GUSTAVO ADOLFO BECQUER
La cruz del diablo
Que lo crea o no, me importa bien poco.
Mi abuelo se lo narró a mi padre;
mi padre me lo ha referido a mí,
y yo te lo cuento ahora,
siquiera no sea más que por pasar el rato.
El crepúsculo comenzaba a extender sus ligeras alas de vapor sobre las pintorescas
orillas del Segre, cuando después de una fatigosa jornada llegamos a Bellver, término de
nuestro viaje. Bellver es una pequeña población situada a la falda de una colina, por
detrás de la cual se ven elevarse, como las gradas de un colosal anfiteatro de granito, las
empinadas y nebulosas crestas de los Pirineos.
Los blancos caseríos que la rodean, salpicados aquí y allá sobre una ondulante sábana
de verdura, parecen a lo lejos un bando de palomas que han abatido su vuelo para
apagar su sed en las aguas de la ribera.
Una pelada roca, a cuyos pies tuercen éstas su curso, y sobre cuya cima se notan aún
remotos vestigios de construcción, señala la antigua línea divisoria entre el condado de
Urgel y el más importante de sus feudos. A la derecha del tortuoso sendero que conduce
a este punto, remontando la corriente del río y siguiendo sus curvas y frondosos
márgenes, se encuentra una cruz.
El asta y los brazos son de hierro; la redonda base en que se apoya, de mármol, y la
escalinata que a ella conduce, de oscuros y mal unidos fragmentos de sillería.
La destructora acción de los años, que ha cubierto de orín el metal, ha roto y carcomido
la piedra de este monumento, entre cuyas hendiduras crecen algunas plantas trepadoras
que suben enredándose hasta coronarlo, mientras una vieja y corpulenta encina le sirve
de dosel.
Yo había adelantado algunos minutos a mis compañeros de viaje, y deteniendo mi
escuálida cabalgadura, contemplaba en silencio aquella cruz, muda y sencilla expresión
de las creencias y la piedad de otros siglos.
Un mundo de ideas se agolpó a mi imaginación en aquel instante. Ideas ligerísimas, sin
forma determinada, que unían entre sí, como un invisible hilo de luz, la profunda
soledad de aquellos lugares, el alto silencio de la naciente noche y la vaga melancolía de
mi espíritu.
Impulsado de un pensamiento religioso, espontáneo e indefinible, eché maquinalmente
pie a tierra, me descubrí, y comencé a buscar en el fondo de mi memoria una de
aquellas oraciones que me enseñaron cuando niño; una de aquellas oraciones, que
cuando más tarde se escapan involuntarias de nuestros labios, parece que aligeran el
pecho oprimido, y semejantes a las lágrimas, alivian el dolor, que también toma estas
formas para evaporarse.
Ya había comenzado a murmurarla, cuando de improviso sentí que me sacudían con
violencia por los hombros. Volví la cara: un hombre estaba al lado mío.
Era uno de nuestros guías natural del país, el cual, con una indescriptible expresión de
terror pintada en el rostro, pugnaba por arrastrarme consigo y cubrir mi cabeza con el
fieltro que aún tenía en mis manos.
Mi primera mirada, mitad de asombro, mitad de cólera, equivalía a una interrogación
enérgica, aunque muda.
El pobre hombre sin cejar en su empeño de alejarme de aquel sitio, contestó a ella con
estas palabras, que entonces no pude comprender, pero en las que había un acento de
verdad que me sobrecogió: -¡Por la memoria de su madre! ¡Por lo más sagrado que
tenga en el mundo, señorito, cúbrase usted la cabeza y aléjese más que de prisa de esta
cruz! ¡Tan desesperado está usted que, no bastándole la ayuda de Dios, recurre a la del
demonio!
Yo permanecí un rato mirándole en silencio. Francamente, creí que estaba loco; pero él
prosiguió con igual vehemencia:
-Usted busca la frontera; pues bien, si delante de esa cruz le pide usted al cielo que le
preste ayuda, las cumbres de los montes vecinos se levantarán en una sola noche hasta
las estrellas invisibles, sólo porque no encontremos la raya en toda nuestra vida.
Yo no puedo menos de sonreírme.
-¿Se burla usted?... ¿Cree acaso que esa es una cruz santa como la del porche de nuestra
iglesia?...
-¿Quién lo duda?
-Pues se engaña usted de medio a medio; porque esa cruz, salvo lo que tiene de Dios,
está maldita... esa cruz pertenece a un espíritu maligno, y por eso le llaman La cruz del
diablo.
-¡La cruz del diablo! -repetí cediendo a sus instancias, sin darme cuenta a mí mismo del
involuntario temor que comenzó a apoderarse de mi espíritu, y que me rechazaba como
una fuerza desconocida de aquel lugar;- ¡la cruz del diablo! ¡Nunca ha herido mi
imaginación una amalgama más disparatada de dos ideas tan absolutamente enemigas!...
¡Una cruz... y del diablo!!! ¡Vaya, vaya! Fuerza será que en llegando a la población me
expliques este monstruoso absurdo.
Durante este corto diálogo, nuestros camaradas, que habían picado sus cabalgaduras, se
nos reunieron al pie de la cruz; yo les expliqué en breves palabras lo que acababa de
suceder; monté nuevamente en mi rocín, y las campanas de la parroquia llamaban
lentamente a la oración, cuando nos apeamos en el más escondido y lóbrego de los
paradores de Bellver.
Las llamas rojas y azules se enroscaban chisporroteando a lo largo del grueso tronco de
encina que ardía en el ancho hogar; nuestras sombras, que se proyectaban temblando
sobre los ennegrecidos muros, se empequeñecían o tomaban formas gigantescas, según
la hoguera despedía resplandores más o menos brillantes; el vaso de saúco, ora vacío,
ora lleno, y no de agua, como cangilón de noria, había dado tres veces la vuelta en
derredor del círculo que formábamos junto al fuego, y todos esperaban con impaciencia
la historia de La cruz del diablo, que a guisa de postres de la frugal cena que
acabábamos de consumir se nos había prometido, cuando nuestro guía tosió por dos
veces, se echó al coleto un último trago de vino, limpiose con el revés de la mano la
boca, y comenzó de este modo:
Hace mucho tiempo, mucho tiempo, yo no sé cuánto, pero los moros ocupaban aún la
mayor parte de España, se llamaban condes nuestros reyes, y las villas y aldeas
pertenecían en feudo a ciertos señores, que a su vez prestaban homenaje a otros más
poderosos, cuando acaeció lo que voy a referir a ustedes.
Concluida esta breve introducción histórica, el héroe de la fiesta guardó silencio durante
algunos segundos como para coordinar sus recuerdos, y prosiguió así:
-Pues es el caso que, en aquel tiempo remoto, esta villa y algunas otras formaban parte
del patrimonio de un noble barón, cuyo castillo señorial se levantó por muchos siglos
sobre la cresta de un peñasco que baña el Segre, del cual toma su nombre.
Aún testifican la verdad de mi relación algunas informes ruinas que, cubiertas de
jaramago y musgo, se alcanzan a ver sobre su cumbre desde el camino que conduce a
este pueblo.
No sé si por ventura o desgracia quiso la suerte que este señor, a quien por su crueldad
detestaban sus vasallos, y por sus malas cualidades ni el rey admitía en su corte, ni sus
vecinos en el hogar, se aburriese de vivir solo con su mal humor y sus ballesteros en lo
alto de la roca en que sus antepasados colgaron su nido de piedra.
Devanábase noche y día los sesos en busca de alguna distracción propia de su carácter,
lo cual era bastante difícil después de haberse cansado, como ya lo estaba, de mover
guerra a sus vecinos, apalear a sus servidores y ahorcar a sus súbditos.
En esta ocasión cuentan las crónicas que se le ocurrió, aunque sin ejemplar, una idea
feliz.
Sabiendo que los cristianos de otras poderosas naciones se aprestaban a partir juntos en
una formidable armada a un país maravilloso para conquistar el sepulcro de Nuestro
Señor Jesucristo, que los moros tenían en su poder, se determinó a marchar en su
seguimiento.
Si realizó esta idea con objeto de purgar sus culpas, que no eran pocas, derramando su
sangre en tan justa empresa, o con el de trasplantarse a un punto donde sus malas mañas
no se conociesen, se ignora; pero la verdad del caso es que, con gran contentamiento de
grandes y chicos, de vasallos y de iguales, allegó cuanto dinero pudo, redimió a sus
pueblos del señorío, mediante una gruesa cantidad, y no conservando de propiedad suya
más que el peñón del Segre y las cuatro torres del castillo, herencia de sus padres,
desapareció de la noche a la mañana. La comarca entera respiró en libertad durante
algún tiempo, como si despertara de una pesadilla.
Ya no colgaban de sus sotos, en vez de frutas, racimos de hombres; las muchachas del
pueblo no temían al salir con su cántaro en la cabeza a tomar agua de la fuente del
camino, ni los pastores llevaban sus rebaños al Segre por sendas impracticables y
ocultas, temblando encontrar a cada revuelta de la trocha a los ballesteros de su muy
amado señor.
Así transcurrió el espacio de tres años; la historia del mal caballero, que sólo por este
nombre se le conocía, comenzaba a pertenecer al exclusivo dominio de las viejas, que
en las eternas veladas del invierno las relataban con voz hueca y temerosa a los
asombrados chicos; las madres asustaban a los pequeñuelos incorregibles o llorones
diciéndoles: ¡que viene el señor del Segre!, cuando he aquí que no sé si un día o una
noche, si caído del cielo o abortado de los profundos, el temido señor apareció
efectivamente, y como suele decirse, en carne y hueso, en mitad de sus antiguos
vasallos.
Renuncio a describir el efecto de esta agradable sorpresa. Ustedes se lo podrán figurar
mejor que yo pintarlo, sólo con decirles que tornaba reclamando sus vendidos derechos,
que si malo se fue, peor volvió; y si pobre y sin crédito se encontraba antes de partir a la
guerra; ya no podía contar con más recursos que su despreocupación, su lanza y una
media docena de aventureros tan desalmados y perdidos como su jefe.
Como era natural, los pueblos se resistieron a pagar tributos que a tanta costa habían
redimido; pero el señor puso fuego a sus heredades, a sus alquerías y a sus mieses.
Entonces apelaron a la justicia del rey; pero el señor se burló de las cartas-leyes de los
condes soberanos; las clavó en el postigo de sus torres, y colgó a los farautes de una
encina.
Exasperados y no encontrando otra vía de salvación, por último, se pusieron de acuerdo
entre sí, se encomendaron a la Divina Providencia y tomaron las armas: pero el señor
llamó a sus secuaces, llamó en su ayuda al diablo, se encaramó a su roca y se preparó a
la lucha.
Ésta comenzó terrible y sangrienta. Se peleaba con todas armas, en todos sitios y a todas
horas, con la espada y el fuego, en la montaña y en la llanura, en el día y durante la
noche.
Aquello no era pelear para vivir; era vivir para pelear. Al cabo triunfó la causa de la
justicia. Oigan ustedes cómo.
Una noche oscura, muy oscura, en que no se oía ni un rumor en la tierra ni brillaba un
solo astro en el cielo, los señores de la fortaleza, engreídos por una reciente victoria, se
repartían el botín, y ebrios con el vapor de los licores, en mitad de la loca y estruendosa
orgía, entonaban sacrílegos cantares en loor de su infernal patrono.
Como dejo dicho, nada se oía en derredor del castillo, excepto el eco de las blasfemias,
que palpitaban perdidas en el sombrío seno de la noche, como palpitan las almas de los
condenados envueltas en los pliegues del huracán de los infiernos.
Ya los descuidados centinelas habían fijado algunas veces sus ojos en la villa que
reposaba silenciosa, y se habían dormido sin temor a una sorpresa, apoyados en el
grueso tronco de sus lanzas, cuando he aquí que algunos aldeanos, resueltos a morir y
protegidos por la sombra, comenzaron a escalar el cubierto peñón del Segre, a cuya
cima tocaron a punto de la media noche.
Una vez en la cima, lo que faltaba por hacer fue obra de poco tiempo: los centinelas
salvaron de un solo salto el valladar que separa el sueño de la muerte; el fuego, aplicado
con teas de resina al puente y al rastrillo, se comunicó con la rapidez del relámpago a
los muros; y los escaladores, favorecidos por la confusión y abriéndose paso entre las
llamas, dieron fin con los habitantes de aquella guarida en un abrir y cerrar de ojos.
Todos perecieron.
Cuando el cercano día comenzó a blanquear las altas copas de los enebros, humeaban
aún los calcinados escombros de las desplomadas torres; y a través de sus anchas
brechas, chispeando al herirla la luz y colgada de uno de los negros pilares de la sala del
festín, era fácil divisar la armadura del temido jefe, cuyo cadáver, cubierto de sangre y
polvo, yacía entre los desgarrados tapices y las calientes cenizas, confundido con los de
sus oscuros compañeros.
El tiempo pasó; comenzaron los zarzales a rastrear por los desiertos patios, la hiedra a
enredarse en los oscuros machones, y las campanillas azules a mecerse colgadas de las
mismas almenas. Los desiguales soplos de la brisa, el graznido de las aves nocturnas y
el rumor de los reptiles, que se deslizaban entre las altas hierbas, turbaban sólo de vez
en cuando el silencio de muerte de aquel lugar maldecido; los insepultos huesos de sus
antiguos moradores blanqueaban el rayo de la luna, y aún podía verse el haz de armas
del señor del Segre, colgado del negro pilar de la sala del festín.
Nadie osaba tocarle; pero corrían mil fábulas acerca de aquel objeto, causa incesante de
hablillas y terrores para los que le miraban llamear durante el día, herido por la luz del
sol, o creían percibir en las altas horas de la noche el metálico son de sus piezas, que
chocaban entre sí cuando las movía el viento, con un gemido prolongado y triste.
A pesar de todos los cuentos que a propósito de la armadura se fraguaron, y que en voz
baja se repetían unos a otros los habitantes de los alrededores, no pasaban de cuentos, y
el único más positivo que de ellos resultó, se redujo entonces a una dosis de miedo más
que regular, que cada uno de por sí se esforzaba en disimular lo posible, haciendo, como
decirse suele, de tripas corazón.
Si de aquí no hubiera pasado la cosa, nada se habría perdido. Pero el diablo, que a lo
que parece no se encontraba satisfecho de su obra, sin duda con el permiso de Dios y a
fin de hacer purgar a la comarca algunas culpas, volvió a tomar cartas en el asunto.
Desde este momento las fábulas, que hasta aquella época no pasaron de un rumor vago
y sin viso alguno de verosimilitud, comenzaron a tomar consistencia y a hacerse de día
en día más probables.
En efecto, hacía algunas noches que todo el pueblo había podido observar un extraño
fenómeno. Entre las sombras, a lo lejos, ya subiendo las retorcidas cuestas del peñón del
Segre, ya vagando entre las ruinas del castillo, ya cerniéndose al parecer en los aires, se
veían correr, cruzarse, esconderse y tornar a aparecer para alejarse en distintas
direcciones, unas luces misteriosas y fantásticas, cuya procedencia nadie sabía explicar.
Esto se repitió por tres o cuatro noches durante el intervalo de un mes, y los confusos
aldeanos esperaban inquietos el resultado de aquellos conciliábulos, que ciertamente no
se hizo aguardar mucho, cuando tres o cuatro alquerías incendiadas, varias reses
desaparecidas y los cadáveres de algunos caminantes despeñados en los precipicios,
pusieron en alarma a todo el territorio en diez leguas a la redonda.
Ya no quedó duda alguna. Una banda de malhechores se albergaba en los subterráneos
del castillo. Éstos, que sólo se presentaban al principio muy de tarde en tarde y en
determinados puntos del bosque que aun en el día se dilata a lo largo de la ribera,
concluyeron por ocupar casi todos los desfiladeros de las montañas, emboscarse en los
caminos, saquear los valles y descender como un torrente a la llanura, donde a éste
quiero, a éste no quiero, no dejaban títere con cabeza.
Los asesinatos se multiplicaban; las muchachas desaparecían, y los niños eran
arrancados de las cunas a pesar de los lamentos de sus madres, para servirlos en
diabólicos festines, en que, según la creencia general, los vasos sagrados sustraídos de
las profanadas iglesias servían de copas.
El terror llegó a apoderarse de los ánimos en un grado tal, que al toque de oraciones
nadie se aventuraba a salir de su casa, en la que no siempre se creían seguros de los
bandidos del peñón.
