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jueves, 9 de mayo de 2013

CUENTOS DE TERROR - I


CUENTOS DE TERROR
I


ABONO PARA EL JARDÍN
Juan C. "REX" García Q.
Rolando entró a la casa con su esposa en brazos. Tenían ya dos años de casados
y habían hecho lo mismo al entrar en la habitación del hotel en la luna de miel y en su
antiguo departamento, pero ahora el ritual se repetía en su nueva casa. <de nuestras vidas>> le había dicho Rolando a Karla, su esposa, cuando le platicó
que se la ofrecían. Era una casa de dos pisos, de mediano tamaño, con recibidor, sala,
comedor, cocina, y en la planta alta tres recamaras, y un baño completo. Y en la parte de
atrás un pequeño jardín que ahora estaba seco por el invierno que acababa de pasar, pero
el antiguo dueño aseguraba que no tardaría en crecer un pasto verde y suave, y que hasta
flores podían plantar al pie de la barda. En realidad a Karla no le había convencido el
precio excesivamente barato de la casa, ni la buena ubicación, ni el perfecto estado en
que se encontraba; fue ese jardín. Después de vivir dos años en un pequeño departamento
sentía que tener una casa con jardín, aunque fuera así de pequeño, era lo más maravilloso.
Imaginaba estar acostada en el suave pasto tomando el sol, con un baso de limonada
en un lado, y al otro a su marido, y tal vez, después, encima de ella.
--Bienvenida mi reina a su nuevo palacio. --dijo Rolando.
--Gracias, pero serviría usted a dejarme en el sillón por favor. --contestó siguiendo
el juego de realeza.
Entraron a la sala, saltó unas cajas que aun no desempacaban y colocó a Karla en
el sillón cubierto por una sabana, para después dejarse caer junto a ella.
--¡Uf! --miró las cajas llenas de artículos sin desempacar. --De solo pensar en lo
que nos falta de guardar me dan ganas de regresarme
--¡Hagámoslo! guardemos todo y vámonos de aquí. --dijo Karla y se levantó he
hizo ademan de llevarse una caja.
--¡No! Espera, es broma te lo juro. --la sujetó de un brazo y la volvió a sentar. --
Mejor nos quedamos. --y le dio un largo beso.
--Tranquilo muchacho, que tengo que ir a dar clases en una hora.
--Bien, tenemos tiempo suficiente. --la siguió besando y acariciando la pierna.
--No señor escritor. Usted se queda aquí a escribir su gran novela y yo me voy
como mundana maestra a impartir clases a la Universidad. --lo separó con los brazos y
se levantó.
--¿Y me vas a dejar aquí solito? --dijo imitando a un niño.
--Si, como lo he hecho desde que tienes esa beca. Así que ya no digas más. Voy
arriba por mis cosas.
--¡Pero recuerda que al volver tenemos que hacer el amor en todas las habitaciones
para la buena suerte! --gritó Rolando mientras escuchaba a su esposa subir las escaleras.
Rolando suspiró y cerró los ojos para descansar. Prácticamente él había hacho
toda la mudanza, y por fin, después de once días de ir y venir, pasarían su primera noche
ahí. Aun faltaban cosas por desempacar y acomodar, pero abría tiempo después. Ahora
lo principal era su novela, en la cual ya estaba atrasado. Tenía ya un mes que debería
haberla acabado y sus jefes empezaban a dudar de él... pero habría tiempo, en ese momento
descansaría un poco ahí sentado.
Repentinamente se escuchó un ruido en la cocina. Rolando se sobre saltó y necesitó
unos segundos para saber donde estaba. <<¿Donde estoy?>> <<¿Me quedé dormido?
¿Cuanto tiempo?>> El sonido se volvió a escuchar. Era un ruido en el suelo, como si
arrastraran algo pesado.
--¿Karla, eres tú? --preguntó sin obtener respuesta.
Se levantó, pasó por el comedor y llegó a la puerta va-y-ven de la cocina.
El ruido de nuevo.
Rolando lo escuchó perfectamente, algo se movía ahí dentro. Abrió la puerta y la
sujetó con una mano para que no se regresara. Karla no estaba ahí dentro, ni nadie más.
Recorrió todo con la vista, parecía normal. Pero al mirar a la ventana que daba al jardín,
entre la cortina amarilla de patos, le pareció ver a alguien parado afuera, la silueta de un
hombre.
--¿Qué haces? --preguntó su esposa.
Rolando dio un brinco y se agarró el corazón. Tras él estaba su esposa ya lista
para irse.
--¡Karla!
--¿Que pasa? --sofoco una risa por haber asustado a su marido.
--creí que estabas dormido.
--Si lo estaba, creo, pero oí algo aquí dentro.
--¿Y que era?
--Pues no vi nada. No lo se.
--Con que no me salgas ahora que hay ratones...
--No mi vida ¿como crees? --dijo Rolando para tranquilizarla. No había nada a
lo que le temiera más que los ratones.
--Bien. Me tengo que ir ya. Llego a las nueve. Descansa un poco, escribe todo lo
que puedas y acomoda lo que necesites ¿Si? --ambos salieron de la casa y Karla subió al
auto. --Te quiero. --dijo Karla antes de arrancar.
Rolando se quedó parado en la banqueta viendo como se iba su esposa. Dio la
media vuelta y se encontró de frente con la casa. La miró. Era hermosa. <<¿Por qué la
vende?>> le había preguntado al Sr. González realmente queriendo preguntar ¿Por qué
la vende tan barata?
<> había contestado sombríamente. Pero ahora él estaba
decidido llenarla de buenos momentos, sin importar lo pasado. Era una oportunidad
nueva, otra vida, era más que una casa. Con esos pensamientos entró a la casa, solo, y
cerró la puerta tras de él.
2
La tarde transcurrió lenta. Rolando permaneció horas sentado frente a su computadora
en el estudio que había adaptado en una de las habitaciones, pero no pudo agregar
ni una palabra más a "El día era.." última frase que había escrito y de la cual no podía
salir. Se levantaba, iba al baño, acomodaba unas cosas, bajaba a tomar agua, y así,
sin hacer nada, se hizo de noche.
Miró el reloj de la computadora, 8:30 p.m. Faltaba media hora para que Karla
llegara. Y automáticamente el pensar en ella se sintió excitado. Estaba enamorado de
ella y con los dos años de matrimonio más, pero aparte del amor y todo el romanticismo
existente, ella lo excitaba. Apagó la computadora resignado a no escribir nada por ese
día y salió de la habitación. Llegó a su recamara, vio la cama matrimonial, y se decidió
a tan solo esperar a que su esposa llegara para hacer el amor. Tomó el control remoto y
encendió el televisor, esa era la única luz que alumbraba el cuarto. Pero ni siquiera se
tomó la molestia de ver que programa había ya que fue directamente a la ventana y desde
ahí vio, en panorama aéreo, el cuadro de tierra que prometía convertirse en un bello
jardín.
Y frente a él, cara a cara, apareció el rostro de un muerto del otro lado de la ventana.
Rolando gritó y caminó hacía tras con pasos torpes hasta tropezar con la cama y
quedar acostado en ella. El rostro seguía ahí. Tenía poco pelo, un ojo verde con lama y
el otro arrugado como pasa, la nariz había desaparecido y toda la piel estaba podrida.
--No es cierto, eso no existe. --se dijo así mismo Rolando y cerro los ojos, pero
en su mente seguía viendo esa aparición.
Al volverlos abrir solo la ventana estaba frente a él y la oscuridad lo rodeaba. Se
levantó inmediatamente y encendió la luz. Corrió por toda la casa prendiendo los focos
de todas las habitaciones, y al terminar salió de la casa y se sentó en la banqueta a esperar.
Estaba asustado, decidido a contarle todo a su esposa y nunca volver ahí. Pero los
minutos pasaron, le miedo se volvió calma y la certeza en incertidumbre. ¿Había visto
realmente lo que vio? ¿Acaso no pudo ser una sombra o un reflejo? ¿O algo de su imaginación?
Tal vez. No lograba convencerse del todo, pero era lo más fácil. Sintió vergüenza
por haber estado ahí sentado, y se levantó para regresar a la casa, en eso llegó
Karla.
--¡Mi vida! --dijo Karla al bajarse del auto. Traía su portafolios y unas hojas de
maquina (seguramente exámenes, pensó Rolando) --Tenía muchas ganas de regresar. --y
lo besó.
--¿Cómo te fue?
--Bien, como siempre. Los alumnos están mejorando mucho en sus ensayos --
(eran ensayos, no exámenes) --y se ve que les está gustando la materia.
--Mientras no sea la maestra lo que les guste... --dijo Rolando. La tomó por la
cintura y la acercó a él.
--Mmm, "siento" que es hora de pagar lo que te prometí ¿verdad?
--Así es.
--Pero al menos podríamos entrar a la casa ¿O quieres aquí?
Entrar a la casa. Rolando lo pensó unos segundos y decidió no decir nada de lo que le
pasó ¿O a lo que creyó a verle pasado?
--Está bien, solo por esta vez.
Entraron en ella. Hicieron el amor, más no en todas las habitaciones. La alfombra
de la sala, la mesa del comedor y la cama en su recamara fue el recorrido de esa noche.
Al final ambos se quedaron profundamente dormidos. Rolando no soñaba, así que
cuando escuchó que tocaban en la puerta de su habitación en plena madrugada, despertó
inmediatamente.
Toc, toc.
Abrió los ojos, y a diferencia de cuando se quedó dormido en la sala, supo donde
estaba, lo que había pasado, más no que estaba pasando.
Toc, toc.
Se incorporó, miró a un lado suyo y la cama estaba vacía. Karla había desaparecido.
La perilla de la puerta comenzó a girar, la puerta se abrió y ahí estaba parado. Un
cadáver en estado de putrefacción entró a la habitación dando pasos confusos e inseguros,
como si en cualquier momento se fuera a deshacer, y fue a pararse al pie de la cama,
desde ahí observaba a Rolando. El ambiente se llenó de un olor nauseabundo y a
pesar de que no había ninguna luz encendida Rolando podía verlo perfectamente. Era alto
, vestía con unos trapos incoloros y roídos, restos de lo que fue su ropa. En el costado
derecho se le podían ver las costillas y entre ellas algo se retorcía.
--Ven con migo. --dijo el visitante, pero la voz pareció salir de toda la habitación,
y alzó los brazos frente a él pretendiendo agarrarlo. La faltaba el dedo índice de la
mano izquierda.
--¡Largo de aquí! ¡No iré contigo a ninguna parte! --gritó al fin Rolando saliendo
se su shock.
Tomó el control remoto de la televisión, sin saber siquiera que era, y se lo aventó
con toda su furia y terror. El control dio contra el pecho del muerto y rebotó para caer
en la cama. Se escucho un sonido sordo, como cartón, y saltó un poco de polvo. <real, no es ningún fantasma, está aquí, es real>> repetía Rolando en su mente.
En ese momento entró Karla a la habitación, traía un plato con un sándwich, y estaba
visiblemente consternada.
--¡Rolando! ¿Qué tienes? ¿Por qué gritas? --preguntaba Karla y encendió la luz.
Solo su marido y ella estaban en la habitación.
Rolando volteo a verla, luego al pie de la cama, luego a ella otra vez.
--Ahí... había alguien.. lo vi.
Karla se acercó y se sentó a un lado de él.
--Esta bien, no pasa nada --le acariciaba la frente. --Solo fue un mal sueño, una
pesadilla.
El la miró, y exaltado la tomó de los hombros.
--¡No estabas! ¡¿Fue él?¡ ¿Te llevó con él?
--Bajé a la cocina. Tenía hambre. Cuando subía las escaleras te escuche gritar.
¿Qué te está pasando? --ahora era ella quien tenía miedo.
Rolando reaccionó ¿Qué le estaba pasando? No lo sabía. No tenía la menor idea.
Ambos se abrasaron y para sorpresa de él mismo, volvió a dormirse en poco tiempo.
3
Despertó, pero no por algún ruido extraño, si no por un olor. Huevos con jamón.
Karla le estaba preparando su desayuno preferido.
Se levantó, fue al baño a enjuagarse la boca, pero aun no encontraba el Listerín por ninguna
caja, así que solo usó agua. Al bajar las escaleras escuchó a su esposa cantar.
¿Cómo le iba explicar su comportamiento de anoche? Le parecía difícil no tanto por lo
increíble de la historia, si no porque él mismo no la creía. Entró a la sala, pasó por el
comedor, se oía el aceite caliente brincar en el sartén, y entró a la cocina. No había nadie,
solo el sartén con huevos y jamón a punto de quemarse.
--No puede ser --se dijo Rolando y se tocó le frente. Se sentía mareado.
--Buenos días --dijo Karla. Traía el trapeador que guardaban afuera, en el pateo.
<>
--¡Oh! el desayuno --Karla se percató que estaba apunto de quemarse y corrió a
apagar el quemador. --Suficiente tengo conque se me haya caído el café como para que
también se queme el desayuno. --y con el trapeador secaba el piso de una mancha negra.
Rolando la observaba.
--¿Puedo ayudarte en algo?
--Gracias, pero aunque no parezca, todo esta bajo control.
--Esta bien. Karla, respecto anoche yo...
--No digas nada. No tienes porque. ¿Crees que no me doy cuenta? Has estado
muy nerviosos estos últimos días, con lo de la mudanza, la novela, tus jefes. Además no
es fácil adaptarse a una casa nueva, lleva tiempo. Yo por ejemplo, me tardé lo doble en
preparar el desayuno porque no encontraba nada.
--Pero es que... <por la casa. Una, levitando en la ventana de la recamara y la otra fue anoche cuando
grité. ¡No, son tres veces! La primera vez lo vi aquí, a través de la cortina. tenemos
que irnos ya>>...Tienes razón, gracias. --la besó, sin pasión, solo un beso de agradecimiento.
--Te amo.
--Y yo a ti.
--Ya que nos pusimos de acuerdo, vamos a desayunar.
Durante el desayuno platicaron de todos los convenientes de la nueva casa. Pasaron
la mañana arreglando las últimas cosas. Rolando invitó a Karla a comer a un restauran
para que no tuviera que cocinar, y a las cinco Karla partió a su trabajo y Rolando
nuevamente se quedó solo en la casa. "El día era..." brillaba en su computadora y en lugar
de escribir pensaba en el día tan fantástico que había pasado con su esposa. Era, tal
vez, tiempo en pensar en la posibilidad de tener un hijo. Aun no sabía si su novela tendría
éxito, pero a él le parecía buena, así que tenía fe en que el dinero no fuera problema.
Solo era cuestión de escribir esos dos últimos capítulos que no le salían. Era cuestión de
tiempo. <mi novela, será un éxito, tendremos nuestro hijo y seremos inmensamente felices>>
--Ven con migo --escucho Rolando decir a una voz en el pasillo.
Saltó de su silla y se paró pegado a la pared. De alguna forma había olvidado ese
cadáver putrefacto, como si hubiera sido siglos atrás, pero el recuerdo había vuelto, junto
con el pavor que le provocaba.
--No voy a ir a ningún lado. --dijo Rolando más para si mismo que para alguien
más.
Esperaba ver entrar al cadáver en la habitación, o que apareciera de pronto frente
a él como mago, pero nada de eso pasó.
Sonó el timbre de la puerta.
Se quedó inmóvil, incrédulo a lo que oía.
Tocaron el timbre de nuevo.
Al fin Rolando pudo moverse, y lentamente se asomó al pasillo. Estaba solo.
Caminó a las escaleras, bajó, y abrió la puerta. había un tipo alto ahí parado. Era joven,
y a pesar de tener cachucha, su cara estaba muy quemada por el sol.
--Hola, soy Juan el Jardinero. --se quitó la cachucha y le extendió la mano.
--Hola. --saludo Rolando sin saber quien era ese tipo y que hacía ahí. Le dio la
mano instintivamente para devolverle el saludo y se dio cuenta que temblaba. Juan el
jardinero también lo notó. --¿Si?
--Este... ¿El Sr. González no le dijo de mi?
--La verdad es que no.
--Soy Juan el jardinero.
--Ya lo habías dicho.
--Es cierto --dio una pequeña risita. Hasta ese momento se dio cuenta Rolando
que Juan tenía un cierto retraso mental. --Yo cuido el jardín de esta casa cuando es verano,
porque en invierno no hay jardín, y como ya es verano me toca cuidarlo si usted
quiere ¿Quiere?
Rolando se quedó callado observándolo. Le cayó bien el muchacho, pero su cara
quemada, su físico y su forma de hablar se le hacía conocido ¿Pero de donde?
--¿No quiere? --volvió a preguntar Juan al no obtener respuesta.
Rolando salió de sus pensamientos y se sintió estúpido con ese comportamiento.
--Si, si quiero. Disculpa, es que estaba pensando en otras cosas. Pasa, pero te advierto
que aun no hay nada de pasto que cuidar.
--¡Que bien! --exclamó el muchacho. Cargó un costal donde tenía sus herramientas,
de las cuales resaltaba un pico y una pala, y en el fondo sonaban algunos otros fierros.
Caminó tras Rolando que lo conducía al patio. --Este jardín es mi favorito de todos,
todos.
--¿Y cuantos jardines arreglas?
--Nada mas este.
Rolando se rió de la respuesta del muchacho. Llegaron a la cocina.
--Pues espero que lo hagas bien porque aquí se necesita mucho trabajo.
--Ven con migo --contestó la voz del cadáver.
Dio la media vuelta y el muchacho ya no estaba. En su lugar estaba el repulsivo
cadáver alzando sus brazos hacia él. En un abrir y cerrar de ojos tenía a Rolando por el
cuello. Rolando quería gritar pero solo un chillido le salía por la garganta. Lo estaba asfixiando.
El cadáver había ya perdido un ojo y en ese lugar ahora una lombriz se acomodaba,
y el olor de la carne podrida del cuerpo era más claro que la noche anterior. A
Rolando se le empezaba a nublar la vista cuando vio en la mesa un cuchillo grande, a
Karla se le había olvidado guardarlo. Lo tomó a duras penas con una mano y con todas
las fuerzas que le quedaban lo clavo en el pecho del engendro que tenía enfrente. Las
manos cedieron y lentamente calló al suelo. Rolando tomó tres bocanadas de aire para
recuperarse y cerró lo ojos para ver si al abrirlos había desaparecido el fétido cadáver de
su cocina, pero no fue así. Abrió los ojos y el muerto seguía ahí, solo que ahora intentaba
levantarse del suelo.
--¡Maldito! ¡Maldito! --gritó Rolando y se fue encima de él. Tomó el cuchillo,
lo sacó el cuerpo y lo volvió apuñalar lleno de furia. Se detuvo cuando ya no pudo
más. Lo miró para cerciorarse de que ya no se moviera, pero era a Juan el Jardinero a
quien había apuñalado, sobre el cual estaba sentado, jadeando y con el hombro adolorido,
además de totalmente desorientado. Miró a su alrededor y la mesa, las sillas, el refrigerador
y la estufa estaban salpicadas de sangre. Se miró las manos y ambas estaban
rojas. Se levantó del suelo mirando lo que había hecho. Los ojos de Juan tenía expresión
de miedo, no llegó a entender lo que pasaba.
--Lo maté. Asesiné al muchacho. Dios mío ¿Cómo pude? Lo mate, lo mate. Yo
no quería. El me quería matar, pero no era él, era el muerto y lo maté, pero se fue. Asesiné
a Juan el Jardinero. Me voy a volver loco ¿Qué voy hacer?
Miró hacia el jardín, miró la pala de Juan y tuvo una idea.
--Yo no puedo ir a la cárcel --le decía a el muchacho. --Tu sabes que mi intención
no era hacerte esto. Fue él quien me engañó. Soy feliz y lo voy hacer aun más. --
agarró el pico y la pala y salió al patio. Comenzó a cavar un poso calculando el tamaño
del nuevo cadáver. --Tengo una hermosa esposa, un futuro, una casa nueva, si una nueva
casa. --A los primeros minutos le salieron ampollas en las manos, pero no le importó,
estaba decidido a terminar, con el poso y con el putrefacto cuerpo que lo asechaba, a la
próxima vez que lo viera ya no se le escaparía. --Oh no, ese maldito ya no se me va. --
pensaba en formas de atraparlo y deshacerse de él. Y cuando terminó el poso se dio
cuenta de algo: ya no tenía miedo.
Fue a la cocina y tomó a Juan por los pies. Ya se había formado un gran charco
de sangre en la cocina, pero de eso se encargaría después. Lo arrastró hasta el patio, lo
metió al poso, aunque tuvo que doblarle un poco las rodillas para que entrara, y comenzó
a echarle tierra en cima.
--No te preocupes Juan, que tu nota también se la cobraré yo a nuestro enemigo.
El pozo era poco profundo así que termino rápido al taparlo, y la tierra sobrante
<>
la esparció por el terreno uniformemente. Después
se puso a limpiar la cocina con un trapo y con el trapeador, y cada cubetazo de agua con
sangre lo tiraba en la tierra del patio.
<>
Se le hizo más difícil de lo que pensaba ya que la sangre se batía, no era como
recoger café. Cuando terminó, ahí mismo se quitó la ropa y la puso en la tina metálica,
le puso combustible para carne asada y le prendió fuego. Se quedó desnudo contemplando
la danza del fuego hasta que solo quedó cenizas y la lumbre se consumió. También las tiró en el patio, revolviéndolo con la tierra suelta. Subió corriendo a darse un
baño y cuando salió se sentía de lo más confortable.
De pronto sintió el impulso de escribir "El día era gris y triste, como los sentimientos
de Susana ahora que sabía la verdad. Se sentía con un torrencial de pasiones
dentro de ella..." Lo tenía y era perfecto. Corrió a la computadora, que había dejado
prendida, recordó, y comenzó a escribir.
4
A partir de esa noche Rolando escribió todos los días y, en una semana tenía
terminada la novela con un final mucho mejor de lo que esperaba. Sus jefes quedaron
impresionados con los resultados (Rolando mismo lo estaba, pero era algo que nunca
aceptaría públicamente) Y al publicarse fue todo un éxito. Tuvo meses atareados de dar
conferencias, entrevistas y platicas publicitarias. Su esposa se sentía orgullosa de él y
día tras día mejoraban su relación. El jardín realmente reverdeció y sin más cuidados
que podarlo una vez a la semana; tarea que hacía Rolando mientras Karla preparaba limonada
en la cocina. Nadie siquiera sospechaban del crimen de Rolando. Un día Karla
encontró las herramientas que eran de Juan, pero al preguntarle a su esposo de la procedencia,
le contestó que las había comprado en el centro de cosas usadas, y ella le creyó
¿Por qué no habría de creerle?
Nunca llegó la policía a preguntar por un muchacho desaparecido, ni las noticias
o periódicos preguntaban por él. Algunos días, de más calor, un tenue mal olor salía del
jardín, pero Karla se lo atribuía a gatos que iba a defecar en su maravilloso jardín. Y una
tarde, la fantasía de Karla se volvió realidad, hizo el amor con su marido acostados en el
pasto. Llegó el otoño, después en invierno el jardín se volvió a secar y ahora en primavera,
cercas del verano, empezaba a reverdecer de nuevo. Rolando podía decir que fue
el mejor año de su vida. Y sin darse cuenta llegó el día de su primer aniversario en esa
casa.
Toda la mañana de ese día Rolando se la pasó con sus jefes planeando una nueva
novela. Estaba contento ya que ahora las reglas y condiciones las ponía él, pero a pesar
de todo sentía un nerviosismo por haber dejado sola a su esposa en la casa, y no sabía
porque. La junta terminó y pudo regresar a su casa.
Cuando entró a su casa, lo primero que percibió fue un olor a carne, pero olía
bien. Llegó al comedor y estaba la mesa puesta, con dos velas encendidas en el centro.
--¡Amor! --dijo Karla saliendo de la cocina. Traía un pastel de carne en las manos.
--Felicidades.
--¿Qué es todo esto?
--Sabía que lo olvidarías. Es nuestro aniversario en esta casa.
--¿Un año? Tan rápido.
--Así es --dejó la carne en la mesa y fue a abrasar a su marido. --el mejor año de
nuestras vidas.
Se sentaron a la mesa a comer. Rolando platicó sobre su junta, y del proyecto
que tenía para la próxima novela. Karla evocó recuerdos de cuando llegaron ahí y de lo
feliz que era. Ambos disfrutaron de esa comida y de la compañía del otro.
Karla miró su reloj.
--Tengo que irme --se levantó de la mesa y llevo su plato a la cocina.
--¿Ya? ¿Pues que hora es?
--¡Primero tengo que ir a una parte y luego ya a la Universidad! --gritó Karla
desde la cocina.
--¿A donde?
--Es sorpresa --regresó a el comedor por el plato de Rolando y luego se volvió a
meter a la cocina.
--No sea así. Dime a donde.
--¡No te lo diré hasta que regrese! --entró de nuevo al comedor y sin darle tiempo
de hablar a Rolando le dio un beso --A los curiosos les salen granos en la cara.
Adiós. No limpies nada, yo lo hago al regresar. Adiosito. --y salió de la casa rápidamente.
Rolando se quedó sentado en el comedor, pensando en el dialogo que acababa de
tener con su esposa, y no encontró pistas de una respuesta de adonde iba primero.
--En fin --suspiro y se fue a acostar a su recamara.
Ultimamente sus tardes ya no eran tan agitadas, aunque aun tenía una que otra
fecha marcada en la agenda. Pero eso acabaría cuando iniciara a escribir nuevamente.
Prendió el televisor y se acomodó en la cama. Transmitía un programa de concursos y la
gente gritaba de emoción porque el concursante se había ganado un automóvil, pero a
pesar de los gritos lo que Rolando escucho fue ruido en su jardín. Se levantó de la cama
y se asomó por la ventana. Había un poso vació ahí.
--¡Maldición! ¿Quién hizo eso? --rápidamente bajó las escaleras pensando en
que un perro no pudo hacer semejante poso, además ¿por donde hubiera entrado? o tal
vez fueron unos niños que querían
jugarle una broma destruyéndole el jardín, o lo poco que había de él.
Salió al patio y se acercó al poso, era reciente y poco profundo. En eso experimento un
Deja vu. Sintió que ese momento ya lo había vivido, estar ahí parado, frente a ese poso.
¿Fue un sueño o algo que fue hace mucho tiempo? Qué tal hace un año.
--Ven con migo --dijo a sus espaldas una voz conocida por él. Y al voltear ya
sabía lo que encontraría. El cadáver estaba ahí parado, el que quería llevárselo con él, el
que había olvidado, pero ahora recordaba todo, y no solo eso, ahora sabía perfectamente
quien era. Era Juan el Jardinero, el muchacho que él había matado. Sus rasgos y su piel,
aunque podrida, eran reconocibles, y lo que quedaba de ropa era lo que llevaba puesto
cuando se presentó en su casa. Era Juan, siempre había sido él.
--No. ¿Pero como? ¿Por qué? --Fueron las últimas palabras de Rolando antes de
que una pala chocara en su rostro.
Karla ya regresaba a casa y con la sorpresa que le había prometido a Rolando. Al
lugar que tenía que ir primero era a recoger unos análisis. Y eran positivos. Karla tenía
dos meses de embarazo y era la mujer más feliz del mundo. En la Universidad casi no
pudo dar clases por las ganas de regresar a casa. Varias veces estuvo tentada a hablarle
por teléfono a su marido para darle la noticia, pero prefirió esperar para ver la cara que
ponía al saberlo. Pero al fin llegó a su casa. Abrió la puerta y le habló a su marido.
--¡Rolando, mi amor! ¡Ya estoy aquí!
No tuvo contestación y notó que toda la casa estaba a oscuras. Encendió la luz de la entrada.
A primera instancia penso que su marido había salido, pero cambió la idea a que
estaba dormido. Subió las escaleras con una sonrisa en la cara. Desde ahí escucho el televisor
prendido. Llegó a la recamara, prendió la luz y no encontró nada. La preocupación
empezaba a formarse en ella. Y sin ninguna razón aparente, "por instinto" como diría
ella después, se asomó al jardín por la ventana.
Ahí encontró a su marido, solo que nada más podía ver sus pies; el resto de él estaba
pulcramente enterrado en el jardín.
Karla gritó con todas sus fuerza llena de terror, hasta que cayó desmayada al suelo.
FIN

