idéntica a la que se mostraba en los espejos—. Puede que, al cabo, me procures alguna diversión. Esto no te va a gustar, bárbaro. Te voy a matar lentamente, y chillarás, suplicando la muerte, mucho antes de morir. Tu fuerza, frente a mí, es como la de un niño.

A cada palabra que decía, se dividían otras imágenes, y aparecían nuevos rayos de color escarlata en la estancia, que se añadían a la encapuchada figura; con cada nuevo rayo, ésta se hacía más grande.

En dos ocasiones, cuando los rayos rojos como la sangre pasaron por su lado, Conan los tentó con su espada. El acero los atravesaba con un silbido, como si hubieran estado hechos de aire, y sólo notó un cosquilleo que le recorría los brazos. Entonces, el cimmerio aguardó inmóvil, no queriendo malgastar fútilmente sus fuerzas, hasta que todos los espejos hubieron cedido su porción al cuerpo envuelto en rojo atavío que le estaba encarando. Le sacaba una cabeza, y tenía las espaldas doblemente anchas.

—¿A esto lo llamas encararse conmigo? —le dijo Conan, con sorna—. Ven, entonces.

El corpulento brujo se quitó la capucha, y como Conan, a pesar de sí mismo, se sobresaltó, cien risas resonaron por los espejos. Desde el extremo superior de la roja túnica le contemplaba una cabeza de simio, tan negra como la brea, con brillantes colmillos blancos aptos para desgarrar carne. Tenía ojos de maligno fuego negro. Sus gruesos y peludos dedos se asemejaban a garras de tigre. Lentamente, se desgarró la túnica, y dejó al descubierto su pesado cuerpo, cubierto de negro pelambre, y sus grandes piernas arqueadas. No hacía ningún ruido, ni siquiera el de la respiración.

Conan pensó que, sin duda alguna, aquello había sido creado por la brujería; pero tal vez pudiera sangrar. Rugiendo, saltó al otro extremo de la estancia, y volteó en el aire su afilado sable. La criatura le eludió también con un salto, parecido al de un leopardo; nadie habría podido creer que una criatura tan corpulenta se moviera tan ágilmente. Y aun esquivándolo, le arañó —pareció que casi por casualidad— y le hizo cuatro rojas heridas en el pecho.

Sombrío, Conan le siguió. Acometió tres veces a la gran bestia. Y otras tantas veces, con sordos gruñidos, ésta eludió su acero, veloz como el mercurio, y a Conan le manaba ya la sangre de la cadera, del hombro y de la frente. Se oyó una sonora carcajada en los espejos, como contrapunto a las frustradas maldiciones que el cimmerio murmuraba entre dientes. La criatura se movía con la celeridad del rayo, y en ningún momento aparentaba la torpeza que se hubiera esperado de su corpulencia. Conan no había logrado tocarla.

De repente, el monstruoso simio negro se arrojó sobre él, le agarró al instante y lo levantó hacia su boca llena de colmillos. Conan lo tenía tan cerca que no podía acometerle ni clavarle la espada, pero le hirió por un lado en el rostro, y le hizo un corte desde el ojo y la nariz hasta los labios. La bestia le clavó las garras en el costillar, pero su propia herida se le llenó de verdoso icor, y su único ojo sano estaba desorbitado de sufrimiento. Haciendo un esfuerzo con sus enormes brazos, arrojó a Conan al otro extremo de la estancia.

«Es posible herirle», pensó fugazmente Conan, y luego se estrelló contra el muro; el aire le abandonó los pulmones, y resbaló hasta el suelo. Pugnó con desesperación por tomar aliento, luchó por ponerse en pie antes de que la bestia llegara hasta él. Se incorporó, tambaleante... y miró asombrado lo que ocurría. El enorme simio había caído de cuatro patas, y tenía la boca abierta, como para gemir, si no hubiese sido mudo. Sin embargo, el'doloroso sonido se oyó por centuplicado, proviniente de las imágenes del mago. En cada uno de los espejos, la figura del nigromante se había derrumbado y sollozaba de dolor.

Conan advirtió, de súbito, que no ocurría lo mismo con todas las imágenes. En el espejo contra el que la bestia le había arrojado había ahora un laberinto de grietas, y sólo aparecían en él quebrados reflejos, entre los que se contaba, una vez más, el del propio Conan. Golpeó el siguiente espejo con su acero. Al romperse su plateada superficie, la imagen de Amón-Rama que ésta albergaba desapareció también, y los sollozos de las demás se convirtieron en gritos.

—¡Ya te tengo, hechicero! —gritó Conan entre los agudos ululatos.

Corrió a lo largo de la pared con toda la rapidez de que fue capaz, deteniéndose tan sólo para ir rompiendo cada uno de los espejos. Una tras otra, las imágenes del brujo se fueron desvaneciendo al romperse el cristal, los gritos devinieron en aullidos, en chillidos.

El chirrido de unas garras sobre el cristal advirtió al cimmerio, y éste se arrojó al suelo en el mismo momento en que la simiesca criatura se le venía encima. Al ponerse en pie, el sable centelleó en su mano. Le hizo un corte en las costillas a la bestia, y tuvo que sufrir otro en su propio costillar. Conan pensó que la criatura parecía más lenta; no más rápida que un hombre rápido. Sin embargo, corrió por la estancia, ignorando al monstruo. La derrota de la criatura no tenía importancia frente a la derrota de Amón-Rama.

En la pared opuesta, Conan siguió atravesando cruelmente la imagen del nigromante, en un espejo tras otro. Los chillidos expresaban ya un dolor inimaginable, y también desesperación. Por el rabillo del ojo, Conan vio que, una vez más, el corpulento simio se le acercaba penosamente, y que su único ojo negro ardía con frenética luz. Sin embargo, notó que, en su ira, la bestia iba dando vueltas en torno a la refulgente gema roja.

De pronto, haciendo un ruido como de chapoteo, como si el acero se hubiese clavado en agua, la espada de Conan atravesó la superficie de otro de los espejos. Nada más pudo hacer el cimmerio, salvo mirar. Su arma atravesó el espejo, y también la imagen de Amón-Rama que éste albergaba. En la estancia reinaba profundo silencio, que tan sólo se veía roto por algunos cristales rotos que seguían cayendo al suelo. Todos los espejos que aún seguían enteros, salvo el que Conan había atravesado con la espada, ahora sólo mostraban reflejos normales. El bestial simio se había esfumado, como si en ningún momento hubiera estado allí, aunque el cimmerio sabía con certeza, por el ardor de sus heridas, que el monstruo había existido.

En el espejo, medio oculto por el capuchón de color escarlata, un rostro aguileno se teñía de incredulidad, y sus ojos negros brillaban con odio por el corpulento joven. Inesperadamente, una esfera de luz salió del punto por donde la espada se había clavado en el atavío del mago, subió por el acero y estalló, derribando a Conan como una piedra arrojada por una honda. Sacudiendo la cabeza, el cimmerio se puso en pie, aturdido, en el mismo momento en que Amón-Rama salía del espejo; al principio, la superficie de cristal se combó en torno a su cuerpo, y luego se desvaneció como vapor.

El nigromante no miró a Conan. Tocó la espada que tenía clavada en el pecho, como para convencerse de su realidad. Con pasos vacilantes, se acercó a la gema carmesí que reposaba en lo alto de la esbelta y traslúcida columna.

—No puede ser —murmuró el estigio—. Todo su poder habría sido mío. Todo su poder...

Aferró la refulgente gema con la mano, y el sollozo de entonces, que se prolongó como si no hubiera de tener fin, hizo olvidar todos sus anteriores gritos. La luz escarlata brilló entre sus dedos, cada vez con mayor fuerza, hasta que pareció que su misma mano hubiera adoptado aquel color.

—¡Por Crom! —murmuró Conan, al comprender que la mano del brujo, en efecto, se había vuelto de color carmesí.

Y el color rojo se extendió por el brazo del hechicero y por todo su cuerpo hasta que éste se convirtió en una estatua de sangre congelada, que, con todo, aún gemía. Súbitamente, el cuerpo se derritió en un charco de sangre que hervía y burbujeaba, del que se elevaban vapores de color escarlata, hasta que no quedó nada sobre el suelo de cristal excepto el sable. Y la gema, que quedó suspendida en el aire sin que nada la sostuviera. Con cautela, mirando dubitativo en más de una ocasión a la piedra carmesí que flotaba sobre su sable, Conan recobró el arma. La empuñadura forrada en cuero estaba cálida al tacto, pero el acero no parecía haber sufrido ningún daño. Se apartó rápidamente de la embrujada piedra, y sintió que se le ponía la carne de gallina. Había estado a punto de tocar aquella maldita cosa antes de que Amón-Rama comenzara con su juego fatal.

Con ensordecedor estrépito, otro de los espejos se quebró, y los compañeros de Conan entraron en la estancia.

—... ya os había dicho yo que daría resultado —estaba diciendo Akiro—. Ha bastado con que el hechicero muriera y perdiese todo control sobre su magia.

—Por los ojos llorosos de Ravana —dijo Malak, burlón—. Decías que todo había sido cuestión de suerte. En absoluto. Ese estigio tendría que haber sabido que no debía enfrentarse con Malak y Conan.

Akiro se volvió hacia el cimmerio.

—Tú has tenido suerte. Un día, la buena fortuna se te acabará como la arena de un reloj, y entonces, ¿qué harás?

—¿Lo habéis visto todo? —le preguntó Conan, que por fin podía prestar atención a lo que se dijera a sus espaldas. Akiro asintió, y Zula se estremeció.

—Ese simio... —murmuró la mujer, y miró en derredor, como temerosa de que todavía se ocultara en algún sitio.

—Se ha ido —dijo Conan—. Busquemos a Jehnna y esa llave maldita por Mitra, y marchémonos también.

Como respondiendo a su nombre, apareció Jehnna; salió por el hueco que había reemplazado al espejo del que había salido Amón-Rama. Detrás de ella, todo era negrura, aún más negra en comparación con los cristales y espejos relucientes de la estancia. No volvió la mirada hacia nadie, sino que anduvo, lenta pero decididamente, hasta la brillante gema roja, que aún flotaba en el mismo lugar donde la había dejado el hechicero estigio.

—¡No! —gritaron a un tiempo Conan y Bombatta, pero, antes de que ninguno de los dos pudiera actuar, la muchacha ya había cogido la gema del aire.

—El Corazón de Ahrimán —dijo en voz baja, sonriendo ante la gema, roja como la sangre, que sostenía en la mano—. Ésta es la llave, Conan.

—¿Eso? —empezó a decir el cimmerio, pero calló, porque el suelo había retemblado.

Las paredes se tambalearon, y se oyeron ominosos chasquidos.

—Tendría que haberlo previsto —murmuró Akiro—. Era Amón-Rama quien sostenía esto en pie y, ahora que ha muerto... —Calló bruscamente, y miró a los demás con enfado—: ¿Y bien? ¿Es que no me habéis oído? ¡Corred todos, o moriremos como el estigio!

Como para dar mayor énfasis a sus palabras, otro temblor sacudió el palacio.

—¡Al pozo! —ordenó Conan, aunque no le gustaba la idea de nadar por aquella tubería ante el riesgo de que el palacio se les desplomara encima.

Akiro negó con la cabeza.

—Permitidme que os muestre lo que puedo hacer cuando Amón-Rama no se entremete. —Miró expresivamente a Malak—. Mirad.

Salmodiando para sí, hizo extraños gestos con los brazos; Conan pensó que sus movimientos se parecían a los que había hecho cerca de su cabana, pero no eran exactamente los mismos. Dio una palmada, y una ardiente esfera que apareció entre sus manos golpeó una de las paredes de espejos. En esta ocasión, la bola de fuego no estalló. Se extendió y perdió brillo, como las llamas de una brasa al prender en un pergamino. Al cabo de un momento se extinguió, y dejó una tosca salida circular en la pared de cristal.

—Por ahí —dijo Akiro—. Dime, Malak, ¿alguna vez has visto algo que sobrepase...?

Entonces, todo el palacio se tambaleó y sufrió sacudidas, y una porción de otra de las paredes de cristal se desmoronó con abrumador estrépito.

—Ya hablaremos luego de nuestros triunfos —dijo Conan, y agarró del brazo a Jehnna.

Los demás no dudaron ni por un momento en seguirle por la salida que les había abierto Akiro.

Corrieron por pasillos resplandecientes, y cada vez que el corredor se desviaba de la dirección que estaban siguiendo, Akiro abría otro boquete en los refulgentes muros de cristal. Las sacudidas se sucedían cada vez con mayor frecuencia, hasta que se fundieron en una única vibración que llegaba a todo el palacio. Ornamentos de belleza ultraterrena quedaron destrozados, los muros se quebraron en gigantescos fragmentos de piedra translúcida y, en dos ocasiones, partes del techo cayeron como sólidos bloques a sus espaldas.

La magia de Akiro les abrió la salida una vez más, y salieron corriendo al embarcadero. Las aguas del lago estaban agitadas, y en torno al palacio nacían picadas olas. Conan levantó la canoa de piel, ahora más pesada, porque Bombatta había dejado la armadura en su fondo; la botó al agua y ayudó a Jehnna a embarcar, y tuvo que impedir que el guerrero de rostro marcado la empujara lago adentro antes de que los otros hubieran podido subir a bordo.

Cuando todos estuvieron en la canoa, Conan saltó también adentro y tomó un zagual.

—Rema —le masculló a Bombatta.

Este hundió su zagual en el agua sin decir nada.

A sus espaldas, el palacio centelleaba con todos los colores del arco iris trastocados por la locura. Desde los elevados chapiteles, subían rayos hacia el cielo sin nubes.

—Más rápido —les apremiaba Akiro, observando con angustia lo que ocurría a sus espaldas—. ¡Más rápido!

Contempló irritado a Conan y a Bombatta, que manejaban los zaguales con todas las fuerzas que tenían, y gruñó. Metiendo las manos en el agua, el brujo comenzó a salmodiar y, lentamente, la superficie del lago se henchió bajo la canoa. Creciéndose, la ola avanzó, y arrastró la frágil embarcación a una velocidad que no hubieran podido conseguir a fuerza de remo. Malak, a grito pelado, trataba de rezar a todos los panteones conocidos.

—Demasiada magia —masculló Conan.

—Tal vez —le respondió Akiro— preferirías aguardar a que el palacio...

Con un rugido semejante al de un terremoto, el palacio de cristal se derrumbó envuelto en llamas. Un fortísimo viento les azotó las espaldas, y la ola sobre la que viajaban fue alcanzada y arrollada por otra oleada más grande. La proa cabeceó hacia abajo, y la embarcación de piel fue arrastrada por las aguas. Conan sólo pudo sostener el zagual bajo la superficie y tratar de mantener el equilibrio de la canoa. Si volcaban ante aquel muro de agua, podían darse por perdidos.

La ribera de negra arena se les acercó a extraordinaria velocidad, y luego desapareció bajo las olas. Súbitamente, chocaron de proa contra la ladera del cráter, la canoa dio un tumbo y los catapultó a todos a las espumosas aguas.

Conan logró ponerse en pie, combatiendo con los intentos de las aguas por tirar de él. Jehnna, que chapoteaba con torpeza, fue arrastrada a su lado, y Conan la aferró por la túnica y la acercó a sí, jadeante, mientras las aguas se alejaban, y le dejaban de pie, a un cuarto de camino desde el fondo del cráter hasta su borde.

—¿Estás bien? —le preguntó.

Ella, asintiendo, alzó la mano con la que no se estaba agarrando al cimmerio.

—Y no he perdido la llave.

Un fulgor púrpura se filtró entre sus dedos.

El cimmerio se estremeció, y no trató de detenerla cuando se alejó de él. La muchacha se sacó un zurrón de terciopelo negro de la empapada túnica, y guardó la gema.

Conan sacudió la cabeza. Cuanto más se prolongaba el viaje, menos quería seguir adelante. Y con todo —aferró el amuleto de oro que le colgaba del cuello, el amuleto que le había dado Valeria—, tenía razones para seguir.

Le sorprendió el comprobar que no sólo había sobrevivido todo el grupo, sino que, además, todos podían tenerse en pie, si bien empapados y sucios. Al parecer, el miedo había puesto en fuga a los caballos, que debían de haber conseguido librarse de sus ataduras, puesto que estaban en la misma ladera, aún más arriba, relinchando nerviosamente. La canoa había quedado más abajo y, esparcidos por la cuesta, también los restos del que había sido su campamento y que habían dejado sin recoger. Habían perdido la olla, y la mitad de los odres de agua, y sólo había quedado una manta enredada entre los juncos.

Al otro extremo del lago, el único rastro que quedaba de la existencia del palacio era un gigantesco hoyo que las aguas estaban llenando con rapidez. Akiro lo contemplaba, casi con tristeza en el rostro.

—Creó todo aquello con su voluntad —dijo en voz baja—. Era magnífico.

—¿Magnífico? —Zula chillaba de pura incredulidad—. ¿Magnífico?

—Yo querría marcharme cuanto antes —dijo Jehnna—. Además, ahora que tengo la llave, barrunto dónde está el tesoro.

Entonces, Bombatta corrió hacia la muchacha, se puso delante de ella en actitud protectora, y miró a Zula y a Conan como si el mayor peligro hubiera provenido de ellos.

Malak se frotó las manos, y bajó la voz para que sólo le oyera el cimmerio.

—Un tesoro. Eso me gusta más que los brujos. Nos quedaremos con lo que esa niña no quiera, ¿eh? Muy pronto estaremos en Shadizar y viviremos como reyes.

—Muy pronto —confirmó Conan. No sabía mirar a Jehnna con ojos serenos, y apretó el amuleto con la mano hasta que el dragón de oro se le clavó en la palma—. Muy pronto.








CAPITULO 14




Conan supuso, cabalgando hacia el sur, que cabía la posibilidad de que los remedios de Akiro fuesen peores que la dolencia. Montañas de grises laderas se erguían a sus espaldas, separadas por cien angostos valles que podían servir de camino para el ataque, y por una interminable sucesión de escarpados puertos de montaña, donde la emboscada podía florecer en sangre; pero le costaba pensar en algo que no fueran sus vendajes empapados en ungüento maloliente, que llevaba sobre las heridas que le había hecho la simiesca criatura. Aún peor que el olor: le escocían rabiosamente. A escondidas, se iba rascando los pliegues de lino que le envolvían el pecho.

—No hagas eso —le dijo Jehnna enérgicamente—. Akiro dice que no tienes que tocártelo.

—Vaya necedad —gruñó Conan—. No es la primera vez que tengo rasguños como éste. Hay que lavarse la sangre y dejarlas al aire. Nunca he necesitado nada más.

—No son rasguños —dijo ella con firmeza.

—Y esa grasa apesta.

—Es un agradable aroma a hierbas. Empiezo a preguntarme si tienes bastante juicio para cuidar de ti mismo. —Siguió hablando, sin advertir la mirada de sorpresa del cimmerio—. No te toques los vendajes. Akiro dice que este ungüento te curará del todo las heridas en sólo dos días. Me dijo que yo tendría que vigilarte, y no me lo creí.

Conan, sentado en su silla de montar de elevada frontera, volvió el rostro para dirigirle una mirada asesina al brujo de finos cabellos. Akiro la recibió sin inmutarse; los demás también le miraban. Malak y Zula parecían divertirse, pagados de sí mismos. Bombatta estaba sumido en sus pensamientos, pero no apartaba los ojos de Conan, y sus miradas daban a entender que no habría llorado si las heridas infligidas por el simio hubiesen matado al cimmerio.

—Tengo que decirte que no pareces agradecido —le siguió diciendo Jehnna—. Akiro trabaja por curarte, y tú...

—Muchacha, por las mercedes de Mitra —le dijo Conan bruscamente—, ¿vas a seguir así?

Jehnna pareció dolida, y la mirada de sus grandes ojos hizo sentirse culpable a Conan.

—Perdóname —se limitó a decir éste, y dejó que su montura se retrasara. Quedó al lado de Malak—. A veces —le dijo Conan al ladrón de poca estatura— creo que me gustaba más esa muchacha cuando estaba asustada de su propia sombra.

—A mí me gustan más cuando hacen más bulto entre mis brazos —dijo Malak, y se asustó al ver la fría mirada con que le respondió el cimmerio—. Ah, mira, ahora no quería hablarte de la muchacha. ¿Sabes dónde estamos?

Conan asintió.

—Lo sé.

—Entonces, ¿por qué no te marchas en otra dirección? ¡Que Inti nos proteja con su mano! Otra legua como mucho, y nos acercaremos a la aldea donde encontramos a Zula. —El enjuto y fuerte ladrón hizo un sonido, medio suspiro, medio sollozo—. No se alegrarán de volver a vernos, cimmerio. Tendremos suerte si no nos echan más que un puñado de flechas en una emboscada.

