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martes, 7 de agosto de 2007

LAS RATAS EN LAS PAREDES // HOWARD P. LOVECRAFT

LAS RATAS EN LAS PAREDES
HOWARD P. LOVECRAFT




El 16 de julio de 1923, precisamente después que el último obrero había terminado su tarea, me
mudé a Exham Priory. La restauración había implicado desmedidos trabajos, ya que de la
construcción original apenas si quedaba un montón de ruinas, pero como se trataba de la mansión
de mis antepasados no reparé en gastos. La finca había permanecido deshabitada desde épocas de
Jacobo I, cuando un drama de aspectos espantosamente trágicos, si bien en buena medida
comprensibles, se precipitó sobre el jefe de familia, sus cinco hijos y algunos criados. El tercer
hijo, antecesor mío por línea paterna, único sobreviviente del desdichado grupo familiar, debió
marcharse en medio de un clima de sospecha y terror.
Como el único heredero estaba acusado de asesinato, la finca fue a manos de la corona; el
legítimo dueño no hizo el menor esfuerzo por defenderse o recuperar la propiedad. Enloquecido
por un horror más substancial que el que podía emanar de su propia conciencia o de la ley,
obsesionado por expulsar de su memoria y de su vista aquella mansión, Walter de la Poer,
decimoprimer barón de Exham, se fue a Virginia para establecerse y fundar la familia que un
siglo después era conocida con el nombre de Delapore.
Exham Priory quedó abandonado y con el tiempo engrosó el inventario de propiedades de la
familia Norrys. La original arquitectura de la mansión la hizo objeto de continuados estudios;
constaba de torres góticas que se levantaban sobre una infraestructura sajona o románica con
cimientos que, por su parte, congregaban una mezcla de estilos: romano, druida o el címrico
originario, si es posible atenerse a las leyendas. Estos cimientos eran muy peculiares, ya que por
uno de los lados se unían a la sólida piedra de la ladera montañosa, desde cuya cima el priorato
vigilaba un valle solitario que se extendía por tres millas al oeste del pueblo de Anchester.
Los arquitectos y artistas se entretenían embelesados en el estudio de aquella extraña pieza de
épocas remotas, pero los lugareños la odiaban con oscura inquina. Era un odio que se arrastraba
desde hacía siglos, cuando aún moraban allí mis antepasados, y que perduraba hasta ahora,
cuando el abandono la había llevado a casi desaparecer tragada por el musgo y la vegetación.
Antes que pasara un día desde mi llegada, la gente de Anchester ya me había hecho saber que yo
era el descendiente de una familia maldita. No obstante, ya esta semana los obreros han hecho
desaparecer lo que quedaba de Exham Priory y ahora se afanaban por borrar las huellas de sus
cimientos. Siempre he estado al tanto de la historia real de mi estirpe familiar; sé muy bien que el
primero de mis antepasados norteamericanos se refugió en las colonias perseguido por una
atmósfera de extrañas sospechas. Los detalles, en cambio, se me escapan puesto que han sido
sepultados por la reticencia que sobre ellos mantuvo durante generaciones la familia Delapore.
Contrariamente a lo que les sucede a los colonos de las cercanías, es raro que nos vanagloriemos
de antepasados que participaron en las Cruzadas o de incluir en nuestra estirpe héroes medievales
o renacentistas; no se nos trasmitieron otras tradiciones que aquellas que contenía el sobre
lacrado que todo propietario latifundista legaba al primogénito antes que estallara la Guerra Civil
con la orden de una apertura estrictamente póstuma. Sólo nos enorgullecíamos en la familia con
las glorias alcanzadas luego de la emigración, esplendores de un linaje virginiano orgulloso y
honorable, aunque algo reservado y poco sociable.
Toda nuestra fortuna se perdió durante la guerra y la existencia familiar se vio profundamente
conmovida por el incendio de Carfax, morada de la familia al borde del río James. Mi anciano
abuelo murió entre las llamas y con él se consumió el sobre lacrado que nos ataba al pasado. Aún
hoy recuerdo el incendio; mis ojos de siete años contemplaban alterados a los soldados federales
vociferar, a las mujeres contorsionarse desvalidas y a los negros rezando y dando alaridos. Mi
padre era soldado del ejército y combatía en la defensa de Richmond; luego de infinitas
gestiones, mi madre y yo conseguimos trasponer las líneas enemigas y juntarnos con él.
Al finalizar la guerra, nos dirigimos al norte, de donde era oriunda mi madre, y allí me hice
grande y, a la larga, como corresponde a cualquier yanqui perseverante, me hice rico. Ni mi padre
ni yo nos enterarnos jamás del contenido del sobre testamentario. Por mi parte, atrapado por el
rutinario devenir de las actividades mercantiles de Massachusetts, perdí todo interés en los
misterios que, seguramente, ocultaba mi árbol genealógico. ¡Con cuánto alivio habría entregado
Exham Priory a los murciélagos, a las telarañas, al musgo y a la vegetación si hubiese tenido
aunque fuese una remota idea de lo que se escondía tras sus muros!
Mi padre falleció en 1904 y no dejó mensaje alguno para mí ni para mi hijo único, Alfred, un
chico de diez años y huérfano de madre. Fue precisamente Alfred quien produjo una moderada
revolución en la transmisión de la historia familiar. Pese a que yo sólo había conjeturado
esporádica y burlonamente con él sobre este tema, cuando fue enviado a Inglaterra en 1917,
como oficial de aviación, me escribía constantemente contándome algunas leyendas ancestrales
muy interesantes. Según lo que me refería, circulaba sobre los Delapore una exótica y bastante
siniestra historia. Un compañero de mi hijo, el capitán Edward Norrys, del Cuerpo Aéreo Real,
vivía cerca de la mansión familiar, en Anchester, y conocía unas supersticiones campesinas que
harían las delicias de cualquier novelista truculento. Norrys naturalmente no las creía, pero a mi
hijo le divertían, razón por la cual fueron el tema de muchas de las cartas que me escribió.
Finalmente estas leyendas hicieron que concentrara mi atención en nuestro solar de ultramar y
me impulsaron a comprar y reparar mi herencia, que Norrys mostró a Alfred y, más aún, pudo
ofrecérnosla por un precio muy razonable, puesto que un tío suyo era el actual propietario.