ASPIRANTE
JackBack Lider of the Nigthmares
Este es mi propio cuento de brujas personal, es un poco lioso y puede que alguno
no lo entienda pero con que lo lean me es suficiente (espero que se note mi esfuerzo
con la puntuación = ).
Miraba alto, muy alto, tan alto que le dio miedo. Se dijo que no podría, se dijo que caería,
bajo, tan bajo que se encontraría con ellos, antes de morir, sus miradas estarían allí,
la de su madre también, allí entre ellos, Goiriena también estaría y el resto, ellos y sus
miradas, sus miradas de decepción, de rabia e ira. Empezó a subir, tenia que escapar, escapar
de todo, el aliento, le fallaba el aliento, el aliento, su aliento en la nuca, su aliento
ardiente, su lengua partida, su perseguidor o sus perseguidores a su espalda, aliento en
la nuca, subía rápido, mas rápida seria la caída, sudaba, se le resbalaban las manos, pensó
“ahora caeré” ahora, ahora caerás escucho a sus espaldas, lengua partida, aliento ardiente,
veo la cima, la veo, se dice. Sigue o revienta. Sigue, detrás las estrellas y al frente
la barrera, tan alta como quisiera, no miraría atrás, se sabia alto, sabia que llevaba toda
una vida en ello y no había logrado escapar. Aliento ardiente y lengua partida. Un par
de veces lo habían atrapado, mas de un mordisco ya recibió, más rápido, más rápido,
seguía subiendo, un par de veces también resbaló, pero rápidamente lo desecho retomó,
mas mordiscos más tirones. Disfrutan de cada bocado. Durante días enteros y sus noches
el muro, la pared o lo que fuera desaparecía y sus perseguidores también pero su
presencia proseguía, no desaparecían, el miedo seguía allí en ese lugar oscuro donde solo
veía un sol lejano, intentaba caminar y no podía, flotaba, ¿rumbo? ¿A quien le importaba?
Estaba a salvo y eso bastaba, pero el miedo seguía con él, aletargado, las drogas le
mostraron el camino y él había llegado. Locas estrellas que giran ¿o era él el que giraba?
Ni lo sabia ni le importaba, pero cuando volvía, lo perseguían con mas fuerza, mas
velocidad, mas hambre. Aliento ardiente lengua partida disfrutan de cada bocado. Se
cansaba, veía la cumbre, la cima, ¿y que lo esperaba al otro lado? otra muralla? otra caída?
Tal vez algo que lo dejase descansar, tal vez algo peor, no importaba. Mi alma quieren
comer. Se acercaba, solo un poco mas, puso una mano sobre la cima, era lisa y negra,
negra como el ébano, sus risas, sus caras, su vida, quito las manos y se lanzó de espaldas,
mirando las locas estrellas que su carrera eugaz impasibles habían observado en
un cielo de obsidiana, se sorprendieron y con aprobación y orgullo reanudaron su tintineo
tembloroso mas rápido, con mas luz, tiñeron la noche con su bombeo constante, una
despedida digna de recordar, empezó a caer, rápido, cada vez mas rápido, los vio a todos,
la nitidez era infinita, vio incluso muertos, todos lo habían perseguido, ¿durante
cuanto? Unos días? Meses? Toda una vida? Lo que tardó en caer, cayo en un momento,
pero fue una eternidad. Las estrellas y más allá de ellas, notaba que todo era uno, orgullosos
los astros de su acto de inmolación, orgullosos de su valor, orgullosos de su decisión.
Sus perseguidores, sorprendidos aullaron, parecían lamentaciones pero no por él,
ni por su segura muerte, lloraban por ellos mismos, vio las estrellas y las comprendía.
Tres dragones. Todo era uno y él era todo como todo era él. Tres dragones reptan por mi
mente” fue su pensamiento absoluto, tocó suelo, en ese lecho de flores justo cuando toco
tierra, vio derrumbarse la barrera y sus perseguidores caían con ella, se dispuso tras
la visión a dormir el sueño de los justos.
“Tres dragones reptan por mi mente, mi alma quieren comer, aliento ardiente y lengua
partida disfrutan de cada bocado”
(Verso de los tres dragones a sido extraído del juego Gabriel Knight: sins of the fathers)

BRUJAS
Maryloli ‘BEATER’ Medina
(Todos los derechos reservados, y los izquierdos… también)
Jueves 30 de Julio de 1936
Hoy es el día en que debemos hacer el viaje nuevamente. A decir verdad ni los padres
de Isabel ni yo estamos muy convencidos que esto funcione. Pero ellos han agotado ya
todas sus posibilidades, buena parte de su dinero, y mucha de su estabilidad emocional y
física en este asunto. Yo misma no me siento mejor, aunque ahora tengo 15 años, siento
que hubieran pasado veinte. Durante este año mi vida ha sido como una mala broma. No
he tenido un momento de descanso desde que ocurrió todo, y, a pesar de que no lo demuestran,
siento que los padres de mi querida amiga me guardan mucho rencor. También
yo lo haría en su lugar, supongo. Me llevaré el diario para repasarlo y anotar los
resultados de nuestro experimento. ¡Que Dios nos ayude!
Ya vienen a por mí. Debo irme.
=========
Julio 26, 1935
¡Albricias! Finalmente hoy mi madre me ha concedido el permiso para viajar con la familia
de mi amiga Isabel. Supongo que debe pensar que un par de mocosas de 14 años
se arriesgan demasiado viajando juntas, estos no son tiempos seguros para nadie, como
dice ella muy a menudo. Pero finalmente le ha quedado claro que los padres de Isabel
han sido los que me invitaron a pasar 15 días de vacaciones en su compañía. Estoy muy
emocionada, porque este año, según me dijo el Sr. Coello, el viaje será a Bélgica. Yo
nunca he ido a Bélgica y el plan es llegar directamente a Bruselas y partir de ahí a la
ciudad de Brujas, seguramente por tren, y pasar en esa hermosa ciudad, que recuerda a
Venecia por sus canales, unos días de merecido descanso.
Saldremos el próximo lunes muy temprano, y como tengo que empacar, me será difícil
poder conciliar el sueño todo el fin de semana, estoy segura de ello… Llevaré mi diario,
¿o será mejor llamarlo ‘ocasional’? Para que todos los detalles sean registrados aquí.
Espero poder escribir a diario, por lo menos. Me siento muy feliz. ¡Te quiero mamá!.
Buenas Noches.
Julio 28
¡¡Mañana es el gran día!!
Isabel y sus padres pasarán a por mí a las seis de la mañana y con tanto alboroto no pude
escribir una palabra hasta hoy domingo. Mamá dijo que empaqué lo suficiente para
medio año, ja ja, pero creo que exagera, llevo apenas 4 maletas. Me siento tan emocionada
que creo que voy a reventar. ¿Podrá alguien reventar de emoción? Creo que sí. En
fin, intentaré dormir algo… hasta mañana.
Julio 31
Llegamos ayer martes por la noche a la ciudad de Brujas, que a decir verdad, que es aún
más grande de lo que yo esperaba. Los canales que la recorren en una suerte de circuito
otrora fueron rutas comerciales importantes, pero ahora solo se recorren por turistas al
estilo, como dije antes, de Venecia. Aunque no tuvimos mucho tiempo para conocer nada
todavía, el lugar es hermoso y las construcciones de las casas y edificios son de piedra
labrada en este lado de la ciudad, Pandereitje se llama, y estamos prácticamente en
el centro de la ciudad. Las construcciones góticas también abundan, y los campanarios
en las Iglesias que pude ver son magníficos, incluso un poco macabros, a la luz del crepúsculo.
Dado que estamos en pleno verano, aquí oscurece todavía algo más tarde que en la península.
Ahora son las 11:30 pm. y hace una hora, todavía se veía la luz menguante del
ocaso. El Hotel donde nos alojamos, según me dijo el Sr. Coello, el padre de Isabel, se
llama simplemente el “Hotel Bruges” que es el nombre real de la ciudad de Brujas. ¡Qué
nombre más original!
La habitación que compartimos Isabel y yo, es muy grande y bonita. Aunque muy antigua
como nos dimos cuenta, las camas rechinan al sentarse y están ligeramente combadas,
supongo que por lo viejas. También nos dejan una jarra de agua, una pastilla de jabón
y dos toallas en el sencillo tocador para asearnos.
Isabel y yo tenemos planeado dar un pequeño paseo a alguna plaza cercana mañana por
la tarde. Así que hasta entonces, no creo que haya demasiado que decir. La aventura
apenas comienza. Ahora debo dormir un poco, el viaje me agotó bastante y apenas puedo
mantener los ojos abiertos.
Agosto 2º
Son las diez de la mañana y todavía no puedo dejar de llorar, ha sido una noche larga e
interminable. No puedo concebir lo que ha pasado y no encuentro respuesta alguna. Es
difícil explicar lo que ocurrió el miércoles durante el paseo que di con Isabel, y aunque
intento encontrar alguna explicación lógica, no hallo ninguna. Los padres de Isabel están
desconsolados… ¡Qué horrible tragedia Dios mío! Lo escribo para ver si de esta
manera puedo encontrarle algún sentido a la desaparición de mi amiga.
El día transcurrió normalmente. Nos levantamos a las nueve y bajamos comedor a desayunar.
Isabel le comentó a su padre que teníamos planes de salir a conocer esta parte
de la ciudad, de visitar quizá algún museo o alguna tienda y que preferíamos dar el paseo
las dos solas para quizá tomar un café o comprar algún recuerdo por ahí.
La Señora Mercedes no estaba de acuerdo.
-Creo que podría ser peligroso hija, - dijo – aún no conocéis el lugar suficientemente
bien para aventuraros las dos solas.
-No sé, no me gusta mucho la idea – añadió Don Fernando, - María, ¿Crees sinceramente
que podríais hallar el camino de regreso?
-No nos alejaremos demasiado – dije. Y a pesar que las calles son un tanto rebuscadas,
será fácil preguntar a algún lugareño la dirección si es que nos extraviamos, pero francamente
lo dudo.
-Hay una plaza apenas a quince minutos caminando señor – añadió el propietario del
hotel, que se encontraba en esos momentos en el comedor. –No hay muchas posibilidades
de perderse y la gente es muy accesible con los forasteros. No creo que deba usted
preocuparse.
Tras unos minutos más de indecisión por su parte don Fernando accedió.
Salimos del hotel poco antes de las cuatro de la tarde, llevamos algo de dinero para
hacer algunas compras si teníamos oportunidad. Caminamos directamente por la estrecha
calle del hotel que caracoleaba hacia lo que posiblemente era la plaza que mencionó
el dueño del hotel. Encontramos en el trayecto algunas librerías y tiendas que llamaron
nuestra atención y doblamos el rumbo un par de veces para dirigirnos a una callejuela
que, al parecer, era exclusivamente de comercios. Pasamos largo rato ahí, mirando vestidos,
comprando libros y recuerdos de la ciudad.
Finalmente, tras un rato, doblamos la esquina en una calle que suponíamos, nos llevaría
a la plaza. Caminando por ella, pasamos una pequeña iglesia que se apostaba entre un
edificio de correos y una pequeña tienda de antigüedades y miniaturas. Más allá, en la
esquina, había un cafetín bastante agradable con mesas al exterior y a una calle más abajo,
se lograba ver el ala izquierda de la nave que seguramente era la iglesia de aquella
plaza. Isabel, que es una amante asidua de las miniaturas, echó un vistazo en la tienda y
se maravilló con las mercancías, escudriñando cada estante detenidamente.
-María, vamos a entrar, -me dijo. –Mira la cantidad de bellezas que hay aquí, ¡oh! Mira
esa pequeñísima jaula de hierro, ¡Vaya! Creo que tiene incluso un minúsculo canario
dentro… y qué tal aquel pequeño faro… ¡es bellísimo! Quiero comprar TODO.
Y dicho esto entramos a la tienda.
La atendía un señor de edad avanzada, y se le veía satisfecho de tener una cliente tan
asombrada con sus productos.
-Pasen señoritas, tengo algunas miniaturas todavía más elaboradas en el estante de aquel
lado, pasen y echen un vistazo con confianza – señaló hacia un improvisado corredor de
estanterías, y me percaté que la tienda era en verdad bastante larga. Un poco estrecha tal
vez, pero con bastantes metros de fondo.
-¡Vamos!- dijo Isabel, y me di cuenta, con cierto fastidio, de que por lo menos estaríamos
ahí durante una hora o más, viendo miniaturas.
-Tengo una mejor idea- dije, y me arrepentiré de ello toda la vida – Vi que en la esquina
hay un pequeño cafetín que tiene mesitas en la acera, y creo que sería mejor que yo te
esperase ahí mientras tú pasas todo el tiempo que quieras mirando y comprando, porque
ya me imagino que irás de estante en estante y para ser franca, a mi no me gustan demasiado
estas cosas, son las cinco menos diez ahora –dije mirando un pequeño reloj que
llevaba en mi guardapelo alrededor del cuello - entonces, ¿qué tal si te espero ahí?. Así
aprovecho el tiempo hojeando el libro que acabo de comprar, ¿qué te parece?
¡Hmmm! – dijo a regañadientes – pues parece que no me queda más remedio, pero en
fin, creo que es mejor, así estaré a mis anchas y te alcanzo en cuanto termine de comprar,
sólo me tomará cinco minutos.
- Sí claro, conociéndote esos cinco minutos serán horas. Vale te veo en un rato – dije y
me encaminé a la esquina. Siempre lamentaré no haberme quedado mirando las benditas
miniaturas.
Al llegar al local, me senté en una soleada mesita y desempaqué mi libro. “Bruges, la
morte” se llamaba, de un escritor Francés llamado Georges Rodenbach. El libro describía
a Brujas como una ciudad un tanto aletargada, muerta pero misteriosa, realmente a
mí no me lo parecía. De hecho me gustaba mucho. Pedí al camarero un café y un trozo
de tarta y me enfrasqué en la lectura. Cuando terminé el café, pedí otro.
Y otro más.
Parecía que el tiempo no pasaba, y el libro me tenía literalmente ‘embrujada’. Oí las
campanas del reloj de la plaza dar la hora algunas veces, pero no presté atención. Tampoco
me percaté de la cantidad de comensales que llegaron y se fueron del cafetín aquel
en el que esperaba a mi amiga.
Fue hasta que el mozo del local se acercó a mí cuando finalmente levanté la cabeza del
libro.
-Señorita,- dijo –debo pedirle que me pague su consumo porque es hora de cerrar.
-¿Cómo? ¿Pues qué hora es? – pregunté en mi rudimentario alemán un poco sorprendida.
-Son las once señorita- dijo y en ese momento las campanas del reloj de la plaza confirmaron
sus palabras con once tañidos lúgubres que me pusieron la carne de gallina.
-¿Las Once? ¡No es posible! Mi amiga aún no ha llegado.
Saqué el dinero de mi bolso de mano, pagué y me apresuré a doblar la esquina hacia la
tienda de miniaturas, dispuesta a reprender a Isabel hasta el cansancio por su maldita
tardanza. Corrí por la calle con una preocupación que me oprimía el pecho y me aceleraba
el pulso. Corrí y en un momento tuve que detenerme en seco, sin dar crédito a mis
ojos. La tienda no estaba cerrada…
… Porque ahí no había tienda alguna.
En el lugar donde debía estar la maldita tienda había un solar abandonado. Unas ajadas
tablas de madera pintadas de blanco, y de aproximadamente un metro de altura, dividían
el terreno que separaba la pequeña iglesia y el edificio que precedía al cafetín donde yo
había pasado… ¿cinco horas? ¿seis? Esperando a mi amiga.
Me quedé petrificada, tenía los ojos como platos, y estaba intentando contener un grito
que pugnaba por salir de mi boca. El estómago se me revolvió y su contenido de café y
tarta de chocolate terminaron esparcidos por el suelo.
Caminé deprisa hacia la improvisada valla de tablas que dividía el solar de la acera y me
asomé sobre ella. En el interior no había nada salvo los hierbajos que asoman de entre
la tierra evidenciando cuando un lugar se encuentra abandonado desde Dios sabe cuándo.
Algo más al fondo, tal vez a unos veinte metros más al fondo, del costado izquierdo
de la casa parroquial que se encontraba detrás de la iglesia, había una puerta que salía
sobre dos escalones, y un senderillo que conducía hacia el extremo opuesto de la calle, y
que estaba rodeada a ambos lados por hierba y flores mucho mejor cuidadas y podadas.
Cerca de ahí había un hermoso perro mestizo echado sobre la hierba. De esta manera, al
asomarme sobre la valla, podía ver una suerte de callejón que atravesaba hasta la calle
trasera. Sin embargo, no había señal de mi amiga, ni de la tienda de antigüedades y miniaturas.
Me flaquearon las piernas y caí de rodillas, raspándome con la acera pero sin apenas notarlo.
No me di cuenta que estaba berreando a todo pulmón hasta que a mi alrededor, se
arremolinó un grupo de gente. Seguramente pensarían que estaba loca o que me encontraba
tan borracha que me arrodillé ante el altar equivocado –¡hey! ¡La iglesia está por
allá!, seguramente pensaría alguno –
La escena debió ser algo perturbadora, pues al poco tiempo, salió un sacerdote de la
iglesia y se dirigió hacia mí. En mi atolondramiento, le tomé quizá por un ladrón y le di
un codazo en la boca del estómago. Sin embargo, él no se apartó a pesar de que evidentemente
no era lo que esperaba; me ayudó a incorporarme y me condujo a la iglesia.
Al explicarle lo que había ocurrido y la razón de mi turbación, me asombró que no se
mostrase demasiado sorprendido y me tomase por una loca.
-Iremos hasta el hotel para informar de lo ocurrido a los padres de tu amiga, hija. Una
vez reunidos, ya pensaremos qué hacer a continuación, anda y deja de llorar. Iré contigo.
Nos dirigimos hacia el hotel a toda prisa. Yo no podía dejar de llorar y mi vista estaba
nublada, y entre hipos y jadeos finalmente contamos a los señores Coello lo que nos
había ocurrido a Isabel y a mí.
No resultaba difícil adivinar la incredulidad de sus rostros cuando se enteraron de la extraña
desaparición de Isabel. Su padre me aferró por los hombros y me sacudió como si
fuese un mantel polvoriento.
-¿Qué le ha ocurrido a mi hija María? ¿Qué rayos quieres decir con que desapareció?
¡RESPONDE POR EL AMOR DE DIOS!
-Creo que es preferible que nos acompañéis al lugar donde ocurrió todo- dijo el sacerdote.
El padre Huyssen, se llamaba. Y sin más preámbulos, partimos nuevamente rumbo a
la iglesia.
Al llegar al lugar, di una vuelta alrededor de la manzana completa para asegurarme que
no había equivocado el camino, después me alejé dos calles más en dirección a la plaza
que pensábamos visitar, e hice un rodeo algo más amplio, siempre seguida del padre de
Isabel y preguntando a cuanto transeúnte nos encontrábamos si acaso la habría visto.
Buscamos durante largo rato hasta que don Fernando decidió que debía llamar a la policía.
La señora Mercedes se había quedado en la sacristía, se había desmayado.
-Espera hijo, creo saber qué pasa aquí- dijo el padre Huyssen con gesto serio.
-¡¡Entonces DIGAMELO padre, dígame qué pasa aquí porque me estoy volviendo loco!!
- Añadió él.
-Bien – comenzó el padre – es posible que lo que voy a contar le resulte tan inverosímil
como la propia desaparición de su hija pero, –bajó la voz- para ser honesto, no creo que
la hayan secuestrado ni nada por el estilo.
-¡Qué Coño…!- comenzó a decir él, pero el sacerdote lo calló con un movimiento de la
mano sin percatarse del florido lenguaje del desesperado señor Coello.
-Hace algunos años, una de mis feligresas, me llevó un obsequio por mi cumpleaños. El
regalo era un pequeño cachorro que al hijo de aquella mujer le pareció adecuado regalarme
para tener algo de compañía. El gesto me enterneció mucho –sonrió, quizá recordando
al chico – así que acepté al cachorro y lo llevé a mi pequeño apartamento en la
parte trasera de la iglesia- dijo y señaló hacia la puerta que conducía a aquella suerte de
callejón donde debía estar la tienda.
-Es aquel que está por ahí – dijo - ¡Blitz! Ven aquí muchacho.
El perro, que era una mezcla entre ovejero alemán y quizá un Terrier, entró subiendo los
escalones que llevaban a la sacristía y momentos más tarde llegó por la puerta lateral de
la iglesia meneando la cola hasta donde nos encontrábamos. Por un momento, me pregunté
por qué no vendría simplemente por el jardín y saltase la vieja valla, un perro
grande como aquél seguramente podría hacerlo. El padre comenzó a acariciarlo, y continuó
su historia.
-Poco tiempo después en ese mismo año, tal vez hace unos cuatro años – continuó – y
cuando Blitz era todavía un cachorro de tres meses, salió al jardincillo sin que yo me
percatara. Al principio no me sorprendió demasiado no verlo dentro de la casa, porque
ya entonces incursionaba hacia el jardín. El caso es que por la tarde seguía sin aparecer
y comencé a preocuparme. Pedí a uno de los monaguillos, gran amigo de Blitz, por cierto,
que me ayudase a buscarlo. Y así buscamos durante largo rato en muchas calles sin
mayor suerte, salvo un curioso dato. Había huellas de sus patas en el húmedo sendero
que conducían hacia este extremo del jardín, y de pronto desaparecían así sin más. Yo
no quise sacar conclusiones, pero Blitz seguía sin aparecer. – Su mirada estaba perdida,
y un recuerdo de la zozobra que le produjo el hecho se veía claramente en sus ojos.
-Sin demasiados ánimos me tuve que resignar a la pérdida de mi querido Blitz, y el
hecho me entristeció más de lo que creí. Sin embargo – dijo, y súbitamente su mirada se
iluminó, entreviendo un poco de asombro y quizá incredulidad – transcurrido un año
justo de la desaparición del perro, y ya sé que pensaréis que estoy loco, Blitz volvió por
donde había partido. Llegó como llegaría cualquier día después de un corto paseo a
echar una siesta sobre mi cama-
-Pero ¿cómo es posible?- pregunté
-Eso no fue lo más asombroso, -continuó- cuando le vi tendido sobre mi cama casi me
da un infarto de la impresión, y lo más inverosímil es que ¡Blitz seguía siendo un cachorro!
Al verme debió intuir algo de mi asombro porque saltó de la cama a lamer mi mano
como hacía siempre. Como aún lo hace-
-Lo tomé en brazos y lo examiné detenidamente, parecía un poco fastidiado, como diciendo
quizá ‘¿pero qué pasa contigo? Si solo he salido a regar las flores’, puedo jurar
que tanto Blitz como yo estabamos consternados, pero las cosas sucedieron así, y en
verdad no os pido que me creáis, pero es evidente que yo no tengo la costumbre de mentir.
-Sé que suena ilógico, yo mismo no me lo creo aún, y aunque me es difícil aceptarlo por
obvias razones, creo que en este lado del solar existe alguna ‘puerta’ extraña hacia otro
lugar, quizá alguno que no todos podamos ver, y me parece que es ahí donde se encuentra
ahora tu pequeña Isabel, hijo mío.
-¡Esto es inaudito padre!- dijo él – ¿intenta decir que mi hija cruzó un camino invisible
hacia otro mundo o algo por el estilo?
-No intento decir nada hijo. Tampoco es necesario que me creas. Tal vez sería buena
idea que agotes las posibilidades que tengas para buscarla, pero yo tengo la certeza de
que ella volverá a la vuelta de un año. Curiosamente, desde aquel día, me he percatado
de que Blitz no corretea por este extremo del jardín, parece que algo lo mantuviera apartado.
De cualquier manera, te recomiendo, si de algún modo te puede ayudar mi historia,
que no la tires por la borda, y que consideres muy atentamente lo que te estoy diciendo.
-No sé ni qué pensar padre. Dijo don Fernando. La suya es una historia verdaderamente
difícil de aceptar, y prefiero echar mano de todos mis recursos para buscar a mi hija y
encontrarla a toda costa. Sin embargo, ya sea por fé o por incredulidad, le aseguro que
me tendrá aquí en un año justo a partir de ahora para presentarle a mi hija o para confesarme
con usted.
-Bueno hijo, que tengas suerte, y que Dios te ayude.
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Sábado 31 de Julio de 1936
Hemos llegado de nuevo a Brujas, y la ciudad perdió definitivamente todo su encanto
para mí, la encuentro aletargada, muerta y misteriosa, como la describía Rodenbach, sí,
es una ciudad misteriosa en verdad. Mis nervios me tienen al filo de la locura, y ha sido
horrible explicarle a todos allá en casa - o tratar de explicar – por qué Isabel no me
acompañaba a todos sitios como de costumbre. Las chicas del ‘cole’ no se han tragado
la historia de que está estudiando alemán, allá en Bélgica. Y la mayoría de la gente adivina,
con solo ver a los Sres. Coello, que su matrimonio está pasando por una crisis muy
severa.
Mamá casi enloqueció cuando le conté lo que ocurrió durante el viaje, y se puso todavía
peor cuando me vio llegar a casa, con los ojos enrojecidos y sin pronunciar palabra durante
por lo menos tres semanas. Bueno, eso es lo que ella me dijo. A decir verdad, yo
no recuerdo muy claramente lo que ocurrió durante el viaje de vuelta a la península, ni
tengo conciencia de ese período de tiempo en que mis labios enmudecieron… seguramente
entonces, al igual que ahora, mi mente se negaba a aceptar los hechos como algo
verdadero.
Esta mañana hemos ido a la capilla del padre Huyssen, quien se mostró particularmente
satisfecho de vernos ahí. Su última recomendación ha sido que sea yo la que venga al
lugar, aproximadamente a la misma hora si es que la podía recordar. Y ¡vaya si la recuerdo!
Las cinco menos diez.
Aunque realmente no entiendo el motivo de su recomendación y me asusta un poco la
idea de venir sola. ¡Ya sé!, Ya sé que yo soy en parte responsable de lo que ha ocurrido,
pero eso no cambia mi estado de ánimo. Tengo miedo y no me avergüenza decirlo…
tengo mucho miedo.
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Diario de Isabel Coello, Domingo 1º de Agosto ¡¡¡¡ de 1936 !!!!
Querido diario.
Hoy ha sido el día más extraño de mi vida. Francamente no entiendo nada de lo que ha
pasado. Papá y mamá parece que hubieran pasado mil años sin verme, y aunque resulta
increíble, a mi querida amiga María se le notan algunos cabellos blancos en aquella mata
negra azabache que siempre envidié tanto, y lo que es peor, ha tenido que ir al hospital
en un estado casi histérico que me asustó bastante, porque lloraba, pero no paraba de
reír.
Espero que se recupere pronto.
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Brujas, Bélgica
Lunes 2 de Agosto de 1936
Sra. Lidia:
Quiero agradecer profundamente su ayuda a mi humilde persona, por permitir que su
pequeña hija María viniese con nosotros a realizar este Milagro, porque no encuentro
palabras para definirlo, ya que Isabel está nuevamente con nosotros. Sé que sus oraciones
nos acompañaron siempre y por ello es menester que le informe la situación, pues
nuestro viaje de retorno demorará un poco, por los hechos que a continuación le describo.
Llegamos a la ciudad el día 30 y, una vez instalados en el ‘Hotel Bruges’, el mismo del
año anterior, nos dirigimos a la capilla del padre Huyssen a participarle nuestro rotundo
fracaso en la búsqueda de mi querida hija y con los ánimos realmente bajos. Ni el dinero
ni las relaciones que tengo me sirvieron de nada para encontrarla echando mano de todos
los recursos a mi alcance, y en algunos momentos nuestra fé se vino literalmente a
pique, como usted bien sabe. Sin embargo, él nos pidió que viniésemos –o mejor dicho,
que fuese María quien viniese- al día siguiente, cuando se cumpliría un año justo de la
desaparición de mi hija. Aunque yo me negué rotundamente a dejarla salir sola.
Tras unas últimas recomendaciones del párroco, regresamos al hotel a pasar lo que sería
la más larga noche de nuestras vidas, y puedo asegurarle que ni mi mujer, ni María, ni
yo pudimos pegar el ojo en toda la noche. La tensión era simplemente demasiada.
Al día siguiente, procuramos pasar el tiempo de la mejor manera posible, pero a decir
verdad, nos resultó realmente difícil.
A razón de las cuatro y quince de la tarde, Mercedes y yo acompañamos a María a hacer
el recorrido que las chicas hicieron aquel día, y me asombró mucho ver que ella recordaba
cada detalle vívidamente. Caminamos durante algún tiempo, deteniéndonos aquí y
allá para dejar correr los minutos y no apresurarnos demasiado. Al llegar a la calle de la
iglesia, donde todo ocurrió, casi caminé con los ojos cerrados, con el firme anhelo de
que al abrirlos, vería algo distinto en aquel terreno vacío que hay a un costado de la
iglesia.
Mas no fue así. Seguía viendo la valla de tablas que vi la última vez que vine aquí y no
pude evitar llorar de amargura y desesperanza.
Mi angustia rozó su límite cuando María soltó mi mano, pues caminábamos por la acera
de enfrente a la iglesia, y echó a correr rumbo al solar abandonado. Honestamente, querida
señora, no sé cómo describir lo que ocurrió a continuación.
Pude oír el jadeo de asombro de María cuando me soltó y echo a correr rumbo al solar.
Mi mujer y yo quisimos alcanzarla y casi nos desvanecimos ante la visión más delirante
que hemos tenido jamás. María corrió y atravesó el vallado de tablones como si éste no
existiese.
Ante nuestros aturdidos ojos vimos cómo desaparecía sin dejar rastro alguno, era irreal.
Tampoco pudimos verla al otro lado de la valla cuando pudimos controlar nuestras piernas
lo suficiente para llegar ahí. Durante un momento nuestra locura fue total. Ambos
gritamos, horrorizados.
El padre Huyssen salió de la iglesia al oír el griterío aquel. Llegó hasta nosotros y casi
tuvo que sostenernos a ambos porque nos sentíamos morir. No bien hubimos vuelto
nuestros cuerpos hacia él, cuando escuchamos sollozos a nuestras espaldas. María salía
por entre aquella imposible valla, trayendo a Isabel de la mano. La fuerza nos volvió en
ese instante, nos abalanzamos sobre ellas, llorando.
-¿Pero qué rayos pasa aquí? – preguntó Isabel, visiblemente sorprendida. –No entiendo
nada. ¿María, qué te ocurre? Quedamos en que me esperarías en el cafetín de la esquina,
y ¡apenas han pasado unos cinco minutos! ¿Por qué han venido mis padres? ¿Nos han
seguido acaso? ¿Qué os pasa a todos? ¿Os habéis vuelto locos? ¿Y el cura quién es?
María no podía contestar a sus preguntas. Y sinceramente, ninguno podía. Estabamos
demasiado aturdidos para hacerlo. Cuando la histeria inicial hubo pasado, el padre
Huyssen nos llevó a todos al interior de la iglesia para hablar ahí.
Su hija le explicó a Isabel lo que había ocurrido, que se había ido al café de la esquina y
había esperado durante horas, leyendo, sin que ella regresara, pero sin percatarse tampoco
del paso del tiempo. Que había vuelto deprisa hacia la tienda sin encontrar más
que un terreno abandonado, que había salido el párroco de la iglesia de al lado y que
había regresado al hotel a contarnos que ella había desaparecido, la búsqueda posterior,
el año transcurrido... Le explicó todo.
-¡¡¡Pero eso no puede ser!!! –dijo ella- Si yo recién he entrado a la tienda a comprar! No
han pasado más de diez minutos desde que me dejaste ahí. Apenas he comprado un par
de cosas de la tienda cuando has entrado a sacarme de un tirón. ¡Mirad!
Isabel sacó una pequeña bolsa de papel de su bolso de mano y nos mostró un par de pequeñas
miniaturas para casa de muñecas. Una jaula de hierro de color verde con un diminuto
canario en su interior, y una pequeña banca de jardín del mismo material.
Ante su incredulidad, se aferró a la idea de mostrarnos las antigüedades y miniaturas
que se vendían en aquel establecimiento y nos pidió salir de la iglesia para mostrárnoslo.
Así pues, salimos y al dar dos pasos hacia la tienda, Isabel se quedó de pie, con la
boca abierta.
Salvo la valla de tablas de madera, no había tienda alguna ahí, eso lo comprobamos todos.
El resto de la historia es algo que prefiero contarle personalmente. Ha sido muy difícil
aceptar todo lo que ha ocurrido, y estamos todavía muy afectados. Mercedes y María
tuvieron un colapso nervioso y he tenido que llevarlas a un hospital cercano. No debe
usted preocuparse, pues los médicos aseguran que ambas se recuperarán en pocos días.
Necesitan descanso, y le aseguro que yo no me separaré ni un momento de su hija, hasta
que se encuentre del todo bien y podamos regresar todos a casa.
Me ha pedido que le informe que no se alarme, que pronto se recuperará por completo y
que estará bien. Estoy seguro que así será, sólo le anticipo que, como es de suponerse,
sus nervios están muy alterados, lo mismo le ocurre a mi mujer, aunque ambas están
conscientes de que lo peor ha pasado y su estado mental es satisfactorio, a veces María
no para de reír.