—Lo sé —dijo Conan de nuevo.

Miró a Jehnna. La muchacha cabalgaba con la cabeza gacha, y cubierta con el capuchón de su capa de pálido color. En cada uno de sus gestos se advertía su airada mohína.

—¿Tendremos que ir hasta la aldea? —le preguntó. Jehnna se incorporó bruscamente, y parpadeó.

—¿Qué? ¿La aldea? —Miró en derredor, y entonces señaló hacia el este, hacia un estrecho paso que se encontraba entre dos picos oscuros y coronados de nieve—. Tenemos que ir por allí.

—Loados sean todos los dioses —murmuró Malak, y en aquel mismo momento cuarenta soldados corinthios montados cargaron contra ellos, con espadas largas centelleando en el puño.

Conan no perdió el tiempo profiriendo maldiciones; en todo caso, no tenía tiempo que perder. Desenvainó el sable justo a tiempo para detener un mandoble por arriba que le habría partido el cráneo. Soltó un pie del estribo y desmontó de una patada a un segundo corinthio con yelmo de rojo penacho, y, como con el mismo movimiento, le rajó la garganta al primero que lo había atacado. Vio cómo Malak se agachaba para esquivar una veloz espada, y clavaba su daga por debajo de una bruñida coraza; entonces, le atacó otro jinete.

—¡Conan! —oyó el agudo grito cuando aún estaba peleando—. ¡Conan!

La única mirada que el cimmerio pudo permitirse le heló el aliento en la garganta. Un soldado, entre carcajadas, había agarrado a Jehnna por el oscuro cabello, y las monturas de ambos galopaban en círculo; Jehnna no se caía porque se estaba agarrando con fuerza a la frontera de la silla de montar.

Conan sólo se había podido permitir una mirada y, cuando se volvió de nuevo hacia su oponente, el corinthio ahogó un grito ante lo que vio en aquellos gélidos zafiros, porque contempló su propia muerte. El corinthio no era malo con su larga espada de caballería, pero tampoco tuvo ninguna oportunidad frente a la torva furia del norteño a quien se enfrentaba. Sus aceros se encontraron en tres ocasiones y, seguidamente, Conan dejó atrás un cadáver ensangrentado que se desplomó sobre el rocoso suelo.

Desesperado, el cimmerio galopó hacia Jehnna. La esbelta muchacha había soltado una mano de la silla de montar en un intento de librarse del hombre que la tenía sujeta; su otra mano se aferraba todavía, precariamente, a la frontera de la silla. Los caballos se encabritaban y daban vueltas, y el corinthio, con la cabeza enhiesta, soltaba ruidosas carcajadas.

—¡Erlik te lleve consigo, perro! —masculló Conan, y se incorporó sobre los estribos, para que su mandoble por debajo tuviera toda la fuerza que su pesado cuerpo pudiera añadir al acero.

Tan grande era su furia, que apenas sintió el choque cuando su afilado acero cortó la garganta del soldado que reía. La cabeza del corinthio, en cuyo rostro quedaría para siempre la expresión de alegría, salió volando de sus hombros; la sangre manó a raudales de un torso que se mantuvo erguido durante algunos momentos más, y luego cayó rodando por los cuartos traseros de su caballo encabritado. La mano con que sujetaba a Jehnna estuvo a punto de arrastrarla al suelo antes de quedar yerta por la muerte. La muchacha se echó sobre la frontera de la silla, gimió frenéticamente, y miró con ojos desorbitados el descabezado cuerpo que su caballo estaba pisoteando.

Conan sólo necesitó un instante para considerar la situación del pequeño campo de batalla. Malak había pasado a cabalgar sobre uno de los caballos corinthios, más pequeños, y antes de que el cimmerio pudiera apartar la mirada saltó a otra montura; tiró del casco del jinete por el penacho y le cortó la garganta. Centelleos y rugidos acompañaban a Akiro en sus locas carreras por el angosto valle. Cada vez que el rollizo hechicero tenía tiempo de respirar, hacía con el brazo los movimientos que preludiaban sus grandes manifestaciones de poder, pero igualmente, en cada ocasión, los jinetes de bruñidas corazas lo cercaban y, al tiempo que gritaba una maldición, Akiro los sorprendía con un estallido de luz y el chasquido de un trueno. Sin embargo, las explosiones y el ruido ensordecedor no herían a nadie, y el anciano apenas si encontraba tiempo para probar sus brujerías mayores. Zula y Bombatta, cada uno por su cuenta, trataron de pelear al lado dejehnna, pero tenían que hacer grandes esfuerzos, uno con el relampagueante sable, y la otra con el bastón, sólo para mantener a raya a los soldados que pugnaban por abatirlos.

En la primera furia de la batalla, el mismo número de los corinthios había bastado para que el saldo de bajas favoreciera a los zamorios, pero los jinetes con yelmos de roja cresta eran demasiados. Y aquello de morir con valentía y estupidez habiendo alternativas era una de las costumbres de las ciudades que nunca habían gustado a Conan.

—¡Dispersaos! —rugió. Dos de los jinetes se enzarzaron en combate con el corpulento cimmerio; éste asestó un mandoble circular, con el que cortó por la clavícula el brazo armado de uno de sus enemigos, y le hizo una herida profunda en el hombro a otro. Volvió a arrancarle el acero sin cesar en sus vociferaciones—. ¡Dispersaos! ¡Son demasiados! ¡Dispersaos!

Agarrando las riendas dejehnna, Conan espoleó a su propio caballo hacia el estrecho paso por el que la muchacha había indicado que debían ir.

Tres corinthios espolearon a sus monturas y trataron de interponerse en el camino de los fugitivos. Sonrieron, sorprendidos, al ver que Conan no huía en otra dirección; las sonrisas devinieron en consternación cuando se dieron cuenta de que Conan estaba arremetiendo contra ellos, y su montura zamoria arrollaba a uno de los animales más pequeños. El corinthio chilló cuando su caballo, echando coces, cayó sobre él, y lo aplastó contra el pétreo suelo.

Perplejos, los dos restantes retrocedieron a la defensiva en lugar de atacarlo. Conan, que a la vez tenía que guiar a la montura de Jehnna, sabía que habría tenido serios problemas para lograr pasar. Frío, y metódicamente mortífero, les hizo comprender a los soldados su fatal error. Cabalgó sobre dos cadáveres recientes —mientras otro corinthio chillaba y escupía espumosa sangre—, con la mirada fija en el angosto puerto de montaña, y los ojos sombríos como la muerte.

No podía permitirse mirar atrás, y el saberlo le corroía. ¿Y si miraba hacia atrás, y veía que uno de los otros le necesitaba? No habría podido ir a ayudarlo. Jehnna tenía que encontrar el tesoro, y luego irían a Shadizar con el tesoro y la llave, por Valeria. Y aun prescindiendo de Valeria, no podía dejar allí a la muchacha. Alguno de los jinetes la mataría, o bien, olvidando el desigual combate, la arrastraría detrás de un peñasco. Apretando los dientes hasta que le dolieron las quijadas, siguió cabalgando, y trató de no escuchar el clamor de la batalla que iba quedando atrás.









CAPITULO 15



Las sombras de los valles habían teñido de púrpura los montes cuando, finalmente, Conan tiró de las riendas. No había pasado todo el tiempo galopando —los caballos no habrían podido aguantar aquel ritmo en terreno llano; aún menos en un laberinto de tortuosos valles—, pero el animal tampoco podría seguir sin detenerse, ni siquiera a un paso más razonable. Además, tenía en mente buscar un sitio donde acampar, porque la noche anterior había sido demasiado oscura para ver nada.

Se volvió hacia Jehnna, para ver cómo lo aguantaba. La esbelta muchacha tenía las mejillas sucias de polvo y lágrimas, y se había encerrado en el mutismo y en los ojos desorbitados con que saludara a Conan por vez primera. Se aferraba a la silla con ambas manos, y no mostraba mayor interés por agarrar las riendas que durante el resto del viaje. Respondía a sus pocos comentarios a base de negar y asentir con la cabeza, aunque el cimmerio admitía que la aspereza de que él mismo había hecho gala durante las últimas horas podía haber contribuido a ello. La joven no parecía querer hacer nada aparte de mirarlo, y estaba empezando a ponerle nervioso. Si había enloquecido al hallarse en medio de la batalla...

—¿Te encuentras bien? —le preguntó él con sequedad—. ¿Cómo estás? ¡Dime algo, muchacha!

—Fuiste... terrible —dijo ella en voz baja—. Habrían podido esgrimir varas lo mismo que espadas.

—No era un juego —murmuró Conan—, aunque parece que tú aún no te des cuenta.

Preguntándose por qué de repente se sentía tan furioso, el cimmerio siguió buscando un sitio para acampar.

—Es que yo no había visto nunca algo así —siguió diciendo ella—. Lo que Zula hizo en el pueblo, lo que ocurrió en la cabana de Akiro, era distinto. Yo... yo estaba lejos de ellos. Parecía un entretenimiento, como los juglares o el oso bailarín.

Conan no pudo evitar el gruñir en su respuesta.

—En ese... entretenimiento, murieron hombres. Prefiero que murieran ellos, y no nosotros, pero el hecho sigue siendo el mismo. Nadie debería morir por entretenimiento.

Vio un lugar apropiado; unos diez peñascos, más altos que un hombre montado, que estaban juntos cerca de una empinada ladera. Empuñando las riendas, se dirigió hacia ellos.

—No quería ofenderte, Conan.

—No me has ofendido —replicó él con brusquedad.

Condujo el caballo de la muchacha por entre dos de los peñascos, que apenas si dejaban un espacio por el que pudiera pasar él mismo, y encontró un claro entre las rocas y la abrupta pendiente que bastaba para ellos dos y los animales. Los peñascos les resguardarían en buena medida de los vientos de la montaña y, aún más importante, les ocultarían de quien los buscara. Desmontó y, tras ayudar a Jehnna a desmontar a su vez, desenjaezó los caballos.

—Haz una hoguera —dijo ella, envolviéndose en la capa—. Tengo frío.

—No debemos encender fuego. —Aun cuando hubieran tenido algo por encender, no quería arriesgarse a que el escondite fuera descubierto—. Toma —dijo, y le arrojó las mantas que llevaban en la silla.

—Huelen mal —se quejó ella, pero, al agacharse para examinar las escasas provisiones, Conan vio que la muchacha las estaba cargando a hombros sobre la capa de lana blanca, aunque arrugando a menudo la nariz.

El había llevado un odre de agua y un zurrón de carne seca atado a la silla, y con aquello tenían comida suficiente para varios días. Sin embargo, podían tener problemas con el agua. El odre sólo estaba lleno hasta la mitad.

—¿Crees que ellos también habrán escapado? —le preguntó Jehnna súbitamente—. ¿Bombatta, quiero decir, y Zula, y los demás?

—Quizás —se arrancó violentamente el vendaje de la cabeza, y empezó a desenrollarse el del pecho.

—¡No! —le gritó Jehnna—. Tienes que dejártelos. Akiro dice...

—Es posible que Akiro y los demás hayan muerto por culpa de esto —murmuró Conan— Por culpa mía. —Empleó los vendajes para limpiarse el seboso ungüento del mago. Para su sorpresa, de los cortes sólo quedaban rosadas líneas apenas hinchadas, como si hubieran pasado varios días curándose—. Estaba atento a esto, a la comezón y al mal olor. Si no hubiera estado distraído, esos corinthios no nos habrían atacado por sorpresa con tanta facilidad.

Profirió un juramento, y arrojó a un lado las vendas.

—Tú no tuviste la culpa —protestó ella—. La tuve yo. Estaba enfurruñada como una niña y no me preocupaba de ir diciéndote por qué camino teníamos que ir. Si lo hubiera hecho, nos habríamos desviado antes de llegar allí.

Conan negó la cabeza.

—Eso que dices es una tontería, Jehnna. En aquel laberinto tan intrincado, como mucho habrías encontrado el camino correcto unos momentos antes, y los corinthios nos habrían atacado en cuanto nos hubiéramos vuelto.

Empezó a masticar un tajo de carne seca de cordero, duro como el cuero mal curtido, y parecido a éste también por el sabor, al mismo tiempo que, pensativo, arrugaba el entrecejo.

—Quizá yo no hubiera podido hacer nada —dijo Jehnna por fin—, pero entiendo que te culpes a ti mismo. Por supuesto, tú puedes ver lo que hay detrás de las esquinas, y a través de la piedra, y podrías habernos advertido. Me alegro de saber que llevábamos dos brujos en nuestra partida. Pero ¿por qué no nos has dado alas para que pudiésemos huir volando?

Conan se atragantó con un bocado de cordero. Recobrando el aliento, la miró con ira, pero ella le devolvió la mirada con sus ojos grandes, como una imagen de inocencia. Se le ocurrió que era lo bastante inocente como para decir en serio lo que había dicho, para creerse de verdad que Conan... ¡no! No era lo bastante necia como para creerse aquello de nadie. Iba a replicarle, pero calló, seguro de que, dijera lo que dijese, acabaría por sentirse más necio que ella.

—Come —le dijo agriamente, y le arrojó a los pies el zurrón lleno de carne seca.

La joven escogió delicadamente un tajo. Conan no podía estar seguro, pero le pareció, cuando Jehnna lo masticaba con sus pequeños dientes blancos, que atisbaba una sonrisa. No benefició en nada a su humor.

La luz de los cielos se desvanecía, y el crepúsculo de amatista coloreó las montañas. Al terminar su escasa cena, Jehnna empezó a moverse, como buscando un sitio cómodo sobre el rocoso suelo. Iba poniendo las mantas de una y otra manera, hasta que al fin se quejó.

—Tengo frío, Conan. Haz algo.

—No podemos encender fuego —dijo él con aspereza—. Ya tienes tus mantas.

—Bueno, pues acuéstate conmigo. Si no me dejas encender fuego, al menos déjame compartir el calor de tu cuerpo.

Conan la miró fijamente. Pensó que era más inocente que una niña.

—No puedo. Es decir, que no quiero.

—¿Por qué no? —le preguntó ella—. Me estoy helando. ¿Es que acaso mi tía no te mandó para protegerme?

Conan rió y gimió a un tiempo. Como un lobo protege a las ovejas. Sacudió la cabeza para librarse de los pensamientos que no deseaba.

—Jehnna, cuando vuelvas a Shadizar tendrás que guardarte de Taramis.

—¿De mi tía? Pero ¿por qué?

—No existe una verdadera razón —le fue diciendo—. Pero los reyes y las reinas, los príncipes y las princesas, no piensan como la gente ordinaria. No distinguen el bien y el mal de la misma manera.

—¿Te preocupa el sueño que tuve? Bombatta estaba en lo cierto. Era un sueño, Conan. Cualquiera habría tenido malos sueños en un lugar como aquel cráter. Taramis me quiere. Ha cuidado de mí desde que era niña.

—En todo caso, Jehnna, si algún día necesitas ayuda, manda el recado al mesón de Abuletes, en Shadizar, y yo iré. Conozco muchos sitios donde estarías a salvo.

—Lo haré —dijo ella, pero Conan sabía que no lo estaba considerando ni siquiera como posibilidad—. Aún tengo frío —dijo entonces, sonriendo y levantando una punta de la manta.

El corpulento cimmerio vaciló por unos momentos. Luego se dijo que, en efecto, hacía cada vez más frío, y que no ocurriría nada por compartir un poco de calor; se desabrochó el talabarte y se sentó al lado de la muchacha. Jehnna se había tapado hasta los hombros, no sólo con la manta, que por haber viajado atada a la silla de montar olía fuertemente a caballo, sino también con una parte de su capa. Las mantas empezaron a salirse de su sitio, y, cuando ambos trataron de ponerlas bien, Conan se dio cuenta de que la joven se había recostado contra su cuerpo. Instintivamente, la rodeó con el brazo. Su mano fue a posarse sobre el cálido contorno de la cadera de Jehnna, se apartó de ella como si se hubiera quemado, acarició entonces la suave redondez de su seno, y al fin reposó en la delgadez de su talle.

—Estás más caliente de lo que creía —murmuró Conan. El sudor le empapaba la frente—. Quizá debería apartarme de ti.

El cimmerio se preguntó cuánta paciencia podían exigirle los dioses a un hombre.

Jehnna se acurrucó todavía con más fuerza contra el cimmerio, y le tocó el dragón de oro del pecho con el dedo.

—Habíame de Valeria —Conan se puso tenso, y Jehnna le miró a la cara—. Os oí hablar a ti y a Malak. Y también a Akiro. No estoy sorda, Conan. ¿Qué clase de mujer era?

—Un mujer —respondió. Pero no le bastaba con aquella réplica descortés—. Una mujer de las que sólo encontrarías una entre millares y millares, tal vez la única de su especie que hubo en el mundo. Fue guerrero, amiga, compañera...

—¿... y amante? —añadió Jehnna cuando Conan calló. El cimmerio tomó aliento, pero antes de que pudiera decir nada, la muchacha habló de nuevo—: ¿Hay sitio en tu vida para otra mujer?

Conan pensó cómo explicarle lo que había existido entre Valeria y él. Valeria, una mujer que no quería pertenecer a nadie, ni que nadie le perteneciera, una mujer que podía acudir a su lecho con la pasión de una tigresa y, dos horas más tarde, darle un codazo para que una camarera particularmente sabrosa no le pasara inadvertida.

—Suceden cosas entre los hombres y las mujeres —acabó por decir— que tú no comprenderías, muchacha.

—Sabes muchas cosas —respondió ella con ardor—. Zula y yo hemos tenido largas charlas acerca de la manera adecuada de... tratar a un hombre.

De pronto, agarró la mano que Conan tenía libre y se la metió debajo de la túnica. Sin quererlo, el cimmerio tomó entre sus dedos un cálido monte de pico firme. Volvió a sus mientes aquel pensamiento: estaba hecho para reposar en la mano de un hombre.

—No sabes lo que estás haciendo —dijo ásperamente.

Antes de que el cimmerio pudiera decir nada más, la muchacha se arrojó sobre él. Tan grande fue la sorpresa de Conan, que cayó de espaldas, y la joven quedó encima de él.

—Entonces, enséñamelo —murmuró Jehnna, y sus labios de miel borraron todo pensamiento racional de la cabeza de Conan.

El frío viento de la noche procedente de la llanura soplaba con fuerza en Shadizar, como para limpiarla de su corrupción. Taramis pensó que aquel viento era un augurio. Un símbolo de que los tiempos antiguos eran arrastrados por el vendaval y amanecía una nueva era. Su túnica de color azul celeste, y la prenda dorada que asomaba por los escotes, habían sido elegidas para representar la nueva aurora, el inevitable nuevo advenimiento.

Sus oscuros ojos contemplaron el patio, el más grande del palacio. Estaba pavimentado con baldosas de pálido mármol pulido, y rodeado por una columnata de alabastro. Las balconadas que daban al patio estaban vacías, y no había luz en ninguna de las ventanas. Los guardias de palacio se encargaban de que ningún ojo curioso de esclavo presenciara lo que iba a ocurrir allí aquella noche.

Ante ella, la gran figura de Dagoth reposaba sobre su sofá de mármol carmesí. «Más perfecto que cualquier hombre mortal nacido de mujer», pensó. Formados en círculo alrededor de Taramis, y de la gigantesca imagen del Dios Durmiente, estaban allí los sacerdotes de la nueva religión, de la antigua religión renacida. Los sacerdotes iban ataviados con túnicas doradas que les llegaban hasta las sandalias, y todos llevaban en la cabeza una diadema dorada, con una única punta en la frente en la que estaba grabado un ojo, símbolo de que, aunque el dios durmiera, ellos jamás se dormían en su servicio.

La diadema con la punta más alargada ceñía la frente del que se hallaba a la derecha de Taramis; la nevada barba le caía sobre el pecho, y su apergaminado rostro parecía la viva imagen de la más amable dulzura. Su largo bastón de oro terminaba en un diamante azul, labrado en la forma de un ojo que duplicaba en tamaño al de un hombre. Se trataba de Xanteres, el sacerdote supremo. Taramis pensó que ciertamente era supremo, subordinado tan sólo a ella.

—Ésta es la tercera noche —dijo entonces la mujer, y el círculo de sacerdotes exhaló un gemido, como de júbilo—. La tercera noche que nos separa de la Noche del Despertar.

—Bendita sea la Noche del Despertar —recitaron los sacerdotes.

—El Dios Durmiente no morirá jamás —dijo ella, y los sacerdotes respondieron:

—¡Donde hay fe, no llega la muerte! Taramis abrió los brazos en alto.

—Unjamos a nuestro dios con la primera de sus unciones.

—Gloria a quien unge al Dios Durmiente —salmodiaron ellos.