Adquirí Exham Priory en 1918, pero casi en seguida olvidé los planes de restauración para
atender a mi hijo que regresaba inválido de la guerra. Vivió dos años más, durante los cuales me
consagré íntegramente a su atención, abandonando incluso la dirección del negocio a mis socios.
En 1921, preso de una gran desolación, sin motivaciones, marginado de toda actividad laboral
y sintiendo el peso de la ya casi presente vejez, decidí entretener el resto de mis días ocupándome
de la nueva posesión. En diciembre llegué a Anchester y me alojé en casa del capitán Norrys, un
joven algo entrado en carnes pero amable, que apreciaba mucho a mi hijo. De inmediato me
ofreció su ayuda para recopilar planos y anécdotas que sirvieran para las obras de restauración.
La presencia de Exham Priory no me producía emoción alguna; en realidad se trataba de una
masa de abandonadas ruinas medievales devorada por el musgo, sembradas de nidos de grajos,
en precario y amenazador equilibrio al borde de un precipicio impresionante, sin pisos o
cualquier otro rastro de interiores excepto los muros de piedra de las torres.
Una vez que llegué a tener una idea de cómo debió haber sido el edificio cuando fue
abandonado, tres siglos antes, por mis antepasados, comencé a contratar obreros para emprender
las obras. La dificultad inicial consistió en que debí buscar la mano de obra necesaria en
poblaciones alejadas, ya que los habitantes de Anchester manifestaban un rechazo y un temor
verdaderamente notables hacia aquel lugar. La aversión era de tal magnitud que a veces
conseguía contagiar a los trabajadores que venían de otros sitios, lo que ocasionaba constantes
deserciones. El sentimiento se proyectaba tanto al priorato como a la familia originalmente
propietaria del solar.
Mi hijo me había contado que durante sus visitas al pueblo, la gente se había mostrado algo
retraída con él debido a que era un De la Poer; por análoga razón ahora yo experimentaba el
mismo recibimiento que persistió hasta que logré convencerlos que casi ni tenía noticias de mis
antepasados. No obstante, los vecinos no se mostraban hospitalarios conmigo, razón por la cual
recurrí a Norrys para recopilar todas las tradiciones populares que aún seguían circulando. Lo que
no me podían perdonar era que yo hubiese venido a restaurar lo que para ellos era el máximo
emblema del aborrecimiento; más o menos oscuramente, para todos ellos Exham Priory no era
más que una cueva de monstruos.
Resumiendo todas las historias que Norrys había reunido para mí, y agregándoles el
testimonio de investigadores que a su debido tiempo habían visitado las ruinas, llegué a la
conclusión que Exham Priory se había levantado sobre el sitio que en otro tiempo había ocupado
un templo prehistórico, una construcción druida, incluso contemporánea de Stonehenge. A casi
nadie le quedaban dudas que en aquel lugar se habían celebrado abominables ceremonias y que
tales prácticas habían pasado al culto de Cibeles, introducido tiempo después por los romanos.
Todavía eran legibles en las paredes del sótano inscripciones tan inconfundibles como «DIU...
OPS... MAGNA... MAT...», signos de la Magna Mater, culto tenebroso vanamente prohibido a
los ciudadanos romanos. Anchester había sido sede de la tercera legión augusta, según lo
probaban numerosos restos, y de acuerdo a precisos indicios el templo de Cibeles debió ser una
imponente construcción que congregaba innumerables fieles para las ceremonias que eran
presididas por un sacerdote frigio. Las historias añadían que el derrumbe de la vieja religión no
significó el fin de las orgías que se desarrollaban, en el templo, sino que, por el contrario, los
sacerdotes abrazaron la nueva fe sin modificar en lo substancial sus creencias. También se
sostenía que los ritos no habían cesado con la llegada de los romanos; algunos sajones se habían
sumado a lo que quedaba del templo otorgándole los rasgos que con el tiempo habrían de
singularizarlo, convirtiéndolo en centro de difusión de un culto tan temido por lo menos en la
mitad del territorio que ocupaba la heptarquía. Una crónica del año 1000 d. C. menciona el sitio
refiriéndose a él como un priorato construido de piedra, donde vivían una peculiar aunque
poderosa orden monástica que no necesitaba grandes murallas para mantener alejado al
atemorizado populacho. Los daneses nunca llegaron a destruirlo, aunque seguramente su suerte
debió desvanecerse luego de la conquista normanda, ya que no hubo impedimento alguno para
que en 1261 Enrique III entregara la propiedad a mi antepasado Gilbert De la Poer, primer barón de Exham.
De mi familia, en especial, no conseguí testimonios adversos, pero algo extraño debió ocurrir
por entonces. Otra crónica, esta vez de 1307, habla de un De la Poer al que califica de «renegado
de Dios». Por su parte, las leyendas populares denotan un miedo pánico a decir cualquier cosa
sobre el castillo que se erigió sobre el templo y el priorato. Los cuentos que circulaban sobre el
lugar eran especialmente espeluznantes, terror que enfatizaban con la reticencia y evasivas que
ostentaban. En ellos, mis antepasados aparecen como una estirpe de demonios frente a los cuales un Gilles de Retz o un Sade no eran más que aprendices. También se les atribuía responsabilidad en la desaparición de aldeanos y esto durante varias generaciones.
Según esta tradición, los peores fueron los barones y sus directos herederos. La mayor parte de
las historias se referían a ellos. Si un descendiente mostraba inclinaciones más benévolas
seguramente fallecía a edad tierna y de modo misterioso para dejar sitio a otro descendiente que
hiciera más honor al apellido. Los De la Poer profesaban, al parecer, un culto propio oficiado por
el cabeza de familia y ocasionalmente reservado a unos pocos miembros de la familia. En dicho
culto participaban también quienes ingresaban al núcleo familiar por la vía del matrimonio. Lady
Margaret Trevor de Cornualles, la mujer de Godfrey, segundo de los hijos del quinto barón,
terminó siendo una de las brujas más famosas entre los niños de todo el país y la diabólica
heroína de un viejo y macabro romance aún en circulación cerca de la frontera galesa. También
había ingresado a esa literatura popular la historia de Lady Mary De la Poer, quien a poco de
casarse con el barón de Shrewsfield, fue asesinada por éste y su madre; poco después los asesinos
fueron absueltos y bendecidos por el sacerdote al que confesaron todo lo que no se atrevían a
decir en público.
