El Caos Reptante (1920/21)
H.P. Lovecraft y Elizabeth Berkeley (Seudónimos de Elizabeth Neville Berkeley y Lewis Theobald)
Mucho es lo que se ha escrito acerca de los placeres y los sufrimientos del opio. Los éxtasis y
horrores de De Quincey y los paradis artificiels de Baudelaire son conservados e interpretados con tal
arte que los hace inmortales, y el mundo conoce a fondo la belleza, el terror y el misterio de esos
oscuros reinos donde el soñador es transportado. Pero aunque mucho es lo que se ha hablado,
ningún hombre ha osado todavía detallar la naturaleza de los fantasmas que entonces se revelan en
la mente, o sugerir la dirección de los inauditos caminos por cuyo adornado y exótico curso se ve
irresistiblemente lanzado el adicto. De Quincey fue arrastrado a Asia, esa fecunda tierra de sombras
nebulosas cuya temible antigüedad es tan impresionante que "la inmensa edad de la raza y el nombre
se impone sobre el sentido de juventud en el individuo", pero él mismo no osó ir más lejos. Aquellos
que han ido más allá rara vez volvieron y, cuando lo hicieron, fue siempre guardando silencio o
sumidos en la locura. Yo consumí opio en una ocasión... en el año de la plaga, cuando los doctores
trataban de aliviar los sufrimientos que no podían curar. Fue una sobredosis -mi médico estaba
agotado por el horror y los esfuerzos- y, verdaderamente, viajé muy lejos. Finalmente regresé y viví,
pero mis noches se colmaron de extraños recuerdos y nunca más he permitido a un docotor volver a
darme opio.
Cuando me administraron la droga, el sufrimiento y el martilleo en mi cabeza habían sido insufribles.
No me importaba el fututo; huir, bien mediante curación, inconsciencia o muerte, era cuanto me
importaba. Estaba medio delirando, por eso es difícil ubicar el momento exacto de la transición, pero
pienso que el efecto debió comenzar poco antes de que las palpitaciones dejaran de ser dolorosas.
Como he dicho, fue una sobredosis; por lo cual, mis reacciones probablemente distaron mucho de ser
normales. La sensación de caída, curiosamente disociada de la idea de gravedad o dirección, fue
suprema, aunque había una impresión secundaria de muchedumbres invisibles de número
incalculable, multitudes de naturaleza infinitamente diversa, anque todas más o menos relacionadas
conmigo. A veces, menguaba la sensación de caída mientras sentía que el universo o las eras se
desplomaban ante mí. Mis sufrimientos cesaron repentinamente y comencé a asociar el latido con
una fuerza externa más que con una interna. También se había detenido la caída, dando paso a una
sensación de descanso efímero e inquieto, y, cuando escuché con mayor atención, fantaseé con que
los latidos procedieran de un mar inmenso e inescrutable, como si sus siniestras y colosales
rompientes laceraran alguna playa desolada tras una tempestad de titánica magnitud. Entonces abrí
los ojos.
Por un instante, los contornos parecieron confusos, como una imagen totalmente desenfocada, pero
gradulamente asimilé mi solitaria presencia en una habitación extraña y hermosa iluminada por
multitud de ventanas. No pude hacerme la idea de la exacta naturaleza de la estancia, porque mis
sentidos distaban aún de estar ajustados, pero advertí alfombras y colgaduras multicolores, mesas,
sillas, tumbonas y divanes de elaborada factura, y delicados jarrones y ornatos que sugerían lo
exótico sin llegar a ser totalmente ajenos. Todo eso percib í, aunque no ocupó mucho tiempo en mi
mente. Lenta, pero inexorablemente, arrastrándose sobre mi conciencia e imponiéndose a cualquier
otra impresión, llegó un temor vertiginoso a lo desconocido, un miedo tanto mayor cuanto que no
podía analizarlo y que parec ía concernir a una furtiva amenaza que se aproximaba... no la muerte,
sino algo sin nombre, un ente inusitado indeciblemente más espantoso y aborrecible.
Inmediatamente me percaté de que el símbolo directo y excitante de mi temor era el odioso martilleo
cuyas incesantes reverberaciones batían enloquecedoramente contra mi exhausto cerebro. Parecía
proceder de un punto fuera y abajo del edificio en el que me hallaba, y estar asociado con las más
terror íficas imágenes mentales. Sentí que algún horrible paisaje u objeto acechaban más allá de los
muros tapizados de seda, y me sobrecogí ante la idea de mirar por las arqueadas ventanas enrejadas
que se abrían tan insólitamente por todas partes. Descubriendo postigos adosados a esas ventanas,
los cerré todos, evitando dirigir mis ojos al exterior mientras lo hac ía. Entonces, empleando pedernal y
acero que encontré en una de las mesillas, encendí algunas velas dispuestas a lo largo de los muros
en barrocos candelabros. La añadida sensación de seguridad que prestaban los postigos cerrados y
la luz artificial calmaron algo mis nervios, pero no fue posible acallar el monótono retumbar. Ahora que
estaba más calmado, el sonido se convirtió en algo tan fascinante como espantoso. Abriendo una
portezuela en el lado de la habitación cercano al martilleo, descubrí un pequeño y ricamente
engalanado corredor que finalizaba en una tallada puerta y un amplio mirador. Me vi irresistiblemente
atraído hacia éste, aunque mis confusas aprehensiones me forzaban igualmente hacia atrás. Mientras
me aproximaba, pude ver un caótico torbellino de aguas en la distancia. Enseguida, al alcanzarlo y
observar el exterior en todas sus direcciones, la portentosa escena de los alrededrores me golpeó con
plena y devastadora fuerza.
Contemplé una visión como nunca antes había observado, y que ninguna persona viviente puede
haber visto salvo en los delirios de la fiebre o en los infiernos del opio. La costrucción se alzaba sobre
un angosto punto de tierra -o lo que ahora era un angosto punto de tierra- remontando unos 90
metros sobre lo que últimamemnte debió ser un hirviente torbellino de aguas enloquecidas. A cada
lado de la casa se abrían precipicios de tierra roja recién excavados por las aguas, mientras que
enfrente las temibles olas continuaban batiendo de forma espantosa, devorando la tierra con terrible
monotonía y deliberación. Como a un kilómetro se alzaban y caían amenazadoras rompientes de no
menos de cinco metros de altura y, en el lejano horizonte, crueles nubes negras de grotescos
contornos colgaban y acechaban como buitres malignos. Las olas eran oscuras y purpúreas, casi
negras, y arañaban el flexible fango rojo de la orilla como toscas manos voraces. No pude por menos
que sentir que alguna nociva entidad marina había declarado una guerra a muerte contra toda la tierra
firme, quizá instigada por el cielo enfurecido.
Recobrándome al fin del estupor en que ese espectáculo antinatural me había sumido, descubrí que
mi actual peligro físico era agudo. Aun durante el tiempo en que observaba, la orilla había perdido
muchos metros y no estaba lejos el momento en que la casa se derrumbaría socavada en el atroz
pozo de las olas embravecidas. Por tanto, me apresuré hacia el lado opuesto del edificio y,
encontrando una puerta, la cerré tras de mí con una curiosa llave que colgaba en el interior. Entonces
contemplé más de la extraña regón a mi alrededor y percibí una singular división que parecía existir
entre el océano hostil y el firmamemnto. A cada lado del descollante promontorio imperaban distintas
condiciones. A mi izquiera, mirando tierra adentro, hab ía un mar calmo con grandes olas verdes
corriendo apaciblemente bajo un sol resplandeciente. Algo en la naturaleza y posición del sol me
hicieron entremecer, aunque no pude entonces, como no puedo ahora, decir qué era. A mi derecha
también estaba el mar, pero era azul, calmoso, y sólo ligeramente ondulado, mientras que el cielo
sobre él estaba oscurecido y la ribera era más blanca que enrojecida.
Ahora volví mi atención a tierra, y tuve ocasión de sorprenderme nuevamente, puesto que la
vegetación no se parecía en nada a cuanto hubiera visto o leído. Aparentemente, era tropical o al
menos subtropical... una conclusión extraída del intenso calor del aire. Algunas veces pude encontrar
una extraña analogía con la flora de mi tierra natal, fantaseando sobre el supuesto de que las plantas
y matorrales familiares pudieran asumir dichas formas bajo un radical cambio de clima; pero las
gigantescas y omipresentes palmeras eran totalmente extranjeras. La casa que acababa de
abandonar era muy pequeña -apenas mayor que una cabaña- pero su material era evidentemente
mármol, y su arquitectura extraña y sincrética, en una exótica amalgama de formas orientales y
occidentales. En las esquinas había columnas corintias, pero los tejados rojos eran como los de una
pagoda china. De la puerta que daba a tierra nacía un camino de singular arena blanca, de metro y
medio de anchura y bordeado por imponentes palmeras, así como por plantas y arbustos en flor
desconocidos. Corría hacia el lado del promontorio donde el mar era azul y la ribera casi blanca. Me
sentí impelido a huir por este camino, como perseguido por algún espíritu maligno del océano
retumbante. Al principio remontaba ligeramente la ribera, luego alcancé una suave cresta. Tras de mí,
vi el paisaje que había abandonado: toda la punta con la cabaña y el agua negra, con el mar verde a
un lado y el mar azul al otro, y una maldición sin nombre e indescriptible cerniéndose sobre todo. No
volví a verlo más y a menudo me pregunto... Tras esta última mirada, me encaminé hacia delante y
escruté el panorama de tierra adentro que se extend ía ante mí.
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El camino, como he dicho, corría por la ribera derecha si uno iba hacia el interior. Delante y a la
izquierda vislumbré entonces un magnífico valle, que abarcaba miles de acres, sepultado bajo un
oscilante manto de hierba tropical más alta que mi cabeza. Casi al límite de la visión había una
colosal palmera que parecía fascinarme y reclamarme. En este momento, el asombro y la huida de la
península condenada habían, con mucho, disipado mi temor, pero cuando me detuve y desplomé
fatigado sobre el sendero, hundiendo ociosamente mis manos en la cálida arena blancuzco-dorada,
un nuevo y agudo sonido de peligro me embargó. Algún terror en la alta hierba sibilante pareció
sumarse a la del diabólico mar retumbante y me alcé gritando fuerte y desabridamente.
-¿Tigre? ¿Tigre? ¿Es un tigre? ¿Bestias? ¿Bestias? ¿Es una bestia lo que me atemoriza?
Mi mente retrocedía hasta una antigua y clásica historia de tigres que había leído; traté de recordar al
autor, pero tuve alguna dificultad. Entonces, en mitad de mi espanto, recordé que el relato pertenecía
a Ruyard Kipling; no se me ocurrió lo rid ículo que resultaba considerarle como un antiguo autor.
Anhelé el volumen que contenía esta historia, y casi había comenzado a desandar el camino hacia la
cabaña condenada cuando el sentido común y el señuelo de la palmera me contuvieron.
Si hubiera o no podido resistir el deseo de retroceder sin el concurso de la fascinación por la inmensa
palmera, es algo que no sé. Su atracción era ahora predominante, y dejé el camino para arrastrarme
sobre manos y rodillas por la pendiente del valle, a pesar de mi miedo hacia la hierba y las serpientes
que pudiera albergar. Decidí luchar por mi vida y cordura tanto como fuera posible y contra todas las
amenazas del mar o tierra, aunque a veces temía la derrota mientras el enloquecido silbido de la
misteriosa hierba se unía al todavía audible e irritante batir de las distantes rompientes. Con
frecuencia, debía detenerme y tapar mis oídos con las manos para aliviarme, pero nunca pude acallar
del todo el detestable sonido. Fue tan sólo tras eras, o así me lo pareció, cuando finalmente pude
arrastrarme hasta la increíble palmera y reposar bajo su sombra protectora.
Entonces ocurrieron una serie de incidentes que me transportaron a los opuestos extremos del
éxtasis y el horror; sucesos que temo recordar y sobre los que no me atrevo a buscar interpretación.
Apenas me había arrastrado bajo el colgante follaje de la palmera, cuando brotó de entre sus ramas
un muchacho de una belleza como nunca antes viera. Aunque sucio y harapiento, poseía las
facciones de un fauno o semidiós, e incluso parecía irradiar en la espesa sombra del árbol. Sonrió
tendiendo sus manos, pero antes de que yo pudiera alzarme y hablar, escuché en el aire superior la
exquisita melodía de un canto; notas altas y bajas tramadas con etérea y sublime armonía. El sol se
había hundido ya bajo el horizonte, y en el crepúsculo vi una aureola de mansa luz rodeando la
cabeza del niño. Entonces se dirigió a mí con timbre argentino.
-Es el fin. Han bajado de las estrellas a través del ocaso. Todo está colmado y más allá de las
corrientes arinurianas moraremos felices en Teloe.
Mientras el niño hablaba, descubrí una suave luminosidad a través de las frondas de las palmeras y vi
alzarse saludando a dos seres que supe debían ser parte de los maestros cantores que había
escuchado. Debían ser un dios y una diosa, porque su belleza no era la de los mortales, y ellos
tomaron mis manos diciendo:
-Ven, niño, has escuchado las voces y todo está bien. En Teloe, más allá de las Vía Láctea y las
corrientes arinurianas, existen ciudades de ámbar y calcedonia. Y sobre sus cúpulas de múltiples
facetas relumbran los reflejos de extrañas y hermosas estrellas. Bajo los puentes de marfil de Teloe
fluyen los ríos de oro líquido llevando embarcaciones de placer rumbo a la floreciente Cytarion de los
Siete Soles. Y en Teloe y Cytarion no existe sino juventud, belleza y placer, ni se escuchan más
sonidos que los de las risas, las canciones y el laúd. Sólo los dioses moran en Teloe la de los ríos
dorados, pero entre ellos tú habitarás.
Mientras escuchaba embelesado, me percaté súbitamente de un cambio en los alrederores. La
palmera, que últimamente había resguardado a mi cuerpo exhausto, estaba ahora a mi izquierda y
considerablemente debajo. Obviamente flotaba en la atmósfera; acompañado no sólo por el extraño
chico y la radiante pareja, sino por una creciente muchedumbre de jóvenes y doncellas
semiluminosos y coronados de vides, con cabelleras sueltas y semblante feliz. Juntos ascendimos
lentamente, como en alas de una fragante brisa que soplara no desde la tierra sino en dirección a la
nebulosa dorada, y el chico me susurró en el oído que debía mirar siempre a los senderos de luz y
nuca abajo, a la esfera que acababa de abandonar. Los mozos y muchachas entonaban ahora dulces
acompañamientos con los laúdes y me sentía envuelto en una paz y felicidad más profunda de lo que
hubiera imaginado en toda mi vida, cuando la intrusión de un simple sonido alteró mi destino
destrozando mi alma. A través de los arrebatados esfuerzos de cantores y tañedores de laúd, como
una armonía burlesca y demoníaca, atronó desde los golfos inferiores el maldito, el detestable batir
del odioso océano. Y cuando aquellas negras rompientes rugieron su mensaje en mis o ídos, olvidé
las palabras del niño y miré abajo, hacia el condenado paisaje del que creía haber escapado.
En las profundidades del éter vi la estigmatizada tierra girando, siempre girando, con irritados mares
tempestuosos consumiendo las salvajes y arrasadas costas y arrojando espuma contra las
tambaleantes torres de las ciudades desoladas. Bajo una espantosa luna centelleaban visiones que
nunca podré describir, visiones que nunca olvidaré: desiertos de barro cadavérico y junglas de ruina y
decadencia donde una vez se extendieron las llanuras y poblaciones de mi tierra natal, y remolinos de
océano espumeante donde otrora se alzaran los poderosos templos de mis antepasados. Los
alrederores del polo Norte hervían con ciénagas de estrepitoso crecimiento y vapores malsanos que
silbaban ante la embestida de las inmensas olas que se encrespaban, lacerando, desde las temibles
profundidades. Entonces, un desgarrado aviso cortó la noche, y a través del desierto de desiertos
apareció una humeante falla. El océano negro aún espumeaba y devoraba, consumiendo el desierto
por los cuartro costados mientras la brecha del centro se ampliaba y ampliaba.
No había otra tierra salvo el desierto, y el océano furioso todavía comía y comía. Sólo entonces pensé
que incluso el retumbante mar parecía temeroso de algo, atemorizado de los negros dioses de la
tierra profunda que son más grandes que el malvado dios de las aguas, pero, incluso si era así, no
podía volverse atrás, y el desierto había sufrido demasiado bajo aquellas olas de pesadilla para
apiadarse ahora. Así, el océano devoró la última tierra y se precipitó en la brecha humeante, cediendo
de este modo todo cuanto había conquistado. Fluyó nuevamente desde las tierras recién sumergidas,
desvelando muerte y decadencia y, desde su viejo e inmemorial lecho, goteó de forma repugante,
revelando secretos ocultos en los años en que el Tiempo era joven y los dioses aún no habían nacido.
Sobre las olas se alzaron recordados capiteles sepultados bajo las algas. La luna arrojaba pálidos
lirios de luz sobre la muerta Londres, y París se levantaba sobre su húmeda tumba para ser
santificada con polvo de estrellas. Después, brotaron capiteles y monolitos que estaban cubiertos de
algas pero que no eran recordados; terribles capiteles y monolitos de tierras acerca de las cuales el
hombre jamás supo.
No había ya retumbar alguno, sino sólo el ultraterreno bramido y siseo de las aguas precipitándose en
la falla. El humo de esta brecha se había convertido en vapor, ocultando casi el mundo mientras se
hacía más y más denso. Chamuscó mi rostro y manos, y cuando miré para ver cómo afectaba a mis
compañeros descubrí que todos habían desaparecido. Entonces todo terminó bruscamente y no supe
más hasta que desperté sobre una cama de convalecencia. Cuando la nube de humo procedente del
golfo plutónico veló por fin toda mi vista, el firmamento entero chilló mientras una repentina agonía de
reverberaciones enloquecidas sacudía el estremecido éter. Sucedió en un relámpago y explosión
delirantes; un cegador, ensordecedor holocausto de fuego, humo y trueno que disolvió la pálida luna
mientras la arrojaba al vacío.
Y cuando el humo clareó y traté de ver la tierra, tan sólo pude contemplar, contra el telón de frías y
burlonas estrellas, al sol moribundo y a los pálidos y afligidos planetas buscando a su hermana.
domingo, 9 de diciembre de 2007
El Caos Reptante // H. P. LOVECRAFT // Seudónimos de Elizabeth Neville Berkeley y Lewis Theobald
Publicado por Unknown en 21:39 0 comentarios
Etiquetas: Caos Reptante, lovecraft, seudonimos
El Extraño // H.P. LOVECRAFT
El Extraño
H.P. Lovecraft
Infeliz es aquel a quien sus recuerdos infantiles sólo traen miedo y tristeza. Desgraciado aquel que
vuelve la mirada hacia horas solitarias en bastos y lúgubres recintos de cortinados marrones y
alucinantes hileras de antiguos volúmenes, o hacia pavorosas vigilias a la sombra de árboles
descomunales y grotescos, cargados de enredaderas, que agitan silenciosamente en las alturas sus
ramas retorcidas. Tal es lo que los dioses me destinaron... a mí, el aturdido, el frustrado, el estéril, el
arruinado y sin embargo, me siento extrañamente satisfecho y me aferro con desesperación a esos
recuerdos marchitos cada vez que mi mente amenza con ir más allá, hacia el otro.
No sé dónde nací, salvo que el castillo era infinitamente horrible, lleno de pasadizos oscuros y con
altos cielos rasos donde la mirada sólo hallaba telarañas y sombras. Las piedras de los agrietados
corredores estaban siempre odiosamente húmedas y por doquier se percibía un olor maldito, como de
pilas de cadáveres de generaciones muertas. Jam ás había luz, por lo que solía encender velas y
quedarme mirándolas fijamente en busca de alivio; tampoco afuera brillaba el sol, ya que esas
terribles arboledas se elevaban por encima de la torre más alta. Una sola, una torre negra,
sobrepasaba el ramaje y salía al cielo abierto y desconocido, pero estaba casi en ruinas y sólo se
podía ascender a ella por un escarpado muro poco menos que imposible de escalar.
Debo haber vivido años en ese lugar, pero no puedo medir el tiempo. Seres vivos debieron haber
atendido a mis necesidades, y sin embargo no puedo rememorar a persona alguna excepto yo
mismo, ni ninguna cosa viviente salvo ratas, muerciélagos y arañas, silenciosos todos. Supongo que,
quienquiera me haya cuidado, debió haber sido asombrosamente viejo, puesto que mi primera
representación mental de una persona viva fue la de algo semejante a mí, pero retorcido, marchito y
deteriorado como el castillo. Para mí no tenían nada de grotescos los huesos y los esqueletos
esparcidos por las criptas de piedra cavadas en las profundidades de los cimientos. En mi fantasía
asociaba estas cosas con los hechos cotidianos y los hallaba más reales que las figuras en colores de
seres vivos que veía en muchos libros mohosos. En esos libros aprendí todo lo que sé. Maestro
alguno me urgió o me guió, y no recuerdo haber escuchado en todos esos años voces humanas..., ni
siquiera la mía; ya que, si bien había leído acerca de la palabra hablada nunca se me ocurrió hablar
en voz alta. Mi aspecto era asimismo una cuestión ajena a mi mente, ya que no había espejos en el
castillo y me limitaba, por instinto, a verme como un semejante de las figuras juveniles que veía
dibujadas o pintadas en los libros. Tenía conciencia de la juventud a causa de lo poco que recordaba.
Afuera, tendido en el pútrido foso, bajo los árboles tenebrosos y mudos, sol ía pasarme horas enteras
soñando lo que había leído en los libros; añoraba verme entre gentes alegres, en el mundo soleado
allende de la floresta interminable. Una vez traté de escapar del bosque, pero a medida que me
alejaba del castillo las sombras se hacían más densas y el aire más impregnado de crecientes
temores, de modo que eché a correr frenéticamente por el camino andado, no fuera a extraviarme en
un laberinto de lúgubre silencio.
Y así, a través de crepúsculos sin fin, soñaba y esperaba, aún cuando no supiera qué. Hasta que en
mi negra soledad, el deseo de luz se hizo tan frenético que ya no pude permanecer inactivo y mis
manos suplicantes se elevaron hacia esa única torre en ruinas que por encima de la arboleda se
hundía en el cielo exterior e ignoto. Y por fin resolví escalar la torre, aunque me cayera; ya que mejor
era vislumbrar un instante el cielo y perecer, que vivir sin haber contemplado jamás el día.
A la húmeda luz crepuscular subí los vetustos peldaños de piedra hasta llegar al nivel donde se
interrumpían, y de allí en adelante, trepando por pequeñas entrantes donde apenas cabía un pie,
seguí mi peligrosa ascensión. Horrendo y pavoroso era aquel cilindro rocoso, inerte y sin peldaños;
negro, ruinoso y solitario, siniestro con su mudo aleteo de espantados murciélagos. Pero más
horrenda aún era la lentitud de mi avance, ya que por más que trepase, las tinieblas que me envolvían
no se disipaban y un frío nuevo, como de moho venerable y embrujado, me invadió. Tiritando de frío
me preguntaba por qué no llegaba a la claridad, y, de haberme atrevido, habría mirado hacia abajo.
Antojóseme que la noche había caído de pronto sobre mí y en vano tanteé con la mano libre en busca
del antepecho de alguna ventana por la cual espiar hacia afuera y arriba y calcular a qué altura me
encontraba.
De pronto, al cabo de una interminable y espantosa ascensión a ciegas por aquel precipicio cóncavo y
desesperado, sentí que la cabeza tocaba algo sólido; supe entonces que debia haber ganado la
terraza o, cuando menos, algúna clase de piso. Alcé la mano libre y, en la oscuridad, palpé un
obstáculo, descubriendo que era de piedra e inamovible. Luego vino un mortal rodeo a la torre,
aferrándome de cualquier soporte que su viscosa pared pudiera ofrecer; hasta que finalmente mi
mano, tanteando siempre, halló un punto donde la valla cedía y reanudé la marcha hacia arriba,
empujando la losa o puerta con la cabeza, ya que utilizaba ambas manos en mi cauteloso avance.
Arriba no apareció luz alguna y, a medida que mis manos iban más y más alto, supe que por el
momento mi ascensión había terminado, ya que la puerta daba a una abertura que conduc ía a una
superficie plana de piedra, de mayor circunferencia que la torre inferior, sin duda el piso de alguna
elevada y espaciosa cámara de observación. Me deslicé sigilosamente por el recinto tratando que la
pesada losa no volviera a su lugar, pero fracasé en mi intento. Mientras yacía exhausto sobre el piso
de piedra, oí el alucinante eco de su caída, pero con todo tuve la esperanza de volver a levantarla
cuando fuese necesario.
Creyéndome ya a una altura prodigiosa, muy por encima de las odiadas ramas del bosque, me
incorporé fatigosamente y tanteé la pared en busca de alguna ventana que me permitiese mirar por
vez primera el cielo y esa luna y esas estrellas sobre las que había leído. Pero ambas manos me
decepcionaron, ya que todo cuanto hallé fueron amplias estanter ías de mármol cubiertas de
aborrecibles cajas oblongas de inquietante dimensión. Más reflexionaba y más me preguntaba qué
extraños secretos podía albergar aquel alto recinto construido a tan inmensa distancia del castillo
subyacente. De pronto mis manos tropezaron inesperadamente con el marco de una puerta, del cual
colgaba una plancha de piedra de superficie rugosa a causa de las extrañas incisiones que la cubr ían.
La puerta estaba cerrada, pero haciendo un supremo esfuerzo superé todos los obstáculos y la abr í
hacia adentro. Hecho esto, invadióme el éxtasis más puro jamás conocido; a través de una
ornamentada verja de hierro, y en el extremo de una corta escalinata de piedra que ascendía desde la
puerta recién descubierta, brillando plácidamente en todo su esplendor estaba la luna llena, a la que
nunca había visto antes, salvo en sueños y en vagas visiones que no me atrevía a llamar recuerdos.
Seguro ahora de que había alcanzado la cima del castillo, subí rápidamente los pocos peldaños que
me separaban de la verja; pero en eso una nube tapó la luna haciéndome tropezar, y en la oscuridad
tuve que avanzar con mayor lentitud. Estaba todavía muy oscuro cuando llegué a la verja, que hallé
abierta tras un cuidadoso examen pero que no quise trasponer por temor de precipitarme desde la
increíble altura que había alcanzado. Luego volvió a salir la luna.
De todos los impactos imaginables, ninguno tan demoníaco como el de lo insondable y
grotescamente inconcebible. Nada de lo soportado antes podía compararse al terror de lo que ahora
estaba viendo; de las extraordinarias maravillas que el espectáculo implicaba. El panorama en sí era
tan simple como asombroso, ya que consistía meramente en esto: en lugar de una impresionante
perspectiva de copas de árboles vistas desde una altura imponente, extendíase a mi alrededor, al
mismo nivel de la verja, nada menos que la tierra firme, separada en compartimentos diversos por
medio de lajas de mármol y columnas, y sombreada por una antigua iglesia de piedra cuyo devastado
capitel brillaba fantasmagóricamente a la luz de la luna.
Medio inconsciente, abrí la verja y avancé bamboleándome por la senda de grava blanca que se
extendía en dos direcciones. Por aturdida y caótica que estuviera mi mente, persistía en ella ese
frenético anhelo de luz, ni siquiera el pasomoso descubrimiento de momentos antes podía detenerme.
No sabía, ni me importaba, si mi experiencia era locura, enajenación o magia, pero estaba resuelto a
ir en pos de luminosidad y alegría a toda costa. No sabía quién o qué era yo, ni cuáles podían ser mi
ámbito y mis circunstancias; sin embargo, a medida que prosegu ía mi tambaleante marcha, se
insinuaba en mí una especie de tímido recuerdo latente que hacía mi avance no del todo fortuito, sin
rumbo fijo por campo abierto; unas veces sin perder de vista el camino, otras abandonándolo para
internarme, lleno de curiosodad, por praderas en las que sólo alguna ruina ocasional revelaba la
presencia, en tiempos remotos, de una senda olvidada. En un momento dado tuve que cruzar a nado
un rápido r ío cuyos restos de mampostería agrietada y mohosa hablaban de un puente mucho tiempo
atrás desaparecido.
Habían transcurrido más de dos horas cuando llegué a lo que aparentemente era mi meta: un
venerable castillo cubierto de hiedras, enclavado en un gran parque de espesa arboleda, de
alucinante familiaridad para mí, y sin embargo lleno de intrigantes novedades. Vi que el foso había
sido rellenado y que varias de las torres que yo bien conocía estaban demolidas, al mismo tiempo que
se erguían nuevas alas que confundían al espectador. Pero lo que observé con el máximo interés y
deleite fueron las ventanas abiertas, inundadas de esplendorosa claridad y que enviaban al exterior
ecos de la más alegre de las francachelas. Adelantándome hacia una de ellas, miré el interior y vi un
grupo de personas extrañamente vestidas, que departían entre sí con gran jarana. Como jamás había
oído la voz humana, apenas sí podía adivinar vagamente lo que decían. Algunas caras ten ían
expresiones que despertaban en mí remotísimos recuerdos; otras me eran absoluntamente ajenas.
Salté por la ventana y me introduje en la habitación, brillantemente ilumindada, a la vez que mi mente
saltaba del único instante de esperanza al más negro de los desalientos. La pesadilla no tardó en
venir, ya que, no bien entré, se produjo una de las más aterradoras reacciones que hubiera podido
concebir. No había terminado de cruzar el umbral cuando cundió entre todos los presentes un
inesperado y súbito pavor, de horrible intensidad, que distorsionaba los rostros y arrancaba de todas
las gargantas los chillidos más espantosos. El desbande fue general, y en medio del griterío y del
pánico varios sufrieron desmayos, siendo arrastrados por los que huían enloquecidos. Muchos se
taparon los ojos con las manos y corrían a ciegas llevándose todo por delante, derribando los
muebles y dándose cotra las paredes en su desesperado intento de ganar alguna de las numersas
puertas.
Solo y aturdido en el brillante recinto, escuchando los ecos cada vez más apagados de aquellos
espeluznates gritos, comencé a temblar pensando qué podía ser aquello que me acechaba sin que yo
lo viera. A primera vista el lugar parecía vacío, pero cuando me dirirgí a una de las alcobas creí
detectar una presencia... un amago de movimiento del otro lado del arco dorado que conducía a otra
habitación, similar a la primera. A medida que me aproximaba a la arcada comencé a percibir la
presencia con más nitidez; y luego, con el primero y último sonido que jamás emití -un aullido
horrendo que me repugnó casi tanto como su morbosa causa-, comtemplé en toda su horrible
intensidad el iconcebible, indescriptible, inenarrable mostruo que, por obra de su mera aprarición,
había convertido una algre reunión en una horda de deliriantes fugitivos.
No puedo siquiera decir aproximadamente a qué se parecía, pues era un compuesto de todo lo que
es impuro, pavoroso, indeseado, anormal y detestable. Era una fantasmagórica sombra de
podredumbre, decrepitud y desolación; la pútrida y viscosa imagen de lo dañino; la atroz desnudez de
algo que la tierra misericordiosa debería ocultar por siempre jamás. Dios sabe que no era de este
mundo -o al menos había dejado de serlo-, y sin embargo, con enorme horror de mi parte, pude ver
en sus rasgos carcomidos, con huesos que se entreveían, una repulsiva y lejana reminisencia de
formas humanas; y en sus enmohecidas y destrozadas ropas, una indecible cualidad que me
estremecía más aún.
Estaba casi paralizado, poro no tanto como para no hacer un débil esfuerzo hacia la salvación: un
tropezón hacia atrás que no pudo romper el hechizo en que me ten ía apresado el monstruo sin voz y
sin nombre. Mis ojos, embrujados por aquellos asqueantes ojos vítreos que los miraba fijamente, se
negaba a cerrarse, si bien el terrible objeto, tras el primer impacto, se veía ahora más confuso. Traté
de levantar la mano y disipar la visión, pero estaba tan anonadado que el brazo no respondió por
entero a mi voluntad. Sin embargo, el intento fue suficiente como para alterar mi equilibrio y,
bamboléandome, di unos pasos hacia adelante para no caer. Al hacerlo adquirí de pronto la
angustiosa noción de la proximidad de la cosa, cuya inmunda respiración tenía casi la impresión de
oír. Poco menos que enloquecido, pude no obstante adelantar una mano para detener a la fétida
imagen, que se acercaba más y más, cuando de pronto, mis dedos tocaron la extremidad putrefacta
que el monstruo extendía por debajo del arco dorado.
No chillé, pero todos los satánicos vampiros que cabalgan en el viento de la noche lo hicieron por mí,
a la vez que dejaron caer en mi mente una avalancha de anonadantes recuerdos.
Supe en ese mismo instante todo lo ocurrido; recordé hasta más allá del terrorífico castillo y sus
árboles; reconocí el edificio en el cual me hallaba; reconocí, lo más terrible, la impía abominación que
se erguía ante mí, mirándome de soslayo mientras apartaba de los suyos mis dedos manchados.
Pero en el cosmos existe el bálsamo además de la amargura, y ese bálsamo es el olvido. En el
supremo horror de ese instante olvidé lo que me había espantado y el estallido del recuerdo se
desvaneció en un caos de reiteradas imágenes. Como entre sueños, salí de aquel edificio fantasmal y
execrado y eché a correr rauda y silenciosamente a la luz de la luna. Cuando retorné al mausoleo de
mármol y descendí los peldaños, encontré que no podía mover la trampa de piedra; pero no lo
lamenté, ya que había llegado a odiar el viejo castillo y sus árboles. Ahora cabalgo junto a los
fantasmas, burlones y cordiales, al viento de la noche, y durante el d ía juego entre las catacumbas de
Nefre-Ka, en el recóndito y desconocido valle de Hadoth, a orillas del Nilo. Sé que la luz no es para
mí, salvo la luz de la luna sobre las tumbas de roca de Neb, como tampoco es para mí la alegría,
salvo las innominadas fiestas de Nitokris bajo la Gran Pirámide; y sin embargo en mi nueva y salvaje
libertad, agradezco casi la amargura de la alienación.
Pues aunque el olvido me ha dado la calma, no por eso ignoro que soy un extranjero; un extraño a
este siglo y a todos los que aún son hombres. Esto es lo que supe desde que extendí mis dedos hacia
esa cosa abominable surgida en aquel gran marco dorado; desde que extend í mis dedos y toqué una
fría e inexorable superficie de pulido espejo.
domingo, 2 de diciembre de 2007
EL RETRATO OVAL // EDGAR ALLAN POE
EL RETRATO OVAL
Edgar Allan Poe
El castillo en el cual mi criado se le había ocurrido penetrar a la fuerza en vez de permitirme,
malhadadamente herido como estaba, de pasar una noche al ras, era uno de esos edificios mezcla de
grandeza y de melancolía que durante tanto tiempo levantaron sus altivas frentes en medio de los
apeninos, tanto en la realidad como en la imaginación de Mistress Radcliffe.
Según toda apariencia, el castillo había sido recientemente abandonado, aunque
temporariamente. Nos instalamos en una de las habitaciones más pequeñas y menos suntuosamente
amuebladas. Estaba situada en una torre aislada del resto del edificio. Su decorado era rico, pero antiguo
y sumamente deteriorado. Los muros estaban cubiertos de tapicerías y adornados con numerosos trofeos
heráldicos de toda clase, y de ellos pendían un número verdaderamente prodigioso de pinturas
modernas, ricas de estilo, encerradas en sendos marcos dorados, de gusto arabesco.
Me produjeron profundo interés, y quizá mi incipiente delirio fue la causa, aquellos cuadros
colgados no solamente en las paredes principales, sino también en una porción de rincones que la
arquitectura caprichosa del castillo hacia inevitable; hice a Pedro cerrar los pesados postigos del salón,
pues ya era hora avanzada, encender un gran candelabro de muchos brazos colocado al lado de mi
cabecera, y abrir completamente las cortinas de negro terciopelo, guarnecidas de festones, que rodeaban
el lecho. Quíselo así para poder, al menos, si no reconciliaba el sueño, distraerme alternativamente entre
la contemplación de estas pinturas y la lectura de un pequeño volumen que había encontrado sobre la
almohada y que trataba de su crítica y su análisis.
Leí largo tiempo; contemplé las pinturas religiosas devotamente; las horas huyeron, rápidas y
silenciosas, y llegó la media noche. La posición del candelabro me molestaba, y extendiendo la mano con
dificultad para no turbar el sueño de mi criado, lo coloqué de modo que arrojase la luz de lleno sobre el
libro. Pero este movimiento produjo un efecto completamente inesperado. La luz de sus numerosas
bujías dio de pleno en un nicho del salón que una de las columnas del lecho había hasta entonces
cubierto con una sombra profunda. Vi envuelto en viva luz un cuadro que hasta entonces no advirtiera.
Era el retrato de una joven ya formada, casi mujer. Lo contemplé rápidamente y cerré los ojos. ¿Por qué?
no me lo expliqué al principio; pero, en tanto que mis ojos permanecieron cerrados, analicé rápidamente
el motivo que me los hacía cerrar. Era un movimiento involuntario para ganar tiempo y recapacitar, para
asegurarme de que mi vista no me había engañado, para calmar y preparar mi espíritu a una
contemplación más fría y más serena. Al cabo de algunos momentos, miré de nuevo el lienzo fijamente.
No era posible dudar, aun cuando lo hubiese querido; porque el primer rayo de luz al caer sobre
el lienzo, había desvanecido el estupor delirante de que mis sentidos se hallaban poseídos, haciéndome
volver repentinamente a la realidad de la vida. El cuadro representaba, como ya he dicho, a una joven. se
trataba sencillamente de un retrato de medio cuerpo , todo en este estilo, que se llama, en lenguaje
técnico, estilo de viñeta; había en él mucho de la manera de pintar de Sully en sus cabezas favoritas. Los
brazos, el seno y las puntas de sus radiantes cabellos, pendíanse en la sombra vaga, pero profunda, que
servía de fondo a la imagen. El marco era oval, magníficamente dorado, y de un bello estilo morisco. Tal
vez no fuese ni la ejecución de la obra, ni la excepcional belleza de su fisonomía lo que me impresionó
tan repentina y profundamente. No podía creer que mi imaginación, al salir de su delirio, hubiese tomado
la cabeza por la de una persona viva.
Empero, los detalles del dibujo, el estilo de viñeta y el aspecto del marco, no me permitieron
dudar ni un solo instante. Abismado en estas reflexiones, permanecí una hora entera con los ojos fijos en
el retrato. Aquella inexplicable expresión de realidad y vida que al principio me hiciera estremecer, acabó
por subyugarme. Lleno de terror respeto, volví el candelabro a su primera posición, y habiendo así
apartado de mi vista la causa de mi profunda agitación, me apoderé ansiosamente del volumen que
contenía la historia y descripción de los cuadros.
Busqué inmediatamente el número correspondiente al que marcaba el retrato oval, y leí la
extraña y singular historia siguiente:
“Era una joven de peregrina belleza, tan graciosa como amable, que en mal hora amó al pintor y,
se desposó con él.
“Él tenía un carácter apasionado, estudioso y austero, y había puesto en el arte sus amores; ella,
joven, de rarísima belleza, todo luz y sonrisas, con la alegría de un cervatillo, amándolo todo, no odiando
más que el arte, que era su rival, no temiendo más que la paleta, los pinceles y demás instrumentos
importunos que le arrebataban el amor de su adorado. Terrible impresión causó a la dama oír al pintor
hablar del deseo de retratarla. Mas era humilde y sumisa, y sentóse pacientemente, durante largas
semanas, en la sombría y alta habitación de la torre, donde la luz se filtraba sobre el pálido lienzo
solamente por el cielo raso.
"El artista cifraba su gloria en su obra, que avanzaba de hora en hora, de día en día.
"Y era un hombre vehemente, extraño, pensativo y que se perdía en mil ensueños; tanto que no
veía que la luz que penetraba tan lúgubremente en esta torre aislada secaba la salud y los encantos de
su mujer, que se consumía para todos excepto para él.
"Ella no obstante, sonreía más y más, porque veía que el pintor, que disfrutaba de gran fama,
experimentaba un vivo y ardiente placer en su tarea, y trabajaba noche y día para trasladar al lienzo la
imagen de la que tanto amaba, la cual de día en día tornábase más débil y desanimada. Y, en verdad, los
que contemplaban el retrato, comentaban en voz baja su semejanza maravillosa, prueba palpable del
genio del pintor, y del profundo amor que su modelo le inspiraba. Pero, al fin, cuando el trabajo tocaba a
su término, no se permitió a nadie entrar en la torre; Porque el pintor había llegado a enloquecer por el
ardor con que tomaba su trabajo, y levantaba los ojos rara vez del lienzo, ni aun para mirar el rostro de su
esposa. Y no podía ver que los colores que extendía sobre el lienzo borrábanse de las mejillas de la que
tenía sentada a su lado. Y cuando muchas semanas hubieron transcurrido, y no restaba por hacer más
que una cosa muy pequeña, sólo dar un toque sobre la boca y otro sobre los ojos, el alma de la dama
palpitó aún, como la llama de una lámpara que está próxima a extinguirse. y entonces el pintor dio los
toques, y durante un instante quedó en éxtasis ante el trabajo que había ejecutado; pero un minuto
después, estremeciéndose, palideció intensamente herido por el terror, y gritando con voz terrible: “—¡En
verdad esta es la vida misma!”— Se volvió bruscamente para mirar a su bien amada,... ¡Estaba muerta!”.
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Etiquetas: cuento, horror.relato, poe
sábado, 1 de diciembre de 2007
HISTORIA DE FANTASMAS // CHARLES DICKENS
Historias de fantasmas
Charles Dickens
Índice
El manuscrito de un loco
La historia del viajante de comercio
La historia de los duendes que secuestraron a un enterrador
La historia del tío del viajante
El barón de Grogzwig
Una confesión encontrada en una prisión de la época de Carlos II
Para leer al atardecer
Juicio por asesinato
Fantasmas de Navidad
La novia del ahorcado
La visita del señor Testador
La casa hechizada. Los mortales de la casa
El manuscrito de un loco
¡Sí...! ¡Un loco! ¡Cómo sobrecogía mi corazón esa palabra hace años! ¡Cómo
habría despertado el terror que solía sobrevenirme a veces, enviando la sangre silbante y
hormigueante por mis venas, hasta que el rocío frío del miedo aparecía en gruesas gotas
sobre mi piel y las rodillas se entrechocaban por el espanto! Y, sin embargo, ahora me
agrada. Es un hermoso nombre. Mostradme al monarca cuyo ceño colérico haya sido
temido alguna vez más que el brillo de la mirada de un loco... cuyas cuerdas y hachas
fueran la mitad de seguras que el apretón de un loco. ¡Ja, ja! ¡Es algo grande estar loco!
Ser contemplado como un león salvaje a través de los barrotes de hierro... rechinar los
dientes y aullar, durante la noche larga y tranquila, con el sonido alegre de una cadena,
pesada... y rodar y retorcerse entre la paja extasiado por tan valerosa música. ¡Un hurra
por el manicomio! ¡Ay, es un lugar excelente!
Me acuerdo del tiempo en el que tenía miedo de estar loco; cuando solía
despertarme sobresaltado, caía de rodillas y rezaba para que se me perdonara la
maldición de mi raza; cuando huía precipitadamente ante la vista de la alegría o la
felicidad, para ocultarme en algún lugar solitario y pasar fatigosas horas observando el
progreso de la fiebre que consumiría mi cerebro. Sabía que la locura estaba mezclada
con mi misma sangre y con la médula de mis huesos. Que había pasado una generación
sin que apareciera la pestilencia y que era yo el primero en quien reviviría. Sabía que
tenía que ser así: que así había sido siempre, y así sería; y cuando me acobardaba en
cualquier rincón oscuro de una habitación atestada, y veía a los hombres susurrar,
señalarme y volver los ojos hacia mí, sabía que estaban hablando entre ellos del loco
predestinado; y yo huía para embrutecerme en la soledad.
Así lo hice durante años; fueron unos años largos, muy largos. Aquí las noches
son largas a veces... larguísimas; pero no son nada comparadas con las noches
inquietas y los sueños aterradores que sufría en aquel tiempo. Sólo recordarlo me da
frío. En las esquinas de la habitación permanecían acuclilladas formas grandes y
oscuras de rostros insidiosos y burlones, que luego se inclinaban sobre mi cama por la
noche, tentándome a la locura. Con bajos murmullos me contaban que el suelo de la
vieja casa en la que murió el padre de mi padre estaba manchado por su propia sangre,
que él mismo se había provocado en su furiosa locura. Me tapaba los oídos con los
dedos, pero gritaban dentro de mi cabeza hasta que la habitación resonaba con los
gritos que decían que una generación antes de él la locura se había dormido, pero que
su abuelo había vivido durante años con las manos unidas al suelo por grilletes para
impedir que se despedazara a sí mismo con ellas. Sabía que contaban la verdad... bien
que lo sabía. Lo había descubierto años antes, aunque habían intentado ocultármelo.