Las flautas empezaron a sonar, al principio con música suave y lenta, y luego aceleraron el ritmo y elevaron el tono. Otros dos sacerdotes coronados salieron de entre la columnata. Traían entre ambos a una muchacha, cuyos negros cabellos estaban trenzados en torno a su cabeza; tenía el cuerpo envuelto en ropajes de prístino color blanco. Al llegar al círculo, los dos sacerdotes la despojaron de sus vestiduras, y la joven avanzó entre ellos, sin avergonzarse de sus esbeltas desnudeces. Cuando se detuvo ante la cabeza del dios, sus ojos, que contemplaban la imagen de Dagoth, se tiñeron del más puro éxtasis. Taramis y Xanteres se pusieron uno a cada lado de la muchacha.

—Aniya —dijo Taramis. La desnuda joven, de mala gana, apartó los ojos del Dios Durmiente—. Tú —le dijo Taramis— has sido la primera elegida, entre tus hermanas, por tu pureza.

—Esta miserable recibe un gran honor —susurró la muchacha.

—Al nacer, te ataron al Dios Durmiente. ¿Quieres servirle ahora por tu propia voluntad?

Taramis ya sabía la respuesta aun antes de que la luz del éxtasis apareciera en los ojos de la joven. La aristócrata de ojos crueles la había preparado durante largo tiempo, y bien.

—Esta miserable suplica poder servirle —respondió la muchacha, con voz suave pero cargada de deseo.

Las flautas tocaron frenéticamente una música chillona.

—Oh gran Dagoth —gritó Taramis—, acepta esta ofrenda nuestra, y nuestra promesa. Acepta tu primera unción para la Noche de tu Retorno.

Xanteres, cuyo rostro aún era el vivo retrato de la gentileza, aferró la cabellera de Aniya con sus garras, la hizo inclinarse sobre la testa de la figura de alabastro, y tiró hacia atrás de la cabeza de la joven hasta que la piel de su garganta quedó tirante. Se sacó una daga de hoja sobredorada de la túnica, y el dorado acero penetró finamente en la fina piel. Un chorro escarlata empapó el rostro del dios.

—¡Oh gran Dagoth —gritó Taramis—, tus siervos te ungen!

—¡Oh gran Dagoth —repitieron los sacerdotes—, tus siervos te ungen!

Taramis cayó de rodillas y se prosternó hasta tocar el suelo con la frente. Absorta, no oyó el frufrú de las túnicas cuando los sacerdotes se arrodillaron y se prosternaron también.

—Oh Dagoth —rogó—, ¡tus siervos aguardan la Noche de tu Llegada! ¡Yo aguardo la noche de tu llegada!

Las voces de los sacerdotes, al unísono, repitieron sus palabras con fervor.

—Oh gran Dagoth, ¡tus siervos aguardan la Noche de tu Llegada!

El cuerpo de Aniya se sacudió con un último espasmo, y cayó inerte, olvidado, y sus ojos vidriosos pudieron contemplar el charco de sangre que había dejado de extenderse sobre las losas de pálido color.








CAPITULO 16



El caballo de Conan andaba por el pétreo valle; su jinete también tenía el rostro pétreo. Sólo pensaba en el camino que tenía por delante, y no permitía que se le extraviaran los pensamientos.

—Tenemos que seguir —dijo Jehnna, y el rostro de su compañero se endureció todavía más—. Sé el camino, y tenemos que seguir.

Conan aguardó hasta que hubieron llegado a lo alto de un risco, cuya ladera opuesta descendía hacia otro valle, y entonces habló.

—Podría llevarte sin peligro hasta Shadizar en dos días. En un día, si derrengamos a los caballos.

Desde la elevación, columbró la planicie zamoria, más allá de los montes por entre los que salía el sol. Juzgó que sólo tardarían dos días si no forzaban en exceso a las bestias. No pensaba en nada, salvo en la distancia que podían recorrer los caballos, y en la velocidad de éstos.

—¡Es mi destino! —protestó ella.

—Tu destino no es morir en estas montañas. Te voy a llevar al palacio de tu tía.

—¡No puedes entrometerte con mi destino!

—Vete a Erlik con tu destino —masculló el cimmerio. La muchacha se acercó a su lado.

—¿Qué hay de Valeria? —le preguntó—. Sí, también oí eso. Sé lo que mi tía te prometió como recompensa.

Conan tuvo que realizar un inmenso esfuerzo para no delatarle sus emociones con el rostro, pero lo logró. Debía satisfacer una deuda, y al precio que fuera. Pero a costa de sí mismo, no de Jehnna.

—Puedo protegerte mientras viajemos, pero no si buscamos peligros. ¿O crees que ese tesoro no tendrá quien lo vigile?

—Valeria...

—No habría querido que sacrificara tu vida por la suya —exclamó Conan—. Ahora cállate, y sigúeme.

En efecto, Jehnna pasó un rato sin hablar, aunque estaba muy malhumorada, e iba murmurando por lo bajo con irritación. Abstraído en sus propios problemas, Conan no quiso prestar atención a su enfado.

De repente, la muchacha dijo:

—Está allí. Sé que está allí, Conan. Tenemos que ir hasta allí. ¡Por favor!

Aunque se hubiera propuesto no hacerlo, el cimmerio miró hacia donde le indicaba la muchacha. El monte de grises laderas no era alto, pero, cerca de la falda, las rocosas pendientes se quebraban extrañamente en cientos de aristas y chapiteles de granito. Conan recordó que Jehnna había calificado aquel viaje de «laberinto». Y en efecto, se trataba de un laberinto, donde un ejército habría podido acechar sin ser visto hasta tenerlos rodeados. En tanto que se hallaba en los montes Karpashios, no era buen sitio para ir con una muchacha, aunque estuviera allí el tesoro que Taramis quería. Decidió proseguir hacia el sur, dando un buen rodeo en torno a aquella montaña. Siguió adelante en silencio.

—¡Conan!

Cerró los oídos, se negó a escuchar.

—¡Conan!

De súbito, el cimmerio se dio cuenta de que la voz que estaba escuchando no era la de Jehnna. Agarró el desgastado puño de su sable. Que aquel hombre le llamara por su nombre podía tener importancia, o no tenerla. Entonces, en lo alto de un pliegue del terreno que lo había ocultado, apareció un caballo, enjaezado con silla militar corinthia y montado por un jinete de ojos oscuros, enjuto y fuerte.

Conan sonrió de oreja a oreja.

—¡Malak! —gritó—. Temía que hubieses muerto.

—¡Yo no! —le gritó en respuesta el ladrón de poca estatura—. ¡Soy demasiado apuesto para morir!

Detrás de Malak venían los demás: Bombatta y Zula, y Akiro, que no paraba de cambiar de postura sobre el caballo y se quejaba de sus huesos envejecidos. La mujer negra cabalgó hacia Jehnna, y ambas acercaron el rostro para decirse cosas que nadie más debía oír.

—¿Qué ocurrió con los corinthios? —preguntó Conan—. ¿Y cómo nos habéis encontrado?

Akiro abrió la boca, pero Malak se le adelantó.

—Cuando os vieron a ambos subiendo por el paso, la mitad de aquellos necios fueron tras vosotros, gritando todos que querían ser el primero en montar a la chica. ¡No me mires con esa cara! ¡Por Mitra, lo dijeron ellos, no yo! En todo caso, como quedaron menos, Akiro tuvo una oportunidad de poner manos a la obra. Cuéntales lo que hiciste, Akiro.

Akiro abrió la boca de nuevo.

—Hizo aparecer un tigre —dijo Malak, riendo—. ¡Era tan grande como un elefante! ¡Fidesa da fe de mis palabras! Los caballos enloquecieron. —Se dio cuenta de que el anciano mago le estaba mirando, y se retiró, diciendo con voz débil—: Cuéntale tú el resto, Akiro.

—Sólo fue una pequeña alucinación —dijo Akiro. Mientras hablaba, no le quitaba los ojos de encima a Malak, como temeroso de que, si lo hacía, el enjuto y fuerte ladrón volvería a interrumpirlo—. Aunque nos enfrentáramos a un número menor de corinthios, no tuve tiempo para nada más. Sólo creé imagen y olor, y ni siquiera pude moverlo, pero los caballos, para fortuna nuestra, no lo sabían. Enloquecieron, ciertamente. Los nuestros también. Pero así tuvimos la oportunidad de escapar. Ya habrás visto que no pudimos llevarnos la acémila, pero huimos con el pellejo intacto.

Toda aquella brujería que estaban empleando durante el viaje le resultaba excesiva a Conan, pero el cimmerio no podía quejarse si servía para salvarles la vida a sus amigos. En cambio, dijo:

—Hemos tenido suerte de que nos encotrarais. Vinimos juntos a estas montañas, y bien está que también nos marchemos todos juntos.

Malak iba a decir algo, pero guardó estricto silencio al advertir la feroz mirada de Akiro.

—El mérito no lo tuvo la fortuna —dijo el mago de piel amarilla— sino esto.

Le enseñó un cordel de cuero, a cuyo extremo colgaba una pequeña escultura de piedra. Con hábiles movimientos, hizo que la joya oscilara en círculo, pero, al instante, sus círculos se alargaron y estrecharon, hasta que se meció en línea recta, apuntando directamente a Conan.

El cimmerio respiró hondo. ¡De nuevo brujería!

—No me gusta que una cosa como ésa tenga algún vínculo conmigo —dijo, y se alegró de no haberlo gritado.

—No tiene ningún vínculo contigo —le aseguró Akiro—, sino con tu amuleto. Ese objeto es mucho menos complejo que una persona viva y, por ello, mucho más fácil de encontrar. Si hubiera tenido algún cabello tuyo, o ropas que hubieras llevado puestas, te habría hallado con rapidez mucho mayor.

—¡Por Crom! —murmuró Conan.

¡Un cabello suyo! Jamás le permitiría a un hechicero que se guardara alguno, por muy amigo que pareciera de momento.

Akiro siguió hablando, como si no hubiera oído al cimmerio.

—Como sólo tenía un objeto inanimado por foco, el círculo apenas si se alteraba al principio. Fue muy difícil hallar una dirección. Como andar a tientas por un edificio a oscuras.

—Y Bombatta no quería seguirle —exclamó Malak—. Dijo que no confiaba en Akiro.

Terminó esta última frase con un murmullo, y miró al brujo con inquietud.

—No te preocupes —dijo Akiro—. Ya había terminado.

Mientras hablaban, Bombatta no había desmontado del caballo, e iba mirando con odio, ora a Conan, ora a Jehnna. Entonces, masculló:

—¿El cimmerio te ha hecho daño, niña? Jehnna, que estaba hablando con Zula, se volvió sobresaltada.

—¿Qué? Pero ¿qué quieres decir, Bombatta? Conan me protege, igual que tú.

El guerrero de negra armadura no pareció contentarse con su respuesta. Se le ensombreció el rostro, las cicatrices se le pusieron lívidas. Miró a Akiro, dudó visiblemente, y entonces habló.

—Debo saberlo, brujo. ¿La muchacha todavía es inocente?

—¡Bombatta! —protestó Jehnna, y Zula intervino de inmediato.

—Ésa no es una pregunta que deba hacerse, ni responderse —masculló la negra mujer.

—Dime la verdad, brujo —le insistía Bombatta—, porque nuestras vidas, y aún más, mucho más de lo que puedes llegar a saber, dependen de eso.

Akiro hinchó los labios, y asintió lentamente con la cabeza.

—Es inocente. Lo percibo con tanta claridad, que me maravilla que los demás no lo veáis. —Bombatta se calmó y suspiró aliviado, y el rollizo mago se acercó a caballo adonde estaba Conan y le habló en voz baja—. Como ya he dicho en otra ocasión, la inocencia pertenece al espíritu, y no a la carne —murmuró.

Conan se sonrojó, y se sonrojó todavía más al advertir su propio rubor.

—Te estás entrometiendo en mis cosas —murmuró—. No quiero que emplees tu brujería en mí.

—Bébete el contenido del frasco que te di —le dijo Akiro—. Bébetelo, y vete de aquí. Llévate a la muchacha, si quieres. Estoy convencido de que sabrías persuadirla para que se marchara contigo. Bastará con un par de noches. —Cierta apagada lascivia afloró a sus labios, y desapareció al instante—. No vas a sacar nada de esto, cimmerio, salvo más heridas de esas que jamás se muestran, y tampoco se curan.

Conan frunció el ceño en silencio, y se resistió a la tentación de meter la mano en el zurrón para ver si el frasco de piedra seguía allí. Valeria, y una deuda que seguía sin pagar. Oyó la voz de Jehnna.

—Él dice que no quiere llevarme, pero yo sé que es allí. ¡Lo sé!

Bombatta, ceñudo, se volvió hacia el cimmerio.

—Y bien, ladrón, ¿abandonas a tu preciosa Valeria? ¿Esos corinthios te asustaron tanto que te han dejado sin hombría? ¿O es que siempre...?

Conan le miró con ojos tan fríos que el guerrero de rostro marcado calló. Las emociones de Bombatta fueron a mostrarse con claridad en su rostro: conciencia de lo que había hecho, cólera por haber sentido temor —aunque sólo le hubiera durado unos momentos—, cólera porque los otros lo habían visto. Aferró el sable con tanta fuerza que la empuñadura crujió, pero el corpulento cimmerio no trató de desenvainar su propia arma.

«Paciencia», se decía Conan. En las abruptas cordilleras de Cimmeria, el hombre impaciente no tardaba en morir. Ya habría tiempo para matarlo. Cuando habló, había gélida calma en su voz.

—No quería llevarla a ese lugar adonde quiere ir sin que otros ojos la observaran, ni otras armas la defendieran. Ahora, ya las tenemos. —Avanzó a caballo hasta donde estaba Bombatta—. No nos demoremos, zamorio. Mañana por la noche tendremos que haber regresado a Shadizar, y cuando todo esto termine, tú y yo habremos de ajustar cuentas.

—Aguardaré ese momento con impaciencia —masculló Bombatta.

_Y yo —le respondió Conan, poniéndose en marcha— podré contarlo.








CAPITULO 17




Tardaron medio día a caballo en llegar a las quebradas aristas de piedra, y Conan no las halló mejores que cuando las había visto desde la lejanía. Avanzaron entre toscos muros de roca, y el camino se fue estrechando hasta que se vieron obligados a ir en fila. Cientos de corredores y salidas se entrecruzaban como minúsculas cañadas, y gruesa piedra las separaba. A veces, podían elegir hasta entre diez caminos distintos, siempre más angostos y tortuosos que los anteriores.

—A la derecha —decía Jehnna, que iba detrás de él—. A la derecha, digo. No, por ahí no. ¡Por allá! Ahora ya estamos cerca. Oh, llegaríamos en la mitad de tiempo si me permitierais ir al frente.

—¡No! —gritó Bombatta.

Conan no dijo nada, y tiró de las riendas para detenerse a contemplar las posibilidades que se le ofrecían: tres angostos pasos abiertos en la piedra, que les llevarían en direcciones distintas. Pasos muy angostos. No era la primera vez que Jehnna les pedía que la dejaran ir al frente, y se había hartado de explicarle los peligros que podían encontrar. Bombatta no quería alejarse de ella, porque, según decía, no confiaba en que el cimmerio le impidiera ponerse al frente. Habida cuenta de la actuación de Bombatta en el reencuentro, Conan estaba seguro de que el zamorio, simplemente, no quería dejarla a solas con él; pero estaba demasiado atento a lo que pudiera aguardarles como para preocuparse por ello.

—¿Por qué nos hemos detenido? —le preguntó Jehnna—. Ése es el camino. Por allí —señaló al paso que estaba en el centro.

—Es demasiado estrecho para los caballos —dijo Conan. Con alguna dificultad, porque las grises paredes de roca ya le dejaban poco espacio, desmontó y se adelantó a su caballo—. Tendremos que dejarlos.

Hacer aquello no le gustaba. Si los ataban entre sí, no podrían ir muy lejos, pero, en aquella situación, incluso una distancia corta podía tener su importancia. Y sin los caballos, no había esperanza en los Nueve Infiernos de Zandrú de llegar a Shadizar a tiempo. Los otros habían desmontado y estaban amarrando las patas de las bestias, o se abrían paso entre los animales para acercarse a Conan.

—Malak —dijo el cimmerio—, será mejor que tú te quedes con los caballos.

El ladrón de poca estatura se sobresaltó, y echó una mirada enfermiza en derredor.

—¿Aquí? Conan, por el cuenco de Sigyn. No creo que debamos separarnos. Mantengamos unidas nuestras fuerzas, ¿eh? Aquí, incluso es difícil respirar.

Conan, que iba a responderle con aspereza, calló. Él mismo había estado pensando en lo angostos que eran los pasos, en que casi parecía que les faltara el aire. Pero el cimmerio no solía padecer por los pasajes estrechos y los espacios cerrados. Estudió las caras de los demás, tratando de averiguar si se sentían igual que él. Jehnna parecía impaciente, mientras que Zula tenía el rostro tenso del que cree que habrá de luchar en cualquier momento. Bombatta arrugaba el entrecejo, como de costumbre, y Akiro parecía pensativo, también como de costumbre. Quizá todo fueran figuraciones suyas. Y quizás no.

—Sí, no nos separemos —dijo. Empuñó la espada con una mano, y la daga con la otra—. Iremos marcando así el camino —con la daga, dibujó sobre la piedra una flecha que apuntaba a las monturas—, para que luego podamos volver a encontrar los caballos. Caminad todos juntos.

Siguiendo las ansiosas indicaciones de Jehnna, Conan avanzó por el pasaje de toscas paredes, aunque no tan rápidamente como hubiera deseado la muchacha, y a cada diez pasos dibujaba una nueva flecha sobre la piedra. Pensó que, si llegaba lo peor, hasta Jehnna podría encontrar los animales con aquellas flechas. Aun si se quedaba sola, tendría una oportunidad de escapar.

A veces era forzoso andar de costado; la roca les arañaba el pecho y la espalda, y algunos trechos eran tan angostos que ni siquiera Zula y Jehnna podían caminar con normalidad. Independientemente de cómo anduviera, Conan tenía la espada presta, y la daga lista para quienquiera que lograra acercarse a él esquivando el acero más largo. A medida que se adentraban en el laberinto, se fortalecía su mal presentimiento. Casi podía ponerle un nombre a aquello que parecía impregnar las rocas entre las que andaban. Le traía a la memoria el recuerdo del hedor de los muertos, tan leve que la nariz no alcanzaba a sentirlo, tan tenue que las mientes no podían comprenderlo, y, sin embargo, los más primitivos instintos eran capaces de reconocerlo.

Se volvió para mirar a los demás, y en esta ocasión halló que los rostros de todos, salvo el de Jehnna, reflejaban inquietud.

—¿Por qué vamos tan lentos? —le preguntó la esbelta muchacha. Trató en vano de pasar delante del corpulento cimmerio, pero apenas si había sitio para que éste se moviera—. Ya casi hemos llegado.

—¿Akiro? —dijo Conan.

El rostro del canoso brujo hacía muecas, como si hubiera sentido un mal sabor en la boca.

—Lo he percibido desde que entramos en estos pasajes, pero, a medida que nos acercamos, lo siento con mayor fuerza. Hay... algo repugnante. —Se detuvo para escupir—. Pero ese algo es viejo, antiguo, y no creo que nos amenace. Creo que llegamos unos pocos siglos tarde.

Conan asintió y siguió adelante, pero no estaba convencido. Aunque sus propios sentidos no fueran mágicos, le habían mantenido con vida en otros lugares donde habría podido muy bien morir, y le estaban diciendo que allí había peligro. Tenía las armas empuñadas con firmeza.

Con sorprendente brusquedad, el pasaje se ensanchaba en un gran espacio abierto. Allí, la mayor parte de la roca había sido extraída, y la restante, tallada en complejos relieves, a modo de pavimento de un gran patio, que se encontraba delante de un templo esculpido en la misma ladera del monte. A la entrada del templo había una hilera de aflautadas columnas, y entre ellas había habido en otro tiempo una veintena de estatuas de obsidiana, cuatro veces más altas que un hombre. Sólo quedaba una, un negro guerrero que sostenía una larga lanza, cuyo rostro había sido borrado por el viento y la lluvia. De las demás, sólo quedaban deshechos fragmentos de piedra, así como los muñones de las piernas.

Conan envainó la daga, y agarró a Jehnna por el brazo para impedir que corriera hacia el templo.

—Ten cuidado, muchacha —le dijo—. Yo voy a correr muchos riesgos aquí, pero no quiero que los corras tú.

Bombatta la cogió por el otro brazo, y los dos hombres se miraron fríamente. Mediaba entre ambos una firme promesa de muerte. Conan pensó que existía otra razón para querer terminar el viaje. Promesas como aquélla no podían quedar sin cumplir.

—Selladme —dijo Jehnna, debatiéndose entre los brazos de ambos—. Tengo que encontrar el Cuerno. Está allí dentro. ¡Soltadme!