Esas leyendas y romances, propios de la más ramplona superstición, me desagradaban
profundamente. La persistencia en adherirse a generaciones y generaciones de mis antepasados
me parecía especialmente irritante. Porque si bien las acusaciones de costumbres monstruosas
eran constantes, el único escándalo conocido entre mis antepasados más inmediatos era el de mi
primo, el joven Randolph Delapore de Carfax, quien se había ido a vivir con los negros
haciéndose oficiante de un rito vudú tras su regreso de la guerra de México.
Muchísimo menos me interesaban las historias sobre alaridos y aullidos en el valle solitario y
siempre barrido por el viento, que comenzaba a extenderse al pie del precipicio de piedra caliza.
Tampoco las que se entretenían en referir los fétidos olores que despedían las tumbas luego de
las lluvias de la primavera, o el ululante objeto blanco que el caballo de Sir John Clave había
pisado una noche o sobre el criado que había perdido el juicio como consecuencia de algo
indefinible que había visto a plena luz en el priorato. Todo ello no eran más que rezagos de
historias fantásticas de esas que prenden tanto en el vulgo, y por entonces yo era un escéptico de
una sola pieza. No descartaba del todo los relatos sobre aldeanos desaparecidos, pero no me
resultaban especialmente significativos en el contexto de las prácticas medievales.
Ciertas historias resultaban muy pintorescas y lamenté no haber estudiado más mitología
comparada en mi juventud. Circulaba, por ejemplo, la creencia que una legión de diablos con
alas de vampiro se congregaba todas las noches en el priorato para concelebrar sus aquelarres; se
alimentaban con verduras, lo que explicaba la desmesurada abundancia de hortalizas ordinarias
que se cultivaban en los enormes huertos. La más impactante de todas las historias en boga era la
referida a la dramática epopeya de las ratas —un arrasador ejército de obscenas alimañas que
había brotado de las entrañas del castillo, tres meses después de la tragedia que lo llevó al
abandono—, un alud de repugnantes y voraces bestezuelas que había barrido con todo a su paso,
aves, gatos, perros, conejos, cerdos y hasta dos desdichados pobladores. La plaga de roedores,
por su parte, es la fuente de la que deriva un ciclo independiente de mitos, puesto que las ratas
irrumpieron en las casas del pueblo suscitando infinitos acontecimientos diversamente
espeluznantes.
Todas las historias volaban sobre mí cuando emprendí, con la tozudez característica de un
anciano, las tareas de restauración de mi solar ancestral. Pese a todo, no debe creerse de ningún
modo que ellas constituían la atmósfera psicológica en la que me movía. Asimismo, debo hacer
constar que contaba con el apoyo incesante del capitán Norrys y de los arqueólogos que me
rodeaban y ayudaban en la reconstrucción. Dos años después de iniciada, la obra llegó a su
término y estuve en condiciones de observar el conjunto de amplias habitaciones, muros
reconstruidos, techos abovedados, anchas escaleras; el orgullo que experimentaba compensaba
sobradamente los cuantiosos gastos que consumió la reparación.
Todos los detalles medievales habían sido eficientemente reproducidos y las partes nuevas no
se distinguían de los muros y cimientos originales. El lar de mis antepasados se hallaba
nuevamente en pie y sólo me restaba ahora redimir la fama local de la línea familiar que
terminaba en mí. Viviría allí hasta el fin de mis días y demostraría a todos que un De la Poer —
había recuperado la grafía original del apellido— no es en absoluto un ser diabólico. El ideal del
confort aumentó, si cabe, por el hecho que Exham Priory, pese a estar construido sobre cánones
medievales, era totalmente nuevo, lo que lo ponía salvo de viejos fantasmas y de alimañas
nuevas.
Como ya lo dije, me mudé a Exham Priory el 16 de julio de 1923. Me asistían siete criados y
nueve gatos, animal por el que siento una especial predilección. El más viejo de ellos, Nigger-
Man, tenía ya siete años y llegó conmigo desde Bolton, Massachusetts. El resto de los gatos los
había ido consiguiendo mientras vivía con la familia del capitán Norrys.
Pasaron cinco días en medio de una rutina signada por la mayor calma; yo me dedicaba a la
clasificación de antiguos documentos familiares. Contaba ya con unas cuantas descripciones
detalladas de la tragedia final y la huida de Walter De la Poer, asuntos que, suponía, eran los
temas centrales del legajo hereditario que se había perdido en el incendio de Carfax. Por lo que
surgía de aquellas descripciones, a mi antepasado se le había acusado, con pruebas irrefutables,
de haber dado muerte a todos los moradores de la casa —excepto cuatro criados que habían
actuado como cómplices— mientras dormían. La masacre había ocurrido dos semanas después
de un descubrimiento que lo llevaría a cambiar totalmente, aunque este descubrimiento sólo
debió haberlo confiado a sus cómplices, quienes luego del episodio se habían esfumado para
escapar a la justicia.
En total murieron degollados un padre, tres hermanos y dos hermanas. Curiosamente, la
ordalía de sangre contó con el consenso de los aldeanos y la negligencia de la justicia hasta el
punto que el instigador pudo huir a Virginia, en medio de todos los honores, sin disfrazarse y sin
contratiempos. La sensación general fue que finalmente se había liberado a aquellas tierras de
una maldición inmemorial. Ignoro completamente cuál pudo haber sido el descubrimiento que
empujó a mi antepasado a esa decisión tan terrible. Walter De la Poer tenía que conocer desde
siempre las macabras historias que sobre la familia circulaban, razón por la cual creo que no
radicaban en ellas los móviles de la acción. ¿Acaso habría presenciado alguno de los ritos
ancestrales y espeluznantes o tal vez se habría encontrado con algún símbolo revelador? Tenía
reputación de ser un joven tímido y de muy buenos modales. En Virginia se le conoció como
alguien de carácter atormentado y temeroso. El diario de otro aventurero de rancio abolengo,
Francis Harley de Bellview, dice que era una persona de un estricto sentido de la justicia, del
honor y de la discreción
El 22 de julio ocurrió el primer incidente, al que en el momento apenas se le prestó atención,
pero que hoy recobra el carácter premonitorio de todo lo que vendría después. Fue tan
insignificante que casi no se le dio importancia. Debemos recordar que puesto que el edificio era
nuevo prácticamente en su totalidad, excepto los muros, y como estaba atendido por una eficiente
servidumbre habría sido absurdo experimentar aprensión alguna ante las historias que circulaban.
