LA MADRE DE LOS MONSTRUOS
GUY DE MAUPASSANT
Recordé esta horrible historia y a aquella horrible mujer al ver pasar hace unos días, en una playa apreciada por la gente adinerada, a una joven parisiense muy conocida, elegante, encantadora, adorada y respetada por todos.
Mi historia se remonta muy atrás, pero ciertas cosas no se olvidan.
Me había invitado un amigo a quedarme un tiempo en su casa en una pequeña ciudad de provincias. Para hacerme los honores del país, me paseó por todos los sitios, me hizo ver los paisajes alabados, los castillos, las industrias, las ruinas; me enseñó los monumentos, las iglesias, las viejas puertas esculpidas, unos árboles de enorme tamaño o con forma extraña, el roble de Saint André y el tejo de Roqueboise.
Cuando examiné con exclamaciones de entusiasmo benévolo todas las curiosidades de la región, mi amigo me dijo con aire desolado que ya no quedaba nada por visitar. Respiré. Ahora iba a poder descansar un poco, a la sombra de los árboles. Pero de pronto dio un grito:
—¡Ah, sí! Tenemos a la madre de los monstruos, debes conocerla.
Pregunté: —¿A quién? ¿A la madre de los monstruos?
Prosiguió: —Es una mujer abominable, un verdadero demonio, un ser que da a luz cada año, voluntariamente, a niños deformes, horribles, espantosos, en fin unos monstruos, y que los vende al exhibidor de fenómenos.
»Esos siniestros empresarios vienen a informarse de vez en cuando de si ha producido algún nuevo engendro y, cuando les gusta el sujeto, se lo llevan y le pagan una renta a la madre.
»Tiene once engendros de esta naturaleza. Es rica.
»Crees que bromeo, que invento, que exagero. No, amigo mio. No te cuento más que la verdad, la pura verdad.
»Vayamos a ver a esa mujer. Luego te contaré cómo se convirtió en una fábrica de monstruos.
Me llevó a las afueras de la ciudad.
Ella vivía en una bonita casita al borde de la carretera. Resultaba agradable y estaba muy cuidada. El jardín, lleno de flores, olía bien. Parecía la residencia de un notario retirado de los negocios.
Una criada nos hizo entrar a una especie de pequeño salón campesino y la miserable apareció.
Tendría unos cuarenta años. Era una mujer alta, de rasgos duros, pero bien hecha, vigorosa y sana, el auténtico tipo de campesina robusta, medio bruta y medio mujer.
Sabía de la reprobación general y parecía no recibir a la gente sino con una humildad llena de odio.
Preguntó: —¿Qué desean los señores?
Mi amigo prosiguió: —Me han dicho que su último hijo estaba hecho como todo el mundo, pero que no se parecía en absoluto a sus hermanos. He querido cerciorarme de ello. ¿Es verdad?
Nos echó una mirada ladina y furiosa y contestó:
—¡Oh, no! ¡Oh, no, señor! Es casi más feo que los otros. Mi mala suerte, mi mala suerte. Todos así, señor, todos así, qué desgracia tan grande, ¿cómo puede nuestro Señor tratar así a una pobre mujer como yo, sola en el mundo? ¿Cómo puede ser?
Hablaba deprisa, los ojos bajos, con aire hipócrita, igual que una fiera que tiene miedo. Endulzaba el tono áspero de su voz y uno se extrañaba de que aquellas palabras lacrimosas e hiladas en falsete salieran de ese gran cuerpo huesudo, demasiado fuerte, con ángulos bastos, que parecía estar hecho para los gestos vehementes y para aullar del mismo modo que los lobos.
Mi amigo pidió: —Quisiéramos ver a su pequeño.
Me pareció que se sonrojaba. ¿Quizá me equivoqué? Tras unos instantes de silencio, dijo en voz más alta: —¿De qué les serviría?
Y había vuelto a enderezar la cabeza, mirándonos de hito en hito con ojeadas bruscas y con fuego en la mirada.
Mi compañero prosiguió: —¿Por qué no nos lo quiere enseñar? A otra gente sí que se lo enseña. ¡Sabe de quién hablo!
La mujer se sobresaltó y, liberando su voz, dando rienda suelta a su ira, gritó: —Diga, ¿pa’ eso han venido? ¿Pa’ insultarme, eh? ¿Porque mis hijos son como animales, verdá? No lo van a ver, no, no, no lo van a ver; váyanse, váyanse. ¿Por qué les dará a todos por torturarme así?
Iba hacia nosotros, con las manos en las caderas. Al sonido brutal de su voz, una especie de gemido o más bien de maullido, un lamentable grito de idiota salió del cuarto vecino. Me hizo estremecerme hasta los tuétanos. Retrocedimos ante ella.
Mi amigo dijo con tono severo: —Tenga cuidado, Diabla (en el pueblo la llamaban la Diabla), tenga cuidado, tarde o temprano le traerá mala suerte.
Se echó a temblar de furor, agitando sus puños, desquiciada, gritando: —¡Váyanse! ¿Qué me traerá mala suerte? ¡Váyanse! ¡Canallas!
Se nos iba a lanzar encima. Nos escapamos, con el corazón en un puño.
Cuando estuvimos delante de la puerta, mi amigo me preguntó: —¡Pues bien! ¿La has visto? ¿Qué te parece?
Contesté: —Cuéntame ya la historia de esa bruta.
