EL ALQUIMISTA
HOWARD P. LOVECRAFT
El viejo castillo de mis antepasados se yergue allá en lo alto, apoyado sobre la verde cumbre de un
rollizo monte, en cuyas laderas radica, en su parte más baja, un bosque de antiquísimos y nudosos
árboles. Durante muchos siglos, las almenas han dominado desde su rígido trazado el campo nunca
cultivado que las rodea. Sus muros han servido de morada y fortaleza a la presuntuosa casa cuyo
linaje es mucho más antiguo que las musgosas paredes del castillo. Sus torres inmemoriales,
oscurecidas por el paso de las generaciones y averiadas por la inexorable zapa del tiempo supieron
ser durante el feudalismo uno de los más temibles e inexpugnables reductos fortificados en toda
Francia. Desde su interior fueron desafiados barones, condes e incluso reyes, sin que jamás el
enemigo pudiera poner los pies dentro del castillo.
Mas todo ha cambiado desde aquellos años de gloria. Algo así como una pobreza a veces
indistinguible de la miseria, aliada a un orgullo también ancestral que condena cualquier intento de
mitigarla entregándose a actividades comerciales o manuales, ha determinado que los herederos de
nuestra familia no hayan podido conservar las propiedades de acuerdo con su antiguo brillo.
Derrumbes en las paredes, la agreste vegetación en los parques, el foso convertido en una irregular y
polvorienta hendidura del terreno, los suelos hundidos, los podridos revestimientos de madera, las
tapicerías reducidas a mugrientos jirones que cuelgan de algunos sitios, todos éstos son apenas
algunos datos que balbucear; la triste historia de una grandeza perdida. El tiempo fue abatiendo una
a una las cuatro grandes torres; finalmente sólo quedaron las maltrechas ruinas de una de ellas. Allí
debieron ubicarse los escasos descendientes de quienes en mejores tiempos, fueran los más
poderosos señores de aquellas tierras.
Precisamente en una de esas inmensas y oscuras cámaras de la devastada torre fue donde yo,
Antoine, el último de los desdichados condes de C., nací hace noventa años. Pasé los primeros años
de mi vida entre esos muros, en los bosques laberínticos, en los barrancos siempre amenazadores, en
las grutas que se abrían al pie de la ladera.
No conocí a mis padres. Mi padre murió un mes antes que yo naciera, como consecuencia del
desprendimiento de una gran piedra de uno de los muros del castillo. Tenía treinta y dos años. Mi
madre murió como consecuencia del parto, a los pocos días de mi nacimiento. Por lo tanto mi
crianza y educación quedó obligadamente en manos del único servidor que quedaba en la casa: era
un anciano de gran fidelidad e inteligencia, cuyo nombre, si mal no recuerdo, era Pierre. Yo era hijo
único y la soledad que esta circunstancia siempre comporta se vio aumentada en mi caso por el
celoso cuidado que tuvo mi padre adoptivo por apartarme de los hijos de los campesinos que vivían
en modestas moradas que se diseminaban de tanto en tanto por las llanuras que rodeaban al monte.
Recuerdo haberle oído a Pierre que dicha prohibición se debía a que la nobleza de mi cuna impedía
que alternara con semejante plebe. Sin embargo, supe mucho después que el verdadero propósito
que guiaba al criado consistía en evitar que llegaran a mis oídos las historias acerca de la terrible
maldición que, infinitamente contada, ampliada y modificada, ocupaba las noches de los campesinos
reunidos en torno al fuego.
Condenado a la soledad y librado a mi albedrío, pasé toda mi niñez escudriñando los viejos y
musgosos tomos que abarrotaban la biblioteca del castillo y vagabundeando incesantemente entre el
polvoriento y retorcido bosque que cubre la ladera casi hasta la llanura. Tal vez por ambas
circunstancias, mi personalidad fue tiñéndose con un fuerte tinte de melancolía. Por lo demás,
aquellos estudios y tareas arraigadas en lo oculto y misterioso de la naturaleza eran las que más me
gustaban.
Muy poco llegué a saber acerca de mi estirpe, pero ese poco sirvió para sumirme en la depresión.
Posiblemente en un comienzo fue la propia y férrea resistencia de mi viejo preceptor al referirse a mi
pasado lo que suscitó ese terror que siempre he sentido ante la sola mención de mi casa paterna. No
obstante, al crecer fui enhebrando fragmentos aislados, entresacados de conversaciones cuyo centro
temático era otro, que ya en sus tiempos más seniles escapaban a su proverbial reserva; esas aisladas
pistas se orientaban hacia determinada circunstancia que siempre había considerado extraña, pero
que por entonces se había tornado francamente terrible.
