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martes, 16 de octubre de 2007

LA ELOCUENCIA DE LOS FANTASMAS // AMBROSE BIERCE

AMBROSE BIERCE

LA ELOCUENCIA DE LOS FANTASMAS






Testigo de un ahorcamiento

Un anciano llamado Daniel Baker, que vivía cerca de Lebanon (Iowa), fue acusado por sus vecinos de asesi­nar a un vendedor ambulante al que había permitido pernoctar en su casa. Esto ocurrió en 1853, cuando la venta ambulante era mucho más usual que ahora en el Oeste y realizarla implicaba un peligro considerable. Los buhoneros, con sus fardos al hombro, recorrían el país por caminos desiertos y se veían obligados a buscar la hospitalidad de los granjeros. De esta forma entra­ban en contacto con extraños personajes, algunos de los cuales no tenían el menor escrúpulo a la hora de ganarse la vida por medios que consideraban acepta­bles, como por ejemplo el asesinato. De vez en cuando se oía contar que uno de esos vendedores había llegado a casa de un tipo violento con su hato vacío y su bolsa llena y nadie había vuelto a saber más de él. Eso fue lo que ocurrió en el caso del «viejo Baker», como todos le llamaban (en los poblados del Oeste sólo se da tal apelativo a los ancianos a los que, al ser rechazados socialmente, se les echa en cara la edad): un buhonero llegó a su casa y no volvió a salir.
Siete años más tarde, el reverendo Cummings, sa­cerdote baptista conocido en la región, iba una noche con su carreta por los alrededores de la granja de Baker. No era noche cerrada, pues por encima del velo de niebla que cubría el terreno se podía ver la luna. El reverendo, tan alegre como siempre, iba silbando una canción que de cuando en cuando interrumpía para dirigir unas palabras de aliento a su caballo. Al llegar a un pequeño puente sobre una rambla vio una figura humana claramente perfilada contra el fondo gris del bosque brumoso. Sin duda era un buhonero, pues llevaba algo a la espalda y empuñaba una gruesa vara. Parecía abstraído, como si estuviera sonámbulo. El reverendo detuvo la carreta al pasar a su lado y, con un amable saludo, le invitó a subir, «si es que vamos en la misma dirección», añadió. El individuo levantó la cabeza y le miró a la cara, pero siguió inmóvil y en silencio. El señor Cummings, con su característica insistencia, repitió la invitación. Entonces la figura señaló con su mano derecha en dirección a la parte inferior del puente. El reverendo echó una mirada y, como no veía nada especial, fue a dirigirse de nuevo al buhonero: pero el buhonero había desaparecido. El caballo, que hasta entonces se había mantenido sor­prendentemente tranquilo, soltó un relincho y salió despavorido. Cuando el señor Cummings quiso ha­cerse con él, ya estaban en lo alto de una colina, a cien yardas del puente. Al mirar hacia él volvió a ver la figura, en el mismo sitio y con la misma actitud que la primera vez. Entonces, consciente de que algo so­brenatural estaba ocurriendo se dirigió hacia su casa a toda brida.
Al llegar contó a su familia lo ocurrido y a la mañana siguiente, muy temprano, volvió al lugar acompañado por dos vecinos, John White Corwell y Abner Raiser. El cuerpo del viejo Baker colgaba por el cuello de uno de los travesaños del puente, justo debajo del lugar en el que el reverendo había visto la aparición. Una gruesa capa de polvo, húmeda a causa de la niebla, cubría el suelo, pero las únicas huellas apreciables eran las del caballo.
Al descolgar el cadáver, los hombres removieron con sus pisadas el terreno blando y movedizo y descu­brieron unos restos humanos que, debido a la acción del agua y de la escarcha, estaban ya casi a la vista. Fueron identificados como los del buhonero desapa­recido. En la doble investigación que se llevó a cabo, el juez dictaminó que Daniel Baker se había quitado la vida en un momento de enajenación y que Samuel Moritz había sido asesinado por alguien cuya identi­dad se desconocía.