Y he aquí lo que me contó mientras volvíamos con pasos lentos por la carretera general blanca, orlada de cosechas ya maduras, que un viento ligero, a ráfagas, hacía ondulas como un mar tranquilo.
Hace tiempo, esa chica servía en una granja; era trabajadora, formal y ahorradora. No se le conocían enamorados, no se sospechaba que tuviera debilidades.
Cometió una falta, como lo hacen todas, una tarde de cosecha, en medio de las gavillas segadas, bajo un cielo de tormenta, cuando el aire inmóvil y pesado parece estar lleno de un calor de horno y empapa de sudor los cuerpos morenos de los muchachos y de las muchachas.
Pronto se dio cuenta de que estaba embarazada y la atormentaron la vergüenza y el miedo. Al querer esconder su desgracia a toda costa, se apretaba con violencia el vientre con un sistema que había inventado, un corsé de fuerza, hecho con tablillas y cuerdas. Cuanto más se le hinchaba el vientre por la presión del niño que iba creciendo, más apretaba el instrumento de tortura, sufriendo un martirio, pero valiente ante el dolor, siempre sonriente y ágil, sin dejar que se viera o se sospechara nada.
Desgració en sus entrañas al pequeño ser oprimido por la horrible máquina; lo comprimió, lo deformó, hizo de él un monstruo. Su cabeza apretada se alargó, se desprendió en forma de punta con dos gruesos ojos saltones que salían de la frente. Los miembros oprimidos contra el cuerpo crecieron, retorcidos como la madera de las vides, se alargaron desmesuradamente, acabados en dedos semejantes a las patas de las arañas.
El torso se quedó muy pequeño y redondo como una nuez.
Dio a luz en pleno campo una mañana de primavera.
Cuando las escardadoras, que acudieron en su ayuda, vieron lo que le salía del cuerpo, se escaparon gritando. Y corrió el rumor en la región de que había parido un demonio. Desde entonces la llaman «la Diabla».
La echaron del trabajo. Vivió de la caridad y quizás de amor en la sombra, ya que era buena moza, y no todos los hombres temen el infierno.
Crió a su monstruo, a quien por cierto aborrecía, con un odio salvaje, y a quien quizás habría estrangulado si el cura, previendo el crimen, no la hubiera asustado con la amenaza de la justicia.
Ahora bien, un día, unos exhibidores de fenómenos que estaban de paso oyeron hablar del espantoso engendro y pidieron verlo para llevárselo si les gustaba. Les gustó y pagaron a la madre quinientos francos contantes y sonantes. Ella, primero vergonzosa se negaba a dejar ver a esa especie de animal; pero cuando descubrió que valía dinero, que excitaba el deseo de esa gente, se puso a regatear, a discutir cada céntimo, azuzándoles con las deformidades de su hijo, alzando sus precios con una tenacidad de campesino.
Para que no la robaran, les hizo firmar un papel. Y se comprometieron a abonarle además cuatrocientos francos por año, como si tomaran ese bicho a su servicio.
Aquella ganancia inesperada enloqueció a la madre y ya no la abandonó el deseo de dar a luz a otro fenómeno, para disfrutar de rentas como una burguesa.
Como era muy fértil, consiguió lo que se proponía, y se volvió hábil, parece ser, en variar las formas de sus monstruos según las presiones que les hacía padecer durante el tiempo del embarazo.
Tuvo engendros largos y cortos, algunos parecidos a cangrejos, otros semejantes a lagartos. Varios murieron, y se sintió afligida.
La justicia intentó intervenir, pero no se pudo probar nada. Se la dejó pues fabricar sus fenómenos en paz.
En este momento tiene once engendros bien vivos, que le proporcionan, año tras año, de cinco a seis mil francos. Sólo uno no está colocado todavía, el que no ha querido enseñarnos. Pero no se lo quedará mucho tiempo, porque hoy en día todos los titiriteros del mundo la conocen y vienen de vez en cuando a ver si tiene algo nuevo.
Incluso organiza subastas entre ellos cuando el sujeto lo merece.
Mi amigo se calló. Una repugnancia profunda me levantaba el corazón, así como una ira tumultuosa, un arrepentimiento de no haber estrangulado a aquella bruta cuando la tenía al alcance de la mano.
Pregunté: —¿Pero quién es el padre?
Contestó: —No se sabe. Tiene o tienen cierto pudor. Se esconde o se esconden. A lo mejor comparten los beneficios.
Ya no pensaba en esa lejana aventura hasta que vi, hace unos días, en una playa de moda, a una mujer elegante, encantadora, coqueta, amada, rodeada por hombres que la respetan.
Iba por la playa arenosa con un amigo, el médico de la estación. Diez minutos más tarde, vi a una criada que cuidaba a tres niños envueltos en la arena.
Unas pequeñas muletas que yacían en el suelo me conmovieron. Noté entonces que los tres pequeños seres eran deformes, jorobados y corvos, horrorosos.
El doctor me dijo: —Son los productos de la encantadora mujer con la que acabamos de cruzarnos.
Una lástima profunda por ella y por ellos se apoderó de mi alma. Exclamé: —¡Oh, pobre madre! ¡Cómo podrá seguir riéndose!
Mi amigo prosiguió: —No la compadezcas, querido amigo. Son los pobres pequeños a quienes hay que compadecer. Ésos son los resultados de las cinturas que permanecieron finas hasta el último día. Estos monstruos se fabrican con el corsé. Ella sabe perfectamente que se juega la vida con ese juego. ¡Qué más le da, con tal de ser bella y amada!