Me refiero al hecho que todos los condes de la familia habían encontrado la muerte a edad muy
temprana. En un comienzo, como ya dije, había considerado a esta circunstancia como una
característica natural: en nuestra familia los hombres tenían una vida corta. Paulatinamente fui
pensando más en detalle sobre aquellas muertes prematuras y relacionándolas con los delirios del
anciano, los que con frecuencia volvían a cierta maldición que durante siglos había impedido a mis
ancestros varones sobrepasar los treinta y dos años. Al cumplir los veintiún años, recibí de manos de
Pierre un documento y la somera explicación que durante generaciones había pasado de padres a
hijos. El contenido era sobrecogedor y no hizo más que confirmar todos mis temores. Por entonces,
yo creía a pie juntillas en lo sobrenatural; si así no hubiese sido habría desechado sin más la
desmesurada revelación del pergamino.
Éste me devolvía al siglo XIII, época en la que las ruinas donde ahora moraba eran una
inexpugnable y temible fortaleza. El documento se refería a determinado anciano que vivía en
nuestras posesiones, hombre de cualidades muy especiales aunque de condición no muy diferente a
la de los demás campesinos. Se llamaba Michel y a su nombre se había colgado el apodo de le
mauvais, el malo, con el que se hacía exiguo homenaje a su reputación. Pese a su clase, era hombre
que había cursado muchos estudios, todos ellos orientados a asuntos tales como la piedra filosofal o
el elíxir de la eterna juventud; también era conocedor de los secretos de la magia negra y la alquimia.
Michel le mauvais tenía una hijo llamado Charles, joven tan conocedor como el padre de las artes
ocultas; por estas habilidades también él había recibido el sobrenombre de le sorcier, el brujo. Padre
e hijo, a quienes la gente procuraba evitar, eran sospechados de prácticas horribles. Del viejo, por
ejemplo, se rumoreaba que había quemado viva a su esposa como sacrificio ritual al diablo. La
misteriosa desaparición de muchos pequeños, hijos de campesinos de la zona, era atribuida a estos
dos siniestros personajes. Al margen de ese generalizado sentir, también era cierto que en ambos
brillaba la luz de una intensa humanidad: el viejo amaba a su hijo con una intensa pasión mientras
éste experimentaba hacia el padre un afecto mucho mayor que el filial.
Cierta noche, la confusión hizo presa del castillo como consecuencia de la misteriosa
desaparición de Godfrey, el joven hijo del conde Henri. El apesadumbrado padre reunió un grupo e
inició una desesperada búsqueda que culminó en la casa de los brujos. Allí encontró a Michel le
mauvais concentrado en revolver un bullente y misterioso caldo que llenaba un enorme caldero.
Inducido por la desesperación, cegado por la furia y la locura, arrastrado por la fama de padre e hijo,
sin prueba alguna, tomó al anciano del cuello y sólo aflojó la presión de sus enormes manos cuando
Michel ya había dejado de respirar. Casi de inmediato, los criados trasmitían la novedad que el joven
Godfrey había aparecido en una de las habitaciones más apartadas del castillo, en una cámara que no
se utilizaba. Michel había muerto absurdamente. En el momento en que el conde y sus acompañantes
abandonaban la humilde morada del alquimista, surgió Charles le sorcier. Los nerviosos
comentarios de los criados le permitieron formarse una idea de lo sucedido; en un principio pareció
no afectado por la muerte del padre, pero luego, lentamente, salió al paso del conde y con voz
desprovista de toda emoción descargó sobre él la espantosa maldición que de allí en más caería
sobre la casa de C.:
«¡Que ninguno de los de tu estirpe criminal
cumpla más años de los que tienes ahora!»
Tras esas palabras terribles, dio un paso hacia atrás, sacó de entre sus ropas un frasco conteniendo
un líquido incoloro y lo arrojó a la cara del conde. Luego desapareció entre los árboles y la noche.
Henri murió sin alcanzar a pronunciar palabra alguna y fue enterrado al día siguiente. Poco antes
había cumplido treinta y dos años. Denodados grupos de campesinos recorrieron infatigablemente
los bosques y llanuras vecinas en pos del asesino, pero nunca lograron descubrir el menor rastro de
él.
