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lunes, 31 de marzo de 2008

DIAGNOSTICO DE MUERTE -- AMBROSE BIERCE

Diagnóstico de Muerte
(A Diagnosis of Death)

Ambrose Bierce
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- No soy tan supersticioso como algunos de tus doctores de ciencia, como tu te complaces en decir - dijo Hawver, replicando una acusación que no había sido hecha - Algunos de ustedes, solo algunos, confieso, creen en la inmortalidad del alma, y en apariciones que tu no tienes la honestidad de llamar fantasmas. No voy decir más que tengo la convicción que los vivos algunas veces son vistos donde no están, en lugares donde han estado, donde ellos vivieron tanto tiempo, quizás tan intensamente, como para dejar sus impresiones en todo lo que los rodea. Lo se, en efecto, puede ser que un ambiente pueda ser tan afectado por la personalidad de una persona como para impresionar, mucho después, una imagen de uno mismo a los ojos de otro. Indudablemente la personalidad impresa tiene que ser el tipo justo de personalidad y los ojos perceptores tienen que ser el tipo justo de ojos, los míos por ejemplo.
- Si, el tipo justo de ojos, sensaciones convincentes del lugar erróneo del cerebro - dijo el Dr. Frayley, sonriendo.
- Gracias; uno gusta tener sus espectativas gratificada; esto es en réplica de lo que yo supongo que haría alguien civilizado.
- Perdón, pero tu dices que lo sabes. Es algo facil de decir, ¿no crees? Quizás tu no pensarás en el problema de decirme como lo supiste.
- Tu lo llamarás una alucinación - dijo Hawver, - pero no es tal cosa - y le contó la historia.
El último verano, como tu sabes, fui a pasar la temporada de calor a la ciudad de Meridian. Los parientes cuya casa intentaba habitar estaban enfermos, así que busqué otros cuartos. Luego de algunas dificultades renté una de las habitaciones vacantes que había sido ocupada por un excéntrico doctor llamado Mannering, quien se había ido varios años atrás, no se sabía adonde, ni siquiera su agente. Él había construído una casa y había vivido allí durante diez años, acompañado por un viejo sirviente. Su práctica, no muy extensa, lo tuvo ocupado durante algunos años. Él también se vio abstraído de la vida social y se convirtió en un recluso. Me lo contó un doctor del pueblo, que fue la única persona que tuvo alguna relación con él, que durante su retiro, se hizo devoto de una única línea de estudio, el resultado de lo que él expuso en un libro que no fue recomendado a la aprobación de sus colegas médicos, quienes, sin embargo le consideraron no enteramente sano.
No he visto el libro y no puedo recordar su título, pero me dijo que exponía una extraña teoría. Él decía que era posible que una persona de buena salud pudiera pronosticar su propia muerte con precisión, varios meses antes del evento. El límite, creo, eran dieciocho meses. Hubo cuentos locales sobre que había ejercido sus poderes de pronóstico, que quizás tu llames diagnóstico; y que las personas a las que advirtió el deceso, murieron súbitamente en el plazo fijado, sin causa conocida. Todo esto, por cierto, no tiene nada que ver con lo que te dije; pienso que puede divertir a un médico.
La casa estaba amueblada, como él había vivido ahí. Era una oscura morada para alguien que había sido un recluso más que un estudiante, y creo que me dio algo de su carácter, quizás algo del carácter de su anterior ocupante; siempre sentí una cierta melancolía que no estaba en mi disposición natural, según creo, debido a la soledad. No tenía sirvientes que durmieran en la casa, pero siempre tuve la adicción, como tu sabes, a la lectura. Cualquiera que fuera la causa, el efecto fue un rechazo y un sentido de mal inminente; esto fue especialmente en el estudio del Dr. Mannering, a pesar de que esta habitación era una de las más luminosas y aireadas de la casa. El retrato de tamaño real del doctor parecía dominarlo completamente. No había nada inusual en la foto; el hombre evidentemente lucía bien, unos cincuenta años de edad, con un cabello gris metalizado, una cara recién afeitada y unos ojos oscuros y serios. Algo en la imagen siempre acaparaba mi atención. La apariencia del hombre se convirtió en familiar para mí, hasta me 'hechizó'.
Una tarde estaba paseando a través de esta habitación para ir a mi dormitorio, con una lámpara (no había gas en Meridian). Me paré, como era usual, frente al retrato, que parecía a la luz de la lámpara cobrar una nueva expresión, no fácilmente descriptible, pero realmente escalofriante. Me interesé pero no me inquieté. Moví la lámpara de un lado a otro y observé los efectos de alterar el punto de iluminación. Mientras estaba tan absorto sentí un impulso en voltearme. Y cuando lo hice ¡vi a un hombre que se movía a través de la habitación y se dirigía hacia donde yo estaba! Tan pronto como él se acercaba a la lámpara su rostro se iluminó, y vi que era el Dr. Mannering en persona; ¡era como si el retrato estuviera caminando!
'Le pido disculpas', dije, algo fríamente, 'pero si usted golpeó no lo escuché'.
Él me pasó, dentro de una braza, extendió su dedo índice como en advertencia, y sin una palabra, se marchó de la estancia, a pesar de que observé su ida no más que lo que vi su entrada.
Por supuesto, no necesito decirte que esto puede ser lo que tu llamarías una alucinación y lo que yo llamo una aparición. Esta habitación tiene solo dos puertas, una de las cuales estaba cerrada; la otra llevaba al dormitorio, desde donde no había otra salida. Mi sentimiento sobre esto es que no es una parte importante del incidente.
Indudablemente esto te parecerá un lugar común "el cuento de fantasmas" algo que uno construye sobre las líneas dejadas por los viejos maestros del arte. Si así fuera, no te lo habría contado, aún si hubiera sido verdad. Pero el hombre no está muerto; lo conocí hoy mismo en la Calle Unión. Me cruzó entre una multitud.
Hawver finalizó su historia y ambos hombres se quedaron callados. El Dr. Frayley distraídamente golpeó la mesa con sus dedos.
- ¿Te dijo algo hoy, - preguntó - alguna cosa que te haya hecho inferir que no estaba muerto?
Hawver lo miró fijamente y no replicó.
- Quizás - continuó Frayley - él hizo alguna señal, un gesto, alzó un dedo. Es un truco que él tenía, un hábito cuando decía algo serio, anunciando el resultado de un diagnóstico, por ejemplo.
- Si, lo hizo, su aparición lo hizo. Pero, ¡por Dios! ¿Lo conocías?
Hawver estaba poniéndose aparentemente nervioso.
- Lo conocí. Leí su libro, como todo médico de hoy en día. Es una de las más importantes contribuciones del siglo a la ciencia de la Medicina. Si, lo conocí; lo traté en su enfermedad durante los últimos tres años. Él murió.
Hawver buscó una silla, visiblemente incómodo. Dio un par de zancadas y se sentó. Luego se dirigió a su amigo, y en una voz no muy clara, dijo:
- Doctor, ¿tiene usted algo para decirme como médico?
- No, Hawver; tu eres el hombre más saludable que conocí. Como amigo te recomiendo que vayas a tu habitación. Tocas el violín como un ángel. Tócalo, toca algo alegre y jovial. Ten este maldito asunto fuera de tu mente.
Al siguiente día Hawver fue hallado muerto en su habitación, el violín en su cuello, el arco sobre las cuerdas, su música se escuchó antes de la Marcha Fúnebre de Chopin.

jueves, 27 de marzo de 2008

Soy la Puerta - STEPHEN KING

Soy la Puerta
Un cuento de la recopilación "El Umbral de la Noche" ("Night Shift")
STEPHEN KING

Richard y yo estábamos sentados en el porche de mi casa, mirando las dunas del Golfo. El humo de su cigarro se enroscaba mansamente en el aire, alejando a los mosquitos. El agua tenía un fresco color celeste y el cielo era de un color azul más profundo y auténtico. Era una combinación agradable.
-Tú eres la puerta -repitió Richard reflexivamente-. ¿Estás seguro de que mataste al chico... y de que no fue todo un sueño?
-No fue un sueño. Y tampoco lo maté... ya te lo he explicado. Ellos lo hicieron. Yo soy la perta.
Richard suspiró.
-¿Lo enterraste?
-Si.
-¿Recuerdas dónde?
-Si. -Hurgué en el bolsillo de la pechera y extraje un cigarrillo. Mis manos estaban torpes con sus vendajes. Me escocían espantosamente-. Si quieres verla, tendrás que traer el "buggy" de las dunas. No podrás empujar esto -señalé mi silla de ruedas-, por la arena.
El "buggy" de Richard era un "Wolkswagen 1959" con neumáticos grandes como cojines. Lo usaba para recoger los maderos que traía la marea. Desde que había dejado su actividad de agente inmobiliario en Maryland, vivía en Key Caroline y confeccionaba esculturas con los maderos de la playa, que luego vendía a los turistas de invierno a precios desorbitados.
Le dio una chupada a su cigarro y miró el Golfo..
-Aún no. ¿Quieres volver a contarme la historia?
Suspiré y traté de encender mi cigarrillo. Me quitó las cerillas y lo hizo él. Di dos chupadas, inhalando profundamente. El prurito de mis dedos era enloquecedor.
-Está bien -asentí-. Anoche a las siete estaba aquí afuera, contemplando el Golfo y fumando, igual que ahora, y...
-Remóntate más atrás -me exhortó.
-¿Más atrás?
-Háblame del vuelo.
Sacudí la cabeza.
-Richard, lo hemos repasado una y otra vez. No hay nada...
Su rostro arrugado y fisurado era tan enigmático como una de sus esculturas de madera pulida por el océano.
-Es posible que recuerdes -dijo-. Es posible que ahora recuerdes.
-¿Te parece?
-Quizá sí. Y cuando hayas terminado, podremos ira buscar la tumba.
-La tumba -repetí-. La palabra tenía un acento hueco, atroz, más tenebroso que todo lo demás, más tenebroso que todo lo demás, más tenebroso aún que aquel tétrico océano por donde Cory y yo habíamos navegado hacía cinco años. Tenebroso, tenebroso, tenebroso.
Bajo las vendas, mis nuevos ojos escrutaron ciegamente la oscuridad que las vendas les imponían. Escocían.

