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martes, 17 de julio de 2007

UBBO-SATHLA // CLARK ASHTON SMITH // LOS MITOS DE CTHULHU

UBBO-SATHLA

Clark Ashton Smith

(Título original: Ubbo-Sathla)

En esta ocasión Clark Ashton Smith entra de lleno en la mitología lovecraftiana para desarrollar uno de sus conceptos básicos: la existencia, en eras remotísimas, de civilizaciones terrestres prehumanas, y la concepción del tiempo como una dimensión que puede ser recorrida por inconcebibles fuerzas o entidades. Ubbo-Sathla, creación de C. A. Smith, sería retomado por Derleth y convertido en Padre de los Primigenios.






...Porque Ubbo-Sathla es el origen y el fin. Antes de que llegaran Zhothaqquah o Yok-Zothoth o Kthulhut de las estrellas, habitó los brumosos pantanos de la recién creada Tierra Ubbo-Sathla, masa sin cabeza ni miembros, engendrando los grises, amorfos reptiles originales, pavorosos prototipos de la vida terrena... Y toda la vida terrestre, se ha dicho, regresará finalmente, a través del gran círculo del tiempo, a Ubbo-Sathla.

El libro de Eibon

Paul Tregardis encontró el cristal lechoso entre un montón de cachivaches de todas las tierras y épocas. Había entrado en la tienda de curiosidades llevado de un impulso impremeditado, sin ningún fin concreto en su mente, aparte del de distraerse mirando y revolviendo en una mescolanza de objetos heterogéneos. Y andaba mirando al azar, cuando le llamó la atención un reflejo apagado de una de las mesas; sacó la rara piedra esférica de su atestado sitio entre un feo idolillo azteca, un huevo fósil de dinornis y un fetiche obsceno de negra madera del Niger.
El objeto era como del tamaño de una naranja pequeña y estaba ligeramente aplastado en los extremos, como un planeta en sus polos. Tregardis lo examinó con perplejidad; no le parecía un cristal ordinario, ya que era nebuloso y cambiante con un resplandor intermitente en su centro, como si se iluminase y se apagara desde el interior. Lo llevó junto a la ventana y lo examinó durante un rato sin poder determinar el secreto de esta extraña y singular alternancia. Su perplejidad no tardó en aumentar ante la incipiente sensación de que le resultaba vaga e indefinidamente familiar, como si hubiese visto dicho objeto anteriormente bajo circunstancias ahora enteramente olvidadas.
Llamó al dueño del establecimiento, un hebreo diminuto que tenía pinta de polvorienta antigualla y daba la impresión de estar inmerso en reflexiones mercantiles en alguna maraña de fantasías cabalísticas.
—¿Puede informarme sobre esto?
El marchante, con un gesto indescriptible, encogió a un tiempo los hombros y las cejas.
—Es muy antigua; creo que del paleógeno. No puedo decirle mucho porque tengo pocas referencias. La encontró un geólogo en Groenlandia, bajo una capa de hielo, en los estratos del Mioceno. ¿Quién sabe? Puede haber pertenecido a algún hechicero de la primitiva Thulé. Groenlandia era una región fértil y cálida bajo el sol en el periodo mioceno. Indudablemente, es un cristal mágico; cualquier persona puede contemplar extrañas visiones en su corazón, si lo mira fijamente mucho tiempo.
Tregardis se sintió completamente alarmado; pues la fantástica sugerencia del marchante le había traído a la memoria sus propios escarceos en cierta rama de oscuro saber; concretamente, le había recordado El libro de Eibon, el más extraño y raro de los libros ocultos y olvidados, del que se decía que había llegado hasta aquí merced a numerosas traducciones del texto prehistórico original, escrito en la perdida lengua de Hiperbórea. Tregardis, con enorme dificultad, había conseguido la versión francesa medieval —un ejemplar que había pertenecido durante generaciones a hechiceros y satanistas—, pero nunca había logrado encontrar el manuscrito griego del cual procedía su versión.
Se suponía que el remoto y fabuloso original se debía a un gran brujo hiperbóreo, de quien había tomado el nombre. Era una colección de mitos oscuros y malignos, de liturgias, rituales y sortilegios perversos y esotéricos. No sin estremecimientos, en el curso de estudios que una persona corriente habría considerado más que singulares, Tregardis había cotejado el texto francés con el espantoso Necronomicón del árabe loco Abdul Alhazred. Había encontrado correlaciones de la más negra y aterradora significación, así como innumerables datos prohibidos que o bien el árabe desconocía, o bien fueron omitidos por él... o sus traductores.