Mas ¿quiénes eran éstos? ¿De dónde habían venido? ¿Cuál era el nombre de su
misterioso jefe? He aquí el enigma que todos querían explicar y que nadie podía
resolver hasta entonces, aunque se observase desde luego que la armadura del señor
feudal había desaparecido del sitio que antes ocupara, y posteriormente varios
labradores hubiesen afirmado que el capitán de aquella desalmada gavilla marchaba a su
frente cubierto con una que, de no ser la misma, se le asemejaba en un todo.
Cuanto queda repetido, si se le despoja de esa parte de fantasía con que el miedo abulta
y completa sus creaciones favoritas, nada tiene en sí de sobrenatural y extraño.
¿Qué cosa más corriente en unos bandidos que las ferocidades con que éstos se
distinguían, ni más natural que el apoderarse su jefe de las abandonadas armas del señor
del Segre?
Sin embargo, algunas revelaciones hechas antes de morir por uno de sus secuaces,
prisionero en las últimas refriegas, acabaron de colmar la medida, preocupando el ánimo
de los más incrédulos. Poco más o menos, el contenido de su confusión fue éste:
Yo -dijo- pertenezco a una noble familia. Los extravíos de mi juventud, mis locas
prodigalidades y mis crímenes por último, atrajeron sobre mi cabeza la cólera de mis
deudos y la maldición de mi padre, que me desheredó al expirar. Hallándome solo y sin
recursos de ninguna especie, el diablo sin duda debió sugerirme la idea de reunir
algunos jóvenes que se encontraban en una situación idéntica a la mía, los cuales
seducidos con la promesa de un porvenir de disipación, libertad y abundancia, no
vacilaron un instante en suscribir a mis designios.
Éstos se reducían a formar una banda de jóvenes de buen humor, despreocupados y
poco temerosos del peligro, que desde allí en adelante vivirían alegremente del producto
de su valor y a costa del país, hasta tanto que Dios se sirviera disponer de cada uno de
ellos conforme a su voluntad, según hoy a mi me sucede.
Con este objeto señalamos esta comarca para teatro de nuestras expediciones futuras, y
escogimos como punto el más a propósito para nuestras reuniones el abandonado
castillo del Segre, lugar seguro no tanto por su posición fuerte y ventajosa, como por
hallarse defendido contra el vulgo por las supersticiones y el miedo.
Congregados una noche bajo sus ruinosas arcadas, alrededor de una hoguera que
iluminaba con su rojizo resplandor las desiertas galerías, trabose una acalorada disputa
sobre cual de nosotros había de ser elegido jefe.
Cada uno alegó sus méritos; yo expuse mis derechos: ya los unos murmuraban entre sí
con ojeadas amenazadoras; ya los otros, con voces descompuestas por la embriaguez,
habían puesto la mano sobre el pomo de sus puñales para dirimir la cuestión, cuando de
repente oímos un extraño crujir de armas, acompañado de pisadas huecas y sonantes,
que de cada vez se hacían más distintas. Todos arrojamos a nuestro alrededor una
inquieta mirada de desconfianza: nos pusimos de pie y desnudamos nuestros aceros,
determinados a vender caras las vidas; pero no pudimos por menos de permanecer
inmóviles al ver adelantarse con paso firme e igual un hombre de elevada estatura
completamente armado de la cabeza al pie y cubierto el rostro con la visera del casco, el
cual, desnudando su montante, que dos hombres podrían apenas manejar, y poniéndole
sobre uno de los carcomidos fragmentos de las rotas arcadas, exclamó con voz hueca y
profunda, semejante al rumor de una caída de aguas subterráneas:
-Si alguno de vosotros se atreve a ser el primero mientras yo habite en el castillo del
Segre, que tome esa espada, signo del poder.
Todos guardamos silencio, hasta que, transcurrido el primer momento de estupor, le
proclamamos a grandes voces nuestro capitán, ofreciéndole una copa de nuestro vino, la
cual rehusó por señas, acaso por no descubrir la faz, que en vano procuramos distinguir
a través de las rejillas de hierro que la ocultaban a nuestros ojos.
No obstante, aquella noche pronunciamos el más formidable de los juramentos, y a la
siguiente dieron principio nuestras nocturnas correrías. En ella nuestro misterioso jefe
marchaba siempre delante de todos. Ni el fuego le ataja, ni los peligros le intimidan, ni
las lágrimas le conmueven. Nunca despliega sus labios; pero cuando la sangre humea en
nuestras manos, como cuando los templos se derrumban calcinados por las llamas;
cuando las mujeres huyen espantadas entre las ruinas, y los niños arrojan gritos de
dolor, y los ancianos perecen a nuestros golpes, contesta con una carcajada de feroz
alegría a los gemidos, a las imprecaciones y a los lamentos.
Jamás se desnuda de sus armas ni abate la visera de su casco después de la victoria, ni
participa del festín, ni se entrega al sueño. Las espadas que le hieren se hunden entre las
piezas de su armadura, y ni le causan la muerte, ni se retiran teñidas en sangre; el fuego
enrojece su espaldar y su cota, y aún prosigue impávido entre las llamas, buscando
nuevas víctimas; desprecia el oro, aborrece la hermosura, y no le inquieta la ambición.
Entre nosotros, unos le creen un extravagante; otros un noble arruinado, que por un
resto de pudor se tapa la cara; y no falta quien se encuentra convencido de que es el
mismo diablo en persona.
El autor de esas revelaciones murió con la sonrisa de la mofa en los labios y sin
arrepentirse de sus culpas; varios de sus iguales le siguieron en diversas épocas al
suplicio; pero el temible jefe a quien continuamente se unían nuevos prosélitos, no
cesaba en sus desastrosas empresas.
Los infelices habitantes de la comarca, cada vez más aburridos y desesperados, no
acertaban ya con la determinación que debería tomarse para concluir de un todo con
aquel orden de cosas, cada día más insoportable y triste.
Inmediato a la villa, y oculto en el fondo de un espeso bosque, vivía a esta sazón, en una
pequeña ermita dedicada a San Bartolomé, un santo hombre de costumbres piadosas y
ejemplares, a quien el pueblo tuvo siempre en olor de santidad, merced a sus saludables
consejos y acertadas predicciones.
Este venerable ermitaño, a cuya prudencia y proverbial sabiduría encomendaron los
vecinos de Bellver la resolución de este difícil problema, después de implorar la
misericordia divina por medio de su santo Patrono, que, como ustedes no ignoran,
conoce al diablo muy de cerca y en más de una ocasión le ha atado bien corto, les
aconsejó que se emboscasen durante la noche al pie del pedregoso camino que sube
serpenteando por la roca; en cuya cima se encontraba el castillo, encargándoles al
mismo tiempo que, ya allí, no hiciesen uso de otras armas para aprehenderlo que de una
maravillosa oración que les hizo aprender de memoria, y con la cual aseguraban las
crónicas que San Bartolomé había hecho al diablo su prisionero.
Púsose en planta el proyecto, y su resultado excedio a cuantas esperanzas se habían
concebido; pues aún no iluminaba el sol del otro día la alta torre de Bellver, cuando sus
habitantes, reunidos en grupos en la plaza Mayor, se contaban unos a otros, con aire de
misterio, cómo aquella noche, fuertemente atado de pies y manos y a lomos de una
poderosa mula, había entrado en la población el famoso capitán de los bandidos del
Segre.
De qué arte se valieron los acometedores de esta empresa para llevarla a término, ni
nadie se lo acertaba a explicar, ni ellos mismos podían decirlo; pero el hecho era que
gracias a la oración del santo o al valor de sus devotos, la cosa había sucedido tal como
se refería.
Apenas la novedad comenzó a extenderse de boca en boca y de casa en casa, la multitud
se lanzó a las calles con ruidosa algazara y corrió a reunirse a las puertas de la prisión.
La campana de la parroquia llamó a concejo, y los vecinos más respetables se juntaron
en capítulo, y todos aguardaban ansiosos la hora en que el reo había de comparecer ante
sus improvisados jueces.
Éstos, que se encontraban autorizados por los condes de Urgel para administrarse por sí
mismos pronta y severa justicia sobre aquellos malhechores, deliberaron un momento,
pasado el cual, mandaron comparecer al delincuente a fin de notificarle su sentencia.
Como dejo dicho, así en la plaza Mayor, como en las calles por donde el prisionero
debía atravesar para dirigirse al punto en que sus jueces se encontraban, la impaciente
multitud hervía como un apiñado enjambre de abejas. Especialmente en la puerta de la
cárcel, la conmoción popular tomaba cada vez mayores proporciones; ya los animados
diálogos, los sordos murmullos y los amenazadores gritos comenzaban a poner en
cuidado a sus guardas, cuando afortunadamente llegó la orden de sacar al reo.
Al aparecer éste bajo el macizo arco de la portada de su prisión, completamente vestido
de todas armas y cubierto el rostro por la visera, un sordo y prolongado murmullo de
admiración y de sorpresa se elevó de entre las compactas masas del pueblo, que se
abrían con dificultad para dejarle paso.
Todos habían reconocido en aquella armadura la del señor del Segre: aquella armadura,
objeto de las más sombrías tradiciones mientras se la vio suspendida de los arruinados
muros de la fortaleza maldita.
Las armas eran aquéllas, no cabía duda alguna: todos habían visto flotar el negro
penacho de su cimera en los combates que en un tiempo trabaran contra su señor; todos
le habían visto agitarse al soplo de la brisa del crepúsculo, a par de la hiedra del
calcinado pilar en que quedaron colgadas a la muerte de su dueño. Mas ¿quién podría
ser el desconocido personaje que entonces las llevaba? Pronto iba a saberse, al menos
así se creía. Los sucesos dirán cómo esta esperanza quedó frustada, a la manera de otras
muchas, y por qué de este solemne acto de justicia, del que debía aguardarse el
completo esclarecimiento de la verdad, resultaron nuevas y más inexplicables
confusiones.
El misterioso bandido penetró al fin en la sala del concejo, y un silencio profundo
sucedió a los rumores que se elevaran de entre los circunstantes, al oír resonar bajo las
altas bóvedas de aquel recinto el metático son de sus acicates de oro. Uno de los que
componían el tribunal, con voz lenta e insegura, le preguntó su nombre, y todos
prestaron el oído con ansiedad para no perder una sola palabra de su respuesta; pero el
guerrero se limitó a encoger sus hombros ligeramente, con un aire de desprecio e insulto
que no pudo menos de irritar a sus jueces, los que se miraron entre sí sorprendidos.
Tres veces volvió a repetirle la pregunta, y otras tantas obtuvo semejante o parecida
contestación.
-¡Que se levante la visera! ¡Que se descubra! ¡Que se descubra! -comenzaron a gritar los
vecinos de la villa presentes al acto-. ¡Que se descubra! Veremos si se atreve entonces a
insultarnos con su desdén, como ahora lo hace protegido por el incógnito!
-Descubríos -repitió el mismo que anteriormente le dirigiera la palabra.
El guerrero permaneció impasible.
-Os lo mando en el nombre de nuestra autoridad.
La misma contestación.
-En el de los condes soberanos.
Ni por esas.
La indignación llegó a su colmo, hasta el punto que uno de sus guardas, lanzándose
sobre el reo, cuya pertinacia en callar bastaría para apurar la paciencia a un santo, le
abrió violentamente la visera. Un grito general de sorpresa se escapó del auditorio, que
permaneció por un instante herido de un inconcebible estupor.
La cosa no era para menos.
El casco, cuya férrea visera se veía en parte levantada hasta la frente, en parte caída
sobre la brillante gola de acero, estaba vacío... completamente vacío.
Cuando pasado ya el primer momento de terror quisieron tocarle, la armadura se
estremeció ligeramente y, descomponiéndose en piezas, cayó al suelo con un ruido
sordo y extraño.
La mayor parte de los espectadores, a la vista del nuevo prodigio, abandonaron
tumultuosamente la habitación y salieron despavoridos a la plaza.
La nueva se divulgó con la rapidez del pensamiento entre la multitud, que aguardaba
impaciente el resultado del juicio; y fue tal alarma, la revuelta y la vocería, que ya a
nadie cupo duda sobre lo que de pública voz se aseguraba, esto es, que el diablo, a la
muerte del señor del Segre, había heredado los feudos de Bellver.
Al fin se apaciguó el tumulto, y decidiose volver a un calabozo la maravillosa armadura.
Ya en él, despacháronse cuatro emisarios, que en representación de la atribulada villa
hiciesen presente el caso al conde de Urgel y al arzobispo, los que no tardaron muchos
días en tornar con la resolución de estos personajes, resolución que, como suele decirse,
era breve y compendillosa.
-Cuélguese -les dijeron- la armadura en la plaza Mayor de la villa; que si el diablo la
ocupa, fuerza le será el abandonarla o ahorcarse con ella.
Encantados los habitantes de Bellver con tan ingeniosa solución, volvieron a reunirse en
concejo, mandaron levantar una altísima horca en la plaza, y cuando ya la multitud
ocupaba sus avenidas, se dirigieron a la cárcel por la armadura, en corporación y con
toda la solemnidad que la importancia del caso requería.
Cuando la respetable comitiva llegó al macizo arco que daba entrada al edificio, un
hombre pálido y descompuesto se arrojó al suelo en presencia de los aturdidos
circunstantes, exclamando con lágrimas en los ojos:
-¡Perdón, señores, perdón!
-¡Perdón! ¿Para quién? -dijeron algunos-; ¿para el diablo que habita dentro de la
armadura del señor del Segre?
-Para mí -prosiguió con voz trémula el infeliz, en quien todos reconocieron al alcaide de
las prisiones-, para mí... porque las armas... han desaparecido.
Al oír estas palabras, el asombro se pintó en el rostro de cuantos se encontraban en el
pórtico, que, mudos e inmóviles, hubieran permanecido en la posición en que se
encontraban Dios sabe hasta cuándo, si la siguiente relación del aterrado guardián no les
hubiera hecho agruparse en su alrededor para escuchar con avidez.
-Perdonadme, señores -decía el pobre alcaide-, y yo no os ocultaré nada, siquiera sea en
contra mía.
Todos guardaron silencio y él prosiguió así:
-Yo no acertaré nunca a dar razón; pero es el caso que la historia de las armas vacías me
pareció siempre una fábula tejida en favor de algún noble personaje, a quien tal vez altas
razones de conveniencia pública no permitía ni descubrir ni castigar.
En esta creencia estuve siempre, creencia en que no podía menos de confirmarme la
inmovilidad en que se encontraban desde que por segunda vez tornaron a la cárcel
traídas del concejo. En vano una noche y otra, deseando sorprender su misterio, si
misterio en ellas había, me levantaba poco a poco y aplicaba el oído a los intersticios de
la cerrada puerta de su calabozo; ni un rumor se percibía.
En vano procuré observarlas a través de un pequeño agujero producido en el muro;
arrojadas sobre un poco de paja y en uno de los más oscuros rincones, permanecían un
día y otro descompuestas e inmóviles.
Una noche, por último, aguijoneado por la curiosidad y deseando convencerme por mí
mismo de que aquel objeto de terror nada tenía de misterioso, encendí una linterna, bajé
a las prisiones, levanté sus dobles aldabas, y, no cuidando siquiera -tanta era mi fe en
que todo no pasaba de un cuento- de cerrar las puertas tras mí, penetré en el calabozo.
Nunca lo hubiera hecho; apenas anduve algunos pasos; la luz de mi linterna se apagó
por sí sola, y mis dientes comenzaron a chocar y mis cabellos a erizarse. Turbando el
profundo silencio que me rodeaba, había oído como un ruido de hierros que se removían
y chocaban al unirse entre las sombras.
Mi primer movimiento fue arrojarme a la puerta para cerrar el paso, pero al asir sus
hojas, sentí sobre mis hombros una mano formidable cubierta con un guantelete, que
después de sacudirme con violencia me derribó bajo el dintel. Allí permanecí hasta la
mañana siguiente, que me encontraron mis servidores falto de sentido, y recordando
sólo que, después de mi caída, había creído percibir confusamente como unas pisadas
sonoras, al compás de las cuales resonaba un rumor de espuelas, que poco a poco se fue
alejando hasta perderse.
Cuando concluyó el alcaide, reinó un silencio profundo, al que siguió luego un infernal
concierto de lamentaciones, gritos y amenazas.
