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jueves, 12 de noviembre de 2009

LAS RUINAS CIRCULARES

LAS RUINAS CIRCULARES
Jorge Luis Borges


Nadie lo vio desembarcar en la anónima noche, nadie vio la canoa de bambú sumiéndose en el fango sagrado, pero a los pocos días nadie ignoraba que el hombre taciturno venía del Sur y que su patria era una de las infinitas aldeas que están aguas arriba, en el flanco violento de la montaña, donde el idioma zend no está contaminado de griego y donde es infrecuente la lepra. Lo cierto es que el hombre gris besó el fango, repechó la ribera sin apartar (probablemente, sin sentir) las cortaderas que le dilaceraban las carnes y se arrastró, mareado y ensangrentado, hasta el recinto circular que corona un tigre o caballo de piedra, que tuvo alguna vez el color del fuego y ahora el de la ceniza. Ese redondel es un templo que devoraron los incendios antiguos, que la selva palúdica ha profanado y cuyo dios no recibe honor de los hombres. El forastero se tendió bajo el pedestal. Lo despertó el sol alto. Comprobó sin asombro que las heridas habían cicatrizado; cerró los ojos pálidos y durmió, no por flaqueza de la carne sino por determinación de la voluntad. Sabía que ese templo era el lugar que requería su invencible propósito; sabía que los árboles incesantes no habían logrado estrangular, río abajo, las ruinas de otro templo propicio, también de dioses incendiados y muertos; sabía que su inmediata obligación era el sueño. Hacia la medianoche lo despertó el grito inconsolable de un pájaro. Rastros de pies descalzos, unos higos y un cántaro le advirtieron que los hombres de la región habían espiado con respeto su sueño y solicitaban su amparo o temían su magia. Sintió el frío del miedo y buscó en la muralla dilapidada un nicho sepulcral y se tapó con hojas desconocidas.
El propósito que lo guiaba no era imposible, aunque sí sobrenatural. Quería soñar un hombre: quería soñarlo con integridad minuciosa e imponerlo a la realidad. Ese proyecto mágico había agotado el espacio entero de su alma; si alguien le hubiera preguntado su propio nombre o cualquier rasgo de su vida anterior, no habría acertado a responder. Le convenía el templo inhabitado y despedazado, porque era un mínimo de mundo visible; la cercanía de los labradores también, porque éstos se encargaban de subvenir a sus necesidades frugales. El arroz y las frutas de su tributo eran pábulo suficiente para su cuerpo, consagrado a la única tarea de dormir y soñar.
Al principio, los sueños eran caóticos; poco después, fueron de naturaleza dialéctica. El forastero se soñaba en el centro de un anfiteatro circular que era de algún modo el templo incendiado: nubes de alumnos taciturnos fatigaban las gradas; las caras de los últimos pendían a mucho siglos de distancia y a una altura estelar, pero eran del todo precisas. El hombre les dictaba lecciones de anatomía, de cosmografía, de magia: los rostros escuchaban con ansiedad y procuraban responder con entendimiento, como si adivinaran la importancia de aquel examen, que redimiría a uno de ellos de su condición de vana apariencia y lo interpolaría en el mundo real. El hombre, en el sueño y en la vigilia, consideraba las respuestas de sus fantasmas, no se dejaba embaucar por los impostores, adivinaba en ciertas perplejidades una inteligencia creciente. Buscaba un alma que mereciera participar en el universo.
A las nueve o diez noches comprendió con alguna amargura que nada podía esperar de aquellos alumnos que aceptaban con pasividad su doctrina y sí de aquellos que arriesgaban, a veces, una contradicción razonable. Los primeros, aunque dignos de amor y de buen afecto, no podían ascender a individuos; los últimos preexistían un poco más. Una tarde (ahora también las tardes eran tributarias del sueño, ahora no velaba sino un par de horas en el amanecer) licenció para siempre el vasto colegio ilusorio y se quedó con un solo alumno. Era un muchacho taciturno, cetrino, díscolo a veces, de rasgos afilados que repetían los de su soñador. No lo desconcertó por mucho tiempo la brusca eliminación de los condiscípulos; su progreso, al cabo de unas pocas lecciones particulares, pudo maravillar al maestro. Sin embargo, la catástrofe sobrevino. El hombre, un día, emergió del sueño como de un desierto viscoso, miró la vana luz de la tarde que pronto confundió con la aurora y comprendió que no había soñado. Toda esa noche y todo el día, la intolerable lucidez del insomnio se abatía contra él. Quiso explorar la selva, extenuarse; apenas alcanzó entre la cicuta unas rachas de sueño débil, veteadas fugazmente de visiones de tipo rudimental: inservibles. Quiso congregar el colegio y apenas hubo articulado unas breves palabras de exhortación, éste se deformó, se borró. En la casi perpetua vigilia, lágrimas de ira le quemaban los viejos ojos.
Comprendió que el empeño de modelar la materia incoherente y vertiginosa de que se componen los sueños es el más arduo que puede acometer un varón, aunque penetre todos los enigmas del orden superior y del inferior: mucho más arduo que tejer una cuerda de arena o que amonedar el viento sin cara. Comprendió que un fracaso inicial era inevitable. Juró olvidar la enorme alucinación que lo había desviado al principio y buscó otro método de trabajo. Antes de ejercitarlo, dedicó un mes a la reposición de las fuerzas que había malgastado el delirio. Abandonó toda premeditación de soñar y casi acto continuo logró dormir un trecho razonable del día. Las raras veces que soñó durante ese periodo, no reparó en los sueños. Para reanudar la tarea, esperó que el disco de la luna fuera perfecto. Luego, en la tarde, se purificó en las aguas del río, adoró los dioses planetarios, pronunció las sílabas lícitas de un nombre poderoso y durmió. Casi inmediatamente, soñó con un corazón que latía.