DESIERTO FRÍO
Vanessa Torres Reyes
Aquella noche, que era tan bella, se divisaba la Luna a grandes rasgos, el camión de pasajeros
caminaba con dificultad, por entre las pequeñas brechas, que en el pasado habían
sido grandes caminos de comercio; más pronto el autobús se resistió a continuar la marcha,
y quedó parado en medio de un gran desierto, la soledad reinaba por doquier y
nuestros ruidos, despertaban el silencio que se mostraba rudo.
Me senté en la arena y por momentos observé el firmamento, fue entonces cuando me
percaté de su mirada, sus ojos grandes me observaban con detenimiento, yo resistí su
mirar, y me sonrío con sus blancos dientes, se acercó, poco a poco, como si me temiera,
charlamos largo rato, me tomó de la mano y me llevó a un lugar bellísimo, donde la luna
tenía su guarida, y las estrellas centellaban con más luz, la noche era magnífica, no sé
cuantos minutos estuvimos ahí contemplando el firmamento. Cuando regresamos, el
camión ya no estaba, él dijo, sin preocupación que era de esperarse, que quizá cuando se
dieran cuenta volverían.
Su voz, mezcla de elegancia y melancolía, me convencieron, se sentó en una pequeña
roca y me llamo, hizo fuego con sus cerillas y comenzó a relatarme de sus viajes por el
sur del país. Con el brillo del fuego su mirada era aún más penetrante y bella, relató la
vida de un hombre que había muerto años atrás aquí, sólo y triste, cuando por amor le
habían desterrado de la civilización y queriendo regresar la muerte le sorprendió y murió
de frío; yo siempre tan sentimental, lloré un poco; después le conté de mi vida, sola
y triste, sin nadie, era escritora, y que me encantaría poder relatar la historia de aquel
joven que por amor se había marchado de la civilización, y como ocurrió la tragedia, en
un pavoroso invierno; un invierno como este me dijo, Yo llena de temor me acurruque
a su lado, y vimos como una estrella fugaz aparecía en el cielo, me dijo pide un deseo,
yo lo pedí, me sonrió y me formuló una pregunta: ¿qué deseo pediste? - Que siempre estés
a mi lado- - Será un poco difícil para ti adaptarte - me dijo.
Al volver por nosotros el camión me subí, y pregunté al poco rato - ¿porqué nos dejaron
solo anoche? - - Señorita la única que se quedó fue usted - voltié de inmediato a verlo
y él sólo sonrió y me guiñó un ojo.


DÍA DE LLUVIA
Germán Valverde Romero
Los tobillos hinchados le estaban diciendo que el trabajo de camarera no era lo
suyo, durante ocho horas atendía a cientos de personas hambrientas con la misma falsa
sonrisa en su cara, mientras no tenía ni un minuto para un cigarrillo. Llevaba varios días
planteándose el buscar un nuevo trabajo, el sueldo era aceptable pero si tenía que seguir
sirviendo platos grasientos a cerdos barrigudos acabaría por no probar bocado excepto
ensaladas, las obras de la calle eran un buen negocio, la clientela se había duplicado y
últimamente no pegaba ojo.
Sara era la típica solterona de casi treinta años que intentó independizarse pero
lo único que consiguió fue pasar a peor vida, la suerte no la acompañaba, en los tres meses
que llevaba en la ciudad solo había conocido a su portera, y no era alguien con quien
te quisieras encontrar muy a menudo. Se despidió de Gery, su jefe, y abrió la puerta con
un simple gesto de cabeza de éste, cuando el muelle hubo empujado hasta el marco la
ligera puerta los cristales resonaron, juntándose con el sonido de la lluvia en el
pavimento. Eran casi las diez y media y la gente hacía rato que ya estaba en su casa,
solo un par de personas se veían tapándose con sus paraguas, a falta de uno cruzó la
calle corriendo hasta el quiosco y le dio veinticinco peniques al hombre por su Today
News, lo posó sobre su cabeza y aligeró el paso hasta llegar al toldo de su edificio.
Ante ella tenía un simple edificio que parecía iban a derruirlo en cualquier momento,
saco las llaves y finalmente tiró los zapatos hacia un lado antes de cerrar la puerta
de su apartamento. Tras abrir una lata de alimento completo para su mascota y dejar
a su gato saboreando la comida se sentó en el sofá y encendió la televisión, su dedo iba
pasando por todos los botones hasta que finalmente se posó sobre el de apagado, no ponían
nada que le interesara como reportajes de así se hizo o una de esas películas antiguas
de terror. En la nevera solo encontró un trozo de pizza del día anterior, esas eran
sus cenas tras estar trabajando todo el día, lo último que haría al llegar a casa sería ponerse
a cocinar, y la única comida decente que probaba desde hacía un mes era lo que le
daban en el restaurante y el café con un donut que compraba en un puesto de la calle a
un simpático hombre llamado Bob, ese era su nombre a no ser que la inscripción del carrito
que llevaba de Bob´s coffe and hot dogs fuese falsa.
Abrió el empapado periódico y miró las carteleras, todos eran grandes estrenos
cinematográficos o películas que ni siquiera había visto anunciarlas. Entre la multitud
de cines había uno en el que echaban un remake de una conocida película del 48 titulada
“El monstruo del lago oscuro”, había visto la original en blanco y negro con Boris Karlov
en el papel de criatura asesina, pero de esta nueva versión no había oído hablar, ante
no tener nada que hacer no estaba mal relajarse en un cine con tus palomitas para poder
criticar la copia que un director sin ideas había hecho sobre un clásico. Se quitó el uniforme
y se puso unos pantalones con una sudadera, los pies no aceptaban los zapatos,
así que se decidió por unos playeros a pesar de estar lloviendo a cántaros.
Faltaban apenas un par de minutos para que comenzara la película cuando llegó
a la taquilla y pidió una entrada, compró un combi, esas ofertas de palomitas gigantes
con coca-cola grande eran su debilidad, y se sentó en una butaca para disfrutar de la sesión.
Según iba avanzando por el pasillo solo había visto a una pareja que se había quedado
en el gallinero y un hombre sentado en la parte más cercana a la pantalla, Sara prefirió
sentarse en el medio para controlar a aquel hombre, no le daba muy buena espina
aquel barrio y prefería tenerlo vigilado. Las luces se apagaron y tras un trailer unas letras
junto con una voz grave advertían que la película utilizaba unas nuevas técnicas de
proyección para dar más realismo y emoción a la película, se colocó las gafas y pensó
que no fue tan mala idea la sesión nocturna de cine.
Tras acabar con las palomitas y no poder dar ni un sorbo más porque el estómago
le reventaría, se acomodó en su butaca y el sueño la invadía por momentos, el argumento
de que unos veinteañeros se iban a pasar el fin de semana a una cabaña junto al
lago para contar historias de miedo en torno a una fogata para acabar bañándose desnudos
o entre los matorrales, no era muy llamativo. Los ojos se le cerraron, pero un movimiento
brusco de la cabeza hizo que volviera al cine, pero tras varias intentonas más
se quedó dormida, cosa que últimamente no hacía demasiado, era tanto el estrés con el
que cargaba que ni siquiera podía dormir siete horas seguidas. Tras vagar por misteriosos
mundos y ver las conocidas caras de antiguos amigos de su pueblo natal una gran
luz invadió su sueño, como si el sol se precipitara contra ti haciendo que todo cogiera un
color amarillento-blanquecino y una voz clamaba por ella diciendo repetidamente ‘señorita,
señorita’. Abrió los ojos y descubrió que aquella luz no era sino la linterna del
acomodador alumbrando directamente a su cara mientras este le preguntaba si se encontraba
bien, que se había producido un ruido y que como la pareja no había visto nada
quiso asegurarse de que todos estaban perfectamente, Sara asintió haciendo que el hombre
se dirigiera hacia la puerta.
Miró hacia la pantalla y la película seguía en la misma escena en que la había
dejado, no debió de dormirse apenas unos minutos. Giró la cabeza y la pareja estaba
usando las butacas dobles casi como una cama, volvió la vista hacia delante y se dio
cuenta de que el hombre ya no estaba, aunque no se extrañó demasiado, la película no
era para menos, y eso de las supertécnicas era una patraña seguramente hecha para que
el espectador esperara hasta el final sin obtener nada excepto una mala crítica sobre el
film.
Dos de los chicos se estaban bañando en el lago tirándose al agua desde un árbol
par ver quién salpicaba más, Sara respondió cerrando de nuevo los ojos aunque una gota
de agua sobre su mejilla la despejó de inmediato, se llevó los dedos a la cara y realmente
la tenía mojada, se extrañó y miró a su alrededor pero todo seguía igual. Continuó
con la película en donde una garra salía del agua y se llevaba al fondo a unos de los chicos,
el otro aterrado nadó hasta la orilla y fue corriendo a avisar a los otros chorreando
agua por todo el cuerpo. Según sus piernas se movían adelante y atrás, el miembro del
chico se balanceaba descontroladamente sacudiendo el agua en todas las direcciones,
otra gota calló sobre la cara de Sara, frunció el ceño y otras dos más se unieron. ¿Sería
aquello el realismo que anunciaban al principio? porque en realidad comenzaba a serlo.
En cuanto el chico llegó a la hoguera donde se encontraban los otros, una oleada
de calor invadió la cara de Sara, lo que le produjo un escalofrío debido a la combinación
de aire acondicionado con ráfagas de calor, también pudo oler las chuletas que se asaban
en las brasas, con un ligero toque de tabasco, pensó, tras estar en un restaurante reconoces
todo tipo de comidas al instante y los mínimos condimentos que lleve. A medida
que avanzaba la historia, las sensaciones eran cada vez más realistas, Sara estaba totalmente
metida en la película, se sentía uno de aquellos chicos, el miedo, el ambiente
cargado de terror, todo podía sentirlo al igual que los protagonistas, llegó a sentir el
aliento de Charlie, el asesino, mientras mataba a una de sus víctimas. Reconocía que el
tipo era algo mediocre, todo lo que hacía era por venganza, en este caso su madre se
había ahogado en el lago y unos chicos que estaban allí no se tiraron a salvarla, así que
él, que era algo retrasado, vio como se ahogaba su madre sin poder hacer nada por no
saber nadar. Era un argumento poco pensado, pero las únicas palabras que podía decir
eran fantástico y genial, nunca se había sentido igual con efectos como aquellos.
Tras hora y media de sexo gratuito, asesinatos sangrientos, humor fácil y vísceras
esparcidas por todos lados los títulos de crédito comenzaron a aparecer, no sin antes
la última escena en donde se muestra que el asesino ha logrado sobrevivir, la gente se
pregunta si la secuela estará en marcha y si llegará a superar la primera. Las luces se encendieron
y Sara vio como los nombres del equipo de la película aparecían desde la parte
baja de la pantalla y avanzaban hasta perderse por la parte superior, leyó cada uno de
aquellos nombres y lo que habían hecho durante los meses de rodaje, corroboró si las
canciones que sonaron eran las que ella pensaba y se quedó tranquila al saber que ningún
animal había sido herido o maltratado. La pantalla quedó totalmente blanca y aún
no quería irse, deseaba que la película hubiera durado el doble, no, mejor aún, el triple,
ojalá nunca se acabara, allí era como si conociese a mucha gente y pudiera ser lo que
ella quisiera.
Se levantó de la butaca y cogió el cartón de palomitas y el vaso de refresco aún
por la mitad, no tuvo tiempo ni de sorber un poco, comenzó a subir hacia la puerta y levanto
la mirada al comprobar que la pareja aún seguía allí sentada, pero ya no se estaban
besando ni manoseando, estaban quietos, inmóviles. Decidió acercarse un poco para
ver lo que ocurría, él la estaba abrazando y ella tenía la cabeza caída, como si los músculos
del cuello no pudieran soportar su peso, le levantó la cabeza y pudo ver que habían
sido apuñalados, él debió recibir unas quince puñaladas en el pecho, mientras que
ella tenía la cara destrozada, no pudo contenerse empezó a gritar pidiendo auxilio. El
acomodador con su chaqueta roja entró en la sala y dejó caer su linterna al suelo,
abriendo la boca y emitiendo un pequeño gemido salió corriendo y gritando que llamasen
a la policía, Sara no entendía lo que sucedía, ni siquiera había mirado los cadáveres,
tan solo le había echado un vistazo a ella, eso fue lo que le hizo bajar la vista hacia su
ropa y ver que estaba empapada en sangre, la coca-cola se estrelló en el suelo dejando
su contenido correr por la moqueta esquivando las butacas. Volvió a mirar a la pareja y
no se explicaba lo que había ocurrido.
La policía llegó en pocos minutos, Sara estaba sentada en una butaca junto a la
pareja balanceándose de alante hacia atrás preguntándose qué había sucedido y como es
que no había escuchado nada, se le vino la imagen del hombre, de él es de quien debían
sospechar, no le había gustado nada en cuanto entró en el cine. Un policía uniformado
entró en la sala con su compañero, también entraba el acomodador pero le mandaron salir,
Sara levantó la vista y no daba crédito a lo que veía, aquel hombre era el tipo que estaba
sentado delante de ella, el policía enseñó sus dientes en una gran sonrisa y le dijo al
compañero que los dejara solos, que él mismo se encargaría de esto, una vez salió aquel
joven que parecía haber entrado en el cuerpo hacía poco, el policía se acercó a Sara. Ella
levantó la mirada hacía la placa, entre los destellos del trozo de metal leyó Smith, y fijó
su mirada en la del policía viendo en ellos la culpabilidad.
Más
vale que te prepares, porque voy a hacer que tu vida sea aún peor de lo que ya es,
y eso de andar cargándose a la gente no está nada bien Sara, dijo el policía

¿Pero qué es lo que está diciendo? Yo no he hecho nada, usted estaba aquí, ahí delante
Y
luego tu te quedaste a solas con los chicos, y si no había nadie más el asesino es...,
dijo señalándola con su dedo índice, y además, ¿cómo piensas explicar la ropa manchada
de sangre?
Sara no tenía palabras, no sabía como explicar aquello, pensaba mil cosas a la
vez pero ninguna era la explicación. De pronto se dio cuenta de que la había llamado
por su nombre, ¿cómo sabía aquel tipo que se llamaba así?.
Muy
fácil, comenzó a decir el policía, lo sé porque tú estabas allí conmigo, ayudándome
y lo cierto es que no lo hacías nada mal

¿Quién demonios es usted? Déjeme marchar o me pondré a gritar, dijo con lágrimas a
punto de escaparse
Oh,
vamos, no creo que quieras marcharte de aquí, con lo buena pareja que hacemos,
dijo acercando su cara a la de Sara hasta casi tocar sus labios con los de ella
Sara en un impulso de desesperación puso la mano en forma de garra y clavó sus
uñas en la cara del policía llevándose casi media piel de la mejilla, fue tanta la repulsión
que le dio que siguió arañándole hasta que otra cara comenzó a asomar tras la falsa piel,
era Charlie.
No
te sorprendas, dijo él, tu estabas en la película como yo, ya sabes, el súper realismo,
y esos chicos dejaron de besuquearse y también se introdujeron, pero tu elegiste el
camino de asesino, como yo, mientras que ellos escogieron el de víctimas asesinadas, y
como siempre se espera la secuela, el asesino triunfa mientras que solo queda un superviviente,
y parece ser que ellos no fueron los elegidos, dijo él comenzando a reírse en
estridentes carcajadas
Sara se levantó intentando a echar a correr para escapar de aquello, pero Charlie
la agarró del hombro, haciendo que cayera sobre una butaca y quedara sentada, él acercó
su mano, teniendo la otra aferrada a su hombro, y la colocó sobre los ojos de Sara diciéndole
que todo saldría bien, que serían felices, que no se preocupara. ¿Entendido señorita?
decía haciendo parecer que su voz sonaba a kilómetros de allí, no se preocupe
señorita, tranquila señorita, señorita...
Señorita,
señorita, es hora de despertarse, dijo el acomodador zarandeando a Sara con
la mano puesta en su hombro

¿Qué ocurre?, dijo Sara abriendo los ojos y viendo todo en colores azul y rojo, ¿dónde
estoy?
Se
encuentra usted en el cine, y la película ya ha acabado, debemos cerrar
Sara comprendió que todo había sido un mal sueño durante una película de terror
de clase B, se quitó las gafas tridimensionales y se las entregó al hombre. Al salir a
la calle comprobó que continuaba lloviendo, ahora aún más fuerte, abrió el paraguas y
se dirigió a su casa, tras el recibimiento del gato se puso el pijama y se sentó en el sofá
contemplando como la lluvia mojaba el cristal del salón. La tele emitía destellos de luz
que iluminaban la habitación como si sacaran continuamente fotografías, de repente Sara
salió de su concentración, se tocó la mejilla y en ella había una gota, la secó sin extrañarse,
era una lágrima producida por la nostalgia que le producía el estar tan lejos de
la gente a la cual quería.
FIN