Trabajo costó a los más pacíficos el contener al pueblo que, furioso con la novedad,
pedía a grandes voces la muerte del curioso autor de su nueva desgracia.
Al cabo logrose apaciguar el tumulto, y comenzaron a disponerse a una nueva
persecución. Ésta obtuvo también un resultado satisfactorio.
Al cabo de algunos días, la armadura volvió a encontrarse en poder de sus
perseguidores.
Conocida la fórmula, y mediante la ayuda de San Bartolomé, la cosa no era ya muy
difícil.
Pero aún quedaba algo por hacer; pues en vano, a fin de sujetarla, la colgaron de una
horca; en vano emplearon la más exquisita vigilancia con el objeto de quitarle toda
ocasión de escaparse por esos mundos. En cuanto las desunidas armas veían dos dedos
de luz, se encajaban, y pian pianito volvían a tomar el trote y emprender de nuevo sus
excursiones por montes y llanos, que era una bendición del cielo.
Aquello era el cuento de nunca acabar.
En tan angustiosa situación, los vecinos se repartieron entre sí las piezas de la armadura,
que acaso por la centésima vez se encontraba en sus manos, y rogaron al piadoso
eremita, que un día los iluminó con sus consejos, decidiera lo que debía hacerse de ella.
El santo varón ordenó al pueblo una penitencia general. Se encerró por tres días en el
fondo de la caverna que le servía de asilo, y al cabo de ellos dispuso que se fundiesen
las diabólicas armas, y con ellas y algunos sillares del castillo del Segre, se levantase
una cruz.
La operación se llevó a término, aunque no sin que nuevos y aterradores prodigios
llenasen de pavor el ánimo de los consternados habitantes de Bellver.
En tanto que las piezas arrojadas a las llamas comenzaban a enrojecerse, largos y
profundos gemidos parecían escaparse de la ancha hoguera, de entre cuyos troncos
saltaban como si estuvieran vivas y sintiesen la acción del fuego. Una tromba de chispas
rojas, verdes y azules danzaba en la cúspide de sus encendidas lenguas, y se retorcían
crujiendo como si una legión de diablos, cabalgando sobre ellas, pugnase por libertar a
su señor de aquel tormento.
Extraña, horrible fue la operación en tanto que la candente armadura perdía su forma
para tomar la de una cruz.
Los martillos caían resonando con un espantoso estruendo sobre el yunque, al que
veinte trabajadores vigorosos sujetaban las barras del hirviente metal, que palpitaba y
gemía al sentir los golpes.
Ya se extendían los brazos del signo de nuestra redención, ya comenzaba a formarse la
cabecera, cuando la diabólica y encendida masa se retorcía de nuevo como en una
convulsión espantosa, y rodeándose al cuerpo de los desgraciados que pugnaban por
desasirse de sus brazos de muerte, se enroscaba en anillas como una culebra o se
contraía en zigzag como un relámpago.
El constante trabajo, la fe, las oraciones y el agua bendita consiguieron, por último,
vencer al espíritu infernal, y la armadura se convirtió en cruz.
Esa cruz es la que hoy habéis visto, y a la cual se encuentra sujeto el diablo que le presta
su nombre: ante ella, ni las jóvenes colocan en el mes de Mayo ramilletes de lirios, ni
los pastores se descubren al pasar, ni los ancianos se arrodillan, bastando apenas las
severas amonestaciones del clero para que los muchachos no la apedreen.
Dios ha cerrado sus oídos a cuantas plegarias se le dirijan en su presencia. En el
invierno los lobos se reúnen en manadas junto al enebro que la protege, para lanzarse
sobre las reses; los bandidos esperan a su sombra a los caminantes, que entierran a su
pie después que los asesinan; y cuando la tempestad se desata, los rayos tuercen su
camino para liarse, silbando, al asta de esa cruz y romper los sillares de su pedestal.
lunes, 30 de julio de 2007
LA CRUZ DEL DIABLO // GUSTAVO ADOLFO BECQUER
Publicado por Unknown en 22:35 0 comentarios
Etiquetas: bécquer, la cruz del diablo
martes, 17 de julio de 2007
EL MORADOR DE LA OSCURIDAD // AUGUST DERLETH // LOS MITOS DE CTHULHU
EL MORADOR DE LA OSCURIDAD
August Derleth
(Título original: The Dweller in Darkness)
August Derleth (1909-1971) fue el más directo colaborador de Lovecraft, tanto en vida de éste como después de su muerte, completando trabajos inacabados del creador de los Mitos y difundiendo su obra y la de sus continuadores, sobre todo a través de su famosa editorial, la Arkham House. .
En El Morador de la Oscuridad asistimos de nuevo al colosal enfrentamiento de las fuerzas del Bien y del Mal, aunque ahora, más dentro de la «ortodoxia» lovecraftiana, sin referencias religiosas directas. Las entidades que luchan entre sí son fuerzas cósmicas —eso sí, colosales— que sólo por analogía pueden ser denominadas «dioses», aunque ante ellas la indefensión física y psíquica del hombre no es muy inferior a su presunta insignificancia frente a las míticas fuerzas sobrenaturales evocadas por todas las religiones.
Los amantes del horror frecuentan parajes extraños y apartados. Para ellos existen las catacumbas de los Ptolomeos y los esculpidos mausoleos de regiones de pesadilla. Escalan a la luz de la luna las torres de los ruinosos castillos del Rhin, y bajan vacilantes los negros peldaños cubiertos de telarañas que descienden bajo los dispersos sillares de olvidadas ciudades asiáticas. El bosque encantado y la desolada montaña son sus altares, y se demoran junto a los siniestros monolitos de las islas deshabitadas. Pero el verdadero epicúreo de lo terrible, para quien un nuevo estremecimiento de horror inexpresable es el fin principal y la justificación de la existencia, estima más que nada las antiguas y solitarias casas de campo de las regiones boscosas; pues en ellas se combinan los elementos de poder, soledad, ignorancia y primitivismo para constituir la perfección de lo espantoso.
H. P. Lovecraft
I
Hasta hace poco, si un viajero del norte de Wisconsin central tomaba la bifurcación izquierda en el punto donde coinciden la carretera de Brule River y el pico de Chequamegon en dirección a Pashepaho, se encontraba en una región tan primitiva que le parecía enormemente lejos de todo contacto humano. Si siguiera por la poca transitada carretera, cruzaría ante unas cuantas chozas destruidas, donde probablemente alguna vez vivieron personas que se marcharon ante el continuo avance del bosque; no es una región desolada, sino zona de espesa vegetación, y sobre toda su extensión subsiste el aura intangible de lo siniestro, una especie de opresión ominosa del espíritu pronto a manifestarse aun en el viajero más casual, pues la carretera que ha tomado se vuelve cada vez más impracticable, hasta que se pierde finalmente poco después de pasar un albergue deshabitado edificado al borde de un lago de aguas tranquilas y azules, en torno al cual crecen eternamente árboles centenarios, y donde los únicos ruidos que se oyen son los gritos de los buhos, de los chotacabras y de los tétricos somorgujos en la noche, o la voz del viento entre los árboles, y..., ¿pero es siempre la voz del viento lo que se oye entre los árboles? ¿Quién puede decir si la rama que cruje al romperse es indicio del paso de un animal... o de algo distinto, de alguna criatura que escapa a la comprensión humana?
Entre las gentes que vivían en los aledaños del bosque, el albergue abandonado del lago Rick tenía una extraña fama mucho antes de que yo lo conociese, fama que rebasaba esas historias aue suelen circular sobre parajes primitivos similares. Corrían curiosos rumores de que en lo más profundo y negro del bosque habitaba un ser —de ningún modo se trataba de las consabidas consejas de fantasmas—, un ser que era mitad animal y mitad hombre, según contaban los obstinados y descreídos indios que de cuando en cuando abandonaban la comarca y se marchaban hacia el Sur. El bosque tenía mala fama, eso era evidente; y ya antes del cambio de siglo contaba con una historia que disuadía aun al más intrépido aventurero.
Aparece recogida por primera vez en unas anotaciones que hizo un misionero cuando cruzaba la región para acudir en ayuda de una tribu de indios, la cual, según habían informado al puesto militar de Chequamegon Bay, se estaba muriendo de hambre en el Norte. Fray Piregard desapareció, pero los indios trajeron más tarde sus pertenencias: una sandalia, un rosario y un breviario en el que había escrito ciertas observaciones raras, conservadas cuidadosamente: «Tengo la convicción de que me sigue alguna criatura. Al principio me ha parecido que era un oso, pero ahora me inclino a creer que es algo infinitamente más monstruoso que cualquier animal de la Tierra. Está oscureciendo, y creo que estoy cayendo en un ligero delirio, pues sigo oyendo una extraña música y otros raros sonidos que no pueden derivar, seguramente, de ninguna fuente natural. Tengo también una inquietante ilusión como de grandes pasos que hacen estremecer realmente la tierra, y varias veces me he tropezado con huellas de pies muy grandes y de formas diversas...»
La segunda anotación es muchísimo más siniestra. Cuando Big Bob Hiller, uno de los madereros más rapaces de todo el Medio Oeste, empezó a anexionar a sus posesiones territorios de la comarca del lago Rick, a mediados del pasado siglo, no pudo por menos de sentirse impresionado ante los pinos de la zona próxima al lago; y aunque no le pertenecían, siguió la costumbre de los grandes madereros y mandó a sus hombres que entraran a talar desde una zona contigua que poseía, con el deliberado pretexto de que no sabía por dónde pasaban sus límites. Trece de los hombres no regresaron ese primer día de trabajo en el borde del área de bosque que rodeaba el lago Rick; dos de los cuerpos no se llegaron a recuperar; cuatro fueron encontrados —inconcebiblemente— en el lago, a varias millas de donde habían estado talando árboles; los demás fueron descubiertos en diversos lugares del bosque. Hiller creyó que había estallado una guerra entre los madereros; envió a otra parte a sus hombres para despistar a su desconocido adversario, y luego ordenó de pronto que volviesen a trabajar en la región prohibida. Después de perder a cinco hombres más, Hiller renunció, y ninguna mano volvió a tocar desde entonces el bosque, salvo unos cuantos individuos que fueron allí a tomar posesión de tierras y se adentraron en la zona.
Al poco tiempo salieron estos individuos uno por uno, y hablaron poco aunque dieron a entender bastante. Sin embargo, la naturaleza de sus veladas alusiones fue tal que pronto se vieron obligados a abandonar todo tipo de explicación; eran increíbles las historias que contaban, sobre cosas demasiado horribles para describirlas y de una maldad ancestral anterior a cuanto pudiera concebir el más docto arqueólogo. Sólo uno de ellos desapareció, y jamás llegaron a encontrar rastro de él. Los otros regresaron todos del bosque, y en el curso del tiempo se perdieron entre las demás gentes de Estados Unidos... todos, menos un mestizo al que llamaban el Viejo Peter, el cual estaba obsesionado con la idea de que había yacimientos minerales en la vecindad del bosque, e iba a acampar de cuando en cuando en su lindero, cuidando de no aventurarse a entrar.
Era inevitable que las leyendas del lago Rick atrajesen finalmente la atención del profesor Upton Gardner, de la Universidad del Estado; había completado colecciones de cuentos de Paul Bunyan, Whiskey Jack y Hodag, y se hallaba ocupado en compilar leyendas locales, cuando se tropezó por primera vez con los curiosos y semiolvidados relatos procedentes de la región del lago Rick. Averigüé más tarde que su primera reacción fue la de un interés casual; abundan las leyendas en todos los parajes apartados, y no había nada que indicase que éstas tuviesen más importancia que las demás. Lo cierto es que no había similitud alguna, en el más estricto sentido de la palabra, con las historias de tipo más familiar; pues mientras las leyendas corrientes se referían a apariciones fantasmales de animales y hombres, tesoros perdidos, creencias tribales y cosas por el estilo, las del lago Rick chocaban por su insistencia en criaturas totalmente outré... o criatura, ya que nadie contó jamás haber visto más de una, y vagamente, en la oscuridad del bosque, mitad animal y mitad hombre, dando a entender siempre que su descripción era inadecuada, en el sentido de que no hacía justicia al concepto del narrador de qué era lo que se escondía en la vecindad del lago. Sin embargo, el profesor Gardner les habría concedido escasa importancia al escucharlas, con toda probabilidad, de no haber sido porque se enteró de dos noticias —al parecer sin relación entre sí— muy singulares, y por el descubrimiento de un tercer hecho.
Las dos noticias aparecieron en los periódicos de Wisconsin con una semana de por medio. La primera era una reseña breve, medio humorística, titulada: ¿Una serpiente de mar en el lago de Wisconsin?, y contaba: «El piloto Joseph X. Castleton manifiesta haber visto, durante un vuelo de prueba realizado ayer por el norte de Wisconsin, un gran animal no identificado que se bañaba durante la noche en un lago del bosque próximo a Chequamegon. Castleton fue sorprendido por una turbonada de agua y truenos, y tuvo que volar bajo; en un esfuerzo por identificar su situación, miró hacia abajo en el momento en que fulguró un relámpago, y vio lo que le pareció un animal muy grande que surgía de las aguas del lago que él sobrevolaba, y desaparecía en el bosque. El piloto no añade ningún detalle a su relato, pero afirma que la criatura que vio no era el monstruo de Loch Ness.» La segunda noticia era un cuento absolutamente fantástico sobre el descubrimiento del cuerpo de fray Piregard, bien conservado, en el tronco hueco de un árbol junto al río Brule. Aunque al principio creyeron que se trataba de un miembro extraviado de la expedición Marquette-Joliet, fray Piregard fue identificado rápidamente. A esta noticia se añadía una fría declaración del presidente de la State Historical Society, tachando el descubrimiento de puro infundio.
El descubrimiento que el profesor Gardner hizo fue simplemente que un antiguo amigo suyo era en realidad el propietario del albergue abandonado y de la mayor parte de la orilla del lago Rick.
La conexión entre los acontecimientos fue de este modo claramente inevitable. El profesor Gardner relacionó inmediatamente las dos noticias de los periódicos con las leyendas del lago Rick; esto podía no haber bastado para moverle a abandonar sus investigaciones sobre las leyendas que abundaban en Wisconsin e iniciar una indagación concreta de naturaleza enteramente distinta; pero entonces sucedió algo aún más asombroso que le impulsó a acudir urgentemente al propietario del albergue abandonado y pedirle que le dejase ocuparlo en interés de la ciencia. En principio, lo que le movió a tomar esta determinación fue nada menos que un ruego del conservador del Museo del Estado para que visitase su despacho una noche y viese un nuevo ejemplar que había llegado. Acudió acompañado de Laird Dorgan; y fue Laird quien acudió a mí.
Pero eso fue cuando desapareció el profesor Gardner.
Porque desapareció; durante tres meses estuvo enviando informes esporádicos desde el lago Rick, y luego se dejaron de recibir noticias suyas, y no volvió a saberse nada más del profesor Upton Gardner.
Laird vino a la habitación que yo ocupaba en el University Club una noche de octubre a una hora avanzada; traía nublados sus ojos azules y francos, los labios tirantes, el ceño arrugado, y todas las trazas de hallarse en un estado de relativa excitación que nada tenía que ver con el alcohol. Supongo que estaba trabajando mucho; acababan de terminar las pruebas del primer período del curso en la Universidad de Wisconsin; y Laird se tomaba habitualmente las pruebas muy en serio... antes como estudiante, y ahora como educador, había sido siempre doblemente concienzudo.
Pero no era eso. El profesor Gardner faltaba a clase desde hacía un mes, y esto era lo que atormentaba su mente. Dijo todo eso en un largo discurso, y añadió:
—Jack, voy a ir allá a ver qué puedo hacer.
—Hombre, si el jefe de policía y su ayudante no han descubierto nada, ¿qué puedes hacer tú? —pregunté.
—En primer lugar, sé más que ellos.
—Si es así, ¿por qué no fuiste a dar parte?
—Porque no es la clase de cosa a la que ellos prestan atención.
—¿Alguna leyenda?
—No.
Me miró calculadoramente, como preguntándose si podría confiar en mí. De pronto tuve el convencimiento de que sabía algo que consideraba de la más grave importancia; y al mismo tiempo sentí la más extraña sensación de premonición y advertencia que jamás había experimentado. En ese instante la habitación entera pareció tensa, el aire electrizado.
—Si voy... ¿crees que podrías acompañarme?