Lo soñó activo, caluroso, secreto, del grandor de un puño cerrado, color granate en la penumbra de un cuerpo humano aun sin cara ni sexo; con minucioso amor lo soñó, durante catorce lúcidas noches. Cada noche, lo percibía con mayor vivencia. No lo tocaba: se limitaba a atestiguarlo, a observarlo, tal vez a corregirlo con la mirada. Lo percibía, lo vivía, desde muchas distancias y muchos ángulos. La noche catorceava rozó la arteria pulmonar con el índice y luego todo el corazón, desde afuera y adentro. El examen lo satisfizo. Deliberadamente no soñó durante una noche: luego retomó el corazón, invocó el nombre de un planeta y emprendió la visión de otro de los órganos principales. Antes de un año llegó al esqueleto, a los párpados. El pelo innumerable fue tal vez la tarea más difícil. Soñó un hombre íntegro, un mancebo, pero éste no se incorporaba ni hablaba ni podía abrir los ojos. Noche tras noche, el hombre lo soñaba dormido.
En las cosmogonías gnósticas, los demiurgos amasan un rojo Adán que no logra ponerse de pie; tan inhábil y rudo y elemental como ese Adán de polvo, era el Adán de sueño que las noches del mago habían fabricado. Una tarde, el hombre casi destruyó toda su obra, pero se arrepintió. (Más le hubiera valido destruirla.) Agotados los votos a los númenes de la tierra y del río, se arrojó a los pies de la efigie que tal vez era un tigre y tal vez un potro, e imploró su desconocido socorro. Ese crepúsculo, soñó con la estatua. La soñó viva, trémula: no era un atroz bastardo de tigre y potro, sino a la vez esas dos criaturas vehementes y también un toro, una rosa, una tempestad. Ese múltiple dios le reveló que su nombre terrenal era Fuego, que en ese templo circular (y en otros iguales) le habían rendido sacrificios y culto y que mágicamente animaría al fantasma soñado, de suerte que todas las Criaturas excepto el Fuego mismo y el soñador, lo pensaran un hombre de carne y hueso. Le ordenó que una vez instruido en los ritos, lo enviara al otro templo despedazado cuyas pirámides persisten aguas abajo, para que alguna voz lo glorificara en aquel edificio desierto. En el sueño del hombre que soñaba, el soñado se despertó.
El mago ejecutó esas órdenes. Consagró un plazo (que finalmente abarcó dos años) a descubrirle los arcanos del universo y del culto del fuego. Intimamente, le dolía apartarse de él. Con el pretexto de la necesidad pedagógica dilataba cada día las horas dedicadas al sueño. También rehizo el hombro derecho, acaso deficiente. A veces, lo inquietaba una impresión de que ya todo eso había acontecido... En general, sus días eran felices; al cerrar los ojos pensaba: «Ahora estaré con mi hijo». O, más raramente: «El hijo que he engendrado me espera y no existirá si no voy».
Gradualmente, lo fue acostumbrando a la realidad. Una vez le ordenó que embanderara una cumbre lejana. Al otro día, flameaba la bandera en la cumbre. Ensayó otros experimentos análogos, cada vez más audaces. Comprendió con cierta amargura que su hijo estaba listo para nacer. Tal vez impaciente. Esa noche lo besó por primera vez y lo envió al otro templo cuyos despojos blanquean río abajo, a muchas leguas de inextricable selva y de ciénaga. Antes (para que no supiera nunca que era un fantasma, para que se creyera un hombre como los otros) le infundió el olvido total de sus años de aprendizaje.
Su victoria y su paz quedaron empañadas de hastío. En los crepúsculos de la tarde y del alba, se prosternaba ante la figura de piedra, tal vez imaginando que su hijo irreal ejecutaba idénticos ritos, en otras ruinas circulares, aguas abajo; de noche no soñaba, o soñaba como lo hacen todos los hombres. Percibía con cierta palidez los sonidos y formas del universo: el hijo ausente se nutría de esas disminuciones de su alma. El propósito de su vida estaba colmado; el hombre persistió en una suerte de éxtasis. Al cabo de un tiempo que ciertos narradores de su historia prefieren computar en años y otros en lustros, lo despertaron dos remeros a medianoche: no pudo ver sus caras, pero le hablaron de un hombre mágico en un templo del Norte, capaz de hollar el fuego y de no quemarse. El mago recordó bruscamente las palabras del dios. Recordó que de todas las criaturas que componen el orbe, el fuego era la única que sabía que su hijo era un fantasma. Ese recuerdo, apaciguador al principio, acabó por atormentarlo. Temió que su hijo meditara en ese privilegio anormal y descubriera de algún modo su condición de mero simulacro. No ser un hombre, ser la proyección del sueño de otro hombre ¡qué humillación incomparable, qué vértigo! A todo padre le interesan los hijos que ha procreado (que ha permitido) en una mera confusión o felicidad; es natural que el mago temiera por el porvenir de aquel hijo, pensado entraña por entraña en mil y una noches secretas.
El término de sus cavilaciones fue brusco, pero lo prometieron algunos signos. Primero (al cabo de una larga sequía) una remota nube en un cerro, liviana como un pájaro; luego, hacia el Sur, el cielo que tenía el color rosado de la encía de los leopardos; luego las humaredas que herrumbraron el metal de las noches; después la fuga pánica de las bestias. Porque se repitió lo acontecido hace muchos siglos. Las ruinas del santuario del dios del fuego fueron destruidas por el fuego. En un alba sin pájaros el mago vio cernirse contra los muros el incendio concéntrico. Por un instante, pensó refugiarse en las aguas, pero luego comprendió que la muerte venía a coronar su vejez y a absolverlo de sus trabajos. Caminó contra los jirones de fuego. Estos no mordieron su carne, éstos lo acariciaron y lo inundaron sin calor y sin combustión. Con alivio, con humillación, con terror, comprendió que él también era una apariencia, que otro estaba soñándolo.