¡Ja, ja! Era demasiado astuto para ellos, aunque me consideraran como un loco.
Finalmente llegó la locura y me maravillé de que alguna vez hubiera podido tenerle
miedo. Ahora podía entrar en el mundo y reír y gritar con los mejores de entre ellos. Yo
sabía que estaba loco, pero ellos ni siquiera lo sospechaban. ¡Solía palmearme a mí
mismo de placer al pensar en lo bien que les estaba engañando después de todo lo que
me habían señalado y de cómo me habían mirado de soslayo, cuando yo no estaba loco y
sólo tenía miedo de que pudiera enloquecer algún día! Y cómo solía reírme de puro
placer, cuando estaba a solas, pensando lo bien que guardaba mi secreto y lo
rápidamente que mis amables amigos se habrían apartado de mí de haber conocido la
verdad. Habría gritado de éxtasis cuando cenaba a solas con algún estruendoso buen
amigo pensando en lo pálido que se pondría, y lo rápido que escaparía, al saber que el
querido amigo que se sentaba cerca de él, afilando un cuchillo brillante y reluciente, era
un loco con toda la capacidad, y la mitad de la voluntad, de hundirlo en su corazón. ¡Ay,
era una vida alegre!
Las riquezas fueron mías, la abundancia se derramó sobre mí y alborotaba entre
placeres que multiplicaban por mil la conciencia de mi secreto bien guardado. Heredé
un patrimonio. La ley, la propia ley de ojos de águila, había sido engañada, y había
entregado en las manos de un loco miles de discutidas libras. ¿Dónde estaba el ingenio
de los hombres listos de mente sana? ¿Dónde la habilidad de los abogados, ansiosos por
descubrir un fallo? La astucia del loco les había superado a todos.
Tenía dinero. ¡Cómo me cortejaban! Lo gastaba profusamente. ¡Cómo me
alababan! ¡Cómo se humillaban ante mí aquellos tres hermanos orgullosos y despóticos!
¡Y el anciano padre de cabellos blancos, qué deferencia, qué respeto, qué dedicada
amistad, cómo me veneraba! El anciano tenía una hija y los hombres una hermana; y los
cinco eran pobres. Yo era rico, y cuando me casé con la joven vi una sonrisa de triunfo
en los rostros de sus necesitados parientes, pues pensaban que su plan había funcionado
bien y habían ganado el premio. A mí me tocaba sonreír. ¡Sonreír! Reírme a carcajada
limpia, arrancarme los cabellos y dar vueltas por el suelo con gritos de gozo. Bien poco
se daban cuenta de que la habían casado con un loco.
Pero un momento. De haberlo sabido, ¿la habrían salvado? La felicidad de la
hermana contra el oro de su marido. ¡La más ligera pluma lanzada al aire contra la
alegre cadena que adornaba mi cuerpo! Pero en una cosa, pese a toda mi astucia, fui
engañado. Si no hubiera estado loco, pues aunque los locos tenemos bastante buen
ingenio a veces nos confundimos, habría sabido que la joven antes habría preferido que
la colocaran rígida y fría en una pesado ataúd de plomo que llegar vestida de novia a mi
rica y deslumbrante casa. Habría sabido que su corazón pertenecía a un muchacho de
ojos oscuros cuyo nombre le oí pronunciar una vez entre suspiros en uno de sus sueños
turbulentos, y que me había sido sacrificada para aliviar la pobreza del hombre anciano
de cabellos blancos y de sus soberbios hermanos.
Ahora no recuerdo ni las formas ni los rostros, pero sé que ella era hermosa. Sé que
lo era, pues en las noches iluminadas por la luna, cuando me despierto sobresaltado de
mi sueno y todo está tranquilo a mi alrededor, veo, de pie e inmóvil en una esquina de
esta celda, una figura ligera y desgastada de largos cabellos negros que le caen por el
rostro, agitados por un viento que no es de esta tierra, y unos ojos que fijan su mirada en
los míos y jamás parpadean o se cierran. ¡Silencio! La sangre se me congela en el
corazón cuando escribo esto... ese cuerpo es el de ella; el rostro está muy pálido y los
ojos tienen un brillo vidrioso, pero los conozco bien. La figura nunca se mueve; jamás
gesticula o habla como las otras que llenan a veces este lugar, pero para mí es mucho
más terrible, peor incluso que los espíritus que me tentaban hace muchos años... Ha
salido fresca de la tumba, y por eso resulta realmente mortal.
Durante casi un año vi cómo ese rostro se iba volviendo cada vez más pálido;
durante casi un año vi las lágrimas que caían rodando por sus dolientes mejillas, y nunca
conocí la causa. Sin embargo, finalmente lo descubrí. No podía evitar durante mucho
tiempo que me enterara. Ella nunca me había querido; por mi parte, yo nunca pensé que
lo hiciera; ella despreciaba mi riqueza y odiaba el esplendor en el que vivía; pero yo no
había esperado eso. Ella amaba a otro y a mí jamás se me había ocurrido pensar en tal
cosa. Me sobrecogieron unos sentimientos extraños y giraron y giraron en mi cerebro
pensamientos que parecían impuestos por algún poder extraño y secreto. No la odiaba,
aunque odiaba al muchacho por el que lloraba. Sentía piedad, sí, piedad, por la vida
desgraciada a la que la habían condenado sus parientes fríos y egoístas. Sabía que ella no
podía vivir mucho tiempo, pero el pensamiento de que antes de su muerte pudiera
engendrar algún hijo de destino funesto, que transmitiría la locura a sus descendientes,
me decidió. Resolví matarla.
Durante varias semanas pensé en el veneno, y luego en ahogarla, y en el fuego. Era
una visión hermosa la de la gran mansión en llamas, y la esposa del loco convirtiéndose
en cenizas. Pensé también en la burla de una gran recompensa, y algún hombre cuerdo
colgando y mecido por el viento por un acto que no había cometido... ¡y todo por la
astucia de un loco! Pensé a menudo en ello, pero finalmente lo abandoné. ¡Ay! ¡El
placer de afilar la navaja un día tras otro, sintiendo su borde afilado y pensando en la
abertura que podía causar un golpe de su borde delgado y brillante!
Finalmente, los viejos espíritus que antes habían estado conmigo tan a menudo me
susurraron al oído que había llegado el momento y pusieron la navaja abierta en mi
mano. La sujeté con firmeza, la elevé suavemente desde el lecho y me incliné sobre mi
esposa, que yacía dormida. Tenía el rostro enterrado en las manos. Las aparté
suavemente y cayeron descuidadamente sobre su pecho. Había estado llorando, pues los
rastros de las lágrimas seguían húmedos sobre las mejillas. Su rostro estaba tranquilo y
plácido, y mientras lo miraba, una sonrisa tranquila iluminó sus rasgos pálidos. Le puse
la mano suavemente en el hombro. Se sobresaltó... había sido tan sólo un sueño
pasajero. Me incliné de nuevo hacia delante y ella gritó y despertó.
Un solo movimiento de mi mano y nunca habría vuelto a emitir un grito o sonido.
Pero me asusté y retrocedí. Sus ojos estaban fijos en los míos. No sé por qué, pero me
acobardaban y asustaban; y gemí ante ellos. Se levantó, sin dejar de mirarme con fijeza.
Yo temblaba; tenía la navaja en la mano, pero no podía moverme. Ella se dirigió hacia la
puerta. Cuando estaba cerca, se dio la vuelta y apartó los ojos de mi rostro. El
encantamiento se deshizo. Di un salto hacia delante y la sujeté por el brazo. Lanzando
un grito tras otro, se dejó caer al suelo.
Podría haberla matado sin lucha, pero se había provocado la alarma en la casa. Oí
pasos en los escalones. Dejé la cuchilla en el cajón habitual, abrí la puerta y grité en voz
alta pidiendo ayuda.
Vinieron, la cogieron y la colocaron en la cama. Permaneció con el conocimiento
perdido durante varias horas; y cuando recuperó la vida, la mirada y el habla, había
perdido el sentido y desvariaba furiosamente.
Llamamos a varios médicos, hombres importantes que llegaron hasta mi casa en
finos carruajes, con hermosos caballos y criados llamativos. Estuvieron junto a su
lecho durante semanas. Celebraron una importante reunión y consultaron unos con
otros, en voz baja y solemne, en otra habitación. Uno de ellos, el más inteligente y
famoso, me llevó con él a un lado y me rogó que me preparara para lo peor. Me dijo
que mi esposa estaba loca... ¡a mí, al loco! Permaneció cerca de mí junto a una ventana
abierta, mirándome directamente al rostro y dejando una mano sobre mi hombro. Con
un pequeño esfuerzo habría podido lanzarlo abajo, a la calle. Habría sido divertido
hacerlo, pero mi secreto estaba en juego y dejé que se marchara. Unos días más tarde
me dijeron que debía someterla a algunas limitaciones: debía proporcionarle alguien
que la cuidara. ¡Me lo pedían a mí!¡Salí al campo abierto, donde nadie pudiera
escucharme, y reí hasta que el aire resonó con mis gritos!
Murió al día siguiente. El anciano de cabello blanco la siguió hasta la tumba y los
orgullosos hermanos dejaron caer una lágrima sobre el cadáver insensible de aquella
cuyos sufrimientos habían considerado con músculos de hierro mientras vivió. Todo
aquello alimentaba mi alegría secreta, y reía oculto por el pañuelo blanco que tenía
sobre el rostro mientras regresamos cabalgando a casa, hasta que las lágrimas brotaron
de mis ojos.
Pero aunque había cumplido mi objetivo, y la había asesinado, me sentí inquieto y
perturbado, y pensé que no tardarían mucho en conocer mi secreto. No podía ocultar la
alegría y el regocijo salvaje: que hervían en mi interior y que cuando estaba a solas, en
casa, me hacía dar saltos y batir palmas, dan do vueltas y más vueltas en un baile
frenético, y gritar en voz muy alta. Cuando salía y veía a las masas atareadas que se
apresuraban por la calle, o acudía a teatro y escuchaba el sonido de la música y
contemplaba la danza de los demás, sentía tal gozo que m, habría precipitado entre
ellos y les habría despedazado miembro a miembro, aullando en el éxtasi que me
produciría. Pero apretaba los dientes, afirmaba los pies en el suelo y me clavaba las
afilada uñas en las manos. Mantenía el secreto y nadie sabía aún que yo era un loco.
Recuerdo, aunque es una de las últimas cosa que puedo recordar, pues ahora la
realidad se mezcla con mis sueños, y teniendo tanto que hacer, habiéndome traído
siempre aquí tan presurosa mente, no me queda tiempo para separar entre lo dos, por la
extraña confusión en la que se halla] mezclados... Recuerdo de qué manera finalmente
se supo. ¡Ja, ja! Me parece ver ahora sus mirada asustadas, y sentir cómo se apartaban
de mí, mientras yo hundía mi puño cerrado en sus rostros blancos y luego escapaba
como el viento, y les dejaba gritando atrás. Cuando pienso en ello me vuelve la fuerza
de un gigante. Mirad cómo se curva esta barra de hierro con mis furiosos tirones.
Podría romperla como si fuera una ramita, pero sé que detrás hay largas galerías con
muchas puertas; no creo que pudiera encontrar el camino entre ellas; y aunque pudiera,
sé que allá abajo hay puertas de hierro que están bien cerradas con barras. Saben que
he sido un loco astuto, y están orgullosos de tenerme aquí para poder mostrarme.
Veamos, sí, había sido descubierto. Era ya muy tarde y de noche cuando llegué a
casa y encontré allí al más orgulloso de los tres orgullosos hermanos, esperando para
verme... dijo que por un asunto urgente. Lo recuerdo bien. Odiaba a ese hombre con
todo el odio de un loco. Muchas veces mis dedos desearon despedazarle. Me dijeron
que estaba allí y subí presurosamente las escaleras. Tenía que decirme unas palabras.
Despedí a los criados. Era tarde y estábamos juntos y a solas... por primera vez.
Al principio aparté cuidadosamente mis ojos de él, pues era consciente de lo que
él no podía ni siquiera pensar, y me glorificaba en ese conocimiento: que la luz de la
locura brillaba en mis ojos como el fuego. Permanecimos unos minutos sentados en
silencio. Finalmente, habló. Mi reciente disipación, y algunos comentarios extraños
hechos poco después de la muerte de su hermana, eran un insulto para la memoria de
ésta. Uniendo a ello otras muchas circunstancias que al principio habían escapado a su
observación, había terminado por pensar que yo no la había tratado bien. Deseaba
saber si tenía razón al decir que yo pensaba hacer algún reproche a la memoria de su
hermana, faltando con ello al respeto a la familia. Exigía esa explicación por el
uniforme que llevaba puesto.
Aquel hombre tenía un nombramiento en ejército... ¡un nombramiento comprado
con mi dinero y con la desgracia de su hermana! Él fue el que: más había tramado para
insidiar y quedarse con n riqueza. Él había sido el principal instrumento para obligar a
su hermana a casarse conmigo, y bien sabia que el corazón de aquélla pertenecía al
piadoso muchacho. ¡Por causa de su uniforme! ¡El uniforme e su degradación! Volví
mis ojos hacia él... no pude evitarlo; pero no dije una sola palabra.
Vi que bajo mi mirada se produjo en él un cambio repentino. Era un hombre
valiente, pero el color desapareció de su rostro y retrocedió en su silla. ~ acerqué la
mía a la suya; y mientras reía, pues entonces estaba muy alegre, vi cómo se estremecía.
Sen que la locura brotaba de mi interior. Sentí miedo de mí mismo.
—Quería usted mucho a su hermana cuando el vivía—le dije—. Mucho.
Miró con inquietud a su alrededor, y le vi sujeta con la mano el respaldo de la
silla; pero no dije nada.
—Es usted un villano —le dije—. Le he descubierto. Descubrí sus infernales
trampas contra mí; que el corazón de ella estaba puesto en otro cuando usted la obligó
a casarse conmigo. Lo sé... lo sé.
De pronto, se levantó de un salto de la silla y blandió en alto, obligándome a
retroceder, pus mientras iba hablando procuraba acercarme más a él.
Más que hablar grité, pues sentí que pasiones tumultuosas corrían por mis venas, y
los viejos espíritus me susurraban y tentaban para que le sacara el corazón.
—Condenado sea —dije poniéndome en pie y lanzándome sobre él—. Yo la maté.
Estoy loco. Acabaré con usted. ¡Sangre, sangre! ¡Tengo que tenerla!
Me hice a un lado para evitar un golpe que, en su terror, me lanzó con la silla, y me
enzarcé con él. Produciendo un fuerte estrépito, caímos juntos al suelo y rodamos sobre
él.
Fue una buena pelea, pues era un hombre alto y fuerte que luchaba por su vida, y
yo un loco poderoso sediento de su destrucción. No había ninguna fuerza igual a la mía,
y yo tenía la razón. ¡Sí, la razón, aunque fuera un loco! Cada vez fue debatiéndose
menos. Me arrodillé sobre su pecho y le sujeté firmemente la garganta oscura con ambas
manos. El rostro se le fue poniendo morado; los ojos se le salían de la cabeza y con la
lengua fuera parecía burlarse de mí. Apreté todavía más.
De pronto se abrió la puerta con un fuerte estrépito y entró un grupo de gente,
gritándose unos a otros que cogieran al loco.
Mi secreto había sido descubierto y ahora sólo luchaba por mi libertad. Me puse en
pie antes de que me tocara una mano, me lancé entre los asaltantes y me abrí camino con
mi fuerte brazo, como si llevara un hacha en la mano y les atacara con ella. Llegué a la
puerta, me lancé por el pasamanos y en un instante estaba en la calle.
Corrí veloz y en línea recta, sin que nadie se atreviera a detenerme. Por detrás oía el
ruido de uno; pies, y redoblé la velocidad. Se fue haciendo más débil en la distancia,
hasta que por fin desapareció totalmente; pero yo seguía dando saltos entre los pantanos
y riachuelos, por encima de cercas y d, muros, con gritos salvajes que escuchaban seres
extraños que venían hacia mí por todas partes y aumentaban el sonido hasta que éste
horadaba el aire Iba llevado en los brazos de demonios que corrían sobre el viento, que
traspasaban las orillas y los se tos, y giraban y giraban a mi alrededor con un ruido y una
velocidad que me hacía perder la cabeza, hasta que finalmente me apartaron de ellos con
un golpe violento y caí pesadamente sobre el suelo. Al despertar, me encontré aquí, en
esta celda gris a la qu raras veces llega la luz del sol, y por la que pasa la luna con unos
rayos que sólo sirven para mostrar mi alrededor sombras oscuras, y para que pueda ve
esa figura silenciosa en su esquina. Cuando esto despierto, a veces puedo oír extraños
gritos procedentes de partes distantes de este enorme lugar. N sé lo que son; pero no
proceden de ese cuerpo pálido, y tampoco ella les presta atención. Pues desde las
primeras sombras del ocaso hasta la primera luz de la mañana, esa figura sigue en pie e
inmóvil en c mismo lugar, escuchando la música de mi cadena d hierro, y viéndome
saltar sobre mi lecho de paja.
[De ThePickwick Papers]
La historia del viajante de comercio
Una tarde invernal, hacia las cinco, cuando empezaba a oscurecer, pudo verse a un
hombre en uj calesín que azuzaba a su fatigado caballo por el camino que cruza
Marlborough Downs en dirección Bristol. Digo que pudo vérsele, y sin duda habría sido
así si hubiera pasado por ese camino cualquier que no fuera ciego; pero el tiempo era tan
malo, y la noche tan fría y húmeda, que nada había fuera salve el agua, por lo que el
viajero trotaba en mitad del camino solitario, y bastante melancólico. Si ese día
cualquier viajante hubiera podido ver ese pequeño vehículo, a pesar de todo un calesín,
con el cuerpo de color de arcilla y las ruedas rojas, y la yegua hay y zorruna de paso
rápido, enojadiza, semejante a un cruce entre caballo de carnicero y caballo de posta de
correo de los de dos peniques, habría sabido in mediatamente que aquel viajero no podía
ser otra que Tom Smart, de la importante empresa de Bilsoi y Slum, Cateaton Street,
City. Sin embargo, comí no había ningún viajante mirando, nadie supo nada sobre el
asunto; y por ello, Tom Smart y su calesa de color arcilla y ruedas rojas, y la yegua
zorruna d paso rápido, avanzaron juntos guardando el secrete entre ellos: y nadie lo
sabría nunca.
Incluso en este triste mundo hay lugares muchísimo más agradables que
Marlborough Downs cuando sopla fuerte el viento, y si el lector se deja caer por allí
una triste tarde invernal, por una carretera resbaladiza y embarrada, cuando llueve a
cántaros, y a modo de experimento prueba el efecto en su propia persona, sabrá hasta
qué punto es cierta esta observación.
El viento soplaba, pero no carretera arriba o carretera abajo, lo que ya habría sido
suficientemente malo, sino barriéndola de través, enviando la lluvia inclinada, como
las líneas que solían trazarse en los cuadernos de escritura en la escuela para que los
muchachos marcaran bien la inclinación. Por un momento desaparecía y el viajero
empezaba a engañarse creyendo que, agotada por su furia anterior, ella misma se había
apaciguado, cuando de pronto la oía silbar y gruñir en la distancia y precipitarse desde
la cumbre de las colinas, barriendo la llanura, reuniendo fuerza y estruendo al
acercarse, hasta que caía en una fuerte ráfaga contra el caballo y el hombre, metiendo
la lluvia afilada en las orejas, y calando su fría humedad hasta los mismos huesos; y
después batía detrás de ellos, muy lejos, con un asombroso rugido, como si se mofara
de la debilidad de ellos y se sintiera triunfante por la conciencia de su propia fuerza y
poder.
La yegua baya chapoteaba en el barro y el agua con las orejas caídas; de vez en
cuando sacudía con fuerza la cabeza como para expresar su disgusto ante esa poco
caballerosa conducta de los elementos, pero manteniendo un buen paso, a pesar de
todo hasta que una ráfaga de viento, más furiosa que cualquier otra que les hubiera
atacado anteriormente, la obligaba a detenerse de pronto y plantar las cuatro patas con
firmeza en el suelo para que no la. derribara. Y fue algo especialmente misericordioso
que así lo hiciera, pues de haber sido derribada, la yegua zorruna era tan ligera, y el
calesín era tan ligero, y Tom Smart tenía un peso tan ligero, que infaliblemente habrían
ido todos juntos rodando hasta llegar a los confines de la tierra o hasta que cesara el
viento; y en cualquiera de los casos lo más probable sería que ni la yegua zorruna, ni e
calesín color de arcilla y ruedas rojas ni Tom Smar hubieran vuelto a encontrarse aptos
para el servicio
—Condenadas sean mis correas y bigotes —exclamó Tom Smart (a veces Tom
tenía un desagradable hábito de lanzar juramentos)—. ¡Condenadas sea¡ mis correas y
bigotes, si esto no es agradable, que m, soplen!
Probablemente el lector me preguntará que por qué razón, puesto que a Tom
Smart ya le habían soplado bastante, expresó ese deseo de someterse d, nuevo al
mismo proceso. No puedo responder; b único que sé es que Tom Smart lo dijo así, o
por 1l menos siempre le dijo a mi tío que así lo había dicho, y es la misma cosa.
—Que me soplen —dijo Tom Smart, y la yegua re linchó como si fuera
exactamente de la misma opinión—. Alégrate, vieja —añadió Tom tocando a la yegua
en el cuello con el extremo del látigo—. En una noche como ésta es inútil seguir
tirando adelante, así que en la primera casa a la que lleguemos nos presentaremos, por
lo que cuanto más rápido vayas, antes terminará todo. Vamos, vieja, con suavidad, con
suavidad.
Es evidente que no puedo saber si la yegua zorruna conocía lo suficiente los tonos
de la voz de Tom como para entender su significado, o si bien le resultaba más frío
quedarse quieta que seguir en movimiento. Lo que sí puedo decir es que no había
terminado de hablar Tom cuando la yegua levantó las orejas y se lanzó hacia delante a
una velocidad que hizo traquetear el calesín de color arcilla hasta tal punto que uno
supondría que cada uno de los radios rojos iba a salir volando sobre la hierba de
Marlborough Downs; y Tom, a pesar de llevar el látigo, no pudo detenerla ni controlar
su paso hasta que por sí misma se detuvo ante una posada situada a mano derecha del
camino, aproximadamente a un cuarto de milla del final de los Downs.
Tom lanzó una mirada presurosa a la parte superior de la casa mientras llevaba las
riendas a la pistolera y metía el látigo en la caja. Era un lugar antiguo y extraño,
construido con una especie de tablas de ripia encajadas, por así decirlo, con vigas
cruzadas, con ventanas terminadas en faldones que se proyectaban totalmente sobre el
camino, y una puerta inferior con un porche oscuro y un par de empinados escalones
que conducían a la casa, en lugar de la moda moderna de utilizar media docena de
escalones más bajos. Sin embargo, era un lugar agradable a la vista, pues por la
ventana enrejada salía una luz: potente y alegre que lanzaba rayos brillantes sobre e
camino, llegando incluso a iluminar los setos de enfrente; y había una luz rojiza y
parpadeante en la; otra ventana, que en algunos momentos era débil mente discernible,
y después brillaba con fuerza a través de las cortinas cerradas, lo que daba a entender
que había un buen fuego en el interior. Valoran do esas pequeñas evidencias con el ojo
de un viajero experto, Tom desmontó con la agilidad que le permitieron sus piernas
casi congeladas y entró en la casa.
En menos de cinco minutos, Tom se hallaba acomodado en la habitación opuesta
al bar, la habitación en la que había imaginado el fuego ardiente ante un fuego que
rugía compuesto por un cubo di carbón y suficiente madera como para provenir de
media docena de buenos matorrales de uva espinados apilados hacia arriba en la
chimenea, que rugían, crujían con un sonido que, por sí solo, habría calentado el
corazón de cualquier hombre razonable Aquello resultaba cómodo, pero no era todo,
pues una joven agradablemente vestida, de mirada brillante y tobillos finos, estaba
poniendo sobre la mesa un mantel blanco y muy limpio; y mientras Tom estaba
sentado con los pies, calzados con zapatillas, sobre el guardafuegos de la chimenea,
dando la espalda a la puerta abierta, vio una atractiva perspectiva del bar reflejada en el
espejo colocado soba la repisa de la chimenea, con deliciosas filas de botellas verdes
con etiquetas doradas, junto a frascos de adobos y conservas, quesos y jamones
cocidos, y redondos de vaca, dispuesto todo sobre anaqueles de la manera más
tentadora y deliciosa. Bueno, también esto era confortable; pero no era todo: pues en el
bar, sentada frente a un té en la mesita más agradable, cerca del pequeño fuego más
brillante, había una rolliza viuda de unos cuarenta y ocho años, de rostro tan
confortable como el bar, que era evidentemente la propietaria de la casa y la señora
suprema de todas aquellas agradables posesiones. Tan sólo había un inconveniente en
la belleza general del cuadro, y era un hombre alto, un hombre verdaderamente alto, de
abrigo marrón con botones brillantes de cestería, bigotes negros y cabello negro y
ondulado, sentado con la viuda en la mesa del té, y del que no se necesitaba gran
penetración para saber que estaba en el camino adecuado de persuadirla para que
dejara de ser viuda, confiriéndole a él el privilegio de sentarse en ese bar durante lo
que le quedara de vida.
Ni mucho menos tenía Tom una disposición irritable o envidiosa, pero por una u
otra razón el hombre alto del abrigo marrón con los brillantes botones de cestería
despertó esa pequeña inquina que tenía en su composición, y le hizo sentirse
extremadamente indigno: todavía más porque de vez en cuando podía observar, desde
su asiento colocado frente al espejo, ciertas pequeñas familiaridades afectivas entre el
hombre alto y la viuda, que indicaban en grado suficiente que el hombre alto recibía un
trato de favor tan elevado como su propio tamaño. A Tom le encantaba el ponche
caliente —m aventuraría a decir que le encantaba demasiado el ponche caliente—, y
después de haber comprobado que la yegua zorruna estaba bien alimentada y dormía
sobre suficiente paja, y de haberse comido hasta el último bocado de la agradable cena
caliente que la viuda preparó para él con sus propias manos, se limitó a pedir un vasito
a modo de experimento Ahora bien, si en toda la gama del arte doméstico había un
artículo que la viuda supiera elaborar mejor que cualquier otro, era ése precisamente, y
el primer vaso se adaptó tan agradablemente al gusto d Tom Smart que pidió un
segundo con el menor retrasó posible. El ponche caliente, caballeros, es algo agradable
—algo extremadamente agradable bajo cualquier circunstancia—, pero en aquel
cómodo antiguo salón, ante un fuego rugiente, mientras viento soplaba en el exterior
haciendo crujir todos los maderos de la vieja casa, a Tom Smart le resulta
absolutamente delicioso. Pidió otro vaso, y luego otro más —no estoy muy seguro de
que no pidió otro después de aquél—, pero cuanto más ponche caliente bebía, más
pensaba en el hombre alto.
—¡Que su insolencia le confunda! —exclamó Tom para sí mismo—. ¿Qué
asuntos tiene que resolver e este cómodo bar? ¡Un villano tan feo! Si la viuda tt viera
algún gusto, elegiría seguramente a un tipo mejor que ése.
Tras decir aquellas cosas, la mirada de Tom pasó del espejo colocado sobre la
repisa de la chimenea que había sobre la mesa; y conforme se fue sintiendo cada vez
más sentimental, vació el cuarto vaso de ponche y pidió un quinto.
Tom Smart, caballeros, se había sentido siempre muy atraído por el negocio
tabernero. Desde hacía, tiempo su ambición había sido atender un bar de su propiedad
vestido con un abrigo verde, calzones de pana y fustán de pelo. Tenía grandes ideas
acerca de cómo sentarse en cenas joviales, y había pensado a menudo lo bien que
podría presidir con su conversación un salón propio, y qué ejemplo supremo sería para
sus clientes en el departamento de bebidas. Todas estas cosas pasaron rápidamente por
la mente de Tom mientras estaba sentado bebiendo ponche caliente junto al crujiente
fuego, y se sintió justa y apropiadamente indignado por el hecho de que el hombre alto
estuviera en el camino de conseguir tan excelente casa mientras que él, Tom Smart,
estaba tan lejos de ella como siempre. Por ello, tras deliberar mientras tomaba los dos
últimos vasos, acerca de si tenía perfecto derecho a iniciar una disputa con el hombre
alto por haber conseguido éste la gracia de la rolliza viuda, Tom Smart llegó
finalmente a la satisfactoria conclusión de que era un individuo perseguido, cuyas
dotes no habían sabido utilizarse, y haría bien en irse a la cama.
La joven elegante guió a Tom por unas escaleras amplias y antiguas, utilizando
una mano como pantalla de la vela para protegerla de las corrientes de aire que en un
lugar tan antiguo y con tanto espacio para corretear habrían podido encontrar mucho
sitio para divertirse sin apagar la vela, pero que, sin embargo, la apagarían; ello
permitiría a los enemigos de Tom la oportunidad de afirmar que había sido él y no el
viento, el que apagó la vela, y que mientras simulaba soplar para encenderla de nuevo
en realidad estaba besando a la joven. Pero en cualquier caso obtuvieron otra luz y
Tom fue conducido a través de un laberinto de habitaciones y pasillos hasta una
estancia que había sido preparada para su recepción, en la que la joven se despidió de
él deseándole buenas noches y le dejó a solas.
Era una habitación buena y grande con amplio armarios y una cama que habría
servido para un internado completo, por no hablar de un par de roperos de roble en los
que habrían cabido los equipajes de un pequeño ejército; pero lo que más llamó la
atención a Tom fue una extraña silla de respaldo alto y aspecto horrendo tallada de la
manera mi fantástica, con un cojín de damasco floreado y una abultamientos redondos
en la parte inferior de lo patas cuidadosamente envueltos en paño rojo como si tuviera
gota en los dedos. De cualquier otra extraña silla Tom sólo habría pensado que era una
silla extraña, y ahí habría terminado el asunto; pero en esa silla particular había algo,
aunque no podía decir qué era, tan extraño y tan diferente a cualquier otro mueble que
hubiera visto nunca que pareció fascinarle. Se sentó delante del fuego y se quedó
mirando fijamente la vieja silla durante media hora como si el demonio se hubiera
apropiado de ella; el tan extraña que no podía apartar los ojos de aquel, objeto.
—Vaya —dijo lentamente mientras se desvestía sin dejar de mirar un solo
momento la vieja silla, erguida con aspecto misterioso junto a la cama—. Jamás en mi
vida vi cosa tan peculiar. Muy extraño —añadió Tom, que con el ponche caliente se
había vuelto bastante sagaz—. Muy extraño.
Sacudió la cabeza con actitud de profunda sabiduría y volvió a contemplar la silla.
Sin embargo, no pudo sacar nada en claro, por lo que se metió en la cama, se tapó
hasta estar bien caliente y se quedó dormido.
Media hora después, Tom despertó sobresaltado de un confuso sueño en el que
participaban hombres altos y vasos de ponche: y el primer objeto que se presentó ante
su imaginación despierta fue la extraña silla.
—No voy a mirarla más —se dijo apretando los párpados uno contra otro y
tratando de persuadirse de que iba a dormir de nuevo. Inútil; por sus ojos sólo bailaban
sillas extrañas que coceaban con sus patas, saltaban las unas sobre los respaldos de las
otras y realizaban las cabriolas más extrañas.
—Será mejor ver una silla auténtica que dos o tres series completas de sillas
falsas —dijo sacando la cabeza desde abajo de las ropas de cama. Y ahí estaba,
claramente discernible a la luz del fuego, tan provocativa como siempre.
Miró la silla y de pronto, mientras la contemplaba, pareció producirse en ella un
cambio de lo más extraordinario. La talla del respaldo asumió gradualmente el
alineamiento y la expresión de un rostro humano viejo y arrugado; el cojín de damasco
se convirtió en una antiguo chaleco de solapas; los bultos redondos se convirtieron en
dos pares de pies embutidos en zapatillas de paño rojo; y la vieja silla se asemejó a un
anciano muy feo, del siglo anterior, con los brazos en jarras. Tom se sentó en la cama y
se frotó los ojos para deshacer la ilusión. Pero no. La silla era un anciano feo; y lo que
es más, le estaba guiñando un ojo a Tom Smart.
Tom era por naturaleza una especie de perro temerario y descuidado, y se había
tomado cinco vasos de ponche caliente; es por eso que, aunque a principio se mostrara
algo sorprendido, empezó a indignarse en cuanto vio que el anciano caballero le
guiñaba un ojo y le sonreía descaradamente con un aire tan insolente. Finalmente
decidió que no iba, soportarlo; y como el rostro envejecido seguía haciéndole guiños
con mayor rapidez que nunca, con tono verdaderamente colérico, le dijo:
—¿Por qué diablos me está guiñando el ojo? —Porque me gusta, Tom Smart —
contestó la silla o el anciano caballero, como prefiera llamarle el lector. Sin embargo
dejó de hacer guiños cuando Ton habló, y empezó a sonreír como un mono viejísimo
—¿Y cómo sabe mi nombre, viejo cascanueces? —preguntó Tom con bastantes
titubeos, aunque creía estar haciéndolo bastante bien.
—Vamos, vamos, Tom—dijo el anciano caballero, esa no es manera de dirigirse a
una sólida madera de caoba española. Que me condenen si no me trataría con menos
respeto si fuera de contrachapado.
Cuando el anciano caballero dijo esto, miró con tal violencia a Tom que éste
empezó a asustarse. —No pretendía tratarle con ninguna falta de respeto, señor —dijo
Tom en un tono mucho más humilde que el que había empleado al principio. —Bueno,
bueno —contestó el anciano—. Quizá no... quizá no, Tom...
—Señor...
—Lo sé todo sobre ti, Tom; todo. Eres muy pobre, Tom.
—Ciertamente que lo soy —replicó Tom Smart—. Pero ¿cómo ha llegado a saber
eso?
—No tiene importancia —dijo el anciano—. Y te gusta mucho el ponche, Tom.
Tom Smart estuvo a punto de protestar afirmando que no había probado una gota
desde su último cumpleaños, pero cuando su mirada se encontró con la del anciano
caballero, éste parecía tener tal conocimiento que Tom enrojeció y guardó silencio. —
Tom, la viuda es una hermosa mujer... verdaderamente hermosa... ¿eh, Tom?
En ese momento el anciano levantó la mirada hacia arriba, alzó una de sus
pequeñas y desgastadas patas y pareció tan desagradablemente amoroso que
Tom sintió un absoluto desagrado por la vanidad de su conducta... ¡a sus años!
—Soy su guardián, Tom —dijo el anciano. —¿Eso es lo que es? —preguntó Tom
Smart. —Conocía a su madre, Tom —dijo el viejo—. Y a su abuela. Ella me tenía
mucho cariño... fue la que me hizo este chaleco, Tom.
—¿Eso hizo? —preguntó Tom Smart.
—Y estos zapatos —añadió el anciano levantando una de las zapatillas de paño
rojo—. Pero no lo cuentes por ahí, Tom. No me gustaría que se supiera que ella estaba
tan unida a mí. Podría producir ciertas situaciones desagradables en la familia.
Cuando el viejo truhán dijo aquello tenía un aspecto tan extremadamente
impertinente que, tal como declaró después Tom Smart, no habría sentido el menor
remordimiento de sentarse encima de él,
—He sido un gran favorito entre las mujeres de mi época, Tom —afirmó el
disoluto y viejo crápula—, Cientos de hermosas mujeres se han sentado en mi regazo
durante horas. ¿Qué piensas de eso, eh, perro?
El anciano caballero iba a proceder a contar algunas otras hazañas de su juventud
cuando le sobrevino un ataque de crujidos tan violento que fue incapaz de proseguir.
«Ahí tienes lo que te mereces, viejo», pensó Tom Smart; pero no llegó a decir
nada.
—¡Ay! —exclamó el anciano—. Esto me inquieta, mucho ahora. Estoy
envejeciendo, Tom, y he perdido casi todos mis barrotes. También me han hecho ya
una operación, una pequeña pieza del respaldo, fue una prueba muy dura, Tom.
—Me atrevo a decir que así fue, señor —añadió Tom Smart.
—Sin embargo, eso no viene al caso —replicó el anciano caballero—. ¡Tom,
quiero que te cases con la ... viuda!
—¿Yo, señor? —preguntó Tom.
—Sí, tú—contestó el anciano.
—Bendito sea su reverendo relleno —exclamó Tom, aunque apenas si le
quedaban unos cuantos pelos de caballo—. Bendito sea su reverendo relleno, pero ella
no me querría —exclamó Tom suspirando involuntariamente al pensar en el bar.
—¿Que no? —preguntó con firmeza el anciano. —No, no —respondió Tom—.
Hay otro en el campo. Un hombre alto... un hombre terriblemente alto... de bigote
negro.
—Tom —le informó el anciano—. Ella nunca le tendrá.
—¿Que no? —preguntó Tom—. Si estuviera usted en el bar, anciano caballero,
hablaría de otra manera.
—Bah, bah. Lo sé todo sobre esa historia. —¿Sobre qué? —preguntó Tom.
—Sobre besos detrás de la puerta, y todas esas cosas, Tom —añadió el anciano.
En ese momento lanzó otra mirada insolente que encolerizó mucho a Tom, pues
como todos ustedes, caballeros, saben bien, escuchar a un viejo,
que por serlo debería conocer mejor el mundo, hablar sobre esas cosas resulta
muy desagradable... nada más que por eso.
—Lo sé todo al respecto, Tom. Lo he visto hacer muy a menudo en mi época,
Tom, entre más personas de las que me gustaría mencionarte; pero al final nunca se
llega a nada.
—Ha debido ver usted algunas cosas extrañas —preguntó Tom con mirada
inquisitiva.
—Puedes afirmarlo, Tom —replicó el viejo con ut complicado guiño—. Soy el
último de mi familia Tom —añadió el anciano lanzando un melancólico suspiro.
—¿Y fue muy grande? —preguntó Tom Smart. —Éramos doce, Tom; tipos
hermosos de respaldo, tan bello y recto como le gustaría ver a cualquiera Nada de esos
abortos modernos... todos con brazo y con un grado tal de pulido que habría alegrado t,
corazón contemplarnos.
—¿Y qué ha sido de los demás, señor?
El anciano caballero se llevó un codo al ojo al tiempo que contestaba:
—Murieron, Tom, murieron. Teníamos un duro trabajo, Tom, y no todos poseían
mi constitución Tenían reuma en piernas y brazos, y acabaron en cocinas y hospitales;
y uno de ellos, tras un prolonga do servicio y una dura utilización, perdió el sentido se
volvió tan loco que tuvieron que quemarlo. Qué cosa tan sorprendente ésa, Tom.
—¡Terrible! —exclamó Tom Smart.
El anciano guardó silencio unos minutos, evidentemente mientras combatía sus
emotivos sentimientos, y después añadió:
—Sin embargo, Tom, me estoy apartando del tema. Ese hombre alto, Tom, es un
aventurero ruin En el momento en que se casara con la viuda vendo ría todos los
muebles y escaparía. ¿Y cuáles serían las, consecuencias? Ella quedaría abandonada y
reducida a la ruin a, y yo moriría de frío en alguna tienda de muebles viejos.
—Sí, pero...
—No me interrumpas. De ti, Tom Smart, tengo una opinión muy diferente; pues
bien sé que si alguna vez te asentaras en una posada, nunca la abandonarías mientras'
hubiera algo que beber dentro de sus paredes.
—Me siento muy agradecido por su buena opinión, señor—le informó Tom
Smart.
—Por tanto —siguió diciendo el anciano con tono autoritario—: tú serás el que la
tenga, y él no. —¿Cómo puede impedirse? —preguntó ansiosamente Tom Smart.
—Con esta revelación: el ya está casado.
—¿Cómo puedo demostrarlo? —preguntó Tom saliendo a medias de la cama.
El anciano caballero separó un brazo de su costado y tras señalar a uno de los
vestidores de roble volvió a colocarlo inmediatamente en su antigu a posición.
—Poco piensa él que en el bolsillo derecho de unos pantalones de ese vestidor ha
dejado una carta en la que se le pide que regrese junto a su desconsolada esposa, con
seis niños, toma buena nota, Tom, seis niños, y todos ellos pequeños.
Cuando el anciano caballero pronunció con solemnidad aquellas palabras sus
rasgos se fueron haciendo menos y menos claros y su figura se volvió más sombría.
Sobre los ojos de Tom Smart cayó una película. El anciano pareció fundirse
gradualmente con la silla, el chaleco de damasco convertirse en cojín, las zapatillas
rojas encogerse en pequeñas bolsas
de paño rojo. La luz desapareció suavemente y Tom Smart se dejó caer sobre la
almohada y se quedó profundamente dormido.
La mañana despertó a Tom del sueño letárgico en el que había caído al
desaparecer el anciano. Se sentó en la cama y durante unos minutos trató vanamente de
recordar los hechos de la noche anterior. Repentin4mente se acordó de ellos. Miró la
silla; era ciertamente un mueble fantástico y feo, pero sólo una imaginación
notablemente viva e ingeniosa podría haber descubierto cualquier parecido entre el
mueble y el anciano.
—¿Cómo se encuentra, anciano? —preguntó Tom. A la luz del día se sentía más
audaz, como le sucede a la mayoría de los hombres.
La silla permaneció inmóvil y no dijo una sola palabra.
—Hace una mañana espantosa —añadió Tom. Pero no. La silla no se sentía
dispuesta a conversar. —¿A qué vestidor señaló? Al menos podría decirme eso —
insistió Tom. Pero la silla, caballeros, no decía una sola palabra.
—De cualquier manera, no es muy difícil abrirlos —siguió diciendo Tom al
tiempo que salía de la cama. Se dirigió hacia uno de los vestidores. La llave estaba
puesta en la cerradura; la giró y abrió la puerta. Allí había unos pantalones. ¡Metió la
mano en el bolsillo y sacó una carta idéntica a la que había descrito el anciano
caballero!
—Qué cosa tan extraña es ésta —exclamó Tom Smart mirando primero a la silla,
y luego al vestidor, después a la carta y finalmente otra vez a la silla—. ¡Muy extraño!
—repitió.
Pero como no había allí nada que amortiguase la extrañeza, pensó que también él
debía vestirse y arreglar enseguida los asuntos del hombre alto... sólo para sacarle de
su desgracia.
Tom fue fijándose al pasar en las distintas habitaciones, mientras bajaba, con el
ojo atento de un propietario; considerando que no sería imposible que en breve tiempo
las estancias y sus contenidos fueran de su propiedad. El hombre alto estaba de pie en
el cómodo bar, con las manos a la espalda, sintiéndose muy en su casa. Dirigió a Tom
una sonrisa vacía. Un observador casual podría haber supuesto que lo hizo sólo para
mostrarle sus dientes blancos; pero Tom Smart pensó que una conciencia de triunfo
ocupaba el lugar en el que había estado la mente del hombre alto. Tom le sonrió
directamente y llamó a la patrona.
—Buenos días, señora—dijo Tom Smart cerrando la puerta del saloncito cuando
entró la viuda. —Buenos días, señor —respondió ella—. ¿Qué tomará para el
desayuno, señor?
Tom estaba pensando en la forma de introducir el tema, por lo que no respondió.
—Tenemos un jamón muy bueno —dijo la viuda—. Y una estupenda ave fría
mechada. ¿Le sirvo eso, señor?
Esas palabras sacaron a Tom de sus reflexiones. La admiración que sentía por la
viuda aumentaba conforme ésta hablaba. ¡Qué criatura tan considerada! ¡Qué
comodidad para proveerle de todo!
—¿Quién es el caballero que está en el bar, señora? —preguntó Tom.
—Se llama Jinkins, señor —respondió la viuda sonrojándose ligeramente.
—Es un hombre alto —dijo Tom.
—Es un hombre muy bueno, señor —contestó la viuda—. Y un caballero muy
agradable.
—¡Ah! —exclamó Tom.
—¿Desea alguna cosa más, señor? —preguntó la viuda, que se sentía bastante
perpleja por las maneras de Tom.
—Bueno, sí —contestó Tom—. Mi querida señora, ¿tendría la amabilidad de
sentarse un momento?
La viuda pareció muy sorprendida, pero se sentó, y Tom lo hizo también cerca de
ella. Caballeros, no sé cómo sucedió... la verdad es que mi tío solía contarme que Tom
Smart le dijo que tampoco él sabía cómo había sucedido; pero el caso es que, de una
manera o de otra, la palma de la mano de Tom se posó sobre el dorso de la mano de la
viuda, y la dejó allí mientras hablaba.