Cory y yo entramos en la órbita impulsados por el Saturno 16, aquel que los comentaristas denominaban el cohete Empire State Building. Era una mole, sí señor. Comparado con él, el viejo Saturno 1-B parecía un juguete, y para evitar que arrastrase consigo la mitad de Cabo Kennedy había que lanzarlo desde un silo de setenta metros de profundidad.
Sobrevolamos la Tierra, verificando todos nuestros sistemas, y después nos disparamos. Rumbo a Venus. El Senado quedó atrás, debatiendo un proyecto de ley sobre nuevos presupuestos para la exploración del espacio profundo, mientras la camarilla de la NASA rogaba que descubriéramos algo, cualquier cosa.
-No importa qué -solía decir Don Lovinger, el niño prodigio del Proyecto Zeus, cada vez que tomaba unas copas de más-. Tenéis todos los artefactos, más cinco cámaras de TV reacondicionadas y un primoroso telescopio con un trillón de lentes y filtros. Encontrad oro o platino. Mejor aún, encontrad a unos bonitos y estúpidos hombrecillos azules, para que podamos estudiarlos y explotarlos y sentirnos superiores a ellos. Cualquier cosa. Para empezar, nos conformaríamos con el fantasma de Blancanieves.
Cory y yo estábamos ansiosos por complacerle, a poco que fuera posible. El programa de exploración del espacio profundo había sido siempre un fracaso. Desde Borman, Anders y Lovell que habían entrado en órbita alrededor de la Luna, en 1968, y habían encontrado un mundo vacío, hostil, semejante a una playa sucia, hasta Markhan y Jacks, que se posaron en Marte quince años más tarde y encontraron un páramo de arena helada y unos pocos líquenes maltrechos, el programa había sido un fiasco costoso. Y había habido bajas. Pedersen y Lederer, que girarían eternamente alrededor del Sol porque todo había fallado en el penúltimo vuelo Apolo. John Davis, cuyo pequeño observatorio en órbita había sido perforado por un meteorito a pesar de que sólo existía una posibilidad entre mil de que se produjera semejante accidente. No, el programa espacial no prosperaba. Tal como estaban las cosas, el vuelo orbital alrededor de Venus sería nuestra última oportunidad de cantar victoria.
Fue un viaje de dieciséis días -comimos un montón de concentrados, jugamos muchas partidas de naipes, y nos contagiamos mutuamente un resfriado- y desde el punto de vista técnico fue un paseo. Al tercer día perdimos un transformador de humedad atmosférica, recurrimos al dispositivo auxiliar, y eso fue todo, con excepción de algunas nimiedades, hasta el regreso. Vimos cómo Venus crecía y pasaba del tamaño de una estrella al de una moneda de veinticinco céntimos y luego al de una bola de cristal lechoso, intercambiamos chistes con el control de Huntsville, escuchamos cintas magnetofónicas de Wagner y los Beatles, vigilamos los dispositivos automáticos que lo abarcaban todo, desde las mediciones del viento solar hasta la navegación del espacio profundo. Practicamos dos correcciones de rumbo a mitad de trayecto, ambas infinitesimales, y después de nueve días de vuelo Cory salió de la nave y martilleó la AEP retráctil hasta que ésta se decidió a funcionar. No pasó nada raro hasta que...
-La AEP -me interrumpió Richard-. ¿Qué es eso?
-Un experimento frustrado. La jerga de la NASA para designar la Antena de Radio Profundo... Irradiábamos ondas pi a alta frecuencia para cualquiera que se dignara escucharnos. -Me froté los dedos contra los pantalones pero fue inútil. En todo caso empeoró el prúrito-. El mismo principio del radiotelescopio de West Virginia..., tú sabes, el que escucha a las estrellas. Sólo que en lugar de escuchar, trasmitíamos, sobre todo a los planetas del espacio profundo: Júpiter, Saturno, Urano. Si hay vida inteligente en ellos, en ese momento se estaba echando una siesta.
-¿El único que salió fue Coy?
-Si .Y si introdujo una peste interestelar , la telemetría no la detectó.
-Igualmente...
-No importa -proseguí, irritado-. Sólo interesa el aquí y el ahora. Anoche ellos asesinaron a ese chico, Richard. No fue agradable verlo... ni de sentirlo. Su cabeza... estalló. Como si alguien le hubiese ahuecado los sesos y le hubiera introducido una granada de mano en el cráneo.
-Termina el relato -dijo Richard.
Lancé una risa hueca.
-¿Qué quieres que te cuente?


Entramos en una órbita excéntrica alrededor del planeta. Una onda radical, declinante, de noventa por ciento quince kilómetros. En la segunda pasada nuestro apogeo estuvo más alto y el perigeo más bajo. Disponíamos de un máximo de cuatro órbitas. Recorrimos las cuatro. Le echamos una buena mirada al planeta. Más de seiscientas fotos y Dios sabe cuántos metros de película.
La capa de nubes está formada en partes iguales por metano, amoniaco, polvo y mierda voladora. Todo el planeta se parece al Gran Cañón en un túnel de viento. Cory calculó que el viento soplaba a unos novecientos por hora cerca de la superficie. Nuestra sonda transmitió durante todo el descenso y después se apagó con un gemido. No vimos vegetación ni rastros de vida. El espectroscopio sólo detectó vestigios de minerales valiosos. Y eso era Venus. Nada de nada..., con una sola salvedad: me asustó. Era como girar alrededor de una casa embrujada en medio del espacio. Sé que ésta no es una definición muy científica, pero viví sobrecogido por el miedo hasta que nos alejamos de allí. Creo que si se nos hubieran parado los cohetes, me habría degollado en medio de la caída. No es como en la Luna. La Luna es desolada pero relativamente antiséptica. El mundo que vimos era totalmente distinto de cuantos se habían visto antes. Quizá sea una suerte que esté cubierto por el manto de nubes. Parecía una calavera descarnada... Ésta es la única analogía que se me ocurre.
Durante el vuelo de regreso nos enteramos de que el Senado había resuelto reducir a la mitad el presupuesto para la exploración espacial. Cory dijo algo así como "parece que volvemos a la época de los satélites meteorológicos, Artie". Pero yo estaba casi contento. Quizás el espacio no es un buen lugar para nosotros.
Doce días más tarde Cory estaba muerto y yo había quedado lisiado para toda la vida. Todas las desgracias me ocurrieron durante el descenso. Falló el paracaídas. ¿Qué te parece esta ironía? Habíamos pasado más de un mes en el espacio, habíamos llegado más lejos que cualquier otro ser humano, y todo terminó mal porque un tipo con prisa por tomarse un descanso dejó que se enredaran unos cordeles.
La caída fue violenta. Un tripulante de uno de los helicópteros dijo que nos precipitamos del cielo como un bebé gigantesco, con la placenta flameando atrás. Cuando nos estrellamos me desvanecí.
Recuperé el conocimiento mientras me transportaban por la cubierta del Portland. Ni siquiera habían tenido tiempo de enrollar la alfombra roja que teóricamente deberíamos haber recorrido. Yo sangraba. Sangraba y me llevaban a la enfermería sobre una alfombra roja que no estaba ni remotamente más roja como yo...
-...Pasé dos años en el hospital de Bethesda. Me dieron la Medalla de Honor y una fortuna y esta silla de ruedas. Al año siguiente vine aquí. Me gusta ver cómo despegan los cohetes.
-Lo sé. -Richard hizo una pausa-. Muéstrame las manos.
-No. -La respuesta fue inmediata y vehemente-. No pudo permitir que ellos vean. Te lo he advertido.
-Han pasado cinco años -dijo Richard-. ¿Por qué ahora, Arthur? ¿Me lo puedes explicar?
-No lo sé. ¡No lo sé! Quizás eso, sea lo que fuere, tiene un largo período de gestación. ¿Y quién puede asegurar, además, que me contaminé en el espacio? Eso, lo que sea, pudo haberse implantado en Fort Lauderdale. O tal vez en este mismo porche. Qué se yo.
Richard suspiró y contempló el agua , ahora enrojecida por el sol del crepúsculo.
-Procuro creerte, Arthur, no quiero pensar que estás perdiendo la chaveta.
-Si es indispensable, te mostraré las manos -respondí. Me costó un esfuerzo decirlo-. Pero sólo si es indispensable.
Richard se levantó y cogió su bastón. Parecía viejo y frágil.
-Traeré el "buggy" e las dunas. Buscaremos al chico.
-Gracias, Richard.
Se encaminó hacia la huella accidentada que conducía a su cabaña: veía el tejado de ésta asomando sobre la Duna Mayor, la que atraviesa casi todo el ancho de Key Caroline. El cielo había adquirido un feo color ciruela, sobre el agua, en dirección al Cabo, y el fragor del trueno me llegó débilmente a los oídos.