FIN

domingo, 8 de noviembre de 2009

LA CÁMARA DE LOS HORRORES


LA CÁMARA DE LOS HORRORES
JOSEPH PAYNE BRENNAN
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Había decidido pasar el verano en Europa, dedicado a mi ocupación favorita: la investigación
genealógica. Fui primero a Irlanda, deteniéndome en Kilkenny, donde descubrí una mina de leyendas y de
hechos auténticos relativos a mis remotos antepasados irlandeses, los O'Braonains, señores de Ui Duach
en el antiguo dominio de Ossory. Los Brennan (tal como se pronunció posteriormente el apellido) perdieron
todas sus posesiones a consecuencia de la confiscación llevada a cabo en nombre de Inglaterra por
Thomas Wentworth, conde de Strafford. El rapaz conde, me satisface poder decirlo, fue posteriormente
decapitado en la Torre.
Desde Kilkenny me dirigí a Londres, y luego a Chesterfield, en busca de información acerca de mis
antepasados maternos, los Holborn, Wilkerson, Searle, etc. Los datos eran bastante fragmentarios e
incompletos, pero mis esfuerzos se vieron moderadamente recompensados y al final decidí ir más al norte y
visitar los alrededores del castillo de Chilton, sede de Robert Chilton-Payne, el doceavo conde de Chilton.
Mi parentesco con los Chilton-Payne era muy remoto, pero de todos modos representaba un débil lazo de
unión con el pasado y pensé que sería divertido echarle una ojeada al castillo.
Al llegar a Wexwold, la pequeña aldea próxima al castillo, a última hora de la tarde, alquilé una
habitación en la Posada del Ganso Rojo -la única que había-, deshice mis maletas y bajé para dar cuenta
de una sencilla cena, consistente en un panecillo, queso y cerveza.
Cuando terminé este frugal aunque satisfactorio refrigerio, había oscurecido, y con la oscuridad llegaron
el viento y la lluvia.
Me resigné s pasar la velada en la posada. Había cerveza suficiente, y no tenía prisa por ir a ninguna
parte.
Después de escribir unas cuantas cartas, encargué una pinta de cerveza. La sala estaba casi desierta;
el posadero, un caballero gordinflón que siempre parecía a punto de quedarse dormido, era agradable pero
taciturno, y al final me dediqué a pensar en la extraña y espantosa leyenda del castillo de Chilton.
La leyenda tenía diversas variantes, y no cabe duda de que la historia original había sufrido
modificaciones a través de los siglos, pero el detalle base continuaba siendo el mismo: una cámara secreta
en alguna parte del castillo. Se decía que la cámara en cuestión albergaba un terrible espectáculo que los
Chilton-Payne estaban obligados a mantener oculto a los ojos del mundo.
Sólo tres personas tenían acceso a la cámara: el vigente conde de Chilton, el heredero masculino del
conde y otra persona designada por el conde. Habitualmente, esa persona era el comisionado del castillo
de Chilton. La habitación solamente se abría una vez cada generación: tres días después de que el
heredero masculino alcanzaba su mayoría de edad era conducido a la cámara secreta por el conde y el
comisionado. Luego, la cámara era sellada y no volvía a abrirse hasta que el heredero conducía a ella a su
propio hijo.
Según la leyenda, el heredero se convertía en una persona distinta al salir de la cámara. De un modo
invariable, adquiría un aspecto sombrío y huidizo; y en su rostro se reflejaban la inseguridad y el temor. Uno
de los primeros condes de Chilton enloqueció hasta el punto de arrojarse al vacío desde una de las
almenas del castillo.
Durante siglos enteros se había especulado acerca del contenido de la cámara secreta. Una de las
versiones describía la huida de los Gower, perseguidos por unos enemigos armados. Aunque las relaciones
entre los Chilton-Payne y los Gower lo eran todo menos cordiales, en su desesperación los Gower llamaron
a la puerta del castillo de Chilton pidiendo refugio. El conde se lo concedió, les condujo a una cámara
secreta y les prometió que no les entregaría a sus perseguidores. El conde mantuvo su promesa; los
enemigos de los Gower tuvieron que marcharse sin poder consumar sus propósitos asesinos. Sin embargo,
el conde dejó a los Gower encerrados en aquella habitación para que murieran de hambre. La cámara no
fue abierta hasta que hubieron transcurrido treinta años, cuando el hijo del conde rompió los sellos. A sus
ojos se ofreció un espantoso espectáculo. Los Gower habían muerto de hambre lentamente, y al final, a
juzgar por el aspecto de sus esqueletos, se habían entregado al canibalismo.
Otra versión de la leyenda señalaba que la habitación secreta había sido utilizada por los condes
medievales como cámara de tortura. Se decía que los aparatos destinados al tormento se encontraban aún
en la cámara, y que de ellos seguían colgando los restos de sus últimas víctimas, espantosamente
retorcidos en su agonía.
Una tercera versión mencionaba a una de las antepasadas femeninas de los Chilton-Payne, lady Susan
Glanville, la cual había hecho un pacto con el diablo. Fue condenada por brujería, pero consiguió escapar a
la hoguera. La fecha y las circunstancias de su muerte eran desconocidas, pero se suponía que la cámara
secreta estaba relacionada de algún modo con ella.