Esto es casi todo lo que puedo recordar del episodio del 22 de julio: el viejo gato negro, a
quien tan bien conozco, estaba perceptiblemente nervioso y al acecho, estado que no condecía
con su humor habitual. Se paseaba por las habitaciones y olfateaba constantemente los muros.
Advierto perfectamente lo trivial que puede parecer este dato —me recuerda al perro de la
historia de fantasmas que con sus gruñidos anuncia al amo «algo» hasta que finalmente se
descubre la figura envuelta en sábanas—, pero en este caso tiene su importancia.
Al día siguiente, uno de los criados se acercó para anunciarme el estado de inquietud que
reinaba en los gatos de la casa. Yo estaba en el estudio, una habitación del segundo piso, de
techos altos y orientada al oeste, tenía una triple ventana gótica que daba al precipicio y desde
donde se contemplaba el desolado valle. Mientras escuchaba al criado, advertí cómo Nigger-Man
se movía a un lado y otro del muro, y arañaba el nuevo revoque que cubría a la antigua piedra.
Conjeturé con el criado que debía tratarse de algún olor o emanación de la antigua
mampostería, no perceptible para el olfato humano. En verdad, eso es lo que creía. El criado
aventuró la hipótesis de la presencia de ratas, pero yo la rebatí puesto que en aquel sitio no se las
había visto al menos durante trescientos años y, en lo referente a los ratones de campo,
difícilmente habrían podido trepar hasta tan altos muros y, además, tampoco nunca se los había
visto merodear por allí. El capitán Norrys, a quien consulté aquella misma tarde, coincidió
conmigo en que era francamente increíble que de pronto los ratones de campo invadieran
masivamente el priorato.
Así tranquilizado, aquella noche liberé al criado de sus tareas de asistencia a mi persona, y me
retiré al dormitorio de la torre que daba al oeste. Se llegaba a ella desde el estudio por una
escalinata de piedra y luego de atravesar una pequeña galería, la escalera —parte vieja y parte
nueva— y la galería completamente restaurada. La habitación era circular, de techo alto, sin
revestimiento; en las paredes colgaban algunos tapices que había comprado en Londres.
Me aseguré que Nigger-Man estuviese conmigo, cerré la puerta y me acosté a la luz de unas
lamparillas eléctricas que se parecían mucho a bujías. Poco después apagué la luz y me hundí en
la mullida cama, sintiendo el peso del gato a mis pies. No cerré las cortinas; así pude mantener la
mirada perdida en la angosta ventana que daba al norte. Un preanuncio del amanecer se dibujaba
en el cielo.
Poco después debí quedarme apaciblemente dormido, pues recuerdo perfectamente salir de
profundos y gratos sueños cuando el gato dio un súbito respingo. Pude verlo recortado contra la
evanescente luz de la aurora que se dibujaba en la ventana. Mantenía la cabeza tensa, las patas
hundidas en mis tobillos. Tenía los ojos clavados en un punto de la pared ubicado al oeste de la
ventana, sitio en el que mi vista no encontraba nada digno de referir, pero donde se habían
concentrado mis cinco sentidos.
Tras unos momentos descubrí el motivo de la excitación de Nigger-Man. No sabría decir si los
tapices se movieron o no, aunque en ese momento me pareció que sí. En cambio, no tengo dudas
que tras los tapices se oyó un ruido, tenue pero nítido, como de ratas o ratones escabulléndose
precipitadamente. En ese preciso instante el gato se arrojó literalmente sobre el tapiz de colores
llamativos haciéndolo caer y dejando al descubierto un antiguo y húmedo muro de piedra,
reparado en varios sectores por los restauradores; de roedores, ningún rastro.
Nigger-Man olisqueó escrupulosamente el muro, desgarró el tapiz caído e incluso intentó
introducir sus garras entre la pared y el zócalo. No encontró nada, por lo que luego de un rato
volvió muy fatigado a su posición inicial, a mis pies. Yo no me había movido de la cama, pero no
pude volver a dormir en el resto de la noche.
Al día siguiente pregunté a la servidumbre si había notado algo anormal durante la noche;
nadie había advertido nada, excepto la cocinera, quien recordaba el extraño comportamiento de
un gato que estaba tendido en el alféizar de la ventana. A cierta hora el gato se había puesto a
maullar, despertando a la cocinera justo para verlo lanzarse desesperado escaleras abajo. Tras una
ligera modorra a continuación del almuerzo, fui a visitar al capitán Norrys, quien se interesó
especialmente en mi relato de lo ocurrido la noche anterior. Los extraños sucesos —a la vez tan
curiosos— apelaban a su sentido de lo pintoresco y, en consecuencia, le traían a la memoria
infinidad de historias locales sobre fantasmas. No conseguíamos explicar racionalmente la
presencia de ratas y lo único a que atinó Norrys fue a facilitarme unas trampas y veneno que, una
vez en casa, ordené a los criados colocaran en lugares estratégicos.
Pronto me fui a la cama pues estaba con mucho sueño. Sin embargo, mientras dormía tuve
horribles pesadillas. En ellas me despeñaba rodando vertiginosamente desde una gran altura a
una gruta tenuemente iluminada, cuyo piso estaba cubierto por una gruesa capa de estiércol. En la
gruta había una suerte de diablo porquerizo de barba canosa que arreaba con su bastón un rebaño
de bestias flácidas y con forma de hongo, cuya presencia me produjo una frenética repugnancia.
El porquerizo se detenía un instante a divisar su rebaño; en ese momento un indescriptible
enjambre de ratas llovía del cielo sobre el pestilente abismo y devoraban a las bestias y al
hombre.
En medio de tan aterradora pesadilla, me desperté súbitamente a causa de bruscos
movimientos de Nigger-Man, que hasta un instante antes dormía tendido mis pies. Esta vez no
fue necesario inquirir por el origen de sus bufidos y resoplidos ni del miedo que instintivamente
le llevaba a hundir sus garras en mis tobillos; las paredes de la habitación exhalaban un
repugnante ruido, el producido por enormes ratas, seguramente famélicas, al desplazarse.