Zula, sonriendo con desprecio a Conan y a Bombatta, cogió a Jehnna por los hombros.

—¿Es que queréis partirla por la mitad? ¿O quizás aplastarla entre ambos?

Conan la soltó, y Bombatta hizo lo mismo, sólo un instante después. Zula se llevó a la muchacha, hablándole suavemente al oído. Conan sostuvo sin parpadear la mirada de odio de Bombatta.

—Pasaremos cuentas por esto, ladrón —dijo el hombre de rostro marcado.

—En Shadizar —dijo Conan, y el otro asintió bruscamente.

Cuando el cimmerio llegó al templo, Akiro estaba tratando de seguir con el dedo los relieves de uno de los pedestales sobre los que se habían erguido las estatuas. Quedaba poca cosa.

—¿Qué estás intentando hacer? —le preguntó Malak al anciano brujo, riendo—. ¿Quieres descifrar esos relieves decorativos? Y hablando de eso, he visto mejores adornos esculpidos por un borracho tuerto.

Suspirando, Akiro se incorporó y se sacudió las manos.

—Lo podría leer, por lo menos en parte, si no estuviera tan erosionado. Son inscripciones, no adornos. Este lugar es todavía más antiguo de lo que creía. Las últimas inscripciones que se hicieron en ese idioma tienen tres mil años de edad, y aun entonces ya se podía considerar una lengua muerta. Sólo quedan fragmentos inconexos. Tal vez averigüe más cosas en el interior.

—No hemos venido a descifrar idiomas antiguos —rezongó Bombatta.

En su fuero interno, Conan le daba la razón, pero sólo dijo:

—Bueno, vamos allá.

Las palomas torcaces salieron volando de sus nidos, que se hallaban tras los capiteles de las grandes columnas, y batieron las alas, como un estallido en el silencio, cuando Conan se acercó a las grandes puertas de bronce, teñidas con el verdigris de los siglos. A pesar de la gruesa capa verde, aún se distinguía un gran ojo abierto, profundamente grabado en el metal de cada una de las jambas. Debajo de cada ojo pendía una gruesa anilla, también metálica.

—No lograremos abrirlas —dijo Malak, estudiando la corrosión.

Conan cogió una de las gruesas anillas para hacer un primer intento. Para su sorpresa, la puerta se abrió hacia fuera, acompañada del chirrido de unos goznes que llevaban tiempo sin ser engrasados. Le desagradó su propia sensación de alivio. Con todo, se dijo a sí mismo que había ido allí para proteger a Jehnna, y no a hacer alardes de bravura.

—Tened los ojos bien abiertos —ordenó—, y no bajéis la guardia.

Seguidamente, se puso al frente de los otros para entrar.

Detrás de las grandes puertas, el polvo de los siglos había formado una gruesa capa en el suelo. Había antorchas en los tederos de oro que se alineaban en las paredes de complicados relieves; éstas no se habían deslucido con los años, pero estaban engalanadas con telarañas. El techo quedaba oculto por las sombras, y el final de la inmensa estancia desaparecía en la oscuridad.

De repente, Zula chilló, pues una araña, cuyas patas estiradas habrían podido cubrir la mano de un hombre, le pasó corriendo por el pie desnudo.

—Sólo es una araña —dijo Malak, aplastándola de un pisotón. Apartó de una patada sus restos hechos pulpa—. No tienes que asustarte por...

El enjuto y fuerte ladrón se interrumpió, y chilló, cuando el bastón de Zula voló hacia su rostro y se detuvo, trémulo, a menos de un dedo de su nariz. El ladrón bizqueaba al mirarlo.

—No tengo miedo —le dijo Zula como con un siseo—. Simplemente, no me gustan las arañas. —Más adentro, se oían crujidos, y Zula miraba nerviosamente en aquella dirección—. Ni las ratas. Especialmente, no me gustan las ratas.

Conan tomó una antorcha de la pared y envainó la espada, para poder buscar eslabón y pedernal en su zurrón.

—Si todavía pueden arder... —empezó a decir.

Akiro movió los labios y, de súbito, brotó fuego en las yemas reunidas de sus dedos. Lo acercó a la antorcha, y ésta se encendió y crepitó, y se hizo oír en la silenciosa estancia.

—Arderá —dijo el mago.

—¿Te importaría hacer esas cosas sólo cuando te lo pidamos? —le dijo Conan, secamente, al tiempo que recogía los utensilios para encender fuego.

Akiro se encogió de hombros a modo de disculpa.

Bombatta y Malak encendieron sus antorchas con la de Conan, y se adentraron con cautela por la gran estancia. Iban pisando polvo, en el que no había más huellas que el pequeño rastro de las ratas. Encontraron huesos de pequeños animales y de aves esparcidos en derredor, algunos enterrados en el polvo, otros a la vista. Hacía mucho tiempo que nadie entraba allí, salvo los roedores y sus presas. El chillido de las ratas, que retrocedían ante el fuego y el extraño olor de los humanos, les acompañaba, y las llamas de las antorchas se reflejaban en cientos de pequeños ojos hambrientos. Zula murmuraba, y volvía el rostro hacia uno y otro lado, como tratando de ver en todas las direcciones al mismo tiempo. Malak ya no se burlaba de su inquietud; evitaba puntillosamente el mirar a los centelleantes ojillos y, en lenta cantinela, mezclaba maldiciones y rezos a una veintena de dioses.

Al otro extremo de la estancia hallaron anchos escalones de piedra que conducían a lo alto de un podio, sobre el que reposaba un trono de mármol de elevado respaldo. Delante del trono había un pequeño montón de huesos ya secos, y, en el asiento, un segundo montón, con un cráneo humano en su centro, cuyas órbitas vacías y tenebrosas miraban fijamente a Conan y a sus compañeros. Armaduras, atuendos, una corona, todo lo que hubiera vestido aquel hombre, había quedado reducido a polvo desde hacía tiempo.

Jehnna señaló hacia su derecha, hacia una ancha puerta terminada en arco, medio oculta en la penumbra.

—Allí —dijo—, tenemos que ir por allí.

Conan sintió alivio al saber que el tesoro —Jehnna no lo había llamado cuerno?— no se hallaba sobre el trono. Muchos años antes, había encontrado en un trono semejante a aquél la espada que llevaba, y no le habría gustado tener que repetir la experiencia.

Bombatta se acercó a la puerta en cuanto la muchacha hubo hablado, y metió la antorcha adentro.

—¡Escaleras! —murmuró—. ¿Hasta cuándo tendremos que seguir adentrándonos en las entrañas de este edificio?

—Mientras debamos —le dijo Conan.

Y apartando a Bombatta a un lado, empezó a bajar.








CAPITULO 18



Las anchas escaleras descendían en espiral hasta lo más hondo de la montaña; Conan reconoció algunos rastros del terremoto que había derribado las estatuas a la entrada del templo. Las grietas se entrecruzaban como telarañas en las paredes, y en una ocasión encontraron una hendedura en los escalones, como si alguien hubiera cortado limpiamente la piedra y apartado una parte a un palmo del resto. Las verdaderas arañas también habían pasado por allí. Sus telas cegaban el pasadizo, pero, cuando el cimmerio las tocaba con la antorcha, siseaban, ardían y desaparecían.

—Esto no me gusta —murmuraba Malak, haciéndose oír—. Que Ogún me castigue, pero a mí no me gusta.

—En ese caso, espéranos arriba —le respondió Conan.

—¡Con las ratas! —La voz del hombrecillo devino en graznido, y Zula rió entre dientes, aunque no ruidosamente.

Después de un último recodo, las escaleras conducían a una cámara alargada, con el techo alto, abovedado, sostenido por las que a primera vista parecían columnas de oro; había una columnata en cada pared. Sin embargo, casi la mitad de las columnas se había derrumbado, y en sus restos podía distinguirse la lámina de oro batida y la piedra gris ordinaria a la que ésta recubría. En el techo había una profusión de extraños símbolos, de los cuales Conan sólo supo reconocer uno. Un ojo abierto, como el de las puertas de bronce, que se repetía entre las demás figuras. No tenía idea de lo que pudiese significar.

—Conan —dijo Akiro—, parece que, aparte de las escaleras, ésta es la única salida.

El brujo estaba de pie al otro extremo de la estancia, al lado de una puerta ancha que parecía de bronce, y sin embargo no tenía ni una sola mancha de moho. Conan vio que tampoco tenía goznes, como si solamente se hubiera tratado de una gran plancha de metal incrustada en la piedra.

—Tenemos que ir por allí —susurró Jehnna, impaciente. Absorta, miró a la puerta, o a lo que hubiera detrás de ésta—. Tenemos que seguir adelante.

La superficie de oscuro color gris de la puerta era lisa, salvo por el inevitable ojo abierto de su centro, y dos testas de demonios rugientes cerca de su base. Sendos colmillos, semejantes a los de un jabalí, sobresalían de las fauces de aquellas grotescas cabezas de demonio. Conan pensó que, si no lograban abrir la puerta, entonces tal vez... Golpeó fuertemente con la espada las amenazadoras cabezas. De una de sus bocas abiertas salió retorciéndose un ciempiés escarlata; su mordisco era seguro, y lenta y dolorosa la muerte. Malak se apartó de un salto y corrió a esconderse entre las caídas columnas.

Tras envainar la espada, Conan le dio su antorcha a Zula y se arrodilló delante de la puerta. Puso una mano en la boca de cada uno de los demonios. Tal y como había sospechado, encajaron fácilmente. Empujó hacia arriba.

—¡Son agarraderos! —exclamó Malak.

Conan, que se estaba esforzando con cada uno de sus músculos, empezó a preguntarse si había acertado al llegar a aquella misma conclusión. La plancha de metal seguía inmóvil, como si hubiera formado parte de la montaña. De repente, Bombatta apareció a su lado, y agarró una de las cabezas de demonio. Conan empujó con ambas manos en la otra, y redobló sus esfuerzos. Los tendones del cuello y de las caderas se le hinchaban, y le gemían todos los miembros. Veía motas plateadas que le danzaban ante los ojos. Y la plancha de hierro, dando una sacudida, se levantó un palmo. Lentamente, con metálico chirrido, la puerta ascendió, hasta que Conan y Bombatta la sostuvieron en alto entre ambos.

—Adentro —masculló Conan—. Rápido.

El resto del grupo se coló entre los dos corpulentos guerreros, y entonces Bombatta soltó la puerta y los siguió. Los miembros de Conan se estremecieron por el esfuerzo de tener que aguantar solos la pesada puerta, pero, con todo, el cimmerio no supo qué hacer. Cuando la soltara, la puerta descendería y, por mucho que mirara, no veía otro medio para levantarla aparte de las bocas abiertas de los demonios. Quedarían atrapados allí.

Pero si no encontraba una forma de apuntalarla, tendría que dejarla caer.

Murmurando pensativo para sí, Akiro se acercó a la pared, al lado mismo de la puerta, de donde sobresalía una barra de bronce rematada por un voluminoso pomo, realzado por el omnipresente ojo. El mago cogió el pomo, empujó, y la barra se introdujo en la pared.

Conan parpadeó. Le pareció que sentía menos peso. Moderó sólo un poco la fuerza que ejercía. La puerta no se movió. Con un gruñido de amargura, abandonó el umbral.

—Te doy las gracias —le dijo a Akiro—, pero ahora que se me ocurre, ¿no podrías haber abierto la puerta antes?

—Sí, habría podido —le respondió suavemente el mago—, pero tú me dijiste que no hiciera nada si no me lo pedías. Y como no...

—¿Dónde están los demás? —dijo Conan, interrumpiéndole.

La antorcha de Akiro iluminó el extremo de un angosto corredor, donde no había trazas de la presencia de nadie, salvo la de ellos dos, ni ninguna luz de las demás antorchas. Maldiciendo, el cimmerio echó a correr por el pasillo, y Akiro le siguió entre jadeos. El corredor terminó en una gran estancia circular, y los dos hombres se detuvieron bruscamente, asombrados. Los otros ya estaban allí y, sosteniendo las antorchas en alto, miraban fijamente lo que tenían en derredor.

Enfrente de la puerta por la que habían entrado había una monstruosa cabeza esculpida en piedra negra, colmilluda, de mirada feroz, tan alta como un hombre corpulento, que sobresalía de la pared. Otras dos puertas, que equidistaban de la primera, daban a la estancia. O por lo menos una de ellas, porque la otra se había derrumbado, y estaba cegada por los escombros que también se habían desparramado por la estancia. En el resto de las paredes había bajorrelieves, imágenes sobredoradas de bestias fabulosas; algunas gemas hacían las veces de ojos, y otras de pezuñas, garras y cuernos. A intervalos, había placas de oro en las paredes, cubiertas de extrañas escrituras. El techo, bajo y abovedado, era de ónice, y tenía diamantes y zafiros incrustados, que parpadeaban a la luz de las antorchas como para representar el firmamento nocturno.

Akiro corrió hacia una de las placas de oro, y tentó con los dedos la escritura profundamente grabada, como si no hubiera podido creer en sus ojos.

—Es el mismo idioma de afuera, y no se ha encontrado en textos tan largos en ninguna otra parte del mundo. Puedo... sí, puedo descifrarlo. Escuchad. —Habló lentamente, deteniéndose de vez en cuando para observar bien las letras—. Y en el tercer día de la Última Batalla, los dioses fueron a la guerra, y los montes temblaron bajo sus pisadas.

El rollizo mago siguió hablando, pero Conan estaba más interesado en lo que hiciera Jehnna bajo la mirada vigilante de Bombatta. Era la única que no había quedado absorta en la contemplación de las riquezas de la estancia. Sólo prestaba atención a la enorme y terrible cabeza de piedra negra. Se había puesto delante de ella, y no miraba a ningún otro sitio. Había a sus pies un círculo de runas inscritas en el suelo de mármol, y entre éstas una estrella de cinco puntas, trazada con rectas líneas que se unían en sus vértices.

Conan se quedó sin aliento. Advirtió, con pesar, que conocía el símbolo de la estrella desde hacía mucho tiempo. Era un pentagrama, un foco de poderes brujescos. Alzó una mano para detenerla. Pero se acordó de Valeria. Además, Jehnna le había dicho que aquello era su destino, que había nacido para aquello. El cimmerio cerró la mano que había levantado, y apretó el puño hasta que le crujieron los nudillos. No podía hacer nada, sólo esperar a que todo terminase.

Jehnna se sacó de la túnica el zurrón de terciopelo negro donde llevaba el Corazón de Ahrimán. En cuanto tuvo en la mano la gema de color sangre, su sanguinolento brillo se expandió por toda la cámara, y las gemas del techo parecieron brillar con mayor ardor. Cuidadosamente, dejó el Corazón delante de sí, en el pentagrama; había en éste un pequeño nicho donde encajó a la perfección. Cuando se incorporó, había desaparecido de sus ojos toda consciencia. En trance, salmodió, y sus palabras resonaron por las paredes.

Cuando entonó las palabras, el aura que circundaba el Corazón resplandeció todavía más, pero sólo en un sentido; sólo relucía para la gran cabeza pétrea, y la bañaba en luz carmesí. Los negros ojos de piedra, especialmente, parecían reflejar su fulgor, y en sus vacías cuencas danzaban luces carmesíes, en vacías cuencas que hasta entonces no habían sido tan profundas.

—Esa cosa está viva —murmuró Zula, y Malak empezó a musitar plegarias.

—Tienes que detenerla —le dijo de pronto Akiro con voz angustiada—. Rápido, Conan, tienes que... —Calló con un gemido de incredulidad, que pareció arrancado de sus mismos huesos.

Sin hacer ruido, las pétreas quijadas de la monstruosa cabeza se abrieron, se separaron de tal manera que habrían podido engullir a tres hombres de una vez, y entre ellas ardía un fuego como jamás hubiera visto ojo alguno. A Conan, la sangre se le volvió llama, fue llama, y retrocedió casi sin darse cuenta, con una mano delante del rostro para protegerse del calor que parecía chamuscar el mismo aire. Aunque con sólo mirar le dolieran los ojos, el cimmerio vio un chapitel de cristal en el centro de los fuegos. Se trataba de una columna traslúcida, semejante a la otra sobre la que había reposado el Corazón de Ahrimán en la casa de Amón-Rama, pero encima de ésta había un cuerno de oro, parecido al de un toro. Ni el chapitel ni el cuerno parecían afectados por la ardiente tempestad que rugía en su derredor. Jehnna todavía miraba fijamente al frente, como si no hubiera estado contemplando este mundo, sino otros. No había expresión alguna en sus grandes ojos, ni en su rostro. Lentamente, acercó ambas manos a los hombros, y la túnica le cayó a los pies. Aguardó desnuda, y la luz de las llamas que tenía delante le bañó las esbeltas curvas; la marca de nacimiento que tenía entre los pequeños senos resplandecía igual que los fuegos. Con pasos rápidos y resueltos, avanzó. Sin mover un músculo, Bombatta la observaba, y la luz que brillaba en sus oscuros ojos habría podido ser un reflejo del abrasador horno.

—¡No! —gritó Conan, aunque ya fuera demasiado tarde.

Jehnna entró en las rugientes llamas. El fuego se avivó en torno a su cuerpo como enfurecido por la invasión, le lamió las esbeltas desnudeces, pero ella siguió avanzando, sin mostrarse consciente de nada ni sufrir daño alguno. Levantó el cuerno de oro con ambas manos, y salió con él del llameante horno, de nuevo hasta el pentagrama.

Se quedó allí durante un momento, y ningún otro de los que estaban en la estancia se movió. Entonces, la muchacha suspiró, vaciló, y habría caído de no ser por Zula, que corrió a sostenerla. La negra mujer vistió con rapidez a la joven.

—Ya está hecho —dijo Bombatta en voz baja—. El Cuerno se halla en las manos de la Elegida.

—Conan —dijo Akiro, tembloroso—, hay algo que debes saber.

Sin previo aviso, sopló un viento en la estancia, un gélido vendaval de fantasmagóricos aullidos que les caló hasta los huesos y, sin embargo, no hizo temblar siquiera las llamas de las antorchas. Desapareció igual que había comenzado, y los fuegos de las grandes fauces también desaparecieron, pero la gelidez del viento permaneció.

—Conan —dijo Akiro de nuevo.

—Luego —le replicó Conan. Había visto demasiadas obras mágicas en un solo día, y la última ni siquiera se había debido a alguien a quien conociera—. ¡Nos marchamos ahora mismo!

Y sin esperar apenas a que Jehnna recogiera el Corazón de Ahrimán, los hizo salir a toda prisa de la cámara.








CAPITULO 19




Conan parecía conducir un desfile por el angosto corredor, y no le importaba. Jehnna oprimía estrechamente el cuerno de oro contra su seno, y Bombatta y Zula, uno a cada lado, la escoltaban con aire protector, alternando solícitas ojeadas a la muchacha y frías miradas entre sí. Aunque se alegrara grandemente de que la joven no hubiera sufrido ningún daño, el cimmerio se sentía turbado por lo que Jehnna acababa de experimentar, y también por el objeto que ella llevaba con tanto cuidado.

Akiro le tiró del codo a Conan.

—Tengo que hablar contigo —le dijo en voz baja, mirando de reojo a Bombatta—. En privado. Es urgente.

—Sí —le respondió Conan, distraído. A lo largo de su joven vida, había tenido contacto con la brujería en muchas ocasiones, más de las que quería recordar. A veces llegaba a percibirla, y lo que percibía en el objeto de oro que la muchacha aferraba contra su cuerpo era el olor del mal. Sentía un fuerte deseo de marcharse de aquel sitio, de volver a Shadizar con la misión cumplida—. En privado, Akiro —murmuró—. Luego.

Malak corría delante de ellos, y daba saltos en sus ansias por huir.

—¡Rápido! —les gritaba, volviendo la cabeza—. ¡Este lugar es maligno! ¡Por los huesos de Mitra! ¡Daos prisa! —Desapareció corriendo, y los otros dejaron de oírle.

—Qué necio —murmuró Conan—. Este no es momento de separarse.

Entonces entró en la estancia de las columnas sobredoradas, y calló también.

Malak estaba allí, mirando de un lado para otro con nerviosismo. Había también más de veinte guerreros, ataviados con una armadura de cuero negro de estilo arcaico, que se apoyaban en sus largas lanzas. Conan y Bombatta apenas le llegaban a los hombros al menos corpulento. Eran tan negros como la estatua de obsidiana que se hallaba a la entrada del templo, y Conan sintió alivio al notar que el pecho les subía y bajaba al respirar. Eran hombres, no estatuas revividas. Éste había sido su primer pensamiento.

Dos de los guerreros se adelantaron. Uno llevaba una cimera de largo penacho blanco en la cresta de su yelmo de bronce; el otro no tenía yelmo, sino un gorro de cuero negro en forma de calavera, del que colgaban mechones de color rojo. El del penacho blanco habló. A Jehnna.