¿Era esto lo que trataba de recordar, se preguntó Tregardis, la breve, casual referencia del Libro de Eibon a un cristal nebuloso que había pertenecido al brujo Zon Mezzamalech de Mhu Thulan? Naturalmente, era demasiado fantástico, demasiado hipotético, demasiado increíble... pero se suponía que Mhu Thulan, esa región septentrional de la antigua Hiperbórea, correspondía grosso modo a la moderna Groenlandia, y que en otro tiempo había estado unida al gran continente como una península. ¿Podía la piedra que tenía en la mano, por algún fabuloso azar, ser el cristal de Zon Mezzamalech?
Tregardis sonrió para él con ironía, ante tan absurda idea. Estas cosas no ocurrían... al menos en el Londres actual; y con toda probabilidad, El libro de Eibon no era, en definitiva, sino una pura fantasía supersticiosa. Sin embargo, había algo en el cristal que seguía preocupándole y subyugándole. Acabó por comprarlo por un precio razonablemente moderado. El marchante pidió una cantidad y el comprador la abonó sin regateos.
Con el cristal en el bolsillo, Paul Tregardis se apresuró a regresar a su alojamiento en vez de reanudar su ocioso vagabundeo. Colocó la esfera lechosa sobre su escritorio, quedó ésta descansando sobre uno de sus polos aplastados, y luego, sonriéndose aún ante su propia absurdidad, sacó el manuscrito de amarillento pergamino de El libro de Eibon de su sitio en una colección amplia de literatura recherchée. Abrió la tapa de piel carcomida con cierres de deslucido hierro, y leyó para sí, traduciendo del arcaico francés, el párrafo que se refería a Zon Mezzamalech:
«Este brujo, que era poderoso entre los hechiceros, había encontrado una piedra nebulosa, de forma esférica y algo aplastada en los extremos, en la que podía contemplar muchas visiones terrenales del pasado, incluso del principio de la Tierra, cuando Ubbo-Sathla, origen sin origen, yacía inmenso e hinchado y espumeante en medio de un légamo del que emanaban sofocantes vapores... Pero Zon Mezzamalech tomaba breves notas de cuanto veía, y la gente dice que desapareció hace poco, nadie sabe cómo, y después de él, el cristal nebuloso se perdió.»
Paul Tregardis apartó el manuscrito. Nuevamente sintió que algo le tentaba y fascinaba, como un sueño perdido o un recuerdo relegado al olvido. Impulsado por un sentimiento que no se detuvo a considerar ni analizar, se sentó ante la mesa y comenzó a mirar con atención la fría y brumosa esfera... experimentaba um expectación que, de algún modo, era una parte tan familiar, tan penetrante de su conciencia, que ni siquiera se la declaró a sí mismo.
Permaneció sentado minuto tras minuto, contemplando el intermitente encenderse y apagarse de la misteriosa luz del corazón del cristal. Gradualmente y de manera imperceptible, le invadió una especie de sensación de ensoñadora dualidad, respecto de su persona y de su entorno. Era todavía Paul Tregardis, y sin embargo era otro; estaba en su apartamento de Londres, y en la cámara de algún extraño aunque conocido lugar. Y en los dos sitios se asomaba fijamente al mismo cristal.
Tras un intervalo, sin sorpresa alguna por parte de Tregardis, el proceso de identificación se completó. Sabía que era Zon Mezzamalech, hechicero de Mhu Thulan, y estudioso de todo el saber anterior a su propia época. Conocedor de espantosos secretos ignorados por Paul Tregardis, aficionado a la antropología y a las ciencias ocultas en el Londres actual, trataba, por medio del cristal lechoso, de adquirir un saber aún más antiguo y pavoroso.
Había conseguido la piedra mediante dudosos procedimientos, de una fuente más que siniestra. Era única, y jamás había habido otra igual en país ni tiempo algunos. En sus profundidades parecían reflejarse todas las cosas que alguna vez habían existido, y revelarse al paciente visionario. Y Zon Mezzamalech soñaba con recobrar a través del cristal la sabiduría de los dioses que murieron antes de que la Tierra comenzase el ciclo de su existencia. Habían pasado a las tinieblas del vacío, dejando su saber escrito en tabletas de piedra ultraestelar; y guardaron las tabletas en el primordial légamo, junto al amorfo, estúpido demiurgo Ubbo-Sathla. Sólo por medio del cristal podía esperar descubrir y leer dichas tabletas.