EL RITUAL
Susana Duré
Gastón caminaba de la mano de su mamá, que lo llevaba prácticamente arrastrando...Se
hacía tarde, el timbre del colegio ya habría sonado, y les faltaba una cuadra y media
aún.
-Mamáaaa... –se quejó, lloriqueando. –Me duele el brazoooo...¡Vamos más despacio!
-¡Llegamos tarde, hijo! ¡Tenemos que apurarnos, sino no te van a dejar entrar al Colegio!
Gastón pensaba, mientras arrastraba sus piecitos en el piso, que quedarse fuera de la escuela
no era tan grave como aseguraba su mamá, pero le pareció mejor no expresar ese
comentario.
En la esquina, mientras aguardaban la luz verde del viejo semáforo, Gastón se zafó de la
mano de su mamá, y recogió un muñequito de juguete, que guardó en el bolsillo de su
guardapolvo.
-¿Qué levantaste del piso? ¡Dame la mano, que tenemos que cruzar!
-Un indiecito de juguete, mami...En el recreo voy al baño y lo lavo bien para poder jugar...
¿Me dejás que me lo quede para mí? Es lindo...¿Eh? ¿Me dejás? ¿Puedo...?
Ella no pudo resistirse a esos ojitos claros, a esa expresión de ansiedad infantil.
-A ver...mostrame el muñeco...
El, sin soltarle la mano, aunque ya habían cruzado la avenida, pudo tomar el indiecito
con la otra, y se lo extendió, no del todo convencido.
Su mamá lo examinó brevemente, un muñequito, un indio guerrero, pintado y todo. De
plomo. Pesaba...y estaba un poco polvoriento. Pero no lo consideró peligroso para su
hijo, además, estaba casi nuevo, no tenía ni una marca...Sólo estaba un tanto sucio. Se lo
devolvió a Gastón, quien tras prometer solemnemente someter al cacique a un buen lavado
bajo la canilla del baño, guardó su nuevo juguete en el bolsillo, y se despidió de su
madre en la puerta de la escuela.
Habían llegado justo a tiempo, ese día el micro escolar se había retrasado, y Gastón entró
mezclado con los chicos del micro, dándose vuelta a cada paso y sonriéndole a su
mamá. Se internó en los eternos pasillos, y comenzó su día de clases.
El timbre anunciando el primer recreo sonó más alegremente que nunca. Varios niños
salieron corriendo del aula, empujándose unos a otros, con tal de salir primero.
Gastón corrió hacia el baño, y tras lavar cuidadosamente el muñeco de plomo, se dispuso
a jugar, con un amiguito, junto a un cantero, para utilizar al helecho como refugio para el cacique.
El final del primer recreo interrumpió la danza de la lluvia que realizaba el
indio, manejado con precisión por las manitos de los niños, pero en el segundo pudo ser
llevada a cabo en todo su esplendor, hasta les pareció que el cielo se nublaba un poco...
Esa tarde lo pasaría a buscar por la escuela su papá, para llevarlo hasta la oficina donde
trabajaba su madre.
El nene trepó al asiento trasero del taxi de su padre, y mientras conversaba animadamente
con él, jugaba con el indiecito de plomo. Se lo enseñó a su padre, quien, mientras
esperaba que el niño bajara del auto, lo examinó detenidamente.
Se trataba de una figura plomada, de algo más de doce centímetros de largo; un cacique
indio, ataviado con un pantalón rústico, y portando el característico adorno de plumas.
Estaba pintado, con marcas de color rojo, verde, amarillo y negro. En la mano derecha,
el cacique empuñaba un tomahawk, en la izquierda, blandía una lanza de su misma estatura.
Era proporcionalmente perfecto, como si fuera un indio de verdad, pero de plomo
y de miniatura. Su boca se estiraba en un grito demencial, en un alarido de guerra, en el
aullido de un lobo salvaje.
El hombre alzó las cejas, sorprendido por el efecto que un simple muñeco le había causado.
Lo extendió a su hijo, que desde afuera del auto, se apoyaba en la portezuela y lo
miraba divertido.
-Papi, ¿nunca habías visto un indiecito de juguete?
-¿Eh...? No...Si. Sí había visto, hijo, pero éste es...distinto. Parece un indio de verdad,
pero en miniatura. Debe ser un juguete caro, Gastoncito, seguro que el que lo perdió lo
va a lamentar...- Dijo, meneando la cabeza. –Bueno, cuidalo, ¿sabés? Es lindo...
-Si, ¿viste qué lindo que es? Me gusta el arma, la lanza y los pantalones. ¡Ah! Y las
plumas, y la pintura.
-Si, es un hermoso juguete...Bueno, mirá, allá está mamá- le dijo, señalando con la mano
hacia la puerta del edificio de oficinas. –Andá, hijito, nos vemos más tarde, ¿si? Dame
un beso...
El pequeño se estiró hasta alcanzar a su padre, le rodeó el cuello con los brazos, y le estampó
un sonoro beso, para después alejarse en dirección a su madre, que salía a su encuentro.
Permaneció en la oficina de ella por casi dos horas, hasta las 18:30, jugando tranquilo
en un escritorio vacío, contiguo al de su madre. Comió algunas galletitas y se tomó una
gaseosa.
Cuando llegó la hora de irse, la madre le puso un abrigo al chiquito; se veía por la ventana
que se había levantado un fuerte viento. Tras fichar su tarjeta, salieron tomados de
la mano, caminando rápido, para llegar cuanto antes a tomar algo caliente.
Las doce cuadras casi ni se sintieron, porque el viento los empujaba, en lugar de dificultarles
el avance, e iban conversando animadamente.
En la esquina del edificio donde vivían, Patricia y Gastón se detuvieron y entraron al
supermercado. Gastón empujaba un changuito más alto que él, y le ayudaba a su madre
a poner allí los artículos que compraban.
En la fila para las cajas, encontraron a Matías con su mamá, que estaban delante de
ellos, y mientras las madres conversaban, los chicos corrían por todo el supermercado,
provocando más de una mirada fulminante dirigida inequívocamente a las mamás, amén
de los comentarios más variados. Unas viejitas que compraban verduras en el fondo del
comercio, al ver venir a los chicos corriendo, se hicieron a un lado aparatosamente, al
tiempo que se miraban escandalizadas.
Tanto Gastón como Matías, tenían seis años, e iban juntos al colegio desde el Jardín de
Infantes. Se llevaban muy bien entre ellos, lo mismo que sus madres, Patricia y Marcela.
Gastón llegó patinando sobre el piso encerado del local, hacia donde estaba su madre.
-Mami, ¿puede venir Matías a dormir a casa? ¿Eh?
-Si la mamá lo deja, no hay problema...-le respondió. Y luego, mirando a Marcela, dijo:
-En realidad, Marcela, no habría ningún problema...Mañana es feriado, y vamos a estar
en casa...Pasado mañana, el sábado, sí; nos vamos a San Andrés de Giles, a ver a mi
hermana...Así que, ¿qué decís? Ricardo hoy vuelve como a las once de la noche...Es
más...¿Porqué no se vienen a cenar con Matías? Después, cuando llega Ricardo, le pedimos
que te alcance antes de guardar el taxi. Si aceptás, cuando llegue a casa lo llamo a
Ricardo y le aviso.
Luego de pensar un instante, y como la propuesta era tentadora, Marcela respondió:
-Bueno, está bien...Pero –consultó su reloj. –Primero vamos para casa, le doy un baño
al mocosito éste, y después vamos...¿Qué cenamos? ¿Te llevo algo? ¿Compramos algo
hecho?
Patricia negó con la cabeza.
-Tengo canelones en el freezer, hay suficientes para todos, y acá llevo una salsa...Así
que no te hagas problema...
-Pero...-protestó un momento. –Bueno, está bien, la comida la ponés vos, entonces yo
colaboro con el postre...
-¡Postre! ¡Postre! –corearon los dos chicos al unísono. Rodearon a las mujeres con una
ronda, mientras cantaban alegremente:
-¡Que-re-mospos-tre! ¡Que-re-mospos-tre! ¡Que-re-mospos-tre!
Ellas no pudieron contener la risa, en tanto que en el fondo del mercado, las viejecitas
seguían eligiendo vegetales y echando miradas de fuego al sector de las cajas.
Gastón y Patricia merendaron algo ligero mirando la televisión. Luego siguió un baño
de inmersión para el nene, lo que significó un baño improvisado para su madre, ya que
terminaron prácticamente jugando al carnaval en el baño.
Gastón, ya vestido, se fue a su cuarto a mirar una película mientras Patricia se daba una
ducha rápida y se disponía a dejar todo listo para la cena.
A las 21:00 llegaron las visitas, inmediatamente los niños subieron al cuarto de Gastón
y las señoras dispusieron todo para cenar. Al rato, los cuatro cenaban y charlaban alegremente.
El momento del postre (una apetitosa torta de chocolate) fue cálidamente recibido
por los niños.
A las 22:45 llegó Ricardo, que tocó bocina desde la calle, para avisar que Marcela saliera
para llevarla a su casa. Gastón y Matías la acompañaron, con el pretexto de buscar en
la casa de Matías unos juguetes que pensaba llevar para devolverle a Gastón, pero que
se había olvidado.
Volvieron los tres a los diez minutos, los chicos se prepararon para dormir, mientras Ricardo
cenaba junto a su mujer, que tomaba un café.
Los niños, en el cuarto de Gastón, jugaban en la cama con el indio de plomo, que a éstas
alturas se llamaba “el cacique de la muerte”. Cuando Patricia se enteró del nombre, se
encogió mentalmente de hombros, y pensó que la violencia realmente había llegado a
todos lados. Un juguete ‘de la muerte’. Le pareció difícil acostumbrarse a la idea.
Habían improvisado una cama en el piso, para Matías, pero por ahora no tenían intención
de usarla, ya habría tiempo cuando se cayeran de sueño.
Patricia subió a verlos antes de irse a su cuarto. Jugaban tranquilamente, y no daban
descanso a sus pequeñas lenguas. ¿No se cansarían?
Pasada la medianoche, todas las luces de la casa se apagaban.
El matrimonio dormía en la planta baja, ella abrazada a él, como de costumbre, con la
radio encendida, pero a mínimo volúmen. El cuarto donde estaban los niños se hallaba
inusitadamente iluminado; la luna llena se estiraba tras los álamos de la vereda para espiar
por la ventana. Gastón dormía boca arriba, en su cama, con el indio de juguete descansando
sobre su pecho.
Matías descansaba boca abajo, era el que más cansado estaba, después de la escuela
practicaba natación, y al final del día llegaba exhausto.
El reloj de pared susurraba el paso de los minutos, la casa estaba en silencio, en penumbras,
en la deliciosa calma de una noche cálida de otoño. Era víspera del 1º de mayo, feriado
por el día del trabajador, y la perspectiva de poder dormir un rato más la mañana
siguiente, sentaba muy bien. Y mucho mejor tras una buena cena y una copa de vino,
pensaba Ricardo.
La casa estaba inmóvil, y sus habitantes, sumidos en un sueño profundo. La noche era
serena.
Gastón no sintió nada. No pude ver cómo el indio de juguete cobraba vida y se movía
en su pecho, hasta ponerse de pie y observar la habitación con desconfianza.
Siempre sobre el pecho del niño, echó una mirada a Matías, y luego clavó la mirada de
plomo fundido en la luna. Hizo una mueca extraña, y luego agudizó el oído. Un imperceptible
fragor llegó desde la ventana. Una brisa suave comenzó a soplar.
El indio caminó sobre Gastón desde la cabeza hasta los pies, repetidas veces. El niño
dormía plácidamente. Trepó por el cuello y se sentó un momento sobre la frente del pequeño,
con los ojos fijos en la luna. Serio. Impasible. Imperturbable. La brisa le hacía
flamear las plumas y los flecos de la ropa. Tomó un mechón de los hermosos cabellos
castaños, y ayudándose con el tomahawk, lo cortó de una sola vez, y lo sujetó fuertemente
en su puño cerrado.
Y se aproximó luego al pecho una vez más. Levantó el saco del pijama, para dejar la
piel al descubierto. Se paró sobre el esternón, y observó fascinado el movimiento danzante
que producía el corazón .
Siempre de cara a la luna, que impávida flotaba sobre los álamos, el indio blandió su
lanza, e hizo una serie de movimientos, algo así como una danza ritual. Luego se detuvo,
y depositó con gran cuidado la punta de su lanza sobre el corazón del niño.
En ese momento, se oyó un ruido en la planta baja. Patricia se había despertado con sed,
y tras buscar un vaso de agua en la cocina, se detuvo frente a la escalera, con la intención
de ver si los chicos dormían tranquilos. Matías solía tener pesadillas. Pero era lógico,
tal vez, sus padres acababan de divorciarse, y el chiquito sufría.
Bebió el agua mientras se entretenía en éstos pensamientos. Seguramente dormían como
angelitos...Mejor era volver a la cama, apagar la radio...Quizá Ricardo se despertara...
No era mala idea que el hombre despertara...Solía ponerse romántico a la madrugada.
Y las ansias de ese romanticismo la hicieron dar media vuelta en la base de la escalera,
para dejar el vaso de agua e irse a su cuarto y cerrarlo con llave, por las dudas...
El cacique, cuando escuchó el primer ruidito, se detuvo inmediatamente y se quedó tenso,
escuchando. Al estar completamente seguro de que el silencio era otra vez total, prosiguió
su ritual. Se llevó el índice de la mano izquierda a la cara, y se sacó un poco de
pintura negra, con la que trazó un extraño símbolo justo en el corazón del niño. Un pentáculo,
con la punta hacia abajo. Sus movimientos eran tan leves y cuidadosos que la
respiración de Gastón no sufrió ningún cambio, y él ni siquiera se movió.
Eran las 03:32 de la madrugada del 1º de mayo. El cacique de la Muerte extendió sus
brazos hacia la luna, que había tomado un ligero tinte morado. Su boca se contrajo en
una mueca diabólica. Haciendo extrañas señales con sus manos hacia la luna, murmuraba
en voz baja y en un lenguaje desconocido. Parecía estar invocando a alguien. Las palabras
‘yog’ y ‘sothoth’ fueron las únicas perceptibles. Las demás eran un susurro demencial.
A las 03:38, el indiecito de juguete con el que Gastón se había encariñado tanto, hundía
con un furioso golpe la lanza en medio del corazón del niño.
El pequeño abrió los ojos velozmente, pero el indio, con un rápido movimiento, le asestó
otro lanzazo. Y otro, y otro. Y otro más.
Tras el violento ataque, se dirigió a la ventana y soltó el ramillete de cabellos al viento.
Una mano gigante de niebla apenas visible los recogió al vuelo, e hizo un gesto al muñeco.
Este, tras inclinarse en lo que pareció una reverencia, fue hasta el escritorio, y escribió
algo en una hoja de papel. La tomó y se deslizó hasta la mochila de Matías, y se quedó
allí. Se envolvió en el papel. Y cerró los ojos, volviendo a ser el juguete inofensivo de
antes.
La notita de papel decía, en letras infantiles:
“No te pongas triste por lo de tus papás. Te regalo mi cacique. Hoy cuando jugamos vi
que te había gustado mucho...”