No sabía cómo se llamaba el chico pero lo veía de vez en cuando, caminando por la playa al ponerse el sol, con l acriba bajo el brazo. El sol le había bronceado y estaba moreno, casi negro, y siempre vestía unos vaqueros deshilachados, tijereteados a la altura del muslo. Del otro lado de Key Caroline hay una placa pública, y en una jornada nada propicia un joven emprendedor puede reunir hasta cinco dólares, tamizando pacientemente la arena en busca de monedas enterradas. A veces le saludaba agitando la mano y él contestaba de igual manera, ambos con displicencia, extraños pero hermanos, eternos habitantes de ese mundo de derroche, de "Cadillacs", de turistas alborotadores. Supongo que vivía en la pequeña aldea apiñada alrededor de la estafeta, a casi un kilómetro de mi casa.
Cuando pasó esa tarde ya hacía una hora que yo estaba en el porche, inmóvil, alerta. Hacía un rato que yo estaba en el porche, inmóvil, alerta. Hacía un rato que me había quitado las vendas. El prurito había sido intolerable, y siempre se aliviaba cuando podían ver con sus ojos.
Era una sensación que no tenía parangón en el mundo: como si yo fuera un portal entreabierto a través del cual espiaban un mundo que odiaban y temían. Pero lo peor era que yo también podía ver, hasta cierto punto. Imaginad que vuestra mente es transportada al cuerpo de una mosca común, una mosca que mira vuestra propia cara con un millar de ojos. Entonces quizás empezaréis a entender por qué tenía las manos vendadas incluso cuando no había nadie cerca, nadie que pudiera verlas.
Empezó en Miami. Yo tenía que tratar allí con un hombre llamado Cresswell, un investigador del Departamento de Marina. Me controla una vez al año, porque durante un tiempo tuvo todo el acceso que es posible tener a los materiales secretos de nuestro programa espacial. No sé qué es exactamente lo que busca. Tal vez un destello taimado en mis ojos, o una letra escarlata en mi frente. Dios sabe por qué. La pensión que cobro es tan generosa que se vuelve casi embarazosa.
Cresswell y yo estábamos sentados en la terraza de su habitación, en el hotel, discutiendo el futuro del programa espacial norteamericano. Eran aproximadamente las tres y cuarto. Empezaron a picarme los dedos. No fue algo gradual. Se activó como una corriente eléctrica. Se lo mencioné a Cresswell.
-De modo que tocó una hiedra venenosa en esa islita escrofulosa -comentó sonriendo.
-El único follaje que hay en Key Caroline es un arbusto de palmito -respondí-. Quizás es la comezón del séptimo año .-Me miré las manos. Manos absolutamente vulgares. Pero me picaban.
Más tarde firmé el mismo viejo documento de siempre ("Juro solemnemente que no he recibido ni revelado ni divulgado ninguna información susceptible de...") y volví a Key Caroline. Tengo un antiguo "Ford", equipado con freno y acelerador de mano. Lo adoro..., me hace sentirme autosuficiente.
El trayecto de regreso es largo, por la Autopista 1, y cuando salí de la carretera y doblé por la rampa de salida de Key Caroline ya estaba casi enloquecido. Las manos me escocían espantosamente. Si alguna vez habéis la cicatrización de un corte profundo o de una incisión quirúrgica, quizás entenderéis la clase de comezón a la que me refiero. Algo vivo parecía estar arrastrándose por mi carne y horadándola.
El sol casi se había ocultado y me estudié cuidadosamente las manos bajo el resplandor de las luces del tablero. Ahora en las puntas de los dedos había unas pequeñas manchas rojas, perfectamente circulares, un poco por encima de la yema donde están las impresiones digitales y donde se forman callos cuando uno toca la guitarra. También había círculos rojos de infección entre la primera y segunda articulación de cada pulgar y de cada dedo, y en la piel que separaba la segunda articulación del nudillo. Me llevé los dedos de la mano derecha a los labios y los aparté rápidamente, con súbita repulsión. Dentro de mi garganta se había formado un nudo de horror, agodonoso y asfixiante. Los puntos donde habían aparecido las marcas rojas estaban calientes, afiebrados y la carne estaba blanda y gelatinosa, como la pulpa de una manzana podrida.
Durante el resto del trayecto traté de convencerme de que en verdad había tocado una hiedra venenosa sin darme cuenta. Pero en el fondo de mi mente germinaba otra idea chocante. En mi infancia había tenido una tía que había pasado los últimos diez años de su vida encerrada en un desván, aislada del mundo. Mi madre le llevaba los alimentos y estaba prohibido pronunciar su nombre. Más tarde me enteré de que había padecido la enfermedad de Hansen, la lepra.
Cuando llegué a casa telefoneé al doctor Flanders, que vivía en tierra firme. Me atendió su servicio de recepción de llamadas. El doctor Flanders estaba participando de un crucero de pesca, pero si se trataba de algo urgente el doctor Ballenger...
-¿Cuándo regresará el doctor Flanders?
-A más tardar mañana por la tarde. ¿Le parece...?
-Sí.
Colgué lentamente el auricular y después marqué el número de Richard. Dejé que la campanilla sonara doce veces antes de colgar. Permanecí un rato indeciso. La comezón se había intensificado. Parecía emanar de la carne misma.
Conduje la silla de ruedas hasta la biblioteca y extraje la destartalada enciclopedia médica que había comprado hace muchos años. El texto era exasperantemente vago. Podría haber sido cualquier cosa, o ninguna.
Me recosté contra el respaldo y cerré los ojos. Oí el tictac del viejo reloj marino montado sobre la repisa, en el otro extremo de la habitación. También oí el zumbido fino y agudo de un reactor que volaba hacia Miami. Y el tenue susurro de mi propia respiración.
Seguía mirando el libro.
El descubrimiento se infiltró lentamente en mí y después se implantó con aterradora brusquedad. Tenía los ojos cerrados pero seguía mirando el libro. Lo que veía era algo desdibujado y monstruoso, una imagen deformada, cuatridimensional, pero igualmente inconfundible, de un libro.
Y yo no era el único que miraba.
Abrí lo ojos y sentí la contracción de mi músculo cardíaco. La sensación se atenuó un poco, pero no por completo. Estaba mirando el libro, viendo con mis propios ojos las letras impresas y las ilustraciones, lo cual era una experiencia cotidiana perfectamente normal, y también lo veía desde un ángulo distinto, más bajo, y con otros ojos. No lo veía como un libro sino como algo anómalo, algo de configuración aberrante e intención ominosa.
Alcé las manos lentamente hasta mi rostro, y tuve una macabra imagen de mi sala transformada en una casa de horrores.
Lancé un alarido.
Unos ojos me espiaban entre las fisuras de la carne de mis dedos. Y en ese mismo instante vi cómo la carne se dilataba, se replegaba, a medida que esos ojos se asomaban insensatamente a la superficie.
Pero no fue eso lo que me hizo gritar. Había mirado mi propia cara y había visto un monstruo.


El "buggy" de las dunas bajó por la pendiente de la lona y Richard lo detuvo junto al porche. El motor ronroneaba intermitentemente. Hice rodar mi silla de ruedas por la rampa situada a la derecha de la escalinata común y Richard me ayudó a subir al vehículo.
-Muy bien, Arthur -dijo-. Tú mandas. ¿A dónde vamos?
Señalé en dirección al agua, donde la Duna Mayor finalmente empieza a menguar. Richard hizo un ademán de asentimiento. Las ruedas posteriores giraron en la arena y partimos. Yo solía burlarme de Richard por su manera de conducir, pero esa noche no lo hice. Tenía demasiadas cosas en las cuales pensar... Y demasiadas cosas para sentir. Ellos estaban disgustados con la oscuridad y me daba cuenta de que hacían esfuerzos por espiar entre las vendas, exigiéndome que se las quitara.
El "buggy" se zarandeaba y rugía entre la arena en dirección al agua, y casi parecía levantar vuelo desde la cresta de las dunas más bajas. A la izquierda, el sol se ponía con sanguinaria espectacularidad. Directamente enfrente y del otro lado del agua, las nubes oscuras avanzaban hacia nosotros. Los rayos zigzagueaban sobre el mar.
-A tu derecha -dije-. Junto a esa tienda.
Richard de tuvo el "buggy" junto a los restos podridos de la tienda, despidiendo un surtidor de arena. Metió la mano en la parte posterior y extrajo una pala. Respingué cuando la vi.
-¿Dónde? -preguntó Richard inexpresivamente.
-Allí -respondí, señalando.
Se apeó y se adelantó despacio por la arena, vaciló un segundo, y después clavó la pala en el suelo. Me pareció que excavaba durante un largo rato. La arena que despedía por encima del hombro tenía un aspecto húmedo. Las nubes eran más negras y estaban más altas, y el agua parecía furiosa e implacable bajo su sombra y en el reflejo rutilante del crepúsculo.
Mucho antes de que dejara de excavar me di cuenta de que no encontraría al chico. Lo habían cambiado de lugar. La noche anterior no me había vendado las manos, de modo que habían podido ver... y actuar. Si habían conseguido servirse de mí para matar al chico también podían haberlo hecho para trasladarlo, incluso mientras dormía.
-No hay nada aquí, Arthur.
Arrojó la parte sucia en la parte posterior del "buggy" y se dejó caer, cansado, en el asiento. La tormenta en ciernes proyectaba sombras movedizas, semicirculares, sobre la playa. La brisa cada vez más fuerte hacía repicar la arena contra la carrocería herrumbrada del vehículo. Me picaban los dedos .
-Me usaron para transportarlo -dije con voz opaca-. Están asumiendo el control, Richard. Están forzando su puerta para abrirla, poco a poco. Cien veces por día me descubro en pie delante de un objeto que conozco como una espátula, un cuadro, o un a lata de guisantes, sin saber cómo he llegado allí, y tengo las manos alzadas, mostrándoselo, viéndolo como lo ven ellos, como algo obsceno, como algo contorsionado y grotesco...
-Arthur -murmuró-. No, Arthur. Eso no. -Bajo la luz menguante su rostro tenía una expresión compungida-. Has dicho que estabas en pie delante de algo. Has dicho que transportaste el cuerpo del chico. Pero tú no puedes caminar, Arthur. Estás muerto de la cintura para abajo.
Toqué el tablero de instrumentos del "buggy" de las dunas.
-Esto también está muerto. Pero cuando lo montas puedes hacerlo marchar. Podrías hacerlo matar. No podría detenerse aunque quisiera. -Oí que mi voz aumentaba de volumen histéricamente-. ¿Acaso no entiendes que soy la puerta? ¡Ellos mataron al chico, Richard! ¡Ellos transportaron el cuerpo!
-Creo que será mejor que consultes a un médico -dijo con tono tranquilo-. Volvamos.
-¡Investiga! ¡Pregunta por el chico, entonces! Averigua...
-Dijiste que ni siquiera sabes cómo se llama.
-Debía de vivir en la aldea. Es un pueblo pequeño. Pregunta...
-Cuando fui a buscar el "buggy" telefoneé a Maud Harrington. No conozco a una persona más chismosa que ella, en todo el Estado. Le pregunté si había oído el rumor de que un chico no había vuelto anoche a su casa. Contestó que no.
-¡Pero tenía que vivir es esta zona! ¡Tenía que vivir aquí!
Arthur se dispuso a hacer girar la llave del encendido, pero le detuve. Se detuvo para mirarme y yo empecé a quitarme las vendas de las manos.
El trueno murmuraba y gruñía desde el Golfo.


No había consultado al médico ni había vuelto a llamar a Richard. Pasé tres semanas con las manos vendadas cada vez que salía. Tres semanas con la ciega esperanza de que desaparecieran. No eran un comportamiento racional, lo confieso. Si yo hubiera sido un hombre sano que no necesitaba una silla de ruedas para sustituir sus piernas, o que había vivido una vida normal, quizás habría recurrido al doctor Flanders o a Richard. Aun en mis condiciones podría haberlo hecho si no hubiera sido por el recuerdo de mi tía, aislada, virtualmente convertida en una prisionera, devorada en vida por su propia carne enferma. De modo que guardé un silencio desesperado y le pedí al cielo que me permitiera descubrir un día, al despertarme, que todo había sido una pesadilla.
Y poco a poco los sentí. A ellos. Una inteligencia anónima. Nunca me pregunté qué aspecto tenían ni de donde provenían. Habría sido inútil. Yo era su puerta, y su ventana abierta sobre el mundo. Recibía suficiente información de ellos para sentir su revulsión y su horror, para saber que nuestro mundo era muy distinto del suyo. La información también me bastaba para sentir su odio ciego. Pero igualmente seguían espiando. Su carne estaba implantada en la mía. Empecé a darme cuenta de que me usaban, de que en verdad me manipulaban.
Cuando pasó el chico, alzando la mano para saludarme con la displicencia de siempre, yo ya casi había resuelto llamar a Cresswell, a su número del Departamento de Marina. Había algo cierto en la teoría de Richard: estaba seguro de que lo que se había apoderado de mí me había atacado en el espacio profundo o en esa extraña órbita alrededor de Venus. La Marina me estudiaría pero no me convertiría en un monstruo de feria. No tendría que volver a ahogar un grito cuando me despertaba en la oscuridad crujiente y los sentía vigilar, vigilar, vigilar.
Mis manos se estiraron hacia el chico y me di cuenta de que no las había vendado. Vi los ojos que miraban en silencio, en la luz crepuscular. Eran grandes, dilatados, de iris dorados. Una vez había pinchado uno con la punta de un lápiz y había sentido que un olor insoportable me recorría el brazo. El ojo pareció fulminante con un odio impotente que fue peor que el dolor físico. No volví a pincharlo.
Y ahora estaban mirando al chico. Sentí que mi mente se disparaba. Un momento después perdí el control de mis actos. La puerta estaba abierta. Corrí hacia él por la arena, moviendo velozmente las piernas insensibles, como si éstas fueran maderos accionados por algún mecanismo. Mis propios ojos parecieron cerrarse y sólo vi con aquellos ojos extraterrestres: vi un monstruoso paisaje marino de alabastro rematado por un cielo semejante a una gran franja purpúrea, y vi una cabaña ladeada y corroída que podría haber sido la carroña de una desconocida bestia carnívora, y vi un ser abominable que se movía y respiraba y llevaba debajo del brazo un artefacto de madera y alambre, un artefacto compuesto por ángulos rectos geométricamente imposibles.
Me pregunto qué pensó él, ese pobre chico anónimo con la criba bajo el brazo y los bolsillos hinchados por una insólita multitud de monedas arenosas perdidas por los turistas, qué pensó él cuando los rayos postreros del sol cayeron sobre mis manos, rojas y fisuradas y fulgurantes con su carga de ojos, qué pensó cuando las manos batieron súbitamente el aire un momento antes de que estallara su cabeza.
Sé qué fue lo que pensé yo.
Pensé que había atisbado por encima del borde del universo y había visto ni más ni menos que los fuegos del infierno.