Mientras yo especulaba sobre aquellas distintas versiones de la horrible leyenda, la tormenta aumentó
en intensidad. La lluvia repiqueteaba fuertemente contra las ventanas de la posada, y de cuando en cuando
llegaba a mis oídos el lejano retumbar del trueno.
Contemplando los mojados cristales, me encogí de hombros y pedí otra pinta de cerveza.
En el momento en que me disponía a llevarme la jarra a los labios, la puerta de la posada se abrió de
par en par y una ráfaga de aire frío mezclado con lluvia penetró en la sala. La puerta volvió a cerrarse y una
alta figura, con el cuello del abrigo levantado hasta las orejas, avanzó hacia el mostrador. Quitándose la
gorra, pidió que le sirvieran coñac.
No teniendo nada mejor que hacer, me dediqué a observarle. Parecía tener unos setenta años y haber
pasado la mayor parte de su vida al aire libre, y su rostro, a pesar de las arrugas, denotaba firmeza y
decisión. Su ceño estaba fruncido, como si meditara en algún problema desagradable, pero sus fríos ojos
azules me examinaron brevemente aunque con cierta deliberación.
No pude situarle en un ambiente determinado. Podía ser un granjero local, y sin embargo no creí que lo
fuera. Le envolvía una especie de aureola de autoridad, y aunque sus ropas eran sencillas, me pareció que
su calidad y su corte eran mejores que las de los campesinos de la región que hasta entonces había visto.
Un incidente vulgar nos hizo entrar en conversación. Un trueno más fuerte que los demás le impulsó a
volverse hacia la ventana. Al hacerlo, rozó con el codo su húmeda gorra y ésta cayó al suelo. La recogí y se
la entregué; me dio las gracias; y entqnces intercambiamos algunas observaciones acerca del tiempo.
Tenía la intuitiva sensación de que, a pesar de que el desconocido era un individuo normalmente
retraído, se encontraba ahora preocupado por algún grave problema, lo cual le hacía desear oír una voz
humana. Aunque me daba cuenta de que mi intuición podía engañarme, empecé a hablar volublemente
acerca de mi viaje, acerca de mis investigaciones genealógicas en Kilkenny, Londres y Chesterfield, y
finalmente acerca de mi lejano parentesco con los Chilton-Payne y mi deseo de echarle una buena mirada
al castillo de Chilton.
De pronto, descubrí que me estaba mirando con una expresión muy rara. Se produjo un embarazoso
silencio. Carraspeé, preguntándome qué podía haber dicho para que aquellos fríos ojos azules me miraran
con tanta fijeza.
Al final, el desconocido se dio cuenta de mi turbación.
-Perdone que le mire así -se disculpó-, pero ha dicho usted algo... -Vaciló-. ¿Tiene inconveniente en
que nos sentemos?
Señalaba hacia una pequeña mesa situada en el extremo más alejado de la sala, medio envuelta en
sombras.
Asentí, intrigado y curioso, y nos dirigimos hacia la mesa en cuestión.
Nos sentamos, y el desconocido permaneció unos instantes en silencio, con el ceño fruncido, como si
no supiera cómo empezar. Finalmente, se presentó a sí mismo como William Cowath. Mencioné mi nombre
y Mr. Cowath vaciló de nuevo. Por último bebió un sorbo de coñac y me miró fijamente.
-Soy el comisionado del castillo de Chilton -dijo.
Le contemplé con sorpresa y renovado interés.
-¡Qué agradable coincidencia! -exclamé-. Entonces, tal vez mañana pueda usted permitirme que le
eche una mirada al castillo...
No parecía escucharme.
-Sí, sí, desde luego -murmuró con aire ausente.
Molesto por aquella actitud, permanecí silencioso.
Al cabo de un rato, Mr. Cowath empezó a hablar con inusitada rapidez.
-Hace una semana, Robert Chilton-Payne, doceavo conde de Chilton, fue enterrado en el panteón
familiar. Frederick, su heredero, alcanzó la mayoría de edad hace tres días. ¡Y esta noche tiene que ser
conducido a la cámara secreta!
Contemplé a mi interlocutor con una expresión de incredulidad. Por un instante pensé que había oído
hablar de mi interés por el castillo de Chilton y estaba divirtiéndose a mi costa, tomándome por un crédulo
turista.
Pero en sus ojos no había la más leve sombra de humor. Era evidente que estaba hablando muy en
serio.
-¡Qué cosa más rara! -murmuré-. En el momento en que ha llegado usted, estaba pensando en las
diversas leyendas relacionadas con la famosa cámara secreta.
Sus fríos ojos sostuvieron los míos.
-No hablo de leyendas -dijo-. Hablo de un hecho.
Un escalofrío de temor y de excitación recorrió mi cuerpo.
-¿Va usted a ir allí... esta noche?
Asintió.
-Esta noche. Yo, el joven conde... y otra persona.
Le miré, cada vez más intrigado.
-Normalmente, nos acompañaría el propio conde. Ésta es la costumbre. Pero está muerto. Poco antes
de morir, me dio instrucciones para que escogiera a alguien que nos acompañara al joven conde y a mí.
Esa persona tiene que ser varón... y con preferencia del linaje.
Bebí un buen sorbo de cerveza y no dije nada.
El comisionado continuó:
-Aparte del joven conde, en el castillo sólo habitan su anciana madre, lady Beatrice Chilton, y una tía
enferma.
-¿En quién estaba pensando el conde? -inquirí cautelosamente.
El comisionado enarcó las cejas.
-En la región residen algunos primos lejanos. Supongo que pensaba que alguno de ellos asistirla al
funeral. Pero no se presentó ninguno.
-También es desgracia -observé.
-Una verdadera desgracia. Y, en consecuencia, tengo que rogarle, en nombre del linaje, que esta noche
nos acompañe al joven conde y a mí a la cámara secreta.