—Mi querida señora —dijo Tom Smart, pues siempre había pensado lo
importante que era mostrarse amable—. Mi querida señora, merece usted un marido
excelente... cierto que sí.
—¡Vaya, señor! —exclamó la viuda, lo que no resulta ilógico, pues la manera que
tuvo Tom de iniciar la conversación era bastante inusual, por no decir sorprendente,
teniendo en cuenta el hecho de que hasta la noche anterior no la había visto nunca—.
¡Vaya, señor!
—Desprecio las adulaciones, mi querida señora. Pero merece usted un marido
admirable, y sea éste quien sea, será un hombre afortunado.
Al decir aquello, la mirada de Tom pasó del rostro de la viuda a las comodidades
que le rodeaban. La viuda parecía más sorprendida que nunca, e hizo un esfuerzo por
levantarse. Tom le apretó suavemente la mano, como para detenerla, y ella permaneció
en su asiento. Las viudas, caballeros, no suelen ser timoratas, tal como mi tío solía
decir.
—Estoy segura de sentirme muy agradecida hacia usted, señor, por su buena
opinión —dijo la rolliza patrona riéndose a medias—. Y si alguna vez vuelvo a
casarme...
—Si... —repitió Tom Smart mirándola astutamente con el rabillo del ojo
derecho—. Si...
—Bueno —añadió la viuda riéndose con franqueza esa vez—. Cuando lo haga,
espero conseguir un esposo tan bueno como el que usted describe.
—Como por ejemplo Jinkins —dijo Tom. —¡Vaya, señor! —exclamó la viuda.
—Ay, no me diga eso —insistió Tom—. Le conozco. —Estoy convencida de que
nadie que le conozca sabrá nada malo de él —dijo la viuda, pasando al ataque ante el
aire misterioso con el que había hablado Tom.
—¡Ejem! —exclamó Tom Smart.
La viuda empezó a pensar que era ya un buen momento de llorar, por lo que sacó
su pañuelo y preguntó a Tom si es que deseaba insultarla: si es que pensaba que era
propio de un caballero hablar mal de otro a sus espaldas; que por qué motivo, s tenía
algo que decir, no se lo decía al caballero como un hombre, en lugar de asustar a una
pobre, débil mujer de esa manera, y cosas por el estilo.
—Se lo diré a él enseguida—dijo Tom—. Pero quiero que usted lo escuche
primero.
—¿De qué se trata? —preguntó la viuda mirando fijamente el rostro de Tom.
—Le va a asombrar —contestó Tom llevándose una mano al bolsillo.
—Si es eso, que él quiere dinero —dijo la viuda— ya lo sé, y no tiene usted que
preocuparse.
—Bah, qué tontería, eso no es nada —dijo Ton Smart—. También yo quiero
dinero. No es eso. —Entonces, amigo mío, ¿de qué se trata? —excla mó la pobre
viuda.
—No se asuste —le respondió Tom Smart mien tras sacaba lentamente la carta y
la abría—. ¿Está segura de que no gritará? —le preguntó con vacilación —No, no —
contestó la viuda—. Déjeme verla.
—¿Y no va a desmayarse, ni hará ninguna otra tontería? —preguntó Tom.
—No, no —contestó la viuda inmediatamente. —¿Y no saldrá corriendo para
golpearle? —volvió, preguntar Tom—. Porque voy a hacer todo esto por usted; será
mejor que no se lo tome a mal.
—De acuerdo, de acuerdo —dijo la viuda—. Déjeme verla.
—Así lo haré —contestó Tom Smart, y diciendo esas palabras colocó la carta en
la mano de la viuda Caballeros, oí decir a mi tío que Tom Smart dijo que las
lamentaciones de la viuda cuando se enteró de aquello habrían traspasado un corazón
de piedra. El de Tom era ciertamente muy tierno, y traspasaron el suyo hasta la misma
médula. La viuda se columpiaba hacia delante y hacia atrás retorciéndose las manos.
—¡Ay, qué hombre tan engañoso y vil! —exclamaba la viuda.
—¡Espantoso, mi querida señora! Pero compórtese.
—¡Ay, cómo voy a hacerlo! —gritó la viuda—. ¡Nunca encontraré a ningún otro a
quien pueda amar tanto!
—Ay, claro que lo encontrará, mi querida señora —exclamó Tom Smart dejando
caer una verdadera lluvia de enormes lágrimas por la piedad que sentía por el
infortunio de la viuda. En la energía de su compasión, Tom Smart había rodeado con
un brazo la cintura de la viuda; y la viuda, movida por la pasión de la pena, había
sujetado la mano de Tom. Ésta miró a Tom al rostro y le sonrió entre sus lágrimas.
Tom miró el semblante de ella, y sonrió entre las suyas.
Nunca pude averiguar, caballeros, si Tom besó o no a la viuda en ese momento
particular. Solía decirle a mi tío que no lo había hecho, pero tengo mis dudas al
respecto. Entre nosotros, caballeros, estoy convencido de que lo hizo.
En todo caso, Tom echó a patadas al hombre alto por la puerta delantera media
hora más tarde y se casó con la viuda al cabo de un mes. Y solía recorrer el campo con
el calesín de color arcilla y rueda, rojas y la yegua zorruna de paso rápido hasta que
muchos años después abandonó el negocio y se fui a Francia con su esposa; y más tarde,
la vieja casa se vino abajo.
[De The Pickwick Papers]
La historia de los duendes que secuestraron a un enterrador
En una antigua ciudad abacial, en el sur de es parte del país, hace mucho, pero
que muchísimo tiempo —tanto que la historia debe ser cierta porque nuestros
tatarabuelos creían realmente en ella—, trabajaba como enterrador y sepulturero del
campo santo un tal Gabriel Grub. No se deduce en absoluto de ello que porque un
hombre sea enterrador, esté rodeado constantemente por los emblemas la mortalidad,
tenga que ser un hombre melancólico y triste; entre los funerarios se encuentran los i
pos más alegres del mundo; en una ocasión tuve honor de trabar amistad íntima con
uno muy silencioso que en su vida privada, estando fuera de ser necio, era el tipo más
cómico y jocoso que haya gorjeado nunca canciones osadas, sin el menor tropiezo f su
memoria, ni que haya vaciado nunca el contenido de un buen vaso sin detenerse ni a
respirar. Pe no obstante estos precedentes que parecen contrariar la historia, Gabriel
Grub era un tipo malparado, intratable y arisco, un hombre taciturno y solitario que no
se asociaba con nadie sino consigo mismo, aparte de con una antigua botella forrada o
cestería que ajustaba en el amplio bolsillo de chaleco, y que contemplaba cada rostro
alegre que pasara junto a él con tan poderoso gesto de malicia y mal humor que
resultaba difícil enfrentarlo sin tener una sensación terrible.
Poco antes del crepúsculo, el día de Nochebuena, Gabriel se echó al hombro el
azadón, encendió el farol y se dirigió hacia el cementerio viejo, pues tenía que terminar
una tumba para la mañana siguiente, y como se sentía algo bajo de ánimo pensó que
quizá levantara su espíritu si se ponía a trabajar enseguida. En el camino, al subir por
una antigua calle, vio la alegre luz de los fuegos chispeantes que brillaban tras los viejos
ventanos, y escuchó las fuertes risotadas y los alegres gritos de aquellos que se
encontraban reunidos; observó los ajetreados preparativos de la alegría del día siguiente
y olfateó los numerosos y sabrosos olores consiguientes que ascendían en forma de
nubes vaporosas desde las ventanas de las cocinas. Todo aquello producía rencor y
amargura en el corazón de Gabriel Grub; y cuando grupos de niños salían dando saltos
de las casas, cruzaban la carretera a la carrera y antes de que pudieran llamar a la puerta
de enfrente eran recibidos por media docena de pillastres de cabello rizado que se ponían
a cacarear a su alrededor mientras subían todos en bandada a pasar la tarde dedicados a
sus juegos de Navidad, Gabriel sonreía taciturno y aferraba con mayor firmeza el mango
de su azadón mientras pensaba en el sarampión, la escarlatina, el afta, la tos ferina y
otras muchas fuentes de consuelo.
Gabriel caminaba a zancadas en ese feliz estado
mental: devolviendo un gruñido breve y hosco a le saludos bienhumorados de
aquellos vecinos que pasaban junto a él, hasta que se metía en el oscuro callejón que
conducía al cementerio. Gabriel llevaba y tiempo deseando llegar al callejón oscuro,
porque hablando en términos generales era un lugar agradable, taciturno y triste que las
gentes de la ciudad n gustaban de frecuentar, salvo a plena luz del día cuando brillaba el
sol; por ello se sintió no poco ir dignado al oír a un joven granuja que cantaba
estruendosamente una festiva canción sobre unas navidades alegres en aquel mismo
santuario que había recibido el nombre de CALLEJÓN DEL ATAÚD desde época de la
vieja abadía y de los monjes de cabes afeitada. Mientras Gabriel avanzaba la voz fue
haciéndose más cercana y descubrió que procedía c un muchacho pequeño que corría a
sola s con la intención de unirse a uno de los pequeños grupos de calle vieja, y que en
parte para hacerse compañía a mismo, y en parte como preparativo de la ocasión
vociferaba la canción con la mayor potencia de si pulmones. Gabriel aguardó a que
llegara el muchacho, le acorraló en una esquina y le golpeó cinco seis veces en la cabeza
con el farol para enseñarle modular la voz. Y mientras el muchacho escapó corriendo
con la mano en la cabeza y cantando una melodía muy distinta, Gabriel Grub sonrió
cordialmente para sí mismo y entró en el cementerio, cerrando la puerta tras él.
Se quitó el abrigo, dejó en el suelo el farol y metiéndose en la tumba sin terminar
trabajó en él durante una hora con muy buena voluntad. Pero la tierra se había
endurecido con la helada y no era asunto fácil desmenuzarla y sacarla fuera con la
pala; y aunque había luna, ésta era muy joven e iluminaba muy poco la tumba, que
estaba a la sombra de la iglesia. En cualquier otro momento estos obstáculos hubieran
hecho que Gabriel Grub se sintiera desanimado y desgraciado, pero estaba tan
complacido de haber acallado los cantos del muchachito que apenas se preocupó por
los escasos progresos que hacía y miró la tumba, cuando llegada la noche hubo
terminado el trabajo, con melancólica satisfacció n, murmurando mientras recogía sus
herramientas:
Valiente acomodo para cualquiera,
valiente acomodo para cualquiera,
unos pies de tierra fría cuando la vida ha terminado,
una piedra en la cabeza, una piedra en los pies,
una comida rica y jugosa para los gusanos,
la hierba sobre la cabeza, y la tierra húmeda alrededor,
¡valiente acomodo para cualquiera,
aquí en el camposanto!
—¡Ja, ja! —echó a reír Gabriel Grub sentándose en una lápida que era su lugar de
descanso favorito; fue a buscar entonces su botella—. ¡Un ataúd en Navidad! ¡Una caja
de Navidad! ¡Ja, ja, ja!
—¡Ja, ja, ja! —repitió una voz que sonó muy cerca detrás de él.
En el momento en el que iba a llevarse la botella
a los labios, Gabriel se detuvo algo alarmado y miró a su alrededor. El fondo de la
tumba más vieja que estaba a su lado no se encontraba más quieto e inmóvil que el
cementerio bajo la luz pálida de la luna. La fría escarcha brillaba sobre las tumbas
lanzando destellos como filas de gemas entre las tallas de piedra dula vieja iglesia. La
nieve yacía dura y crujiente sobre el suelo, y se extendía sobre los montículos
apretados de tierra como una cubierta blanca y lisa que daba la impresión de que los
cadáveres yacieran allí ocultos sólo por las sábanas en las que los habían enrollado. Ni
el más débil crujido interrumpía la tranquilidad profunda de aquel escenario solemne.
Tan frío y quieto estaba todo que el sonido mismo parecía congelado.
—Fue el eco —dijo Gabriel Grub llevándose otra vez la botella a los labios.
—¡No lo fue! —replicó una voz profunda.
Gabriel se sobresaltó y levantándose se quedó firme en aquel mismo lugar, lleno
de asombro y terror, pues sus ojos se posaron en una forma que hizo que se le helara la
sangre.
Sentada en una lápida vertical, cerca de él, había una figura extraña, no terrenal,
que Gabriel comprendió enseguida que no pertenecía a este mundo. Sus piernas
fantásticas y largas, que podrían haber llegado al suelo, las tenía levantadas y cruzadas
de manera extraña y rara; sus fuertes brazos estaban desnudos y apoyaba las manos en
las rodillas. Sobre el cuerpo, corto y redondeado, llevaba un vestido ajustado adornado
con pequeñas cuchilladas; colgaba a su espalda un manto corto; el cuello estaba
recortado en curiosos picos que le servían al duende de golilla o pañuelo; y los zapatos
estaban curvados hacia arriba con los dedos metidos en largas puntas. En la cabeza
llevaba un sombrero de pan de azúcar de ala ancha, adornado con una única pluma.
Llevaba el sombrero cubierto de escarcha blanca, y el duende parecía encontrarse
cómodamente sentado en esa misma lápida desde hacía doscientos o trescientos años.
Estaba absolutamente quieto, con la lengua fuera, a modo de burla; le sonreía a Gabriel
Grub con esa sonrisa que sólo un duende puede mostrar.
—No fue el eco —dijo el duende.
Gabriel Grub quedó paralizado y no pudo dar respuesta alguna.
—¿Qué haces aquí en Nochebuena? —le preguntó el duende con un tono grave.
—He venido a cavar una tumba, señor—contestó, tartamudeando, Gabriel Grub.
—¿Y qué hombre se dedica a andar entre tumbas y cementerios en una noche
como ésta? —gritó el duende.
—¡Gabriel Grub! ¡Gabriel Grub! —contestó a gritos un salvaje coro de voces que
pareció llenar el cementerio. Temeroso, Gabriel miró a su alrededor sin que pudiera
ver nada.
—¿Qué llevas en esa botella? —preguntó el duende. —Ginebra holandesa, señor
—contestó el enterrador temblando más que nunca, pues la había comprado a unos
contrabandistas y pensó que quizá el
que le preguntaba perteneciera al impuesto de consumos de los duendes.
—¿Y quién bebe ginebra holandesa a solas, en un cementerio, en una noche como
ésta? —preguntó el duende.
—¡Gabriel Grub! ¡Gabriel Grub! —exclamaron de nuevo las voces salvajes.
El duende miró maliciosamente y de soslayo al aterrado enterrador, y luego,
elevando la voz, exclamó:
—¿Y quién, entonces, es nuestro premio justo y legítimo?
Ante esa pregunta, el coro invisible contestó de una manera que sonaba como las
voces de muchos cantantes entonando, con el poderoso volumen del órgano de la vieja
iglesia, una melodía que parecía llevar hasta los oídos del enterrador un viento
desbocado, y desaparecer al seguir avanzando; pero la respuesta seguía siendo la
misma:
—¡Gabriel Grub! ¡Gabriel Grub!
El duende mostró una sonrisa más amplia que nunca mientras decía:
—Y bien, Gabriel, ¿qué tienes que decir a eso?
El enterrador se quedó con la boca abierta, falto de aliento.
—¿Qué es lo que piensas de esto, Gabriel? —preguntó el duende pateando con los
pies el aire a ambos lados de la lápida y mirándose las puntas vueltas hacia arriba de su
calzado con la misma complacencia que si hubiera estado contemplando en Bond
Street las botas Wellingtons más a la moda.
—Es... resulta... muy curioso, señor —contestó el enterrador, medio muerto de
miedo—. Muy curioso, y bastante bonito, pero creo que tengo que regresar a terminar
mi trabajo, señor, si no le importa.
—¡Trabajo! —exclamó el duende—. ¿Qué trabajo? —La tumba, señor; preparar la
tumba —volvió a contestar tartamudeando el enterrador.
—Ah, ¿la tumba, eh? —preguntó el duende—. ¿Y quién cava tumbas en un
momento en el que todos los demás hombres están alegres y se complacen en ello?
—¡Gabriel Grub! ¡Gabriel Grub! —volvieron a contestar las misteriosas voces.
—Me temo que mis amigos te quieren, Gabriel —dijo el duende sacando más que
nunca la lengua y dirigiéndola a una de sus mejillas... y era una lengua de lo más
sorprendente—. Me temo que mis amigos te quieren, Gabriel —repitió el duende.
—Por favor, señor—replicó el enterrador sobrecogido por el horror—. No creo que
sea así, señor; no me conocen, señor; no creo esos caballeros me hayan visto nunca,
señor.
—Oh, claro que te han visto —contestó el duende—. Conocemos al hombre de
rostro taciturno, ceñudo y triste que vino esta noche por la calle lanzando malas miradas
a los niños y agarrando con fuerza su azadón de enterrador. Conocemos al hombre que
golpeó al muchacho con la malicia envidiosa de su corazón porque el muchacho podía
estar alegre y él no. Le conocemos, le conocemos.
En ese momento el duende lanzó una risotada fuerte y aguda que el eco devolvió
multiplicada por veinte, y levantando las piernas en el aire, se quedó e pie sobre su
cabeza, o más bien sobre la punta misma del sombrero de pan de azúcar en el borde más
estrecho de la lápida, desde donde con extraordinaria agilidad dio un salto mortal
cayendo directamente a los pies del enterrador, plantándose allí en la actitud en que
suelen sentarse los sastres sobre su tabla.
—Me... me... temo que debo abandonarle, señor —dijo el enterrador haciendo un
esfuerzo por ponerse en movimiento.
—¡Abandonarnos! —exclamó el duende—. Gabri Grub va a abandonarnos. ¡Ja, ja,
ja!
Mientras el duende se echaba a reír, el sepulturero observó por un instante una
iluminación brillan tras las ventanas de la iglesia, como si el edificio dentro hubiera sido
iluminado; desapareció, el órgano atronó con una tonada animosa y grupos enteros
duendes, la contrapartida misma del primero, aparecieron en el cementerio y
comenzaron a jugar al salto de la rana con las tumbas, sin detenerse un instante tomar
aliento y «saltando» las más altas de ellas, una tras otra, con una absoluta y maravillosa
destreza. El primer duende era un saltarín de lo más notable. Ninguno de los demás se le
aproximaba siquiera; incluso en su estado de terror extremo el sepulturero no pudo dejar
de observar que mientras que sus amigos se contentaban con saltar las lápidas de tamaño
común el primero abordaba las capillas familiares con las barandillas de hierro y todo,
con la misma facilidad que si se tratara de postes callejeros.
Finalmente el juego llegó al punto más culminante e interesante; el órgano
comenzó a sonar más y más veloz y los duendes a saltar más y más rápido:
enrollándose, rodando de la cabeza a los talones sobre el suelo y botando sobre las
tumbas como pelotas de fútbol. El cerebro del enterrador giraba en un torbellino con la
rapidez del movimiento que estaba contemplando y las piernas se le tambaleaban
mientras los espíritus volaban delante de sus ojos, hasta que el duende rey, lanzándose
repentinamente hacia él, le puso una mano en el cuello y se hundió con él en la tierra.
Cuando Gabriel Grub tuvo tiempo de recuperar el aliento, que había perdido por
causa de la rapidez de su descenso, se encontró en lo que parecía ser una amplia
caverna rodeado por todas partes por multitud de duendes feos y ceñudos. En el centro
de la caverna, sobre una sede elevada, se encontraba su amigo del cementerio; y junto
a él estaba el propio Gabriel Grub sin capacidad de movimiento.
—Hace frío esta noche —dijo el rey de los duendes—. Mucho frío. ¡Traed un
vaso de algo caliente! Al escuchar esa orden, media docena de solícitos duendes de
sonrisa perpetua en el rostro, que Gabriél Grub imaginó serían cortesanos,
desaparecieron presurosamente para regresar de inmediato con una copa de fuego
líquido que presentaron al rey. —¡Ah! —gritó el duende, cuyas mejillas y garganta se
habían vuelto transparentes, mientras se tragaba la llama—. ¡Verdaderamente esto
calienta a cualquiera! Traedle una copa de lo mismo al señor Grub.
En vano protestó el infortunado enterrador diciendo que no estaba acostumbrado a
tomar nada caliente por la noche; uno de los duendes le sujetó mientras el otro
derramaba por su garganta el líquido ardiente; la asamblea entera chilló de risa cuando
él se puso a toser y a ahogarse y se limpió las lágrimas, que brotaron en abundancia de
sus ojos, tras tragar la ardiente bebida.
—Y ahora —dijo el rey al tiempo que golpeaba con la esquina ahusada del
sombrero de pan de azúcar el ojo del enterrador, ocasionándole con ello el dolor más
exquisito—... y ahora mostrémosle al hombre de la tristeza y la desgracia unas cuantas
imágenes de nuestro gran almacén.
Al decir aquello el duende, una nube espesa que oscurecía el extremo más remoto
de la caverna desapareció gradualmente revelando, aparentemente a gran distancia, un
aposento pequeño y escasamente amueblado, pero pulcro y limpio. Había una multitud
de niños pequeños reunidos alrededor de un fuego brillante, agarrados a la bata de su
madre y dando brincos alrededor de su silla. De vez en cuando la madre se levantaba y
apartaba la cortina de li ventana, como deseando ver algún objeto que esperaba; sobre
la mesa estaba dispuesta una comida frugal; cerca del fuego había un sillón. Se oyó que
llamaban a la puerta: la madre la abrió y los niños se amontonaron a su alrededor,
aplaudiendo de alegría, cuando entró el padre. Estaba mojado y fatigado se sacudió la
nieve de las ropas mientras los niños se amontonaban a su alrededor agarrando su
manto, sombrero, bastón y guantes con verdadero celo y saliendo a toda prisa con
ellos de la habitación. Después, mientras se sentaba delante del fuego y de su
comida, los niños se le subieron en las rodillas y la madre se sentó a su lado y todos
parecían felices y contentos.
Pero se produjo, casi imperceptiblemente, un cambio de la visión. El escenario
se alteró transformándose en un dormitorio pequeño en donde yacía moribundo el
niño más joven y hermoso: el color sonrosado había huido de sus mejillas y la luz
había desaparecido de sus ojos; y mientras el sepulturero le miró con un interés que
nunca antes había conocido o sentido, el niño murió. Sus jóvenes hermanos y
hermanas se apiñaron alrededor de su camita y le cogieron la diminuta mano, tan
fría y pesada; pero retrocedieron ante el contacto y miraron con temor su rostro
infantil; pues aunque estuviera en calma y tranquilo, y el hermoso niño pareciera
estar durmiendo descansado y en paz, vieron que estaba muerto y supieron que era
un ángel que les miraba desde arriba, bendiciéndoles desde un cielo brillante y feliz.
De nuevo la nube luminosa traspasó el cuadro y de nuevo cambió el tema.
Ahora el padre y la madre eran ancianos e indefensos, y el número de los que les
rodeaban había disminuido a más de la mitad; pero el contento y la alegría se
hallaban asentados en cada rostro, brillaban en cada mirada, mientras rodeaban el
fuego y contaban y escuchaban viejas historias de días anteriores ya pasados. Lenta
y pacíficamente entró el padre en la tumba, y poco después quien había compartido
todas sus preocupaciones y problemas le siguió a un lugar de descanso. Los pocos
que todavía les sobrevivían se arrodillaron junto a su tumba y regaron con sus
lágrimas la hierba verde que la cubría; después se levantaron y se dieron la vuelta:
tristes y lamentándose, pero sin gritos amargos ni lamentaciones desesperadas, pues
sabían que un día volverían a encontrarlos; y de nuevo se mezclaron con el mundo
ajetreado y recuperaron su alegría y su contento. La nube cayó sobre el cuadro y lo
ocultó de la vista del sepulturero.
—¿Qué piensas de eso?—preguntó el duende volviendo su rostro grande hacia
Gabriel Grub. Gabriel murmuró algo en el sentido de que era muy hermoso y
pareció algo avergonzado cuando el duende volvió hacia él sus ojos ardientes.
—¡Tú, miserable! —exclamó el duende con un tono de gran desprecio—. ¡Tú!
Parecía dispuesto a añadir algo más, pero la indignación sofocó sus palabras,
levantó una de las piernas que tenía dobladas y, tras sostenerla un momento por
encima de la cabeza del sepulturero, para asegurar su puntería, le administró a
Gabriel Grub una buena y sonora patada; inmediatamente después de eso, todos los
duendes que habían estado aguardando rodearon al infeliz enterrador y le patearon
sin piedad: de acuerdo con la costumbre establecida e invariable entre los
cortesanos de la tierra, quienes patean a aquél al que ha pateado k realeza y abrazan
a quien la realeza abraza.
—¡Enseñadle algo más! —dijo el rey de los duendes. Ante esas palabras
desapareció la nube revelándose ante su vista un paisaje rico y hermoso; hasta el día de
hoy hay otro semejante a menos de un kilómetro de la antigua ciudad abacial. El sol
brillaba desde el cielo claro y azul, el agua centelleaba bajo sus rayos, los árboles
parecían más verdes y las flores más alegres bajo su animosa influencia. El agua corría
con un sonido agradable; los árboles rugían bajo el viento ligero que murmuraba entre
sus hojas; los pájaros cantaban sobre las ramas; y la alondra gorjeaba desde lo alto su
bienvenida a la mañana. Sí, era por la mañana: la mañana brillante y fragante de verano;
la más diminuta hoja, la brizna de hierba más pequeña, estaban animadas de vida. La
hormiga se arrastraba dedicada a sus tareas diarias, la mariposa aleteaba y se solazaba
bajo los pálidos rayos del sol; miríadas de insectos extendían las alas transparentes y
gozaban de su existencia breve pero feliz. El hombre caminaba entusiasmado con la
escena; y todo era brillo y esplendor.
—¡Tú, miserable! —exclamó el rey de los duendes con un tono más despreciativo
todavía que el anterior. Y de nuevo el rey de los duendes levantó una pierna y de nuevo
la dejó caer sobre los hombros del enterrador; y otra vez los duendes que asistían a la
reunión imitaron el ejemplo de su jefe.
Muchas veces la nube se fue y regresó, y enseñó muchas lecciones a Gabriel Grub,
quien tenía los hombros doloridos por las frecuentes aplicaciones de los pies de los
duendes, pero, aún así, miraba con un interés que nada podía disminuir. Vio a hombre,,
que trabajaban con duro esfuerzo y se ganaban su escaso pan con una vida de trabajo,
pero eran alegres y felices; y a los más ignorantes, para quienes e. rostro dulce de la
naturaleza era una fuente incesante de alegría y gozo. Vio a aquellos que habían sido
delicadamente alimentados y tiernamente criados alegres ante las privaciones y
superiores ante el sufrimiento, quienes habían superado muchas situaciones duras
porque llevaban dentro del pecho los materiales de la felicidad, el contento y la paz. Vio
que las mujeres, lo más tierno y frágil de todas la criaturas de Dios, eran a menudo
capaces de superar li pena, la adversidad y la tristeza; y vio que era as porque en su
corazón llevaban una inagotable fuente de afecto y devoción. Pero sobre todo vio que
hombres como él mismo, que refunfuñaban por e gozo y la alegría de los demás, eran las
peores hierbas en la hermosa superficie de la tierra; y poniendo todo el bien del mundo
contra el mal, llegó a la conclusión de que al fin y al cabo era un mundo mu3 decente y
respetable. Nada más acababa de formarse cuando la nube que ocultó el último cuadro
pareció ponerse sobre sus sentidos y llevarle al reposo. Uno a uno los duendes fueron
desapareciendo de su vista; y cuando el último de ellos se hubo ido, quedé dormido.
Había despuntado el día cuando despertó Gabriel Grub y se encontró tumbado cuan
largo era sobre la lápida plana del cementerio, con el cubrebotellas de cestería vacío a su
lado y la capa, el azadón, y el farol, blanqueados por la helada de la noche anterior,
tirados por el suelo. La piedra sobre la que había visto por primera vez al duende se
erguía audaz ante él, y la tumba en la que había trabajado la noche anterior no
estaba lejana. Al principio empezó a dudar de la realidad de sus aventuras, pero el
dolor agudo que sintió en los hombros cuando intentó levantarse le aseguró que las
patadas de los duendes no habían sido ciertamente meras ideas. Vaciló de nuevo al
no encontrar rastros de huellas en la nieve sobre la que los duendes habían jugado al
salto de la rana con las piedras de las tumbas, pero rápidamente se explicó esa
circunstancia al recordar que, siendo espíritus, no dejarían tras ellos impresiones
visibles. Por tanto, Gabriel Grub se puso en pie tan bien como pudo teniendo en
cuenta el dolor de su espalda; y cepillándose la escarcha del abrigo, se lo puso y
volvió el rostro hacia la ciudad.
Pero era ya un hombre cambiado y no podía soportar el pensamiento de
regresar a un lugar en el que se burlarían de su arrepentimiento y no creerían en su
reforma. Vaciló unos momentos y luego se alejó errando hacia donde pudiera,
buscándose el pan en otra parte.
Aquel día encontraron en el cementerio el farol, el azadón y el cubrebotellas de
cestería. Hubo muchas especulaciones acerca del destino del enterrador, al
principio, pero rápidamente se decidió que se lo habrían llevado los duendes; y no
faltaron algunos testigos muy creíbles que lo habían visto claramente a través del
aire a lomos de un caballo castaño tuerto, con los cuartos traseros de un león y la
cola de un oso. Finalmente acabaron por creer devotamente en todo aquello; y el
nuevo enterrador solía enseñar a los curiosos, a cambio de un ligero emolumento,
un trozo de buen tamaño perteneciente a h veleta de la iglesia que accidentalmente
había sido coceado por el caballo antes mencionado en su vuelo aéreo, y que él
mismo recogió en el cementerio uno o dos años después.
Desafortunadamente esas historias se vieron algo enmarañadas por la
reaparición, no esperada del propio Gabriel Grub, unos diez años más tarde como un
anciano reumático y andrajoso, pero contento. Le contó su historia al clérigo, y
también a alcalde; y con el curso del tiempo aquello se convirtió en parte de la
historia, y en esa forma se ha seguido contando hasta hoy. Los que creyeron en el
relato del trozo de veleta, habiendo colocado mal si confianza en otro tiempo,
dejaron de predominar se apartaron de esa historia, tratando de parecer li más sabios
que pudieran, encogiéndose de hombros, tocándose la frente y murmurando algo
parecido a que Gabriel Grub se había bebido toda la ginebra de Holanda y se quedó
dormido sobre un lápida plana; y luego trataban de explicar lo que s suponía que él
había presenciado en la caverna de los duendes diciendo que había visto el mundo y
s había hecho más sabio. Pero esta opinión que en absoluto fue popular en ningún
momento, acabó gradualmente por desaparecer; y sea como sea, puesto que Gabriel
Grub se vio afectado por el reumatismo al final de sus días, la historia tiene al menos
una moraleja, aunque no pueda enseñar otra mejor, y es que si un hombre se vuelve
taciturno y bebe solo en la época de Navidad, no por ello va a decidir ser mejor: los
espíritus puede que no vuelvan a ser tan buenos, ni estar dispuestos a presentar tantas
pruebas, como aquellos a los que vio Gabriel Grub en la caverna de los duendes.
[De The Pickwick Papers]
La historia del tío del viajante
Mi tío, caballeros, dijo el viajante, era uno de los tipos más alegres, agradables y
listos que haya existido nunca. Me gustaría que lo hubieran conocido, caballeros.
Aunque pensándolo bien, no desearía que lo hubieran conocido, pues en ese caso todos
estarían ya, siguiendo el curso ordinario de la naturaleza, si no muertos, en todo caso tan
cerca de la desaparición como para haberse quedado en casa abandonando la compañía,
lo que me habría privado del inestimable placer de dirigirme a ustedes en este momento.
Caballeros, desearía que sus padres y madres hubieran conocido a mi tío. Se habrían
encariñado notablemente con él, especialmente su: respetables madres; sé que habría
sido así. Si entre las numerosas virtudes que adornaban su carácter tuviéramos que dar
predominio a dos de ellas, diría, que eran su ponche mixto y sus canciones de
sobremesa. Excúsenme si me extiendo en estos recuerdo: melancólicos sobre el
fallecido, no se ve a un hombre como mi tío todos los días de la semana.
Siempre he considerado como algo importante del carácter de mi tío, caballeros, el
hecho de que fuera compañero y amigo íntimo de Tom Smart, de la importante empresa
de Bilson y Slum, Cateator
Street, City. Mi tío vendía para Tiggin y Welps, pero durante mucho tiempo
estuvo muy cerca del mismo recorrido que Tom, y la primera noche que se
conocieron mi tío se encaprichó por Tom y éste por mi tío. No había pasado media
hora desde que se habían conocido cuando se habían apostado ya un sombrero nuevo
a ver quién de los dos hacía el mejor litro de ponche y se lo bebía con mayor rapidez.
Se consideró que mi tío ganó en la elaboración del ponche, pero que Tom Smart le
venció al beberlo en la mitad de tiempo. Pidieron otro litro entre los dos para beber
cada uno a la salud del otro, y desde ese momento se convirtieron en los amigos más
fieles. En estas cosas hay un destino caballeros, y no podemos evitarlo.
En cuanto al aspecto personal, mi tío era algo más bajo de la media; era también
algo más rollizo que los hombres ordinarios, y quizá su rostro tuviera un tono más
rojizo. "Tenía la cara más alegre que han visto nunca, caballeros: parecido en algo a
Punch el títere, pero con la barbilla y la nariz más hermosas; sus ojos estaban siempre
chispeando y centelleando por el buen humor; y en su semblante había perpetuamente
una sonrisa, y no una de esas sonrisas rígidas sin significado, sino una auténtica,
alegre, cordial y amable. En una ocasión salió lanzado del calesín y se golpeó la
cabeza contra una piedra señalizadora. Y allí quedó aturdido, y con tantos cortes en la
cara por la gravilla que se había acumulado allí que, utilizando una fuerte expresión
de mi propio tío, si su madre hubiera vuelto a visitar la tierra no le habría reconocido.
La verdad, caballeros, es que cuando me pongo a pensar en el asunto estoy
absolutamente seguro d, que no lo habría hecho, pues murió cuando mi tía tenía dos
años y siete meses de edad, y considera muy probable que, incluso aunque no hubiera
habido gravilla, sus botas altas habrían asombrado no poco a la buena señora, por no
hablar de su cara jovial y rojiza. Pero el caso es que allí se quedó tumba do, y he oído
decir a mi tío, muchas veces, que e hombre que lo recogió dijo que sonreía tan alegre
mente como si se hubiera dejado caer por una fiesta y que después de que le
sangraran, las primeras débiles y vacilantes muestras de recuperación fueron que
salió de un salto de la cama, soltó una risotada, besó la joven que sostenía el
recipiente y pidió un trozo d cordero y una castaña adobada. Siempre le gustaron
mucho las castañas adobadas, caballeros. Decía siempre que había descubierto que,
sin el vinagre, tenían gusto a cerveza.
El gran viaje de mi tío se hallaba en el período otoñal, dedicado a cobrar deudas
y recibir pedidos en el norte: iba desde Londres hasta Edimburgo, d Edimburgo a
Glasgow, de Glasgow volvía a Edimburgo y desde allí a Londres por gusto. Queda
entendido que su segunda visita a Edimburgo la hacía por su propio placer. Solía
regresar durante una semana sólo para ver a sus viejos amigos; y desayunando con
éste, almorzando con aquél, comiendo con un tercero y cenando con otro solía
pasarse una bonita semana entera. No sé si alguno de ustedes, caballeros, ha
compartido alguna vez un desayuno escocés hospitalario, sustancioso y verdadero, y
ha salido luego a tomar un ligero almuerzo consistente en un barrilito de ostras, más o
menos una docena de cervezas embotelladas y una o dos jarras de whisky para terminar.
Si alguna vez lo ha hecho, estará de acuerdo conmigo en que se necesita una cabeza
bastante fuerte para después salir a comer y a cenar.
¡Pero benditos sean sus corazones y sus cejas que aquello no era nada para mi tío!
Estaba tan habituado que aquello no era más que un simple juego de niños. Le he oído
contar que cualquier día podía encontrarse con gentes de Dundee y volver luego a casa
sin tambalearse; y eso, caballeros, que los habitantes de Dundee tienen una cabeza tan
fuerte como su ponche, y probablemente no podrá encontrarse otro más fuerte entre los
dos polos. He oído decir que un hombre de Glasgow y otro de Dundee bebieron uno
frente al otro durante quince horas seguidas. Pudo saberse que ambos se sintieron
sofocados en el mismo momento, pero con esa ligera excepción, caballeros, no se
sentían peor por ello.
Una noche, a las veinticuatro horas de haber decidido embarcar para Londres, mi
tío se detuvo en la casa de un antiguo amigo suyo, un tal alguacil Mac con cuatro sílabas
detrás que vivía en la vieja ciudad de Edimburgo. Estaban allí la esposa del alguacil, las
tres hijas del alguacil y el hijo ya mayor del alguacil, y tres o cuatro amigos escoceses
robustos, de cejas pobladas y hombres prudentes que el alguacil había reunido para
honrar a mi tío y ayudarle a alegrarse. Fue una cena gloriosa. Tomaron salmón
ahumado, bacalao finlandés, cabeza de cordero y un «haggis» —un famoso plato
escocés, caballeros, que mi tío solía decir que cuando lo veía en la mesa se le asemejaba
mucho a un estómago de Cupido—, y aparte otras muchas cosas cuyos nombres he
olvidado, pero que no obstante eran cosas muy buenas. Las muchachitas eran hermosas
y agradables; la esposa del alguacil era una de las mejores personas que hayan vivido
nunca, y mi tío estaba de un humor excelente. La consecuencia de ello fue que las
jóvenes damas rieron entre dientes y sofocaron risitas, y que la dama mayor se rió
estruendosamente, y el alguacil y los otros tipos rugieron hasta que se les puso el rostro
colorado y aquello empezaba a resultar peligroso. No puedo recordar exactamente
cuántos vasos de ponche de whisky se bebió cada uno después de la cena, pero lo que sí
sé es que hacia la una de la mañana el hijo mayor del alguacil perdió el sentido cuando
iba a iniciar el primer verso de una poesía popular, y como desde hacía una hora era el
único otro hombre al que podía vérsele por encima de la mesa de caoba, a mi tío se le
ocurrió que casi había llegado el momento de pensar en, irse, puesto que habían
comenzado a beber a las siete de la tarde, para poder regresar a casa a una hora decente.
Pero pensando que no sería muy cortés irse en ese momento, se levantó de la silla,
mezcló otro vaso, lo alzó a su propia salud, dirigiéndose a sí mismo un discurso limpio y
lleno de cumplidos, y se le bebió con gran entusiasmo. Como todavía nadie despertaba,
mi tío se sirvió un poco más, pero esta vez sin agua, no fuera que el ponche le sentara
mal, y llevándose violentamente las manos al sombrero, se lanzó a la calle.
Cuando mi tío cerró la puerta del alguacil hacía una noche ventosa, y sujetándose
firmemente el sombrero sobre la cabeza, para impedir que el viento se lo llevara, se
metió las manos en los bolsillos, miró hacia arriba y analizó brevemente el estado del
tiempo. Las nubes pasaban por encima de la luna a la máxima velocidad: en algunos
momentos la oscurecían totalmente, en otros permitían que brillara en todo su
esplendor y arrojara su luz sobre todos los objetos de alrededor; después volvían a
colocarse sobre ella, con mayor velocidad aún, y lo envolvían todo en la oscuridad.
—Realmente esto no va—dijo mi tío dirigiéndose al tiempo, como si se sintiera
personalmente ofendido—. Esto no es en absoluto el tipo ideal de clima para mi viaje.
No lo haré, a ningún precio —dijo mi tío en tono impresionante.
Y tras repetir aquello varias veces, recuperó el equilibrio con cierta dificultad —
pues estaba bastante mareado por haber mirado hacia el cielo tanto tiempo— y
comenzó a caminar alegremente.
La casa del alguacil estaba en Canongate, y mi tío se dirigía hacia el otro extremo
de Leith Walk, un recorrido de algo más de dos kilómetros. A ambos lados de él, como
lanzadas contra el cielo oscuro, había unas casas altas, esparcidas y delgadas, con las
fachadas manchadas por el tiempo, y unas ventanas que parecían haber compartido el
destino de los
ojos de los mortales y haberse oscurecido y hundido con la edad. Las casas tenían
seis, siete y ocho pisos de altura; se apilaba un piso sobre el otro como los que hacen
los niños con cartas de juego, lanzando sus sombras oscuras sobre la calle
desaliñadamente pavimentada y volviendo más oscura la oscuridad de la noche. Había
algunas lámparas de aceite, muy lejos unas de otras, pero sólo servían para indicar la
entrada sucia a algún estrecho callejón o para señalar dónde una escalera comunicaba,
mediante revueltas empinadas e intrincadas, con las casas de arriba. Mirando todas
aquellas cosas con la actitud de un hombre que las ha visto a menudo antes, por lo que
no podía considerarlas ahora dignas de fijar en ellas la atención, mi tío subió por mitad
de la calle con un pulgar metido en cada uno de los bolsillos del chaleco permitiéndose
de vez en cuando variadas estrofas cantadas con tan buen espíritu y voluntad que las
gentes honestas y tranquilas se sobresaltaban y despertaban de su primer sueño y se
quedaban temblando en la cama hasta que el sonido desaparecía en la distancia; una
vez convencidas de que se trataba sólo de algún borracho inútil que trataba de
encontrar el camino de regreso a su casa, volvían a taparse para estar calientes y se
dormían otra vez.
Describo en —particular, caballeros, la forma en que mi tío subía por mitad de la
calle con los pulgares metidos en los bolsillos del chaleco, porque como él solía decir
(y con buenas razones para ello), no hay en absoluto nada extraordinario en esta
historia, a menos que entiendan claramente desde el principio que no estaba dando en
absoluto un paseo maravilloso o romántico.
Caballeros, mi tío caminaba con los pulgares metidos en los bolsillos del chaleco,
tomando para sí la mitad de la calle, cantando ahora un verso de un poema de amor,
luego un verso de uno etílico, y silbando melodiosamente cuando se había cansado de
ambos, hasta que llegó a North Bridge, que pone en contacto las ciudades antigua y
nueva de Edimburgo. Se detuvo allí un minuto para examinar los extraños e irregulares
grupos de luces apilados unos encima de otros y que parpadeaban a tanta altura que
parecían estrellas, brillando desde los muros del castillo por un lado y del Calton Hill
por el otro, como si estuvieran iluminando castillos en el aire, mientras la antigua y
pintoresca ciudad dormía pesadamente entre la oscuridad de abajo: su palacio y capilla
de Holyrood, guardada día y noche, tal como solía decir un amigo de mi tío, por la
antigua sede de Arturo que se elevaba oscura e insolente, como un genio ceñudo, sobre
la antigua ciudad que durante tanto tiempo había vigilado. Digo, caballeros, que mi tío
se detuvo allí un minuto para mirar a su alrededor; y luego, haciéndole un cumplido al
clima, que tan poco había mejorado, mientras que la luna se estaba hundiendo, empezó
a caminar de nuevo con tanta gallardía como antes, ocupando la mitad de la calle con
gran dignidad, y con el aspecto de que estaría encantado de encontrarse con alguien
que quisiera disputarle esa posesión. Pero sucedió que no hubo nadie dispuesto a
disputársela, y así siguió adelante con los pulgares en los bolsillos del chaleco, como
un apacible ser.
Cuando mi tío llegó al extremo de Leith Walk, tenía que cruzar un descampado
bastante grande que le separaba de una calle corta por la que debió bajar para llegar a
su alojamiento. Ahora bien, sucede que en ese descampado había en aquel tiempo un
cercado perteneciente a algún carretero que tenía contratada con Correos la compra de
los coches—correo desgastados por el tiempo; y a mi tío, que le encantaron los coches
de mayor, de joven y de mediana edad, se le metió inmediatamente en la cabeza e
salirse de su camino sin otro fin que el de escudriñas esos coches tras el cercado, y
recordaba haber viste más o menos una docena de ellos amontonados en el interior en
un estado de gran abandono y olvido Mi tío, caballeros, era una persona de lo más
entusiasta y simpática; por eso, al darse cuenta de que no podía tener una buena
visibilidad entre las estacas saltó por encima de ellas, se sentó tranquilamente sobre un
eje de rueda y empezó a contemplar los coches de correos con mucha gravedad.
Debía de haber una docena de ellos, o quizá más —mi tío no estuvo nunca seguro
sobre este punto, dado que era un hombre de escrupulosa veracidad con respecto a los
números, no le gustaba confesar lo—, pero allí estaban, todos amontonados en la
condición más desolada que quepa imaginar. La, puertas habían sido arrancadas de los
goznes y quitadas; les habían arrancado los forros; sólo algún clavo oxidado mantenía,
aquí y allá, un jirón colgante; la lámparas no estaban, las varas hacía tiempo que habían
desaparecido, el forjado estaba oxidado y la pintura se había caído; el viento silbaba
entre las grietas de la estructura de madera, y la lluvia, que había quedado recogida en
los techos, caía gota a gota en los interiores con un sonido hueco y melancólico. Eran los
esqueletos en decadencia de los coches abandonados, y en ese lugar solitario, a esa hora
de la noche, parecían fríos y lúgubres.