Por primera vez, comprobaba las famosas virtudes de la esfera. En torno suyo, una cámara de paredes de ébano, repletas de libros mágicos y aparatos extraños, se disipaba lentamente de su conciencia. Ante sí, sobre la mesa de oscura madera hiperbórea tallada con grotescos caracteres, el cristal pareció inflarse y ahondarse, y en su cambiante profundidad contempló una rápida y fragmentada sucesión de escenas evanescentes como el burbujeo de un molino. Como si se asomase a un mundo verdadero, surgieron bajo su mirada ciudades, bosques, montañas, mares y campos, iluminándose y apagándose como por el paso de los días y las noches, en algún vertiginoso suceder de tiempo.
Zon Mezzamalech había olvidado a Paul Tregardis: había perdido el recuerdo de su propia identidad y su entorno de Mhu Thulan. Instante tras instante, la fluida visión del cristal se fue volviendo más definida y distinta y la propia esfera se ahondó hasta provocarle vértigo, como si mirase desde una altura insegura hacia un abismo insondable. Sabía que el tiempo estaba retrocediendo velozmente en el cristal, que desarrollaba el proceso de todos los días pasados; pero le invadió una extraña alarma, y tuvo miedo de seguir mirando. Como el que ha estado a punto de caer a un precipicio, se agarró con un violento sobresalto, y se apartó de la mítica esfera.
Una vez más, el enorme torbellino del mundo al que se había asomado fue un cristal pequeño y brumoso sobre la mesa labrada de Mhu Thulan. Luego, gradualmente, le pareció que la gran habitación de tallados entrepaños en marfil de mamut se encogía, convirtiéndose en una estancia distinta y más oscura; y Zon Mezzamalech, perdiendo su sabiduría preternatural y su poder de brujo, volvió a ser, merced a una sobrecogedora regresión, Paul Tregardis.
Y sin embargo, no fue capaz, al parecer, de regresar enteramente. Tregardis, aturdido y maravillado, se encontró ante la mesa donde había puesto la achatada esfera. Sintió la confusión del que ha soñado y aún no se ha despertado totalmente. Le resultaba vagamente ajena la habitación, como si encontrara algo extraño en sus dimensiones y su mobiliario; y su recuerdo de haber comprado el cristal en la tienda de curiosidades estaba singular y paradójicamente mezclado con una sensación de que lo había conseguido de muy diferente manera.
Tenía la sensación de que le había sucedido algo muy insólito, cuando contempló el cristal; pero al parecer no podía recordar el qué. Le había dejado en esa especie de torpor psíquico que sigue a una orgía de hashish. Se aseguraba a sí mismo que era Paul Tregardis, que vivía en determinada calle de Londres, que era el año 1933; pero estas verdades triviales habían perdido en cierto modo su significado y validez; y todo cuanto se refería a él era brumoso e inconsciente. Las mismas paredes parecían fluctuar como el humo; las gentes de las calles eran fantasmas de fantasmas; y él mismo era una sombra perdida, un eco errabundo de algo largo tiempo olvidado.
Decidió no repetir el experimento de mirar el cristal. Los efectos eran demasiado desagradables y equívocos. Pero al día siguiente, movido por un impulso irrazonado al que obedeció casi mecánicamente, sin oposición, se encontró sentado ante la brumosa esfera. Nuevamente se convirtió en el hechicero Zon Mezzamalech de Mhu Thulan, nuevamente soñó que recobraba el saber de los dioses premundanos; nuevamente se apartó del profundo cristal con el terror del que teme caer; y una vez más —pero dudosa y oscuramente, como un espectro que se desvanece—, fue Paul Tregardis.
Tres veces repitió Tregardis la experiencia en los días subsiguientes, y cada una de ellas su propia persona y el mundo de su alrededor se volvió más sutil y confuso que la anterior. Sus sensaciones eran las del soñador que está a punto de despertar; y el mismo Londres era tan irreal como las tierras que se deslizan del ámbito de los sueños, retirándose en forma de bruma y vaporosa luz. Detrás de todo eso, sentía el espejismo y el agolpamiento de imágenes inmensas, extrañas, aunque medio familiares. Era como si la fantasmagoría del tiempo y el espacio se disolviese a su alrededor para revelar una verdadera realidad... u otro sueño del espacio y el tiempo.
Llegó por fin el día en que se sentó ante el cristal... y no regresó como Paul Tregardis. Fue la vez que Zon Mezzamalech, menospreciando fríamente las portentosas y malévolas advertencias, decidió superar su extraño temor a caer corporalmente en el mundo ilusorio que contemplaba, temor que hasta ahora le había impedido seguir el fluir retrospectivo del tiempo de manera excesivamente sostenida. Debía, se aseguró a sí mismo, dominar su miedo, si quería llegar alguna vez a ver y leer las perdidas tabletas de los dioses. No había visto más que unos cuantos fragmentos de años de Mhu Thulan, inmediatamente anteriores al presente: los años de su propia vida; y había inestimables ciclos entre estos años y el Principio.
