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sábado, 18 de mayo de 2013

STEPHEN KING - LA PLANTA III


 STEPHEN KING
LA PLANTA III




S I N O P S I S
 

JOHN KENTON, quien se especializara en Inglés y fuera Presidente de la Sociedad Literaria de la Universidad Brown, ha tenido un brusco despertar en el mundo real como uno de los cuatro editores de Zenith House. Zenith House, que solo capturó el 2% del mercado total de libros de bolsillo el año anterior (1980), está agonizando en el cepo. Todos sus empleados están preocupados ya que Apex, la corporación dueña, puede tomar medidas extremas muy pronto para frenar la marea de tinta roja... y la posibilidad mas grande parece ser acabar con Zenith, como sanción extrema. La única esperanza es un drástico repunte en las ventas, pero con los diminutos adelantos de Zenith y su endeble sistema de distribución, eso parece improbable. 
                                                                                                            
Aparece CARLOS DETWEILLER, primero en la forma de una carta de presentación recibida por John Kenton. Detweiller, de veintitres años, trabaja en la Casa de Flores de Central Falls y está ofreciendo un libro escrito que él escribió, llamado Verdaderos Cuentos de las Plagas Demoníacas. Kenton, con la vaga idea de que Detweiller pueda tener un material algo interesante que pueda ser vuelto a escribir por un miembro del personal, alienta a Detweiller a enviar un boceto y capítulos de prueba. En cambio, Detweiller le manda el manuscrito entero, junto con un fajo de fotografías. Termina siendo aun más fantasmal de lo que Kenton –quien pensó que el libro quizá pudiera gustarle al público de The Amityville Horror– pudo haber imaginado en sus peores pesadillas. Y la peor pesadilla de todas está encerrada en las fotografías adjuntas. La mayoría son tomas lastimosamente trucadas de una reunión, pero cuatro de ellas muestran un sacrificio humano horriblemente realista en el que el corazón de un anciano está siendo arrancado de su pecho abierto... y a Kenton le parece muy probable que el compañero que está tirando no es otro que el mismo Carlos Detweiller. 

ROGER WADE coincide con la impresión de Kenton de que han tropezado con algo que probablemente sea un asunto policial– y uno muy sucio, por cierto. Kenton le lleva las fotografías al SGTO. TYNDALE, quien las transmite al JEFE IVERSON de Central Falls. Carlos Detweiller es arrestado, y luego puesto en libertad cuando un oficial asignado a vigilancia ve las fotografías en  cuestión y  comenta que ese mismo día vio a la "víctima del sacrificio" sentado en la oficina de la Casa de Flores, jugando solitarios y mirando La Esperanza de Ryan en la TV. Tyndale intenta tranquilizar a Kenton. Váyase a casa, le dice, tómese un trago y olvídese de él. Usted cometió un error perfectamente perdonable mientras intentaba llevar a cabo su deber cívico. 
 
Kenton quema las "fotografías del sacrificio", pero no puede olvidarlas; recibe una carta del evidentemente loco Carlos Detweiller, prometiendo venganza. Dos semanas después, recibe una carta de una tal "Roberta Solrac", quién pretende ser una gran entusiasta del segundo autor más importante de Zenith, Anthony La Scorbia (La Scorbia es el responsable de una serie de novelas del estilo la-naturaleza-se-vuelve-loca como Ratas del Infierno, Hormigas del Infierno, y Escorpiones del Infierno). "Ella" afirma haberle enviado rosas a La Scorbia, y quiere enviarle a Kenton, por ser el editor de La Scorbia, una pequeña planta "como señal de agradecimiento." 
 
Kenton, que no es tonto, comprende en seguida que Solrac es Carlos deletreado al revés... y Detweiller, por supuesto, trabajaba en un invernadero. Convencido de que la "señal de agradecimiento" pueda llegar a ser algo como hierba mortal o belladonna, Kenton le envía un memorándum a Riddley y le dice que incinere cualquier paquete que llegue para él de parte de "Roberta Solrac". 
 
RIDDLEY WALKER, quien respeta a Kenton más de lo que el propio Kenton creería en su vida, está de acuerdo, pero por su parte, decide esperar a ver qué pasa. A finales de febrero de 1981, llega efectivamente un paquete de "Roberta Solrac" dirigido a John Kenton. Riddley abre la encomienda a pesar del fuerte presentimiento de que el remitente –Detweiller– es un hombre terriblemente malvado. En ese caso, el contenido del paquete apenas se corresponde con esa idea; no es más que una enfermiza hiedra común con un pequeño letrero de plástico clavado en la tierra de la maceta. El letrero dice: 
 
¡HOLA!
ME LLAMO ZENITH
SOY UN REGALO PARA JOHN
DE ROBERTA

Riddley lo pone en un estante alto de su cuarto de conserje y se olvida de él. 
De momento. 
 
 
 


25 de febrero 
 
Querida Ruth,

Como las cosas no andan muy bien por aquí, se me ocurrió contarte algunas de ellas: mira las fotocopias adjuntas, que terminan con una comunicación típicamente atrevida de Riddley, el de la piel negro carbón y trescientos enormes dientes blancos.
Notarás que Roger le dio de puntapiés a mi culo, bastante y duro; no se comportó como Roger suele hacerlo, y el hecho es doblemente grave precisamente por esa razón. No creo que uno necesite estar muy paranoico para darse cuenta que se refirió a la posibilidad de despedirme. Si esto lo hubiera conversado con él después del trabajo, en lo de Flaherty y delante de algunos martinis, dudo muchísimo que se hubiera enfadado tanto y, obviamente, yo no tenía ni idea de que estaba esperando una llamada de Enders. Indudablemente me merecía la patada en el culo que recibí –es cierto que no he estado haciendo mi trabajo–pero es que él no tiene ni idea del susto que me produjo esa carta cuando comprendí que era Detweiller de nuevo.
Para mi desgracia, soy demasiado sensible, o eso es lo que Roger piensa... pero Detweiller me da miedo por otras razones menos fáciles de entender. Ser la idée fixe en la cabeza de un demente debe ser uno de los sentimientos más inquietantes en el mundo; creo que si conociera a Jody Foster le daría una palmada y le diría que sé exactamente cómo se siente. Hay una viscosa textura casi palpable en las cartas de Detweiller y, oh muchacha, oh sí, desearía poder quitármelo de la cabeza, pero todavía tengo pesadillas con esas fotos.
De todas formas, me he ocupado de las cosas lo mejor que he podido, y no, no tengo intención de llamar a Central Falls. Mañana tenemos una reunión editorial. Intentaré sacar lo mejor de mi limitado talento para volver al buen sendero... excepto que en Zenith House el sendero es tan estrecho que casi no existe.
Te amo, te echo de menos, suspiro porque vuelvas. Puede que el que te hayas ido sea parte del problema. No quiero hacerte sentir culpable.
 
Todo mi amor,
                                                                                            John 





Del diario de Riddley Walker

  23/2/81 

Como una piedra tirada en una gran charca estancada, el asunto de Detweiller ha provocado cualquier cantidad de ondas en mi trabajo. Creí que todas habían desaparecido; pero una más ha pasado esta tarde y ¿quién puede decir que fuera la última? 
He incluido una fotocopia de un memorándum sumamente curioso que recibí de Kenton a las 2:35 de la tarde, más mi propia contestación (el memo llegó justo después que Gelb se largara, algo enfadado; no comprendo por qué habría de estar picado ya que hoy trajo sus propios dados y yo tuve la cortesía de ni siquiera examinarlos, pero, ah, shupongo que nunca entenderé a estos blancuchos). Creo que he cubierto con precisión el asunto de Detweiler en estas páginas, aunque debo agregar que nunca me sorprendió en lo más mínimo que Kenton fuera el único que pudiera atraer a Detweiller, el cometa vagabundo, a la errática (y, me temo, declinante) órbita de Zenith House. 
Él es más brillante que Sandra Jackson; más brillante que William Gelb, el bocazas y encorbatado diablo de la Ivy League*; mucho más brillante que Herbert Porter (Porter, tal como señalé previamente, es

*Nota del Traductor: Ivy League: nombre por el que se conoce a ocho universidades de gran prestigio del nordeste de los EEUU, entre las que se encuentran Harvard, Yale y Princeton.
capaz de meterse en la oficina de la señorita Jackson cuando ella no está, para ponerse a olfatear el asiento del sillón; es un hombre extraño, pero no soy quien para juzgarlo), y es el único del personal que podría ser capaz de reconocer un libro comercial si lo tuviera delante de sus narices. En estos momentos lo está devorando la culpa y la verguenza por el affaire Detweiller, y lo único que puede ver es que cometió un faux pas bastante cómico. Sería incapaz de ver que su decisión de prestar atención al libro de Detweiller ha demostrado que sus oídos editoriales todavía están abiertos, y que todavía armonizan con los mas dulces de todos los tonos, las notas celestiales de las cajas registradoras Sweda de farmacias y librerías anunciando las ventas, aun cuando no fueran producidas por él. 
Es incapaz de ver que eso prueba que él lo intenta.
Los otros se han rendido. 
Sin embargo, aquí está este memo encantador; entre sus líneas puedo escuchar a un hombre cuyos nervios están temporalmente destrozados, un hombre que sería capaz de enfrentar a un león pero que por el momento ni siquiera puede mirar a un ratón; un hombre que está, en consecuencia, chillando "¡Iiiiiik! ¡Deshazte de él! ¡Deshazte de él!" y lo amanaza con la escoba más a mano, que en'eta ocasión resulta ser Riddley, el repartidor del correo, con un limpiador de ventanas. ¡Siuro, Seor'Kenton, yo me libraré de él po'usted! ¡Yo me libraré del paquete de esa mujer Solrac si le llega a enviar uno! 
Quizá. 
Por otro lado, puede que John Kenton tenga que enfrentar las consecuencias de sus propios actos; es decir, pegarle a su propio ratón. Después de todo, si no eres tú quien lo golpea bien fuerte, quizá nunca comprendas realmente que un ratón es una cosita inofensiva... y es que, además, no puede ser que los días útiles de Kenton como editor hayan terminado porque es incapaz de enfrentarse a un loco ocasional como Carlos "Roberta" Detweiller. 
Meditaré sobre el asunto. Creo que lo más probable es que no llegue ningún paquete, pero igual meditaré sobre todo esto.



