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domingo, 29 de junio de 2008

ANGELES Y DEMONIOS -- " UNA TRILOGIA DE ASIMOV "

ANGELES Y DEMONIOS -- " UNA TRILOGIA DE ASIMOV "
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* FUEGO INFERNAL
* LA TROMPETA DEL JUICIO FINAL
* TRETA TRIDIMENSIONAL

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Fuego infernal
Isaac Asimov


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Hubo la agitación correspondiente a un muy cortés auditorio de primera noche. Sólo asistió un puñado de científicos, un escaso número de altos cargos, algunos congresistas y unos cuantos periodistas.
Alvin Horner, perteneciente a la delegación de Washington de la Continental Press, se hallaba próximo a Joseph Vincenzo, de Los Álamos.
-Ahora nos enteraremos de algo -comentó.
Vincenzo le miró a través de sus gafas bifocales y dijo:
-No de lo importante.
Horner frunció el entrecejo. Iban a proyectar la primera película a cámara superlenta de una explosión atómica. Mediante el empleo de lentes especiales, que cambiaban en ondulaciones la polarización direccional, el momento de la explosión se dividiría en instantáneas de mil millonésimas de segundo. Ayer, había explotado una bomba A. Y hoy, aquellas instantáneas mostrarían la explosión con increíble detalle.
-¿Cree que producirá efecto? -preguntó Horner.
-Sí que surtirá efecto -repuso Vincenzo con aspecto atormentado-. Hemos hecho pruebas piloto. Pero lo importante...
-¿Qué es lo importante?
-Que esas bombas significan la sentencia de muerte del hombre. Y que no parecemos capaces de comprenderlo... Mírelos. Están excitados y emocionados, pero no asustados.
-Conocen el peligro. Y sí que están asustados -dijo el periodista.
-No lo bastante -replicó el científico-. He visto a hombres contemplar cómo una bomba H hacía desaparecer una isla, convirtiéndola en un agujero, e irse después a casa, a dormir tranquilamente. Así es el ser humano. Por espacio de miles de años, le ha sido predicado el fuego del infierno. Nunca le causó una verdadera impresión.
-El fuego del infierno... ¿Es usted religioso, señor?
-Ayer vio usted el fuego del infierno. Una bomba atómica que explota significa el fuego infernal. Literalmente.
Aquello fue demasiado para Horner. Se levantó y cambió de sitio, aunque mirando intranquilo a la concurrencia. ¿Había alguien que sintiera temor? ¿Se preocupaba alguien por el fuego infernal? No se lo parecía.
Se apagaron las luces, y el proyector entró en funcionamiento. En la pantalla, apareció desvaída la torreta de disparo. La concurrencia permanecía atenta, llena de tensión.
Se encendió una mota de luz en la cúspide de la torreta, un punto brillante e incandescente, que aumentó lenta, perezosamente, formando recodos, cobrando desiguales formas luminosas y expandiéndose en un óvalo.
Alguien lanzó un grito sofocado y luego otro. Siguió un ronco y ruidoso balbuceo, al que sucedió un denso silencio. Horner olió el miedo, paladeó el terror en su propia boca y sintió que se le helaba la sangre.
De la ovalada pelota de fuego brotaron proyecciones. Hubo luego un instante de inmovilidad, como un éxtasis, antes de extenderse rápidamente en una brillante y uniforme esfera.
Y en aquel momento de éxtasis..., la bola de fuego había permitido ver dos negros lunares semejantes a ojos, con obscuras y tenues líneas a manera de cejas, el nacimiento del cabello en forma de «V», una boca contraída hacia arriba, en salvaje carcajada..., y unos cuernos.



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La trompeta del Juicio Final
Isaac Asimov


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El arcángel Gabriel se mostró despreocupado con respecto a aquella cuestión. Dejó indolente que la punta de una de sus alas rozara el planeta Marte, el cual, al estar compuesto de simple materia, no se vio afectado por el contacto.
-Asunto zanjado, Etheriel -dijo-. Ya no hay nada que hacer. El Día de la Resurrección está fijado.
Etheriel, un serafín muy joven, creado apenas mil años atrás, según el modo de contar el tiempo de los hombres, se estremeció de tal modo que se formaron vórtices bien definidos en el continuum. Desde su creación, había permanecido siempre al cuidado inmediato de la Tierra y sus aledaños. Como trabajo, suponía una sinecura, un lugar cómodo, un punto muerto. Sin embargo, a través de los siglos, había llegado a sentirse petulantemente orgulloso de su mundo.
-¿Vas a destruir mi mundo sin previo aviso? -protestó.
-En absoluto. Nada de eso. Hay ciertos pasajes en el Libro de Daniel y en el Apocalipsis de San Juan que resultan bastante explícitos.
-¿Lo son de verdad? ¿Después de haber sido copiados por escriba tras escriba? Me pregunto si quedarán sin cambiar dos palabras de una frase.
-Hay sugerencias en el Rig-Veda, en las Analectas confucianas...
-Que son propiedad de grupos culturales aislados, tan reducidos como una aristocracia.
-La Crónica de Gilgamesh habla de manera muy explícita.
-Gran parte de esa Crónica fue destruida con la Biblioteca de Assurbanipal hace mil seiscientos años según el cómputo terrestre, antes de mi creación.
-Hay ciertas características de la Gran Pirámide, y un motivo en las joyas taraceadas del Taj Mahal...
-Tan sutiles que ser humano alguno los ha interpretado jamás debidamente.
Gabriel dijo, cansado ya:
-Si vas a poner objeciones a todo, no es posible discusión alguna sobre el tema. De todos modos, tú deberías estar bien enterado. En los asuntos relativos a la Tierra, eres omnisciente.
-Sí, fui elegido para eso. Y te confieso que, entre las muchas preocupaciones que me causa, no se me ocurrió investigar las posibilidades de la resurrección.
-Pues tendrías que haberlo hecho. Todos los documentos implicados se encuentran en los archivos del Consejo de Ascendientes. Podrías haberlos consultado en cualquier momento.
-Pero el caso es que todo mi tiempo era necesario allí. No tienes la menor idea de la mortal eficiencia del Adversario en ese planeta. Requería todo mi esfuerzo doblegarlo. Y aun así...
-Sí, en efecto. -Gabriel acarició un cometa a su paso-. Parece que ha obtenido sus pequeñas victorias. Al fluir a través de mí la pauta factual entrelazada de ese miserable pequeño mundo, me he dado cuenta que se trata de una de esas estructuras con equivalencia de materia-energía.
-Así es -convino Etheriel.
-Y que están jugando con ella.
-Me temo que sí.
-Entonces, ¿qué mejor momento para acabar con el asunto?
-Soy capaz de manejarlo, te lo aseguro. Sus bombas nucleares no los destruirán.
-Lo dudo. Bien, supongo que ahora me dejarás continuar, Etheriel. Se aproxima el momento señalado.
-Me gustaría ver los documentos pertinentes -repuso tercamente el serafín.
-Si insistes...
Y al instante, sobre la profunda negrura del firmamento sin aire, apareció en signos el texto de un Acta de Ascendencia.
Etheriel leyó en voz alta:
-«Por orden del Consejo Superior, se dispone por la presente que el arcángel Gabriel, número de serie, etcétera, etcétera (bueno, ése eres tú), se aproximará al planeta de clase A, número G753990, posteriormente conocido con el nombre de Tierra, el 1 de enero de 1957, a las 12.01 del día, según el horario local...»
Terminó la lectura en melancólico silencio.
-¿Satisfecho?
-No, pero no tengo más remedio que aceptarlo.
Gabriel sonrió. Una trompeta apareció en el espacio. Su forma era semejante a las terrestres, pero su áureo pulido se extendía de la Tierra al Sol, con la boquilla dirigida hacia los bellos y brillantes labios de Gabriel.
-¿No puedes darme un poco de tiempo para defender mi causa ante el Consejo? -preguntó desesperado Etheriel.
-¿De qué te serviría? El acta está firmada por el Jefe, y ya sabes que un acta firmada por Él es totalmente irrevocable. Y ahora, si no te importa, ya casi ha llegado el segundo convenido. Quiero terminar con esto de una vez, pues tengo otros asuntos de mucha mayor importancia en que pensar. ¿Me haces el favor de apartarte un poco? Gracias.
Gabriel sopló, y todo el Universo, hasta la más lejana estrella, se colmó con el tenue sonido, de tono perfecto y la más cristalina delicadeza. Al sonar, hubo un leve momento estático, tan leve como la línea que separa el pasado del futuro. Y en el acto, la estructura de los mundos se derrumbó sobre sí misma, y la materia se acumuló de nuevo en el caos primitivo del cual surgiera una vez al conjuro del Verbo. Las estrellas y las nebulosas desaparecieron, y el polvo cósmico, el Sol, los planetas y la Luna. Todo, excepto la Tierra, la cual quedó donde estaba, suspendida en el Universo, ahora vacío por completo.
La trompeta del Juicio Final había sonado.