Y recordé a la otra, la campesina, la Diabla, que vendía sus fenómenos.
Recordé esta horrible historia y a aquella horrible mujer al ver pasar hace unos días, en una playa apreciada por la gente adinerada, a una joven parisiense muy conocida, elegante, encantadora, adorada y respetada por todos.
Mi historia se remonta muy atrás, pero ciertas cosas no se olvidan.
Me había invitado un amigo a quedarme un tiempo en su casa en una pequeña ciudad de provincias. Para hacerme los honores del país, me paseó por todos los sitios, me hizo ver los paisajes alabados, los castillos, las industrias, las ruinas; me enseñó los monumentos, las iglesias, las viejas puertas esculpidas, unos árboles de enorme tamaño o con forma extraña, el roble de Saint André y el tejo de Roqueboise.
Cuando examiné con exclamaciones de entusiasmo benévolo todas las curiosidades de la región, mi amigo me dijo con aire desolado que ya no quedaba nada por visitar. Respiré. Ahora iba a poder descansar un poco, a la sombra de los árboles. Pero de pronto dio un grito:
—¡Ah, sí! Tenemos a la madre de los monstruos, debes conocerla.
Pregunté: —¿A quién? ¿A la madre de los monstruos?
Prosiguió: —Es una mujer abominable, un verdadero demonio, un ser que da a luz cada año, voluntariamente, a niños deformes, horribles, espantosos, en fin unos monstruos, y que los vende al exhibidor de fenómenos.
»Esos siniestros empresarios vienen a informarse de vez en cuando de si ha producido algún nuevo engendro y, cuando les gusta el sujeto, se lo llevan y le pagan una renta a la madre.
»Tiene once engendros de esta naturaleza. Es rica.
»Crees que bromeo, que invento, que exagero. No, amigo mio. No te cuento más que la verdad, la pura verdad.
»Vayamos a ver a esa mujer. Luego te contaré cómo se convirtió en una fábrica de monstruos.
Me llevó a las afueras de la ciudad.
Ella vivía en una bonita casita al borde de la carretera. Resultaba agradable y estaba muy cuidada. El jardín, lleno de flores, olía bien. Parecía la residencia de un notario retirado de los negocios.
Una criada nos hizo entrar a una especie de pequeño salón campesino y la miserable apareció.
Tendría unos cuarenta años. Era una mujer alta, de rasgos duros, pero bien hecha, vigorosa y sana, el auténtico tipo de campesina robusta, medio bruta y medio mujer.
Sabía de la reprobación general y parecía no recibir a la gente sino con una humildad llena de odio.
Preguntó: —¿Qué desean los señores?
Mi amigo prosiguió: —Me han dicho que su último hijo estaba hecho como todo el mundo, pero que no se parecía en absoluto a sus hermanos. He querido cerciorarme de ello. ¿Es verdad?
Nos echó una mirada ladina y furiosa y contestó:
—¡Oh, no! ¡Oh, no, señor! Es casi más feo que los otros. Mi mala suerte, mi mala suerte. Todos así, señor, todos así, qué desgracia tan grande, ¿cómo puede nuestro Señor tratar así a una pobre mujer como yo, sola en el mundo? ¿Cómo puede ser?
Hablaba deprisa, los ojos bajos, con aire hipócrita, igual que una fiera que tiene miedo. Endulzaba el tono áspero de su voz y uno se extrañaba de que aquellas palabras lacrimosas e hiladas en falsete salieran de ese gran cuerpo huesudo, demasiado fuerte, con ángulos bastos, que parecía estar hecho para los gestos vehementes y para aullar del mismo modo que los lobos.
Mi amigo pidió: —Quisiéramos ver a su pequeño.
Me pareció que se sonrojaba. ¿Quizá me equivoqué? Tras unos instantes de silencio, dijo en voz más alta: —¿De qué les serviría?
Y había vuelto a enderezar la cabeza, mirándonos de hito en hito con ojeadas bruscas y con fuego en la mirada.
Mi compañero prosiguió: —¿Por qué no nos lo quiere enseñar? A otra gente sí que se lo enseña. ¡Sabe de quién hablo!
La mujer se sobresaltó y, liberando su voz, dando rienda suelta a su ira, gritó: —Diga, ¿pa’ eso han venido? ¿Pa’ insultarme, eh? ¿Porque mis hijos son como animales, verdá? No lo van a ver, no, no, no lo van a ver; váyanse, váyanse. ¿Por qué les dará a todos por torturarme así?
Iba hacia nosotros, con las manos en las caderas. Al sonido brutal de su voz, una especie de gemido o más bien de maullido, un lamentable grito de idiota salió del cuarto vecino. Me hizo estremecerme hasta los tuétanos. Retrocedimos ante ella.
Mi amigo dijo con tono severo: —Tenga cuidado, Diabla (en el pueblo la llamaban la Diabla), tenga cuidado, tarde o temprano le traerá mala suerte.
Se echó a temblar de furor, agitando sus puños, desquiciada, gritando: —¡Váyanse! ¿Qué me traerá mala suerte? ¡Váyanse! ¡Canallas!
Se nos iba a lanzar encima. Nos escapamos, con el corazón en un puño.