—Te hemos esperado durante mucho tiempo a ti, la Elegida. Hemos dormido, igual que duerme nuestro dios, y hemos aguardado el día de tu llegada. La Noche del Despertar está cerca.

Bombatta se agitaba con nerviosismo, y Akiro silbó entre dientes.

—Esta muchacha no tiene nada que ver con vuestros asuntos —dijo Conan—. Os pido perdón si hemos causado molestias en vuestro templo, pero estamos viajando a un lugar apartado, y debemos marcharnos.

Entretanto, había ido fijándose en la disposición de los negros guerreros. No lucharía si podía evitarlo, pero aquellos hombres parecían estar diciéndole que el templo les pertenecía, aunque diera la impresión de que ningún pie humano lo había hollado durante siglos. Y los hombres suelen recurrir a la violencia cuando creen que hay extraños entrometiéndose en su religión.

—Podéis marcharos —le respondió el gigantesco guerrero negro—. Os perdonamos la vida, porque nos habéis traído a la muchacha, la Elegida. Pero ella se quedará con nosotros.

Tratando de disimular sus intenciones, Conan se puso entre el talludo guerrero y Jehnna.

—Ella no es la Elegida que buscáis —dijo, pero el negro lo ignoró y volvió a hablarle a Jehnna.

—Hemos estado durmiendo durante todos estos años, vigilando el Cuerno de Dagoth, esperándote a ti, a la Elegida que puede tocar el Cuerno con sus manos. Ahora, el Dios Durmiente despertará, y desatará su venganza contra quienes traicionaron...

Conan vio por el rabillo del ojo que algo se movía, que el brazo de Bombatta avanzaba con violencia, y que una daga teñía de rojo la garganta del hombre más alto. La sangre manó de los labios del gigante negro mientras éste caía, y el caos se adueñaba de la estancia.

—¡Atrás! —gritó Conan. No había manera alguna de avanzar, salvo entre hombres corpulentos que alzaban las lanzas y rugían con furia—. ¡Atrás! ¡Deprisa!

El cimmerio arrojó su antorcha al rostro de uno de los gigantescos guerreros, paró la acometida de otra lanza y atravesó a un tercero por el vientre.

Un chirrido metálico le llegó a los oídos. Mientras trabajaba desesperadamente con la espada para detener a un número siempre creciente de lanzas, se arriesgó a echar una ojeada a sus espaldas. La gran puerta de hierro estaba descendiendo a trechos, y no tardaría en cerrarse. Con un rugido, Conan atacó, y su arma devino en siniestro borrón de afilado acero; con su mera furia obligó a sus oponentes a retroceder, pese a que éstos le superaran en número. Con una celeridad que los pilló desprevenidos, se volvió y se arrojó hacia la entrada que se estaba cerrando con rapidez. La base de la puerta de hierro le arañó el hombro, pero pudo pasar al otro lado, y la plancha metálica se asentó en el suelo con un golpe pesado y chirriante.

Akiro, Malak y Zula le miraron preocupados, pero no había tiempo para preocuparse.

—Tenemos que darnos prisa —dijo Conan mientras se incorporaba torpemente—. Es probable que, tratando de pincharme, hayan metido un par de puntas de lanza debajo de esa puerta y, si es así, no tardarán en levantarla.

—Voy a ver lo que puedo hacer al respecto —dijo Akiro. Buscó dentro de su zurrón, sacó materiales y empezó a dibujar símbolos en la puerta de metal.

—Podrías haberme advertido —le dijo Conan a Malak—. Pudiste gritarme que ibas a dejar caer la puerta.

—Bombatta nos pilló a todos por sorpresa —le respondió Malak—. Agarró a Jehnna y vino aquí corriendo antes de que ninguno de los demás pudiera moverse. Creo que tiró de esa barra en cuanto hubo pasado la puerta.

—Ya está —dijo Akiro, dejando su labor hecha. Una serie de símbolos que relucían tenuemente, cada uno de los cuales se resistía a todo esfuerzo por mirarlo con atención, cubría la puerta de uno a otro extremo—. Esto tendría que contenerlos durante un rato.

Conan ya no sentía interés por si la puerta aguantaba o no.

—¿Dónde está Jehnna? —preguntó—. ¿Y Bombatta? Zula se volvió y contempló el pasillo a oscuras.

—Estaba tan preocupada por ti —le susurró— que no he... si le ha hecho daño...

Conan no quiso esperar a oír el resto. Corrió hacia la cámara de la gran cabeza de piedra, con toda la rapidez que pudieron prestarle sus piernas. Estaba vacía. Sin dudar, traspuso la puerta por la que no había entrado, el tercer corredor, que era accesible.

La cabeza del cimmerio andaba llena de sombríos pensamientos. Quizá Bombatta quisiera raptar a Jehnna y llevársela a Shadizar, a fin de estafarle la recompensa. Le pareció propio del zamorio el tratar de robarle a Valeria su oportunidad de volver a la vida, sólo para herirle. Así pues, Conan no aguardaría ya el regreso a Shadizar. Había llegado el momento de ajustar cuentas.

El pasillo era recto como una flecha, sin recodos ni bifurcaciones, sin puertas que dieran a otras estancias. Como un túnel, había sido excavado en la roca viva de la montaña, y sus paredes, techo y suelo habían sido pulidos hasta quedar tan lisos como el mármol. Ahora, el polvo oscurecía y cubría todo, y la luz de la antorcha le reveló en ese mismo polvo las huellas de los que estaba siguiendo, rastros tan claros para sus agudos ojos como las roderas en un camino de carros. Los espacios que quedaban entre las huellas le indicaron que ambos habían estado corriendo.

De repente, el corredor terminó en una cámara espaciosa, de planta cuadrada, donde gran cantidad de gruesas y aflautadas columnas sostenían un techo quebrado por innumerables grietas y fisuras. Muchas de las columnas también estaban agrietadas, y en algunos casos parecía que un soplido tuviera que bastar para derribarlas. Entre ellas había algunos bultos cubiertos de polvo, como caídos braseros con largas patas en trípode, postes que en otro tiempo debían de haber sostenido teas, y otras cosas cuya función era incapaz de adivinar.

Conan se bastó con su antorcha para descubrir otra puerta que se encontraba más adelante, un rectángulo que destacaba en las sombras por su negrura aún mayor. Las huellas en el polvo conducían hasta aquella salida, pero Conan se contuvo de correr hacia ella. Bombatta podía estar oculto entre la miríada de columnas, y unas huellas tan claras podían guiarle hasta una emboscada. Agachándose por cautela, presto para saltar en cualquier dirección, sable en mano, el corpulento cimmerio avanzó.

Sus ojos escrutaban la penumbra, en busca del más insignificante atisbo de movimiento.

—Jehnna —llamó suavemente, y luego con voz más fuerte—: Jehnna! —El nombre resonó; Conan gritó con más fuerza todavía, para imponerse al eco—: Jehnna!

Entonces vio a Bombatta, que estaba de pie al lado de la segunda puerta, con un grueso barrote de hierro enmohecido, de unos tres pasos sobrados de longitud, en las manos. El zamorio se movía con agilidad a pesar de su corpulencia. Introdujo transversalmente el barrote entre dos pilares agrietados, como si se hubiera tratado de una palanca, y tiró hacia arriba.

Mientras Conan sentía que el tiempo se detenía, las columnas se ladearon en direcciones opuestas y se hicieron pedazos. El techo gimió; cayeron piedras y tierra.

Con ágil movimiento, el cimmerio se volvió y se arrojó al pasadizo por donde había venido, para escapar de la piedra que se desprendía. El rugido de la roca en su caída reverberó por la estancia. Algo golpeó a Conan en la cabeza, y la negrura lo engulló.

Jehnna estaba acurrucada en el mismo sitio donde Bombatta la había dejado, y miraba al corredor por donde habían huido. Pensó, furiosa, que era él quien había huido. La había arrastrado como un fardo. Hasta que llegaron a aquel lugar, el guerrero se había negado a atender sus súplicas de que ayudara a los demás, y luego le había dicho que aguardara y se había marchado. Bien estaba que primero la pusiera a salvo a ella, pero habría tenido que escucharla. La luz del sol, de color rojidorado, asomaba por una grieta, en lo alto del gran bloque de piedra que la joven tenía a sus espaldas, pero ella no la miraba. La luz del día y el camino de regreso hacia Shadizar se hallaban al otro lado del voluminoso bloque, pero Conan estaba más atrás, en las profundidades de la montaña. ¿Y si le habían herido, y la necesitaba? ¿Y si...?

El regreso de Bombatta se anunció con rápidas pisadas. El guerrero subía a toda prisa por el empinado corredor.

—¿Está bien? —preguntó ella.

El hombre de rostro marcado andaba cubierto de polvo y de tierra, y perdía un hilillo de sangre por un rasguño de la mejilla. Pasó de largo ante ella y entonces se detuvo de pronto, palideciendo.

—¿Dónde está el Cuerno, muchacha? —preguntó—. Por los Nueve Infiernos de Zandrú, si lo has perdido...

—Está aquí.

Le mostró el fardo en que lo había envuelto, hecho con jirones que se había arrancado de su propia capa. Jehnna sabía que su destino era aquel, la búsqueda del Cuerno de Dagoth, pero aquel objeto tenía algo que la disuadía de tocarlo. El Corazón de Ahrimán y el Cuerno de Dagoth estaban juntos, envueltos en paños de blanca lana, y la muchacha deseaba en verdad haber tenido más paños. Muchos más.

—¿Dónde está... dónde están los demás?

—Han muerto —le respondió secamente Bombatta.

Tensando sus abultados músculos, el guerrero arrojó todo su peso contra el gran bloque de piedra.

Jehnna se sentó, como si la hubieran abatido con un hacha. ¿Muertos? Conan no podía haber muerto. No sabía imaginarle muerto. «Y tampoco a los demás», se dijo de inmediato. Zula, Akiro, e incluso Malak, habían terminado por tener un significado especial para ella. No quería ni pensar que hubiesen podido sufrir algún daño. Pero el joven alto, el de extraños ojos de zafiro, y manos tan amables cuando no empuñaban una espada, no era solamente especial.

—No puedo creerlo —susurró. El gran bloque de piedra cayó estruendosamente hacia fuera; levantó una nube de polvo, y dejó que entrara en tromba la luz del crepúsculo—. He oído que me llamaba por mi nombre. Sé que lo he oído.

—Ven, Jehnna. Nos queda poco tiempo, niña.

Bombatta la agarró por la muñeca con su robusta mano, y la hizo pasar por la abertura. Se hallaban al borde del espacioso patio desde el que se accedía al templo. El sol, de color carmesí, refulgía entre las montañas del oeste. Observando con cautela las elevadas puertas de bronce del templo, y profiriendo maldiciones por lo bajo, Bombatta la hizo correr hasta el laberinto de aristas y chapiteles.

—Yo no me creo que Conan haya muerto —dijo Jehnna.

—Ahí está una de las marcas —dijo el guerrero de negra armadura, señalando una flecha inscrita en la roca—. Ahora, busquemos los caballos. Podemos recorrer varias leguas antes de que caiga la noche.

—Bombatta, no me lo creo. ¿Le viste caer?

—Sí, le vi —le respondió Bombatta con aspereza. No moderaba el paso y, como la llevaba agarrada por la muñeca, la joven tenía que seguirle—. Estaba huyendo, como perro y ladrón que era, y los guerreros negros lo acuchillaron. Y también a los demás. Tuve que hundir el techo para impedir que los guerreros nos dieran alcance. Ah, los caballos.

Las bestias, atadas entre sí, seguían todas juntas. Ni aunque lo hubiera pensado, Jehnna no habría sido capaz de decir si se habían movido, o si seguían en el mismo lugar donde los habían dejado; además, estaba absorta en otros asuntos.

—Puede que sólo estuviera herido —empezó a decir, pero calló, pues Bombatta la estaba mirando de forma extraña. Los ojos le ardían con intensidad.

—Podríamos marcharnos a cualquier sitio —decía suavemente—. Podríamos ir a Aghrapur. Algún mago turanio, o incluso el propio rey Yildiz, nos pagarían por esas cosas que llevas con dinero suficiente para que viviéramos en la opulencia durante toda la vida. —La montó bruscamente en la silla—. Guárdalas bien, Jehnna —dijo, y empezó a desatar los caballos.

Cada vez que desataba una de las bestias, ataba sus riendas a las de la siguiente, y así, al montar, tuvo a los otros cuatro animales en una larga hilera.

—¿Qué estás haciendo? —preguntó Jehnna—. No podemos llevárnoslos todos.

—Los necesitaremos —le dijo Bombatta—. El camino hasta Aghrapur es largo.

—Tenemos que ir a Shadizar, no a Aghrapur. Y no quiero dejar a los otros sin caballos mientras quede la posibiidad de que alguno haya escapado con vida. Si quieres marcharte con todos los caballos, llévame antes al templo y enséñame sus cadáveres.

Bombatta negó con la cabeza.

—Sería demasiado peligroso para ti.

—No importa que sea peligroso —insistió la muchacha—. No pienso abandonarlos así.

La furia que ardió en el rostro del corpulento guerrero la acobardó. Necesitó de toda su voluntad para mantener la espalda erguida, y para mirarle a los ojos con aparente calma.

Soltando las riendas de los otros caballos, Bombatta se acercó, montado en el suyo, al de Jehnna.

—¡Él! ¡Él, siempre él! Podríamos habernos marchado a cualquier parte. —Cada una de sus palabras parecía hecha de hierro—. A cualquier parte, muchacha.

De súbito, su rostro marcado se retorció de dolor. Jehnna lo miró fijamente; jamás había visto que Bombatta demostrara dolor. La mueca de sufrimiento sólo duró un momento, y el guerrero recobró su semblante habitual, salvo en que, al abandonarle los ojos, aquel ardor los había dejado apagados e inexpresivos.

—Nos vamos a Shadizar —dijo con voz ronca y, empuñando las riendas, se puso en marcha hacia la salida del laberinto.

Jehnna oprimía contra su pecho el fardo donde llevaba todo lo que habían ido a buscar, y no se permitió una mirada hacia atrás. Conan, o su destino. Por uno, tenía que renunciar al otro. Se preguntó cómo podía existir tal dolor. ¿Cómo podían permitirlo los dioses? Gacha, sin fuerzas ya para cabalgar erguida, lloró en silencio y se dejó guiar.








CAPITULO 20




Aunque entre neblinas de opresora oscuridad, Conan logró recobrar la consciencia y se puso torpemente en pie, empuñando la espada. Akiro y Zula le miraban con asombro. Malak arrojó una piedra grande como un puño entre las columnas, y se sacudió las manos.

—Ya era hora de que despertaras —le dijo el ladrón de poca estatura—. Por las escamas de Mehen, estaba empezando a pensar que dormirías hasta que hubiéramos muerto todos.

—¿Cuánto tiempo ha pasado? —dijo Conan. Sintió dolor en la sien. La herida era reciente, y tenía un reguerillo de sangre seca bajo el cabello.

Malak se encogió de hombros, pero Akiro dijo:

—Quizá dos vueltas de clepsidra, o puede que un poco más. No sabría decírtelo con exactitud. Te encontramos aquí tumbado, como un buey aturdido. He hecho todo lo que he podido, pero, cuando alguien tiene heridas en la cabeza, es preferible aguardar a que despierte por sí solo.

—Yo tengo algunas hierbas que curan golpes en la cabeza —dijo Zula—, pero no disponemos de agua para hacer la infusión.

El cimmerio asintió y se arrepintió al instante de haber asentido, porque le pareció que toda la estancia daba vueltas. Luchó desesperadamente contra el vértigo. En aquel momento, no podía permitirse ninguna debilidad.

El otro extremo de la oscura sala había desaparecido bajo una pétrea masa: fragmentos de aflautadas columnas mezclados con rocas desprendidas de la montaña, cuyo tamaño variaba desde las más pequeñas, como la que había arrojado Malak, hasta peñascos más grandes que un hombre. Tres de los postes que Conan había tomado por tederos volvían a estar en pie. Las antorchas del grupo ardían ahora en su extremo superior, y arrojaban su luz mortecina sobre los cuatro, una luz que no iba más allá de las sombras de las columnas. Sin embargo, no toda la luz procedía de las teas. Por el pasaje que no estaba cegado entraba un refulgente parpadeo azul, doloroso para los ojos.

—¿Qué es esa luz azul? —preguntó Conan.

—Una protección —le dijo Akiro—. Había logrado colocar nueve sin que esos grandullones llegaran a abrir la puerta. Entonces, me he visto obligado a encender la primera, y no he podido preparar más. Es peligroso colocar uno de esos escudos cerca de otro que ya está ardiendo.

—¿Durante cuánto tiempo...? —empezó a decir Conan, y tuvo la respuesta antes de que hubiera terminado la pregunta.

El azulado parpadeo se aceleró, y Akiro se agachó para trazar símbolos en el polvo, al mismo tiempo que murmuraba callados encantamientos. Con un último centelleo de brillante color azul, la luz desapareció. Al cabo de un instante, se encendió de nuevo, y un chillido resonó por el corredor.

Akiro inclinó la cabeza como para escuchar, y luego suspiró.

—Hubo uno que se adelantó, pero no era el mago, qué mala suerte. Ya que estaba empeñado en matar a uno de ellos, Bombatta podría haber acabado con el del penacho rojo. Es su mago y, sin él, ni siquiera habrían podido abrir la puerta, y mucho menos habrían llegado hasta mis escudos. Y yo tengo que hacerle frente con poco más que mis manos desnudas.

—No entiendo por qué tuvo que matar a uno —dijo Zula, airada—. No nos habían atacado, sólo estaban hablando con...

Dejó la frase sin terminar y miró a Conan en busca de comprensión, pero el cimmerio la ignoró.

—Dudo que nos hubieran dejado marcharnos sin lucha —dijo—. No con Jehnna. En todo caso, no voy a permitir que me alanceen como a un verraco sólo porque Bombatta empezó la pelea.

—Así es —dijo Malak—. Por las uñas de los pies de Ogón, si un hombre te ataca, mátalo, y si luego resulta que es un error, siempre puedes quemar incienso por su espíritu en el templo.

—Ése no es siempre el mejor camino —dijo secamente Akiro—. Pero estos hombres son perversos.

—Yo no vi que lo fueran —protestó Zula, y el brujo resopló.

—Porque no eres mago, ni has podido leer las placas, como hice yo. La incomodidad que sentimos al entrar aquí procede de esos hombres, y de los que han morado aquí a lo largo de los siglos. El menor de sus pecados es el sacrificio humano. A su lado, los chamanes de quienes me rescat..., eh, con los que me ayudasteis, parecían niños traviesos.

—Como si son caníbales —dijo Conan—. Es hora de que salgamos de aquí. Bombatta y Jehnna se están acercando cada vez más a Shadizar, y estoy seguro de que, cuando Bombatta le cuente a Taramis todo lo ocurrido, hará lo posible por quitarnos importancia en esto. No quiero que me estafe la recompensa prometida.

Akiro le miró compasivamente, y Zula se quedó boquiabierta.

—Pero yo creía... nosotros creíamos... Jehnna... Señaló, confusa, al revoltijo de rocas del otro extremo de la estancia.

—Bombatta hizo que ese techo se derrumbara —dijo Conan—. No pudo esperar a que nos enfrentáramos en Shadizar. Pero no creo que lo hundiera sobre su propia cabeza, ni sobre Jehnna. Apartaremos pedruscos hasta hallar la salida, y les seguiremos. Sólo nos quedan una noche y un día para volver a Shadizar.

—Quieres excavar una salida por el interior de la montaña —le dijo Malak con incredulidad. Los otros dos miraron al cimmerio como si hubiera enloquecido.

—Yo vi esta sala antes del hundimiento —dijo Conan, acercándose a la masa de roca—, y sé bien qué había ahí. —Agarró un fragmento de columna, grande como un torso humano, y lo levantó de su sitio; algunas piedras más pequeñas cayeron rodando y le golpearon en los pies—. El pasadizo por el que salió Bombatta está a sólo tres o cuatro pasos de aquí. Y nos bastará con abrir un camino lo bastante ancho como para pasar de uno en uno. —Antes de soltar su carga, la llevó hasta las columnas que todavía estaban en pie. Cuando volvió, los demás seguían en el mismo sitio, y aún le miraban—. ¿Y bien? —preguntó—. ¿Es que queréis morir aquí?

Sin decir nada, Zula se puso a remover las piedras.

Malak se hizo esperar un poco más, y antes que nada miró al anciano mago, que estaba detrás de él.

—¿Tú no vas a ayudarnos, Akiro? Podrías mover los brazos y hacer que todo esto desapareciera.

—Demuestras abiertamente tu ignorancia —dijo Akiro, resoplando—. Tengo que estar listo para activar el siguiente escudo cuando este se extinga. A menos que no quieras enterarte de la presencia de los lanceros hasta que alguno te atraviese como a un cordero en un espetón.