Parecía vivir incontables vidas, morir miríadas de muertes olvidando cada vez la vida que había tenido antes. Luchó como guerrero en batallas semilegendarias; fue niño jugando en las ruinas de la antigua ciudad de Mhu Thulan; fue el rey que había gobernado cuando la ciudad estaba en sus albores, el profeta que había predicho su nacimiento y su destrucción; como mujer, lloró por los muertos olvidados de la necrópolis largo tiempo derruida; como antiguo hechicero, murmuró los toscos conjuros de la primitiva hechicería; como sacerdote de algún dios prehumano, esgrimió el cuchillo sacrificial en templos subterráneos de pilares de basalto. Vida tras vida, era tras era, desanduvo los largos y oscuros ciclos a través de los cuales Hiperbórea se había elevado del estado salvaje al de una avanzada civilización.
Se convirtió en bárbaro de una tribu troglodita, huyendo del hielo lento y montañoso de una antigua glaciación, hacia tierras iluminadas por el resplandor rojizo de los perpetuos volcanes. Luego, tras incontables años, ya no fue sino bestia humanoide que vagaba por bosques de gigantescos helechos, o construyendo toscos nidos en las ramas de las poderosas palmeras.
A través de milenios de sensaciones inmemoriales, de cruda lujuria y de hambre, de locura y terror primitivos, alguien —o algo— retrocedía permanentemente en el tiempo. La muerte se volvió nacimiento, y el nacimiento muerte. En una lenta visión de cambio hacia atrás, la tierra pareció derretirse, desprenderse de la costra de colinas y montañas que formaban sus más recientes estratos. El Sol seguía haciéndose más grande y caliente por encima de los humeantes pantanos rebosantes de vida rudimentaria y bordeados de una vegetación grosera. Y el ser que había sido Paul Tregardis, y que había sido Zon Mezzamalech, pasó a formar parte de toda la monstruosa involución. Voló con las ganchudas alas de pterodáctilo, nadó en mares tibios con el inmenso y combado cuerpo de un ictiosaurio, y bramó groseramente con la acorazada garganta de un behemoth a la enorme Luna que ardía a través de las brumas liásicas.
Finalmente, después de miles y miles de años de inmemorial brutalidad, se convirtió en uno de los hombres-serpiente que erigieron sus ciudades de negro gneis y entablaron sus venenosas guerras en el primer continente del mundo. Caminó reptando por las calles antehumanas, por extraños y sinuosos subterráneos; contempló las primitivas estrellas desde altísimas torres babelianas; se inclinó, susurrando sibilantes letanías, ante grandes ídolos-serpiente. Recorrió hacia atrás los años y milenios de la era de los ofidios, y fue un ser que se arrastraba en el limo, que no había aprendido aún a pensar, a soñar y a construir. Y llegó el tiempo en que ya no hubo continente, sino sólo un inmenso y caótico cenagal, un mar de légamo sin límites ni horizonte que hervía con ciegas contorsiones de vapores amorfos.
Allí, en el principio gris de la Tierra, la masa informe que era Ubbo-Sathla descansaba en medio del légamo y los vapores. Acéfalas, sin órganos ni miembros, se desprendían de la costra de sus costados cenagosos, en una lenta, incesante ondulación, las formas amébicas que eran los arquetipos de la vida terrena. Habría sido horrible, de haber habido alguien capaz de captar el horror; y nauseabundo, de haber habido alguien capaz de sentir repugnancia. En torno a él —tendido o inclinado en el cieno—, estaban las poderosas tabletas traídas de las estrellas, las cuales contenían la inconcebible sabiduría de los dioses premundanos.
Y hacia allí, movido por una búsqueda ya olvidada, se arrastró el ser que había sido —o que sería alguna vez— Paul Tregardis y Zon Mezzamalech. Convirtiéndose en una informe lagartija original, se arrastró pesada e indolentemente por encima de las tabletas caídas de los dioses, y luchó y forcejeó ciegamente con la otra progenie de Ubbo-Sathla.
En ninguna parte se hace alusión a Zon Mezzamalech ni a su desaparición, aparte del breve pasaje de El libro de Eibon. Por lo que se refiere a Paul Tregardis, que también desapareció, varios periódicos de Londres se limitaron a insertar una breve nota. Nadie parece saber nada de él: ha desaparecido como si nunca hubiese existido; y el cristal probablemente, ha desaparecido también. Al menos, nadie lo ha encontrado.

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