—Supongo que podría arreglarlo.
—Bien. —Dio una vuelta o dos por la habitación, y sus ojos pensativos, cada vez que me miraban, denotaban incertidumbre e indecisión.
—Vamos, Laird... siéntate y tranquilízate. Este comportamiento de león enjaulado no es bueno para tus nervios.
Siguió mi consejo; se sentó, se cubrió la cara con las manos y se estremeció. Por un momento me sentí alarmado; pero abandonó esta actitud a los pocos segundos, se echó hacia atrás y encendió un cigarrillo.
—¿Conoces esas leyendas sobre el lago Rick, Jack?
Le aseguré que las conocía, así como la historia del lugar, desde el principio... es decir, todo lo que se había escrito sobre el asunto.
—¿Y esas noticias de los periódicos de que te he hablado?
Las noticias también. Las recordaba, dado que Laird había discutido conmigo el efecto que habían producido en su jefe.
—La segunda, la que se refiere a fray Piregard... —empezó, vaciló, y se calló. Pero luego, tras aspirar profundamente, prosiguió—: Como sabes, Gardner y yo fuimos al despacho del conservador una noche de la primavera pasada.
—Sí, yo estaba en el Este por entonces.
—Por supuesto. Bien, fuimos allí. El conservador quería enseñarnos algo. ¿Qué crees que era?
—No tengo ni idea. ¿Qué era?
—¡El cuerpo del árbol!
—¡No!
—El corazón nos dio un salto. Allí estaba, con el tronco hueco y todo, tal como había sido encontrado. Lo habían transportado al museo para exhibirlo. Pero no fue exhibido jamás, naturalmente... por una poderosa razón. Cuando Gardner lo vio, creyó que se trataba de una figura de cera. Pero no.
—¿Quieres decir que era real?
Laird asintió.
—Sé que parece increíble.
—No es posible.
—Pues sí, supongo que es imposible. Pero así era. Por eso no fue exhibido... así que lo enterraron.
—No me había enterado.
Se inclinó hacia adelante y dijo gravemente:
—Cuando lo trajeron tenía todo el aspecto de estar completamente conservado, como embalsamado por algún proceso natural. No era así. Estaba congelado. Comenzó a deshelarse aquella noche. Y había ciertos detalles que indicaban que fray Piregard no había muerto hacía trascientos años como decía su historia. El cuerpo empezó a descomponerse de mil maneras..., pero no se convirtió en polvo ni mucho menos. Gardner estimó que no hacía más de cinco años que habría muerto. Así que, ¿dónde había estado entretanto?
Era completamente sincero. Yo, al principio, no le había creído. Pero la inquietante seriedad de Laird impedía veleidad alguna por mi parte. De haber considerado su historia como una broma, como me sentía impulsado a creer, se habría cerrado como una concha y habría abandonado mi habitación para rumiar este asunto en secreto, con sabe Dios qué daño para sí. Durante un rato no dije absolutamente nada.
—Tú no lo crees.
—Yo no he dicho eso.
—Pero lo noto.
—No. Es difícil de creer. Digamos que creo en tu sinceridad.
—Al menos eres franco —dijo lúgubremente—. ¿Crees en mí lo bastante como para acompañarme al albergue y averiguar qué puede haber ocurrido allí?
—Sí, por supuesto.
—Pero creo que sería mejor que primero leyeses estos extractos de las cartas de Gardner —los puso sobre mi mesa como un reto. Las había transcrito a una simple hoja de papel, y mientras la depositaba, siguió explicando muy de prisa que eran las cartas que Gardner le había escrito desde el albergue. Cuando terminó, cogí la hoja y leí:
No puedo negar que hay en el albergue, en el lago, y aun en el bosque, un aura de maldad, de peligro, de amenaza..., es algo más que eso, Laird; me gustaría explicártelo, pero mi fuerte es la arqueología y no la ficción. Porque habría que recurrir a la ficción, creo, para hacer justicia a esto que siento... Sí, hay veces en que tengo la clara sensación de que alguien o algo me vigila desde el bosque o desde el lago; en esto no estoy tan seguro como me gustaría, y aunque no me llega a inquietar, sin embargo es suficiente para hacerme vacilar. El otro día me las arreglé para ponerme en contacto con el Viejo Peter, el mestizo. Estaba un poco bebido, pero cuando le mencioné el albergue y el bosque, se encerró en sí mismo como una concha. Pero le dio nombre a lo que sentía: lo llamó el Wendigo... ya conoces esa leyenda que pertenece a la región franco-canadiense.
Esta era la primera carta, escrita como a la semana de llegar Gardner al albergue abandonado del lago Rick. La segunda era muy breve, y fue enviada por correo especial:
¿Podrías cablegrafiar a la Miskatonic University de Arkham, Massachusetts, para averiguar si hay disponible una fotocopia de un libro conocido como el Necronomicón, de un escritor árabe llamado al parecer Abdul Alhazred? Pregunta también por los Manuscritos Pnakóticos y el Libro de Eibon, y averigua si es posible comprar en alguna librería local un ejemplar de The outsider and others, de H. P. Lovecraft, publicado en Arkham House el año pasado. Creo que estos libros, individual y colectivamente, pueden ayudar a determinar qué es exactamente lo que habita en este lugar. Porque hay algo; no puede haber error en esto; estoy convencido, y cuando te digo que creo que ese algo ha vivido aquí no durante años, sino durante siglos —quizá desde antes de la aparición del hombre— comprenderás que puedo encontrarme en el umbral de grandes descubrimientos.
Aunque esta carta era alarmante, la tercera lo era aún más. Entre la segunda y la tercera transcurrió un intervalo de un par de semanas, y era evidente que había sucedido algo que amenazaba la serenidad del profesor Gardner, ya que esta tercera carta evidenciaba, pese a tratarse de un párrafo, una extremada turbación.
Todo es perverso aquí... No sé si se trata del Cabrón Negro con sus Mil Jóvenes o el Sin Rostro o algo distinto que camina sobre el viento. ¡Por amor de Dios, estos malditos fragmentos...! Hay algo en el lago, también, ¡y los ruidos de la noche! ¡Qué quietud, y luego, de pronto, esas horribles flautas, esos aullidos lastimeros! No se oye entonces ni un pájaro, ni un animal; ¡sólo esos ruidos espantosos! ¡Y las voces...! ¿O no es más que un sueño? ¿Es sólo mi propia voz, lo que oigo en la oscuridad...?
Me di cuenta de que yo mismo temblaba cada vez más, a medida que leía estos resúmenes. Las implicaciones y sugerencias que podían leerse entre las líneas que el profesor Gardner había escrito hacían pensar en una maldad terrible e inmemorial, y comprendí que ante Laird Dorgan y ante mí se abría una aventura tan increíble, tan extraña y tan imponderablemente peligrosa, que hacía muy probable que no regresáramos para contarla. No obstante, aun entonces abrigaba una secreta duda en mi mente de que dijéramos nada sobre lo que encontraríamos en el lago Rick.
—¿Qué dices? —preguntó Laird con impaciencia.
—Que iré.
—¡Bien! Está todo preparado. He conseguido una grabadora y pilas suficientes para que funcione. Me he puesto de acuerdo con el jefe de policía del condado de Pashepaho para volver a colocar las notas de Gardner allí mismo y dejarlo todo tal como estaba.
—¿Una grabadora? —le interrumpí—. ¿Para qué?
—Para esos sonidos de los que habla... así podremos identificarlos de una vez por todas. Si se pueden oír, la grabadora los recogerá; si son meramente imaginarios, no —guardó silencio; sus ojos estaban muy graves—. Escucha, Jack; puede que no salgamos de este asunto con vida.
—Lo sé.
No dije nada porque sabía que Laird sentía también lo mismo que yo; pero iríamos como dos Davides enanos a enfrentarnos con un enemigo más grande que ningún Goliat, con un adversarlo invisible y desconocido, que no tenía nombre y estaba envuelto por la leyenda y el miedo, un morador no sólo de las oscuridades del bosque, sino de esa otra oscuridad aún mayor que la mente del hombre ha tratado de explorar desde sus albores.
II
El sheriff Cowan estaba ya en el albergue cuando nosotros llegamos. Era un individuo alto, reservado, de raza claramente yanqui; aunque representaba a la cuarta generación de su familia en el área, hablaba con un acento gangoso que persistía evidentemente de generación en generación. El mestizo que le acompañaba era un tipo de piel oscura y aspecto desaliñado que de cuando en cuando enseñaba los dientes o sonreía como por algún chiste secreto.
—He traído los paquetes que hace tiempo le enviaron al profesor —dijo el sheriff—. Uno de ellos era de algún sitio de Massachusetts, y el otro de cerca de Madison. Me pareció que no valía la pena devolverlos. Así que cogí y los guardé junto con las llaves. No sé lo que ustedes encontrarán por ahí. Mis ayudantes y yo traspasamos la linde del bosque, pero no vimos nada.
—Pero cuéntelo todo —terció el mestizo con una mueca.
—No hay nada más que contar.
—¿Y lo de la piedra labrada?
El sheriff se encogió de hombros molesto.
—Maldita sea, Peter, eso no tiene nada que ver con la desaparición del profesor.
—Pero sacó un dibujo, ¿no?
Presionado de este modo, el sheriff confesó que dos de sus ayudantes habían encontrado una gran laja o roca en el centro del bosque; que estaba cubierta de musgo y hierba, pero sobre su superficie había labrado un dibujo extraño, y se veía claramente que era tan viejo como el bosque... obra probablemente de una de las primitivas tribus indias que, según se sabía, habitaron la región del norte de Wisconsin antes que los sioux Dakota y los winnebago...
El Viejo Peter gruñó con desprecio:
—No es un dibujo indio.
El sheriff rechazó con un gesto el comentario y prosiguió. El dibujo representaba una especie de criatura, pero nadie podía decir qué era; evidentemente, no se trataba de un hombre, aunque, por otra parte, no era peludo como un animal. Es más, el desconocido artista se había olvidado de ponerle rostro.
—Y al lado tenía dos seres —comentó el mestizo.
—No le hagan caso —dijo entonces el sheriff.
—¿Qué clase de seres? —preguntó Laird.
—Pues seres —contestó el mestizo con una mueca—. ¡Je, je! No se puede decir de otra forma... no eran personas, tampoco eran animales, así que eran seres.
Cowan estaba enojado. De pronto se puso violento; ordenó al mestizo que se callase, y siguió diciendo que si le necesitábamos estaría en su oficina de Pashepaho. No explicó cómo podíamos ponernos en contacto con él, puesto que no había teléfono en el albergue, pero evidentemente no hacía mucho caso de las leyendas que abundaban en la región en la que nos habíamos internado con tanta decisión. El mestizo nos miraba con una casi impasible indiferencia que tan sólo rompía periódicamente una mueca de astucia, y sus negros ojos examinaban nuestro equipaje con aguda evaluación e interés. Laird se encontraba con su mirada de cuando en cuando, cada vez que el Viejo Peter desviaba indolentemente los ojos. El sheriff seguía hablando; las notas y dibujos que el hombre desaparecido había hecho estaban en la mesa que había utilizado en la habitación grande, que ocupaba casi entera la planta baja del albergue, exactamente donde él los había encontrado; eran propiedad del Estado de Wisconsin y debíamos devolverlos a la oficina del sheriff cuando hubiésemos terminado con ellos. En el umbral, se volvió rápidamente para despedirse y nos dijo que esperaba que no permaneciésemos mucho tiempo allí, porque «aunque no acepto ninguna de esas ideas extravagantes... el lugar no resultó muy saludable para algunos de los que vinieron aquí».
—El mestizo sabe o sospecha algo —me dijo Laird en cuanto se marcharon—. Tenemos que ponernos en contacto con él cuando no esté el sheriff.
—¿No escribió Gardner que era bastante reservado cuando se trataba de preguntarle datos concretos?
—Sí, pero indicó la solución: aguardiente.
Nos pusimos a trabajar para instalarnos; guardamos nuestras provisiones, montamos la grabadora y preparamos las cosas para pasar al menos un par de semanas; teníamos provisiones suficientes para ese tiempo, y si debíamos prolongar nuestra estancia siempre podíamos ir a Pashepaho a comprar más comida. Además, Laird había traído dos docenas de pilas para la grabadora, de modo que teníamos para tiempo indefinido, sobre todo teniendo en cuenta que no pensábamos conectarlas más que cuando nos fuésemos a dormir... y esto no sería con mucha frecuencia, pues habíamos acordado que uno de nosotros vigilaría mientras el otro descansara, plan en el que no confiábamos lo bastante como para considerarlo infalible, de ahí el aparato. Hasta que acomodamos nuestra impedimenta, no nos ocupamos de las cosas que había traído el sheriff; entretanto, tuvimos amplia oportunidad de captar la muy definida aura del lugar.
Porque no era imaginación aquello de que reinaba una aura extraña en el albergue y alrededores. No era sólo la quietud presagiosa, casi siniestra, no sólo los altos pinos que se cernían sobre el albergue, no sólo las oscuras aguas, sino algo más: un callado, casi amenazador aire de espera, una especie de lejana seguridad ominosa... como podía uno imaginar lo que sentiría un halcón planeando serenamente por encima de su presa sabiendo que no iba a escapar de sus garras. Tampoco era ésta una impresión fugaz, pues se hizo evidente casi en seguida y aumentó de manera constante durante la hora o así que estuvimos ocupados; es más, se percibía con tanta claridad que Laird lo comentó como si se tratase de algo largo tiempo aceptado, ¡seguro que yo también lo sentía! Sin embargo, no había nada primitivo a lo que pudiese atribuirse. Hay miles de lagos como el Rick al norte de Wisconsin y de Minnesota, y aunque muchos de ellos no están en zonas forestales, los que sí lo están no difieren grandemente en su aspecto del de Rick; así que no había nada en el paraje que contribuyese en absoluto a esa soterrada sensación de horror que parecía invadirnos desde el exterior. Efectivamente, la puesta del sol era más bien lo contrario; bajo el sol del atardecer, el viejo albergue, el lago, el alto bosque de los alrededores, tenían un aire agradable de soledad... un aspecto que contrastaba con la intangible aura de maldad, tanto más penetrante y terrible. La fragancia de los pinos, junto con el frescor del agua, contribuía también a acentuar la sutil sensación de amenaza.
Por último, nos ocupamos del material abandonado en el escritorio del profesor Gardner. Los paquetes postales contenían, como esperábamos, un ejemplar del The outsider and others, de H. P. Lovecraft, expedido por los editores, y las fotocopias del manucristo y las páginas impresas del Texto de R'lyeh y del De vermis mysteriis de Ludwig Prinn, al parecer enviados para completar los datos suministrados anteriormente al profesor por el bibliotecario de la Miskatonic University, pues encontramos además entre el material que nos trajo el sheriff, ciertas páginas del Necronomicón en su traducción de Olaus Wormius, así como de los Manuscritos Pnakóticos. Pero no fueron estas páginas, en su mayoría ininteligibles para nosotros, las que nos llamaron la atención, sino las notas fragmentarias del propio profesor Gardner.
Era absolutamente evidente que no había tenido tiempo de hacer otra cosa que escribir las cuestiones y pensamientos tal como se le ocurrían; y aunque explicitaban poca cosa, sin embargo había en todo ello terribles sugerencias que adquirían dimensiones gigantescas al hacerse evidente aquello que no dejó consignado:
«¿Es la laja a) sólo una antigua ruina?, b) ¿una señal semejante a una lápida?, c) ¿o un punto focal para Él? En el último caso, ¿del exterior? ¿O de abajo? (NB: Nada indica que ese ser haya sido molestado.) "Cthulhu o Kthulhut". ¿En el lago Rick? ¿Pasadizo subterráneo al Superior y al mar vía San Lorenzo? (NB: Salvo la historia del aviador, nada indica que el Ser tenga conexión con el agua. Probablemente no es uno de los acuáticos.)
»Hastur. Pero sus manifestaciones tampoco parecen haber sido de seres aéreos.
»Yog-Sothoth. Ciertamente de la tierra... pero no es el Morador de la Oscuridad. (NB: El Ser, sea lo que fuere, debe de pertenecer a las deidades de la tierra, aun cuando viaja en el tiempo y el espacio. Puede que haya más, y que sólo el terrestre se deje ver ocasionalmente. ¿Ithaqua, quizá?)