El asombro me dejó sin habla. En el exterior, los relámpagos zigzagueaban sin cesar y la lluvia seguía
cayendo a raudales. Cuando las plumas de hielo dejaron de cosquillearme el estómago, conseguí articular
una respuesta.
-Pero, yo..., es decir..., mi parentesco es remotísimo... En realidad, no puede decirse que pertenezca al
linaje... Yo...
El comisionado se encogió de hombros.
-Lleva usted el nombre. Y posee al menos unas cuantas gotas de la sangre de los Payne. Dada la
urgencia de las actuales circunstancias, es más que suficiente. Estoy convencido de que el conde Robert
estaría de acuerdo conmigo, si pudiera hablar. ¿Vendrá usted?
No había modo de escapar a la intensidad, a la presión de aquellos fríos ojos azules. Parecían taladrar
mi cerebro mientras trataba de idear nuevas excusas.
Finalmente -inevitablemente, me atrevo a decir-, accedí. Tenía la sensación de que el encuentro no
había sido casual, que desde siempre había estado destinado a visitar la cámara secreta del castillo de
Chilton.
Terminamos nuestras bebidas y yo subí a mi habitación en busca de algo con que protegerme de la
lluvia. Cuando volví a bajar, envuelto en un recio impermeable, el posadero estaba roncando en su taburete
a pesar de los furiosos estallidos del trueno que ahora eran casi incesantes. Confieso que le envidié
mientras salía de la caldeada salía en compañía de William Cowath.
Una vez fuera, mi guía me informó que tendríamos que ir a pie hasta el castillo. Había bajado a pie a
propósito, me explicó, a fin de disponer de más tiempo y soledad para meditar en el grave problema que
tenía planteado.
La lluvia, el viento y el rugido del trueno hacían difícil la conversación. Eché a andar detrás del
comisionado, el cual daba unas enormes zancadas y parecía conocer palmo a palmo el camino, a pesar de
la oscuridad.
Anduvimos una corta distancia por la calle de la aldea y luego nos metimos en un camino lateral que no
tardó en convertirse en un sendero, peligrosamente resbaladizo a causa de la lluvia.
Bruscamente, el sendero empezó a ascender; el camino se hizo más penoso. Resultaba indispensable
concentrar toda la atención en los pies. Por fortuna, los relámpagos eran cada vez más frecuentes.
Me pareció que llevaba andando una hora -en realidad supongo que no eran más que unos minutoscuando
el comisionado se detuvo.
Me encontré de pie a su lado en una especie de llanura rocosa. El comisionado señaló hacia una
sombra que se erguía delante de nosotros.
-El castillo de Chilton -dijo.
Durante unos instantes no vi absolutamente nada en la impenetrable oscuridad que nos rodeaba.
Luego llameó un relámpago. A su claridad divisé un gran castillo normando, cuadrado, con cuatro torres
rectangulares en las esquinas, taladrado por angostas aberturas en forma de ventanas que parecían
acechantes y diabólicos ojos. La enorme construcción estaba medio cubierta por un manto de hiedra que
parecía más negra que verde.
-¡Parece increiblemente antiguo! -comenté.
William Cowath asintió.
-Empezó a edificarlo Henry de Montargis, en 1122.
Y sin añadir nada más echó a andar hacia el castillo.
A medida que nos acercábamos a la muralla, la tormenta se hacía más intensa. El rumor del agua y el
aullido del viento no permitían hablar. Inclinamos nuestras cabezas y seguimos adelante.
Cuando finalmente llegamos a la muralla, quedé sorprendido por su altura y su espesor. Era evidente
que había sido construida para poder resistir a los mejores cañones de asedio.
Mientras cruzábamos un puente levadizo, miré hacia abajo y vi el negro cauce de un foso, pero la
oscuridad no me permitió averiguar si llevaba agua o no. Un portón en forma de arco abierto en la muralla
daba acceso al patio de armas. El patio estaba completamente vacío, a excepción de los riachuelos de
agua que discurrían por él.
Cruzando el patio con rápidas zancadas, el comisionado me condujo a otro portón en forma de arco
abierto en otra muralla. A la otra parte había un segundo patio, más pequeño, y más allá se alzaban las
paredes del castillo propiamente dicho.
Tras cruzar un oscuro pasadizo, nos encontramos delante de una enorme puerta de madera de encina
ennegrecida por el tiempo, reforzada con claveteadas planchas de hierro. El comisionado abrió esta puerta
de par en par y ante nuestros ojos apareció el gran vestíbulo del castillo.
Cuatro largas mesas labradas a mano, con sus correspondientes bancos, ocupaban casi toda la
longitud del vestíbulo. Unos candelabros de metal, oxidados por el paso de los años, sostenían las velas
que iluminaban la estancia, clavados a las columnas de piedra labrada cuya función no era decorativa, sino
la de aguantar el techo. Alineados a lo largo de las paredes veíanse escudos heráldicos, armaduras,
alabardas, lanzas y banderas, los acumulados trofeos y premios de siglos sangrientos, cuando cada castillo
era casi un reino en sí mismo. El espectáculo resultaba impresionante.
William Cowath agitó una mano.
-Los castellanos de Chilton vivieron de la espada durante muchos siglos.
Cruzó el gran vestíbulo y entró en otro pasadizo escasamente iluminado. Le seguí en silencio.
Mientras avanzábamos, me habló en voz baja.
-Frederick, el joven heredero, no tiene una naturaleza robusta. La muerte de su padre le afectó mucho...
y siente un gran temor por la ceremonia que vamos a celebrar esta noche.
Deteniéndose ante una puerta con flores de lis grabadas en la madera y adornos de metal, el
comisionado me dirigió una enigmática mirada y luego llamó con los nudillos.