El viento tironeó de las vendas y las transformó en pequeños gallardetes flameantes a medida que las desenrollaba. Las nubes habían ocultado los vestigios rojos del crepúsculos, y las dunas estaban oscuras y cubiertas de sombras. Las nubes desfilaban y bullían sobre nuestras cabezas.
-Debes hacerme una promesa, Richard -dije, levantando la voz por encima del viento cada vez más fuerte-. Si tienes la impresión de que intento..., hacerte daño, corre. ¿Me entiendes?
-Si.
El viento agitaba y ondulaba su camisa de cuello abierto. Su rostro permanecía impasible, con los ojos reducidos a poco más que dos cavidades en la prematura oscuridad.
Cayeron las últimas vendas.
Yo miré a Richard y ellos miraron a Richard. Yo vi una cara que conocía desde hacía cinco años y que había aprendido a querer. Ellos vieron un monolito viviente, deforme.
-Los ves -dije roncamente-. Ahora los ves.
Se apartó involuntariamente. Sus facciones parecieron dominadas por un súbito pavor incrédulo. Un rayo hendió el cielo. Los truenos rodaban sobre las nubes y el agua se había ennegrecido como la del río Estigia.
-Arthur...
¡Qué inmundo era! ¿Cómo podía haber vivido cerca de él, cómo podía haberle hablado? No era un ser humano sino una pestilencia muda. Era...
-¡Corre! ¡Corre, Richard!
Y corrió. Corrió con grandes zancadas. Se convirtió en un patíbulo recortado contra el cielo imponente. Mis manos se alzaron, se alzaron sobre mi cabeza con un ademán aullante, aleteante, con los dedos estirados hacia el único elemento familiar de ese mundo de pesadilla: estirados hacia las nubes.
Y las nubes respondieron.
Brotó un rayo colosal, blanco azulado, que pareció marcar el fin del mundo. Alcanzó a Richard, lo envolvió. Lo último que recuerda es la fetidez eléctrica del ozono y la carne quemada.
Me desperté en mi porche, plácidamente sentado, mirando hacia la Duna Mayor. La tormenta había pasado y la atmósfera estaba agradablemente fresca. Se veía una tajada de luna. La arena estaba virgen, sin rastros del "buggy" de Richard.
Me miré las manos. Los ojos estaban abiertos pero vidriosos. Se hallaban extenuados. Dormitaban.
Sabía bien qué era lo que debía hacer. Tenía que echar llave a la puerta antes de que pudieran terminar de abrirla. Tenía que clausurarla definitivamente. Ya empezaba a observar los primeros signos de un cambio estructural en las mismas manos. Los dedos empezaban a acortarse... y a modificarse.
En la sala había una pequeña chimenea, y en verano me había acostumbrado a encender una fogata para combatir el frío húmedo de Florida. Prendí otra ahora, moviéndome de prisa. Ignoraba cuánto tardarían en captar mis intenciones.
Cuando vi que ardía vorazmente me encaminé hacia la cuba de queroseno que había en la parte posterior de la casa y me empapé ambas manos. Se despertaron de inmediato, con un alarido de dolor. Casi no pude llegar de vuelta a la sala, y a la fogata. Pero lo conseguí.


Todo eso sucedió hace siete años.
Aún estoy aquí, contemplando el despegue de los cohetes. Últimamente se han multiplicado. Éste es un gobierno que da importancia a la exploración espacial. Incluso se habla en enviar otra serie de sondas tripuladas a Venus.
Averigüé el nombre de chico, aunque eso ya no importa. Tal como sospechaba, vivía en la aldea. Pero su madre creía que pasaría aquella noche en tierra firme, con un amigo, y no dio la alarma hasta el lunes siguiente. En cuanto a Richard..., bien, de todos modos la gente opinaba que Richard era un bicho raro. Piensan que tal vez volvió a Maryland o se fugó con alguna mujer.
A mí me toleran, aunque tengo fama de ser excéntrico. Al fin y al cabo, ¿cuántos exastronautas les escriben regularmente a los funcionarios electos de Washington para decir que sería mejor invertir en otra cosa el dinero que se asigna a la exploración espacial?
Yo me apaño muy bien con estos garfios. Durante el primer año los dolores fueron atroces, pero el cuerpo humano se acostumbra a casi todo. Me puedo afeitar e incluso me ato los cordones de los zapatos. Y como véis, escribo bien a máquina. Creo que no tendré problemas para meterme la escopeta en la boca ni para apretar el gatillo. Veréis, esto empezó hace tres semanas.
Tengo sobre el pecho un círculo perfecto de doce ojos dorados.


FIN

martes, 25 de marzo de 2008

INFIERNO - SOLAMENTE UNA TEORIA

INFIERNO- ¿Negocio?





Satanás ha sido, con toda seguridad, el mejor amigo que la iglesia janás haya tenido, ya que él la ha mantenido en el negocio todos estos años. La falsa doctrina del Infierno y de el diablo ha permitido a las Iglesias protestantes y católicas prosperar du- rante todo este tiempo. Sin un diablo al cual señalar con el dedo, los religiosos orientados en lo que se llama el Camino de la Mano Derecha, o Sendero Diestro, no tendrían nada con qué amenazar y amedrentar a sus seguidores. "Satanás te guía a la tentación"; "Satanás es el príncipe del mal"; "Satanás es vicioso, cruel, brutal," dicen, a guisa de advertencia. "Si ceden a las tentaciones del diablo, seguramente sufrirán condenación eterna y se asarán en Infierno."
El significado semántico de Satanás es el de "adversario" u "oposición" o el de "acusador." La misma palabra "diablo" viene del indio "devi" que significa "dios." Satanás representa oposición a todo las religiones que sirven para frustrar y condenar al hombre por sus instintos naturales. Le ha sido dado un rol de malo simplemente porque representa los aspectos carnales, terrenales, y mundanos de vida. Satán REPRESENTA oposición a todas las religiones que sirven para condenar y frustrar al hombre de sus instintos naturales. A Satán le ha sido dado el papel de "malo" simplemente porque REPRESENTA los aspectos carnales, terrenales y mundanos de la vida.
Satanás, demonio por excelencia del Mundo Occidental, era originalmente un ángel cuyo deber era informar a Dios de los delitos e iniquidades humanas. No fue hasta el Siglo XIV que empezó a ser representado como una deidad maligna que era parte hombre y parte animal, con cuernos y cascos de cabra. Antes de que el Cristianismo le diera los nombres de Satanás, Lucifer, etc., la parte carnal de la naturaleza humana era regida por el dios llamado entonces Dionysus, o Pan, representado como un sátiro o fauno, por los griegos. Pan era originalmente el "el tipo bueno," y simbolizaba la fertilidad y fecundidad.
Siempre que una nación asuma una nueva forma de gobierno, los héroes del pasado se convierten en los villanos del pre- sente. Lo mismo sucede con la religión. Los primeros Cristianos creían que las deidades Paganas eran demonios, y utilizarlos era usar "magia negra." A los milagrosos eventos celestiales los llamaban "magia blanca"; ésta era la única distinción entre los dos. Los viejos dioses no murieron, pasaron al Infierno y se convirtieron en demonios. El coco, los duendes, o espíritus "salvajes" que eran empleados para asustar a los niños se derivan de varias creencias Eslavas sobre espíritus que habitaban en pantanos, la raíz eslava "Bog" significa "Dios" -los llamados Bogey(el Coco), goblins o boogaboos -lo mismo que la pala- bra hindú Bhaga, que en Hindú significa "dios".
Muchos placeres venerados antes del advenimiento del Cristianismo fueron condenados por la nueva religión. Se necesitó muy poco para transformar ¡los cuernos y pezuñas de Pan en un demonio más convincente! Los atributos de Pan podían transformarse fácilmente en los pecados con-castigo-incluido, y la metamorfosis quedaba completa.
La asociación de la cabra con el Diablo se encuentra en la Biblia Cristiana, donde el día más santo del año, el Día de la Expiación, era celebrado cargando de pecados a dos cabras "sin la mancha," una como ofrenda al Señor, y una a Azazel. La cabra que llevaba los pecados de las personas era arrojada al el desierto y se convertía en una "víctima propiciatoria." -es decir, chivo expiatorio. Éste es el origen de la cabra que todavía se usa en ceremonias de logias hoy en día tal como se solía hacer en Egipto, donde una vez al año era sacrificada a un Dios.
Los demonios de la humanidad son muchos, y sus orígenes muy diversos. La realización del ritual Satánico no abarca la invocación de demonios; esta práctica sólo es seguida por aquéllos que temen las fuerzas que ellos mismos conjuran.
Supuestamente, los demonios son espíritus malévolos con atributos que conducen a la perdición de las personas o eventos con los que tienen contacto. La palabra griega "demonio" significa un espíritu guardián o fuente de inspiración, y para asegurarse, los teólogos, inventaron más tarde legión tras legión de éstos heraldos de la inspiración - todos malvados.
Una indicación de la cobardía de "magos" del Camino de la Mano Derecha es la práctica de invocar un demonio particular (quién habría supuestamente de ser un favorito del diablo) para hacer lo que se le ordenase. El supuesto es que el demonio, estando el hechicero formidablemente "protegido" o dementemente temerario intentaría invocar al Diablo mismo.
El Satanista no llama furtivamente a éstos diablos "menores", sino que invoca descaradamente aquéllos que comandan ése ejército infernal de duradero ultraje -El Diablo en persona!
Como cabía esperar, los teólogos han catalogado algunos de los nombres de diablos en sus listas de demonios, como podría esperarse, quienes constituyen gran parte de los moradores del Palacio Real del Infierno .
Los diablos de las viejas religiones siempre han tenido, al menos en parte, características animales, lo cual es una prueba de la constante necesidad que el hombre tiene de negar que también él es un animal, pues si reconociera que lo es, sería tanto como asestarle un golpe poderoso a su ego empobrecido.
La mayoría se Satanistas no aceptan a Satán como un ser antropomórfico con pezuñas hendidas, una cola erizada de púas y con cuernos. Simplemente representa una fuerza de la naturaleza: los poderes de la oscuridad, o la fuerza oscura, a los que si se les llama así es meramente porque ninguna religión ha sacado esos poderes de la oscuridad. Tampoco la ciencia ha sido capaz de aplicarle una terminología técnica a esa fuerza. Es un depósito sin destapar, del cual muchas personas saben aprovecharse, porque carecen de la habilidad para utilizar un instrumento si previamente no lo fracturan y le ponen una etiquetaa todos los mecanismos que lo hacen funcionar. Es esta incesante necesidad de saberlo todo lo que impide que la mayoría de la gente logre beneficiarse de esa polifacética clave de lo desconocido, que los satanistas consideran conveniente llamar Satán.
Satán, como dios, semidiós, salvador personal, o como queramos llamarlo, fué inventado por los formuladores de toda religión sobre la faz de la Tierra para un único propósito: tener control sobre los llamados "pecados" del hombre aquí en la Tierra. En consecuencia, cualquier cosa que llevara a la gratificación física, mental o emocional fué definido como "malo" , asegurando así para la gran masa de creyentes, una vida de culpa garantizada.
De modo que, si de "malos" se nos ha conceptuado, malos somos.
¿Y qué?.
¿No nos encontramos en plena Edad Satánica?.
¿Por qué no aprovecharse de ello, ... y VIVIR?