Cuando estuvimos delante de la puerta, mi amigo me preguntó: —¡Pues bien! ¿La has visto? ¿Qué te parece?
Contesté: —Cuéntame ya la historia de esa bruta.
Y he aquí lo que me contó mientras volvíamos con pasos lentos por la carretera general blanca, orlada de cosechas ya maduras, que un viento ligero, a ráfagas, hacía ondulas como un mar tranquilo.
Hace tiempo, esa chica servía en una granja; era trabajadora, formal y ahorradora. No se le conocían enamorados, no se sospechaba que tuviera debilidades.
Cometió una falta, como lo hacen todas, una tarde de cosecha, en medio de las gavillas segadas, bajo un cielo de tormenta, cuando el aire inmóvil y pesado parece estar lleno de un calor de horno y empapa de sudor los cuerpos morenos de los muchachos y de las muchachas.
Pronto se dio cuenta de que estaba embarazada y la atormentaron la vergüenza y el miedo. Al querer esconder su desgracia a toda costa, se apretaba con violencia el vientre con un sistema que había inventado, un corsé de fuerza, hecho con tablillas y cuerdas. Cuanto más se le hinchaba el vientre por la presión del niño que iba creciendo, más apretaba el instrumento de tortura, sufriendo un martirio, pero valiente ante el dolor, siempre sonriente y ágil, sin dejar que se viera o se sospechara nada.
Desgració en sus entrañas al pequeño ser oprimido por la horrible máquina; lo comprimió, lo deformó, hizo de él un monstruo. Su cabeza apretada se alargó, se desprendió en forma de punta con dos gruesos ojos saltones que salían de la frente. Los miembros oprimidos contra el cuerpo crecieron, retorcidos como la madera de las vides, se alargaron desmesuradamente, acabados en dedos semejantes a las patas de las arañas.
El torso se quedó muy pequeño y redondo como una nuez.
Dio a luz en pleno campo una mañana de primavera.
Cuando las escardadoras, que acudieron en su ayuda, vieron lo que le salía del cuerpo, se escaparon gritando. Y corrió el rumor en la región de que había parido un demonio. Desde entonces la llaman «la Diabla».
La echaron del trabajo. Vivió de la caridad y quizás de amor en la sombra, ya que era buena moza, y no todos los hombres temen el infierno.
Crió a su monstruo, a quien por cierto aborrecía, con un odio salvaje, y a quien quizás habría estrangulado si el cura, previendo el crimen, no la hubiera asustado con la amenaza de la justicia.
Ahora bien, un día, unos exhibidores de fenómenos que estaban de paso oyeron hablar del espantoso engendro y pidieron verlo para llevárselo si les gustaba. Les gustó y pagaron a la madre quinientos francos contantes y sonantes. Ella, primero vergonzosa se negaba a dejar ver a esa especie de animal; pero cuando descubrió que valía dinero, que excitaba el deseo de esa gente, se puso a regatear, a discutir cada céntimo, azuzándoles con las deformidades de su hijo, alzando sus precios con una tenacidad de campesino.
Para que no la robaran, les hizo firmar un papel. Y se comprometieron a abonarle además cuatrocientos francos por año, como si tomaran ese bicho a su servicio.
Aquella ganancia inesperada enloqueció a la madre y ya no la abandonó el deseo de dar a luz a otro fenómeno, para disfrutar de rentas como una burguesa.
Como era muy fértil, consiguió lo que se proponía, y se volvió hábil, parece ser, en variar las formas de sus monstruos según las presiones que les hacía padecer durante el tiempo del embarazo.
Tuvo engendros largos y cortos, algunos parecidos a cangrejos, otros semejantes a lagartos. Varios murieron, y se sintió afligida.
La justicia intentó intervenir, pero no se pudo probar nada. Se la dejó pues fabricar sus fenómenos en paz.
En este momento tiene once engendros bien vivos, que le proporcionan, año tras año, de cinco a seis mil francos. Sólo uno no está colocado todavía, el que no ha querido enseñarnos. Pero no se lo quedará mucho tiempo, porque hoy en día todos los titiriteros del mundo la conocen y vienen de vez en cuando a ver si tiene algo nuevo.
Incluso organiza subastas entre ellos cuando el sujeto lo merece.
Mi amigo se calló. Una repugnancia profunda me levantaba el corazón, así como una ira tumultuosa, un arrepentimiento de no haber estrangulado a aquella bruta cuando la tenía al alcance de la mano.
Pregunté: —¿Pero quién es el padre?
Contestó: —No se sabe. Tiene o tienen cierto pudor. Se esconde o se esconden. A lo mejor comparten los beneficios.
Ya no pensaba en esa lejana aventura hasta que vi, hace unos días, en una playa de moda, a una mujer elegante, encantadora, coqueta, amada, rodeada por hombres que la respetan.
Iba por la playa arenosa con un amigo, el médico de la estación. Diez minutos más tarde, vi a una criada que cuidaba a tres niños envueltos en la arena.
Unas pequeñas muletas que yacían en el suelo me conmovieron. Noté entonces que los tres pequeños seres eran deformes, jorobados y corvos, horrorosos.
El doctor me dijo: —Son los productos de la encantadora mujer con la que acabamos de cruzarnos.
Una lástima profunda por ella y por ellos se apoderó de mi alma. Exclamé: —¡Oh, pobre madre! ¡Cómo podrá seguir riéndose!