Alguien preguntó quién llamaba, y el comisionado se identificó. Se oyó el ruido de un pesado cerrojo al
descorrerse y la puerta se abrió.
Si los Chilton-Payne habían sido obstinados luchadores en su época, la sangre guerrera parecía
haberse diluido considerablemente en las venas de Frederick, el joven heredero y ahora decimotercer
conde de Chilton. Vi ante mí a un joven delgado, de tez pálida, cuyos ojos oscuros y hundidos tenían una
expresión asustada. Iba vestido de un modo a la vez teatral y anacrónico: chaqueta y pantalones de
terciopelo de color verde hoja, con encajes blancos en el cuello y en los puños.
Nos hizo seña de que pasáramos, como a regañadientes, y cerró la puerta. Las paredes de la pequeña
habitación estaban enteramente cubiertas con tapices que reproducían escenas de caza o batallas
medievales. Una corriente de aire procedente de una ventana o de otra abertura los hacía oscilar
continuamente; parecían tener vida propia. En un rincón había una antigua cama con dosel; en otro, un
amplio escritorio con una lámpara de ágata.
Después de una breve presentación, la cual incluyó una explicación de los motivos de que yo me
encontrara allí para acompañarles, el comisionado preguntó si Su Señoría estaba preparado para visitar la
cámara.
El rostro del joven Frederick perdió todo vestigio de color; sin embargo, asintió y nos acompañó al
pasadizo.
William Cowath iba delante; el conde le seguía; y yo cerraba la marcha.
Al llegar al final del pasadizo, el comisionado abrió la puerta de un cuarto lleno de telarañas. Allí recogió
unas cuantas velas, escoplos, un pico y un mazo. Después de meterlo todo en un saco de cuero que se
colgó al hombro, cogió una antorcha de tea que estaba en una de las estanterías del cuarto. La encendió y
esperó hasta que prendió la llama. Satisfecho con esta iluminación, cerró el cuarto y nos hizo seña de que
le siguiéramos.
Llegamos a una escalera de caracol con peldaños de piedra que descendía. Alzando su antorcha, el
comisionado empezó a bajar. El conde y yo le imitamos en silencio.
La escalera tenía más de cincuenta peldaños. A medida que descendíamos, las piedras aparecían más
húmedas y frías; también el aire se enfriaba más, y olía a moho y a humedad.
Al final de la escalera se abría un túnel, negro como la pez y silencioso.
El comisionado alzó su antorcha.
-El castillo de Chilton es normando, pero al parecer fue reedificado sobre unas ruinas sajonas. Se cree
que los pasadizos que se encuentran en estas profundidades fueron construidos por los sajones. -Miró
hacia el interior del túnel, con el ceño fruncido-. O por gente todavía más primitiva.
Vaciló unos instantes, y me pareció que estaba escuchando. Luego, dirigiéndonos una extraña mirada.
se adentró en el túnel.
Eché a andar detrás del conde, estremeciéndome. El aire helado me traspasaba hasta la medula.
Debajo de mis pies, las piedras estaban recubiertas de una capa de lodo y eran sumamente resbaladizas. Y
no había más luz que la parpadeante claridad de la antorcha que el comisionado sostenía en alto.
Cuando llevábamos un rato andando, el comisionado se detuvo y de nuevo tuve la impresión de que
estaba escuchando. Sin embargo, el silencio parecía absoluto y reemprendimos la marcha.
Al final del túnel encontramos otra escalera descendente. Ésta tenía solamente unos quince peldaños, y
conducía a otro túnel que había sido excavado en la roca sobre la cual se asentaba el castillo. En las
paredes había costras blanquecinas de salitre. El olor a moho era muy intenso. El aire helado estaba
impregnado de un hedor fétido que me resultó especialmente repulsivo, aunque no pude darle nombre.
Finalmente, el comisionado se detuvo, alzó su antorcha y descargó de su hombro el saco de cuero.
Vi que estábamos ante una pared levantada con alguna clase de piedra para la construcción. Aunque
húmeda y manchada de salitre, era evidente que se trataba de un trabajo mucho más reciente que todo lo
que habíamos encontrado hasta entonces.
William Cowath me entregó la antorcha.
-Sosténgala, por favor. Tengo velas, pero...
Dejando la frase sin terminar, sacó el pico e inició el asalto a la pared; la barrera era bastante sólida,
pero en cuanto hubo abierto un agujero en ella utilizó el mazo y la tarea avanzó con más rapidez. Al cabo
de un rato me ofrecí a manejar el mazo mientras él sostenía la antorcha, pero se limitó a sacudir la cabeza
y continuó su trabajo de demolición.
En todo este tiempo el joven conde no había pronunciado una sola palabra. Al mirar su rostro pálido y
tenso sentí lástima de él, a pesar de mi propia inquietud.
Bruscamente se produjo un silencio mientras el comisionado soltaba el mazo. Vi que quedaban más de
dos pies de la parte inferior de la pared.
William Cowath se inclinó a examinarla.
-Hay suficiente espacio -comentó-. Creo que podremos pasar.
Volvió a cargarse el saco de cuero al hombro, tomó la antorcha de mi mano y se introdujo en la
abertura. El conde y yo le seguimos.
Al entrar en la cámara, el fétido olor que había notado en el pasadizo nos rodeó como una nube.
Empezamos a toser. El comisionado murmuró:
-No tardará en despejarse. Quédense cerca de la abertura.
Aunque el repulsivo hedor continuaba siendo intenso, al final pudimos respirar más libremente.
William Cowath alzó su antorcha y atisbó hacia las oscuras profundidades de la cámara. Lleno de
temor, miré por encima de su hombro.