R. E. Mann (todos cuantos le trataban le llamaban simplemente por sus iniciales, R. E.) entró en las oficinas de la Billikan Bitsies Factory y se quedó mirando sombrío al hombre de elevada estatura (flaco, pero con cierta ajada elegancia, intensificada por su pulcro bigote gris) que se hallaba encorvado sobre un montón de papeles que había en su mesa.
R. E. consultó su reloj de pulsera, que marcaba aún las 7:01, por haberse parado en esa hora. Naturalmente, se trataba de la hora de Oriente, que correspondía a las 12:01 del mediodía según el meridiano de Greenwich. Sus obscuros ojos pardos, que miraban penetrantes sobre un par de pronunciados pómulos, se posaron en los del otro con fijeza.
Durante unos instantes, el hombre de elevada estatura le miró a su vez inexpresivo. Luego dijo:
-¿Puedo servirle en algo?
-¿Horatio J. Billikan, supongo? ¿El propietario de esta fábrica?
-Sí.
-Yo soy R. E. Mann, y no pude evitar detenerme al ver a alguien trabajando. ¿No sabe usted qué día es hoy?
-Es el Día de la Resurrección.
-¡Ah, ya sé! Oí el toque. Destinado a despertar a los muertos... Qué historia tan buena, ¿no cree? -Rió entre dientes unos instantes y prosiguió-: Me desperté a las siete de la mañana. Di un codazo a mi mujer, que dormía como un tronco, según su costumbre. «Es la trompeta del Juicio Final, querida», le dije. Hortensia, así se llama mi mujer, me contestó: «Muy bien», y siguió durmiendo. Me bañé, me afeité, me vestí y vine al trabajo.
-¿Pero por qué?
-¿Y por qué no?
-Ninguno de sus empleados se ha presentado hoy.
-No, pobre gente. Se han tomado el día libre. Era de esperar. Después de todo, no se acaba el mundo todos los días. Con franqueza, me alegro. Me proporciona una oportunidad para poner en orden mi correspondencia personal sin interrupciones. El teléfono no ha sonado hasta ahora ni una sola vez... -Se levantó, dirigiéndose a la ventana-. Supone una gran mejoría... Nada de sol cegador, y la nieve ha desaparecido. Una luz agradable y un grato calor. Muy buen arreglo... Ahora, si no le importa, estoy bastante ocupado, así que me dispensará...
Un ronco vozarrón le interrumpió diciendo: «Un minuto, Horatio». Y un caballero que se parecía en grado notable a Billikan, aunque de facciones más marcadas, introdujo su prominente nariz en el despacho, asumiendo una actitud de dignidad ofendida, apenas disminuida por el hecho de hallarse desnudo.
-¿Puedo preguntarte por qué has cerrado la fábrica?
Billikan pareció a punto de desmayarse.
-¡Cielo Santo! -balbuceó-. ¡Es mi padre! ¿De dónde sales?
-Del cementerio -respondió el recién llegado-. ¿De dónde diablos quieres que salga? Están saliendo de allí a docenas. Todos desnudos. También las mujeres.
Billikan hijo carraspeó:
-Te daré algo de ropa, padre. Iré a buscártela a casa.
-No tiene importancia. El negocio primero, el negocio primero.
R. E. salió de su ensimismamiento para decir:
-¿Está todo el mundo abandonando sus tumbas al mismo tiempo, señor?
Mientras hablaba miraba con curiosidad a Billikan padre. El viejo parecía hallarse en la fuerza de la edad. Sus mejillas, aunque surcadas de arrugas, resplandecían de salud. Su edad, decidió R. E., era la misma que tenía en el momento de su muerte, pero su cuerpo había retrocedido a la época de su vida en que se hallaba en su plenitud.
Billikan padre contestó:
-No, no. Los de las tumbas más recientes salen primero. Tottersby murió cinco años antes que yo y salió unos cinco minutos después de mí. Fue el verle lo que me decidió a marcharme de allí. Ya tuve bastante con él cuando... -dio un puñetazo sobre la mesa, con un sólido puño-. No hay taxis ni autobuses. No funcionan los teléfonos. He tenido que venir a pie. Treinta y cinco kilómetros a pie.
-¿Así? -preguntó su hijo con espantada voz.
Billikan padre bajó la mirada para contemplar su piel al descubierto con despreocupada aprobación.
-Hace calor. Y la mayoría van desnudos... De todos modos, hijo, no he venido aquí para charlar de fruslerías. ¿Por qué está cerrada la fábrica?
-No está cerrada. Es una ocasión especial.
-¡Qué ocasión especial ni qué diablos! Llama al sindicato y diles que el Día de la Resurrección no figura en el contrato de trabajo. Se les deducirá a todos del salario. Cada minuto que permanezcan ausentes de su labor.
La rasurada cara de Billikan hijo tomó un aire de obstinada decisión, mientras escudriñaba a su padre.
-No -dijo-. No lo haré. No olvides que no eres tú quien está al mando de esta factoría, sino yo.
-¿Ah, sí? ¿Y con qué derecho?
-Por tu voluntad expresada en tu testamento.
-Muy bien. Pues ahora que estoy de regreso, anulo mi testamento.
-No puedes, padre. Estás muerto. Tal vez no lo parezcas, pero tengo testigos. Guardo el certificado médico. He pagado las facturas del empresario de pompas fúnebres. Si lo necesito, obtendré el testimonio de los portadores del féretro.
Billikan padre miró con fijeza a su hijo, se sentó, colocó una mano sobre el respaldo de su butaca y cruzó las piernas.
-Si vamos a eso -dijo-, todos estamos muertos, ¿no es así? El mundo se ha acabado.
-Pero tú has sido declarado legalmente muerto y yo no.
-¡Bah! Ya cambiaremos eso. Va a haber más de los nuestros que de los vuestros, hijo. Y los votos cuentan.
Billikan hijo dio una firme palmada sobre su mesa. Enrojeció ligeramente.
-Padre, no desearía abordar este punto particular, pero ya que me obligas a ello... Debo recordarte que en estos momentos madre debe estar ya esperándote en casa y que sin duda alguna se habrá visto también obligada a caminar por las calles..., desnuda. No creo que se sienta de muy buen humor.
Billikan padre se puso ridículamente pálido.
-¡Cielo santo! -exclamó.
-Y ya sabes que siempre deseó que te retirases.
Billikan padre adoptó una decisión rápida.
-No pienso ir a casa. ¡Vaya, esto es una pesadilla! ¿No hay límite alguno para esta histeria de la resurrección? Es..., es..., pura anarquía. No hay que extremar tanto las cosas. No, he dicho que no iré a casa y no voy.
En aquel punto, un caballero un tanto rotundo, de rostro terso, suave y sonrosado y blancas patillas a lo Francisco José, entró en el despacho y saludó fríamente:
-Buenos días.
-¡Padre! -dijo el Billikan desnudo.
-¡Abuelo! -dijo el Billikan vestido.
El abuelo Billikan miró a su nieto con aire de desaprobación:
-Si eres mi nieto, parece que has envejecido mucho. El cambio no te ha mejorado.
Billikan nieto sonrió con dispépsica debilidad y no respondió.
Tampoco el abuelo Billikan parecía esperar respuesta alguna. Continuó:
-Bien, si me ponen al corriente de cómo va el negocio en la actualidad, reasumiré mis funciones de director.
Hubo dos respuestas simultáneas, y el encendido de las mejillas del abuelo se intensificó hasta un grado peligroso, en tanto golpeaba perentorio el suelo con un bastón imaginario y ladraba una réplica.
R. E. decidió intervenir.
-Caballeros -dijo. Alzó un poco la voz-. ¡Caballeros! -y acabó por gritar a pleno pulmón-: ¡CABALLEROS!
La conversación cesó de repente, y todos se volvieron hacia él. El rostro anguloso de R. E., sus ojos singularmente atractivos y su sardónica boca parecieron dominar de pronto la reunión.
-No comprendo esta discusión -dijo-. ¿Qué es lo que fabrican ustedes?
-Copos -respondió Billikan nieto.
-O sea, si no me equivoco, un desayuno empaquetado, a base de cereales...
-Lleno de energía en cada uno de sus áureos trocitos... -proclamó Billikan nieto.
-Recubiertos de cristalino azúcar, dulce como la miel. Elaboración y alimento que... -rezongó Billikan padre.
-Tienta al más inapetente... -rugió Billikan abuelo.
-A eso iba -interrumpió R. E.-. ¿Qué clase de inapetencia?
Todos le miraron con aire estólido.
-¿Perdón? -dijo Billikan nieto, creyendo no haber entendido bien.
-Sí, ¿alguno de ustedes tiene apetito? -volvió a preguntar R. E.-. Yo no.
-¿Qué es lo que farfulla este estúpido? -barbotó Billikan abuelo.
Su invisible bastón habría medido las costillas de R. E. de haber existido (el bastón, no las costillas, claro). R. E. prosiguió:
-Estoy tratando de poner en su conocimiento que nadie querrá volver a comer. Nos hallamos en el después, y el alimento resulta innecesario.
Las expresiones que se dibujaron en los rostros de los Billikan no necesitaban interpretación alguna. Se hizo evidente que habían intentado comprobar sus propios apetitos y los habían hallado nulos.
Billikan nieto exclamó con el rostro ceniciento:
-¡Arruinados!
Billikan abuelo aporreó enérgica y ruidosamente con la contera de su imaginario bastón.
-Esto es una confiscación de la propiedad sin el debido procedimiento legal. Entablaremos pleito, litigaremos...
-Totalmente anticonstitucional -le apoyó Billikan padre.
-Si encuentran a alguien para que presente la demanda, les deseo buena suerte -manifestó R. E. en tono afable-. Y ahora, si me lo permiten, creo que voy a darme una vuelta por el cementerio.
Y encasquetándose el sombrero, se dirigió a la puerta y salió.

Etheriel, con sus vórtices estremecidos, se vio ante la gloria de un querubín de seis alas.
-Si te he entendido bien -dijo éste-, tu universo particular ha sido desmantelado.
-Exacto.
-Bueno, supongo que no esperarás que yo lo ajuste de nuevo...
-No espero que hagas nada, excepto conseguirme una entrevista con el Jefe.
Al oír este nombre, el querubín se apresuró a exponer su respeto. Las puntas de dos de sus alas le cubrieron los pies, otras dos los ojos y las dos últimas la boca. Volviendo a su estado normal, repuso:
-El Jefe está muy ocupado. Tiene una miríada de asuntos que resolver.
-¿Y quién lo niega? Me limito a señalar que, si las cosas continúan como hasta ahora, tendrá un universo en el cual Satán logrará la victoria final.
-Es el nombre hebreo del Adversario -explicó impaciente Etheriel-. Podría llamarle también Ahrimán, que es la palabra persa. En cualquier caso, me refiero al Adversario.
-¿Y a qué te conducirá una entrevista con el Jefe? -dijo el querubín-. Firmó el documento que autorizaba tocar la trompeta del Juicio Final, y ya sabes que su firma es irrevocable. El Jefe no contradiría nunca su propia omnipotencia revocando una palabra pronunciada en su facultad oficial.
-¿Es tu última decisión? ¿No quieres concertarme una entrevista?
-No puedo.
-En ese caso -decidió Etheriel- acudiré al Jefe sin que me sea concedida audiencia. Invadiré el Móvil Primero. Y si ello significa mi destrucción, que así sea.
E hizo acopio de todas sus energías...
-¡Sacrilegio! -murmuró horrorizado el querubín.
Se oyó como un trueno cuando Etheriel salió disparado hacia las alturas.