»El Morador de la Oscuridad. ¿Será éste el Ciego, el Sin Rostro? Desde luego, podría decirse que habita en la oscuridad. ¿Nyarlathotep? ¿O Shub-Niggurath?
»¿Y del fuego qué? Debe haber una deidad también. Pero no hay referencias (NB: Posiblemente, si los Seres Terrestres y Acuáticos se oponen a los Aires, entonces deben oponerse igualmente a los del Fuego. Sin embargo, hay pruebas aquí y allá que indican que hay más lucha constante entre los Seres del Aire y el Agua que entre los de la Tierra y el Aire.) Abdul Alhazred es condenadamente oscuro en algunos pasajes. No existe una clave que facilite la identidad de Cthugha en esa terrible nota de pie de página.
»Partier afirma que sigo una pista equivocada. No me convence. Quienquiera que sea el que toca esa música por la noche es maestro en lo que atañe a cadencias y ritmos infernales. Y, sí, en cacofonías (Cf. Bierce y Chambers).»
Eso era todo.
—¡Qué galimatías más increíble! —exclamé.
Y no obstante... y no obstante, comprendía que no era un galimatías. Aquí había cosas extrañas, cosas que requerían una explicación extraterrena; y aquí, en las notas manuscritas de Gardner, estaba la prueba que indicaba que no sólo había llegado a la misma conclusión, sino que la rebasaba. Sonara a lo que sonase. Gardner lo había escrito con toda seriedad, y evidentemente para uso personal, tan sólo, ya que lo único claro eran los rasgos más vagos y genéricos. Por otra parte, las notas produjeron un efecto tremendo en Laird; se había quedado impresionantemente pálido, y ahora las miraba como si no diese crédito a lo que había visto.
—¿Qué ocurre? —pregunté.
—Jack... él estaba en contacto con Partier.
—No consta —contesté, pero aun mientras hablaba, recordé el secreto que siguió a la separación del viejo profesor Partier de la Universidad de Wisconsin. La prensa había divulgado la noticia de que el anciano había sido un poco demasiado liberal en sus clases de antropología... es decir, que era de ¡«tendencia comunista»!, cosa que todos los que conocían a Partier sabían que estaba muy lejos de la realidad. Pero él había dicho cosas extrañas en sus clases, había hablado de cuestiones horribles y prohibidas, y las autoridades académicas consideraron como más prudente alejarle en silencio. Por desgracia, Partier armó un alboroto, cosa muy propia de su carácter, y resultó imposible tapar el asunto satisfactoriamente.
—Ahora vive en Wausau —dijo Laird.
—¿Crees que podría traducir todo esto? —pregunté, y me di cuenta de que acababa de expresar los pensamientos de Laird.
—Está a tres horas de viaje en coche. Copiaremos estas notas, y si no ocurre nada... si no descubrimos nada, iremos a verle.
¡Si no sucedía nada...!
Si el albergue nos había parecido tenso con su atmósfera ominosa, por la noche nos pareció sobrecargado de amenaza. Por otra parte, los incidentes comenzaron a sucederse súbita e insidiosamente a partir de la media tarde, cuando Laird y yo estábamos sentados ante esas extrañas fotocopias enviadas por la Miskatonic University au lieu de los libros y manuscritos propiamente dichos, demasiado valiosos como para autorizar que saliesen de su refugio. La primera manifestación fue tan simple que, durante un rato, ninguno de los dos notó nada raro. Fue sencillamente el rumor de los árboles como cuando se levanta viento, un creciente gemido entre los pinos. La noche era cálida, y todas las ventanas del albergue estaban abiertas. Laird hizo un comentario acerca del viento, y siguió hablando sobre su perplejidad respecto a los fragmentos que teníamos delante. Hasta que no transcurrió media hora, y el rumor del aire se elevó y adquirió las proporciones de un viento más bien fuerte, no reparó Laird en ello y alzó los ojos, yendo su mirada de una a otra ventana con inquietud. Fue entonces cuando me di cuenta yo también.
¡A pesar del ruido, no se notaba en la habitación ninguna corriente, ni ninguna de las ligeras cortinas de las ventanas hizo otra cosa que temblar levemente!
Con un movimiento simultáneo, nos dirigimos a la amplia terraza del albergue.
No hacía viento: ni el más leve soplo llegaba a rozar nuestras manos y nuestras caras. Sólo se oía el rumor en el bosque. Y los dos miramos hacia donde los pinos se recortaban contra el firmamento salpicado de estrellas, esperando ver inclinarse sus copas ante la creciente ráfaga; pero no se percibía movimiento alguno; los pinos estaban quietos, inmóviles; mientras, el rumor como de viento seguía en torno nuestro. Permanecimos en la terraza durante media hora, tratando en vano de determinar la procedencia del ruido... y entonces, del mismo modo repentino que había comenzado, ¡paró!
Eran casi las doce de la noche, y Laird se dispuso a meterse en la cama; había dormido poco la noche anterior, y acordamos que yo haría la primera guardia hasta las cuatro de la madrugada. Ninguno de los dos comentó el ruido de los pinos, pero lo que dijimos indicaba un deseo de creer que había una explicación natural para dicho fenómeno, si podíamos establecer un punto de referencia para comprenderlo. Era inevitable, supongo, que ante todos estos hechos singulares que llamaban nuestra atención, hubiese en nosotros un serio anhelo de encontrarles explicación natural. Ciertamente, el más viejo y más grande temor del que es presa el hombre es el temor a lo desconocido; todo lo que es susceptible de racionalización y explicación deja de ser temido; pero, hora tras hora, se iba haciendo más patente que nos enfrentábamos con algo que desafiaba toda racionalización y todo credo, y que dependía de un sistema de creencias anterior incluso al hombre primitivo; efectivamente, según las diversas alusiones de las páginas fotocopiadas de la Miskatonic University, era anterior incluso a la Tierra misma. Por otro lado, estaba aquella tensión, aquella ominosa sensación de amenaza de algo que estaba infinitamente más allá del alcance de una inteligencia tan limitada como la del hombre.
Así que me dispuse a iniciar mi vigilia con cierto nerviosismo. Cuando Laird se hubo retirado a su habitación —que estaba junto al remate de la escalera y cuya puerta daba a un corredor con balaustrada que se asomaba a la sala donde yo me encontraba leyendo, un poco al azar, un libro de Lovecraft—, me entró una especie de sensación de tensa expectativa. No es que temiese que fuera a ocurrir algo, sino más bien tenía miedo de no encontrar explicación a lo que ocurriese. Sin embargo, a medida que transcurrían los minutos, me fui enfrascando en The outsider and others, con sus infernales alusiones a una maldad inmemorial, a entidades coexistentes con todos los tiempos y coextensivas a todos los espacios, y empecé a captar, aunque vagamente, una relación entre los escritos de este creador de fantasías y las extrañas anotaciones que el profesor Gardner había dejado. Lo más inquietante era el saber que el profesor Gardner había escrito sus notas independientemente del libro que ahora estaba leyendo yo, puesto que había llegado después de su desaparición. Además, aunque había ciertas claves para lo que Gardner había escrito en el primer material que había recibido de la Miskatonic University, aumentaba ahora el número de pruebas que indicaban que el profesor había tenido acceso a alguna otra fuente de información.
¿Cuál era esa fuente? ¿Llegó a saber algo por medio del Viejo Peter? Era muy poco probable. ¿Acudió tal vez a Partier? No parecía imposible, aunque no se lo había comunicado a Laird. Sin embargo, no debía darse por supuesto que hubiese establecido contacto con alguna otra fuente de información sin haber hecho ninguna alusión a dicha fuente en sus notas.
Estando enfrascado en estas absorbentes especulaciones, me di cuenta de la música. Tal vez hacía rato que estaba sonando, antes de que me percatase, pero no lo creo. Era una extraña melodía lo que tocaban, que empezaba arrulladora y armoniosa, y luego, sutilmente, se volvía cacofónica y demoníaca, el ritmo se hacía más vivo, aunque me llegaba siempre como desde una gran distancia. La escuché con creciente asombro; al principio no me di cuenta de la sensación de malignidad que se abatía sobre mí, hasta que salí y comprobé que la música provenía de las profundidades del oscuro bosque. Entonces tuve conciencia de su carácter preternatural: era una melodía ultraterrena, absolutamente singular y extraña, y los instrumentos parecían flautas; en todo caso, alguna variante de la flauta.
Hasta ese momento, no hubo realmente nada alarmante. O sea, no hubo otra cosa que el temor inspirado por esos dos hechos. En resumen, había posibilidad de que existiese una explicación natural tanto para el rumor del viento como para la música.
Pero ahora, de pronto, ocurrió algo tan horrible, tan aterrador, que inmediatamente me sentí presa del más terrible miedo experimentado por el hombre, de un horror primitivo que surgía de lo desconocido, del exterior... porque si había abrigado dudas sobre los seres a que aludían las notas de Gardner y el material que las acompañaba, ahora supe instintivamente que eran infundadas, pues el sonido que sucedió a las melodías de aquella música ultraterrena fue de naturaleza tal que desafiaba toda descripción, y aún la desafía ahora. Fue simplemente un alular espantoso, imposible de ser producido por un animal conocido del hombre. Se elevó en horrible crescendo y decreció hasta apagarse en un silencio aún más terrible que el paralizante lamento. Empezó con una llamada compuesta de dos notas, repetida dos veces, de manera espantosa: «¡Ygnaiih! ¡Ygnaiih!», que luego se convirtió en un grito lastimero, triunfal, que brotó como un aullido del bosque y se propagó en la noche como la voz tremenda del propio abismo: «Eh-ya-ya-ya-yahaaahaaahaaahaaa-ah-ah-ah-ngh'aa-ngh'aa-ya-ya-ya...»
Permanecí un minuto absolutamente helado en la terraza. No habría podido proferir un sonido aun si mi vida hubiese dependido de ello. La voz había cesado, pero los árboles parecieron repetir todavía las sílabas espantosas. Oí saltar a Laird de la cama, le oí correr escaleras abajo gritando mi nombre, pero no fui capaz de contestar. Salió a la terraza y me agarró del brazo.
—¡Dios mío! ¿Qué ha sido eso?
—¿Lo has oído?
—De sobra.
Seguimos aguardando por si sonaba otra vez, pero no se repitió. Tampoco se repitió la música. Regresamos a la sala de estar y esperamos allí, incapaces de acostarnos ninguno de los dos.
¡Pero no hubo ningún incidente más durante el resto de la noche!
III
Los sucesos de esa primera noche decidieron más que ninguna otra cosa el curso del siguiente día. Pues, al comprender lo mal informados que estábamos para hacernos cabal idea de lo que estaba ocurriendo, Laird preparó la grabadora para la segunda noche, y salimos para Wausau con el fin de visitar al profesor Partier y regresar al día siguiente. Como medida de previsión, Laird se llevó consigo la copia de las notas que Gardner había dejado, pese a lo escuálidas que eran.
Al principio, el profesor Partier se mostró contrariado al vernos; finalmente, nos hizo pasar a su despacho, en el corazón de Wisconsin, y despejó de libros y papeles dos sillas para que nos sentásemos. Aunque tenía aspecto de anciano, con una larga barba blanca y un fleco de pelo cano asomando por debajo del gorro negro que cubría su cráneo, era tan ágil como un joven; era delgado, y tenía los dedos huesudos y la cara chupada, con unos ojos hundidos y negros, y su semblante mostraba una expresión de profundo cinismo, desdén, casi de desprecio, y no hizo el menor esfuerzo para que nos sintiéramos a gusto, aparte de darnos un sitio donde sentarnos. Reconoció a Laird como el secretario del profesor Gardner, dijo bruscamente que era un hombre ocupado y que preparaba lo que indudablemente sería su último libro, y que nos agradecería que le expusiésemos el objeto de nuestra visita lo más escuetamente posible.
—¿Qué es lo que sabe usted sobre Cthulhu? —preguntó Laird bruscamente.
La reacción del profesor fue asombrosa. La actitud del anciano, que antes había sido de superioridad y lejano desdén, se volvió instantáneamente cautelosa y alerta; con exagerado cuidado, dejó el lápiz que tenía en las manos, sin apartar sus ojos ni una sola vez del rostro de Laird, y se inclinó hacia adelante un poco sobre la mesa.
—Por eso —dijo— acuden ustedes a mí. —Se echó a reír entonces, con una risa que era como el cacareo de un carcamal—. Acuden a mí para preguntarme qué sé sobre Cthulhu. ¿Por qué?
Laird explicó brevemente que estábamos decididos a averiguar qué le había sucedido al profesor Gardner. Contó lo que consideró imprescindible mientras el anciano cerraba los ojos, tomaba el lápiz una vez más y, golpeando suavemente con él, escuchaba con cuidadosa atención, animando de cuando en cuando a Laird para que siguiese. Cuando éste hubo terminado, el profesor Partier abrió los ojos lentamente y nos miró a los dos con una expresión que no estaba muy lejos de la compasión y el dolor.
—Así que me citó a mí, ¿eh? Pero yo no he tenido contacto con él más que por teléfono —frunció los labios—. Y se refirió más a una antigua controversia que a sus descubrimientos en el lago Rick. Ahora quisiera darles un pequeño consejo.
—A eso es a lo que hemos venido.
—Abandonen ese lugar, y olvídense de todo eso.
Laird movió negativamente la cabeza con decisión.
Partier le miró calculadoramente; sus ojos oscuros desafiaron su determinación; pero Laird no vaciló. Se había embarcado en esta aventura, y estaba dispuesto a llegar hasta el final.
—No son esas fuerzas con las que el hombre corriente está acostumbrado a enfrentarse —dijo entonces el anciano—. Sinceramente, no estamos preparados para ello.
Entonces empezó, sin más preámbulos, a hablar de cuestiones tan alejadas de lo mundano que casi rayaban en lo inimaginable. En efecto, transcurrió un rato antes de que comenzara yo a comprender de qué hablaba, pues sus conceptos eran tan amplios y sobrecogedores que resultaban difíciles de captar para una persona acostumbrada a una vida prosaica como yo. Quizá fuera porque Partier empezó insinuando veladamente que no era Cthulhu, ni sus esbirros, quienes moraban en el lago Rick, sino otro ser muy distinto; la existencia de la losa y lo que tenía labrado encima indicaban claramente la naturaleza del ser que moraba allí de tiempo en tiempo. El profesor Gardner parecía haber dado con la verdadera pista, aunque Partier no lo creía. ¿Quién era el Ciego, el Sin Rostro, sino Nyarlathotep? Desde luego, no era Shub-Niggurath, el Cabrón Negro con sus Mil Jóvenes.
Aquí Laird le interrumpió para rogarle que fuese más explícito, y entonces, comprendiendo finalmente que nosotros no sabíamos nada, el profesor siguió explicando mitología en esos términos irritables y velados... mitología de una vida prehumana, no sólo de la Tierra, sino de las estrellas de todo el universo.
—No sabemos nada —repetía de cuando en cuando—. No sabemos nada en absoluto. Pero hay signos, lugares... el lago Rick es uno de ellos.
Habló de seres cuyos nombres eran espantosos, de los Dioses Primigenios que viven en Betelgeuse, en una remota región en el tiempo y el espacio, los cuales habían arrojado a los espacios a los Primordiales, guiados por Azathoth y Yog-Sothoth, y entre quienes se contaba la fuerza primordial del anfibio Cthulhu, de los quirópteros seguidores de Hastur el Innombrable, de Lloigor, Zhar e Ithaqua, el que cabalga en los vientos y los espacios sidéreos, de los seres elementales de la Tierra, de Nyarlathotep y Shub-Niggurath —seres malvados que siempre trataban una vez más de derrotar a los Dioses Arquetípicos, que les habían expulsado o encarcelado—, y de cómo Cthulhu dormía desde hacía muchísimo tiempo en el reino oceánico de R'lyeh, y de cómo Hastur fue encarcelado en una estrella negra próxima a Aldebarán, en las Híades. Mucho antes de que los seres humanos caminaran sobre la tierra, tuvo lugar el conflicto entre los Dioses Arquetípicos y los Primordiales, y de tiempo en tiempo los Primordiales han resurgido y aspirado a imponerse, unas veces para ser detenidos por intervención directa de los Dioses Primigenios, pero más frecuentemente por intermedio de seres humanos o no humanos que se prestaban a provocar la disensión entre los seres elementales, pues según indicaban las notas de Gardner, los malvados Dioses Primordiales eran fuerzas elementales. Pero cada vez había habido una resurrección, cuya señal quedaba hondamente impresa en la memoria del hombre... y en cada una de ellas habían pretendido eliminar la prueba, así como a los apacibles supervivientes.