El paso del tiempo y la casi nula conservación de recuerdos sepultaron la idea de la maldición en
los familiares del conde. Por eso, cuando Godfrey, detonante casual de la tragedia y entonces
portador del título, murió como consecuencia de una flecha mal dirigida en el curso de una jornada
de cacería, precisamente a la edad de treinta y dos años, nadie experimentó otros sentimientos que
los de aflicción por la perdida de una joven vida. Pero, muchos años después, cuando Robert, el
conde que sucedió a Godfrey, apareció muerto de causa desconocida, los campesinos comenzaron a
murmurar acerca del hecho que su señor acababa de cumplir los treinta y dos años. Louis, el hijo de
Robert, fue encontrado ahogado en el foso a la fatídica edad. Con esa terrible secuencia transcurría la
historia familiar: todos los Henri, Robert, Antoine y Armand abandonaron esta vida poco después de
cumplir la edad que tenía Henri en el momento de morir.
De acuerdo con lo que acababa de leer, me quedaban once años de vida como mucho. Hasta
entonces le había dado poco valor a la vida, pero a partir de ese momento fui apreciándola cada vez
más, sobre todo cuando me adentraba más y más en los misterios de la magia negra. Dado mi
aislamiento, la ciencia moderna me era completamente ajena y trabajaba del mismo modo que en la
Edad Media, tal como seguramente lo habían hecho el viejo Michel o su hijo Charles,
completamente enajenados por el afán de llegar a la posesión del saber alquimista. Pese a mis
esfuerzos, en los libros no encontraba ninguna explicación acerca de la maldición que pesaba sobre
mi familia. Trataba de investigar por un camino más racional, buscando alguna explicación natural,
suponiendo que las primeras muertes podían haber sido obra de los descendientes del brujo; pero
tras escrupulosas investigaciones llegué a la irrefutable conclusión que el alquimista no había tenido
descendencia. Nuevamente volví al ocultismo procurando descubrir algún medio que suspendiese la
terrible maldición. Sólo tenía una cosa en claro. Jamás me casaría: puesto que en la familia no había
ninguna otra rama, podía hacer que la maldición concluyera conmigo.
Cerca de mis treinta años, el viejo Pierre murió. Con mis propias manos lo enterré bajo las losas
del patio, sitio por el que había paseado durante toda su vida. Quedé a solas, como único habitante
de las ruinas del castillo. En medio de la soledad, lentamente fui renunciando a la lucha contra el
inexorable fin que me aguardaba mientras me reconciliaba pasivamente con el destino que me uniría
a mis antepasados. La mayor parte del tiempo la invertía en pasear por las habitaciones ruinosas y
abandonadas, por los sitios del castillo que debido al miedo que me inspiraban había evitado durante
la niñez y la adolescencia; según lo que me contaba Pierre, se trataba de lugares que no habían sido
hollados por ningún pie humano en, al menos cuatrocientos años. Singulares y espantosos me
resultaban muchos de los objetos con los que me encontraba. Descubrí muebles cubiertos por
gruesas capas de polvo y carcomidos por la humedad; en todas partes colgaban gruesas telarañas, de
una densidad como jamás había visto, y enormes murciélagos aleteaban en todos los lóbregos
rincones.
Por mi parte, llevaba una estricta cuenta de mi edad, con cifras que incluían días y hasta horas;
sentía que cada movimiento del péndulo del enorme reloj que colgaba de la biblioteca se llevaba un
trozo de mi apreciada existencia. De este modo, inevitablemente vi la cercanía del día que tanto
había temido. Dado que la mayor parte de mis antepasados habían muerto poco antes de cumplir la
edad que tenía el conde Henri, no tenía otra expectativa que aguardar la inevitable muerte. Ignoraba
completamente la forma en que se cumpliría la maldición, pero había llegado a la convicción que
fuera como fuese, no me sorprendería amedrentado ni pasivamente. Supongo que algún arresto de
esa decisión fue lo que me llevó a registrar denodadamente el viejo castillo.