EL VENGADOR DE LA LLUVIA
Carlos San José
Siempre he sentido deseos de matar bajo la lluvia. Asesinar en días lluviosos me obsesiona
desde hace tiempo. Ellos me obligaron a convertirme en lo que soy; una persona
anclada en mi pasado y con un futuro desolador.
Tenía todo lo que deseaba. Una buena familia que me sustentaba y daba cariño, unos
amigos sinceros con los cuales confiaba secretos y sabía que nunca me traicionarían,
además ejercía la carrera de Derecho y me faltaban dos años para acabar; en fin, era
muy poco probable que la tortilla diera la vuelta.
Pero llegaron las depresiones y con ellas mis neuras. No sé cómo aparecieron ni en
qué fecha, sin embargo tejieron una tela de araña y cambiaron las cosas. Los enfados se
sucedían continuamente con mis padres. En particular con el "gran jefe" que era como
llamaba por entonces a mi padre. Mis amigos no lograban comprender mis discusiones
y fueron apartándose de mí como si llevara el sida y no quisieran contagiarse. Mi pequeño
mundo se derrumbaba. Un tornado apareció en mi plácida y sencilla vida y arrasó
por completo los sentimientos más queridos. Quería ser distinto a los demás, eso era todo.
Y estaba fuera de lugar como un asador de castañas en pleno verano. El bicho raro
era yo y me daba perfecta cuenta. Abandoné mis estudios y practiqué la vagancia en
grado sumo. Me acostaba en el sofá y pasaba las horas viendo la televisión; luego salía a
dar una vuelta para despejarme y volvía a altas horas de la madrugada. Al día siguiente
vuelta a empezar.
Hasta que una noche conocí a Isabel. Fue en una discoteca mientras tomaba mi bebida
preferida: whisky sólo con mucho hielo. Estaba apoyado en la barra conversando con
el camarero cuando apareció ante mí la visión más bonita que puede ver nadie. Una muchacha
que contorneaba su cuerpo y venía hacia la barra como un proyectil. Nadie hasta
ahora había conseguido ponerme nervioso y lo consiguió Isabel desde el primer día que
la conocí. Tartamudeé cuando me preguntó si tenía fuego y seguí trabándome en toda la
conversación restante. ¿Qué me pasaba? ¿Acaso me estaba enamorando?
Aquellos rizos morenos, aquellos ojos color almendra que escrutaban más allá de la
retina y aquel cuerpo de bailarina me llenó de tal manera aquella noche, que le ofrecí
una tarjeta con mi número para que llamara cuando le apeteciera.
Transcurrían los días y el teléfono permanecía mudo. Las tardes se me hacían interminables
observando aquel aparato de color rojo que no emitía señal alguna. ¿Funcionaría
el maldito cacharro?
Fue un jueves cuando sonó. El ruido me cogió de sorpresa y pegué un brinco. Cuando
escuché la voz de Isabel invitándome al cine casi me desmayé del susto. Luego comprobé
que en aquella cita había dos carabinas: Ana y Eva, sus queridas amigas del alma.
Pero no me importó. Le pedí su número y ella accedió a regañadientes. No quería dármelo,
pero tanto le insistí que se vio en la obligación de escribirlo o sabría la conclusión
de la película, ya que la había visto en otra ocasión.
Cuando salíamos del cine empezó a llover. Las chicas se despidieron
apresuradamente y corrieron enloquecidas a buscar un taxi, dejándome con el buen
sabor de boca y el número de teléfono de Isabel escrito en el ticket del cine. Desde aquel
día, cine y amor unirían sus lazos por siempre.
Cada vez me cuesta más dormirme ya que los ataques de insomnio son frecuentes.
Los recuerdos de los asesinatos, los gritos de las víctimas, retumban en mi cabeza como
si la estuvieran golpeando con un martillo. La culpa de mi situación la tuvieron mis padres.
Ellos cometieron un grave error en no dejarme salir aquella noche.
No me gusta recordar esa noche sangrienta pero fue el comienzo de los asesinatos.
El día amaneció frío y desapacible. El fuerte viento otoñal hizo traquetear la persiana
de mi dormitorio y me sobresalté creyendo que vivía una pesadilla. Miré con mis ojos
soñolientos el techo de la habitación y comprobé la humedad. Hacía estragos en la última
pintura dada por mi padre el pasado año. Me levanté pensando que ese día iba a ocurrir
algo especial. Y verdaderamente sucedió aunque ahora me arrepiento de mi profecía.
Era Sábado y quería telefonear a Isabel para intentar salir con ella por la noche. Así
que me incorporé de un salto y desayuné con ansia devoradora las tostadas con mantequilla
que preparaba a diario mi madre. Sería duro echar de menos aquellas tostadas y
olvidarme de mis padres, pero lo reconozco. Aquellos panecillos crujientes estaban deliciosos.
Ahora me conformo con un vaso de leche y algunas galletas rancias de la despensa.
Me volví descuidado desde que ingresé en el hospital psiquiátrico. Allí me lo daban
todo y no tenía porqué preocuparme de las tareas domésticas. Pasé encerrado los
peores años de mi vida. Ocho años recluido en un sanatorio mental hizo que meditara y
pensara en el futuro. La lluvia ha sido mi antídoto contra las depresiones. Esperaba pacientemente
los días lluviosos para sentirme libre y aliviado. Ahora les diría a mis queridos
doctores que la solución a mis problemas eran los días de tormenta. ¡Es fácil jugar
a ser médico!
Decidido a dar el primer paso para la cita, descolgué el teléfono y marqué el número
de memoria. Estaba completamente enamorado de Isabel, y me volvía loco recordándola,
aunque ella no demostró el menor interés por mí. Aquel Sábado tenía que ser distinto.
Quería explicarle mis sentimientos hacia ella. Así que, decidido a afrontar mi valía,
le confesé que deseaba verla por la noche para comentarle un asunto de vital importancia.
–¿Por qué no me lo cuentas ahora, Damián?– preguntó Isabel con su voz melosa.
–Te gustan las sorpresas, ¿verdad?. Pues espérame esta noche en el Pub Mercedes a
partir de las once– le sugerí con voz temblorosa. El Pub Mercedes era un lugar donde te
encontrabas toda clase de personas, pero me gustaba bastante y por esa razón la invité
allí.
–Esta bien, Damián. Acepto con una condición– respondió Isabel con voz firme. El
tono de voz que me faltaba a mí en momentos importantes.
–Aceptaré todas las condiciones sin protestar– volví a la carga de nuevo. Mientras
hablaba con ella, tamborileaba un lápiz sobre la mesa del escritorio para calmar mis
nervios.
–Quedamos en el Pub, pero sólo hasta las doce. Luego me tengo que marchar con
mis amigas– sentenció. Era tan sólo una hora, pero por lo menos había conseguido dar
el primer paso y eso era muy importante dada la relación con Isabel.
Colgué el teléfono y preparé el baño con agua caliente para entrar en calor. Afuera,
el viento azotaba con fuerza y las primeras gotas hicieron su aparición.
"Se va a estropear el Sábado" pensé, cuando más necesitaba la noche para declararme.
El tiempo fue empeorando a medida que transcurría la tarde. Los nubarrones se
agolparon y fueron descargando su contenido, convirtiendo la calle en pequeños riachuelos.
Era la primera tormenta seria del otoño y no sé cómo se las arreglaba la meteorología
para comenzar un Sábado. Había que fastidiarse y aguantar la lluvia en el mejor
día para salir de marcha.
Me preparé un guión para seguir las pautas con las que enamorar a Isabel. Trabajé
toda la tarde mientras veía llover desde la ventana de mi habitación. El cielo parecía
hecho de carbón. Los rayos iluminaban el oscuro panorama y anunciaban a bombo y
platillo que se acercaba una tormenta eléctrica.
Mientras mis padres veían la televisión en el salón, yo me vestía para salir. Cuando
cogí el chubasquero entró mi madre en la habitación y se le cambió la cara. Era como si
hubiera presenciado un fantasma.
–¿Pero no pretenderás salir con este tiempo?– preguntó bastante enfadada.
–Si me estoy vistiendo es por algo, digo yo– respondí sin apenas mirarle la cara. Últimamente
las relaciones familiares iban de mal en peor.
–Tendrás que hablar con tu padre antes de salir– dijo. Al salir dio un portazo e hizo
temblar los cuadros de la cabecera de mi cama.
"Tendría que hablar con el jefe". Mal asunto. Siempre que surgía un problema, el
permiso lo concedía mi padre aunque al final él se salía con la suya. Sin embargo éste
Sábado intentaría convencerle de que era algo especial, aunque no resultaría fácil.
Entré en el salón con el chubasquero debajo del brazo para ejercer un poco de presión
ante la autoridad paterna. Ni este gesto le conmovió. Dio un "no" rotundo y tajante.
No hubo ni discusión.
–Y te vas a tu habitación ahora mismo. ¡Vamos, con el tiempo que hace!– terminó el
gran jefe.
Todos los planes minuciosamente preparados se vinieron abajo. Era mi gran oportunidad
y me la iba a estropear mi queridísimo padre. La maldita lluvia. ¿Por qué tendría
que llover un Sábado?– pensé enfurecido.
La rabia me consumía por dentro. El visionar a Isabel esperándome en el Pub, sin
saber que yo nunca llegaría, acrecentaba mi odio sobre el culpable de la situación: mi
padre.
El odio se tornó en venganza. Los relámpagos seguían bombardeando la ciudad y la
lluvia se convirtió en granizo golpeando las ventanas con inusitada fuerza. Sin saber
porqué, me dirigí hacia la cocina y busqué en la encimera el cuchillo que utilizaba mi
madre para cortar la carne. Era uno con doble sierra y mango de madera, que por sus
dimensiones sería fácil de encontrar. Rebusqué entre los utensilios de cocina y junto a
los cubiertos más pequeños, apareció. Lo agarré con la mano derecha tan fuerte, que las
venas parecían a punto de estallar.
El ruido de un trueno cercano y el agua que seguía cayendo sin cesar, me impulsaban
a hacer algo malo. Algo de lo que luego me arrepentiría; pero en ese momento lo tenía
bastante claro. Escuché la voz de mi padre comentando el último programa de televisión.
Siempre permanecía en el salón a no ser que fuera a la cocina para comer. El vozarrón
era único. A mi madre apenas la escuchaba debido al volúmen grave de mi padre y
al viento ululante de aquella trágica noche.
Salí de la cocina y recorrí el pasillo que llegaba hasta el salón. El resplandor de los
relámpagos creaban una atmósfera inquietante y mi sombra en la pared era como sacada
de una película de terror. Con el cuchillo en la mano, daba aspecto de un asesino que
hacía el recorrido pausadamente antes de cometer su asesinato.
Cuando llegué a las puertas corredizas del salón lo primero que observé fue un concurso
donde las preguntas eran tan bordes como el propio presentador. Mi padre giró la
cabeza y al verme entrar se sorprendió.
–¿Qué haces aquí y aún vestido? ¿No te dije...?– se quedó sin habla. Al verme con el
cuchillo en la mano se le heló la sangre y tartamudeó unas palabras que no las entendí.
Tal vez estuviera convenciéndome de la locura que iba a cometer aunque ya era demasiado
tarde.
Manejé el cuchillo como si fuera un carnicero que llevara toda la vida dedicado a su
oficio y asesté las primeras puñaladas en el cuello de mi padre. La sangre manó con facilidad
y a borbotones. Di una arcada y seguí apuñalándole como si fuera un cerdo en
una matanza. El sofá de color verde se convirtió en rojo en unos segundos y dejé de
apuñalar cuando escuché los gritos de mi madre que, asustada ante el salvaje espectáculo
de un hijo asesinando a su padre, se había escondido detrás de uno de los sillones del
salón.
–También tengo para ti– dije, acercándome hacia ella con pasos lentos. Seguía gritando
y tenía que hacerla callar para no alertar a los vecinos. El cuchillo de doble filo
goteaba sangre en el suelo y pensé que luego sería muy difícil limpiarlo. Cuando blandí
el cuchillo para acabar con la vida de mi madre, escuché unos gemidos detrás de mí.
"El muy puñetero no ha muerto" pensé, dirigiendo la mirada al sofá.
Allí estaba, retorciéndose con las dos manos aferradas a su cuello para no dejar escapar
la vida que se le iba poco a poco. Parecía una de esas fuentes que le colocan luces llamativas.
La de mi padre le habían instalado la de color rojo intenso.
Me fui hacia él y le hundí el cuchillo en el pecho repetidas veces hasta acabar con su
vida. Los gritos de mi madre se ahogaron al ver a mi padre tumbado en el sofá. Los ojos
inyectados en sangre, aún miraban la pantalla del televisor. De repente escuché un ruido
que me sobresaltó. Me di la vuelta y contemplé a mi madre. Tenía los ojos en blanco y
las manos crispadas palmeaban su pecho de forma acelerada. Estaba en el suelo con las
piernas abiertas y balbuceaba palabras ininteligibles.
"Está sufriendo un ataque al corazón" fue lo primero que pensé al verla en tal estado
de agitación. Dirigió sus manos hacia mí pidiendo auxilio y me dio un poco de pena.
Pero no podía hacer nada para ayudarla. Ésa era su última noche. Y así fue. Mi madre
agarró con una de sus manos la cortina y con la otra apretó fuertemente su pecho, se
convulsionó y finalmente, murió.
La escena era dantesca. Junto a la puerta que daba acceso a la terraza se encontraba
mi madre que aún tenía agarrado un trozo de la cortina entre sus dedos y yacía en el suelo.
La mueca de horror y los ojos en blanco le conferían un aspecto terrorífico. Frente al
televisor, se hallaba mi padre tirado en el sofá, rodeado de sangre por todas partes. El
cuello estaba completamente destrozado y la cara desfigurada por las continuas puñaladas
recibidas. No se esperaba aquella muerte tan atroz, pero se lo merecía.
Los relámpagos seguían descargando y la lluvia se hacía cada vez más intensa. Era
como si Dios se hubiera enfurecido y mandara toda la artillería celestial contra la tierra.
Estaba tan absorto con la muerte de mis padres que al principio no escuché el timbre
del teléfono.
¿Quién llamaba a estas horas? Miré el reloj y marcaba las diez y media de la noche.
Estaba nervioso y sudaba copiosamente. Parecía que había salido de una sauna apenas
unos minutos antes de descolgar. Sólo pude articular un "¿quién es?" con voz entrecortada.
Al principio creí que alguien al otro lado de la línea se equivocaba de número, pero
al transcurrir unos segundos escuché una voz familiar.
–¿Damián, eres tú? Soy Isabel– la voz melosa me sacó de la pesadilla.–¿Has visto el
tiempo que hace? Es horroroso, ¡Qué manera de llover, hijo! Mira, lo mejor es anular
nuestro encuentro y lo dejamos para otro día. ¿Te parece?
Me quedé sin habla. La respiración jadeante era lo único audible en ese momento.
Había asesinado a mis padres por ella y así lo agradecía. Se me nubló la vista y mis
piernas temblaron, haciéndome perder el equilibrio. Trastabillé pero pude agarrarme al
sofá. Las manos se llenaron de una oscura y viscosa materia que me repugnó. Luego
comprobé que era la sangre de mi padre. Se estaba secando y empezaba a oler
–Hasta luego, Isabel– respondí apresuradamente y colgué. No podía hablar porque
estaba a punto de desmayarme. ¿Qués es lo que había hecho? Asesinar a mis padres por
una mujer. Todo me daba vueltas y me senté. Lo hice en una silla ya que el sofá estaba
ocupado. Eché las manos sobre mi cabeza y tiré de mis pelos con fuerza. Por mucho que
fuera el odio no tenía justificación ninguna para el acto brutal cometido.
Tenía que dar parte a la policía o esconder los cadáveres y esperar algún tiempo. Enterrar
los cuerpos me atraía bastante. Lo había visto en infinidad de películas, aunque
esto era la realidad y no saldría como en aquellas cintas de serie B.
El salón estaba tan cargado que el hedor era insoportable. Debía salir cuanto antes
de la cámara de los horrores o mi cuerpo reposaría junto al de mis padres durante varias
horas. El tiempo que me durara el desvanecimiento. Y no me apetecía la idea de dormir
con dos cadáveres.
Anduve por el pasillo tambaleándome. Mientras chocaba contra las paredes, intentaba
recordar el motivo de mis asesinatos pero no lograba aclarar mis ideas. Todo era muy
confuso. Aún llevaba el cuchillo ensangrentado y lo solté como si hubiera cogido algo
desagradable en mi camino. Rebotó contra el suelo varias veces y fue el sonido metálico
lo que despertó en mí la culpabilidad aquella noche. Había matado a sangre fría y pagaría
mis culpas en una oscura celda. Ocurrió tan deprisa que hasta bien entrada la madrugada
no comprendí el alcance de los hechos.
Tenía tiempo de reflexionar con calma. Me dirigí al baño, accioné el interruptor de la
luz y contemplé mi rostro macilento en el espejo del lavabo. La cara reflejada no correspondía
en absoluto al tímido muchacho del quinto el cual, nunca había roto un plato.
Más bien parecía un loco esquizofrénico que regresaba de una matanza. Y ciertamente
era así.
El rostro demacrado y el creciente nerviosismo se había apoderado de mi cuerpo.
¿Qué podía hacer? Entregarme a la autoridad era confesar mis crímenes, y ocultar los
cadáveres sería una locura. Abrí el grifo y empapé mi cara con agua fría. "Pensaré con
frescura"– me dije. Metí la cabeza en el lavabo. El pequeño chorro me pareció un manantial
y cerré los ojos para poder soñar durante unos instantes. Quería estar lejos de
allí. Que nada hubiera sucedido. Si existiera una máquina del tiempo o algo así, volvería
atrás y recapacitaría. Pero no podía llevarme a engaños. No podía regresar y además no
estaba en un sitio paradisíaco debajo de una gran cascada de aguas cristalinas, rodeado
de desfiladeros y valles, bajo un cielo azul, sin nubes. Era el cuarto de baño y el que
aparecía nervioso y con los ojos enrojecidos era yo mismo.
"El autor de los crímenes más macabros del barrio"– rezaría el titular de la prensa al
día siguiente. Siempre quise ser alguien importante en la vida, pero saltar a la fama de
este modo parecía aberrante. Estaba bastante enfurecido porque me robaron la noche.
Pero pagaron con su muerte.
La noche se pasó volando. Cuando me di cuenta, amanecía. Habían transcurrido siete
horas y no sé exactamente qué ocurrió. Tal vez sufrí un desmayo y despertaba de una
pesadilla en la que daba muerte a mis padres cruelmente. Pero no podía engañarme. Sabía
lo ocurrido y la realidad demostraba la estupidez cometida en esa aciaga noche.
Me despertó los rayos del sol. Después de la tormenta venía la calma y el cielo amaneció
sin nubes y radiante. Estaba en el suelo del cuarto de baño con las manos aún ensangrentadas
que delataban mis asesinatos. Las limpié frotándome con el jabón fuertemente
mientras me arremangaba la camisa.
"DEBES ENTREGARTE" me sugería una voz interior. La conciencia de las personas
hace que el mundo siga un orden y una disciplina, y eso precisamente me pasaba a
mí. La culpabilidad pesaba más que un transatlántico cargado de ladrillos. Así que, sin
tiempo para cavilar más, fui al salón a telefonear a la policía e informarles de lo sucedido.
A partir de aquella llamada telefónica no recuerdo con claridad los acontecimientos.
Sé que llegaron a mi casa dos agentes y me encañonaron cuando vieron el destrozado
cuerpo del gran jefe y el cuerpo rígido con los ojos en blanco y las manos agarrotadas
de mi madre en el salón.
No ofrecí ninguna resistencia. Me pusieron unas esposas y a partir de ahí tengo una
nebulosa que me impide recordar el tiempo transcurrido en la comisaría y de cómo llegué
al hospital psiquiátrico. No olvidaré jamás aquellos ocho años. Ocho largos años
que marcaron mi mentalidad para siempre.
El hospital psiquiátrico o "El pabellón de los locos" como vulgarmente le llamaban,
se alzaba majestuoso encima de una pequeña colina a las afueras de la ciudad. Era una
mansión que debería pertenecer a algún rico hacendado, pero debió arruinarse y cedió el
terreno al Ayuntamiento; y el alcalde mandó construir el hospital.
La entrada al recinto daba terror. Unas verjas imponentes custodiaban el hospital al
estilo de las novelas de Allan Poe.
Cuando se accedía dentro, te encontrabas una sala enorme con las paredes y techos
de color blanco que cegaban la vista. Los enfermeros hacían juego con el color del sanatorio
y vestían de blanco inmaculado. Los que destacábamos éramos nosotros ya que
nuestros ropajes eran grises como nuestra personalidad.
El edificio tenía tres plantas que diferenciaban a los pacientes. La primera planta
abandonaban el hospital a los seis meses o quizás antes; eran los afortunados del pabellón.
La segunda estaba abarrotada de pacientes que habían matado en alguna ocasión.
En ésa estaba internado desde mi llegada. Y en la tercera eran los enfermos en estado
catatónico. Esos morían con el edificio.
En los ocho años internado sufrí descargas eléctricas, sesiones interminables en terapias
de grupo, alguna que otra paliza de los enfermeros, torturas psicológicas al no dejarme
ver la televisión cuando lo deseaba, en fin, ocho años insufribles, que en vez de
curarme terminaron de rematar mi estado y salir con ánimos de venganza. El único alivio era cuando se aproximaba una tormenta. Me asomaba a la ventana enrejada de mi
habitáculo y observaba llover, extasiado. Era la terapia que más funcionaba en aquellos
momentos delicados. Mientras los rayos iluminaban el cielo, pensaba en mi venganza.
Soñaba con poder salir y cumplir mis planes. Y los cumpliría porque me obligaban a
hacerlo. Cada día mi obsesión iba aumentando. Sabía que esto arruinaría mi vida, pero
ya lo tenía bastante jodido como para pensar en el futuro.
De los siete enfermeros que atendían la segunda planta, eran dos los que más amargaron
mi paso por el hospital. Era un continuo desafío cuando me los encontraba cara a
cara. Me hacían pasar toda clase de humillaciones delante de los demás, me enfurecían
y alimentaban mis ansias de vengarme. Aunque cuando salí me desconecté completamente
y no volví a saber nada de ellos. No sé si seguirán aquellos malnacidos haciéndoles
la vida imposible a los enfermos que acudan al hospital Dr. Guijo.
Esteban y Luis eran sus nombres. Luis era mayor, de unos cincuenta años y era el
peor. Cuando se le cruzaban los cables te mandaba al electroshok sin ningún motivo.
"La máquina de las chispas" la llamábamos. Teníamos un gran respeto hacia aquella
máquina infernal, pero Esteban y Luis la adoraban. Cuando me enviaban a ella y me
ponían los correajes en los tobillos y las muñecas para evitar el movimiento mientras
sufría las descargas, les brillaban los ojos a ambos. Disfrutaban haciendo daño.
Sé que por la muerte de mis padres debía pagarlo; lo admito. Pero aquellos ocho
años encerrado con aquellos verdaderos psicópatas que escondían su locura tras unas
batas blancas, no se las deseo ni a mi peor enemigo. No comprendo cómo soporté las
continuas vejaciones a las que fui sometido.
Abandoné el hospital con treinta y dos años. Entré siendo un chaval y salí como un
adulto envejecido por las canas. Y la vida real me aguardaba fuera.
Necesitaba un trabajo y el centro me recomendó un puesto de reponedor en unos
grandes almacenes. Gracias a ellos me colocaron rápidamente y pude trabajar nada más
salir de mi pequeña celda de aislamiento con la vida. Agradecí al Dr. Guijo el apoyo y
el interés que demostró en todo momento al hacerse cargo del dinero de mis padres y
mantener la casa para cuando saliera tuviera un sitio donde dormir y rehacer mi vida. Sé
que el Dr. Guijo utilizaría la vivienda para su propio provecho, pero de todas formas me
gustó su gesto. Y fue lo que salvó la vida a los dos enfermeros de una muerte segura, ya
que olvidé el asunto ante esta pequeña acción de gracias del director.
Trabajé con dedicación y mucho esfuerzo. Estaba sólo y debía ganarme la vida con
mis propios medios. Pasaba nueve horas en los grandes almacenes colocando latas, cajas,
peluches, y todo lo que hiciera falta.
En los siete meses que estuve de reponedor no tuvieron ninguna queja de mí. Al contrario,
alababan mi conducta a pesar de conocer la estancia en el sanatorio.
Al regresar a casa, la rutina de prepararme la cena y ver un programa de televisión,
creaba en mí un desasosiego después de estar tanto tiempo en compañía. Los primeros
meses estuvieron algunos doctores controlando las entradas y salidas. Después abandonaron
la casa con un informe debajo del brazo. Creo que aprobé el exámen de vivir sólo
porque ya no vinieron a molestarme más. Por lo menos durante un tiempo.
Modifiqué el mobiliario del salón para no recordar los asesinatos. No tenía ilusión
por nada. Sufría a veces de fuertes depresiones que me postraban en la cama y me dejaban
apesadumbrado. Incluso llegué a pensar en el suicidio. Aunque se debía tener mucho
valor para acabar con tu propia vida.
Pasaban los días y las hojas del calendario caían como la de los árboles en otoño sin
que ocurriera algo interesante en mi monótona y aburrida existencia. Pero una mañana
ocurrió. Amaneció lloviendo con el viento racheado. Y el pasado afloró en mi mente.
Aquella fatídica noche volvió como si de una película se tratase y la recordé con todo
lujo de detalles. Si me dedicase al cine podía ganarme la vida, porque las escenas quedan
grabadas en mi cerebro y luego sólo tengo que accionar el chip adecuado para revivir
el momento deseado. Eso me estaba pasando esa mañana. La escena de mis padres
muertos en el salón era tan real que me asusté. Incluso miré si empuñaba aún el cuchillo
porque sentí el tacto de la madera entre mis dedos. Oí los desesperados gritos de mi madre
pidiendo auxilio mientras se aferraba a la cortina y quedé paralizado ante la visión.
Volvía a experimentar el mismo odio y las mismas ganas de matar. Y la lluvia caía con
fuerza.
Tras ocho años en el hospital podía demostrar que de nada había servido las largas
terapias de grupo. Era mi día de descanso y quería aprovecharlo. Me acordé de Isabel.
Aquella chica que enamoró mi corazón e hizo perder mi cabeza. ¿Qué sería de ella?
Había transcurrido mucho tiempo y tal vez hubiera formado una familia.
¡Qué más da!– me dije. Eso fue agua pasada y no quería remover el pasado nunca
más. Pero el odio crecía como un cáncer en mi interior. Necesitaba vengarme de la sociedad.
El día era el más adecuado para los planes que desarrollé durante mi encierro
forzoso en el sanatorio. Guardaba en el armario, en el estante superior, al lado de las
fundas de las colchas, la misma ropa utilizada en aquella noche. El chubasquero que no
pudo guarecerme de la lluvia; estaba colgado y listo para ser usado esta vez.
Salir a la calle, mojarme y hacerlo sin ningún impedimento, resultaba una experiencia
gratificante. Estaba anocheciendo cuando abandoné mi hogar y bajé las escaleras, ya
que el ascensor no funcionaba. El frío helado de la noche me sorprendió al salir del portal.
Mi cara se enfrió más rápido que el agua de una cubitera en un congelador. Las luces
de las farolas iluminaban débilmente la calle y la lluvia caía con tanta intensidad que
era difícil ver lo que pasaba al otro lado de la acera.
Esa era la noche que siempre había soñado. Había llovido en muchas ocasiones, pero
no como esta vez. La lluvia me reconfortaba y a su vez alteraba mis nervios que estaban
tensos como las cuerdas de una guitarra. Deseaba matar bajo la lluvia. Aquella lejana
noche murieron mis padres debajo de una gran tormenta. Esta vez les tocaba a otros. Me
importaba un comino quién pudiera ser la víctima, simplemente necesitaba desahogarme.
Y mi evasión de la realidad era el asesinato, sin más motivo que el placer de matar
mientras la lluvia empapaba todo mi cuerpo.
El agua arreciaba cubriendo la calle, mientras los coches circulaban lentamente debido
al denso tráfico existente a esas horas. Los vehículos, con sus luces de cruce encendidas,
parecían extrañas luciérnagas gigantes que se hubieran perdido en la ciudad e intentaban
buscar refugio ante el mal tiempo. Yo, al contrario, andaba con rapidez y agilidad
y me sentía como un pez bajo el agua. Caminé durante varias horas sin tener un
rumbo fijo.
Los relámpagos centelleaban en el cielo y la lluvia, azotada por el viento, transformaba
las calles en pequeñas lagunas por las que era difícil transitar. Era tal la cantidad
de agua descargada desde el cielo que la ciudad se había convertido en una réplica de
Venecia pero sin gondoleros paseando tranquilamente a los visitantes.
Al doblar una esquina, observé a una chica luchando por mantener su paraguas abierto,
ante el fuerte viento que reinaba en la noche. Llevaba una mochila a su espalda y al
parecer tendría un peso considerable al ir medio doblada, con un andar torpe e inseguro
a través del manto de lluvia. Aquella chica era la víctima. Mi corazón se volvió frenético
y latía tan rápido que me impedía escuchar el ruido de los truenos. Estaba nervioso
pero a la vez excitado ante la idea de asesinar bajo la lluvia. Me acerqué hacia ella y miré en derredor para comprobar si venía alguien. La lluvia seguía cayendo imparable como
si arriba se rompiera una cañería y no hubiera forma de taponarla. Choqué contra su
paraguas intencionadamente. Ella se apartó hacia un lado y me miró sorprendida. Observé
que era una chica de unos diecisiete años y posiblemente llevara en la mochila los
libros de estudio que delatarían mis sospechas sobre la juventud de la adolescente que
tenía delante mía. Y nunca me he equivocado en la edad. Me retiré hacia atrás pensando
en la atrocidad que podía cometer al ser una menor aunque ya era demasiado tarde. El
nerviosismo era latente y ella se dio cuenta. Echó a correr salpicando en los charcos tiró
en el camino la mochila pesada a un lado y el paraguas aún abierto hacia el otro para
aligerar su huida. Corrí tras ella y le di alcance muy pronto. Se puso a chillar enloquecida
y le tapé la boca mientras me abalanzaba sobre ella. Perdió el equilibrio y cayó al
suelo en medio de un charco. Chapoteó durante un instante y fue cuando le agarré el
cuello fuertemente y empecé a apretar. Ahí acabó todas las posibilidades por mantener
su vida.
Seguí oprimiéndole el cuello mientras ella pataleaba y sus movimientos espasmódicos
salpicaban agua y barro en su desesperado intento de salvar la vida. De pronto, estiró
las piernas y dejó de moverse. Sus ojos se fijaban en mí. Fue su última visión antes
de abandonar el mundo aunque yo no mantuve la mirada mucho tiempo porque me
asusté y salí corriendo.
Cuando me alejaba dejando a la chica muerta, vi la mochila a un lado de la acera pero
el paraguas no estaba. Posiblemente el viento se lo habría llevado y ahora estaría volando
pero sin Mary Poppins, pensé.
En un acto de curiosidad y morbo me acerqué hacia la mochila. Era de color azul y
llevaba impreso un lema que rezaba "Bruce Springsteen: The Boss", junto a la fotografía
del cantante tomada en uno de sus conciertos multitudinarios. La abrí e introduje mis
manos para sacar su contenido. Eran libros de matemáticas, historia, uno de inglés y
muchos apuntes, por lo que deduje que no me había equivocado en la edad. Desparramé
los apuntes y lancé los libros a la carretera. Volaron como pájaros en medio de la tormenta.
Recuerdo el haber deambulado durante un tiempo por las calles de la ciudad y en cada
esquina encontraba aquellos ojos mirándome. Esa mirada profunda pidiendo clemencia
nunca se me olvidará.
¡Era tan sólo una chica! ¿Qué había hecho? Estaba loco de atar y lo sabía. Llegué al
portal de mi casa, sacudí el chubasquero en la entrada y subí las escaleras lo más rápido
que pude entrando en mi dulce y solitario hogar.
Otra noche de terror y otra víctima más. Pero esta vez no lo sentía. No debía entregarme
a la policía ya que la joven era una desconocida y cualquiera pudo acabar con su
vida. Además, lo mío fue hace muchos años y ya nadie se acordaría. No podían sospechar
de mí.
Me eché en la cama después de secarme y colgar la ropa humedecida en los tendederos
interiores y cerré los ojos. Al amanecer, las nubes se dispersaron dejando un cielo
completamente azul y el sol salió tímidamente como para comprobar las consecuencias
ocurridas en la noche anterior.
Aún con los ojos soñolientos, me levanté de la cama despertado por las incesantes sirenas
de bomberos que iban de un lado a otro recorriendo la ciudad. El trabajo sería frenético.
Talando árboles, quitando ramas, apartando coches destrozados, achicando agua
y barro. Los camiones de bomberos no pararon en todo el día.
Imaginé por un momento que la chica había sido arrastrada por el agua y que el
cuerpo sería difícil de encontrar. Pero no fue así. Los partes locales informaron en la radio de la aparición del cuerpo de una chica de dieciocho años de edad. Se llamaba Olga
y sólo me equivoqué en un año.
"Estoy perdiendo facultades"– me dije y reí con ganas. Dos días más tarde del luctuoso
suceso llegaron los médicos. Venían husmeando como ratas para culparme del
asesinato de Olga aunque yo estaba preparado ante cualquier eventualidad. Les acompañaban
dos comisarios de policía gordos y viejos en aquel interrogatorio matutino.
Fueron cuatro horas de preguntas interminables intentando escarbar en lo más hondo de
mis sentimientos pero no lograron sonsacarme el asesinato de la chica. Me mantuve
firme y sereno ante la avalancha inquisitoria que se me venía encima y me cubrieron
como lo haría un edredón de plumas para protegernos del crudo invierno.
Salí victorioso tras esa primera contienda, sin embargo mi intuición indicaba que no
sería la última. La investigación duró un par de semanas y desfilaron por mi casa, médicos,
policías, psicólogos, vecinos, toda una multitud variopinta y extraña que hubiera
sido la admiración de las pasarelas dado lo insólito de los modelos. En algunas ocasiones
pude desfallecer y confesar mi brutal crimen, como años atrás declaré ante aquellos
policías que me encañonaban en la misma casa que recibía ahora a este gentío en busca
de la verdad. Pero la tranquilidad y la confianza fueron mis armas ante aquellos depredadores
que venían a despellejarme y regresaron a sus casas, cabizbajos y sin el asesino.
A partir de ahora tenía que estar alerta. Me seguían la pista y no darían tregua en
ningún momento. Tuve que buscar empleo en otro lugar porque en los grandes almacenes
se enteraron de la investigación y no me renovaron el contrato. Los vecinos exigieron
presencia policial en la vivienda debido al temor y al no aceptarme como uno más
del bloque, sino todo lo contrario, decían que era un asesino y no se explicaban el porqué
la justicia me había soltado después del brutal acto de asesinar a mis propios padres.
Desde mi llegada, los comentarios los hacían en voz alta para persuadirme de no vivir
allí y me fuera cuanto antes del barrio. Cuando salía de casa, mascullaban desde las escaleras
comentarios crueles sobre mí, aunque yo hacía oídos sordos y no volvía la cabeza
en ningún momento para responderles. Eso es lo que deseaban y no les iba a dar ese
gusto, por supuesto.
Acabaron las lluvias y todo volvió a la normalidad. Encontré un empleo en una papelería
y volví a ser como antes. El agente que custodiaba la entrada del portal abandonó
su servicio y aunque los vecinos protestaron con cierta vehemencia, no sirvió para nada,
y acallaron sus reclamaciones diciéndoles que habían detenido al presunto asesino y se
mantuvieran tranquilos. Me puse en el pellejo de aquel pobre diablo que le cargaron la
muerte de la chica y lo sentí de veras por él. Pero así era la vida. Unas veces te toca a ti
y otra a los demás.
Con la llegada del verano, la vivienda quedó desierta y fue cuando me moví a mi antojo
y sin las miradas furtivas que me observaban con los ojos pegados a las mirillas de
las puertas. En las salidas nocturnas veraniegas, acudía a los mismos bares que antaño
frecuentaba cuando vivía con mis padres. Me acuerdo pasar las horas contemplando a
las chicas bailar a un ritmo vertiginoso e intentaba charlar con aquellas que me ponían
el camino fácil. Volvía a ser el mismo de siempre. Y fue cuando apareció otra vez ella.
Entró en el Pub Cadillac, anteriormente se llamaba Pub Mercedes, con la misma gracia
y vitalidad con que la conocí, aunque en esta ocasión venía acompañada de un señor
trajeado y mucho mayor que ella, por lo que deduje al comprobar su manera de andar y
de pedir los dos Gin-tonic en la barra del Pub. No había cambiado mucho para el tiempo
transcurrido y aún conservaba aquella belleza que enamoró mi corazón y a la vez lo destrozó
para siempre. Me acerqué hacia ella y la saludé.
Me miró, arqueó las cejas y se encogió de hombros indicándome con sus gestos que
desconocía completamente quién la saludaba. Se había olvidado de mí y estuve a punto
de dar marcha atrás, abandonar el Pub y escapar del pasado eternamente. Sin embargo
permanecí quieto y le dije mi nombre.
–¿Tú eres Damián? ¿Pero no estabas internado por lo que hicistes?– dijo nerviosa y
mirando constantemente a su compañero que venía de regreso con las copas.
–El mismo. Un poco más viejo y con más canas en mi cabeza porque estuve encerrado
durante ocho años, pero he vuelto a la vida cotidiana. Aunque no quiero recordar
aquello, te diré que lo hice sólo por ti. Porque te quería de verdad– contesté antes de que
el hombre trajeado llegara a la mesa y pusiera cara de extrañeza al verme hablar con su
chica.
Isabel no salía de su asombro. Me gustaría haber estado por un momento en su mente
para saber realmente lo que pensaba de mí. Se levantó como impulsada por un resorte,
recogió su bebida derramando parte de su contenido en el suelo y tiró de la chaqueta de
su acompañante tan fuerte, que casi se llevó la manga en sus manos. Hubiera estado
gracioso verle con su manga rota a la altura de la hombrera, e Isabel intentando componérselas
para evitar las miradas de los curiosos.
–¿Te ha dicho algo este individúo?– preguntó el trajeado con cara de pocos amigos.
–No, no... en absoluto, pero me gustaría tomar la copa en otra mesa– sugirió Isabel
empujándole literalmente. Desaparecieron entre la multitud que pululaba en el Pub. Yo
me quedé allí de pie como noqueado por mi adversario después de un corto pero intenso
combate de boxeo. No reaccioné hasta bien pasados unos minutos en los que logré situarme
y pude salir de allí.
¡En ocho años han cambiado el Mercedes por un Cadillac!– pensé divertido para olvidar
cuanto antes aquel encuentro desagradable. Ella estaba muy nerviosa al verme pero
no era ésa mi preocupación. El hecho de que Isabel pensara de mí lo que pensaban
todos, me remordía la conciencia. Para ellos era un asesino psicópata que mató a sus
padres en un acto de salvajismo sin precedentes. Sin embargo, Isabel no comprendía la
auténtica verdad. Había asesinado a mis padres por ella, porque la quería con todo mi
corazón y no podía faltar a mi cita con mi amada. Y ellos me lo impidieron. Aunque
Isabel no sabía la verdad creo que tampoco le importaba demasiado. Tenía su vida resuelta,
en cambio, la mía estaba destrozada por completo.
Mi estado de ánimo cambió radicalmente. Últimamente me encontraba mejorado y
con ánimos de vivir intensamente para recuperar los años perdidos. Al verla de nuevo,
juré que los años no pasaban por ellla. Por el contrario, yo estaba viejo, sin un futuro estable
y además, atrapado en mi pasado. Eso era lo que más me dolía. Éramos como dos
muñecos de guiñol actuando en un teatro para niños. De pie, estaba Isabel moviéndose
tan grácil como una bailarina y parecía sonreír al verme quieto, sin vida. El pasado surgía
una vez más, cubriéndome en un manto tupido.
Regresé a mi casa dolido y apesadumbrado. Parecía que me habían dado una paliza
al observarme en el espejo del lavabo. Tenía la misma expresión de rabia e impotencia
de aquella maldita noche. ¿Por qué me ocurría esto a mí? ¿Qué pecado cometí para soportar
todas estas humillaciones?
El calor era asfixiante y abrí la ventana. Miré al cielo y me sorprendí al no ver ninguna
estrella. Se estaba nublando por momentos y comprendí el silencio que envolvía la
ciudad. Desde tiempos remotos se ha dicho que la calma es el preludio de la tempestad.
Y así ocurrió.
El primer rayo rasgó el cielo y el retumbar del trueno me indicó que la tormenta se
encontraba justo encima de la ciudad. ¡Una tormenta de verano! – exclamé alborozado
buscando el traje del vengador de la lluvia. Era un apelativo que me gustaba para actuar
en las noches lluviosas. En un futuro debería estamparme un emblema en la pechera.
Una gota de lluvia o un rayo que ocupara el chubasquero y así saldría como uno de tantos
héroes del cómic.
Daría trabajo a los dibujantes, que últimamente carecían de ideas para inventar villanos
con los que enfrentarse a sus personajes de toda la vida.
"Yo representaría a aquel pobre muchacho enamorado que, preparado para salir en
busca de su chica, le sorprende una tormenta y sus padres se niegan a que salga. En represalia,
asesina cruelmente a sus progenitores y es encerrado durante ocho largos años
en el sanatorio de los horrores. Siempre recordará aquella "máquina de las chispas"
como algo infernal. Cuando queda en libertad intenta rehacer su vida, sin embargo, la
palabra "MUERTE" está grabada en su cerebro como un tatuaje. En los días de tormenta
sale con su chubasquero en busca de una presa que sacie su sed de venganza."
Éste sería el guión para convertir mi triste vida en una película. Perdido en mis reflexiones
salí a toda prisa y me invadió el olor a pavimento mojado. Un olor bastante
familiar, por cierto. Exhalé el aire húmedo y penetrante a la vez que la lluvia calaba mi
cuerpo. De nuevo me sentí rejuvenecer interiormente. El viento ululaba bajo un cielo
encapotado y extraño, dada la época estival. Embozado en el traje de vengador sólo
pensaba en matar. Quería olvidar a Isabel y el cielo pareció escucharme proporcionando
una tormenta colosal.
La lluvia sorprendió a todos. Vestidos con camisas, polos y demás atuendos veraniegos,
corrían a refugiarse del mal tiempo en los soportales que encontraban a su paso.
Mientras caminaba por las calles, observaba cómo se escondían bajo algo que estuviera
techado. Parecían ratones esperando pacientemente en sus madrigueras a que se fueran
los humanos para atacar el queso.
El agua caía intensamente y los rayos irradiaban gigantescas ramificaciones blancoazuladas.
Los truenos resonaban ominosos indicando que el Juicio Final se encontraba
cerca. O eso parecía esa noche.
Seguí recorriendo las calles mirando de un lado a otro, buscando, oteando, escudriñando
a través de la cortina de agua, como un perro de caza husmea el terreno en busca
de la presa muerta para entregarla a su amo. Necesitaba estar completamente seguro de
no ser visto por nadie al cometer mi crimen porque sería el fin de la carrera del vengador
de la lluvia. Corta trayectoria para un principiante como yo, aunque no les daría esa
ventaja.
–Si quieren atraparme les costará muchos quebraderos de cabeza– pensé, absorto en
mis pensamientos. La fascinación por la lluvia era casi divina. Más aún, cuando existía
tormenta mi excitación crecía hasta límites insospechados. El deseo de matar y hacerlo
bajo el agua era la particular venganza a tantos años de encierro. Además, no sentía ningún
remordimiento por la última víctima sino todo lo contrario, me daba fuerzas para
continuar mi colección de asesinatos. ¡Extraña colección de chicas pasadas por agua!– y
reí divertido ante la ocurrencia.
Abstraído ante mis reflexiones, choqué con alguien y caí al suelo. Me levanté presuroso
y ayudé a incorporarse a la persona afectada, ofreciéndole mi mano en gesto de colaboración.
–No, no ha sido nada– dijo la chica alzándose del suelo y se sacudió la pernera del
vaquero con gesto nervioso. Tenía una cara dulce y bonita con unos ojos azules preciosos
y quedé prendado al verla.
–Si quieres te acompaño a tu casa. Perdona por mi torpeza. Con este tiempo es peligroso
ir sola y me ofrezco de compañía, si no te importa, claro– le dije con voz amistosa
mirándole a los ojos.
–Vivo cerca de aquí, pero si quieres, puedes venir conmigo– respondió en un tono
cálido y amable.
Los dos íbamos preparados con impermeables y caminamos juntos en medio de
aquella noche lluviosa hablando de temas intrascendentes. Le pregunté cuál era su nombre
y me dijo que era uno muy común. Se llamaba María.
–El mío es Damián. Para servirte en lo que haga falta– ella rió con ganas y yo empezaba
a enamorarme de la chica de ojos azules y nombre corriente.
Los diez minutos que duró nuestra conversación fueron bálsamo para mi agitada vida y
sentí finalizar el trayecto.
–Ya hemos llegado. Vivo aquí– y señaló un chalet adornado con petunias, rosales y
dos pinos que flanqueaban la entrada de la vivienda. Tenía dos balcones con arcos adintelados
y en la puerta de entrada se elevaba una marquesina y un frontón donde se podía
leer "Señores de Adriaensens", que engalanaba la mansión.
–¡Menuda choza!– exclamé, al ver tal maravilla. Ella sonrió y bajó la cabeza en señal
de humildad. No sé porqué, pero las familias adineradas son las más sencillas.
–Podemos quedar otro día y seguir nuestra conversación y así nos conocemos un poco
más– sugerí con la voz temblorosa. Esa voz balbuceante como cuando le hablaba a
mi distante Isabel.
–Lo siento Damián, pero ya estoy comprometida– sus palabras fueron dardos que se
clavaron en lo más profundo de mi alma. ¡Estaba comprometida! No lo entendía. ¿Por
qué me daba pie acompañándola a casa y luego me decía serenamente, estoy con otro
chico que me hace feliz?
–¿Te ocurre algo, Damián?– la pregunta era inocente. Pues claro que me pasaba algo
y supongo que lo notaría en mi semblante. Había sido engañado por otra mujer y lo pagaría
muy caro.
–¿Has visto alguna vez al vengador de la lluvia?– le pregunté en tono sarcástico.
–¿De qué estás hablando...? No te entiendo.– fueron las últimas palabras que escuché
de María. La agarré del cuello y apreté tan fuerte que escuché un chasquido como al pisar
las hojas secas en otoño. La cara se mostró roja por instantes y sus manos, en un intento
de salvarse, se aferró a las mías aunque apenas las noté. Tardó en morir más de lo
que yo creía y tuve miedo de ser visto, estrangulando a aquella preciosa muchacha a la
entrada de su propia casa. El cuerpo inerte se desplomó al suelo. La lluvia no cesó de
caer y el resplandor de un rayo me volvió a la realidad. El vengador había actuado y debía
huir del lugar del crimen.
Huir, siempre huir, como aquella serie de "El fugitivo" que se llevaba todos los episodios
corriendo de los federales. Yo lo hacía en los días de tormenta y eso suponía un
alivio para mi cuerpo.
Llegué a casa exhausto y sudoroso a pesar del fuerte aguacero. Me despojé del chubasquero
con rabia y maldije a todas las mujeres esa noche. Merecían morir todas, sin
excepción. En unos minutos pasé de un amor verdadero al odio más exarcebado. Pensé
en lo que se avecinaba; otra vez los doctores y policías rodeando mi hogar en busca del
fallo para pillarme. Pero lo tenía todo muy bien atado y superaría la prueba. Así pues,
dormí plácidamente a pesar de lo ocurrido.
Pasaron los días y no hubo acoso policial. Se habían olvidado de mí y respiré aliviado
ante la fortuna de quitarme aquella carga pesada. Las noches eran interminables. Los
espectros me asediaban en la habitación y padecí insomnio hasta bien entrado el otoño.
¿Cómo podía justificar aquellos crímenes ante Dios? Era como si las dos chicas y
mis padres estuvieran atados en la misma cuerda y los arrastrara para dar cuenta ante la
Providencia.
Anclado en mi pasado. Los recuerdos de los asesinatos, los gritos de las víctimas, retumban
en mi cabeza como si la estuvieran golpeando con un martillo.
Esta es la historia de mi vida. Rememorar el pasado es bucear en un océano oscuro y
tenebroso. Escribo hasta altas horas de la madrugada bajo la luz mortecina de un flexo
ya que el insomnio se ha vuelto crónico. A veces tengo el impulso de contar toda la verdad
y no seguir angustiado con mi terrible secreto. Eso aliviaría mi carga y la haría más
comprensible, pero el conocer mi destino que sería el sanatorio mental, hace retrasar mi
confesión.
Necesito matar para alimentar y dar vida al vengador de la lluvia.
Él nunca debe morir para que perdure la leyenda al paso del tiempo. He sido y seré
el único asesino de la lluvia. El placer de estrangular en medio de la noche lluviosa y
cuando nadie me observa, es algo obsesivo.
¡Cuánto te quería Isabel! Tú fuiste mi alegría y mi perdición. Por el amor que sentía
por ti, maté y sufrí el encierro más claustrofóbico y caótico de mi vida. Pero también
surgió mi deseo de matar en días de tormenta para ajustar las cuentas con el mundo.
Voy a dejar de escribir porque el cielo se está encapotando. Este otoño, según las
predicciones, van a proliferar los chubascos en todo el país.
Las primeras gotas salpican los cristales de mi ventana y apago el flexo para observar
la lluvia a oscuras. El retumbar de los truenos sobrecoge mi alma aunque ya esté
acostumbrado a ellos. La madre naturaleza desata su fuerza incontrolable y me siento
pequeño ante la grandiosidad de la tormenta.
Es tarde y debo salir...
FIN