R. E. Mann recorrió las atestadas calles, acostumbrándose poco a poco a la visión de toda aquella gente aturdida, incrédula, apática, vestida sucintamente o, con mayor frecuencia, sin nada encima.
Una chiquilla que aparentaba unos doce años, colgada de una puerta de hierro, con un pie posado sobre un barrote y balanceándose adelante y atrás, le saludó al pasar:
-¡Hola!
-¡Hola! -correspondió R. E.
La niña estaba vestida. No era uno de los... retornados.
-Tenemos un nuevo bebé en casa. Es una hermanita. Mamá no hace más que quejarse y me ha mandado aquí.
-Me parece muy bien -dijo R. E.
Cruzó la verja y se dirigió a la casa, de modesto aspecto. Tocó el timbre y, al no obtener respuesta, abrió la puerta y penetró en el interior. Siguiendo el sonido de los sollozos, llamó con los nudillos a una segunda puerta. Un hombre vigoroso, de unos cincuenta años, de escaso pelo, gruesas mejillas y prominente mandíbula, abrió y le dirigió una mirada, mezcla de asombro y enfado.
-¿Quién es usted?
R. E. se quitó el sombrero.
-Pensé que podría servir de alguna ayuda. Su pequeña, que está fuera...
Una mujer, sentada en una silla junto a una cama de matrimonio, alzó la vista hacia él con aire desvalido. Su cabello comenzaba a encanecer. Tenía el rostro abotargado por el llanto, y las venas de las manos amoratadas e hinchadas. Una criatura se hallaba sobre la cama, gordezuela y desnuda, agitando lánguidamente los pies y dirigiendo acá y allá sus ojos sin vista aún.
-Es mi pequeña -dijo la mujer-. Nació hace veintitrés años, en esta casa, y murió a los diez días, también aquí. ¡Deseé tanto que volviera!
-Bueno, pues ya la tiene -la animó R. E.
-¡Pero es demasiado tarde! -clamó la mujer, en una especie de vehemente sollozo-. Tuve otros tres hijos. Mi hija mayor está casada, mi hijo cumpliendo el servicio militar. Y ya soy demasiado vieja para criar a otro. Si por lo menos..., si por lo menos...
Sus facciones se contrajeron en un esfuerzo por reprimir las lágrimas. No lo consiguió.
Su marido intervino, diciendo con voz átona:
-No es una criatura real. No llora. No se ensucia. No quiere tomar leche. ¿Qué vamos a hacer con ella? Jamás crecerá. Siempre seguirá siendo un bebé.
R. E. meneó la cabeza.
-No lo sé. Siento no poder hacer nada para ayudarles.
Y se marchó sosegadamente. Pensó sin perder la calma en los hospitales y las clínicas. Miles de criaturas debían estar apareciendo en ellos.
«Que las cuelguen en perchas -pensó sardónico-. Que las hacinen como leños, en atados. No necesitan cuidados. Sus cuerpecillos no son más que el recipiente de una indestructible chispa vital.»
Pasó ante dos chiquillos al parecer de la misma edad, tal vez unos diez años. Sus voces eran agudas. El cuerpo de uno de ellos brillaba bajo la luz no solar, de manera que se trataba de un retornado. El otro no. R. E. se detuvo a escucharles.
-Tuve la escarlatina -decía el desnudo.
-¡Sí, claro! -exclamó el vestido, con una chispa de envidia en la voz.
-Por eso morí.
-¿Ah, sí? ¿Qué te dieron, penicilina o aureomicina?
-¿De qué hablas?
-Son medicinas.
-Nunca oí hablar de ellas.
-Chico, pues no has oído hablar de mucho.
-Sé tanto como tú.
-Conque sí, ¿eh?
-A ver, ¿quién es el presidente de Estados Unidos?
-Warren Harding.
-Estás chiflado. Es Eisenhower.
-¿Quién es ése?
-¿No lo has visto nunca en la televisión?
-¿Qué es la televisión?
El chico vestido gritó como para romperle los tímpanos a cualquiera:
-Algo que, moviendo un botón, se ven artistas, películas, vaqueros, lanzamientos de cohetes y todo lo que se quiera.
-A ver, enséñamelo.
-No funciona en este momento -confesó tras una pausa el niño del presente.
El otro manifestó su enojo, gritando a su vez:
-Lo que pasa es que no ha funcionado nunca. Eres un embustero.
R. E. se encogió de hombros y siguió adelante.
Los grupos escaseaban al acercarse al cementerio. Todos se encaminaban a la ciudad, desnudos.
Un hombre le detuvo. De aspecto jovial, con la piel sonrosada y el cabello blanco, se le veían las marcas de los lentes a ambos lados del puente de la nariz, aunque no los llevaba.
-Se le saluda, amigo -dijo.
-¡Hola! -respondió R. E.
-Usted es el primer hombre vestido que veo. Supongo que estaba vivo cuando sonó la trompeta.
-En efecto.
-Bien, ¿no le parece grande todo esto? ¿No lo encuentra maravilloso y extraordinario? Venga, regocíjese conmigo.
-Le gusta a usted esto, ¿verdad?
-¿Gustar? Una alegría pura y radiante me colma. Estamos rodeados por la luz del primer día, la luz que resplandecía suave y serenamente antes que fueran creados el Sol, la Luna y las estrellas. Usted debe conocer el Génesis, claro. Hay el dulce calor que debió ser uno de los mayores deleites del Edén, no el enervante de un sol implacable, ni el asalto del frío en su ausencia. Hombres y mujeres andan por las calles sin ropa alguna y no se avergüenzan. Todo está bien, amigo, todo está bien.
-Desde luego, es un hecho que no me ha impresionado el despliegue femenino.
-Pues claro que no -corroboró el otro-. El deseo y el pecado, tal como lo recordamos de nuestra existencia terrenal, ya no existen. Permítame que me presente, amigo, tal como fui en otros tiempos. Mi nombre en la Tierra fue Winthrop Hester. Nací en 1812 y morí en 1884, tal como entonces contábamos el tiempo. A lo largo de los últimos cuarenta años de mi vida, laboré para conducir mi pequeño rebaño hasta el Reino. Ahora podré contar los que gané para él.
R. E. contempló con solemnidad al ministro de la Iglesia.
-Lo más probable es que no haya habido ningún Juicio todavía.
-¿Por qué no? El Señor ve en el interior de cada hombre, y en el mismo instante en que todas las cosas del mundo cesaron, todos fueron juzgados. Nosotros somos los salvos.
-Pues deben haberse salvado muchos.
-Por el contrario, hijo mío, los salvos no son sino un resto.
-Un resto muy nutrido... Por lo que puedo colegir, todo el mundo vuelve a la vida. Y he visto en la ciudad algunos personajes muy desagradables tan vivos como usted.
-Un arrepentimiento de último momento...
-Yo nunca me he arrepentido.
-¿De qué, hijo mío?
-Del hecho de no haber asistido nunca a la iglesia.
Winthrop Hester se echó atrás presuroso.
-¿Fue usted bautizado alguna vez?
-No, que yo sepa.
Winthrop Hester tembló.
-Pero seguro que creyó en Dios.
-Bueno. Creí una serie de cosas sobre Él que probablemente le espantarían si se las dijera.
Whinthrop Hester se dio la vuelta y se marchó presa de gran agitación.
En lo que quedaba de camino hasta el cementerio (R. E. no tenía medios de calcular el tiempo ni se le ocurrió intentarlo), nadie más le detuvo. Halló el cementerio casi vacío, sin árboles ni hierba. Pensó que no quedaba ya verdor en el mundo; el mismo suelo presentaba un gris duro e informe, sin granulación; el firmamento, una blancura luminosa. Sin embargo, las lápidas subsistían.
Sobre una de ellas se hallaba sentado un hombre flaco y con arrugas, de largo cabello negro y una mata de pelo, más corto, aunque más impresionante, en el pecho y la parte superior de los brazos. Le llamó con profunda voz:
-¡Eh, usted!
-Hola -dijo R. E., sentándose en otra lápida vecina.
El del pelo negro dijo:
-Su indumentaria tiene un aspecto muy raro. ¿En qué año ha sucedido esto?
-En 1957.
-Yo morí en 1807. ¡Curioso! Esperaba que a estas alturas me habría convertido en un buen churrasco, con las llamas eternas brotando de mis entrañas.
-¿No piensa venir a la ciudad?
-Me llamo Zeb -dijo el otro-. Abreviatura de Zebulón, pero con Zeb basta. ¿Qué tal la ciudad? ¿Habrá cambiado un poco, supongo?
-Ha llegado a los cien mil habitantes.
La boca de Zeb dibujó algo semejante a un bostezo.
-¡Vaya! ¿Más que Filadelfia...? Usted bromea.
-Filadelfia tiene... -R. E. se detuvo. Exponer la cifra no serviría de nada. En vez de ello, dijo-: Ha crecido lo normal en una ciudad durante ciento cincuenta años...
-¿El país también?
-Ahora tenemos cuarenta y ocho estados. Lo ocupamos todo hasta el Pacífico.
-¡No me diga! -Zeb se dio una fuerte palmada de contento en el muslo y respingó ante la ausencia de tela que hubiera atenuado el golpe-. Me iría al oeste si no se me necesitara aquí. Sí, señor -su cara se ensombreció, y sus delgados labios tomaron un rictus de definida inflexibilidad-. Sí, me quedaré aquí, donde soy necesario.
-¿Por qué es necesario?
La explicación surgió con breve y duro laconismo.
-¡Indios!
-¿Indios?
-Millones de ellos. Primero las tribus que combatimos y liquidamos, y encima las que nunca vieron a un hombre blanco. Todos ellos están volviendo a la vida. Necesitaré a mis viejos camaradas. Ustedes, los tipos de la ciudad, no valen para eso... ¿Ha visto alguna vez a un indio?
-Últimamente no.
Zeb esbozó un gesto de desprecio e intentó escupir a un lado, pero no encontró saliva para ello.
-Más vale que regrese a la ciudad -dijo-. Dentro de poco, no habrá la menor seguridad por estos parajes. Desearía tener mi mosquetón.
R. E. se puso en pie, meditó un momento, se encogió de hombros y se dirigió a la ciudad. La lápida sobre la que había estado sentado se desplomó al levantarse, convirtiéndose en polvo de piedra gris, que se amalgamó con la tierra informe. Miró en derredor. La mayoría de las lápidas habían desaparecido. El resto no tardaría en hacerlo. Sólo la que estaba bajo Zeb parecía aún firme y fuerte.
R. E. echó a andar. Zeb ni siquiera se volvió para mirarle. Seguía inmóvil y en calma, en espera... de los indios.

Etheriel se zambulló a través de los cielos con temeraria celeridad. Los ojos de los Ascendientes se hallaban posados sobre él, lo sabía. Desde el serafín creado en último lugar, pasando por los querubines y los ángeles, hasta el más elevado de los arcángeles, todos debían estar contemplándole.
Había llegado ya más arriba que ningún Ascendiente estuviera nunca sin ser invitado, y esperaba el palpitar del Verbo que reduciría sus vórtices a la nada.
Mas no vaciló. A través del no-espacio y el no-tiempo se precipitó hacia la unión con el Móvil Primero, la sede que circundaba todo lo que Es, Fue, Sería, Había Sido, Podía Ser y Debía Ser.
Y al pensarlo, irrumpió y se fundió con él, expandiéndose su ser de manera que, por un instante, formó parte del Todo. Sin embargo, de un modo misericorde, sus sentidos se velaron, y el Jefe se convirtió en una queda voz en su interior, tenue pero tanto más impresionante en su infinita plenitud.
-Hijo mío -dijo la voz-, ya sé por qué has venido.
-Entonces ayúdame, si tal es tu voluntad.
-Por mi propia voluntad, un acto mío es irrevocable. Todo tu género humano, hijo mío, anhelaba vivir. Todos temían la muerte. Todos albergaban y desarrollaban pensamientos y sueños de vida ilimitada. No dos grupos de hombres, no dos hombres aislados. Todos desarrollaban la misma idea de la vida futura, todos deseaban vivir. Se pedía que fuese el común denominador de todos esos deseos... de vida eterna. Y accedí.
-Ningún servidor tuyo presentó la solicitud.
-La presentó el Adversario, hijo mío.
La débil gloria de Etheriel desfalleció. Murmuró en voz baja:
-Soy polvo a tu vista e inmerecedor de estar en tu presencia, pero debo hacerte una pregunta. ¿También el Adversario es tu servidor?
-Sin él, no podría tener ningún otro -repuso el Jefe-. ¿Pues qué es el Bien sino la lucha eterna contra el Mal?
«Y en esa lucha -pensó Etheriel-, yo he perdido.»