                                                                                                                27/2/81
 
  ¡Hoy llegó algo de la misteriosa "Roberta Solrac"! No sabía si sentirme divertido o disgustado por mi propia reacción, que fue un espantoso y visceral retorcijón intestinal, seguido por un impulso casi demente de arrojar la cosa al incinerador, exactamente como dijo Kenton en su nota. Fue impresionante la reacción física que se produjo en cuanto vi la dirección del remitente y relacioné ese nombre con el memorándum de Kenton. Tuve un súbito espasmo de temblores. La carne de gallina me corrió por la espalda. Escuché un claro tañido resonando en mis oídos, y pude sentir cómo se me erizaban los pelos de la nuca. Esta sinfonía de atavismo fisiológico no duró más  de  cinco  segundos  hasta  calmarse  un  poco; pero  me dejó agitado, como con una súbita y profunda lanza de dolor clavada en la superficie del corazón. Floyd se burlaría y lo llamaría "una reacción de negro", pero no fue nada de eso. Fue una reacción humana. No hacia el objeto en sí mismo –el contenido del paquete fue algo así como un anticlímax luego de todo el sonido y la furia– aunque sí, estoy convencido de que fue una reacción a las manos que pusieron la tapa a la pequeña caja de cartón blanco en la que llegó la planta; a esas manos que ataron con cinta bramante esa caja y luego cortaron una bolsa de compras de papel marrón para envolverla y enviarla por correo; a las manos que la etiquetaron y la cargaron. Las manos de Detweiller. 
¿Estoy hablando de telepatía? Sí... y no. Sería más exacto decir que estoy hablando de una especie de psicoquinesis pasiva. Los perros se alejan de las personas con cáncer; ellos lo huelen en ellos. Así, por lo menos, lo afirmaba mi vieja y querida Tía Olympia. De la misma manera yo olí a Detweiller en esa caja, y ahora entiendo mejor el transtorno de Kenton y siento una mayor simpatía por él. Pienso que Carlos Detweiller está totalmente loco... pero que la propia planta no es ninguna belladona mortal ni hierba mora ni Hongo Venenoso de Culebra (aunque supongo que podría haber sido cualquiera o todas esas cosas en la febril mente de Detweiller). Es tan sólo una pequeña y muy aburrida hiedra común en una maceta de arcilla roja. 
Ya sea por la "reacción de negro" (Floyd Walker) –o por la "reacción humana" (su hermano Riddley)– realmente podría haber tirado esa cosa... pero después de ese ataque de temblores, me pareció que tenía que abrir la encomienda o considerarme poco hombre. Así lo hice, a pesar de cualquier cantidad de imágenes repugnantes –un potente explosivo unido a un dispositivo especial sensible a la presión, dañinos diluvios de arañas viuda negra, una camada de crías de víbora–. Y allí estaba, apenas una plantita, una hiedra con hojas amarilleándose en sus bordes (cuatro de ellas), inclinándose por encima de un combado y cansado tallo. La propia tierra es de un color marrón ceroso. Desprende un olor pantanoso y desagradable. 
Tenía un pequeño letrero de plástico clavado en la tierra que decía: 
 

¡HOLA!
ME LLAMO ZENITH
SOY UN REGALO PARA JOHN
DE ROBERTA


  Fue ese ramalazo de miedo el que me llevó a abrir el paquete.
Del mismo modo, fue ese mismo miedo el que me decidió a asegurarme de que Kenton no la recibiera después de todo, cosa que habría sido bastante fácil de hacer ("¿E'ta planta, Seor' Kenton? ¡Oh, diablos! O'vidé lo que u'ted dijo. Soy el hombre mas o'vidado!"). Dejaré que pasen las ondas; dejaré que se olvide de Detweiller, si eso es lo que él quiere. He puesto a Zenith la Hiedra Común en un estante en mi cubículo de conserje, un estante bien por encima de la vista de Kenton (no es que él pase mucho por aquí de todas formas, a diferencia de Gelb con su fijación por los dados). La guardaré hasta que muera, y recién entonces la tiraré por el tubo del incinerador. Ése será el fin de Detweiller.   
Tengo que lograr escribir cincuenta páginas de la novela durante el fin de semana. 
Gelb ahora me debe 75.40 dólares. 
 
 
 


De The New York Post, página 1, 4 de marzo de 1981: 


¡¡GENERAL LOCO ESCAPA DEL ASILO OAK COVE, Y MATA A TRES PERSONAS!!
 
 (Especial para el Post) El Comandante General (ret.) Anthony R. Hecksler, conocido por los comandos y guerrilleros que lo siguieron a través de Francia durante la Segunda Guerra Mundial como "Tripas de Hierro" Hecksler, escapó anoche del Asilo Oak Cove, apuñalando a muerte a dos ordenanzas y a una enfermera en su lucha para liberarse. 
El General Hecksler fue confinado en Oak Cove, del pequeño condado de Cutlersville veintisiete meses atrás, cumpliendo una condena por causas de locura, con los cargos de ataque con arma mortal y asalto con intento de asesinato. La víctima fue un chofer de autobús de Albany llamado Herman T. Schneur, de quien afirmó Hecksler en una declaración firmada ser "uno de los doce apóstoles norteamericanos del anticristo." 
Los muertos de Oak Cove fueron identificados como Norman Ableson, de veintiseis años; John Piet, de cuarenta; y Alicia Penbroke, de treinta y cuatro. 
El Teniente de la Policía Estatal, Arthur P. Ford, fue inesperadamente pesimista cuando le preguntaron si esperaba recapturar pronto al General Hecksler. "Esperamos un rápido arresto, naturalmente," dijo, "pero éste es un hombre que entrenaba unidades de guerilla en la Segunda Guerra Mundial y en Corea, y que fue consultado en más de una ocasión por el General Westmoreland en Viet Nam. Ahora tiene setenta y dos años, pero todavía es fuerte e increiblemente ágil, como lo demuestró su huída de Oak Cove." 
Ford se refirió al probable método de fuga de Hecksler: un salto desde una ventana del segundo piso del Ala Administrativa de Oak Cove, hasta el jardín de abajo (ver fotografías en páginas 2, 3, y en la sección central). 
Ford continuó advirtiendo a todos los residentes del área inmediata de permanecer alertas a la aparición del desequilibrado General, a quien describió como "extremadamente listo, extremadamente peligroso, y extremadamente paranoico." 
En una breve conferencia de prensa, Ellen K. Moors, la doctora a cargo del caso Hecksler, estuvo de acuerdo. "Él tiene muchos enemigos," dijo, "o así lo imagina. Sus delirios paranoicos son sumamente complejos, pero él nunca olvidó sus ajustes de cuentas. Él era, a su manera, un interno modelo... pero nunca olvidó sus ajustes de cuentas."  
Una fuente reservada en la investigación dice que Hecksler pudo haber apuñalado hasta la muerte a Ableson, a Piet, y a Pembroke con un par de tijeras de peluquero. La fuente le dijo al Post que no hubo gritos; los tres fueron apuñalados en la garganta, al estilo comando.  
 
  (Sigue en pag. 12) 

 
Del diario de Riddley Walker
                                                                                                                                 5/3/81 
 