miércoles, 19 de marzo de 2008

(FRAGMENTO)- DIEZ NEGRITOS - AGATHA CHRISTIE

DIEZ NEGRITOS


Agatha Christie


POEMA-INTRODUCTORIO DE LA OBRA
DIEZ NEGRITOS DE AGATHA CHRISTIE


Diez negritos se fueron a cenar.
Uno de ellos se asfixió y quedaron
Nueve.
Nueve negritos trasnocharon mucho.
Uno de ellos no se pudo despertar y quedaron
Ocho.
Ocho negritos viajaron por el Devon.
Uno de ellos se escapó y quedaron
Siete.
Siete negritos cortaron leña con un hacha.
Uno se cortó en dos y quedaron
Seis.
Seis negritos jugaron con una avispa.
A uno de ellos le picó y quedaron
Cinco.
Cinco negritos estudiaron derecho.
Uno de ellos se doctoró y quedaron
Cuatro.
Cuatro negritos fueron a nadar.
Uno de ellos se ahogó y quedaron
Tres.
Tres negritos se pasearon por el Zoológico.
Un oso les atacó y quedaron
Dos.
Dos negritos se sentaron a tomar el sol.
Uno de ellos se quemó y quedó nada más que
Uno.
Un negrito se encontraba solo.
Y se ahorcó y no quedó...
¡Ninguno!

lunes, 3 de marzo de 2008

EL HORROR DE SALEM -- HENRY KUTTNER

EL HORROR DE SALEM

Henry Kuttner

(Título original: «The Salem Horror»)

(Primera publicación: Weird Tales, Mayo 1937)


La primera vez que Carson reparó en los ruidos de su sotano, los atribuyó a las ratas. Más tarde, empezó a oir historias que circulaban entre los supersticiosos polacos que trabajaban en el molino de Derby Street acerca de la primera persona que ocupó la antigua casa, Abigail Prinn. Ya no vivía nadie que recordara a la diabólica bruja, pero las morbosas leyendas que proliferaban por el «distrito de las brujas» de Salem como hierbas en una tumba, daban inquietanntes detalles sobre sus actividades, y eran desagradablemente explícitas respecto a los detestables sacrificios que se sabía había realizado a una imágen carcomida y cornuda de dudoso origen. Los más ancianos aún hablaban en voz baja de Abbie Prinn y de sus monstruosos alardes sobre que era la gran sacerdotisa del poderoso dios que moraba en la profundidad de los montes. En efecto, fueron estos alardeos de la vieja bruja los que acarrearonn su súbita y misteriosa muerte en 1692, época de los famosos ahorcamientos de Gallows Hill. A nadie le gustaba hablar de esto, aunque a veces alguna vieja desdentada se atrevía a comentar medrosamente que las llamas no podían quemarla, porque todo el cuerpo había asumido la peculiar anestesia de su condición de bruja.

Abbie Prinn y su anómala estatua habían desaparecido hacía muchisimo tiempo, pero aún resultaba difícil encontrar inquilinos para su casa decrépita, de fachada en gabletes, con un segundo piso sobresaliente, y curiosas ventanas con cristales en rombos. La fama de malignidad de la casa se había extendido por todo Salem. En realidad , no había sucedido nada allí, en los recientes años, que pudiese dar origen a historias inexplicables; pero quienes llegaban a alquilar la casa solían mudarse a toda prisa, generalmente con vagas y poco satisfactorias explicaciones relacionadas con las ratas.

Y fue una rata la que llevó a Carson a la Habitación de la Bruja. Los apagados chillidos y golpeteos en el interior de las podridas paredes habían alarmado a Carson más de una vez durante las noches de su primera semana en la casa, que había alquilado para conseguir la soledad que necesitaba para terminar una novela que le habían estado pidiendo los editores... otra novela de amor que añadir a la larga lista de éxitos populares. Pero hasta algun tiempo después, no empezo a abrigar ciertas sospechas disparatadamente fantásticas acerca de la inteligencia de la rata que una vez se escabulló de debajo de sus pies, en dirección al oscuro vestíbulo.

La casa tenía instalación eléctrica, pero la bombilla del vestíbulo era floja y daba una luz muy pobre. La rata era una sombra negra, deforme, cuando saltó a pocos metros de él y se detuvo, al parecer, para observarle.

En otra ocasión, Carson pudo echar al animal con un gesto amenazador, y reanudar su trabajo. Pero el tráfico de Derby Street era desusadamente ruidoso, y le resultaba difícil concentrarse en su novela. Sus nervios, sin razón aparente, estaban tensos; por otra parte, la rata, vigilándole fuera de su alcance, le contemplaba con burlona diversión.

Sonriéndose de su propia presunción, dio unos pasos hacia la rata, ésta echó a correr hacia la puerta del sótano, y entonces vió él con sorpresa que estaba entornada. Pensó que debía de habérsele olvidado cerrarla la última vez que estuvo allí, aunque generalmente tenía cuidado de dejar todas las puertas cerradas, pues la vieja casa tenía corrientes de aire. La rata aguardó en la puerta.

Irracionalmente molesto, Carson se fue hacia ella a toda prisa, poniendo en fuga a la rata escaleras abajo. Encendió la luz del sotano y la vió en un rincón. La rata le observó atentamente con sus ojillos relucientes.

Al descender las escaleras no había podido evitar la sensación de que se estaba comportando como un idiota. Pero su trabajo había sido agotador, y subconscientemente aceptaba con agrado cualquier interrupción. Cruzó el sotano en dirección a la rata, viendo con asombro que la bestezuela permanecía inmóvil, vigilandole. «La rata se comporta de manera anormal», pensó; y la mirada fija de sus ojos como botones resultaba un tanto inquietante.

Luego se rió de si mismo, pues la rata dio un brinco repentino y desapareció por un agujero de la pared del sótano. Desmañadamente, rascó una cruz con la punta del pie en la suciedad que había delante de la madriguera, decidiendo poner allí mismo un cepo por la mañana.

El hocico de la rata y sus desiguales bigotes, aparecieron cautelosamente. Avanzó y luego vació y retrocedió. Después el animal empezó a conducirse de un modo singular e inexplicable, casi como si estuviese bailando, pensó Carson. Avanzaba como a tientas, y luego se retiraba otra vez. Daba un saltito hacia adelante, y se paraba en seco, luego saltaba hacia atrás apresuradamente, como si -el simil le vino a Carson de pronto a la cabeza- hubiese una serpiente enroscada ante la madriguera, alerta para evitar la huida de la rata. Pero no había nada, salvo la cruz que Carson había trazado en el polvo.

Indudablemente era el propio Carson quien impedia la fuga de la rata, pues estaba a poca distancia de la madriguera. Así que dio un paso adelante, y el animal desapareció apresuradamente por el agujero.

Picado en su curiosidad, Carson buscó un palo y hurgó en el agujero, tanteando. Al hacerlo, sus ojos, próximos a la pared, descubrieron algo extraño en la losa de piedra que había encima de la madriguera de la rata. Una rápida ojeada en torno a su borde confirmó sus sospechas. La losa debía ser movible.

Carson la inspeccionó minuciosamente, y notó una depresión en su borde a modo de asidero. Sus dedos se acoplaron cómodamente a la muesca, y probó a tirar. La piedra se movió un poco y se paró. Tiró con mas fuerza y, con una rociada de tierra seca, la losa se separó del muro girando como si tuviese goznes.

Un rectángulo negro, hasta la altura del hombro, quedó abierto en la pared. De sus profundidades emanó un hedor mohoso, desagradable, de aire estancado, y Carson, involuntariamente, retrocedió un paso. Súbitamente, recordó las monstruosas historias sobre Abbie Prinn y los espantosos secretos que se suponía guardaba en su casa. ¿Había tropezado él con alguna cámara secreta de la bruja, tanto tiempo desaparecida?

Antes de entrar en la negra abertura tomó la precaución de coger una linterna de arriba. Luego, cautelosamente, agachó la cabeza y se deslizó por el estrecho y maloliente pasadizo, dirigiendo el haz de luz ante sí para explorar el terreno.

Estaba en un estrecho túnel, escasamente más alto que su cabeza, con pavimento y paredes de losas. Seguía recto quizá unos cinco metros, y luego se ensanchaba formando una cámara espaciosa. Al llegar Carson a la habitación del subsuelo -indudablemente escondite de Abbie Prinn, cuarto secreto, pensó, que sin embargo, no pudo salvarla el día que el populacho enloquecido de pavor invadió furioso Derby Street- aspiró con una boqueada de asombro. La habitación era fantástica, asombrosa.

Fue el suelo lo que atrajo la mirada de Carson. El oscuro gris de la pared circular cedía sitio aquí a un mosaico de piedra multicolor en el que predominaban los azules y los verdes y los púrpuras: en efecto, no había colores más cálidos. Debía de haber miles de trocitos de piedras de colores componiendo el dibujo, pues ninguno era mayor que el tamaño de una nuez. El mosaico parecía seguir algun trazado concreto, desconocido para Carson; había curvas de color púrpura y violeta combinadas con líneas angulosas verdes y azules, entremezcladas en fantásticos arabescos. Había círculos, triángulos, un pentáculo, y otras figuras menos familiares. La mayoría de las líneas y figuras irradiaban de un punto concreto: el centro de la cámara, donde había un disco circular de piedra completamente negra de alrededor de medio metro de diámetro.

Era muy silenciosa. No se oían los ruidos de los coches que de cuando en cuando pasaban por Derby Street. En una alcoba poco profunda excavada en el muro, Carson descubrió unas marcas sobre las paredes, y se dirigió lentamente hacia allí, recorriéndolas de arriba abajo con la luz de su linterna.

Las marcas, fueran lo que fuesen, habían sido pintadas en la piedra hacía tiempo, pues lo que quedaba de los misteriosos símbolos era indescifrable. Carson vio varios jeroglíficos parcialmente borrados que le recordaban el estilo árabe, aunque no estaba seguro. En el suelo de la alcoba había un disco de metal corroído de unos dos metros y medio de diámetro, y Carson tuvo la clara sensación de que era movible. Aunque no hubo manera de levantarlo.

Se dio cuenta de que se hallaba de pie exactamente en el centro de la cámara, en el círculo de piedra negra donde convergía el singular trazado. Nuevamente se le hizó patente el completo silencio. Movido por un impulso, apagó la luz de su linterna. Instantáneamente reinó la oscuridad más absoluta.