Al principio no of ningún sonido y sólo pude ver paredes con costras de salitre y un húmedo suelo de
piedra. Sin embargo, al cabo de unos instantes, en un apartado rincón, más allá de la vacilante claridad de
la antorcha, vi dos diminutas manchas rojas. Traté de convencerme a mí mismo de que eran dos piedras
preciosas, dos rubíes, brillando a la luz de la antorcha.
Pero supe inmediatamente -sentí inmediatamente- lo que eran: dos pupilas rojas que nos contemplaban
con impresionante fijeza.
El comisionado habló en voz baja:
-Esperen aquí.
Avanzó hacia el rincón, se detuvo a medio camino y levantó la antorcha. Durante unos instantes
permaneció silencioso. Finalmente emitió un largo y tembloroso suspiro.
Cuando habló de nuevo, su voz había cambiado. Era sólo un susurro sepulcral.
-Acérquense -nos dijo con aquella extraña y profunda voz.
Seguí al conde Frederick hasta que nos situamos uno a cada lado del comisionado.
Cuando vi lo que había sobre el banco de piedra en aquel apartado rincón pensé que iba a
desmayarme. Mi corazón dejó de latir durante unos interminables segundos. La sangre abandonó mis
extremidades. Sentí deseos de gritar, pero mi garganta se negó a abrirse.
El ser que reposaba sobre aquel banco de piedra parecía un monstruo surgido del infierno. Las
penetrantes y malignas pupilas rojas proclamaban que tenía una terrible vida, y sin embargo aquella vida se
sustentaba a sí misma en un cuerpo renegrido y momificado que parecía un cadáver desenterrado. Aquella
especie de cadáver tenía unos harapos mohosos pegados al cuerpo. Unos mechones de pelo blanco
brotaban de su fantasmal y grisáceo cráneo. La abertura que ocupaba el lugar de la boca mostraba unas
extrañas manchas.
Nos contemplaba con una maldad que desbordaba lo puramente humano. Resultaba imposible
devolver la mirada a aquellas monstruosas pupilas rojas. Eran tan indescriptiblemente diabólicas, que se
experimentaba la sensación de que la propia alma iba a consumirse en los fuegos de su malignidad.
Apartando la mirada, vi que el comisionado sostenía ahora al conde Frederick. El joven heredero se
había desplomado sobre él. Miraba fijamente a la espantosa aparición con los ojos helados por el terror. A
pesar de mi propia sensación de horror, le compadecí.
El comisionado volvió a suspirar y luego habló de nuevo en aquel tono sepulcral.
-Ante ustedes tienen a lady Susan Glanville -nos dijo-. Fue transportada a esta cámara y encadenada a
la pared, en 1473.
Un estremecimiento de horror recorrió todo mi cuerpo; tuve la sensación de que nos encontrábamos en
presencia de fuerzas malignas surgidas del Averno.
Al mirarlo, aquel espantoso ser me había parecido desprovisto de sexo, pero al sonido de su nombre la
fantasmal mueca de una sonrisa contorsionó la fruncida boca manchada de rojo.
Por primera vez me di cuenta de que el monstruo estaba efectivamente encadenado a la pared. Los
gruesos eslabones estaban tan ennegrecidos por el tiempo que me habían pasado inadvertidos.
El comisionado continuó, como si recitara una lección:
-Lady Glanville fue una antepasada materna de los Chilton-Payne. Tenía trato con el Diablo. Fue
condenada como bruja, pero escapó a la hoguera. Finalmente, sus propios deudos la encerraron aquí y la
encadenaron a la pared para que muriera de hambre.
Hizo una breve pausa y luego prosiguió:
-Era demasiado tarde. Lady Glanville había hecho ya un pacto con los Poderes de las Tinieblas. Había
sido una belleza. Odiaba a la muerte. Temía a la muerte. De modo que vendió su alma inmortal -y los
cuerpos de su progenie- a cambio de la eterna vida terrenal.
La voz del comisionado llegaba a mis oídos como en una pesadilla; parecía proceder de una distancia
infinita.
William Cowath continuó:
-Las consecuencias de romper el pacto son demasiado terribles para ser descritas. Ningún
descendiente de lady Glanville se ha atrevido a hacerlo. Y así ha podido vivir durante casi quinientos años.
Creí que había terminado, pero me equivocaba. Mirando hacia arriba, alzó la antorcha hacia el techo de
aquella cámara maldita.
-Esta cámara -dijo- se encuentra inmediatamente debajo de la cripta familiar. Cuando muere uno de los
condes, el cadáver es depositado en la cripta. Pero, en cuanto se han marchado los sepultureros, el falso
fondo de la cripta se desliza a un lado y el cadáver del conde cae en esta cámara.
Mirando hacia el techo, vi el rectángulo de la puerta de una trampilla.
La voz del comisionado se hizo casi inaudible.
-Una vez cada generación, lady Glanville se alimenta... con el cadáver del difunto conde. Es una
cláusula de aquel espantoso pacto que no puede ser quebrantada.
Como si quisiera confirmar sus palabras, el comisionado inclinó su antorcha hasta que la llama iluminó
el suelo a los pies del banco de piedra al cual estaba encadenado el vampírico monstruo.
Esparcidos por el suelo veianse los huesos y el cráneo de un hombre adulto, manchados de sangre
fresca. Y a cierta distancia había otros huesos humanos, amarillentos o carcomidos por el tiempo.
En aquel momento, el joven conde Frederick empezó a gritar. Sus histéricos alaridos llenaron la
cámara. El comisionado le sacudió rudamente, pero el joven continuó gritando como un poseso.
Durante unos instantes, el monstruo tendido en el banco le contempló con sus espantosa pupilas rojas.