LA CAJA PLATEADA
Emanuel Rivas
Empecé a cortar su cuero, y note que estaba mas duro de lo que creí, hice mas fuerza y
desgarre finalmente con mis propios dedos el resto de la piel. No sangraba, la sangre ya
había quedado seca hace tiempo, pero había igualmente ciertas substancias viscosas.
Nunca antes había abierto a un hombre por él estomago, menos con mis manos.
Tampoco antes habría siquiera pensado en matar a una persona, pero eso cambio, me
miro las manos y veo restos de piel que no es mía, sangre grumosa entre las uñas, mis
manos son ásperas como siempre, pero la sangre en esa acre superficie me da una sensación
aterradora, como si tuviera alguna clase de grasa espesa entre los dedos resecos.
Termine con el cuerpo que me faltaba y lo queme como al resto.
Uso el horno de una panadería para quemar los cuerpos, luego de hacerle las pruebas.
Usualmente los descuartizo por los miembros y los quemo luego, pero la idea de abrirles
el estomago me vino el pasado .... bueno, no sé que día era, pero fue hace cuatro o
cinco días, cuando uno de ´ellos´ me ataco sin arma alguna (raro) y yo con un cuchillo
en la pelea le abrí la panza, clave a la altura del pubis y subí hasta la boca del estomago,
donde se me trabo y tuve que sacarlo haciendo fuerza.
En ese instante vi algo inusual, algo que no era humano, claro ´ellos´ ya no eran humanos,
pero eso si que era raro, eso cambio todas mis perspectivas.
Entre los pedazos de órganos arrebanados, y demas entrañas pertenecientes propiamente
dicho al estomago había una caja, una caja metálica.
Me pareció que era plateada, pero la sangre cubría casi todo, había encontrado un cubo
en él estomago, se que fue muy rápido, y que pudo haber sido un hueso o un trozo de
comida, o no se que otra mierda del cuerpo humano, pero una caja es lo que me pareció.
Un cubo de unos 10cm. Impregnado en un humano (´ellos´no son humanos) , era un objeto
demasiado grande como para haber cabido por la boca, pero eso fue lo que me pareció.
Yo que de ser ateo e incrédulo había empezado a creer en zombis y magia negra, me vi
obligado nuevamente a cambiar de mentalidad.
Al abrir el cadáver del ´zombi´ me demostré a mí mismo que no me equivocaba, tenían
un cubo en él estomago, aferrado a las paredes del mismo con entrañas, pequeños hilitos
o ligamentos parecidos a elásticos rojos, estaban tirantes y secos, no me costo cortarlos
con mi cuchillo.
La mesa que uso de camilla es una madera delgada, sostenida en por dos caballetes que
en otra época eran amarillos, mas tarde se tornaron de ese clásico marrón oxidado, pero
ahora tienen por color rojo, rojo sangre.
Extraje el cubo con la mano derecha y lo puse al lado de la cabeza del ex-humano exzombi,
puesto que era el único lugar donde cabía.
La mire con curiosidad durante unos cinco minutos supongo, pero pueden haber sido
segundos, mi estado emocional algunas veces me juega esas bromas, y mi reloj me lo
quitaron cuando estuve en el “Hospital”, cosa que luego les voy a contar.
Luego de observarlo fui hacia la otra mesita, la que esta al lado del horno y agarre mi
serrucho, no me conviene usar la cierra eléctrica, primero porque no hay electricidad, y
si la hubiera el ruido atraería a ´ellos´
Lo corte como es habitual, y tire sus trozos, miembro por miembro al mi estufa humana,
hacia frió y los muertos daban un calor agradable, pero yo también le agregaba madera
para que dure mas, pero solo en ocasiones, les agrego madera cuando son niños o ya están
muy quemados, en caso de los niños es porque sus huesos se consumen mas rápido.
La hoguera también sirve para darme luz, aunque también ayudan unas antorchas que
yo mismo hice.
Yo decore todo este lugar, y quedo una belleza.
En un principio trataba todo con excesivo cuidado, hacia lo posible por no matar a los
niños, porque pensaba que en realidad no tenían culpa de ser lo que son, y la idea de que
pueda revertirse el proceso me daba una carga de conciencia bastante razonable. No me
ensuciaba mucho, y trataba de estar siempre en un lugar iluminado.
Pero mírenme ahora, estoy convertido en un caníbal justiciero de la humanidad, disfruto
mi ambiente oscuro con el solo brillo de la hoguera, disfruto el olor que emanan sus
huesos al quemarse, necesito matarlos, y si no vienen suelo ir a buscarlos yo, ´ellos´ están
por todos lados, así que puedo salir y matarlos.
Me gusta matarlos...
Recuerdo el día que mate al primero, también fue el día que salí de el ´Hospital´ . Se
que era viernes, llevaba los días contados con rayitas en la pared, usaba el método tradicional,
ya saben, el de las películas, pero no podía hacerlo en las paredes, las paredes
eran acolchadas, yo tenia una tabla que usaba para apoyar mis hojas y dibujar, en esas
tablas marcaba los días.
Se preguntaran tal vez porque en las tablas y no en las hojas que usaba para dibujar,
pues lógico, ´ellos´ no quieren que tengamos noción alguna del tiempo ni nada que nos
conecte con afuera.
Muchas veces llaman al Doctor (ja! Doctor) para hacerme creer que son humanos, que
todo esta bien, ¿cómo va a estar todo bien?, yo no soy tonto, se lo que hay y lo más terrible
de todo, se cuantos hay.
La forma que me escape no fue muy pensada, me estaban bañando, siempre suelen bañarme
dos de esos inmundos, pero esta ves solamente fue uno, el otro fue cagar creo, yo
si mas pensarlo me lancé sobre el que quedaba, y le di la cabeza contra los azulejos celestes
57 veces, luego lo patee, pero creo que ya estaba muerto.
El resto no lo recuerdo, pero me encontré a mi en un bosque desnudo y lleno de sangre
(que no era mía).
Escribo esto, porque se que no voy a durar mucho, espero que les llegue, que alguien lo
lea, que formen una resistencia, si es que quedamos bastantes.
Estoy usando una notebook con batería(no tengo luz) y me colgué un cable de teléfono
que pasaba por arriba, todavía me sorprende que allá teléfono, pero hasta ahí no mas,
capas que lo dejan por si trato de hablar, para escuchar las conversaciones, por ese motivo
prefiero publicar esto en Internet, sin que puedan rastrearme, pero siento que no me
queda mucho, ....que son esos ladridos??? Perros??, nunca antes vinieron con perros....,
veo sombras tras la puerta, ya están cerca, los perros gruñen y se confunden con los rugidos
de la tormenta que se acerca, se que están ahí, los oigo(siento) no les temo, en
cuando entren los mato, uno por uno.
Se abre la puerta, un golpe, son
-------------viernes 4 de agosto de 2000 Diario “La Capital” Rosario, Argentina----------
ROSARIO YA TIENE PAZ
Luego de dos semanas de truculentos asesinatos y desapariciones, los ciudadanos de
Rosario, terminado el toque de queda, pueden salir a caminar por las calles sin miedo, la
policía tras un operativo que involucro mas de 30 efectivos, dotados con perros, y armamento
pesado logro terminar con Víctor Marcovich.
Víctor de 32 años, había escapado del Hospital mental “San Caaarlos” en el cual estaba
internado por Delirio de persecución.
La policía lo abatió a balazos cuando el intentaba enfrentárseles. Según un informante
anónimo que participo del incidente, Víctor gritaba desesperadamente mientras los enfrentaba,
cuado le preguntamos que decía el nos contesto “Están muertos, ustedes ya no
son humanos!!!!”
Investigadores, mas tarde descubrieron restos de cuerpos calcinados, “era imposible
identificarlos” dijo Juan Pablo Marconni, el forense a cargo.
También encontraron allí, una Computadoras Notebook, conectada a Internet, con un
mensaje al mundo. Los informantes creen que el mensaje pudo haber sido enviado satisfactoriamente,
aunque no piensan que pueda traer consecuencias.
Del Periódico “El Mundo”
MUTILADOS
El pasado lunes 7 de agosto tres personas, Manuel Wirtz de 32 años, Patricia Wirtz de
29, y Jaime Wirtz de tan solo 9 años aparecieron descuartizados y con el estomago
abierto en las afueras de Maldonado.
La policía no tiene pistas, pero seguirá en la investigación.
Del diario “Península” España 9 de septiembre de 2000
GRAFITIS Y DESAPARICIONES
Extraños graffitis aparecieron esta mañana en Madrid, la ciudad quedo plagada de mensajes
que rezaban “Resistencia Humana”, las autoridades piensan que pueden estar relacionados
con las recientes desapariciones.
De la revista “Ciencia & Misterio”
¿ESTAMOS SOLOS?
El movimiento de la agrupación terrorista mundial “Resistencia Humana” plantea que el
70 porciento de las personas que caminan habitualmente por la calle, no son humanos,
que poco a poco extraterrestres se fueron apoderando de ellos.
Yo no soy uno de ´ellos´ usted, ¿lo es?.
FIN

LA CASA ABANDONADA
María Fedora Cairo
Todos los barrios tienen una casa abandonada; generalmente, éstas representan lo
prohibido, un misterio inentrañable para cualquier niño.
La que había en el mío estaba ubicada en una esquina, rodeada de una libustrina de color
verde seco, que pedía a gritos un jardinero que la emprolijara. Siempre había soñado
con entrar y descubrirla, con que me revelara sus misterios, sus secretos; y ahora sucedería...
Abrí la chirriante puertita de metal oxidado y, por el caminito de piedras, llegué al parque,
semiescondido, abandonado. El suelo estaba cubierto de hojas secas, amarillentas y
rojizas, formando una alfombra tornasolada y crujiente a mi paso. Bajo un viejo árbol,
había una deteriorada mesa de cemento con trozos de azulejos azules incrustados, formando
arabescos que parecían pertenecientes a un idioma extraño.
Mientras me acercaba al edificio, el cual era pardo, grisáceo, apagado, de paredes rugosas,
la atmósfera parecía cambiar, el aire se enviciaba. Aquí el tiempo parecía no
existir, estaba parado. Siento que estoy en otra dimensión, una no perteneciente a este
mundo y en la cual el pasar del tiempo es diferente.
La edificación es solemne, parece intocable, como si mi sola presencia fuera un insulto
al amargo espíritu de la casa.
Observo la alta puerta de hierro oscuro; al abrirla, el chirrido es un grito, me implora
que no penetre el santuario, que no ose entrar, porque todo aquel que lo hizo nunca volvió
a salir. Igualmente lo hago, contradigo sus mandatos porque no los comprendo, ignoro
ese idioma secreto; y penetro el umbral.
Entro al salón vacío de pisos crujientes de madera oscura y gastada, lisa en algunos
sectores. Hay una escalera imponente ante mí, de madera lustrosa en otra época, hoy
cubierta por una capa de polvo que opaca toda la imagen, le da un tono grisáceo; el salón
parece muerto, pero no es así: la casa está viva, la casa se transforma a cada paso
que doy. Laten sus paredes, lo puedo sentir, incluso oír; ¿o es mi corazón?
No lo sé. No me importa. No puedo evitar la atracción que ejerce sobre mí, es un imán.
Me desplazo, no sin antes escuchar atentamente los ruidos secos que emite la madera al
ceder bajo mi peso. Que extraño... el ambiente está tan húmedo que es muy difícil respirar.
La humedad penetra en mis pulmones, la puedo sentir contaminando las paredes,
bloqueando mi respiración. El olor es nauseabundo; el encierro, sofocante.
La casa es astuta; me observa; me cataloga... decide mi destino.
Subo la escalera, que conduce a una enorme puerta, con iniciales grabadas, aunque ya
ininteligibles, que recorro con mis dedos, la madera es suave y lisa como una piedra pulida.
La empujo, no cede; ejerzo más fuerza y es entonces cuando un olor dulzón llega a
mi cerebro; no es agradable, me recuerda a la muerte.
El ambiente al que penetro es gélido; no es de extrañar, los vidrios de esta habitación
vacía están rotos. Predomina un color claro en las paredes descascaradas, imposible saber
cuál es después de tantos años de abandono.
El bitroux de la ventana más grande semeja a un rompecabezas al que le faltan tantas
piezas que no se puede distinguir el dibujo que se debe armar. Varias ramas secas, pertenecientes
a un árbol del jardín, han roto muchos segmentos de la ventana e invaden la
habitación. Es mientras la admiro que mi corazón se detiene. ¿Puede estar sucediendo?
¿Puede ser verdad lo que escuchan mis oídos? ¿Podrán ser pasos de una persona los que
oigo en este momento, los que suben la escalera? ¿O será el fantasma de algún habitante
de esta casa que viene a llevarme, o peor aún, a atraparme en esta estructura de cemento
y madera para ya nunca más volver a “mi mundo”?
Con ojos desorbitados miro la puerta entreabierta (¿la había cerrado?, ¿O fue la casa
quien lo hizo?). Una sombra penetra. No puedo creer lo que ven mis ojos. Es un fantasma,
el más horrendo que vi en mi vida. Es entonces cuando habla, con voz tímida, queda
e infantil. Pregunta si ya nos vamos.
Es entonces cuando el velo que cubre mis ojos cae y puedo ver con claridad a mi amiga
Irina, que me pregunta si me encuentro bien, porque estoy tan pálida como si hubiese
visto un fantasma.
En cierto modo sí. La casa cambió mi modo de ver las cosas, y mientras me alejo con
Irina, al contemplarla desde afuera, la encuentro imponente, pero por su presencia, no
por su tamaño. Tan pequeña por fuera; tan amplia, grande y sin fin por dentro; llena de
misterio.
Volveré sin duda, lo haré porque ella me atrae, me llama en las noches...
Cuando estoy en mi cama mirando las estrellas la escucho... porque tiene vida.

LAGARTIJA
Rhea
El edificio tenía un patio interior rectangular. Los rayos del sol no llegaban hasta
él, incluso en verano el lugar era fresco aunque el calor fuera sofocante.
Había una piscina que ocupaba casi todo el patio. Dejaba el espacio justo para
que los niños pudiesen corretear y sus madres pudieran tumbarse en las hamacas.
Era mayo y los de mantenimiento comenzaban a arreglar la piscina en previsión
del verano que se avecinaba .Era un día extraño. Hacía un sol demoledor.
Raramente llegaban los rayos solares al interior del patio, pero ese día gracias a
ocultas y caprichosas leyes de refracción la piscina y el mismo eran un autentico horno,
y una de las paredes interiores quedaba totalmente iluminada.
Sobre las 12 de la mañana los trabajadores que intentaban poner en funcionamiento
la ansiada bañera hicieron una pausa. El calor era inaguantable.
El patio quedó desierto durante unos breves instantes.
Fue entonces cuando apareció ella. Allí estaba .De una de las grietas colindantes
con los matorrales, que se había formado gracias al abandono de todo un invierno , salió.
Era el bicho más insignificante de la tierra. Media solamente unos 6 centímetros
y su aspecto era frágil .Era una lagartija bastante absurda , de esas que más que asco
hace gracia.
Lagartija observó los alrededores . No le llamo nada la atención...hasta que vio
la pared iluminada.
Por alguna corriente irracional que las personas no llegamos a comprender , ni
tan siquiera a atisbar , comenzó a escalar decididamente la pared.
Con el peculiar movimiento que poseen estos animales ascendía sin dilación.
Puede que pasaran 45 minutos hasta que llegó al quinto piso , y la pared , ahora ,
a la 1 del mediodía debía acumular una temperatura de unos 40 grados. Increíble . Mayo
y 40 grados.
Era un bicho muy curioso . Daba la sensación que a cada ventana que sobrepasaba
echaba una ojeada , como si quisiera saber quién se encontraba en su interior.
Finalmente encontró una ventana abierta y parece que se decidió a entrar.
Cuando penetró en la habitación no había nadie. Se planto en el techo y se quedó
inmóvil . En el habitáculo la temperatura era muy agradable , pero el dueño había comeHALLOWEEN
tido el error al dejar la ventana abierta. En un par de horas convertiría el piso en una especie
de microondas.
A la media hora de entrar el animalillo y quedarse plantado en el techo alguien
llegó a la casa. Al instante entró en la habitación. Era una mujer de mediana edad . Se
desnudó y se tendió en la cama . era evidente que venía sofocada por el calor. Sudaba.
Seguramente había tenido un duro dia porque a los 5 minutos se quedó dormida.
Respiraba con una leve dificultad , seguramente porque era fumadora , y dormía
con la boca entreabierta.
Nada más dormirse la lagartija avanzó por el techo y bajó hasta la cama de la
mujer. Se colocó a dos palmos de su cara.
Con toda naturalidad la lagartija avanzó y comenzó a introducirse en la boca de
la mujer.
Ella , la mujer , sintió una especie de cosquilleo primero en los labios y después
en la lengua , pero no fue suficiente para que se despertara.
Al bicho le costaba avanzar en el interior de la boca de la mujer , pero consiguió
llegar a la boca de la garganta. Con un gracioso saltito se introdujo en la faringe.
De repente la mujer abrió los ojos . Tenía una sensación de ahogo inaguantable .
Tenía algo en la garganta que no le dejaba respirar.
Intentaba vomitarlo pero era inútil . Ese algo se resistía . Se estaba ahogando.
Fue dando tumbos por la habitación hasta el lavabo . Tristemente se vio reflejada
en el espejo . Era una caricatura de si misma . tenía ya la expresión totalmente desencajada
y comprendió que su muerte era inevitable.
Segundos después la mujer se desplomó y perdió definitivamente el pulso . Era
ya solamente otro cadáver. Nada más.
Lo rocambolesco no estaba aquí . Breves instantes después la lagartija salió indemne
de la boca de la mujer y emprendió el camino de vuelta hacia la piscina.
El calor sofocante lo único que había hecho era anunciar una horrible tormenta
de verano . La lagartija lo sabía y se dio prisa para volver a su guarida.
Evitó que la lluvia la cogiera por el camino y se puso a salvo.
Cuando llegó me alegre de verla. Le di de comer y la felicité por su excelente
trabajo. Al fin y al cabo me había costado mucho amaestrarla.