R. E. se detuvo a la vista de la ciudad. Los edificios se estaban derrumbando. Los de madera eran ya montones de astillas. Se dirigió al más próximo de tales hacinamientos y halló las astillas polvorientas y secas.
Penetró más profundamente en la ciudad y vio que las casas de ladrillo se mantenían aún en pie, si bien los ladrillos presentaban una siniestra redondez en los bordes, un amenazador descascarillamiento.
-No durarán mucho -dijo una voz profunda-, pero hasta cierto punto supone un consuelo saber que al derrumbarse no matarán a nadie.
R. E. alzó la vista sorprendido y se halló cara a cara con un cadavérico Don Quijote de deprimidas mandíbulas y hundidas mejillas. Sus ojos eran tristes; su cabello, castaño y lacio. La ropa le colgaba flojamente, y la piel asomaba a través de varios desgarrones.
-Mi nombre es Richard Levine -dijo el individuo-. Era profesor de historia..., antes que esto ocurriera.
-Va usted vestido -observó R. E.-. Así que no es uno de los resucitados.
-No, pero esa señal que me diferencia va desapareciendo. La ropa se cae a jirones.
R. E. observó a la muchedumbre que pasaba, moviéndose lentamente y sin meta, como polillas bajo un rayo de sol. En efecto, pocos llevaban ropa. Se miró la suya y por primera vez reparó en que se había desprendido ya la costura lateral de las perneras de sus pantalones. Tomó entre pulgar e índice la tela de su chaqueta, y la lana se desmenuzó con facilidad.
-Me parece que tiene usted razón -dijo a Levine.
-Y si se fija, verá también que Mellon's Hill está quedando raso -prosiguió el profesor de historia.
R. E. dirigió la mirada al norte, donde las mansiones de la aristocracia -toda la aristocracia que había en la ciudad- festoneaban las laderas de Mellon's Hill, y halló casi liso el horizonte.
-Al final -anunció Levine-, todo se reducirá a una planicie, sin ningún rasgo característico. La nada..., y nosotros.
-Y los indios -añadió R. E.-. Hay un hombre al exterior de la ciudad que los espera. No hace más que clamar por un mosquetón.
-Imagino que los indios no nos causarán ninguna desazón. No hay placer alguno en combatir a un enemigo al que no se puede matar o herir. Y aunque se pudiera, el anhelo de batalla habría desaparecido, como todos los anhelos.
-¿Está usted seguro?
-Segurísimo. Aunque no se lo imagine al mirarme, antes que todo esto aconteciera, me causaba un gran e inofensivo placer la contemplación de una figura femenina. Ahora, pese a las oportunidades sin par a mi disposición, me siento irritantemente falto de interés. No, no es cierto... Ni siquiera me causa irritación mi desinterés.
R. E. lanzó una breve ojeada a los transeúntes.
-Ya sé lo que quiere decir.
-La venida de los indios aquí no significa nada comparada con lo que debe ser la situación en el Viejo Mundo -prosiguió Levine-. Ya en las primeras horas de la Resurrección, sin duda volvieron a la vida Hitler y su Wehrmacht. Ahora deben hallarse en compañía y mezcolanza con Stalin y el Ejército Rojo, en todo el camino que va desde Berlín a Stalingrado. Para complicar la situación, llegarán los káiseres y los zares. Los hombres de Verdún y el Some volverán a los antiguos campos de batalla. Napoleón y sus mariscales se desparramarán por la Europa occidental. Y Mahoma habrá vuelto para ver lo que épocas posteriores han hecho del Islam, mientras que los santos y los apóstoles estudiarán las sendas de la cristiandad. Y hasta los mongoles, pobrecillos, los Kanes de Temujin a Aurangzeb, recorrerán desamparados las estepas, en anhelante búsqueda de caballos.
-Como profesor de historia, lo lógico es que anhele también estar allí para observar.
-¿Cómo podría estar allí? La posición de todo hombre en la Tierra queda limitada ahora a la distancia que puede recorrer caminando. No hay máquinas de ninguna especie y, como he mencionado ya, tampoco caballos ni cabalgadura alguna. Y al fin y al cabo, ¿qué cree que encontraría en Europa de todos modos? Apatía, igual que aquí.
El sordo ruido de una caída hizo que R. E. girase en redondo. El ala de un edificio de ladrillo próximo a ellos se había derrumbado. A ambos lados, entre el polvo, había cascotes. Sin duda, alguno de ellos le había golpeado sin que se diera cuenta.
-Encontré a un hombre que pensaba que todos habíamos sido ya juzgados y estábamos en el cielo -dijo.
-¿Juzgados? Sí, me imagino que lo estamos. Nos enfrentamos ahora a la eternidad. No nos queda ningún universo, ni fenómenos exteriores, ni emociones, ni pasiones. Nada, sino nosotros mismos y el pensamiento. Nos enfrentamos a una eternidad de introspección, cuando nunca, a lo largo de la historia, hemos sabido qué hacer de nosotros mismos en un domingo lluvioso.
-Parece como si la situación le molestara.
-Mucho más que eso. Las concepciones dantescas del infierno eran pueriles e indignas de la imaginación divina. Fuego y tortura... El hastío es mucho más sutil. La tortura interior de una mente incapaz de escapar de sí misma en modo alguno, condenada a pudrirse en la exudación de su propio pus mental por toda la eternidad resulta mucho más refinada. Sí, amigo mío, hemos sido juzgados..., y condenados. Y esto no es el cielo, sino el infierno.
Levine se levantó, con los hombros abrumados por el decaimiento, y se marchó.
R. E. miró pensativo en derredor y asintió con la cabeza. Estaba convencido.

El reconocimiento del propio fracaso duró sólo un instante en Etheriel. De pronto, alzó su ser tan brillante y elevadamente como osó en presencia del Jefe, y su gloria fue una pequeña mota de luz en el infinito Móvil Primero.
-Si debe cumplirse tu voluntad -dijo-, no pido que renuncies a ella, sino que la colmes.
-¿De qué modo, hijo mío?
-El documento aprobado por el Consejo de Ascendientes y firmado por Ti señala el Día de la Resurrección para una hora específica de un día determinado del año 1957, según el cómputo del tiempo de los terrestres.
-Así es.
-Pero la fijación de la fecha es impropia. En efecto, ¿qué significa 1957? Para la cultura dominante en la Tierra, significa que transcurrieron mil novecientos cincuenta y siete años después del nacimiento de Jesucristo, cosa muy cierta. Sin embargo, desde el instante en que insuflaste la existencia a la Tierra y al Universo, han pasado 5.960 años. Y basándose en la evidencia interna de tu creación dentro de este universo, han pasado cerca de cuatro billones de años. ¿Cuál es por lo tanto el año impropio, el 1957, el 5960 o el 4000000000000? Y no es eso todo. El año 1957 después de Jesucristo coincide con el 7474 de la era bizantina y con el 5716 según el calendario judío. Igualmente, corresponde al año 2708 desde la fundación de Roma, en caso que adoptemos el calendario romano, y al 1375 en el calendario mahometano, y al 180 de la independencia de Estados Unidos... Así que te pregunto humildemente: ¿no te parece que un año mencionado como 1957, sin especificar más, resulta impropio y sin significado alguno?
La voz profunda, sosegada y tenue, a la par que intensa, del Jefe repuso:
-Siempre supe eso, hijo mío. Eras tú quien tenías que aprenderlo.
-Entonces -rogó Etheriel, con un luminoso temblor de alegría-, haz que se cumpla tu designio al pie de la letra y, en consecuencia, que el Día de la Resurrección recaiga, en efecto, en el 1957 prescripto, pero sólo cuando todos los habitantes de la Tierra acuerden por unanimidad que un año determinado, y ningún otro, corresponde a 1957.
-Así sea -asintió el Jefe.
Y su Verbo recreó la Tierra y todo cuanto contenía, junto con el Sol, la Luna y todos los demás huéspedes del cielo.

Eran las siete de la mañana del 1 de enero de 1957 cuando R. E. Mann se despertó sobresaltado. El comienzo de la melodiosa nota que debía haber llenado el Universo había sonado y sin embargo no había sonado.
Por un instante, enderezó la cabeza, como si quisiera hacer penetrar en ella la comprensión. Luego, cruzó por su rostro un leve gesto de rabia, que se desvaneció muy pronto. No había sido más que otra batalla.
Se sentó ante su escritorio para componer el siguiente plan de acción. La gente hablaba ya de la reforma del calendario y había que apoyarla. Una nueva era debía comenzar el 2 de diciembre de 1944. Algún día llegaría el nuevo año 1957. El 1957 de la era atómica, reconocido como tal por todo el mundo.
Una extraña luz fulguró en su cerebro, mientras los pensamientos se sucedían en su mente más que humana. Y dos pequeños cuernos, uno en cada sien, parecieron dibujarse en la sombra de Ahrimán proyectada en la pared *.
*_ En inglés, R. E. Mann se pronuncia de manera muy semejante a Ahrimán (N. del T.).



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Treta tridimensional
Isaac Asimov


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-Vamos, vamos -dijo Shapur con bastante cortesía, considerando que se trataba de un demonio-. Está usted desperdiciando mi tiempo. Y el suyo propio también, podría añadir, puesto que sólo le queda media hora.
Y su rabo se enroscó.
-¿No es desmaterialización? -preguntó caviloso Isidore Wellby.
-Ya le he dicho que no.
Por centésima vez, Wellby miró el bronce que le rodeaba por todas partes sin solución de continuidad. El demonio se había permitido el impío placer (¿de qué otra clase iba a ser?) de señalar que el piso, el techo y las cuatro paredes carecían de rasgos diferenciales, y estaban formados todos ellos por planchas de bronce de sesenta centímetros soldadas sin unión.
Era la última estancia cerrada, y Wellby disponía sólo de otra media hora para salir de ella. El demonio le contemplaba con expresión de concentrada anticipación.

Isidore Wellby había firmado diez años antes, que se cumplían aquel día.
-Pagamos de antemano -insistió Shapur en tono persuasivo-. Diez años de todo cuanto desee, dentro de lo razonable. Al final, pasará a ser un demonio. Uno de los nuestros, con un nuevo nombre de demoníaca potencia y todos los privilegios que eso incluye. Apenas se dará cuenta que está condenado. De todos modos, aunque no firme, tal vez acabe igual en el fuego, por el simple curso de los acontecimientos. Nunca se sabe... Fíjese en mí. No lo hago tan mal. Firmé, disfruté de mis diez años, y aquí estoy. No lo hago tan mal.
-En ese caso, si puedo terminar por condenarme, ¿por qué se muestra tan ansioso para que firme? -preguntó Wellby.
-No resulta fácil reclutar directivos para el infierno -respondió el demonio con un franco encogimiento de hombros, que intensificó el débil olor a bióxido sulfúrico que se advertía en el aire-. Todo el mundo especula para llegar al cielo. Una pobre especulación, pero así es. Yo creo que usted es demasiado sensible para eso. Pero entretanto nos encontramos con más almas condenadas de las que somos capaces de atender y una creciente penuria en el plano administrativo.
Wellby, que acababa de ser licenciado del ejército con muy poco entre las manos, a excepción de una cojera y la carta de despedida de una muchacha a la que en cierto modo amaba aún, se pinchó el dedo y suspiró.
Lógicamente, leyó primero el pequeño impreso. Tras la firma con su sangre, se depositaría en su cuenta cierta cantidad de poder demoníaco. No sabía en detalle cómo se manejaban aquellos poderes, ni siquiera la naturaleza de los mismos. Sin embargo, vería colmados sus deseos de tal modo que parecerían el producto de mecanismos perfectamente normales.
Desde luego, no se cumpliría ningún deseo que interfiriese con los designios superiores y con los propósitos de la historia humana. Wellby enarcó las cejas ante esta cláusula.
Shapur carraspeó.
-Una precaución que nos ha sido impuesta por..., ¡ejem!..., Arriba. Sea razonable. La limitación no le supondrá obstáculo alguno.
-Parece también una cláusula trampa.
-Algo de eso, sí. Después de todo, debemos comprobar sus aptitudes para el puesto. Como ve, se establece que, al finalizar sus diez años, deberá ejecutar una tarea para nosotros, una labor que sus poderes demoníacos le harán perfectamente posible realizar. No le diremos aún la naturaleza de esa tarea, pero dispondrá de diez años para estudiar sus poderes. Considere toda la cuestión como un examen de ingreso.
-Y si no paso la prueba, ¿qué?
-En tal caso -respondió el demonio-, será usted una vulgar alma condenada. .-Y como al fin y al cabo era demonio, sus ojos fulguraron humeantes ante la idea, y sus ganchudos dedos se retorcieron como si los sintiera ya profundamente clavados en las partes vitales de su interlocutor. No obstante, añadió con suavidad-: ¡Oh, vamos! La prueba será sencilla. Preferimos tenerle como directivo que como un alma más en nuestras manos.
A Wellby, sumido en melancólicos pensamientos sobre su inasequible amada, le importaba muy poco por el momento lo que sucedería al cabo de diez años. Firmó.
Los diez años pasaron rápidamente. Como el demonio había predicho, Isidore Wellby se mostró razonable y las cosas marcharon bien. Aceptó un trabajo y, como aparecía siempre en el momento adecuado y en el lugar oportuno y siempre decía la palabra apropiada al hombre apropiado, alcanzó pronto un puesto de gran autoridad.
Las inversiones que hacía resultaban invariablemente beneficiosas. Y lo más gratificante fue que su chica volvió a él con el arrepentimiento más sincero y la más satisfactoria adoración.
Su casamiento fue feliz y bendecido con cuatro criaturas, dos varones y dos hembras, todos ellos inteligentes y con un comportamiento razonable. Al final de los diez años, se hallaba en la cúspide de su autoridad, reputación y riqueza, en tanto que su mujer, al madurar, se había vuelto todavía más bella.
Y a los diez años (en el día justo, naturalmente) de establecer el pacto, se despertó para encontrarse, no en su dormitorio, sino en una horrible cámara de bronce de la más espantosa solidez, sin más compañía que la de un ávido demonio.
-Todo lo que tiene que hacer es salir de aquí y se convertirá en uno de los nuestros -le explicó Shapur-. Lo conseguirá con facilidad empleando con lógica sus poderes demoníacos, siempre que sepa cómo manejarlos. A estas alturas, debería saberlo.
-Mi mujer y mis pequeños se inquietarán mucho por mi desaparición -dijo Wellby, con un comienzo de arrepentimiento.
-Hallarán su cadáver -manifestó el demonio en tono de consuelo-. Habrá muerto al parecer de un ataque al corazón. Celebrarán unos funerales magníficos. El sacerdote anunciará su subida al cielo, y nosotros no le desilusionaremos, como tampoco a quienes le estén escuchando. Vamos, Wellby, dispone usted de tiempo hasta el mediodía.
Wellby, que se había acorazado en su inconsciente durante los diez años para este momento, se sintió menos asaltado por el pánico de lo que podía haberlo estado. Miró inquisitivo a su alrededor.
-¿Está herméticamente cerrada esta habitación? ¿No hay aberturas secretas?
-Ninguna en paredes, piso o techo -dijo el demonio con deleite profesional ante su obra-. Ni tampoco en las intersecciones de cualquiera de las superficies. ¿Va a renunciar?
-No, no. Deme tan sólo tiempo.
Wellby meditó intensamente. No había señal alguna de cierre en la estancia. Sin embargo, se notaba como una corriente de aire. Tal vez penetrase por desmaterialización a través de las paredes. Quizá también el demonio había entrado así. Estaba en lo posible que él, Wellby, pudiera desmaterializarse para salir. Lo preguntó.
El demonio le respondió con una risita entre sus dientes afilados.
-La desmaterialización no forma parte de sus poderes. Ni tampoco la empleé yo para entrar.
-¿Está seguro?
-La cámara es de mi propia creación -manifestó petulante el demonio-. La construí especialmente para usted.
-¿Y penetró desde el exterior?
-Así fue.
-¿Y yo también podría hacerlo con los poderes demoníacos que poseo?
-En efecto. Mire, seamos precisos. No puede moverse a través de la materia, pero sí en cualquier dimensión, por un simple esfuerzo de su voluntad. Arriba y abajo, a derecha e izquierda, oblicuamente, etcétera, mas no atravesar la materia en modo alguno.
Wellby siguió cavilando, mientras Shapur le señalaba la suma e inconmovible solidez de las paredes de bronce, del piso y del techo, y su inquebrantable acabado.
A Wellby le pareció obvio que Shapur, por mucho que creyera en la necesidad de reclutar directivos, estaba pura y simplemente conteniendo su demoníaco placer ante la posibilidad de ver en sus garras una vulgar alma condenada, para jugar con ella al gato y al ratón.
-Cuando menos -dijo Wellby, con afligido intento de aferrarse a la filosofía-, me quedará el consuelo de pensar en los diez felices años que disfruté. Seguro que eso significará un alivio y un consuelo hasta para un alma condenada en el infierno.
-En absoluto -denegó el demonio-. ¿Qué clase de infierno sería si se permitiesen consuelos? Todo cuanto uno obtiene en la Tierra por pacto con el diablo, como en su caso (o el mío), es punto por punto lo mismo que se habría logrado sin tal pacto, de haber trabajado con laboriosidad y plena confianza en... Arriba. Eso es lo que transforma tales convenios en algo tan auténticamente demoníaco.
Y el demonio rió con una especie de regocijado aullido.
Wellby exclamó lleno de indignación:
-¿Quiere decir que mi mujer hubiese vuelto a mí aunque no hubiese firmado el contrato?
-Está en lo posible -respondió Shapur-. Todo cuanto sucede es por voluntad de... Arriba. Ni siquiera nosotros podemos cambiar eso.
El pesar de aquel momento debió agudizar los sentidos de Wellby, pues fue entonces cuando se desvaneció, dejando la habitación vacía, excepto por la presencia de un sorprendido demonio. Y la sorpresa de éste se tornó furia cuando reparó en el contrato con Wellby que había estado sosteniendo en su mano hasta aquel momento para la acción final, en un sentido o en otro.