—Actívalas todas, anciano. Así podrás ayudarnos. El brujo de cabello gris rió con menosprecio.

—¿Acaso te enseño yo cómo robar, mi pequeño ladrón? Dedícate a lo que sepas hacer.

Conan trabajaba como un autómata, con toda su atención fija en la idea de la libertad, y no permitía que la inmensidad de la tarea lo desalentara. Sacaba dos piedras por cada una de las que apartaban Zula y Malak. El sudor le empapó hasta relucir a la luz de las antorchas, y siempre había nuevo sudor que le limpiara del polvo. Cuando, con poderoso retumbo, cayó más roca de lo alto para ocupar el sitio de la que había apartado, ordenó a los demás que siguieran trabajando sin detenerse él mismo. Tenía que encontrar a Jehnna. Tenía que satisfacer su deuda con Valeria. Jehnna. Valeria. Las dos se entremezclaron en su ánimo hasta que no supo decir cuál de ellas le movía con más fuerza.

Cuando otro escudo se apagó, y Akiro salmodió para reemplazarlo, Malak se detuvo para mirarle, y para frotarse la espalda con los nudillos.

—¿De verdad leíste aquellas placas, Akiro? —preguntó.

—Trabaja —dijo Conan, y Malak, al ver el rostro sombrío del cimmerio, volvió a agacharse entre las piedras.

Akiro, sin embargo, parecía querer hablar. Se recostó en una columna, y dijo:

—Sí, las leí. En número suficiente, por lo menos. El cuerno dorado que... —Miró con ceño a Conan, y siguió hablando—. Es el Cuerno de Dagoth.

—Así lo llamó el guerrero negro —dijo Malak entre jadeos.

—No me interrumpas —le replicó el brujo con voz acerba—. Hace milenios, hubo una guerra entre dioses, lo cual no era raro en aquellos días. En una gran batalla, Dagoth fue derrotado, pues otros le arrancaron el cuerno de la cabeza y lo llevaron lejos. El cuerno contenía lo que podríamos llamar su fuerza vital y, al no tenerlo, se fue convirtiendo lentamente en piedra. De acuerdo con las placas, está durmiendo y, cuando alguien vuelva a ponerle el cuerno en la cabeza, despertará.

—Para eso lo quería Taramis —dijo Conan, aún trabajando—. Para despertar a un dios. Sin duda, un dios podría resucitar a Valeria.

—Sí —suspiró Akiro—. Imagino que Dagoth podría devolverle la vida.

—Entonces, Taramis no mentía —dijo Conan con satisfacción.

Como si hubiera reposado y bebido agua fresca, el cimmerio redobló sus esfuerzos. Aunque los otros fueran cada vez más lentos, él acarreaba piedras con gran ligereza. Zula, tratando de seguirle el ritmo, cayó, y no podía ponerse en pie. Conan abandonó su tarea para llevar a la mujer con Akiro, y luego prosiguió con su labor. Más tarde, cuando cayó Malak, el cimmerio se contentó con apartarle para que no se interpusiese entre la pétrea barrera y el lugar adonde arrojaba los escombros.

El cimmerio advertía vagamente que, cavando, ya habían abandonado la estancia, que estaban en el corredor, y que éste también estaba cegado por las rocas. Lo sabía en un oscuro rincón de su mente, pero reconocer aquello podía ser el principio de la derrota, y reprimió implacablemente aquella idea, aun sin darse cuenta. El tiempo perdió todo significado para él. El esfuerzo perdió todo significado. Como si él mismo hubiera estado hecho de piedra, incapaz de fatigarse, la emprendía implacablemente con las rocas. Le atraían dos imágenes gemelas. Valeria. Jehnna. No se detendría mientras le quedara vida.

Tiró de una piedra sujeta entre las demás, tiró con fuerza. Cuando logró que se soltara, todo el muro de rocas se vino abajo. Conan retrocedió torpemente, profirió maldiciones, y apenas si pudo librarse de quedar enterrado hasta la cintura. Cuando empezó a sacar roca de nuevo, se detuvo de pronto, pues acababa de darse cuenta de que, tras los escombros amontonados, había divisado un destello de luz en la lejanía. Volvió a mirar, sólo para asegurarse de no haberlo imaginado. El fulgor seguía allí. Abandonando la piedra que había hecho caer, volvió a entrar en la estancia.

Akiro estaba sentado, con las piernas cruzadas, contemplando gravemente la azulada luz del corredor. Zula apenas si alzó la mirada, pero Malak le dijo con voz cansina, sin levantarse del suelo:

—Así que tú también te rindes, ¿eh, cimmerio? Bien, lo intentamos de verdad. Que Erlik venga a buscarnos si no es así.

—He terminado —dijo Conan—. Se distingue luz. Tal vez se trate de la luz el sol.

Malak hizo un extraño ruido, y se estremeció. Conan tardó un momento en darse cuenta de que estaba riéndose.

—Lo hemos logrado —dijo Malak, resollando—. Por el infierno más tenebroso de Zandrú y los huesos de Mitra, que nadie puede detenernos, cimmerio.

—¿Estás seguro, Conan? —dijo Akiro, preocupado.

—Podría tratarse de las antorchas de otra estancia —le respondió Conan—, pero, si es así, tendrían que contarse por veintenas. El pasadizo asciende. Debe de llegar al exterior.

«O tal vez se adentre todavía más en la montaña», pensó, pero no lo dijo. La luz podía deberse a la brujería, o al Séptimo Infierno de Zandrú, pero él tenía que llegar a la superficie, y no quería admitir que pudiera tratarse de otra cosa.

—Esperemos que se trate de la luz del sol —dijo finalmente Akiro—. El séptimo escudo todavía aguanta, aunque no por mucho rato, y nos quedan otros dos. Tienes que sacar de aquí a Zula y a Malak tan rápidamente como puedas. Yo os seguiré en cuanto me sea posible. —Corrió hacia su puesto, al extremo del corredor—. Vete ya, si no quieres que nos maten a todos.

Conan ayudó a Zula a ponerse en pie y, al volverse, se encontró con que Malak ya se había incorporado él solo. La negra mujer también intentaba andar sola, pero el corpulento cimmerio tuvo que ayudarlos a los dos a avanzar por el último montón de escombros y a subir tambaleantes hasta la luz. El fulgor parecía tener propiedades curativas, pues, cuando Akiro les dio alcance, Zula y Malak ya estaban trepando sin ningún sostén, y a buena velocidad.

Con todo, el anciano brujo gritaba:

—¡Deprisa! ¡Deprisa!

Y había algo en su voz que los hacía correr con todavía mayor rapidez.

El pasadizo terminaba en una abertura rectangular, y los cuatro salieron tambaleándose al patio del templo; les alumbró la primera luz de un sol que asomaba por el este. Malak y Zula lo contemplaron, como si hasta entonces hubieran creído que no volverían a ver el alba.

Conan sólo estaba atento al templo, a sus grandes columnas y estatuas caídas. Pensaba que, a menos que los gigantescos guerreros fueran necios, habría centinelas. Pero cuando forzó a los demás a alejarse a toda prisa por el patio de trabajada piedra, nadie abandonó el edificio salvo las palomas, que salían aleteando de los nidos que tenían tras los capiteles de las columnas. Entonces se le ocurrió que no habrían puesto centinelas, porque suponían que sus enemigos estaban atrapados como ratas en el interior de la montaña.

Una vez en el laberinto, pudieron encontrar fácilmente a las bestias por su sediento relincho. Conan notó que ya no tenían las patas atadas, y sí las riendas; entonces, los cuatro se arrojaron sobre los odres de agua. Aunque tuviera la garganta reseca como gravilla, Conan abrevó primero a su caballo. Cuando fue su turno, bebió a chorro hasta que tuvo que pararse a respirar, dejó que el agua le empapara el rostro mientras tomaba aliento, y bebió de nuevo. Después de terminar, abrevó de nuevo al caballo. El animal tenía más necesidad de refrescarse que el mismo Conan, porque le aguardaba una dura cabalgata.

De pronto, el suelo retembló bajo sus pies. Conan agarró las riendas, pero, antes de que hubiera podido calmar a su montura, otro temblor sacudió la tierra, seguido por un atronador estallido procedente del templo.

Malak, aferrándose a un tembloroso caballo, murmuró:

—¿Qué ha sido eso, por los Nueve Nombres de Khepra? Akiro tosió con afectación.

—He modificado ligeramente el encantamiento. Cuando atravesaron el séptimo escudo, los dos últimos se activaron a la vez. Esos lanceros no van a despertar de este sueño, ni podrán salir de esa tumba para sacrificar más inocentes a Dagoth. —Súbitamente, le sonrió a Malak—: ¿Entiendes ahora que no podía invocar todos los escudos a la vez?

—Bien está que no vuelvan a molestarnos —dijo Conan mientras montaba—, pero tenemos que ponernos en marcha para llegar a Shadizar antes de la ceremonia de esta noche. No quiero que Bombatta me estafe la vida de Valeria.

La sonrisa de Akiro se esfumó.

—Antes no te lo he dicho, Conan, porque creía que moriríamos, y no vale la pena atormentar a un hombre en la hora de su muerte con asuntos en los que no puede cambiar nada. En verdad, sigo creyendo que es demasiado tarde. Traté de impedirlo cuando aún era posible, antes de que la muchacha entrara en ese horno, pero actué con excesiva lentitud.

—Estás farfullando, Akiro —masculló Conan—. Dime lo que ocurre, o deja ya que me vaya a Shadizar.

—Estaba todo escrito en las placas —dijo Akiro—. El Rito del Despertar dura tres noches, y en cada una de ellas se sacrifica a una muchacha. En la Tercera Noche, muere la Elegida que porta el Cuerno, la inocente. Van a sacrificar a Jehnna.

—Quizá no sea ella —dijo Zula, como suplicante—. Ni siquiera Bombatta le haría algo así.

—Bombatta la llamó «Elegida» —respondió el anciano brujo, suspirando—. Sabe que va a morir.

Conan tocó el amuleto del dragón que le colgaba sobre el pecho. Se sentía presa del dolor, y quería gritarlo bien alto, como nunca había dado voz a ninguna pena. Valeria.

—Jehnna no morirá —dijo entre dientes.

—A mí también me gusta esa muchacha —protestó Malak, ignorando las malas miradas de Zula—, pero por las Santas Nalgas de Badb, estamos todos exhaustos, y aunque reventemos a los caballos no lograremos llegar a Shadizar antes del ocaso.

—Entonces, cuando mi caballo muera —le respondió Conan torvamente— correré, y luego me arrastraré. Pero juro ante los dioses que Jehnna sobrevivirá a esta noche, aunque yo muera.

Sin aguardar a ver si los otros le seguían, picó espuelas y se lanzó al galope bajo el sol naciente.





CAPITULO 21




Desde una balconada, Taramis contemplaba el patio de mármol donde reposaba el Dios Durmiente; un toldo de seda dorada con flequillos lo protegía de las inclemencias del sol. Unos diez sacerdotes, arrodillados en círculo en torno al toldo, descubiertos y sudorosos, salmodiaban sus preces. Desde la Primera Unción, no había faltado en ningún momento un círculo de sacerdotes que ofreciera sus devociones a Dagoth; se habían permitido una sola pausa en la noche que había precedido a la Segunda Unción.

Taramis fue observando las otras balconadas que circundaban el patio, pero sabía que no encontraría a nadie que no debiera presenciar aquello. Durante tres días, el ala del palacio había quedado casi sellada. Ningún esclavo ni siervo se habría acercado hasta allí sin su expresa orden, aun cuando los guardias no hubieran recibido la expresa orden de matar a quien lo intentara. Sabía muy bien qué era lo que de verdad la angustiaba, y en qué no quería pensar.

Vacilante, miró hacia el sol, y apartó violentamente los ojos. La gran esfera amarilla ya había pasado su cénit. Había pasado su cénit desde hacía rato. Y aquella noche tendría lugar una configuración de las estrellas que no había de repetirse hasta al cabo de mil años. Si Bombatta no llegaba con la muchacha en las siguientes horas, si la joven no traía lo que le había mandado buscar... Taramis se mordió los labios, sin prestar atención a la sangre que se hizo. No podía ocurrir aquello. No podía ocurrir aquello. Se negaba a morir con la certeza de que otro se haría con el poder y la inmortalidad mil años más tarde.

Un respetuoso carraspeo hizo que se volviera, dispuesta a despellejar a quien la hubiese molestado.

Xanteres estaba de pie a la entrada, con la hipócrita gentileza de siempre en el rostro, pero también con un destello de júbilo en sus ojos oscuros.

—Ha llegado —dijo pomposamente—. Bombatta nos la ha traído.

Taramis abandonó toda dignidad. Apartó a un lado al sumo sacerdote de blanca barba, y se echó a correr por los pasillos y escaleras hasta que llegó al gran vestíbulo de alta bóveda y columnas de alabastro por donde se accedía al palacio. Y allí estaba Bombatta, polvoriento, desastrado y sucio del viaje, con el yelmo bajo el brazo, y Jehnna, que oprimía contra el pecho un fardo mugriento cuya tela apenas si se podía reconocer como lana antaño blanca. Taramis apenas si advirtió la presencia del guerrero de negra armadura. Sólo tenía ojos para la muchacha.

—¿Lo traes? —murmuró, acercándose lentamente a ella—. Niña, por todo lo sagrado y santo, ¿lo traes?

Vacilante, Jehnna le ofreció el fardo que había llevado oprimido contra los senos. Se tambaleó, y Taramis se dio cuenta de que estaba extenuada. Pero aún no era el momento del reposo. Primero debía ocuparse de otros asuntos más importantes.

La aristócrata zamoria buscó frenética al sumo sacerdote, e iba a llamarlo a gritos, pero resultó que ya estaba allí. Reverentemente, Xanteres le mostró un elaborado cofre de bronce, en cuyo interior había soportes de cristal labrados con toda la pericia y el saber de Taramis en la magia.

—Ponlo aquí, niña —le dijo la princesa.

Jehnna deshizo el fardo y sacó el Corazón de Ahrimán, que brillaba con sanguinolentos reflejos, y lo dejó en el cofre. Taramis contuvo el aliento. La sucia lana blanca había caído al suelo de mármol, y Jehnna estaba abrazada al Cuerno de Dagoth.

Cuando éste también reposó en los soportes de cristal del cofre, Taramis le acercó nerviosamente la mano con el deseo de tocarlo. «Todavía no», se recordó a sí misma. Habría matado a quien lo tocara, salvo a Jehnna. Más adelante, sólo pertenecería a la princesa.

Con gran reluctancia, Taramis cerró el cofre de oro.

—Llévatelo —le ordenó al sumo sacerdote—. Protégelo con tu vida.

Xanteres hizo una reverencia y se marchó, y Taramis se volvio hacia Jehnna y Bombatta. La muchacha se estaba tambaleando de nuevo.

—¿Dónde están las mozas del baño? —preguntaba Taramis—. ¿Es que quieren que las haga despellejar?

Dos jóvenes ataviadas con túnicas blancas, y con el negro cabello trenzado en torno a la cabeza, entraron corriendo en la estancia y cayeron de rodillas ante Taramis.

—La dama Jehnna está fatigada del viaje —les dijo la bella princesa—. Hay que bañarla y darle masajes. Y tenéis que vestirla con ropas apropiadas.

Mientras corrían a servirla, Jehnna sonrió cordialmente, si bien con fatiga, a la princesa.

—Cómo me alegro de volver a verte —dijo—. Parece que hayan pasado años desde la última vez que me pude bañar de verdad. Pero ¿dónde están Aniya y liella?

Las mujeres ataviadas con blanca túnica palidecieron, y Taramis se apresuró a responder.

—Están enfermas, niña. Ya las verás luego. ¡Lleváosla! ¿Es que no veis que está a punto de desmayarse? —Contempló cómo se llevaban a Jehnna por el pasillo, yluego, sonriente, se volvió hacia Bombatta—. Ya está hecho, pues —dijo suspirando.

—Ya está hecho —dijo él, pero Taramis vio algo en sus ojos que le hizo fruncir el ceño.

La princesa caviló, tratando de recordar algún cabo suelto que hubieran dejado.

—¿Y el ladrón? —dijo—. ¿Ya ha muerto?

—Sí, ha muerto —respondió Bombatta.

—Le has atravesado con tu espada.

—No, pero...

La mano de Taramis salió disparada, y golpeó ruidosamente a Bombatta en el rostro.

—Cuando la Elegida tenga el Cuerno —citó—, el ladrón de ojos azules debe morir. Si vive, el peligro se sostendrá sobre sus hombros y la muerte cabalgará sobre su mano derecha. —Respiró hondo—. Tú ya sabías lo que está escrito en los pergaminos.

—Yace sepultado bajo media montaña —gruñó Bombatta, de mal humor.

—¡Necio! Si no has tenido en las manos su cadáver... no quiero correr riesgos, Bombatta, ni siquiera un riesgo mínimo, ahora no. Estamos demasiado cerca del éxito. Triplica la guardia.

—¿Por un ladrón que sin duda alguna ha muerto? —gritó el guerrero.

—¡Hazlo! —le ordenó ella con frialdad—. Que ni siquiera un ratón se atreva a entrar en el palacio sin que lo alanceen.

Sin aguardar respuesta, se volvió y se marchó. Por fin se había adueñado del Cuerno y, aunque no pudiera tocarlo, al menos podía ir a contemplarlo. Sentía la necesidad de contemplarlo.

La ciudad de Shadizar era conocida como «la Perversa», y lo que los ojos de sus ciudadanos no vieran, no debía de haber ocurrido nunca bajo los cielos; sin embargo, el gentío de las calles abrió camino ante los cuatro que entraron cabalgando en la urbe cuando ya quedaba poco para el ocaso. Sus caballos estaban rendidos y echaban espumarajos, y los cuatro —entre ellos, una mujer— no parecían menos fatigados por el viaje, y sin embargo había algo siniestro en sus ojos, y muy especialmente en los extraños ojos azules del joven gigante que los encabezaba, a cuya vista los Guardias de la Ciudad preferían ir a buscar malhechores y bribones por otra parte.

Conan conocía un establo no muy lejos del palacio de Taramis, y en cuanto hubo entregado los caballos al mozo de cuadras volvió a salir a la calle a toda prisa.

Akiro necesitó cierto esfuezo para darle alcance.

—Espera, mi joven amigo. Tienes que trazar un plan.

Malak y Zula se unieron a ellos, y el aspecto que llevaban las cuatro iba despejando la calle a su paso, igual que cuando habían entrado a caballo.

—No tenemos tiempo para esperar —masculló Conan—. ¿Es que no ves el sol?

El palacio de Taramis apareció frente a ellos. Las puertas, altas, con refuerzos de hierro, estaban cerradas, y había seis guardias plantados delante de ellas con las lanzas prestas. Fueron apareciendo más soldados en los muros, hasta que, apostados a cada dos pasos, terminaron por circundar todo el recinto.

El brujo empujó a Conan hasta la entrada de un callejón.

—Y ahora, ¿te avienes a trazar un plan?

Malak birló una naranja de la carretilla de un frutero que estaba al lado de la bocacalle. El comerciante abrió la boca, pero, al ver a los compañeros del hombrecillo, volvió a cerrarla.

—Lo que me parece ahora es que no tiene sentido trazar un plan —respondió Conan pausadamente—. He de tratar de rescatarla, porque lo he jurado, pero temo morir junto con quien me acompañe en el intento. Más vale que los demás os marchéis.

—Quiero ir contigo —le dijo Zula con fiereza—. Te debo la vida, y pienso seguirte hasta que pueda hacer lo mismo por ti.

—Sois necios —dijo Akiro, desesperado—. ¿Queréis atacar ese palacio como si fuerais un ejército? Al frutero ya le colgaba la mandíbula.

—¿Y tú qué, brujo? —le preguntó Malak, con la boca llena de gajos de naranja—. ¿No puedes ayudarnos con algún encantamiento, o un conjuro?

—Sin duda —le respondió secamente Akiro—, podría arrojar una bola de fuego, que destruiría esas puertas como si estuvieran hechas de pergamino. Pero tengo que salir a descubierto para hacerlo, y es probable que alguien me atravesara entonces con una lanza; los demás tendríais que hacer frente a unos sesenta guardias, si no al doble.

El frutero, con los ojos desorbitados, tomó la carretilla y se marchó con toda la rapidez que pudo hallar en sus piernas.

—No me parece buena idea. —Malak rió débilmente—. Mitra, quién iba a pensar que alguien correría tantos riesgos para entrar en ese edificio, teniendo en cuenta lo que tuvo que pasar mi primo para salir.

—Yo creía que tu primo había muerto en esas mazmorras —dijo Conan, ausente. Sólo estaba prestando atención al palacio, y a la noche que se acercaba sin tardanza.