Mi amigo prosiguió: —No la compadezcas, querido amigo. Son los pobres pequeños a quienes hay que compadecer. Ésos son los resultados de las cinturas que permanecieron finas hasta el último día. Estos monstruos se fabrican con el corsé. Ella sabe perfectamente que se juega la vida con ese juego. ¡Qué más le da, con tal de ser bella y amada!
Y recordé a la otra, la campesina, la Diabla, que vendía sus fenómenos.
*-*
LA MUERTA
LA MUERTA
GUY DE MAUPASSANT
_
¡Yo la había amado locamente! ¿Por qué amamos? Es raro no ver en el mundo sino a un ser, no tener en la mente sino una idea, en el corazón sino un deseo, y en la boca más que un nombre: un nombre que sube sin cesar, que sube, como el agua de un manantial, de las honduras del alma, que sube a los labios, y que decimos, que repetimos, que murmuramos sin cesar en todas partes, al igual que una plegaria.
No contaré nuestra historia. El amor no tiene más que una, siempre la misma. La encontré y la amé. Nada más. Y viví durante un año en su ternura, en sus brazos, en su caricia, en su mirada, en sus trajes, en sus palabras, enredado, ligado, aprisionado en todo lo que venía de ella, de una forma tan completa que ya no sabía si era de día o de noche, si estaba vivo o muerto, en la vieja tierra o en otro lugar.
Y he aquí que se murió. ¿Cómo? No sé, ya no lo sé. Volvió a casa empapada, una noche de lluvia, y al día siguiente tosía. Tosió durante una semana aproximadamente y guardó cama.
¿Qué ocurrió? Ya no lo se.
Los médicos venían, escribían, se iban. Se traían remedios; una mujer se los hacía tomar. Sus manos estaban calientes, su frente ardiente y húmeda, su mirada brillante y triste. Yo le hablaba, ella me respondía. ¿Qué nos dijimos? Ya no lo sé. ¡Lo he olvidado todo, todo! Se murió, recuerdo muy bien su breve suspiro, su breve suspiro tan débil, el último. La enfermera dijo: «¡Ay!» ¡Comprendí, comprendí!
No supe nada más. Nada. Vi a un sacerdote que pronunció estas palabras: «Su querida.» Me pareció que la insultaba. Puesto que ella había muerto, nadie tenía derecho a saber eso. Lo despedí. Vino otro que fue muy bondadoso, muy dulce. Yo lloraba cuando él me habló de ella.
Me consultaron mil cosas sobre el entierro. Ya no lo se. Recuerdo muy bien, sin embargo, el ataúd, el ruido de los martillazos cuando la clavaron dentro. ¡Ay, Dios mío!
¡La enterraron! ¡La enterraron! ¡A ella! ¡En aquel hoyo! Habían ido unas cuantas personas, unas amigas. Escapé. Corrí. Caminé mucho tiempo por las Éalles. Después volví a casa. Y al día siguiente me marché de viaje.
Ayer he regresado a París.
Cuando volví a ver mi habitación, nuestra habitación, nuestra cama, nuestros muebles, toda esta casa donde había quedado todo lo que queda de la vida de un ser después de su muerte, me asaltó un acceso de pena tan violento que a punto estuve de abrir la ventana y de tirarme a la calle. No pudiendo estar en medio de aquellas cosas, de aquellos muros que la habían encerrado, abrigado, y que debían de guardar en sus imperceptibles rendijas mil átomos de ella, de su carne y de su aliento, cogí el sombrero, con el fin de escapar. De repente, en el momento de llegar a la puerta, pasé ante el gran espejo del vestíbulo que ella había mandado instalar allí para verse, de pies a cabeza, todos los días, al salir, para ver si iba bien arreglada, si estaba correcta y bonita, de las botas al peinado.
Y me detuve frente a aquel espejo que tan a menudo la había reflejado. Tan a menudo, tan a menudo, que había debido conservar también su imagen.
Allí estaba yo de pie, tembloroso, los ojos clavados en el cristal, en el cristal liso, profundo, vacío, pero que la había contenido toda entera, la había poseído tanto como yo, tanto como mi mirada apasionada. Me pareció que amaba a aquel espejo —lo toqué— ¡estaba frío! ¡Oh! ¡El recuerdo, el recuerdo! Espejo doloroso, espejo ardiente, espejo vivo, espejo horrible, ¡que hace sufrir todas las torturas! ¡Dichosos los hombres cuyo corazón, como un espejo por el que se deslizan y se borran los reflejos, olvida cuanto ha contenido, cuanto ha pasado ante él, cuanto se ha contemplado, reflejado, en su cariño, en su amor! ¡Cómo sufro!
Salí y, a mi pesar, sin saber, sin quererlo, marché al cementerio. Encontré su tumba, muy sencilla, una cruz de mármol con estas pocas palabras: «Amó, fue amada, y murió. »
¡Estaba allí, allí abajo, podrida! ¡Qué horror! Sollocé, con la frente pegada al suelo.
Me quedé allí mucho tiempo, mucho tiempo. Después me di cuenta de que caía la noche. Entonces un deseo curioso, loco, un deseo de amante desesperado se apoderó de mí. Quise pasar la noche cerca de ella, última noche, llorando sobre su tumba. Pero me verían, me echarían. ¿Qué hacer? Fui astuto. Me levanté y empecé a errar por aquella ciudad de los desaparecidos. Andaba y andaba. ¡Qué pequeña es esa ciudad al lado de la otra, donde se vive! Y sin embargo esos muertos son mucho más numerosos que los vivos. Necesitamos altas casas, calles, mucho sitio, para las cuatro generaciones que contemplan la luz al mismo tiempo, beben el agua de las fuentes, el vino de los viñedos, y comen el pan de las llanuras.