¡Cómo cambian las cosas en un día! 
Ayer Herb Porter era el mismo gordo de siempre, desaliñado, fumándose un puro junto al dispensador de agua, explicándole a Kenton y a Gelb cómo correría el gran tren del mundo si él, Herbert Porter, fuera el maquinista. El hombre es un Reader's Digest ambulante, un compendio de acertadas respuestas que son despachadas entre el efluvio de humo de su cigarrillo y un exquisito mal aliento: ¡Cerremos las fronteras y mantengamos fuera a los espías! ¡Exigamos el fin del aborto! ¡Construyamos más prisiones! ¡Hagamos que la posesión de marihuana sea un crimen de una vez por todas! ¡Vendamos las acciones de empresas bioquímicas! ¡Compremos emisiones de TV por cable! 
Él es, a su manera –o lo fue, al menos hasta hoy– un hombre maravilloso: redondo y perfecto en sus convicciones, chapado con prejuicios, hipócrita en sus acciones, y poseído del suficiente sentido común como para mantener su empleo en un lugar como éste, Porter es una evocación de la Clase Media Americana. Incluso me gustan sus ocasionales expediciones subrepticias a la oficina de Sandra Jackson para olfatear el asiento de su sillón; una entrañable y pequeña tronera en el castillo ambulante de complacencia que es el Seor'Po'te.  
¡Ah, pero hoy! ¡Qué diferente el Herbert Porter que se arrastró hasta mi cubículo de conserjería! La cara rubicunda, satisfecha de sí misma, se había vuelto pálida y temblorosa. Los ojos azules se movían tanto de un lado para el otro que Porter parecía un hombre mirando un partido de tenis, incluso cuando intentaba mirarme directamente. Sus labios estaban tan brillantes de saliva que parecían como barnizados. Y aunque seguía siendo gordo, desde ya, también parecía como si de alguna manera hubiera perdido su tensión superficial... como si la esencia de Herb Porter se hubiera encogido más allá de los bordes de su piel y dejara que esa piel se hundiera en los lugares donde antes se veía lisa y tirante. 
-Él se escapó -susurró Porter. 
-¿De quién e'tá'blando, Señó Po'te? -le pregunté. Estaba sinceramente intrigado; no podía imaginar qué poderosa catapulta o motor podía haber abierto semejante brecha en el Castillo Herbert. Aunque supongo que debería haberlo adivinado. 
Me mostró el diario; el Post, por supuesto. Él es el único que lo lee por aquí. Kenton y Wade leen el Times, Gelb y Jackson traen el Times pero en secreto leen el Daily News (la mano que mece la cuna puede gobernar el mundo, pero e'ta mano que vacía los cestos de los blancuchos conoce e'tos secretos del mundo), pero el Post se constituyó en el compañero inseparable de Herb Porter. Él juega Wingo religiosamente y dice que si alguna vez llega a ganar el monto se va a comprar un Winnebago, va a pintar la palabra WINGOBAGO en un costado, y va a salir a recorrer el país. 
Yo lo tomé, lo abrí, y leí el titular. 
-El General ha escapado -susurró. Por un momento, sus ojos dejaron de rebotar de un lado para el otro y me miró fijamente con un espantado y absoluto terror-. Es como si ese condenado Detweiller nos hubiera maldecido. ¡El General ha escapado y yo rechacé su libro!
-Tranqui', tranqui, Seor'Po'te -le dije-. No hay ninguna necesidad de tomárselo así. E'te hombre proba'lemente tenga sinco o sei docenas de cuentas que saldar ante'de venir a por usté. 
-Pero yo podría ser el número uno -susurró-. Después de todo, yo rechacé su maldito libro
Era cierto, y es irónico ver cómo se las arreglaron, en este tardío invierno, dos hombres tan radicalmente distintos como Kenton y Porter para estar en una situación similar: cada uno el blanco de un autor rechazado (el rechazo de Detweiller un poco más dramático que el del General, de acuerdo, pero ése fue indudablemente el error del propio Detweiller) que terminó siendo un demente. La diferencia –sé cual es, aun cuando nadie más lo sabe (y creo que Roger Wade también)– es que, mientras que Kenton pensó que realmente existía el germen de un libro en la obsesión de Detweiller, Porter tenía otra idea con respecto al General. Pero Porter es uno de esos hombres que han leído omnívoramente –e indirectamente– sobre la Segunda Guerra Mundial, aquella Carga de Lanceros del hombre occidental (del hombre blanco occidental) en el siglo 20, y supo quién era Hecksler. En una guerra llena de celebridades militares, Hecksler era, lo concedo, del tipo Esquinas Hollywoodenses (si entiendes lo que quiero decir), pero para Porter él era alguien. De manera que le pidió ver el manuscrito completo de Veinte Flores Psíquicas de Jardín a pesar del pésimo bosquejo, alentando de ese modo a un hombre que era, por la calidad y el contenido de sus propios escritos, un evidente psicópata. Sentí que el resultado y su terror actual, aunque imprevistos, eran en parte por su propia culpa. 
Coincidí en que podría ser cierto que él fuera el primero en la lista de golpes del General (si de hecho a estas alturas el pobre loco no está haciendo alguna otra cosa que no sea acurrucarse en cunetas de desagüe o revolviendo latas de basura en un callejón en busca de desperdicios), pero insistí que lo creía improbable. Agregué que bien podría ser capturado antes de que lograra llegar a cincuenta millas de New York, incluso si había decidido venir en busca de Porter, y terminé diciéndole que varios psicópatas se quitaron la vida al verse repentinamente libres en un entorno que no pueden controlar... aunque no lo dije exactamente con esas palabras. 
Porter me miró desconfiamente por un instante y luego me dijo -Riddley, no te ofendas por esto...  
-¡No seor! 
-¿De verdad fuiste a la universidad? 
-¡Si seor
-¿Y tomaste cursos de psicología? 
-Si seor, los tomé. 
-¿Psicología anormal?" 
-¡Siuro, seor, y e'toy muy familiarizado con'el síndrome del suicidia 'sociado con la personalidad paranoico–psicótica! ¡Porque mientras nosotros 'tamos acá'ablando, ese Gen'ral Hecksler podría estar cortándose las venas o haciendo gárgaras con una lamparita, Seor' Po'te! 
Me miró por un largo rato y luego dijo -Si fuiste a la universidad, Riddley, por qué hablas de esa forma? 
-¿Qué forma es'a, Seor'Po'te? 
Me contempló durante un rato más largo y luego dijo -No importa-. Se inclinó hacia mí, lo suficientemente cerca como para que pudiera oler sus puros baratos, el fijador de pelo, y el hedor del sudor de miedo-. ¿Puedes conseguirme una pistola?
Por un segundo me quedé literalmente sin respuesta, que es como decir (lo diría Floyd, de todas formas) que China se quedó sin mano de obra. Pensé que había cambiado repentinamente de tema, y que lo que yo había oído como ¿Puedes conseguirme una pistola? en realidad había sido Puedes conseguirme una trola, como una pelandusca, por ejemplo. Definición de una pelandusca: muh'er de piel o'cura que lo hace cobrando, antiguamente cupones de racionamiento y ahora una dosis que calentar en la cuchara. Mi reacción no podía ser otra que tirarme al piso, riendo como loco, o estrangularlo hasta que la cara se le pusiera tan roja como la corbata. Entonces, un poco tarde, empecé a entender que realmente había dicho una pistola, un arma... mientras tanto, había sobrecargado mi panel de distribución mental, lo suficiente como para responderle con una negativa. . La decepción se dejó traslucir en su rostro
-¿Estás seguro? -me preguntó-. Creía que allí en Harlem... 
-¡Ah, vivo en Dobbs Ferry, Seor'Po'te! 
Señaló hacia cualquier lado, como si ambos supiéramos que mi dirección de Dobbs Ferry fuera tan sólo una conveniente mentira; una que incluso podía mantener después del trabajo, aunque, desde ya, yo regresara arrastrándome a las aterciopeladas calles de más allá de la 110 tan pronto como el sol bajara. 
-Podría conseguirle a usted un arma, Señó Po'te, siuro -le dije -pero no sería mejor que la que pudiera conseguirse po'uted mismo; una .32... puede que una .38... -le guiñé un ojo-. ¡Y nunca se sabe si el arma que uno se compra clandestinamente, le puede llegar a exsplotar en la cara la primera vez que tire del gatiyio! 
-Sin embargo no busco algo de ese estilo -dijo Porter malhumoradamente-. Quiero algo con una mira láser. Y balas explosivas. ¿Alguna vez viste El Día del Chacal, Riddley? 
-¡Si seor, y estuvo buena! 
-Cuando él le disparó a la sandía... plowch! -. Porter separó los brazos a los lados para indicar cómo había explotado la sandía cuando el asesino probó en ella una bala explosiva en El Día del Chacal, y una de sus manos golpeó la hiedra que la misteriosa Roberta Solrac le enviara a Kenton. Yo me había olvidado de ella, a pesar de que hacía menos de dos semanas que la había puesto allí. Traté nuevamente de asegurarle a Porter de que él probablemente estaba muy lejos de ser el primero en la quizás infinita lista de paranoias favoritas de Hecksler, y que el hombre tenía, después de todo, setenta y dos años. 
-Ni te imaginas las cosas que él hizo en la Segunda Guerra-dijo
Porter, con sus ojos espantados comenzando a moverse de un lado para el otro de nuevo-. Si esos tipos que contrataron al Chacal hubieran contratado en cambio a Hecksler, DeGaulle nunca se habría muerto en cama-. Entonces se fue a vagabundear por ahí, y yo me alegré de que se marchara. El olor de los cigarrillos estaba empezando a hacerme sentirse ligeramente enfermo. Bajé a Zenith la Hiedra Común y la miré (es ridículo tratar a una hiedra como a una persona y, sin embargo, lo hice de forma automática; yo, que normalmente escribo con el cuidado regañón de una petit bourgeoise ama de casa francesa que elige una fruta en el mercado). Comencé esta entrada diciendo cómo cambian las cosas en un día. En el caso de Zenith la Hiedra Común, cómo cambiaron las cosas en cinco días. El tallo combado se enderezó y ensanchó, las cuatro hojas amarillentas se volvieron casi totalmente verdes, y dos nuevas empezaron a brotar. Todo esto con ninguna ayuda de mi parte. La regué, arranqué el pequeño y ridículo cartel y lo tiré, y noté dos detalles más en mi buena y vieja compañera Zenith: primero, que incluso había desarrollado su primer zarcillo –apenas llega al borde de la barata maceta de plástico, pero está ahí– y segundo, que el olor pantanoso y desagradable parece haber desaparecido. De hecho, tanto la planta como la tierra en la que está enterrada huelen bastante bien. 
Quizás sea una hiedra psíquica. ¡Si el General Hecksler se llega a presentar aquí, en el viejo y querido 490 Park, tendré que preguntárselo, je–je! Esta semana logré escribir veinte páginas de la novela; no es mucho, pero pienso (¡así lo espero!) que me estoy acercando a la mitad. Gelb, que ayer tuvo una modesto golpe de suerte, intentó repetirlo hoy; esto fue aproximadamente una hora antes de que apareciera Porter en busca de armamentos. Gelb ahora me debe 81.50 dólares.









8 de marzo de 1981 
 
Querida Ruth,

Últimamente has sido más difícil de ubicar en el teléfono que el Presidente de los Estados Unidos; ¡juro ante Dios que estoy empezando a odiar tu contestador automático! Debo confesarte que esta noche –la tercera noche de "Hola, habla Ruth y ahora no puedo llegar hasta el teléfono, pero... "– que me puse algo nervioso y llamé al otro número que me diste, el del administrador. Creo que si él no me hubiera dicho que te había visto salir a eso de las cinco con una gran pila de libros bajo el brazo, le habría pedido que comprobara que te encontrabas bien. Lo sé, lo sé, es sólo la diferencia de horario, pero últimamente por aquí las cosas se han puesto tan paranoicas que no me lo creerías. ¿Paranoicas? Quizá extrañas sea la palabra más conveniente. Probablemente hablemos antes de que tú recibas esta carta, volviendo obsoleto el noventa por ciento de su contenido (a menos que la envíe por Federal Express, que hace que la larga distancia parezca una medida de austeridad), pero me parece que voy a explotar si no te lo cuento de una manera u otra. Me enteré por Herb Porter, que está cerca de la apoplejía (un estado con el que simpatizo más de lo que hubiera pensado en otro tiempo, luego del l'affair Detweiller), de la fuga del General Hecksler y de los asesinatos que cometió, tan cubiertos por las noticias nacionales en estas dos últimas noches, aunque supongo que no te enteraste –o no las relacionaste– porque en ese caso hubiera tenido noticias tuyas por medio de Ma Tinkerbell* (soy tan pesado como siempre, como puedes ver; ¡desearía ser tan breve como Riddley, el fiel custodio de Zenith!). Si no las escuchaste, el recorte del Post que adjunto con esta carta (no me molesté en incluir el plano del asilo con la obligatoria línea punteada que señala la ruta del General chocho y las obligatorias equis que marcan las ubicaciones de sus víctimas) te pondrá al corriente tan rápida y pavorosamente como sea posible.
Debes recordar que te mencioné a Hecksler en una carta hace sólo seis semanas, más o menos. Herb rechazó su libro, Veinte Flores

*Nota del Traductor: Otra forma coloquial de denominar a la compañía telefónica.