En ese momento, una singular idea se deslizó en su mente. Se imaginó a si mismo en el fondo de un pozo, y que de arriba descendía un flujo que se derramaba por el eje de la cámara para tragárselo. Tan fuerte fue su impresión que realmente le pareció oir un tronar apagado, como el rugido de una catarata. Singularmente alarmado, encendió la luz y miró rápidamente en torno suyo. El percutir que sentía era, naturalmente, el pulso de su sangre, que se hacía audible en el completo silencio: fenónemo bastante familiar. Pero si este lugar era tan silencioso...

La idea le asaltó como una súbita punzada en su conciencia. Este era un sitio ideal para trabajar. Podía instalar la luz eléctrica, bajar una mesa y una silla, utilizar un ventilador si era necesario..., aunque el olor a moho que había notado al principio parecía haber desaparecido por completo. Se dirigió hacia la entrada del pasadizo, y al salir de la habitación experimentó un inexplicable relajamiento de sus músculos, aunque no se había dado cuenta de que los tenía contraidos. Lo atribuyó al nerviosismo, y subió a prepararse un café y a escribir al dueño de la casa, que vivía en Boston, contándole el descubrimiento que había hecho.

El visitante miró con curiosidad hacia el vestíbulo, una vez que hubo abierto Carson la puerta, y asintió para sí como con satisfacción. Era un hombre de figura flaca y alta, con espesas cejas de color gris acero que sobresalían por encima de unos penetrantes ojos grises. Su rostro, aunque fuertemente marcado y flaco, carecía de arrugas.

- ¿Viene por la Habitación de la Bruja? - preguntó Carson con sequedad. El dueño de la casa se había ido de la lengua, y durante la última semana había estado atendiendo de mala gana a anticuarios y ocultistas deseosos de echar una ojeada a la cámara secreta en la que Abbie Prinn había murmurado sus ensalmos. El mal humor de Carson había ido en aumento, y hasta pensó en la posibilidad de mudarse a un lugar más tranquilo; pero su innata obstinación le había hecho quedarse, decidido a terminar su novela, pese a todas las interrupciones. Ahora, mirando a su visitante fríamente, dijo-: Lo siento, pero no se puede visitar ya más.

El otro le miró sobresaltado, pero casi inmediatamente brilló en sus ojos un destello de comprensión. Extrajo una tarjeta y se la ofreció a Carson.

- Michael Leigh... ocultista, ¿eh? -repitió Carson. Aspiró profundamente. Los ocultistas, había descubierto, eran los peores, con sus oscuras alusiones a cosas innominadas y su profundo interés en el trazado del mosaico del suelo de la Habitación de la Bruja-. Lo siento, señor Leigh, pero... de veras; estoy muy ocupado. Discúlpeme.

Y secamente, dio media vuelta hacia la puerta.

- Un momento -dijo Leigh con rapidez.

Antes de que Carson pudiese protestar, había cogido al escritor por el hombro, y le miraba fijamente a los ojos. Sobresaltado, Carson retrocedió, pero no antes de ver aparecer una extraordinaria expresión, mezcla de aprensión y satisfacción, en el flaco rostro de Leigh. Era como si el ocultista hubiese visto algo desagradable... aunque no inesperado.

- ¿Que es esto? -preguntó Carson con aspereza-. No estoy acostumbrado...

- Lo siento muchisimo -dijo Leigh. Su voz era profunda, agradable-. Debo disculparme. Pensaba... bien, discúlpeme otra vez. Me temo que estoy algo excitado. Mire, he venido de San Francisco para ver la Habitación de la Bruja. ¿De veras que no me permite verla? Le pagaría lo que fuese.

- No -dijo; empezaba a sentir una perversa simpatía por este hombre, con su voz agradable y modulada, su rostro poderoso y su atractiva personalidad-. No, sencillamente deseo un poco de paz; no tiene usted idea de lo que me han molestado- prosiguió, vagamente sorprendido al darse cuenta de que hablaba en tono de disculpa-. Es una molestia espantosa. Casi desearía no haber descubierto esa habitación.

Leigh se acercó con ansiedad.

- ¿Puedo verla? Representa muchísimo para mí; estoy inmensamente interesado en esas cosas. Le prometo no robarle más de diez minutos de su tiempo.

Carson vaciló, y luego asintió. Mientras conducía a su visitante al sótano, se puso a contarle las circunstancias del descubrimiento de la Habitación de la Bruja. Leigh escuchaba atentamente, interrumpiéndole de cuando en cuando con alguna pregunta.

- Y la rata, ¿sabe usted qué ha sido de ella? - preguntó.

Carson se quedó sorprendido.

- Pues no. Supongo que se ocultaría en su madriguera. ¿Por qué?

- Nunca se sabe - dijo Leigh enigmaticamente, cuando entraban en la Habitación de la Bruja.

Carson encendió la luz. Había instalado la electricidad, y había unas cuantas sillas y una mesa; por lo demás, la habitación estaba intacta. Carson observó el rostro del ocultista, y vio con sorpresa que se había puesto ceñudo, casi enfadado.

Leigh se encaminó al centro de la habitación, mirando la silla colocada sobre el círculo de piedra negra.

- ¿Trabaja usted aquí? - preguntó lentamente.

- Sí. Es un sitio tranquilo... He visto que no hay manera de trabajar arriba. Hay demasiado ruido. Pero este sitio es ideal; me resulta muy fácil escribir aquí. Mi pensamiento se siente...-dudó- libre; o sea, desvinculado de las demás cosas. Es una sensación de lo más extraordinaria.

Leigh asintió como si las palabras de Carson confirmasen alguna idea suya. Se volvió hacia la alcoba del disco metálico en el suelo. Carson le siguió. El ocultista se acercó a la pared, repasó los borrosos símbolos con el dedo índice. Murmuró algo en voz baja, unas palabras que a Carson le sonaron como una especie de galimatias:

- Nyogtha... k'yarnak...

Se volvió, con el rostro serio y pálido.

- Ya he visto bastante -dijo suavemente-. ¿Nos vamos?

Sorprendido, Carson asintió, y le condujo de nuevo al sótano.

Una vez arriba, Leigh vaciló, como si le resultase difícil abordar el tema. Por último, pregunto:

- Señor Carson, ¿le importaría decirme si ha tenido usted algún sueño extraño últimamente?

Carson se quedó mirándole, con la burla bailándole en los ojos.

- ¿Sueños? - repitió-. ¡Oh!, comprendo. Bueno, señor Leigh, puedo decirle que no me va a asustar. Sus colegas, los otros ocultistas que han venido a visitar la casa, lo han intentado también.

Leigh alzó sus cejas espesas.

- ¿Sí? ¿Le preguntaron si había tenido sueños?

- Varios... sí.

- ¿Y qué les contestó?

- Que no. - Luego, mientras Leigh se echaba hacia atrás en su silla, con una expresión confundida en el rostro, Carson prosiguió lentamente- : Aunque en realidad no estoy muy seguro.

- ¿Que quiere decir?

- Creo... tengo la vaga impresión... de que he soñado últimamente. Pero no estoy seguro. No puedo recordar nada del sueño. Y... ¡bueno, lo más probable es que sus colegas ocultistas me hayan metido la idea en la cabeza!

- Quizá -dijo Leigh circunstancialmente, mientras se levantaba. Vaciló-. Señor Carson, voy a hacerle una pregunta más bien impertinente. ¿Le es necesario vivir en esta casa?

Carson suspiró con resignación.

- Cuando me hicieron la primera vez esta pregunta, expliqué que quería un lugar tranquilo para trabajar en una novela, y que cualquier lugar tranquilo podría servirme. Pero no es fácil encontrarlo. Ahora que tengo esta Habitación de la Bruja, y me está saliendo el libro con tanta facilidad, no veo por qué razón me tengo que mudar y alterar quizá mi programa. Dejaré esta casa cuando haya terminado la novela; entonces podrán ocuparla ustedes los ocultistas y convertirla en museo o hacer con ella lo que quieran. Me tiene sin cuidado. Pero hasta que no haya terminado la novela, pienso permanecer aquí.

Leigh se frotó la barbilla.

- Desde luego. Entiendo su punto de vista. Pero ¿no hay otro lugar en la casa donde pueda usted trabajar?

Miró a Carson en el rostro un instante, y luego continuó rápidamente:

- No espero que me crea. Usted es materialista. La mayoría de la gente lo es. Pero algunos de nosotros sabemos que por encima y más allá de lo que los hombres llaman ciencia, hay un saber que se funda en leyes y principios que a los hombres corrientes les resultarían incomprensibles. Si ha leido a Machen, recordará que habla del abismo que existe entre el mundo de la conciencia y el de la materia. Es posible tender un puente sobre este abismo. ¡La Habitación de la Bruja es ese puente! ¿Sabe qué es una sala de los secretos?

- ¿Eh? - exclamó Carson, mirando con asombro-. Pero no hay...

- Es una analogía... solamente una analogía. Un hombre puede susurrar una palabra en una galería o cueva, y si usted se sitúa en un punto concreto, a unos treinta metros, oye ese susurro, aunque no lo oiga alguien que se encuentre a sólo tres metros. Es una simple truco de acústica: consiste en la proyección del sonido en un punto focal. Ahora bien, este principio es aplicable a otras cosas, además del sonido. A cualquier onda de impulsos... ¡incluso al pensamiento!

Carson trató de interrumpirle, pero Leigh prosiguió:

- Esa piedra negra del centro de su Habitación de la Bruja es uno de esos puntos focales. El dibujo del suelo, cuando usted se sienta en el círculo negro, se vuelve anormalmente sensible a ciertas vibraciones, a ciertos mandatos mentales... ¡peligrosamente sensible! ¿Le parece que tiene la cabeza muy clara cuando trabaja allí? Es una ilusión, una falsa sensación de lucidez... en realidad, usted es un mero instrumento, un micrófono, sintonizado para captar determinadas vibraciones malignas cuya naturaleza no podría comprender.

El rostro de Carson era un estudio de asombro e incredulidad.

- Pero no querrá decirme que cree usted realmente...

Leigh retrocedió, desapareció la intensidad de sus ojos, que se volvieron ceñudos y fríos.

- Muy bien. Pero he estudiado la historia de Abigail Prinn. Ella conocía también esa ciencia superior de que le hablo. La utilizo para fines maléficos: artes negras, como suelen llamarse. He leído que, en sus últimos días, maldijo a la ciudad de Salem... y la maldición de una bruja puede ser algo pavoroso. ¿Quiere usted... -se levantó, mordiéndose el labio-, quiere usted, al menos, permitirme que pasa a verle mañana?

Casi involuntariamente, Carson asintió.

- Pero me temo que desperdiciará su tiempo. No creo... es decir, no tengo... -tartamudeó, sin saber qué decir.

- Solo es para cerciorarme de que usted...¡Ah!, otra cosa. Si sueña esta noche, ¿querría tratar de recordar el sueño? Si intenta evocarlo inmediatamente después de despertar, es posible recordarlo.

- De acuerdo. Si sueño...

Esa noche, Carson soñó. Se despertó poco antes del amanecer con el corazón latiéndole furiosamente, y con una extraña sensación de desasosiego. Dentro de las paredes, y procedentes de abajo, podía oír las furtivas carreras de las ratas. Saltó de la cama apresuradamente, temblando en la fría claridad de la madrugada. Una luna desmayada brillaba aún debilmente en un cielo pálido.