Y para todas las generaciones de muertos, para toda la escala de la humanidad que desciende hasta nosotros, ¡casi nada, un campo, casi nada! La tierra los recobra, el olvido los borra. ¡Adiós!
En el extremo del cementerio habitado, percibí de repente el cementerio abandonado, ese donde los antiguos difuntos acaban de mezclarse con la tierra, donde las propias cruces se pudren, donde pondrán mañana a los recién llegados. Está lleno de rosas libres, de cipreses vigorosos y negros, un jardín triste y soberbio, alimentado con carne humana.
Estaba solo, muy solo. Me agazapé bajo un verde arbusto. Me oculté en él por entero, entre aquellas ramas pobladas y sombrías.
Y esperé, aferrado al tronco como un náufrago a una tabla.
Cuando la noche fue oscura, muy oscura, abandoné mi refugio y eché a andar despacito, con pasos lentos, con pasos sordos, sobre aquella tierra llena de muertos.
Vagué mucho tiempo, mucho tiempo, mucho tiempo. No la encontraba. Con los brazos extendidos, los ojos abiertos, tropezando en las tumbas con manos, pies, rodillas, pecho, con mi propia cabeza, marchaba sin encontrarla. Tocaba, palpaba como un ciego que busca el camino, palpaba piedras, cruces, verjas de hierro, coronas de cristal, ¡coronas de flores ajadas! Leía los nombres con mis dedos, paseándolos sobre las letras. ¡Qué noche! ¡Qué noche! ¡No la encontraba!
¡No había luna! ¡Qué noche! Tenía miedo, un miedo espantoso por aquellos estrechos senderos, entre dos hileras de tumbas. ¡Tumbas, tumbas, tumbas! ¡Siempre tumbas! A la derecha, a la izquierda, ante mí, a mi alrededor, en todas partes, ¡tumbas! Me senté en una de ellas, pues ya no podía caminar con las rodillas que se me doblaban. ¡Oí latir mi corazón! ¡Y oía también otra cosa! ¿Qué? ¡Un incomprensible rumor confuso! ¿Aquel ruido estaba en mi cabeza enloquecida, en la noche impenetrable, o bajo la tierra misteriosa, bajo la tierra sembrada de cadáveres humanos? ¡Miré a mi alrededor!
¿Cuánto tiempo me quedé allí? No lo sé. Estaba paralizado de terror, estaba ebrio de espanto, a punto de gritar, a punto de morir.
Y de repente me pareció que la losa de mármol en la que estaba sentado se movía. Sí, se movía, como si alguien la alzara. De un salto me lancé sobre la tumba contigua, y vi, sí, vi que la piedra que acababa de abandonar se levantaba; y apareció el muerto, un esqueleto pelado que, con su espalda encorvada, la empujaba. Yo veía, veía muy bien, aunque la noche fuera profunda. En la cruz pude leer:
«Aquí reposa Jacques Olivant, fallecido a la edad de cincuenta y un años. Amaba a los suyos, fue honrado y bondadoso, y murió en la paz del Señor.»
Ahora también el muerto leía las cosas escritas sobre su tumba. Después cogió una piedra del camino, una piedrecita afilada, y empezó a rascarlas con cuidado, aquellas cosas. Las borró del todo, lentamente, mirando con sus ojos vacíos el sitio donde hacía un momento estaban grabadas; y con la punta del hueso que había sido su índice, escribió con letras luminosas, como esas líneas que se trazan en las paredes con la cabeza de una cerilla:
«Aquí reposa Jacques Olivant, fallecido a la edad de cincuenta y un años. Apresuró con sus duras palabras la muerte de su padre a quien deseaba heredar, torturó a su mujer, atormentó a sus hijos, engañó a sus vecinos, robó cuanto pudo y murió miserablemente.»
Cuando hubo acabado de escribir, el muerto inmóvil contempló su obra. Y me di cuenta, al darme la vuelta, de que todas las tumbas estaban abiertas, todos los cadáveres habían salido de ellas, todos habían borrado las mentiras inscritas por los parientes en las lápidas funerarias, para restablecer la verdad.
Y yo veía que todos habían sido verdugos de sus allegados, odiosos, deshonestos, hipócritas, mentirosos, bribones, calumniadores, envidiosos, que habían robado, engañado, realizado todos los actos vergonzosos, todos los actos abominables, aquellos buenos padres, esposas fieles, hijos abnegados, aquellas jóvenes castas, aquellos comerciantes probos, aquellos hombres y mujeres presuntamente irreprochables.
Escribían todos al mismo tiempo, en el umbral de su morada eterna, la cruel, terrible y santa verdad que todo el mundo ignora o finge ignorar sobre la tierra.
Pensé que ella también había debido trazarla sobre su tumba. Y ya sin miedo, corriendo entre los ataúdes entreabiertos, entre cadáveres, entre esqueletos, fui hacia ella, seguro de que la encontraría al punto.
La reconocí desde lejos, sin ver el rostro envuelto en el sudario.