Un saludo frío

Éste es el relato que el difunto Benson Foley de San Francisco contó:
«En el verano de 1881 conocí a un tipo de Franklin (Tennessee) llamado James H. Conway. Había venido a San Francisco en busca de un clima saludable (¡pobre iluso!) y traía una carta de presentación del señor Lawrence Barting, al que yo había conocido durante la guerra civil. En aquella época el señor Barting era capitán del ejército federal; al acabar la guerra se estableció en Franklin y, con el tiempo, se convirtió en un abogado de prestigio. Siempre me pareció un hombre sincero y honrado, y la cordial amistad que expresaba en su carta por el señor Conway fue para mí prueba suficiente de que éste merecía mi estima y confianza. Una noche, mientras cenábamos, Conway me contó que Barring y él habían acordado solemne­mente que el primero que muriera intentaría comuni­carse con el otro desde el más allá; la manera de hacerlo había quedado a la elección del difunto (lo que me pareció muy sensato) y en función de las oportunida­des que las nuevas circunstancias le ofrecieran.
» Unas semanas después de esta conversación me encontré con el señor Conway que, con aspecto abs­traído, como si fuera pensando en algo, bajaba por la calle Montgomery. Me saludó fríamente con un ligero movimiento de la mano y continuó su camino, deján­dome plantado en medio de la acera en actitud de estrecharle la mano. Naturalmente, me sorprendí y me sentí ofendido. Al día siguiente me lo volví a encontrar en la recepción del Hotel Palace y como vi que iba a repetir la desagradable escena del día anterior, le blo­queé el paso en el quicio de la puerta y con un saludo amigable le pedí una explicación sobre la alteración de sus modales. Después de un momento de duda, me miró con franqueza y me dijo:
» -No creo, señor Foley, que tenga ya ningún derecho a su amistad, pues parece que el señor Barring me ha retirado la suya. Le aseguro que no sé por qué razón. Si aún no le ha informado, no creo que tarde.
» -No he tenido noticia alguna del señor Barting -repliqué.
» -¡Noticias! -repitió con aparente sorpresa-. Pero si está aquí. Me lo encontré ayer, diez minutos antes de cruzarme con usted. Por eso le saludé exactamente del mismo modo que él lo había hecho. Hace menos de media hora que me lo he vuelto a encontrar y su gesto ha sido el mismo: una simple inclinación de cabeza y se acabó. Gracias por su amabilidad señor Foley. Buenos días, o mejor dicho, adiós.
» El comportamiento del señor Conway me pareció de una delicadeza y consideración singulares.
» Como las situaciones dramáticas y sus efectos literarios no son mi cometido, he de decir que el señor Barring había muerto. Su fallecimiento se había pro­ducido cuatro días antes de mi conversación con el señor Conway. Decidí visitarle e informarle de la desaparición de nuestro común amigo, mostrándole la carta que así lo comunicaba. Le afectó de tal modo que resultaba imposible dudar de sus sentimientos.
» -Parece increíble -dijo, tras un momento de reflexión-. Debí confundir a otra persona con Barring y aquel frío gesto no pudo ser otra cosa que la contes­tación que un desconocido hacía a mi saludo. A decir verdad, recuerdo que aquel individuo, a diferencia de Barring, no llevaba bigote.
» -Sin duda era otro hombre -asentí-, y no volvimos a mencionar el asunto. Pero yo guardaba en el bolsillo una fotografia de Barring que su viuda me había envia­do en la carta: había sido tomada una semana antes de su muerte y en ella Barring no llevaba bigote.


Un telegrama

En el verano de 1896 el señor William Holt, un industrial rico de Chicago, estaba pasando una tem­porada en una pequeña ciudad en el centro del estado de Nueva York, cuyo nombre no recuerdo. Holt había tenido «problemas conyugales» que habían conducido a su separación un año antes. Si aquello fue algo más serio que «incompatibilidad de caracteres», él es el unico que lo sabe, pues no es hombre al que le guste hacer confidencias. Sin embargo, sí contó el incidente aquí registrado al menos a una persona, sin exigirle compromiso de silencio alguno. El señor Holt reside actualmente en Europa.
Una tarde salió de casa de su hermano, en donde estaba residiendo, con la intención de dar un paseo por el campo. Hay que suponer (cualquiera que sea el valor de la suposición en relación con lo que se dice que ocurrió) que su mente debía estar ocupada en reflexio­nes sobre su infelicidad conyugal y los cambios que ello había producido en su vida. De cualquier modo, fueran cuales fueran sus pensamientos, estaba tan absorto en ellos que no reparó en el paso del tiempo ni en la dirección que llevaban sus pasos: sólo sabía que había traspasado los límites de la ciudad y que se encontraba en alguna comarca siguiendo una carretera que no se parecía en nada a la que había tomado al salir de la ciudad. En resumen, se había perdido.
Al darse cuenta de la situación, sonrió: el centro del estado de Nueva York no es una región peligrosa ni tampoco una zona por la que se pueda andar extravia­do mucho tiempo. Dio media vuelta y volvió por donde había venido. Al cabo de un rato observó que el paisaje se tornaba más nítido, más reluciente. Todo parecía cubierto por un suave resplandor rojizo que hacía que su sombra se proyectara delante de él, sobre la carretera. «La luna está saliendo», se dijo. Entonces recordó que era época de luna nueva y que, aunque ese globo juguetón estuviera en uno de sus momentos de visibilidad, ya debería haberse puesto hacía tiempo. Se detuvo y empezó a buscar la fuente de aquel fulgor que se extendía con tanta rapidez. Al moverse, su sombra giró y volvió a aparecer sobre la carretera, delante de él. La luz seguía a su espalda, lo que le resultó sorpren­dente e incomprensible. Dio media vuelta varias veces, con la mirada puesta en cada punto del horizonte: la sombra estaba siempre delante y el resplandor, «un resplandor inmóvil, de un rojo terrible», detrás.
Holt estaba asombrado -«pasmado» es la palabra que empleó- aunque parecía conservar una cierta sensatez curiosa. Para comprobar la intensidad de aquel fenómeno cuya naturaleza y origen desconocía, se quitó el reloj e intentó distinguir los números de la esfera. Se veían con claridad y las agujas señalaban las once y veinticinco. En aquel instante la luz misteriosa emitió un intenso destello, casi cegador, y todo el cielo enrojeció; las estrellas se apagaron y su desfigurada sombra salió disparada por el paisaje. Junto a él, aunque a un nivel considerablemente más elevado, estaba la figura de su mujer que, en camisón, abrazaba a su hijo contra el pecho. Le miraba con una expresión que, como más tarde reconocería, era incapaz de des­cribir, pues no parecía de este mundo.
El destello momentáneo fue seguido por una repen­tina oscuridad en la que aún se podía distinguir la aparición blanca e inmóvil; luego, desapareció lenta­mente como ocurre con las imágenes que permanecen en la retina después de cerrar los ojos. Más adelante, el señor Holt recordaría algo que apenas había adver­tido en aquel momento: sólo pudo ver la mitad supe­rior de la figura.
La oscuridad no era absoluta, pues todos los objetos que le rodeaban se fueron haciendo visibles gradual­mente.
Al amanecer, Holt vio que estaba entrando en la ciudad por el camino opuesto al que había seguido para salir. Llegó a casa de su hermano, que apenas le reconoció, con los ojos hinchados por no haber dormido, y grises como los de las ratas. Con gran incoherencia, relató lo que le había ocurrido.
-Vete a la cama -le dijo su hermano-, y espera. Ya hablaremos de esto.
Una hora más tarde llegó el telegrama predestinado: la casa de Holt, situada en un barrio residencial de Chicago, había sido destruida por un incendio. Su mujer, cercada por las llamas, se encaramó en una de las ventanas superiores, con su hijo en brazos. Allí permaneció un rato, inmóvil y aturdida. Cuando los bomberos se acercaban con la escalera, el suelo cedió y no se la volvió a ver.
En el momento en que este horror alcanzaba su punto culminante eran las once y veinticinco.