Precisamente, durante una de esas exploraciones en la parte más derruida y, por lo tanto,
abandonada del castillo, poco menos de una semana antes que se cumpliera el plazo fatal, extinguido
el cual no esperaba seguir estando en el mundo de los vivos, ocurrió un suceso extraordinario que
habría de cambiar mi vida. Había ocupado una mañana entera en bajar y subir por los restos de las
escaleras que llevaban a lo alto de una de las más ruinosas torres. En un momento determinado bajé
a los niveles más inferiores hasta dar con una especie de mazmorra medieval o, tal vez, un polvorín
de tiempos más recientes. El corredor estaba tapizado con una gruesa capa de salitre y, tras recorrer
la última escalera, comprobé que el piso comenzaba a humedecerse y, pocos pasos más adelante, la
luz de la antorcha me reveló una pared completamente empapada que cerraba el paso. Al volverme
para desandar el camino descubrí a mis pies una especie de trampa con una argolla. Me incliné sobre
ella, tiré de la argolla y sin dificultad dejé a la vista una negra abertura de la que emanaron vapores
malsanos que chisporrotearon en el fuego de la antorcha. Una vez que la luz se estabilizó pude
descubrir en las tinieblas una escalera que se hundía en las entrañas de la tierra. Introduje la antorcha
en las malsanas profundidades hasta lograr una cierta firmeza en su combustión. Entonces me
aventuré a las profundidades. La escalera parecía larga y llevaba a un corredor muy angosto que, por
lo que se veía, se internaba profundamente en el subsuelo. Efectivamente, el corredor era muy largo
y concluía ante una impresionante puerta de roble completamente impregnada de humedad, pero aún
lo suficientemente firme como para resistir incólume todos mis intentos por abrirla. Tras arduos
esfuerzos comprobé la inutilidad de mi propósito y ya me volvía por el corredor cuando una
sobrecogedora sensación puso en duda los datos que la razón me brindaba acerca de la realidad.
Inesperadamente oí un chirrido a mis espaldas que no podía provenir de otra fuente que no fuese el
movimiento de apertura de la enorme puerta, el ruido de sus herrumbrados goznes. Mis impresiones
y sensaciones fueron completamente caóticas. Tenía la absoluta certeza que el castillo no albergaba
otra presencia humana que no fuese la mía; por eso, la hipótesis más razonable llevaba a pensar en lo
espectral, con lo que me invadió un indescriptible horror. Luego de algunos momentos en que estuve
completamente paralizado, logré volverme hacia el lugar de donde había surgido el chirrido y estuve
a punto de desvanecerme ante la presencia que se erguía ante mí.
En medio de la gigantesca puerta había una figura humana. Se trataba de un hombre enfundado en
una amplia túnica medieval de color oscuro y con una suerte de casco de tela en la cabeza. Tenía
cabellos muy largos y una abundante barba renegrida que le confería un aspecto terrible. La frente
era muy amplia, las mejillas lucían hundidas y cubiertas de arrugas e impresionaban sus manos en
forma de garras aunque de una blancura nívea, como jamás había visto. Toda su figura era de una
delgadez esquelética, encorvada y se confundía en los recios pliegues de su vestimenta. Sin
embargo, lo más impresionante eran sus ojos: semejaban dos pozos de abismales tinieblas, en cuyo
fondo brillaba tanto la brasa de la inteligencia como una inhumana perversidad. Y justamente ahora,
que estaban hundidos en mí, sentía cómo el odio que en ellos destellaba se cebaba en mí dejándome
clavado en el lugar donde me encontraba.
Luego de una eternidad, la figura habló con una atronadora y gutural voz que resonó como un
terremoto en mis amedrentados oídos. Hablaba en ese latín degradado que fue el idioma entre la
gente docta durante la Edad Media, lengua que me era familiar por las largas horas que había
dedicado al estudio de los viejos alquimistas y demonólogos en la polvorienta biblioteca del castillo.
La singular figura habló de la maldición, aludió a mi próximo fin, refirió extensamente el mal que
mi antepasado había hecho al viejo Michel le mauvais y se demoró entusiasmado en la venganza
urdida por Charles le sorcier. Explicó el modo en que el joven Charles se había internado en la
oscuridad, de donde surgió años después para matar de un certero flechazo a Godfrey, exactamente
el mismo día en que llegaba a la edad que tenía su padre al morir, refirió su secreto regreso a los
dominios de la familia para instalarse precisamente en la cámara donde ahora me encontraba, recinto
ya por entonces abandonado, describió la manera en que había sorprendido a Robert, el hijo de
Godfrey, para hacerle tragar un fulminante veneno exactamente el mismo día en que cumplía los
treinta y dos años, con lo que mantenía puntualmente vigente la maldición vengadora. A través de
sus palabras comencé a comprender el mayor de todos los enigmas, es decir la continuidad del
maleficio, luego que, según la ley natural, Charles le sorcier debía haber abandonado este mundo; el
hombre habló de los profundos y exitosos estudios que sobre la alquimia habían practicado ambos
hechiceros y, en especial, de las investigaciones que Charles le sorcier había realizado sobre el elíxir
de la eterna juventud.