Y sobre la cruz de mármol donde hacía un rato había leído:
«Amó, fue amada, y murió.»
Distinguí:
«Habiendo salido un día para engañar a su amante, cogió frío bajo la lluvia, y murió.»
Parece que me recogieron, inanimado, al nacer el día, junto a una tumba.
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¡Yo la había amado locamente! ¿Por qué amamos? Es raro no ver en el mundo sino a un ser, no tener en la mente sino una idea, en el corazón sino un deseo, y en la boca más que un nombre: un nombre que sube sin cesar, que sube, como el agua de un manantial, de las honduras del alma, que sube a los labios, y que decimos, que repetimos, que murmuramos sin cesar en todas partes, al igual que una plegaria.
No contaré nuestra historia. El amor no tiene más que una, siempre la misma. La encontré y la amé. Nada más. Y viví durante un año en su ternura, en sus brazos, en su caricia, en su mirada, en sus trajes, en sus palabras, enredado, ligado, aprisionado en todo lo que venía de ella, de una forma tan completa que ya no sabía si era de día o de noche, si estaba vivo o muerto, en la vieja tierra o en otro lugar.
Y he aquí que se murió. ¿Cómo? No sé, ya no lo sé. Volvió a casa empapada, una noche de lluvia, y al día siguiente tosía. Tosió durante una semana aproximadamente y guardó cama.
¿Qué ocurrió? Ya no lo se.
Los médicos venían, escribían, se iban. Se traían remedios; una mujer se los hacía tomar. Sus manos estaban calientes, su frente ardiente y húmeda, su mirada brillante y triste. Yo le hablaba, ella me respondía. ¿Qué nos dijimos? Ya no lo sé. ¡Lo he olvidado todo, todo! Se murió, recuerdo muy bien su breve suspiro, su breve suspiro tan débil, el último. La enfermera dijo: «¡Ay!» ¡Comprendí, comprendí!
No supe nada más. Nada. Vi a un sacerdote que pronunció estas palabras: «Su querida.» Me pareció que la insultaba. Puesto que ella había muerto, nadie tenía derecho a saber eso. Lo despedí. Vino otro que fue muy bondadoso, muy dulce. Yo lloraba cuando él me habló de ella.
Me consultaron mil cosas sobre el entierro. Ya no lo se. Recuerdo muy bien, sin embargo, el ataúd, el ruido de los martillazos cuando la clavaron dentro. ¡Ay, Dios mío!
¡La enterraron! ¡La enterraron! ¡A ella! ¡En aquel hoyo! Habían ido unas cuantas personas, unas amigas. Escapé. Corrí. Caminé mucho tiempo por las Éalles. Después volví a casa. Y al día siguiente me marché de viaje.
Ayer he regresado a París.
Cuando volví a ver mi habitación, nuestra habitación, nuestra cama, nuestros muebles, toda esta casa donde había quedado todo lo que queda de la vida de un ser después de su muerte, me asaltó un acceso de pena tan violento que a punto estuve de abrir la ventana y de tirarme a la calle. No pudiendo estar en medio de aquellas cosas, de aquellos muros que la habían encerrado, abrigado, y que debían de guardar en sus imperceptibles rendijas mil átomos de ella, de su carne y de su aliento, cogí el sombrero, con el fin de escapar. De repente, en el momento de llegar a la puerta, pasé ante el gran espejo del vestíbulo que ella había mandado instalar allí para verse, de pies a cabeza, todos los días, al salir, para ver si iba bien arreglada, si estaba correcta y bonita, de las botas al peinado.
Y me detuve frente a aquel espejo que tan a menudo la había reflejado. Tan a menudo, tan a menudo, que había debido conservar también su imagen.
Allí estaba yo de pie, tembloroso, los ojos clavados en el cristal, en el cristal liso, profundo, vacío, pero que la había contenido toda entera, la había poseído tanto como yo, tanto como mi mirada apasionada. Me pareció que amaba a aquel espejo —lo toqué— ¡estaba frío! ¡Oh! ¡El recuerdo, el recuerdo! Espejo doloroso, espejo ardiente, espejo vivo, espejo horrible, ¡que hace sufrir todas las torturas! ¡Dichosos los hombres cuyo corazón, como un espejo por el que se deslizan y se borran los reflejos, olvida cuanto ha contenido, cuanto ha pasado ante él, cuanto se ha contemplado, reflejado, en su cariño, en su amor! ¡Cómo sufro!
Salí y, a mi pesar, sin saber, sin quererlo, marché al cementerio. Encontré su tumba, muy sencilla, una cruz de mármol con estas pocas palabras: «Amó, fue amada, y murió. »
¡Estaba allí, allí abajo, podrida! ¡Qué horror! Sollocé, con la frente pegada al suelo.
Me quedé allí mucho tiempo, mucho tiempo. Después me di cuenta de que caía la noche. Entonces un deseo curioso, loco, un deseo de amante desesperado se apoderó de mí. Quise pasar la noche cerca de ella, última noche, llorando sobre su tumba. Pero me verían, me echarían. ¿Qué hacer? Fui astuto. Me levanté y empecé a errar por aquella ciudad de los desaparecidos. Andaba y andaba. ¡Qué pequeña es esa ciudad al lado de la otra, donde se vive! Y sin embargo esos muertos son mucho más numerosos que los vivos. Necesitamos altas casas, calles, mucho sitio, para las cuatro generaciones que contemplan la luz al mismo tiempo, beben el agua de las fuentes, el vino de los viñedos, y comen el pan de las llanuras.