Mi tío descansó la cabeza sobre las manos y pensó en las personas atareadas y
bulliciosas que años antes habrían traqueteado en los viejos coches, que ahora estaban
cambiados y silenciosos; pensó en todas aquellas personas á las que uno de aquellos
locos y desmoronados vehículos había llevado, noche tras noche, durante muchos años y
con todo tipo de condiciones climáticas, la correspondencia ansiosamente esperada, el
giro tan necesario, la promesa de salud y seguridad, el anuncio repentino de enfermedad
y muerte. El comerciante, el amante, la esposa, la viuda, la madre, el escolar e incluso el
niño que tambaleándose se había acercado a la puerta a la llamada del cartero... cómo
habían esperado todos la llegada del viejo coche. ¡Y dónde estarían todos ahora!
Caballeros, mi tío solía decir que pensó todo esto en aquel momento, pero yo
sospecho más bien que lo sacó después de algún libro, pues afirmaba con claridad que
cayó en una especie de siesta mientras estaba sentado sobre el viejo eje de ruedas
mirando los coches de correos en decadencia, hasta que de pronto le despertaron unas
campanadas de iglesia que daban las dos. Ahora bien, mi tío no fue nunca muy rápido en
el pensamiento, y si había pensado todas estas cosas estoy seguro de que habría
necesitado para ello, por lo menos, hasta mucho más allá de pasadas las dos y media.
Por tanto, soy decididamente de la opinión, caballeros, de que mi tío cayó en una especie
de adormecimiento sin haber pensado nada en absoluto.
Sea como sea, las campanas de una iglesia dieron las dos. Mi tío despertó, se frotó
los ojos y se sobresaltó asombrado.
Un instante después de que el reloj diera las dos, todo aquel lugar tranquilo y
desértico se había convertido en el escenario de la vida y la animación más
extraordinarias. Las puertas de los coches estaban sobre sus goznes, los forros en su
sitio, el forjado era tan bueno como nuevo, la pintura había sido restaurada, las lámparas
encendidas, en cada pescante había cojines y grandes mantas, los mozos colocaban
paquetes en todos los maleteros, los guardas amontonaban las bolsas de las cartas, los
palafreneros arrojaban cubos de agua sobre las ruedas renovadas; muchos hombres se
apresuraban por la zona poniendo varas en cada coche; llegaron los pasajeros, se
entregaron las maletas, se colocaron los caballos; en suma, resultaba absolutamente
evidente que iban a salir de inmediato todos los coches que allí había. Caballeros, mi tío
abrió los ojos tanto ante todo aquello que hasta el último momento de su vida se
asombró de que hubiera sido capaz de volverlos a cerrar otra vez.
—¡Vamos! —gritó una voz mientras mi tío sentía una mano en su hombro—. Ha
comprado usted billete de interior. Será mejor que entre.
—¿ Yo lo he comprado? —preguntó mi tío dándose la vuelta.
—Sí, claro.
Mi tío, caballeros, no era capaz de decir nada; tan asombrado estaba. Lo más
extraño de todo era que aunque hubiese tal multitud de personas, y aunque estuvieran
apareciendo nuevos rostros a cada momento, no podía saberse de dónde venían.
Parecían brotar de alguna extraña manera del mismo suelo, o del aire, para desaparecer
del mismo modo. Cuando un mozo metió su equipaje en el coche y recibió la propina,
se dio la vuelta y desapareció; y antes de que mi tío hubiera empezado a preguntarse
qué había sucedido con él, aparecieron media docena más tambaleándose bajo el peso
de unos paquetes que parecían lo bastante grandes como para aplastarlos. ¡Los
pasajeros iban vestidos todos de manera muy extraña! Grandes capas abrochadas de
falda ancha, de puños enormes y sin cuellos; y pelucas, caballeros... grandes y serias
pelucas con un lazo atrás. Mi tío no podía sacar nada en limpio de todo aquello.
—¿ Va usted a entrar ya? —dijo la misma persona que se había dirigido antes a
mi tío.
Iba vestido como un escolta de correos, con peluca y capa de puños enormes, un
farol en una mano y en la otra un trabuco enorme que en ese momento iba a guardar en
un pequeño cofre.
—¿ Va a entrar ya, Jack Martin? —dijo el escolta sosteniendo el farol a la altura
del rostro de mi tío. —¡Oiga! —exclamó mi tío retrocediendo uno o dos pasos—. ¡Eso
es demasiada familiaridad!
—Así lo pone en el billete —contestó el escolta. —¿Y no lleva un «señor»
delante? —preguntó mi tío. Pues pensó, caballeros, que el hecho de que un escolta al
que no conocía le llamara Jack Martin era una libertad que Correos no habría permitido
de haberla conocido.
—No, no lo lleva —contestó fríamente el escolta. —¿Está pagado el billete? —
preguntó mi tío. —Claro que sí —contestó el otro.
—¿Lo está, sí lo está? ¡Pues vayamos allí entonces! ¿Qué coche es?
—Éste —contestó el escolta señalando a un coche que unía Londres con
Edimburgo, pasado de moda, que tenía los escalones bajados y la puerta abierta—. ¡Un
momento! Hay otros pasajeros. Déjeles entrar primero.
Mientras el escolta hablaba, apareció inmediatamente, delante de mi tío, un
caballero joven de peluca empolvada y una capa color azul celeste adornada con plata,
de faldones llenos y anchos, y forrada de bocací. En el lino del chaleco y el calicó
estaba impreso Tiggin y Welps, caballeros, por lo que mi tío reconoció de inmediato
los materiales. Llevaba pantalones hasta la rodilla, y una especie de polainas sobre las
medias de seda, y zapatos con hebillas; volantes en las muñecas, sombrero de tres
picos en la cabeza y una espada larga y afilada al costado. Las solapas del chaleco le
llegaban hasta la mitad de los muslos, y el extremo de la corbata hasta la cintura.
Caminó con paso grave hasta la puerta del coche, se quitó el sombrero y lo sostuvo por
encima de la cabeza con el brazo extendido: al mismo tiempo sostenía levantado el
dedo meñique como hacen algunas personas afectadas cuando toman una taza de té.
Luego juntó los pies, hizo una grave reverencia y extendió la mano izquierda. Mi tío
iba a adelantarse para estrechársela cordialmente cuando se dio cuenta de que aquellas
atenciones no se las dirigía a él, sino a una joven dama que en ese momento apareció al
pie de los escalones, ataviada con un anticuado vestido de terciopelo verde de cintura
larga y peto. No llevaba sombrero en la cabeza, caballeros, que ocultaba con una
capucha de seda negra, y miró a su alrededor un instante cuando se disponía a entrar en
el coche, revelando un rostro tan hermoso como mi tío no había visto nunca, ni
siquiera en un cuadro. Subió al coche levantándose el vestido con una mano; y tal
como decía siempre mi tío acompañándolo de un juramento rotundo, cuando contaba
esta historia, no habría creído posible que existieran piernas y pies de tal perfección a
menos que los hubiera visto con sus propios ojos.
Pero en ese vislumbre del hermoso rostro mi tío vio que la joven dama le lanzaba
una mirada implorante, y que parecía aterrada y entristecida. Observó también que el
joven de la peluca empolvada, a pesar de sus muestras de galantería, que eran
grandiosas y muy finas, la sujetó con fuerza por la muñeca cuando ella subió, y se
metió inmediatamente detrás. Un tipo de un mal aspecto poco común, de peluca
castaña y traje de color ciruela, que llevaba una espada muy grande y botas hasta las
caderas, se incluía en el grupo. Y cuando se sentó junto a la joven dama, que estaba
encogida en una esquina al acercarse el otro, mi tío vio confirmada su impresión
original de que iba a suceder algo oscuro y misterioso; o tal como decía siempre para sí
mismo, que «había algún tornillo suelto en algu na parte». Es sorprendente con qué
rapidez había decidido mi tío ayudar a la dama ante cualquier peligro, si ésta
necesitaba su ayuda.
—¡Muerte y rayos! —exclamó el joven caballero llevando la mano a la espada
cuando mi tío entró en el coche.
—¡Sangre y truenos! —rugió el otro caballero. Diciendo esto, sacó la espada y
lanzó una estocada a mi tío sin más ceremonias. Mi tío no tenía ningún arma, pero con
gran destreza le quitó de la cabeza el sombrero de tres picos al caballero de mal
aspecto, y recibiendo la punta de la espada de éste con el centro del sombrero, apretó
los lados y la mantuvo sujeta.
—¡Hiérele por detrás! —gritó el caballero de mal aspecto a su compañero
mientras se esforzaba por recuperar la espada.
—Será mejor que no lo haga —gritó mi tío enseñando el tacón de uno de sus
zapatos de modo amenazador—. Le sacaré el cerebro a patadas si tiene alguno, y si no
tiene le fracturaré el cráneo.
Poniendo en ejercicio en ese momento toda su fuerza, mi tío quitó la espada al
caballero de mal aspecto y la tiró limpiamente por la ventana del coche, ante lo cual el
caballero más joven volvió a vociferar su grito de «¡Muerte y rayos!» y se llevó la mano
a la empuñadura de la espada, con actitud feroz, pero sin sacarla. Quizá, caballeros, tal
como solía decir mi tío con una sonrisa, quizá tenía miedo de alarmar a la dama.
—Vamos, caballeros —dijo mi tío sentándose con actitud decidida—. No quiero
que haya muerte alguna, con o sin rayos, en presencia de una dama, y hemos tenido ya
suficiente sangre y truenos para un viaje; así que, si están de acuerdo, nos sentaremos en
nuestros sitios bien tranquilos. Escolta, por favor, recoja el cuchillo de tallar del
caballero.
Nada más decir mi tío esas palabras apareció el escolta ante la ventanilla del coche
llevando en la mano la espada del caballero. Sostuvo en alto el farol y miró fijamente el
rostro de mi tío al entregárselo: con su luz mi tío vio con gran sorpresa que una multitud
inmensa de escoltas de coches de correos se arremolinaba alrededor de la ventana, y que
cada uno de ellos tenía la mirada fija en él. Nunca, desde que nació, había visto un mar
tan grande de rostros blancos, cuerpos rojos y ojos fijos.
«Esto es lo más extraño que me ha pasado nunca», pensó mi tío.
—Permítame que le devuelva el sombrero, señor —dijo mi tío.
El caballero de mal aspecto recibió en silencio el
sombrero de tres picos, miró el agujero que tenía en el centro con actitud
inquisitiva, y finalmente se lo colocó encima de la peluca con una solemnidad cuyo
efecto quedó un poco dañado porque en ese mismo momento estornudó violentamente y
con la sacudida volvió a destocarse.
—¡Todo en orden! —gritó el escolta del farol subiéndose al pequeño asiento de la
parte posterior del coche.
Partieron. Mi tío se quedó mirando por la ventanilla del coche hacia fuera mientras
salían del descampado y observó que otros coches con cocheros, escoltas, caballos y
pasajeros, daban vueltas y vueltas en círculos a un trote lento de unos ocho kilómetros
por hora. Mi tío, caballeros, ardía de indignación. Como hombre dedicado al comercio,
pensaba que no se podía jugar con las bolsas del correo, y decidió escribir un memorial
sobre el tema a la Oficina de Correos en el instante mismo en que llegara a Londres.
Sin embargo, en ese momento sus pensamientos se ocupaban de la joven dama
sentada en la esquina más alejada del coche, con el rostro bien oculto bajo la capucha; el
caballero de la capa azul celeste se sentaba frente a ella; el del traje color ciruela a su
lado; y ambos la vigilaban estrechamente. Si ella hacía crujir demasiado los pliegues de
la capucha, mi tío podía oír que el hombre de mal aspecto se llevaba la mano a la
espada, y podía saber por la respiración del otro (estaba tan oscuro que no podía verle el
rostro) que parecía que fuera a devorarla de un bocado. Aquella intrigó más y más a mi
tío hasta que decidió que, pasara lo que pasara, llegaría hasta el final. Sentía una gran
admiración por los ojos brillantes, los rostros dulces y las piernas y los pies hermosos;
en resumen, le encantaba todo lo del otro sexo. Eso va con nuestra familia, caballeros,
y lo mismo me sucede a mí.
Fueron muchas las tretas que puso en práctica mi tío para atraer la atención de la
dama, o al menos para introducir en conversación a los misteriosos caballeros. Pero
todo en vano; los caballeros no hablaban y la dama no miraba. A intervalos sacaba la
cabeza por la ventanilla del coche y vociferaba que por qué no iban más deprisa. Pero
gritó hasta quedarse ronco; nadie le prestaba la menor atención. Se arrellanó en el
coche y pensó en las hermosas piernas, pies y rostro que tenía delante. Eso resultó
mejor; le ayudaba a pasar el rato y le impedía preguntarse adónde iba y cómo era que
se encontraba en una situación tan extraña. De todos modos, no es que aquello le
preocupara mucho: mi tío, caballeros, era de esas personas totalmente libres y
sencillas, vagabundas, a las que nada les importa. De pronto, el coche se detuvo.
—¡Vaya! —exclamó mi tío—. ¿Qué demonios pasa ahora?
—Baje aquí —dijo el escolta poniendo los escalones. —¿Aquí? —gritó mi tío.
—Aquí —replicó el escolta.
—No haré nada semejante—dijo mi tío.
—Muy bien, entonces quédese donde está —dijo el escolta.
—Así lo haré—dijo mi tío.
—Muy bien —contestó el escolta.
Los demás pasajeros habían prestado gran atención a este coloquio y, viendo que
mi tío estaba decidido a no bajarse, el hombre más joven pasó junto a él, rozándole,
para ayudar a descender a la dama. En ese momento, el hombre de mal aspecto
inspeccionaba el agujero que tenía en la parte superior de su tricornio. Cuando la joven dama le rozó al pasar, dejó caer uno de los guantes en la mano de mi tío y con los
labios le susurró suavemente, tan cerca de su cara que sintió en la nariz el cálido
aliento de la joven, una sola palabra: «¡Socorro!» Caballeros, mi tío saltó del coche de
inmediato y con tal violencia que volvió a golpearse en los muelles.
—¡Ah! Lo ha pensado mejor, ¿no es así? —preguntó el escolta al ver a mi tío de
pie en el suelo.
Mi tío le miró unos segundos, dudando si no sería lo mejor arrancarle el arcabuz,
dispararlo en la cara del hombre que llevaba la espada grande, golpear con la culata en
la cabeza a los demás, coger a la joven dama y salir pitando. Sin embargo, lo pensó
mejor y abandonó el plan, pues su ejecución le pareció excesivamente melodramática,
y siguió a los dos hombres misteriosos, quienes llevando a la dama en medio entraban
ahora en una casa antigua delante de la cual se había detenido el coche. Se metieron
por el pasillo y mi tío les siguió.
De todos los lugares ruinosos y desolados que había contemplado mi tío, aquél era
el que más. Daba la impresión de haber sido en otro tiempo una amplia casa de
entretenimiento, pero el techo se había caído en muchos lugares y las empinadas
escaleras estaban desgastadas y rotas. En la habitación en la que entraron había una
chimenea enorme ennegrecida por el humo, pero sin que hubieran encendido fuego
alguno. Todavía el polvo blanquecino de la leña quemada se esparcía sobre el hogar,
pero estaba frío y todo se encontraba oscuro y lúgubre.
—Bueno —dijo mi tío mirando a su alrededor—, me parece que un coche que viaja
a doce kilómetros por hora y se detiene un tiempo indefinido en un agujero como éste
constituye un proceder bastante irregular. Haré que se sepa esto. Escribiré a los
periódicos.
Mi tío lo dijo en voz bastante alta y de una manera abierta y sin reservas con el
objetivo de tratar de iniciar una conversación con los dos desconocidos. Pero ninguno de
ellos se fijó en él más que lo necesario para susurrarse algo el uno al otro y mirarle
aviesamente al hacerlo. La dama estaba en el otro extremo de la habitación y en una
ocasión se aventuró a hacerle una seña con la mano, como pidiéndole ayuda a mi tío.
Finalmente los dos desconocidos avanzaron un poco y se inició la conversación.
—Imagino, amigo, que no sabe usted que esto es una habitación privada —dijo el
caballero vestido de azul celeste.
—No, amigo, lo ignoro —contestó mi tío—. Pero si esto es un salón privado
preparado especialmente para la ocasión, imagino que el salón público debe ser
verdaderamente cómodo.
Mientras decía lo anterior, mi tío tomó con los ojos unas medidas tan exactas del
caballero que Tiggin y Welps podrían haberle proporcionado calicó impreso para un
traje sin que sobrara ni faltara un centímetro, basándose sólo en aquella estimación.
—Salga de esta habitación —dijeron al unísono los dos hombres llevándose las
manos a las espadas. —¿Cómo? —preguntó mi tío, que no parecía entender el
significado de aquello.
—Abandone la habitación o es hombre muerte —dijo el tipo de mal aspecto y
espada grande al tiempo que la sacaba y la blandía en el aire.
—¡A por él! —gritó el caballero de azul celeste sacando también la espada y
retrocediendo dos o tres metros—. ¡A por él!
La dama lanzó un fuerte grito.
Ahora bien, mi tío fue famoso siempre por si gran audacia y presencia de ánimo.
Aunque todo e tiempo había parecido tan indiferente a lo que estaba sucediendo, en
realidad estaba buscando astuta mente algún objeto arrojadizo o arma defensiva, y en el
instante mismo en el que se sacaron las espadas él veía en una esquina de la chimenea
un viejo estoque de empuñadura de cestería y vaina oxidada. De un solo salto mi tío lo
tuvo en la mano, lo sacó, lo blandió galantemente por encima de su cabeza, dijo en voz
alta a la dama que se mantuviera apartada lanzó la silla al hombre de azul celeste y el
estoque: del traje color ciruelo, y aprovechándose de la confusión cayó sobre ellos
atropellándolos.
Caballeros, hay una antigua historia referente un joven y apuesto caballero irlandés
—que no es peor por ser cierta—, al que cuando le preguntaron si podía tocar el violín
contestó que sin duda podía, pero que no podía decirlo con seguridad porque nunca lo
había intentado. Pues esa historia no deja de aplicarse a mi tío y su arte para la esgrima.
Nunca antes había tenido una espada en la mano, salvo en una ocasión en la que
interpretó a Ricardo III en un teatro privado: y en esa ocasión se había llegado a un
arreglo con Richmond para que saliera corriendo, desde atrás, sin plantear pelea alguna.
Y ahora estaba allí, combatiendo y acuchillando a dos expertos espadistas: arremetiendo
y defendiendo, aguijoneando y tajando, comportándose de la manera más varonil y
diestra posible aunque hasta ese momento no se había dado cuenta de que tuviera la
menor idea de esa ciencia. Esto sólo demuestra lo auténtico que es el viejo refrán que
dice, caballeros, que un hombre no sabe nunca lo que puede hacer hasta que lo intenta.
El ruido del combate fue terrible; cada uno de los tres combatientes juraba como un
carretero, y las espadas entrechocaban con tanto ruido como si estuvieran resonando al
mismo tiempo todos los cuchillos y aceros del mercado de Newport. Cuando la lucha
estaba en su momento culminante, la dama (posiblemente para estimular a mi tío) se
quitó totalmente el capuchón del rostro dejando al descubierto un semblante de belleza
tan sorprendente que habría combatido contra cincuenta hombres para obtener una
sonrisa de ella y después morir. Hasta ese momento había hecho maravillas, pero desde
entonces comenzó a pulverizarlos como s fuera un gigante loco y delirante.
En ese momento el caballero de azul celeste se dio la vuelta, y viendo a la joven
dama con el rostro des cubierto lanzó una exclamación de rabia y celos, volvió el arma
contra el hermoso pecho de la joven, apuntó a su corazón, haciendo que mi tío lanzara
un grito de aprensión que resonó en todo el edificio.
La dama se apartó con paso ligero, y quitándole de la mano la espada al joven,
antes de que éste hubiera recuperado el equilibrio, lo lanzó contra la pared y después le
atravesó con la espada, lo mismo que al entablado, hasta la empuñadura misma,
dejándole allí clavado y fijo. Fue un ejemplo espléndido. Mi tío, con un poderoso grito
de triunfo y una fuerza irresistible obligó a su adversario a retirarse en la misma
dirección y clavó el viejo espadín en centro mismo de una enorme flor roja perteneciente
al dibujo de su chaleco, dejándole clavado junto su amigo; y allí quedaron los dos
caballeros, me viendo los brazos y las piernas en agonía como las figuras de los
escaparates de juguetes que se mueve con un trozo de bramante. Después mi tío dijo
siempre que ése era uno de los medios más seguro que conocía para deshacerse de un
enemigo; pero cabía una objeción por razón de los gastos, por cuanto implicaba la
pérdida de una espada por cada hombre incapacitado.
—¡El coche, el coche! —gritó la dama corriendo hasta donde estaba mi tío y
rodeándole el cuello con sus hermosos brazos—. Todavía podemos escapa
—¿Podemos? —gritó mi tío—. Bien, querida mía, ¿no habrá nadie más a quien
matar, no?
Mi tío se sintió bastante decepcionado, caballeros, pues pensó que un rato
tranquilo de amores resultaría agradable tras la carnicería, aunque sólo fuera para
cambiar de tema.
—No tenemos un instante que perder aquí —dijo la joven dama—. Él (y señaló al
joven caballero de azul celeste) es el hijo único del poderoso marqués de Filletoville.
—Pues entonces, querida mía, me temo que no llegará nunca a heredar el título —
dijo mi tío mirando fríamente al joven caballero clavado en la pared, como si fuera un
escarabajo—. Ya se han cortado los vínculos, amor mío.
—He sido apartada de mi hogar y mis amigos por estos villanos —dijo la joven
dama cuyos rasgos brillaban por la indignación—. En una hora más ese perverso se
habría casado conmigo mediante violencia.
—¡Que el diablo confunda su desvergüenza! —exclamó mi tío lanzando una
mirada de desprecio al moribundo heredero de Filletoville.
—Como podrá deducir de lo que ha visto —intervino la joven dama—, el grupo
estaba dispuesto a asesinarme si apelaba a cualquiera pidiendo ayuda. Si sus cómplices
nos encuentran aquí, estamos perdidos. ¡Dentro de dos minutos puede ser demasiado
tarde! ¡Al coche!
Con aquellas palabras enfatizadas por sus sentimientos, y el esfuerzo de haber
clavado al joven marqués de Filletoville, la dama, fatigada, se dejó caer en brazos de
mi tío. Éste la cogió y la llevó hasta la puerta de la casa. Allí estaba el coche con
cuatro caballos negros de cola y crines largas ya enjaezados, pero no había cochero, ni
escolta, ni palafrenero a h cabeza de los caballos.
Espero, caballeros, no ser injusto con la memoria de mi tío si expreso la opinión
de que aunque era soltero ya había tenido antes a algunas damas; en sus brazos; en
realidad creo que acostumbraba besar con frecuencia a las camareras, y sé que en uno o
dos casos había sido visto por algún testigo de confianza abrazar a la propietaria de una
taberna de manera bien perceptible. Menciono esta circunstancia para demostrar que el
hecho de que la joven y hermosa dama fuera una persona a la cual poco podía estar
habituado debió afectar a mi tío éste solía decir que cuando los largos cabellos oscuros
de la dama cayeron sobre su brazo, y sus hermosos ojos oscuros se fijaron en su rostro
al recuperarse, él se sintió tan extraño y nervioso que le temblaron las piernas. Pero
¿quién puede contemplar el más dulce par de ojos oscuros sin sentirse raro? Yo no,
caballeros. Me da miedo contempla algunos ojos que me sé, y ésa es la verdad.
—No me abandone nunca —murmuró la joven dama.
Jamás —contestó mi tío con toda la intención de cumplirlo.
—¡Mi querido salvador! —exclamó la joven dama—. ¡Mi querido, amable y
valiente salvador!
—No siga—dijo mi tío interrumpiéndola. —¿Por qué? —preguntó ella.
—Porque su boca es tan hermosa cuando habla que me temo que cometeré la
imprudencia de besarla—replicó mi tío.
La joven dama levantó la mano como para impedir que mi tío lo hiciera y dijo...
no, no dijo nada, sonrió.
Cuando uno está contemplando los labios más deliciosos del mundo, y los ve
abrirse en una sonrisa pícara, si uno está muy cerca de ellos, y no hay nadie
más, no hay mejor manera de testificar la admiración propia hacia su hermoso
color y forma que besándolos enseguida. Así lo hizo mi tío, y yo le honro por ello.
—¡Escuche! —gritó la joven dama sobresaltándose—. ¡Se oyen ruedas y
caballos!
—Cierto —dijo mi tío prestando atención. Tenía buen oído para las ruedas y el
ruido de los cascos, pero daba la impresión de que venían desde lejos tantos caballos y
carruajes que era imposible conjeturar su número. El sonido era semejante al que
producirían cincuenta tiros formados por seis purasangres cada uno.
—¡Nos persiguen! —gritó la joven agarrándose las manos—. Nos persiguen.
¡Usted es mi única esperanza!
Había tal expresión de terror en su hermoso rostro que mi tío se decidió
enseguida. La subió al coche, le dijo que no se asustara, volvió a unir los labios a los
de ella y después, aconsejándole que subiera la ventanilla para que no entrara el aire
frío subió al pescante.
—Un momento, mi amor—gritó la joven. —¿Qué sucede? —preguntó mi tío
desde el pescante.
—Quiero hablarle, sólo una palabra. Sólo una querido mío.
—¿Me bajo? —preguntó mi tío. La dama no respondió, pero volvió a sonreír.
¡Qué sonrisa, caballeros! Convirtió al otro en nada. Mi tío bajó del pescante en un
santiamén.
—¿Qué ocurre, querida? —preguntó mi tío mirándola por la ventanilla del coche.
En ese momento la dama se inclinó hacia delante y mi tío pensó que parecía todavía
más hermosa que antes. En ese momento, caballeros, estaba muy cerca de ella, por l
que tenía que saberlo realmente.
—¿Qué sucede, querida? —volvió a preguntar mi tío.
—¿No amará nunca a otra, no se casará con ninguna otra? —preguntó la joven
dama.
Con un juramento solemne mi tío afirmó que nunca se casaría con ninguna otra y
entonces la joven dama metió la cabeza y subió la ventanilla. El tío se subió de un salto
al pescante, cuadró los codos, ajustó las riendas, cogió el látigo que estaba sobre el
techo, tocó con él al primero de los caballos allá que se fueron los cuatro caballos
negros de largas colas y largas crines a unas buenas quince millas inglesas por hora
arrastrando detrás el viejo coche de correos.
¡Vaya! ¡Cómo corrieron a toda velocidad!
El ruido de atrás se hizo más fuerte. Cuanto más rápido iba el viejo coche, más
rápido se acercaban los perseguidores: hombres, caballos y perros se habían unido en la
persecución. El ruido era terrible, pero por encima de él se oía la voz de la joven dama
que azuzaba a mi tío y gritaba:
—¡Más rápido! ¡Más rápido!
Los oscuros árboles pasaban a su lado como plumas arrastradas por un huracán.
Casas, puertas, iglesias, almiares y todo tipo de objetos pasaban junto a ellos con una
velocidad y ruido semejantes al de las aguas rugientes que de pronto quedan libres. Pero
el ruido de la persecución se iba haciendo más fuerte, y mi tío podía seguir escuchando a
la joven dama que gritaba desesperadamente:
—¡Más rápido! ¡Más rápido!
Mi tío utilizó con ahínco látigo y riendas, y los caballos volaron hacia delante hasta
que se cubrieron de espuma; y, sin embargo, atrás el ruido aumentaba, y la joven dama
seguía gritando:
—¡Más rápido! ¡Más rápido!
Mi tío dio una fuerte patada en el pescante, impulsado por la tensión del momento,
y... descubrió que la mañana era gris y estaba sentado en el descampado sobre el pescante
de un antiguo coche inglés, temblando por el frío y la humedad, y pateando el suelo para
calentarse los pies. Se bajó y buscó ansiosamente en el interior a la hermosa y joven
dama. ¡Pero ay! No había puerta ni asiento en el coche. Era una simple carcasa.
Evidentemente mi tío sabía muy bien que había algún misterio en aquello, y que
todo había pasad exactamente tal como solía relatarlo. Permaneció fiel al juramento que
había hecho a la hermosa joven dama, rechazando por ella a varias dueñas desposada
con las que hubiera podido casarse, y final mente murió soltero. Siempre dijo que era
curiosa, que hubiera descubierto él, por un simple accidente como el de cruzar la cerca,
que todas las noches acostumbraban a viajar con regularidad los fantasmas de coches de
correos y caballos, escoltas, cocheros y pasajeros. Solía añadir que creía ser la única
persona viva que había sido aceptada como pasajero en una de aquellas excursiones. Y
creo, caballeros, que tenía razón: al menos no he oído que le sucediera a nadie más.
[De The Pickwick Papers]
El barón de Grogzwig
El barón Von Koéldwethout, de Grogzwig, Alemania, era probablemente un joven
barón como cualquiera le gustaría ver uno. No es necesario q diga que vivía en un
castillo, porque es evidente; tampoco es necesario que diga que vivía en un castillo
antiguo, pues ¿qué barón alemán viviría en u: nuevo? Había muchas circunstancias
extrañas relacionadas con este venerable edificio, entre las cuales no era la menos
sorprendente y misteriosa el hecho de que cuando soplaba el viento, éste rugía en el
interior de las chimeneas, o incluso aullaba entre los árboles del bosque circundante, o
que cuando brillaba la luna ésta se abría camino por entre determinadas pequeñas
aberturas de los muros y llegaba a iluminar plenamente algunas zonas de los amplios
salones y galerías, dejando otras en una sombra tenebrosa. Tengo entendido que uno de
los antepasados del barón, que andaba escaso de dinero, le han clavado una daga a un
caballero que llegó una noche pidiendo servidumbre de paso, y se supone que tos hechos
milagrosos tuvieron lugar como consecuencia de aquello. Y, sin embargo, difícilmente
puedo saber cómo sucedió, pues el antepasado del barón, que era un hombre amable, se
sintió despues tan apenado por haber sido tan irreflexivo, y haber puesto sus manos
violentas sobre una cantidad de piedras y maderos pertenecientes a un barón más débil,
que construyó como excusa una capilla obteniendo un recibo del cielo como saldo a
cuenta.
El hecho de haber hablado del antepasado del barón me trae a la mente los
vehementes deseos de éste de que se respete su linaje. Temo no poder decir
con seguridad cuántos antepasados haya tenido el barón, pero sé que había tenido
muchísimos más que cualquier otro hombre de su época, y sólo deseo que haya vivido
hasta fechas recientes para haber podido dejar más en la tierra. Para los grandes hombres
de los siglos pasados debió ser muy duro haber llegado al mundo tan pronto, pues
lógicamente un hombre que nació hace trescientos o cuatrocientos años no puede
esperarse que tuviera antes que él tantos parientes como un hombre que haya nacido
ahora. Éste último, quienquiera que sea —y por lo que nosotros sabemos lo mismo
podría ser un zapatero remendón que un tipo bajo y vulgar—, tendrá un linaje más largo
que el mayor de los nobles vivo actualmente; y afirmo que esto no es justo.
¡Bueno, pero el barón Von Koëldwethout de Grogzwig! Era un hombre guapo y
atezado, de cabello oscuro y grandes mostachos que salía a cazar a caballo vestido con
paño verde de Lincoln, con botas rojas en los pies, con un cuerno de caza colgado del
hombro como el guarda de un campo muy amplio. Cuando soplaba su cuerno, otros
veinticuatro caballeros de rango inferior, vestidos con paño verde de Lincoln un poco
más basto, y botas de cuero bermejo de suelas un poco más gruesas, se presentaban
directamente; y galopaban todos juntos con lanzas en las manos como barandillas de un
área lacada, cazando jabalíes, o encontrándose quizá con un oso en cuyo último caso el
barón era el primero en matarlo, y después engrasaba con él sus bigotes.
Fue una vida alegre la del barón de Grogzwig, y más alegre todavía la de sus
partidarios, quienes bebían vino del Rin todas las noches hasta que caían bajo la mesa, y
entonces encontraban las botellas en el suelo y pedían pipas. Jamás hubo calaveras tan
festivos, fanfarrones, joviales y alegres como los que formaban la animada banda de
Grogzwig.
Pero los placeres de la mesa, o los placeres de debajo de la mesa, exigen un poco de
variedad; sobre todo si las mismas veinticinco personas se sienta] diariamente ante la
misma mesa para hablar de lo mismos temas y contar las mismas historias. El barón se
sintió aburrido y deseó excitación. Empezó disputar con sus caballeros, y todos los días,
después de la cena, intentaba patear a dos o tres de ellos. A principio aquello resultó un
cambio agradable, pero al cabo de una semana se volvió monótono, el barón se sintió
totalmente indispuesto y buscó, con desesperación, alguna diversión nueva.
Una noche, tras los entretenimientos del día e los que había ido más allá de Nimrod
o Gillingwi ter, y matado «otro hermoso oso», llevándolo después a casa en triunfo, el
barón Von KoéldwethOL se sentó desanimado a la cabeza de su mesa contemplando con
aspecto descontento el techo ahumado del salón. Trasegó enormes copas llenas de vino,
pero cuanto más bebía más fruncía el ceño. Los caballeros que habían sido honrados con
la peligrosa distinción de sentarse a su derecha y a su izquierda le imitaron de manera
milagrosa en el beber y se miraron ceñudamente el uno al otro.
—¡Lo haré! —gritó de pronto el barón golpeando la mesa con la mano derecha y
retorciéndose el mostacho con la izquierda—. ¡Preñaré a la dama de Grogzwig!
Los veinticuatro verdes de Lincoln se pusieron pálidos, a excepción de sus
veinticuatro narices, cuyo color permaneció inalterable.
—Me refiero a la dama de Grogzwig —repitió el barón mirando la mesa a su
alrededor.
—¡Por la dama de Grogzwig! —gritaron los verdes de Lincoln, y por sus
veinticuatro gargantas bajaron veinticuatro pintas imperiales de un vino del Rin tan viejo
y extraordinario que se lamieron sus cuarenta y ocho labios, y luego pestañearon.
—La hermosa hija del barón Von Swillenhausen —añadió KoMwethout,
condescendiendo a explicarse—. La pediremos en matrimonio a su padre en cuanto el
sol baje mañana. Si se niega a nuestra petición, le cortaremos la nariz.
Un murmullo ronco se elevó entre el grupo; todos los hombres tocaron primero la
empuñadura de su espada, y después la punta de su nariz, con espantoso significado.
¡Qué agradable resulta contemplar la piedad filial!
Si la hija del barón hubiera suplicado a un corazón preocupado, o hubiera caído a
los pies de su padre cubriéndolos de lágrimas saladas, o simplemente si se hubiera
desmayado y hubiera cumplimentado luego al anciano caballero con frenéticas
jaculatorias, la: posibilidades son cien contra una a que el castillo de Swillenhausen
habría sido echado por la ventana, c habrían echado por la ventana al barón y el castillo
habría sido demolido. Sin embargo, la damisela mantuvo su paz cuando un mensajero
madrugador llevó o la mañana siguiente la petición de Von Kodldwethout, y se retiró
modestamente a su cámara, desde cuya ventana observó la llegada del pretendiente y su
séquito. En cuanto estuvo segura de que el jinete de los grandes mostachos era el que se
le proponía como esposo, se precipitó a presencia de su padre y expresó estar dispuesta a
sacrificarse para asegurar la paz del anciano. El venerable barón cogió a su hija entre sus
brazos e hizo un guiño de alegría.
Aquel día hubo grandes fiestas en el castillo. Los veinticuatro verdes de Lincoln de
Von Koéldwethout intercambiaron votos de amistad eterna con los doce verdes de
Lincoln de Von Swillenhausen, y prometieron al viejo barón que beberían su vino «hasta
que todo se volviera azul», con lo que probablemente querían significar que hasta que
todos sus semblantes hubieran adquirido el mismo tono que sus narices. Cuando llegó el
momento de la despedida todos palmeaban las espaldas de todos los demás, y el barón
Von Koéldwethout y sus seguidores cabalgaron alegremente de regreso a casa.
Durante seis semanas mortales jabalíes y osos tuvieron vacaciones. Las casas de
Kodldwethout y Swillenhausen estaban unidas; las lanzas se aherrumbra ron, y el
cuerno de caza del barón contrajo ronquera por falta de soplidos.
Aquellos fueron momentos importantes para los veinticuatro, pero ¡ay!, sus días
elevados y triunfales estaban ya calzándose para disponerse a irse. —Querido mío —
dijo la baronesa. —Mi amor —le respondió el barón. —Esos hombres toscos y
ruidosos...
—¿Cuáles, señora? —preguntó el barón sorprendido.
Desde la ventana junto a la que estaban, la baronesa señaló el patio inferior en
donde, inconscientes de todo, los verdes de Lincoln estaban realizando copiosas
libaciones estimulantes como preparativo para salir a cazar uno o dos verracos.
—Son mi grupo de caza, señora —le informó el barón.
—Licéncialos, amor—murmuró la baronesa.
—¡Licenciarlos! —gritó el barón con asombro.
—Para complacerme, amor —contestó la baronesa.
—Para complacer al diablo, señora —respondió el barón.
Entonces la baronesa lanzó un gran grito y se desmayó a los pies del barón.
¿Qué podía hacer el barón? Llamó a la doncella de la señora y rugió pidiendo un
doctor; y luego, saliendo a la carrera al patio, pateó a los dos verdes de Lincoln que
más habituados estaban a ello, y maldiciendo a todos los demás, les pidió que se
marcharan... aunque no le importaba adónde. No sé la expresión alemana para ello,
pues si la conociera lo habría podido describir delicadamente.
No me corresponde a mí decir mediante qu¿ medios, o qué grados, algunas
esposas consiguen someter a sus esposos de la manera que lo hacen, aunque sí puedo
tener mi opinión personal sobre el tema, y pensar que ningún Miembro del Parlamento
debería estar casado, por cuanto que tres miembros casados de cada cuatro votarán de
acuerdo con la conciencia de su esposa (si la tienen), y no de acuerdo con la suya
propia. Lo único que necesito decir ahora es que la baronesa von Koéldwethout
adquirió de una u otra manera un gran control sobre el barón von KoUldwethout, y que
poco a poco, trocito a trocito, día a día y año a año el barón obtenía la peor parte de
cualquier cuestión disputada, o era astutamente descabalgado de cualquier antigua
afición; y así, cuando se convirtió en un hombre grueso y robusto de unos cuarenta y
ocho años, no tenía ya fiestas, ni jolgorios, ni grupo de caza ni tampoco caza: en
resumen, no le quedaba nada que le gustara o que hubiera solido tener; y así, aunque
fue tan valiente como un león, y tan audaz como descarado, fue claramente
despreciado y reprimido por su propia dama en su propio castillo de Grogzwig.
Y no acaban aquí todos los infortunios del barón. Aproximadamente un año
después de sus nupcias vino al mundo un barón robusto y joven en cuyo honor se
dispararon muchos fuegos artificiales y se bebieron muchas docenas de barriles de
vicio; pero al año siguiente llegó una joven baronesa y cada año otro joven barón, y así
un año tras otro, o un barón o una baronesa (y un año los dos al mismo tiempo), hasta
que el barón se encontró siendo padre de una pequeña familia de doce. En cada uno de
esos aniversarios la venerable baronesa Von Swillenhausen se ponía muy nerviosa y
sensible por el bienestar de su hija la baronesa Von Koéldwethout, y aunque no se sabe
que la buena dama hiciera nunca nada real que contribuyera a la recuperación de su
hija, seguía considerando un deber ponerse tan nerviosa como fuera posible en el
castillo de Grogzwig, y dividir su tiempo entre observaciones morales sobre la forma
en que se llevaba la casa del barón y quejarse por el duro destino de su infeliz hija. Y si
el barón de Grogzwig, algo herido e irritado por esa conducta, cobraba valor y se
aventuraba a sugerir que su esposa al menos no estaba peor que las esposas de otros
barones, la baronesa Von Swillenhausen suplicaba a todas las personas que se dieran
cuenta de que nadie salvo ella simpatizaba con los sufrimientos de su hija; y con
aquello, sus parientes y amigos comentaban que con toda seguridad ella sufría mucho
más que su yerno, y que si existía algún animal vivo de corazón duro, ése era el barón
de Grogzwig.
El pobre barón lo soportó todo mientras pudo, y cuando no pudo soportarlo ya
más perdió el apetito y el ánimo, y se quedó sentado lleno de tristeza y aflicción. Pero
todavía le aguardaban problemas peores, y cuando le llegaron aumentó su melancolía y
su tristeza. Cambiaron los tiempos; se endeudó. Las arcas de Grogzwig, que la familia
Swillenhausen había considerado inagotables, se vaciaron; y precisamente cuando la
baronesa estaba a punto de sumar la decimotercera adición al linaje de la familia, Von
Koéldwethout descubrió que carecía de medios para reponerlas.
—No veo qué se puede hacer —dijo el barón—. Creo que me suicidaré.
Fue una idea brillante. El barón cogió un viejo cuchillo de caza de un armario que
tenía al lado, y tras afilarlo sobre la bota, le hizo a su garganta lo que los muchachos
llaman «una oferta».
—¡Bueno! —exclamó el barón al tiempo que detenía la mano—. Quizá no esté lo
bastante afilado.
El barón lo afiló de nuevo e hizo otro intento, pero detuvo su mano un fuerte
griterío que se produjo entre los jóvenes barones y baronesas, reunidos todos en un
salón infantil situado arriba de la torre con barras de hierro por el exterior de las
ventanas para impedir que se lanzaran al foso.
—Si hubiera sido soltero —dijo el barón suspirando—, podría haberlo hecho más
de cincuenta veces sin que me interrumpieran. ¡Vamos! Lleva una botella de vino y la
pipa más grande a la pequeña habitación abovedada que hay tras el salón.
Una de las criadas ejecutó de la manera más amable posible la orden del barón en
el curso de una media hora, y Von Koéldwethout, tras apreciar que así había sido
hecho, se dirigió a grandes zancadas hacia la habitación abovedada cuyas paredes, que
eran de una madera oscura y brillante, relucían al fuego de los leños ardientes apilados
en el hogar. La botella y la pipa estaban dispuestas y el lugar parecía en general muy
cómodo.
—Deja la lámpara—ordenó el barón.
—¿Alguna otra cosa, mi señor? —preguntó la criada. —Soledad —contestó el
barón. La criada obedeció y el barón cerró la puerta.
Fumaré una última pipa y luego pondré fin a todo —dijo el barón.
El señor de Grogzwig dejó el cuchillo sobre la mesa, hasta que lo necesitara, se
sirvió una buena medida de vino, se echó hacia atrás en la silla, estiró las piernas
delante del fuego y se desinfló.
Pensó en muchísimas cosas, en sus problemas de hoy y en los días pasados,
cuando era soltero, en los verdes de Lincoln, que desde hacía tiempo habían sido
dispersados por el país, sin que nadie supiera dónde estaban con la excepción de dos,
que desgraciadamente habían sido decapitados, y cuatro que se habían matado de tanto
beber. Su mente pensó en osos y verracos, cuando en el momento de beberse la copa
hasta el fondo alzó la mirada y vio por primera vez, con asombro ilimitado, que no
estaba solo.
No, no lo estaba; pues al otro lado del fuego se hallaba sentada con los brazos
cruzados una horrible y arrugada figura, de ojos profundamente hundidos e inyectados
en sangre, rostro cadavérico de inmensa longitud ensombrecido por unas grejas
enmarañadas y mal cortadas de cabellos negros recios. Vestía una especie de túnica de
color azulado desvaído que, como observó el barón contemplándola atentamente,
estaba ornamentada llevando por delante, a modo de cierres, asideros de ataúd.
También llevaba las piernas cubiertas por planchas de ataúd, a modo de armadura; y
sobre el hombro izquierdo llevaba un corto manto oscuro que parecía hecho con los
restos de un paño mortuorio. No prestaba atención al barón, pues miraba fijamente el
fuego.
—¡Hola! —exclamó el barón al tiempo que golpeaba el suelo con los pies para
llamar su atención. —¡Hola! —replicó el otro dirigiendo la mirada hacia el barón, pero
sólo los ojos, no el rostro—. ¿Qué pasa?
—¿Que qué pasa? —contestó el barón sin acobardarse en lo más mínimo por la
voz hueca y la mirada carente de brillo del otro—. Soy yo el que debería hacer esa
pregunta. ¿Cómo llegó hasta aquí?