Encendí la luz y pude ver el tapiz —que había sido reemplazado— en medio de una espantosa
sacudida que producía en los ya de por sí originales dibujos una especie de tétrica danza de la
muerte. La agitación del tapiz fue fugaz, así como los ruidos. Salté de la cama, examiné el tapiz
con el largo mango del calentador de cama. Con el improvisado instrumento lo levanté y miré
qué había debajo. Nuevamente sólo se veía el reparado muro de piedra. Para entonces el gato se
había tranquilizado. Al inspeccionar la trampa circular que había puesto en la habitación,
comprobé que todos los orificios estaban forzados, aunque no había rastro alguno de ratas.
Por supuesto que ni se me ocurrió volver a la cama, así que encendí una vela, abrí la puerta,
salí a la galería que terminaba en la escalinata de piedra que llevaba a mi estudio. Nigger-Man no
se separaba de mis talones. Sin embargo, antes de llegar a la escalera, el gato salió disparado
hacia adelante y desapareció de mi vista. Mientras bajaba por la escalera, me llegaron unos
sonidos producidos en la gran habitación que quedaba debajo, sonidos inconfundibles.
Los muros revestidos de artesonado roble hervían de ratas que correteaban en medio de un
gran frenesí; Nigger-Man corría de un lado al otro, con la desesperación del cazador que se siente
burlado. Al llegar abajo, encendí la luz, pero esta vez ésa no fue razón para que cesara el ruido.
Las ratas seguían activas en medio de tal baraúnda que llegué a distinguir con precisión el sentido
de su desplazamiento. Las bestias, al parecer en cantidad infinita, iban en una impresionante
migración desde una impredecible altura hacia una profundidad abismal.
Escuché ruido de pasos humanos en el corredor y poco después dos criados abrían la sólida
puerta. Rastrearon toda la casa buscando el origen de aquella conmoción que echó a maullar a
todos los gatos de la casa, mientras se abalanzaban sobre la cerrada puerta del sótano. Pregunté a
los criados si habían visto a las ratas. Me respondieron que nadie las había visto. Junto con ellos,
bajé hasta la puerta del sótano, de donde ya se habían dispersado los gatos. Tomé la decisión de
explorar la cripta que había debajo, pero por el momento me limité a revisar las trampas. Todas
habían saltado, pero no tenían ninguna rata. Satisfecho que sólo los gatos y yo hubiésemos oído a
las ratas, me quedé en mi estudio hasta que llegó el día, pensando denodadamente sobre la causa
de todo aquello y recordando todas las leyendas que había recopilado para extraer las referencias
que hacían al edificio.
Durante la mañana conseguí dormir un rato, reclinado sobre el único sillón confortable de la
habitación. Cuando desperté, llamé por teléfono al capitán Norrys, quien poco después se hizo
presente y me acompañó a explorar el sótano.
No encontramos absolutamente nada, aunque sí averiguamos, no sin un estremecimiento, que
la cripta había sido construida durante el tiempo de los romanos. Los arcos bajos y los sólidos
pilares eran de estilo romano, no de ese degradado estilo de los sajones, sino del severo y
armónico clasicismo del tiempo de los césares. En las paredes volvían a aparecer inscripciones
familiares a los arqueólogos que habían trabajado en el lugar; se leía: «P.GETAE, PROP...
TEMP... DONA...» o «L.PRAEC... VS... PONTIFI... ATYS...» y otras cosas más.
La referencia a Atys me perturbó, porque había leído a Cátulo, quien habla de los
espeluznantes ritos que se ofrendaban al dios oriental, ritos que casi se confundían con los
debidos a Cibeles. A la luz de unas linternas, Norrys y yo tratamos de descifrar los extraños y
descoloridos dibujos trazados sobre unos bloques de piedra irregularmente rectangulares,
seguramente altares. Nos vino a la memoria que uno de aquellos dibujos, una suerte de sol que
proyectaba rayos en todas direcciones, sirvió a los arqueólogos para demostrar su origen no
romano, sino de un tiempo muy anterior. Sobre uno de los bloques se veían unas manchas
marrones muy significativas. El más grande de todos, que se encontraba en medio de la estancia,
tenía en su cara superior ciertos rastros que indicaban el paso del fuego: seguramente sobre él se
hacían ofrendas incineradas.
En lo esencial eso era todo lo que se veía en la cripta, frente a cuya puerta los gatos se habían
concentrado a maullar desesperadamente. Norrys y yo decidimos pasar la noche en aquel lugar.
Ordené a los criados que bajaran dos divanes, les advertí que no se preocuparan por la conducta
que los gatos pudiesen mostrar durante la noche y admití a Nigger-Man como acompañante y
ayudante. Nos pareció del caso cerrar herméticamente la gran puerta de roble.
La cripta estaba situada por debajo de los cimientos del priorato, en la cara del precipicio que
dominaba el inhóspito valle. Tenía la certeza que hacia allí se habían desplazado las ratas. En
medio de la expectante vigilia, se apoderaban de mí sueños no del todo formados, de los que me
rescataban los intranquilos movimientos del gato que, como siempre, estaba a mis pies.
Los sueños eran tan espeluznantes como los de la noche anterior. Otra vez aparecía la siniestra
gruta, el porquero con sus inmundas bestias hozando en el estiércol. Podía ver con más precisión
la fisonomía de éstas, me acercaba a ellas cada vez más hasta que desperté profiriendo un alarido
que hizo dar un violento salto a Nigger-Man, en tanto que el capitán Norrys, que no había pegado
ojo, se echaba a reír a carcajadas. Más se habría reído de haber conocido el motivo del alarido.
Pero ni yo mismo lo recordé de inmediato; el horror absoluto tiene la facultad de disolver la
memoria.
Poco después comenzó a manifestarse el extraño fenómeno. El capitán Norrys me sacudió
levemente, instándome a que escuchara el ruido de los gatos. ¡Vaya si se escuchaba! Al otro lado
de la cerrada puerta, al pie de la escalinata de piedra, se oía un pandemónium de gatos aullando y
arañando la madera. Por su parte, Nigger-Man corría frenéticamente a lo largo de los muros de
piedra, en cuyo interior se sentía la misma baraúnda de ratas de la noche anterior.
Me ganó una sensación de terror, pues todo aquello no podía explicarse racionalmente. A
menos que fuesen producto de un delirio que yo compartía con los gatos, aquellas ratas debían
escabullirse a una madriguera emplazada en medio de los muros romanos que hasta donde yo
sabía estaban hechos de sólidos bloques de roca caliza. Llegué a imaginar que al cabo de
diecisiete siglos, el agua tal vez habría excavado túneles que luego los animales se encargarían de
ensanchar y conectar entre sí. Pese a estos intentos de explicación, el horror me paralizaba
porque suponiendo que fuesen alimañas de carne y hueso, ¿por qué Norrys no oía el repugnante
alboroto? ¿Por qué sólo me pidió que observara a Nigger-Man y que escuchara los maullidos de
los gatos de afuera?