Diez años (día por día, claro) después que Isidore Wellby hubiera firmado su pacto con Shapur, el demonio penetró en su despacho y le dijo con el mayor enojo:
-¡Mire aquí...!
Wellby alzó la vista de su trabajo, asombrado.
-¿Quién es usted?
-Sabe demasiado bien quién soy.
Y miró al hombre con ojos duros y penetrantes.
-En absoluto -respondió Wellby.
-Creo que dice la verdad, pero le refrescaré la memoria.
Y así lo hizo en el acto, detallando los acontecimientos de los últimos diez años.
-¡Ah, sí! -dijo Wellby-. Puedo explicarlo, desde luego, ¿pero está seguro que no seremos interrumpidos?
-No, no lo seremos -respondió ceñudo el demonio.
-Bueno, pues me hallaba en aquella cámara cerrada de bronce y...
-No me interesa eso. Lo que quiero es saber...
-¡Por favor! Déjeme que lo cuente a mi modo.
El demonio contrajo las mandíbulas y exhaló tal cantidad de bióxido sulfúrico que Wellby tosió y adoptó una expresión de sufrimiento.
-Si quisiera apartarse un poco... –rogó-. Gracias... Así, pues, me hallaba en aquella cámara cerrada de bronce y recuerdo que usted me exponía la ausencia de toda solución de continuidad en las cuatro pareces, el piso y el techo. Y se me ocurrió preguntarme por qué especificaba eso. ¿Qué más había, aparte de las paredes, el piso y el techo? Definía usted un espacio tridimensional, completamente circunscrito. Y eso era, en efecto. Tridimensional. La habitación no estaba incluida en la cuarta dimensión. No existía de forma indefinida en el pasado. Dijo que la había creado para mí. Pensé entonces que, si uno se trasladaba al pasado, llegaría a un punto en el tiempo, en el que no existía la cámara y, por lo tanto, se hallaría fuera de la misma. Más aún, usted había dicho que podía moverme en cualquier dimensión, y el tiempo se considera sin la menor duda una dimensión. En todo caso, tan pronto como decidí moverme hacia el pasado, me retrotraje a tremenda velocidad, y de repente el bronce desapareció.
Shapur clamó acongojado.
-Ya me lo imagino. No podría haber escapado de otra manera. Es ese contrato suyo lo que me preocupa. No se ha convertido en una vulgar alma condenada. De acuerdo, eso forma parte del juego. Pero al menos debe ser uno de los nuestros, un ejecutivo. Para eso se le pagó. Si no lo entrego abajo, me veré en un enorme lío.
Wellby se encogió de hombros.
-Lo siento por usted, desde luego, pero no puedo ayudarle. Debió haber creado la cámara de bronce inmediatamente después que yo estampara mi firma en el documento. Como no fue así, al salir de ella me encontré justo en el momento en que establecíamos nuestro convenio. Allí estaba usted de nuevo y allí estaba yo. Usted empujando el contrato hacia mí, y una pluma con la que me había de pinchar el dedo. Sin duda, al retroceder en el tiempo, el futuro se borró de mi recuerdo, pero no del todo al parecer. Al tenderme usted el contrato, me sentí inquieto. No recordé el futuro, pero me sentí inquieto. Por lo tanto, no firmé. Le devolví el contrato en blanco.
Shapur rechinó los dientes.
-Debí darme cuenta. Si las reglas de la probabilidad afectasen a los demonios, debiera haberme desplazado con usted a este nuevo mundo supuesto. Tal como han sucedido las cosas, todo cuanto me queda por decir es que ha perdido los diez años felices que le abonamos. Es un consuelo. Y ya le atraparemos al final. Otro consuelo.
-¿Ah, sí? -replicó Wellby-. ¿De modo que hay consuelos en el infierno? A través de los diez años que he vivido realmente, ignoré lo que quizá hubiera obtenido. Pero ahora que me trae usted a la memoria el recuerdo de «los diez años que pudieron haber sido», recuerdo también que en la cámara de bronce me dijo que los convenios demoníacos no daban nada que no se obtuviera mediante la laboriosidad y la confianza en... Arriba. He sido laborioso y he confiado.
Los ojos de Wellby se posaron sobre la fotografía de su bella esposa y los cuatro hermosos hijos. Luego, paseó la vista por el lujoso despacho, decorado con el mejor gusto.
-Puedo muy bien escapar por completo al infierno. También el decidir esto se halla fuera de su poder -añadió.
Y el demonio, lanzando un horrible chillido, se desvaneció para siempre
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ANGELES Y DEMONIOS -- ARMAGEDON -- FREDRIC BROWN

ANGELES Y DEMONIOS
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Armagedón
Fredric Brown



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Tuvo lugar, entre todos los lugares del mundo, en Cincinnati. No es que tenga nada en contra de Cincinnati, pero no es precisamente el centro del universo, ni siquiera del estado de Ohio. Es una bonita y antigua ciudad y, a su manera, no tiene par. Pero incluso su cámara de comercio admitiría que carece de significación cósmica. Debió de ser una simple coincidencia que Gerber el Grande -¡vaya nombre!- se encontrara entonces en Cincinnati.
Naturalmente, si el episodio hubiera llegado a conocerse, Cincinnati se habría convertido en la ciudad más famosa del mundo, y el pequeño Herbie sería aclamado como un moderno San Jorge y más celebrado que un niño bromista. Pero ni uno solo de los espectadores que llenaban el teatro Bijou recuerda nada acerca de lo ocurrido. Ni siquiera el pequeño Herbie Westerman, a pesar de tener la pistola de agua que tan importante papel jugó en el suceso.
No pensaba en la pistola de agua que tenía en un bolsillo mientras contemplaba al prestidigitador que ejecutaba su número en el escenario. Era una pistola de agua nueva, comprada en el camino hacia el teatro cuando engatusó a sus padres para que entraran en la juguetería de la calle Vine; pero, en aquel momento, Herbie estaba mucho más interesado por lo que ocurría en el escenario.
Su expresión revelaba la más completa aprobación. Los juegos de manos a base de cartas no suponían ningún misterio para Herbie. El mismo sabía hacerlos. Eso sí, debía utilizar una baraja pequeña que iba en la caja de magia y era del tamaño adecuado para sus nueve años de edad. Y la verdad es que cualquiera que le observase podía ver el paso de la carta de un lado a otro de la mano. Pero eso no era más que un detalle.
Sin embargo, sabía que pasar siete cartas a la vez requería una gran fuerza digital así como una habilidad sin límites, y eso era lo que Gerber el Grande estaba haciendo. Durante el cambio no se oía ningún chasquido revelador, y Herbie hizo un gesto de aprobación. Entonces recordó el siguiente número.
Dio un codazo a su madre y le dijo:
-Mamá, pregunta a papá si tiene un pañuelo para dejarme.
Por el rabillo del ojo, Herbie vio que su madre volvía la cabeza y en menos tiempo del necesario para decir «Presto», Herbie había abandonado su asiento y corría por el pasillo. Se sentía satisfecho de su hábil maniobra de despiste y su rapidez de reflejos.
En aquel preciso momento de la actuación -que Herbie ya había visto en otras ocasiones, solo- era cuando Gerber el Grande pedía que algún niño subiera al escenario. Lo estaba haciendo en aquel preciso instante.
Herbie Westerman se le adelantó. Se puso en movimiento mucho antes de que el mago formulara la solicitud. En la actuación precedente, fue el décimo en llegar a las escaleras que unían el pasillo y el escenario. Esta vez había estado preparado, y poco se había arriesgado a que sus padres se lo prohibieran. Quizá su madre le hubiera dejado y quizá no; le pareció mejor esperar a que mirase hacia otro lado. No se podía confiar en los padres en cosas como ésa. A veces, tenían ideas muy raras.
«...tan amable de subir al escenario?» Los pies de Herbie se posaron en el primer escalón antes de que el mago terminara la frase. Oyó un decepcionado arrastrar de pies a su espaldas, y sonrió vanidosamente mientras atravesaba el escenario.
Herbie sabía, por anteriores representaciones, que el truco de las tres palomas era el que necesitaba un ayudante escogido entre el público. Era el único truco que no conseguía descubrir. Sabía que en aquella caja tenía que haber un compartimiento oculto, pero ni siquiera podía imaginarse dónde. Sin embargo, esta vez sería él quien aguantara la caja. Si a esa distancia no era capaz de descubrir el truco, lo mejor que podía hacer era dedicarse a coleccionar sellos.
Sonrió abiertamente al mago. No es que él, Herbie, pensara delatarle. Él también era mago; por eso comprendía qué entre todos los magos debía existir un gran compañerismo y que uno jamás debía revelar los trucos de otro.
No obstante, se estremeció y la sonrisa se borró de su cara en cuanto observó los ojos del mago. Gerber el Grande, desde tan cerca, parecía mucho más viejo que desde el otro lado del escenario. Y además, distinto. Mucho más alto, por ejemplo.
Sea como fuere, aquí llegaba la caja para el truco de las palomas. El ayudante habitual de Gerber la traía en una bandeja. Herbie desvió la mirada de los ojos del mago y se sintió mejor. Incluso recordó la razón por la que se encontraba en el escenario. El criado cojeaba. Herbie agachó la cabeza para ver la parte inferior de la bandeja por si acaso. No vio nada.
Gerber cogió la caja. El criado se alejó cojeando y Herbie lo siguió con la mirada. ¿Era realmente cojo o se trataba únicamente de un truco más?
La caja se dobló hasta quedar totalmente plana. Los cuatro lados reposaron sobre el fondo, la superficie reposó sobre uno de los lados. Había pequeñas bisagras de latón.
Herbie dio rápidamente un paso atrás para ver la zona posterior mientras la anterior era mostrada a los espectadores. Sí, entonces lo vio. Un compartimiento triangular adosado a un lado de la tapa, cubierta por un espejo, y unos ángulos destinados a lograr su invisibilidad. Un truco muy gastado. Herbie se sintió un poco decepcionado.
El prestidigitador dobló la caja y el compartimiento oculto por el espejo quedó en su interior. Se volvió ligeramente.
-Y ahora, jovencito...