—Por la puerta —contestó la figura. —¿Quién es? —preguntó el barón. —Un
hombre —contestó la figura. —No le creo —dijo el barón.
—Pues no lo crea—contestó la figura. —Eso es lo que haré —replicó el barón.
La figura se quedó mirando un tiempo al osado barón de Grogzwig, y luego, en
tono familiar dijo: —Ya veo que nadie le puede persuadir. ¡No soy un hombre!
—Entonces ¿qué es? —preguntó el barón. —Un genio —contestó la figura.
—Pues no se parece mucho a ninguno —contestó burlonamente el barón.
—Soy el genio de la desesperación y el suicidio. Ahora ya me conoce.
Tras decir esas palabras, la aparición se puso de cara al barón, como si se
preparara para una conversación; y lo más notable de todo fue que apartó el manto
hacia un lado, mostrando así una estaca que le recorría el centro del cuerpo. Se la sacó
con un movimiento brusco y la dejó sobre la mesa con el mismo cuidado que si se
tratara de un bastón de paseo.
—¿Está dispuesto ya para mí? —preguntó la figura fijando la mirada en el
cuchillo de caza.
—No del todo. Primero he de terminar esta pipa. —Entonces aligere —exclamó la
figura.
—Parece tener prisa—contestó el barón.
—Pues bien, sí, la tengo. Hay ahora muchos asuntos de los míos en Inglaterra y
Francia, y mi tiempo está ocupadísimo.
—¿Bebe? —preguntó el barón tocando la botella con la cazoleta de la pipa.
—Nueve veces de cada diez, y siempre con exageración —replicó secamente la
figura.
—¿Nunca con moderación?
—Jamás —contestó la figura con un estremecimiento—. Eso produce alegría.
El barón echó otra ojeada a su nuevo amigo, a quien consideró como un
parroquiano verdaderamente extraño, y finalmente le preguntó si tomaba parte activa
en acontecimientos como los que había, estado contemplando.
—No —contestó la figura en tono evasivo—. Pero estoy siempre presente.
—Para contemplar imparcialmente, supongo —dijo el barón.
—Exactamente —contestó la figura jugueteando con la estaca y examinando la
punta—. Dese toda la prisa que pueda, ¿quiere? Pues hay un joven caballero que ahora
me necesita porque le aflige el tener demasiado dinero y tiempo libre, o eso me parece.
—¿Va a suicidarse porque tiene demasiado dinero? —exclamó el barón,
realmente divertido—. ¡Ja, ja! Ésa sí que es buena.
(Aquella fue la primera vez que el barón se rió desde hacia mucho tiempo.)
—Le ruego que no vuelva a hacer eso —le reconvino la figura, que parecía muy
asustada.
—¿Y por qué no? —preguntó el barón.
—Porque me produce un gran dolor. Suspire todo lo que quiera: eso me hace
sentir bien.
Al escuchar la mención de la palabra, el barón suspiró mecánicamente; la figura,
animándose de nuevo, le entregó el cuchillo de caza con la cortesía más encantadora.
—Y, sin embargo, no es mala idea, un hombre que se suicida porque tiene
demasiado dinero —comentó el barón al tiempo que sentía el borde del arma.
—¡Bah! No mejor que la de un hombre que se suicida porque no tiene nada, o
tiene demasiado poco —contestó la aparición con petulancia.
No tengo manera de saber si el genio se comprometió sin intención alguna al decir
eso o si es que pensó que la mente del barón estaba ya tan decidida que no importaba
lo que dijera. Lo único que sé es que el barón detuvo al instante la mano, abrió bien los
ojos y miró como si en ellos hubiera entrado por primera vez una luz nueva.
—Bueno, la verdad es que no hay nada que sea lo bastante malo como para
quitarse de en medio por ello —dijo Von Koéldwethout.
—Salvo las arcas vacías —gritó el genio.
—Bien, pero un día pueden llenarse de nuevo —añadió el barón.
—Las esposas regañonas —le reconvino el genio. —¡Ah! Se las puede hacer
callar—contestó el barón. —Trece hijos —gritó el genio.
—Seguramente no todos saldrán malos —replicó el barón.
Evidentemente el genio se estaba enfadando bastante por el hecho de que de
pronto el barón sostuviera esas opiniones, pero intentó tomárselo a broma y dijo que se
sentiría muy agradecido hacia él si le permitía saber cuándo iba a dejar de tomárselo a
risa.
—Pero si no estoy bromeando, nunca estuve tan lejos de eso —protestó el barón.
—Bueno, me alegra oír eso —respondió el genio con aspecto ceñudo—. Porque
una broma que no sea un juego de palabras es la muerte para mí. ¡Vamos! ¡Abandone
enseguida este mundo terrible!
—No sé —dijo el barón jugueteando con el cuchillo—. Ciertamente que es
terrible, pero no cree que el suyo sea mucho mejor, pues no tiene aspecto de
encontrarse especialmente cómodo. Eso me recuerda que me sentía muy seguro de
obtener alga mejor si abandonaba este mundo... —de pronto lanzó un grito y se
incorporó—: nunca había pensado en esto.
—¡Concluya! —gritó la figura castañeteando los dientes.
—¡Fuera! —le contestó el barón—. Dejaré de meditar sobre las desgracias,
pondré buena cara y probaré de nuevo con el aire libre y los osos; y si eso no funciona,
hablaré sensatamente con la baronesa y acabaré con los Von Swillenhausen.
Tras decir aquello, el barón volvió a sentarse en la silla y rió con tanta fuerza y
alboroto que la habitación resonó.
La figura retrocedió uno o dos pasos mirando entretanto al barón con terror
intenso, y después recogió la estaca, se la metió violentamente en el cuerpo, lanzó un
aullido atemorizador y desapareció.
Von Koéldwethout no volvió a verla nunca. Una vez que había decidido actuar,
inmediatamente obligó a razonar a la baronesa y a los Von Swillenhausen, y murió
muchos años después; no como un hombre rico que yo sepa, pero como un hombre
feliz: dejó tras él una familia numerosa que fue cuidadosamente educada en la caza del
oso y el verraco bajo su propia vigilancia personal. Y mi consejo a todos los hombres
es que si alguna vez se sienten tristes y melancólicos por causas similares (como les
sucede a muchos hombres), contemplen los dos lados del asunto, y pongan un cristal de
aumento sobre el mejor; y si todavía se sienten tentados a irse sin permiso, que primero
se fumen una gran pipa y se beban una botella entera, y aprovechen el laudable ejemplo
del barón de Grogzwig.
[De Nicholas Nickleby]
Una confesión encontrada en una prisión de la época de Carlos II
Tenía el grado de teniente en el ejército de St Majestad y serví en el extranjero en
las campañas de 1677 y 1678. Concluido el tratado de Nimega, regresé a casa y,
abandonando el servicio militar, me retiré a una pequeña propiedad situada a escasos
kilómetros al este de Londres, que había adquirido recientemente por derechos de mi
esposa.
Ésta será la última noche de mi vida, por lo que expresaré toda la verdad sin disfraz
alguno. Nunca fui un hombre valiente, y siempre, desde mi niñez; tuve una naturaleza
desconfiada, reservada y hosca. Hablo de mí mismo como si no estuviera ya en el
mundo, pues mientras escribo esto están cavando mi tumba y escribiendo mi nombre en
el libro negro de la muerte.
Poco después de mi regreso a Inglaterra mi único hermano contrajo una
enfermedad mortal. Esta circunstancia apenas me produjo dolor alguno, pues casi no nos
habíamos relacionado desde que nos hicimos adultos. Él era un hombre generoso y de
corazón abierto, de mejor aspecto físico que yo, más satisfecho de la vida y en general
amado. Los que por ser amigos suyos quisieron conocerme en el extranjero o en nuestro
país, raras veces seguían viéndome mucho tiempo, y solían decir en nuestra primera
conversación que se sorprendían de encontrar dos hermanos que fueran tan distintos en
sus maneras y aspecto. Acostumbraba yo a provocar esa declaración, pues sabía las
comparaciones que iban a hacer entre ambos y, como sentía en mi corazón una
enconada envidia, trataba de justificarla ante mí mismo.
Nos habíamos casado con dos hermanas. Este vínculo adicional entre nosotros, tal
como lo considerarían algunos, en realidad sirvió sólo para apartarnos más. Su esposa
me conocía bien. Nunca, estando ella presente, mostré mis celos o rencores secretos,
pero aquella mujer los conocía tan bien como yo. Nunca, en aquellos momentos,
levanté mi vista sin encontrar la suya fija en mí; nunca miré al suelo o hacia otra parte
sin tener la sensación de que seguía vigilándome. Para mí era un alivio inexpresable
cuando disputábamos, y fue un alivio todavía mayor cuando, encontrándome en el
extranjero, me enteré de que había muerto. Tengo ahora la sensación de que era como
si se hallara suspendida sobre nosotros una extraña y terrible prefiguración de lo que
ha sucedido desde entonces. Tenía miedo de ella, me obsesionaba; su mirada fija
vuelve ahora hacia mí como el recuerdo de un sueño oscuro, haciendo que se enfríe mi
sangre.
Ella murió poco después de dar a luz a un hijo, un niño. Cuando mi hermano supo
que había perdido toda esperanza de recuperación en su propia enfermedad, llamó a mi
esposa junto a su lecho y confió el huérfano a su protección, un niño de cuatro años.
Legó al niño todas las propiedades que tenía y escribió en el testamento que, en caso
de que muriera su hijo, las propiedades pasaran a mi esposa como único
reconocimiento que podía hacerle de sus cuidados y amor. Cambió conmigo unas
cuantas palabras fraternales, deplorando nuestra prolongada separación y, hallándose
agotado, se hundió en un sueño del que nunca despertó.
Nosotros no teníamos hijos, y como entre las hermanas había existido un afecto
profundo, y mi esposa había ocupado casi el lugar de una madre para aquel muchacho,
lo amaba como si ella misma lo hubiera tenido. El niño estaba muy unido a ella, pero
era la imagen de su madre tanto en el rostro como en el espíritu, y desconfió siempre
de mí.
No puedo precisar la fecha en la que tuve por primera vez aquella sensación, pero
sé que muy poco después empecé a sentirme inquieto cuando estaba junto a aquel niño.
Siempre que salía de mis melancólicos pensamientos, lo encontraba mirándome con
fijeza, pero no con esa simple curiosidad infantil, sino con algo que contenía el
propósito y el significado que con tanta frecuencia había observado yo en su madre.
No se trataba de un resultado de mi fantasía, basado en el gran parecido que tenía con
ella en los rasgos y la expresión. Jamás le sorprendí con la mirada baja. Me tenía
miedo, pero al mismo tiempo parecía despreciarme instintivamente; y aunque
retrocediera ante mi mirada, tal como solía hacer cuando estábamos a solas,
aproximándose a la puerta, seguía manteniendo fijos en mí sus ojos brillantes.
Es posible que me esté ocultando a mí mismo la verdad, pero no creo que cuando
comenzó todo aquello hubiera pensado yo en hacerle mal alguno. Quizá considerara lo
bien que nos vendría su herencia, y hasta puede que deseara su muerte, pero creo que
jamás pensé en lograrla por mis propios medios. La idea no me llegó de repente, sino
poco a poco, presentándose al principio con una forma difusa, como a gran distancia,
de la misma manera que los hombres pueden pensar en un terremoto, o en el último día
de su vida, que luego se va acercando más y más perdiendo con ello parte de su horror
e improbabilidad, y luego toma carne y hueso; o mejor dicho, se convierte en la
sustancia y la suma total de todos mis pensamientos diarios y en una cuestión de
medios y de seguridad; ya no existe el planteamiento de cometer o no el hecho.
Mientras todo aquello sucedía en mi interior no podía soportar que el niño me
viera mientras yo le miraba, pero una fascinación me arrastraba a contemplar su cuerpo
ligero y frágil pensando en lo fácil que me resultaría hacerlo. A veces me deslizaba
escaleras arriba y le observaba mientras dormía, pero lo más habitual era que rondara
por el jardín cerca de la ventana de la habitación en la que se hallaba inclinado
realizando sus tareas, y allí, mientras él permanecía sentado en una silla baja al lado de
mi esposa, yo le miraba durante horas escondido detrás de un árbol: escondiéndome y
sorprendiéndome, como el infeliz culpable que era, ante el menor ruido provocado por
una hoja, pero volviendo a mirar de nueve Muy próxima a nuestra casa, pero lejos de
nuestra vista, y también de nuestro oído en cuanto viento se agitara mínimamente,
había una extensión profunda de agua. Empleé varios días en d, forma con mi navaja a
un tosco modelo de bote, que por fin terminé y dejé donde el niño pudiera encontrarlo.
Me oculté entonces en un lugar secreto por, que tendría que pasar si se escapaba a
solas para hacer navegar el juguetito, y aguardé allí su llegado No llegó ni ese día ni al
siguiente, aunque esperé desde el mediodía hasta la caída de la noche. Estaba
convencido de haberlo apresado en mi red, pues lo oí hablar del juguete, y sé que, en
su placer infantil lo guardaba a su lado en la cama. No sentía cansancio ni fatiga, sino
que esperaba pacientemente, y al tercer día pasó junto a mí corriendo gozosamente con
sus cabellos sedosos al viento y cantando, qu Dios se apiade de mí, cantando una
alegre balad cuyas palabras apenas podía cecear.
Me deslicé tras él ocultándome en unos matorrales que crecían allí y sólo el diablo
sabe con qué terror yo, un hombre hecho y derecho, seguía los pasos de aquel niño que
se aproximaba a la orilla de agua. Estaba ya junto a él, había agachado una rodilla y
levantado una mano para empujarle, cuando mi sombra en la corriente y me di la
vuelta.
El fantasma de su madre me miraba desde los ojos del niño. El sol salió de detrás
de una nube: brillaba en el cielo, en la tierra, en el agua clara y en las gotas
centelleantes de lluvia que había sobre las hojas. Había ojos por todas partes. El inmenso
universo completo de luz estaba allí para presenciar el asesinato. No sé lo que dijo;
procedía de una sangre valiente y varonil, y a pesar de ser un niño no se acobardó ni
trató de halagarme. No le oí decir entre lloros que trataría de amarme, ni le vi corriendo
de vuelta a casa. Lo siguiente que recuerdo fue la espada en mi mano y al muerto a mis
pies con manchas de sangre de las cuchilladas aquí y allá, pero en nada diferente del
cuerpo que había contemplado mientras dormía... estaba, además, en la misma actitud,
con la mejilla apoyada sobre su manecita.
Lo tomé en los brazos, con gran suavidad ahora que estaba muerto, y lo llevé hasta
una espesura. Aquel día mi esposa había salido de casa y no regresaría hasta el día
siguiente. La ventana de nuestro dormitorio, el único que había en ese lado de la casa,
estaba sólo a escasos metros del suelo, por lo que decidí bajar por ella durante la noche y
enterrarlo en el jardín. No pensé que había fracasado en mi propósito, ni que dragarían el
agua sin encontrar nada, ni que el dinero debería aguardar ahora por cuanto yo tenía que
dar a entender que el niño se había perdido, o lo habían raptado. Todos mis
pensamientos se concentraban en la necesidad absorbente de ocultar lo que había hecho.
No existe lengua humana capaz de expresar, ni mente de hombre capaz de
concebir, cómo me sentí cuando vinieron a decirme que el niño se había perdido, cuando
ordené buscarlo en todas las direcciones, cuando me aferraba tembloroso a cada uno de
los qu, se acercaban. Lo enterré aquella noche. Cuando sepa té los matorrales y miré en
la oscura espesura vi sobre el niño asesinado una luciérnaga, que brillaba come el
espíritu visible de Dios. Miré a su tumba cuando le coloqué allí y seguía brillando sobre
su pecho: un ojo de fuego que miraba hacia el cielo suplicando a las estrellas que me
observaban en mi trabajo.
Tuve que ir a recibir a mi esposa y darle la noticia, dándole también la esperanza de
que el niño fuera encontrado pronto. Supongo que todo aquello lo hice con apariencia de
sinceridad, pues nadie sospechó de mí. Hecho aquello, me senté junto a la ventana del
dormitorio el día entero observando el lugar en el que se ocultaba el terrible secreto.
Era un trozo de terreno que había cavado para replantarlo con hierba, y que había
elegido porque resultaba menos probable que los rastros del azadón llamaran la
atención. Los trabajadores que sembraban la hierba debieron pensar que estaba loco.
Continuamente les decía que aceleraran el trabajo, salía fuera y trabajaba con ellos,
pisaba la hierba con los pies y les metía prisa con gestos frenéticos. Terminaron la tarea
antes de la noche y entonces me consideré relativamente a salvo.
Dormí no como los hombres que despiertan alegres y físicamente recuperados, pero
dormí, pasando de unos sueños vagos y sombríos en los que era perseguido a visiones de
una parcela de hierba, a través de la cual brotaba ahora una mano, luego un pie, y luego
la cabeza. En esos momentos siempre despertaba y me acercaba a la ventana para
asegurarme que aquello no fuera cierto. Después, volvía a meterme en la cama; y así
pasé la noche entre sobresaltos, levantándome y acostándome más de veinte veces, y
teniendo el mismo sueño una y otra vez, lo que era mucho peor que estar despierto,
pues cada sueño significaba una noche entera de sufrimiento. Una vez pensé que el
niño estaba vivo y que nunca había tratado de asesinarlo. Despertar de ese sueño
significó el mayor dolor de todos.
Volví a sentarme junto a la ventana al día siguiente, sin apartar nunca la mirada
del lugar que, aunque cubierto por la hierba, resultaba tan evidente para mí, en su
forma, su tamaño, su profundidad y sus bordes mellados, como si hubiera estado
abierto a la luz del día. Cuando un criado pasó por encima creí que podría hundirse.
Una vez que hubo pasado miré para comprobar que sus pies no hubieran deshecho los
bordes. Si un pájaro se posaba allí me aterraba pensar que por alguna intervención
extraña fuera decisivo para provocar el descubrimiento; si una brisa de aire soplaba por
encima, a mí me susurraba la palabra asesinato. No había nada que viera o escuchara,
por ordinario o poco importante que fuera, que no me aterrara. Y en ese estado de
vigilancia incesante pasé tres días.
Al cuarto día llegó hasta mi puerta un hombre que había servido conmigo en el
extranjero, acompañado por un hermano suyo, oficial, a quien nunca había visto. Sentí
que no podría soportar dejar de contemplar la parcela. Era una tarde de verano y pedí a
los criados que sacaran al jardín una mesa a una botella de vino. Me senté entonces,
colocando la silla sobre la tumba, y tranquilo, con la seguridad que nadie podría
turbarla ahora sin mi conocimiento, intenté beber y charlar.
Ellos me desearon que mi esposa se encontró bien, que no se viera obligada a
guardar cama, esperaban no haberla asustado. ¿Qué podía decirles y con una lengua
titubeante, acerca del niño? El oficial al que no conocía era un hombre tímido q
mantenía la vista en el suelo mientras yo hablaba ¡Incluso eso me aterraba! No podía
apartar de mí idea de que había visto allí algo que le hacía sospechar la verdad.
Precipitadamente le pregunté que suponía que... pero me detuve.
—¿Que el niño ha sido asesinado? —contestó mirándome amablemente—. ¡Oh,
no! ¿Qué puede pensar un hombre asesinando a un pobre niño?
Yo podía contestarle mejor que nadie lo que podía ganar un hombre con tal hecho,
pero mantuve la tranquilidad aunque me recorrió un escalofrío.
Entendiendo equivocadamente mi emoción ambos se esforzaron por darme
ánimos con la esperanza de que con toda seguridad encontrarían niño —¡qué gran
alegría significaba eso para mí! cuando de pronto oímos un aullido bajo y profundo, y
saltaron sobre el muro dos enormes perros que, dando botes por el jardín, repitieron los
ladridos que ya habíamos oído.
—¡Son sabuesos! —gritaron mis visitantes.
¡No era necesario que me lo dijeran! Aunque en toda mi vida hubiera visto un
perro de esa raza supe lo que eran, y para qué habían venido. Aferré los codos sobre la
silla y ninguno de nosotros habló o se movió.
—Son de pura raza —comentó el hombre al que había conocido en el
extranjero—. Sin duda no habían hecho suficiente ejercicio y se han escapado.
Tanto él como su amigo se dieron la vuelta para contemplar a los perros, que se
movían incesantemente con el hocico pegado al suelo, corriendo de aquí para allá, de
arriba abajo, dando vueltas en círculo, lanzándose en frenéticas carreras, sin prestarnos
la menor atención en todo el tiempo, pero repitiendo una y otra vez el aullido que ya
habíamos oído, y acercando el hocico al suelo para rastrear ansiosamente aquí y allá.
Empezaron de pronto a olisquear la tierra con mayor ansiedad que nunca, y aunque
seguían igual de inquietos, ya no hacían recorridos tan amplios como al principio, sino
que se mantenían cerca de un lugar y constantemente disminuían la distancia que había
entre ellos y yo.
Llegaron finalmente junto al sillón en el que yo me hallaba y lanzaron una vez
más su terrorífico aullido, tratando de desgarrar las patas de la silla que les impedía
excavar el suelo. Pude ver mi aspecto en el rostro de los dos hombres que me
acompañaban.
—Han olido alguna presa —dijeron los dos al unísono.
—¡No han olido nada! —grité yo.
—¡Por Dios, apártese! —dijo el conocido mío con gran preocupación—. Si no,
van a despedazarle.
—¡Aunque me despedacen miembro a miembro no me apartaré de aquí! —grité
yo—. ¿Acaso los perros van a precipitar a los hombres a una muerte vergonzosa?
Ataquémosles con hachas, despedacémoslos
—¡Aquí hay algún misterio extraño! —dijo el oficial al que yo no conocía
sacando la espada—. En e nombre del Rey Carlos, ayúdame a detener a este hombre.
Ambos saltaron sobre mí y me apartaron, aunque yo luché, mordiéndoles y
golpeándoles come un loco. Al poco rato, ambos me inmovilizaron, y vi a los coléricos
perros abriendo la tierra y lanzándola al aire con las patas como si fuera agua.
¿He de contar algo más? Que caí de rodillas, y con un castañeteo de dientes
confesé la verdad y rogué que me perdonaran. Me han negado el perdón, y vuelvo a
confesar la verdad. He sido juzgado por el crimen, me han encontrado culpable y
sentenciado. No tengo valor para anticipar mi destino, o para enfrentarme varonilmente
a él. No tengo compasión, ni consuelo, ni esperanza ni amigo alguno. Felizmente, mi
esposa ha perdido las facultades que le permitirían ser consciente de mi desgracia o de
la suya. ¡Estoy solo en este calabozo de piedra con mi espíritu maligno, y moriré
mañana!
[De Master Humphrey's Clock]
Para leer al atardecer
Uno, dos, tres, cuatro, cinco. Eran cinco.
Cinco correos sentados en un banco en el exterior del convento situado en la
cumbre del Gran San Bernardo, en Suiza, contemplando las remotas cumbre teñidas por
el sol poniente, como si se hubiera derramado sobre la cima de la montaña una gran
cantidad de vino tinto que no hubiera tenido tiempo todavía de hundirse en la nieve.
Este símil no es mío. Lo expresó en aquella ocasión el más vigoroso de los correos,
que era alemán Ninguno de los otros le prestó más atención de lo que me habían
prestado a mí, sentado en otro banco al otro lado de la puerta del convento, fumándome,
mi cigarro, como ellos, y también como ellos con templando la nieve enrojecida y el
solitario cobertizo cercano en donde los cuerpos de los viajeros retrasa dos iban
saliendo, y desaparecían lentamente sin que pudiera acusárseles de vicio en aquella fría
región
Mientras contemplábamos la escena el vino d, las cumbres montañosas fue
absorbido; la montaña, se volvió blanca; el cielo tomó un tono azul muy os curo; se
levantó el viento y el aire se volvió terrible mente frío. Los cinco correos se abotonaron
lo abrigos. Como un correo es el hombre al que resulta más seguro imitar, me abotoné el
mío.
La puesta de sol en la montaña había interrumpido la conversación de los cinco
correos. Era una vista sublime con todas las probabilidades de interrumpir una
conversación. Pero ahora que la puesta de sol había terminado, la reanudaron. Yo no
había oído parte alguna de su discurso anterior, pues todavía no me había separado del
caballero americano que en el salón para viajeros del convento, sentado con el rostro de
cara al fuego, había tratado de transmitirme toda la serie de acontecimientos causantes
de que el Honorable Ananias Dodger hubiera acumulado la mayor cantidad de dólares
que se había conseguido nunca en un país.
—¡Dios mío! —dijo el correo suizo hablando en francés, lo que a mí no me parece,
tal como les suele suceder a algunos autores, una excusa suficiente para una palabra
pícara, y sólo tengo que ponerla en esa lengua para que parezca inocente—. Si habla de
fantasmas...
—Pero yo no hablo de fantasmas —contestó el alemán.
—¿De qué habla entonces? —preguntó el suizo. —Si lo supiera—contestó el
otro—, probablemente sería mucho más sabio.
Pensé que era una buena respuesta y me produjo curiosidad. Por eso cambié de
posición, trasladándome a la esquina de mi banco más cercana a ellos, y así, apoyando la
espalda en el muro del convento, les escuché perfectamente sin que pareciera estar
haciéndolo.
—¡Rayos y truenos! —exclamó el alemán calentándose—. Cuando un determinado
hombre viene a verte inesperadamente, y sin que él lo sepa envía un mensajero invisible
para que tengas la idea de él et la cabeza durante todo el día... ¿cómo le llama a eso
Cuando uno camina por una calle atestada de gen te, en Frankfurt, Milán, Londres o
París, y piensa, que un desconocido que pasa al lado se asemeja a amigo Heinrich, y
luego otro desconocido se parece a tu amigo Heinrich, y empiezas a tener así la extraña
idea de que vas a encontrarte con tu amigo Heinrich... y eso es exactamente lo que
sucede, aunque unos creían que su amigo estaba en Trieste... ¿cómo le llama a eso?
—Tampoco eso es nada infrecuente —murmuraron el suizo y los otros tres.
—¡Infrecuente! —exclamó el alemán—. Es algo tan común como las cerezas en la
Selva Negra. Es algo tan común como los macarrones en Nápoles. ¡Y lo de Nápoles me
recuerda algo! Cuando la vieja marquesa Senzanima lanza un grito con las cartas de la
uija —y fui testigo, pues sucedió en una familia mía bávara y aquella noche estaba yo a
cargo del servicio—, digo que cuando la vieja marquesa se levanta de la mesa de cartas
blanca a pesar del carmín y grita: «¡mi hermana de España ha muerto! ¡He sentido en mi
espalda su contacto frío!»... y cuando resulta que la hermana ha muerto en ese
momento... ¿cómo le llama a eso?
—O cuando la sangre de San Genaro se licúa porque se lo pide el clero... como
todo el mundo sabe que sucede con regularidad una vez por año, en mi ciudad natal —
añadió el correo napolitano tras una pausa con una mirada cómica—. ¿Cómo llama a
eso?
—¡Eso!—gritó el alemán—. Pues bien, creo que conozco un nombre para eso.
—¿Milagro? —preguntó el napolitano con el mismo rostro pícaro.
El alemán se limitó a fumar y lanzar una carcajada; y todos fumaron y rieron.
—¡Bah! —exclamó el alemán un rato después—. Yo hablo de cosas que suceden
realmente. Cuando quiero ver a un brujo pago para ver a un profesional, y que mi dinero
merezca la pena. Suceden cosas muy extrañas sin fantasmas. ¡Fantasmas! Giovanni
Baptista, cuente la historia de la novia inglesa. Ahí no hay ningún fantasma, pero resulta
igual de extraño. ¿Hay alguien que sepa decirme qué?
Como se produjo un silencio entre ellos, miré a mi alrededor. Aquél que pensé
debía ser Baptista estaba encendiendo un cigarro nuevo. Enseguida empezó a hablar y
pensé que debía ser genovés.
—¿La historia de la novia inglesa? —preguntó—. ¡Basta! Uno no debería tomarse
tan a la ligera una historia así. Bueno, da lo mismo. Pero es cierta. Ténganlo bien en
cuenta, caballeros, es cierta. No todo lo que brilla es oro, pero lo que voy a contarles es
verdad. Repitió esa misma frase varias veces.
—Hace diez años, llevé mis credenciales a un caballero inglés que estaba en el
Long's Hotel, en Bond Street, Londres, quien pensaba viajar durante uno o quizá dos
años. El caballero aprobó mis credenciales, y yo le aprobé a él. Quería hacer unas
investigaciones y el testimonio que recibió fue favorable. Me contrató por seis meses y
mi acogida fue generosa. Era un hombre joven, de buen aspecto muy feliz. Estaba
enamorado de una hermosa y joven dama inglesa, de fortuna suficiente, e iban a casarse.
En resumen, lo que íbamos a emprender era viaje de bodas. Para el reposo de tres meses
durante el clima caluroso (estábamos entonces a principio de verano) había alquilado un
viejo palacio en la Riviera, a escasa distancia de la ciudad, Génova, en carretera que
conducía a Niza. ¿Conocía yo el lugar? Cierto, le dije que lo conocía bien. Era un
palacio viejo con grandes jardines. Era un poco desértico algo oscuro y sombrío, pues
los árboles lo rodeaba desde muy cerca, pero resultaba espacioso, antiguo, imponente y
muy cercano al mar. Me dijo que así lo habían descrito exactamente, y le complacía que
yo lo conociera. En cuanto a que estuviera algo de provisto de muebles, así sucedía con
todos los lugares de alquiler. Y en cuanto a que fuera un poco sombrío, lo había
alquilado principalmente por los jardines, y él y su amada pasarían a su sombra tiempo
veraniego.
»—¿Todo bien entonces, Baptista? –pregunté
»—Indudablemente; muy bien.
» Para nuestro viaje contábamos con un carruaje que acababan de construir para
nosotros y que e todos los aspectos resultaba conveniente. El matrimonio ocupó su
lugar. Ellos estaban felices. Yo me sentía feliz viendo que todo era brillante, viéndolo
tan bien situado, dirigiéndome a mi propia ciudad enseñándole mi lengua mientras
viajábamos a la doncella, la bella Carolina, cuyo corazón era alegre y risueño, y que era
joven y sonrosada.
» El tiempo volaba. Pero observé —¡y les ruego que presten atención a esto (y en
ese momento el correo bajó el volumen de su voz)—, a veces observé que mi señora se
encontraba meditabunda, de una manera muy extraña, de una manera que daba miedo,
de una manera desgraciada, y percibí en ella una vaga sensación de alarma. Creo que
empecé a darme cuenta de ello cuando ascendía colina arriba al lado del carruaje y el
amo iba por delante. En cualquier caso, recuerdo que quedó grabada en mi mente una
noche, en el sur de Francia, cuando me pidió que llamara al amo; y cuando éste vino y
caminó un largo trecho hablando con ella afectuosamente, poniendo una mano en la
ventanilla abierta para sujetar la de ella. De vez en cuando se reía alegremente, como si
se estuviera burlando de ella por algo. Al cabo de un rato, ella reía y entonces todo iba
bien de nuevo.
» Aquello me resultó curioso y le pregunté a la hermosa Carolina. ¿Se encontraba
mal el ama? No. ¿Desanimada? No. ¿Temerosa de los malos caminos, o los bandidos?
No. Pero lo que me resultó más misterioso fue que la bella Carolina no me mirara
directamente al darme la respuesta, sino que contemplara la vista.
» Pero un día me contó el secreto.
» —Si deseas saberlo —dijo Carolina—, he descubierto, escuchando aquí y allá,
que el ama está hechizada y obsesionada.
» —¿Y cómo?
» —Por un sueño. »
» —¿Qué sueño?
» —El sueño de un rostro. Durante tres noches antes de la boda vio un rostro en
sueños... siempre mismo rostro, y sólo ése.
» —¿Un rostro terrible?
» —No. El rostro de un hombre oscuro de muy agradable aspecto, vestido de negro,
con el cabello negro y mostacho gris... un hombre guapo, salvo por un aire reservado y
secreto, jamás había visto el rostro, ni otro que se le pareciera. En el sueño no hacía sino
mirarla fijamente, desde la oscuridad.
» —¿Volvió a tener ese sueño?
» —Nunca. Lo único que le preocupa es recordarlo”
—¿Y por qué le preocupa?
» Carolina sacudió la cabeza.
» —Eso es lo que quiere saber el amo —contestó bella—. Ella no lo sabe. Ella
misma se pregunta la razón. Pero la oí decirle a él anoche mismo que si encontrara un
cuadro de ese rostro en nuestra casa ¡ti liana (y tiene miedo de que así suceda) piensa
que no sería capaz de soportarlo.
» Puedo jurar (siguió diciendo el correo genovés que después de esto tuve miedo de
llegar al viejo palazzo, no fuera a encontrarse allí aquel malaventurado cuadro. Sabía
que había muchos cuadros, y conforme nos fuimos acercando al lugar deseé que toda la
galería de pintura hubiera caído en el cráter del Vesubio. Para empeorar las cosas,
cuando por fin llegamos a aquella parte de la Riviera hacía una noche lúgubre y
tormentosa. Tronaba, y en mi ciudad y sus alrededores los truenos son muy fuertes, pues
se repiten entre las altas colinas. Los lagartos salían y entraban por las hendiduras del
muro roto de piedra del jardín, como si estuvieran asustados; las ranas burbujeaban y
croaban a gran volumen; el viento del mar gemía y los árboles húmedos goteaban; y los
relámpagos... ¡por el cuerpo de San Lorenzo, qué relámpagos!
» Todos sabemos cómo es un palacio antiguo en Génova o sus cercanías... cómo lo
han manchado el tiempo y el aire del mar... cómo las pinturas de las paredes exteriores
se han ido cayendo dejando al descubierto grandes trozos de escayola... que las ventanas
inferiores están oscurecidas por barras de hierro oxidado... que el patio exterior está
cubierto de hierba... que los edificios exteriores están en ruinas... que todo el conjunto
parece dedicado al olvido. Nuestro palazzo era uno de los auténticos. Llevaba cerrado
varios meses. ¿Meses...? ¡Años! Olía a tierra, como a tumba. De alguna manera se había
introducido en la casa, sin ser capaz de salir de nuevo, el aroma de los naranjos de la
amplia terraza trasera, y de los limones que maduraban en la pared, y de algunos
matorrales que crecían por alrededor de una fuente rota. En todas las habitaciones había
un olor a vejez, que había crecido con el confinamiento. Penetraba en todos los armarios
y cajones. En las pequeñas salas de comunicación que había entre las habitaciones
grandes, aquello resultaba sofocante. Si dabas la vuelta a un cuadro, por volver al tema
de los cuadros, allí estaba ese olor, aferrándose a la pared detrás del marco, como una
especie de murciélago.
» Las persianas enrejadas estaban cerradas en toda la casa. Sólo vivían allí, para
atenderla, dos ancianas de aspecto horrible y cabellos grises; una de ellas con un huso,
sentada en el umbral dándole vueltas y murmurando, y que antes habría dejado entrar al
diablo que al aire. El amo, el ama, la bella Carolina y yo recorrimos el palazzo. Yo fui el
primero en entrar, aunque habría preferido ser el último, abriendo las ventanas y
persianas, y quitándome de encima las gotas de lluvia, las manchas de argamasa, y de
vez en cuando un mosquito durmiente, o una monstruosa, gruesa y manchada araña
genovesa.
» Cuando había encendido la luz en una habitación, entraban el amo, el ama y la
bella Carolina. Mirábamos entonces todos los cuadros, y pasaba yo a la habitación
siguiente. Secretamente el ama tenía un gran miedo a encontrarse con un cuadro que se
asemejara a aquel rostro... todos lo teníamos; pero no estaba. La Madonna y el Niño, San
Francisco, San Sebastián, Venus, Santa Catalina, ángeles, bandidos, frailes, iglesias en el
ocaso, batallas, caballos blancos, bosques, apóstoles, dogos, todos mis antiguos
conocidos tantas veces repetidos... así es. Pero no había un hombre guapo y oscuro
vestido de negro, reservado y secreto, de cabellos negros y mostacho gris que mirara al
ama desde la oscuridad; ése, no existía.
» Después de haber pasado por todas las habitaciones, contemplando todos los
cuadros, salimos a los jardines. Estaban hermosamente cuidados, pues habían contratado
un jardinero, y eran grandes y sombríos. En un lugar había un teatro rústico a cielo
abierto; el escenario era una pendiente verde; los bastidores, con tres entradas por un
lado, eran pantallas de hojas aromáticas. El ama movió sus ojos brillantes, incluso allí,
como si esperara ver el rostro saliendo a escena; pero todo estaba bien.
» —Bien, Clara —dijo el amo en voz baja—. Ya ves que no hay nada. ¿Eres
feliz?
» El ama se sentía muy animada. Enseguida se habituó a aquel feo palacio y
empezó a cantar, a tocar el arpa, a copiar los viejos cuadros y a pasear con el amo bajo
los árboles verdes y los emparrados el día entero. Ella era hermosa. Él se sentía feliz.
Solía echarse a reír y me decía, montando a caballo por la mañana antes de que
apretara el calor:
» —¡Baptista, todo va bien!
» —Así es, signore, gracias a Dios, todo va muy bien.
» No recibíamos visitas. Llevé a la bella al Duomo y a la Annunciata, al café, a la
ópera, al pueblo de Festa, a los jardines públicos, al teatro diurno, a las marionetas. La
hermosa estaba encantada con todo lo que veía. Y aprendió italiano milagrosamente.
¿Se había olvidado totalmente el ama de ese sueño?, le preguntaba a veces a Carolina.
Casi, contestaba la bella... casi. Estaba olvidándolo.
» Un día, el amo recibió una carta y me llamó.
» —¡Baptista!
» —¡Signore!
» —Se me ha presentado un caballero que cenará hoy aquí. Dice llamarse Signore
Dellombra. Dispón que cene como un príncipe.
» Era un nombre extraño que yo desconocía Pero últimamente había muchos
nobles y caballero perseguidos por los austriacos por sospechas políticas y algunos
habían cambiado de nombre. Quizá, éste fuera uno de ellos. ¡Altro! Dellombra era para
mí un nombre tan bueno como cualquier otro.
» Cuando llegó a cenar el Signore Dellombra (contó el correo genovés en voz
baja, tal como había hecho en otra ocasión), le llevé hasta la sala de recibir, el gran
salón del viejo palazzo. El amo le recibí¿ con cordialidad y le presentó a su esposa. Al
levantarse ésta le cambió el rostro, lanzó un grito y cayó desmayada sobre el suelo de
mármol.
» Entonces volví la cabeza hacia el Signore Dellombra y vi que iba vestido de
negro, que tenía un aire reservado y secreto, que era un hombre oscuro de muy buen
aspecto, de cabellos negros y mostacho gris.
» El amo levantó a su esposa en brazos y la llevé al dormitorio, donde yo envié
inmediatamente a la bella Carolina. Ésta me contó después, que el ama estaba aterrada
mortalmente, y que se pasó toda la noche pensando en el sueño.
» El amo se encontraba molesto y ansioso... más colérico, pero muy solícito. El
Signore Dellombra era un caballero cortés y habló con gran respeto y simpatía del
hecho de que el ama se encontrara tar enferma. El viento africano llevaba soplando
algunos días (así se lo habían dicho en su hotel de la Cruz de Malta), y él sabía que a
menudo era dañino. Deseaba que la hermosa dama se recuperara pronto. Pidió permiso
para retirarse y renovar su visita cuando pudiera tener la felicidad de saber que su esposa
estaba mejor. El amo no se lo permitió y cenaron a solas.
» Se retiró pronto. Al día siguiente llegó a caballo hasta la puerta para preguntar
por el ama. En aquella semana, lo hizo en dos o tres ocasiones.
» Lo que yo observé por mí mismo, unido a lo que la bella Carolina me contó, me
bastó para comprender que el amo había decidido curar a su esposa de su caprichoso
terror. Era todo amabilidad, pero se mantuvo sensato y firme. Razonó con ella que
estimular esas fantasías era provocar la melancolía, cuando no la locura. Que tenía que
ser ella misma. Que si lograba enfrentarse a su extraña debilidad y recibir felizmente al
Signore Dellombra tal como una dama inglesa recibiría a cualquier otro invitado, habría
vencido su fantasía para siempre. Para abreviar, el Signore regresó, y el ama le recibió
sin que se le notara ninguna preocupación (aunque todavía con ciertas limitaciones y
aprensiones), por lo que la noche pasó serenamente. El amo estaba tan complacido con
este cambio, y tan deseoso de confirmarlo, que el Signore Dellombra se convirtió en un
invitado constante. Era muy entendido en cuadros, libros y música, y su compañía habría
sido bien recibida en cualquier palazzo triste.
» Muchas veces observé que el ama no se había recuperado del todo. Delante del
Signore Dellombra bajaba la mirada e inclinaba la cabeza, o lo contemplaba con una
mirada aterrada y fascinada, como si su presencia tuviera sobre ella una influencia o un
poder malignos. Pasando de ella a él, solía verle en los jardines sombreados, o en la gran
sala iluminada a medias, podríamos decir que «mirándola fijamente desde la oscuridad».
Pero lo cierto es que yo no había olvidado las palabras de la bella Carolina al describir el
rostro del sueño.
» Tras su segunda visita, oí decir al amo:
» —¡Ya ves, mi querida Clara, ahora todo ha terminado! Dellombra ha venido y se
ha ido, y tu aprensión se ha roto como si fuera de cristal.
» —¿Volverá... volverá de nuevo? —preguntó el ama.
» —¿De nuevo? ¡Claro, una y otra vez! ¿Tienes frío? —le preguntó al ver que ella
se estremeció.
» —No, querido; pero ese hombre me aterra: ¿estás seguro de que tiene que volver
otra vez?
» —¡El hecho mismo de que me lo preguntes hace que todavía esté más seguro,
Clara! —contestó el amo alegremente.
» Pero ahora el amo estaba muy esperanzado en la recuperación completa de su
esposa, y cada día que pasaba lo estaba más. Ella era hermosa y él se sentía feliz.
» —¿Va todo bien, Baptista? —me preguntaba de vez en cuando.
» —Así es, signore, gracias a Dios; todo va muy bien.
» Para el carnaval, nos fuimos todos a Roma (dijo el correo genovés forzándose a
hablar un poco más alto). Yo había pasado fuera el día entero con un siciliano
amigo mío, también correo, que se encontraba allí con una familia inglesa. Al
regresar por la noche al hotel encontré a la pequeña Carolina, que nunca salía de
casa sola, corriendo aturdida por el Corso.
» —¡Carolina! ¿Qué sucede?
» —¡Ay, Baptista! ¡Ay, en el nombre del Señor! ¿Dónde está mi ama?
» —¿El ama, Carolina?
» —Se fue por la mañana... cuando el amo salió a su paseo diurno, me dijo que
no la llamara, pues estaba fatigada por no haber descansado durante la noche (había
tenido dolores) y se quedaría en la cama hasta la tarde, para levantarse así
recuperada. ¡Pero se ha ido!... ¡Se ha ido! El amo ha regresado, ha echado la puerta
abajo y ella ha desaparecido. ¡Mi bella, mi buena, mi inocente ama!
» Así lloraba, desvariaba y se debatía para que yo no pudiera sujetarla la
hermosa Carolina, hasta que acabó desmayándose en mis brazos como si le hubieran
disparado. Llegó el amo; en su actitud, su rostro y su voz no era ya el amo que
conocía yo: se parecía a sí mismo tanto como yo a él. Me cogió, y después de dejar
a Carolina en su cama del hotel al cuidado de una camarera, me condujo en un
carruaje furiosamente a través de la oscuridad, cruzando la desolada Campagna.
Cuando se hizo de día y nos detuvimos en una miserable casa de postas, hacía doce
horas que todos los caballos habían sido alquilados y enviados en distintas
direcciones. ¡Y fíjense bien en esto! Habían sido alquilados por el Signore
Dellombra, que había pasado por allí en un carruaje con una asustada dama inglesa
acurrucada en una esquina.
Tras emitir un prolongado suspiro, el correo genovés dijo que nunca había oído
que nadie la hubiera vuelto a ver más allá de ese punto. Lo único que sabía es que
se desvaneció en un infame olvido llevando a su lado el temible rostro que había
visto en su sueño.
—¿Y cómo llaman a eso? —preguntó con tono triunfal el correo alemán—.
¡Fantasmas! ¡Ahí no hay fantasmas! ¿Cómo llaman a esto que voy a contarles?
¡Fantasmas! ¡Aquí no hay fantasmas!
» En una ocasión (siguió diciendo el correo alemán) me contraté con un
caballero inglés, anciano y soltero, para recorrer mi país, mi Patria. Era un hombre
de negocios que comerciaba con mi país y conocía la lengua, pero que no había
estado nunca allí desde su adolescencia... y por lo que yo consideré que debían
haber transcurrido unos sesenta años.