—¿Qué ocurrió en Innsmouth, Massachusetts, por ejemplo? —preguntó tensamente—. ¿Qué ocurrió en Dunwich? ¿En las tierras vírgenes de Vermont? ¿O en la vieja casa de Tuttle, en el pico de Aylesbury? ¿Qué hay del misterioso culto de Cthulhu, y del absolutamente extraño viaje de exploración a las montañas de la Locura? ¿Qué seres habitaron la oculta y misteriosa meseta de Leng? ¿Y la ciudad de Kadath en la Inmensidad Fría? ¡Lovecraft lo sabía! Gardner y muchos otros han tratado de descubrir todos esos secretos, han tratado de establecer una conexión entre los increíbles acontecimientos ocurridos aquí y allá, por toda la faz del planeta..., pero los Primordiales no quieren que simples hombres lleguen a saber demasiado. ¡Así que quedan ustedes advertidos!
Cogió las notas de Gardner sin darnos ocasión a ninguno de los dos de decir nada, y las estudió, colocándose unos lentes con montura de oro que le dieron un aspecto aún más viejo, y siguió hablando más bien consigo mismo que con nosotros, y dijo que se afirmaba que los Primordiales habían alcanzado en ciertos aspectos un grado de desarrollo científico más grande que el que hasta ahora se consideraba posible; pero que, por supuesto, no se sabía nada. La forma con que recalcaba estas palabras indicaba bien a las claras que sólo un necio o un idiota podría permanecer incrédulo, tuviese pruebas o no. Pero a renglón seguido admitió que había una prueba: la placa repugnante que tenía grabada la representación de una monstruosidad infernal caminando sobre los vientos por encima de la tierra, encontrada en las manos de Josiah Alwyn cuando descubrieron su cuerpo en una pequeña isla del Pacífico, meses después de su increíble desaparición de su casa de Wisconsin; los dibujos trazados por el profesor Gardner eran otra... y sobre todo, aquella extraña losa labrada del bosque vecino al lago Rick.
—Cthugha —murmuró entonces, pensativo—. No he leído la nota de pie de página a la que hace referencia. Y en Lovecraft no hay nada —negó con la cabeza—. ¿No podrían sonsacarle algo al mestizo?
—Ya hemos pensado en eso —admitió Laird.
—Bien, entonces les aconsejo que lo intenten. Parece evidente que él sabe algo... puede que no sean más que exageraciones debidas a su mentalidad primitiva; pero por otro lado... ¿quién sabe?
El profesor Partier no pudo o no quiso decirnos más. Por otra parte, Laird desistió de seguir preguntándole, ya que era evidente que había una relación tremendamente inquietante entre lo que había revelado, por increíble que fuese, y lo que el profesor Gardner había escrito.
Nuestra visita, no obstante, a pesar de lo poco fructífera que fue —o quizá precisamente por ello—, produjo un singular efecto en nosotros. La misma vaguedad de las notas y comentarios del profesor, junto con la prueba fragmentaria e inconexa que nos había llegado independientemente de parte de Partier, nos devolvió la serenidad y afianzó a Laird en su determinación de llegar al fondo del misterio que rodeaba a la desaparición de Gardner, misterio que ahora se había ampliado para abarcar el misterio aún mayor del lago Rick y del bosque que lo rodeaba.
Al día siguiente volvimos a Pashepaho, y quiso la suerte que nos cruzáramos con el Viejo Peter en la carretera que salía del pueblo. Laird aminoró la marcha, retrocedió y sacó la cabeza para encararse con la mirada escrutadora del viejo.
—¿Le llevo?
—De acuerdo.
Subió el Viejo Peter y se sentó en el borde del asiento hasta que Laird, sin protocolos de ningún género, sacó una botella y se la ofreció; entonces sus ojos se iluminaron; la cogió ansiosamente y echó un buen trago, mientras Laird se puso a charlar sobre la vida en los bosques del norte, animando al mestizo a que hablase de los yacimientos minerales que según él podían descubrirse en las proximidades del lago Rick. De este modo recorrimos buena parte del trayecto, sin que el mestizo soltase la botella, hasta que, finalmente, estuvo casi vacía. No se le notaba embriagado en el estricto sentido de la palabra, pero hablaba sin prejuicios, y no protestó cuando cogimos la carretera hacia el lago sin detenernos para que se bajase; aunque, cuando vio el albergue y supo dónde estaba, dijo estropajosamente que se había alejado de su camino, y que tenía que regresar antes de que se hiciese de noche.
Se habría marchado inmediatamente, pero Laird le convenció para que entrase, con la promesa de que le prepararía un buen vaso.
Entramos. Le preparó la bebida más fuerte que pudo, y Peter sucumbió.
Cuando empezó a sentir los efectos del alcohol, Laird abordó el tema y dijo que Peter sabía algo sobre el misterio de la región del lago Rick, e inmediatamente el mestizo enmudeció, farfullando que no diría nada, que no había visto nada, que todo era una mentira, mientras sus ojos iban de uno de nosotros al otro. Pero Laird insistió. Había visto la losa de piedra tallada, ¿verdad? Sí... dijo de mala gana. ¿Quería llevarnos a ella? Peter negó con la cabeza violentamente. Ahora no. Era casi el atardecer; podía hacerse de noche antes de regresar.
Pero Laird era duro como el diamante. Y convencido por la insistencia de Laird de que podíamos estar de regreso en el albergue y hasta en Pashepaho, si Peter quería, antes de la caída de la noche, consintió en llevarnos a la losa. Entonces, a pesar de su estado, se internó rápidamente en el bosque, tomó un sendero que apenas merecía el nombre de rastro por lo débil que era, y galopó por él invariablemente durante casi una milla, antes de detenerse. Entonces, situándose detrás de un árbol, como si temiese que le vieran, señaló temblorosamente un pequeño calvero rodeado de árboles corpulentos, lo bastante amplio como para dejar visible el firmamento por arriba.
—Ahí... ésa es.
La losa se veía sólo parcialmente, pues el musgo la había cubierto en gran parte. Laird, sin embargo, se interesaba por ella sólo de manera secundaria en este momento; era evidente que el mestizo estaba mortalmente aterrado y sólo tenía deseos de huir.
—¿Te gustaría pasar la noche aquí, Peter? —preguntó Laird.
El mestizo le dirigió una mirada aterrada.
—¿A mí? ¡Dios, no!
De pronto, la voz de Laird se endureció:
—Pues a menos que nos digas qué viste aquí, eso es lo que vas a hacer.
El mestizo no estaba tan embriagado como para no prever lo que podía pasar: la posibilidad de que Laird y yo le cogiésemos y le atásemos a un árbol del borde de este calvero. Sencillamente, pensó en echar a correr, pero sabía que en su estado no podría dejarnos atrás.
—No me hagan hablar —dijo—. Son cosas que no deben contarse. No se las he contado jamás a nadie... ni siquiera al profesor.
—Queremos saberlas, Peter —dijo Laird amenazador.
El mestizo empezó a temblar; se volvió y miró la losa como si creyese que podía surgir de allí en cualquier momento un ser hostil y abalanzarse sobre él con intenciones homicidas.
—No puedo, no puedo —murmuró; y luego, clavando sus ojos sanguinolentos en los de Laird una vez más, dijo en voz baja—: No sé lo que era. ¡Dios!, pero era espantoso. Era un Ser... no tenía rostro; estuvo aullando hasta que creí que se me iban a reventar los tímpanos; y luego, aquellas criaturas que tenía a su alrededor... ¡Dios! —se estremeció y se apartó del árbol reuniéndose con nosotros—. Ahí, ahí lo vi una noche. Salió, al parecer, del aire, y hubo cánticos y lamentos, y las criaturas tocaban una música infernal. Creo que me volví loco durante un rato, antes de marcharme —su voz se quebró, su memoria excitada evocó las imágenes de las cosas que había visto; se volvió, gritando destempladamente—: ¡Vamonos de aquí!
Y echó a correr por donde habíamos venido, saltando entre los árboles.
Laird y yo corrimos tras él y le cogimos en seguida; Laird le aseguró que le sacaríamos del bosque en coche, y que estaría lejos de allí antes de que se nos echara encima la noche. Laird estaba tan convencido como yo de que no eran figuraciones lo que el mestizo había contado, que, efectivamente, nos había referido todo lo que sabía; y permaneció callado durante todo el trayecto desde el camino donde dejamos al Viejo Peter, después de obligarle a que tomara cinco dólares para que olvidase con el alcohol, que tanto le gustaba, lo que había visto.
—¿Qué te parece? —me preguntó Laird cuando llegamos al albergue.
Moví negativamente la cabeza.
—El lamento de anteanoche —dijo Laird—. Las cosas que oyó el profesor Gardner... y ahora esto. Todo encaja condenadamente, horriblemente —se volvió hacia mí con intensa y perentoria urgencia—. Jak, ¿te atreverías a visitar esa losa esta noche?
—Por supuesto.
—Pues iremos.
Hasta que no entramos en el albergue, no se nos ocurrió pensar en la grabadora; entonces Laird rebobinó y la preparó para reproducir lo que hubiese quedado grabado hasta nuestro regreso. Esto al menos, comentó él, no dependía en absoluto de la imaginación de nadie; esto era producto de la máquina pura y simple, y cualquier persona inteligente sabía muy bien que las máquinas eran muchísimo más fiables que los hombres, dado que no tenían ni nervios ni imaginación, ni sabían nada del miedo o la esperanza. A lo sumo, contábamos con oír una repetición de los sonidos de la noche anterior; ni en nuestros más disparatados sueños habríamos podido prever lo que oímos en realidad, pues la grabación se elevó de lo prosaico a lo increíble, de lo increíble a lo horrible, y por último, a un cataclismo de revelación que borró por completo en nosotros toda fe en la existencia normal.
Empezaba con un ocasional concierto de somorgujos y buhos, seguido de un periodo de silencio. Luego se oyó una vez más el rumor prolongado y familiar como de viento entre los árboles, y a continuación vino la extraña cadencia cacofónica de las flautas. Después, había grabada una serie de gritos que transcribo aquí exactamente tal como los oímos en aquella inolvidable noche:
¡Ygnaiih! ¡Ygnaiih! ¡ EEE-ya-ya-ya-Yahaahaahaaahaaa-ah-ah-ah-ngh'aaa-ngh'-aaa-ya-ya-aaa! (con voz que no era ni humana ni bestial, aunque tenía ambas calidades).
(Un tiempo de música creciente, que se volvía más salvaje y demoníaca por momentos.)
Poderoso Mensajero... Nyarlathotep, del mundo de los Siete Soles a este lugar terrestre, el bosque de N'gai, adonde puede venir El Que No Debe Ser Nombrado... Habrá abundancia de aquellos que vienen del Cabrón Negro de los Bosques, el Cabrón de las Mil Jóvenes... (esto con una voz que era curiosamente humana).
(Una sucesión de sonidos singulares, como si se tratase de la alternancia que resulta al escuchar y responder; un zumbido y susurros como de cables telegráficos.)
¡Ia! ¡Ia! ¡Shub-Niggurath! ¡Ygnaiih! ¡Ygnaiih! ¡EEE-yaa-yaa-haa-haaa-haaaa! (con la voz de antes, ni humana ni bestial, sino ambas cosas a la vez).
Ithaqua te servirá, Padre del millón de los favorecidos, y Zhar será llamado de Arturo por mandato de 'Umr At-Tawil, Guardián de la Entrada... Te unirás en alabanza de Azathoth, del Gran Cthulhu, de Tsathoggua... (con voz humana otra vez).
Sal en forma suya, o en cualquier otra que quieras elegir como hombre, y destruye aquello que pueda conducirles a nosotros... (con voz medio bestial, medio humana una vez más).
(Un intervalo de furiosa melodía acompañada nuevamente de un ruido como de batir de grandes alas.)
¡Ygnaiih! Y'bthnk... h'ehye-n'grkdl'lh... ¡Ia! ¡Ia! ¡Ia! (como un coro).
Estos sonidos estaban espaciados de tal modo que parecía como si los seres que los producían anduviesen por dentro o los alrededores del albergue, y el último cántico se perdió como si esas mismas criaturas se alejaran. Efectivamente, siguió un intervalo de silencio tan largo que Laird se levantó para desconectar el aparato, cuando surgió una voz de nuevo. Pero la voz que brotó ahora de la grabadora fue de tal naturaleza que, por sí misma, nos produjo de una vez todo el horror contenido en lo que había precedido; pues fuera lo que fuese lo que pudiese inferirse de los bramidos y cánticos semibestiales, la horriblemente sugestiva conversación en acusado inglés que ahora brotó de la grabadora resultaba indeciblemente aterradora:
—¡Dorgan! ¡Laird Dorgan! ¿Puedes oírme?
Fue un áspero, urgente susurro que llamaba a mi compañero que ahora estaba con el rostro blanco y la mirada fija en el aparato, sobre el cual tenía aún la mano en suspenso. Nuestras miradas se cruzaron. No era una súplica, no era nada de lo que había ocurrido antes; era la identidad de aquella voz... ¡porque era la voz del profesor Gardner! Pero no tuvimos tiempo de reflexionar sobre el hecho, porque la grabadora siguió necánicamente.
—¡Escúchame! Deja este lugar. Olvídalo. Pero antes de irte, invoca a Cthugha. Durante siglos ha sido éste el sitio donde seres perversos del cosmos más exterior tocaron la Tierra. Lo sé. Soy de ellos. Se han apoderado de mí, como hicieron con Piregard y muchos otros, todos los cuales se internaron imprudentemente en su bosque, y no fueron destruidos inmediatamente. Este es Su bosque: el bosque de N'gai, la morada terrestre del Ciego, del Sin Rostro, del Aullador de la Noche, del Morador de la Oscuridad, Nyarlathotep, quien sólo teme a Cthugha. He estado con él en los espacios estelares. He estado en la oculta meseta de Leng, en Kadath de la Inmensidad Fría, más allá de las Puertas de la Llave de Plata, incluso en Kythamil, cerca de Arturo y Mnar, en N'Kai y el lago de Hali, en K'n-yan y la fabulosa Carcosa, en Yaddith y en Y'ha-nthlei, próxima a Innsmouth, en Yoth y en Yuggoth, y he contemplado de lejos Zothique desde el ojo de Algod. Cuando Fomalhaut corone los árboles, invoca a Cthugha con estas palabras, repitiéndolas tres veces: «¡Ph'nglui mglw'nafh Cthugha Fomalhaut n'gha-ghaa nafl thagn! ¡Ia! ¡Cthugha!» Cuando él acuda, corre, no vayas a ser destruido tú también. Porque es conveniente que este lugar maldito sea arrasado de modo que Nyarlathotep no venga más de los espacios interestelares. ¿Me oyes, Dorgan? ¿Me oyes? ¡Dorgan! ¡Laird Dorgan!
Hubo un súbito ruido de viva protesta, seguido de otro como de alboroto y forcejeo, como si se hubiesen llevado a Gardner a la fuerza; luego, ¡siguió el silencio más completo y total!
Laird dejó correr la cinta durante unos minutos, pero no había nada más. Finalmente desconectó el aparato y dijo muy tenso:
—Creo que será mejor que transcribamos eso lo mejor posible. Toma nota de todas las frases, y después copiaremos esa fórmula de Gardner.
—¿Era...?
—Reconocería su voz en cualquier parte —dijo brevemente.
—¿Está vivo, entonces?
Me miró; sus ojos se entrecerraron.
—Eso no lo sabemos.
—¡Pero ésa es su voz!
Movió negativamente la cabeza, pues empezaban los sonidos otra vez, y nos dedicamos los dos a copiar, tarea que resultó más fácil de lo que parecía al principio porque las pausas entre las frases eran lo bastante grandes como para permitirnos copiar sin apresuramientos. El lenguaje de los cánticos y las palabras dirigidas a Cthugha pronunciadas por la voz de Gardner presentaron enorme dificultad, pero merced a las múltiples repeticiones conseguimos transcribir el equivalente aproximado de los sonidos. Cuando finalmente hubimos terminado, Laird desconectó la grabadora y me miró con ojos extraños y turbados, llenos de inquietud e incertidumbre. No dije nada; lo que acabábamos de escuchar, unido a todo lo que había ocurrido anteriormente, no nos dejaba alternativa. Cabía dudar de las leyendas, creencias y demás; pero la inequívoca grabación de la cinta era concluyente, aun cuando no hiciera otra cosa que corroborar consejas oídas a medias, pues, efectivamente, no había aún nada concreto; era como si todo estuviese tan absolutamente fuera de la capacidad de comprensión del hombre que sólo en la velada sugerencia de partes aisladas podía entenderse algo, como si la totalidad fuese inexpresablemente agotadora para que la soportase la mente humana.