Lo que ocurrió en el Tibet no fue el único factor; fue el último eslabón de una cadena.
El clima tibetano había sido insólito durante esa semana, realmente insólito. Hizo un relativo calor. La nieve sucumbió a las elevadas temperaturas en cantidad superior a la que se había fundido a lo largo de los últimos años. Los riachuelos crecieron, y todos los ríos aumentaron de caudal.
A lo largo de los ríos, los molinillos de oraciones giraban a más velocidad de la que habían alcanzado jamás. Otros, sumergidos, se detuvieron. Los sacerdotes, con el agua hasta las rodillas, trabajaban frenéticamente, acercando los molinillos a la ribera, donde el veloz torrente no tardaría en volver a cubrirlos.
Había un pequeño molinillo, uno muy antiguo que había girado sin cesar durante más tiempo del que ningún hombre podía recordar. Hacía tanto tiempo que se encontraba allí que ningún lama recordaba la inscripción que ostentaba, ni cuál era el propósito de aquella oración.
Las turbulentas aguas rozaban su eje cuando el lama Klarath se acercó para trasladarlo a un lugar más seguro. Demasiado tarde. Sus pies resbalaron sobre el barro y la palma de su mano tocó el molinillo mientras caía. Liberado de sus amarras, se alejó con la corriente, rodando por el fondo del río, hacia aguas cada vez más profundas.
Mientras rodó, todo fue bien.
El lama se levantó, tiritando a causa de la momentánea inmersión, y se dirigió hacia otro de los molinillos. ¿Qué importancia podía tener un pequeño molinillo?, pensó. No sabía que -ahora que otros eslabones se habían roto- sólo aquel diminuto objeto se interponía entre la Tierra y Armagedón.
El molinillo de Wangur Ul siguió rodando y rodando hasta que, a dos kilómetros río abajo, chocó con un saliente y se detuvo. Ese fue el momento.

«Y ahora, jovencito...»
Estamos nuevamente en Cincinnati, Herbie Westerman levantó la vista, preguntándose por qué se habría interrumpido el prestidigitador a mitad de la frase. Vio que el rostro de Gerber el Grande estaba contorsionado por una gran impresión. Sin moverse, sin cambiar, su rostro empezó a cambiar. Sin transformarse, se transformó.
Después, lentamente, el mago se echó a reír. En aquellas suaves carcajadas se reflejaba todo el mal del mundo. Ninguno de los que las oyeron pudieron dudar de su personalidad. Ninguno dudó. Los espectadores, todos y cada uno de ellos, supieron en aquel horrible momento quién se encontraba ante ellos, lo supieron -incluso los más escépticos- sin ninguna sombra de duda.
Nadie se movió, nadie habló, nadie contuvo el aliento. Hay otras cosas aparte del miedo. Sólo la incertidumbre causa miedo y, en aquel momento, el teatro Bijou estaba lleno de una espantosa certidumbre.
La risa se hizo más fuerte. Alcanzó un crescendo, resonó en los rincones más polvorientos de la galería. Nada -ni una mosca del techo- se movió.
Satanás habló.
-Agradezco la atención que han prestado a un pobre mago -hizo una exagerada reverencia-. La representación ha concluido.
Sonrió.
-Todas las representaciones han concluido.
El teatro pareció obscurecerse, a pesar de que las luces siguieran encendidas. En medio de un silencio mortal, pareció oírse el ruido de unas alas, unas alas correosas, como si invisibles criaturas se estuvieran reuniendo.
En el escenario reinaba un mortecino resplandor rojo. De la cabeza y cada uno de los hombros de la alta figura del mago surgió una minúscula llama.
Aparecieron otras llamas. Surgieron a lo largo del proscenio, a lo largo del escenario. Una de ellas surgió de la tapa de la caja doblada que el pequeño Herbie Westerman seguía teniendo en las manos.
Herbie dejó caer la caja.
¿He mencionado que Herbie era cadete de salvamento? Fue una acción puramente refleja. Un niño de nueve años no sabe gran cosa acerca de temas como Armagedón, pero Herbie Westerman debería haber sabido que el agua jamás habría podido apagar aquel fuego.
Pero, como ya he dicho, fue una acción puramente refleja. Sacó su nueva pistola de agua y lanzó un chorro de líquido sobre la caja destinada a ejecutar el truco de las palomas. Y el fuego se apagó, mientras gotas del chorro de agua mojaban la pernera de los pantalones de Gerber el Grande, que se encontraba de espaldas a él.
Se produjo un ruido sibilante, repentino. Las luces brillaron nuevamente con toda su fuerza, y todas las demás llamas se apagaron, el ruido de alas se desvaneció, ahogado por otro ruido, el murmullo de los espectadores.
El prestidigitador tenía los ojos cerrados. Su voz sonó extrañamente forzada cuando dijo:
-Conservo todo mi poder; ninguno de ustedes recordará lo sucedido.
Después, muy lentamente, se volvió y recogió la caja del suelo. Se la dio a Herbie Westerman.
-Debes tener más cuidado, niño -dijo- sujétala así.
Dio un ligero golpecito en la tapa con su varita mágica. La puerta se abrió. Tres palomas blancas se escaparon de la caja. El susurro de sus alas no era correoso.

El padre de Herbie Westerman bajó las escaleras con semblante pensativo, descolgó el suavizador de la navaja de afeitar de un clavo de la pared de la cocina.
La señora Westerman levantó la mirada y dejó de remover la sopa que estaba haciendo.
-Pero, Henry -dijo-, no irás a castigarle por lanzar un poco de agua por la ventanilla del coche mientras volvíamos a casa, ¿verdad?
Su marido meneó la cabeza.
-Claro que no, Marge. Pero ¿no recuerdas que compramos esa pistola de camino al teatro, y que no nos acercamos para nada a un grifo? ¿Dónde crees que la llenó?
No aguardó la respuesta.
-Cuando nos detuvimos en la catedral para hablar con el padre Ryan acerca de su confirmación, ¡entonces fue cuando la llenó! ¡En la pila bautismal! ¡Poner agua bendita en la pistola de agua!
Subió pesadamente las escaleras, con el suavizador en la mano.
Rítmicos golpes y gemidos de dolor se escaparon hacia el piso inferior. Herbie, que había salvado al mundo estaba recibiendo su recompensa.

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domingo, 22 de junio de 2008

El Rey Peste (King Pest) -- EDGAR ALLAN POE

El Rey Peste (King Pest)
Edgar Allan Poe


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«Los dioses sufren y toleran a los reyes cosas que aborrecen en los caminos de la chusma.»
(Buckhurst, La tragedia de Ferrex y Porrex.)

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A las doce de cierta noche del mes de octubre y durante el caballeresco reinado de Eduardo III dos marineros pertenecientes a la tripulación del Free and Easy, goleta que traficaba entre Sluys y el Támesis, anclada entonces en ese río, quedaron muy sorprendidos al hallarse instalados en el local de una taberna de la parroquia de San Andrés, en Londres, taberna que enarbolaba por muestra la figura de un «alegre marinero».

El local, aunque de pésima construcción, renegrido por los humos, de techo bajo y conforme en todos los conceptos con el carácter general de los tugurio s de aquella época, se adaptaba bastante bien a sus fines según juicio de los grotescos grupos que lo ocupaban dispersos aquí y allá.

De aquellos grupos, nuestros dos marineros constituían el más interesante, si no el más notable. El que aparentaba más edad y a quien su compañero se dirigía con el característico apelativo de «Patas» era con mucho el más alto de los dos. Podría medir seis pies y medio y un habitual encorvamiento de su espalda parecía ser la consecuencia lógica de tan extraordinaria estatura. El exceso de estatura estaba sin embargo más que compensado por deficiencias en otros conceptos. Era sumamente flaco y sus compañeros afirmaban que, borracho, podía servir de gallardete en el palo mayor, y que sobrio, no habría estado mal como botalón de bauprés.

Estas chanzas y otras de la misma índole no habían provocado por lo visto jamás la menor reacción en los músculos faciales de la risa de nuestro marinero. Con sus pómulos salientes, su ancha nariz aguileña, su mentón deprimido, su mandíbula inferior caída y sus enormes ojos claros y protuberantes, la expresión de su fisonomía parecía reflejar una obstinada indiferencia por todas las cosas en general sin dejar por ello de mostrar un aire tan solemne y serio que resultaría inútil intentar imitarlo o describirlo.

En su apariencia exterior al menos el marinero más joven era, en todo, el envés de su camarada. Su estatura no pasaba de cuatro pies. Un par de piernas sólidas y arqueadas soportaba su rechoncha y pesada persona mientras los brazos cortos y robustos, terminados en unos puños extraordinarios, colgaban balanceándose a los lados como aletas de una tortuga marina. Unos ojillos de color indefinido centelleaban muy hundidos bajo las cejas. La nariz quedaba sepultada en la masa de carne que envolvía su cara redonda, llena y colorada, y su grueso labio superior descansaba sobre el inferior, aún más carnoso, con un aire de profunda satisfacción, harto aumentada por la costumbre que tenía su propietario de lamérselos de cuando en cuando.

Miraba por supuesto a su altísimo camarada con un sentimiento entreverado de maravilla y burla; de cuando en cuando contemplaba su rostro en lo alto, como el rojizo sol poniente contempla los roquedales del Ben Nevis.

Varias y preñadas de incidentes habían sido las peregrinaciones de aquella divina pareja durante las primeras horas de la noche por las diferentes tabernas de las cercanías. Pero ni las mayores fortunas son eternas, y nuestros amigos se habían aventurado en este último local con los bolsillos vacíos.

En el preciso momento en que comienza esta historia, «Patas» y su compañero Hugh Tarpaulin (1), se hallaban cómodamente apoltronados sobre los codos en la gran mesa de roble del centro de la sala sosteniendo las mejillas con las manos. A través de una gran botella de cerveza, contemplaban las ominosas palabras: no chalk (2) que para su indignación y asombro habían sido garrapateadas en la puerta con el mismísimo mineral cuya presencia pretendían negar.

No es que pretendamos que el don de descifrar los caracteres escritos -facultad que en aquellos días estaba considerada por la comunidad como menos cabalística apenas que el arte de trazarlos- pudiera ser imputado en estricta justicia a los dos discípulos del mar. Pero lo cierto es que en aquellos rasgos había cierto retorcimiento y en el conjunto no se qué indescriptible cabeceo que en opinión de ambos marineros presagiaban una larga singladura de mal tiempo y que les incitaron, según la metafórica expresión de «Patas», «a darle a las bombas, arriar todo el trapo y largarse viento en popa».