Llevado por el entusiasmo del relato, durante algunos momentos desapareció de sus ojos la
oscura maldad que tanto me había impresionado en un primer momento; mas de pronto lo
demoníaco volvió a centellar en su mirada y tras soltar una especie de silbido, que asocié al de la
serpiente, levantó un frasco de vidrio con el obvio propósito de acabar conmigo del mismo modo
con que Charles le sorcier había terminado con mi antecesor. Instintivamente rompí el sortilegio que
hasta entonces me había paralizado y arrojé contra la fatal criatura la ya debilitada antorcha. El
frasco se rompió inofensivamente contra las losas del piso, mientras la túnica de aquel demonio
comenzaba a ser devorada por un fuego que iluminaba siniestramente la escena. Un atroz aullido en
el que coexistían tanto el pánico como la expresión de una maldad absoluta brotó de aquel ser
demoníaco y logró acabar con el ya precario equilibrio de mis maltrechos nervios; caí al suelo
inconsciente.
Cuando recuperé el sentido me envolvía la oscuridad. Mi razón se negaba a rememorar lo que
poco antes había ocurrido, pero el acicateo de la curiosidad era intenso. ¿Quién era ese hombre
maligno? ¿Cómo había entrado al castillo? ¿Qué lo movía a querer vengar la muerte de Michel le
mauvais? ¿Cómo se había cumplido la maldición al cabo de seiscientos años? Pese a mi confusión,
una cosa era clara: me había librado de un miedo secular, ya que el ser que había destruido era el
instrumento mediante el cual la maldición se iba a cumplir en mí. Me sentía liberado y con unas
súbitas ganas de saber más sobre la amenaza que durante tantos siglos se había cernido sobre mi
familia, y que tanta angustia había producido a mi juventud. Nada me impediría proseguir con la
exploración que había iniciado; con ese impulso busqué en los bolsillos pedernal y algunos otros
elementos que en poco tiempo me permitieron contar con una nueva antorcha. La luz me entregó la
figura ennegrecida y retorcida del desconocido. Tenía los ojos cerrados. Impresionado con aquella
visión, me aparté internándome en la habitación que cerraba la enorme puerta de roble. En lo
fundamental era lo que parecía el laboratorio de un alquimista. En uno de los rincones se veía un
considerable montón de un metal amarillo que refulgía a la luz de la antorcha. Tal vez fuese oro,
pero no me ocupé en constatarlo porque todavía estaba muy afectado por lo ocurrido poco antes. En
la pared del fondo se distinguía un agujero que evidentemente daba a una de las laderas del monte.
Asombrado, comprendí entonces cómo el hombre había conseguido ingresar al castillo. Poco más
tenía que hacer en aquel lugar, por lo que decidí emprender el retorno. Me armé de la intención de
pasar junto a los restos del desconocido sin mirarlos. No obstante, al deslizarme por un costado me
pareció percibir un tenue murmullo que se desprendía de ellos, como si los restos aún conservaran
algo de vida. Pese al horror que me produjo semejante descubrimiento, me acerqué al montón
carbonizado que yacía en el suelo.
De repente, los espantosos ojos, mucho más negros que el conjunto en el que sobresalían, se
abrieron y trasmitieron una sensación que no soy capaz de describir. Los labios destrozados
procuraban pronunciar unas palabras que yo no entendía. En un determinado momento me pareció
oír el nombre de Charles le sorcier, luego las palabras años y maldición. Ignoraba qué sentido
podían tener aquellos jadeos póstumos. Mi incapacidad de entender el significado de sus intentos de
expresión exacerbó el centelleo maligno de aquellos ojos y pese a que sabía inerme a mi enemigo,
no pude evitar un estremecimiento de terror.
Haciendo acopio de ignotas energías, el ser consiguió alzar la cabeza del piso húmedo. En tanto
yo seguía inmovilizado por el pánico, logró hilvanar estas últimas palabras que desde aquel
momento me acompañan día y noche como una nueva maldición:
¾Imbécil ¾me dijo¾, ¿no adivinas mi secreto? ¿No tienes cerebro para acatar el designio que
durante seiscientos años se ha cumplido en esta casa? Te he instruido sobre el gran elíxir de la
verdad. ¿Cómo es que no sabes quién fue el que resolvió el secreto de la alquimia? ¡Fui yo! ¡Yo!
¡Yo, el que ha vivido seiscientos años para llevar a cabo mi venganza! ¡Yo, Charles le sorcier!
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