—Fomalhaut sale casi en el crepúsculo; un poco antes, creo —reflexionó Laird; evidentemente, igual que yo, había aceptado que acabábamos de oír incuestionablemente el misterio que ocultaba su significado—. La veríamos por encima de los árboles (probablemente quedará a veinte o treinta grados del horizonte, porque no pasa lo bastante cerca del cénit en estas latitudes para que salga por encima de los pinos) aproximadamente una hora después de la caída de la noche. Digamos a las nueve treinta o así.
—¿No estarás pensando en intentarlo esta noche? —pregunté—. Al fin y al cabo, ¿qué significa? ¿Quién o qué es Cthugha?
—No sé más que tú, y no voy a intentarlo esta noche. Has olvidado la losa. ¿Estás aún dispuesto a ir allí... después de esto?
Asentí. No me atreví a hablar, pero no me consumía el deseo de desafiar la oscuridad que se extendía como una criatura viviente por el bosque que rodeaba el lago Rick.
Laird miró su reloj y luego a mí, y sus ojos ardían ahora con una especie de febril determinación, como si se esforzase en tomar este paso final de enfrentarse a ese ser desconocido cuyas manifestaciones se habían posesionado del bosque. Si esperaba que yo vacilase, le decepcioné; por muy acosado por el miedo que me sintiese, no deseaba manifestarlo. Me levanté y salí del albergue en su compañía.
IV
Hay aspectos de la vida oculta, tanto del exterior como de las profundidades de la mente, que es preferible mantener en secreto y lejos del conocimiento del hombre común; pues en los lugares más oscuros de la Tierra acechan terribles deseos, horribles revenants de un estrato del subconsciente, por fortuna fuera del ámbito del hombre medio... En efecto, hay aspectos de la creación tan grotescamente estremecedores que su misma visión haría perder la razón al que los contemplara. Afortunadamente, no es posible evocar más que como una sugerencia lo que vimos en la losa del bosque del lago Rick aquella noche de octubre, porque fue todo tan increíble, rebasó a tal punto todas las leyes conocidas de la ciencia, que no existen en el lenguaje humano palabras adecuadas para describirlo.
Llegamos al círculo de árboles que rodeaba la losa mientras las últimas claridades se demoraban aún en el cielo de poniente, y con ayuda de la linterna que Laird traía consigo examinamos la superficie de la losa y lo que había tallado en ella: un ser inmenso y amorfo, trazado por un artista que, evidentemente, carecía de suficiente imaginación para diseñar el rostro de la criatura, ya que lo había dejado sin él, perfilando sólo una curiosa cabeza cónica que incluso en piedra parecía dotada de una enervante fluidez; además, la criatura estaba representada con apéndices tentaculares y manos... o excrecencias semejantes a manos; pero no tenía dos, sino varias, de suerte que en su conformación parecía a la vez humana y no humana. Junto a ella había talladas dos figuras agazapadas parecidas a calamares, y de una parte de ellas —probablemente de sus cabezas, aunque su silueta no estaba claramente definida— surgían lo que seguramente podía ser alguna clase de instrumentos musicales, dado que estos extraños y repugnantes seres parecían tocarlos.
Nuestra inspección fue necesariamente precipitada, puesto que no queríamos arriesgarnos a que nos viera aquí quien pudiese venir, y quizá, dadas las circunstancias, influyera en nosotros también la imaginación. Pero no creo. Es difícil sostener eso coherentemente, sentado aquí ante mi mesa, alejado en el espacio y el tiempo de cuanto allí sucedió; pero lo sostengo. A pesar del precipitado reconocimiento y del miedo irracional a lo desconocido que nos obsesionaba, seguimos abiertos a todos los aspectos que habíamos decidido esclarecer. En todo caso, he errado en este relato al colocar la ciencia por encima de la imaginación. A la clara luz de la razón, las figuras labradas en aquella losa de piedra eran no sólo obscenas, sino bestiales y espantosas más allá de toda medida, particularmente a la luz de lo que Partier había insinuado y lo que las notas de Gardner y el material de la Miskanotic University habían dejado entrever vagamente; y aun cuando hubiéramos tenido tiempo, dudo que nuestras miradas se hubieran demorado demasiado rato en ellas.
Nos retiramos a un lugar relativamente cercano al camino que debíamos tomar para regresar al albergue, y no muy alejado tampoco del calvero donde se encontraba la losa; queríamos ver bien, ocultos en un lugar de fácil acceso al sendero por el que regresaríamos. Nos apostamos allí y esperamos en la fría quietud de una noche de octubre, mientras una oscuridad estigia nos envolvía y sólo una o dos estrellas parpadeaban muy arriba, milagrosamente visibles entre las altísimas copas de los árboles.
Según el reloj de Laird, aguardamos exactamente una hora y diez minutos antes de que comenzara el rumor como de viento, e inmediatamente hubo una manifestación que tenía todas las trazas de sobrenatural, pues no bien hubo empezado el ruido de las ráfagas, la losa que acabábamos de abandonar empezó a adquirir un resplandor, al principio tan imperceptible que parecía una ilusión, luego una fosforescencia cada vez mayor, hasta que despidió tal luminiscencia que era como si un haz de luz se elevase hacia el cielo. Esta fue la segunda circunstancia curiosa: la luz seguía los contornos de la losa, y se proyectaba hacia el cielo; no era difusa ni se dispersaba por el claro del bosque, sino que se proyectaba hacia el cielo con la potencia de un foco. Simultáneamente, el mismo aire pareció cargarse de maldad; en torno nuestro se extendió un aura tan densa de pavor que no tardó en hacerse imposible ignorar esta sensación. Era evidente que, por algún medio desconocido para nosotros, el ruido como de ráfagas de viento que ahora llenaba el aire no sólo se asociaba con el ancho haz de luz que se proyectaba hacia arriba, sino que era causado por él; es más, mientras mirábamos, el intenso color de la luz variaba constantemente, cambiando de un blanco cegador a un verde radiante, y de éste a una especie de verde espliego; de vez en cuando la luz se hacía tan intensa que era preciso apartar la vista, aunque la mayor parte del tiempo pudimos contemplarla sin que nos hiciera daño a los ojos.
De la misma forma repentina que había empezado, cesó el rumor de viento, se hizo difusa e indistinta la luz, y casi inmediatamente un espectral sonido de flautas traspasó nuestros oídos. No provenían de nuestro alrededor, sino de arriba, y de común acuerdo nos pusimos a mirar hacia el cielo hasta donde permitía la luz que ya se desvanecía.
No puedo explicar qué ocurrió exactamente ante nuestros ojos. ¿Fue realmente algo que se precipitó, que se derramó más bien, hacia abajo? Porque eran masas informes; ¿o eran producto de nuestra imaginación, que volvió a mostrarse singularmente cuando más tarde tuvimos ocasión de contrastar notas Laird y yo? La ilusión de grandes seres negros deslizándose velozmente por aquel sendero de luz fue tan intensa que nos volvimos para mirar la losa.
Lo que vimos allí nos hizo huir locamente, incapaces de gritar, de aquel lugar infernal.
Pues donde un momento antes no había nada, vimos ahora una masa protoplasmática gigantesca, de un ser colosal que se elevaba hacia las estrellas, y cuya corporeidad física real se hallaba en constante flujo; y flanqueándolo a cada lado, había dos criaturas menores, igualmente amorfas, sosteniendo una especie de flauta con sus apéndices y ejecutando esa música demoníaca que sonaba y resonaba por todo el ámbito del bosque. Pero la entidad de la losa, el Morador de la Oscuridad, era tremendamente horroroso; ¡pues de su masa de carne amorfa surgían caprichosamente, ante nuestros ojos, tentáculos, garras, manos, y se retraían otra vez; y la misma masa disminuía y se dilataba sin esfuerzo, y donde estaba su cabeza y debiera haber estado su semblante, no se veía sino un vacío tanto más horrible cuanto que, mientras mirábamos, brotó de él un profundo aullido, con esa voz semibestial, semihumana que nos era familiar por la grabación efectuada dos noches antes!
Huimos, digo, tan trastornados, que sólo merced a un supremo esfuerzo de voluntad pudimos correr en la dirección adecuada. Y tras de nosotros se elevó una voz, la voz blasfema de Nyarlathotep, el Ciego, el Sin Rostro, el Poderoso Mensajero, cuando aún vibraban en los canales de nuestra memoria las medrosas palabras del mestizo, del Viejo Peter: Era un ser... no tenía rostro; estuvo aullando hasta que creí que se me iban a reventar los tímpanos; y luego, aquellas criaturas que tenía a su alrededor... ¡Dios!, resonaban mientras la voz de aquella monstruosidad de los espacios exteriores gritaba y profería una algarabía y sonaba la música infernal que ejecutaban los espantosos músicos acompañantes, elevándose en un aullido desde el bosque y dejando para siempre su huella en la memoria.
—¡Ygnaiih! ¡Ygnaiih! ¡EEE-yayayayayaaa-haaa-haaahaaahaaa-ngh'aaa-ngh'aaa-ya-ya-yaaa!
Luego se hizo el silencio.
Y no obstante, por increíble que parezca, aún nos aguardaba el horror final.
Porque cuando estábamos a medio camino del albergue, nos dimos cuenta de que nos seguían; detrás de nosotros sonaba un espantoso, horriblemente sugerente chapoteo, como si la amorfa entidad hubiese abandonado la losa que debieron erigir en tiempos remotos sus adoradores y se hubiese lanzado en pos de nosotros. Obsesionados por un pavor abismal, corrimos como no lo habíamos hecho jamás; y casi habíamos llegado al albergue, cuando nos dimos cuenta de que el chapoteo, el temblor y estremecimiento de la tierra —como bajo las pisadas de algún ser gigantesco— habían cesado, y en su lugar se oía sólo el tranquilo y sosegado ruido de pasos.
¡Pero los pasos no eran nuestros! Y en el aura de irrealidad, en la espantosa atmósfera de enajenación en que nos movíamos y respirábamos, lo que sugerían aquellos pasos resultaba casi enloquecedor.
Llegamos al albergue, encendimos una lámpara y nos dejamos caer en unas sillas a esperar lo que quiera que fuese que avanzaba tan inexorablemente, sin apresuramientos, subía los peldaños de la terraza, ponía la mano en el pomo de la puerta y abría de par en par...
¡Era el profesor Gardner quien estaba allí!
Entonces Laird se puso en pie de un salto, gritando:
—¡Profesor Gardner!
El profesor sonrió reservadamente y alzó una mano para protegerse los ojos.
—Si no les importa, desearía que bajasen la luz. He estado en la oscuridad tanto tiempo...
Laird obedeció sin hacer preguntas, y entonces el profesor entró en la habitación, avanzando con el sosiego y aplomo del hombre que está seguro de sí, como si no hubiese desaparecido de la faz de la Tierra hacía más de tres meses, como si no nos hubiese lanzado una frenética llamada de auxilio durante la pasada noche, como si...
Miré a Laird; aún tenía la mano en la lámpara, pero sus dedos no giraban ya el pabilo, sino simplemente lo tenían cogido, mientras él lo contemplaba con ojos ausentes. Miré al profesor Gardner; se sentó, con la cabeza apartada de la luz, los ojos cerrados, y una leve sonrisa fluctuando en sus labios; en ese momento tenía exactamente el aspecto que a menudo le había visto en el University Club de Madison, y daba la sensación de que cuanto había ocurrido no era más que un mal sueño.
¡Pero no era un sueño!
—¿Salieron ustedes anoche? —preguntó el profesor.
—Sí. Pero, naturalmente, dejamos conectada la grabadora.
—¡Ah! ¿Oyeron algo, entonces?
—¿Le gustaría escuchar la grabación, señor?
—Sí, desde luego.
Laird se levantó, puso en marcha el aparato, y permanecimos sentados en silencio, sin decir palabra, hasta que terminó. Entonces el profesor volvió la cabeza lentamente.
—¿Qué van a hacer con eso?
—No lo sé, señor —contestó Laird—. Las frases son demasiado vagas... salvo para usted. Parece que tienen algún significado.
De repente, de modo inesperado, la habitación pareció inundarse de una atmósfera de amenaza; fue una impresión momentánea, pero Laird lo notó lo mismo que yo, pues se sobresaltó visiblemente. Estaba quitando la cinta del aparato, cuando el profesor habló otra vez:
—¿No se les ha ocurrido que pueden ser víctimas de un engaño?
—No.
—¿Y si les digo que he averiguado que es posible producir todos esos sonidos que hay registrados en esa cinta?
Laird le miró durante un minuto, antes de replicar en voz baja que, naturalmente, el profesor Gardner había estado investigando los fenómenos del bosque del lago Rick durante mucho más tiempo que nosotros, y que si él lo decía...
El profesor soltó una agria risotada.
—¡Son fenómenos enteramente naturales, muchacho! Hay un depósito mineral debajo de esa tosca losa del bosque; emite una luz y también los miasmas que producen alucinaciones. Así de sencillo. En cuanto a las diversas apariciones, se deben a la completa estupidez, a la imperfección humana, sólo a eso, y a una simple coincidencia. Yo vine aquí con grandes esperanzas de ver corroboradas algunas de las estupideces a las que el propio Partier prestó oídos, pero... —sonrió desdeñosamente, movió la cabeza negativamente, y extendió la mano—. Déjeme la cinta, Laird.
Sin hacer preguntas, Laird le entregó la cinta. El anciano la cogió y se la iba a acercar a los ojos, cuando se dio un golpe en el codo y, con un agudo grito de dolor, la dejó caer. Se rompió en mil pedazos en el suelo del albergue.
—¡Oh! —exclamó el profesor—. Lo siento —volvió los ojos hacia Laird—. Pero no se preocupe, puedo reproducírselo todo cuando quiera, según lo que he aprendido sobre este lugar, merced a las explicaciones de Partier... —se encogió de hombros.
—No importa —dijo Laird tranquilamente.
—¿Quiere decir que todo lo que contenía esa cinta no eran más que cosas de su imaginación, profesor? —interrumpí yo—. ¿Incluso ese cántico de invocación a Cthugha?
El anciano se volvió hacia mí; su sonrisa era sardónica.
—¿Cthugha? ¿Qué supone que es, sino producto de la imaginación de alguien? En cuanto a la conclusión... mi querido muchacho, utilice la cabeza. Supongamos que Cthugha tiene su morada en Fomalhaut, que se halla a veintisiete años luz de aquí, y que, por por otro lado, si se repite tres veces este cántico, cuando Fomalhaut se ha elevado en el cielo, Cthugha se aparecerá para, de alguna manera, volver inhabitable este lugar a todo hombre o entidad venida del exterior. Pero ¿cómo supone que podría llevarlo a cabo?
—Pues mediante algo así como una transferencia de pensamiento —respondió Laird obstinadamente—; no es disparatado suponer que si dirigiésemos nuestros pensamientos hacia Fomalhaut, alguien podría recibirlos allí... caso de que hubiese vida. El pensamiento es instantáneo. Y, a su vez, podrían estar los de allá tan desarrollados que fuesen capaces de desmaterializarse y volverse a materializar a la velocidad del pensamiento.
—Mi querido muchacho, ¿habla usted en serio? —la voz del anciano delataba su desdén.
—Usted me ha preguntado.
—Bien, como respuesta hipotética a un problema teórico, puede pasar.
—Francamente —dije, haciendo caso omiso del extraño gesto negativo que Laird me hizo con la cabeza—, no creo que lo que hemos visto esta noche en el bosque sea una alucinación... producida por los miasmas brotados de la tierra o de dondequiera que sea.
El efecto de esta declaración fue extraordinario. Ostensiblemente, el profesor hizo todos los esfuerzos por dominarse; sus reacciones fueron exactamente las del sabio acosado por un cretino en una de sus clases. Tras unos momentos, recobró el dominio de sí y dijo solamente:
—Así que han estado allí. Supongo que es demasiado tarde para hacerles cambiar de idea...