Y para todas las generaciones de muertos, para toda la escala de la humanidad que desciende hasta nosotros, ¡casi nada, un campo, casi nada! La tierra los recobra, el olvido los borra. ¡Adiós!
En el extremo del cementerio habitado, percibí de repente el cementerio abandonado, ese donde los antiguos difuntos acaban de mezclarse con la tierra, donde las propias cruces se pudren, donde pondrán mañana a los recién llegados. Está lleno de rosas libres, de cipreses vigorosos y negros, un jardín triste y soberbio, alimentado con carne humana.
Estaba solo, muy solo. Me agazapé bajo un verde arbusto. Me oculté en él por entero, entre aquellas ramas pobladas y sombrías.
Y esperé, aferrado al tronco como un náufrago a una tabla.
Cuando la noche fue oscura, muy oscura, abandoné mi refugio y eché a andar despacito, con pasos lentos, con pasos sordos, sobre aquella tierra llena de muertos.
Vagué mucho tiempo, mucho tiempo, mucho tiempo. No la encontraba. Con los brazos extendidos, los ojos abiertos, tropezando en las tumbas con manos, pies, rodillas, pecho, con mi propia cabeza, marchaba sin encontrarla. Tocaba, palpaba como un ciego que busca el camino, palpaba piedras, cruces, verjas de hierro, coronas de cristal, ¡coronas de flores ajadas! Leía los nombres con mis dedos, paseándolos sobre las letras. ¡Qué noche! ¡Qué noche! ¡No la encontraba!
¡No había luna! ¡Qué noche! Tenía miedo, un miedo espantoso por aquellos estrechos senderos, entre dos hileras de tumbas. ¡Tumbas, tumbas, tumbas! ¡Siempre tumbas! A la derecha, a la izquierda, ante mí, a mi alrededor, en todas partes, ¡tumbas! Me senté en una de ellas, pues ya no podía caminar con las rodillas que se me doblaban. ¡Oí latir mi corazón! ¡Y oía también otra cosa! ¿Qué? ¡Un incomprensible rumor confuso! ¿Aquel ruido estaba en mi cabeza enloquecida, en la noche impenetrable, o bajo la tierra misteriosa, bajo la tierra sembrada de cadáveres humanos? ¡Miré a mi alrededor!
¿Cuánto tiempo me quedé allí? No lo sé. Estaba paralizado de terror, estaba ebrio de espanto, a punto de gritar, a punto de morir.
Y de repente me pareció que la losa de mármol en la que estaba sentado se movía. Sí, se movía, como si alguien la alzara. De un salto me lancé sobre la tumba contigua, y vi, sí, vi que la piedra que acababa de abandonar se levantaba; y apareció el muerto, un esqueleto pelado que, con su espalda encorvada, la empujaba. Yo veía, veía muy bien, aunque la noche fuera profunda. En la cruz pude leer:
«Aquí reposa Jacques Olivant, fallecido a la edad de cincuenta y un años. Amaba a los suyos, fue honrado y bondadoso, y murió en la paz del Señor.»
Ahora también el muerto leía las cosas escritas sobre su tumba. Después cogió una piedra del camino, una piedrecita afilada, y empezó a rascarlas con cuidado, aquellas cosas. Las borró del todo, lentamente, mirando con sus ojos vacíos el sitio donde hacía un momento estaban grabadas; y con la punta del hueso que había sido su índice, escribió con letras luminosas, como esas líneas que se trazan en las paredes con la cabeza de una cerilla:
«Aquí reposa Jacques Olivant, fallecido a la edad de cincuenta y un años. Apresuró con sus duras palabras la muerte de su padre a quien deseaba heredar, torturó a su mujer, atormentó a sus hijos, engañó a sus vecinos, robó cuanto pudo y murió miserablemente.»
Cuando hubo acabado de escribir, el muerto inmóvil contempló su obra. Y me di cuenta, al darme la vuelta, de que todas las tumbas estaban abiertas, todos los cadáveres habían salido de ellas, todos habían borrado las mentiras inscritas por los parientes en las lápidas funerarias, para restablecer la verdad.
Y yo veía que todos habían sido verdugos de sus allegados, odiosos, deshonestos, hipócritas, mentirosos, bribones, calumniadores, envidiosos, que habían robado, engañado, realizado todos los actos vergonzosos, todos los actos abominables, aquellos buenos padres, esposas fieles, hijos abnegados, aquellas jóvenes castas, aquellos comerciantes probos, aquellos hombres y mujeres presuntamente irreprochables.
Escribían todos al mismo tiempo, en el umbral de su morada eterna, la cruel, terrible y santa verdad que todo el mundo ignora o finge ignorar sobre la tierra.
Pensé que ella también había debido trazarla sobre su tumba. Y ya sin miedo, corriendo entre los ataúdes entreabiertos, entre cadáveres, entre esqueletos, fui hacia ella, seguro de que la encontraría al punto.
La reconocí desde lejos, sin ver el rostro envuelto en el sudario.
Y sobre la cruz de mármol donde hacía un rato había leído:
«Amó, fue amada, y murió.»
Distinguí:
«Habiendo salido un día para engañar a su amante, cogió frío bajo la lluvia, y murió.»
Parece que me recogieron, inanimado, al nacer el día, junto a una tumba.
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