» Se llamaba James y tenía un hermano gemelo llamado John, que era también
soltero. Un gran afecto unía a esos hermanos. Tenían un negocio común en
Goodman's Fields, pero no vivían juntos. El señor James habitaba en Poland Street,
esquina a Oxford Street, en Londres; y el señor John residía cerca de Epping Forest.
» El señor James y yo íbamos a partir para Alemania en una semana. El día
exacto dependería de un negocio. El señor John llegó a Poland Street (cuando yo
habitaba ya en la casa) para pasar esa semana con el señor James. Pero al segundo día
le dijo a su hermano:
» James, no me siento muy bien. No es nada grave, pero creo que estoy un poco
gotoso. Me iré a casa para que me cuide mi ama de llaves, que me entiende bien. Si
mejoro, regresaré para verte antes de que te vayas. Si no me pongo bien como para
proseguir la visita donde la dejé, tú puedes venir a verme antes de partir.
» El señor James dijo que por supuesto que así lo haría, y se estrecharon las
manos, las dos manos, tal como hacían siempre, tras lo cual el señor John pidió que le
trajeran su carruaje, ya anticuado, y se fue a casa.
» Dos noches después de eso, es decir, el día cuarto de la semana, me despertó de
un profundo sueño el señor James, entrando en mi dormitorio con un camisón de
franela y una vela encendida. Se sentó junto a mi cama y me dijo, mirándome:
» —Wilhelm, tengo razones para pensar que he cogido una extraña enfermedad.
» Me di cuenta entonces de que había en su rostro una expresión inusual.
» —Wilhelm —añadió—. Ni me asusta ni me avergüenza decirte lo que podría
tener miedo o vergüenza de decirle a otro hombre. Vienes de un país sensible en el que
se investigan las cosas misteriosas y no se rechazan hasta haber sido sopesadas y
medidas, o hasta que se descubre que no pueden sopesarse ni medirse, o en cualquier
caso hasta que se ha llega do a una solución aunque para ello se necesiten muchos
años. Acabo de ver ahora al fantasma de m hermano.
» He de confesar (dijo el correo alemán) que a oír aquello sentí que la sangre me
hormigueaba e cuerpo.
» Acabo de ver ahora mismo al fantasma de m hermano John —repitió el señor
James mirándome fijamente, por lo que pude darme cuenta de que sabía lo que estaba
diciendo—. Me encontraba sentado en la cama, sin poder dormir, cuando entró en m
habitación vestido de blanco, me miró fijamente pasó a un extremo de la habitación,
contempló unos papeles que había en mi escritorio, se dio la vuelta y sin dejar de
mirarme mientras pasó junto la cama, salió por la puerta. No estoy loco en absoluto, y
en modo alguno estoy dispuesto a conferir, ese fantasma una existencia externa fuera
de mí mismo Creo que es una advertencia de que estoy enfermo, y que sería
conveniente que me sangraran.
» Salí inmediatamente de la cama (contó el correo alemán) y empecé a vestirme
rogándole que no se alarmara, y diciéndole que yo mismo iría en busca del doctor.
Estaba ya dispuesto a hacerlo cuando oí que en la puerta de la calle llamaban tocando
e. timbre y golpeando con fuerza. Mi habitación estaba en un ático de la parte trasera, y
la del señor James se encontraba en el segundo piso, por el lado de la fachada, por lo
que acudimos a su habitación y levantamos la ventana para ver qué sucedía.
» —¿Está el señor James? —dijo el hombre que se encontraba abajo,
retrocediendo en la acera para poder vernos.
» —Así es —contestó el señor James—. ¿Y no eres tú Robert, el sirviente de mi
hermano?
» —Así es, señor. Lamento decirle, señor, que el señor John está enfermo. Está
muy mal, señor. Incluso se teme que pueda estar al borde de la muerte. Quiere verle,
señor. Tengo aquí un calesín. Le ruego que venga a verle sin pérdida de tiempo.
» El señor James y yo nos miramos el uno al otro. » —Wilhelm, esto es muy
extraño —me dijo—. ¡Me gustaría que vinieras conmigo!
» Le ayudé a vestirse, en parte en la habitación y en parte ya en el calesín; y
corrimos tanto que las herraduras de hierro de los caballos marcaron la hierba entre
Poland Street y el Forest.
» ¡Y ahora, presten atención! (Añadió el correo alemán). Fui con el señor James
hasta la habitación de su hermano, y allí vi y oí lo que voy a contarles.
» Su hermano estaba acostado en la cama, en el extremo superior de un dormitorio
alargado. Allí se encontraba su anciana ama de llaves, y otras personas. Creo que había
tres más, si no cuatro, y llevaban con él desde primera hora de la tarde. Estaba vestido
de blanco, como el fantasma, pero evidentemente aquello era necesario porque tenía
puesto el camisón. Se parecía al fantasma, necesariamente, porque miró ansiosamente
a su hermano cuando vio que entraba en la habitación.
» Pero cuando el hermano llegó al lado de la cama, se incorporó lentamente, y
mirándole con atención dijo estas palabras
» —¡James, ya me has visto esta noche... y ya lo sabes!
» Y después murió.
Cuando el correo alemán dejó de hablar, presté atención para conocer algo más de
esta extraña historia. Pero nadie interrumpió el silencio. Miré a mi alrededor y los
cinco correos habían desaparecido tan silenciosamente que era como si la montaña
fantasmal los hubiera absorbido en sus nieves eternas. Para entonces no me encontraba
en absoluto con un estado de ánimo suficiente para permanecer sentado a solas en
aquel horrible escenario, mientras caía sobre mí solemnemente el aire helado; o si
quieren que les diga la verdad, no tenía ánimos para estar sentado a solas en ninguna
parte. Por eso volví a entrar en el salón del convento y encontré al caballero americano,
que estaba todavía dispuesto a contarme la biografía del Honorable Ananias Dodger, y
yo a escucharla.
[De The Keepsake]
Juicio por asesinato
He observado siempre el predominio de una falta de valor, incluso entre personas
de cultura e inteligencia superiores, para hablar de las experiencias psicológicas
propias cuando éstas han sido de un tipo extraño. Casi todos los hombres tienen miedo
de que las historias de este tipo que puedan contar no encuentren paralelo o respuesta
en la vida interior de quien les oye, y, por tanto, sospechen o se rían de ellos. Un
viajero sincero que hubiera visto un animal extraordinario parecido a una serpiente
marina no tendría miedo alguno a mencionarlo; pero si ese mismo viajero hubiera
tenido algún presentimiento singular, un impulso, un pensamiento caprichoso, una
(supuesta) visión, un sueño o cualquier otra impresión mental notable, se lo pensaría
mucho antes de mencionarlo. Atribuyo en gran parte a esa reticencia la oscuridad en la
que se encuentran implicados estos temas. No comunicamos habitualmente nuestra
experiencia de estas cosas subjetivas lo mismo que lo hacemos con nuestras
experiencias de la creación objetiva. Como consecuencia, la experiencia general a este
respecto parece algo excepcional, y realmente es así por cuanto es lamentablemente
imperfecta.
En lo que voy a relatar no tengo intención de plantear, refutar o apoyar teoría
alguna. Conozco la historia del librero de Berlín. He estudiado el caso de la esposa de un
miembro ya fallecido de la Sociedad Astronómica Real tal como lo cuenta Sir David
Brewster, y he seguido minuciosamente los detalles de un caso mucho más notable de
ilusión espectral que se produjo en mi círculo de amigos íntimos. En cuanto a esto
último quizá sea necesario afirmar que quien lo sufrió (una dama) no estaba relacionada
conmigo ni siquiera mínimamente. Una suposición equivocada a ese respecto podría
sugerir una explicación de una parte de mi propio caso, pero sólo de una parte, que
carecería totalmente de fundamento. No puede hacerse referencia a que haya heredado
yo alguna peculiaridad desarrollada, ni he tenido antes en absoluto experiencia similar
alguna, ni la he tenido tampoco desde entonces.
Hace muchos años, o muy pocos, que eso no importa ahora nada, se cometió en
Inglaterra cierto asesinato que llamó mucho la atención. Nos enteramos de más
asesinatos de los necesarios conforme se van sucediendo y aumentando su atrocidad, y
de haber podido habría enterrado el recuerdo de aquel animal particular al tiempo que su
cuerpo era enterrado en la cárcel de Newgate. Me abstengo intencionadamente de
proporcionar la menor pista directa respecto al criminal.
Cuando se descubrió el asesinato no recayó ninguna sospecha sobre el hombre que
más tarde fue llevado a juicio, o más bien debería decir, en el deseo
de acercarme lo más posible a la precisión en mis hechos, que en ninguna parte se
sugirió públicamente que se tuviera tal sospecha. Como en aquel momento no se hizo
referencia alguna a él en los periódicos evidentemente era imposible que se incluyera en
ellos alguna descripción del asesino. Resulta esencial que se tenga en cuenta este hecho.
Cuando abrí durante el desayuno el periódico de la mañana incluía el relato de ese
primer descubrimiento y me resultó profundamente interesante por lo que lo leí con la
máxima atención. Lo leí do: veces, sino tres. El descubrimiento se había hecho en un
dormitorio, y cuando dejé el periódico tuve un destello, un impulso, en realidad no sé
cómo llamarlo, pues no encuentro palabra alguna que lc describa satisfactoriamente, en
el que me pareció ver que ese dormitorio pasaba a través de mi habitación, como si un
cuadro, por imposible que parezca, hubiera sido pintado sobre la corriente de un río
Aunque cruzó mi habitación de una manera casi instantánea, resultaba perfectamente
claro; tan claro que observé perfectamente, con una sensación di alivio, que el cadáver
no estaba en la cama.
Donde tuve esta curiosa sensación no fue en un lugar romántico, sino en mis
habitaciones de Picca dilly, muy cerca de la esquina de St. James Street Para mí fue algo
totalmente nuevo. En ese momento: me encontraba sentado en mi butaca y la sensación
se acompañó de un peculiar estremecimiento que cambió aquella de sitio. (Aunque hay
que tener et cuenta que la butaca podía moverse fácilmente sobra unas ruedecillas). Me
dirigí a una de las ventanas (la habitación, situada en el segundo piso, tenía dos
ventanas) para descansar la vista viendo el movimiento de Piccadilly. Era una hermosa
mañana otoñal y la calle estaba alegre y centelleante. Soplaba el viento. Al mirar hacia
fuera, observé que el viento sacaba del parque una buena cantidad de hojas caídas que
una ráfaga arrastró y formó con ellas una columna espiral. Cuando la columna cayó y se
dispersaron las hojas, vi a dos hombres al otro lado del camino, que iban desde el oeste
hacia el este. Uno iba detrás del otro. El primero se volvía a menudo para mirar por
encima del hombro. El segundo le seguía a una distancia de unos treinta pasos, con la
mano derecha levantada amenazadoramente. Atrajo primero mi atención la singularidad
y fijeza del gesto amenazador en un lugar tan público; y después la circunstancia notable
de que nadie le prestara atención. Ambos hombres seguían su camino entre los otros
viandantes con una suavidad que no resultaba coherente ni siquiera con la acción de
caminar sobre una acera; y que yo pudiera ver ni una sola persona les cedía el paso, les
tocaba o les miraba. Al pasar ante mi ventana, ambos miraron hacia arriba, hacia mí.
Contemplé los dos rostros con gran claridad y supe que sería capaz de reconocerlos en
cualquier lugar. Y no es que observara conscientemente algo que fuera muy notable en
alguna de sus caras, salvo que el hombre que iba el primero tenía una apariencia
inusualmente humilde, y el rostro del hombre que le seguía tenía el color de cera sucia.
Soy soltero y mi ayuda de cámara y su esposa constituyen todo el servicio. Trabajo
en una sucursal bancaria y ojalá que mis deberes como jefe de departamento fueran tan
escasos como popularmente se supone. Ese otoño me obligaron a permanecer en la
ciudad, cuando yo necesitaba un cambio. No estaba enfermo, pero tampoco me sentía
muy bien. Al lector le corresponde extraer las consecuencias que parezcan razonables
del hecho de que me sentía fatigado, la vida monótona me producía una sensación
depresiva y estaba «ligeramente dispéptico». Mi doctor, un hombre de fama, me aseguró
que mi estado de salud en aquella época no justificaba una descripción más poderosa, y
cito lo que él mismo me describió por escrito cuando se lo solicité. Conforme las
circunstancias del asesinato fueron revelándose gradualmente y atrayendo cada vez más
poderosamente la atención del público, las aparté de mi propia atención enterándome de
ellas lo menos posible en medio de la excitación general. Pero sabía que se había dictado
un veredicto de homicidio voluntario contra el supuesto asesino, y que había sido
conducido a Newgate hasta el juicio. Sabía también que su juicio se había pospuesto
hasta una de las sesiones del Tribunal Criminal Central, basándose en prejuicios
generales y en la falta de tiempo para la preparación de la defensa. Pude también saber,
aunque no lo creo, en qué momento se celebrarían las sesiones del juicio pospuesto.
Mi sala de estar, el dormitorio y el vestidor están todos en el mismo piso. Con el
vestidor sólo hay comunicación a través del dormitorio. La verdad es que en él hay una
puerta que en otro tiempo comunicaba con la escalera, pero desde hacía años una parte
de las tuberías de mi baño pasaba por ella. En ese mismo período, y como parte del
mismo arreglo, la puerta había sido claveteada y recubierta de lienzo.
Una noche me encontraba de pie en mi dormitorio, a una hora tardía, dando unas
instrucciones a mi criado antes de que éste se acostara. Me encontraba de cara a la
única puerta disponible de comunicación con el vestidor, que estaba cerrada. Mi criado
le daba la espalda a esa puerta. Mientras le estaba hablando vi que se abría y que un
hombre miraba hacia el interior, haciéndome señas en una actitud de ansiedad y
misterio. Era el mismo hombre que iba en segundo lugar por Piccadilly, y cuyo rostro
tenía el color de cera sucia.
Tras hacerme señas, retrocedió y cerró la puerta. Sin mayor retraso que el
necesario para cruzar el dormitorio, abrí la puerta del vestidor y miré en el interior.
Llevaba ya una vela encendida en la mano. No tuve ninguna expectativa interior de
que fuera a ver a esa persona en el vestidor, y no la vi allí.
Dándome cuenta de que mi criado parecía sorprendido, me volví hacia él y le dije:
—Derrick, ¿pensará que conservo el sentido si le digo que creí ver un...?
Mientras estaba allí, le puse una mano sobre el pecho y con un sobresalto
repentino se puso él a temblar violentamente y contestó:
—¡Oh, señor, claro que sí, señor! ¡Un cadáver haciéndole señas!
Estoy convencido de que John Derrick, mi criado fiel durante más de veinte años,
no tuvo la menor impresión de haber visto esa aparición hasta que le toqué. Cuando lo
hice, el cambio que se produjo en él fue tan sorprendente que creo absolutamente que
obtuvo su impresión, de alguna manera oculta, a través de mí y en ese preciso instante.
Le pedí a John Derrick que trajera un poco de brandy y le di una copa,
alegrándome de tomar yo otra. De lo que había sucedido antes del fenómeno de aquella
noche no le conté una sola palabra. Reflexionando sobre ello, estaba absolutamente
seguro de que nunca antes había visto ese rostro, salvo en aquella ocasión en
Piccadilly. Comparando la expresión que tenía al hacerme señas desde la puerta con la
expresión en el momento en que levantó la vista para mirarme, mientras yo estaba de
pie junto a la ventana, llegué a la conclusión de que en la primera ocasión había tratado
de adherirse a mi recuerdo, y de que en la segunda había querido asegurarse de que lo
recordaba inmediatamente.
Aquella noche no me resultó muy cómoda, aunque tenía la certidumbre, difícil de
explicar, de que la aparición no regresaría. Cuando llegó la luz del día caí en un sueño
profundo del que me despertó John Derrick, que vino junto a mi cama con un papel en
la mano.
Por lo visto ese papel había sido motivo de un altercado en la puerta entre su
portador y mi criado.
Se me citaba en él para que sirviera como jurado en la siguiente sesión del
Tribunal Criminal Central, en el Old Bailey. Como John Derrick sabía bien, nunca
antes me habían citado para ese jurado. Mi criado estaba convencido, aunque en este
momento no estoy seguro de si tenía razón o no, de que los jurados que se elegían
habitualmente tenían una calificación social inferior a la mía, y por eso se había
negado en principio a aceptar la citación. El hombre que la llevaba se tomó el asunto
con gran frialdad. Afirmó que mi asistencia o no le importaba en absoluto; la citación
estaba allí y el atenderla o no era un riesgo mío, no suyo.
Durante uno o dos días dudé si debía responder a esa llamada o no hacerle caso.
No era consciente de que se estuviera produciendo la menor atracción, influencia o
desviación misteriosa. De eso estoy tan absolutamente seguro como de cualquier otra
afirmación que haga aquí. Finalmente decidí que asistiría porque significaría una
interrupción en la monotonía de mi vida.
El día designado fue una mañana fría del mes de noviembre. En Piccadilly había
una niebla densa y oscura que se volvió claramente negra en los alrededores opresivos
del Tribunal de Temple. Los pasillos y escaleras del Palacio de justicia me parecieron
resplandecientemente iluminados con gas, y el propio tribunal estaba similarmente
iluminado. Creo que hasta que fui conducido por los oficiales al tribunal antiguo y lo
vi abarrotado de gente no sabía que ese día iba a juzgarse al asesino. Creo que hasta
que me ayudaron a entrar en el tribunal antiguo con considerable dificultad, no sabía a
cuál de los dos tribunales se me había citado. Pero no hay que toma esto como una
afirmación rotunda, pues no esto; totalmente seguro de que fuera así.
Tomé asiento en el lugar designado para que aguardaran los jurados y miré a mi
alrededor en e tribunal lo mejor que pude a través de la espesa nube de niebla y
alientos. Observé un vapor negro que colgaba como una cortina lóbrega por la parte
exterior de los grandes ventanales, y observé y presté atención al sonido ahogado de
las ruedas sobre la paja o el cascajo que cubrían la calle; presté también atención al
murmullo de las personas que allí se reunían, y que traspasaba de vez en cuando un
silbido agudo, o un saludo o una canción más fuertes que el resto. Poco después
entraron los jueces que eran dos, y tomaron asiento. El zumbido de tribunal decayó
mucho. Se ordenó que entrara e asesino. Y en el mismo instante en el que entró re
conocí en él al primero de los dos hombres que habían bajado por Piccadilly.
Si en ese momento hubieran pronunciado un nombre dudo que hubiera sido capaz
de responde de forma audible. Pero lo pronunciaron en sexto octavo lugar, y para
entonces fui capaz de decir «presente!» Y ahora, preste atención el lector. Cuando m
dirigí hacia mi asiento de jurado el prisionero, que había estado mirándolo todo
atentamente pero si dar signo alguno de preocupación, se agitó violentamente y llamó
por señas a su abogado. El deseo de prisionero de recusarme resultaba tan manifiesto
que produjo una pausa durante la cual el abogado, apoyando una mano en el banquillo
de los acusados, habló en susurros con su cliente mientras sacudía la cabeza. Más tarde,
aquel caballero me dijo que las primeras palabras aterradas que le dijo el prisionero
fueron: «¡Sea como sea, recuse a ese hombre!», pero como no le daba razón alguna
para ello, y admitió que ni siquiera conocía mi nombre hasta que lo pronunciaron en voz
alta y yo me presenté, no lo hizo.
Por las razones ya explicadas, la de que deseo evitar el revivir el recuerdo
desagradable de ese asesino, y también que un relato detallado de su largo juicio no es
en absoluto indispensable para mi narración, me limitaré a aquellos incidentes que se
relacionan directamente con mi curiosa experiencia personal y se produjeron en los diez
días y noches durante los que los miembros del jurado estuvimos juntos. Trato de que mi
lector se interese por eso, y no por el asesino. Es a eso, y no a una página del calendario
de Newgate, a lo que pido al lector que preste atención.
Me eligieron presidente del jurado. En la segunda mañana, después de que se
hubieran presentado pruebas durante dos horas (lo sé porque oí las campanadas del reloj
de la iglesia), al recorrer con la mirada a mis compañeros del jurado* me resultó
inexplicablemente difícil contarlos. Lo hice así varias veces, pero siempre con la misma
dificultad. En resumen, contaba uno de más.
Toqué al miembro del jurado que se sentaba junto a mí y le susurré:
—Le ruego que haga el favor de contarnos. Pareció sorprenderse con la petición,
pero gir ó la cabeza y contó el número de miembros.
—Bueno —contestó de pronto—, somos tres..., pero, no, no es posible. No. Somos
doce.
De acuerdo con las cuentas que hice aquel día—, teníamos siempre razón en el
detalle, pero en la cuenta general siempre nos salía uno de más. No había ninguna
aparición ni figura que pudiera explicarlo, pero para entonces tenía ya interiormente la
sensación de que la aparición estaba implicad en el error.
El jurado se albergaba en la London Taverr Dormíamos todos en una sala amplia
sobre mesa separadas, y estábamos constantemente a cargo bajo la vigilancia del oficial
que había jurado mar tenernos a salvo. No veo razón alguna para no incluir el nombre
auténtico de ese oficial. Era inteligente, muy cortés y servicial, y también (de lo que me
alegré al enterarme) muy respetado en la ciudad Tenía una presencia agradable, ojos
hermosos, un—, envidiables patillas negras y una voz agradable y sonora. Se llamaba
señor Harker.
Cuando por la noche se iba cada uno de los do( a su cama, colocaban la del señor
Harker cruzada e la puerta. En la noche del segundo día, como no m apetecía acostarme
y vi al señor Harker sentido e su cama, me acerqué y me senté junto a él, ofreciéndole un
pellizco de rapé. En cuanto la mano del señor Harker tocó la mía al coger el rapé de la
caja, sacudió un estremecimiento peculiar y pregunte
—¿Quién es ése?
Miré la habitación siguiendo la dirección de los ojos del señor Harker y vi de
nuevo la figura que esperaba: al segundo de los dos hombres que habían bajado por
Piccadilly. Me levanté y avancé unos pasos; después me detuve y, dándome la vuelta,
miré al señor Harker. Parecía despreocupado, se echó a reír y comentó con un tono
agradable:
—Pensé por un momento que teníamos otro miembro del jurado, y que le faltaba
una cama. Pero me doy cuenta de que fue un reflejo de la luna.
No hice revelación alguna al señor Harker, pero le invité a que paseara conmigo
hasta el extremo de la habitación y observé lo que hacía la figura. Se quedaba en pie
unos momentos junto a la cama de cada uno de los miembros del jurado, cerca de la
almohada. Se colocaba siempre al lado derecho de la cama, y siempre también cruzaba
hasta la cama siguiente pasando por los pies. Por la acción de su cabeza parecía que
simplemente se quedaba mirando pensativamente a cada uno de los jurados acostados.
No me prestó atención a mí, ni mi cama, que era la más próxima a la del señor Harker.
Después dio la impresión de salir por donde entraba la luz de la luna, a través de un
alto ventanal, como si subiera por un tramo de escaleras situado en el aire.
A la mañana siguiente, durante el desayuno, descubrimos que todos los presentes,
salvo el señor Harker y yo, habían soñado la noche anterior con el hombre asesinado.
Estaba ya convencido de que el segundo hombre que había bajado por Piccadilly
era el asesinado (por así decirlo), como si su testimonio inmediato así me lo hubiera
hecho saber. Pero aun así aquello sucedía de una manera para la que yo no me
encontraba preparado.
Durante el quinto día del juicio, cuando el fiscal estaba terminando su caso,
presentó una miniatura del asesinado que faltaba en su dormitorio cuando se descubrió
el hecho y que después fue encontrada en un lugar oculto en el que el asesino había
sido visto cavando en el suelo. Tras ser identificada por el testigo, la presentaron al
tribunal y luego la pasaron al jurado para que éste la inspeccionara. Mientras un oficial
vestido con una túnica negra se dirigía con la miniatura hacia mí, la figura del segundo
hombre que había bajado impetuosamente por Piccadilly surgió de la multitud, le cogió
la miniatura al oficial y me la entregó con sus propias manos, al mismo tiempo que en
un tono bajo y hueco me decía antes de que yo viera la miniatura, metida en una caja:
—Entonces yo era más joven, y la sangre no faltaba en mi rostro.
Después se interpuso entre mí y el jurado al que yo entregué la miniatura, y entre
éste y el siguiente, y así entre todos hasta que la miniatura volvió a mí. Sin embargo,
ninguno de los miembros del jurado lo detectó.
En la mesa, y en general cuando nos encerrábamos bajo la custodia del señor
Harker, como era natural, hablábamos mucho rato sobre las diligencias del día. En el
día quinto el fiscal cerró el caso por lo que, como esa parte de la cuestión se había
completado ante nosotros, nuestra discusión fue más animada y seria. Había entre
nosotros uno de los idiotas de inteligencia más cerrada que he visto nunca, que recibía la
evidencia más clara con las objeciones más absurdas, y a quien le ayudaban dos flojos
parásitos parroquiales; los tres pertenecían a las listas de jurados de un distrito tan
atacado por la fiebre que debían haber juzgado a quinientos asesinos. Hacia la media
noche, que era cuando algunos de nosotros nos disponíamos ya a acostarnos y esos
zopencos enredones armaban mayor alboroto, vi de nuevo al asesinado. Estaba de pie
tras ellos, ceñudo, y me hizo señas. Al ir hacia ellos e irrumpir en la conversación,
desapareció inmediatamente. Ése fue el inicio de una serie de apariciones producidas en
la larga habitación en la que éramos confinados. Siempre que un grupo de jurados se
unía a conversar, veía entre ellos la cabeza del asesinado. Y siempre que la comparación
de notas que hacían iba en contra de él, me hacía señas de una manera solemne e
irresistible.
Recuérdese que hasta el quinto día del juicio, en el que se presentó la miniatura,
nunca había visto la aparición en el tribunal. Cuando la defensa empezó el caso se
produjeron tres cambios. Me referiré primero a dos de ellos. La figura aparecía ahora
continuamente en el tribunal, y nunca se dirigía a mí, sino siempre a la persona que
estaba hablando en ese momento. Por ejemplo: a la víctima le habían abierto la garganta.
En el discurso inicial de la defensa se sugirió que el propio fallecido se la podía haber
cortado a sí mismo. En ese mismo momento la figura, con la garganta en la terrible
condición que acababa de describirse (y eso lo había ocultado antes), se puso de pie
junto al codo del que hablaba, moviendo hacia un lado y otro la tráquea, una vez con la
mano derecha y otra con la izquierda, sugiriendo vigorosamente a quien hablaba la
imposibilidad de que se hubiera podido infligir a sí mismo la herida con cualquier mano.
En otro caso, cuando un testigo de conducta, una mujer, informaba que el prisionero era
muy amable con la humanidad, en ese instante la figura se plantó en el suelo delante de
ella, le miró directamente a la cara y señaló el semblante maligno del prisionero
extendiendo el brazo y un dedo.
El tercer cambio, al que me referiré ahora, fue el que de manera más marcada y
notable me impresionó. No voy a teorizar sobre él; lo expreso con precisión, y nada más.
Aunque la aparición no era percibida por aquellos a los que se dirigía, cuando se
acercaba éstos invariablemente se alarmaban y turbaban. Tuve la impresión de que era
como si unas leyes que yo desconocía le impidieran revelarse plenamente a los demás,
pero que al mismo tiempo pudiera afectar sus mentes de una manera visible, silenciosa y
oscura. Cuando el defensor principal sugirió la hipótesis del suicidio, y la figura se
plantó junto al codo de tan ilustrado caballero, haciendo terribles gestos como si se
estuviera cortando la garganta, es innegable que el defensor titubeó en su discurso,
perdió durante varios segundos el hilo de su ingeniosa argumentación, se limpió la
frente con el pañuelo y se puso extremadamente pálido. Cuando la testigo de conducta
estuvo delante de la aparición, siguió con los ojos la dirección que le señalaba el dedo,
contemplando con gran vacilación y turbación el rostro del prisionero. Bastarán dos
ejemplos adicionales. En el octavo día del juicio, tras una pausa que se hacía siempre a
primera hora de la tarde para descansar y refrescarnos unos minutos, regresé a la sala
del juicio con los demás miembros del jurado poco antes de que entraran los jueces.
Encontrándome de pie en la zona que nos estaba destinada y mirando a mi alrededor,
pensé que la figura no estaba allí, hasta que elevé mis ojos a la galería y la vi inclinada
hacia delante sobre una mujer de apariencia muy decente, como si tratara de asegurarse
de si los jueces habían ocupado o no sus asientos. Inmediatamente después, la mujer
lanzó un grito, se desmayó y tuvieron que sacarla. Lo mismo sucedió con el venerable,
sagaz y paciente juez que dirigía el juicio. Cuando terminado el caso se concentraba en
sus papeles para el resumen, la víctima, entrando por la puerta del juez, avanzó hasta la
mesa de su señoría y miró ansiosamente por encima del hombro de éste las páginas de
notas que iba pasando. Entonces se produjo un cambio en el rostro de su señoría; su
mano se detuvo; tuvo ese estremecimiento peculiar que yo conocía tan bien, y exclamó
con vacilación:
—Caballeros, excúsenme unos momentos. Me siento algo oprimido por el aire
viciado —y tras decir eso, no se recuperó hasta beber un vaso de agua.
A lo largo de la monotonía de seis de aquello diez interminables días (los mismos
jueces y ayudantes en el tribunal, el mismo asesino en el banquillo de los acusados, los
mismos abogados en la mesa, el mismo tono de preguntas y respuestas elevándose
hasta el techo de la sala, el mismo ruido que hacía la pluma del juez, los mismos
ujieres saliendo, y entrando, las mismas luces que se encendían a la misma hora,
cuando todavía brillaba la luz natural de día, la misma cortina neblinosa en el exterior
d los grandes ventanales cuando había niebla, la misma lluvia goteando y produciendo
un ruido acompasado cuando llovía, un día tras otro las mismas huellas de los
vigilantes y el prisionero sobre el mismo serrín, las mismas llaves cerrando y abriendo
las mismas pesadas puertas), a través de toda esta fatigosa monotonía que me hacía
sentirme como si fuera el presidente del jurado desde hacia muchísimo, tiempo, y
Piccadilly hubiera florecido al mismo, tiempo que Babilonia, el asesinado no perdió
nunca un solo rasgo de claridad ante mis ojos, ni fue e momento alguno menos
evidente y perceptible que cualquier otra persona que allí hubiera. No debe, omitir,
pues es un hecho, que nunca vi que la aparición a la que doy el nombre de asesinado
mirara asesino. Una y otra vez me preguntaba por el motivo de que no lo hiciera, pero
el hecho es que nunca lo hizo.
Tampoco volvió a mirarme a mí desde que sacaron la miniatura hasta los últimos
minutos del juicio. Nos retiramos a deliberar a las diez horas menos siete minutos de la
noche. El idiota del grupo y los dos parásitos de su parroquia nos dieron tantos
problemas que por dos veces regresamos al tribunal para rogar que nos leyeran de
nuevo determinados extractos de las notas del juez. Nueve de nosotros no teníamos la
menor duda sobre los pasajes, ni creo que la tuviera nadie del tribunal; sin embargo, el
triunvirato de zopencos no tenía otro propósito que el de la obstrucción, y discutían por
cualquier motivo. Al final prevaleció nuestra opinión y el jurado volvió a entrar en la
sala a las diez y doce minutos.
El asesinado estaba en ese momento en pie directamente enfrente del jurado, al
otro lado de la sala. Cuando ocupé mi lugar, posó sus ojos en mí con la mayor
atención; pareció satisfecho y lentamente agitó un enorme velo gris que por primera
vez llevaba sobre el brazo, sobre la cabeza y sobre toda su figura. Cuando pronuncié el
veredicto, «culpable», desapareció el velo y con él todo lo que cubría, quedando vacío
ese espacio.
Cuando el juez preguntó al asesino, según la costumbre, si tenía algo que añadir
antes de que se dictara la sentencia de muerte, pronunció vagamente algo que en los
titulares de los periódicos del día siguiente fue descrito como «unas palabras audibles a
medias, incoherentes y vagas en las que creyó entenderse que se quejaba de no haber
tenido un juicio justo, porque el presidente del jurado estaba predispuesto contra él».
La notable declaración que hizo realmente fue ésta: «Señor, sabía que era un hombre
condenado desde el momento en que entró el presidente del jurado. Señor, sabía que
nunca me dejaría libre porque antes de apresarme apareció junto a mi cama por la
noche, me despertó y puso una soga alrededor de mí cuello».
[De All the Year Round
Fantasmas de Navidad
Me gusta volver a casa en Navidad. Todos lo hacemos, o deberíamos hacerlo.
Deberíamos volver a casa en vacaciones, cuanto más largas mejor, desde el internado en
el que nos pasamos la vida trabajando en nuestras tablas aritméticas, para así descansar.
Viajamos hasta casa a través de un paisaje invernal; por campos cubiertos por una niebla
baja, entre pantanos y brumas, subiendo prolongadas colinas, que se van volviendo
oscuras como cavernas entre las espesas plantaciones que llegan a tapar casi las estrellas
chispeantes; y así hasta que estamos en las amplias mesetas y finalmente nos detenemos,
con un silencio repentino, en una avenida. En el aire helado la campana de la puerta
tiene un sonido profundo que casi parece terrible; la puerta se abre sobre sus goznes y al
llegar hasta una casa grande las brillantes luces nos parecen más grandes tras las
ventanas, y las filas de árboles que hay frente a ellas parecen apartarse solemnemente
hacia los lados, como para dejarnos pasar. Durante todo el día, a intervalos, una liebre
asustada ha salido corriendo a través de la hierba cubierta de nieve; o el repiqueteo
distante de un rebaño de ciervos pisoteando el duro hielo ha acabado también, por un
minuto, con el silencio. Si pudiéramos verles sus ojos vigilantes bajo los helechos,
brillarían ahora como las gotas heladas de rocío sobre las hojas; pero están
inmóviles, y todo está callado. Y así, las luces se van haciendo más grandes, y los
árboles se apartan hacia atrás ante nosotros para cerrarse de nuevo a nuestra
espalda, como impidiéndonos la retirada, y llegamos a la casa.
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Probablemente huele todo el tiempo a castañas asadas y otras cosas buenas y
reconfortantes, pues estamos contando historias de Navidad, historias de fantasmas, o
más vergonzosas para nosotros, alrededor del fuego de Navidad, y no nos hemos movido
salvo para acercarnos un poco más a él. Pero dejemos eso. Llegamos a la casa y es una
casa antigua, repleta de grandes chimeneas en las que la leña arde en el hogar sobre
viejas tenazas, y retratos horrendos (algunos de ellos con leyendas también horrendas)
miran con saña y desconfianza desde el entablado de roble de las paredes. Somos un
noble de edad mediana y damos una generosa cena con nuestro anfitrión y anfitriona y
sus invitados, es Navidad y la vieja casa está llena de invitados, y después nos vamos a
la cama. Nuestra habitación es muy antigua. Está recubierta de tapices. No nos gusta el
retrato de un caballero vestido de verde colocado sobre la repisa de la chimenea. En el
techo hay grandes vigas negras y para nuestro acomodo particular contamos con una
enorme cama negra a la que en los pies le sirven de apoyo dos figuras negras también
grandes que parecen salidas de dos tumbas de la antigua iglesia que tenía el barón en el
parque. Pero no somos un noble supersticioso, y no nos importa. ¡Todo v—, bien!
Despedimos a nuestro criado, cerramos la puerta y nos sentamos delante del fuego
vestido: con el camisón, meditando en muchas cosas. Final mente, nos metemos en la
cama. ¡Muy bien! No podemos dormir. Damos vueltas y más vueltas, pero no podemos
dormir. Las ascuas de la chimenea arden bien y dan a la habitación un aspecto fantasmal
No podemos evitar escudriñar, por encima del cobertor, las dos figuras negras y el
caballero... ese caballero vestido de verde y de apariencia perversa Con la luz
parpadeante dan la impresión de avanza y retroceder: lo cual, a pesar de que no seamos
et absoluto un noble supersticioso, no resulta agradable. ¡Muy bien! Nos ponemos
nerviosos... más y más nerviosos. Decimos: «esto es una verdadera es tupidez, pero no
podemos soportarlo; simularemos estar enfermos y llamaremos a alguien». ¡Muy bien
Precisamente vamos a hacerlo cuando la puerta cerrada se abre y entra una mujer joven,
de palidez mortal y de cabellos rubios y largos que se desliza hasta la chimenea, y se
sienta en la silla que hemos dejado allí, frotándose las manos. Nos damos cuenta
entonces de que su ropa está húmeda. La lengua se nos pega al velo del paladar y no
somos capaces de hablar, pero la observamos con precisión. Su ropa está húmeda, su
largo cabello está salpicado de barro húmedo, va vestida según la moda de hace do:
cientos años, y lleva en su ceñidor un manojo de 11, ves oxidadas. ¡Muy bien! Se sienta
allí y ni siquiera podemos desmayarnos del estado en el que no encontramos. Entonces
ella se levanta y prueba todas las cerraduras de la habitación con las llaves oxidadas, sin
que encuentre ninguna que vaya bien; después fija la mirada en el retrato del caballero
vestido de verde y con una voz baja y terrible exclama:
«¡El hombre lo sabe!» Después se vuelve a frotar las manos, pasa junto al borde de
la cama y sale por la puerta. Nos apresuramos a ponernos la bata, cogemos las pistolas
(siempre viajamos con ellas) y la seguimos, pero encontramos la puerta cerrada. Damos
la vuelta a la llave, miramos en el pasillo oscuro y no hay nadie. Lo recorremos tratando
de encontrar a nuestro criado. No es posible. Recorremos el pasillo hasta que despunta el
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día y luego regresamos a nuestra habitación vacía, caemos dormidos y nos despierta
nuestro criado (nunca hay nada que le hechice a él) y el sol brillante. ¡Muy bien!
Tomamos un desayuno terrible y todos dicen que tenemos un aspecto extraño. Después
del desayuno paseamos por la casa con nuestro anfitrión, y le conducimos hasta el
retrato del caballero vestido de verde, y entonces se aclara todo. Se comportó con
falsedad con una joven ama de llaves unida en otro tiempo a esa familia, y famosa por su
belleza, que se ahogó en un lago y cuyo cuerpo fue descubierto al cabo de mucho tiempo
porque los ciervos se negaban a beber el agua. Desde entonces se ha dicho entre susurros
que ella atraviesa la casa a medianoche (pero que va especialmente a esa habitación, en
donde acostumbraba a dormir el caballero vestido de verde) probando las viejas
cerraduras con las llaves oxidadas. ¡Bien! Le contamos a nuestro anfitrión lo que hemos
visto, y una sombra cubre sus rasgos tras lo que nos suplica que guardemos silencio; y
así se hace. Pero todo es cierto; y lo contamos, antes de morir (ahora estamos muertos) a
muchas personas responsables.
Es infinito el número de casas antiguas con galerías resonantes, dormitorios
lúgubres y alas encantadas cerradas durante muchos años, por las cuales podemos
pasear, con un agradable hormigueo subiéndonos por la espalda y encontrarnos algunos
fantasmas, pero quizá sea digno de mención afirmar que se reducen a muy pocos tipos y
clases generales; pues los fantasmas tienen poca originalidad y «caminan» por caminos
trillados. Sucede, por ejemplo, que en una determinada habitación de un cierto salón
antiguo en donde se suicidó un malvado lord, barón, o caballero, hay en el suelo algunas
tablas de las que no se puede borrar la sangre. Raspas y raspas, como el actual dueño ha
hecho, o cepillas y cepillas; como hizo su padre, o friegas y friegas, como hizo su
abuelo, o quemas y quemas con ácidos fuertes, como hizo el bisabuelo, pero la sangre
seguirá estando allí, ni más roja ni más pálida, ni en mayor ni en menor cantidad;
siempre igual. En otra de esas casas hay una puerta encantada que nunca se abrirá; u otra
que nunca se cerrará; o un sonido de una rueda de hilar, o un martillo, o unos pasos, o un
grito, o un suspiro, un galope de caballos o el rechinar de unas cadenas. O hay un reloj
que a medianoche da trece campanadas cuando va a morir el cabeza de familia, o un
carruaje sombrío, negro e inmóvil que ve siempre en esos momentos alguien que
aguardaba cerca de las amplias puertas del patio del establo. O sucede, como en el caso
de Lady Mary, que fue a visitar una casa situada en los Highlands escoceses, y como
estaba fatigada por su largo viaje se retiró pronto a la cama y a la mañana siguiente dijo
con toda inocencia en la mesa del desayuno:
—¡Me resultó muy extraño que celebraran una fiesta a una hora tan tardía anoche
en este remoto lugar y no me hablaran de ella antes de que me acostara!
Entonces todos preguntaron a Lady Mary lo que quería decir. Y ésta contestó:
—Bueno, anoche todo el tiempo oí carruajes que daban vueltas y más vueltas
alrededor de la terraza, bajo mi ventana.
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Entonces el dueño de la casa se puso pálido, lo mismo que su señora, y Charles
Macdoodle de Macdoodle hizo señas a Lady Mary de que no dijera más, y todos
guardaron silencio. Tras el desayuno, Charles Macdoodle le contó a Lady Mary que
según una tradición de la familia era un presagio de muerte que los carruajes dieran
vueltas por la terraza. Y así fue, pues dos meses más tarde moría la señora de la casa. Y
Lady Mary, que era doncella de honor en la Corte, contó a menudo esta historia a la
Reina Charlotte; y es por esto que el viejo rey decía siempre: «¿Cómo, cómo? ¿Qué,
qué? ¿Fantasmas, fantasmas? ¡No existen, no existen!» Y no dejaba de decir esa frase
hasta que se iba a la cama.
Y ahora bien, un amigo de alguien al que casi todos conocemos, cuando era un
joven que estaba cursando estudios tenía un amigo especial con e que había hecho el
pacto de que, si era posible que e espíritu retornara a esta tierra después de separarse del
cuerpo, aquel de los dos que muriera primero se le aparecería al otro. Nuestro amigo se
olvidó de ese pacto con el curso del tiempo; los dos jóvenes habían progresado en la
vida, habían tomado camino; divergentes y se habían separado. Pero una noche muchos
años después, estando nuestro amigo en e norte de Inglaterra, y quedándose a pasar la
noche en una posada de Yorkshire Moors, miró desde la cama hacia fuera; y allí, bajo la
luz de la luna, apoyado en un buró cercano a la ventana, y mirándole fijamente, vio a su
antiguo compañero de estudios Cuando éste se dirigió con solemnidad hacia la
aparición, ésta respondió en una especie de susurre pero bien audible:
—No te acerques a mí. Estoy muerto. He venido aquí para cumplir mi promesa.
¡Vengo del otro mundo, pero no puedo revelar sus secretos!
En ese momento empezó a volverse más pálido y se fundió, por así decirlo, con la
luz de la luna, desapareciendo en ella.
O está el caso de la hija del primer ocupante de lo pintoresca casa isabelina, tan
famosa en nuestra vecindad. ¿Ha oído hablar de ella? ¿No? Bueno, la hija salió una
noche de verano en el momento del crepúsculo; era una joven muy hermosa, de
diecisiete años de edad, y se disponía a coger flores del jardín: pero de pronto llegó
corriendo, aterrada, hasta el salón donde estaba su padre, a quien le dijo:
—¡Ay, querido padre, me he encontrado conmigo misma!
Él la cogió en sus brazos y le dijo que todo era una fantasía, pero ella replicó:
—¡Oh, no! Me encontré conmigo en el camino ancho, y yo estaba pálida, y recogía
flores marchitas, y giraba la cabeza y las levantaba!
Y aquella noche murió la joven; y se empezó a hacer un cuadro con su historia,
pero no se terminó nunca, y dicen que ha estado hasta hoy en algún lugar de la casa, con
el rostro vuelto hacia la pared.
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O la historia del tío de la esposa de mi hermano, que volvía a casa cabalgando al
atardecer de un hermoso día y en una calle arbolada cercana a su casa vio a un hombre
de pie ante él en el centro mismo de la estrecha calzada.
«¿Qué hace ese hombre del manto ahí parado?», pensó. «¿Quiere que pase con el
caballo por encima de él?»
Pero la figura no se movió. Al verlo tan quieto tuvo una sensación extraña, pero
siguió avanzando, aunque aflojando el trote. Cuando estuvo tan cerca que llegó a tocarlo
casi con el estribo el caballo se asustó y la figura se deslizó hacia arriba, hasta la acera,
de una manera curiosa y nada natural: hacia atrás, sin que pareciera utilizar los pies,
hasta que desapareció. El tío de la esposa de mi hermano exclamó:
—¡Por el Dios de los cielos! ¡Si es mi primo Harry, el de Bombay!