Cuando estuve en condiciones de confiarle, lo más racionalmente posible, lo que creía estar
oyendo, hasta mis oídos llegó el último acorde del escalofriante barullo. Ahora el ruido parecía
apagarse, se oía aún más abajo, mucho más abajo del sótano, hasta el extremo que todo el
precipicio parecía acribillado por ajetreadas ratas. Norrys no estaba tan escéptico como yo había
supuesto; parecía profundamente agitado. Mediante señas me comunicó que había cesado el
alboroto de los gatos, otra vez cazadores defraudados. Mientras tanto, Nigger-Man era invadido
nuevamente por el desasosiego y se ponía a escarbar tenazmente en la base del gran altar de
piedra.
En ese momento mi terror llegaba al paroxismo. El capitán Norrys, hombre mucho más joven
y fornido, y presumiblemente bastante más pragmático que yo, también se veía inquieto, tal vez
porque conocía muy bien las leyendas locales. Ambos nos limitábamos a observar como Nigger-
Man hundía sus garras, cada vez con menos entusiasmo, en la base del altar; de tanto en tanto
alzaba la cabeza, me miraba y maullaba.
Norrys acercó una linterna al altar para examinar de cerca el sitio donde el gato excavaba. Se
arrodilló y arrancó unos líquenes que seguramente estaban allí desde hacía siglos. Pero, pese a
mucho escarbar, no encontró nada singular y cuando volvía a levantarse, advertí algo trivial que,
sin embargo, hizo que me estremeciera. Comuniqué el descubrimiento a Norrys y ambos nos
pusimos a investigar el hallazgo casi imperceptible con el entusiasmo propio de quien se
encuentra con una pista que confirma lo acertado de sus sospechas. Se trataba de lo siguiente: la
llama de la linterna que reposaba sobre el altar se movía, tenue pero perceptiblemente, por acción
de una corriente de aire que sin duda había comenzado a soplar por la ranura que había entre el
suelo y el altar, precisamente en el sitio donde Norrys había estado desbrozando los líquenes.
Concluimos la noche en el estudio, discutiendo los próximos pasos que debíamos emprender.
El descubrimiento de aquella cripta, que había pasado inadvertida a los especialistas que durante
siglos se dedicaron a explorar el edificio, nos produjo una considerable excitación. Por cierto que
éramos profanos en todo lo que se relacionara con lo siniestro, circunstancia que nos colocaba
ante un dilema: abandonar cualquier acción ulterior —y el propio priorato— en nombre de una
precaución supersticiosa o alimentar nuestro sentido de la aventura y el riesgo, fuesen cuales
fueren los horrores que nos depararan aquellos insondables abismos.
De mañana llegamos a un acuerdo. Buscaríamos en Londres científicos y arqueólogos
capacitados para desentrañar aquel misterio. Debe decirse también que antes de dejar el sótano
hicimos vanos e ingentes esfuerzos por mover la gran piedra del altar central, portada de acceso,
como ahora lo reconocíamos, a abismos de indescriptible terror. A hombres más sabios y más
capacitados que nosotros les correspondería develarlos.
Permanecimos un largo tiempo en Londres, durante el que dimos a conocer nuestras
experiencias, conjeturas y las legendarias anécdotas a cinco calificadas autoridades científicas,
personas que además sabrían tratar con la debida discreción cualquier aspecto delicado del
pasado familiar que pudieran revelar las investigaciones. La mayor parte de ellos mostraron gran
interés por el asunto. No me parece del caso dar el nombre de todos ellos, pero sí puedo decir que
entre ellos se encontraba Sir William Brinton, cuyos trabajos en el Troad, en su momento
concitaron la atención de todo el mundo. Durante el viaje en tren con ellos rumbo a Anchester se
apoderó de mí algo así como un desasosiego, como si estuviera en la víspera de atroces
revelaciones. Desazón también se advertía en el rostro de muchos de los norteamericanos que
vivían en Londres, por la inesperada muerte de su presidente, ocurrida del otro lado del océano.
En la tarde del 7 de agosto llegamos a Exham Priory. Los criados me informaron que durante
mi ausencia no había ocurrido nada digno de curiosidad. Todos los gatos se habían mostrado
tranquilos y ninguna trampa daba muestras de haber sido tocada. Las investigaciones tendrían
comienzo al día siguiente. Por el momento me dediqué a asignar a mis huéspedes habitaciones
provistas de todo lo necesario para hacer confortable su estadía.
De noche me fui a mi habitación de la torre, acompañado del siempre fiel Nigger-Man. Pronto
me dormí y fui asaltado, otra vez, por espantosos sueños. Una de las pesadillas me colocaba en
una fiesta romana del tipo de la Trimalción, donde debía presenciar una repugnante
monstruosidad sobre una fuente cubierta. Nuevamente volvió, recurrente, la pesadilla del
porquero y su hediondo rebaño en la gruta tenebrosa. Cuando desperté ya era de día y en las
habitaciones de abajo no se oía ningún ruido. Las ratas, ya fuesen reales o imaginarias, no me
habían molestado; lo mismo le había pasado a Nigger-Man, que dormía plácidamente a mis pies.
Ya abajo, comprobé que en el resto de la casa reinaba la más absoluta tranquilidad. Según la
hipótesis de uno de los científicos que me acompañaban, alguien de apellido Thornton,
especialista en fenómenos psíquicos, ello era debido a que en ese momento se me develaba lo
que determinadas fuerzas desconocidas deseaban que viese, hipótesis que, a decir verdad, me
pareció un absurdo.
Todo estaba listo, así que a eso de las once, los siete hombres que formábamos el grupo,
cargando focos eléctricos y herramientas para excavación, bajamos al sótano y cerramos con
llave la puerta tras nosotros. También nos acompañaba Nigger-Man, ya que los investigadores
consideraron útil aprovechar su aguzada percepción para el caso que se produjeran difusas
manifestaciones de presencia de roedores. Poca atención prestamos a las inscripciones y a los
dibujos del altar; tres de los científicos ya los habían visto y los demás estaban al tanto de sus
características. En cambio, el altar central concentró todos los esfuerzos; luego de una hora de
duro trabajo, Sir William Brinton había conseguido desplazarlo hacia atrás empleando una
especie de palanca totalmente desconocida para mí.