Psíquicas de Jardín, y provocó un paranoico aluvión de cartas amenazantes. Dejando las bromas de lado, su sangrienta fuga ha creado aquí en Z.H. una auténtica atmósfera de inquietud. Esta noche, luego del trabajo, tomé un trago con Roger Wade en el Four Fathers (Roger afirma que el dueño es un mafioso, un hombre genial llamado Ginelli, de voz suave y curiosos ojos alegres) y le conté sobre la visita que Herb me hizo esa tarde. Le dije a Herb que era ridículo que estuviera tan asustado como obviamente estaba (resulta divertido; después de todo, debajo de su dura Fachada de Joe Pyne, el Neanderthal que lleva dentro termina siendo Walter Mitty) y Herb estuvo de acuerdo. Luego, tras una charla breve y evidentemente artificial, me preguntó si yo sabía donde podía conseguir un arma. Desconcertadamente –a veces, querida, tu fiel corresponsal es increiblemente lento para hacer las relaciones más obvias– le mencioné la tienda de artículos deportivos que hay a cinco calles de aquí, en Park y la 32. 
-No -me dijo con impaciencia-. No busco una escopeta de caza ni nada de eso- aquí bajó la voz-. Quiero algo que pueda llevar encima. 
Roger asintió y dijo que Herb había estado en su oficina a eso de las dos por el mismo asunto. 
-¿Y qué le dijiste? -le pregunté. 
-Le recordé que en este estado las multas por llevar armas ocultas sin permiso son condenadamente duras -respondió Roger-. En ese punto Herb se irguió en toda su estatura (que debe estar, Ruth, cerca del metro setenta) y dijo -'Un hombre no necesita un permiso para protegerse, Roger.'
-¿Y entonces? 
-Entonces él se fue. Y lo intentó contigo. Probablemente también probó con Bill Gelb.
-No te olvides de Riddley -dije yo.
-Ah, si, y Riddley. 
-Quien podría ser capaz de ayudarlo.
Roger pidió otro bourbon, y mientras yo pensaba que comenzaba a verse algo más viejo que sus verdaderos cuarenta y cinco años, sonrió con esa juvenil sonrisa de muchacho ganador que te cautivó cuando lo viste por primera vez, en aquel cóctel en julio del 80, en casa de Gahan y Nancy Wilson, en Connecticut, ¿lo recuerdas? -¿Has visto el nuevo juguete de Sandra Jackson? -me preguntó -. Ella es la única que podría mandar a Herb a comprar municiones al mercado negro -. Roger soltó una fuerte carcajada, un sonido del que muy raramente he tenido noticias en los últimos ocho meses o así. Oirlo, Ruth, me hizo comprender de nuevo cuánto lo aprecio y lo respeto –realmente podría ser un gran editor en cualquier otra parte– quizás incluso en la liga de Maxwell Perkins. Es una lástima que haya terminado piloteando un barco tan resquebrajado como Zenith House. 
-Ha conseguido algo llamado el Amigo de las Noches Lluviosas -me dijo sin dejar de reir-. Es plateado, y casi del tamaño de una bala de mortero. La jodida cosa casi no le entra en la cartera. Tiene una linterna en el otro extremo. Por el lado mas angosto emite una nube de gas lacrimógeno cuando aprietas un botón; Sandra dice que por solo diez dólares extra consiguió reemplazar el tubo de gas lacrimógeno por uno de Hi–Pro–Gas, que es una versión reforzada de Mace. En la mitad del dispositivo, muchacho, hay un anillo que al accionarlo pone en marcha una sirena de muchos decibeles. No le pedí una demostración. Habrían evacuado el edificio. 
-Por la manera en que lo describes, parece como si pudiera llegar a usarlo como consolador cuando no hay ladrones por los alrededores -le dije. Estalló en un vendaval  de risas semi histéricas. Me uní a él –habría sido imposible dejar de hacerlo– aunque también me sentí algo preocupado. Creo que está muy cansado y demasiado cerca del límite de su resistencia; El apoyo meramente formal de la corporación dueña a la empresa ha empezado a afectarle realmente.
Le pregunté si algo como el Amigo de las Noches Lluviosas pudiera ser ilegal. 
-No soy abogado para poder asegurártelo -me respondió Roger-. Mi impresión es que una mujer que usa una lapicera con gas lacrimógeno sobre un ladrón o violador en potencia está jugando al borde de la ley. Pero el juguete de Sandra, cargado con un híbrido de Mace... no, no creo que algo así pueda ser judío.
-Pero ella lo consiguió, y lo lleva encima -dije yo. 
-No sólo eso, sino que parece más tranquila con ello - asintió Roger-. Es gracioso; ella era la que estaba tan asustada cuando el General enviaba sus cartas venenosas, mientras que Herb apenas parecía
consciente de lo que podía pasar... al menos hasta que el chofer del autobús fue apuñalado. Creo que lo que aterrorizó a Sandra aquella vez fue que nunca llegó a verlo. 
--le dije-. Incluso me lo comentó alguna vez.
Él pagó la cuenta, ignorándome cuando le propuse pagar mi mitad. -Es la venganza de los amantes de las flores -dijo-. Primero Detweiller, el jardinero loco de Central Falls, y luego Hecksler, el jardinero loco de Oak Cove. 
Eso me proporcionó lo que los escritores británicos de misterio denominan un comienzo grosero; ¡hablando de no hacer conexiones obvias! Roger, que está lejos de ser un tonto, vio mi expresión y sonrió. 
-No habías pensado en eso, ¿verdad? -me preguntó-. No es más que una coincidencia, por supuesto, pero supongo que es suficiente como para poner en funcionamiento una pequeña campana paranoica en la cabeza de Herb Porter; no puedo imaginar que sucediera de otro modo. Podríamos tener aquí la base de una buena novela de Robert Ludlum. El Hortícola o algo así. Vamos, salgamos de aquí.
-La convergencia -le dije cuando pisamos la calle. 
-¿Huh? -Roger parecía alguien regresando desde un millón de millas de distancia.  
-La Convergencia Hortícola -dije yo-. El perfecto título Ludlum. Incluso la perfecta intriga Ludlum. Resulta que este Detweiller y Hecksler realmente son hermanos –no, considerando las edades, supongo que padre e hijo sería mejor– en la nómina de la NKVD. Y... 
-Tengo que tomar mi autobús, John -me dijo, un poco bruscamente. Bien, tengo mis problemas, querida Ruth (¿quién lo sabe mejor que tú?), pero entender cuándo estoy aburriendo nunca fue uno de ellos (excepto cuando estoy borracho). Lo ví irse calle abajo hacia la parada del autobús y me marché a casa. 
Lo último que me dijo fue que probablemente lo próximo que sabríamos del General Hecksler sería un informe de su captura... o de su suicidio. Y Herb Porter sentiría tanto desilución como alivio. 
-No es del General Hecksler de quien Herb y el resto de nosotros tenemos que preocuparnos -dijo; su pequeño estallido de buen humor lo había abandonado y parecía menudo y deprimido, allí de pie en la parada de autobús y con las manos metidas en los bolsillos de su chaqueta-. Son
Harlow Enders y el resto de los contadores quienes vienen por nosotros. Ellos nos apuñalarán con sus lápices rojos. Cuando pienso en Enders, casi desearía tener el Amigo de las Noches Lluviosas de Sandra Jackson. 
No he adelantado nada en mi novela esta semana –repasando esta carta puedo ver la razón– toda la narrativa que esta noche tendría que haber ido a parar a Maymonth, terminó sin embargo aquí. Aunque si me extendí demasiado y con muchos detalles novelísticos, no se debe a mi prolijidad, querida; a lo largo de los últimos seis meses me he vuelto un auténtico Tipo Solitario. Escribirte no es tan bueno como hablar contigo, y hablarte no es tan bueno como verte, y verte no es tan bueno como tocarte y estar contigo (¡calor–calor! ¡arf–arf!), pero una persona tiene que hacer lo que debe. Yo sé que estás ocupada y estudiando muy duro, pero tanto tiempo sin hablar contigo me está volviendo loco (y además, por Detweiller y Hecksler, más loco de lo que debería estar). Te amo, querida. 
 
Te extraña y te necesita,
                                                                              John






9 de marzo de 1981 
 
Sr. Herbert Porter  
Judío Señalado 
Zenith House 
490 Park Avenue 
New York, NY 10017 
 
Estimado Judío Señalado, 
 
¿Creías que me había olvidado de tí? Apuesto que sí. Bien, pues no es así. Un hombre no se olvida del ladrón que rechazó su libro luego de copiarle todas las partes buenas. Ni de cómo intentaste desacreditarme. Me pregunto cómo lucirás con tu pene metido en la oreja. Ja–ja. (Aunque no es broma) 
 
Estoy yendo por tí, "muchachote." 

General Mayor Anthony R. Hecksler (Ret.) 
 
P.D. Las rosas son rojas.
Las violetas son azules.
Y  estoy llegando para castrar.
A un Judío Señalado.
G.M.A.R.H. (Ret.)






TELEGRAMA DEL SR. JOHN KENTON A RUTH TANAKA
 
SEÑORITA RUTH TANAKA 
10411 CRESCENT BOULEVARD 
LOS ANGELES, CA 90024 
 
10 de MARZO de 1981 
 
QUERIDA RUTH 
 
  ÉSTE PROBABLEMENTE SEA UNA FRASE ESTÚPIDA PERO LA PARANOIA ENGENDRA PARANOIA Y TODAVÍA NO PUDE ENCONTRARTE. ESTA MAÑANA FINALMENTE LOGRÉ PASAR DEL CONTESTADOR AUTOMÁTICO A TU COMPAÑERA DE CUARTO QUE DIJO QUE NO TE HABÍA VISTO EN LOS ÚLTIMOS DOS DÍAS. SONABA DIVERTIDA. CONFÍO EN QUE SÓLO COLOCADA. LLÁMAME PRONTO O ESTARÉ GOLPEANDO TU PUERTA ESTE FIN DE SEMANA. TE AMO. 
 