Espoleó el caballo, que de pronto se había puesto a sudar profusamente, y
extrañándose de tan rara conducta dio la vuelta para dirigirse hacia la fachada de su casa.
Cuando llegó allí vio la misma figura, que pasaba en ese momento junto a la alargada
ventana francesa de la sala de estar, en la planta baja. Le pasó las bridas a un criado y se
dirigió presurosamente hacia la figura. Allí estaba sentada su hermana, a solas. Alice,
¿dónde está mi primo Harry?
—¿Tu primo Harry, John?
—Sí, el de Bombay. Acabo de encontrarme con él ahora en la avenida, y le vi
entrar aquí hace un instante.
Pero nadie había visto a nadie; y tal como después se supo, en ese mismo instante
moría en India aquel primo.
O está la historia de esa sensible y anciana dama soltera que murió a los noventa y
nueve años de edad manteniendo sus facultades hasta el último momento y vio
realmente al chico huérfano. Es una historia que a menudo se ha —contado
incorrectamente, pero de la que la verdad auténtica es ésta, lo sé porque en realidad es
una historia de nuestra familia, y ella era amiga de la casa. Cuando tenía unos cuarenta
años de edad, y seguía poseyendo una hermosura poco común (su amado murió joven,
razón por la cual ella nunca se casó, a pesar de tener numerosas ofertas), fijó su
residencia en un lugar de Kent, que su hermano, un comerciante con India, había
comprado recientemente.
Se contaba la historia de que en otro tiempo aquel lugar estuvo a cargo del tutor de
un joven; que ese tutor sería el segundo heredero y que mató
al muchacho con su tratamiento duro y cruel. Ella nada sabía de tales cosas. Se ha
dicho que en el dormitorio de ella había una jaula en la que el tutor solía encerrar al
muchacho. Es falso. Sólo había un gabinete. Ella se acostó, no hizo llamada alguna
durante la noche, pero por la mañana le dijo con toda tranquilidad a la doncella cuando
ésta entró:
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—¿Quién es ese guapo mocito de aspecto abandonado que estuvo mirando hacia
fuera desde el gabinete toda la noche?
La doncella contestó lanzando un fuerte grito y echando a correr al instante. La
dama se sorprendió de aquello, pero era una mujer de notable fuerza mental, por lo que
se vistió ella sola, bajó las escaleras y acudió a reunirse con su hermano:
—Walter, toda la noche me ha estado inquietando un guapo mocito de aspecto
abandonado que constantemente miraba hacia fuera desde el gabinete que hay en mi
habitación, y que no puedo abrir. Ahí debe haber algún truco.
—Me temo que no, Charlotte —contestó el hermano—, pues es la leyenda de la
casa. Es el huérfano. ¿Qué es lo que hizo?
—Abrió la puerta con suavidad y miró hacia fuera. A veces penetraba uno o dos
pasos en la habitación. Entonces yo le llamaba, para animarle, y él se encogía, se
estremecía y volvía a meterse de nuevo, cerrando la puerta.
—Charlotte, el gabinete no tiene comunicación con ninguna otra parte de la casa,
y está cerrado con clavos.
Aquello era indudablemente cierto y dos carpinteros necesitaron una mañana
entera para abrir la puerta y poder examinar el gabinete. Sólo entonces Charlotte quedó
convencida de que había visto al huérfano. Pero lo terrible de la historia es que fue
visto sucesivamente por tres de los hijos de su hermano, todos los cuales murieron
jóvenes. En cada ocasión, el niño enfermaba, regresaba a casa con fiebre, doce horas
antes de la muerte, y le decía a su madre que había estado jugando bajo un cierto roble
que había en un prado con un chico extraño, un chico de buen aspecto, pero que
parecía abandonado, que era muy tímido y le hacía señas. A partir de esa experiencia
fatal los padres llegaron a saber que se trataba del huérfano, y que el destino del niño al
que había elegido como compañero de juegos estaba seguramente fijado.
La novia del ahorcado
Era una auténtica casa antigua de muy curios descripción, en la que abundaban las
viejas tallas las vigas, los tablones, y que tenía una excelente antigua caja de escalera
con una galería o escales superior separada de la primera por una curiosa estacada de
roble viejo o de caoba de Honduras. Es y seguirá siendo durante muchos años una casa
de notable pintoresquismo; y en la profundidad d los viejos tablones de caoba habitaba
un misterio grave, como si fueran lagunas profundas de agua o,, cura, como las que sin
duda habían existido entre ellos cuando eran árboles, dando al conjunto un carácter muy
misterioso a la caída de la noche.
Cuando nada más bajar del coche el señor Goodchild y señor Idle se presentaron
por primera vez en la puerta y penetraron en el sombrío y hermoso salón, fueron
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recibidos por media docena d ancianos silenciosos vestidos de negro, todos exactamente
igual, que se deslizaron escaleras arriba junto a los serviciales propietario y camarero,
pero sin que pareciera que se estuvieran entrometiendo en su camino, o les importara si
lo estaban haciendo no, y que se apartaron hacia la derecha y la izquierda de la vieja
escalera cuando los huéspedes entraron en la sala de estar. Era un día claro y brillante,
pero al cerrar la puerta el señor Goodchild dijo: —¿Quién demonios son esos
ancianos?
Y poco después, cuando ambos salieron y entraron, no observaron que hubiera
anciano alguno. Desde entonces los ancianos no volvieron a reaparecer, ni siquiera uno
de ellos. Los dos amigos habían pasado una noche en la casa pero no habían vuelto a
verlos. El señor Goodchild paseó por la casa, revisó los pasillos y miró en las puertas,
pero no encontró ningún anciano; por lo visto, ningún miembro del establecimiento
echaba en falta a anciano alguno ni lo esperaba.
Otra circunstancia extraña llamó la atención de los dos amigos. Era que la puerta
de la sala de estar no se quedaba quieta un cuarto de hora entero. La abrían con
titubeos, o confiadamente, la abrían un poco, o mucho, pero siempre la volvían a cerrar
de golpe sin una palabra de explicación. Los dos amigos estaban leyendo, o
escribiendo, o comiendo, bebiendo, hablando o dormitando; la puerta se abría siempre
en un momento inesperado y ambos miraban hacia ella, la volvían a cerrar de nuevo y
no veían a nadie. Cuando esto había sucedido ya unas cincuenta veces, el señor
Goodchild le dijo a su compañero en tono de broma:
—Tom, empiezo a pensar que había algo raro en aquellos seis ancianos.
Llegó la segunda noche y ellos estaban escribiendo desde hacía dos o tres horas;
escribían una parte de las perezosas notas de las que se han sacado estas perezosas
páginas. Habían dejado de escribir, depositando las gafas sobre la mesa, entre ellos. La
casa estaba cerrada y tranquila. Alrededor de la cabeza de Thomas Idle, que estaba
acostado en su sofá, se hallaban suspendidas guirnaldas de humo fragante Las sienes
de Francis Goodchild se hallaban similarmente decoradas mientras estaba recostado
hacia, atrás en su sillón, con las dos manos entrelazada: tras la cabeza y las piernas
cruzadas.
Habían estado hablando de varios temas, sin omitir el de los extraños ancianos, y
se encontraban ocupados todavía en esa conversación cuando el señor Goodchild
cambió de actitud abruptamente a tiempo que se ponía a darle cuerda a su reloj.
Empezaban a sentirse lo bastante adormecidos como par, dejar de hablar por una
actividad tan ligera. Thomas ldle, que estaba hablando en ese momento, s, detuvo y
preguntó:
—¿Qué hora es?
—La una—contestó Goodchild.
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Y como si hubiese ordenado algo a uno de lo, ancianos, y la orden fuera ejecutada
con prontitud (y a decir verdad todas las órdenes eran obedecida, así en aquel excelente
hotel), se abrió la puerta i apareció en ella uno de los ancianos. No entró, sino que se
quedó en pie con la mano en la puerta.
—¡Tom, por fin, uno de los seis! —exclamó el señor Goodchild con un susurro de
sorpresa—. ¿En qué puedo servirle, señor?
—¿En qué puedo servirle, señor? —repitió el anciano.
—Yo no llamé.
—La campana lo hizo —replicó el anciano.
Dijo campana de un modo profundo y potente, como si se estuviera refiriendo a la
campana de la iglesia.
—Creo que tuve el placer de verle ayer—comentó Goodchild.
—No puedo estar seguro de ello —fue la respuesta del ceñudo anciano.
—Creo que me vio, ¿no le parece?
—¿Le vi? —preguntó el anciano—. Claro que le vi. Pero veo a muchos que
nunca me ven a mí.
Era un anciano reservado, lento, terroso y estable. Un anciano cadavérico de
lenguaje calibrado. Un anciano que parecía incapaz de pestañear, como si le hubieran
clavado los párpados a la frente. Un anciano cuyos ojos, dos puntos de fuego, no tenían
más movimiento que el que le permitiría el hecho de tenerlos unidos con la nuca por
unos tornillos que le atravesaran el cráneo y estuvieran remachados y sujetos por el
exterior, entre su cabello gris.
La noche se había vuelto tan fría para la capacidad sensorial del señor Goodchild
que se estremeció. Comentó a la ligera, como excusándose:
—Me da la impresión de que hay alguien caminando sobre mi tumba.
—No —repuso el extraño anciano—. No hay nadie allí.
El señor Goodchild miró a ldle, pero éste estaba con la cabeza envuelta en humo.
—¿Que no hay nadie allí? —dijo Goodchild.
—No hay nadie en su tumba, se lo aseguro —contestó el anciano.
Había entrado y cerrado la puerta, y ahora se sentó. No se dobló para sentarse
como hacen las otras personas, sino que dio la impresión de hundirse mientras estaba
erguido, como si cayera en un cuerpo de agua, hasta que la silla le detuvo.
—Mi amigo, el señor Idle —dijo Goodchild, deseoso de introducir a una tercera
persona en la conversación.
—Estoy al servicio del señor Idle —dijo el anciano sin mirarle.
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—Si vive usted aquí desde hace tiempo —empezó a decir Francis Goodchild.
—Así es.
—Entonces quizá pueda aclararnos una cuestión acerca de la cual mi amigo y yo
dudábamos esta mañana. Han ahorcado criminales en el castillo, ¿no es así?
—Así lo creo —contestó el anciano.
—¿Les colocan con el rostro vuelto hacia esa noble vista?
—Te colocan la cabeza de cara al muro del castillo —repuso el otro—. Cuando
estás colgado, ves que sus piedras se expanden y contraen violentamente, y una
expansión y contracción similares parecen tener lugar en tu propia cabeza y en tu
pecho. Luego se produce una acometida de fuego y un terremoto, y el castillo salta por
el aire y tú caes por un precipicio.
Daba la impresión de que le molestaba la corbata. Se llevó la mano a la garganta y
movió el cuello de un lado a otro. Era un anciano cuya cara estaba como hinchada, y la
nariz vuelta e inmóvil hacia un lado, como si tuviera un pequeño gancho insertado en
esa ventanilla. El señor Goodchild se sentía muy incómodo y empezó a pensar que la
noche era calurosa, en lugar de fría.
—Una potente descripción, señor —comentó.
—Una sensación potente —le corrigió el anciano.
El señor Goodchild volvió a mirar al señor Thomas Idle, pero Thomas estaba boca
arriba con el rostro atento y vuelto hacia el anciano, sin hacer señal alguna de
reconocimiento. En ese momento le pareció al señor Goodchild que unos hilos de fuego
salían de los ojos del anciano en dirección a los suyos, y que se quedaban allí. (El señor
Goodchild, al escribir el presente relato de su experiencia, afirma con la mayor
solemnidad que tenía la poderosa sensación de que desde ese momento le obligaban a
mirar al anciano a través de esos dos hilos de fuego).
—Debo decírselo —afirmó el anciano con una mirada pétrea y fantasmal.
—¿Qué? —preguntó Francis Goodchild.
—Usted sabe dónde sucedió. ¡Ahí!
El señor Goodchild no pudo saber en ese momento, ni nunca lo sabrá, si el anciano
señalaba a la habitación de arriba, o a la de abajo, o a cualquier habitación de la antigua
casa, o una habitación de alguna otra casa antigua de esa vieja ciudad. Se sintió
confundido por la circunstancia de que el índice de la mano derecha del anciano parecía
introducirse en uno de los hilos de fuego, encenderse el propio dedo y hacer una
embestida de fuego en el aire, como si señalara hacia algún lugar. Y tras señalar, deshizo
el gesto.
—Usted sabe que ella era una novia —dijo el anciano.
—Sé que todavía envían tarta nupcial —comentó el señor Goodchild titubeando—.
Esta atmósfera me resulta oprimente.
Ella era una novia, había dicho el anciano. Era una joven hermosa, de cabellos
blondos y ojos grandes que no tenía carácter ni propósito. Una nada débil, crédula,
incapaz e indefensa. No como su madre. No, no. Lo que reflejaba era el carácter del
padre.
La madre se había preocupado de asegurárselo todo para ella, para su propia vida,
cuando el padre de esta joven (una niña en aquel momento) murió (de un desvalimiento
total, no de otra enfermedad) y entonces él renovó la amistad que en otro tiempo había
tenido con la madre. Por dinero había dejado el campo libre al hombre de cabellos
blondos y ojos grandes (o la no entidad). Pudo tolerar eso por dinero. Y quería una
compensación en dinero.
Por ello regresó al lado de aquella mujer, la madre, volvió a enamorarla, bailó a su
alrededor y se sometió a sus caprichos. Ella descargó sobre él todo capricho que tuviera,
o pudiera inventar. Y él lo soportaba. Y cuanto más lo soportaba, más quería una
compensación en dinero, y más decidido estaba a obtenerlo.
¡Pero ay! Antes de que la obtuviera, ella le engañó. En uno de sus estados
imperiosos, se quedó congelada y no volvió a descongelarse. Una noche se llevó las
manos a la cabeza, lanzó un grito, se quedó rígida, permaneció en esa actitud varias
horas y murió. Y él no había obtenido, todavía, una compensación en dinero. ¡Qué el
infierno se la llevase! Ni un solo penique.
La había odiado durante toda esa segunda relación y había ansiado vengarse de
ella. Falsificó entonces la firma de ella en un documento en el que dejaba todo lo que
tenía a su hija, de diez años entonces, a quien traspasaba absolutamente todas sus
propiedades, y se designaba a sí mismo como el tutor de la hija. Cuando deslizó el
documento bajo la almohada de la cama en la que yacía ella, se inclinó sobre un oído
sordo de la muerta y susurró:
—Orgullosa amante, hace tiempo que había decidido que, viva o muerta, me
compensarías con dinero.
Y así sólo quedaban ya dos. Él y la hermosa y estúpida hija de cabellos blondos y
ojos grandes, que después se convertiría en la novia.
Él la sometió a disciplina. En una casa retirada, oscura y oprimente, la sometió a
disciplina con una mujer vigilante y poco escrupulosa.
—Mi digna dama —le dijo—: tiene ante usted una mente que ha de ser formada,
eme ayudará a formarla?
Aceptó el encargo. Pues también quería compensación en dinero, y la había
obtenido.
La joven fue formada para que tuviera miedo de él, y en la convicción de que no
podría escaparse. Desde el principio se le enseñó a considerarlo como a su futuro
esposo, al hombre que debía casarse con ella, el destino que la ensombrecía, la
certidumbre resignada de que nunca podría escapar. La pobre tonta era como cera blanca
y blanda en las manos de ellos, y adoptó la forma con la que la modelaron. se endureció
con el tiempo. Se convirtió en parte de si misma. Inseparable de sí misma hasta el punto
d que esa forma sólo se separaría de ella si le quitara la vida.
Durante once años había habitado en la casa o: cura y su tenebroso jardín. Él tenía
celos incluso d la luz y el aire que llegaban hasta ella, y procuraba mantenerla apartada.
Cegó las amplias chimenea: ocultó las pequeñas ventanas, dejó que una hiedra de fuertes
tallos se esparciera a su capricho por la fachada de la casa, que el musgo se acumulara
en lo frutales sin podar que había en el jardín de muro rojos, que la hierba creciera sobre
sus senderos ver des y amarillos. La rodeó de imágenes de pena y desolación. Procuró
que estuviera llena de miedo hacia el lugar y las historias que sobre él le contaban,
luego, con el pretexto de corregirla, la dejaba sola c la obligaba a que se encogiera en la
oscuridad Cuando la mente de la joven se encontraba más deprimida y llena de terrores,
entonces salía él de uno de los lugares en los que se ocultaba para vigilarla, se presentaba
como su único recurso.
Así, siendo desde su niñez la única encarnación que se presentaba ante su vida con
el poder de obligar y el poder de aliviar, el poder de atar y el pode de soltar, quedaba
asegurada la ascendencia sobre la debilidad de la joven. Tenía ella veintiún años y
veintiún días cuando él llevó a la tenebrosa casa a su boba, asustada y sumisa novia de
tres semanas.
Para entonces había despedido ya a la institutriz, lo que le faltaba por hacer lo
haría mejor solo, y una noche lluviosa llegaron al escenario de su prolongada
preparación. Ella se volvió hacia él en el umbral con la lluvia goteando desde el porche
y dijo:
—¡Ay, señor, ahí está el reloj de la muerte sonando para mí!
—¡Muy bien! ¿Y qué si así fuera? —respondió él. —¡Ay, señor! ¡Tráteme
amablemente y tenga piedad de mí! Le suplico que me perdone. ¡Si me perdona haré
cualquier cosa que usted quiera!
Eso se había convertido en la cantinela constante de la pobre tonta: « le suplico
que me perdone». «Perdóneme».
No merecía ni que la odiara, sólo sentía desprecio por ella. Pero ella había estado
mucho tiempo en su camino, y hacía también tiempo que él ya se había cansado, el
trabajo estaba cerca del final y tenía que realizarlo.
—¡Estúpida, sube las escaleras! —exclamó él.
Ella obedeció inmediatamente, murmurando: «haré todo lo que usted desee».
Cuando entró en el dormitorio de la novia, habiéndose retrasado un poco por las
fuertes cerraduras que tenía la puerta principal pues estaban solos en la casa, ya que
había dispuesto que el personal de servicio tuviera libre el día), la encontró acobardada
en la esquina más lejana, y allí de pie se apretaba contra las tablas de la pared como si
quisiera meterse entre ellas. Tenía su cabello blondo alborotado sobre el rostro, y sus
ojos grandes le miraban con un terror vago.
—¿De qué tienes miedo? Ven y siéntate a mi lado. —Haré todo lo que quiera. Le
suplico que me perdone, señor. ¡Perdóneme! —le dijo con su monótona cantinela, tal
como acostumbraba.
—Ellen, mañana tendrás que escribir esto, de propio puño y letra. También
procurarás que otros te vean atareada en hacerlo. Cuando lo hayas escrito todo
perfectamente, y corregido todos los errores, llama a dos personas que haya en la casa
y firma con tu nombre delante de ellos. Después métetelo en el pecho para que esté a
salvo, y cuando mañana por la noche me vuelva a sentar aquí, me lo das.
Así lo haré todo, con el máximo cuidado. Haré todo lo que usted desee.
—Entonces no tiembles ni vaciles.
—Haré todo lo posible para evitarlo... ¡si usted me perdona!
Al día siguiente ella se sentó en el escritorio e hizo todo tal como se lo habían
pedido. Con frecuencia él entraba y salía de la habitación, para observarla, y la veía
siempre escribiendo lenta y laboriosamente: repitiéndose en voz alta las palabras que
copiaba, con una apariencia totalmente mecánica, y sin preocuparse ni esforzarse por
entenderlas, salvo de cumplir el encargo. Él vio que seguía las órdenes que había
recibido en todos los aspectos; y por la noche, cuando estaban a solas de nuevo en el
mismo dormitorio de la novia, él acercó su silla junto al hogar, ella se le acercó
tímidamente desde su distante asiento, sacó el papel del pecho y se lo puso a él en la
mano.
Ese documento le concedía todas las posesiones de la joven en caso de que muriera.
Colocó a la joven ante él, cara a cara, para poder mirarla fijamente, y le preguntó con
numerosas y claras palabras, ni más ni menos que las necesarias, si sabía lo que iba a
pasar. Había manchas de tinta en el pecho de su vestido blanco, y hacía que su rostro
pareciera todavía más marchito, y sus ojos más grandes, cuando asintió con la cabeza.
Había manchas de tinta en la mano que extendió ante él poniéndose de pie, con la que se
alisó y arregló nerviosamente su falda blanca.
La cogió por el brazo, la miró al rostro todavía con mayor fijeza y atención, y le
dijo:
—¡Y ahora, muere! He terminado contigo.
Ella se encogió y lanzó un grito bajo y reprimido.
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—No voy a matarte. No pondré en peligro mi vida por ti. ¡Muere!
Y a partir de ese momento, un día tras otro, una noche tras otra se sentó delante de
ella, en su tenebroso dormitorio, pronunciando la palabra o transmitiéndosela con la
mirada. Siempre que levantaba sus ojos grandes y carentes de significado desde las
manos en las que enterraba la cabeza hasta la figura rígida que estaba sentada en la silla
con los brazos cruzados y la frente enarcada, leía en los ojos del hombre: «¡muere!»
Cuando caía dormida, agotada, recuperaba estremecida la conciencia oyendo en
susurros: «¡muere!» Cuando caía en su viejo ruego de ser perdonada, la respuesta era
aún: «¡muere!» Después de haber pasado despierta y sufriendo la larga noche, cuando el
sol naciente llameaba en la habitación sombría, oía como saludo:
—¿Un día más y no te has muerto? ¡Muere! Encerrada en la desértica mansión,
apartada d toda la humanidad y entregada a esa lucha sin respiro alguno, llegó a esta
conclusión, que ella, o él, tenían que morir. Él lo sabía muy bien, y por ello con centró
su fuerza contra la debilidad de la mujer Una hora tras otra la sujetaba por un brazo
hasta que éste se ponía negro, y le ordenaba que muriera Y sucedió, una mañana
ventosa, antes del amanecer. Él calculó que debían ser las cuatro y media pero no podía
estar seguro porque se había olvidado de darle cuerda al reloj y se había parado. Ella se
había apartado de él durante la noche con gritos repentinos y fuertes, los primeros que
había expresa do así, y él tuvo que taparle la boca con las manos Desde ese momento
ella se había quedado quieta en la esquina entablada en la que se había dejado caer,, él la
había dejado y había vuelto a su silla, sentándose con los brazos cruzados y la frente
ceñuda.
Más pálida bajo la pálida luz, más incolora que, nunca en el amanecer plomizo, la
vio acercarse arrastrándose por el suelo hacia él: una ruina pálida deformada por los
cabellos, el vestido y los ojos salvajes, impulsándose hacia delante con una maní
doblada e irresuelta.
—¡Ay, perdóneme! Haré cualquier cosa. ¡Ay, señor, le ruego que me diga que
puedo vivir!
—¡Muere!
—¿Tan decidido está? ¿No hay esperanza para mí?
—¡Muere!
Ella tensó sus grandes ojos por la sorpresa y el miedo; la sorpresa y el miedo se
transformaron en reproche; y el reproche en una nada vacía. Estaba hecho. Al principio
él no se sintió muy seguro, salvo de que el sol de la mañana estaba colgando joyas en los
cabellos de la joven. Vio el diamante, la esmeralda y el rubí brillando en pequeños
puntos mientras la miraba, hasta que la levantó y la dejó sobre la cama.
Fue enterrada enseguida, y ahora todos se habían ido y él había tenido su
compensación.
Tnía pensado viajar. Eso no significaba que quisiera malgastar su dinero, pues era
un hombre ahorrativo y amaba terriblemente el dinero (en realidad, más que cualquier
otra cosa), pero se había cansado de la casa desolada y deseaba volverle la espalda y
olvidarla. Sin embargo, la casa valía dinero, y el dinero no debía tirarse. Decidió
venderla antes de partir. Para que no pareciera tan en ruinas y obtener así un precio
mejor, contrató algunos trabajadores para que asearan el jardín, cubierto de malas
hierbas; para que cortaran el tronco muerto, podaran la hiedra que caía en enormes
masas sobre las ventanas y el frente de la casa, y para que limpiaran los caminos, en los
que la hierba llegaba hasta la mitad de la pierna.
Él mismo trabajó con ellos. Trabajó más tiempo que ellos, y una tarde, al oscurecer,
se quedó trabajando a solas con el hocejo en la mano. Era una tarde de otoño y la novia
llevaba ya cinco semanas muerta.
«Está oscureciendo demasiado para seguir trabajando —se dijo a sí mismo—.
Terminaré por hoy» Detestaba la casa y le horrorizaba entrar en ella Contempló el
porche oscuro, que le aguardaba como si fuera una tumba y comprendió que era una
casa maldita. Cerca del porche, y cerca de donde t estaba, había un árbol cuyas ramas
ondulaban frente al mirador del dormitorio de la novia, donde todo había sucedido. De
pronto el árbol se meció le sobresaltó. Volvió a moverse, aunque la noche era tranquila.
Al levantar la vista y mirar hacia él, vi una figura entre las ramas.
Era la figura de un hombre joven. Miraba hacia abajo, mientras él levantaba la
vista; las ramas crujieron y se movieron; la figura descendió rápida mente y se deslizó
hasta hallarse frente a él. Era u joven esbelto, aproximadamente de la edad de la novia,
de largos cabellos de color castaño claro.
—¿Qué tipo de ladrón eres tú? —le preguntó cogiendo al joven por el cuello.
El joven, al moverse para quedar libre, le lanzó un golpe con el brazo que le dio en
la cara y la garganta. Se enzarzaron, pero el joven se liberó de él retrocedió gritando con
gran ansiedad y horror:
—¡No me toques! ¡Antes preferiría que me toca el diablo!
Se quedó quieto, con el hocejo en la mano, mirando al joven. Pues la mirada del
joven era como complemento de la última mirada de la novia, y n había esperado volver
a verla de nuevo.
—No soy un ladrón. Pero aunque lo fuera, no cogería una sola moneda de tu tesoro,
aunque con ella pudiera comprarme las Indias. ¡Asesino!
—¿Cómo?
—Hace ya casi cuatro años que me subí ahí por primera vez—dijo el joven
señalando hacia el árbol—. Me subí ahí para verla. La vi. Hablé con ella. Y me he
subido al árbol muchas veces para verla y escucharla. Yo era un muchacho, escondido
entre las ramas, cuando desde ese mirador me dio esto.
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Le enseñó una trenza de cabello blondo atada con una cinta de luto.
—Su vida fue una vida de lamentaciones —siguió diciendo el joven—. Me dio esto
como prenda y señal de que estaba muerta para todos salvo para ti. De haber tenido más
edad, o de haberla visto antes, la habría salvado de ti. ¡Pero ya estaba atrapada en la tela
de araña la primera vez que me subí al árbol, y no podía hacer ya nada para liberarla!
Al decir estas palabras tuvo un ataque de sollozos y llantos: débilmente al
principio, y luego más apasionados.
—¡Asesino! Estaba subido al árbol la noche en que la trajiste de nuevo aquí. Aquí,
en el árbol, la oí hablar de la muerte que vigilaba en la puerta. Por tres veces estuve en el
árbol mientras te encerrabas con ella, matándola lentamente. Desde el árbol la vi yacer
muerta sobre la cama. Desde el árbol te he vigilado buscando pruebas y rastros de tu
culpa. Cómo lo hiciste sigue siendo un misterio para mí, pero te perseguiré hasta que
entregues tu vida al verdugo. Hasta ese momento no te librarás de mí. ¡La amaba! No
puedo conocer la piedad hacia ti. Ase no, ¡la amaba!
El joven, que había perdido el sombrero alba del árbol, tenía la cabeza pelada. Se
dirigió hacia puerta. Para llegar hasta ella tenía que pasar junto asesino. Cabían, entre
uno y otro, dos carruajes los antiguos, y el horror del joven, que se expresa abiertamente
en todos los rasgos de su rostro y toe los miembros de su cuerpo, siéndole muy difícil
soportar, le hacía mantenerse a distancia. Él (me refiero al otro) no había movido ni
mano ni pie des que se quedó quieto para mirar al muchacho. Ahí giró para seguirle con
la mirada. Cuando vio la m de color castaño claro ante él, vio también una curva rojiza
que iba desde su mano hasta la cabeza del muchacho. Y vio también desde el principio
dónde había caído, y digo había caído y no caería, pues percibió claramente que todo
había sucedido antes de c él lo hiciera. Le abrió la cabeza y se quedó allí, y el muchacho
cayó boca arriba.
Por la noche enterró el cuerpo, al pie del árbol En cuanto salió la luz de la mañana,
se dedicó a mover todo el terreno que había alrededor del árbol a cortar y podar los
matorrales y las hierbas que lo rodeaban. Cuando llegaron los trabajadores, no ha allí
nada sospechoso; y por ello nada sospechara
Pero en un momento había desbaratado to, sus precauciones destruyendo el triunfo
del p que durante tanto tiempo había preparado y c con tanto éxito había llevado a cabo.
Se había desembarazado de la novia, adquiriendo su fortuna sin poner en peligro su
vida; pero ahora, por una muerte con la que nada había ganado, se vería obligado a vivir
para siempre con una cuerda alrededor del cuello.
Desde ese momento vivió encadenado a la casa de la tristeza y el horror, que no
podía soportar. Temeroso de venderla o abandonarla, para evitar que pudieran descubrir
el cadáver, se vio obligado a vivir en ella. Contrató como criados a dos viejos, un
hombre y una mujer; y habitó en la casa, temiéndola. Durante mucho tiempo su mayor
dificultad fue el jardín. ¿Debía mantenerlo cuidado, tendría que permitir que volviera a
su antiguo estado de abandono, cuál sería la manera en la que probablemente llamaría
menos la atención?
Tomó una decisión intermedia consistente en trabajarlo él mismo, en las horas
libres de la tarde, pidiendo luego al viejo que le ayudara; pero nunca le dejaba a éste que
trabajara solo. Y él mismo hizo un emparrado junto al árbol, para poder sentarse allí y
ver que estaba a salvo.
Conforme cambiaban las estaciones, y con ellas el árbol, su mente percibía peligros
siempre cambiantes. Cuando tenía hojas, pensaba que las ramas superiores estaban
adoptando al crecer la forma de un hombre joven... que tomaban exactamente la forma
de aquel joven, sentado en una horquilla que se movía con el viento. Cuando caían las
hojas, pensaba que al caer del árbol formaban letras sugerentes, o que tendían a
amontonarse, sobre la tumba, formando un montículo típico de cementerio. Durante el
invierno, cuando el árbol estaba desnudo, creía que las ramas movían hacia él el
fantasma del golpe que había dado al joven, y le amenazaban abiertamente En la
primavera, cuando la savia ascendía por tronco, se preguntaba si con ella no subían
partículas secas de sangre. De esa manera cada año resultaba más evidente que el
anterior la figura del joven formada por hojas y agitándose al viento.
Sin embargo, siguió manejando más y más su dinero. Se dedicaba a negocios
secretos, al negocio d, oro en polvo, y a casi todos los negocios clandestinos que
producían grandes beneficios. En diez año había multiplicado tantas veces su dinero que
los comerciantes y transportistas que tenían tratos ce él no mentían en absoluto cuando
decían que había incrementado su fortuna doce veces.
Hace cien años que poseía esa riqueza, cuando gente podía perderse fácilmente.
Había oído que era el joven, por tener noticia de la búsqueda que había organizado pero
la búsqueda fue abandona y el joven olvidado.
La ronda anual de cambios en el árbol se había repetido diez veces desde que
enterrara el cadáver pie del árbol cuando se produjo en la zona una gran tormenta.
Comenzó a medianoche y azotó la zona hasta la mañana. Lo primero que oyó decir
aquel mañana al viejo criado fue que un rayo había golpeado el árbol.
Había derribado el tronco de una manerasorprendente, partiéndolo en dos mitades
marchitas una de ellas descansaba sobre la casa, y la otra sol una parte del viejo muro
rojizo del jardín, en el que había abierto un boquete con la caída. La fisura había abierto
el árbol hasta un poco por encima de la tierra, deteniéndose allí. Existía gran curiosidad
por ver el árbol, y al revivir sus antiguos miedos se sentó en su emparrado, como un
anciano, a observar a la gente que acudía a verlo.
Empezaron a llegar rápidamente, y en tan gran número que cerró la puerta del
jardín y se negó a dejar entrar a nadie. Pero unos científicos llegaron desde muy lejos
para examinar el árbol y en mala hora les dejó pasar... ¡que el diablo les confunda!
Los científicos querían cavar hasta la raíces para examinarlas atentamente, lo
mismo que la tierra que había encima. ¡Jamás, mientras él viviera! Le ofrecieron dinero
por ello. ¡Ellos! Hombres de ciencia a los que podría haber comprado por entero con un
trazo de su pluma. Les enseñó de nuevo la puerta del jardín, la cerró y aseguró con una
barra.
Pero estaban dispuestos a hacer lo que deseaban, por lo que sobornaron al viejo
criado, un miserable desagradecido que se quejaba siempre al recibir su salario de que le
estaba pagando poco, y se introdujeron en el jardín por la noche con linternas, picos y
palas para cavar junto al árbol. Él estaba acostado en la habitación de la torreta, al otro
lado de la casa, pues no se había vuelto a ocupar el dormitorio de la novia, pero soñó
enseguida con picos y palas y se levantó.
Acudió junto a una ventana alta de aquel lado, desde donde pudo ver las linternas, a
los científicos, y la tierra suelta formando un montículo que él mismo en otro tiempo
había hecho y había vuelto a poner en el suelo, y finalmente, surgió a la vista. ¡L,
encontraron! Lo iluminaron un momento. Se inclinaron sobre él hasta que uno de ellos
dijo:
—El cráneo está fracturado.
—Mira aquí los huesos —añadió otro.
—Y aquí la ropa —replicó otro más.
Y entonces el primero de ellos volvió a cavar exclamó:
—¡Un hocejo oxidado!
Al día siguiente dio cuenta de que estaba sometido a una vigilancia estricta y de
que no podía i a parte alguna sin que le siguieran. Antes de que transcurriera una semana
fue encarcelado y confinado. Gradualmente las circunstancias se fueros uniendo en su
contra, con desesperada malicia y terrible ingenio. ¡Vea cómo es la justicia de los
hombres, y cómo llegó hasta él! Acabó siendo acusado d haber envenenado a la joven en
su dormitorio. ¡Precisamente él, que cuidadosa y expresamente había evitado poner en
peligro un cabello de su cabeza por causa de la novia, y que la había visto morir por s
propia incapacidad!
Hubo dudas con respecto a cuál de los dos ases¡ natos debería juzgársele primero;
pero eligieron f auténtico, le consideraron culpable y le condenare a muerte. ¡Infelices
sedientos de sangre! Le habría considerado culpable de cualquier cosa, tan decid dos
estaban a quitarle la vida.
Su dinero no pudo salvarle y fue ahorcado. Élso yo, y fui ahorcado en el castillo de
Lancaster de cara al muro hace ya cien años.
Ante esa afirmación terrible el señor Goodchild trató de levantarse y gritar. Pero las
dos líneas de fuego que salían de los ojos del anciano y llegaban a los suyos, le
mantuvieron quieto y no pudo emitir un sonido. Sin embargo, su sentido del oído era
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agudo y pudo darse cuenta de que el reloj daba las dos. ¡Y en cuanto el reloj dio esa hora
vio ante él a dos ancianos!
Dos.
Los ojos de cada uno de ellos se conectaban con los suyos mediante dos películas
de fuego; cada una exactamente igual a la otra; cada una dirigida hacia él en el mismo
instante; cada una rechinando los mismos dientes en la misma cabeza, con la misma
nariz torcida por encima, y la misma expresión difusa a su alrededor. Dos ancianos. Que
no se diferenciaban en nada, igualmente discernibles, con la copia de la misma
intensidad que el original, y el segundo tan real como el primero.
—¿A qué hora llegó a la puerta de abajo? —preguntaron los dos ancianos.
A las seis.
—¡Y había seis ancianos en las escaleras!
Después de que el señor Goodchild se limpiara el sudor de la frente, o intentara
hacerlo, los dos ancianos dijeron con una sola voz y utilizando la primera persona del
singular:
—Había sido anatomizado, pero todavía no habían unido mi esqueleto para
colgarlo en un gancho de hierro cuando empezó a susurrarse que la habitación de la
novia estaba encantada. Estaba encantada, y yo estaba allí. Nosotros estábamos allí. Ella
y yo lo estábamos. Yo, en la silla junto al hogar; ella, de nuevo una ruina pálida,
arrastrándose por el suelo hacia mí. Pero no era yo el que hablaba ya, y la única palabra
que ella me decía desde la medianoche hasta el alba era: «¡vive!»
» Allí estaba, además, la juventud. En el árbol plantado junto a la ventana.
Entrando y saliendo con la luz de la luna, mientras el árbol se inclinaba y estiraba. Desde
siempre estuvo él allí, observándome en mi tormento; revelándoseme a ratos, bajo las
luces pálidas y las sombras pizarrosas por las que entra y sale, con la cabeza pelada y un
hocejo clavado sesgadamente en su cabello.
» En el dormitorio de la novia, todas las noches hasta el amanecer, exceptuando un
mes al año, por lo que ahora le diré, él se esconde en el árbol y ella viene hacia mí
arrastrándose por el suelo, acercándose siempre, sin llegar nunca, visible siempre como
por la luz de la luna, tanto si ésta brilla como si no, diciendo siempre desde medianoche
hasta el alba su única palabra: «¡vive!»
» Pero en el mes en que me obligaron a abandonar esta vida, este mes presente de
treinta días, el dormitorio de la novia está vacío y tranquilo. Pero no mi antiguo
calabozo. No las habitaciones en las que durante diez años habité inquieto y temeroso.
Entonces son éstas las que están encantadas. A la una de la mañana, soy lo que vio
cuando el reloj dio esa hora: un anciano. A las dos de la mañana, soy dos ancianos. Y
tres a las tres. A las doce del mediodía soy doce ancianos, uno por cada ciento por ciento
de mis beneficios. Y cada uno de los doce con doce veces mi capacidad de sufrimiento y
agonía. Desde esa hora hasta las doce de la noche, yo, doce hombres que presagian
angustia y miedo, aguardan la llegada del verdugo. ¡A las doce de la noche, yo, doce
hombres desconectados, que oscilan invisibles fuera del castillo de Lancaster, con doce
rostros frente al muro!
» Cuando el dormitorio de la novia fue encantado por primera vez, se me hizo saber
que este castigo no cesaría nunca hasta que pudiera dar a conocer su naturaleza y mi
historia a dos hombres vivos al mismo tiempo. Años y años aguardé la llegada de dos
hombres vivos al dormitorio de la novia. Por medios que ignoro entró en mi
conocimiento la idea de que si dos hombres vivos con los ojos abiertos podían estar en el
dormitorio de la novia a la una de la mañana, me verían sentado en mi silla.
» Finalmente, los murmullos según los cuales la habitación estaba espiritualmente
turbada atrajeron a dos hombres a intentar la aventura. Apenas había aparecido en el
hogar a medianoche (me presenté allí como si el rayo me hubiera lanzado a la
existencia), cuando les oí subir las escaleras. Después les vi entrar. Uno de ellos era un
hombre activo, audaz y alegre, en el punto culminante de su vida, de unos cuarenta y
cinco años de edad; el otro, unos doce años más joven. Llevaban una cesta con
provisiones y botellas. Les acompañaba una mujer joven con leña y carbón para
encender el fuego. Una vez prendido éste, e hombre activo, audaz y alegre la acompañó
por el pasillo exterior a la habitación hasta estar seguro de que había bajado a salvo las
escaleras, y regresó riendo.
» Cerró la puerta, examinó el dormitorio, sacó, los contenidos de la cesta
colocándolos en la mes situada delante del fuego, llenó las copas, comió bebió. S
compañero, tan alegre y confiado como, él, hizo lo mismo: aunque él era el jefe. Una
vez ce nados, colocaron las pistolas sobre la mesa, se volvieron de cara al fuego y
empezaron a fumar pipa de tabaco extranjero.
» Habían viajado juntos, habían pasado junto mucho tiempo y tenían numerosos
temas de conversación comunes. En mitad de la charla y las risas: el más joven hizo
referencia a que el jefe estaba dispuesto siempre para cualquier aventura; fuera aquella o
cualquier otra. Le contestó con estas palabra;
» —No es así, Dick; aunque no tema a nada más me temo a mí mismo.
» Su compañero pareció algo confuso con es respuesta, y le preguntó que en qué
sentido y cómo, tenía miedo a sí mismo.
» —Es muy fácil, Dick —le replicó—. Hay aquí ui fantasma que debe ser refutado.
¡Pues bien! No puedo responder de lo que provocaría mi fantasía si m hallara solo aquí,
o de qué trucos podrían hacer mi sentidos para engañarme si estuviera a merced d ellos.
Pero en compañía de otro hombre, y especial mente de ti, Dick, consentiría en retar a
todos lo fantasmas de los que en el universo se ha hablado » —No tenía la vanidad de
suponer que fuera de tanta importancia esta noche —respondió el otro. » —De tanta que,
por la razón que te he dado, por nada del mundo me habría ofrecido a pasar aquí la
noche a solas —replicó entonces el jefe, con mayor gravedad de la que había hablado
hasta entonces. » Faltaban pocos minutos para la una. El hombre más joven había dejado
caer la cabeza con su último comentario, y ahora la volvió a dejar caer más.
» —¡Despierta, Dick! —exclamó el jefe alegremente—. Las horas pequeñas son las
peores.
» Lo intentó, pero la cabeza volvió a caerle sobre el pecho.
» —¡Dick! —le presionó el jefe—. ¡Manténte despierto!
» —No puedo —murmuró el otro confusamente—. No sé qué extraña influencia
me está afectando. No puedo.
» Su compañero le miró con repentino horror y yo, aunque de una manera
diferente, sentí también un horror nuevo; pues estaba a punto de ser la una y sentí que
estaba llegando el segundo vigilante, y que pesaría sobre mí la maldición de tener que
enviarle a dormir.
» —Levántate y camina, Dick —gritó el jefe—. ¡Inténtalo!
» De nada sirvió que se colocara tras la silla del durmiente y lo agitara. Sonó la una
y yo me presenté ante el hombre de más edad, y él permaneció fijo ante mí.
» Me vi obligado a relatarle la historia a él solo, sin esperanza de beneficio. Sólo
para él fui un terrible fantasma que hacía una confesión totalmente inútil Comprendí que
siempre sería igual. Que dos hombres vivos juntos no llegarían nunca a liberarme
Cuando aparezco, los sentidos de uno de los dos quedan trabados por el sueño; él nunca
me verá ni me escuchará; siempre me comunicaré con un oyente solitario y nunca
servirá de nada. ¡Ay dolor, dolor, dolor
Mientras los dos ancianos se frotaban las mano,, con esas palabras, surgió en la
mente del señor Goodchild la idea de que se hallaba en la situación terrible de estar
prácticamente a solas con el espectro, y que la inmovilidad del señor Idle se explicaba
porque el encantamiento le había hecho quedarse dormido a la una. En el terror
indescriptible que le produjo este descubrimiento repentino, se esforzó a máximo para
liberarse de los cuatro hilos de fuego, que acabaron por partirse dejando un camino
abierto. Como ya no estaba atado, cogió del sofá al señor Idle y bajó precipitadamente
las escaleras con él.
—¿Qué sucede, Francis? —preguntó el señor Idle—. Mi dormitorio no está aquí
abajo. ¿Por qué diantres me estás transportando? Ahora puedo andar con un bastón. No
quiero que me transporten. Déjame en el suelo.
El señor Goodchild lo dejó en el suelo del viejo salón y le miró con ojos
enloquecidos.
—¿Qué estás haciendo? ¿Lanzándote como un idiota sobre alguien de tu propio
sexo para rescatar le o perecer en el intento? —preguntó el señor Idle con un tono
bastante petulante.
—¡El anciano! —clamó el señor Goodchild aturdido—. ¡Y los dos ancianos!
—La única anciana a la que pienso que te refieres —empezó a responder
desdeñosamente el señor ldle, al tiempo que a tientas se abría camino por la escalera con
la ayuda de su ancha balaustrada.
—Te aseguro, Tom —empezó a decirle el señor Goodchild ayudándole a su lado—
, que desde que te quedaste dormido...
—¡Ésa sí que es buena! —exclamó Thomas ldle—. ¡Si ni he cerrado un ojo!