Malak negó con la cabeza, tratando de esquivar el airado ceño de Zula.

—Dos de ellos murieron. Uno escapó... —Se calló al ver que Conan se volvía. Akiro enarcó una ceja burlona—. No, no, murió. Todos murieron. No sé nada de ninguna entrada secreta ni de nada parecido. No lo recuerdo. ¡Os lo juro!

—Querría abrirle el cráneo —dijo Zula, pensativa.

—Entonces no podría hablar —dijo Akiro—. En cambio, no necesita genitales para seguir hablando. Yo podría secárselos.

Conan se limitó a acariciar el puño de su daga.

El ladrón de poca estatura les fue mirando a los ojos de uno en uno, y luego suspiró.

—Oh, muy bien. Os lo voy a mostrar.

Conan le indicó con un gesto que les guiara, y todos siguieron a Malak por el callejón.

El hombrecillo siguió un camino tortuoso por callejas cubiertas de asaduras, que apestaban a orines y excrementos, y se fueron alejando del palacio. Finalmente, detrás de un edificio de piedra que se encontraba a muchas calles de allí, se coló por una oscura entrada. El cimmerio bajó detrás de él por una tosca escalera, hasta un lugar lóbrego y húmedo.

—Necesitamos luz —dijo Conan, de mala gana—. ¿Akiro?

De pronto se hizo la luz, en la forma de una esfera que apareció entre las yemas de los dedos del brujo. Se hallaban en una bodega, repleta de cajas rotas y toneles astillados. El polvo y las telarañas se habían acumulado por doquier. Akiro encontró una antorcha entre el revoltijo y la encendió con el fuego de sus dedos.

—¿Se puede llegar al palacio desde aquí? —dijo Zula con incredulidad.

Avanzando a gatas a lo largo de una pared, Malak fue contando las grandes baldosas cuadradas.

—Aquí —dijo, y señaló una que no parecía distinta de las demás—. Es ésta. Si lo recuerdo bien.

—Más te vale —dijo Zula, amenazadoramente.

Conan se arrodilló delante de la baldosa. Halló en su borde un resquicio lo bastante ancho para introducir los dedos. La levantó en parte, y así pudo meter los dedos aún más adentro y desencajarla. Encontró debajo una oscura entrada, más pequeña que la misma baldosa. Tomó la antorcha de Akiro y la introdujo en el agujero. Éste tenía cuatro paredes, y en una de ellas había asideros a intervalos apropiados para las manos y los pies.

—¡Ah! —dijo Akiro—. Quienquiera que construyese el palacio se mostró sabio. Por muy sólida que parezca una fortaleza, siempre es prudente disponer de una o dos salidas secretas. No dudo de que debe de haber otras.

Conan metió las piernas en el pozo.

—Entonces, entraremos en el palacio desde aquí.

—¿No te olvidas de los doscientos guardias? —le dijo Malak—. Cimmerio, por el cuenco de Sigyn, no serán menos porque estés dentro.

—Tienes razón —dijo Conan—. Esto sólo mejora nuestra situación en parte. Tú ya has cumplido, viejo amigo. No es necesario que vengas.

Zula escupió ruidosamente, y Malak hizo una mueca con los labios.

—Espero que las joyas de Amfrates —murmuró apagadamente— sean más valiosas de lo que yo creía. Sonriendo, Conan empezó a bajar.


CAPITULO 22



El ocaso había llegado a Shadizar; Taramis contempló una vez más el patio donde yacía el Dios Durmiente. El toldo había sido retirado, y un nuevo círculo de sacerdotes de dorada túnica rezaba en torno al dios. Sus cuatro salvaguardias, y otros seis guerreros de negra armadura escogidos por Bombatta, montaban guardia en torno al patio. A ella no le gustaban. Sabían a quién servían, pero jamás habían visto nada de las ceremonias, y ningún extraño debía presenciar lo que ocurriría aquella noche. Mas la estupidez de Bombatta los había hecho necesarios.

Cierto, era extremadamente inverosímil que el ladrón aún viviera. Y aun cuando viviera, un solo hombre, un ladrón de la calle, no podría hacer absolutamente nada por abortar sus planes. Pero los Pergaminos de Skelos hablaban de un posible peligro... no, de un peligro cierto en el caso de que el ladrón quedara con vida. Y aquel necio de Bombatta había tenido la temeridad de marcharse enfurruñado a algún rincón del palacio porque ella lo había reprendido. Habría que hacer algo con Bombatta cuando terminara la noche.

Tras contemplar por última vez el cielo crepuscular, regresó a sus aposentos. Aún le quedaba mucho por hacer.

Del cofre de ébano guarnecido de plata, sacó un pliego de pergamino. Se sirvió vino de una jarra de cristal en una copa de oro adornada con relieves. Sacó un polvillo blanco del pliego que se disolvió rápidamente en el vino. Había una segunda copa al lado de la primera, sobre la bandeja lacada. Aquella poción no era mágica, pero no tenía sabor y cumpliría bien con su cometido, y, además, todos los hechizos estaban prohibidos aquella noche, salvo los del Rito del Despertar.

Dio una palmada y, cuando entró una esclava vestida con una corta túnica blanca, le ordenó:

—Dile a la dama Jehnna que acuda.

«Ya falta poco», pensó. Faltaba poco.

Sosteniendo la antorcha delante de sí, Conan corría medio agachado por el pasadizo, que tenía el techo bajo; sus paredes de piedra estaban grises de moho.

—No tan rápido —se quejó Malak—. Por los huesos de Mitra, ¿es que no podían construirlo lo bastante alto para que uno pudiera andar erguido?

—Tú casi puedes andar erguido —dijo Zula, y azuzó al enjuto ladrón para que se diera más prisas, dándole con el bastón en las costillas.

Malak la miró con odio, pero sólo dijo:

—Espero que, por lo menos, encontremos una escalera al otro extremo. No querría tener que volver a trepar por cincuenta pasos de pared a oscuras.

Conan profirió una maldición, pues la antorcha acababa de revelarle un muro liso al frente, y entonces se dio cuenta de que el techo se hacía más alto. Se incorporó, y vio que se hallaba en un pozo semejante a aquel por el que habían bajado, con asideros para las manos y los pies por la pared. Sin vacilación alguna, se puso a trepar.

—Debemos trazar un plan —le gritó Akiro, con voz ronca—. No sabes lo que te vas a encontrar allí arriba.

Conan siguió trepando. No era fácil hacerlo con una antorcha en la mano. Su método consistía en meter los dos pies en los asideros y mantenerse en equilibrio mientras la mano libre buscaba un agarradero superior. Si fallaba una sola vez en aquella rápida operación, caería al fondo del pozo. Además, para trepar de aquel modo habría tenido que hacerlo lenta y cuidadosamente, pero Conan no tenía tiempo para cuidados. Seguía adelante, como si hubiera estado subiendo por unas escaleras.

En el extremo superior del pozo, en la pared de piedra, había un tedero de hierro negro para la antorcha, y un asidero para el pie en el lado opuesto, con lo que uno podía sostenerse a horcajadas si no le importaba acercarse a la llama de la tea. La losa del final tenía una anilla en su centro, sin duda para ayudar a cerrar la salida secreta una vez hubieran salido los refugiados, por si se daba el caso de que los señores y damas del palacio se encontraban alguna vez con la necesidad de usarla. No habían encontrado nada parecido en la otra salida, sin duda porque no se esperaba que alguien quisiera entrar desde allí.

Al levantar Conan la losa, la antorcha le quemó la espalda. Con un fuerte empujón, la sacó de su sitio, y se asomó a una mazmorra iluminada tan sólo por el semioculto fulgor de su tea. Los paredes eran de piedra mal cortada, y el suelo estaba cubierto de deslucida paja, que se había secado hasta quedar polvorienta y quebradiza. Cuando el cimmerio salió afuera, una pequeña criatura chilló y huyó corriendo.

Deteniéndose tan sólo para asegurarse de que la antorcha hubiera quedado fija, Conan se acercó a la puerta, gruesa y con refuerzos de hierro. Comprobó con un cuidadoso empujón que la gran cerradura no estaba echada. Poco a poco, abrió la chirriante puerta, e hizo una mueca al oír el gruñido de sus malas bisagras de hierro. Afuera había un pasillo de paredes de piedra, solitario y oscuro.

—Tendrías que haber esperado —dijo Akiro entre jadeos, saliendo del pozo—. No podías saber lo que habría al otro lado de esta losa.

—Tenía que tratarse de una mazmorra —dijo Conan—. Difícilmente habría podido el primo de Malak escapar desde el gran salón, o de la alcoba de Taramis.

El anciano mago lo miró estupefacto.

—Es lógico. No esperaba de ti esos niveles de razonamiento. Parece que siempre te enfrentes a los problemas con la espada, y no con el pensamiento lógico.

Malak, que había accedido a que Zula lo ayudara a salir a la celda, estaba murmurando, ofendido:

—¿Y cómo sabes tú que mi primo no escapó desde la alcoba de Taramis? Todos los hombres de mi familia tienen un gran atractivo para las mujeres.

Zula resopló, y Malak iba a decirle algo, pero Conan le hizo callar con un gesto brusco.

—Dejad eso para más tarde —dijo, y salió al pasadizo.

No le costó elegir la dirección. Por un lado todo estaba a oscuras, y por el otro refulgía una luz. Arrojando su antorcha al suelo de desnuda piedra del pasadizo, Conan desenvainó la espada y fue hacia la lumbre. Poco antes de llegar al apagado fulgor que iluminaba el pasillo, se detuvo consternado.

Se trataba de la estancia del carcelero, un gran cubículo con una tosca cama en un rincón, bien iluminado por las antorchas que ardían en los candelabros de pared. A su otro extremo había unas escaleras que subían, y, sobre una mesa hecha con maderas mal aserradas, cerca de la escalera, estaba sentado el carcelero, un hombretón calvo, que tenía los brazos y piernas tan peludos como antaño pudiera haber tenido el cuero cabelludo. Estaba masticando un tajo de vaca que sostenía con una de sus manos de dedos gruesos, mientras que con la otra se rascaba despreocupadamente bajo el jubón de cuero. Se hallaba enfrente del corredor en donde Conan, oculto tan sólo por la penumbra, se había detenido, y, desde el sitio donde estaba, habría podido llegar hasta la mitad de las escaleras, gritando la alarma, antes de que el cimmerio alcanzara la mesa.

Cuando Conan se disponía a atacarle, Zula le tocó en el brazo y negó con la cabeza. Prestamente, se despojó de la tela que le cubría los pequeños senos. Malak se lamió ostensiblemente los labios, pero ella lo ignoró, y entremetió la prenda en la faja que le cubría las partes. Entonces, con una sonrisa amable, entró en la cámara del carcelero, empleando el bastón como si le hubiera servido para caminar.

El calvo se quedó estupefacto, y no acabó de acercarse a los labios el trozo de carne.

—¿De cuál de los Nueve Infiernos de Zandrú has salido? —gruñó—. Tú no estabas entre mis presos.

Zula no dijo nada, pero se acercó a él, meneando cada vez más descaradamente sus esbeltas caderas.

El carcelero arrojó sobre la mesa su tajo de carne, errando el tiro a un agrietado plato de cerámica, y se frotó su boca grasienta con el dorso de la ancha mano, al tiempo que se ponía en pie y rodeaba el mueble.

—Si no eres uno de los presos, tampoco deberías estar aquí —le dijo con voz pastosa—. Y como no deberías estar aquí, tendríamos que interrogarte. Eso duele. ¿Por qué no hablas? ¿Tienes lengua? No importa. Si quieres salvarte de los hierros al rojo vivo y de la estrapada, moza, tendrás que tratarme como a un dios andante y como al amor de tu vida, todo en uno.

Entonces, la cogió. Zula empuñó el bastón con ambas manos y, sin que se le alterara el rostro en lo más mínimo, le arreó un golpe en la entrepierna al hombretón. Un estrangulado graznido . escapó de la garganta de éste, y los ojos parecían ir a saltarle de la rolliza cara. Dobló el cuerpo, y entonces el bastón giró y le partió una de las sienes de la calva cabeza. Con un suspiro, se desplomó sobre las baldosas de piedra. Zula, calmosa, volvió a ponerse el sujetador.

—Muy eficaz —dijo Akiro, sonriendo, cuando los demás salieron a la habitación.

Malak, deliberadamente, evitó mirarle a los pechos aun después de que se los cubriera.

Conan no se demoró hablando. La llegada de la noche pesaba como un gran peñasco sobre sus hombros. Espada en mano, subió corriendo por las escaleras, sin oír apenas el estrépito con que le seguían los demás.

—¿Has mandado a buscarme, tía? —dijo Jehnna desde la puerta.

Taramis le respondió con una sonrisa, amable y —así lo creía ella— maternal. Pensó que la muchacha aún tenía un papel con el que cumplir, y que estaba bien preparada para ello. Iba cubierta hasta los pies con ligeras sedas negras, que le realzaban las esbeltas curvas. El negro cabello, peinado con sencillez, le caía sobre los hombros, y en los ojos no tenía trazas de kohl ni de carmín. El rostro limpio como imagen de su inocencia, y la túnica negra como imagen de la Noche. Y el atavío negro de la muchacha contrastaba vivamente con las sedas escarlatas de la misma Taramis, cuyos escotes dejaban al descubierto sus voluptuosas curvas, a fin de aprovecharlas ante el dios.

—Sí, niña —respondió Taramis—. Este es el día de tu natalicio, y esta noche cumplirás con tu destino. Ven, bebe conmigo en celebración. —Llenó una segunda copa y le tendió la primera a la muchacha—. Ahora ya eres una mujer, y tienes edad para beber vino.

Jehnna tomó la copa, dudando, y contempló en su interior el oscuro líquido del color del rubí.

—A menudo me he hecho preguntas acerca del vino —dijo.

—Bebe —le contestó Taramis—. Bebe hasta apurarla. Es mejor así.

La princesa contuvo el aliento al ver que Jehnna vacilaba de nuevo, y respiró por fin cuando la esbelta muchacha alzó la copa y bebió como ella le había ordenado, hasta apurarla.

Jehnna soltó una risilla al dejar la copa casi vacía.

—Me da calor, parece que me cosquillee por todo el cuerpo.

—¿Te sientes mareada? Ocurre en algunas ocasiones.

—Me siento... me siento... —Jehnna dejó la frase sin terminar, y rió tontamente.

Taramis tomó la copa de oro de sus dóciles manos, y observó los grandes ojos de la muchacha. El vino no habría actuado con tanta rapidez, ni siquiera en alguien tan poco familiarizado como Jehnna, pero el polvillo sí. Tenía que hacerle efecto.

—Arrodíllate, muchacha —le dijo.

Sonriendo como si aquello fuera lo más habitual, Jehnna se arrodilló.

Taramis pensó que el polvillo era tan eficaz como un hechizo. En el momento decisivo, no habría ninguna vacilación. Dijo en voz alta:

—Ponte en pie, niña. —Mientras Jehnna se incorporaba, gritó—: ¡Xanteres! Está lista.

El sumo sacerdote de rostro amable entró a toda prisa en la estancia, llevando en las manos el cofre de oro. Iba a abrirlo él mismo, pero Taramis le apartó la delgada mano. Le correspondía a ella el hacerlo. Al levantar la tapa del cofre, apenas si se fijó en el refulgente Corazón de Ahrimán. Por la mañana, cuando pudiera tocarlo sin peligro, sería capaz de realizar maravillas de gran poder con el Corazón. En aquella noche, sólo el Cuerno de Dagoth tenía importancia.

—Toma el Cuerno, muchacha —dijo Taramis, y observó celosamente cómo los dedos de Jehnna se doblaban en torno a su dorada forma curva.

En el patio, cuatro gongs de bronce hacían oír sus poderosos sones. Se acercaba la noche profunda.

—Ven, niña —le dijo Taramis.

Y sosteniendo el Cuerno de Dagoth delante del pecho, Jehnna la siguió hacia su destino.

Con pisadas cautas y silenciosas, Conan andaba por un corredor del palacio, sin prestar atención a las exquisitas alfombras vendhias que cubrían las baldosas de mármol del suelo, ni a los antiguos tapices iranistanios que colgaban de las paredes, iluminados por lámparas de oro. Sus compañeros le seguían con sigilo. Había guardias de Taramis por todas partes. Ya se habían visto obligados en dos ocasiones a ocultarse en un pasillo lateral, aun cuando a Conan le rechinaran los dientes de frustración, para aguardar a que unos diez hombres en negra armadura pasaran de largo. Aunque le espoleara la necesidad, el cimmerio no habría podido enzarzarse en lucha con un escuadrón de aquella magnitud sin que nadie diera la alarma. Y debían encontrar a Jehnna antes de que nadie diera la alarma, si acaso tenían alguna esperanza de salir de allí con vida.

El cimmerio llegó a la intersección de dos pasillos, y cierto crujido de cuero le dio una oportunidad de sobrevivir. A cada . lado, reclinados en el muro, donde no había podido verlos, había sendos guardias con sus corazas negras y yelmos con nasal. En cuanto Conan apareció, echaron mano de la espada. No había tiempo para pensar qué hacer; el cimmerio debía actuar. Empuñando la espada con ambas manos, Conan se volvió hacia la izquierda, y clavó el arma a través de la coraza del guardia antes de que el otro hubiera podido terminar de desenvainar. Sin detenerse, arrancó el acero del cadáver y se volvió de nuevo. El otro hombre había desenvainado su sable, y estaba cometiendo el error de blandirlo en alto en vez de acometer de frente. La punta de la veloz arma de Conan hirió a su enemigo en ambas axilas. Cuando el guardia bajó ambos brazos, como gesto reflejo ante el dolor, Conan completó su ataque; avanzó un paso más, y su espada, con una difícil pirueta, se clavó hondamente bajo el yelmo negro. El segundo cadáver cayó al suelo un instante después del primero.

Malak silbó de admiración, y Zula contempló pasmada al cimmerio.

—Qué rápido eres —murmuró—. Jamás había visto...

—A estos hombres —dijo Conan, interrumpiéndola— no tardarán en encontrarlos, o los echarán de menos, tanto da que los escondamos como que no.

—¿Quieres decir que doscientos guardias se van a enterar de que estamos aquí? —Malak hablaba con voz chillona—. ¡Por las huesudas ancas de Danh!

—Vuelve a la mazmorra —le dijo Zula con menosprecio—. El camino de salida sigue abierto.

Malak hizo una mueca, y entonces desenvainó sus dagas.

—Yo siempre he querido ser un héroe —dijo débilmente. Conan los hizo callar a todos con un gruñido.

—Creo que no tenemos tiempo para andarnos con precauciones. Debemos encontrar a Jehnna. Sin tardanza.

Como un leopardo cazador, se echó a andar, azuzado por la negrura que, afuera, estaba oscureciendo el cielo.

Cuando el pequeño séquito salió al patio, los sacerdotes reunidos —ya estaban todos allí— dieron un respingo, y Taramis se regocijó por ello. Sabía que el respingo se había debido a la muchacha que la seguía, a la Elegida, y al Cuerno de Dagoth que ésta llevaba en la mano; pero era ella, Taramis, quien lo había hecho posible.

La voluptuosa aristócrata se hizo a un lado, para que todos vieran bien a Jehnna y lo que ésta traía, y los sacerdotes de dorada túnica cayeron de rodillas. Xanteres, que al dejar el cofre había tomado su largo bastón de oro rematado con el ojo de diamante azul, caminaba al otro lado de la joven, y se acariciaba la frondosa barba blanca, pagado de sí mismo, para recibir su parte de adulación.

—El Dios Durmiente no morirá jamás —salmodió Taramis.

—Donde hay fe —recitaron a modo de responso los sacerdotes arrodillados—, no hay muerte.

La aristócrata levantó ambos brazos.

—¡Ésta es la Noche del Despertar —gritó—, porque ha llegado la Elegida!

La respuesta resonó por los muros.

—¡Gloria a la Elegida, que sirve al Dios Durmiente!

Los diez guardias de negra armadura, con las lanzas prestas, pero algo apartados para no obstruir el camino, se agitaban con nerviosismo. Se oyó melodía de flautas en la columnata, y empezó la letanía del sacrificio y la unción que se iban a efectuar. En lo alto, la bóveda celeste, negra como el terciopelo, y las estrellas rutilantes, dispuestas en una configuración que no iba a repetirse en otros mil años. Había llegado el momento.

«Poder», pensó Taramis mientras los ecos aún se estremecían en el aire. Iba a tener poder e inmortalidad.

Conan se detuvo, pues un hombre acababa de salir al pasillo al que se dirigía, un hombre con armadura negra, todavía más corpulento que él mismo, con un sable desnudo en la mano.

—Sabía que vendrías por aquí, ladrón —le dijo Bombatta en voz baja.

Su rostro marcado parecía más torvo que nunca bajo el nasal de su negro yelmo.