JOHN 



10 de marzo de 1981 
 
Querido John, 
 
Imagino –mejor dicho, – que debes estar preguntándote por qué no has tenido noticias mías durante las últimas tres semanas. La razón es bastante simple; me he estado sintiendo culpable. Y la razón de que ahora te esté escribiendo en lugar de llamarte es que soy una cobarde. También pienso, aunque no puedas creerme cuando leas el resto, que es la carta más dura que alguna vez haya tenido que escribir, porque te amo muchísimo y te quiero, tanto como para no desear herirte. De todas formas supongo que esto te lastimará y saber que no puedo evitarlo me hace llorar. 
John, he conocido a un hombre llamado Toby Anderson y me he enamorado locamente de él. Por si te interesa –y probablemente no–, lo conocí en uno de los dos cursos dramáticos de Restauración Inglesa que estoy siguiendo. Lo rechacé lo mejor que pude por un largo tiempo –quiero y necesito que me creas eso– pero a mediados de febrero ya no pude seguir rechazándolo. Mis fuerzas se acabaron. 
Las últimas tres semanas han sido una pesadilla para mí. No espero realmente que simpatices con mi actitud, aunque confío en que entiendas que te estoy contando la verdad. A pesar de que tú estés en la costa este y yo a casi 5000 kilómetros al oeste, me sentía como si estuviera saliendo furtivamente a tus espaldas. Y lo hacía. ¡Lo hacía! Oh, no lo quiero decir en el sentido de que tú pudieras llegar temprano una noche a casa desde el trabajo y me encontraras con Toby, pero me sentía terrible de todas maneras. No podía dormir, no podía comer, no podía hacer mis posiciones de yoga ni seguir el Entrenamiento de Jane Fonda. Mis cursos se estaban viniendo abajo, pero al infierno con las clases: era mi corazón el que se estaba derrumbando. 
He estado esquivando tus llamadas porque no podía soportar oír tu voz –me parecía como si toda la casa se me viniera encima– por la manera en que seguía mintiendo y engañándote. 
Lo entendí todo hace dos noches cuando Toby me mostró el hermoso anillo de compromiso de diamantes que me había comprado. Quería que me lo probara y confiaba que lo aceptara, aunque me dijo que no podía dármelo hasta que yo no te escribiera o hablara contigo. Es un hombre muy honrado, John, y lo irónico es que estoy segura de que bajo circunstancias diferentes hubieras simpatizado muchísimo con él. 
Me derrumbé y lloré en sus brazos y muy pronto sus lágrimas se fundieron con las mías. El resultado fue que le dije que el fin de semana estaría lista para ponerme ese brillante anillo en el dedo. Creo que vamos a casarnos en junio. 
Ya ves que al final opté por el camino del cobarde, escribiéndote en lugar de telefonearte, e incluso así me tomó los últimos dos días lograr escribirte esto; he abandonado todas las clases y prácticamente echado raíces en la biblioteca, donde tengo que estudiar para un examen de Gramática Transformacional. ¡Pero al infierno con Noam Chomsky y la estructura profunda! Y aunque no puedas creérmelo, cada palabra de la carta que estás leyendo ha sido como una espina atravesándome el corazón. 
Si quieres hablar conmigo, John –entiendo si no lo deseas, pero si quieres hacerlo– podrías llamarme dentro de una semana... después de que hayas tenido la oportunidad de pensar en todo esto y de considerarlo con cierta perspectiva. Estoy muy acostumbrada a tu dulzura, a tu encanto y bondad, y tengo miedo de que te encuentres enfadado y acusador; aunque sabiendo cómo eres, supongo que sólo me dirías algo como "tendrás lo que te mereces". Pero necesitas ese tiempo para serenarte y tranquilizarte, y yo también lo necesito. Deberías estar recibiendo esta carta para el día 11. Estaré en mi apartamento de siete a nueve treinta en las noches del 18 al 22, ambos sufriendo y esperando tu llamada. No quisiera hablarte antes de entonces, y espero que lo comprendas... y creo que lograrás hacerlo, ya que siempre fuiste el mas comprensivo de los hombres, a pesar de tu contínua falta de confianza en tí mismo. 
Una cosa mas; tanto Toby como yo coincidimos en lo siguiente: no te lo tomes a la tremenda, subiéndote de golpe a un avión para "lanzarte al camino hacia el dorado oeste"; no me gustaría verte si lo hacieras. No estoy preparada para encontrarte cara a cara, John; mis sentimientos todavía están demasiado turbulentos y la imagen que tengo de mí misma en un estado de transición. Volveremos a encontrarnos, claro. Y ¿me atrevería a decir que incluso espero que vengas a nuestra boda? ¡Debo atreverme, ya que veo que lo he escrito! 
Oh, John, te amo, y espero que esta carta no te haya causado demasiado dolor –incluso tengo la esperanza que Dios haya sido bueno y de que hayas encontrado tu propio "alguien" en el último par de semanas–. Mientras tanto, por favor, recuerda que siempre (¡siempre!) serás alguien para mí.

Con amor,
                                                                  Ruth
PD–Y aunque sea un tópico, no deja de ser cierto:
     espero que siempre podamos ser amigos.


memorándum de oficina

A: Roger Wade 
DE: John Kenton 
REF: Renuncia 
 
Es una tontería que sea tan formal, Roger, ya que ésta es en realidad una carta de renuncia, ya sea con forma de memo o no. Me marcharé al final del día; de hecho, espero empezar a limpiar mi escritorio en cuanto haya terminado de escribirla. Preferiría no entrar en razones; son demasiado personales. Comprendo, por supuesto, que abandonarlos sin previo aviso es una muy mala manera de hacerlo. Si te ves obligado a elevar el asunto a la Apex Corporation, me sentiría feliz por pagar una indemnización razonable. Lamento esto, Roger. Me caes bien y te tengo un gran respeto, pero es que tiene que ser así. 