—Yo siempre estoy abierto a cualquier posibilidad, señor, y me inclino ante el método científico —dijo Laird.
El profesor Gardner se llevó la mano a los ojos y dijo:
—Estoy cansado. La otra noche que estuve aquí observé que ha tomado mi habitación, Laird; así que me quedaré con la que esté junto a la de usted, en el lado opuesto a la de Jack.
Subimos, como si nada hubiese sucedido entre la última vez que estuvimos y ésta.
V
El resto de la historia —y la culminación de esa noche apocalíptica— se puede resumir en pocas palabras.
No habría dormido más de una hora —era la una de la madrugada—, cuando me despertó Laird. Estaba junto a mi cama completamente vestido, y con voz tensa me ordenó que me levantara y me vistiese, que recogiese lo que considerara esencial entre las cosas que había traído y estuviese preparado. No me permitió siquiera encender una luz, aunque él llevaba una pequeña linterna que utilizaba de cuando en cuando. A todas mis preguntas contestó con el ruego de que esperase.
Cuando hube terminado, se encaminó hacia la puerta y susurró:
—Vamos.
Entró directamente en la habitación a la que se había retirado el profesor Gardner. Con la luz de la linterna, comprobó que la cama no había sido tocada; más aún, gracias a la fina capa de polvo que cubría el suelo, pudo ver que el profesor Gardner había entrado en la habitación, había ido hasta la silla que estaba junto a la ventana y había salido otra vez.
—Como ves, no ha tocado la cama —susurró Laird.
—Pero ¿por qué?
Laird me agarró del brazo y me lo apretó.
—¿Recuerdas la monstruosidad a la que se refirió Partier, y que nosotros vimos en el bosque, el ser protoplasmático y amorfo? ¿Y lo que decía la grabación?
—Pero Gardner nos ha dicho... —protesté.
Sin añadir una palabra más, dio media vuelta. Bajé tras él, hasta que se detuvo junto a la mesa en la que habíamos estado trabajando; encendió la linterna y la alumbró. Me quedé tan sorprendido que proferí una exclamación, y Laird siseó inmediatamente para acallarme. Había desaparecido todo, salvo el ejemplar de The outsider and others y tres números de Weird Tales, una revista de narraciones del mismo género que el libro escritas por el excéntrico genio de Providence, Lovecraft. Todas las notas de Gardner, todos nuestros escritos, las fotocopias de la Miskatonic University, todo había desaparecido.
—Se lo ha llevado él —dijo Laird—. No ha podido ser nadie más.
—¿Adónde se ha ido?
—Ha regresado al lugar de donde había venido —se volvió hacia mí, y sus ojos centellearon bajo el resplandor de la linterna—. ¿Comprendes lo que eso significa, Jack?
Negué con la cabeza.
—Ellos saben que hemos estado allí, ellos saben lo que hemos visto, y que nos hemos enterado de demasiadas cosas.
—Pero ¿cómo?
—Porque se lo dijiste tú.
—¿Yo? ¡Pero, por Dios!, ¿te has vuelto loco? ¿Cómo puedo haberles dicho nada?
—Se lo dijiste aquí, en este albergue, esta noche; tú mismo lo has confesado, y no quiero ni pensar en lo que puede pasar ahora. Tenemos que marcharnos.
Por un momento, todos los acontecimientos de los últimos días pasados parecieron fundirse en una masa ininteligible; la urgencia de Laird era inequívoca, y no obstante, lo que sugería era tan absolutamente increíble que el sólo considerarlo, siquiera fugazmente, me provocaba la más extrema confusión de pensamientos.
Laird habló ahora rápidamente:
—¿No te ha parecido extraña la manera de regresar del profesor? ¿Cómo salió del bosque después de esa monstruosidad que vimos allí... no antes? Y piensa en las preguntas que ha hecho, en la naturaleza de esas preguntas. ¿Y cómo se las arregló para estropear la cinta, nuestra única prueba científica de algo? Y ahora, ¿la desaparición de todas las notas, de todo cuanto pudiera aportar una corroboración a lo que él llamaba «una tontería de Partier»?
—Pero si debemos creer lo que él nos ha contado...
Me interrumpió antes de que yo pudiese terminar.
—Uno de los dos tiene razón. O la voz de la grabación llamándome, o el hombre que estuvo aquí anoche.
—¿El hombre...?
Pero fuera lo que fuese lo que yo iba a decir, Laird me hizo callar con brusquedad.
—¡Escucha!
Del exterior, de lo más hondo de la oscuridad —cielo y tierra para el Morador de la Oscuridad—, brotaron, por segunda vez en la noche, las bellas, espectrales, aunque cacofónicas melodías de una música de flauta, aumentando y decreciendo, acompañadas de una especie de ulular modulado y como de un batir de grandes alas.
—Sí, lo oigo —susurré.
—Escucha con atención.
Incluso mientras hablaba, comprendí. Había algo más: los ruidos del bosque no sólo se elevaban y disminuían... ¡se estaban acercando!
—¿Me crees ahora? —preguntó Laird—. ¡Vienen por nosotros! —se volvió hacia mí—. ¡La fórmula!
—¿Qué fórmula? —tartamudeé estúpidamente.
—La de Cthugha... ¿la recuerdas?
—La escribí en un papel. La tengo aquí.
Por un instante, tuve miedo de que también nos hubiesen quitado esto, pero no era así; me lo había guardado en el bolsillo. Con manos temblorosas, Laird me arrebató el papel.
—¡Ph'nglui mglw'nafh Cthugha Fomalhaut n'gha-ghaa naf'l thagn! ¡Ia! ¡Cthugha! —dijo, corriendo a la terraza, y yo tras él.
De los bosques surgió la voz bestial del Morador de la Oscuridad:
—¡Ee-ya-ya-haa-haahaaa! ¡Ygnaiih! ¡Ygnaiih!
—¡Ph'nglui mglw'nafh Cthugha Fomalhaut n'gha-ghaa naf'l thagn! ¡Ia! ¡Cthugha! —repitió Laird por segunda vez.
Siguieron aún los gritos horribles del bosque, con la misma intensidad, elevándose ahora a un extremo grado de terror, con la voz bestial de la entidad de la losa añadida a la música loca y salvaje de las flautas y al ruido de las alas.
Y entonces, un vez más, Laird repitió las palabras originales del conjuro.
En el instante en que el último sonido gutural salió de sus labios, comenzó una serie de acontecimientos jamás presenciados por ojos humanos. Pues, súbitamente, la oscuridad se disipó, dando paso a un pavoroso resplandor ámbar; al mismo tiempo, cesó la música de flautas, y en su lugar brotaron gritos de rabia y terror. Entonces aparecieron miles de puntos luminosos de tamaño diminuto, no sólo por encima y sobre los árboles, sino incluso por el suelo, en el albergue y sobre el coche que teníamos delante de la puerta. Durante un momento nos quedamos clavados donde estábamos, y poco después nos dimos cuenta de que las miríadas de puntitos de luz eran ¡entidades vivas de llama! Pues donde tocaban, el fuego prendía; y Laird, al verlo, entró precipitadamente en el albergue y sacó todas las cosas que pudo, antes de que el incendio hiciese imposible la huida del lago Rick.
Salió corriendo —teníamos el equipaje abajo—, y dijo que era ya demasiado tarde para recoger la grabadora y demás, y echamos a correr juntos hacia el coche, protegiéndonos los ojos de la luz cegadora que nos rodeaba. Sin embargo, aunque íbamos con los ojos protegidos, no pudimos por menos de ver las grandes formas amorfas que abandonaban aquel paraje maldito y se elevaban hacia el firmamento, y el ser igualmente enorme que flotaba como una nube de fuego vivo por encima de los árboles. Todo eso vimos, antes de que la lucha por escapar del bosque en llamas nos obligase a olvidar misericordiosamente los pormenores de ese vuelo horrible y enloquecedor.
Aunque las cosas que ocurrieron en la oscuridad del bosque del lago Rick fueron terribles, hubo algo más tremendo aún, algo tan blasfemo y a la vez tan definitivo que aún ahora me estremezco y tiemblo sin poder evitarlo. Porque en aquella breve carrera hacia nuestro coche, vi algo que explicaba la duda de Laird; vi lo que le había inclinado a hacer caso de la voz de la grabación, y no de aquello que se presentó ante nosotros como el profesor Gardner. La clave la habíamos tenido allí delante, pero yo no la había visto; ni siquiera Laird había creído en ella plenamente. Aunque nos la habían dado, nosotros no la habíamos reconocido. «Pero los Primordiales no quieren que simples hombres lleguen a saber demasiado», había dicho Partier. Y esa voz terrible de la grabación había dicho aún más claramente: «Aparecen en su forma o en cualquier otra que eligen a modo de hombres, y destruyen aquello que pueda guiarles hasta nosotros»... ¡Destruir aquello que pueda guiarles hasta nosotros! Nuestra grabación, las notas, las fotocopias enviadas por la Miskatonic University, sí, ¡y también a Laird y a mí! Y había venido la monstruosidad, porque era Nyarlathotep, el Mensajero de la Noche, el Morador de la Oscuridad, quien había venido y había regresado luego al bosque para mandarnos a sus esbirros. Era él quien había llegado de los espacios interestelares, así como Cthugha, el ser-fuego, vino también de Fomalhaut al pronunciarse la invocación que le despertó de su eterno sueño en esa estrella de ámbar, invocación que Gardner, muerto-viviente cautivo del terrible Nyarlathotep, había descubierto en sus viajes fantásticos por el espacio y el tiempo; ¡y fue él quien regresó al lugar de donde había venido, con su cielo-tierra ahora inalcanzable para él, por haber sido destruido por los enviados de Cthugha!
Lo sé, y Laird también lo sabe. Aunque nunca hablamos de eso.
Aun si abrigásemos alguna duda, a pesar de lo ocurrido, no podríamos olvidar el descubrimiento aterrador y definitivo, lo que vimos al protegernos los ojos de las llamas que nos rodeaban y dejar de mirar hacia el cielo; las huellas de pies que salían del albergue en dirección a aquella losa infernal de las profundidades del bosque, las huellas que empezaban en el suelo blando de la terraza en forma de pies humanos y que se transformaban a cada paso en una impresión espantosamente sugeridora, hecha por una criatura de forma y peso increíbles, con tan grotescas variaciones de silueta y tamaño, que habrían resultado incomprensibles para cualquiera que no hubiese visto a la monstruosidad de la losa... y junto a estas huellas, desgarradas y rotas como por una fuerza expansiva, las ropas que un día pertenecieron al profesor Gardner, abandonadas trozo a trozo a lo largo del rastro que se internaba en el bosque, en el camino emprendido por la infernal monstruosidad que había salido de la noche, el Morador de la Oscuridad, ¡para visitarnos bajo la forma y el aspecto del profesor Gardner!
Publicado por Unknown en 10:18 1 comentarios
Etiquetas: bien, cthulhu, derleth, el morador de la oscuridad, mal, mitos, terror
QUE SE PUEDE ENCONTRAR...?
-
ALGERNON BLACKWOOD EL SACRIFICIO - ALGERNON BLACKWOOD EL SACRIFICIO I Limasson era hombre religioso, si bien no se sabía de qué hondura y calidad, dado que ningún trance de supremo rigor l...Hace 10 años
-
Anne Rice - Taltos - 4 - Anne Rice - Taltos 4 30 Cómo sería la cueva por dentro, me pregunté. No sentía ningún deseo de oír voces del infierno, pero tal vez oyera un coro celestial...Hace 11 años
-
-
¿ UNA GRAN MENTIRA ? CONCILIO DE NICEA - El Concilio de Nicea Don Closson Introducción La doctrina de la trinidad es fundamental para la singularidad del cristianismo. Sostiene que la Biblia enseñ...Hace 11 años
-
Daniel Defoe - Aventuras de Robinson Crusoe - Daniel Defoe Aventuras de Robinson Crusoe Nací en 1632, en la ciudad de York, de una buena familia, aunque no de la región, pues mi padre era un extranj...Hace 11 años
-
COPLAS A LA MUERTE DE SU PADRE - Jorge Manrique - COPLAS A LA MUERTE DE SU PADRE Jorge Manrique (1440-1478) 1.- Recuerde el alma dormida avive el seso e despierte contemplando cómo se pasa la vida, cómo se...Hace 11 años
-
Oscar Wilde - El retrato de Dorian Gray - Oscar Wilde El retrato de Dorian Gray El artista es creador de belleza. Revelar el arte y ocultar al artista es la meta del arte. El crítico es quien puede...Hace 11 años
-
El jugador - Fëdor Dostoyevski - El jugador Fëdor Dostoyevski CAPITULO I Por fin estaba de regreso, después de dos semanas de ausencia. Los nuestros llevaban ya tres días en Ruletenburg. Y...Hace 11 años
-
EL HALCÓN MALTÉS - Dashiell Hammett - EL HALCÓN MALTÉS Dashiell Hammett 1. Spade y Archer Samuel Spade tenía larga y huesuda la quijada inferior, y la barbilla era una V protuberante bajo la V ...Hace 11 años
-
GIBRÁN KHALIL GIBRÁN - EL PRECURSOR - GIBRÁN KHALIL GIBRÁN EL PRECURSOR (1920) EL PRECURSOR Tú eres el precursor de ti mismo, amigo mío, y las torres y ciudadelas erigidas en tu vida no son más...Hace 11 años
-
Aristóteles - Citas - Aristóteles 384 AC-322 AC. Filósofo griego. La amistad es un alma que habita en dos cuerpos; un corazón que habita en dos almas. El ignorante afirma, el sa...Hace 11 años
-
HISTORIA Y POLITICA - CONSTITUCIÓN ESPAÑOLA DE 1978 - Constitución de 1978 CONSTITUCIÓN ESPAÑOLA DE 1978 DON JUAN CARLOS I, REY DE ESPAÑA, A TODOS LOS QUE LA PRESENTE VIEREN Y ENTENDIEREN, SABED: QUE LAS CORTE...Hace 11 años
-
Viaje al Japón - Rudyard Kypling - RUDYYARD KYPLING VIAJE AL JAPÓN 1 Visión del Japón en diez horas, con una relación completa de los usos y costumbres de su pueblo, la historia de su Consti...Hace 11 años
-
Mercenarios del Infierno - “JUNTO A LUCIFER, CON BELIAL A MI ESPALDA, HE NADADO EN EL LAGO DE LLAMAS, CAMINADO POR LAS SENDAS PROHIBIDAS, LE HE HECHO EL AMOR A LILLITH, HE BAILADO LA...Hace 11 años
-
El caso de la esposa de mediana edad - Agatha Christie - El caso de la esposa de mediana edad Agatha Christie Cuatro gruñidos, una voz que preguntaba con tono de indignación por qué nadie podía dejar en paz su so...Hace 11 años
-
NOTICIAS - Plan de intervención social para familias afectadas por el VIH El Cumanés Prensa IX Congreso Científico/YF. CNP 12.939.- La profesora María Mercedes Gonzál...Hace 11 años
-
THE WALL - THE WALL Gana una tarjeta regalo de 500 euros. Apúntate, es gratis, y si tu ganas, yo también gano.Sigue este enlace: http://www.premiofacil.es/alta.php?id...Hace 11 años
-
Una brutal paliza de los antidisturbios causó la muerte a un joven belga - Una brutal paliza de los antidisturbios causó la muerte a un joven belga Captura del reportaje emitido por la VRT belga. VRT La brutalidad policial ha sido...Hace 11 años
-
Bombardeos aéreos de Barcelona en marzo de 1938 Bombardeos aéreos de Barcelona Campaña de Levante - Guerra Civil Española - Bombardeos aéreos de Barcelona en marzo de 1938 Bombardeos aéreos de Barcelona Campaña de Levante - Guerra Civil Española Fecha 16 - 18 de marzo de 1938 Lu...Hace 11 años
-
intimuru - Sobre la Arena: En Vivo - 2011 01. Basta de mentiras 02. Junto a mí 03. Desaparecer 04. Ya sé 05. Barco 06. Amor verdadero 07. Génesis (Vox Dei) 08. Interl...Hace 11 años
-
EL LADRÓN __ GUY DE MAUPASSANT - http://unpocodetodo2008.blogspot.com/2008/05/el-ladrn-guy-de-maupassant.html *EL LADRÓN __ GUY DE MAUPASSANT* *EL LADRÓN * *GUY DE MAUPASSANT* _ —Si...Hace 12 años
-