—Al encontrar los cuerpos, entendí que aún vivías. Y entendí que correrías al patio central para salvarla. Pero si yo no puedo tener a Jehnna, que tampoco la tenga ningún otro hombre mortal. —Desenvainó el arma, y ésta refulgió a la luz de las lámparas—. Se la quedará el dios, ladrón.

Tras indicarles con un gesto a los otros que se quedaran atrás, Conan avanzó. En el extremo del tapizado corredor, sólo le habrían valido como estorbo, no como ayuda. El cimmerio empuñó la espada con ambas manos, y la sostuvo erguida ante su enemigo.

—¿Es que te has quedado sin lengua? —le preguntó Bombatta—. La muchacha va a morir dentro de unos momentos en el mismo centro de este palacio, créeme. Rabia por lo que has perdido, ladrón. Así conoceré tu desesperación y olvidaré la mía cuando te mate.

—No es momento de hablar —le respondió Conan—. Es momento de morir.

Entonces, ambas armas avanzaron a la vez. Los ecos del acero contra el acero resonaron por el pasillo, al tiempo que se tejía un mortífero lazo entre los dos gigantes. Ataque y contraataque, acometida y respuesta; se seguían con tanta celeridad, que parecía que el mismo rayo relampagueara y danzara.

De pronto, el sable se le escapó de la mano a Conan. El triunfo iluminó el rostro de Bombatta, pero casi al mismo tiempo, Conan le arreó una patada que arrojó por los aires el acero del gigante zamorio. Ambos chocaron y se enzarzaron en forcejeos. Por un instante, ambos lucharon por alcanzar sus dagas y, entonces, las manos de Bombatta se cerraron sobre la cabeza de Conan y trataron de retorcerla, y el cimmerio aferró el yelmo negro: una mano en su base y otra sobre el oscuro nasal. Ambos hacían fuerza con los pies y pugnaban por mantenerse en equilibrio, y todo el estrépito del combate se reducía a su pesado aliento. Sus descomunales musculaturas se hinchaban, y de puro esfuerzo les crujían los tendones.

Se oyó un chasquido, que no era fuerte, pero pareció imponerse a todo lo demás, y Conan se encontró con que tenía un peso inerte entre las manos. Por un instante, contempló aquellos ojos negros, mientras los cubría la muerte, y luego soltó a Bombatta.

—Se nos acaba el tiempo —dijo Zula—, y todavía no sabemos dónde encontrarla.

Moviendo el cuello para desentumecerlo, Conan recogió la espada.

—Sí que sabemos dónde está. Nos lo ha dicho. En el gran patio que se halla en el centro de palacio.

—También ha dicho que iba a morir en cuestión de momentos —-le recordó Malak.

—Entonces, no tenemos tiempo para quedarnos aquí charlando —dijo Conan—. Venid.

—Oh gran Dagoth —recitaba Taramis—, en la Noche del Despertar, nosotros, tus siervos, acudimos aquí.

Agarró a Jehnna por un brazo, mientras las flautas tocaban con loca estridencia. Xanteres la cogió por el otro, y entre ambos llevaron a la muchacha ante la cabeza de la gran figura reclinada del dios, ante su noble frente estropeada por la oscura y circular depresión. Jehnna, que sostenía el Cuerno con la mano, avanzaba sin resistirse.

—Oh gran Dagoth —cantó la talluda princesa—, en la Noche del Despertar, tus siervos te llaman. —Le dijo en susurros a Jehnna—: El Cuerno, niña. Coloca el Cuerno como se te ha dicho.

Jehnna parpadeó, dudó, y Taramis contuvo el aliento, temerosa de que los efectos de la poción estuvieran terminando. Entonces, pausadamente, la esbelta muchacha introdujo la base del dorado cuerno en la depresión de la frente de Dagoth.

Un temblor recorrió la gran figura de alabastro. La dureza del mármol se suavizó, tomó el color de la piel humana. Sus párpados se movieron.

Taramis sintió alivio. Ya nada podría detener aquello. El Dios Durmiente estaba despertando. Y el cuerno ya no era sacrosanto sólo para Dagoth y para la elegida. Pero había que terminar aquello, y con rapidez.

—Oh, gran Dagoth —invocó—, acepta esta, nuestra ofrenda y voto para ti. Acepta tu Tercera Unción, la Unción de la Elegida.

Jehnna ni siquiera se sorprendió cuando Xanteres le agarró la cabellera con la mano izquierda y la acercó a la reclinada cabeza del dios. El sacerdote alzó la mano, y en esta centelleó una daga sobredorada.

Irrumpiendo en el gran patio, Conan se hizo cargo de la situación: de los guardias de negra armadura, de los sacerdotes arrodillados y vestidos de oro, de la corpulenta y astada figura que parecía empezar a moverse. Y de Jehnna, que estiraba el cuello, a punto para recibir el cuchillo que el hombre de barba blanca tenía en la mano.

Lo vio todo en un instante, y en ese mismo instante intervino. Empuñó la espada con la izquierda, arreó un puñetazo al negro yelmo de un guardia y, con la diestra, le arrebató su lanza. En el mismo momento en que la daga iba a clavarse en Jehnna, arrojó el arma. Ésta derramó un oscuro chorro en el patio, y la daga cayó sobre las losas de mármol, mientras el hombre de barba blanca, profiriendo un trémulo chillido, se aferraba al grueso astil negro que le había atravesado.

Pasó un instante, y en ese instante todo quedó sumido en el caos. Los guardias de negra armadura fueron a luchar con Conan, quien, inesperadamente, se encontró con que Malak peleaba a su lado. Zula corría por el patio, apartando a los sacerdotes de dorada túnica con el bastón; quería agarrar a Jehnna por el brazo y alejarla de la corpulenta figura, que ahora vibraba.

—Todavía tenemos tiempo —chillaba Taramis—. ¡Hay que hacerlo! ¡Es necesario! Se arrastraba a gatas, en un intento de recoger la daga.

Y la corpulenta figura de Dagoth se sentó, semejante a un hombre gigantesco, demasiado bello para la humanidad, de cuya frente sobresalía un dorado cuerno. El aire del patio quedó gélido a su alrededor, y todos los hombres y mujeres se detuvieron en seco. La noble testa se volvió, y sus grandes ojos dorados escudriñaron el patio. Entonces, de pronto, echó la cabeza hacia atrás, y Dagoth aulló. Tambaleándose, aulló con un dolor que jamás se había conocido sobre la tierra.

Como si el terrible sonido le hubiera liberado de una parálisis, Conan pudo moverse de nuevo. Empuñó la espada y se aprestó a la lucha, pero los guardias que tenía enfrente soltaron las lanzas y huyeron, y pasaron por delante de él, como si, ante lo que había en el patio, el acero del cimmerio ya no hubiera representado ningún peligro.

Los miembros de Dagoth se estaban desfigurando, como si le hubieran crecido nudos bajo la piel. Se hinchaba, se retorcía; creció y cambió. En un parpadeo, su piel se tornó basta. La frente le retrocedió, la mandíbula se adelantó, le asomaron colmillos tras los labios. Los brazos y las piernas se le volvieron más gruesos, y le salieron garras en vez de manos. La piel de la espalda se le rasgó, y le crecieron las correosas alas de un monstruoso murciélago. Grotescamente viril, jorobado y deforme, pero tres veces más alto que un hombre, Dagoth estaba allí, y sólo sus grandes ojos dorados eran los mismos que antes.

Esos ojos se fijaron en Taramis, que estaba arrodillada, con la daga entre los senos, y el rostro desencajado de horror.

—¡Tú! —Pareció que hablara en truenos, con la lengua del trueno—. ¡Con tus propios labios, Taramis, tú te prometiste conmigo!

En el rostro de Taramis apareció la esperanza.

—Sí —murmuró. Se puso en pie de un salto, y corrió hacia el dios—. Estoy comprometida contigo —gritó—. Y tú me darás poder e inmortalidad. Tú...

Dagoth atrajo a la mujer hacia sí con sus manos garrudas, y las grandes alas se plegaron en torno a ambos, ocultándola. Se oyó entre las alas un claro gemido del más puro dolor e incredulidad. Las alas se abrieron, y Dagoth arrojó a un lado una túnica de seda escarlata.

—¡Así es —rugía el trueno— el conocer a un dios, y el ser conocida por un dios!

Zula se había detenido para mirar con horror aquel atuendo, que era el único resto de Taramis, y jehnna se hallaba a su lado, sin parecer darse cuenta de lo que sucedía en derredor.

Yendo rápidamente por ellas, Conan las tomó a ambas de la mano y las empujó hacia el cobijo que les ofrecía el palacio.

—¡Corred! —ordenó, y corrieron.

—¡No, mortal! —dijo el trueno—. ¡Ésa es la Elegida, y la Elegida es mía!

Conan sintió que el suelo temblaba; Dagoth había dado un paso. Las dos mujeres no podrían dejar atrás a aquella monstruosa criatura. Seguro por primera vez en su vida de que estaba haciendo frente a algo a lo que no podría derrotar, Conan se volvió para encararse con el dios.

De pronto, una bola de fuego pasó volando por encima de su cabeza y se estrelló contra el pecho de Dagoth. Rebotó como un guijarro ante una montaña, pero entonces voló otra, y otra.

—¡Corre, cimmerio! —gritaba Akiro—. ¡Que Erlik te maldiga, corre! ¡No podré contenerlo durante mucho rato!

Las alas de Dagoth quedaron rígidas, y golpearon la espalda del dios con el estrépito de un trueno. Como si aquel sonido hubiera evocado a un invisible rayo, Akiro saltó por los aires y cayó de espaldas.

—¡Y tú, mortal! —le bramó Dagoth a Conan—. ¿Quieres oponerte a un dios? Vas a conocer el horror de tus actos.

Entonces, Conan se sintió presa del miedo, de un miedo primordial, de un miedo tan fuerte que sentía como si los mismos huesos se le fueran a quebrar. Se abatía sobre él en abrumadoras oleadas, aniquilando a lo que se llamaba a sí mismo Conan de Cimmeria, a todo conocimiento de la civilización, del fuego o del habla, reduciéndolo a la antigua criatura que no conocía dioses, a la criatura que había sobrevivido a su falta de garras y colmillos porque era más mortífera que el leopardo y el oso. Esa criatura sólo conocía una respuesta al miedo. Rugiendo, el oso de las cavernas tuvo miedo y entendió; Conan atacó.

Su sable se hincó profundamente, y Dagoth reía como una tormenta en el mar, porque sus heridas, sin sangre, se curaban al instante de abrirse. Agarró al cimmerio con sus garras, lo acercó a su boca abierta y colmilluda, y, con todo, Conan seguía acuchillando con una loca furia que no se apaciguaría hasta que la muerte le tomara.

Pero mientras Conan peleaba, unas débiles palabras penetraron en su cerebro.

—¡El cuerno! —Una pequeña parte del cimmerio se esforzaba 'por escuchar, mientras que la parte mayor ansiaba dar muerte. «Akiro», pensó aquella parte más pequeña—. ¡Sólo es vulnerable en el cuerno! —gritaba el mago.

La criatura acercó a Conan a sus ojos de oro, y éste le devolvió la mirada sin sentir temor. Todo su miedo había sido purgado por la sanguinaria locura que le ordenaba matar o morir.

El cimmerio rió cuando dejó que cayera la espada y aferró el cuerno; era como aferrar un rayo, pero Conan no cesaba en su mortífera y siniestra risa. Haciendo fuerza con sus robustos hombros, arrancó el dorado cuerno de la monstruosa cabeza. El dolor brilló en los ojos amarillentos del dios, y sus colmilludas fauces se abrieron aún más con la intención de hacer pedazos al humano que lo había herido. Pero la rabia demente del luchador no había abandonado a Conan. Tras arrancar el cuerno, le dio la vuelta, hundió su punta en uno de los globos dorados que le observaban y empujó con todas sus fuerzas para clavarlo.

El anterior aullido de Dagoth habría parecido un susurro en comparación con el de entonces. El dios arrojó a Conan por el aire, y éste cayó dando vueltas hasta estrellarse sobre las baldosas de mármol. El chillido se hizo más y más agudo. De pronto, dejó de oírse, pero el cráneo del cimmerio vibraba, como si le hubieran perforado los oídos con hierros al rojo. Llevándose las manos a la cabeza, pugnó por levantarse. Debía luchar. Debía matar. Debía...

Recobró cierta cordura, en medio del dolor, cuando comprendió que estaba viendo estrellas. A través de Dagoth. La gigantesca figura aún se erguía en el centro del patio, se cubría el rostro con las garras, y la sangre, parecida a rubíes, chorreaba entre sus dedos, la sangre de un dios, que caía y se quebraba como el cristal contra el mármol que tenía bajo los' pies; pero, ante los ojos del cimmerio, su cuerpo se hizo borroso, sus contornos perdieron claridad. Como un retal de gasa, Dagoth colgaba del cielo nocturno. De repente, desapareció, y con él se fue el dolor que Conan sentía en la cabeza.

Tambaleándose, el cimmerio contempló el patio. Los sacerdotes habían huido, y de los guardias de negra armadura no quedaba ninguno, salvo los que él y Malak habían matado. Zula, agachada junto a Jehnna, estaba tomando en brazos a la esbelta muchacha.

—Se ha desmayado —le dijo a Conan la negra mujer— cuando tú arrancaste el cuerno. Pero creo que sólo está dormida. Se pondrá bien.

—Eh, Conan —gritó Malak. El ladrón de poca estatura estaba apoyado en un pilar de mármol de la columnata. Akiro, que andaba como si hubiera quedado magullado de pies a cabeza, le estaba atando un paño en torno a la cadera herida—. Me han dado una lanzada, pero hemos vencido. ¡Amigo, por los testículos de Hannumán, hemos vencido!

—Tal vez —dijo Conan, fatigado. Aferró el amuleto en forma de dragón que le colgaba sobre el pecho, como si hubiera querido aplastarlo—. Tal vez.


Epilogo



Desde la balconada de alabastro del palacio que en otro tiempo había pertenecido a Taramis, Conan vio como el sol salía por el lejano horizonte. Era la segunda vez que presenciaba un amanecer desde aquel sitio. Había tenido un día y una noche para reposar y pensar, para tomar decisiones. Ya las había tomado, y había dado unas pocas órdenes, y mostrado un palmo de acero cuando alguien las cuestionaba.

—Mi señor Conan —le decía una sirvienta, a sus espaldas—, la princesa Jehnna t-te suplica que acudas.

La mujer se ruborizó, estaba tan aturdida que tartamudeaba; estaba aturdida porque las aristócratas zamorias nunca suplicaban. Y todavía menos una princesa.

—Yo no soy señor de nadie —le respondió Conan, y al instante añadió—: Llévame con la princesa Jehnna —antes de que la mujer quedara todavía más aturdida.

La estancia tapizada adonde le condujeron estaba prevista para audiencias informales; el podio tenía un único escalón, y el trono consistía en una silla de ébano de respaldo elevado, sin más adornos. Conan pensó que Jehnna se veía bien allí sentada, con su túnica de seda blanca. Los demás también se habían recobrado bien de sus tribulaciones: Malak estaba birlando subrepticiamente un cuenco de oro; Akiro parecía impaciente, y llevaba un legajo de pergaminos prietamente enrollados bajo el brazo; Zula estaba apoyada en su bastón al lado del trono de la princesa, como una guardiana.

—Conan —dijo Jehnna animadamente cuando él entró—, ya está hecho. El rey Tirídates me ha investido princesa del reino de Zamora y me ha confirmado en la posesión de las quintas de Taramis.

—Me alegro por ti —dijo el cimmerio, y la muchacha arrugó el entrecejo, dubitativa.

Sin embargo, aquello sólo duró unos momentos, y entonces la joven dijo:

—Os he pedido que vinierais esta mañana porque os quiero pedir un favor a cada uno. Tú primero, Malak. —El hombrecillo apartó la mano del cuenco como si éste hubiera ardido—. Te pido que te quedes aquí conmigo, Malak —siguió diciendo—, que vivas en mi palacio. Así, siempre recordaré que un hombre puede ser necio, y sin embargo valiente y bueno.

—Ni siquiera mi madre me había dicho que yo fuera bueno —dijo Malak lentamente. Volvió a mirar el yelmo—. Pero sí quiero quedarme en tu palacio. Por un tiempo.

—En tal caso, será mejor que le pongas una guardia —dijo Akiro secamente, y sonrió ante la mirada de dignidad ofendida que le dirigió Malak.

—Akiro —dijo Jehnna—, tú también debes quedarte conmigo. Eres un hombre de gran sabiduría, y voy a precisar de sabios consejos en los días y años venideros.

—Eso es imposible —le respondió el brujo—. Me has dado los Pergaminos de Skelos, y existen ciertos chamanes montaraces en la frontera kothia con cuyas viles prácticas he jurado acabar.

—Puedo poner soldados a tu disposición para que se ocupen de esos chamanes —le dijo Jehnna, y luego añadió, astutamente—: Además, Taramis llenó varias habitaciones de volúmenes mágicos e intrumentos que podrías estudiar mientras permanecieses aquí.

—Soldados —musitó Akiro—. Supongo que podrían acabar con chamanes del monte como ésos. ¿Y de cuántas habitaciones se trata, exactamente?

—Son muchas. —Jehnna rió—. Zula, tú también debes quedarte. Me has mostrado que una mujer no tiene que verse constreñida por los límites que le impongan, pero aún te queda mucho por enseñarme. El manejo de ese bastón, por ejemplo.

La negra mujer suspiró, dolida.

—No puedo. Le debo la vida a Conan, y tengo que ir con él hasta que...

—¡No! —dijo bruscamente el cimmerio—. No puedes pagarme la deuda de esa manera.

—Pero...

—No puede ser, Zula. Me he dado cuenta de que algunas deudas no pueden pagarse directamente al acreedor. Busca otra vida que salvar, y con eso ya me doy por pagado.

Zula asintió lentamente con la cabeza, y se volvió hacia Jehnna.

—Me quedaré, Jehnna, y con satisfacción.

—Conan —dijo Jehnna, y siguió hablando al ver que el cimmerio iba a decir algo—. Escúchame, Conan. Quédate conmigo. Siéntate a mi lado.

—No puedo —le dijo Conan suavemente.

—Pero ¿por qué no? Por todos los dioses, te quiero conmigo, te necesito.

—Yo vivo de mi ingenio y mi espada. ¿Quieres que me convierta en tu perrito faldero? Aquí, no podría acabar de otra manera. No estoy hecho para palacios y sedas.

—Entonces, voy contigo —dijo, y se crispó al ver que Conan reía.

:—Los turanios tienen un dicho, Jehnna. El águila no corre por el monte, el leopardo no vuela por el cielo. Mi vida sería tan mala para ti como la tuya para mí. Casi cada día, tengo que luchar o cabalgar por sobrevivir. Ése es el camino que yo sigo, y tú no puedes acompañarme.

—Pero Conan...

—Adiós, Jehnna, y que los dioses te concedan su felicidad.

Entonces le volvió la espalda y salió de la estancia. Le pareció que la oía llamarle, pero no se volvió, ni la escuchó. Tal como había mandado, su montura le aguardaba, enjaezada, delante del palacio.

Llegó al tosco altar de piedra, en la planicie, cuando el sol estaba a punto de alcanzar su cénit. El viento lo había ido cubriendo de tierra y de arena, y se le ocurrió que Malak tendría dificultades al buscar el sitio exacto donde estaban enterradas las gemas de Amfrates, pero, aparte de eso, nada había cambiado.

Se quitó el amuleto del dragón y lo depositó sobre el altar. Sacó de la bolsa el frasco que le había dado Akiro. Parecía que hubiera pasado tanto tiempo... Algunas deudas no pueden pagarse directamente al acreedor.

—Adiós, Valeria —dijo suavemente. Y tras arrancar el sello del frasco, bebió.

Sintió calor por todos los miembros, y cerró los párpados con fuerza; su caballo piafó, porque el cimmerio había tirado involuntariamente de las riendas. Cuando volvió a abrir los ojos, ya no sintió más calor. Halló los añicos de un frasco aplastado en su puño, y se preguntó cómo habían llegado hasta allí. Se fijó en un destello dorado que reflejaba la luz del sol. Vio un medallón, en forma de dragón, sobre unas piedras apiladas de manera extraña. Se inclinó para recogerlo, pero, antes de que sus dedos hubieran podido coger el oro, se detuvo. Había algo, algo que no comprendía, diciéndole que no lo cogiera. Pensó que era una cuestión de brujería.

Bueno, había mucho oro en Shadizar que no estaba embrujado, y mozas complacientes, que se sentarían en su regazo y le ayudarían a gastarse todo el oro que robaba. Riendo, espoleó a su caballo al galope, hacia la ciudad. En ningún momento se sintió tentado de volverse.

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