LA PIEDRA VIVA
Jordi Sala Parra
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UN PEQUEÑO TROPIEZO
Su única intención era pasar una tarde agradable observando aves, pero Sebastián
Fuentes halló algo más en el delta del río Llobregat aquel calurosísimo día del mes de
agosto.
Se había aficionado a la ornitología hacía ya algunos años, y la experiencia que había
adquirido a lo largo de ellos le servía ahora para identificar rápidamente a las aves, incluso
a aquellas que pasaban a contraluz a cientos de metros de distancia. Realmente,
era ya todo un experto. Sus amigos bromeaban llamándole el "ornitólogo más rápido al
norte del Llobregat", aludiendo a los famosos pistoleros que se ganaron la fama por ser
los más rápidos "al oeste del Mississippi". Sebas (como todo el mundo le llamaba) vivía
en Barcelona y tenía veintidós años.
Como otros muchos ornitólogos, a pesar de que él siempre lo negaba, sentía debilidad
por los "bimbos". Hacer un "bimbo", en la jerga de los ornitólogos, no era otra cosa que
observar una especie de ave por primera vez. Sebas recordaba con especial cariño la
tarde del mes de agosto en que "bimbó" un ejemplar de pelícano vulgar en aquel mismo
delta. Fue un acontecimiento importante, puesto que se trataba de una especie totalmente
accidental en la costa oeste del Mediterráneo. Habían pasado exactamente dos años
desde que observó a aquel magnífico animal, y decidió utilizar tal efeméride como excusa
para pasar la tarde paseando por aquellos páramos.
El delta del Llobregat había sido en el pasado un inmenso conjunto de lagunas, dunas
y marismas, pero la asfixiante presión humana lo había dejado muy mermado. Las pocas
zonas que aún conservaban parte de aquel esplendor habían sido protegidas para
preservarlas y evitar su destrucción total. Había numerosos carteles repartidos por toda
la zona que informaban del estado de aquellos terrenos.
RESERVA NATURAL
PARCIAL
(Prohibida la caza
y la pesca)
rezaban aquellos carteles. Pero el espacio protegido apenas ocupaba un millar de hectáreas.
La mayor parte del delta estaba ocupada por campos de cultivo, industrias y algunas
poblaciones más o menos grandes.
El corazón de todo aquel ecosistema era, por supuesto, el río Llobregat. Si bien estaba
tan contaminado que apenas se podría hablar ya de río. Sebas acostumbraba a decir que
el agua del Llobregat llevaba de todo menos agua. A decir verdad, por el olor que se
desprendía en sus márgenes, podría ser casi cierto.
El río no sólo transportaba productos químicos en cantidades suficientes para extinguir
a medio sistema solar. También llegaban arrastradas por la corriente toneladas y toneladas
de basuras, residuos orgánicos, ramas de árbol, cañas arrancadas de la orilla y
todo tipo de objetos insospechados. Todo este material, por obra y gracia de las corrientes
marinas, se depositaba invariablemente en las playas del delta.
Aquella basura era el único acompañante de Sebas aquella tarde mientras observaba
aves.
De momento le había ido bastante mal. En casi cuatro horas que llevaba paseando por
la reserva apenas había observado unas veinte especies. Realmente, no había escogido el
mejor día para visitar la zona.
Sebas caminaba con gran fatiga por la playa bajo un sol demoledor, con una temperatura
de treinta y dos grados y sin una brizna de aire que aplacase, aunque fuese por un
momento, aquella sensación de ardor asfixiante. Eran las cinco y media, y sudaba a mares.
Cargaba con el telescopio terrestre y su trípode, unos prismáticos y un macuto en el
que llevaba su cartera con la documentación, un bocadillo que no pensaba devorar y una
botella de plástico que había contenido agua, y que ya hacía una media hora que había
vaciado por completo.
Sebas caminaba por la playa mirando al suelo, y sólo veía arena, sus pies, y mucha,
mucha basura. Y a pesar de que miraba en esa dirección, no vio a la piedra que se había
interpuesto en su camino. Cuando quiso darse cuenta, su pie ya se había enganchado en
ella.
El telescopio aterrizó un metro y medio más allá de donde él cayó. Los prismáticos,
colgados al cuello, se le clavaron en el pecho cuando los aplastó contra la arena. El macuto,
mal sujeto en su espalda, rebotó contra él y quedó medio colgando de un costado.
Sebas no había sufrido daño en sí por la caída. Tan solo el golpe de los prismáticos.
Se dio la vuelta al tiempo que escupía arena, y quedó sentado. Observó con más curiosidad
que odio al causante de su caída. La piedra parecía no haber estado allí nunca.
Daba la sensación de que alguien la acabase de colocar frente a su pie un segundo antes
del tropiezo.
Se trataba de un objeto pesado, de superficie granulada y de color rojizo. Tenía el tamaño
de un balón de rugby. Sebas seguía sin explicarse cómo no la había visto.
Se levantó del suelo, y tras sacudirse la ropa, recogió el telescopio y lo limpió lo mejor
que pudo. Afortunadamente, no parecía haberse dañado. De haberse roto, o si hubiesen
entrado granos de arena en el interior del tubo, habría quedado inservible. Y eso sería
algo que no le divertiría mucho. Le había costado casi cien mil pesetas. Era un magnífico
aparato, afirmaba siempre Sebas frente a sus amigos, quienes no tenían más remedio
que asentir tras echar un vistazo a través de aquel conjunto de lentes y prismas. Hacía
falta un poco de práctica para mirar por el telescopio, y la mayoría de las veces sus amigos
no veían más que una porción de cielo o unas sombras muy negras, pero así y todo
estaban de acuerdo: era un magnífico aparato.
Retomó la fatigosa marcha, al tiempo que se decía que ya había tenido suficiente por
aquel día. Decidió dirigirse hacia el descampado en el que había aparcado su coche, un
Renault 18 de color blanco, cuya luna trasera estaba poblada de pegatinas con temas de
ecologismo y de sociedades protectoras de las aves. Sebas calculó que tardaría unos
veinte minutos en llegar al descampado.
Caminó con tenacidad durante ese periodo de tiempo, pero en ningún momento se dio
prisa. Al fin y al cabo, nadie le perseguía. Realizó dos paradas para observar el mar con
los prismáticos, por si acaso las aves hubiesen decidido cambiar de opinión y se dejasen
contemplar durante algunos minutos. Pero era inútil. El día no acompañaba. Pocos pájaros
y mucho calor. Mucho, mucho calor.
Aproximadamente cuando estaba a medio camino de su vehículo, un objeto ovalado
surcó el aire a gran velocidad, siguiendo la misma dirección que Sebas, quien caminaba
consternado con la mirada fija en el suelo. No vio al objeto.
Llegó junto al Renault con quince minutos de más sobre lo que había calculado. Dejó
el macuto en el suelo con gran alivio y se pasó el brazo arremangado por la frente para
secarse el sudor. Abrió las patas del trípode del telescopio, lo puso en pie y se descolgó
los prismáticos. Los dejó sobre el tejado del coche. Estaba asqueado. Había tenido días
malos, pero éste parecía superarlos a todos. El sol no parecía querer tomarse ni un sólo
minuto de tregua, y continuaba caldeando el ambiente de una forma implacable.
Hurgó en el bolsillo izquierdo de su pantalón, y tras unos instantes de búsqueda infructuosa
extrajo las llaves del vehículo y abrió las puertas. Depositó todo el equipo en
el asiento trasero y echó un último vistazo a los alrededores. Oía cantar a un buitrón en
la lejanía, pero no distinguió ave alguna revoloteando sobre los campos, que parecían
totalmente desiertos. La reverberación dibujaba ondas en el aire.
Sebas reconoció que, a pesar de todo, ya sólo por aquel momento de calma y de paz,
valía la pena haberse desplazado hasta el delta. Era muy relajante. Disfrutó de aquella
tranquilidad durante unos segundos, hasta que decidió que debía ponerse en marcha. Se
sentó frente al volante y puso la llave en el contacto. El motor, caldeado en exceso y
cansado por los duros años de continuos maltratos, barboteó unas protestas antes de
arrancar. Tras bajar las ventanillas delanteras y poner la primera, Sebas giró el volante y
se dispuso a partir hacia la gran ciudad.
Apenas había recorrido un par de metros por entre los hierbajos del descampado,
cuando la rueda delantera derecha pasó sobre un objeto de gran tamaño, que hizo que
todo el vehículo se estremeciera. Fue como si se hubiese subido a un gran bordillo. Sebas,
que no llevaba puesto el cinturón, se golpeó un dedo de mala manera contra el volante,
y las rodillas contra los bajos del salpicadero. El coche se le caló tras salvar el
obstáculo.
Maldijo en voz alta y se apeó del vehículo. Rodeó el capó y observó el objeto que
acababa de atropellar. Era una piedra muy parecida a la que le había hecho tropezar
hacía ya un buen rato. La estudió estupefacto. Más que parecida, casi podría creer que
se trataba de la misma piedra. Era idéntica. Aunque no podía estar seguro porque no recordaba
con exactitud los detalles de la primera.
Pero sí tenía grabado en su memoria el color rojizo, la textura granulosa y la forma de
balón de rugby. Las mismas características que poseía el objeto que tenía en aquel momento
frente a él.
Decidió no buscar explicación alguna. No tenía por que hacerlo, era libre. Si había dos
piedras iguales, es posible que hubiese más. Tal vez ni siquiera eran piedras. Quizá fuesen
artificiales. Pero le daba igual. Le importaba un rábano que hubiese cuatro millones
de balones de rugby rojizos pasando las vacaciones en la reserva natural.
Recordó el dicho que decía que sólo el hombre tropieza dos veces con la misma piedra.
Estudió por última vez a la maldita entrometida y se echó a reír. La agarró con las
dos manos, sintiendo una punzada de dolor en el dedo golpeado, y la sacó de debajo del
coche. Notó el tacto áspero, la superficie rugosa dejándole marcas en la piel. Descubrió
que sus manos, temerosas, no querían tocar a aquella cosa desconocida, como si en
cualquier momento la piedra pudiese abrir unas enormes fauces plagadas de colmillos,
capaces de arrancarles los dedos de cuajo. Sin embargo, obligadas por Sebas, consiguieron
asir la piedra y dejarla un metro más allá. Tras depositarla en el suelo, Sebas se sacudió
con alivio las manos en los pantalones. Respiró hondamente, echó un último vistazo
al objeto rojizo, y volvió al asiento del vehículo. Puso de nuevo el motor en marcha
y se alejó de aquel lugar.
Quince minutos después había abandonado ya los campos resecos y los juncales repletos
de excrementos de oveja. Tras atravesar el Prat de Llobregat, había entrado a la autovía
de Castelldefels, y ahora avanzaba ya en dirección a Barcelona.
Unos cuarenta metros por encima del vehículo, la piedra roja volaba en la misma dirección
que Sebas, quien, más pendiente de los otros vehículos que circulaban junto a él
que de las posibles piedras voladoras que pudieran cruzarse en su camino, no se percató
de la presencia del extraño perseguidor.
La circulación era fluida. Sebas conducía a gusto, y a buena velocidad. Calculó que a
una media de cien, tardaría un cuarto de hora en llegar a la plaza de España, cerca de la
cual vivía. La temperatura era más agradable ahora, con las ventanillas bajadas y el raudo
aire azotándole el rostro.
- 2 -
PRIMER PENSAMIENTO
No llevaba radio en el coche. A veces la llevaba cuando se dirigía a otros lugares, pero
cuando salía a ver aves era un engorro. Tendría que cargar con ella además de con el telescopio,
el macuto y los prismáticos, o arriesgarse a dejarla debajo del asiento o en el
maletero. Salía más a cuenta dejarla bien segura en casa. Si necesitaba música, siempre
podía cantar.
Se puso a berrear desafinando horriblemente, y al cabo de unos segundos se echó a reír,
escandalizado por su propio desatino.
Sebas se puso a pensar.
El día había sido verdaderamente malo, pero había tenido jornadas peores. De hecho,
su futuro inmediato era halagüeño. Volvería a casa, se ducharía, comería un bocadillo y
bebería una cerveza fresca mientras Bon Jovi se autoproclamaba cowboy por los altavoces
de la modesta minicadena de Sebas. Sólo con pensar en esa escena, ya le entraban
deseos de pisar el acelerador a fondo, para poder llegar lo antes posible a su piso de
l'Eixample. Se estiraría en la cama con la comida y la cerveza y disfrutaría de aquellos
momentos de relajación que tanto se había merecido. Al fin y al cabo, estaba de vacaciones,
y las vacaciones se habían creado para disfrutarlas.
Estaba de vacaciones. Estaba de vacaciones solo. Por supuesto, Olga, la última chica
que le había destrozado el corazón, todavía estaría en Irlanda con su novio veraniego de
pelo rojo, aquel que tenía jarras de cerveza en lugar de manos. Por lo que le había explicado
Olga, aquello sí que era beber cerveza.
A Sebas le importaba un comino que beber cerveza en Irlanda fuese la ceremonia sagrada
de todo pelirrojo, como en teoría debería ser la siesta en España para todo pueblerino
que llevase boina.
Se preguntó por qué una chica de buena familia, que no había ido a una discoteca hasta
que cumplió los diecinueve años, que nunca fumaba ni bebía, para la que su cuerpo
sagrado era lo que los Colt para los pistoleros del oeste americano, una chica que además
casi nunca gustaba de relacionarse con las clases bajas o medias... se preguntó por
qué demonios estaba viviendo un tórrido romance con un bebedor irlandés de veinte
años, como le había explicado en la única carta que Sebas había recibido.
Sebas pertenecía a la clase media, y sus padres procedían de un piso todavía más bajo
en el escalafón social. Todo lo que consiguieron hasta su muerte tuvo como fin el que
Sebas pudiera alejarse un poco más de la oscuridad del fondo del pozo de la pobreza, y
pudiese contemplar algo de la luz que se adivinaba en la parte más alta. En la abertura
del pozo.
Olga estaba más allá de aquel pozo. Ocupaba un lugar en el paraíso de los adinerados.
Por eso, cuando Sebas empezó a conocerla un poco, y a descubrir que ella no solía mezclarse
con "tribus" de obreros, pero que a pesar de eso mantenía la amistad con él, una
muy buena amistad, él llegó a pensar que tal vez podría ocurrir algo. Quizá llegasen a
formar una buena pareja.
Sebas era consciente de que en aquellos momentos no disponía de mucho dinero, y de
que si ella accedía a vivir con él no podrían permitirse los lujos de los que ella disfrutaba
en casa de "sus papás", a no ser que ella pusiese todo el dinero, cosa que a él no le
extrañaría, debido al talante feminista de Olga. A él no le habría importado en absoluto.
Si había algo que él odiaba, era el machismo, que tan mala fama había dado a todos los
componentes del sexo masculino. Era injusto. No todos los hombres eran así.
En cuanto a su dinero, a Sebas le gustaba escribir, y la gente que había leído relatos
suyos creía que tenía posibilidades de que le llegasen a publicar algo si se lo proponía.
Él sabía lo que podía llegar a ganar un buen escritor. Y aunque externamente era modesto,
cuando meditaba sobre el asunto, Sebas se convencía una y otra vez de que algún día
llegaría a ser escritor. No le cabía duda. Estaba seguro de que lo conseguiría.
Pero con una promesa no conseguiría a Olga.
El materialismo era algo horrible, pero no podía engañarse a sí mismo. Olga podía poner
dinero para vivir, pero no se conformaría con un espíritu de poeta o con unas buenas
intenciones. Sebas tendría que llegar a ser algo en la vida. Y no un SIMPLE OBRERO.
Maldita fuese Olga y todo el dinero del mundo.
¿Acaso no contaban hoy en día los corazones? Sí, claro, por supuesto que contaban.
En las malditas clases medias y bajas. Más arriba lo que contaba era el capital, y quizá
un poquito el corazón también. Pero sólo un poquito. Estaba convencido de ello. Seguro
que no se equivocaba al respecto. Lo sabía muy bien.
Ojalá consiguiese enamorarse de otra mujer, una que fuese más comprensiva y que no
alardease de los logros conseguidos con el dinero. Pero de momento lo veía muy difícil.
Él la quería, la quería muchísimo, creía que nunca había estado tan enamorado de una
mujer.
Sebas recordó la letra de una de las canciones de Joaquín Sabina:
"Era tan pobre que no tenía más que dinero..."
Volvió a reír en voz alta, como lo hizo cuando cantó minutos antes, y se asombró
cuando examinó el cauce que habían tomado sus ideas en los últimos instantes. ¿No
había empezado pensando en comida, cerveza y Bon Jovi?
Dejó de reír. Oyó un silbido agudo y penetrante. Volvió la cabeza a un lado y a otro,
pero no localizó la fuente del sonido.
De repente, un estruendo le hizo saltar en su asiento al tiempo que una lluvia de cristales
salpicaba el interior del vehículo. Algo golpeó con violencia el asiento del acompañante,
la puerta del mismo lado, el techo y el suelo. Sebas perdió el control del volante
durante unos instantes y el coche realizó un extraño giro que le llevó tres carriles más
allá de aquel que había ocupado hasta el momento. Estuvo a punto de volcar, pero finalmente
consiguió dominar el vehículo y enderezarlo. Alguien tocó el claxon frenéticamente
por detrás de él. Sebas pisó el pedal del freno, sin comprender todavía qué
había ocurrido. Redujo a sesenta, y un coche pasó junto a él a gran velocidad. El conductor
le gritó algo que Sebas no entendió.
El corazón le galopaba como un caballo desbocado. Contempló incrédulo a la roja
piedra que se balanceaba en el suelo del vehículo, bajo la guantera. El asiento del acompañante
parecía haber sido víctima de un ataque de misiles, y la puerta aparecía seriamente
dañada. Una gran corriente de aire entraba por el hueco del parabrisas, por el lugar
que segundos antes había ocupado el cristal que ahora se repartía en fragmentos por
el interior del coche. La escobilla del limpiaparabrisas había desaparecido, y una gran
abolladura en el techo era el colofón del desastre.
Sebas estuvo a punto de sucumbir a un ataque de nervios, pero consiguió dominarse.
Puso el intermitente de la derecha, y poco a poco se fue aproximando al arcén, donde
detuvo el vehículo. La tarea que consistía en desabrocharse el cinturón se le antojó eterna,
ya que el temblor de manos y el ansia por lograrlo se confabularon para impedir que
lo consiguiese a la primera. Tras una encarnizada lucha, dio con el botón que liberaba al
cinturón. Sebas aspiró una bocanada de aire, la exhaló, y cerró los ojos. Se llevó las manos
a la cara y soltó unos cuantos tacos en voz baja.
Apartó las manos y miró al frente. Los otros coches pasaban veloces a su izquierda.
No parecían prestarle excesiva atención. Volvió la vista hacia el lado del acompañante,
y contempló con inusitado odio al rojizo objeto que parecía desafiarle desde la alfombrilla
del suelo.
Sebas se apeó del vehículo y se dirigió a la portezuela contraria. Quería recoger la
piedra y dejarla entre la vegetación de más allá del arcén, olvidar que la había visto y
que aquel día había salido a observar aves al delta del Llobregat.
Intentó abrir la puerta, pero descubrió que estaba atrancada. Se dirigía ya de nuevo al
asiento del conductor para sacar la piedra por la otra puerta cuando se detuvo. ¿Qué pasaría
si volvía a abandonar a aquel maldito huevo del diablo en un lugar en el que no iba
a poder vigilarlo? Se quedó pensativo durante unos instantes y se echó a reír como lo
había hecho minutos antes.
"Oh, vamos", pensó, "es de locos. ¿Voy a llevarme una piedra a casa para tenerla vigilada,
por si intenta atacarme de nuevo?". Sonaba realmente absurdo. Tal vez sí se estuviese
volviendo loco. Pero no lo creía así. Alguna explicación lógica debería haber. No
todos los días una piedra te persigue con tanta insistencia, pero evidentemente, eso era
lo que estaba ocurriendo en aquellos momentos. Era algo real, no se trataba de ninguna
alucinación.
Se le ocurrió entonces que era posible que realmente aquel objeto fuese artificial, como
había supuesto en un principio. Quizá se trataba del residuo de alguna fábrica, y
había numerosas piedras rojas repartidas por la zona. Él había tropezado con una en la
playa, había atropellado a otra en el descampado en el que había aparcado el coche, y tal
vez algún gracioso le había lanzado aquella otra piedra desde algún puente situado encima
de la autovía.
Miró hacia atrás, hacia los últimos cientos de metros que había recorrido con el coche,
pero no vio ni un solo puente. El horizonte estaba cercano, ya que a menos de medio kilómetro en la dirección en que miraba, la autovía se elevaba en un cambio de rasante
que impedía ver lo que había más atrás.
Pero Sebas tampoco recordaba haber visto ningún puente desde que había abandonado
el Prat de Llobregat no hacía mucho. Sin embargo, no estaba seguro de la distancia que
había recorrido con el coche desde que la piedra atravesó el parabrisas. ¿Era posible que
ésta hubiese caído antes de llegar a la cuesta? ¿Habría algún puente por allí detrás, aunque
él no recordase haberlo visto?
Resolvió averiguarlo en aquel mismo instante. Debía comprobarlo por el bien de su
cordura. Decidió olvidarse momentáneamente de la piedra. Pasó los bultos del asiento
trasero al maletero y se guardó la cartera en el bolsillo de la camisa. Subió las ventanillas,
cerró el vehículo con llave y se alejó dejando puestas las luces de emergencia. No
podía evitar que alguien se aprovechase del enorme boquete del parabrisas, así que optó
por no preocuparse, ya que no le quedaba más remedio. De todas formas, estaba aparcado
en el arcén de la autovía. ¿Quién iba a molestarse en acercarse al vehículo para comprobar
si había algo que robar?
Caminó bajo el sol. Poco a poco empezó a notar que el asfalto se empinaba y que el
cambio de rasante se hallaba algo más cerca. Pero la carretera parecía mucho más larga
cuando se recorría a pie que cuando se circulaba por ella con el coche. Finalmente, tras
unos penosos minutos que se le hicieron interminables, divisó los kilómetros que se extendían
más allá y que había dejado atrás con su coche poco antes. Sobre la carretera no
había puente alguno, ni construcción parecida. Sebas se sintió como traicionado. Había
esperado hallar algo a lo que aferrarse, una explicación lógica, un desenlace predecible
y normal. Pero si allí realmente había algo, era precisamente todo lo contrario. Anormalidad.
Giró sobre sus pies para echar un vistazo a su coche. Sebas se quedó de piedra. Petrificado.
Su vehículo había desaparecido. Se dijo una y otra vez que no podía ser, que era
imposible. Sin embargo, no tardó en convencerse de que aquello no formaba parte de la
extraña trama en la que se hallaba inmerso. Estaba seguro de que el coche había sido
robado por algún gamberro que acababa de complicarle la vida enormemente.
Ahora Sebas se hallaba a kilómetros de su casa, sin medio de transporte, y al parecer,
con una enloquecedora piedra roja persiguiéndole por todo el planeta. Se le ocurrió que
tal vez la piedra perseguidora, que se había quedado en el coche, podría haber cambiado
de presa y quizá estuviese en aquellos momentos haciéndole la vida imposible a quien
fuese que se había llevado el vehículo. Se consoló con aquella idea.
Comenzó a deshacer el camino andado, mientras pensaba que si se hubiese girado más
a menudo cuando subía la pendiente, tal vez habría visto al ladronzuelo en el momento
de acercarse al coche y estudiarlo, como un buitre merodeando la carroña.
El descenso fue más rápido, y más descansado. Pero también más frustrante. Dedujo
que le quedaban tres soluciones. Caminar durante kilómetros era una. Otra consistiría en
acercarse a la parada de autobús más cercana, aunque no tenía ni la más mínima idea de
su situación. La tercera posibilidad era el autostop.
No es que pasasen muchos coches, pero la circulación era lo suficientemente insistente
como para que Sebas no pudiese tener el pulgar bajado más que unos pocos segundos
entre vehículo y vehículo.
Ni uno solo paró. Pero apenas unos veinte minutos después de caminar suplicando
transporte, llegó a una parada de autobús. En ella se detenían dos líneas, la L-90 y la L-
93. Ambas se dirigían a Barcelona, y la primera además tenía una parada no muy lejos
de su casa. Según informaba un descolorido papel pegado a una plancha metálica, el autobús
pasaba cada media hora.
Se dispuso a esperarlo apoyado en el poste de la parada. Volvía a sudar copiosamente,
y estaba muy cansado. Querría haberse sentado en el suelo para descansar, pero decidió
que de pie tenía una mejor visión de la carretera, y que así podría controlar mejor la llegada
del autobús... o de la piedra.
El L-90 llegó unos quince minutos después. Sebas se alegró de haber cogido la cartera
del coche. Sacó unas cuantas monedas y cogió el ticket que le extendía el conductor.
Pasó al fondo del vehículo y se sentó junto a una de las ventanas.
El autobús arrancó y reemprendió la marcha.
- 3 -
SEGUNDO PENSAMIENTO
Curiosamente, a pesar de que las cosas le habían salido totalmente al revés en lo que
iba de día, en aquellos momentos en que miraba por la ventanilla y su cuerpo se movía
al ritmo de los traqueteos del autobús, Sebas se convenció de que toda su vida iba a
cambiar. A partir de aquel mismo segundo. Quizá lo creyó así porque pensó que las cosas
ya no podían irle peor.
El paisaje que se divisaba más allá de la autovía no contribuía en absoluto a alimentar
aquellas esperanzas, pero no importaba. Supo, sin fundamento alguno, que sólo dependía
de él mismo para conseguir cualquier cosa que desease.
Se sorprendió al descubrir que, a pesar de todo lo que le acababa de ocurrir, la piedra
no ocupaba el plano principal de sus pensamientos. De hecho, apenas pensaba en aquella
maldición roja. Tal vez era algún mecanismo mental de defensa el que le impedía reflexionar
sobre el tema, para evitar que se volviese loco. Quizá alguna complicada reacción
química producida en su cerebro inhibía el terror que, en teoría, debería estar sintiendo.
Era muy curioso. Tan sólo tenía pensamientos optimistas.
Y en esos pensamientos, el puesto de honor lo ocupaba Olga. Pensó que si deseaba
enamorarla, lo lograría. ¿Cómo era posible que hubiese mantenido esa venda frente a
sus ojos durante tanto tiempo? Claro, por supuesto. Olga iba a ser suya. Estaba locamente
enamorado de ella. Y si ella seguía manteniendo el contacto con él, pobre obrero,
después de dos años, era por un motivo: él significaba algo para ella.
Tal vez Olga tan sólo estuviese jugando. Al fin y al cabo eran jóvenes. Ella le había
dicho más de una vez que la vida era como una escalera, y que no se podía pretender alcanzar
la azotea sin haber recorrido primero todos los escalones. Ya llegaría el momento.
¿Qué más daban unos ligues por aquí, unos rolletes por allá? Cuando llegase la hora
de la verdad, Olga y él se casarían, dentro de unos años. Estaba escrito en el libro del
destino. ¡Era absurdo preocuparse por el asunto!
Ahora estaba seguro de que se trataba de eso. Con limitarse a vivir el presente, y a dejar
que los acontecimientos vinieran por sí solos, estaba todo hecho.
Sebas seguía mirando por la ventanilla del autobús. Dos kilómetros después de convencerse
de que las expectativas respecto a Olga eran muy buenas, se quedó sin aliento
al contemplar una escena que echó por suelo todas sus esperanzas sobre el maravilloso
mundo en el que vivía. Más allá del arcén, en el lado derecho de la autopista, un Renault
18 de color blanco yacía accidentado tras haber atravesado la valla protectora. No pudo
ver la matrícula, pero no fue necesario. Vio el capó totalmente destrozado, y una humareda
que se levantaba del motor. También vio a alguien inconsciente, sentado al volante.
Cuando observó al objeto rojizo que salía por una de las ventanas en dirección al autobús,
ya no le quedaron dudas. Se trataba de su coche.
Se alzó de su asiento como impulsado por un resorte, y salió disparado en busca del
conductor del autobús, al tiempo que le gritaba con desesperación que aumentase la velocidad.
El conductor lo miró con cautela y le preguntó qué ocurría. Sebas señaló la piedra
roja que les adelantaba en aquellos momentos. El conductor la miró desconcertado.
La piedra lanzó un primer ataque de aviso. Golpeó el costado del autobús, y algunos
de los pasajeros dejaron escapar algunos alaridos de sorpresa, sin entender todavía qué
demonios ocurría.
Y antes de que pudiesen comprenderlo, la piedra volvió a embestir. Entró como un
obús por una de las ventanas y salió por otra sin detenerse, atravesando los cristales y
esparciéndolos por el suelo, mientras los pasajeros se agachaban y gritaban dominados
por el pánico.
Sebas estuvo especialmente desafortunado cuando anunció a viva voz que aquella cosa
iba a por él, que lo había estado persiguiendo durante toda la tarde, y que necesitaba
ayuda. Tras escuchar aquellas palabras, el conductor abrió las puertas del vehículo. La
piedra, que seguía al autobús como si esperase una respuesta a su primer ataque, se situó
frente a las puertas abiertas. Sebas la miró con temor, y el conductor aprovechó aquel
momento de incertidumbre para propinarle un empujón que casi lo envió directo al asfalto.
Pero en el último momento logró asirse a la puerta, y durante unos instantes se
mantuvo en equilibrio. El tiempo pareció detenerse, y nadie habría podido adivinar si
Sebas caería fuera, o si aterrizaría en el suelo del autobús.
Un anciano pasajero se encargó de decantar la balanza hacia uno de los dos lados. Se
levantó de su asiento, y con un garrote que llevaba le propinó a Sebas un fuerte golpe en
los nudillos de la mano con la que se aferraba a la puerta. Un segundo después ya estaba
rodando por el duro suelo de la autopista.
La piedra vigiló toda la escena desde una distancia prudente. Fue testigo de la traición
de los viajeros del autobús, quienes habían entendido demasiado bien la insinuación que
ella había hecho cuando les embistió. Todo le salía a pedir de boca.
Sebas se levantó con la ropa maltrecha. Sangraba abundantemente por la cara, y le dolía
enormemente todo el cuerpo. Casi creyó que era un milagro seguir aún con vida. Se
limpió los ojos con las manos desgarradas y echó un vistazo a su alrededor. Descubrió
que se hallaba de pie sobre el carril derecho de la autopista. Algunos coches le esquivaron
y pasaron raudos junto a él haciendo sonar el claxon, maldiciéndole y llamándole
loco. Ninguno parecía tener intención de detenerse para preguntarle qué le había ocurrido.
Echó a correr en dirección al arcén. Miró hacia atrás por encima de su hombro, mientras
corría, y vio como la piedra lo seguía poco a poco y con calma, manteniéndose a
una altura de unos tres metros. Sebas siguió corriendo. Saltó la valla protectora y cayó
por un talud cubierto de hierbajos, dejando atrás los sonidos de los coches.
- 4 -
CONFESIÓN
Aterrizó entre basuras y malas hierbas, y sintió el olor de la descomposición de algunos
vegetales como una bofetada en pleno rostro. Alzó ligeramente la cabeza y observó
el paisaje. Frente a él se extendían innumerables campos de cultivo.
Se levantó entre gritos de dolor, y de nuevo miró hacia arriba. La piedra seguía allí.
No parecía tener intención alguna de cesar en su persecución hasta que hubiese acabado
con él. Desesperado, dolorido y furioso, Sebas alzó los brazos hacia ella.
-¡Qué quieres de mí! -gritó-. ¡Qué buscas, por qué me persigues!
Sebas respiró profundamente y aguardó unos segundos, pero la piedra no reaccionó.
-Dime piedra -inquirió-, qué demonios he hecho yo para merecerte.
Hizo otra pausa y prosiguió.
-¿Eres acaso un castigo de Dios?
Sebas no era creyente, pero en aquel momento estuvo dispuesto a creer cualquier cosa.
Se desplomó en el suelo y quedó de rodillas. Cerró los ojos. La piedra no parecía
hacerle el más mínimo caso, y él ya no sabía qué hacer o qué decir. Creyó que había
agotado ya todas las posibilidades.
Y entonces, sin saber bien si era su boca la que hablaba, o si algún diabólico mecanismo
le había insertado una grabación dentro de la garganta, Sebas decidió confesarle a
la piedra algunos de sus pecados.
Él siempre había creído que lo más grave que había hecho en toda su vida era clamar
venganza contra las personas que alguna vez le habían hecho daño, pero puesto que jamás
había movido un solo dedo para llevar a cabo tales venganzas, estaba convencido
de que era un buen tipo.
Sin embargo, de repente se había dado cuenta de que habría que matizar muchos puntos
de su vida en los que él había obrado como un buen tipo.
-Muy bien, piedra -le dijo-, maldita seas. Te diré algo. No sé si eres una mandada y
sólo cumples con tu trabajo, o si eres un extraterrestre que ha venido a aniquilar a la raza
humana y ha decidido empezar por mí. El caso es que me da igual. No es asunto mío.
Sebas hizo una pausa. La miró fijamente durante unos segundos, y sonrió.
-Je-je, fíjate -continuó-. Ya está. Ya me he vuelto loco del todo. Estoy aquí, desangrándome,
mientras hablo con una piedra asesina. Bueno, pues si es así, si realmente me
he vuelto loco del todo, no creo que tenga mucho que perder. A lo mejor hasta me salvo.
Sebas miraba fijamente a la piedra. Ésta no se movía en absoluto, y parecía escuchar
con interés su discurso. Sin embargo, a pesar de la amable atención que le prestaba su
enemigo, Sebas tuvo la intuición de que no iba por el buen camino. Ni siquiera sabía
muy bien que era lo que quería oír aquella cosa.
-¡Qué quieres que te diga! -le gritó-. ¿Qué me arrepiento de todo lo malo que haya podido
hacer alguna vez? Pues, de acuerdo, hecho. Me arrepiento. ¿Qué siento haber odiado
a Olga por todo lo que me hizo? De acuerdo también. Lo siento. Y también siento
haber odiado a mis amigos las veces en que me fallaron, y a mis padres por abandonarme
cuando los necesitaba, y a mis antiguos jefes por echarme de mi trabajo, y a los
americanos por haber lanzado las bombas atómicas sobre Hiroshima y Nagasaki. Siento
haberlos odiado a todos.
Sebas lanzó al aire una carcajada histérica, sabiendo que aquella piedra no iba a
acompañarle en su broma, ni le iba a echar un brazo rojizo sobre el hombro mientras le
decía "ja-ja, tranquilo hombre, todo olvidado, vamos a tomarnos una cerveza". La piedra
iba a matarle por todo lo que había hecho.
-Mierda -exclamó-. Seguro que no soy ningún santo, pero en estos momentos no se
me ocurre nada más. Creo que soy alguien bastante tranquilo. Miento, engaño y hago la
vida imposible a los demás dentro de los límites normales de cualquier persona normal.
Aunque sí, a veces soy bastante mal hablado, pero me importa un comino que me creas
o no, o que seas real o una alucinación, o que quieras matarme. Al fin y al cabo, si todavía
no estoy loco, no creo que tarde mucho en conseguirlo.
La piedra no se inmutó. Continuó flotando encima de él.
-Ah, por cierto -continuó Sebas-. Se me olvidaba. Te odio. Te odio con toda mi alma.
De nuevo se hizo el silencio. Sebas ya no sabía cómo continuar su monólogo. Esperaba
alguna señal por parte de su perseguidor, pero su frialdad y su inexpresividad le estaban
poniendo enfermo. Si la cosa seguía así, acabaría arrancándose la cabellera con sus
propias manos.
En lugar de eso, rompió a llorar. No supo por qué saltaban las lágrimas, si por tristeza
o por rabia, pero tampoco le importó mucho en aquellos momentos.
Sebas ocultó la cara entre sus manos y sollozó durante unos segundos que le parecieron
años. No quería mirar hacia arriba. Pero finalmente, se obligó a abrir los ojos y a dirigirlos
hacia el cielo. La piedra había desaparecido.
Con cautela, miró a su alrededor, esperando toparse con un balón de rugby de veinte
kilos justo un segundo antes de ver cómo se empotraba en su cara. Pero no había ni rastro
del perseguidor.
Con un guiño de esperanza, se puso en pie, gimiendo por los huesos que le torturaban.
-¿Piedra? -llamó en voz baja.
-¿Piedra? -volvió a repetir, esta vez con más fuerza. No hubo respuesta.
-¡Que te jodan! -gritó.
Tras unos instantes de indecisión, empezó a escalar el talud. Subió hasta la autopista y
contempló los coches que pasaban frente a él. Llegó a divisar la cara de una señora gorda
que le miraba asqueada. Sebas le hizo un gesto con el dedo medio, y la señora miró
al frente.
Decidió que después de que todo hubiese acabado, pondría una denuncia contra la
compañía de autobuses. Pero primero tendría que intentar recuperar su vehículo. Seguramente
la guardia civil ya habría llegado al lugar en el que el maldito ladronzuelo se
había estrellado. Sebas tendría que explicarles que el coche se lo habían robado. Y tendría
que explicar también de donde venía, y por qué sangraba.
Por supuesto, no les diría que una piedra le había perseguido. De hacerlo, no se llevarían
una impresión muy buena de él. Quizá debería hablar primero con los otros pasajeros
del autobús. Ellos también habían visto a su acosador, y eran, por tanto, testigos presenciales.
O quizá simplemente debía mentir. "Me han atacado, agentes, -podría decir-,
me han dado una terrible paliza...", o tal vez serviría algo así como: "me caí por un talud
poblado de espinos, espinos enormes con púas como guadañas, que me desgarraron la
piel salvajemente... como si me odiaran de veras...".
Finalmente, Sebas decidió que ya pensaría más tarde en lo que haría. Ya se le ocurriría
algo.
Caminó por el arcén durante unos minutos. Pensó en todas las cosas que le había dicho
a la piedra, pensó en Olga, pensó en todo aquello que le había venido a la cabeza
mientras viajaba primero en el Renault y después en el autobús. Llegó a la conclusión
de que su estabilidad mental pasaba por momentos delicados, y de que tal vez necesitase
ayuda. Aunque quizá la ayuda que necesitaba se limitase a una pareja estable.
Mientras volvía a darle vueltas a todos aquellos asuntos, se percató de que el sol se
había ocultado tras una nube. Al parecer, la única que habría en el cielo.
Alzó la vista y quedó maravillado ante el espectáculo que veía. ¿Era posible que se estuviese
produciendo un eclipse total y que no se hubiese dado cuenta hasta aquel momento?
Miró con más detenimiento al astro rey. Le dolían los ojos cuando lo hacía, pero
se obligó a ello. Entonces vio que no era la luna lo que ocultaba al sol. La luna no se
movía tan deprisa. El objeto se desplazó velozmente hacia el suelo, dejando en libertad
a los reprimidos rayos solares. Por supuesto, se trataba de la piedra roja. Le había parecido
redonda cuando ocultaba al sol porque la veía de frente. Pero ahora pudo percibir
perfectamente su maldita forma de balón de rugby.
La piedra había estado flotando en el aire a varios metros de altura, encajando perfectamente
en el redondel dorado que era el sol. Tras descender, se detuvo a la altura de la
cara de Sebas, a unos tres metros delante de él. Mientras le desafiaba de nuevo, Sebas se
permitió el lujo de echar algunas miradas furtivas a los conductores de los vehículos que
pasaban junto a él. Vio caras asombradas, incrédulas. No era para menos. Durante un
instante habrían creído ver una piedra que flotaba y a un hombre destrozado.
Sebas se pasó la mano por la cara y se rascó parte de la sangre coagulada. Sus dedos
hicieron manar sangre fresca de las heridas.
-¿Qué quieres de mí? -preguntó por segunda vez aquella tarde. La piedra no contestó.
-¿Por qué no te vas a una cantera para que te aplasten y me dejas en paz? -le sugirió.
La piedra ni se inmutó.
-Voy a pasar -anunció Sebas-. Voy a avanzar muy lentamente hacia ti.
Dio un paso y la piedra no retrocedió. Sebas se detuvo, sin saber bien qué hacer, si
continuar, o esperar los acontecimientos. Finalmente dio otro paso. La piedra no se movió.
Estaba ahora a tan solo un par de metros de distancia.
Dio un tercer paso y la piedra se desplazó ligeramente hacia la derecha. Esperanzado
pero temeroso, se sobresaltó ante el súbito movimiento de la piedra y vaciló un poco.
Por fin, sin pensárselo más, empezó a andar con firmeza pero lentamente. Un cuarto paso,
un quinto...
La piedra continuó su vago desplazamiento y se detuvo a la derecha de Sebas, quien
enseguida comprendió lo que ocurría: su perseguidor le estaba dejando espacio, le estaba
permitiendo pasar. Le dejaba vía libre.
Pasó de largo y continuó caminando. Ahora ya la había dejado atrás. Lanzó una mirada
de reojo y pudo ver en el límite de su campo visual una mancha rojiza que continuaba
inmóvil en el aire.
Avanzó ahora con un poco más de velocidad, pero intentando disimular su ansia por
alejarse de aquella maldita cosa. Se sentía como un hombre desarmado al que un pistolero
le ha ordenado que se de la vuelta y que eche a andar. Quería correr, salir disparado,
poner muchos metros de por medio entre él y aquel engendro del infierno, y sobretodo,
lo que más deseaba era volver la cabeza para asegurarse de que aquella cosa no le
seguía. Pero no se atrevía. No podía hacer nada de eso. Tenía el convencimiento de que
era aquello lo que la piedra esperaba. Un acceso de pánico. Demostrarle temor. Eso sería
el detonante de la explosión final.
Pensó entonces que si conseguía mantener sus nervios controlados, si conseguía no
echarse a correr... pensó si la piedra le iba a permitir de todas formas alejarse por la carretera
y perdonarle la vida. Esta desalentadora idea empezó a crecer en su mente de una
forma alarmante, y Sebas fue consciente de que el ataque de pánico al que tanto había
temido ya había llegado. Si no conseguía desahuciar a aquel pensamiento de su cabeza,
estaría perdido.
Finalmente, no pudo resistirlo más. Sus piernas se movieron adelante y atrás, y balanceando
los brazos se lanzó a la carrera, gritando de desesperación cuando miró hacia
atrás y vio a la piedra roja que se lanzaba en su persecución.
Miró al frente pidiendo socorro, clamando piedad, y deseando pensar, deseando que
alguna última idea acudiese a su mente en aquel momento de sobrehumano esfuerzo, de
lucha por la supervivencia.
A pesar de que no la veía, y de que la piedra no emitía sonido alguno, Sebas la sentía.
Sentía su presencia detrás de él, acercándose poco a poco, sin prisas, a sabiendas de que
era una presa fácil, y de que si quisiese podría alcanzarlo en una décima de segundo.
La piedra llegó hasta Sebas. En los últimos centímetros antes de tomar contacto, redujo
su velocidad hasta igualarla prácticamente con la de su víctima. Se aproximó lentamente
a su espalda hasta que tocó su camisa chorreante de sudor y sangre. Sebas gritó.
Continuó corriendo durante unos metros más, sin comprender exactamente las intenciones
de la piedra. Ésta no le había embestido como un obús, sino que simplemente
presionaba su espalda con suavidad, como si tan sólo buscase su contacto.
Pero en apenas unos segundos, la presión se hizo algo más fuerte, y entonces Sebas sí
comprendió qué era lo que estaba haciendo. Le estaba empujando. Cada vez más deprisa,
sin dejar que se detuviera, forzándole la marcha.
Estuvo a punto de detenerse de golpe y agacharse para que la piedra pasase de largo;
estuvo a punto de echarse a un lado, apartarse bruscamente para desasirse del empujón
de aquella cosa. Pero al final no hizo ni una cosa ni otra. Y cuando quiso darse cuenta
de lo que iba a ocurrir, ya fue demasiado tarde.
La piedra dio un brusco acelerón al tiempo que cambiaba el rumbo de la carrera de
Sebas algunos grados a la derecha. El empujón final lo envió de lleno al primer carril de
la autopista, y un camión que no pudo frenar a tiempo lo arroyó y le quitó la vida.
Fue algo muy rápido. Sebas apenas tuvo tiempo de gritar, y de comprender que eran
sus últimos segundos como mortal. Su último pensamiento fue de odio. Deseó que la
piedra quedase destrozada por el propio camión. Que la hiciese añicos.
El camión los embistió a ambos. De Sebas poca cosa quedó. La piedra salió disparada
y aterrizó fuera de la autopista. Sin rasguños. Unos segundos después alzó su macizo
cuerpo unos metros sobre el suelo, para reemprender el vuelo. Se mantuvo durante un
instante flotando en el aire, quizá para contemplar el resultado de su juego, su trabajo
bien hecho. Después, se dirigió rauda hacia el cielo de verano.
Tal vez, en algún momento antes o después de su muerte, Sebas supo que no era necesario
conocer la naturaleza de la piedra, ni de dónde procedía. Ni como había llegado
hasta allí, ni por qué quería matarle. Bastaba con tenerla presente.
De haber tenido boca, la piedra habría reído.
Barcelona, 6 de enero de 1995
"Ciertamente, había muy pocas obras humanas en esa
parte del túnel, aunque ocasionalmente un siniestro
mural de jeroglíficos tallados en el muro, o un pasadizo
lateral bloqueado, recordaban a Zamacona que esto era
realmente el camino olvidado por los eones hacia un
primordial e increíble mundo de seres vivientes."
H. P. LOVECRAFT, El Túmulo
"Y había cuevas en aquella montaña que podían
estar vacías y solitarias, o podían -si las leyendas no
mentían- albergar horrores de una forma insospechada."
H. P. LOVECRAFT, La onírica búsqueda de la desconocida kadath