Finalmente emitió un sonido, una especie de cloqueo que pretendía ser una risa.
De repente, y de un modo completamente imprevisto, el monstruo empezó a deslizarse sobre el banco
y trató de avanzar hacia el joven conde. La cadena que lo sujetaba a la pared sólo le permitía avanzar un
par de metros. Pero lo intentó una y otra vez, profiriendo una especie de aullidos que erizaron los cabellos
de mi cabeza.
William Cowath enfocó su antorcha hacia el monstruo, pero éste continuó agitándose espantosamente.
La cámara de pesadilla resonaba con los gritos del conde y los horribles aullidos de aquel ser infernal. Temí
volverme loco si no escapaba inmediatamente de tan horrendo lugar.
Miré al comisionado y me di cuenta de que también él empezaba a experimentar los efectos de aquella
indescriptible situación. Vi que sus ojos se posaban en la pared a la cual estaban fijadas las cadenas que
sujetaban al monstruo.
Intuí lo que estaba pensando. ¿Resistirían las cadenas, después de tantos siglos de herrumbre y
humedad?
En un repentino impulso, sacó de uno de sus bolsillos algo que brilló a la luz de la antorcha. Era un
crucifijo de plata. Avanzando unos pasos, colocó el crucifijo ante el retorcido rostro del monstruo que en
otra época había sido la hermosa lady Susan Glanville.
El monstruo retrocedió profiriendo un grito de agonía que ahogó los alaridos del conde. Se derrumbó
sobre el banco, bruscamente silencioso e inmóvil; los latidos de su repulsiva boca y el fuego del odio que
ardía en sus rojas pupilas eran las únicas pruebas de que continuaba viviendo.
William Cowath se dirigió a él:
-¡Ser infernal! ¡Si bajas de ese banco antes de que salgamos de esta cámara y volvamos a sellarla, juro
que te colgaré esta cruz al cuello!
Las pupilas rojas contemplaron al comisionado con una expresión de odio abismal imposible de
describir. Despedían fuego, realmente. Y, sin embargo, leí en ellas algo más: miedo.
De pronto me di cuenta de que el silencio había descendido sobre aquella cámara de horrores. Duró
únicamente unos instantes. El conde había cesado de gritar, pero ahora hacía algo peor: se estaba riendo.
Era sólo una risita, pero resultaba más horrible que todos sus gritos.
El comisionado se volvió, señalándome con un gesto la pared parcialmente derruida. Cruzando la
habitación, salí al pasadizo. Detrás de mí, el comisionado sostenía al joven conde, que arrastraba los pies
como un anciano, sin dejar de reír para sí mismo.
Luego se produjo lo que me pareció un interminable intervalo, durante el cual el comisionado fue en
busca de un saco de cemento y de un cubo de agua que previamente había dejado en alguna parte del
túnel. Trabajando a la luz de la antorcha, preparó el cemento y procedió a sellar la cámara, utilizando las
mismas piedras que había quitado.
Mientras el comisionado trabajaba, el joven conde permanecía sentado en el túnel, completamente
inmóvil, riéndose en voz baja.
En el interior de la cámara reinaba el silencio. Una vez, solamente, oí las cadenas del monstruo chocar
contra la piedra.
Finalmente el comisionado terminó su tarea y nos condujo de nuevo a través de aquellos pasadizos
manchados de salitre y las húmedas escaleras. El conde apenas podía subirlas; el comisionado le
arrastraba penosamente de peldaño en peldaño.
Cuando llegamos a la habitación de los tapices el conde se sentó en su cama y se quedó mirando
fijamente el suelo, sin cesar de reír. En contra de lo que afirman los que se las dan de entendidos, observé
que su pelo negro se había convertido en gris. Después de convencerle para que se bebiera un vaso de
líquido que sin duda contenía una fuerte dosis de sedante, el comisionado consiguió que el conde se
tendiera en la cama.
William Cowath me acompañó a otro dormitorio. Deseaba marcharme inmediatamente de aquel castillo
infernal, pero la lluvia seguía arreciando y no estaba seguro de poder encontrar el camino de regreso a la
aldea sin un guía.
El comisionado sacudió la cabeza tristemente.
-Temo que Su Señoría esté condenado a una muerte temprana. Nunca fue demasiado fuerte, y los
acontecimientos de esta nochc pueden haber trastornado su mente..., pueden haberle debilitado más allá
de toda esperanza de recuperación.
Expresé mi simpatía y mi horror. Los fríos ojos azules del comisionado se clavaron en los míos.
-Es posible -dijo- que, en caso de que se produzca la muerte del joven conde, usted mismo pueda ser
considerado... -Vaciló-. Pueda ser considerado -concluyó finalmente- como uno de los que se encuentran
en la línea de sucesión.
No quise oir nada más. Le di las buenas noches, cerré la puerta del dormitorio y traté -inútilmente- de
dormir, aunque sólo fueran unos minutos.
Pero el sueño no llegó. Tuve febriles visiones de aquel monstruo de pupilas rojas escapando de sus
cadenas, abriéndose paso a través de la pared y trepando por aquellas heladas y resbaladizas escaleras...
Antes de que amaneciera abrí silenciosamente la puerta del dormitorio y me deslicé como un ladrón a
través de los fríos pasadizos y el gran vestíbulo desierto del castillo. Crucé los dos patios y el puente
levadizo tendido sobre el negro foso, y eché a correr en dirección a la aldea.
Mucho antes del mediodía estaba en camino hacia Londres. La suerte me favoreció: al día siguiente
salía uno de los buques que efectúan la travesía del Atlántico.
Nunca volveré a Inglaterra. Me he propuesto mantenerme siempre a un océano de distancia, como
mínimo, del castillo de Chilton y de su permanente ocupante.

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