Entonces recordó las palabras de Leigh. Había soñado; de eso no cabía la menor duda. Pero cuál era el contenido de dicho sueño, era otra cuestión. Por mucho que lo intentó, no pudo recordarlo en absoluto, aunque tenía la vaga sensación de que corría frenéticamente en la oscuridad.

Se vistió rápidamente, y como la quietud de la casa en la madrugada le ponía nervioso, salió a comprar el periódico. Era demasiado temprano para que las tiendas estuviesen abiertas, sin embargo, y se dirigió hacia el oeste en busca de un vendedor de periódicos, torciendo por la primera esquina. Mientras caminaba, una extraña sensación empezó a apoderarse de él: una sensación de... ¡familiaridad! Había andado por aquí antes, y notaba una oscura y turbadora familiaridad en las formas de las casas, en las siluetas de los tejados. Pero -y esto era lo fantástico-, que él supiera, jamás había estado antes en esta calle. Se entretenía poco paseando por esa parte de Salem, pues era de naturaleza indolente; sin embargo, tenía una extraordinaria impresión de recuerdo, y se le hacía más vívida a medida que avanzaba.

Llegó a una esquina, torció maquinalmente a la izquierda. La singular sensación iba en aumento. Siguió andando despacio, reflexionando.

Indudablemente, había pasado por aquí antes, y muy probablemente lo había hecho abstraído, de suerte que no había tenido conciencia de su trayecto. Sin duda, era ésta la explicación. Sin embargo, al desembocar en Charter Street, Carson sintió en su interior una rara intranquilidad. Salem despertaba; con la claridad del día, los impasibles trabajadores polacos comenzaban a cruzarse con él, presurosos, en dirección a los molinos. De cuando en cuando, pasaba un automóvil.

A cierta distancia, vio que se había congregado una multitud en la acera. Apretó el paso, con la sensación de una inminente calamidad. Con extraordinario estupor, vio que se encontraba en el cementerio de Charter Street, la antigua y mal afamada «Necrópolis». Se abrió paso entre la multitud.

A sus oídos llegaron comentarios en voz baja, y vio ante sí una espalda voluminosa en uniforme azul. Miró por encima del hombro del policía y aspiró aire, horrorizado.

Había un hombre inclinado sobre la verja de hierro que cercaba el cementerio. Llevaba un traje barato, llamativo, y se agarraba a las herrumbrosas barras con una fuerza tal que los tendones le sobresalían como cuerdas en el dorso peludo de sus manos. Estaba muerto, y en su cara vuelta hacia el cielo en un gesto dislocado, se había congelado una expresión de abismal y espantoso horror. Sus ojos, totalmente en blanco, sobresalían de manera horrible; su boca era una mueca contraída y amarga.

El hombre que estaba junto a Carson volvió su pálido rostro hacia él.

- Parece como si hubiese muerto de miedo -dijo roncamente-. Me horrorizaría ver lo que ha debido presenciar este hombre. ¡Uf, mire esa cara!

Carson se alejó maquinalmente de allí, sintiendo el hálito helado de algo desconocido que le produjo un escalofrío. Se restregó los ojos, pero aquel rostro contorsiado y muerto flotaba ante su vista. Comenzó a desandar su camino, inquieto y algo tembloroso. Involuntariamente, miró hacia un lado, sus ojos se posaron en las tumbas y monumentos que punteaban el viejo cementerio. Hacía un siglo que no enterraban a nadie allí, y las lápidas manchadas de líquenes, con sus cráneos alados, sus ángeles mofletudos y sus urnas funerarias, parecían exhalar una miasma indefinible de antiguedad. ¿Que habría asustado al hombre hasta el punto de causarle la muerte?

Carson aspiró profundamente. Desde luego, el cadáver había sido un espectáculo horrible, pero no debía permitir que esto alterara sus nervios. No podía consentirlo; esto perjudicaría su novela. Además, razonó consigo mismo, el caso estaba lo suficientemente claro. El muerto era con toda seguridad un polaco, del grupo de inmigrantes que vivian en el puerto de Salem. Al pasar junto al cementerio por la noche, lugar en torno al cual habían surgido numerosas y horribles leyendas durante casi tres siglos, los ojos embriagados de aquel desdichado debieron de dar realidad a los brumosos fantasmas de su mente supersticiosa. Estos polacos eran de emociones inestables, propensos a la histeria colectiva y a figuraciones insensatas. El gran Pánico de los Inmigrantes de 1853, en el que ardieron tres casas de brujas, se debió a la confusa e histérica declaración de una vieja de que había visto a un misterioso forastero vestido de blanco que se «había quitado la cara». ¿Que podía esperarse de semejante gente?, pensó Carson.

Sin embargo, seguía nervioso, y no regresó a casa hasta casi mediodía. Cuando, a su llegada, encontró a Leigh, el ocultista, esperándole, se alegró de verle y le invitó a pasar con cordialidad.

Leigh estaba muy serio.

- ¿Ha sabido alguna cosa sobre su amiga Abigail Prinn? - preguntó sin preámbulos, y Carson se le quedó mirando, detenido en el acto de ir a llenar un vaso con un sifón. Tras un prolongado intervalo, presionó la palanca, soltando el chorro de líquido y espuma en el whisky. Tendió a Leigh la bebida y sirvió otro vaso para sí -whisky solo-, antes de contestar.

- No se de que me habla. Ha... ¿Qué pasa con ella? -preguntó, con un aire de forzada despreocupación.

- He estado revisando los informes -dijo Leigh-, y he averiguado que Abigail Prinn fue enterrada el 14 de diciembre de 1690 en el cementerio de Charter Street, con una estaca en el corazón. ¿Qué ocurre?

- Nada -dijo Carson con voz neutra-. ¿Y bien?

- Pues... resulta que han abierto su tumba, y han robado su cadáver; eso es todo. Han encontrado la estaca arrancada, y hay huellas de pisadas por todo alrededor de la tumba. Huellas de zapatos. ¿Soñó usted anoche, Carson? - Leigh soltó la pregunta como un latigazo, y sus ojos se endurecieron.

- No lo sé - contestó Carson confundido, frotándose la frente-. No puedo recordarlo. He estado en el cementerio de Charter Street esta madrugada, Tony Brazil tuvo la amabilidad de llevarme.

- ¡Ah! Entonces debe de haber oído algo sobre el hombre que...

- Le he visto -interrumpió Carson, con un estremecimiento-. Me ha dejado trastornado.

Apuró el whisky de un trago, Leigh le miró atentamente.

- Bien -dijo luego-, ¿aún está decidido a permanecer en esta casa?

Carson dejó el vaso y se levantó.

- ¿Por qué no? -replicó con sequedad-. ¿Hay alguna razón por la que deba irme?

- Despúes de lo que sucedió anoche...

- ¿Qué sucedió? Han robado una tumba. Un polaco supersticioso vio a los ladrones y se murió del susto. ¿Y qué?

- Está tratando de convencerse a sí mismo -dijo Leigh serenamente-. En su corazón sabe, debe saber, la verdad. Usted se ha convertido en un instrumento en manos de una fuerzas poderosas y terribles, Carson. Abbie Prinn ha estado en su tumba durante tres siglos... no-muerta, esperando que alguien cayese en la trampa: la Habitación de la Bruja. Quizá preveía ella lo que iba a suceder cuando la construyó; previó que algún día, alguien cometería el error de introducirse en esa cámara infernal y sería atrapadoen ese diagrama de mosaico. Ha caido usted, Carson: y ha permitido que se horror no-muerto cruzase el abismo que se abre entre la conciencia y la materia, para ponerse en rapport con usted. El hipnotismo es un juego de niños para un ser con los sobrecogedores poderes de Abigail Prinn. ¡Ella podía obligarle fácilmente a ir a su tumba y arrancarle la estaca que la tenía aprisionada, y luego borrar de su mente el recuerdo de esa acción, de formas que no pudiese ni siquiera saber si fue un sueño!

Carson estaba de pie, y en sus ojos ardía una luz extraña:

- ¡En nombre de Dios! ¿Sabe usted lo que está diciendo?

Leigh se echó a reir agriamente:

- ¡En nombre de Dios! Diga más bien en nombre del diablo: del diablo que amenaza a Salem en ese momento; porque Salem está en peligro, en un terrible peligro. Los hombres, mujeres y niños del pueblo que Abbie Prinn maldijo cuando la ataron al palo... ¡y descubrieron que no la podían quemar! He examinado unos archivos secretos esta mañana, y he venido a rogarle por última vez que abandone esta casa.

- ¿Ha terminado? -preguntó Carson fríamente-. Muy bien. Me quedaré aquí. Usted estará chiflado o bebido, pero no me va a impresionar con sus insensateces.

- ¿Se marcharía si le ofreciese mil dólares? -preguntó Leigh-. ¿O más, quizá... diez mil? Dispongo de una suma considerable.

- ¡No, maldita sea! -espetó Carson en un arrebato de cólera-. Todo lo que quiero es que me dejen solo para terminar mi novela. No puedo trabajar en ninguna otra parte... además; no quiero, yo no...

- Me lo esperaba -dijo Leigh, con voz súbitamente tranquila, y con una extraña nota de simpatía-. ¡Señor, usted no puede marcharse! Usted está atrapado, y es demasiado tarde para sustraerse a los controles cerebrales de Abbie Prinn, a través de la Habitación de la Bruja. Y lo peor de todo es que ella sólo puede manifestarse con su ayuda: le extrae sus fuerzas vitales, Carson, se alimenta de usted como un vampiro.

- Está usted loco -farfulló Carson torpemente-.

- Tengo miedo. Ese disco de hierro de la Habitación de la Bruja... me da miedo; y lo que hay debajo. Abbie Prinn rendía culto a extraños dioses, Carson; y he leído algo en la pared de esa alcoba que me ha hecho pensar. ¿Ha oído hablar alguna vez de Nyogtha?

Carson negó impacientemente con la cabeza. Leigh se hurgó en el bolsillo y sacó un trozo de papel.

- He copiado esto de un libro de la Biblioteca Kester -dijo-; el libro se llama Necronomicón, y fue escrito por una persona que sondeó tan profundamente los secretos prohibidos que los hombres le tacharon de loco. Léalo.

Las cejas de Carson se juntaban a medida que iba leyendo la cita:

«Los hombres conocen con el nombre de Morador de la Oscuridad al hermano de los Primordiales llamado Nyogtha, la Entidad que no debiera existir. Puede ser traído a la superficie de la Tierra a través de ciertas cavernas y fisuras secretas, y los hechiceros le han visto en Siria, y bajo la torre negra de Leng; ha ido al Thang Grotto de Tartaria para sembrar el terror y la destrucción entre los pabellones del Gran Khan. Sólo por la cruz ansada, por el conjuro de Vach-Viraj y por el elixir Tikkoun, puede ser devuelto a las tenebrosas cavernas de oculta impureza donde mora.»

Leigh sostuvo la confundida mirada de Carson.

- ¿Comprende ahora?

- ¡Conjuros y elixires! -exclamó Carson, devolviendole el papel-. ¡Estupideces!