 
Del diario de John Kenton
 
16 de marzo de 1981 
 
No he llevado un diario desde que tenía once años, cuando mi tía Susan –muerta desde hace ya varios años– me regaló un pequeño diario de bolsillo para mi cumpleaños. Era sólo una cosita barata; como la propia tía Susan, ahora que lo pienso. Llevé ese diario, de vez en cuando (no muy seguido en realidad) durante casi tres semanas. No podría igualar esa marca, pero en realidad no interesa. Fue idea de Roger, y las ideas de Roger a veces son buenas. 
He tirado la novela; oh, no pienses que hice algo tan melodramático como lanzarla al fuego para conmemorar la combustión espontánea de Mi Primer Amor Serio; en realidad, estoy escribiendo esta primera (y quizá última) anotación en mi diario en el dorso de las páginas del manuscrito. Pero, de todas maneras, abandonar una novela no tiene nada que ver con las hojas propiamente dichas; lo que está en las páginas no es otra cosa que un montón de piel muerta; en realidad, la novela se desmorona dentro de tu propia cabeza. Puede que lo único bueno de la cataclísmica carta de Ruth sea que puso fin a mis grandiosas aspiraciones literarias. Maymonth, por John Edward Kenton, comió de la legendaria planta del olvido.
¿Se necesita comenzar un diario informando de lo que ha sucedido anteriormente? Ésta no era el tipo de pregunta que se me cruzara por la mente cuando tenía once años; o al menos que lo recuerde. Y es que a pesar de la gran cantidad de cursos de mierda de Literatura Inglesa que estudié en mis tiempos, no recuerdo haber asistido nunca a ninguno que tratara sobre el Protocolo de los Diarios Personales. Notas a pie de página, sinopsis, bocetos, la colocación apropiada de modificadores, el correcto formato de las cartas comerciales... éstas son todas las cosas en las que me instruí. Pero sobre cómo dar comienzo a un diario estoy tan en blanco, digamos, como en de qué manera continuar tu vida luego de que la luz se apague
Y aquí está mi decisión, luego de treinta segundos repletos de importantes consideraciones: unos breves antecedentes no harán ningún daño. Mi nombre, como lo mencioné arriba, es John Edward Kenton; tengo veintiseis años de edad; asistí a la Universidad Brown, donde me especialicé en Inglés, oficié como Presidente de la Sociedad Milton, y estaba plenamente satisfecho de mí mismo; creía que, a la larga, todo en la vida me saldría bien; desde entonces he aprendido. Mi padre está muerto, mi madre vive y está bien y viviendo en Sanford, Maine. Tengo tres hermanas. Dos están casadas; la tercera vive en casa y en junio terminará su último año en la Sanford High. 
Vivo en un departamento de dos habitaciones en el Soho que parecía bastante agradable hasta estos últimos días; ahora me parece lúgubre. Trabajo para una andrajosa compañía de libros que publica originales en edición de bolsillo, la mayoría de ellos sobre bichos gigantes y veteranos de Viet Nam que salen a reformar el mundo con armas automáticas. Hace tres días descubrí que mi chica me dejó por otro hombre. Como ésto parecía exigir algún tipo de respuesta, intenté renunciar a mi trabajo. No tiene sentido describir mi estado mental, tanto entonces como ahora. En primer lugar, no estaba demasiado calmado, debido a un brote de algo que sólo se me ocurre llamar Fiebre de Locos en el trabajo. Tengo que abundar en esos asuntos más adelante, pero, por el momento, la importancia de Detweiller y Hecksler parece haber pasado a un segundo plano.
Si alguna vez fuiste abandonado de repente por alguien a quien amabas profundamente, entenderás la clase de dispersión que he experimentado. Si nunca te pasó, no podrás entenderlo. Es así de simple. Quisiera poder decir me siento igual que cuando murió mi padre, pero no puedo. A una parte de mí (la parte que, escritor o no, quiere construir metáforas constantemente) le gustaría considerarme un desamparado, y pienso que Roger tenía razón cuando hizo esa comparación en la cena, líquida en su mayor parte, que mantuvimos la noche de mi renuncia, pero es que hay otros elementos, también. Se trata de una separación; como cuando alguien te dice que ya no podrás seguir probando tu comida favorita, o como si consumieras una droga a la que ya te habías vuelto adicto. Y hay algo peor. Llámalo como quieras, pero he descubierto que mi propio ego –la autoestima y la confianza en mí mismo– se han confundido de alguna manera, y eso duele. Duele mucho. Y parece dolerte todo el tiempo. Siempre pude escapar del dolor mental y la angustia al dormir, pero eso no funciona esta vez. También entonces sigue doliendo. 
La carta de Ruth (pregunta: ¿cuántas cartas encabezadas con Querido John han sido enviadas a todos los John de este mundo? ¿Deberíamos formar un club, como la Sociedad Jim Smith?) llegó el día once: cuando llegué a casa estaba esperándome en el buzón como una bomba de tiempo. Garrapateé mi renuncia en un memo a la mañana siguiente y la envié a la oficina de Roger Wade por medio de Riddley, nuestro insoportable encargado del correo y empleado en Zenith house. Roger se presentó en mi oficina como si tuviera cohetes en los talones. A pesar del dolor que experimentaba y del aturdimiento en que me parecía estar viviendo, me sentí absurdamente conmovido. Después de una breve e intensa conversación (para mi vergüenza, me quebré y lloré, y aunque me abstuve de decirle cual era/es el problema, creo que lo adivinó) estuve de acuerdo en aplazar mi renuncia, al menos hasta esa tarde, porque Roger sugirió que saliéramos juntos para conversar sobre la situación. "Un par de tragos y un bistec poco cocido pueden ayudar a poner la situación en perspectiva," fue la manera en que lo expuso, aunque creo que en realidad terminaron siendo como una docena de tragos... cada uno. Perdí la cuenta. Y fue de nuevo en el Four Fathers, naturalmente. Por lo menos es un lugar que no asocio con Ruth. 
Tras aceptar la invitación a cenar de Roger volví a casa, dormí durante el resto del día, y me desperté con jaqueca, sintiéndome pesado y aturdido, con esa ligera sensación de resaca con la que me despierto cuando duermo más de lo necesario. Eran las 5:30, estaba casi oscuro y,  bajo la luz crepuscular de un invierno tardío no me pude explicar por qué en el nombre de Dios había permitido que Roger me comprometiera a postergar mi renuncia, incluso por doce horas. Me sentía como una mazorca de maíz en la que alguien hubiera ejecutado un fabuloso truco de magia: quitar el maíz y el troncho y dejar intactas la capa de hojas verdes y los amarillos y blancos granos de polen.  
Soy conciente –Dios sabe que he leído lo suficiente como para estarlo– de cuan Byroniano–Keatsiano–Lamento–de–Joven–Werther suena eso, pero uno de lo placeres de llevar un diario que descubrí a los once y que tal vez esté redescubriendo ahora es que escribes sin tener un público –ni real ni imaginario– en la mente. Puedes decir cualquier puta cosa que se te ocurra.
Me tomé una ducha muy larga, casi todo el tiempo de pie y aturdido bajo la lluvia con una barra de jabón en la mano y luego, tras secarme y vestirme, me senté delante de la tele hasta alrededor de las siete menos cuarto, cuando ya era la hora de salir para encontrarme con Roger. Justo antes de largarme tomé la carta de Ruth de mi escritorio y me la metí en el bolsillo, creyendo que Roger tenía derecho a saber lo que me había hecho descarrilar. ¿Estaba buscando compasión? ¿Un oído atento, como dijo el poeta? No lo sé. Creo que lo que más deseaba que él estuviese seguro, realmente seguro, de que yo no era una rata que abandona el barco antes del hundimiento. Porque Roger me cae bien de verdad, y lamento que esté metido en un aprieto. 
Podría describirlo –supongo que si fuera un personaje de una de mis ficciones lo haría con cariño, con muchos detalles– pero ya que este diario es sólo para mí y conozco perfectamente bien cuál es el aspecto de Roger, luego de haber pisado las metafóricas uvas codo a codo con él durante los últimos diecisiete meses, no es realmente necesario. Encuentro el hecho inexplicablemente liberador. Los aspectos más destacables de Roger son que tiene cuarenta y cinco años, que parece de ocho a diez años más viejo, que fuma demasiado, que se divorció tres veces... y que me cae muy bien. 
Una vez instalados en una mesa al fondo del Fathers, con unas copas delante, me preguntó qué era lo que iba mal, aparte de las obvias desgracias de este fatídico año. Saqué la carta de Ruth de mi bolsillo y la arrojé sobre la mesa hacia él. Mientras la leía yo terminé mi trago y pedí otro. Cuando el mozo lo trajo Roger terminó su propia bebida de un trago, pidió otra, y puso la carta de Ruth junto a su plato. Sus ojos aún seguían fijos en ella. 
-¿'Muy pronto sus lágrimas se fundieron con las mías'? -dijo en voz baja, como si estuviera hablándose a sí mismo-. ¿'Cada palabra de la carta que estás leyendo ha sido como una espina atravesándome el corazón'? Jesús, me pregunto si ella alguna vez se le ocurrió escribir como una destripadora-de-corpiños. Podría haber algo allí.
-Déjalo, Roger. No es gracioso. 
-No, supongo que no -me dijo, y me miró con una expresión de simpatía que fue al mismo tiempo muy reconfortante y muy embarazosa-. Dudo que algo te resulte gracioso ahora.
-Ni siquiera un poco -asentí. 
-Sé cuánto la amas. 
-No puedes saberlo. 
-Sí, sí que puedo. Se te vé en la cara, John -. Bebimos sin decir nada durante un rato. El maitre d' llegó con el menú y Roger lo mandó a mudar con s una mirada. 
-He estado casado tres veces y tres veces divorciado -dijo-. Las cosas no mejoraron, ni se hicieron mas fáciles. En realidad parecen empeorar, como si le pegara a la misma herida una y otra vez. Los de la J. Geils Band tenían razón. El amor apesta-. Llegó su nuevo trago y lo tomó un sorbo. Casi esperaba que dijera ¡Mujeres! ¡No puedes vivir con ellas, no puedes vivir sin ellas!, pero no lo dijo. 
-Las mujeres -le dije, empezando a sentirme como un producto de mi propia imaginación-. No puedes vivir con ellas, no puedes vivir sin ellas.
-Oh, sí que puedes -agregó, y aunque sus ojos estaban fijos en mí, en realidad parecían estar viendo alguna otra cosa-. Puedes vivir sin ellas con bastante facilidad. Pero vivir sin una mujer, aun si es una mandona y una loca, amarga al hombre. Convierte en barro una parte esencial de su alma. 
-Roger...  
Levantó una mano. - Puede que no lo creas, pero casi hemos terminado de hablar de esto -dijo-. Podemos emborracharnos y lloriquear y darle mil vueltas al asunto, pero de lo único que hablaremos será de cómo conseguir el alcohol suficiente, que es del único tema del que siempre hablan los borrachos, en realidad. Sólo quiero decirte que lamento profundamente que Ruth te haya dejado, y me entristece tu dolor. Lo compartiría si pudiera. 
-Gracias, Roger -le dije, con la voz un poco ronca. Durante un segundo hubo tres o cuatro Rogers sentados al otro lado de la mesa y me tuve que restregar los ojos-. Te lo agradezco mucho. 
-No hay de qué-. Tomó un sorbo de su bebida-. Olvidemos por un momento que soy incapaz de revertir o aliviar las cosas y hablemos de tu futuro. John, quiero que te quedes en Zenith House, al menos hasta junio. Hasta fin de año, tal vez, pero por lo menos hasta junio.
-No puedo -dije-. Si me quedara sería sólo otra piedra de molino más alrededor de tu cuello, y creo que ya tienes suficientes.
-No me haría nada feliz verte partir -me dijo como si no me hubiera escuchado. Había sacado el paquete de cigarrillos que llevaba encima –estaba demasiado viejo, arrugado y golpeado como para parecer una afectación– del bolsillo interno de su chaqueta y estaba seleccionando un Kent de entre lo que parecían ser varios porros-. Pero podría dejar que te marcharas en junio si pareciese que estamos mejorando. Si Enders revolea el hacha, me gustaría que te quedaras hasta fin de año y me ayudases a envolver las cosas de manera ordenada-. Me miró con algo en sus ojos que estaba muy cerca de ser una pura súplica-. Salvo yo, tú eres la única persona sensata en Zenith House. Oh, supongo que ninguno de los demás está tan loco como el General Hecksler –aunque a veces tengo mis dudas con Riddley– pero es sólo una cuestión de grado. Te estoy pidiendo que no me dejes solo en este purgatorio, ya que eso es Zenith House este año. 
-Roger, si pudiese... si yo...
-Entonces ¿has hecho planes? 
-No... no exactamente... aunque...   
-¿No pensaste en ir y enfrentarla, a pesar de lo que dice esta carta? -la golpeó con una uña y luego encendió su cigarrillo. 