PRESA
Mariano Bertello
I
Miranda
- Hola Cris. – le había dicho ella con total naturalidad.
Él ni siquiera escuchó a la mujer acercarse, sin embargo esto no le extrañó, se encontraba
abstraído en sus propios pensamientos.
Era una mujer joven, tendría veintiséis o veintisiete años, esbelta, de cabellos negros
como la noche y de una mirada esmeralda que derretiría un témpano de hielo. En otras
palabras, una verdadera belleza. Sin embargo Cris no tenía idea de quién era ella.
- Disculpa, ¿nos conocemos?- preguntó extrañado.
- No, todavía no. –respondió la desconocida.
- Entonces, ¿cómo es que sabías mi nombre? – dijo con un susurro, al tiempo que arqueaba
las cejas.
- No lo sabía, pero escuché al cantinero cuando te saludó.- comentó ella, regalándole
una sonrisa amplia y de una dulzura que Cris no había visto en mucho tiempo.
- Buen oído.
- Para escucharte mejor.- sentenció.- Soy Miranda.
A partir de ese momento los recuerdos de Cristopher Hoods se volvían borrosos como si
mirara hacia ellos a través de un vidrio húmedo.
Creía recordar que habían bebido un par de tragos y hablado de trivialidades como sus
gustos sobre el cine o la inclemencia del clima durante la última semana, pero no podía
asegurarlo.
Ahora se encontraban caminando lentamente bajo la luz enfermiza de una luna anaranjada
que presagiaba lluvia en cualquier momento.
A medida que pasaban los minutos, Cris se iba envenenando más y más con la intoxicante
presencia de Miranda.
Sus cabellos lacios al viento desprendían una fragancia fresca y primaveral, su voz embriagante
podía hacer sentar a un tigre de bengala a la primera orden y su manera de
caminar, felina y sugestiva, le haría levantar temperatura a un cardenal de la Iglesia.
- Cris, tengo un poco de frío- dijo ella en voz baja.
Él se quitó su campera de jean y la colocó suavemente sobre los hombros de Miranda.
Ella atrapó con delicadeza el brazo izquierdo del joven y lo pasó detrás de su cuello.
Segundos después se apretó lentamente contra el cuerpo de Cris, él sintió que tocaba el
cielo con sus manos.
-“Eso es todo, amigos, me he enamorado”. – pensó para sí mismo y esbozó una sonrisa
cálida.
Fue exactamente en ese momento en que las primeras gotas de lluvia comenzaron a
caer sobre ellos.
Se detuvieron momentáneamente bajo el alero de un kiosco de revistas, el cual estaba
cerrado ya a esa altura de la noche.
- ¿Y ahora qué haremos?- preguntó Cris, aunque ya sabía la respuesta.
- Podemos ir a mi departamento, está solamente a unas cuadras de aquí.
Cris volvió a sonreír.
Reanudaron la marcha, primero caminando deprisa y luego, cuando las gotas de agua
golpeaban como clavos helados, casi corriendo.
Al cabo de unos minutos llegaron al departamento, totalmente empapados.
El edificio debía de tener al menos unos cinco millones de años. Seguramente había sobrevivido
no sólo a las dos últimas guerras, sino también al diluvio universal.
- “Dios Santo”. – pensó Cris – “de seguro tendrá momias en el sótano.”
- Que no te asuste, adentro no se está tan mal.- dijo ella, como si le hubiera leído la
mente.
- No hay problema.- comentó él despreocupado y entró a la oscuridad del edificio siguiendo
los pasos de su acompañante...
Miranda tenía razón, el interior del departamento estaba realmente bien. Había dos dormitorios,
un living excelentemente amoblado con un pequeño hogar a leña, un baño y
una gran cocina. Todo estaba impecablemente limpio y en el aire se respiraba un raro
olor a limón artificial.
- Ponte cómodo.- dijo Miranda - Yo voy a cambiarme estas ropas mojadas.
Una vez más Cris sonrió.
Dejó caer su cuerpo en un cómodo sofá de terciopelo azul, mientras en su cabeza comenzaban
a gestarse todo tipo de ideas que lo incluían a él, a Miranda y a dicho sofá.
Notó con un poco de exaltación como las luces disminuían su intensidad y escuchó los
pasos de Miranda a sus espaldas.
- ¿Quieres que encienda el hogar?- preguntó ella.
- Por supuesto.- contestó Cris tratando de ocultar su estado de nerviosismo.
Miranda llevaba puesta una bata de color negro. No hacía falta ser adivino para saber
que no tenía nada más que eso encima. La bata le quedaba bastante ceñida al cuerpo,
marcando una silueta que rayaba en la perfección. La chica tomó un mechero eléctrico
que descansaba en la mesa ratona con la mano derecha, mientras que con la izquierda
rociaba un poco de alcohol sobre los leños.
El fuego se encendió al primer intento y Cris pudo sentir una oleada de calor diferente a
la que ya irradiaba su cuerpo.
Miranda se incorporó y se dirigió al equipo de música que estaba en la pared opuesta.
Segundos más tarde comenzó a sonar una dulce melodía que Cris desconocía por completo.
- Vivaldi – susurró ella, leyéndole la mente una vez más. - ¿ No te gusta?
- Sí, está bien. Es que estoy acostumbrado a cosas como AC/DC o Metallica.
- Todo un romántico. – comentó Miranda con ironía, y selló la frase con un beso.
Con un movimiento rápido, Cris aflojó el lazo de la bata, desnudando toda la hermosa
humanidad de Miranda. Ella desgarró literalmente la camisa escocesa de Cris y luego
fue por el cinto de sus jeans, desabrochándolo con ductilidad.
A la pálida y crepitante luz de las llamas sus cuerpos desnudos se acariciaron con pasión
pero con dulzura, como si ambos estuvieran explorando terreno desconocido. Reían
como niños alocados.
Sin duda ella sabía cómo hacer su trabajo. Cris pensó, en un rapto de lucidez tan fugaz
como efímero, que nunca nadie lo había hecho sentir así, tan feliz, tan completo, tan
humano.
Fue precisamente en ese mágico instante en el cual las cosas comenzaron a descontrolarse
y terminaron yéndose al mismo infierno.
La chica comenzó a contraerse mediante convulsiones rítmicas sobre su cuerpo, las cuales
iban en aumento. Segundos más tarde Miranda parecía poseída por un frenesí espeluznante.
Cris no había notado cuán largas eran las uñas de su compañera, hasta que éstas
comenzaron a hacer jirones la piel de su espalda. Miranda gruñía, se agitaba, y su
aliento se había tornado pestilente, como si un animal muerto hubiese anidado en su boca.
Por primera vez en toda la noche, la sonrisa del muchacho estaba ausente, no había rastros
de ella en su rostro.
Asustado, trató de apartar el cuerpo de la chica con un empujón, pero ella parecía sorprendentemente
fuerte, y no consiguió quitársela de encima.
Una punzada de dolor apareció de repente en su hombro derecho, acompañada segundos
después de una sensación de calor y humedad.
Esa fue la gota que derramó el vaso. Aplicó una violenta patada al cuerpo retorcido y
sibilante que lo aprisionaba, y con una agilidad digna de un gimnasta, dio un brinco
hacia atrás, alejándose del sofá y de la mujer enloquecida.
A tientas encontró el interruptor de la luz, y cuando ésta iluminó la habitación, deseó
nunca haberlo hecho...
La parte superior de su pecho y parte de su brazo derecho estaban bañados en sangre, en
su sangre. Cortes y arañazos surcaban su cuerpo en todas direcciones como carreteras
dibujadas por un niño. Un pedazo de carne le colgaba con un hilo de piel desde el hombro,
asemejando un pendiente macabro.
Aún así, eso no era lo peor del asunto.
Lo peor de todo era Miranda.
II
La Pelea
Miranda se encontraba semierguida, como una fiera agazapada esperando el mejor momento
para dar el zarpazo de gracia. No quedaba evidencia alguna de humanidad en su
figura, toda la belleza de su rostro, la sensual armonía de su cuerpo y su celestial encanto
se habían esfumado como si nunca hubiera estado allí.
En su lugar había ahora una aberración de la naturaleza, una monstruosidad de piel cenicienta,
pómulos filosos, cabellos enloquecidos y mirada asesina. De su boca manaba
un líquido rosado, mezcla de saliva y sangre, además de una larguísima lengua bífida
extraída de una pesadilla. Su dentadura era la de un tiburón, o la de un cocodrilo (Cris
no estaba seguro), con dientes amarillentos, puntiagudos y orientados en todas las direcciones posibles. Entre dos de ellos había un delgado hilo de carne que logró horrorizar
a Cris.
De la frente de la muchacha emergía un cuerno animal atravesando la piel de esa región
con suma facilidad.
Su espalda se había curvado, dejando a la vista una columna vertebral deforme y macabra.
Cris retrocedía trastabillando, alejándose de la criatura como en sueños. Manoteó sus
jeans con dificultad y antes de darse cuenta ya los tenía puestos.
“Excelente, estás a punto de ser devorado por un bicho y tú piensas en cubrirte las pelotas”-
pensó para sí y tuvo que reprimir el impulso de soltar una risita loca y enfermiza.
Miranda, o lo que alguna vez había sido Miranda, lanzó un alarido haciendo volar pequeñas
gotas de baba pegajosa y maloliente. Miró fijamente a los ojos a Cris y avanzó
un par de pasos hacia él.
Esto hizo reaccionar al muchacho, quien tomó de la cómoda que estaba a su lado un pesado
libro con un sombrío payaso en la tapa. Lo arrojó con todas sus fuerzas hacia el
monstruo que minutos antes le había dado un corto paseo por el paraíso.
El libro golpeó a Miranda en la frente, sin conseguir absolutamente nada más que hacerla
enojar. A continuación la criatura se agachó para tomar impulso y luego despegó del
suelo con furia. Alcanzó a un inmóvil Cris en cuestión de milésimas de segundo, lo tomó
por el cuello y lo hizo volar por toda la habitación como si se tratara de un muñeco
de trapo.
Cris estaba mareado y confuso, sentía el corazón en la garganta y la sangre galopaba en
su sien como un caballo salvaje.
“Debo salir de aquí, debo irme de aquí ahora. No sé qué diablos es esto, pero yo soy su
presa” - pensó aterrorizado.
El monstruo le bloqueaba la entrada, por lo que rápidamente se dirigió la puerta más
próxima a su derecha y la abrió de un tirón. Entró en la habitación oscura casi corriendo
y tropezó con un bulto en el suelo. Sus manos buscaron el interruptor de la luz, al encontrarlo
lo accionaron con violencia.
Por segunda vez en la noche, Cris deseó nunca haber prendido las luces.
El cuarto estaba lleno de cuerpos mutilados y desgarrados, todos ellos masculinos y todos
ellos con orificios del tamaño de un puño en el pecho, a la altura del corazón. Había
algunos decapitados y a otros les faltaban algunos miembros, también había órganos y
vísceras repartidas por el piso.
Cris cayó de rodillas al suelo y vomitó sin poder contenerse. Había lágrimas en sus ojos
y el mundo le daba vueltas.
En el cuarto había un olor repugnante, pero curiosamente no provenía de los cuerpos.
En un rincón apilados, descansaban miles de desodorantes ambientales en forma de pino,
en algún momento habían tenido esencia de limón, pero ahora habían fusionado su
aroma con el que despedían los cuerpos putrefactos.
Los golpes de Miranda contra la puerta lo devolvieron a la realidad. La terrible fuerza
de la criatura estaba venciendo los goznes del pórtico.
Cris apoyó su cuerpo contra la fría madera a modo de barricada, sin embargo esto no
duraría mucho tiempo.
Se dirigió hacia la ventana que estaba en la pared opuesta y trató de abrirla sin resultado.
No sabía si estaba trancada o no podía abrirla a causa de su desesperación. Respiró
profundamente un momento y consiguió destrabarla. Miró hacia fuera y observó con satisfacción
que había una escalera de emergencia. Comenzó a descender por la misma
con torpeza, resbalando cada dos o tres escalones. Cuando apoyó los pies en el
pavimento helado y húmedo, sintió como un par de pisos más arriba, la puerta
mento helado y húmedo, sintió como un par de pisos más arriba, la puerta finalmente
caía bajo el peso de Miranda.
Descalzo y con frío empezó a correr por el callejón que daba la espalda al edificio.
Había parado de llover, y la atmósfera era húmeda y pesada.
Corría como un enajenado, pisando vidrios, latas y cualquier cosa que hubiera en su
camino.
A su espalda, a unos veinte metros de distancia, sintió un chasquido de pies golpeando
contra el suelo y, aunque no volteó, sabía qué significaba.
Miranda venía por él.
III
La taberna de Mick
Cris no sabía qué hora era, pero en la calle no había un alma. No había vagabundos, ni
drogadictos ni amantes, ni siquiera prostitutas sin suerte en esa noche. El muchacho deambulaba
por un desierto de granito y concreto. Gritaba pidiendo ayuda, pero nadie
contestaba sus súplicas. Se dio cuenta de que nunca se había sentido tan solo.
Alrededor de veinte o treinta metros atrás, los sonidos guturales provenientes de la bestia
continuaban acechándolo, cada vez más cerca.
Cris estaba exhausto, con cada minuto qué pasaba, sus piernas se hacían más y más pesadas,
e inconscientemente esperaba sentir como Miranda caía sobre él de un momento
a otro.
Pero todavía no, una llama diminuta de esperanza se encendió en el instante en que divisó
a la distancia un llamativo cartel de neón que rezaba:
LA TABERNA DE MICK
Nunca Cerramos
Ya casi cojeando, se dirigió con lo último de sus fuerzas hacia el lugar.
Abrió la puerta con dificultad y tras atravesar el umbral se desplomó agotado. El lugar
era un antro sucio y oscuro, sin embargo esta noche estaba bastante concurrido, contrastando
con la soledad de la calle.
Un hombre corpulento lo ayudó a incorporarse. El tipo olía a sudor y a licor barato, pero
parecía amigable.
- ¿Qué le ha pasado, hombre? ¿Y qué hace corriendo por la calle semidesnudo?- inquirió.
- Viene tras de mí... la chica... es un monstruo... quiere matarme y comerme como a
los demás... no la dejen pasar.
- ¿Pero qué es lo que dice amigo?
- Es un vampiro, o una mujer lobo... no lo sé, tiene cuernos y garras... y creo que se
come los corazones...
- Bien hijo, ahora quédate tranquilo. Mi nombre es Mick, y ningún bicho del demonio
entra en mi taberna.
El hombre se puso serio de repente y luego de apoyar a Cris contra una pared, se dirigió
velozmente hacia la barra del bar. Se inclinó por encima de ella y extrajo una escopeta
de dos caños y un cuchillo de cacería.
- Gary... - espetó, y cuando éste se volteó le arrojó el cuchillo.
El tal Gary era un hombre albino delgado y de gran estatura, de alguna manera su aspecto
era extraño y tenebroso, Cris no sabía bien por qué. Atrapó el cuchillo al vuelo con
maestría y jugueteó con él entre los dedos de forma desinteresada.
Al cabo de unos segundos se reunió con Mick. Los hombres hablaron entre susurros y
luego se dirigieron con paso seguro hacia la puerta de entrada.
Cuando estaban sólo a unos metros de ésta, la puerta estalló en mil pedazos, regando de
astillas a los clientes cercanos a ella.
Miranda entró como una exhalación, rugiendo y arrojando manotazos mortales a todo lo
que se le acercaba. La clientela del bar, una veintena de personas, se alejó rápidamente
de ella, aunque sorpresivamente no mostraba temor.
La bestia se detuvo conmocionada, hipnotizada por las estridentes luces del bar y por la
sensación de sorpresa que ahora la invadía.
Ese instante infinitesimal de duda le costó la vida.
Mick y Gary actuaron con solvencia y aplomo, como si hubieran hecho esto un millón
de veces.
Mick se agachó, poniendo una rodilla en tierra, apuntaló la culata de la escopeta contra
su hombro derecho y detonó el arma dos veces, vaciando los cilindros.
Los dos disparos fueron precisos, incrustándose en ambas rodillas del monstruo y
haciéndole volar las dos piernas por debajo del punto de impacto.
La bestia cayó al suelo como una bolsa de ropa vieja y comenzó a agitarse en todas direcciones.
Gary se acercó a ella con la velocidad de un rayo, sujetó su cuello con su enorme mano
izquierda y clavó el cuchillo de caza en el pecho del monstruo agonizante.
Miranda lanzó un alarido desgarrador, como si estuviera dando a luz.
Luego Gary soltó el arma e introdujo la mano en la herida, sólo para arrancarle el corazón
a Miranda en cuestión de segundos.
La criatura se sacudió brevemente, luego todo había terminado.
Cris no lograba creer lo que había pasado ante sus ojos, se sentía soñando, drogado o
quizás muerto.
Después de un pequeño lapso de tiempo, Mick se acercó a Cris y le sonrió.
- No te preocupes, ya está. – le dijo con voz tranquilizante.
- ¿Qué harán con ella ahora?
- Eso ya no es de tu incumbencia, muchacho, nosotros lo arreglaremos.
- ¿Qué mierda era eso de todos modos?
- Ella era un demonio, una criatura enviada desde el infierno para robar almas de
humanos.
- ¿Cómo lo sabe?
- Sé muchas cosas, te sorprenderías.
- Pensé que era un vampiro.
- Oh no, no, no mi querido Cris, los vampiros no desgarramos ni arrancamos corazones,
eso hace perder una enorme cantidad de valiosa sangre...
Mick ahora esbozaba una sonrisa maligna y tenebrosa, plagada de colmillos espeluznantes.
Sus orejas se habían vuelto demasiado puntiagudas y sus ojos revestían un brillo
carmesí.
A su espalda, los clientes del bar se acercaban silenciosamente. Todos ellos tenían ahora
facciones similares a las de Mick, exhibiendo una dentadura animal y sombría. Parecían
desplazarse como flotando sobre el suelo. Gary sobresalía por encima de todos, lamiendo
el cuchillo de caza con una lengua negra y hedionda.
Cris comprendió todo de repente, y un horror frío inundó su cuerpo como un río nocturno.
Esta vez no había salida, esta vez todas las puertas se habían cerrado, esta vez la presa
no tenía escapatoria.
Una dentellada cálida y pútrida en el cuello fue lo último que sintió Cristopher Hoods,
mientras su vida se apagaba como una antorcha en la tormenta...
© Copyright 2000. Todos los derechos reservados. Queda prohibida su reproducción
total o parcial por cualquier medio, sin expreso consentimiento del autor.


SECRETOS
Graciela Zukeran
Estoy sola en casa, mi habitación está apenas iluminada por la luz de la luna y afuera solo
se oye el silbido de un tren, a lo lejos los ladridos de un perro.
Estoy recostada en mi cama llena de almohadones y sabanas que me protegen del frío.
La estufa está encendida y un calor agradable permanece en la habitación. Desde donde
estoy alcanzo a ver la silueta del humo que se desprende del incienso, un aroma a maderas
y aceites acompaña mi respiración.
En el silencio de la noche la calma se hace eterna, parece que el tiempo se detuviera y
cada segundo, cada minuto durara para siempre.
Sola con mi mente, sola con mis recuerdos.
Regreso el tiempo atrás y me veo recostada en el césped del jardín de mi hogar, el que
dejé hace 10 largos años.
El recuerdo es tan vivido que hasta puedo oler el perfume del pasto recién cortado.
Era una casa grande, cada rincón guardaba mis secretos.
Aún deben estar allí escondidos entre el polvo y el olvido, entre lagrimas y risas.
Los sueños de entonces eran sueños con alas de libertad, de amor, de vivir la vida a pleno.
Las alas de mi destino me llevaron lejos, muy lejos, y yo me dejé llevar.
¡Volaba tan alto que me parecía tocar el cielo con las manos, que bien se sentía eso!
Pero el destino cambió el rumbo y de pronto me vi perdida en un mundo desconocido,
frío y oscuro.
Allí todo era diferente, las estrellas no brillaban, las flores no olían, los corazones no latían.
Ya no pude volver atrás, solo cerré los ojos y comencé a caminar entre tinieblas, buscando
una luz de esperanza que me enseñara la salida.
El silbido del tren nuevamente.
Abro los ojos y me encuentro otra vez entre las sábanas de mi cama.
El incienso ya se consumió, el tiempo a veces pasa tan rápido que uno ni cuenta se da.
Mi mejilla se empieza a humedecer, pero no me preocupo, siempre me sucede cuando
recuerdo mi pasado.
Tengo que dormir, mañana me espera un día atareado, debo seguir buscando mi luz, mi
respuesta, se que en algún lugar la encontraré.
Mientras tanto, guardo nuevamente los recuerdos en mi corazón, hasta cuando llegue el
día en que vuelen como palomas en el cielo celeste y blanco de mi Argentina querida.

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