- Ni mucho menos. Los ocultistas y adeptos conocen ese conjuro y ese elixir desde hace miles de años. Yo he tenido ocasión de utilizarlos en otro tiempo en determinadas... ocasiones. Y si estoy en lo cierto... -se volvió hacia la puerta, con los labios apretados en una línea descolorida -, esas manifestaciones han sido vencidas anteriormente, pero la dificultad está en conseguir el elixir; es más difícil obtenerlo. Pero espero... Volveré. ¿Puede abstenerse de entrar an la Habitación de la Bruja hasta que yo vuelva?

- No le prometo nada - respondió Carson. Tenía un tremendo dolor de cabeza que le había aumentado hasta imponerse a su conciencia, y ahora sentía una vaga náusea-. Adiós.

Vio a Leigh dirigirse a la puerta, y aguardó en la escalera de la entrada, con una extraña renuencia a entrar en la casa. Mientras miraba alejarse la figura del ocultista, salió una mujer de la casa adyacente. Al verle sus enormes pechos se agitaron. Estalló en una chillona y furiosa diatriba.

Carson se volvió y se quedó mirándola con ojos desconcertados. La cabeza le latía dolorosamente. La mujer se acercaba agitando un puño gordo y amenazador.

- ¿Por qué asusta usted a mi Sarah? -gritó, con su cara morena congestionada-. Porque la asusta con sus trucos estúpidos, ¿eh?

Carson se humedeció los labios.

- Lo siento -dijo lentamente-. Lo siento muchísimo. Yo no he asustado a su Sarah. No he estado en casa en todo el día. ¿Que és lo que la ha asustado?

- Ese bicho oscuro... dice Sarah que se metió en su casa...

La mujer se calló de pronto, con la mandíbula colgando de asombro. Sus ojos se agrandaron. Hizo un signo extraño con la mano derecha, señalando con sus dedos índice y meñique a Carson, mientras cruzaba el pulgar sobre los otros dedos.

- ¡La vieja bruja!

Se retiró apresuradamente, murmurando palabras en polaco con voz asustada, tal como haría Osmo Lukult.

Carson dio media vuelta y entró en la casa. Se sirvió un poco de whisky en un vaso, reflexionó, y luego lo apartó sin haberlo probado. Empezó a pasear arriba y abajo, frotándose de cuando en cuando la frente con dedos que sentía secos y ardientes. Vagos, confusos pensamientos se agolpaban en su mente. Tenía la cabeza febril y le latía con violencia.

Por último, bajó a la Habitación de la Bruja. Se quedó allí, aunque no trabajó; su dolor de cabeza no era tan opresivo en la mortal quietud de la cámara del subsuelo. Al cabo de un rato se durmió.

No sabía cuánto había dormido. Soñó con Salem, y con un ser confusamente definido, negro y gelatinoso, que recorría las calles a sobrecogedora velocidad, un ser como una ameba increíblemente grande, negro como el azabache, que perseguía y se tragaba a los hombres y mujeres que gritaban y huían en vano. Soñó con un rostro de calavera que escudriñaba en su interior, un semblante reseco y contraído en el que sólo los ojos parecían vivos y brillaban con una luz infernal y perversa.

Despertó finalmente, y se incorporó con un sobresalto. Tenía mucho frío.

Reinaba el más completo silencio. A la luz de la lampara eléctrica, el mosaico verde y púrpura parecía retorcerse y contraerse hacia él, ilusión que se disipó al aclararse sus ojos enturbiados por el sueño. Consultó el reloj. Eran las dos. Había dormido toda la tarde y la mayor parte de la noche.

Se sentía débil, y el cansancio le tenía inmovilizado en su silla. Le daba la sensación de que le habían extraído las fuerzas del cuerpo. El penetrante frío parecía traspasarle el cerebro, pero se le había ido el dolor de cabeza. Tenía la mente muy despejada, expectante, como si esperase que sucediera algo. Un movimiento, no lejos de él, atrajo su mirada.

Se estaba moviendo una losa de la pared. Oyó un suave ruido chirriante, y lentamente, se ensanchó la negra cavidad, convirtiéndose la ranura en un cuadrado. Algo se movió en la sombra. Un tenso y ciego horror traspasó a Carson al ver avanzar a rastras hacia la luz a aquella monstruosidad .

Parecía una momia. Durante un segundo que fue eterno, insoportable, el pensamiento golpeó espantosamente en el cerebro de Carson: ¡Parecía una momia! Era un cadáver de una delgadez descarnada, con la piel ennegrecida y el aspecto de un esqueleto con el pellejo de un enorme lagartoextendido sobre sus huesos. Se agitó, avanzó, y sus largas uñas arañaron audiblemente en la piedra. Salió a la Habitación de la Bruja, su rostro impasible se reveló cruelmente bajo la luz cruda, y sus ojos centellearon con una vida sepulcral. Pudo ver la línea dentada de su espalda negruzca y encogida...

Carson se quedó paralizado. Un horror abismal le había privado de la capacidad de moverse. Parecía estar atrapado en los grillos de la parálisis del sueño, en que el cerebro, espectador distante, es incapaz o reacio a transmitir los impulsos nerviosos a los músculos. Se dijo frenéticamente que estaba soñando, que dentro de un momento despertaría.

El seco horror se incorporó. Se puso en pie, descarnadamente flaco, y se dirigió a la alcoba en cuyo suelo estaba encajado el disco de hierro. Se detuvo de espaldas a Carson, y un susurro reseco crepitó en la quietud mortal. Al oírlo, Carson quiso gritar, pero no pudo. El espantoso murmullo continuó en un lenguaje que a Carson se le antojó extraterreno, y como en respuesta, un casi imperceptible estremecimiento sacudió el disco de hierro.

Se estremeció y comenzó a levantarse, muy lentamente; y como en un gesto de triunfo, el encogido horror alzó sus delgadísimos brazos. El disco tenía más de veinte centímetros de espesor; y a medida que se separaba del suelo, comenzaba a penetrar en la habitación un hedor insidioso. Era vagamente un olor a reptil, almizclado y nauseabundo. El disco se elevó inexorablemente, y un dedo de negrura surgió de debajo del borde. Súbitamente, Carson recordó el sueño que había tenido, de una criatura negra y gelatinosa que recorría las calles de Salem. Trató en vano de romper los grillos de la parálisis que le tenían inmovilizado. La cámara estaba quedandose a oscuras, y un vértigo tenebroso aumentaba progresivamente para tragárselo a él. La habitación parecía vacilar.

El disco siguió elevándose; siguió el arrugado horror con sus brazos esqueléticos levantados; y siguió fluyendo la negrura en un movimiento ameboide.

Se oyó un ruido por encima del seco susurro de la momia, un vivo resonar de pasos presurosos. Por el rabillo del ojo, Carson vio que alguien entraba corriendo en la Habitación de la Bruja. Era el ocultista, Leigh, con los ojos llameantes en su rostro mortalmente pálido. Pasó por delante de Carson y se dirigió a la alcoba donde estaba emergiendo la negra abominación.

Aquel ser agurrado se volvió con horrible lentitud. Carson vio que Leigh traía una especie de herramienta en su mano izquierda, una crux ansata de oro y marfil. Y llevaba la mano derecha pegada a un costado. Su voz retumbó entonces sonora y autoritaria. Su blanco rostro estaba cubierto de gotas de sudor:

- Ya na kadishtu nilgh'ri ... stell'bsna kn'aa Nyogtha... k'yarnak phlegethor...

Tronaron las fantásticas y aterradoras palabras, y retumbaron en las paredes de la bóveda. Leigh avanzó lentamente, sosteniendo en alto la crux ansata. ¡Y entretanto, la negra abominación seguía manando de debajo del disco!

Cayó el disco a un lado, y una gran oleada de iridiscente negrura, ni sólida ni líquida, una espantosa masa gelatinosa, se derramó en dirección a Leigh. Sin detenerse, éste hizo un gesto rápido con su mano derecha, y lanzó un pequeño tubo de cristal a aquella cosa negra, en la que se hundió.

La informe abominación se detuvo. Vaciló con un espantoso estremecimiento de indecisión, y luego se retiró rápidamente. Un hedor asfixiante de ardiente corrupción empezó a invadir el aire, y Carson vio cómo la negra monstruosidad se descomponía en grandes pedazos, arrugándose como bajo el efecto de un ácido corrosivo. Se contrajo en un vivo movimiento licuescente, goteando su espantosa carne negra a medida que se consumía.

Un seudópodo de negrura se alargó desde la masa central y atrapó como un tentáculo gigantesco al ser cadavérico, arrastrándolo al pozo por encima del borde. Otro tentáculo cogió el disco de hierro, lo arrastró sin esfuerzo por el suelo, y cuando la abominación desapareció de la vista, el disco cayó en su sitio con un estampido atronador.

La habitación osciló en amplios círculos en torno a Carson, y una náusea espantosa se apoderó de él. Hizo un tremendo esfuerzo para tenerse de pie, y luego la luz se desvaneció rápidamente y se apagó. La oscuridad se había apoderado de él.

Carson no llegó a terminar la novela. La quemó, pero siguió escribiendo, aunque ninguno de sus libros posteriores han sido publicados. Sus editores hicieron un gesto negativo, y se preguntaron por qué un escritor de literatura popular tan brillante se había convertido de repente en un aburrido partidario de lo horripilante y lo espectral.

- Resulta convincente -dijo un hombre a Carson, al devolverle su novela, El dios negro de la locura-. Es buena en su género, pero la encuentro morbosa y horrible. Nadie la leería. Carson, ¿por qué no escribe usted el tipo de novelas que solía escribir, del género que le hizo famoso?

Fue entonces cuando Carson rompió su promesa de no hablar sobre la Habitación de la Bruja, y le contó la historia con la esperanza de que le comprendiera y creyera. Pero al terminar, su corazón desfalleció al verle al otro la cara de simpatía y escepticismo.

- Lo ha soñado, ¿verdad? - preguntó el hombre, y Carson sonrió amargamente.

- Sí, lo he soñado.

- Debe de haberle producido una impresión terriblemente vivida en su espíritu. Algunos sueños la producen. Pero lo olvidará con el tiemo - predijo, y Carson asintió.

Y porque sabía que sólo despertaría sospechas acerca de su cordura, no mencionó lo que bullía permanentemente en su cerebro, el horror que había visto en la Habitación de la Bruja al despertar de su desvanecimiento. Antes de huir, él y Leigh, pálidos y temblorosos, de la cámara, Carson había lanzado una fugaz mirada hacia atrás. Los pedazos arrugados y corroídos que había visto desprenderse de aquel ser de loca blasfemia habían desaparecido inexplicablemente, aunque habían dejado negras manchas en las piedras. Abbie Prinn, quizá, había regresado al infierno que había adorado, y su dios inhumano se había retirado a los secretos abismos más allá de la comprensión del hombre, derrotado por las fuerzas poderosas de una magia anterior que el ocultista había manejado. Pero la bruja había dejado un recuerdo, una cosa espantosa, que Carson, en esa última mirada hacia atrás, había visto emerger del borde del disco de hierro, como alzándose en irónico saludo: ¡una mano arrugada en forma de garra!

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