Habiendo consumido el resto de la cerveza y después de abotonarse apretadamente sus cortos jubones echaron a correr hacia la puerta. Aunque Tarpaulin rodó dos veces en la chimenea confundiéndola con la salida, terminaron por escabullirse felizmente y a las doce y media de la noche hallamos a nuestros héroes dispuestos a todo evento y bajando a la carrera por una sombría calleja rumbo a Sto Andrews' Stair encarnizadamente perseguidos por la dueña del «Alegre Marinero».

Muchos años antes y después de la época en que sucede esta memorable historia, en toda Inglaterra, pero especialmente en la metrópoli, resonaba periódicamente el espantoso grito de «¡la peste!». La ciudad había quedado despoblada parcialmente y en los horribles parajes próximos al Támesis, entre pasajes y callejuelas sombrías, angostas y sucias, donde parecía haber nacido el demonio de la plaga, erraban tan sólo el Miedo, el Terror y la Superstición.

Aquellos barrios estaban proscritos por real decreto y se prohibía bajo pena de muerte adentrarse en su lúgubre soledad. Sin embargo ni el decreto del monarca, ni las enormes barricadas levantadas a la entrada de las calles, ni siquiera la perspectiva de aquella muerte atroz que casi con absoluta seguridad aniquilaba al desgraciado que osara la aventura, impedían que las casas vacías y desamuebladas fueran saqueadas noche tras noche de toda clase de objetos por quienes buscaban hierro, bronce o plomo que pudieran reportar luego algún beneficio.

Era corriente cada vez que al llegar el invierno se abrían las barreras comprobar que las cerraduras, los cerrojos y las bodegas secretas habían servido de poco para proteger los ricos almacenes de vinos y licores que, teniendo en cuenta el riesgo y las dificultades del transporte, fueron dejados bajo tan insuficiente garantía por numerosos comerciantes con tiendas en la vecindad.

Pocos, sin embargo, entre aquellos aterrorizados ciudadanos, atribuían las rapiñas a la mano del hombre. Los espíritus y los duendes de la peste, los demonios de la fiebre y los dueños de la plaga, eran para el vulgo los trasgos dañinos; contábanse a todas horas relatos tan escalofriantes que el conjunto entero de edificios prohibidos quedó a la larga envuelto en el. terror como en un sudario y los mismos ladrones espantados con frecuencia por el horror que sus propios saqueos habían creado, solían retroceder quedando el vasto círculo del barrio prohibido, abandonado a las tinieblas, al silencio, a la pestilencia y a la muerte.

Una de estas terroríficas barricadas que señalaban el comienzo de la región condenada por el edicto fue la que detuvo la vertiginosa carrera de «Patas» y del digno Hugh Tarpaulin. No había que pensar en retroceder ni podían perder un segundo, pues sus perseguidores les pisaban los talones. Para unos auténticos lobos de mar como ellos trepar por aquella tosca armazón de maderas era una bagatela; y excitados por el doble motivo del ejercicio y del licor escalaron en un segundo la valla, saltaron dentro del recinto y animándose en su huida de borrachos con gritos y juramentos, no tardaron en perderse por aquellos parajes recónditos, fétidos e intrincados.

De no haber tenido transtornado su sentido moral, sus vacilantes pasos hubieran quedado paralizados por el horror de la situación. El aire era gélido y brumoso; entre la hierba alta y espesa que se les enroscaba a los tobillos yacían las piedras del pavimento desencajadas de sus alvéolos y desparramadas en bárbaro desorden. Las casas derruidas obstruían las calles. Los miasmas más fétidos y ponzoñosos flotaban por doquier; y con ayuda de esa débil luz que incluso a medianoche no deja nunca de emanar de toda atmósfera vaporosa y pestilencial era posible vislumbrar en los pasajes y en las callejuelas, o pudriéndose en las habitaciones sin ventanas, la carroña de algún saqueador nocturno detenido en sus rapiñas y fecharías por la mano de la peste.

Pero unas imágenes como aquellas, aquellas sensaciones o aquellos obstáculos no podían sin embargo detener la carrera de dos hombres valerosos por naturaleza y sobre todo en aquel momento en que, rebosantes de arrojo y de cerveza, hubieran penetrado tan en derechura como su tambaleante estado lo hubiese permitido en las mismísimas fauces de la Muerte.

Adelante, siempre adelante se tambaleaba el lúgubre «Patas» haciendo resonar aquella solemne desolación con los ecos de sus aullidos semejantes al terrorífico grito de guerra de los indios; y adelante, siempre adelante rodaba el rechoncho Tarpaulin cogido al jubón de su más ágil compañero pero superando sus más enérgicos esfuerzos en materia de música vocal con mugidos in baso que brotaban del rincón más profundo de sus estentóreos pulmones.

No cabía duda de que habían llegado ya a la ciudadela de la peste. A cada paso, a cada caída su camino se volvía más infecto y horrible, la ruta más angosta e intrincada. Enormes piedras y vigas se desplomaban, de cuando en cuando, de los podridos tejados mostrando con la violencia de sus tétricas caídas la enorme altura de las casas circundantes; y cuando para abrirse paso entre las frecuentes acumulaciones de basura tenían que apelar a enérgicos esfuerzos, no era raro que sus manos cayesen sobre un esqueleto o se hundieran en las carnes descompuestas de algún cadáver.

De repente, y cuando los marineros se tambaleaban frente a los umbrales de un gran edificio de aspecto lúgubre, un gran alarido más agudo que de ordinario brotó de la garganta del excitado «Patas» y fue contestado desde dentro por una rápida sucesión de chillidos salvajes y diabólicos que semejaban carcajadas. Sin arredrarse por aquellos sonidos que dado su índole, lugar y momento hubieran helado la sangre en corazones menos excitados que los suyos, la pareja de borrachos se precipitó de cabeza contra la puerta abriéndola de par en par y entrando a trompicones en medio de una andanada de juramentos.

La habitación en la que se hallaron resultó ser la tienda de un empresario de pompas fúnebres; pero una trampilla abierta en un rincón del piso, junto a la entrada, permitía vislumbrar una larga bodega cuyas profundidades, como lo proclamó un ruido de botellas que se rompen, parecían estar bien surtidas. En el centro de la habitación se levantaba una mesa sobre la que había una enorme sopera de algo que parecía ponche. Botellas de vino y licores diversos, así como jarras, frascos y tazas de todas formas y clases estaban esparcidas profusamente sobre el tablero.

Sentados en soportes de ataúdes veíase una tertulia de seis personas, que trataré de describir una por una.

Enfrente de la puerta y algo más elevado que sus compañeros sentábase un personaje que parecía presidir la mesa. Era tan alto como flaco y «Patas» quedó atónito al ver un ser más descarnado que él. Su rostro era tan amarillo como el azafrán pero ninguna de sus facciones, salvo un rasgo, estaban lo bastante marcadas como para merecer especial descripción. Ese rasgo notable consistía en una frente tan insólita y a tal punto alta que más parecía bonete o corona de carne que cabeza natural.

Su boca se hallaba fruncida y curvada en un pliegue de horrenda afabilidad y sus ojos -como los de las restantes personas sentadas a la mesa- brillaban con los vapores de la embriaguez. Aquel gentleman iba vestido de pies a cabeza con un paño mortuorio de terciopelo negro ricamente bordado que caía al desgaire en torno a su cuerpo a la manera de una capa española. Su cabeza estaba profusamente cubierta de negros penachos como los que utiJizan los caballos en las carrozas fúnebres, que él agitaba de un lado a otro con aire tan garboso como entendido; en la mano derecha sostenía un enorme fémur humano con el cual acababa de golpear a uno de los miembros de la compañía para que cantase.

Frente a él y de espaldas a la puerta hallábase una dama de apariencia no menos extraordinaria. Aunque casi tan alta como el personaje descrito no tenía derecho a quejarse por una delgadez anormal. Al contrario, por las trazas se hallaba en el último grado de hidropesía y su cuerpo se parecía extraordinariamente a la enorme pipa de cerveza que, con la tapa hundida, habla cerca de ella en un rincón de la estancia. Su rostro era perfectamente redondo, rojo y lleno y ofrecía la misma particularidad, o más bien ausencia de particularidad, que mencioné antes en el caso del presidente, es decir, que tan solo un rasgo de su fisonomía requería una descripción especial.

El sagaz Tarpaulin observó en seguida que lo mismo podía decirse de todos los miembros de la reunión pues cada uno de ellos parecía poseer el monopolio de una determinada porción del rostro. En la dama en cuestión esa parte era la boca que, comenzando en la oreja derecha, se extendía como terrorífico abismo hasta la izquierda, al punto que los cortos pendientes que llevaba se le metían constantemente en la abertura. No obstante, ella se esforzaba por mantenerla cerrada y adoptar un aire digno. Vestía una mortaja recién planchada y almidonada que le subía hasta la barbilla cerrándose con un cuello plisado de muselina de batista.

A su derecha hallábase sentada una diminuta damisela a quien la dama parecía proteger. Esta frágil y delicada criatura presentaba indicios evidentes de una tisis galopante a juzgar por el temblor de sus descarnados dedos, la lívida palidez de sus labios y la leve mancha hética que afloraba a su cutis terroso. Pese a ello, un aire de extremado haut ton se difundía por toda su persona; lucía, con un aire tan gracioso como desenvuelto, un ancho y hermoso sudario del más fino linón de la India; sus cabellos colgaban en bucles sobre el cuello y una suave sonrisa jugueteaba en su boca; pero su nariz extremadamente larga, picuda, sinuosa, flexible y llena de barros, pendía más baja que su labio inferior y a pesar de la forma delicada con que de cuando en cuando la movía de un lado a otro con ayuda de la lengua, daba a su fisonomía una expresión ciertamente equívoca.

Frente a ella, a la izquierda de la dama hidrópica, sentábase un viejecito rechoncho, achacoso, asmático y gotoso cuyas mejillas descansaban sobre sus hombros como dos enormes odres de vino de aporto. Cruzado de brazos y con una pierna vendada puesta sobre la mesa parecía contemplarse a sí mismo imaginando que tenía derecho a alguna consideración especial. Indudablemente le enorgullecía mucho cada pulgada de su persona, pero sentía especial deleite en atraer la atención sobre su llamativa levita, prenda que debía haberle costado no poco dinero y que le sentaba admirablemente: estaba hecha con una de esas fundas de seda curiosamente bordadas que en Inglaterra y en otros países sirven para cubrir los escudos de las fachadas de las casas cuando ha muerto algún miembro de la aristocracia.

A su lado, y a la derecha del presidente, veíase un caballero con largas calzas blancas y calzones de algodón. Toda su figura parecía estremecerse de la manera más ridícula como si sufriera un acceso de lo que Tarpaulin llamaba «los horrores». Su mentón recién afeitado se sujetaba fuertemente con una venda de muselina y sus brazos de igual modo atados por las muñecas le impedían servirse con demasiada libertad de los licores de la mesa, precaución que hacía necesaria en opinión de «Patas» el aspecto embotado y avinado de su fisonomía. De todas maneras las prodigiosas orejas de aquel personaje, que sin duda eran imposibles de aprisionar como el resto del cuerpo, se proyectaban en el espacio de la estancia y se estremecían como, en un espasmo al ruido de cada botella que se descorchaba.

Frente a él, sexto y último de la reunión, se hallaba un personaje de aspecto extrañamente rigido, atacado de parálisis, que debía sentirse, hablando en serio, sumamente incómodo dentro de sus vestiduras. En efecto, iba ataviado con un traje singularísimo: un hermoso y flamante ataúd de caoba. El remate apretaba el cráneo del interesado como un casco extendiéndose sobre él a modo de capuchón y prestando a la faz entera un aire de indescriptible interés. A ambos lados el ataud habianse practicado escotaduras para los brazos teniendo en cuenta tanto la elegancia como la comodidad; pero semejante atuendo impedía a su propietario mantenerse erecto en la silla como sus compañeros y yacía reclinado contra su soporte en un ángulo de cuarenta y cinco grados, mientras un par de enormes ojos protuberantes giraban sus terribles globos blanquecinos hacia el techo como asombrados por su propia enormidad.