De este modo se desplegó ante nuestra vista un espectáculo inaudito, frente al que no
habríamos sabido cómo reaccionar si no hubiésemos estado prevenidos. A través de un agujero
casi cuadrado abierto sobre el enlosado suelo y desparramados en un tramo de escalera tan
desgastado que parecía casi una superficie plana, con una leve inclinación en el centro, podía
verse un espantoso amasijo de huesos humanos o, por lo menos, semihumanos. Los esqueletos,
que conservaban la última posición vital, revelaban gestos de pánico y todos habían sido
mondados por los roedores. Ningún rasgo de aquellos cráneos permitía suponer que
pertenecieran a seres con alto grado de idiocia o cretinismo y, mucho menos, a antropoides
prehistóricos. Sobre los escalones atiborrados de esos restos se abría, en forma de arco, un
pasadizo descendente, al parecer excavado en la roca viva, por el cual circulaba una corriente de
aire. Ésta no era una bocanada impregnada de hediondez, propia de una cripta cerrada sino una
muy agradable brisa fresca. Luego de un momento de vacilación, en medio de escalofríos nos
dispusimos a abrirnos paso escaleras abajo. Tras examinar escrupulosamente los labrados muros,
Sir William nos comunicó la sorprendente observación que el pasadizo, a juzgar por las huellas
de los golpes, debía haber sido trabajado desde abajo.
Ha llegado el momento en que debo pensar detenidamente lo que digo y elegir muy
cuidadosamente las palabras.
Después de avanzar un trecho en medio de los roídos huesos, vimos una luz frente a nosotros.
No era una fosforescencia ni nada así, sino la luz solar filtrada cuyo único origen posible debía
ser el de ignoradas fisuras abiertas sobre la ladera del precipicio. Por cierto que no resultaba
extraño que desde el exterior nunca se hubieran advertido esas hendiduras, ya que además que el
valle siempre estuvo totalmente despoblado, la altura y lo escarpado del precipicio eran tales que
habría sido necesario un aeronauta para estudiar la pared en detalle.
Caminamos unos pasos más y el espectáculo que se presentó ante nuestra vista nos dejó
literalmente sin aliento. Tan literalmente que Thornton, el especialista en fenómenos psíquicos,
se desplomó desvanecido en brazos del azorado expedicionario que iba tras él. Norrys, lívido e
inerte, lanzó un grito inarticulado y en lo que a mí respecta, creo que emití un resuello o ronquido
y me tapé los ojos. El hombre que marchaba a mis espaldas —el único que tenía más edad que
yo— pronunció el trillado: «¡Dios mío!» con una voz quebrada que aún recuerdo. De toda la
expedición, sólo Sir William Brinton conservó la sangre fría, mérito que debe reconocérsele,
especialmente si se repara que al encabezar el grupo debió ser el primero en verlo todo.
Estábamos ante una gruta iluminada por una mortecina luz que venía muy desde lo alto y cuya
prolongación escapaba a nuestro campo visual. Era un universo subterráneo de insondable
misterio y oscuras premoniciones. Podían verse edificaciones y otros restos arquitectónicos —
con mirada aún enturbiada por el pánico divisé un singular túmulo, un impresionante círculo de
monolitos, ruinas romanas de bóveda baja, los restos de una pira fúnebre sajona y hasta una
primitiva construcción inglesa de madera—, pero todo esto era trivial ante el abominable
espectáculo que se extendía hasta donde la vista podía llegar: una demencial maraña de huesos
humanos, o de aspecto humano, igual a los que habíamos visto antes. Como si fuera un
espumante mar, los huesos cubrían todo. Unos estaban sueltos, otros aún permanecían
articulados en esqueletos que denotaban posturas de diabólico frenesí, de repeler ataques o de
consumar intenciones caníbales.
El doctor Trask, el antropólogo del grupo, intentó identificar los cráneos, pero se encontró con
una degradada mezcolanza que le causó gran perplejidad. La mayoría de ellos pertenecían a seres
muy anteriores al hombre de Piltdown, aunque de todos modos estaba fuera de toda discusión su
origen humano. Muchos eran de grado superior y sólo algunos podían atribuirse a seres con
cerebro y sentidos plenamente desarrollados. Prácticamente no había hueso que no estuviese
roído, en especial por las ratas, pero también por otros seres de aquel aquelarre infernal. Entre
ellos también se veían huesecillos de ratas.
No creo que ninguno de nosotros conservase intacta su lucidez durante aquel día abrumado
por horribles descubrimientos. Hoffmann ni Hyusmans jamás habrían podido imaginar escenas
más increíbles, más pesadillescamente repulsivas, más atrozmente góticas que las que ofrecía
aquella tenebrosa gruta por la que avanzábamos como sonámbulos. Las revelaciones se sucedían
una tras otra y creo que todos tratábamos de bloquear los pensamientos que nos llevaran a
explicar lo que podría haber sucedido en aquel lugar trescientos, mil, dos mil o hasta diez mil
años antes. Estábamos en la antesala del infierno. El desdichado Thornton volvió a desvanecerse
cuando Trask le comunicó que algunos de aquellos esqueletos debían descender directamente de
cuadrúpedos.
La interpretación de las ruinas arquitectónicas también nos condujo a una sucesión de
horrores. Los seres cuadrúpedos debían haber vivido en cuevas de piedra de donde debieron
escapar por hambre o miedo a los roedores. Las ratas se contaban por legiones y evidentemente
se habían cebado con las verduras ordinarias, cuyos residuos aún podían encontrarse en el fondo
de grandes recipientes de piedra. Entendía ahora por qué mis antepasados cultivaban aquellos
huertos inmensos. ¡Ojalá pudiese olvidarlo todo! No fue preciso inquirir sobre el propósito de
aquellas diabólicas huestes de roedores.
Iluminando con su proyector la ruina romana, Sir William leyó en voz alta el más
sorprendente ritual jamás conocido y habló de la dieta alimenticia del culto antediluviano que
encontraron los sacerdotes de Cibeles y juntaron al suyo propio. Aunque acostumbrado a la vida
de las trincheras, Norrys no podía caminar erguido al salir de la construcción inglesa.