Una detención

Orrin Brower, de Kentucky, huyó de la justicia tras haber asesinado a su cuñado. Una noche, después de golpear al carcelero con una barra de hierro y robarle las llaves, abrió la puerta y se escapó de la cárcel del condado, donde le habían encerrado en espera de juicio. Como el carcelero no llevaba armas, no pudo conseguir nada con lo que defender su recobrada libertad. Una vez fuera de la ciudad, cometió la locura de internarse en el bosque. Esto ocurrió hace muchos años, cuando la región era más frondosa que en la actualidad.
La noche era cerrada, sin luna ni estrellas, y como no vivía por allí ni conocía la zona, no tardó mucho en perderse. No sabía si se alejaba o se acercaba a la ciudad -algo fundamental en su situación. En cual­quier caso, era consciente de que una partida de ciu­dadanos con una jauría de perros estaría pronto tras su pista y que sus posibilidades de escapar eran míni­mas. Pero aun así no tenía la intención de colaborar en su propia captura: una hora más de libertad merecía la pena.
Al salir del bosque se encontró de repente en una vieja carretera. Ante él vislumbró la figura de un hombre inmóvil en la oscuridad. No podía retroceder: sentía que al menor movimiento de retirada, según explicaría después, «le llenaría de plomo.» Los dos permanecieron rígidos como palos; a Brower casi se le salía el corazón por la boca; del otro, nunca se supieron sus emociones.
Al cabo de un momento, que podría haber sido una hora, la luna apareció en un claro del cielo y el fugitivo vio al representante de la ley levantar su arma y apuntar hacia él. Comprendió perfectamente y, tras dar media vuelta, comenzó a caminar sumisamente en la direc­ción que le indicaban, sin atreverse a mirar ni a derecha ni a izquierda. Le daba miedo hasta respirar, pues no quería ver su cabeza llena de perdigones.
Brower era un criminal tan valiente como cualquie­ra de los que van a la horca; esto se deducía de las condiciones extremadamente peligrosas en las que había asesinado fríamente a su cuñado. No tiene sen­tido alguno relatarlas aquí, pero cuando salieron a relucir en el juicio, la revelación de la calma que había demostrado en dichas circunstancias casi le salva el pescuezo. En fin, qué se le va a hacer: cuando un hombre valiente es vencido, no le queda otra solución que rendirse.
Continuaron su camino hacia la cárcel siguiendo la vieja carretera a través de los bosques. Una sola vez se arriesgó a volver la cabeza: cuando pasaba a través de una sombra y sabía que el otro estaba recibiendo la luz de la luna. El que le había capturado era Burton Duff, el carcelero. Estaba pálido como la muerte y tenía una ostensible marca sobre la ceja, producida por el golpe con la barra de hierro. Orrin Brower no volvió a expresar su curiosidad.
Al final llegaron a la ciudad que, aunque ilumina­da, estaba desierta. En las casas sólo quedaban las mujeres y los niños. El criminal se dirigió hacia la cárcel. Cuando llegó a la entrada principal, puso su mano sobre el picaporte de la pesada puerta de hierro y la abrió: frente a él había media docena de hombres armados. Entonces se dio la vuelta: no había nadie tras él.
En el pasillo, sobre una mesa, yacía el cuerpo sin vida de Burton Duff.

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