Ante cada uno de los presentes veíase la mitad de una calavera que servía de copa. Por encima de sus cabezas pendía un esqueleto atado por una pierna a una soga sujeta a una anilla del techo. La otra pierna, libre de semejante ligadura, se apartaba del cuerpo en ángulo recto, haciendo que aquella masa bamboleante bailara y entrechocara a cada ráfaga de viento que penetraba en la estancia. En el cráneo de tan horrenda osamenta había carbones encendidos que lanzaban sobre la escena una luz vacilante pero viva; en cuanto a los féretros y demás objetos propios de una empresa de pomas fúnebres habían sido apilados en torno de la habitación y contra las ventanas impidiendo que escapara a la calle el menor rayo de luz.

A la vista de tan extraordinaria reunión y de sus no menos extraordinarios atavíos nuestros dos marineros no se comportaron con todo el decoro que cabía esperar. Apoyándose contra la pared que tenía más próxima, «Patas» dejó caer su mandíbula inferior más de lo acostumbrado y abrió de par en par sus ojos, mientras Hught Tarpaulin, agachándose hasta que su nariz quedó al nivel de la mesa y apoyando las palmas de las manos en sus rodillas, prorrumpió en un largo, fuerte y estrepitoso rugido que era una descomedida e intempestiva risotada.

Pese a lo cual, sin sentirse ofendido por tan grosera conducta, el alto presidente sonrió con afabilidad a los intrusos, inclinó ante ellos con digno respeto su cabeza adornada con el penacho de plumas y, levantándose, los tomó del brazo y los condujo a un asiento que otro de los asistentes había preparado entre tanto para que se acomodaran. «Patas» no ofreció la más leve resistencia y tomó asiento donde le indicaron, mientras el galante Hugh, trasladando su caballete funerario desde la cabecera de la mesa hasta un lugar cercano a la damisela tísica del sudario, se instaló a su lado lleno de alegría y, echándose al coleto una calavera llena de vino tinto, brindó por una amistad más íntima.

Al oír tal presunción, el tieso caballero vestido con el ataúd pareció sumamente incomodado, y hubieran podido derivarse consecuencias desagradables de no mediar la intervención del presidente, quien luego de golpear en la mesa con su hueso reclamó la atención de los presentes con el discurso que sigue:

-En tan feliz ocasión es nuestro deber...

-¡Sujeta ese cabo! -interrumpió «Patas» con gran seriedad-. Sujeta ese cabo te digo y sepamos quién diablos sois y qué demonios hacéis aquí, aparejados como todos los diablos del infierno y bebiéndoos el buen vino que guarda para el invierno mi excelente piloto Will Wimble, el enterrador!

Ante esta imperdonable muestra de descortesía todos los presentes se incorporaron a medias profiriendo una nueva serie de espantosos y demoníacos chillidos como los que antes atrajeron la atención de los marinos. Con todo, el presidente fue el primero en recobrar la serenidad y, volviéndose con aire digno hacia «Patas», replicó:

-Con mucho gusto satisfaremos tan razonable curiosidad de nuestros ilustres huéspedes a pesar de no haber sido invitados. Sabed que soy el monarca de estos dominios y que gobierno mi imperio absoluto bajo el título de «Rey Peste I». Esta sala que injuriosamente profanáis suponiéndola tienda de Will Wimble, el enterrador, persona a quien no conocemos y cuyo plebeyo nombre no había ofendido hasta esta noche nuestros reales oídos... esta sala, digo, es la sala del trono de nuestro palacio dedicada a los consejos de nuestro reino y a otras sagradas y excelsas finalidades.
La noble dama que frente a mí se sienta es la «Reina Peste», nuestra serenísima consorte. Los otros augustos personajes que contempláis pertenecen a nuestra familia y llevan la marca de la sangre real bajo sus títulos respectivos de «Su Gracia el Archiduque Pest-Ifero», «Su Gracia el Duque Pest-Ilencial» , «Su Gracia el Duque Tem-Pestad» y «Su Alteza Serenísima la Archiduquesa Ana-Pesta».

«Por lo que concierne -prosiguió él- a vuestra pregunta sobre las razones de nuestra presencia en este consejo, podría dispensársenos el responder, ya que atañe a nuestro privado y exclusivo interés y tan sólo a él y, por tanto, nadie está autorizado a inmiscuirse en absoluto. Pero en consideración a esos derechos de que, como huéspedes y extranjeros, os podríais creer investidos, nos dignaremos explicaros que nos hallamos aquí esta noche, preparados por profundas búsquedas y exactas investigaciones para examinar, analizar y determinar exactamente ese espíritu indefinible, esas incomprensibles cualidades y la índole de los inestimables tesoros del paladar, es decir, los vinos, cervezas y licores de esta excelente metrópoli, para proseguir no sólo nuestros designios, sino para acrecentar además el bienestar de ese sobrenatural soberano que reina sobre todos nosotros, cuyos dominios son ilimitados, y cuyo nombre es «Muerte».

-¡Cuyo nombre es Davy Jones! -gritó Tarpaulin, sirviendo a la dama que tenía a su lado un cráneo de licor y llenando otro para él.

-¡Profano bergante! -gritó el presidente volviendo ahora su atención hacia el indigno Hugh-: ¡Profano y execrable canalla! Hemos dicho que en consideración a esos derechos que ni por tu repugnante persona nos sentimos inclinados a violar, condescendíamos a dar respuesta a vuestras groseras e insensatas preguntas. Pero por tan sacrílega intrusión en nuestro concejo creemos nuestro deber condenarte y multarte, a ti y a tu compañero, a beber un galón con melaza, que brindaréis a la prosperidad de nuestro rieno, de un solo trago y de rodillas; acto seguido quedaréis libres de continuar vuestro camino o quedaros a compartir los privilegios de nuestra mesa conforme a vuestro gusto personal y respectivo.

-Sería cosa materialmente imposible- replicó entonces «Patas», a quien la arrogancia y la dignidad de «Rey Peste I» habían inspirado evidentemente cierto respeto, por lo cual se habían levantado para hablar sujetándose a la mesa-; sería imposible, Majestad, que yo estibara en mi bodega la cuarta parte del licor que acabáis de mencionar. Dejando de lado el cargamento que hemos subido a bordo esta mañana a modo de lastre y sin mencionar los diversos licores y cervezas embarcados por la tarde en diversos puertos, llevo en este momento un cargamento completo de cerveza adquirido y debidamente pagado en la taberna del «Alegre Marinero». Vuestra Majestad tendrá, pues, a bien considerar que la buena voluntad reemplaza el hecho, pues no puedo ni quiero tragar una gota más..., y menos una gota de esa asquerosa agua de sentina que responde al nombre de ron con melaza.

-¡Amarra eso! -intrrumpió Tarpaulin no menos asombrado de la extensión del discurso de su compañero que de la índole de la negativa-. ¡Amarra eso, marinero de agua dulce! Y yo te digo, «Patas», que te dejes de charlatanería. Mi casco está aún liviano, aunque confieso que tú te hundes un poco..., en cuanto a tu parte de cargamento, en vez de armar tanto jaleo ya encontraré estiba para él en mi propia cala; pero...

-Tal arreglo -interrumpió el presidente- está en total disconformidad con los términos del castigo o sentencia que es por naturaleza irrevocable e inapelable. Las condiciones que hemos impuesto deben ser cumplidas al pie de la letra sin un segundo de vacilación..., a falta de cuyo cumplimiento decretamos que ambos seáis atados juntos por el cuello y los talones y debidamente ahogados por rebeldes en ese tonel de cerveza.

-¡Magnífica sentencia! ¡Justo y apropiado castigo! ¡Glorioso decreto! ¡Digna, meritoria y sacrosanta COndena! -gritó al unísono la familia Peste.

El rey frunció su alta frente en innumerables arrugas; el viejecillo gotoso resopló como un par de fuelles; la dama de la mortaja de linón balanceó su nariz de un lado para otro; el caballero de los calzones levantó las orejas; la dama del sudario abrió la boca como un pez agonizante mientras el individuo del ataúd pareció todavía más rígido y reviró los ojos.

-¡Uh, uh, uh! -cacareó Tarpaulin sin fijarse en la excitación general-. ¡Uh, uh, uh! ¡Uh, uh, uh! ¡Uh, uh, uh! Estaba yo diciendo, cuando Mr. «Rey Peste» me interrumpió, que una bagatela de dos o tres galones más o menos de ron con melaza nada pueden hacer a un barco tan sólido como yo sin estar demasiado cargado; pero cuando se trata de beber a la salud del diablo (a quien Dios perdone) y ponerme de rodillas ante ese espantajo de rey a quien conozco tan bien como a mí mismo, pobre pecador que soy..., sí, lo conozco porque se trata de Tim Hurlygurly, el cómico de la legua..., pues bien, en ese caso ya no sé realmente qué pensar.

No le permitieron acabar tranquilamente su discurso. Al oír el nombre de Tim Hurlygurly la reunión entera saltó en sus asientos.

-¡Traición! -gritó su majestad el «Rey Peste 1».
-¡Traición! -gritó el hombrecillo gotoso.
-¡Traición! -gritó la Archiduquesa Ana-Pesta.
-¡Traición! -farfulló el caballero de las mandíbulas atadas.
-¡Traición! -exclamó el del ataúd.
-¡Traición, traición! -aulló su majestad la dama de la bocaza. Y cogiendo por los fondillos de los calzones al infortunado Tarpaulin en el momento en que se disponía a beber otra calavera de licor, lo alzó en el aire y lo dejó caer sin ceremonia alguna en la gran barrica repleta de su cerveza preferida. Empujado de un lado para otro y luego de flotar y hundirse varias veces como una manzana en una ponchera, terminó desapareciendo en el remolino de espuma que sus movimientos habían provocado ya en el efervescente licor.

Pero «Patas» no estaba dispuesto a resignarse ante la derrota de su compañero. Empujando al «Rey Peste» por la trampa abierta, el valiente marinero dejó caer con violencia la tapa sobre él con un juramento y corrió a grandes zancadas hacia el centro de la estancia. Arrancando el esqueleto colgado sobre la mesa, baló de él con tanta energía y buena voluntad que cuando los últimos resplandores se apagaban en la instancia alcanzó a saltar la tapa de los sesos del hombrecillo gotoso.

Precipitándose luego con toda su fuerza contra la fatídica barrica llena de cerveza y de Hugh Tarpaulin, la volcó en un segundo. Brotó un verdadero diluvio de licor tan impetuoso, tan arrolladar, tan terrible, que la habitación quedó inundada de pared a pared, la mesa volcada con cuanto estaba encima, los caballetes derribados patas arriba, la ponchera disparada hacia la chimenea..., y las damas con grandes ataques de nervios. Pilas de accesorios mortuorios flotaban aquí y allá. Jarros, picheles y garrafas se confundían en aquella melée y las damajuanas entrechocaban desesperadamente con los botellones vacíos. El hombre de los «horrores» se ahogó allí mismo, el caballero paralítico salió flotando de su féretro... y el victorioso «Patas», tomando por el talle a la gruesa dama del sudario, se lanzó con ella a la calle y puso proa en derechura hacia el «Free and Easy» seguido, viento en popa, por el temible Hugh Tarpaulin quien, luego de estornudar tres o cuatro veces, jadeaba y resoplaba tras sus talones llevando consigo a la Arquiduquesa Ana-Pesta.

(1) «Tarpaulin»: «lienzo o sombrero encerado» y también «marinero».
(2) «No chalk», es decir, «no se apunta con tiza, no se fía».


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