-No-. Indudablemente la idea se me había cruzado por la mente, pero no hacía falta que Ruth me dijera que era una mala idea. En una película, la muchacha se daría cuenta de su error  cuando viera de repente al héroe de su vida de pie ante ella, con un bolso hecho a toda prisa en la mano, con los hombros caídos y con el rostro cansado por el vuelo transcontinental, pero en la vida real sólo conseguiría ponerla en mi contra completamente y para siempre, o le provocaría una reacción de extrema culpabilidad. Y muy bien podría provocar una reacción de pugilismo extremo en el Sr. Toby Anderson, cuyo nombre ya he llegado a odiar cordialmente. Y aunque nunca lo he visto (la única cosa que ella olvidó incluir, dijo amargamente el amante al que le dieron calabazas, fue un retrato de mi sustituto), sigo imaginándome un joven de barbilla hendida, muy corpulento, con el aspecto, al menos en mi imaginación, de haber nacido para vestir el uniforme de los Rams de Los Angeles. No me importaría morder el polvo por mi amada –de hecho, la parte masoquista en mí  probablemente lo agradecería– pero me sentiría avergonzado, y terminaría llorando. Me disgusta admitirlo, pero lloro con bastante facilidad. 
Roger me miraba con los ojos entrecerrados pero sin decir nada, tan sólo juguteaba con su copa.
¿Y había más, verdad? O puede que fuese realmente lo único, y las demás tan sólo suposiciones. En el último par de meses he contraído una gran dosis de locura. No como la de esa ocasional señora del carrito que te para por la calle, ni como la de los borrachos de los bares que quieren contarte todo sobre los nuevos e ingeniosos métodos con los que piensan tomar por asalto Atlantic City, sino una verdadera locura. Y estar expuesto a eso es como estar de pie delante de la puerta abierta de un horno en el que se está quemando un montón de basura apestosa. 
¿Podría dominar la furia al verlos juntos, a su nuevo compañero –al del odioso nombre de jugador de fútbol– tal vez acariciándole el culo con la despreocupada indiferencia del que reconoce lo que es suyo? ¿Yo, John Kenton, graduado en Brown y presidente del bla–bla–bla? ¿El anteojudo John Kenton? ¿Acaso me vería empujado a una situación realmente irrevocable, una acción que podría ser muy probable si él resultara ser tan grande como lo sugiere su odioso nombre? ¿El viejo gritón John Kenton, el que confundió un puñado de efectos especiales con fotografías genuinas? 
La respuesta es: no lo sé. Pero sí sé esto: anoche me desperté de un sueño terrible, un sueño en el que yo había arrojado ácido de batería en su cara. Eso fue lo que me asustó de verdad, me asustó tanto que tuve que dormir el resto de la noche con la luz encendida. 
No en la de él. 
En la de ella
En la cara de Ruth. 
-No -dije de nuevo, y vertí lo que me quedaba en el vaso sobre la sequedad que escuché en mi voz-. No, creo que eso sería muy estúpido. 
-Entonces podrías quedarte. 
-Sí, pero no podría trabajar-. Lo miré algo irritado. La cabeza me empezaba a zumbar. No era un zumbido muy alentador, pero igual le hice una seña al camarero, que había estado acechando cerca, y le pedí otro trago-. Por el momento tengo problemas para recordar cómo atarme mis propios cordones-. No. Mentira. Sonó bien, pero no era verdad; mis cordones no tienen nada que ver-. Roger, estoy deprimido. 
-Los desconsolados deudos no deberían vender la casa luego del funeral -dijo Roger, y en mi estado de ebriedad me pareció muy ingenioso; de hecho, algo digno de H. L. Mencken. Me reí. Roger sonrió, pero podría decir que estaba serio-. Es cierto -me dijo-. Uno de los pocos cursos interesantes a los que alguna vez asistí en la universidad se llamaba Psicología de la Depresión Humana; era uno de esos pequeños rollos que te dan para completar las ocho semanas finales de tu último año, después de terminar las prácticas docentes.
-¿Ibas a ser profesor? -pregunté sobresaltado. No podía imaginar a Roger enseñando; y entonces, de repente, lo hice. 
-clases durante seis años -respondió Roger-. Cuatro en la escuela secundaria y dos en la elemental. Pero eso es otra historia. Este curso trataba de situaciones de estrés como el matrimonio, el divorcio, la encarcelación, y la soledad. En realidad el curso no era Consejos para Vivir Mejor ni mucho menos, pero si mantenías tus ojos bien abiertos podías darte cuenta de algunas cosas. Uno de los temas era el de vivir los primeros seis meses en una soledad muy profunda, en la misma casa que tú y la persona amada compartían cuando la muerte tuvo lugar.
-Roger, esto no es lo mismo-. Le dí un sorbo a mi nuevo trago, que tenía el mismo sabor que el anterior. Comprendí que ya me estaba quedando frito. También comprendí que no me importaba en lo más mínimo. 
-Pero lo es -me respondió, inclinándose solemnemente hacia mí-. En cierta forma, Ruth ahora está muerta para tí. Podrás verla de vez en cuando con el correr de los años, pero si la ruptura es tan definitiva y completa como dice en esa carta, la Ruth que podríamos llamar tu Amante, esa Ruth está muerta para tí. Y tú  estás afligido.
Abrí la boca para decirle que se fuera a la mierda, aunque luego la cerré de nuevo porque, a fin de cuentas, tenía parte de razón. Eso es lo que realmente significa seguir enamorado, ¿no? Es estar afligido por el amante que murió; el amante que está muerto, al menos para tí. 
-La gente tiende a pensar en el 'dolor' y la 'depresión' como en términos intercambiables -dijo Roger. Su tono era algo más pedante que de costumbre, y sus ojos estaban enrojecidos. Me dí cuenta de que Roger también estaba frito-. En realidad no lo son. Hay una parte de depresión en el dolor, por supuesto, pero también hay otros sentimientos, que van desde la culpa y la tristeza hasta la ira y el alivio. Una persona que huye de la escena de esos sentimientos es una persona que escapa de lo inevitable. Cuando llega a un nuevo lugar descubre que siente exactamente la misma mezcla de emociones que llamamos dolor o aflicción, salvo que ahora también experimenta cierta nostalgia, y la sensación de haber perdido la unión esencial que, con el paso del tiempo, convierte esa aflicción en recuerdos. 
-¿Recuerdas todo eso de un aburrido curso de psicología de ocho semanas al que asististe hace dieciocho años? -Roger bebió a sorbos su bebida-. Claro -dijo modestamente-. Obtuve una A. 
-Mierda que lo hiciste. 
-También me follé a la licenciada que impartió el curso. Y qué bien follaba.
-No es mi departamento el que pensaba abandonar -agregué, aunque no tenía ni idea si pensaba dejarlo o no... aunque bien sabía que el no se estaba refiriendo a eso. 
-No importaría si dejas o no esas dos habitaciones llenas de cucarachas -respondió-. Sabes de lo que te estoy hablando. Tu trabajo es tu casa.
-¿Síii? Pues el techo tiene sus buenas goteras -dije, y hasta eso me sonó muy ingenioso. Ya estaba frito, de acuerdo. 
-Quiero que me ayudes a tapar las goteras, John -dijo, inclinándose hacia adelante con seriedad-. Eso es lo que estoy diciendo. Por eso te invité a salir esta noche. Y el que tú aceptes sería la única cosa capaz de mitigar la que indudablemente va a ser una de las resacas más bestiales de mi vida. Ayúdanos a los dos. Quédate. 
-Me perdonarás si te digo que eso suena un poco egoísta y traído de lo pelos. 
Se echó hacia atrás. -Yo te respeto -dijo, un poco fríamente -pero además me agradas, John. Si no, no me estaría rompiendo el culo para que sigas adelante-. Él dudó, pareció a punto de decir algo más, pero no lo hizo. Sus ojos lo dijeron por él: Ni me estaría humillando por suplicártelo tanto.
-No puedo entender por qué te esfuerzas tanto -dije yo-. Es decir, estoy halagado, pero... 
-Porque si alguien puede conseguir un libro o tener una idea que evite que Zenith desaparezca, ése eres tú -me interrumpió. Había en sus ojos una intensidad que encontré casi aterradora-. Sé lo jodidamente avergonzado que estuviste por todo el asunto de Detweiller, pero... 
-Por favor -dije-. No le echemos más leña al fuego. 
-No pretendía traerlo a colación -me contestó-. Es sólo que tu amplitud de miras ante una propuesta tan inusual...
-Fue inusual, de acuerdo...  
-¿Quieres callarte y escuchar? Tu respuesta a la carta de Detweiller demostró que aún estás abierto a una idea potencialmente comercial. Herb o Bill simplemente habrían tirado su carta en la papelera.
-Y todos nosotros habríamos estado muchísimo mejor -le dije, pero vi adónde quería llegar y estaría mintiendo si no dijera que me sentí halagado... y que por primera vez me sentía un poco mejor sobre el asunto de Detweiller desde mi humillación en la comisaría. 
-Esta vez -asintió-. Pero esos tipos también le habrían devuelto a V. C. Andrews su serie de  Flores en el Ático, o alguna brillante idea nueva. ¡Bum! a la papelera y de vuelta a contemplarse los ombligos-. Hizo una pausa-. Te necesito, Johnny, y creo que sería bueno que te quedes; para tí, para mí, y para Zenith. No hay otra forma de poder expresarlo. Piensa en ello y dame una respuesta. La aceptaré, sea cual sea. 
-Me estarías pagando por el equivalente de recortar pajaritas de papel, Roger. 
-Ésa es un riesgo que estoy dispuesto a aceptar.
Pensé en ello. Aquel día había comenzado a vaciar mi escritorio y no había llegado muy lejos; parafraseando a Poe, ¿quién habría pensado que el viejo escritorio pudiera esconder tanta basura? O puede que fuera cosa mía, y ese chiste sobre no ser capaz ni de atarme los cordones de mis zapatos no estaba tan errada, después de todo. Había conseguido dos cajas de cartón vacías en el cuarto de Riddley (que últimamente huele singularmente a hierba, como a marihuana fresca... pero no, no vi nada de eso por allí) y no hice otra cosa que contemplarlas. Puede que, con un poco más tiempo, podría terminar la sencilla tarea de desempolvar mi antigua vida antes de comenzar una nueva e inimaginable. Es sólo que me he sentido tan jodidamente triste. -Supongamos que postergo la renuncia hasta fin de mes -dije-. ¿Eso te tranquilizaría? 
Sonrió. -No es lo mejor que esperaba -me respondió- pero tampoco es lo peor que me temía. Lo aceptaré. Y creo que mejor ordenemos la cena ahora que todavía podemos sentarnos derecho.
Pedimos bistecs, y los comimos, pero para ese entonces tenía la boca demasiado adormecida como para saborear mucho. Supongo que debería agradecer que nadie haya tenido que realizar la Maniobra Heimlich en ninguno de los dos. 
Cuando nos íbamos, sujetándonos el uno al otro, ayudados por el preocupado maitre d' (quien sin duda sólo quería sacarnos de allí antes de que rompiéramos algo), Roger me dijo: -Otra cosa que aprendí en ese curso de psicología...  
-¿Cómo dijiste que se llamaba? ¿La Psicología de las Almas Averiadas? 
Para entonces ya estábamos afuera, y sus carcajadas flotaron a la deriva en pequeñas y heladas nubes de vapor. -Era la Psicología de la Depresión Humana, pero en realidad me gusta más el tuyo- Roger hizo enérgicas señas a un taxi, cuyo chofer lamentaría en breve habernos recogido-. También decía que ayuda llevar un diario personal.
-Mierda -respondí-. No he tenido un diario desde que tenía once años. 
-Bien, qué rayos -me dijo- búscalo, John. Quizá todavía lo tengas por ahí, en alguna parte-. Y cayó en otra violenta serie de carcajadas que sólo acabaron cuando se inclinó y vomitó con indiferencia sobre sus propios zapatos. 
Lo hizo dos veces más durante el trayecto a su edificio de departamentos en la 20 y Park Avenue South, asomándose por la ventana todo lo que podía (que no era demasiado puesto que era uno de esos Plymouths donde las ventanillas traseras sólo bajan hasta la mitad y que tienen un severo cartelito amarillo y negro que dice ¡NO FUERCE LA VENTANA!) y vomitando contra el viento, para luego volver a sentarse con esa misma expresión de indiferencia en el rostro. Nuestro conductor, un Nigeriano o Somalí por su acento, estaba horrorizado. Acercó el auto al bordillo y nos ordenó que bajáramos. Yo estaba dispuesto, pero Roger permaneció sentado. 
-Amigo mío -le dijo-, me bajaría si pudiera caminar. Ya que que no puedo, usted tiene que llevarnos. 
-Lo quiero fuera mi tacsi, señó. 
-Hasta ahora he tenido la cortesía de vomitar por la ventana - le respondió Roger con esa misma expresión indiferente y casi complacida en su cara-. No ha sido fácil debido a la postura, pero lo he hecho. Me parece que en unos pocos segundos voy a vomitar de nuevo. Si usted no nos lleva, voy a hacerlo en su cenicero.
En el edificio, ayudé a Roger en el vestíbulo y lo metí en el ascensor con la llave del apartamento en una mano. Luego volví al taxi. 
-Tome otro tacsi, señó -me dijo el conductor-. Sólo págueme y tómes otro. No pienso llevarlo má. 
-Es sólo hasta el Soho -le dije-, y te daré una propina del demonio. Además, no siento que fuera a vomitar-. Me temo que esa fue una pequeña mentira. 
Me llevó, y al fijarme en la billetera al día siguiente descubrí que efectivamente le dí una propina del demonio. Y en realidad me las arreglé para llegar arriba antes de vomitar. Aunque una vez que empecé