Con la peculiar sensibilidad sobre el tema de la infeliz acción de quedarse dormido
fuera de la cama, destino de toda la humanidad, el señor ldle persistió en esa
declaración. La misma sensibilidad peculiar impulsó al señor Goodchild, al ser acusado
del mismo crimen, a repudiarlo con honorable resentimiento. Así por el momento
resultaba complicada la cuestión del anciano y de los dos ancianos, y poco después se
volvería imposible. El señor ldle dijo que todo era un lío formado por fragmentos
reordenados de las cosas que había visto y pensando durante el día. El señor Goodchild
respondió que cómo iba a ser así si no se había dormido. El señor ldle añadió que él era
el que no se había dormido, y que nunca se dormiría, mientras que el señor Goodchild,
por regla general, estaba dormido siempre. En consecuencia, se separaron para el resto
de la noche en la puerta de sus respectivos dormitorios, un poco enfadados. Las últimas
palabras del señor Goodchild fueron que en esa real y tangible antigua sala de estar de la
real y tangible posada (y suponía que el señor ldle no negaría la existencia de ésta),
había tenido todas aquellas sensaciones y experiencias, que estaban ahora a una o dos
líneas de completarse, y qué él lo escribiría todo e imprimiría todas las palabras. El
señor ldle replicó que lo hiciera si ése era su deseo... y lo era, y ahora está ya escrito.
[De The Lazy Tour of Two Idle Apprentices]
La visita del señor Testador
El señor Testator alquiló una serie de habitaciones en Lyons Inn, pero tenía un
mobiliario muy es caso para su dormitorio y ninguno para su sala de estar. Había vivido
en estas condiciones varios meses invernales y las habitaciones le resultaban muy des
nudas y frías. Un día, pasada la medianoche, cuando estaba sentado escribiendo y le
quedaba todavía mucho por escribir antes de acostarse, se dio cuenta d, que no tenía
carbón. Lo había abajo, pero nunca había ido al sótano; sin embargo, la llave del sótano
es taba en la repisa de su chimenea y si bajaba y abría e sótano que le correspondía podía
suponer que el carbón que en él hubiera sería el suyo. En cuanto a su lavandera, vivía
entre las vagonetas de carbón y lo barqueros del Támesis, pues en aquella época había
barqueros en el Támesis, en un desconocido agujero junto al río, en los callejones y
senderos del otro lado del Strand. Por lo que se refiere a cualquier otra persona con la
que pudiera encontrarse o le pudiera poner objeciones, Lyons Inn estaba llena de
persona dormidas, borrachas, sensibleras, extravagantes, que, apostaban, que meditaban
sobre la manera de renovar o reducir una factura... todas ellas dormidas ( despiertas pero
preocupadas por sus propios asuntos
El señor Testator cogió con una mano el cubo del carbón, la vela y la llave con la
otra, y descendió a las tristes cavernas subterráneas del Lyons Inn, desde donde los
últimos vehículos de las calles resultaban estruendosos y todas las tuberías de la
vecindad parecían tener el amén de Macbeth pegado a la garganta y estar tratando de
escupirlo. Tras andar a tientas de aquí para allá entre las puertas bajas sin propósito
alguno, el señor Testator llegó por fin a una puerta de candado oxidado en la que
ajustaba su llave. Tras abrir la puerta con grandes problemas y mirar al interior,
descubrió que no había carbón, sino un confuso montón de muebles. Alarmado por
aquella intrusión en las propiedades de otra persona, cerró de nuevo la puerta, encontró
su sotanillo, llenó el cubo y volvió a subir las escaleras.
Pero los muebles que había visto pasaban corriendo incesantemente por la mente
del señor Testator, como si se movieran sobre cojinetes, cuando a las cinco de la
mañana, helado de frío, se dispuso a acostarse. Sobre todo deseaba una mesa para
escribir, y el mueble que estaba al fondo del montón era precisamente un escritorio.
Cuando por la mañana apareció su lavandera, salida de su madriguera, para hacerle el té,
artificiosamente llevó la conversación al tema de los sotanillos y los muebles; pero
resultó evidente que las dos ideas no se conectaron en la mente de la criada. Cuando ésta
le dejó solo sentado ante el desayuno y pensando en los muebles, se acordó que el
cerrojo estaba oxidado y dedujo de ello que los muebles debían estar almacenados en los
sótanos desde hacía mucho tiempo... que quizá su propietario los había olvidado, o
incluso había muerto. Tras pensar en ello varios días, durante los cuales no pudo obtener
en Lyons Inn noticia alguna sobre los muebles, se desesperó y decidió tomar prestada la
mesa. Lo hizo aquella misma noche. Y no tenía la mesa cuando decidió tomar prestado
también un sillón; y todavía no lo tenía cuando pensó coger una librería, y luego un
diván, y luego una alfombra grande y otra pequeña. Para entonces se había dado cuenta
de que «se había aprovechado tanto de los muebles» que no podrían empeorar las cosas
si los tomaba prestados todos. Y en consecuencia, lo hizo así y dejó cerrado el sotanillo.
Siempre lo había cerrado tras cada visita. Había subido cada uno de los muebles en la
oscuridad de la noche, y en el mejor de los casos se había sentido tan perverso como un
ladrón de cadáveres. Todos los muebles estaban sucios y costrosos cuando los llevó a
sus habitaciones, y tuvo que pulirlos, como si fuera un asesino culpable, mientras
Londres dormía.
El señor Testator vivió en sus habitaciones amuebladas dos o tres años, o más, y
gradualmente se fue acostumbrando a la idea de que los muebles eran suyos. Era ésa una
sensación que le resultaba conveniente hasta que de pronto, una noche a una hora tardía,
escuchó unos pasos en las escaleras, y una mano que rozaba la puerta buscando el
llamador, y luego una llamada profunda y solemne que actuó como un resorte en el
sillón del señor Testator, lanzándolo fuera de él, pues con gran prontitud atendió a la
llamada,
El señor Testator se acercó a la puerta con una vela en la mano y encontró allí a
un hombre muy pálido y alto; estaba un poco encorvado; sus hombros eran muy altos,
el pecho muy estrecho y la nariz muy roja; un tipo verdaderamente cursi. Se envolvía
en un raído y largo abrigo negro que por delante se cerraba con más agujas que
botones, y oprimía bajo el brazo un paraguas sin mango, como si estuviera tocando una
gaita.
—Le ruego que me perdone, pero ¿puede usted informarme...? —empezó a decir,
pero se detuvo; sus ojos se posaron en algún objeto de la habitación.
—¿Si puedo informarle de qué? —preguntó el señor Testator observando
alarmado aquella detención.
—Le ruego que me perdone —prosiguió el desconocido—. Pero... no era ésta la
pregunta que iba a hacerle... ¿no estoy viendo un pequeño mueble que me pertenece?
El señor Testator había empezado a decir, tartamudeando, que no sabía, cuando el
visitante se deslizó a su lado introduciéndose en la habitación. Una vez dentro, con
unas maneras de duende que dejaron congelado hasta el tuétano al señor Testator,
examinó primero el escritorio, y dijo: «mío», luego el sillón, del que dijo: «mío», luego
la librería, y dijo: «mía»; luego dio la vuelta a una esquina de la alfombra y dijo:
«¡mía!» En resumen, inspeccionó sucesivamente todos los muebles sacados del
sotanillo afirmando que eran suyos. Hacia el final de la investigación, el señor Testator
se dio cuenta de que estaba empapado de licor y que el licor era ginebra, pero l;
ginebra no le volvía inestable ni en su manera de hablar ni en su porte, sino que le
añadía en ambos aspectos cierta rigidez.
El señor Testator se encontraba en un estado terrible, pues (según redactó la
historia) por primer; vez se dio cuenta plenamente de las consecuencias posibles de lo
que había hecho intrépida y descuidadamente. Después de que estuvieran un rato en
pie mirándose el uno al otro, con voz temblorosa empezó a decir:
—Señor, me doy cuenta de que le debo la explicación, compensación y restitución
más completa Los muebles serán suyos. Permítame rogarle que sin malos modos y sin
siquiera una irritación natura por su parte, podríamos tener un poco... .
—... de algo para beber —le interrumpió el desconocido—. Estoy de acuerdo.
El señor Testator había pensado decir «un poca de conversación tranquila», pero
con gran alivie aceptó la enmienda. Sacó una garrafa de ginebra estaba procurando
conseguir agua caliente y azúcar cuando se dio cuenta de que el visitante se había
bebido ya la mitad del contenido. Con el agua caliente y azúcar, la visita se bebió el
resto antes de llevar una hora en la habitación según las campanas de la iglesia de
Santa María del Strand; y durante el proceso susurraba frecuentemente para sí mismo:
«¡mío!
Cuando se acabó la ginebra y el señor Testator s preguntó lo que iba a suceder, el
visitante se levantó y dijo con creciente rigidez:
—Señor, ¿a qué hora de la mañana resultará conveniente?
—¿A las diez? —se arriesgó a sugerir el señor Testator.
A las diez entonces, señor, en ese momento estaré aquí —afirmó y luego se quedó
un rato contemplando ociosamente al señor Testator, para añadir—: ¡qué Dios le
bendiga! ¿Y cómo está su esposa?
El señor Testator (que no se había casado nunca) respondió con gran sentimiento:
—Con gran ansiedad, la pobre, pero bien en otros aspectos.
Entonces el visitante se dio la vuelta y se marchó, cayéndose dos veces por las
escaleras. Desde ese momento no volvió a saber de él. No supo si se había tratado de un
fantasma, o de una ilusión espectral de la conciencia, o de un borracho que no tenía
ninguna relación con el cuarto, o del dueño verdadero de los muebles, borracho, con una
recuperación transitoria de la memoria; no supo si había llegado a salvo a casa, o no
tenía casa alguna a la que ir; no supo si por el camino lo mató el licor, o si vivió en el
licor para siempre; no volvió a saber nada de él. Ésta fue la historia, traspasada con los
muebles y considerada auténtica por el que los recibió en una serie de habitaciones de la
parte superior de la triste Lyons Inn.
[De The Uncommercial Traveller]
La casa hechizada.
Los mortales de la casa
La casa que es el tema de esta obra de Navidad no la conocí bajo ninguna de las
circunstancias fantasmales acreditadas ni rodeada por ninguno de los entornos
fantasmagóricos convencionales. La vi a la luz del día, con el sol encima. No había
viento, lluvia ni rayos, no había truenos ni circunstancia alguna, horrible o indeseable,
que potenciaran su efecto. Más todavía: había llegado hasta ella directamente desde una
estación de ferrocarril; no estaba a más de dos kilómetros de distancia de la estación, y
en cuanto estuve fuera de la casa, mirando hacia atrás el camino que había recorrido,
pude ver perfectamente los trenes que recorrían tranquilamente el terraplén del valle. No
diré que todo era absolutamente común porque dudo que exista tal cosa, salvo personas
absolutamente comunes, y ahí entra mi vanidad; pero asumo afirmar que cualquiera
podría haber visto la casa tal como yo la vi en una hermosa mañana otoñal.
La forma en que yo la vi fue la siguiente.
Viajaba hacia Londres desde el norte con la intención de detenerme en el camino
para ver la casa.
Mi salud requería una residencia temporal en el campo, y un amigo mío que lo
sabía y que había pasado junto a ella, me escribió sugiriéndomela como un lugar
probable. Había subido al tren a medianoche, me había quedado dormido y luego
desperté y permanecí sentado mirando por la ventanilla en el cielo las estrellas del
norte, y me había vuelto a dormir para despertar otra vez y ver que la noche había
pasado, con esa convicción desagradable, habitual en mí, de que no había dormido en
absoluto; a este respecto, y en los primeros momentos de estupor de esa condición, me
avergüenza creer que me habría dispuesto a pelearme con el hombre que se sentaba
frente a mí si hubiera dicho lo contrario. Ese hombre que se sentaba frente a mí había
tenido durante toda la noche, tal como tienen siempre los hombres de enfrente,
demasiadas piernas y todas ellas muy largas. Además de esta conducta irrazonable
(que sólo cabía esperar de él), llevaba un lápiz y un cuaderno y había estado todo el
tiempo escuchando y tomando notas. Me habría parecido que esas irritantes notas se
referían a los traqueteos y sacudidas del coche, y me habría resignado a que las tomara
bajo la suposición general de que era un ingeniero, si no hubiera estado mirando
fijamente por encima de mi cabeza siempre que escuchaba. Era un caballero de ojos
saltones y aspecto perplejo, y su proceder resultaba intolerable.
La mañana era fría y desoladora (el sol todavía no estaba alto), y cuando miré
hacia fuera y vi la pálida luz de los fuegos de aquella comarca del hierro,
así como la pesada cortina de humo que había estado suspendida entre las
estrellas y yo, y ahora lo estaba entre yo y el día, me dirigí hacia mi compañero de
viaje y le dije:
—Le ruego que me perdone, señor, ¿pero observa algo particular en mí? —pues
en realidad parecía que estuviera tomando notas de mi gorra de viaje o de mi pelo con
una minuciosidad que daba a entender que se estaba arrogando demasiadas libertades.
El caballero de ojos saltones dejó de fijar la mirada que tenía puesta detrás de mí,
como si la parte posterior del coche estuviera a cien millas de distancia, y con una
elevada actitud de compasión hacia mi insignificancia dijo:
—¿En usted, señor... B.?
—¿B, señor? —pregunté yo a mi vez, calentándome. —No tengo nada que ver
con usted, señor —replicó el caballero—. Le ruego que me escuche... O. Enunció esta
vocal tras una pausa, y la anotó.
Al principio me alarmé, pues un lunático en el expreso, sin ninguna comunicación
con el revisor, resulta una situación grave. Me alivió el pensar que el caballero podía
ser lo que popularmente se llama un médium; perteneciente a una secta de la que
algunos miembros me merecen un respeto máximo, aunque no crea en ellos. Iba a
hacerle esa pregunta cuando me quitó la palabra de la boca.
—Espero que me excuse —dijo el caballero con, tono despreciativo—, si me
encuentro muy avanzado con respecto a la humanidad común como par—,
preocuparme por todo esto. He pasado la noche como en realidad paso ahora todo mi
tiempo, en una relación espiritual.
—¡Ah! —exclamé yo con cierta acritud.
—Las conferencias de la noche empezaron con este mensaje —siguió diciendo el
caballero mientras pasaba varias hojas de su cuaderno—: «las malas comunicaciones
corrompen las buenas maneras».
—Es sensato —intervine yo—. ¿Pero te es absolutamente nuevo?
—Es nuevo viniendo de los espíritus —contestó el caballero.
Sólo fui capaz de repetir mi anterior y agria exclamación y preguntar si podía ser
favorecido con el conocimiento de la última comunicación.
—Un pájaro en mano vale más que dos en el busque —anunció el caballero
leyendo con gran solemnidad su última anotación.
—Soy, verdaderamente, de la misma opinión —comenté yo—. Pero ano debería
ser bosque?
—A mí me llegó busque —replicó el caballero. Luego el caballero me informó que
en el curso de la noche el espíritu de Sócrates le había hecho esa revelación especial.
—Amigo mío, espero que se encuentre bien. En este coche del tren somos dos.
¿Cómo está usted? Aquí hay diecisiete mil cuatrocientos setenta y nueve espíritus,
aunque usted no pueda verlos. Pitágoras está aquí. No puede mencionarlo, pero espera
que a usted le sea cómodo el viaje.
También se había dejado caer Galileo con la siguiente comunicación científica:
«estoy encantado de verle, amico. ¿Cómo está? El agua se congelará cuando esté lo
bastante fría. Addio!» En el curso de la noche se había producido también el fenómeno
siguiente. El obispo Butler había insistido en deletrea su nombre, «Bubler», quien había
sido despedid destempladamente por las ofensas contra la ortografía y las buenas
maneras. John Milton (sospechoso de un engaño intencionado) había repudiado la
autoría del Paraíso Perdido, y había introducido como coautores de ese poema a dos
desconocidos caballeros llamados respectivamente Grungers y Scadging tone. Y el
príncipe Arturo, sobrino del rey Juan d Inglaterra, había informado que se encontraba
tolerablemente cómodo en el séptimo círculo, donde e: taba aprendiendo a pintar sobre
terciopelo bajo la dirección de la señora Trimmer y de María, la Reina d los Escoceses.
Si a todo esto le unimos la mirada del caballero que me favoreció con aquellas
revelaciones confidenciales que se me excusará mi impaciencia por ver el sol naciente y
contemplar el orden magnífico del vasto universo. En una palabra, estaba tan impaciente
por ello que me alegré muchísimo de bajarme en la estación siguiente y cambiar aquellas
nubes y vapore por el aire libre del cielo.
Para entonces hacía ya una mañana hermosa Mientras caminaba pisando las hojas
que había caído de los árboles dorados, marrones y rojizos, mientras contemplaba a mi
alrededor las maravilla de la creación y pensaba en las leyes inmutable inalterables y
armoniosas que las sostenían, la relación espiritual del caballero me pareció de lo más
pobre que podía contemplar este mundo. Y en ese estado de infiel llegué frente a la casa
y me detuve para examinarla atentamente.
Era una casa solitaria levantada en un jardín tristemente olvidado: un cuadrado de
unos dos acres. Pertenecía a la época de Jorge II; tan rígida, tan fría, tan formal y tan en
mal estado como podría desear el más leal admirador del cuarteto completo de Jorges.
Estaba deshabitada, pero hacía uno o dos años que la habían reparado, sin gastar mucho
dinero, para hacerla habitable; y digo de una manera barata porque lo habían hecho
superficialmente, por lo que aunque los colores se mantuvieran frescos, la pintura y la
escayola se estaban cayendo ya. Un tablero colgado sobre el muro del jardín, y más
inclinado por un lado que por el otro, anunciaba que «se alquila en condiciones muy
razonables, bien amueblada». Resultaba muy sombría por la proximidad excesiva de los
árboles, y en particular había seis altos álamos delante de las ventanas principales, lo que
las volvía excesivamente melancólicas, pues era evidente que la posición había sido muy
mal elegida.
Era fácil ver que se trataba de una casa evitada; una casa a la que rehuía el pueblo,
hacia el que se desvió mi vista por causa del campanario de una iglesia situado a menos
de un kilómetro; una casa que nadie aceptaría. Y la deducción natural era que tenía fama
de ser una casa encantada.
Ningún período de las veinticuatro horas del día y la noche me resulta tan solemne
como la primera hora de la mañana. Durante el verano suelo levantarme muy temprano
y me dirijo a mi habitación para una jornada de trabajo antes del desayuno, y en esas
ocasiones siempre me impresiona profundamente la quietud y soledad que me rodea.
Además de eso, siempre hay algo terrible en el hecho de estar rodeado por rostros
familiares dormidos, al hacernos pensar que aquellos que nos son más queridos y que
más nos quieren se sienten profundamente inconscientes de nosotros, en un estado
impasible que anticipa esa condición misteriosa a la que todos tendemos: la vida
detenida, los hilos rotos del ayer, el asiento abandonado, el libro cerrado, la ocupación
que ha sido abandonada sin que estuviera terminada... todo imágenes de la muerte. La
tranquilidad de esa hora es la tranquilidad de la muerte. El calor y el frío producen esa
misma asociación. Incluso un cierto aire que adoptan los objetos domésticos familiares
cuando emergen de las sombras de la noche pasando a la mañana, un aire de ser más
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nuevos, tal como habían sido hace tiempo, tiene su contrapartida en el paso del rostro
gastado de la madurez o la vejez, con la muerte, al antiguo aspecto juvenil Además, en
esa hora vi una vez la aparición de m padre. Estaba vivo y bien, y no dijo nada, pero le
vi, la luz del día, sentado, dándome la espalda, en un<>El fantasma de la habitación del Amo B.
Cuando me instalé en la buhardilla triangular que tan distinguida fama había
obtenido, mis pensamientos se centraron, lógicamente, en el Amo B. Mis especulaciones
con respecto a él eran muchas y resultaban inquietantes. Si su nombre de pila fuese
Benjamin, Bissextile (por haber nacido en año bisiesto), Bartholomew o Bill. Si la
inicial perteneciese a su apellido, y si éste fuese Baxter, Black, Brown, Barker, Buggins,
Baker o Bird. Si fuese un inclusero, y por eso se le había bautizado como B. Si fuese un
muchacho con corazón de león, y por eso B. era una abreviatura de Britano. Si pudiese
ser pariente de una ilustre dama que animó mi propia infancia, y procedía de la sangre
de la Brillante Madre Bunch.
Me atormenté mucho con estas inútiles meditaciones. También traté de unir la
misteriosa letra con la apariencia y las actividades del fallecido, preguntándome si
vestiría Bien, llevaría Botas (no debía ser Bizco), era un chico Brillante, le gustaban los
Barcos, sabía jugar bien a los Bolos, tenía alguna habilidad como Boxeador, incluso si
en su Boyante y Baja edad se Bañaba en una máquina de Bañar en Bognor, Bangor,
Bournemouth, Brighton o Broadstairs, Botando como una Bola de Billar.
Así que para empezar me sentí hechizado por la letra B.
No pasó mucho tiempo hasta que me di cuenta de que nunca, ni por azar, había
soñado con el Ar B. ni con nada que le perteneciera. Pero en cuan despertaba del sueño,
a cualquier hora de la noche mis pensamientos se centraban en él, y deambulaban
tratando de unir su letra inicial con algo que fuera adecuado.
Pasé así seis noches preocupado en la habitación del Amo B. cuando empecé a
darme cuenta de que las cosas estaban yendo por mal camino.
Su primera aparición se produjo a primera he de la mañana, cuando empezaba a
iluminar la luz del día. Estaba de pie, afeitándome frente al espejo cuando descubrí de
pronto con consternación asombro que no me estaba afeitando a mí mismo un hombre
de cincuenta años, sino a un muchacho ¡Evidentemente el Amo B.!
Me eché a temblar y miré por encima del hombro, pero no había nadie allí. Volví a
mirar el espejo y vi claramente los rasgos y la expresión de un muchacho que se estaba
afeitando no para quitarse barba, sino para conseguir que le saliera. Extremadamente
turbado en mi mente, di varias vueltas F la habitación y volví frente al espejo, resuelto a
asesinarme y terminar la operación en la que me había turbado. Al abrir los ojos, que
había cerrado hasta recuperar la firmeza, vi en el espejo, mirándome, rectamente, los
ojos de un joven de veinticuatro veinticinco años. Aterrado por ese nuevo fantasma cerré
los ojos e hice un esfuerzo voluntarioso por recuperarme. Al abrirlos de nuevo vi en el
espejo afeitándose, a mi padre, quien hacía ya tiempo que había muerto. Incluso llegué
a ver a mi abuelo, a quien no había llegado a conocer.
Aunque muy afectado, lógicamente, por esas visitas asombrosas, decidí guardar el
secreto hasta el momento fijado para la revelación general. Agitado por una multitud
de pensamientos curiosos me retiré a mi habitación esa noche dispuesto a enfrentarme
a alguna experiencia nueva de carácter espectral. ¡No fue innecesaria mi preparación,
pues al despertar de un inquieto sueño exactamente a las dos de la madrugada imagine
el lector lo que sentí al descubrir que estaba compartiendo la cama con el esqueleto del
Amo B.!
Me levanté como impulsado por un resorte y el esqueleto hizo lo mismo. Escuché
entonces una voz quejumbrosa que decía:
—¿Dónde estoy? ¿Qué ha sido de mí?
Al mirar fijamente en esa dirección, percibí el fantasma del Amo B.
El joven espectro iba vestido siguiendo una moda obsoleta: o más bien que
vestido podía decirse que iba embutido en un paño de mezclilla de calidad inferior que
unos botones brillantes volvían horrible. Observé que, en una doble hilera, esos
botones llegaban hasta los hombros del joven fantasma dando la impresión de que
descendían por su espalda. Unas chorreras le cubrían el cuello. La mano derecha (que
vi con toda claridad que estaba manchada de tinta) la tenía sobre el estómago;
relacionando ese gesto con algunos granos que tenía en
su semblante, y con su aspecto general de sentir náuseas, llegué a la conclusión de
que era el fantasma de un muchacho que había tenido que tomas excesivas medicinas.
—¿Dónde estoy? —preguntó el pequeño espectro con voz patética—. ¿Y por qué
tuve que nacer en la época del calomelanos, y por qué me tuvieron que dar tanto
calomelanos?
Le contesté con la sinceridad más formal que por mi alma que no podía decírselo.
—¿Dónde está mi hermanita y dónde mi angélica y pequeña esposa, y dónde el
chico con el que iba a la escuela?
Le rogué al fantasma que se consolara, pero por encima de todas las cosas me
tomé muy seriamente la pérdida del muchacho con el que iba a la escuela. Traté de
convencerle, partiendo de mi experiencia humana, de que probablemente de haber
sabido lo que había sido de ese chico nunca le habría parecido bien. Le hice entender
que yo mismo, en mi vida posterior, me había encontrado con varios chicos de los que
habían sido compañeros de escuela, y ninguno de ellos había respondido a mis
expectativas. Le expresé mi humilde creencia de que ese muchacho no habría
respondido. Le hablé de un compañero mío que tenía un carácter mítico y que resulté
un engaño y un chasco. Le conté que la última ves que lo había visto fue en una cena
detrás de una enorme corbata blanca, sin ninguna opinión concluyente sobre ningún
tema, y una capacidad de silencioso aburrimiento absolutamente titánica. Le relaté que
como habíamos estado juntos en «Old Doylance's», se había invitado él solo a desayunar
conmigo (una ofensa social de la mayor magnitud); que en un intento de reavivar las
débiles ascuas de mi creencia en los muchachos de Doylance's, se lo había permitido, y
que resultó ser un vagabundo terrible que perseguía a la raza de Adán con inexplicables
ideas concernientes a la moneda y con la propuesta de que el banco de Inglaterra, so
pena de ser abolido, debía librarse instantáneamente y poner en circulación de Dios sabe
cuántos miles de millones de billetes de dieciséis peniques.
El fantasma me escuchó en silencio y con la mirada fija.
—¡Barbero! —me apostrofó cuando terminé.
—¿Barbero? —dije yo repitiendo la pregunta, pues no pertenezco a esa profesión.
—Condenado a afeitar constantemente a clientes cambiantes —añadió el
fantasma—... ahora yo... luego un hombre joven... luego a sí mismo... luego su padre...
luego su abuelo; condenado también a acostarse con un esqueleto cada noche, y a
levantarse con él cada mañana...
(Me estremecí al escuchar ese terrible anuncio.)
—¡Barbero! ¡Sígame!
Antes incluso de que pronunciara las palabras había sentido que un hechizo me
obligaría a seguir al fantasma. Lo hice así inmediatamente, y ya no me encontré en la
habitación del Amo B.
Muchas personas saben las largas y fatigosas jornadas nocturnas a las que se
sometía a las brujas que solían confesar, y que sin duda contaban exactamente la verdad;
sobre todo porque se las ayudaba con preguntas capciosas y porque la tortura estaba
siempre preparada. Pues afirmo que durante el tiempo en el que ocupé la habitación del
Amo B. el fantasma, que la tenía hechizada me condujo en expediciones tan largas y
salvajes como la que acabo de mencionar Claro que no me presentó a ningún anciano
andrajoso con rabo y cuernos de cabra (algo situado entro Pan y un ropavejero),
celebrando con ellos recepciones convencionales tan estúpidas como las de la vid, real
pero menos decentes; pero encontré otras cosa, que me parecieron tener mayor
significado.
Esperando que el lector confíe en que digo la ver dad, y en que seré creído, afirmo
sin vacilación que seguí al fantasma, la primera vez sobre una escoba, después sobre un
caballito balancín. Estoy dispuesto a jurar que incluso olí la pintura del animal, especial
mente cuando al calentarse con mi roce empezó brotar. Después seguí al fantasma en un
simón; una verdadera institución cuyo olor desconoce la generación actual, pero que de
nuevo estoy dispuesto a jurar que es una combinación de establo, perro cae sarna y un
fuelle muy viejo. (Para que me confirmes o me refuten, apelo en esto a las generaciones
anteriores.) Seguí al fantasma en un asno sin cabeza, un asno tan interesado por el estado
de su estómago que tenía siempre allí su cabeza, investigándolo; sobre potros que habían
nacido expresamente para cocea por detrás; sobre tiovivos y balancines de las ferias, en
el primer coche de punto, otra institución olvidad en la que el pasaje solía meterse en la
cama y el conductor les remetía las mantas.
No le molestaré con un relato detallado de todos los viajes que hice persiguiendo al
fantasma del Amo B., mucho más largos y maravillosos que los de Simbad el Marino, y
me limitaré a una experiencia que le servirá al lector para juzgar las múltiples que se
produjeron.
Me vi maravillosamente alterado. Era yo mismo, y, sin embargo, no lo era. Era
consciente de algo que había en mi interior, que había sido igual a lo largo de toda mi
vida y que había reconocido siempre en todas sus fases y variedades como algo que
nunca cambiaba, y, sin embargo, no era yo el yo que se había acostado en el dormitorio
del Amo B. Tenía yo el más liso de los rostros y las piernas más cortas, y había traído a
otro ser como yo mismo, también con el más liso de los rostros y las piernas más cortas,
tras una puerta, y le estaba confiando una proposición de la naturaleza más sorprendente.
La proposición era que deberíamos tener un harén.
El otro ser asintió calurosamente. No tenía la menor noción de respetabilidad, lo
mismo que me pasaba a mí. Era una costumbre de oriente. Era lo habitual del Califa
Haroun Alraschid (¡permítanme por una vez escribir mal el nombre porque está lleno de
fragancias a dulces recuerdos!), su utilización era muy laudable y de lo más digno de
imitación.
—¡Oh, sí! Tengamos un harén —dijo el otro ser dando un salto.
El hecho de que comprendiéramos que debía mantenerlo en secreto ante la señorita
Griffin t debió a que tuviéramos la menor duda con respecto al meritorio carácter de la
institución oriental nos proponíamos importar. Fue porque sabía que la señorita Griffin
estaba tan desprovista de simpatías humanas que era incapaz de apreciar la grandeza del
gran Haroun. Y como la señorita Griffin a quedar envuelta irremediablemente en el
mismo decidimos confiárselo a la señorita Bule.
Éramos diez personas en el establecimiento señorita Griffin, junto a Hampstead
Ponds; las damas y dos caballeros. La señorita Bule, quien según pensaba yo había
alcanzado la edad madura a los ocho o los nueve, ocupó el papel principal sociedad. En
el curso de ese día le hablé del tema y le propuse que se convirtiera en la favorita.
La señorita Bule, tras luchar con la timidez tan natural y encantadora resultaba en
su adorable sexo, expresó que se sentía halagada por la idea deseó saber las medidas que
proponíamos todo con respecto a la señorita Pipson. La señorita Bule que en Servicios y
Lecciones de la Iglesia completos en dos volúmenes con caja y llave había jurado a esa
joven dama una amistad compartiéndolo todo sin secretos hasta la muerte, dijo que
como a mi Pipson no podía ocultarse a sí misma, ni a mí Pipson no era un ser común.
Ahora bien, como la señorita Pipson tenía cabellos claros y rizados y ojos azules (lo
que se ajustaba a mi idea de cualquier ser femenino y mortal que se llamara Hada),
contesté rápidamente que consideraba a la señorita Pipson como un hada circasiana.
—¿Y entonces, qué? —preguntó pensativamente la señorita Bule.
Contesté que debía ser engañada por un mercader, traída hasta mí cubierta con
velos y vendida como esclava.
(El otro ser había pasado ya a ocupar el segundo papel masculino dentro del Estado
y designado como Gran Visir. Más tarde se resistió a que se hubiera dispuesto así de los
acontecimientos, pero le tiré del pelo hasta que cedió.)
—¿Y no me sentiré celosa? —quiso saber la señorita Bule haciendo la pregunta con
la mirada baja.
—Zobaida, no —contesté yo—. Tú serás siempre la sultana favorita; el principal
lugar en mi corazón, y en mi trono, serán siempre para ti.
Una vez segura de eso, la señorita Bule consintió en proponer la idea a sus siete
hermosas compañeras. En el curso de ese mismo día se me ocurrió que sabíamos que
podríamos confiar en un alma sonriente y afable llamada Tabby, que era la esclava servil
de la casa y no representaba más valor que una de las camas, y cuyo rostro estaba
siempre más o menos manchado de color plomo, por lo que tras la cena deslicé en la
mano de la señorita Bule una pequeña nota a ese efecto considerando que esas manchas
plomizas hubieran sido en cierta manera depositadas por el dedo de la providencia,
designaba a Tabby como Mesrour, el famoso jefe de los negros del harén.
Hubo dificultades para la formación de la deseada institución, como las hay
siempre en todo lo que exige combinaciones. El otro ser demostró tener u carácter bajo,
y al haber sido derrotado en sus aspiraciones al trono simuló tener escrúpulos de
conciencia para postrarse delante del califa; no se dirigiría a él con el título de jefe de los
fieles; le hablar de manera ligera e incoherente designándole como simple «compañero»;
y él, el otro ser, dijo que «n jugaría»... ¡jugar!, y fue en otros aspectos rudo ofensivo. Sin
embargo, esa disposición maligna fue derrotada por la indignación general de un haré
unido, y yo fui bendecido por las sonrisas de ocho de las más hermosas hijas de los
hombres.
Las sonrisas sólo podían concederse cuando señorita Griffin miraba hacia otra
parte, y aun entonces sólo de una manera muy cautelosa, pues había una leyenda entre
los seguidores del profeta que ella vio en un pequeño ornamento redondo en medio del
dibujo de la parte posterior de su chal. Por todos los días, después de la cena, nos
reuníamos durante una hora y entonces la favorita y el resto del harén real competían
acerca de quién era la que debía divertir el ocio del Sereno Haroun en su reposo de las
preocupaciones del Estado; que genera mente eran, como la mayoría de los asuntos de
Estado, de carácter aritmético, y el jefe de los fieles sólo era un amedrentado miembro
más.
En esas ocasiones, el entregado Mesrour, jefe los negros del harén, acudía siempre
(la señorita Griffin solía llamar a ese oficial, al mismo tiempo con gran vehemencia),
pero no actuaba jamás de una manera digna de su fama histórica. En primer lugar, su
forma de pasar la escoba por el diván del califa, incluso cuando Haroun llevaba sobre
sus hombros la túnica roja de la cólera (la pelliza de la señorita Pipson), aunque pudiera
hacerse entender en ese momento nunca quedaba satisfactoriamente explicada. En
segundo lugar, su forma de irrumpir en sonrientes exclamaciones de «¡vigile a sus
bellezas!» no era ni oriental ni respetuosa. En tercer lugar, cuando se le ordenaba
especialmente que dijera «¡Bismillah!», siempre exclamaba «¡aleluya!» Este oficial, a
diferencia de los demás de su categoría, siempre estaba de demasiado buen humor,
mantenía la boca demasiado abierta, expresaba su aprobación hasta un punto
incongruente, e incluso una vez —con ocasión de la compra de la hermosa circasiana
por quinientas mil bolsas de oro, y fue barata—, abrazó a la esclava, a la favorita, al
califa y a todos los demás. (¡Permítaseme decir, entre paréntesis, que Dios bendiga a
Mesrour, y que pueda tener hijos e hijas en ese tierno pecho que hayan suavizado desde
entonces muchos días terribles!)
La señorita Griffin era un modelo de decoro, y me cuesta encontrar palabras para
imaginar los sentimientos que habría tenido la virtuosa mujer de haber sabido que,
cuando desfilaba por la calle Hampstead abajo de dos en dos caminaba con paso
majestuoso a la cabeza de la poligamia y el mahometanismo. Creo que la causa principal
de que conserváramos nuestro secreto era una alegría terrible y misteriosa que nos
inspiraba la contemplación de la señorita Griffin en ese estado inconsciente, y una
sensación formidable, predominante entre nosotros, de que había un poder temible en
nuestro conocimiento de lo que no sabía la señorita Griffin (cuando en cambio sabía
todas las cosas que podían aprenderse en los libros). El secreto se mantuvo
maravillosamente, aunque en una ocasión estuvo a punto de traicionarse. El peligro, y la
escapatoria, se produjo un domingo. Estábamos los diez situados en una zona bien
visible de la iglesia, con la señorita Griffin a la cabeza, tal como hacíamos todos los
domingos, percibiendo el lugar de una manera profana, cuando acertaron a leer la
descripción de Salomón en su gloria. En el momento en que se referían así al monarca,
la conciencia me susurró: «¡también tú, Haroun!» El ministro oficiante tenía un defecto
en la vista y eso hacía que pareciera que estuviera leyendo personalmente para mí. Un
sonrojo carmesí, unido a una sudoración debida al miedo, cubrió mis rasgos. El Gran
Visir se quedó más muerto que vivo y todo el harén enrojeció como si la puesta de sol de
Bagdad brillara directamente sobre sus rostros maravillosos. En ese momento portentoso
se levantó la temible Griffin y vigiló con tristeza a los hijos del Islam. Mi propia
impresión fue la de que la Iglesia y el Estada habían iniciado con la señorita Griffin una
conspiración para descubrirnos, y que todos seríamos puestos en sábanas blancas y
exhibidos en la nave central. Pero el sentido de la rectitud de la señorita Griffin era tan
occidental, si se me permite la expresión en oposición a las asociaciones orientales, que
pensó que aquello era un disparate y nos salvamos.
He solicitado una reunión del harén sólo para preguntar si el jefe de los fieles
debería ejercer el derecho de besar en ese santuario del palacio en el que se dividían sus
habitantes sin igual. Zobaida reivindicó como favorita su derecho a rascarse, la hermosa
circasiana a poner el rostro como refugio en una bolsa verde de bayeta, pensada
originalmente para libros. Por otro lado, una joven antílope de belleza trascendente que
procedía de las fructíferas llanuras de Camdentown (adonde había sido llevada por unos
comerciantes en la caravana que dos veces por año cruzaba el desierto intermedio tras
las vacaciones), sostenía opiniones más liberales, pero reivindicaba que se limitara el
beneficio de éstas a ese perro e hijo de perro, el Gran Visir, quien no tenía derecho si no
estaba en cuestión. Finalmente la dificultad fue obviada mediante el nombramiento de
una esclava muy joven como delegada. Ésta, en pie sobre un escabel, recibió
oficialmente en sus mejillas los saludos dirigidos por el gracioso Haroun a las otras
sultanas y fue recompensada privadamente por las arcas de las damas del harén.
Y entonces, en la altura máxima del placer de mi éxtasis, me vi gravemente
turbado. Empecé a pensar en mi madre, y en lo que ella opinaría del hecho de que en el
solsticio estival me hubiera llevado a casa a ocho de las más hermosas hijas de los
hombres, sin que a ninguna de ellas se la esperara. Pensé en el número de camas que
habíamos hechos en nuestra casa, todas con los ingresos de mi padre, y en el panadero, y
mi desaliento se redobló. El harén y el malicioso Visir, adivinando la causa de la
infelicidad de su señor, hicieron todo lo posible por aumentarla Profesaron una fidelidad
sin límites y afirmaron que vivirían y morirían con él. Reducido a la máxima desdicha
por esas protestas de unión, permanecía despierto durante horas meditando sobre mi
terrible destino. En mi desesperación creo que había aprovechado la menor oportunidad
de caer de rodillas ante la señorita Griffin, declarando mi semejanza con Salomón y
rogando fuera tratado de acuerdo con las leyes violentas de mi país si no se abría ante mí
algún medio impensable de escape.
Un día salimos a pasear de dos en dos —con ocasión de lo cual el Visir había dado
sus instrucciones habituales de observar al muchacho de la barrera di portazgo, teniendo
en cuenta que si miraba profanamente (tal como hacía siempre) a las bellezas del harén
habría que ahorcarlo durante el curso de la noche— cuando sucedió que nuestros
corazones se vieron velados por la melancolía. Un inexplicable acto de la antílope había
sumido al Estado en la de gracia. En la representación que se había hecho el di anterior
por su cumpleaños, en la que grandes tesoros habían sido enviados en una canasta para
su celebración (ambas afirmaciones carentes de base), embaucadora había invitado en
secreto pero vehementemente a treinta y cinco príncipes y princesas vecinos a un baile y
una cena: con la estipulación especial de que «no se les iría a buscar hasta las doce». Tal
extravío del capricho de la antílope fue la causa de la sorprendente llegada ante la puerta
de la señorita Griffin, con diversos equipajes y variadas escoltas, de un abultado grupo
vestido de gala que se quedó en el escalón superior con grandes expectativas y fue
despedido con lágrimas. Al principio de la doble llamada que acompaña a estas
ceremonias, el antílope se había retirado a un ático trasero encerrándose con cerrojo en
él; con cada nueva llegada la señorita Griffin se iba poniendo más y más frenética hasta
que finalmente se la vio desgarrarse la parte delantera. La capitulación última por parte
de la ofensora la llevó a la soledad en el cuarto de la ropa a pan y agua, y produjo una
conferencia ante todo el grupo, de vengativa extensión, en la que la señorita Griffin
utilizó las expresiones siguientes: en primer lugar, «creo que todos lo sabían»; en
segundo lugar, «cada uno de ustedes es tan perverso como los demás»; en tercer lugar,
«son un grupo de seres mezquinos».
Dadas las circunstancias, caminábamos apesadumbrados; y especialmente yo, sobre
el que pesaban gravemente las responsabilidades musulmanas, me encontraba en un
bajísimo estado mental; entonces un desconocido abordó a la señorita Griffin y tras
caminar a su lado un rato hablando con ella, me miró a mí. Suponiendo yo que sería un
esbirro de la ley, y que había llegado mi hora, eché a correr al instante con el propósito
general de huir a Egipto.
Todo el harén empezó a gritar cuando me vieron correr tan rápido como me lo
permitían mis piernas (tenía la impresión de que girando por la primera calle a la
izquierda, y dando la vuelta a taberna, encontrar el camino más corto hacia las
pirámides), la señorita Griffin gritó detrás de mí, el infiel Visir corrió detrás de mí, y el
muchacho de la barrera de portazgo me acorraló en una esquina, como si fuera una
oveja, y me cortó el paso. Nadie me riñó cuan do fui apresado y conducido de regreso; la
señorita Griffin sólo dijo, con una amabilidad sorprendente que aquello era muy curioso.
¿Por qué había escapa do cuando el caballero me miró?
De haber tenido yo aliento para responder, m atrevo a decir que no habría
respondido; pero como no me quedaba aliento, por supuesto que no lo, hice. La señorita
Griffin y el desconocido me tomaron entre ellos y me condujeron de regreso al palacio
con escaso ánimo; pero en absoluto sintiéndome culpable (con gran asombro por mi
parte, no podía sentirme así).
Cuando llegamos allí entramos sin más en un salón y la señorita Griffin a su
ayudante, Mesrour, jefe de los oscuros guardianes del harén. Cuando le susurró algo,
Mesrour comenzó a derramar lágrima;
—¡Preciosa mía, bendita seas! —exclamó el oficial tras lo cual se volvió hacia
mí—. ¡Su papá está bastante malo!
—¿Está muy enfermo? —pregunté yo mientras corazón me daba un vuelco.
—¡Que el Señor le atempere los vientos, cordero mío! —exclamó el buen Mesrour
arrodillándose par que yo pudiera tener un hombro consolador sobre el que descansar mi
cabeza—. ¡Su papá ha muerte
Ante esas palabras, Haroun Alraschid huyó; el harén se desvaneció; desde ese
momento no volví a ver a ninguna de las ocho hijas más hermosas de los hombres.
Fui conducido a casa, y allí en el hogar estaba la Deuda al mismo tiempo que la
Muerte, y se celebró allí una venta. Mi propia camita estaba tan ceñuda mente vigilada
por un Poder que me era desconocido, nebulosamente llamado «El Comercio», que una
carbonera de latón, un asador y una jaula de pájaros tuvieron que ponerse en el lote, y
luego se empezó una canción. Así lo oí mencionar y me pregunté qué canción, y pensé
qué canción tan triste debió cantarse.
Después fui enviado a una escuela grande, fría y desnuda de muchachos mayores;
en donde todo lo que había de comer y vestir era espeso y grueso, sin resultar suficiente;
en donde todos, grandes y pequeños, eran crueles; en donde los muchachos lo sabían
todo sobre la venta antes de que yo hubiera llegado allí, y me preguntaron lo que había
conseguido, y quién me había comprado, y me gritaban. «¡Se va, se va, se ha ido!» En
ese lugar jamás dije que yo había sido Haroun, o que había tenido un harén; pues sabía
que si mencionaba mis reveses me sentiría tan preocupado que acabaría por ahogarme
en la charca embarrada que había junto al campo de juego, y se parecía a la cerveza.
¡Ay de mí, ay de mí! Ningún otro fantasma ha acosado la habitación del muchacho,
amigos míos, desde que yo la ocupé, salvo el fantasma de mi propia infancia, el de mi
inocencia, el de mis alegres creencias. Muchas veces he perseguido al fantasma; nunca
con esta zancada de adulto que podría alcanzarle, nunca con estas manos de adulto que
podría tocarle, nunca más con este corazón mío de adulto para retenerlo en su pureza. Y
aquí me veis planificando, tan alegre y agradecidamente como puedo mi destino de
agitar en la copa un cambio constante de clientes, y de acostarme y levantarme con el
esqueleto que se me ha asignado como mi compañero mortal.
QUE SE PUEDE ENCONTRAR...?
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