Por mi parte, me animé a entrar en lo que resultó ser la construcción sajona, cuya puerta de
roble se encontraba en el suelo; encontré una hilera de celdas de piedra con barrotes carcomidos
por el óxido. Tres estaban ocupadas por esqueletos pertenecientes a seres superiores y en el dedo
índice de uno de ellos pude ver un sello con nuestro escudo de armas. Sir William halló una
cripta con celdas aún más antiguas debajo de la capilla romana; esta vez todas estaban
desocupadas. Más abajo había otra cripta de techo bajo, cribada de nichos con huesos
prolijamente alineados, en algunos de los cuales se leían terribles inscripciones geométricas en
latín, griego y lengua frigia.
A su vez, el doctor Trask había abierto uno de los túmulos; en su interior había cráneos de
poca capacidad, apenas más desarrollados que los de los gorilas, pero inscriptos con signos
ideográficos indescifrables. Era notable la imperturbabilidad de mi gato ante aquellos
espectáculos. Una vez lo descubrí subido a una pavorosa montaña de huesos y en su
relampagueante mirada amarilla presentí secretos cuyo sentido se me escapaba.
Luego de hacernos una ligera idea de las terribles revelaciones que escondía aquella parte de
la tenebrosa caverna —lugar tan espantosamente presagiado en mi recurrente sueño—, volvimos
al abismo aparentemente sin fin, donde no se filtraba ni un solo rayo de luz. Ignoraremos para
siempre qué invisibles mundos estigios había más allá del muy pequeño trecho que recorrimos,
pero coincidimos en que un mayor conocimiento en absoluto redundaría en beneficio alguno para
la Humanidad. Pero aun en el escaso radio en que nos habíamos movido había suficientes cosas
para atraer nuestra atención; unos pasos más y la luz de los focos se posó sobre infinitos pozos
donde las ratas habían tenido un festín y cuyo agotamiento fue motivo para que las huestes
famélicas se arrojaran, en primera instancia, sobre los rebaños de seres hambrientos de la gruta y
luego escaparan en tropel del priorato para producir aquella devastadora ordalía que los
lugareños ya nunca olvidarían.
Los pozos eran realmente inmundos, con sus huesos quebrados y abiertos cráneos. ¡Simas de
rebosantes huesos de pitecántropos, celtas, romanos e ingleses! Algunos de ellos estaban repletos
y sería imposible aventurar alguna noción de profundidad. Otros tenían una profundidad mayor
de la que podían entrever los focos y aun así se notaban abarrotados de cosas. Me pregunté que
habría sido de las desventuradas ratas que cayeron en aquellos siniestros cepos en medio de la
oscuridad de tan horrible Tártaro.
De pronto mi pie resbaló hacia un horrendo foso, circunstancia que me inmovilizó de terror.
Debí quedar paralizado un buen rato, porque excepto al capitán Norrys no conseguía ver a nadie
del grupo. A continuación se oyó un ruido proveniente de la tenebrosa e infinita distancia que me
parecía reconocer. También vi a mi viejo gato negro salir disparado, como si fuese un dios
egipcio alado en pos de ignotos abismos de lo desconocido. El ruido no era tan lejano y
rápidamente comprendí qué era: se trataba de una nueva estampida de las endiabladas ratas
siempre a la búsqueda de nuevos horrores y decididas a que las siguiera hasta aquellas cavernas
del centro de la Tierra, donde Nyarlathotep, el enajenado dios carente de rostro, aúlla en la
oscuridad secundado por dos flautistas amorfos.
Mi linterna se apagó, pero ello no significó que detuviera mi carrera. Escuchaba voces,
alaridos, ecos, pero dominándolo todo se oía el siniestro e inconfundible corretear, al principio
tenuemente, luego con mayor vértigo, como un cadáver rígido e hinchado deslizándose
tranquilamente por un río de grasa que se escurre bajo infinitos puentes de ónix hasta volcarse
súbita e inconteniblemente en un negro y putrefacto mar.
Sentí que algo flácido y redondo me rozaba. ¡Las ratas! El viscoso, gelatinoso y voraz ejército
que se nutre de vivos y muertos!... ¿Por qué las ratas no iban a comer a un De la Poer si los De la
Poer nada se privaban de comer?... Si hasta la guerra se había comido a mi propio hijo... ¡Al
diablo con todo! Voraces lenguas de fuego yanquis habían devorado a Carfax, convirtiendo en
cenizas al viejo Delapore y al secreto de la familia... ¡No, no, lo repito, no soy el porquero
monstruoso de la gruta! ¡No era el rechoncho rostro de Norrys lo que había sobre aquel flácido
ser en forma de hongo! Él seguía vivo, pero mi hijo había muerto... ¿Cómo pueden ser de un
Norrys las tierras de un De la Poer?... Es vudú, puedo asegurarlo..., la serpiente manchada...
¡Maldito Thornton, te enseñaré a desmayarte ante las obras de mis ancestros! ¡Canalla! ¡Te
enseñaré el gusto por la sangre! Magna Mater ¡Magna Mater!... Atys... Dia ad aghaidh'ad
aoadaun... ¡Jagus bas dunach ort!... ¡Dhona’s dholas ort, agus leat-sa!... Ungl... ungl... rrlh...
chchch...
Según dicen, éstas son las cosas que yo musitaba cuando me encontraron en medio de las
tinieblas, tres horas después. Me encontraba acuclillado sobre el cuerpo a medio devorar del
capitán Norrys y Nigger-Man se abalanzaba sobre mí para clavar sus garras en mi garganta. Pero
todo ha pasado ahora. Exham Priory se ha desvanecido en el aire, me han separado de mi viejo
gato negro, me han confinado en esta enrejada habitación de Hanwell y sé que corren espantosos
rumores acerca de mi mansión y de lo que en ella me ocurrió. Thornton está en una habitación
cercana a la mía, pero no me permiten hablar con él. Cada vez que hablo del pobre Norrys, me
acusan de haber hecho algo horrible; deberían saber que no fui yo. Deberían saber que fueron las
ratas, las sigilosas y famélicas ratas, las que con su incesante ajetreo no me dejan conciliar el
sueño, las diabólicas ratas que se pasan todo el tiempo correteando detrás de los acolchados
muros de mi habitación y que me invitan a que las siga en la búsqueda de nuevos horrores que no
pueden siquiera compararse con los hasta ahora conocidos, las ratas que nadie más que yo puede
oír, las ratas, las ratas de las paredes.


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