no me detuve por un largo rato. 
No fuí a trabajar al día siguiente; hice todo lo que pude por salir de la cama. Sentía la cabeza monstruosa, hinchada. Llamé a eso de las tres y me atendió Bill Gelb, quien dijo que Roger tampoco había aparecido. 
Desde entonces he tenido un montón de llantos y de noches sin dormir, pero quizás Roger no estaba tan equivocado: las únicas horas en las que me siento casi como la mitad de mí mismo son las que paso en el noveno piso de la calle 490 Park. Las últimas dos noches, Riddley casi ha tenido que barrerme a la calle junto con el aserrín rojo. Tal vez haya algo de cierto en esa mierda de "se dedicó de lleno a su trabajo". Incluso esta idea del diario me parece buena... a pesar de que pueda ser solamente el alivio de haber abandonado finalmente mi espantosa novela pastoral. 
Quizá me quede después de todo. Hacia adelante y arriba... si es que queda algún arriba para mí. Hombre, todavía no puedo creer que ella se haya ido. Y es que aun no he perdido la esperanza de que ella pueda cambiar de idea.




















                                                                        21 de marzo de 1981 
 
Sr. John "Soretito" Kenton 
Zenith House Editores, Hogar de los Sacos de Pus 
490 Caca Avenue South 
New York, New York 10017, 
 
Estimado Soretito, 
 
¿Pensaste que me había olvidado de tí? ¡Mis planes para la venganza se realizarán sin importar ¡QUÉ! suceda conmigo! ¡Tú y todos los "Bolsa de Pus" de tus compañeros pronto sentirán la ¡IRA! de ¡CARLOS!! 
  He conjurado los poderes del Infierno,  
 
                                                                         Carlos Detweiller 
                                                                         En Tránsito, E.E.U.U. 

PD–¿Todavía no huele algo "verde", Sr. Soretito  Kenton?






Del diario de John Kenton.
 
                                                                         22 de marzo de 1981 
 
Hoy recibí una carta de Carlos. Me desternillé de la risa. Herb Porter vino corriendo, para saber si me estaba muriendo o qué. Se la mostré. La leyó y frunció el entrecejo. Quiso saber de qué me reía, ¿acaso no me estaba tomando en serio al tal Detweiller? 
-Oh, me lo tomo en serio... en cierto modo -le respondí. 
-¿Entonces por qué rayos te estás riendo? 
-Supongo que porque no debo ser más que un tablón torcido en el gran suelo del universo -respondí, y luego empecé a reirme a carcajadas. 
Frunciendo el entrecejo tan profundamente que las líneas de su cara ya se habían vuelto grietas, Herb dejó la carta en la esquina de mi escritorio y retrocedió hasta la puerta, como si yo tuviese algo contagioso. -No sé por qué estás tan raro últimamente -me dijo-, pero de todas formas te daré un buen consejo. Consíguete algo para tu protección personal. Y si necesitas ayuda psiquiátrica, John...
Yo sólo seguía riendo; para ese entonces había caído en un frenesí casi histérico. Herb me contempló un rato más, luego dio un portazo y se alejó. Así fue como también, en realidad, terminé llorando. 
Espero poder hablar con Ruth esta noche. Echando mano de toda mi fuerza de voluntad he conseguido no llamarla, esperando cada día que fuera ella la que me llame. Enloquecedoras imágenes de ella y el odioso Toby Anderson retozando juntos; la escena recurrente es una bañera. Así que la llamaré. Se me terminó la fuerza de voluntad. 
Si tuviera el remite de Carlos Detweiller le enviaría una tarjeta postal: "Estimado Carlos: lo sé todo sobre conjurar los poderes del Infierno. Tu Fiel Sirviente, Soretito Kenton." 
Porqué me molesto en anotar todo esta basura, o porqué sigo abriéndome paso entre las pilas de viejos manuscritos sin devolver que están junto al armario de Riddley, en la sala del correo, son un misterio para mí. 
 
                                                                         23 de marzo de 1981
 
Mi llamada a Ruth fue un desastre absoluto. El hecho de estar aquí, sentado y escribiendo cuando ni siquiera quiero pensarlo, es algo que desafía la razón. Es perseverar más y más en el error. En realidad, porqué; tengo la difusa idea de que si lo escribo perderá algo de su poder sobre mí... de manera que déjame confesar, aunque cuanto menos diga, mejor. 
¿Ya he escrito aquí que lloro con mucha facilidad? Creo que sí, pero no tengo el coraje para mirar atrás y comprobarlo. Pues bien, lloré. Quizá eso lo explique todo. O quizá no. Supongo que no. Me había pasado el día –los últimos dos o tres días, para ser sincero– diciéndome a mí mismo que no tenía que a.) llorar, ni b.) rogarle que vuelva. Terminé haciendo c.) las dos cosas. Estos últimos dos días he mantenido varias malhumoradas charlas a puertas cerradas con mí mismo (y sobre todo las desveladas noches) sobre el tema del Orgullo. Al estilo, "Incluso luego de perderlo todo, lo único que le queda a un hombre es su Orgullo." Saqué cierto triste consuelo de este pensamiento y fantaseé ser como Paul Newman, en aquella escena de Manos Frías Luke donde él se sienta en su celda tras la muerte de su madre, se pone a tocar el banjo y llora en silencio. Desgarrador, pero tranquilizador, definitivamente tranquilizador. 
Pues bien, la tranquilidad me duró hasta unos cuatro minutos después de oír su voz y de tener una súbita y total remembranza de Ruth, algo así como un tatuaje en la imaginación. Lo que quiero decir es que no entendí que la había perdido hasta que la escuché decir "¿Hola?¿John?" –tan sólo esas dos palabras– y tuve ese punzante y repentino recuerdo ¡Dios, cómo notaba su presencia cuando estaba aquí!
¿Incluso luego de perderlo todo, lo único que le queda a un hombre es su Orgullo? Sansón podría haber tenido una opinión similar con respecto a su cabello. 
De cualquier modo, lloré y supliqué, y poco después ella lloró y finalmente tuvo que colgar para librarse de mí. O quizá el odioso Toby –al que nunca oí pero que sé de algún modo que estaba allí en el cuarto con ella; casi podía oler su colonia Brut– le quitó el teléfono de la mano y lo colgó en su lugar. Así podrían hablar de su compromiso, o de su boda en junio, o quizás para que él pudiera fundir sus lágrimas con las suyas. Es resentimiento –un amargo resentimiento– lo sé. Pero he descubierto que incluso luego de que el Orgullo se haya ido, un hombre mantiene su Resentimiento. 
¿Descubrí algo más esta noche? Sí, creo que sí. Que lo nuestro está terminado, auténtica y definitivamente terminado. ¿Esto impedirá que la llame de nuevo o que me rebaje aún más (si acaso eso es posible)? No lo sé. Espero que sí; Dios, de verdad lo espero. Y siempre queda la posibilidad de que ella cambie su número telefónico. De hecho, creo que incluso es probable, gracias a las alegrías de esta noche. 
Así que ¿qué me queda ahora? El trabajo, supongo. Trabajo, trabajo, y más trabajo. Sigo escarbando sin descanso entre la pila de manuscritos de la sala del correo, escritos no solicitados que, por una u otra razón, nunca se devolvieron (después de todo, como bien dice en la placa, nosotros no nos hacemos responsables de esos niños huérfanos). En realidad, no espero encontrar allí la próxima Flores en el Ático, ni a un John Saul o Rosemary Rogers en ciernes, pero si Roger estuviera equivocado en eso, al menos tiene toda la razón en algo mucho más importante: el trabajo me mantiene cuerdo. 
Orgullo... luego el Resentimiento... y después el Trabajo. 
Oh, a la mierda con todo. Voy a salir, me voy a comprar una botella de bourbon, y me voy a agarrar una borrachera de la gran puta. Éste es John Kenton, firmando y yendo por una gran bomba.


 


















 























FIN  DE  LA  PLANTA,  PARTE  TRES
 

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